Tarde o temprano la vida se me pondrá por delante y saltaré al camino. Como un león.
Haroldo Conti, escritor argentino desaparecido en Buenos Aires el 4 de mayo de 1976
Al conductor del Lucero de la Pampa se le iluminaron los ojos al ver la silueta del jinete a la orilla del camino. Llevaba cinco horas con las pupilas clavadas en la recta carretera y sin recordar otra distracción que el par de ñandúes que espantó con el estridente claxon. Al frente tenía el camino. A la izquierda, la pampa de coirones y calafates. A la derecha, el mar, pasando con su incesante murmullo de odio por el Estrecho de Magallanes. Nada más.
El jinete estaba a unos doscientos metros y montaba un matungo, un caballo peludo que se entretenía mordisqueando hierbas. El jinete tenía el cuerpo enfundado en un poncho negro que cubría también las costillas del animal, el sombrero gaucho de ala corta caído encima de los ojos y no movía un músculo. El conductor detuvo el bus y le dio un codazo al ayudante.
– Despierta, Pacheco.
– ¿Cómo? No estaba durmiendo, jefe.
– ¿No? Tus ronquidos no dejaban escuchar el motor. Putas que eres buen acompañante.
– Culpa del camino. Siempre lo mismo. Disculpe. ¿Quiere un mate?
– Mira. Duerme o se durmió el viejo boludo.
– Hay una sola manera de saberlo, jefe.
En el bus viajaba un puñado de pasajeros acalambrados por las muchas horas de camino. Algunos dormitaban con la cabeza inclinada sobre el pecho, y los que iban despiertos charlaban con desgano acerca de los infortunios del fútbol o de los precios cada vez más bajos de la lana. El conductor se volvió hacia ellos y, luego de indicarles la quieta figura del hombre montado, les hizo un gesto para que callaran.
El Lucero de la Pampa,avanzó lentamente, a la vuelta de la rueda, hasta detenerse frente al jinete dormido. El caballo, sin inmutarse, siguió dando dentelladas a las hierbas ralas. Caballo y jinete se encontraban junto a una curiosa edificación de madera, pintada de rojo y amarillo. Era una suerte de palomera levantada sobre pilotes a un metro y medio del suelo. El tamaño de la construcción hubiera permitido a un hombre dormir cómodamente en el interior.
El ronco sonido del claxon alarmó al caballo alzó el cuello, movió la cabeza de grandes ojos asustados y, al intentar girar sobre la grupa, estuvo a punto de derribar al jinete.
– ¡Quieto! ¡Quieto, baboso! -gritó desconcertado.
– ¡ Despierta, viejo boludo! ¡Un poco más y te atropello! -saludó el conductor entre las carcajadas del ayudante y los pasajeros.
– Infame. Malandra. ¡Mal parido! -contestó el jinete golpeando el cuello del animal para tranquilizarlo.
– No te enojes que te puede dar un patatús. Y échate a un lado que tenemos que meter la correspondencia en el buzón.
– ¿Traes algo para mí, rufián?
– Quién sabe. Las ordenanzas dicen que debes buscar en el buzón.
El ayudante bajó a tierra. Se acercó a la extraña construcción, abrió la puerta sobre la que se leía: PUESTO POSTAL CINCO. TIERRA DEL FUEGO; de adentro sacó varias cajas, atados de pieles y un costal con el símbolo del Correo chileno. Con todo eso subió al vehículo y a los pocos minutos volvió a bajar cargando paquetes lacrados y otro costal del Correo. Una vez metidos los bultos cerró la puerta aparatosamente.
A ver si alguien se acuerda de ti.
El jinete esperó a que el Lucero de la Pampa se alejara. Lo vio empequeñecer con la distancia, hasta que no fue más que una balbuceante referencia en el panorama uniforme de la llanura. Entonces espoleó al caballo y se acercó al puesto postal.
La carta decía: "Lo siento, Hans. Los mismos de siempre van por ti. Nos vemos en el infierno. Tu amigo, Ulrich".
– Bueno. Alguna vez tenía que pasar. Hace más de cuarenta años que espero. Vengan cuando quieran -murmuró releyendo la carta que el viento agitaba en sus manos.
Las espuelas de plata tocaron levemente los ijares del animal, ordenándole iniciar un trote que lo sacó del camino a la pampa de coirones, pastos altos y aceitosos que reflejaban el sol del mediodía. De pronto tiró de las riendas para detener la cabalgada y se paró en los estribos mirando al cielo. A gran altura planeaba una pareja de chimangos carroñeros.
– ¿Por qué será que estos pajarracos son los primeros en oler las malas noticias? -dijo en voz alta, y enseguida clavó las espuelas dando la orden de galopar.
"Sé que esta carta tiene muchos altibajos, pero deben entender que la memoria no siempre es infalible, y que ninguna confesión es limpia si viene acompañada por el lastre de la traición.
"He traicionado a un hombre, al hombre que fue mi mejor amigo, pero no creo que las emociones tengan ya cabida en este maldito asunto, de tal manera que expondré los hechos.
"En 1941, Hans Hillermann y yo servíamos en la policía del Tercer Reich. No éramos nazis. No tuvimos ninguna participación destacada en la persecución de los judíos ni en la represión de los opositores. Nuestra misión en Berlín consistía en vigilar la puerta principal de la prisión de Spandau.
"Los inviernos en Berlín eran y siguen siendo crudos. Por ese tiempo, las autoridades de la cárcel habían dispuesto un pequeño cuarto calefaccionado en el sótano del edificio, en el que los guardias solíamos desentumecer los huesos y beber de vez en cuando una jarra de café. Con Hans me unía una larga amistad cimentada en interminables partidas de ajedrez y el secreto deseo de emigrar algún día, de largarnos para siempre a un lugar al que se refería como el último rincón promisorio del planeta: la Tierra del Fuego. Reuníamos información sobre el lejano confin, recortes de crónicas de viajeros, de libros de geografía, que alimentaban nuestra imaginación y los deseos de dejar Alemania. Yo nací en Sajonia. Hans en Hamburgo. El conocía los ambientes marineros de su ciudad y no cesaba de repetirme que embarcarse era relativamente fácil. Teníamos hasta un plan para desertar, pero nos faltaba el dinero. Así pasábamos largas noches en el sótano calefaccionado, moviendo las piezas
sobre el tablero y lamentándonos de la pobreza que nos condenaba a los uniformes.
"Alguna vez, ya no recuerdo cuándo, al encontrarnos solos nos atrevimos a forzar la cerradura de una puerta que conducía a una especie de bodega. Sabíamos que aquella dependencia era utilizada por oficiales de las SS, que entraban y salían del lugar metiendo o sacando bultos muy bien empaquetados. Violentamos la cerradura con la esperanza de encontrar un buen vino o una botella de brandy para alegrar la guardia, pero no vimos más que bultos livianos y delgados. Con sumo cuidado abrimos uno y nos enfrentamos a un cuadro. Ni Hans ni yo teníamos conocimientos de arte, pero dedujimos que si las SS conservaban aquellas pinturas tenían que ser valiosas. Recuerdo que Hans dijo: "Mira, Ulrich, parece que nos estamos acercando a nuestro viaje".
"Muchas veces flanqueamos aquella puerta y nos dimos a la contemplación de diversas obras de arte. También muchas veces nos sentimos tentados por la idea de llevarnos una y desertar, pero nos detenía el amargo comprobar que no sabíamos qué hacer con la pintura. ¿Cómo determinar su valor? ¿A quién venderla? Además, en cuanto las SS advirtieran su falta no les sería engorroso dar con los ladrones. Suponíamos la enorme riqueza que teníamos al alcance de la mano, y nuestra ignorancia respecto de ella nos atormentaba. Así pasaron varios meses hasta que una noche de guardia forzamos una vez más aquella cerradura. Esta vez encontramos un cajón de madera muy bien embalado. Lo abrimos cuidando de no doblar los clavos ni dejar huellas en las tablas. Adentro, entre capas de estopa, había una caja menor cerrada con un fuerte candado de bronce. En la superficie del candado leímos: "Lloyd Hanseático, Hamburgo".
"La visión del candado fue una poderosa invitación a abrirlo, y lo hicimos a sabiendas de que dábamos el paso más peligroso de nuestras vidas. Lo que encontramos adentro nos dejó sin aliento: sesenta y tres monedas de oro.
"Nos abrazamos alborozados. Por fin nos acercábamos a la consecución del sueño tan largamente compartido. Hans fue el primero en reponerse de la euforia. Dejó las monedas en la caja y dijo: "Ulrich, tenemos que largarnos ahora mismo. Estas monedas valen más de lo que podemos imaginar. Nos vamos y ya veremos qué hacemos con ellas. Nos van a buscar por cielo y tierra, así que mientras más lejos mejor".
"Llegamos a Hamburgo en noviembre de 1941. Efectivamente, Hans tenía contactos con los trabajadores del puerto. Mientras esperábamos el barco que nos sacaría de ahí, supe de él muchas cosas que nunca antes me confiara, por ejemplo de su militancia espartaquista y de un hermano suyo, muerto en España combatiendo junto a los internacionalistas de la brigada Thälmann.
"Los espartaquistas del puerto nos escondieron en una casa de Altona.
"Pasamos allí tres semanas esperando el barco recomendado. Viajaríamos en las bodegas de una nave de bandera chilena, el Lebu, vapor que dos veces al año anclaba en Hamburgo cargado de madera. Mientras esperábamos, recuerdo haberle preguntado si ya tenía alguna idea acerca de cómo venderíamos esas monedas. Su respuesta no fue de las más tranquilizantes: "Olvídalas, Ulrich. Nunca las venderemos. Debemos esperar a que termine la guerra para ocuparnos de ellas. Entonces veremos si sus dueños quieren recuperarlas, o si las fundimos. Me temo que pasará un largo tiempo hasta que podamos disfrutar de los beneficios".
"Una noche la garra parda llegó hasta nosotros.
"Ignoro si fuimos delatados, o si la casa que nos hospedaba era un objetivo preparado con antelación por la Gestapo, sin embargo Hans logró huir llevándose las monedas.
"Supongo que sobra detallar lo que padecí en poder de la Gestapo. Cuando perdí la cuenta de las semanas, tal vez meses que llevaba en sus manos, decidí que Hans se encontraba necesariamente a salvo, y en las confesiones una y otra vez ratificadas no pasé más allá de reconocer mi complicidad en el robo. Mi pequeña experiencia como policía me dictó que esos hombres no me matarían sin antes obtener la información que les faltaba: el paradero de mi socio.
"Sabían hacer su trabajo. Las palizas, las torturas se sucedían sistemáticamente, pero sin poner en peligro ni mi vida ni mi salud mental. Ellos sabían que un loco se les iría definitivamente de las manos. Soporté casi cuatro años aferrado a las tres palabras que jamás salieron de mi boca y que fijé en mi cerebro como un tatuaje: Tierra del Fuego.
"En junio de 1945 unos soldados rusos me encontraron en los sótanos del cuartel general de la Gestapo. No podía caminar. Una lesión en la columna baldó para siempre mis piernas. Me sacaron de ahí. Vi la luz. Vi Berlín en ruinas. Supe que Alemania había capitulado, que el Tercer Reich ya no existía, que la pesadilla terminaba.
"A los oficiales de inteligencia rusos que me interrogaron les inventé un cuento. Les dije que había sido policía y que caí en poder de la Gestapo por mi militancia antifascista. Para dar credibilidad a la historia cité los nombres de los espartaquistas que nos ayudaron en Hamburgo. Los rusos investigaron. Quiso la suerte que todos esos hombres murieran durante la guerra, y a falta de testigos que contradijeran mi versión, la aceptaron.
"A comienzos de 1946 los rusos me trasladaron a Moscú para recibir tratamiento médico. Con mis piernas no había nada que hacer, y así, luego de pasar cinco años en una silla de ruedas identificando a nazis entre los miles de soldados alemanes prisioneros, me permitieron regresar a Berlín. Mis planes eran salir de Alemania y viajar de cualquier manera hasta la Tierra del Fuego. Confiaba plenamente en que Hans había conseguido llegar allá, y que me esperaba con mi parte del botín. Pero un inválido no se mueve con la misma celeridad con que piensa, y me vi convertido en ciudadano de la RDA, encerrado en una cárcel abierta.que juraba ser el paraíso socialista.
"En 1955 tuve la primera noticia de Hans. Ignoro por qué medios consiguió enviar una carta desde Sidney, tal vez un viajero la llevara consigo. El mensaje era muy lacónico, pero lo decía todo: "He sabido que tienes problemas de salud. Estoy donde sabes. Es un buen lugar para reponer los huesos".
"El laconismo de la carta disgustó especialmente a la Stasi. La pesadilla empezó de nuevo. Amenazas. Golpes. Más amenazas. Más golpes. Conocían al dedillo la historia de las monedas y querían saber en qué ciudad de Australia vivía Hans. Cientos de veces me sentaron frente a un mapa de Australia. Cientos de veces les inventé historias. Por fortuna Australia es un continente. En síntesis, viví la existencia de la RDA con prohibición absoluta de salir de Berlín. Cada carta que recibí fue primero leída y analizada por la Stasi, y mi nombre tituló un acta de más de mil folios.
"Cincuenta años conservando el secreto del paradero de Hans y las monedas. Cincuenta años soñando con el reencuentro y con la posibilidad de disfrutar de aquel botín. Cuando la RDA se deshizo como un castillo de naipes, pensé que por fin llegaba el ansiado momento. Disponía de algunos ahorros, suficientes para adquirir un pasaje aéreo a Sudamérica, de un pasaporte en regla, y nada ni nadie me impedía viajar. Eso creí hasta que hace un par de días caí por última vez en manos de sujetos armados, que antes fueron nazis, luego comunistas, y sepa el diablo qué son ahora.
"Me interceptaron en pleno centro de Berlín dos hombres que ya conocía. Ex agentes de la Stasi. "Vamos. Tenemos que hablar de Hans Hillermann", dijeron antes de sacarme de la silla de ruedas y meterme en un automóvil. Actuaron con gran celeridad y no me dieron tiempo de gritar pidiendo auxilio. Tampoco pude hacerlo al bajar, pues me sacaron del vehículo en el garaje subterráneo de un edificio y me llevaron en andas hasta una oficina cuya puerta ostentaba un rótulo de inmobiliaria. Pero desde una ventana pude ver que estábamos en la Kurftirsterdamm.
"Por primera vez fui interrogado por un individuo al que llaman "el Mayor". Me enseñó la voluminosa acta con mi nombre y, abanicándose con los folios, me dio a entender que si antes no habían sido más drásticos conmigo, fue porque esperaron pacientemente a que cometiera la gran falla. Y la falla no vino de mi lado. El hombre al que llaman el Mayor sacó de su escritorio una segunda carta de Hans, de texto tan breve como la anterior: "Ahora nada impide que vengas. Anuncia tu llegada a donde sabes. Puesto Postal número cinco". La carta venía de Santiago de Chile. Un hombre puede soportar mucho dolor. El asombroso mecanismo del cerebro ofrece rincones, regiones de vacío absoluto en los cuales es posible ocultarse, y siempre queda la opción final de dejarse envolver por la locura. Para alcanzar estas dos posibilidades es preciso creer en "algo", y ver, palpar que el silencio mantenido hace que ese "algo" sea inalcanzable para los torturadores. Al leer que la carta venía de Chile
supe que ya no tenía nada en que creer, y siempre me he visto como a un alemán atípico porque sé perder. Al Mayor y sus hombres no podía negarles que Hans se encontraba en Chile y, si les mencionaba cualquier región de ese país como su paradero, procederían a documentarse sobre todos los puestos postales número cinco y, al final, conseguirían el definitivo por un método de descarte.
"Así, traicioné a mi amigo. Traicioné, mas ante la insistencia del Mayor por conocer el nombre de quien nos había ordenado el robo, supe que todavía podía ganar tiempo y complicarle la victoria. Si daba por sentado que alguien nos había ordenado robar las monedas, era porque temía que esa persona llegaría antes que él hasta ellas, y el recuerdo de las palabras "Lloyd Hanseático" grabadas en el candado vino a mi memoria como una carta de triunfo. Para ganar tiempo le seguí el juego y mencioné el nombre del jefe de la policía berlinesa en 1941. Entonces vi al Mayor consultar un ordenador, y la pantalla le entregó datos al parecer interesantes, porque se puso eufórico.
"Ignoro en qué turbios asuntos se habrá involucrado mi antiguo jefe ni me importa, sea lo que sea me ayudó a salir de allí. Es obvio que no pensaba huir, ¿cómo hacerlo en una silla de ruedas? Quería salir de allí antes de que el Mayor descubriera que se había saltado una pregunta importante: la identidad actual de mi amigo. Me bajaron hasta el garaje subterráneo, subimos de nuevo al vehículo, esta vez el Mayor se unió al grupo, y salimos a las calles de Berlín. "Vas a identificar a tu ex jefe. Nada más. Nos dices quién es y se acaba tu participación en esta historia" dijo el Mayor. Yo ni siquiera recordaba los detalles del rostro del hombre que apenas vi un par de veces durante la guerra, pero asentí. El auto se detuvo muy cerca de la Estación Zoológico, uno de los ex agentes de la Stasi empezó a empujar la silla de ruedas y, en cuanto vi que nos rodeaban docenas de paseantes, me lancé al suelo gritando de dolor.
"Inmediatamente acudieron curiosos y personas con intención de ayudar. "Es el corazón. Ya he tenido antes un infarto", dije, y ni el Mayor ni sus hombres lograron impedir que una ambulancia me sacara del lugar.
"A un hombre de setenta y dos años siempre le encuentran anomalías, y más aún si se trata de un lisiado.
"Les escribo desde el hospital de Charlottenburg. Encontrarán a Hans Hillermann y las malditas monedas de oro en la Tierra del Fuego. La única dirección de que dispongo es la que ya he citado: Puesto Postal número cinco. Quiera la suerte que esta carta llegue a vuestras manos y que den con Hans antes que los hombres del Mayor. Mi amigo se llama ahora Franz Stahl.
"De aquí no saldré vivo. Pude contarle la historia a la policía y pedir protección, pero todo este juego ha durado tanto tiempo que sería obsceno darle un final tan necio. Y estoy seguro de que a Hans le gustará jugarlo hasta las últimas consecuencias. A él le he escrito simplemente: "Lo siento, Hans. Los mismos de siempre van por ti. Nos vemos en el infierno".
"Cuando lean esta carta iré en camino. Perdí. Siempre perdí. No me irrita ni preocupa. Perder es una cuestión de método.
"Ulrich Helm." Berlín,febrero de 1991
Aquella tarde de febrero me despertó el frío. Salté de la cama soltando chorros de vapor por la boca y lo primero que hice fue comprobar si las ventanas estaban cerradas. Así era, en efecto. Enseguida miré el termostato del calefactor graduado en el número cinco, el más alto, pero el radiador estaba tan frío como el suelo. Me disponía a telefonear al mayordomo cuando escuché que llamaban a la puerta.
Abrí. Un petisito con un pasamontañas azul metido hasta las cejas y que se empeñaba en expresarse en una mezcla de alemán, inglés e idioma de sordomudo, me enseñó un atado de herramientas.
– Lo siento. No compro nada -le dije.
– No. La calefacción. ¿Comprende?
Le dejé pasar. Llegó hasta el radiador, se hincó, soltó un perno, del agujero empezaron a caer gotas de agua aceitosa, volvió a ajustar el perno, palpó por todas partes, movió la cabeza, echó mano de un walkie-talkie y habló en chileno clásico:
– La cagamos, huevón. Te lo dije, over. ¿Cómo? O sea que yo tengo que ir por todos los pisos dando explicaciones. A mí no me entienden, huevon, over
El petisito permaneció algunos segundos con el artefacto pegado a la oreja, mas al parecer su colega había decidido cortar la comunicación.
– ¿ Chileno? -pregunté.
El petisito hizo una señal de afirmación con la cabeza. Seguía esperando a por la voz de su compañero.
– ¿Y qué va a pasar con la calefacción? Estamos en invierno.
– Parece que atascamos la tubería central. El problema es saber dónde está el atasco. Vamos a tener que desmontar los radiadores de todos los pisos. Flor de cagada, jefe.
– Entonces empieza por éste, yo debo salir dentro de poco.
– No es tan simple. Hay que esperar al ingeniero. Esto va para largo.
– ¿Y qué hacemos? No me pueden dejar sin calefacción.
– No se preocupe. Usted nos deja la llave, pero antes debe firmarnos una autorización para entrar en su piso. Aquí tengo un formulario.
El petisito me entregó una hoja que rellené cumpliendo con la obsesión alemana por las biografías, firmé, y la devolví junto con una copia de la llave del piso.
– Bueno, ahora voy a avisar a los demás inquilinos. Y no se preocupe que cuando regrese tendrá el calefactor funcionando -dijo antes de salir.
– Eso espero. No tengo vocación de pingüino.
En el cuarto de baño descubrí que tampoco había agua caliente, y cuando me resignaba a una afeitada en seco escuché que de nuevo llamaban a la puerta. Abrí, y ahí estaba otra vez el petisito, con el papel que le firmara en una mano y una sonrisa de oreja a oreja.
– ¡Feliz cumpleaños!
– ¿Cómo? No te entiendo.
– Está de cumpleaños. Mire, aquí anotó su fecha de nacimiento. ¿Se da cuenta? ¡Feliz cumpleaños!
Cuarenta y cuatro. Petiso de mierda. Capicúa. Sentado en el inodoro resolví que no valía la pena darle vueltas al asunto. Cuarenta y cuatro. En un sujeto como yo, el único mérito de haber llegado a esa edad es justamente eso: haber llegado a ella. Feliz cumpleaños. Encendí el primer pitillo del día y vi los libros amontonados en el alféizar de la ventana. Ahí estaban las historias de Paco Taibo, de Jürgen Aberts, de Daniel Chavarna, que solía leer entre cagada y cagada con el innegable placer de los pequeños desquites, porque en ellas los individuos que sentía de mi bando perdían indefectiblemente, pero sabían muy bien por qué perdían como si estuvieran empeñados en formular la estética de la más contemporánea de las artes: la de saber perder.
El frío me expulsó del piso. Al cerrar la puerta con doble llave sentí una punzada en los riñones y me pregunté si no sería la súbita certeza de cumplir los cuarenta y cuatro. Empecé a bajar las escaleras. Al llegar al descanso del segundo piso me topé con una pareja de vecinos que subían cargando bolsas de compras. Eran unos vecinos bastante peculiares y dados al deporte de otomanizarlo todo. El tipo practicaba una costumbre epistolar con el mayordomo, y en sus cartas denunciaba como molestas costumbres turcas cualquier cosa que yo hiciera. Si escuchaba tangos a bajo volumen, escribía quejándose de mis liturgias musulmanas y, si ponía algún disco de salsa, entonces sus reclamos apuntaban a la dudosa moralidad de un turco que vivía sin mujer conocida. Les deseé buenas tardes sin el menor interés por que se cumplieran. El tipo respondió con un gruñido, lo que demostraba que no era sordo, pero de la mujer no recibí la menor respuesta, pues se desgañitaba gritándoles a los
chicos que subieran de una maldita vez. Seguí bajando y me enfrenté a las miradas desconfiadas de dos niños.
– ¿Qué tal, enanos?
– No somos enanos y tú eres un tío muy vago -respondió uno.
– ¿Y cómo lo sabes?
– Porque nuestros padres nos dicen que debemos estudiar para no ser como tú, el turco vago que se levanta a las cinco de la tarde -precisó el otro.
– Cántenme algo. Hoy es mi cumpleaños.
– Los extranjeros no tienen cumpleaños -indicó el primero, pero no alcanzó a decir más porque la amorosa voz materna amenazó desde las alturas con una tunda.
Noche. En la calle, el frío de febrero arqueaba los lomos de los caminantes obligándoles a buscar algo inencontrable en el suelo. Alcé el cuello del abrigo y eché a andar con las manos en los bolsillos. Noche. Hasta finales de marzo seguiría sin ver la luz del día, pero aquélla no era una razón para quejarse. Cuando llegaran los interminables días del verano desearía con vehemencia la oscuridad nocturna que hermana a todos los gatos.
Como todas las tardes, un respetable río de orines bajaba por las escaleras del metro. Esquivando las pozas me acerqué a los automáticos de billetes. Como siempre, de los cinco sólo funcionaba uno y, como siempre, junto a las máquinas un puñado de eufóricos borrachos trataba de despachar una bandeja de latas de cerveza en el menor tiempo posible. Metí las monedas del importe.
– ¿Eh? cDesde cuándo aceptan cerdos en el metro? -escupió uno.
– Lárgate a Anatolia, Mustafá -gruñó otro.
Aunque eran casi las seis de la tarde me pareció que el día comenzaba bastante bien. Sin calefacción, insultado por dos enanos, y luego esos muchachos que apestaban a meados. Una de las ventajas de vivir en Hamburgo consiste en que a menudo se encuentran posibilidades de mover el cuerpo. Un nazi es algo así como un putchingball parlante que implora por un par de sopapos, aunque muchos intelectuales decididamente cobardes bajo su disfraz de pacifistas intenten convencerme de que, por ejemplo, en esa banda de borrachos no debo ver a nazis, sino a desencantados del sistema, víctimas alejadas del consumo, como si el nazismo no fuera la quintaesencia de la mierda.
– ¿Te largas o no, cerdo Kanáka? -consultó otro.
Sí. Aunque eran casi las seis de la tarde el día empezaba bien. "Feliz cumpleaños", me dije, haciendo volar el pie izquierdo hasta la bandeja de latas de cerveza.
Los muchachos retrocedieron hasta una distancia prudencial para desde allí, insultarme mientras yo reventaba latas de cerveza a pisotones. "Feliz cumpleaños", me repetí dando los últimos pasos de aquella danza demoledora y luego me alejé hacia el andén con los zapatos llenos de espuma.
El vagón del metro iba repleto de individuos silenciosos. Algunos me observaron con la evidente desaprobación de todos los días, para volver al curso de alfabetización que les ofrece el Big. Compañeros de un breve viaje de cinco estaciones. Tal vez nunca he coincidido con los mismos, pero siempre los veo iguales. Cansados luego de ocho horas de trabajo en fábricas u oficinas, sin la energía ni el deseo de entrar a un café cálido y sentarse a decidir en qué emplear las dulces horas del ocio bien ganado. Herméticos, dando sorbos a la infaltable lata de cerveza tibia, camino de un hogar silencioso, de un pan silencioso, de unos pepinillos silenciosos, de unas lonjas de salchichón tristísimo de unas pantuflas incómodas pero que preservan la moqueta, de una cerveza y otra y otra más, frente al televisor a muy bajo volumen para comprobar si el vecino de arriba respeta las leyes del silencio.
Uno de los pasajeros se acercó hasta un afiche de la Oficina del Trabajo. Leyó, de un bolsillo sacó un lápiz y anotó algo en el borde del periódico. También me acerqué al afiche. Informaba de la conveniencia de la capacitación laboral. Nunca es tarde para aprender.
¿Y qué podría aprender un tipo como yo a los cuarenta y cuatro años?
Tenía un empleo y debía conservarlo pues las posibilidades de encontrar otro, a no ser cargando bananas congeladas en el puerto, no eran como para saltar de júbilo. ¿Para qué diablos sirve un tipo como yo? ¿Para qué diablos sirve un ex guerrillero a los cuarenta y cuatro años? En la Oficina del Trabajo de Hamburgo no verían con buenos ojos mi solicitud de capacitación laboral si en el apartado Qué sabe hacer ponía: Experto en técnicas de chequeo y contra chequeo, sabotajes y ramos similares, falsificación de documentos, producción artesanal de explosivos, doctorado en derrotas.
Tenía un empleo que me permitía dormir por las mañanas y, luego de despertar, empleaba unas horas leyendo historias criminales sentado en el inodoro o en la tina de baño. Por las tardes oficiaba de discreto encargado del orden en el Regina, uno de los últimos cabarets de la Grosse Freiheit. La Calle de la Gran Libertad.
El trabajo no era en ningún caso agobiante ni requería de complicaciones analíticas. Se trataba de llamar a la mesura a los vejetes que, encandilados por un par de tetas, intentaban subir al escenario para comprobar si tales portentos eran truco de siliconas o genuina carne de hembra. También debía explicar a los discutidores de los reservados que las chicas de gargantas profundas no hacían temporada de rebajas y de vez en cuando me correspondía atizar un soplamocos a los avaros que trataban de llevarse sin pagar las braguitas de las estriptiseras. No estaba mal eso de ser un matón de burdel así que opté por ignorar las sugerencias de la Oficina del Trabajo.
Al salir de la estación del metro el frío mordía las carnes, y las primeras putas vestidas de astronauta ocupaban sus metros cuadrados de calle frente al cuartel policial de la Davidstrasse. Sobándome las manos caminé hasta el Imbiss de Zelma.
Apenas abrí la puerta del chiringuito, el calorcillo reinante y el aroma del Kebab asándose vertical y chorreante me dispuso a celebrar mi cumpleaños. Zelma, gorda como un tonel, le envolvía a una chica dos porciones de pimientos rellenos.
– ¿Qué tal, coterráneo? -saludó.
– Con hambre, coterránea. Con mucho hambre.
– Y con frío, coterráneo. Estás tiritando. Anda sírvete un vaso de té.
La chica recibió el paquete. Mientras pagaba preguntó:
– ¿Por qué hablan alemán entre ustedes? ¿No son coterráneos?
– Este es turco a la fuerza -indicó Zelma.
– No. Por ósmosis -aclaré.
– No entiendo -dijo la chica.
– tSabes lo que es la ósmosis? Es el paso, forzado o voluntario, de dos líquidos de diferente densidad a través de un tubo. A los turcos los hacen pasar por el tubo del odio a fuerza de putadas. Yo no soy turco, por lo tanto merecería pasar por otro tubo, pero me meten en el mismo.
– Bien explicado, coterráneo. Tú deberías estar en el magisterio -opinó Zelma.
– Demasiado complicado para una estudiante.
Pero tienes aspecto de turco -agregó la chica y salió con sus pimientos rellenos.
El té caliente, dulce y aromático, me hizo olvidar el frío. Entraron dos muchachos y ordenaron Donner Kebab. Con el vaso de té en las manos vi a Zelma cortar trocitos de la dorada carne de cordero y meterlos en los livianos panes turcos. Era gorda como un barril, pero se movía con la gracia de una bailarina. Tal vez alguna vez bailó la danza del vientre electrizando a tipos bigotudos. Un pañuelo blanco le envolvía la negra cabellera y el brillo infantil de sus ojos oscuros dejaba suponer que tomaba la actividad comercial como un juego. Generaciones de putas se habian alimentado en el Imbiss de Zelma, las fiaba en las épocas de vacas flacas, algunas pagaban con dinero y otras con insultos, pero Zelma jamás perdía ni el humor ni el brillo de la mirada.
– Ahora sí, coterráneo. ¿Qué vas a comer?
– Algo muy bueno. Estoy de cumpleaños.
– ¡Alí! -llamó Zelma, y del fondo del chiringuito apareció Alí, el esposo, con los ojos enrojecidos de picar cebollas.
A los pocos minutos estaba sentado frente a una bandeja con berenjenas fritas, pimientos rellenos, queso de cabra, peperones, cordero asado y delicados dulces de hojaldre con miel.
– No sé cómo me voy a comer todo esto -dije.
– Con vino -indicó Zelma-. Alí, ¿qué estás esperando?
Alí descorchó una botella de vino portugués y me preguntó cuántos años cumplía. Se lo dije comiendo a cuatro carrillos.
– Cuarenta y cuatro -empezó a decir mientras pasaba cuentas de su rosario-, cuarenta y cuatro. Cuando yo cumplí tu edad decidi que era tiempo de pensar en el regreso a la patria. Con nuestros ahorros podíamos montar un restaurante en Turquía, pero Zelma, ya sabes cómo es, se negó a salir del barrio. Tú deberías pensar en el regreso, muchacho. El tiempo pasa muy rápido y uno se va quedando.
– Joder, Alí. ¿También tú me quieres echar de Alemania?
La risa de Zelma llenó el local, y no paró de reír hasta que juntos me cantaron el Happy Birthday to you.
Cuando salí a la calle había empezado a llover. Los anuncios de los sex shops se reflejaban en el asfalto y los chulos pasaban en sus Mercedes deportivos controlando la carne expuesta bajo los paraguas. Acababa de festejar mi cumpleaños, y en forma, o por lo menos así lo atestiguaba el sabor de las especias pegado al paladar. Pero también llevaba algo en las orejas y eran las palabras de Alí.
Regresar, volver. Volver con la frente marchita, las nieves del tiempo etcétera. ¿Volver adónde? Lo único que me esperaba en Chile era la convicción de una venganza imposible. No. No era lo único. Había alguien, una persona, una mujer, que tal vez me esperaba, o que tal vez ni siquiera se había percatado de mi ausencia porque toda ella era ausencia y lejanía. Muchas veces me abofeteé la cara para ponerme de frente a la realidad. "Vamos", me dije, "estás en Europa, en Occidente, en Alemania, en Hamburgo, latitud tanto", pero fue como pegarle a la indefensa imagen que ofrece un espejo, porque las rebeldes neuronas se encargaron de recordarme que vivía en el país de nadie que algunos eufemísticamente llaman exilio.
Se exilia el que no conoció más que un lado de la medalla y fomenta sus errores más allá de donde los aprendió, pero el¨ que atravesó todo el túnel descubriendo que los dos extremos son oscuros se queda preso, pegado como una mosca a la cinta impregnada de miel. La luz no existía. No fue más que una invención afiebrada, y la claridad ortopédica del lugar que habitas te dice que vives en un territorio sin salida y que cada año que pasa, en vez de entregarte serenidad, sabiduría, astucia, para intentar la huida, se transforma en un eslabón más de la cadena que te ata. Y te puedes mover, o creer que lo haces, avanzar en cualquier dirección, pero las fronteras irán también alejándose en progresión geométrica a la longitud de tus pasos. No, Alí. De aquí no salgo, a menos que ocurra un milagro, y los viejos guerrilleros no tenemos ni tiempo ni ánimos como para aferrarnos a nuevos mitos. Bastante difícil es cuidar de las sepulturas de los que tuvimos. En el fondo, Alí, lo que tengo
es miedo de morir en cueros. Durante años busqué como tantos, la bala que llevaba mi nombre entre las huellas de las estrías. Era la llave de una muerte digna, vestida con el traje elemental de creer en algo. Pero todo acabó, se esfumó la creencia, el dogma no fue más que una anécdota pueril y me quedé desnudo, despojado de la más grande perspectiva que marcó a los sujetos como yo: morir por algo llamado revolución, y que era semejante al paraíso que aguarda a los pashdarán islámicos pero con música de salsa.
Entré al Regina cuando el shower había comenzado. En el escenario una chica simulaba masturbarse con un boa de plumas. Ocupé mi lugar en la barra, mientras a mi lado Big Jim revolvía el sorbete preparado con medio litro de leche, seis huevos, un puñado de pimienta y un vaso de ron. Lo despachó sin pausas y, al acabar, como siempre masculló el: "Mierda", que se complementaba con un gesto de repugnancia. Antes de subir al escenario me palmoteó la espalda.
– Lleno total. He contado cuatro gatos.
– Mala noche, negro. Tal vez mejore para la segunda vuelta.
Big Jim era un paquete de músculos cubiertos por una tensa pátina negra. Envuelto en la capa de poliéster que imitaba la piel de un leopardo esperó a un costado del escenario a que el showman lo presentara.
– Respetable público del Regina…, bueno, es una manera de decir, nadie debe sentirse ofendido. ¡No tan respetable público del Regina! ¿Ahora sí? Directamente llegado de Nueva Orleans el coloso del peep show americano. ¡Big Jim Splash, el follador telepático!
Los cuatro gatos de la sala abuchearon mientras Big Jirn avanzaba hasta el centro del escenario arrastrando un taburete. Allí esperó a que el pinchadiscos arremetiera con el primer movimiento de Also sprach Zarathustra para quitarse la capa y quedar en bolas.
Los cuatro gatos de la sala eran fonéticamente identificables como bávaros. Con seguridad no entendieron qué quería decir eso de follador telepático y con espasmos guturales quisieron dar a entender que venían a ver a hembras en cueros, en ningún caso a machos, y mucho menos a un negro pero cuando Big Jim se sentó en el taburete y, moviendo las caderas, hizo oscilar como un péndulo el buen palmo lacio de su virilidad, entonces se produjo el silencio respetuoso que todos los artistas agradecen.
– Mierda de noche. Y tengo que ganar para el arriendo -dijo Tatiana la polaca.
El frío inhibe. Cuatro gatos -le respondí.
– Cinco. En un reservado hay un tipo en silla de ruedas. Quise hacerle compañía pero tiene un perro asqueroso que no me dejó.
Miré hacia los reservados. Divisé al hombre sentado en una silla de ruedas. Había un balde champañero sobre su mesa. El perro debía de estar debajo.
En el escenario, Big Jim apretaba las manos y las nalgas con los ojos cerrados. La verga había ganado espacio y apuntaba hacia el público su cabezota morada. Big Jim empezó a rechinar los dientes en tanto sus caderas se agitaban en un movimiento ondulatorio.
– ¿Me pagas una grapa? Estoy sin una perra -se quejó Tatiana.
– Una sola. Tienes que hacer tu número. Mira. El negro está a punto de soltar las cabras.
– Negro puto. No sé cómo lo hace. Me lo he llevado tres veces a la cama y no funciona. ¿Has visto lo feliz que se pone cuando hay mujeres entre el público y se pelean por sobarle la pija?
– A mí nunca me has invitado a la cama.
– Cierto. Será porque eres como un hermano y no se folla entre hermanos. ¿Sabes que tienes algo de fraile? No te enojes. Gracias por la grapa.
Los movimientos ondulatorios de Big Jim se transformaron en un baile frenético. El sudor corría por el rostro del follador telepático. De pronto se puso de pie, alzó los brazos, los cruzó sobre la nuca, se empinó para que su verga alcanzara la máxima longitud y, entonces, al tiempo que soltaba una queja nacida del fondo de los huesos, la hendidura del glande se dilató para escupir chorros de semen que alcanzaron las mesas vacías de la primera fila.
Los cuatro gatos tardaron en aplaudir. Uno de ellos se atrevió a romper la católica estupefacción bávara reclamando bis, pero Big Jim ya salía del escenario arrastrando su piel de leopardo sintético. Le tocaba el turno a Tatiana la polaca.
"Directamente de Varsovia, Tatiana, la joya polaca del strrptease. Las personas con problemas cardiacos deben abandonar la sala antes de que se quite el sujetador", debió anunciar el showman, pero no dijo una palabra. Permaneció lívido mirando hacia la entrada. Lo que vi tampoco me llenó de dicha.
Cinco bebés monstruosos. Cabezas rapadas. Camisetas con la leyenda: "Estoy orgulloso de ser alemán". Chupas de bombardero yanqui. Botas de paracaidistas. Entraron ladrando el Deutschland Deutschland über alles y eructando a destajo. Venían con los bofes y el amor patrio convenientemente llenos de cerveza. Cuando terminaron de ladrar el himno patrio, uno de ellos trepó sobre una mesa.
– Heil Hitler! A partir de este momento en el establo mandan las reglas de la moral alemana. Bando número uno: queda prohibido a las filipinas, polacas y negros degenerados presentarse en público porque ofenden la dignidad alemana. Dos: queda prohibido que las putas de alterne follen con cerdos extranjeros. Tres: todo el personal artístico y de servicios, y las chupadoras de vergas de los reservados cotizarán el cincuenta por ciento de sus ingresos a la Unión del Pueblo Alemán, cuyos abnegados representantes están ante ustedes para recaudar las donaciones. Heil Hitler!
Finalizado el discurso patriótico, exigieron una ronda de cervezas, advirtiendo que, si no los complacían, harían una pequeña demostración de fuerza y, para enfatizar sus propósitos, le sacudieron un soplamocos al barman. De tal manera que me llegó el turno de dialogar con los bebés. Qué diablos, para eso me pagaban.
Mientras caminaba hacia los bebés del "Cuarto Reich" con mi mejor gesto conciliador, quiso la suerte que tropezara con un peldaño invisible, que me fuera de bruces y que mi frente se estrellara contra el hocico del nazi que acababa de discursear. La verdad es que nunca me interesé por la pediatría, pero sabía que con los bebés se debe actuar rápido, así que, mientras lo consolaba por los dientes perdidos con una seguidilla de rodillazos en los testículos, encabecé el coro de los noctámbulos cantores de Hamburgo reclamando por la pasma.
Y llegaron. Precedidos por un ulular de sirenas y con las candorosas Walter nueve milímetros en las manos. Lo primero que vieron fue al bebé en el suelo. El cabeza rapada descubría las delicias del aire entrándole lentamente y doblado como una escuadra respondía con manotazos a cualquier intento por moverlo.
– ¿Quién agredió a este hombre? -preguntó uno.
– Nadie. Estos llegaron provocando. Mire cómo me dejaron la cara -dijo el barman.
– Mentira. Entramos a beber una cerveza y el turco se nos echó encima -chilló uno de los bebés.
– Tú, turco. Enséñame tus papeles. Ordenó el que mandaba el rebaño.
– ¿ Por qué?
– Porque yo te lo digo, mierda. ¿No te parece una buena razón?
Con la bofia no debe discutirse, menos aún cuando se presenta en equipo y con los fierros apuntando. Con movimientos lentos metí una mano en el bolsillo interior de la americana y saqué el pasaporte tomándolo con dos dedos. El poli observó con atención la tapa azul del documento. Tal vez sus desconocimientos de zoología le impedían saber que el pájaro del escudo chileno no es una gallina, sino un cóndor, y que el bicho parado en dos patas no es un galgo sino un huemul.
– ¿Por qué tienes un pasaporte chileno?
– Nadie elige donde nace. Yo soy alemán y estos cerdos me pegaron. ¿O es que debo agradecerles el sopapo? -insistió el barman.
– Soy testigo. Le pegaron sin aviso -corroboró Tatiana.
– Nombre -dijo el poli.
– Tatiana Janowsky. Ciudadana polaca.
– ¿Y no teme resfriarse? -consultó el poli señalando la mínima braguita de Tatiana.
– Estaba a punto de presentar mi número de culturismo cuando irrumpió esta banda de cerdos -insistió Tatiana.
– Nos ha insultado, ustedes son testigos. No alcanzamos a entrar en el local y Kanaka se nos echó encima -chilló otro de los bebés.
El poli que llevaba la voz cantante hizo un ademán llamando a la calma y le pasó el pasaporte a otro de rango inferior.
– Ve si el pájaro está limpio y pide una ambulancia para éste -ordenó indicando al bebé que se quejaba en el suelo.
– Entonces, ¿cuál es tu versión de la historia? -dijo indicándome.
– Estos llegaron insultando al establecimiento, le pegaron al barman y, cuando quise pedirles que se retiraran, tropecé y choqué con el señor. Lo siento mucho. Fue una casualidad.
– Naturalmente. Y tiene los huevos en el cuello porque sufre de hipo. Me temo que tendrás que venir con nosotros. Cuestión de rutina.
– ¿Por qué? El se limitó a proteger el prestigio del establecimiento -dijo Big Jim.
– ¿Quién es este breva? preguntó el poli.
– Big Jim Splash. El follador telepático. Americano -informo el barman.
– Tápese o lo detengo por inmoral. Y el chileno nos acompaña al cuartel -enfatizó el poli.
El asunto tomaba un matiz bastante desagradable. La pasma alemana es terriblemente sensible cuando les joden los esquemas. Ahí tenían un claro, nítido, caso de alteración del orden y con un turco culpable servido en bandeja, pero el turco no era turco y hasta tenía un testigo alemán a su favor. Mal asunto, parecía reflexionar el poli, y no se precisaba de una gran sagacidad para adivinarle las intenciones: quería verme un par de horas en una celda y con los cuatro bebés que se sostenían sobre sus patas como compañeros de infortunio.
– Dame tus manitas pidió mostrándome las esposas.
Hay que saber perder. Obedecí, y en ese preciso momento se escuchó la voz del hombre de la silla de ruedas. Habló con un pausado acento suizo y sin moverse del reservado.
– Oficial. Acérquese, por favor. Creo que puedo colaborar para superar este malentendido.
Mientras el poli se aproximaba al inválido entraron los camilleros. Esquivando las patadas y manotazos del bebé lo examinaron.
– Varios dientes perdidos y posible fractura del tabique nasal. Lo demás lo dirán las radiografías -murmuró uno, y lo sacaron todavía doblado sobre la camilla.
El poli al mando regresó del reservado. Estiré las manos, pero me ignoró.
– El pasaporte -dijo al poli que había consultado por mi currículo.
– Está limpio -informó el otro.
– Vamos. Y ustedes, chicos, a divertirse a otra parte -aconsejó a los bebés.
– ¿Y mi denuncia, ¿qué? Esos me pegaron -volvió a insistir el barman.
– Si quiere hacer una denuncia pase por el cuartel. Buenas noches.
Se marcharon. Recién entonces el dueño del Regina se atrevió a abandonar su despacho. El tipo era un monumento al valor.
– Se te pasó la mano. Un golpe es un golpe, pero esta vez fuiste demasiado lejos. Estos escándalos desprestigian el local y ahuyentan a los clientes.
– Su ayuda no pudo ser más oportuna. Gracias.
– ¿Y qué querías que hiciera? No me gustan los líos con la pasma.
– Gracias de todos modos.
El barman se acariciaba la cara con un trozo de hielo. Hizo un gesto de desprecio en cuanto el dueño regresó a la tranquilidad de su despacho.
– ¿Te pongo un trago?
– Un Jack Daniel's con hielo, pero no con ese que estás babeando. ¿Te duele todavía? Algo. Lo hiciste bien. Condenaste a ese cabrón a comer papillas y a sonarse por la nuca. Lástima que no le reventaras los huevos. No le vi sangre en la entrepierna.
– Nadie es perfecto.
– El tipo del reservado hace señas para que te acerques.
Avancé hasta el reservado. Los bávaros se habían marchado luego del incidente, de tal manera que era el único parroquiano. Le calcule unos sesenta años, apenas había probado el champaña y fumaba un grueso cigarro. Al acercarme, el perro salió de debajo de la mesa y me enseñó los dientes.
– Tranquilo, Canalla. ¿Una copa?
– No sé qué le dijo al poli, pero supongo que debo darle las gracias.
– Olvídalo. ¿Puedo tutearte?
– El cliente manda.
– No estuvo mal la exhibición.
– A veces hay suerte. A veces no.
– Juan Belmonte. ¿Sabes que tienes nombre de torero?
– Veo que sabe mi nombre.
– Sé mucho de ti. Mucho.
– ¿Qné hace un inválido como tú en un lugar como éste?
La pregunta le caia cortada al viejo. Ocupaba una silla de ruedas dotada de numerosos botones de mando, y la parte superior de su indumentaria se notaba fina. Aquel viejo no se vestía con los saldos de C amp; A. Lucía manos pequeñas y bien cuidadas. En la ópera no hubiera llamado la atención, pero en un cabaret de mala muerte como el Regina resultaba totalmente fuera de sitio. Lo sentí escudriñándome sin perder una sonrisa cínica. El perro también me observaba.
– Usted me llamó. ¿Qué quiere de mí?
– Hablar largamente. En privado, se entiende.
– A diez metros encontrará un club gay. Lo siento, pero no es lo mío.
– ¡¿Marica yo?! ¡Dios mío! En silla de ruedas y con un tipo dándome por el culo. Parecería una pala mecánica. Y con la verga parada me vería como un tanque. ¡Dios mío!
Le vino un ataque de risa que ahogó con su contundente tos de fumador. El perro, alarmado, gruñó amenazante.
– Tranquilo, Canalla. No pasa nada. Tenemos que hablar, Belmonte.
– Depende del tema.
– De tu pasado, por ejemplo. No me decepciones. Sé que eres ¨chileno y los chilenos son grandes conversadores. Creo que les viene de los indios. Los mapuches elegían a sus jefes en concursos de oratoria.
– También los suizos son grandes conversadores. Pero no me interesa hablar ni de mi pasado ni del suyo.
– ¿Tan fuerte es mi acento? En fin. Vamos a hablar de trabajo.
Trabajo. No era la primera vez que alguien se me acercaba para proponerme un "Trabajo sencillo, sin complicaciones, se trata de llevar unos paquetes a Berlín, ¿entiendes? Un polvito blanco, un detergente muy delicado".
– Tengo trabajo y me gusta lo que hago. Dejémoslo aquí. Buenas noches.
– Espera. Si das un solo paso, Canalla te arranca los huevos. Vas a trabajar para mí, Belmonte. Sé todo lo que se puede saber de ti. Todo. ¿No me crees? Te daré un ejemplo: hace dos semanas giraste quinientos marcos a Verónica.
El dedo, la mano entera en la llaga. Estiré los brazos con la intención de levantarlo con silla de ruedas y todo, mas el perro se interpuso presto a saltarme al cuello.
– ¿Quién demonios eres, tullido de mierda?
– ¿Ves como es posible conversar? Quieto, Canalla. Vas a trabajar para mí y te aseguro que no te arrepentirás. Aquí te dejo una tarjeta. Nos vemos mañana a las diez. Vamos, Canalla.
Lo vi mover la mesa y avanzar en la silla de ruedas hasta la salida. El perro, con el lomo erizado y sin dejar de mostrar los dientes, le cuidó la retirada. Cogí la tarjeta. En ella se veía un velero y tres líneas de texto:
Oskar Kramer
Lloyd Hanseático
Investigaciones de Ultramar
– Belmonte -el inválido me llamó desde la puerta-, casi lo olvido: ¡Feliz cumpleaños!
El local quedó vacío. Regresé a la barra sintiendo que el sudor me empapaba la espalda. El inválido conócía mi punto más vulnerable. Necesitaba pensar y deprisa. Si algo me mantuvo hasta entonces fue la certeza de saber que Verónica se encontraba a salvo, segura en su país construido con olvidos y silencios. Si el inválido sabía de ella era porque mi nombre, mis datos, mis pasos, mis costumbres no habían sido olvidados por la máquina tragahombres. Alguien leía las cartas que me remitían desde Santiago, se enteraba del estado de Verónica tal vez hacía comentarios con sus colegas en un cuarto secreto. Ese mismo alguien leia también mis cartas, las palabras, las frases de amor que mes a mes enviaba para que se las colocaran sobre el regazo con la esperanza de que, de pronto, súbitamente, preguntara por mí y la vida tuviera nuevamente un sentido. Y en aquel cuarto secreto, los empleados de la máquina se reirían de mis palabras, harían comentarios obscenos mientras bebían cerveza
y alimentaban el cartapacio que reflejaba cada uno de mis movimientos.
– Te llama el jefe -dijo el barman.
El tipo ocupaba un sillón giratorio detrás del escritorio. A su espalda colgaban docenas de fotografías de artistas del cabaret. Fue directo al grano.
– No me gustó lo que hiciste.
– Ya lo dijo antes.
– No hablo de los Skids. Me refiero al inválido. Vi toda la escena.
– Es un asunto personal.
– Me interesan un carajo tus asuntos personales. El inválido arregló el lío con la pasma. Y tú trataste de golpearlo. Hasta aquí llegamos ¨con tus servicios. No se puede amenazar o golpear a alguien que tiene buenas relaciones con la pasma.
– ¿Estoy despedido?
– Pasa mañana a buscar lo que se te debe.
Vaya día. Me había caído de todo. Al regresar a la barra, el local se notaba algo animado por una docena de turistas japoneses. Miré la hora. Era casi medianoche. Menos mal que finalizaba el maldito día de mi cumpleaños.
– Dame el último Jack Daniel's -pedí al bar man.
– Lo escuché todo. Mierda de tipo. Si sé de algo te aviso.
– Suerte, turco -murmuró Big Jim.
– Gracias, muchachos.
Afuera llovía intensamente. Subí el cuello del abrigo y me eché a andar en dirección del puerto. Debía actuar, llevar la delantera, anticiparme a los hechos, pero no sabía cómo ni por dónde empezar. De pronto, mientras caminaba pegado a las murallas sentí el peso de las monedas en el bolsillo. Bendita costumbre de cargar siempre monedas. Bendito hábito de tener siempre abiertas las posibilidades de comunicación. Me encerré en la primera cabina de teléfonos.
Dos ceros y tus deseos se van al espacio, allá los almacena un satélite, innegable evidencia del porvenir científico que aguarda a la humanidad. Otros dos números trasladan tus ansias desde el espacio hasta la costa más austral del Pacífico, un número las deposita en la ciudad de Santiago, y la seguidilla de los otros cinco dígitos las lleva hasta la sala de una casa.
– ¿Aló? ¿Señora Ana?… Sí. Soy yo. Estoy bien,.muy bien. ¿Y Verónica?… Igual. Sí. Sigue igual… Sí, por favor. Vea si está despierta.
Pasos. Una puerta se quejó en mi memoria. Habría que aceitar los goznes. Fijar las bisagras.
– ¿Éstá despierta? Por favor, acérquele el teléfono. ¿Verónica?
La sentí respirar acompasadamente y no le dije nada. ¿Qué podía decirle? Soy yo, amor, Juan, y te hablo aunque sé que mi voz no te alcanza que ninguna voz te alcanzará mientras sigas perdida en el laberinto del horror. ¿Por qué no sales de él, Verónica? ¿Por qué no sigues el porfiado ejemplo de tu cuerpo que emergió del mar de las desapariciones luego de dos años durante los cuales la máquina intentó destrozarlo? Tu cuerpo desnudo en un basural de Santiago. Verónica, mi amor.
– Juan. Es inútil. No lo escucha.
– Está bien, señora Ana. Sólo quería saber cómo está.
– Como siempre. No habla. No deja de mirar algo que ella no más puede ver. Juan… ¿Ocurre algo?
– ¿Por qué lo pregunta?
– Es que hace unas horas llamó un amigo suyo preguntando por la salud de Verónica. Dijo que usted también llamaría, y que no olvide su cita para mañana. ¿Era un amigo suyo, Juan?
– Sí. Un buen amigo. Un gran amigo.
Actuar. Pasar a la ofensiva. ¿Qué quería el inválido? Desesperado empecé a buscar su número de teléfono en el directorio. No estaba. Y cuando me disponía a llamar al servicio de informaciones, un retorcijón me avisó que el vientre se estaba solidificando.
Tengo miedo. Eso está bien. El miedo impulsa a pensar las acciones. Todavía funcionas, Juan Belmonte. Todavía funcionas, repetí mientras caminaba por veredas desiertas.
Desde la calle vi que mi piso tenía las luces encendidas. No podía ser el inválido el que esperaba arriba. El edificio no tiene ascensor. Subí las escaleras con sigilo y al llegar frente a la puerta me quité el cinturón. Abrí y, sosteniéndolo con las dos manos, avancé hasta la sala. Ahí, despaturrado dormía el petisito del pasamontañas azul.
– ¿Estás cómodo? -saludé.
El petisito dio un salto.
– ¡Putas! Me dormí. Disculpe, jefe.
– ¿Desde cuándo estás aquí?
– Desde las ocho. Es que no pudimos reparar la calefacción y le traje una estufa eléctrica. Me senté un rato a esperarlo y me quedé dormido. Disculpe.
Lo vi pararse, coger el maletín de herramientas y caminar con desgano hasta la puerta. Además de petiso era rechoncho y tenía menos cuello que una almeja.
– No quiero molestar pero…
– Pero tienes que llevarte la estufa. Adelante.
– No. No lo vòy a dejar sin calefacción. Perdí el último metro y vivo lejos, muy lejos.
– Está bien, quédate. Te daré una manta.
– ¿Celebró el cumpleaños?
– Más o menos.
Entonces el petisito abrió el maletín de las herramientas y sacó una botella de vino. Me la enseñó feliz, como quien muestra un trofeo.
– ¿Le damos el bajo? -sugirió.
– En la cocina hay copas -respondí, recordando un dicho que habla de la soledad como la peor de las consejeras.
Frank Galinsky abrió la puerta del piso y se enfrentó a la soledad. Al encender la luz de la sala le parecieron injustos y obscenos los rectángulos de vacío que reemplazaban a los cuadros. Sin muebles la habitación se veía enorme. Encendiendo todas las luces recomó la vivienda. En la habitación de Jan apenas quedaban unos afiches de rockeros para decirle que hasta hace muy pocos días había sido el dormitorio de su hijo. Cerró la puerta y, al hacerlo, descubrió un hueso de goma. ¿Cómo se las arreglaría Blitz, el perro pastor, sin su juguete?
Helga se lo había llevado todo, los muebles, Jan, hasta el perro. Pateó el hueso y se dirigió a la cocina. Allí se ordenaba el escaso mobiliario que le dejara Helga; una cama plegable, una mesa y una silla. Triste patrimonio, y más aún puesto en la cocina, donde dormía para ahorrar calefacción.
Dispuso la silla frente a la ventana, de una bolsa de plástico sacó una lata de cerveza y con los pies encima del calefactor miró hacia la calle. Pronto se detendría el primer tranvía en la parada todavía desierta. Pronto amanecería. Pronto pasaría el invierno. Pronto llegaría la incomparable primavera berlinesa. Pronto… En realidad todo estaba ocurriendo demasiado aprisa en la vida de Frank Galinsky.
Súbitamente se había convertido en ciudadano de la República Federal Alemana y sin que hubiera sido necesario desertar al campo enemigo, porque también súbitamente había desaparecido la República Democrática Alemana. Se había esfumado desvanecido, desinflado sin pena ni gloria, en un acto absolutamente desprovisto de la dramaturgia tremendista y megalómana que caracterizó su existencia como nación. Los alemanes del Este, pasada súbitamente la euforia por hartarse de bananas aprendían a ponerse al día con la vida feliz que durante cuatro décadas habían oído, intuido, olido al otro lado del maldito muro. Ahora se trataba de exigir, de pedir y tenerlo todo. Hasta sus gustos se regían por la ansiedad de satisfacer la curiosidad reprimida. Ya no se conformaban con un simple helado de chocolate o de vainilla. No. Ahora exigían los sabores envueltos en la cáscara del exotismo: piña, mango, papaya, maracuyá. Su mismo hijo lo había sorprendido preguntándole si no se hacían helados de
aguacate. Sí. Todo había cambiado súbitamente y no dejaría de cambiar.
Frank Galinsky encendió un cigarrillo rubio, americano, de los que podían comprarse en cualquier parte. Americano. No esa mierda que habían fumado durante cuatro décadas y que no era más que paja seca. Qué suerte que el Mayor lo hubiera buscado, porque, cuando las cosas cambian con un ritmo tan acelerado, es conveniente ponerse del lado de quienes deciden el rumbo de los cambios.
Al caer el muro de Berlín, primer capítulo de la silenciosa extinción del Estado proletario, Galinsky sintió primero una desazón que no tardó en reconocer como miedo, pero un miedo diferente al sentido en las "misiones internacionalistas" en Angola, Cuba, Mozambique, o Nicaragua. Como oficial del Ejército Popular Alemán, y más aún como oficial de inteligencia, había pertenecido a la elite que disfrutó de los favores del Estado, y no existe miedo más terrible que el que viene de no saber quién, cómo, ni cuándo, pasará la factura por los favores recibidos.
De la noche a la mañana desaparecieron las antiguas instituciones. El ejército de la RDA se disolvió, los uniformes y las medallas se canjearon por sólidos marcos federales en los mercados de pulgas, y los militares pasaron a situación de disponibles mientras se investigaba su actuación al servicio del extinto régimen comunista.
Estar en situación de disponible equivalía a estar bajo sospecha, a padecer de una enfermedad contagiosa, de cuarentena obligatoria, cuyos primeros síntomas fueron los saludos negados por los antiguos amigos, compañeros, hijos de la grandísima puta que antaño formaban filas para encargarle objetos a cada viaje suyo al extranjero.
La enfermedad también contagió a Helga, que perdió su empleo de profesora de artes plásticas porque: "Como usted sabe, Frau Galinsky, las actividades de su esposo se están investigando. Claro que si usted decide cooperar con las autoridades de ocupación, ¡perdón!, de reunificación, e informa de ciertos asuntos que su esposo tal vez haya olvidado…".
Al poco tiempo la enfermedad invadió el piso, con la aparición de un sujeto que se dejó caer rodeado de leguleyos y policías.
– ¿Cómo que propietario? Este piso es mío. Tengo documentos que lo demuestran. Me lo vendió el Estado.
– Pura basura, Herr Galinsky. El edificio fue construido ilegalmente porque el solar donde se levanta pertenece a nuestro representado. Puede ver copias de los certificados que lo acreditan. Y datan de la República de Weimar. Time ist Gold, Herr Galinsky: o firma un contrato de arriendo o iniciamos los trámites para conseguir el desalojo.
El dinero del paro apenas alcanzaba, de tal manera que Helga tuvo que emplearse como vendedora en una boutique de ropa, mientras Galinsky apretaba los puños cada vez que pasaba frente a la Oficina del Trabajo.
"Nombre: Frank Galinsky. Edad: cuarenta y cuatro. Profesión: militar. Indique estudios o especialidades: instructor de submarinistas y profesor de artes marciales. Idiomas: español, portugués, ruso e inglés. Interesante. Ah, pero se encuentra en situación de, disponible. Ya le avisaremos. Cuando se aclare su caso."
¿Para qué diablos sirve un ex oficial de inteligencia de la RDA a los cuarenta y cuatro años?
Galinsky se formuló la pregunta durante medio año, parado frente a la misma ventana de la cocina, bebiendo cerveza de la misma marca y con la vista perdida en la misma parada del tranvía que en esos momentos tenía al otro lado de los vidrios.
Por esa misma ventana vio una tarde el BMW estacionado frente a la puerta. De él bajó un tipo elegante, que lucía una cabellera cana estudiadamente descuidada, y que con movimientos ágiles dio la vuelta al vehículo para abrir la puerta del acompañante. De ella bajó Helga. Sonriente, cruzó con el tipo frases que Galinsky no pudo escuchar. El hombre en ningún momento dejaba de acariciarle un brazo, y le besó una mano al despedirse.
– ¿Cómo se llama tu chófer? Ignoraba que la boutique tuviera servicio de transporte -saludó Galinsky mientras Helga colgaba el sobretodo.
– Es el dueño de la tienda. Un hombre muy atento.
– Demasiado. Te toqueteó a gusto.
– No seas vulgar.
– Y tú no seas puta. El derecho de pernada desapareció con el feudalismo. es que también olvidaste la historia?
Entonces Helga lo miró con una frialdad que resaltaban sus muy abiertos ojos azules. La mujer soltó lentamente las palabras, como si las hubiera repasado durante largas noches insomnes.
– No. No he olvidado la historia. Es mas; por fin la he comprendido. Por si tú todavía lo ignoras vengo de trabajar, de ganar dinero que entre otras cosas sirve para pagar el alquiler de este maldito piso, mientras tú lo único que haces es beber cerveza y lamentarte todo el día. Ese hombre que vino a dejarme es mi jefe y tiene estupendos planes para mi futuro. Abrirá una sucursal y me ha propuesto que la dirija. ¿Entiendes? Es mi futuro, el de Jan, y quien sabe si también el tuyo.
La mano abierta de Galinsky se estrelló contra el rostro de la mújer. La vio trastabillar, aferrarse al respaldo de una silla y caer con ella. Su primer impulso fue ayudarla a levantarse, pero Helga lo rechazó con un gesto. Se incorporó, arregló su vestido y se encerró en el dormitorio.
Galinsky intentó entrar, pero la puerta estaba cerrada con seguro.
– Helga. Lo siento. No quise hacerte daño. Helga.
Pasaron un par de minutos hasta que la mujer abrió la puerta. Sostenía un pequeño bolso de viaje.
– ¿Qué significa esto? ¿Adónde vas?
– No te incumbe. Déjame pasar.
– Helga. Ya me he disculpado. No seas rencorosa.
– No lo soy, Frank. Hasta te estoy agradecida. Me diste el impulso que me faltaba. Te dejo, y me llevo al niño. Lo he pensado largamente y si no lo hice antes, es tal vez porque todavía me quedan restos de fidelidad, solidaridad y toda esa mierda que nos metieron en la cabeza. Pero también sé que hay que triunfar, como sea. En la nueva Alemania no hay lugar para los que fracasan. Esa es la verdad, la única verdad.
– Das un paso, sólo un paso, y te rompo todos los huesos.
– Tócame un pelo y denuncio tus vinculaciones con el terrorismo. ¿Me crees tonta? ¿Supones que ignoro qué es lo que investigan de tu pasado? ¿Olvidaste tus viajes a Africa y Centroamérica? Déjame pasar, Frank. Es lo mejor para nosotros.
– Lárgate o te mato.
Helga se largó. Una semana más tarde regresó acompañada de un abogado a retirar sus pertenencias, las del niño y el perro. Dejó de verla durante cinco meses hasta que un juez los convocó para cumplir con los trámites del divorcio.
¿Para qué diablos sirve un ex oficial de inteligencia de un ejército que fue derrotado sin presentar la menor batalla? Galinsky no dejó de formularse la pregunta, y en eso estaba, hacía ya dos horas, sentado en un banco a la salida de la escuela de Jan, cuando un hombre tomó asiento junto a él.
– ¿Por qué esa cara, Galinsky? Nadie tiene motivos para estar triste en la Alemania unificada -saludó el Mayor.
Galinsky nunca había intimado con el Mayor pero lo conocía desde fines de los años setenta, cuando el oficial dirigía una academia militar clandestina en la que se impartían cursos de sabotaje, de inteligencia y logística a varias docenas de revolucionarios africanos y latinoamericanos, hombres destinados a ser los oficiales de las futuras fuerzas armadas de sus respectivos países. El era entonces instructor de los latinoamericanos.
– Qué sorpresa. ¿Cómo está, Mayor?
– Muy bien. ¿Puedes afirmar lo mismo?
Galinsky lo observó detenidamente. Debía de bordear los sesenta, pero se veía más joven sin el rústico uniforme color rata. Vestía un traje negro de buen corte y enfundaba las manos en guantes de suave cabritilla. Su presencia emanaba el sutil aroma de un after shave de buena marca y la seguridad del que sostiene la sartén por el mango.
– Estoy mal, Mayor. Muy mal.
– Algo he escuchado. Pero quiero conocer tu versión.
"Viejo zorro", pensó Galinsky. "Este encuentro de casual no tiene nada, y está usando el viejo truco de siempre: ahí está la legión de los mejores guerreros, de los más probados, de los ejemplares de los capaces de cumplir cualquier misión en el frente, pero llegada la hora más difícil, la de meter a un hombre tras las líneas enemigas, los héroes valen menos que un escupo. Entonces se recurre al negligente, al que no destaca en las primeras filas, al que pincha un caballo muerto para enseñar la espada también ensangrentada al final de la batalla. Cuéntame tus cuitas, le dice el oficial. Olvidemos los rangos. Hablemos de hombre a hombre. Y el otro se suelta, muestra sus lados flacos que el oficial simula escuchar mientras los va enumerando. Es un test de inteligencia al que el otro se somete sin saberlo. Al final, todas las muestras de sensatez convertidas en pecados reciben la generosa oferta de enmienda, de rehabilitación a través de la penitencia, de la peregrinación al
otro lado de las líneas enemigas. Es recomendable elegir los voluntarios entre los menos aptos para la acción heroica, o entre los más tocados por los efectos de la guerra en la sociedad civil. Qné gran cabrón fuiste, Von Clausewitz."
– Estoy acabado. Disponible. Sin empleo. Divorciado. Y en dos semanas tengo que dejar el piso. Kaputt, Mayor. Kaputt.
– Lo sé. Sin embargo tu situación puede cambiar, Frank Galinsky, mi viejo compañero de la sección latinoamericana. ¿Estás dispuesto a asumir una misión?
– La que sea, con tal de salir de esta mierda.
– ¿Sin preguntas?
– Un soldado no precisa conocer más que su destino y objetivo.
– Tu situación ya empieza a cambiar, Galinsky. Mañana tienes una cena de negocios conmigo. Te recogeré a las ocho en punto en nuestra querida Alexander Platz, junto al reloj que marca todas las horas del mundo.
Frank Galinsky saludó a su hijo sacudiéndole la cabellera. Tomó la mochila del niño y se la echó sobre un hombro. Así caminaron las cinco cuadras que separaban la escuela del piso de Helga. Al dejarlo en la puerta lo abrazó.
Jan, ¿recuerdas que te prometí que un día iríamos de vacaciones a España? Pues iremos, y pronto.
– ¿De veras? ¿Hay campamentos de pioneros en España? ¿Y Blitz? ¿Podemos llevarlo?
– Naturalmente. El perro también va con nosotros.
Luego de dejar a Jan echó a caminar por la ciudad. Iba eufórico, sintiendo que la vida comenzaba de nuevo. De pronto reconoció su imagen en el espejo de una vitrina.
– Estás hecho un asco, camarada, un verdadero asco. Y si quieres volver a ser el que una vez fuiste, debes empezar ahora -masculló, y empezó un trote que lo llevó hasta las orillas del Wandsee.
Corrió dando vueltas al lago hasta que la noche se abatió sobre Berlín, hasta que la última casa ribereña apagó las luces, hasta que los músculos reclamaron, hasta que se supo todavía capaz de dominarlos y vencer su cuerpo, hasta que miró el reloj y vio que eran las cuatro de la mañana.
Al detenerse tenía el cuerpo empapado de sudor. Había botado por todos los poros la vergüenza de la derrota.
Me despertó un calambre. Buscando la agarrotada pierna derecha abrí los ojos y vi que estaba en el sofá. Muy cerca, en la mesilla de centro, había un termo, panecillos frescos y un pote de mermelada.
– Buenos días, jefe -saludó el petisito. Sin el pasamontañas y con el pelo mojado se veía más chaparro todavía. Se notaba recién duchado.
– ¿Qné hora es?
– Siete y media, jefe. Parece que lo agarró el vino anoche. Se fue de golpe a la lona y no quise molestarlo. ¿Le sirvo café? Hay pancitos frescos.
– ¿Dónde dormiste?
– En su cama, jefe, pero encima. No vaya a creer que le ensucié las sábanas. Es que no quise molestarlo. Y ahora me voy porque el ingeniero debe de estar por llegar. Hoy sí que le arreglamos la calefacción. Hasta luego.
Se puso el pasamontañas azul, agarró el maletín de herramientas y echó a andar hacia la puerta.
– Espera. Debes de tener algún nombre, ¿no?
– Pedro de Valdivia. Bueno, en realidad me llamo Pedro Valdivia y yo mismo me puse el "de". Suena más elegante, ¿verdad, jefe?
– Super. Escucha, Pedro de Valdivia. Qniero pedirte un favor.
– Diga no más.
– Es posible que alguien llame por teléfono cuando estés aquí. Si preguntan por mí, di que salí de viaje, ayer, y que no sabes cuándo regreso. Lo mismo si vienen a indagar. ¿Entiendes?
– ¿Lío de faldas, jefe?
– Peor. ¿Puedes hacerme la gauchada?
– Salió ayer y quién sabe cuándo vuelve.
– Eso. Gracias, macho.
Bajo la ducha empecé a hacer mecánicamente un análisis de la situación: a) el inválido no era de la pasma; policías en sillas de ruedas se ven sólo en el cine; b) tenía buenas relaciones con la pasma es decir, era alguien de "arriba", cualquiera que fuese la altura en la que se movía; c) además de las relaciones con la pasma tenía también contactos con el servicio de defensa constitucional, la policía política de Alemania Federal. Solamente de ella podía tener información sobre mí, y el que supiera la existencia de Verónica lo confirmaba. Siempre supe que, como exiliado, estaba en la memoria del Big Brother, pero no imaginé que me consideraran tan importante como para meterse con mis giros postales y correspondencia. Era lo que se llama un hombre transparente; d) el inválido no era de la policía política, pues me había citado en una agencia de seguros y, aunque la oficina fuera una fachada más del servicio, ¿para qué quemar una cobertura dándola a conocer a un tipo como yo?
Además, si la policía política quería algo de mí, que les sirviera de chivato, por ejemplo, no me hubieran buscado en un lugar público. Conclusión: ninguna. ¿Qué demonios quería de mí el inválido?
Al salir a la calle descubrí cuánto tiempo hacía que no veía la luz de la mañana. Faltaban unos minutos para las nueve. Saqué del bolsillo la tarjeta que el inválido dejara y vi que no había ninguna dirección escrita. No me gustó. El viejo había tirado la única carnada que yo podía morder: Verónica; pero me citaba a un lugar no establecido. ¿Qué juego era ése? En un directorio telefónico busqué la dirección del Lloyd Hanseático. No estaba lejos, en el puerto, y decidí caminar hasta allá.
Caminando empecé a ver la ciudad de una manera desconocida. Hacía frío, los árboles sin follaje tenían los troncos impregnados de un musgo verde, casi brillante, intensamente verde, como los también verdes techos de cobre de las construcciones típicamente hamburgueñas. Me gustó la ciudad. Me gustó como un reencuentro con alguien que nos ha protegido, abrigado, de vez en cuando alegrado, y me dolió la posibilidad de tener que ahuecar el ala.
Tal dolor no era nuevo. Recordé qué a gusto viví en Cartagena de Indias luego de mi último fracaso político. Corregía pruebas en un periódico, lo que me permitía disfrutar de los incomparables atardeceres caribeños, hasta que una tarde dos sujetos me interceptaron el paso con los argumentos de dos cañones dirigidos al vientre.
Hasta aquí llegué, pensé, suponiéndolos miembros de algún escuadrón de la muerte al que, por cualquier razón, le habían obsequiado mi nombre.
– Tranquilo, macho. No pasa nada -dijo uno.
– Alguien te ha invitado a una copa. Y como tú no lo sabes te vamos a llevar. No hagas bolas, macho -indicó el otro.
Los escoltas me llevaron hasta un restaurante en pleno centro de Cartagena. Ahí me saludó un hombre al que llamaban "licenciado". Me ofreció un vaso de Chivas, que rechacé.
– ¿No le gusta el whisky? -preguntó el licenciado.
– Sí. Pero sólo bebo Jack Daniel's, y con hielo.
El licenciado movió la cabeza y habló a los escoltas.
– Un comandante sandinista que toma whisky gringo. ¿Cómo lo ven?
– Es que el Chivas es trago de machos -apuntó uno.
– En Colombia somos todos machos, chileno. ¿Cómo es en tu puto país? -inquirió el otro.
– Allá somos la mitad machos y la otra mitad hembras. No se pasa mal mitad y mitad.
Los escoltas acusaron el golpe, farfullaron un: "No te salgas de madre", pero el licenciado los mandó callar.
– Así me gustan los hombres, corajudos, pero vamos a cortar la joda. Escuche, Belmonte, Juan Belmonte, qué vaina, se llama igual que el torero de Hemingway, escuche: "Alguien de arriba" quiere que trabaje para él. ¿Conoce Medellín? Es una ciudad bonita y corren ríos de dólares, pero hay que poner un poco de orden. "Alguien de arriba" piensa que un hombre de su experiencia viene soplado. Usted me entiende.
– ¿Puedo pensarlo?
– "Allá arriba" dicen que ya lo pensó.
– Cierto. Lo había olvidado. ¿Cuándo parto para "arriba"?
– Mañana. Los muchachos le harán compañía hasta entonces. "Allá arriba" no quieren que se nos pierda.
Benditos sean los cinco mandamientos de la clandestinidad que facilitan los movimientos de sus hijos bien amados, que permiten saber cuáles son los bares que tienen cagaderos con ventanas, que le obligan a uno a tener apartados postales donde se guardan documentos y los escasos bienes, a tener siempre a mano un billete de la aerolínea nacional y a la ciudad más importante, a letrear nuestros nombres bien pronunciados para que aparezcan bien transcritos en la lista de pasajeros, y a tener por amante a una putita con la que hay que ser generoso sin pedir nada avergonzante a cambio.
Noble putita. Ella me áyudó a dejar Cartagena a bordo de un tramp que navegaba por las aguas del Caribe. Dejando atrás el golfo de Darién, mientras los hombres del licenciado me esperaban en el aeropuerto de Bogotá, le dije adiós a Cartagena y al sueño de vivir tranquilo y olvidado junto al mar, igual que en los versos de Gil de Biedma: "como un noble arruinado entre las ruinas de mi inteligencia".
Y claro que me dolió salir del Caribe, pero entre verse convertido en Ksicario" de los narcos o en carta de triunfo de los militares colombianos posando junto al cadáver de un extremista extranjero, la vida siempre nos entrega una tercera posibilidad: la de esfumarse.
Qué diablos. Tal vez me llegaba la hora de abandonar Hamburgo. Mantenía un pasaje abierto a Costa Rica y en la casilla del correo tenía dos mil dólares en efectivo. Podía largarme a cualquier parte, pero el problema era Verónica, sola, sin tenerse siquiera a ella misma allá en Santiago.
"Allá voy, Oskar Kramer. Me tienes agarrado por la jeta. Puede que conozcas mi vida al dedillo, pero hay algo que ignoras: sé perder, y en estos tiempos eso es una gran virtud", me dije y eché a andar hacia el edificio del Lloyd Hanseático.
"Regla elemental antes del combate: el guerrillero sabe que se enfrentará a un enemigo militarmente mejor equipado. Debe golpear una sola vez, de manera contundente, definitiva, y luego replegarse. Debe ir tranquilo al combate, relajado, con la seguridad que da el correcto análisis de la correlación de fuerzas. Pensar en que la naturaleza ayuda a conseguir la serenidad imprescindible al guerrillero." Comandante Giap.
Vietcong chingón, cabrón, mamador de gallo. Pero seguí su consejo. A poco caminar se desató un aguacero y decidí relajarme apurando el paso al tiempo que pensaba en un paraguas. Me compraría un paraguas japonés, uno de la nueva generación equipado con un sensor que, en cuanto detectara que su dueño se aleja más de un metro, empezara a gritar: "No me olvides", con voz de robot. ¿Existirá tal portento? Los japoneses serían muy cretinos si no se hubieran preocupado de inventar un artefacto tan necesario. El paraguas imperdible. El paraguas con alarma. El paraguas que se negara a abrirse si lo manipularan manos ajenas.
Vaya. Conseguía pensar en otros asuntos, pero el aire de Hamburgo continuaba pringado de un tufo que conocía muy bien: el empalagoso tufo de las fugas.
El recepcionista del Lloyd Hanseático, la mayor aseguradora del mar, según rezaba en la placa de bronce de la entrada, me miró con el mismo interés que se le prodiga a una cagarruna en la acera.
– Buenos días. Tengo una cita con el señor Oskar Kramer -dije.
– ¿Habla alemán?
– Tengo una cita con el señor Kramer. A las diez.
– Le pregunté si habla alemán.
– No creo que estemos hablando Afrikano.
– Su identificación.
– Kramer me espera a las diez.
– Identificación.
Le entregué el pasaporte chileno y lo miró con asco. Una vez que entendió mi nombre buscó en una lista.
– A las diez tiene una cita con el señor Kramer.
– No me diga. Qué agradable sorpresa.
– ¿Se cree gracioso? -dijo clavándome la mirada.
Le acepté el reto y empecé a mirar los destellos de la calle reflejados en sus ojos. De tal manera que Kramer estaba en alguna oficina del edificio. Me dejó la tarjeta sin dirección seguro de que la buscaría. El tipo bajó la vista simulando consultar algo en el escritorio. Me dio lástima. Un patán frustrado, desdichado en su modesto uniforme azul de los empleados de rango menor. Lo que ese tipo deseaba era un uniforme chorreante de parafernalia, que evidenciara su poder de decidir quién entraba y quién no al edificio del Lloyd. Empezó a anotar mis datos recorriendo las hojas del pasaporte con un gesto que del asco pasaba a la estupefacción.
Le estaba jodiendo los esquemas. Cómo podía llamarse pasaporte ese cuadernillo con una heráldica incomprensible, adornado con dos bichos que muy bien podrían haber sido un pollo o una rata de pie, en lugar de la poderosa águila de alas extendidas. Sí. Le jodía los esquemas. Tal vez se preguntaba cómo era posible que un tipo a todas luces extranjero anduviera por el mundo sin un pasaporte turco.
– Espere ahí. Cuando falten cinco para las diez lo llamaré y le entregaré una credencial de visita -ladró indicándome un rincón del vestíbulo.
Me arrellané en un sillón de cuero y encendí un cigarrillo. Tras dar un vistazo a la mesa y a la maceta del imprescindible gomero volví donde el recepcionista.
– Le ordené esperar ahí.
– Tranquilo, Fritz. ¿Tiene un cenicero?
– ¡Está prohibido fumar y no me llamo Fritz!
– Entonces tenemos tres problemas: uno, usted no se llama Fritz, que es un nombre adorable; dos, tendré que fumar afuera; y, tres, deberá salir a llamarme cuando falten cinco para las diez.
Fumando a la entrada del edificio me descubrí sorprendentemente tranquilo. Kramer, fuera lo que fuera e hiciera lo que hiciera, era sin duda un sujeto poderoso y sin embargo ya no le temía. Alguna vez uno debe enfrentarse a situaciones sin salida. Kramer sabía de Verónica. Saber es poder dijo Mac Luhan, y tal combinación aliada a la disposición de hacer daño no deja de ser aterradora. Temía por ella, pero yo estaba tan tranquilo como una fotografía. De pronto me sentí como el personaje de El campeón, de Ring Lardner, un púgil que se enfrenta a la necesidad de ganar un combate, pero no por él, sino por una legión de indefensos que dependen de sus puños.
Pisaba la colilla cuando el recepcionista me llamó golpeando los vidrios de la puerta.
– El señor Kramer lo espera. Oficina quinientos cinco. Póngase la credencial de visitante en un lugar visible -dijo al entregarme un rectángulo de plástico que metí en un bolsillo.
Esperando el ascensor saqué un pitillo.
– Le dije que está prohibido fumar -chilló el recepcionista desde su rincón.
– No estoy fumando.
– Y póngase la credencial en un lugar visible.
– Este saco es de franela inglesa. No lo decoro con cualquier cosa. ¿Qué diría la Reina?
– Las disposiciones deben cumplirse.
– En eso estamos de acuerdo, Fritz -dije entrando al ascensor.
La oficina de Kramer era amplia y fría. En un muro había una plancha de corcho con algunos papeles fijos con chinchetas. Sobre el escritorio no se veía más que un teléfono negro, de los de disco. La luz de neón contribuía a la frialdad del ambiente. Con un gesto me indicó la única silla disponible.
– Belmonte, Juan Belmonte. ¿Por qué te llamaron así? Que yo sepa los chilenos no son amantes de los toros.
– A mí tampoco me interesan. ¿De eso quiere hablar conmigo?
– No. Para distender el clima empezaré diciendo que voy a jugar limpio; tan limpio como lo permitan mis intereses. Como ya sabes, mi nombre es Oskar Kramer y soy suizo. Según mi contrato de trabajo ejerzo de jefe del Departamento de Investigaciones de Ultramar del Lloyd Hanseático. Antes fui policía, en Zurich, hasta que un traficante de armas ordenó que me metieran una porción de plomo en el espinazo.
– Triste historia. ¿Qué tiene que ver conmigo?
– Ya lo sabrás. Todo a su debido tiempo. Los suizos somos famosos por nuestra lentitud, mas yo trataré de no ser demasiado típico, Juan Belmonte. Como el gran torero. Mis relaciones con las autoridades alemanas suelen ser de mucha utilidad. ¿Sabes que tu acta se encuentra entre los IPP, Individuos Potencialmente Peligrosos? Me han entregado una copia de tu currículo. Interesante, Belmonte. Muy interesante. Guerrillero en Bolivia durante la ofensiva del Ejército de Liberación Nacional en el Teoponte. Guerrillero urbano en Chile. Participación en varios asaltos a bancos o mejor dicho "expropiaciones", para respetar el argot militante. Sigamos. Participante en varios atentados terroristas durante los primeros años de la resistencia contra el régimen del general Pinochet. Otro detalle interesante. Servicio militar en el cuerpo de comandos del ejército chileno. Dos estadías en Cuba, turismo en Angola y Mozambique. Guerrillero en Nicaragua. Brigada Internacional Simón Bolívar. Más
tarde comandante sandinista. Es una vida demasiado interesante para un matón de burdel que además tiene nombre de torero. ¿Sigo?
– Siga, Big Brother. Dígame ahora qué sabe de Verónica.
– Casi nada. Nombrarla fue un truco, acepto que sucio. Supongo que debo disculparme.
– Dijo que jugaría limpio. Escupa todo lo que sabe de Verónica.
– Si así lo quieres. Su acta es breve: hasta 1973 militante de las Juventudes Socialistas. Detenida en octubre de 1977 por efectivos de la Dirección Nacional de Inteligencia en Santiago. En enero de 1978 se la dio por desaparecida, pero en julio de 1979 unos vagabundos la encontraron en un basural al sur de la capital chilena. Un informe médico realizado por la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos revela que padeció toda clase de torturas. Desde el día de su reaparición está incapacitada. Otro dictamen médico se refiere a una forma de esquizofrenia más conocida como autismo. Sigue la dirección actual, número de teléfono y finaliza indicando que es el único contacto que mantienes en Chile. Hay fotocopias de todas las cartas que le has escrito. Es todo.
– Los hijos de puta que coleccionan mis cartas, ¿son de la pasma silvestre o de mayor pedigrí?
– También juego limpio con ellos. No puedo decirlo, pero…
– Siga. Hasta ahora no suelta lo que quiere de mi.
– Pero puedo destruir las dos actas y te aseguro que no hay copias.
– Está blufeando. Sabe que a Verónica no pueden tocarla. La dictadura acabó en Chile y, aunque siguiera en el poder, nunca hubo cargos en contra suya.
– A ella no, directamente. Pero, ¿qué pasa si consigo que te expulsen de Alemania? Ella depende de ti. Del dinéro que le mandas. Te hice seguir, Belmonte. Vives de una manera espartana. Hasta lías tú mismo los cigarrillos que fumas. Y de Verónica supe que no tiene otra compañía que esa tía que la cuida. Ana creo que se llama. Admirable tu lealtad para con una mujer que no ves desde 1973, de no ser que hayas mantenido encuentros durante tu vida clandestina en Chile. Admirable.
– Me está cansando, Kramer. Diga de una maldita vez qué es lo que quiere de mí.
– Todo a su debido tiempo. Vamos a dar un paseo. Tú empujas la silla de ruedas, de paso ahorro baterías, y entretanto tiro el anzuelo en cuya punta hay una jugosa carnada que terminarás mordiendo.
Salimos del edificio. El recepcionista se deshizo en sonrisas al verme en compañía de Kramer y del asqueroso perro que saltaba de felicidad ante la perspectiva de un paseo. Empezamos a seguir la costanera del Elba y pensé que bastaba con un leve empujón para hacerlo desaparecer en la mezcla de agua e inmundicia.
El paseo se prolongó hasta los jardines de Blankenesse. Observando los barcos que entraban o salían del puerto, Kramer hablo de fortunas, de tesoros artísticos, de colecciones de objetos de valor incalculable extraviados antes, durante y después de la segunda guerra mundial. Yo lo escuchaba luchando con la tentación de arrojarlo al agua. El perro parecía tener dotes telepáticas, porque a cada paso me observaba enseñando los dientes.
– Y los grandes perdedores de todas estas historias de fortunas extraviadas no fueron sus dueños, Belmonte, sino las compañías de seguros. Una vez disparado el último tiro, en el año cuarenta y cinco, empezó la guerra fría, aunque los historiadores insistan en que todo comienza con la construcción del muro de Berlín. El año cuarenta y cinco, el de la división del mapa europeo entre los colores rojo y blanco, fue para las aseguradoras como una guillotina cortando la serie de puntos suspensivos que hilaban el camino hasta muchos de esos tesoros extraviados. Pero todas las compañías de seguros sabían que tarde o temprano los eslabones de la cadena volverían a juntarse, recuperando la continuidad lógica que condujera al desenlace, al inevitable cierre de los círculos.
– Está hablando chino. No le entiendo un carajo.
– Conforme. Abreviaré la historia: durante más de cuarenta años a los dos lados del muro de Berlín se preservaron parcelas de historias, con la certeza de que los poseedores del otro lado esperarían pacientemente hasta que llegara el momento propicio de juntarlas. Ese momento llegó con el derrumbe del mundo socialista; los círculos empezaron a cerrarse, sólo que de una manera demasiado vertiginosa y que amenazó con transformarlos en espirales.
– Me aburre, Kramer. Dijo que jugaría limpio y no deja de envolverme con parábolas que no entiendo. Qué me importa que sus putos círculos se cierren o sigan abiertos. Y que el maldito perro deje de restregarse contra mis piernas. ¿No lo baña nunca?
– La higiene de Canalla es su problema personal. Empújame hasta esa cafetería. Todavía no he desayunado.
El café Mirador del Elba estaba vacío a esa hora. Ocupamos una mesa frente a una ventana. Afuera los barcos seguían pasando. En muchos se veía sobre cubierta a tripulantes entregados a las faenas de zarpe. Los envidié. Muy pronto alcanzarían Cuxhaven y la libertad del mar abierto. Kramer ordenó jarras de café y huevos revueltos. Al perro le sirvieron una enorme salchicha.
– Come, Belmonte. Entretanto te contaré una historia que servirá para que entiendas por qué te necesito. Escucha: cuando la caída del muro de Berlín era una simple cuestión de tiempo, todos los alemanes de la parte oriental festejaban por adelantado, desfilaban gritando: "Somos un pueblo", preparaban las papilas para el sabor de la Coca-Cola, todos menos un vejete al que llamaremos Otto. ¿Verdad que en toda Sudamérica se conocen los chistes de don Otto? Pues bien, nuestro don Otto, ex miembro de las SS hitlerianas y más tarde héroe del trabajo en la RDA, esquivó los festejos y se plantó como un poste frente al legendario Check Point Charlie. Esperó día y noche. Inamovible como un centinela de otros tiempos. Esperó acalambrado, aguantando las ganas de mear, hasta que llegó el histórico momento en que los vopos empezaron a vender sus uniformes y condecoraciones a los periodistas. Acababa de morir la RDA, y entonces, mientras los berlineses de los dos lados de la ciudad corrían
a abrazarse y a derribar el muro hasta con las uñas, nuestro don Otto corrió hasta la primera cabina telefónica que encontró en Occidente, discó el número de informaciones, pidió el teléfono del Lloyd Hanseático en Hamburgo, llamó y solicitó hablar con el mandamás. Presumo que don Otto debió de sentirse algo frustrado al recibir como respuesta un: "Llame mañana", pero un hombre que ha esperado más de cuarenta años para jugar sus cartas no puede perder el tiempo. Don Otto insistió. Dijo: "Busque al mandamás en su casa, donde sea necesario y dígale solamente Kunsthalle, Bremen, 1945. El entenderá. Volveré a llamar en una hora".
"Mágicas palabras, Belmonte. El director del Lloyd apareció en pijama a las once de la noche. En menos de dos horas nuestro don Otto acomodaba el culo en una limousine que lo trasladó de Berlín a Hamburgo, y a las seis de la mañana era recibido con honores por el director, y una caterva de historiadores y expertos en arte. Varios empleados del Lloyd no durmieron esa noche. Al grano, Belmonte. Don Otto aceptó un café y dijo: "Ustedes buscan la colección de arte perdida de la Kunsthalle de Bremen. Yo sé dónde está. Hablemos de la recompensa". Por si lo ignoras, se trata de una magnífica colección de pinturas evaluadas en unos sesenta millones de dólares. "Nuestras averiguaciones indican que posiblemente se encuentre en Moscú", dijo un historiador. Don Otto continuó sin inmutarse. "Puede ser. Pero sólo una parte", indicó y a continuación narró su participación en la desaparición de las pinturas. Arreglado el tema de la recompensa, se tornó más locuaz. Una parte importante de la
colección se encontraba en Asunción, Paraguay, guardada por un ex camarada de armas en las SS cuya identidad y paradero valían oro en Israel. Para enfatizar sus argumentos don Otto enseñó unas fotografías que, pese a ser de pesima calidad, hicieron temblar de emoción a los expertos.
"Don Otto empezó a ver la vida de un color absolutamente rosa. Acompañado por ejecutivos del Lloyd y expertos en arte voló sobre el Atlántico. Durante la travesía debió de reflexionar sobre lo que haría con la recompensa, sobre la virtud de la paciencia, pero al aterrizar en Asunción sus sueños continuaron bajando hasta el infierno. Los periódicos paraguayos informaban sobre la trágica muerte de un distinguido miembro de la colonia alemana residente en Asunción. Al parecer sufrió un accidente en la tina de baño. Un secador de pelo que por desgracia estaba conectado a la corriente, cayó al agua y lo hizo brincar hasta el otro mundo. Accidente, ¿entiendes?
– Vi algo parecido en una película de James Bond. Con un ventilador. ¿Qué pasó con las pinturas?
– Nadie sabe dónde están ahora. Tal vez aparezcan. Lo más probable es que terminen en el sótano climatizado de algún coleccionista árabe.
– Termine el chiste de don Otto.
– No creo que lo haya encontrado gracioso. Le pagamos el boleto de regreso y lo entregamos a la policía. Después de todo, el año cuarenta y cinco fue cómplice de un robo que afectó los intereses del Lloyd. ¿Entiendes la moraleja de la historia?
– No por mucho madrugar amanece más temprano. Llegaron tarde al Paraguay. Pero sigo sin entender por qué me habla de todo esto y qué quiere de mí.
– Necesito tu astucia y tu experiencia. Para investigar. Para no llegar tarde al Paraguay o a donde sea.
– Está loco. Qué sé yo de investigaciones. Supongo que una compañía como el Lloyd trabaja con los mejores detectives. Y dígale al perro de mierda que deje en paz mis pantalones.
– Creo que le gustas. Supones bien. Contamos con los mejores detectives, investigadores, pero son ratones de bibliotecas o laboratorios. Investigan con ordenadores. En realidad dar con el paradero de una obra de arte o de un objeto valioso no es tan difícil. Es cuestión de paciencia. Las verdaderas dificultades se dan luego con el tira y afloja, con los sobornos, con las reglas que impone la ley de oferta y demanda, que son las que en definitiva deciden si el objeto cambia de manos. Pero todo esto es así en tiempos normales y como sabes, Belmonte, los tiempos han cambiado muy rápidamente. También las reglas del juego han cambiado. Ahora se trata de investigar contando con muy pocas pistas, se trata de rastrear, dar con ciertos asuntos y actuar. No pongas esa cara, que me acerco al meollo de lo que debes saber. No te imaginas, nadie puede imaginar, la cantidad de bienes que hemos conseguido recuperar en Sudamérica. Durante cuarenta y pico de años fuimos estableciendo las
reglas de la negociación con los muchachos del Tercer Reich que salvó la Odessa Conection. Un trabajo arduo y lento, de burócratas, que fue posible gracias a que disponíamos de tiempo. Pero ahora, con el fin de las fronteras que encerraban a los habitantes del mundo socialista, nada impide que los poseedores de muchos secretos viajen a por lo que consideran suyo. Y como la mayoría de estos depositarios de verdades ha envejecido, o bien vende los secretos al mejor postor o bien se lanza al camino. Quiere ahora su tajada.
– Sigo sin entender qué demonios pinto yo en su historia.
– Piensa en un tipo como Menguele. Proscrito y reclamado por medio mundo, y sin embargo consiguió disfrutar de una existencia legal y feliz entre Brasil y Paraguay. Los judíos nunca pudieron comprobar ante un tribunal brasileño o paraguayo que el vejete de aspecto bonachón fotografiado miles de veces era el mismo Angel de la Muerte. Entonces intentaron echarle el guante por otros medios, tal como lo hicieron con Adolf Eichmann en Buenos Aires, pero no les resultó. Enviaron varios comandos a secuestrar o eliminar a Menguele, pero todos fracasaron, y ¿sabes por qué? Porque no conocían los secretos de la ilegalidad sudamericana. Y tú sí que sabes del tema, Belmonte. Dominas el arte de la clandestinidad. Un ex guerrillero del cono sur no es el sujeto romántico y fracasado que pintan los informes políticos de la socialdemocracia. El capitalismo victorioso ha hecho que sus conocimientos sean una ciencia temporalmente exacta y necesaria. Entonces, ¿qué quiero de ti? Tu experiencia.
El inválido terminó de hablar y se quedó mirándome con expresión autosuficiente. ¿Y de semejante idiota había sentido miedo? Vaya un pelmazo. Si Kramer, con sus ideas ridículas del guerrilleroso era un tipo respetado por la pasma política, eso explicaba por qué no daban con los prófugos de la Baader-Meinhof.
– Experiencia. Usted no sabe de qué habla. No entiende un carajo. No niego que estuve metido en un par de aventuras, pero fracasaron, Kramer. Fracasaron. Dé una vuelta por Pans o Berlín y se topará con cientos de guerrilleros jubilados.
– Cierto. Pero no es lo mismo un hombre que pegó tiros en la selva, que uno que conoce todos los terrenos. ¿Sabías que la policía antiterrorista alemana considera una joya el atentado contra Somoza? Lo estudian. Cinco hombres logran colarse en el país más vigilado de Sudamérica, el Paraguay, donde uno de cada cuatro habitantes era chivato de la seguridad. Meten armas al país, hasta dos lanzacohetes, dan con Somoza y lo liquidan. Y no eran nicas Belmonte. Eran del cono sur. Eran tios como tú. Durante largo tiempo busqué un ex tupamaro, un ex ERP, uno como tú, de los que aprendieron idiomas, técnicas de sabotaje, clandestinidad, el arte de ser invisibles, que se movieron por el mundo y en cada país dejaron una red de contactos.
– Usted está loco, Kramer. Lo que me dice es pura novelería. El hombre que necesita se llama Iván llich Ramírez. Le regalo el dato.
– El legendario "Carlos". No creas que no he pensado en él. Lástima que se haya convertido en un anciano. Cuando lo echaron del Líbano se largó a Siria con su harén de alemanas. Grandes fornicadoras las damas de la Fracción del Ejército Rojo. Hicieron de él un estropajo. Acabemos. Vas a trabajar para mí. No para el Lloyd. Para mí.
– No. Ni para el Lloyd ni para usted. ¿Algo más?
– Sí. Hay algo más. Debes saber que la policía recibió una llamada anónima que la condujo hasta un alijo de coca. Cuando esperabas en la sala del Lloyd revisaban tu casa. Mal asunto, Belmonte, porque tu cómplice, un tal Valdivia, opuso resistencia al allanamiento. Mal asunto. ¿Dos mil dólares tenías en la casilla postal? También fueron requisados. Es lo normal en estos casos. No te pongas tenso. A Canalla le gustan los tipos relajados.
– Pensó en todo, hijo de la gran puta.
– Naturalmente. A los suizos no nos gusta dejar cabos sueltos. Es una deformación nacional. Y ahora salgamos de aquí. Regresaremos lentamente. La policía necesita tiempo para reconocer un error.
– ¿Qué debo hacer?
– Viajar. A Chile. Vuelves al pago, Belmonte. Y no pienses en desertar. Sabes muy bien que los mecanismos de extradición entre tu país y Alemania funcionan de maravilla.
– Usted gana, por ahora. Pero me las pagará Kramer. No sé cómo, pero lo voy a hacer mierda.
– ¿Viste Casablanca? Al final de la película el policía francés le dice a Rick: "Pienso que de esto puede nacer una bella amistad".
Galinsky y el Mayor subieron a un taxi en Alexander Platz. Una cortina de lluvia mezclada con nieve hizo que el vehículo avanzara lentamente hasta la parte occidental de la ciudad. Se detuvo frente al Candy, uno de los buenos restaurantes de Charlottenburg. Entraron. El maître se acercó a saludar.
– Buenas tardes, Herr Director. ¿El aperitivo de siempre?
– Naturalmente. Ponte cómodo, Galinsky. Aquí preparan los mejores Martinis de Berlín.
Galinsky asintió con un movimiento de cabeza. Esperó a que el maître se alejara antes de comentar:
– ¿Cliente de la casa?
– Suelo cenar aquí de vez en cuando. Y lo de director también es cierto. Estoy en la dirección de una inmobiliaria que tiene las oficinas muy cerca.
Un mozo trajo los Martinis. Bebieron. El Mayor ofreció cigarrillos.
– ¿Cómo te sientes, Galinsky?
– Ahora, bien. Hasta ayer no dejaba de pensar en un psicólogo militar que habló de la abulia como un síntoma de fatiga de combate. Me sentía como un abúlico que no llegó a combatir. ¿No es curioso?
– ¿Tenías planes?
– Ninguno. Cada vez que intentaba pensar, la situación me pesaba, me aplastaba. A lo mas que llegué fue a comprar una de esas publicaciones para mercenarios, pero no la abrí. No niego que todavía temo los resultados de la investigación. Estar en situación de disponible es insoportable.
– No tienes razones para temer. Los oficiales de inteligencia somos intocables. Hay demasiada mierda de por medio y podría salpicar a muchos de manera que a nadie se le ocurrirá removerla. Los únicos jodidos son los civiles, los chivatos que colaboraron con la Stasi, los pobres diablos que vendieron al vecino. Esa caza de brujas va para largo, pero a nosotros no nos tocan.
– Me gusta su optimismo, Mayor.
– Sé de lo que hablo. En tu pasado no existe nada reprobable, Galinsky. Estuviste en Cuba enseñando a submarinistas nicaragüenses a desactivar cargas de profundidad. ¿Y qué? Las Naciones Unidas condenaron a los norteamericanos por el minado de los puertos. Cumpliste una misión humanitaria y nadie te condenará por ella. También estuviste en Angola preparando a los mismos milicianos que luego protegieron las instalaciones de la Shell. En Mozambique ayudaste a proteger el tendido ferroviario y el aeropuerto de Moputo. ¿Qué hay de censurable en todo eso? Con anterioridad impartiste cursos de explosivos a chilenos y bolivianos. ¿Y qué? Venían de naciones con grandes recursos mineros y te fueron presentados como obreros con becas de especialización. Lo que hiciste con ellos se llama ayuda al desarrollo. Eras militar y todo tu quehacer se sustentó en leyes. Simplemente las obedeciste.
Cenaron opíparamente. El Mayor escogió los vinos con acierto y, luego de los postres, bebiendo un excelente coñac, le repitió que no había motivos para temer sanciones o represalias.
– Naturalmente que alguien ha de expiar todas las culpas. Y ese alguien será un viejo senil que en estos momentos prepara sus maletas. Lo dejarán viajar a Chile y allá morirá, en el exilio. Es el fin trágico que exige la dramaturgia alemana. Bebe, Galinsky. A la salud de nuestro secretario general, presidente, último dirigente proletario. El pobre viejo fue tan cretino que llegó a creer en los homenajes que él mismo ordenaba que le hicieran, en las estadísticas y balances de producción que él mismo inventaba. Bebe, Galinsky. ¿Quieres saber cuánto cuesta una botella de coñac? Lo mismo que tú y yo ganábamos en un año. Pero esos tiempos pasaron. Esos piojosos tiempos son historia molesta. Ahora, los nuevos tiempos corren y trabajan para nosotros.
– Yo también quiero verlos de esa manera. ¿Hay una receta?
– Positivo. La hay, y empieza por fijarse la única meta válida: ser rico. Mientras más rico mejor. La riqueza es ¨un bálsamo y la pobreza es obscena. Piensa, Galinsky; cuando cayó el muro, creímos que los occidentales, los Wessis, mirarían nuestra pobreza con piedad, con misericordia, ¿y qué pasó en realidad?, que la miraron con asco, con repugnancia. El discurso oficial decretó que éramos todos iguales, pero sabemos que no es verdad. Cuando uno de nosotros, un roñoso Ossi levanta la mano para ver la hora en su puerco reloj ruso, siente que el tiempo le ha jugado una mala pasada, que se le escapa a torrentes, que marcha a una velocidad imposible de seguir. Pero cuando un Wessi consulta la hora en un Rolex de brillantes, entonces comprueba que el tiempo le pertenece y lo domina. Hay que decidirse a ser ricos, Galinsky, y los hombres como tú y yo estamos en estupendas condiciones para conseguirlo. Eramos comunistas, por lo tanto conocemos las reglas del capitalismo. Y
también éramos militares, es decir, individuos que se prepararon para superar las derrotas.
– Disculpe, Mayor. No lo entiendo.
– ¿Qué mueve a un militar? ¨ Todo lo que me viene a la cabeza me suena estúpido.
– Y tal vez lo sea. Es que eres joven, Galinsky. Siempre te consideraron un oficial honesto porque te creías todos los cuentos. Pero yo soy veterano y puedo decirte la gran verdad: la razón de ser de todo militar es simplemente el botín de guerra.
Bebieron otra copa de aquel delicioso coñac y salieron del restaurante emprendiendo un paseo por las calles de Charlottenburg. Galinsky sintió que un resabio de mal humor amenazaba con arruinarle la estupenda cena. ¿Lo había citado e invitado para eso? iPara filosofar en un lenguaje de curiosos códigos moralizantes? cPara demostrarle que podía pertenecerse al bando de los triunfadores, mas sin detallarle cómo? Al llegar frente a la reja de un parqueadero privado se detuvieron.
– Abrete, Sésamo -dijo el Mayor introduciendo una tarjeta magnética en el portero automático.
Entraron a un garaje subterráneo. Pasaron delante de dos filas de autos hasta que llegaron frente a un Mercedes descapotable. El Mayor accionó un mando a distancia y quitó los seguros de las puertas.
– ¿Te gusta? Es mi juguete favorito.
– ¿ Essuyo?
– Hazme el favor de conducir. Estoy algo cansado.
Salieron del garaje. Galinsky no podía creerlo. Iba conduciendo un coche de película. Un Mercedes deportivo. Los instrumentos del panel brillaban y las luces de la ciudad se reflejaban sobre el reluciente capó. Siguiendo las instrucciones del Mayor condujo hasta la parte oriental de la ciudad, débilmente iluminada, flanqueada por edificios grises y chatos como el socialismo que representaron.
Toma la Unten den Linden. ¿Cómo lo traduces al español?
– Bajo los Tilos. Avenida Bajo los Tilos. ¿Adónde vamos, Mayor?
– ¿Estás en buena forma, Galinsky?
– ¿En qué sentido, Mayor?
– En el mejor. Tengo una misión para ti.
– Usted ordena. Ayer se lo dije.
– Como en los viejos tiempos. Sólo que esta vez no te espera ninguna chapa de hojalata si la cumples. Te espera un cuarto de millón de marcos.
– Nunca antes me sentí tan bien. Usted ordena Mayor.
– Formidable. Sigue por la Unten den Linden. Vamos a putas.
Los tilos que dan nombre a la avenida se mostraban tan mustios como los edificios circundantes. Al pasar frente al mausoleo de las víctimas del militarismo y del fascismo, el Mayor soltó una carcajada.
– Lo están vendiendo todo, Galinsky. ¿Cuántas veces te tocó ser parte de la guardia de honor del mausoleo? Sabañones que nos dio la patria. No tardarán en venderlo. Seguramente abrirán una hamburguesería en el lugar. Podrán usar la llama eterna para las fritangas.
Aparcaron cerca de la Platz der Akademie. Galinsky miró la triste luminaria del hotel Charlottenhof El Mayor volvió a reír.
– El viejo Charlottenho£ Debe de traerte recuerdos de cuando venías a buscar a los latinoamericanos para llevarlos a la base de Cottbus. El que compre ese hotel se encontrará con una fortuna en alambre y micrófonos. La Stasi instalaba micrófonos para cada invitado, nosotros poníamos otros, la KGB, la CIA, los arabes, los cubanos, los angoleños. Aquí hay más micrófonos que ladrillos. Sé de un británico que acaba de comprar los ascensores de jaula.
Galinsky secundó la risa del Mayor. Rió, pero no evitó recordar cierta mañana de 1980. En aquella ocasión pasó por el hotel Charlottenhof para entrevistarse con una nicaragüense. La mujer había llegado a la RDA con una delegación de niños que no podían jugar, y no porque les faltaran ganas. Les faltaban las manos. Poco antes de la victoria sandinista, la guardia de Anastasio Somoza cercenó las manos de veinte niños que lanzaron piedras durante la insurrección de Masaya. Doce de ellos sobrevivieron y llegaron a Berlín para recibir las prótesis que les permitirían volver a jugar. Los chicos lo saludaron alzando los muñones derechos en una horrenda parodia del saludo proletario. Galinsky tragó saliva y no dijo nada. Tocar un tema como ése era lanzar un balde de agua sucia sobre la alegre noche de los buenos tiempos que comenzaban. Empujaron un ancho y vetusto portón que daba a un típico pasadizo berlinés. A los costados estaban las escaléras que conducían a las alas derecha e
izquierda del edificio. Junto a ellas se ordenaban las filas de buzones y contadores eléctricos. Avanzaron hasta la puerta que conducía al patio interior. Galinsky conocía muy bien ese tipo de edificaciones. Supuso que en el patio interior, en el Innenbof, encontrarían bloques con los muros descascarados, balcones colgando peligrosamente y, tras los vidrios de alguna ventana pobremente iluminada, la silueta de un viejo leyendo, o revisando una colección de postales.
Para sorpresa de Galinsky el edificio del patio interior estaba semioculto por andamios, de los que colgaban rótulos publicitarios de constructoras de Occidente. Todo el primer piso se veía iluminado. La entrada olía a pintura fresca y una voz los saludó desde el portero automático.
– Buenas noches. ¿Qué desean?
– Uno o varios tragos, pero bien acompañados -respondió el Mayor.
Un sujeto musculoso los recibió a la entrada del piso. Reconoció al Mayor y se disculpó por el penetrante olor a pintura. Enseguida los condujo hasta una amplia habitación. Allí, acodadas frente a una barra americana, un grupo de mujeres charlaba con algunos clientes. Ordenaron dos ginebras.
– De todos los burdeles que se han abierto, éste es el mejor. Alégrate, Galinsky. No tiene nada que envidiarles a los del otro lado. El dueño es un tipo de Munich que se ha gastado una fortuna renovando el edificio. ¿Qué tal las chicas? Hay para todos los gustos. Mira. Con la mulata aquella puedes practicar español. Es cubana. ¿Pero dónde se metió mi geisha?
A las tres de la mañana una espesa capa de nieve cubría las calles de Berlín. Galinsky se acercó hasta una ventana y la abrió para recibir el aire frío y vivificante. Llevaba dos horas estudiando los documentos que el Mayor le entregara.
– ¿Cansado, Galinsky? -preguntó desde el otro lado del escritorio.
– No. Mayor. Impresionado por la historia.
– Bueno. Tienes dos días para organizar el viaje.
– Chile. Nunca estuve en ese país.
– No ha de ser muy diferente a Cuba. Festejaremos tu regreso en el mismo burdel. Y serás tú el que invite.
– Será un placer, Mayor. Un verdadero placer -dijo Galinsky, y dejó sobre el escritorio un ejemplar del catálogo general del Museo Numismático de Zurich.
Dejé a Kramer a la entrada del edificio del Lloyd y enseguida eché a andar sin rumbo fijo. Primero pensé en acercarme hasta el Imbiss de Zelma luego quise pasar por el Regina a retirar el dinero que me adeudaban, pero finalmente se impuso el desamparo, la necesidad de las cuatro paredes protectoras y asi me vi subiendo la escalera en busca de mi guarida.
El vecino del piso de abajo debió de estar horas con el ojo pegado al visor de seguridad, o como se llamen esos odiosos orificios vigilantes. Esperó a que cruzara el descanso para abrir la puerta.
– Oiga. Queremos decirle que ésta es una casa decente -escupió.
– ¿Queremos? No veo al resto del coro.
– Lo hemos hablado con los vecinos. Por la mañana estuvo la policía registrando su piso. Firmamos una solicitud para que lo echen.
– Gracias por el aviso. Me gusta la gente amable.
– ¿Por qué no se larga a Turquía?
– Porque no me da la gana. Porque me gusta vivir rodeado de hijos de puta como tú. ¿Lo entiendes? Acompañé la pregunta subiendo los peldaños y el tipo cerró la puerta. fi El piso se veía como si hubiese pasado por él un huracán. Todos los libros estaban desparramados, los cojines de los sillones abiertos a navajazos y de la cama tampoco quedaba demasiado. En el lavamanos, una pasta formada con dentífi'ico, champú y agua de colonia burbujeaba su impotencia de bajar por el desagüe. En la cocina, el refrigerador abierto iluminaba una geografia de arroz, sopas de sobre y fideos convenientemente pisoteados.
En el suelo de la sala vi a la víctima invitada: el calentador eléctrico de Pedro de Valdivia enseñaba sus cables cortados. La pasma había hecho un buen trabajo.
Retiré los cojines abiertos y me tiré sobre los resortes del sofá. Hacía frío, tanto como afuera. Al parecer seguía sin calefacción. Pensé en el petisito del pasamontañas azul. Cuando acepté el encargo de Kramer, el inválido me aseguró que Pedro de Valdivia sería puesto en libertad sin cargos, pero no dejaba de sentir que le debía más de una disculpa.
– Mañana recibirás los pasajes, las últimas instrucciones y un adelanto para gastos -dijo Kramer al separarnos.
– Y la posibilidad de jugarle sucio. De joderlo.
– No lo harás. Lentamente, aunque te niegues a aceptarlo, vas descubriendo que te he propuesto el mejor de los tratos. Vas a ganar, Belmonte. Por primera vez obtendrás provecho de una aventura.
– Qné sabe usted de ganar o perder.
– Más de lo que crees. Y no olvides: trabajas para mí. Exclusivamente.
Volvía a Chile. Viví con el temor de aquel momento, y no porque el país hubiera dejado de gustarme, de ocupar un lugar en mis neuronas. Temía el regreso porque siempre fui un sujeto inmune a la amnesia, sobre todo a las amnesias decretadas por razones de Estado, por pactos políticos, por mandato basural.
¿Qué me esperaba en Chile? Un miedo terrible. La incertidumbre de no saber cómo reaccionaría mi estómago, por darle un nombre antojadizo a la región donde se nos aloja el alma.
Y además, allá estás tú, Verónica, mi amor, en tu reducto de silencio al que no quiero acercarme porque sé que no me dejarás entrar.
Desde aquella perspectiva de reptil vi de pronto el ejemplar deslomado de Viajé ál fin de la noche. En ese libro conservaba la única carta que alguna vez me produjo todo el dolor que puede esconder una buena noticia. Me incorporé a buscar entre sus páginas. Ahí seguía, doblada en cuatro como si también tuviera frío.
Santiago de Chile, 3 de septiembre de 1982
"Señor Juan Belmonte, usted no me conoce. Me llamo Ana Lagos de Sánchez y soy la esposa de un detenido desaparecido. A mi marido Angel Sánchez lo detuvieron el 22 de mayo de 1974, a las diez de la mañana y cuando salía de casa. Iba a comprar materiales a una ferretería. Era fontanero y tenía cuarenta años. Varias personas vieron cómo se lo llevaban en un auto sin placas, y desde esa fecha no volví a saber de él. Angel era militante del partido comunista. Yo sigo siéndolo. Buscando a mi marido empecé a participar activamente en el Comité de Familiares de Desaparecidos. Usted debe saber que hemos logrado dar con las tumbas secretas de muchos de ellos, y que también algunas veces, por desgracia las menos, hemos encontrado a algunos con vida, sobre todo a niños. Una de nuestras formas de búsqueda consiste en salir de casa muy temprano, apenas levantan el toque de queda, para dirigirnos a los basurales y otros sitios eriazos que rodean Santiago. Lo hacemos cada día. No quiero
atormentarlo, pero creo que hemos encontrado a su compañera, y viva.
"El 19 de julio de 1979, en un basural de San Bernardo apareció una mujer joven. Nos avisaron y fuimos. Lo que sigue es muy duro, Juan, pero sé que usted es un hombre de valor. Como sabe, ella fue detenida en octubre de 1977. Usted no estaba en Chile. El padre de su compañera, que era viudo, se movilizó buscándola hasta que las fuerzas lo abandonaron. Don Andrés Tapia falleció en septiembre de 1978, después de conseguir que la justicia chilena diera por desaparecida a Verónica Tapia Márquez. Nuestro comité tiene fotos de casi todos los desaparecidos, y gracias a una de esas fotos pudimos identificarla.
"Ella está físicamente bien, Juan, pero la destrozaron psíquicamente. No habla. Desde que la encontramos no hemos conseguido que pronuncie ni una sola palabra. Quién sabe qué horrores padeció y vio durante el tiempo que estuvo a merced de los militares.
"Una vez que la identificamos empezamos a buscar a su familia, pero, como usted sabe, Verónica no tenía otro familiar que el padre. Ella vive conmigo. Como una forma de protegernos mutuamente, he dicho que es mi sobrina. Hace ya tres años que vive en mi casa, y aunque no habla y permanece todo el tiempo ausente, he aprendido a quererla como a una hija.
"Pero por fin he dado con usted. Hace unas semanas, cuando esperábamos el bus que nos llevaría de regreso a casa luego de visitar un médico amigo que atiende a Verónica, se nos acercó un hombre que la reconoció. Ella no salió de su silencio, entonces yo le pregunté al desconocido si acaso era amigo de Verónica y si podía ayudarnos a encontrar a más personas que la conocieran de antes. El hombre tenía miedo. Se le notaba. Son tantos los cobardes en este país. Le insistí, y de manera muy rápida me habló de usted, de que sabía que estaba en el exilio.
"Lo demás fue buscar información en el Comité de Familiares de Desaparecidos. Como la desgracia une, por fortuna tenemos relaciones con las Madres de la Plaza de Mayo. De ellas nos llegó su domicilio. HSé que usted no puede ni debe regresar a Chile mientras dure la dictadura. Quiero que sepa que Verónica está bien atendida y que, pese a no saber dónde se encuentra, prisionera acaso del horror que padeció, no le falta ni el cariño ni la solidaridad de los vencidos que siguen creyendo en el amor.
"Le adjunto mi dirección y mi número de teléfono.
HLe abrazo en este momento tan duro, y le pido que de él rescate la alegría de saberla viva.
"Su amiga.
"Ana Lagos de Sánchez."
Así volvió Verónica, así volviste, amor, en fotografías que más tarde me envió la buena señora Ana. Tu mismo rostro de niña enmarcado por la ausencia que destilaban tus ojos. La larga cabellera poblada de canas que he recorrido con los dedos hasta casi borrar la imagen, mientras una y otra vez aceptaba vivir sólo para ti, para tu bienestar, y renunciaba a las luchas que me invitaban desde las selvas salvadoreñas o guatemaltecas. Vivir para ti, para que no te faltara nada, Verónica, mi amor. Cumpliendo con cualquier oficio por indigno que fuera, avergonzándome por haber reído en Managua aquel mismo día 19 de julio de 1979 en que aparecías, resucitabas en un basural de Santiago. Cómo he odiado estas manos que aquel día tocaron el cielo rojinegro de la victoria sandinista. Cómo quise volver de inmediato y cuánto me desprecié al comprobar que no deseaba volver por ti, la ausente que eres, sino para vengar la muerte de la que fuiste. Y ahora regreso, Verónica, mi amor, y tengo
miedo, mucho miedo, porque la sed de venganza determina y dirige cada uno de mis pensamientos.
Alguien llamó a la puerta y apreté los puños. Si se trataba de uno de mis vecinos propensos a dar consejos lo haría bajar regando dientes por la escalera.
Pedro de Valdivia me observó con su único ojo abierto. El otro lo tenía hinchado y adornado por un hematoma violáceo.
– La pasma dejó la cagada, jefe. Rompieron todo -saludó.
– Ya me di cuenta. Pasa.
– Les dije que usted no estaba y no me creyeron.
– Así es la pasma. Incrédula. ¿Quién te cerró el ojo?
– No fueron ellos. Me metieron a una celda con un noruego borracho que insistió en hacerme bailar una danza de la lluvia. Pero recibió lo suyo jefe. Le metí un cabezazo que lo hará dormir varios días.
El petisito contempló los destrozos moviendo la cabeza. Al observar el destripado calentador eléctrico adquirió una expresión de Polifemo iracundo.
– Cabrones. Putos cabrones. Se cargaron la estufa.
– No hay problema. Yo lo pago.
– No lo digo por eso, jefe. Todo el edificio tiene calefacción menos usted -dijo, y empezó a recoger libros y otros objetos del suelo.
Mientras Pedro de Valdivia se entregaba a las faenas de reordenar el mundo luego de una explosión policial, fui a la cocina para ver si las fuerzas del orden habían respetado alguna botella. Tuve suerte. Dejaron una de tequila Cuervo amontonada junto a los artículos de la limpieza.
– Deja eso. Echémonos un trago.
– ¿Pisco? Puedo bajar a comprar limones y le hago un piscosour.
– Es tequila. Trago de machos. Salud.
– Bueno el pisco mexicano -dijo el petisito guiñando el ojo intacto.
A las dos horas Pedro de Valdivia tenía el piso tan ordenado como si por él hubiera pasado una pandilla de amas de casa. Sin mayor entusiasmo lo ayudé, pero me gustó que estuviera conmigo. La última mota de espuma de los cojines destripados desapareció junto a la última gota de tequila.
– Yo vengo mañana con aguja e hilo y le dejo los cojines como nuevos, jefe.
– ¿No vas a preguntar qué quería la pasma?
– La pasma siempre quiere lo peor.
– Te metieron en cana por mi culpa.
– Un par de horas. ¿Qué le hace el agua al pescado? Lo que me extraña es que me soltaran luego de haberle roto la cara al noruego.
– ¿Sabes una cosa, Pedro de Valdivia? Nos iremos a comer donde unos amigos turcos.
– Fantástico, jefe. ¿Celebramos algo?
– ¿Por qué no? Celebramos mi regreso a Chile.
Caminando hacia el Imbiss de Zelma empezó a nevar. El petisito se bajó el pasamontañas hasta el cuello y a cada segundo paso giraba la cabeza para mirarme. El brillo de su ojo sano parecía indicar que nos estábamos metiendo en algo grande, en una de esas empresas cuyas tribulaciones serían insoportables sin la presencia de un buen compañero.