Vivir intensamente compensa todo esfuerzo y casi todo sacrificio. Vivir a medias ha sido siempre función y castigo de mediocres.
Rolo Diez, Una baldosa en el valle de la muerte
Luego de la cena proyectaron una película decididamente somnífera, y la mayoría de los pasajeros roncaba bajo las mantas azules de la Lufthansa. Seguí el filme de Indiana Jones sin ponerme los audífonos, deseando que terminara y aparecieran nuevamente en la pantalla los contornos de Europa y Sudamérica separados por un espacio azul. Una línea de puntos suspensivos indicaba el curso del avión. Volábamos muy cerca de unas manchas identificadas como el archipiélago de Cabo Verde, y yo sentía que cada uno de aquellos puntos era un eslabón más de la cadena que me ataba a una aventura de la que dudaba salir bien parado.
Dos días antes de partir tuve la última entrevista con Kramer. Aquél fue uno de esos días de sol inútil que sin embargo llenan las calles de Hamburgo de sujetos extasiados ante la confirmación de que el viejo astro sigue brillando todavía.
Me citó en los jardines de Planten und Blumen, un gran parque que nace en el centro y termina en las inmediaciones del puerto. La cita era a las nueve de la mañana y, cuando llegué, él ya estaba allí disfrutando de un espectáculo denigrante y de las putadas que le dirigía una abuela tan furiosa como horrorizada, porque el asqueroso perro del inválido se estaba cepillando a su perrita.
– Viejo degenerado, ¡haga algo para que su bestia suelte a mi animalito! -dijo la abuela esgrimiendo un bolso que no estrelló contra la cabeza de Kramer, como eran mis deseos.
– Mi buena señora, no se pueden frenar los instintos -respondió el inválido con una sonrisa cínica.
– Señor, por favor -me suplicó la abuela cuando me acerqué; quise darle una patada al perro, aprovechando que gemía, ocupadísimo, pero no tuve suerte pues en ese mismo momento se desacopló de la perrita. Con la roja verga todavía erguida como un cuerno se sentó en el suelo y desde ahí me enseñó los dientes.
– Gracias. Sé que a ustedes el Corán les prohíbe estas inmundicias -dijo la abuela y se alejó con su mascota denigrada.
– No te metas en los asuntos de Canalla. Es un buen consejo -saludó Kramer.
– ¿Cuántas razas ha degenerado su esperpento?
Vamos a desayunar. Canalla se ha ganado un refrigerio.
Ocupamos una mesa al aire libre. También Kramer sentía la necesidad de mentirse jurando que aquel sol le calentaba los huesos. Pidió dos jarras de café con magdalenas y ordenó que al perro le sirvieran una tortilla de soja.
– La soja es un gran reconstituyente sexual. Los chinos saben mucho de estas cosas.
– Por mí, que le den veneno a su perro de mierda.
– Tú y Canalla llegarán a quererse. Estoy seguro. ¿Tienes los pasajes?
– Sabe muy bien que los tengo.
– Sólo trato de ser amable. Veamos: ¿cuál es tu misión?
– Viajar a la Tierra del Fuego. Encontrar a un tal Hans Hillermann y convencerlo para que devuelva sesenta y tres monedas de oro. Todo muy fácil, salvo que un tipo al que llaman el Mayor haya llegado antes y ya no existan ni Hillermann ni las monedas.
– No ha llegado. No se ha movido de Berlín. De eso quería hablarte, Belmonte. Contraté a un detective privado y di con el famoso Mayor. Es un ex oficial de inteligencia de la RDA que ahora dirige un negocio inmobiliario.
– Un ex oficial de inteligencia. Hay otro hombre en camino. Tal vez viene de vuelta.
– Es posible. En todo caso te obliga a actuar muy rápido. Sé y comprendo que quieras ver a Veronica…
– No la nombre, Kramer. No quiero escuchar en su hocico el nombre de mi compañera.
– ¡Quieto, Canalla! Está bien, pero no grites, Belmonte, que el perro se pone nervioso. Escucha: lo que tenga que ver con tu vida personal lo harás una vez cumplida la misión. He cambiado tu vuelo de Santiago a Punta Arenas. En el aeropuerto de Santiago estarás dos horas y enseguida proseguirás rumbo al sur. Lo he arreglado todo y debes retirar el billete de la línea aérea nacional en el mismo aeropuerto. Vas a llegar antes que el otro, Belmonte. Vas a ganar la partida. Debes ganarla y sabes por qué.
Y vaya si lo sabía. Desde el primer encuentro Kramer intentó dar a entender que me tenía en sus manos. Consiguió que la pasma me borrara la retaguardia, la condenada infraestructura de las fábulas guerrilleras, y me quedara en el limbo de los descolgados, de los que no tienen adónde ir, de los que se quedan nada más que con los principios y no saben qué diablos hacer con ellos. En aquella oportunidad me tuvo realmente por las cuerdas. Mis principios empiezan y terminan en Verónica. Tienen su nombre, y todo lo que hice y hago conduce a satisfacer sus mínimas necesidades. Ignoro si Kramer desestimó mi pasado al pensar que me metía en un callejón cuya única salida vigilaba sentado en su silla de ruedas, o si todo lo hizo para comprobar que los hombres como yo pensamos mejor cuando lo hacemos aprisa, apremiados por el cerco que se estrecha. Evaluar la situación sobre la marcha, decíamos en la vieja jerga, y eso hice mientras caminábamos por la orilla del Elba. Me ponía contra
las cuerdas porque me necesitaba. Recurría al chantaje, ergo los dos teníamos algo que ganar o que perder. Y además citaba una bonita suma de dinero como premio a mis servicios. En Nicaragua aprendí algo de Edén Pastora, uno de los mejores guerrilleros de la historia: las retiradas difíciles resultan cuando se disfrazan de ataques masivos.
– Está bien, Kramer. Haré lo que me pida, pero tengo un precio.
– Veamos. Todo se puede negociar.
– Su dinero me interesa un carajo. Quiero algo más: voy a cumplir con la misión, tendrá las malditas monedas, pero usted se encarga de traer a Verónica a Europa, al mejor centro médico para enfermedades psíquicas.
– De acuerdo. La mejor clínica suiza.
– No, danesa. En Copenhague está el mejor centro para víctimas de la tortura. Cueste lo que cueste.
– Acepto. En cuanto vea las monedas sobre mi escritorio empiezo a organizar el viaje de tu compañera. Cueste lo que cueste.
Los puntos suspensivos avanzaban lentamente sobre la mancha azul, como trazando un puente entre las dos orillas. Una azafata me preguntó si acaso tenía dificultades para dormir y me ofreció antiparras. Le pedí un Jack Daniel's con hielo y con el vaso en la mano empecé a recordar la salida de Hamburgo. Habían pasado apenas ocho horas y me resultaba como si hubiese ocurrido en otra vida de la que apenas conseguía retener detalles.
Pedro de Valdivia fue a dejarme al aeropuerto. El petisito quedó instalado en mi piso con instrucciones precisas.
– Entonces, ya sabes; si no regreso en dos semanas, vendes todo lo que puedas vender y el dinero lo giras a la dirección que te he dejado.
– No se preocupe, jefe. Usted va a volver. No sé por qué viaja a Chile, pero le irá bien. Yo no hago preguntas, jefe.
– Cierto. Es lo que más me gusta de ti.
– Febrero. Allá es verano. Ya ni me acuerdo del calor.
– Depende, jefe. En la capital es verano, pero en el sur está empezando el otoño.
– Cierto. Tengo una cita en la Tierra del Fuego.
– Yo soy de allá, jefe. De Porvenir. Tiene que llevar ropa gruesa. En esta época empiezan a soplar los vientos del polo. Sé lo que digo, jefe.
– O sea que no me voy a librar del abrigo.
– Mejor un anorak. ¿No tiene uno? No importa. Le paso uno mío que me queda súper grande. Es de los rellenos con plumas de pato.
La mañana de la partida apareció con el anorak verde que incluso a mí me vino grande. Nos despedimos con un apretón de manos, y luego de pasar por el control de policía giré la cabeza. El petisito seguía en el hall sonriendo, con el pasamontañas azul metido hasta las cejas y un ojo medio cerrado todavía.
Tras diez horas de vuelo fue un verdadero placer estirar las piernas en Sáo Paulo. Un calor pegajoso se adueñaba de las ropas y del cuerpo. Tomando por fin una taza de café verdadero en un bar de la sala de tránsito me vi alarmado por una idea: ¿y si el "alguien", fuera quien fuera, hombre o mujer, mandado por el Mayor viajara en el mismo vuelo? En el avión íbamos unas doscientas personas. Decidí preocuparme de los rostros. Apenas se reanudara el vuelo recorrería los pasillos memorizando caras. Al segundo café me pareció un esfuerzo inútil. Estaba actuando como si fuera un detective privado, suponiendo que así actúan los sabuesos por la libre.
Conocía muchos nombres de detectives privados que solucionan casos en los turbios mundos de las novelas policiacas, pero de carne y hueso no había visto más que a uno, cuyo nombre olvidé disciplinadamente.
Creo que fue en 1977, cuando el mundo era una especie de supermercado donde los revolucionarios de todos los pelajes se surtían de dinero y armamento. Regresaba de Mozambique a Panamá con dos días de descanso en Rabat. Allí debía topar con un militante del Frente Polisario que me entregaría un mensaje para Hugo Spadafora. Nos citamos en un café y el hombre me gustó desde el primer momento. Se llamaba "Salem", como los cigarrillos, y hablaba el español ceremonioso de los saharauis.
– A nosotros nos están olvidando. Parece que las guerras independentistas ya no se venden -dijo Salem.
– Yo, no. Sé poco de los saharauis pero me simpatizan. Debe de ser porque siempre me gustaron las historias de tuaregs.
– ¿Harías algo por nosotros?
– Llevo un mensaje para Hugo. ¿No basta?
– Se trata de algo más. De recuperar una pasta que necesitamos. Hay un traficante de armas que nos jugó sucio, nos entregó pura chatarra y eso no se les hace a los hijos del desierto.
– ¿Y dónde atiende el caballero?
– En México, D.F., que como sabes es una ciudad muy tranquila, pero la pasta la mueve en Luxemburgo. Tenemos a su segundo hombre vigilado día y noche.
De Rabat seguí viaje a Panamá y de ahí a La Habana para buscar al hombre que me ayudaría a echarles una mano a los hijos del desierto. Sé muy poco de Mexico, D.F., lo cual es normal, pues nadie puede jactarse de conocer la ciudad más grande del planeta. Y de los mexicanos sabía aún menos. Curiosos los mexicanos. Un pueblo sin el corte traumático de la historia que significaron los golpes militares en el cono sur. Vivían su rollo, la pasaban mal, pero continuaban empecinadamente la lucha por conseguir días mejores, sólo que, a diferencia del resto de los latinoamericanos, no hipotecaron la posibilidad de ser felices por el cheque fulero de la toma del poder.
Por entonces sabía poco de los mexicanos de México, pero mucho de los mexicanos de Cuba. Un año antes había hecho amistad con Marcos Salazar, un profesor que, a fines de la década de los sesenta, se lanzó a la aventura de la lucha armada para completar la gesta inconclusa de Villa y de Zapata. Se llamaron Movimiento Lucio Cabañas y pensaron que sus acciones se inscribían en el panorama insurreccional que sacudía al continente. Calcularon mal porque Cuba no los apoyó. La revolución cubana no podía darse el lujo de manchar las relaciones con México. Razones de Estado. Conclusiones basadas en "análisis objetivos de la correlación de fuerzas".
Duraron poco. La represión del Partido Revolucionario Institucional se descargó sobre ellos y varios militantes, entre los que estaba Salazar, secuestraron un avión para escapar de la muerte. Lo llevaron a Cuba y allí se quedaron, para siempre o hasta que la empalagosa telaraña de la historia decida sobre sus vidas, sus muertes, sus miedos, u otras alucinaciones.
Empecé a pasear por el malecón de La Habana. Ese era un lugar de encuentros y en él hallaría el hilo para llegar hasta Marcos. Compré el Gramma y lo leí de cabo a rabo sentado en un lugar visible desde los cuatro puntos cardinales. Fumé casi un atado de cigarrillos mirando a las bellas habaneras, hasta que por fin me saludó una voz conocida.
– ¿Tú por aquí, Belmonte? -saludó Braulio, un mulato de andar columpiado que cargaba una maleta atada con cordeles.
– ¿Qué tal, Braulio? ¿De viaje?
– Claro, me voy a Suiza a depositar las ganancias del día. Soy representante exclusivo, distribuidor y vendedor de un producto extraordinario. Se lo juro, caballero. Extraordinario.
– ¿Y quién es el productor?
– Un árbol. Vendo aguacates, coño.
Braulio era uno de los ingeniosos buscavidas cubanos. Ex combatiente de Playa Girón en desgracia, pero sin perder jamás el humor.
– Necesito encontrar a un amigo. Mexicano.
– Difícil. Hace una semana nos visitó el gerente de PEMEX y a los muchachos los movieron a Camagüey.
– Diez dólares abren más de una boca.
– Bonitas palabras. Tú podrías ser poeta. Ven mañana a mirar esos cultivos habaneros. Entre diez y doce. ¿Quieres un aguacate?
Marcos Salazar. ¿Qué será de él? Por entonces cuarentón, gesto cansado, implacable fumador. Una pronunciada y bronceada calva le negaba cualquier aspecto guerrillero. Un tipo de guayabera caqui y con aspecto de notario lo seguía simulando mirar las olas.
– Belmonte, carajo. Lo veo y no lo creo.
– ¿Nos echamos unos mojitos?
– Yo invito y el caballero paga. ¿Y mi ángel de la guarda?
– Ya lo he visto. ¿Hay más?
– No. Soy tan insignificante que no me lo cambian desde hace meses. Fíjate que hasta turnio es el pinche chivato. Lo que sea, hermano, escúpelo mientras caminamos. Luego le hacemos al ron y a los recuerdos.
– Necesito un hombre en el D.F. Uno capaz de chingarse al diablo.
– Entiendo. Para las orejas: su nombre ya lo olvidaste y lo encuentras en Azcapotzalco. Faro del Fin del Mundo. Le falta un ojo, no sé cuál. La última vez que lo vi tenía dos.
– ¿Te debo algo?
– Una borrachera que me dure días.
Azcapotzalco era lo que en muchas ciudades se conoce como un suburbio, un furúnculo que no le creció a la capital desmadrada, sino que estaba ahí de antes, esperando emboscado. Todo parecía girar en torno a una megalómana refinería que emporcaba el aire. Un par de preguntas me bastaron para dar con el Faro del Fin del Mundo, taberna frecuentada por obreros de la refinería y otros sujetos de la hermandad de la barra.
– Bueno -dijo el mesonero.
– Una cerveza. Oiga, ando buscando a un cuate que es cliente de la casa. Ese al que le falta un ojo.
– ¿Y cree que él quiere ser encontrado?
– Seguro. Ya le dije que somos cuates. Y es urgente.
– Aguántele. ¿De parte de quién? -consultó el mesonero echando mano al teléfono.
– De Robinson Crusoe.
Esperé lo que duran cinco cervezas bebidas de a tercios, tiempo suficiente para convencerme de que el mundo se dividía entre pinches cabrones e hijos de la chingada. Trataba de decidir en cuál de los bandos me sentía más a gusto cuando vi al mesonero estirando el cuello y la boca para señalarme. Los gestos iban dirigidos al hombre que acababa de llegar, un tipo de edad indefinida, con la cabeza cubierta por una gorra de béisbol y el ojo derecho tapado por un parche de cuero marrón.
– Usted no es Robinson Crusoe -saludó.
– No, pero soy amigo de Marcos. En la isla me dio su nombre.
– Pinches cubanos. Ponme un eufemismo, mano.
– ¿Un qué? -consultó el mesonero.
– Un cubalibre.
El mesonero cumplió con el pedido y entonces vi cómo el tuerto tomaba el vaso con un dedo metido adentro para impedir que la rodaja de limón y los cubitos de hielo cayeran mientras botaba el ron. Dejó caer hasta la última gota y entonces llenó el vaso con Coca-Cola.
– Se llama cubalibre para niños. Venga. Veamos de qué se trata.
Le solté la información que me diera Salem. El tuerto escuchaba sorbiendo su cubalibre para niños. Los parpadeos de su ojo me indicaron que ya planificaba la acción y cuando terminé dijo que quería ver el objetivo.
El tuerto de nombre olvidado conducía un Volkswagen escarabajo. Cruzamos la ciudad, el D.F. que parecía no tener fin, hasta que llegamos a una zona de bungalows estilo Hollywood. Aparcó a unos cincuenta metros de la casa que nos interesaba y la atención de su único ojo se posó en el retrovisor.
– No se ve difícil -opinó.
– Me gustaría chequear el lugar, hacer un levantamiento operativo.
– Ya se le salió el chileno. De eso me encargo yo. Usted es demasiado visible.
– ¿Hablamos un poco del factor riesgo?
– ¿Para qué? Robinson Crusoe es como mi hermano, y los amigos de mi hermano, etcétera.
Me llevó en el Volkswagen hasta una parada de taxis. Al despedirnos me entregó una tarjeta con la indicación de llamarlo a las ocho de la tarde. En la tarjeta se leía su nombre y, más abajo: "Investigador Privado".
Lo llamé por la tarde según convenimos. Curiosos, los mexicanos. Cuando dicen que sí, es definitivo.
– Lo haremos mañana. Paso a buscarlo al hotel a las seiscientas, como decía el general Patton.
– De acuerdo. Supongo que tiene una herramienta para mí.
– ¿Cuál es su número de la suerte?
– Nueve largo.
Por la noche llamé a Rabat y le conté a Salem cómo iban las cosas. El hijo del desierto me dijo que por su lado todo marchaba según lo convenido.
Al día siguiente, poco después del amanecer, cerca de un bungalow hollywoodiense, en el D.F., tres hombres vistiendo monos amarillos y cascos de seguridad esperaron hasta que de la casa salió un automóvil con tres personas en el interior. Entonces bajaron de la camioneta. Uno era el tuerto, el otro, un muchacho muy ágil y el tercero, yo. El tuerto se dirigía al muchacho llamándole "Vecino".
El Vecino no tocó el timbre, se pegó a él hasta que un ropero de tres cuerpos se acercó trotando hasta la puerta. La culata nacarada de una cuarenta y cinco asomaba de su cintura.
– ¿Qué pasa? -preguntó el ropero.
– Abra la pinche puerta que tenemos que encontrar el escape de gas y apúrese que si no lo encontramos a tiempo vamos a tener una explosión madre y va a volar medio efe, ándele y abra de una vez.
El ropero picó. Los discursos sin comas son infalibles. Entramos. El vecino no dejó de dar voces de alarma hasta que acudieron otros dos guardaespaldas todavía con los ojos legañosos, y un par de mucamas.
– ¡El escape viene de la casa y es peor de lo que pensamos! -gritó el vecino siguiendo los dictados de un amperímetro que hacía funcionar como un contador Geiger.
Entramos al bungalow a la carrera y, cuando vimos que los tres matones y las mucamas también estaban dentro, sacamos las herramientas. El tuerto manejaba una cuarenta y cinco negra, el vecino un treinta y ocho de cañón recortado y yo me sentí bastante seguro con la Browning nueve milímetros largo.
– Esta bola de cabrones y las chamacas le pertenecen, vecino. Nosotros vamos a ver al viejo -indicó el tuerto y nos lanzamos a patear puertas.
Wolfgang Obermeier, alias Ernesto Schmidt, alias César Braun, en todo caso, ex comandante de las SS hitlerianas estaba sentado en la cama y comiendo una toronja a cucharadas.
El tuerto permaneció en la puerta del dormitorio repartiendo su único ojo entre el pasillo y la habitación. Salté a la cama del viejo nazi y le cambié la cuchara por el cañón de la pistola. Obermeier empezó a temblar con ojos desorbitados. Babeaba el cañón de la Browning sin el menor respeto por la industria belga.
– Escucha bien, viejo cerdo. Vas a ver la foto de un hombre que tiene muchas ganas de saber tu dirección.
Saqué del bolsillo la fotografía de un hombre vestido con uniforme del ejército israelí, que enseñaba unos números tatuados a fuego en un brazo. El viejo nazi miró la foto y, tal como dijera Salem, estuvo a punto de cagarse. Babeando farfulló unas palabras incomprensibles.
– Quítele el cañón de la boca. ¿No ve que el cabrón quiere hablar? -aconsejó el detective tuerto desde la puerta.
Antes de sacar el cañón de su boca lo tomé del escaso pelo. El viejo nazi temblaba como un perro.
– ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?
– Hijos del desierto. Pero nos gustan los chicos del Mosad.
– Mi familia…, mi familia… -balbuceó.
– Tu familia me importa un huevo. Para las orejas: vas a llamar de inmediato a tu agente en Luxemburgo. Lo vas a despertar, pero así es la vida.
Obermeier se dejó arrastrar hasta el escritorio.
– Parlante abierto. Yo también quiero escuchar. Y ojo con lo que dices, que hablar alemán es una de mis virtudes.
Sudando marcó el mismo número luxemburgués que Salem me entregara en Rabat. Pasaron algunos segundos hasta que se escuchó una voz somnolienta respondiendo en alemán.
Ja? Hal Jo?
– Soy yo…, Braun.
– ¡Herr Braun! ¿Ocurre algo?
Le metí el cañón en la oreja libre.
– Dile que se asome a la ventana que da a la Marienplatz. Abajo verá a un ciclista reparando su bicicleta. Que lo llame y le abra la puerta.
Obermeier obedeció. El del otro lado empezó a hacer preguntas, pero el cañón de la pistola aplastando una oreja del viejo nazi le hizo recuperar la voz de mando y exigió obediencia.
Tres minutos más tarde el luxemburgués informó que el ciclista estaba arriba. Hablé con él en español.
– Saludos de México.
– Saludos del oasis -respondió.
Le devolví el teléfono a Obermeier.
– Dile que haga una orden de pago por cuatrocientos mil dólares.
– Pero sólo recibí la mitad -farfulló.
– ¿Y los intereses? -dijo el detective tuerto desde la puerta.
Con varios milímetros de cañón metidos en la oreja dio la orden al luxemburgués. Pasados unos minutos hablé de nuevo con el tuareg.
– ¿Tienes el pastel?
– Chorreante de crema. Salgo a degustar.
Ahora, cabrón, dile a tu socio que lo acompañe hasta la puerta, que espere hasta que se haya marchado y que regrese al teléfono.
A los cinco minutos el luxemburgués estaba nuevamente al aparato. No cesaba de preguntar qué más debía hacer.
– Dile que tome un libro. Cualquiera.
El luxemburgués dijo que tenía La montaña mágica sobre la mesa.
Eran las ocho de la mañana cuando el luxemburgués empezó a leer la obra de Thomas Mann por teléfono. El detective tuerto fue hasta el cuarto donde el Vecino custodiaba a los tres matones y a las dos mucamas y regresó con ellos. Era una bonita tertulia que se prolongó hasta la una de la tarde pese a que el luxemburgués leía pésimamente. A la una y cinco ordené a Obermeier que colgara y llamé a Rabat. Se notaba a Salem eufórico.
– Cobrado. Si alguna vez caes por acá lo celebraremos.
– Prometido, hijo del desierto.
Antes de salir hicimos un buen paquete con los matones y a las mucamas las dejamos en un cuarto de aseo. Obermeier temblaba de miedo, bronca e impotencia. Se atrevió a lanzar una pregunta mientras lo atábamos a una silla.
– ¿Me entregarán a los judíos?
– Nosotros jugamos limpio. Yo te volaría los sesos, pero con eso nos echaríamos encima a la pasma. Y no te entregamos a los judíos por una sola razón: porque vas a negociar con ellos todo lo que sabes de los palestinos.
Salimos del bungalow y montamos en la camioneta. El Vecino opinó que no estaba mal la cosecha de cuarenta y cincos. El detective tuerto manifestó su preocupación por la cuenta de teléfono que le dejamos al viejo nazi.
Sí. Aquel tuerto era el único detective privado que conocía, y pensé qué bueno sería tenerlo a mi lado en Chile.
El cansancio me venció apenas despegamos de Buenos Aires, y juraba que recién me disponía a dormir esa última placentera hora de vuelo cuando sentí que alguien me metía un codazo en las costillas. Abrí los ojos y me enfrenté al gordito que me tocó por compañero de asiento.
– ¿Qué pasa? -pregunté sin saber si estaba despierto.
– ¡Mire! ¡Mire! -respondió el gordito tratando de perforar la ventanilla con un dedo.
– ¿Qué? -dije medio pensando en un motor en llamas.
– La cordillera de Los Andes. ¡Estamos en Chile!
Gordo de mierda. Me quitó el sueño. Dejé el asiento y caminé como un pelícano hasta el lavabo. Ahí me miré en el espejo. Carajo, Belmonte.
Cuando saliste de Chile no tenías ni una cana, y ahora te ves con la cabeza dividida en dos colores, como si una parte fuera un negativo mal conservado de lo que fuiste, y la otra una copia aún peor de lo que eres.
El cascanueces de madera miraba la sala desde la parte más alta de una estantería. En su desmesurada boca abierta enseñaba dos hileras de dientes parejos y blancos. Los dientes superiores estaban pintados bajo un grueso labio púrpura, y los de abajo tallados en un extremo de la palanca que hacía de maxilar inferior. La palanca le cruzaba el cuerpo, salía por la espalda como una floja joroba colgante, y bastaba con moverla hacia arriba para que el maxilar bajara abriéndole la boca hasta la mitad del pecho. Otro movimiento de la palanca, esta vez hacia abajo, le cerraba la boca y la poderosa quijada destrozaba la nuez o lo que tuviera adentro.
Medía unos cuarenta centímetros de alto y representaba a un farolero sajón, altivo y disciplinado, de esos que existieron hasta que los bombarderos aliados sepultaron Dresden en 1945. En la cabezota hidrocefálica llevaba una chistera negra, y en el cuerpo le habían pintado un gabán azul, con botones, charreteras y bocamangas doradas. Unos pantalones blancos con ribetes azules y botas de montar negras completaban su indumentaria. En la mano derecha sostenía una larga vara con la punta plateada y en la izquierda un farolillo sexagonal. De las cortas alas de la chistera sobresalían mechones de crin de caballo, y un mostacho puntiagudo al estilo kaiser, pintado bajo la prominente nariz, terminaba la personificación del monigote. Se veía inútil y atónito. Como cualquier exiliado.
– El Bocazas se vino conmigo -dijo Javier Moreira indicando el cascanueces.
Moreira era un cuarentón de cabellera tan escasa como las razones que lo obligaban a asumir una identidad postiza, a sabiendas de que el otro conocía sus datos al dedillo. Pero así lo dictaban las reglas de una dramaturgia persistente como la sarna, y cuya observancia irrestricta tenía categoría de consecuencia. No se llamaba Javier Moreira, y el hombre sentado al otro lado de la mesa tampoco se llamaba Werner Schroeders. La vida insistía en mostrarse como lo que era: una farsa.
– Es una pieza de museo. Pero ya empezaron a fabricarlos en Hong Kong -comentó Schroeders.
– Así que todo se fue a la mierda. Algunos opinan lo contrario. Dicen que todo era una mierda, de tal manera que no precisó moverse de donde estaba.
– El hijo de puta de Gorbachov. Fueron demasiado blandos. Todos fuimos demasiado blandos. ¿No lo crees?
– Yo soy un tipo disciplinado. No pienso, no opino, no creo ni digo nada. Cumplo órdenes.
Moreira fue hasta el mueble de cocina y empezó a exprimir limones para hacer unas rondas de piscosour. Quería descubrir alguna señal de optimismo en las palabras del alemán. Si un individuo un "cuadro" como él, llegaba a Chile cumpliendo órdenes, quería decir que todavía había quienes las daban, y que tal vez aún no se libraba la última batalla. Pero los acontecimientos se habían sucedido con tal vertiginosa rapidez que la realidad pesaba como una lápida y no dejaba pasar ningún rayo de luz esperanzadora.
– Werner, ¿contabas con encontrarme?
– Corrí el riesgo, y me alegra comprobar que no me equivoqué.
Moreira se mordió los labios. Esperaba un: "Sí naturalmente, compañero". Había regresado a Chile en 1986, en las peores condiciones, cuando su partido se deshacía, y su única acción consistió en alquilar una casilla en un correo de barrio y hacer dos copias de la llave. Una la envió a Cuba y la otra a la RDA. Durante casi cuatro años acudió cada lunes y cada jueves, disciplinadamente, a revisar la pequeña urna empotrada en una pared de ladrillos, enfrentándose siempre al vacío de los derrotados, de los náufragos olvidados en islas sin nombre, hasta que una tarde, y de eso hacía exactamente siete días, la presencia de un sobre remitido desde Berlín le provocó taquicardia.
En él encontró un aviso recortado de un periódico alemán: "¿Ratones? Déjenos su dirección y en siete días lo libramos de la plaga". El mensaje era breve, pero para Moreira contenía más información que una enciclopedia.
– Me alegra verte, Werner.
– Eso lo sabré luego de probar lo que haces.
Moreira sirvió dos copas.
– ¿Brindamos por algo? cPor los viejos tiempos?
– Sigues siendo un romántico, Moreira. Te recuerdo como a uno de los pocos que se emocionaban al brindar por la hermandad de los pueblos.
– En Rostock. Con champaña de Crimea.
– O con ron. Nos pegamos unas buenas juergas con el agregado militar cubano.
– Por los viejos tiempos y los nobles camaradas.
– No tienes remedio, Moreira. Salud.
Los dos hombres se conocieron en Cottbus a comienzos de los ochenta. Por aquel tiempo existía un gran malestar en el Ministerio del Interior de la RDA, pues se estaban filtrando a Occidente los nombres de numerosos chivatos al servicio de la Stasi y todo indicaba que la válvula de escape era de fabricación latinoamericana.
Werner Schroeders era oficial de inteligencia, y con ese nombre lo conocían en el Departamento Latinoamericano del ministerio. En él recayó la misión de encontrar un veneno que eliminara el gusano en el corazón mismo de la manzana.
El acta confidencial de Javier Moreira hablaba de él como de un comunista a toda prueba. Destacado militante de las Juventudes Comunistas. Servicio militar en la infantería de Marina. Poco antes del golpe militar de 1973 fue integrante del aparato de seguridad del Partido. Hasta 1975 estuvo en la clandestinidad a cargo de la seguridad del Comité Central en el interior. Entre 1977 y 1979 recibió instrucción militar en Bulgaria y Cuba. A finales de 1979 se trasladó a Nicaragua como uno de los encargados de las operaciones de depuración ideológica. Su misión consistió en anular a los elementos trotskistas, anarquistas y guevaristas que ingresaron a Nicaragua con la Brigada Internacional Simón Bolívar.
– ¿Con quién vives? -preguntó Schroeders.
– ¿A qué viene la pregunta?
– El piso tiene tres cuartos. Mucho para un hombre solo.
– Ojos en la nuca. Vivo solo. Al volver de Chile me casé, pero duró poco. Mi ex se largó con sus cosas y el canario. Puedes contar con la casa.
– A mí me pasó lo mismo. Está bueno esto. Repite la ronda.
Werner Schroeders lo vio exprimir más limones y descubrió que en los movimientos de Moreira había una derrota demasiado palpable, casi obscena. Estaba muy lejos de ser el hombre seguro que en 1981, en un vetusto edificio de Berlín oriental, escuchó durante horas sin mover un músculo el informe de situación que le leyera, y que luego de recibir el atado de documentación falsa se despidió haciendo chocar los talones.
Moreira se reveló entonces como un hombre eficaz, como un "cuadro altamente confiable". Con la diligencia de una hormiga se movió por Frankfurt, Munich, Hamburgo, Berlín, Leipzig. Asistió a innumerables fiestas latinas. A misas católicas y protestantes. Escuchó cientos de discos de Mercedes Sosa, Joan Baez, Inti lllimani, Pet Segers, Quilapayún, Viglietti. Marchó protestando por Bolivia, por Chile, por Sudáfrica, por Nicaragua, por El Salvador, por todos los países sumidos en conflictos de clase. Se dejó apalear en sentadas frente a centrales nucleares e industrias contaminantes. Bailó con sujetos vestidos de gitanas en festivales gay. Fumó marihuana cultivada en balcones y hachís comprado en Amsterdam. Fornicó en sacos de dormir, en camastros burgueses y al aire libre. Hizo en definitiva la vida normal del exilio latinoamericano. A los seis meses dio con la entrada del laberinto y regresó a Berlín con un retrato robot del minotauro.
En la RDA la Stasi golpeó con ganas. Los implicados alemanes fueron a dar al banquillo de los colaboradores con el enemigo de clase, les confiscaron los bienes y recibieron largas condenas en cárceles que poco o nada tenían que envidiarle a las mazmorras de Pinochet o de Videla. Los latinos que no alcanzaron a escapar fueron expulsados a sus países de origen, para felicidad de muchos dictadores de todos los pelajes, y Moreira recibió la orden de regresar a Frankfurt a cerrar el caso.
El cerebro del correo era un uruguayo, un militante con muchos años de circo entre los tupamaros. El oriental vio desmoronarse la red y se puso a hilar fino hasta que dio con la identidad del topo. Entonces hizo un análisis bastante objetivo de la situación: la represión proletaria no iba a estirar la mano hasta Frankfurt para raptarlo.
No. No eran tontos los hijos de papá Stalin. Lo entregarían a la policía política de Alemania Occidental. Sabía demasiado acerca del movimiento contestatario de la RFA. Los alemanes occidentales le permitirían elegir entre servir como chivato o viajar al Uruguay a pudrirse en un penal de nombre paradójico, Libertad. Fue un análisis acertado. Como también lo fue pensar que tenía una carta de triunfo en las manos: conocía la verdadera identidad de Moreira. Los comunistas chilenos y los alemanes orientales no querrían ver "quemado" a un hombre en el que habían invertido dinero, confianza y tiempo. Vio una posibilidad de negociar con Moreira y se anticipó citándolo a conversar en un lugar abierto. Su propuesta era simple y directa: no destapar ni la acción desbaratadora ni la identidad de Moreira a cambio de un par de semanas de tranquilidad, tiempo suficiente para trasladarse a algún país escandinavo del que se comprometía a no salir jamás. Pensando en todo eso vio aparecer a
Moreira por una de las entradas de la estación Konstablerwache. Lo que no vio ni previó fue al militante del Partido de los Trabajadores del Kurdistán que lo empujó hacia las vías del metro.
– Háblame de ti, Moreira. ¿Qué haces?
– Vegeto. Leo, cago, duermo, y vuelta a lo mismo. Perdí.
– El Partido tenía bienes.
– El Partido. Tú conociste a quien manejaba nuestras finanzas en Berlín. Un cuadro. Un gran compañero con estudios en la URSS y en la RDA. Ahora tiene una empresa de transportes, y la única vez que lo visité para pedirle apoyo me rezó el rosario de la economía de mercado: "No pueden crearse puestos de trabajo fantasmas, compañero. Entiendo su situación, pero yo no soy Cáritas, compañero. Estábamos equivocados, compañero. Así que, muy fraternalmente, compañero, cáguese de hambre y salga de mi oficina antes de que llame a la policía". El Partido. ¿Quieres saber en qué trabajo? Soy mayordomo, bonita palabra, pero no mayordomo de un Lord. Soy mayordomo de un parvulario. Cada mañana debo limpiar, encender la estufa, revisar los columpios para que ningún crío se desnuque, pulir el tobogán, reparar mesas y sillas enanas, colgar cortinas, juntar chupetes y tijeritas olvidadas, y por las tardes reunir los pañales enmierdados. El Partido. Estuve dos años viviendo del poco dinero que
traje de la RDA y más tarde de lo que ganaba mi ex mujer. Pagar la casilla postal, mi contacto con la causa, con los hombres como tú, Werner, a veces me significó pasar semanas a pan y agua. El Partido. Algunos que fueron dirigentes están bien colocados, son individuos prósperos. Una vez visité a uno para pedirle trabajo y csabes qué me preguntó?: "¿.Cuáles son tus estudios, compañero?". Mis estudios.¨ Geopolítica materialismo histórico y dialéctico, conducción psicológica de la guerra, técnicas de sabotaje, contrainteligencia, la teoría de Von Clausewitz, la de Ho Chi Minh, historia de la resistencia argelina, tae kwon do. Paja. Ni siquiera sirvo para ser basurero. El Partido. No existe. Todo fue una farsa, una miserable estafa. Cuando los rusos nos quitaron la teta en el ochenta y cinco se derrumbó todo y vino el sálvese quien pueda. Y para los actuales dirigen¨tes los tipos como yo somos unos miserables aventureros, los responsables de la gran desgracia, los culpables del
debacle. El Partido. Salud.
– Feo discurso, Moreira. Jamás pensé que se les derrumbaría el castillo de esa manera. Después de los rusos, los chinos y los italianos, ustedes tenían el cuarto partido comunista mejor organizado del planeta.
– Todo fue una estafa. ¿Preparo otra ronda?
– No. ¿Lo tienes?
– El matarratas. Sí.
Moreira fue hasta el cuarto de baño. Al retirar los pernos que fijaban el espejo a la muralla se vio retratado y sintió vergüenza. Se había mostrado como un sujeto desesperado, a punto de perder el control, ¿y para qué puede servir un hombre en semejante estado? Era pura escoria. quitó el espejo y con la ayuda de una pinza movió el ladrillo que tapaba la boca del barretín.
Antes de volver a la sala se enjuagó la cara. Al poner sobre la mesa el bulto envuelto en una toalla respiró confiado. No estaba tan al fin del camino. Ahí tenía la prueba.
Werner desenvolvió el bulto.
– ¿Crees que podría volver a Berlín?
– Colt nueve milímetros largo. Es una excelente pistola. Y este tubo, ¿qué diablos es?
– Tecnología criolla. Un silenciador. Empezamos a fabricarlos antes del setenta y tres. Es algo muy simple; un tubo de acero al que por dentro se le soldan cojinetes formando una espiral en sentido contrario a las estrías del cañón. Amortigua un ochenta por ciento del estampido. Se acopla por fuera del cañón y, aunque queda fijo, conviene sujetarlo con una mano para que el retroceso no lo desvíe.
– Admirable. ¿De veras funciona?
– Nunca te fallé. Werner. Respóndeme.
– Berlín. Ni lo pienses. ¿Ignoras la caza de brujas que se desató? No faltaría alguien que te reconociera, y por el momento cualquier delación confirma el pedigrí democrático del delator.
– Pero hay compañeros que podrían echarme una mano.
– Olvídalos. Se delatan unos a otros. Es una forma de sobrevivir, y debes saber que los alemanes somos campeones en eso. Al finalizar la segunda guerra cada vecino vendió al otro por una barra de chocolate o cigarrillos. Ahora lo hacemos por vídeos, autos, vacaciones en Torremolinos, trabajo.
– No lo puedo creer. Eran miles, cientos de miles los compañeros. Yo los vi desfilar con los puños en alto, las antorchas, las camisas azules de la FDJ. Yo estuve allí. El anticomunismo no puede haberse impuesto tan fácilmente.
– Eso no existe. El comunismo no existe, de tal manera que nadie puede ser anticomunista. Ahora todos somos anti RDA. ¿No lo entiendes? Todo lo que hicimos como RDA fue malo, perverso, podrido, avergonzante. Durante cuarenta años nos alimentamos de basura, nos vestimos con harapos, follamos con gonorreicas y tuvimos hijos cretinos. Pero eso se acabó, y ahora, a cambio de una delación sincera, Occidente nos perdona, nos redime, nos mete en un útero climatizado, nuestros cordones umbilicales se conectan a una lata de Coca-Cola, y enseguida nos expulsa por la vagina de doña Mercedes Benz. Aleluya, Moreira. Hemos nacido de nuevo.
– No hablas en serio, Werner. ¿Me crees un imbécil? Me estás provocando, me estás probando. No soy tonto. Estás aquí por algo, Werner. Por algo has conservado la llave de la casilla. Vienes a cumplir una misión y me necesitas. Como en los viejos tiempos.
– Correcto. ¿La revisaste?
– Funciona perfectamente. Todavía me consideran, ¿verdad?
– Eres nuestro hombre al otro lado del Atlántico. Véndame los ojos. Como en los viejos tiempos.
Moreira obedeció, y para asegurarse de que el pañuelo estaba bien puesto hizo el amago de darle un puñetazo deteniendo la mano a escasos centímetros del rostro vendado. El alemán no reaccionó.
– Desármala, Moreira.
Con movimientos precisos, Moreira quitó el cargador, soltó los pasadores de seguridad, ahuecó una mano para recibir el resorte recuperador, desacopló el cañón del ánima, y en pocos segundos la pistola se convirtió en un rompecabezas de piezas diseminadas.
– Listo, Werner. Empieza.
– Toma el tiempo, Moreira.
Las manos del alemán se movieron como dos autómatas, rápidas, precisas. Cada dedo asumió la tarea de sostener o empujar una pieza, y no se detuvieron hasta que la pistola recuperó su forma definitiva y mortal con una bala en la recámara.
– Tiempo.
– Un minuto y cinco segundos. No está mal Werner.
– Envejezco. Siempre lo conseguí en menos de un minuto. Veamos qué tal lo haces tú.
– Tienen que darme una chance. La inactividad me está volviendo loco. Nunca les fallé. Lo sabes Werner.
El alemán le vendó la vista, también se aseguró de la temporal ceguera y lo miró detenidamente.
– Un cuadro militar se sobrepone a cualquier situación. Eso de volverse loco no suena consecuente, Moreira.
– Lo sé. Y por eso tengo miedo.
– Tengo algo para ti, Moreira. Harás un largo viaje. No. No te quites el pañuelo de los ojos. Quiero comprobar que estás en forma.
– Lo sabía. Apenas vi tu nota supe que no me dejarían tirado. Revuelve bien las piezas. Siempre fui el mejor en este juego.
Pero Frank Galinsky no desarmó la pistola. Acopló el silenciador de fabricación criolla y apuntó a la cabeza del hombre con la vista vendada.
Moreira recibió el tiro entre los ojos y se fue de espaldas con silla y todo. En el suelo, alcanzó a quitarse el pañuelo que le cubría los ojos, mas desde esa perspectiva humillante no pudo ver al alemán sentado al otro lado de la mesa. Lo último que vio fue la mueca cínica del cascanueces sajón.
El viejo se quitó la parte superior del grasiento mameluco azul y se sentó en la cama para que Griselda le sacara la parte de abajo. Enseguida se tendió mirando al techo de calaminas nuevas que reflejaban los destellos de la lámpara en sus ondulaciones. La mujer le preguntó si quería ponerse el camisón de dormir y el viejo le respondió que prefería quedarse así, vestido con los calzoncillos largos y la camiseta de franela, prendas que a fuerza de sudadas iban tomando la misma coloración cenicienta de su pellejo. De espaldas sobre la cama, suspiró y luego dejó que escapara de su garganta un murmullo indescifrable, propio de un hombre al que los años empiezan a confundirle los dolores y las dichas.
– ¿Se siente mal, don Franz? -preguntó la mujer.
– Cansado no más. ¿Y qué le importa, vieja intrusa?
– Eso le pasa por terco. Mire que ponerse a cambiar el techo al final del verano y sin permitir que le ayuden. Todavía no entiendo por qué lo hizo. El otro techo, el de coirones, era mucho mejor. Se va a helar con las calaminas.
– Pamplinas. Pronto cae la nieve y entonces todo muy caliente. Los esquimales viven en casas de hielo. ¿Sabe qué son los esquimales? Qué va a saber, vieja tonta.
– Usted es un loco,-como todos los gringos. Y tápese, que se le ven las partes.
– Si tú no cose botones se sale la pija. No es mi culpa. Y si la pija molesta, mira otra cosa, vieja peluda. ¿Qué hizo de comida?
– Sopa de pollo. Ya sabe que no debe comer cosas pesadas por las tardes. Se lo dijo el doctor Aguirre.
– Macanas. Sopas tontas. ¿Qué sabe ese veterinario? Quiero mascar, ¿comprende? Ahí fuera hay un costillar de… ¿cómo se llama la oveja cornuda que traiga Jacinto?
– Cabrito, don Franz. Cabrito. Jacinto trajo un costillar de cabrito. Es increíble que después de tantos años aquí todavía no aprenda a hablar como un cristiano.
– Yo hablo castilla mejor que tú, vieja patuda. Haga un asado y ponga música. Mucha música.
– Como quiera. Le asaré un pedazo de "oveja cornuda", pero no reclame si más tarde le duelen los bofes.
Desde la cama, el viejo Franz vio a Griselda quitar el paño bordado que cubría la victrola. La mujer levantó la tapa de madera, giró la manivela del magneto, de un armario sacó un lote de discos de carbón, y escogió el favorito del viejo. El brazo con la aguja cayó sobre los surcos, y la estancia se llenó primero con el ruido de diminutos y voraces dientes roedores empeñados en abrir un agujero en el tiempo y que al conseguirlo dejaron que por él se filtrara una voz varonil entre melancólica y desganada, cantando una canción más invitadora a marchar que a perderse entre las vueltas de un baile de salón. Griselda no entendía ni una palabra de lo que aquel hombre cantaba, pero sentía que esa voz quebrada debía de despertar grandes pasiones en la inimaginable patria del viejo. Cada vez que la escuchaba, concluía en que ésa era la voz de los navegantes cuando estaban en altamar.
La mujer avivó el fogón. Con una pala de mango corto separó dos montoncitos de brasas y las puso debajo de la parrilla. Enseguida salió a la limpia noche otoñal, como siempre, se santiguó bajo los miles de estrellas que guardan las almas de los náufragos y cortó una generosa porción del costillar de cabrito que se oreaba colgado de un alambre. Regresó a la vivienda, tiró la carne a la parrilla y la condimentó con sal de piedra y palitos secos de romero. Desde la cama el viejo le gritó que tostara bien las grasas, que le sirviera un vaso de vino y que diera vuelta el disco.
Griselda terminó de asar la carne y al volverse hacia el viejo lo vio con los ojos cerrados, con una expresión de serena complacencia que nunca antes le viera.
– Está listo el asado. Venga a la mesa.
– Traiga. Voy a comer en la cama.
– Va a ensuciar las sábanas, don Franz.
– No se meta con mi cama y yo no se mete entre tus piernas. ¿O sí, vieja caliente?
– No se ponga grosero, don Franz. O me voy ahora mismo.
– Son bromas, vieja burra. Ya no troto. La pobre pija sólo sirve meando y a veces le cuesta. Sirva asado y toma vino conmigo, vieja clueca.
El viejo comió con apetito envidiable. Una tras otra devoró las doradas costillas y, pese a las miradas reprobatorias de Griselda, se limpió los engrasados dedos en la sábana. Bebió tres vasos de vino y se mostraba algo achispado al ordenar a la mujer que le sirviera otro y girara una vez más el disco.
Griselda obedeció. Giró la manivela del magneto, le dio vuelta el disco, echó un par de leños a la chimenea y al regresar frente al viejo lo encontró tarareando el estribillo de la canción.
Aufdie Repperbahn nachts um halb eins… ¿Sabes quién canta, vieja patagona?
– Como voy a saberlo, don Franz.
– Hans Albers. Era como Carlitos Gardel. Las mujeres se meaban por él.
– ¿Y de qué habla la canción, don Franz?
– De una calle de Hamburgo con más putas que ovejas aquí. Linda calle. Muy linda calle.
– Usted está bien raro, don Franz. Y cochino. Será mejor que no tome más vino.
– Son bromas, vieja bigotuda. Toma vino también. Tenemos que hablar, pero antes repita qué dijo tu hijo.
– ¿Otra vez? Se lo he dicho veinte veces.
– No importa. Repita, vieja lora.
Griselda se alisó el delantal. Bebió un sorbo de vino y una vez más le refirió que al correo de Punta Arenas, donde trabajaba su hijo, había llegado un extranjero consultando por la localización del Puesto Postal número cinco de la Tierra del Fuego. Y el extranjero había preguntado por un tal Hillaman, o Halmann, de eso no estaba segura.
– Hillermann, vieja sorda. Hillermann.
– Puede ser. Los de por acá tenemos nombres de cristianos. ¿Por qué se preocupa tanto? El afuerino no mencionó su nombre. Mi hijo le contestó que conoce a muchos gringos, pero a ninguno que se llame así.
– El disco, vieja malaspulgas.
Griselda obedeció una vez más. De la mesa de la victrola fue hasta la chimenea para poner la tetera sobre las brasas. Mientras cambiaba la yerba mate sacudiendo la calabaza se volvió hacia la cama. El viejo estaba nuevamente de espaldas, contemplando las brillantes calaminas del techo.
"Son raros estos gringos", pensó Griselda, "mire que ponerle techo de establo a la casa." El viejo le enseñó el vaso vacío.
– Griselda, ¿hace frío afuera?
– Empieza. El estrecho se puso azul oscuro y hoy vi dos avutardas volando para el norte.
– ¿Cuántos años me conoce, vieja tonta?
– ¿Veinte? ¿Más? Acababa de enviudar cuando usted llegó a reparar las máquinas del aserradero. Unos veinte años, más o menos.
– Escucha, vieja burra, y no me discuta: si un día yo muero, todo esto, casa, ovejas, parcela, es tuyo. El notario de Porvenir sabe. El doctor s Aguirre también. Todo tuyo, así que no te dejas " robar, vieja boluda. El caballo es de tu hijo. Tú no das paja al pobre matungo. Contigo muere de hambre. Tú das pura sopa. ¿Entiende?
– No diga esas cosas, don Franz. Trae mala suerte que el guanaco reparta el pellejo antes que lo agarre el cóndor.
– No discuta. Todo tuyo. Pero yo pone una condición: nunca debes vender ni botar la casa. Tampoco cambiar techo. La casa es mi monumento. Cuando mueras, la dejas a tu hijo. El sabrá qué hace.
– Usted me asusta, don Franz. Espero que no tenga secretos sucios, que no sea como don VValter Rauff, el caballero ese de Punta Arenas. Vinieron muchos tratando de llevárselo a la fuerza. Dicen que eran judíos y que venían en submarinos. Hasta muertos hubo de por medio.
– Pero no lo agarraron. Mala cosa. El viejo ordenó a la mujer que le diera vuelta una vez más el disco. Recostado, encendió la pipa y sonrió al descubrir el sabor picante mezclado con el aromático tabaco danés. Allí estaba la mano protectora de Griselda, quien a hurtadillas le colaba pizcas de boñigas de caballo en la latà. Como todos los patagones y los fueguinos, Griselda atribuía grandes virtudes antirreumáticas a las boñigas de equino, y si no se las metía en el tabaco lo hacía en la yerba mate.
Fumando, el viejo miró detenidamente los objetos que lo acompañaban desde hacía más de veinte años. La mayoría de ellos, como la casa misma, provenían de su ingenio y de sus manos hábiles. La casa era una amplia nave construida con los restos de un velero yanqui que había naufragado en los arrecifes de Cabo Cameron. Buenas y nobles maderas de Oregon que servían de paredes con las junturas convenientemente calafateadas, y las tablas de la cubierta, pulidas por las olas de todos los mares, hacían de cálido suelo. La vivienda medía unos setenta metros cuadrados. La puerta principal estaba orientada al suroeste, mirando hacia Bahía Inútil, y la trasera al noreste, con vista a los Altos del Boquerón. Un muro divisorio levantado con los paneles del infortunado velero separaba la bodega de la vivienda y, en ella, una chimenea de piedra laja tan alta como un caballo hablaba de plácidos inviernos mientras afuera la nieve lo cubre todo. En la parte posterior, un sendero de tablones
bordeado de manzanos conducía hasta el retrete. Era una de las mejores casas de la región, alhajada ahora con un techo nuevo de relucientes calaminas. El viejo esbozó una sonrisa al sentir que empezaba a despedirse de ella sin el menor asomo de dolor.
– Pueden venir, cabrones. Estarán muy cerca de lo que buscan, pero no conseguirán encontrarlo porque ustedes no saben más que mirar en las cloacas -murmuró en su antiguo idioma y observó a la mujer dando cabezadas en la silla.
– Griselda.
No respondió. Dormía sentada con las manos enlazadas sobre el regazo. Sí. La conoció hacía veinte o más años. Recordó aquel tiempo cuando hastiado de vivir como un cormorán viejo en el cabo sur de la Isla Navarino, decidió que ya se había ocultado demasiado tiempo, que la pesada fortuna guardada en una caja de latón empezaba a no ser más que una molesta ironía del destino, y se trasladó a la Tierra del Fuego para ejercer de mecánico en el aserradero de Lago Vergara.
Nadie hacía ni hace preguntas en la Tierra del Fuego. Todo afuerino que llega hasta esos confines lo hace escapando de otros, de algo, o de sí mismo. El pasado no existe en esas latitudes.
Vivió un par de años en el aserradero, entre hombres nobles y fugitivos de la ley, hasta que un día, recorriendo Bahía Inútil, descubrió los restos del velero, y la recia textura de aquellas maderas le indicó que era hora de levantar una casa.
Alguien le dijo entonces que la soledad era mal vista y le mencionó a Griselda, la viuda de Abel Echeverría, un buzo marisquero que cierta aciaga mañana descendió a los bancos de cholgas del fiordo Almirantazgo y volvió a salir a la superficie tres meses más tarde, envuelto en media tonelada de hielo y treinta millas más al sur. Allí lo encontró Nilssen, un viejo que vive vagabundeando por los mares australes en un cúter ya legendario, el Finisterre. Nilssen y su socio, un gigantesco alacalufe al que llaman Pedro Chico, lo remolcaron de regreso a Puerto Nuevo y, como era invierno, lo sepultaron en el mismo ataúd de hielo en el que lo encontraron.
Al viejo Franz le llevó sus buenos años romper la resistencia de la viuda y, cuando por fin en una corta noche de verano consiguió ser aceptado entre sus sábanas, los dos descubrieron que sus vidas estaban demasiado impregnadas de recuerdos que obligan ál silencio y que lo único que podían hacer juntos era tratar de construir recuerdos nuevos, limpios de la infección de la distancia y que, cuando se consiguen, ofrecen el más cálido de los amparos. Como eso toma tiempo, se decidieron por una relación entre gringo solo y ama de casa puertas afuera, que la mujer legitimaba tratándolo invariablemente de usted.
– ¡Griselda, vieja foca!
– Sí, don Franz…, disculpe. Parece que me dormí.
– Qué macana. Me vea la pija y quiere meterse en mi cama.
– Usted está intratable, don Franz. Será mejor que me vaya. Mañana le cambio la ropa de cama, mire cómo la dejó de grasa.
– ¿Hace frío afuera?
– Sí. Ya le dije que el estrecho cambió de color. Cualquier noche nos cae la primera helada.
– Pobres pajarracos.
– ¿Pajarracos? ¿Qué pajarracos?
– Los chimangos. Cuando fui al camino vi volar a dos y, al cambiar el techo, volví a ver a varios. Deben de pasar frío allá arriba.
– Le dejo la tetera puesta y el mate cebado.
Antes de salir, la mujer se echó encima un grueso poncho y se cubrió la cabeza con un gorro de lana. Le dio las buenas noches tirando un par de leños a la chimenea y cerró la puerta tras sus pasos.
El viejo escuchó el alegre ladrido del perro de Griselda. Bajó de la cama, se acercó a la ventana deseando verla alejarse montada en la dócil yegua tordilla, pero el vidrio sólo le ofreció el reflejo de su propia imagen cansada.
Hans Hillermann se sirvió otro vaso de vino. Se echó una campera sobre los hombros, arrastró una silla y se sentó frente a la chimenea. De un bolsillo de la campera sacó la carta que recibiera siete días atrás. La leyó por última vez y la arrojó a las llamas.
– Llegaron, Ulrich. Gracias por el aviso. No sé cuántos son, pero llegaron. Salud. Qué pena que no alcanzaras a probar el vino chileno, Ulrich. Es grueso y oscuro como la noche alemana. Salud, camarada. Te esperé cuarenta y tantos años. Pude fundir esa mierda brillante y venderla al peso, pero te esperé confiado en que alguna condenada mañana aparecerías. Qáé bello hubiera sido sentarnos con una botella de vino frente al Estrecho de Magallanes y charlar mientras arrojábamos al mar nuestra fortuna inútil. Fue un bonito sueño, Ulrich, muy bonito, mas está visto que el gato puede robarle un bife al carnicero, pero jamás la vaca entera. Salud, Ulrich. Los voy a joder en tu nombre.
Hans Hillermann se levantó, fue hasta el anaquel donde guardaba los vinos y el tabaco, tomó la escopeta de dos cañones y un par de cartuchos. Enseguida caminó hasta la mesa de la victrola, giró el magneto y dispuso la aguja sobre los surcos del disco.
Aufdie Repperbahn nachts um hulb eins… -canturreó y no dijo nada más, porque en ese preciso momento su pulgar derecho aplastaba los dos gatillos. Hans Albers siguió cantando solo, y unas gotas de sangre salpicaron las relucientes calaminas.
A las nueve de la mañana el sol pegaba fuerte sobre el aeropuerto de Santiago. Vaya. Estaba pisando suelo chileno luego de dieciséis años por el mundo. ¿Por qué no saliste conmigo, Verónica? ¿Por qué ninguna bruja nos vendió el bálsamo para ver el futuro? ¿Por qué la fiebre de aquello tan inexplicable y que llamábamos consecuencia se interpuso entre el amor y nos dejó en frentes diferentes? ¿Por qué fui tan imbécil? ¿Por qué?
– Belmonte, Juan Belmonte -dijo el agente de Interpol examinando el pasaporte.
– Sí. Ese es mi nombre. ¿Pasa algo?
– Nada. Estamos en democracia. No pasa nada.
– ¿Entonces?
– Es que se llama igual que un famoso torero, ¿lo sabía?
– No. Es la primera vez que me lo dicen.
– Hay que leer. Belmonte fue un gran torero. Caramba, lleva varios años sin venir a Chile.
– Así es. Soy un turista consuetudinario y el mundo está lleno de lugares interesantes.
– No me interesa saber qué hizo en el extranjero ni los motivos por los que salió. Sin embargo le daré un consejo y gratis: éste no es el país que dejó al salir. Las cosas han cambiado y para mejor, asi que no intente crear problemas. Estamos en democracia y todos felices.
El tipo tenía razón. El pais estaba en democracia. Ni siquiera se molestó en decir que habían, o que se había, recuperado la democracia. No. Chile "estaba" en democracia, lo que equivalía a decir que estaba en el buen camino y que cualquier pregunta incómoda podía alejarlo de la senda correcta.
Tal vez ese mismo tipo había hecho parte de su carrera en prisiones que nunca existieron o de cuyos paraderos es imposible acordarse, interrogando a mujeres, ancianos, adultos y niños que nunca fueron detenidos y de cuyos rostros es imposible acordarse, porque cuando la democracia abrió las piernas para que Chile pudiera estar en ella, dijo primero el precio, y la divisa en que se hizo pagar se llama olvido.
Quizás ese mismo tipo que ahora se permitía darme el consejo de no ocasionar problemas fue uno de los que se ensañaron con Verónica, contigo, amor mío, con tu cuerpo y tu mente, y ahora disfruta la tranquilidad,de los vencedores, porque nos ganaron, amor mio, nos ganaron olímpicamente y por goleada, sin dejarnos siquiera el consuelo de creer que habíamos perdido luchando por la mejor de las causas. Y como no se puede saltar al cuello del primer sujeto que nos huele a hijo de puta, decidí alejarme rápidamente del control policial.
Siguiendo las instrucciones de Kramer, apenas salí de los controles me fui a las ventanillas de la línea aérea nacional. Allí me entregaron los boletos para seguir vuelo a Punta Arenas. Disponía de dos horas, de tal manera que dejé la valija y salí del edificio para reencontrar el calor.
El aeropuerto está rodeado por un parque de coníferas, compré un periódico al azar y me dirigí a un asiento sombreado. Desde aquel lugar estudié el desplazamiento solar y me volví hacia el sur. En esa dirección, en algún lugar estaba Verónica. Casi me alegré de tener el billete a Punta Arenas en el bolsillo. Cuánto ansiaba y temía el encuentro.
Abrí el periódico. Las noticias hablaban de las dificultades de la selección chilena de fútbol, del aumento de las exportaciones, del encanto manifestado por los turistas que veraneaban en los balnearios costeros. Entre las informaciones destacaban fotografías de individuos sonrientes triunfadores, dueños del futuro. Reconocí a varios ex dirigentes de la izquierda revolucionaria bajo trajes bien cortados y corbatas de diseño. No me importaron, soy todavía duro y el asco no me descontrola de buenas a primeras, pero creo que salté al ver la foto del hombre con los ojos abiertos y un agujero en medio de la frente.
La información hablaba de un crimen:
"En su domicilio de la calle Ureta Cox 120 departamento 3-C, fue encontrado el cadáver de Bonifacio Prado Cifuentes, cuarenta y cinco años, casado, sin profesión. Prado Cifuentes falleció de un disparo realizado a corta distancia. Según informaciones entregadas por la Brigada de Homicidios, Prado Cifuentes llevaba muerto unas cuarenta y ocho horas al ser encontrado por su cónyuge, Marcia Sandoval, de la que vivía separado. Consultados por la policía, los vecinos del inmueble declararon no haber escuchado ruido de pelea y mucho menos disparos en el departamento del occiso. Prado Cifuentes trabajaba como mayordomo del parvulario Lucero, en la comuna de San Miguel. Sus compañeros de trabajo lo definen como un hombre de carácter reservado.
Vaya una vuelta de la vida. Durante muchos años quise encontrar a aquel hijo de puta del que no conocí más que su chapa política: "Galo". "Comandante Galo", y en ese momento, cuando todavía no llevaba media hora en Chile, un periódico me lo entregaba con un agujero entre los ojos y su identidad completa.
Lo conocí de la peor de las maneras, en Nicaragua a comienzos de los ochenta.
Los internacionalistas de la Brigada Simón Bolívar sabíamos de la llegada de un contingente de chilenos y argentinos, tipos preparados en academias militares de Cuba, la URSS, y otros países socialistas, que, una vez disparado el último tiro contra la guardia de Somoza, aparecieron por Nicaragua para cumplir labores de depuración ideológica. No les temíamos ni nos preocupaban, tal vez porque los nicas nos habían contagiado su cultura de los huevos bien puestos; tipos que no habían tocado en el baile no tenían derecho a estar en nuestra banda. Pero ellos lo veían de manera diferente.
Una noche de enero de 1980, cinco enmascarados me interceptaron cerca del lugar donde vivía. Al mínimo intento de alegato respondieron golpeando con las culatas de sus kalashnikovs impecables, limpísimas, de esas que no dispararon jamás contra la guardia somocista. Recuerdo que perdí el conocimiento mientras me machacaban tendido en el suelo de un jeep y que, cuando abrí nuevamente los ojos, estaba molido y desnudo en un cuarto vacío. Las pateaduras se repitieron varias veces, con los intervalos necesarios para que no disfrutara de la inconsciencia. Aquellos gorilas hacían bien su trabajo. Sabían que al despertar del cuarto o quinto K.O. la víctima ha perdido la noción del tiempo y no sabe dónde está. Pero yo conocía muy bien aquel cuarto. Entonces se presentó Galo.
Hizo que me sentaran con las manos atadas a las patas delanteras de la silla. "Pau de arara del burócrata" llamábamos a aquella posición en la vieja jerga. No era la postura más confortable, porque los deseos de doblar el cuerpo eran impedidos por el gorila que me sostenía de los pelos. Galo se sentó frente a mí con la cara descubierta.
– Mírame bien. Soy el comandante Galo y vamos a tener una larga plática. Nombre y nacionalidad.
– Comandante de columna Iván Leiva. Nicaragüense.
– Me cago en tu grado. Te llamas Juan Belmonte y eres chileno.
– Comandante de columna Iván Leiva. Nicaragüense. Tus hombres tienen mis papeles.
– Me limpio el culo con ellos. Eres chileno. Infiltrado para desestabilizar el proceso revolucionario. Eres un agente de la CIA.
– Comunista paranoico. Pruébalo. Y si quieres desconcertarme dile a tus gorilas que me lleven a otro lugar. Conozco este cuarto. Sé dónde estamos; en el búnker. En este mismo cuarto juzgamos a varios "orejas" luego del triunfo. ¿Sabes de qué hablo? Hubo una insurrección en Nicaragua.
Las pateaduras se prolongaron durante dos semanas, y las acusaciones bajaron de categoría: de agente de la CIA pasé a provocador. De eso a trotskista, luego a anarquista, finalmente mi gran pecado fue haber combatido junto al Chato Peredo en Bolivia. Entraba a la tercera semana en el búnker, cuando quiso la suerte que me viera un comandante sandinista.
– ¡Hermano! ¿Qué haces aquí, y en bolas?
– Pregúntale a Galo.
Me sacó puteando a los gorilas de bellos uniformes, los que respondían haciendo chocar los talones y llevándose un puño cerrado al corazón. Mientras caminábamos por las ruinosas calles de Managua el sandinista me informó del trabajo de Galo.
– Les dieron con todo a los compañeros de la Simón Bolívar. Los desarmaron, detuvieron y juzgaron. Bueno. A su manera. La Brigada ya no existe, hermano. Lo sentimos, pero la política es el arte de negociar, y los cubanos tienen sus exigencias. Tu entiendes.
Entendí. Por entender, tuve que renunciar a mi recién adquirida nacionalidad nicaragüense, a mi nueva identidad, volver a ser chileno, a llamarme Juan Belmonte y a salir de Centroamérica. Pero por lo menos puedo contarlo. Otros no tuvieron la misma fortuna y desaparecieron en las mazmorras argentinas, paraguayas, uruguayas, porque Galo se encargó de devolverlos a sus países de origen.
Empezaba a sentir simpatías por el asesino de Galo cuando un detalle del periódico me inquietó. Junto a la toma que enseñaba el primer plano de su rostro había otra, de la habitación, que lo mostraba de cuerpo entero junto a una silla derribada.
A escasa distancia de sus pies se veía una estantería, y en la última tabla de arriba asomaba una figura que me pareció familiar.
Los detalles de la foto eran borrosos. Volví al edificio del aeropuerto y fui directamente al puesto de prensa. Aliviado vi que tenían anteojos de lectura. Compré un par, y entonces la imagen amplificada me permitió reconocer al monigote: era un cascanueces de madera. Un típico cascanueces sajón.
No me gustó. Y siempre que algo no me gusta mis neuronas empiezan a hilar fino.
La información del periódico decía que Galo trabajaba en un parvulario desde hacía dos años. Eso significaba que regresó a Chile durante la dictadura. En 1980 era un tipo joven que reunía experiencia y hacía méritos. Luego de su trabajo en Nicaragua el Partido tenía que haberlo movido a un país socialista de los duros. A Cuba no. Los latinoamericanos siempre terminamos por encontrarnos para saldar las viejas cuentas, y los colombianos de la Simón Bolívar que consiguieron salir indemnes de Nicaragua se la tenían jurada. A Cuba no. Tampoco a China o a Corea. Los camaradas de ojos rasgados comerciaban con Pinochet. Tampoco a la URSS. En ese mismo año 1980 el PCUS congeló la preparación militar de los chilenos. Los soviéticos descubrieron que el aparato militar del partido comunista estaba infiltrado por la dictadura. Tampoco a la URSS. El trabajo realizado en Nicaragua hizo a Galo merecedor de un premio, y el único lugar donde podían dárselo era Cottbus la academia de
inteligencia militar de la RDA. Aquel cascanueces sajón insistía en probarme que Galo estuvo en Cottbus y, de paso, en llenarme de interrogantes: si Galo pasó por Cottbus, ¿conoció al Mayor? ¿Era el hombre del Mayor en Chile? Si todo esto se confirmaba, el cadáver de Galo auguraba dificultades que ni Kramer ni yo supusimos.
– Quiero cambiar mi vuelo a Punta Arenas -dije a la chica de la aerolínea.
– ¿Cuándo quiere volar, señor?
– Mañana, o pasado.
– Le haré reservaciones, señor Belmonte. Pero por favor, si no vuela, cancele varias horas antes de la salida del avión.
– Gracias. Muy amable.
– De nada. Estamos en democracia.
Santiago. Qué ciudad tan fea. El sol pegaba como un castigo a las doce del día. Salí del metro a la Gran Avenida, justo a pocos metros de la calle Ureta Cox. No sabía qué buscar en la vivienda de Galo, pero iba seguro de encontrarlo. Frente al edificio había una fábrica. Varios obreros con monos azules se reunían en un quiosco de refrescos. Me acerqué y pedí un helado.
– Putas, qué calor hace -dijo un petisito que me recordó a Pedro de Valdivia.
– Así es. Hace más calor que la cresta -respondí sorprendido de recuperar el idioma chileno.
– Y uno trabajando, como huevón -agregó el petisito.
– Hay que trabajar.
– Claro. ¿Y usted? ¿En qué se las machuca?
– Soy cobrador de una mueblería. Espero a un cliente que vive ahí enfrente.
– ¿Allí, donde se cargaron a un tipo?
– Allí mismo. Qué extraño que no se ven policías.
– Hay. Dejaron a un par de carabineros, pero ahora están almorzando en el bar de la esquina.
Subí los escalones de dos en dos. La puerta 3-C estaba sin llave, como si el cinturón de plástico del precintado judicial sirviera de barricada. Entré. Lo primero que vi fue la silueta de Galo marcada con tiza en el suelo. Fui directo a la estantería y tomé el cascanueces sajón. Lo di vuelta. Tenía una dedicatoria en alemán: "Genosse Moreira wir wererden siegen. Berlín, 7. November 1985". Compañero Moreira, venceremos. ¿Se movió con esa chapa en la RDA? Recuerdo del día de la revolución bolchevique. Recorrí las habitaciones buscando lo que no sabía, hasta que de pronto decidí que estaba actuando estúpidamente. "Vamos, Belmonte", me dije, "¿dónde tendrías el barretín?"
Me envolví un puño con una toalla y rompí el espejo del baño. No fue difícil dar con el ladrillo suelto. En el barretín encontré una baqueta para limpiar un cañón calibre nueve, una lata de aceite Walter, y una llave con la inscripción: Correos DE CHILE 2722.
Salí de allí caminando con calma. Al parecer los carabineros disfrutaban de un buen almuerzo.
Al llegar a la esquina de la Gran Avenida con Ureta Cox pensé que me bastaba con subir al metro y en cinco minutos estaría frente a la casa de la señora Ana. ¿Reaccionaría Verónica? ¿Sería amor, como si despertaras de un largo sueño? ¿Me llenarías de preguntas? ¿Sería yo capaz de responderlas? Con la llave en una mano entré a un restaurante.
– ¿Qué va a ser? -saludó el mozo.
– El menú. ¿Qué hay?
– Pastel de choclos, ensalada, asado con papas fritas, vino o agua.
– Asado.
– No. El menú es todo eso, además del postre se entiende.
Me sorprendió comprobar que no sentía el cansancio de las horas de vuelo y que además comía con voracidad. "Vaya, Belmonte. Parece que sigues siendo chileno", me dije trinchando carne asada.
"Galo", "Moreira", o como se llamara, debía de tener alquilada la casilla en un correo de barrio, pero no en el suyo. Tampoco cerca del trabajo. Que la llave estuviera oculta en el barretín hablaba de la importancia de la casilla. Debía de ser en un correo de gran movimiento, pero no en el central. Antes de pagar pedí una guía de teléfonos y miré la larga lista de correos santiaguinos.
En el correo de la Avenida Matta, que elegí por el comercio que lo rodea, no resultó. La llave no correspondía. En el correo del mercado central, tampoco. Inteligente, Galo. Me llevó tres horas dar con el correo preciso. Funcionaba en un edificio compartido con un municipio, un banco y un centro comercial.
Abrí la casilla. La urna estaba vacía. Luego de echar una mirada al personal decidí intentar un blu£ Me acerqué al funcionario de más edad.
– Señor, disculpe, ¿cómo se llama la señorita nueva?
– ¿Cuál? Hay dos nuevas. ¿La rubia?
– No. La otra.
– Ah, Jacqueline. Se llama Jacqueline.
– Gracias. No me acordaba. Gracias.
– Claro, como es tan nueva…
Bendita la costumbre que obliga a los funcionarios a llevar una placa de acrílico con sus nombres.
Me acerqué a la ventanilla que atendía "J. Gatica" para seguir con el blu£
– Señorita, ¿puede ayudarme?
– Diga, señor.
– Tengo una casilla aquí y estoy esperando una carta de Alemania. Es de mi hermano, ¿sabe?, y en ella vienen documentos importantes. Lo extraño es que ayer hablé por teléfono con mi hermano y me dijo que mandó la carta hace como dos semanas. ¿Qué habrá pasado?
– ¿Cómo es su nombre?
– Bonifacio Prado Cifuentes, casilla 2722.
"J. Gatica" se levantó y consultó un grueso cuaderno. Anotó algo en un papel y regresó a su puesto.
Ya recibió la carta, señor Prado. La pusimos en su casilla hace nueve días. Venía de Berlín, Alexander Platz, y el remitente respondía a las iniciales W.S.
– Qué cosas. Tal vez la retiró mi mujer y se olvidó de dármela.
– Eso debe ser, señor Prado.
Santiago era para mí una ciudad nueva en muchos aspectos. Algunos me alegraron, uno de ellos fue la proliferación de centrales telefónicas en las estaciones del metro. Cinco de la tarde en Chile. Diez de la noche en Hamburgo. Kramer esperaba mi llamada desde la Tierra del Fuego a la medianoche. Me adelanté.
– ¿Belmonte? ¿Cómo va todo? ¿Dónde estás?
– Creo que nada va. Estoy en Santiago.
– ¡Qué diablos pasa?
– Escuche, Kramer: quiero que use sus relaciones con la pasma grande. Quiero que averigüe si tienen algo sobre un tipo de iniciales W.S. Creo que es el hombre del Mayor.
– Está bien. Busca un hotel y me llamas enseguida.
Los ordenadores de la pasma grande funcionaron con gran efectividad en Alemania. La llamada de Kramer la recibí a las ocho de la noche en un cuarto del Hotel Santa Lucía. Al inválido se le notaba eufórico.
– ¿Belmonte? ¡Bingo!
– Escupa de una vez.
– W.S. Werner Schroeders. Esa era la chapa de un oficial de inteligencia de la RDA en la base de Cottbus. Se llama en realidad Frank Galinsky, y eso no es todo: voló hace cuatro días a Santiago de Chile. Mañana sales a la Tierra del Fuego. No hay tiempo que perder.
– Hay un problema, Kramer.
– ¿Cuál?
– El tipo tiene una pistola nueve milímetros.
– Imposible. Nadie mete armas en los aviones de Lufthansa.
– La compró aquí. Y mató al vendedor.
– Tenemos un trato, Belmonte. Mañana me llamas desde el sur.
– Cumpliré con lo pactado, Kramer. Pero voy a actuar a mi manera.
Vi caer la noche sobre Santiago. Y Verónica estaba tan cerca, tan cerca, amor, y yo con mi miedo al encuentro, que lentamente dejaba de ser miedo, y si no corria a tus brazos era porque estaba paralizado por esa maldita fiebre que me hace llegar al final de lo que empiezo, y porque la cercanía de la acción me fue mostrando un camino que ya creía olvidado, Veronica, mi amor, el camino que me llevaría de regreso al que fui, al que quisiste.