"Dejé mi Tánger natal el 13 de junio de 1325 (según el ¨calendario cristiano). Tenía veintiún años y justifiqué mi decisión con los argumentos del peregrino. Así dejé a mis padres, a mis hermanos, a mis mujeres, a mis hijos, a mis amigos y mis bienes. Partí con la misma solemne tranquilidad del pájaro que abandona su nido. Sólo el Altísimo, el Clemente, el Digno de las noventa y nueve Virtudes conocía el rumbo de los vientos que me impulsaban…"
(Con estas palabras comienza la narración que el jeque Abú Abdallati Muhammad Ibn Abdallah Ibn Muhammad Ibn Ibrahin Al Klawatti, conocido como Ibn Batutta a lo largo de los ciento veinte mil kilómetros que pasaron bajo sus plantas, dictó hace más de seiscientos años.)
Durante mis viajes, que aún no finalizan -sólo el Insondable sabe qué es lo que busco y si habré de encontrarlo algún díaconocí a tres clases de viajeros: primero están los piadosos peregrinos. Que el Generoso vele por ellos. Luego vienen los serenos comerciantes que siguen la huella de las caravanas. Que el Perfecto cuide sus bienes y los multiplique. Y finalmente están aquellos que suspiran contemplando el indefinible horizonte del mar. Extraños hombres sin apego a los bienes que Alá les dispensa. Prefieren depender de su voluntad durante las horrorosas tormentas a disfrutar de la amorosa hospitalidad del bazar. Sus almas encuentran mayor sosiego en el pavoroso rugir del viento que en la piadosa voz del imam anunciando el tiempo de oración desde lo alto del minarete. Que el Misericordioso alivie sus penas y las mías, porque a éstos los siento mis hermanos…"
(En 1367, luego de más de cuarenta años viajando por tres continentes y abriendo incontables rutas, Ibn Batutta se acogió al amparo del sultán de Fez. En esa ciudad, donde la rueda estaba prohibida, fue huésped de la honorable Universidad de Quarawiyin. Ayudado por el poeta andaluz Ibn Yuzay trabajó durante dos años en la redacción de su Rhila sorprendente libro de viajes y navegaciones, cuyo manuscrito es hoy propiedad de la Biblioteca Nacional de París.)
La magnificencia de Alá ha preservado mis memorias y ha inspirado las bellas y mesuradas palabras con que Ibn Yuzay las transcribe. La vida me sigue pareciendo un grande y sublime misterio, mas la voluntad del Insondable no quiso que me detuviera sino frente a una sola de las puertas que guardan sus secretos. Fue hace muchos años y yo disfrutaba de la hospitalidad y homenajes de Muhammad Ibn Tuglug, sultán de la India. Que el Magnánimo preserve su veneración y humille a sus detractores. Estábamos en la sala de las noventa y nueve columnas del palacio de Yahanpanah observando el meticuloso trabajo de unos artesanos. Los hombres revestían con diminutos azulejos el interior de una cúpula. Empezaron por los costados y, lentamente, las piezas perfectamente encajadas avanzaron hacia el centro hasta que dejaron el espacio mínimo y exacto para la última. Entonces los artesanos interrumpieron el trabajo para alabar la perfección de Alá. Allí entendí que ningún viajero, por más lejos
que llegue está huérfano de la protección del Altísimo de su mirada que todo lo ve y de su memoria que todo lo conserva. Los peregrinos que jamás volvieron, los comerciantes cuyas caravanas fueron tragadas por el tórrido desierto los navegantes que perdieron el horizonte del mar, los que no tienen sepulturas regadas por dolorosos llantos de viudas, son también piezas de un mosaico creado por la voluntad de Alá, que se dejaron llevar por su mano infalible en busca del lugar propicio, del acomodo exacto. Muchos de ellos habrán encontrado su simétrica eternidad en tierras que ningún otro hombre ha de visitar, pues así lo ha dispuesto el Magnífico. Otros, como yo, indigno de la perfección, no hemos encontrado el justo acomodo, pero un día su infinita generosidad reunirá las partes dispersas. Entonces el mosaico estará completo y los espíritus atribulados y disfrutará del orden del Generoso, del Piadoso, del que está lleno de Misericordia y de Virtudes…"
(Ibn Batutta murió en 1369, en Fez, a los sesenta y cuatro años. Su desolado protector, el sultán, mandó acuñar en su homenaje cien monedas de oro de diez onzas cada una, que debían ser enterradas en cien diferentes cruces de caminos que el viajero recorriera. Pero la voluntad del sultán nunca llegó a cumplirse del todo, y las monedas cambiaron de dueño innumerables veces. En el catálogo del Museo Numismático de Zurich se consigna que el último propietario de las monedas -sesenta y tres de las cien- fue un prestigioso platero de Bremen llamado Isaac Rosemberg, fallecido en 1943 en el campo de concentración de Bergen-Belsen. Las monedas fueron vistas por última vez en Berlín en 1941. Se las conoce como Colección de la Media Luna Errante.)