… pues sólo a los bobos podría importarles algo que no fuera el arte de seguir vivos.
Marcio Souza, final de Illad Illaria
Griselda ocupaba una silla cerca de la chimenea y a la derecha del muerto. Junto a ella se sentaban el doctor Aguirre y su hijo Jacinto. Al otro lado del cajón se ordenaban: Mansur el de la pensión y su mujer Ana la mudita, Santos Ledesma el capador, el sargento Gálvez y el carabinero Bryce, policías quellegaron con la insólita misión de cuidar del orden público.
Cada uno de los presentes le había ofrecido sus sinceras condolencias, que Griselda primero escucho avergonzada, pues ofrecían la confirmación a los infundados rumores de concubinato que rodearon su relación con el viejo Franz y que muy pronto fue aceptando como justas. Después de todo, la vida le debía un velorio en forma, con un muerto suyo presidiendo la ceremonia con su rostro cerúleo. A su difunto marido no pudo verle la cara antes del entierro, porque tenía puesta la escafandra de buzo y media tonelada de hielo lo separaba del mundo.
– No entiendo por qué lo hizo. Hace pocos días lo vi, cuando estaba cambiando el techo. Le ofrecí ayuda y me respondió que hay asuntos que un hombre debe hacer solo. Se veía bien. No lo entiendo, pero lo respeto -dijo Santos Ledesma.
– ¿Estaba triste últimamente? -preguntó Mansur.
– No. Estuve con él antes de…, bueno. Quiso comer cabrito asado y se lo hice. Se tomó sus vasitos de vino y escuchó la música que le gustaba. Hasta hizo bromas antes de que lo dejara -sollozó Griselda.
– No es de cristianos volarse los sesos, disculpe señora -opinó el carabinero Bryce.
– Pero hay que ser buen hombre para hacerlo -corrigió el sargento Gálvez.
– ¿Cambiamos de tema? -sugirió el doctor Aguirre.
– Tiene razón, doctor. Ven, mudita.
Llamó a Mansur y se alejó con su mujer hasta la chimenea. Griselda quiso levantarse también, pero Mansur la conminó con gentileza a permanecer sentada.
La mudita juntó brasas, puso sobre ellas una marmita con aceite y, cuando comprobó que estaba a punto de hervir, fue tirando los pequenes que traian preparados. Uno a uno se fueron dorando los pequenes, las empanadas sin carne, pura cebolla, y que son complemento indispensable de los velorios fueguinos.
Comieron con los cuerpos inclinados para evitar que las gotas de espeso jugo los mancharan. Mansur sirvió vino y la bandeja de los vasos pasó de mano en mano.
– Usted sí que sabe hacer pequenes, Mansur -dijo el sargento Gálvez.
– Yo hago el relleno. El arte está en la masa y ése es trabajo de la mudita -¿ontestó Mansur, palmoteando un brazo de su compañera.
– Tiene mano de monja, señora -piropeó el carabinero Bryce.
La mudita miró a Mansur con ojos interrogantes.
– Dice que tienes mano de monja.
La mudita sonrió y se precipitó a seguir friendo pequenes.
– Por el difunto. Que en paz descanse -brindó Griselda.
Todos asintieron levantando los vasos en silencio.
Jacinto y el doctor Aguirre salieron al aire libre. El cielo se veía intensamente azul y una bandada de avutardas volando hacia el norte les hizo alzar las cabezas. Caminaron hasta una loma desde la que se divisaba Bahía Inútil en toda su inmensidad.
– El mar cambia de color. Un invierno más -comentó el doctor.
– Oiga. ¿Cómo es eso del testamento? No termino de entenderlo.
– Muy simple. El viejo nombró a tu madre heredera universal de todos sus bienes. Casa, parcela, animales. Todo. Pero el testamento tiene una cláusula bastante especial: tu madre no puede ni vender ni hacer modificaciones en la casa.
– ¿Durante cuánto tiempo?
– Nunca. Pero, si un día Griselda se nos va entonces todo será tuyo y podrás hacer lo que quieras.
– Qué macana. Yo nunca quise al viejo, doctor. Siempre lo consideré un impostor, alguien que trataba de suplantar a mi padre. Y me fui a Punta Arenas porque no soporté las habladurías que corrían respecto de mi madre y él. Esa herencia hace de mi madre la viuda oficial del viejo. Si la quería tanto, ¿por qué no se casó con ella?
– Eres muy tonto, Jacinto. Entre tu madre y el viejo había algo muy intenso y bello que se llama amistad. Amistad entre dos seres con mucha vida detrás. Eso suele ser más interesante que el amor.
Cuando regresaron a la casa vieron un tercer caballo atado junto a los de los carabineros. Era el matungo del cura. Se veía como un enano peludo al lado de los briosos corceles de los policías.
El cura saboreó entre elogios un par de pequenes, se echó un vaso de vino al coleto, se colgó la estola del cuello y se acercó al muerto.
– En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Yo te absuelvo de todos tus pecados, hermano Franz. Poco sabemos de ti, tal vez hay muchos detalles de tu vida que jamás conoceremos pero tal vez Dios ha dispuesto que esta inmensidad esté llena de secretos. Has cometido el peor de los pecados, has quitado con tus manos la vida que sólo el señor podía retirarte. Sin embargo yo te absuelvo; Dios nunca mira para la Tierra del Fuego. Amén.
Al aterrizar en Punta Arenas agradecí el anorak que me proporcionara Pedro de Valdivia. El sol alumbraba, pero su calor era raptado por las ráfagas de viento gélido y salobre que azotaban los árboles y los cuerpos.
No me costó un gran trabajo llegar hasta la dársena y tampoco lo fue encontrar las puertas del Cinco Hombres y un Cajón de Muerto. Nunca antes había estado en esa ciudad austral, pero en Hamburgo escuché a docenas de marinos hablar del Cinco Hombres y un Cajón de Muerto como uno de los mejores tugurios para gente de mar.
Apenas traspuse el umbral sentí la acogedora bienvenida de una salamandra encendida en medio del local y el apetitoso aroma de cordero estofado que salía de la cocina. La barra era larga, de madera muy pulida y brillante. Detrás se ordenaban cientos de botellas, astrolabios, compases, gallardetes y otros utensilios de mar.
– Al cordero le falta un poco -saludó el mesonero.
– Puedo esperar.
– ¿Seco?
– Póngame algo para calentar los huesos.
– Un guarapón entonces.
Una buena docena de hombres se repartía entre varias mesas. Hablaban de los precios del marisco. Puteaban a los pesqueros japoneses. Con el vaso de aguardiente me senté frente a una mesa vacía. Un tipo fornido giró el cuerpo para hablarme.
– ¿Juega truco, paisano? Nos falta un cuarto hombre -dijo.
– Uno dispuesto a pagar el almuerzo -apuntó otro, que lucía un casco plateado de petrolero.
– No, lo siento. Siempre quise aprender pero no tuve la chance.
– Bueno. Si quiere aprender perdiendo, arrime la silla -invitó el fortacho.
Me uní a la mesa. El tercer hombre fumaba una pipa y empezó a barajar las cartas.
Era cierto que siempre quise aprender a jugar truco, pero también lo era que no deseaba hacerlo en esa ocasión. Así es siempre la vida.
– Tengo un amigo que es truquero. Y de los buenos -dije.
– ¿Patagón o fueguino? -consultó el fortacho.
– De aquí. De Punta Arenas -respondí.
– Patagón entonces. ¿Y cómo sellama su amigo si se puede saber? -preguntó el fumador de pipa.
– Cano. Carlos Cano. ¿Lo conocen?
– Cano. El del Perla delsur -indicó el fortacho.
– El mismo. ¿Saben si está en la ciudad?
– ¿Y usted sabe si él quiere que le respondamos? -consultó el del casco plateado.
– Apuesto el almuerzo a que se alegra de verme.
– Retruco. Si no se alegra, nosotros le pagamos la nueva dentadura, porque la va a necesitar -aceptó el fortacho.
El del casco plateado salió anunciando que volvía en media hora. Los otros dos me invitaron a cambiar el aguardiente por el vino que bebían.
– De nuevo somos tres. ¿Jugamos un dominó? -propuso el de la pipa.
Empezamos a disputar unas partidas de dominó. Sentía a los tipos observándome por el rabillo del ojo. Traté de jugar lo mejor que pude mientras pensaba en cómo reaccionaría Cano al verme.
Carlos Cano. Pocas veces he conocido a tipos con su humor. Era capaz de inventar chistes en medio de las situaciones más graves. Cano fue el único fueguino en el GAP, el grupo de amigos personales de Salvador Allende, la guardia privada del extinto presidente. Le llamaban el Llagan, o el Náufrago de Kanasaka, y siempre fue un tipo de un valor tan fino como la región de donde provenía. Como miembro del GAP combatió en el palacio de La Moneda aquel 11 de septiembre del 73.
Casi todo el GAP murió luchando junto a Allende. Cano consiguió salvar la vida simulando estar muerto. Con dos balas en el cuerpo se tendió entre los compañeros caídos y, aguantando la respiración, vio cómo los oficiales del ejército asesinaban a los heridos. Pero salió del infierno y en cuanto se vio lejos del centro de Santiago saltó del camión que transportaba los cadáveres. Renqueando y debilitado por la sangre perdida llegó hasta el cordón industrial San Joaquín, donde todavía se combatía contra la soldadesca. Allí lo revisó un médico moviendo la cabeza incrédulo.
– Tienes una bala en la panza y otra en un hombro -le dijo.
– Corresponde. Yo también disparé unas cuantas -respondió.
Cano consiguió salir a la Argentina en noviembre del 73, y el camino de su desencanto político se fue nutriendo con los fracasos de los Montoneros argentinos, de las Fuerzas Armadas Revolucionarias colombianas, y finalmente sufrió el fin de la Brigada Simón Bolívar en Nicaragua. La última vez que lo vi fue en 1985 en Malmö. Timoneaba un pequeño transbordador que unía ese puerto sueco con Copenhague.
– En un año me largo. He ahorrado dinero para comprar un barco. Un tremendo barco -dijo mientras bebíamos unas cervezas.
– ¿En Chile?
– Sí, pero muy al sur. Nunca saldré más al norte que el Estrecho de Magallanes.
– ¿Y las viejas causas?
– Que se vayan a la mierda. Pero sin mí. Yo soy un descolgado.
Cinco años más tarde volví a verlo, pero en la televisión alemana. Timoneaba el barco de unos alemanes buscadores de tesoros en las aguas preantárticas.
El hombre del casco plateado entró primero al bar y me señaló con un dedo. Detrás entró Cano. Me vio y se tapó los ojos. Enseguida, con un gesto me invitó a la barra.
– No. Sea lo que sea mi respuesta es no -dijo.
– Alégrate o tendré que pagarles el almuerzo a esos tres.
– Y a mí un trago. ¿En qué andas, Belmonte?
– En nada ilegal. Es un simple y puro asunto de trabajo.
– ¿Cómo me encontraste?
– No olvidé tu confidencia en Malmö, luego te vi en la televisión alemana, y hace media hora les solté tu nombre a los amigos. Muy fácil.
– Y querías verme porque soy adorable. Suelta la pepa.
– Es largo. ¿Nos sentamos?
– Bueno. Pero no olvides que estás hablando con un descolgado.
Mientras los tres potenciales jugadores de truco devoraban una bandeja de cordero estofado a la que insistí en invitarles, Cano y yo nos sentamos frente a una mesa alejada. Allí hicimos lo que suelen hacer todos los veteranos que han sido cómplices en batallas perdidas: no hablar de ellas y asombrarse de seguir vivos.
Le expliqué los motivos que mellevaban a sus confines, el trato con Kramer, la historia de las monedas de oro, la muerte de Galo unida a la posibilidad de un segundo interesado en el botín, y finalmente le hablé de Verónica.
– No es el único caso. Lo siento, Belmonte. Lo siento de veras.
– Te creo. Necesito que me eches una mano.
– Si puedo, lo hago, aunque no deja de simpatizarme el alemán. También soñé con encontrar a Galo y pasarle la factura por lo de Nicaragua.
– Tú conoces la región. Puedes hacerme ganar tiempo.
– Algo. La Tierra del Fuego es muy grande, Belmonte. Y además estállena de secretos. Tu historia lo confirma.
– Nuestro amigo Franz Stahl, que debe de tener unos setenta y pico de años recibe su correspondencia en el Puesto Postal número cinco. ¿Te dice algo?
– No mucho. Ese punto está entre Puerto Nuevo y Tres Vistas.
– Chino para mí. Explícate.
– Puerto Nuevo es una pequeña caleta de pescadores. Antes eran balleneros, pero desde que los cetáceos desaparecieron exterminados por los japoneses la gente de allí se dedica a la pesca artesanal y a los mariscos, deben de sumar unas veinte familias. Tres Vistas está a unos cincuenta kilómetros de Puerto Nuevo. Es un paradero del camino, con apenas dos casas. Una sirve de pulpería y la otra de pensión. Al dueño de la pensión lo conozco. Es un tipo del norte y se llama Mansur. De lo que me dices deduzco que el alemán debe de vivir más cerca de Tres Vistas que de Puerto Nuevo, porque en la caleta hay una oficina de Correos. Tengo una idea, Belmonte. Sirve más vino que me estoy iluminando.
Salimos del Cinco Hombres y un Cajón de Muerto con rumbo a la Intendencia de Magallanes. Durante el camino, Cano me habló con orgullo del Perla del sur, un velero de tres palos que compró con los ahorros hechos en Escandinavia. Vivía del y en el barco. Durante los inviernos atracaba en el puerto deportivo de Punta Arenas y por los veranos organizaba viajes turísticos bordeando el Cabo de Hornos.
– Y busco tesoros. He encontrado una buena colección de cañones españoles y toda clase de chatarra bien pagada por los museos. Un día de éstos doy con el tesoro de Francis Drake.
– Todo suena bien, pero huele a misoginia.
– No creas. Los veranos los paso acompañados. Mi mujer es submarinista. Ella pasa los inviernos en el norte, en Arica, enseñando a bucear a los turistas de aguas cálidas. Es mejor así. Nada como los inviernos en compañía de un barrilito de coñac y las obras completas de Simenon. Dos días antes la habrías conocido. Se llama Nilda y se va del Fin del Mundo junto a las primeras avutardas. Mira. Allá vuela una bandada. Llega el invierno, macho.
En el edificio de la Intendencia, Cano pidió hablar con alguien que evidentemente tenía la sartén por el mango, de otra manera no se explicaba la cortesía del oficial de carabineros que nos atendió. Esperamos unos cinco minutos y enseguida el oficial nos abrió una puerta enchapada en importancia. Tras el escritorio de caoba había un hombre que se incorporó apenas vio a Cano.
– Carlitos. Qué agradable sorpresa -saludó.
– Este es mi amigo Juan Belmonte. Belmonte, el señor Marchenko, encargado del petróleo magallánico.
Juan Belmonte. ¿Sabe que tiene nombre de torero? -dijo estirando la derecha.
– ¿Verdad? Es la primera vez que me lo dicen.
Luego de la presentación Cano indicó que yo era un agente de seguros interesado en solucionar un asunto de herencia. Agregó que venía de Alemania buscando a un tal Franz Stahl, del que por desgracia sólo tenía su dirección postal. Marchenko opinó que dar con un domicilio en la Tierra del Fuego era simple, siempre y cuando el buscado fuera propietario. Nos dejó solos un par de minutos al cabo de los cuales regresó con un mapa que extendió sobre el escritorio.
– Esta es la costa suroeste de la Tierra del Fuego. Franz Stahl es propietario de una parcela ubicadá a quince kilómetros de Tres Vistas. Para llegar allá necesita un vehículo todo terreno o un caballo. ¿Puedo hacer algo más por usted, señor Belmonte?
– No. Ya hizo demasiado. Gracias.
Juan Belmonte. Debe de ser reconfortante llamarse igual que el famoso torero. No son muchos los Belmonte en Chile, y nosotros los Marchenko somos menos todavía -dijo al despedirse.
– Puede que en el caso de los Belmonte sea una suerte para el país.
Salimos de la Intendencia con la información que me faltaba. Cano sonreía. Empezamos a caminar rumbo al puerto.
– No estuvo mal la observación sobre los Belmonte.
– Fui sincero. ¿Qué clase de sujeto es ése?
– Marchenko no es un mal tipo. Es un idiota ceremonioso y me manda turistas en el verano.
– ¿Pariente del otro Marchenko?
– Hermano. Sabe que fui del GAP, aquí se sabe todo y, como vive con el culo a dos manos, trata de ser amistoso. Su hermano sigue en el ejército, ahora es coronel. Varias víctimas de las torturas lo han reconocido, pero es de los intocables.
– El precio de la democracia. Me cuesta creer que estoy en Chile. Nunca pensé en regresar frenado por el miedo a toparme con tipos de su calaña, de los que siempre supieron lo que pasaba, no movieron un dedo por impedirlo y se dedicaron a profitar a la sombra de los que hacían el trabajo sucio. Supongo que ahora es un paladín de la democracia, de los capaces de reconocer que hubo excesos. Nauseabundo el precio de la democracia.
– Así es. Pero es un precio relativo. No pasa un mes sin que algún oficial involucrado en torturas o desapariciones no sea acribillado a tiros en la calle. Algo sano queda todavía en el pais.
– Este país me interesa un carajo, Cano. Un carajo. No me has dicho adónde vamos.
– Al barco. Te voy a dejar al otro lado del estrecho. Considérate huésped del Perla del sur.
Cruzamos el estrecho con mar calma. El velero de Cano se deslizaba abriendo un delicado surco de espuma con el filo de la quilla. Además de Cano había otros dos tripulantes a bordo. Desde el castillo de mandos los vi manejar seguros el velamen. Eran hombres de pocas palabras, y de pronto envidié la vida de Carlos Cano. Lo sentí confiar en esos dos hombres y podía oler que ellos confiaban en su destreza de timonel. Juntos llegaban a donde querían ir. Alcanzaban los objetivos fijados, y son muy pocos los que pueden darse tal lujo.
La travesía duró cerca de tres horas. Atardecía cuando atracamos en el muelle de Puerto Nuevo, en Bahía Inútil. Cano dio la orden de que desembarcaran una motocicleta.
– Bueno, aquí estás, Belmonte. La moto tiene el estanquelleno. Ya sabes lo que tienes que hacer. Harás una hora de aquí a Tres Vistas. Allí saludas a Mansur de mi parte. El te indicará cómo llegar hasta la casa del alemán.
– Gracias, Cano. Cuando termine con esto volveré a Punta Arenas en el transbordador y te devolveré la moto. Hasta pronto.
– Buena suerte.
Eché a andar la motocicleta, una todo terreno de rugir poderoso. Estaba acomodándome el casco cuando oí a Cano gritar desde el velero.
– Belmonte, echa un vistazo en la caja de herramientas. Bajo el asiento.
Levanté el asiento. Entre varias llaves había una Browning calibre 765. Saludé a Cano alzando una mano.
– No es saludable ir desnudo por la vida -gritó desde la cubierta.
A los pocos minutos dejé atrás Puerto Nuevo. El camino aparecía tendido en la pampa como una flecha, y avancé al encuentro de la punta.
Galinsky había hecho un largo camino hasta alcanzar la cumbre de la loma. Allí descansaba tirado boca abajo sobre la hierba, observando la casa del bajo.
De Berlín a Frankfurt, de ahí a Santiago, luego a Punta Arenas, para cruzar finalmente el estrecho. Y ahora estaba allí, a unos quinientos metros del objetivo. Abrió el macuto, sacó una tableta de chocolate y empezó a mascar lentamente. Luego tomó una botella de agua mineral, bebió unos sorbos y encendió un cigarrillo. Fumando pensó que todo se estaba dando más difícil de lo que creyera. Empezaban a intervenir los imponderables, los inevitables sucesos no previstos. Y como la única manera de enfrentarlos es conociéndolos, decidió hacer un recuento de la situación.
Pobre Moreira. Su idea inicial era reclutarlo, hacerlo actuar mientras él decidía desde la sombra. Un chileno tenía mejores chances de pasar inadvertido, pero lo encontró convertido en un histérico y en esa clase de sujetos en los que no se debe confiar. Al meterle el tiro entre los ojos supuso las dificultades que se le vendrían encima al tener que operar solo, sobre todo considerando que para dar con la identidad postiza de Hillermann se vería en la necesidad de interrogar a más de uno. No sabía a quién, pero tampoco era un secréto que la colonia alemana es numerosa en la Tierra del Fuego, y a veces los compatriotas se tornan comunicativos. Sin embargo los temores se disiparon al telefonear al Mayor desde Punta Arenas.
– Primera gestión O.K Pero de Hillermann nadie sabe nada. Nadie recibe correspondencia bajo ese nombre -dijo Galinsky.
– Es lógico. Nuestro coleccionista se llama Franz Stahl. Un nombre bastante original. ¿Te alegra saberlo?
– Me emociona. Gracias por el dato.
El Mayor seguía siendo un modelo de efectividad. Tendido sobre la hierba, Galinsky se dijo que no valía la pena preguntarse cómo había conseguido la información, pero luego pensó en cómo lo hubiera hecho él.
"Veamos los hechos: Ulrich Helm, pese a ser un inválido nos la jugó en todo sentido. Podría decirse que, sin que nos diéramos cuenta, dirigió su propio interrogatorio. Supo desviar las preguntas evitando quellegásemos a la más importante: la nueva identidad de Hillermann, pero en ningún momento ignoró que su formulación era una cuestión de tiempo. ¿Y qué hizo entonces? Se nos fugó dos veces. La primera vez simulando un infarto en plena calle y la segunda cortándose las venas en un hospital. Un hombre tan leal no abandona a un amigo en peligro sin ponerlo sobre aviso… Eso es: le escribió. De alguna manera sacó la carta del hospital. Todo lo demás fue cuestión de charlar con los médicos o las enfermeras."
Galinsky se frotó los brazos. Sentía deseos de levantarse, trotar un poco para que la sangre le devolviera el calor que empezaba a faltarle. Bostezó y enseguida se abofeteó la cara. Se dijo que tal vez no fue una buena idea hacer el viaje de Porvenir a Tres Vistas durante la noche.
En Porvenir, en la agencia donde alquiló el Land Rover todo terreno, le dijeron que no resultaría difícil llegar a Tres Vistas y que allí le informarían de cómo llegar a la parcela de su amigo Franz Stahl.
– Son unas cinco o seis horas. Con un bidón de gasolina de repuesto le alcanza para ir y volver -le indicó el agente.
Galinsky salió poco después de la medianoche. La luna llena le iluminó el solitario camino haciendo casi innecesarios los focos. Iba tenso y al mismo tiempo alegre. Sentía que su cuerpo se preparaba a recibir la serenidad indispensable que augura el éxito de las misiones.
El camino era difícil, sembrado de baches, y el panorama que la luminosidad lunar le ofrecía a los costados resultaba tan monótono como desolador: una extensión de manchas grises apenas interrumpida por los arbustos de calafate. Pero Galinsky no había viajado veinte mil kilómetros para disfrutar del paisaje fueguino. La conocida obsesión por entrar en acción le fue ganando todos los músculos y así, de pronto, se palpó la entrepierna comprobando la erección atormentante. Recordó haber leído alguna vez sobre las erecciones y hasta eyaculaciones involuntarias que sorprenden a los cazadores en el instante más tenso de la faena cuando toda la atención se centra en la presa y el ritmo respiratorio está determinado por su lejanía o acercamiento. "Y no sólo a los cazadores", murmuró. También a los soldados. Alejandro Magno pedía a sus oficiales que observaran las entrepiernas de los guerreros antes de entrar en combate.
El Land Rover avanzaba lentamente, esquivando los baches demasiado grandes y las pozas de profundidad sospechosas. Así lo sorprendieron los primeros albores del amanecer. La luna seguía brillando, como si dudara de la costumbre del sol que empezaba a emerger de las aguas del Atlántico. El conductor iba atento a los accidentes del camino. Apagó los focos. Su concentración le impidió ver la mirada de odio que le prodigaban los entumecidos teros desde lo alto de los postes del telégrafo, ni las nutridas bandadas de garzas que empezaron a surcar el cielo hacia el noroeste en cuanto el sol impuso su magnificencia. Aquellas aves venían de lejos, de tanto o más lejos que Galinsky, desde Las Malvinas o de Las Georgias del sur, buscando el abrigo de los fiordos al norte de la península de Brunswick.
A las seis y pico de la mañana detuvo el vehículo. Estaba en Tres Vistas. El lugar era tal como se lo describieran en la agencia de alquiler de vehículos: dos casas levantadas frente a frente, separadas por el camino, empeñadas en crear la ilusión de una calle.
Primero llamó a la puerta de la pensión sin obtener respuesta. Luego lo hizo en la pulpería y fue atendido por un anciano que lo miró entre amistoso y desconfiado.
– Sólo puedo ofrecerle mate y galletas -saludó el anciano.
– No tengo hambre. Busco a un amigo que vive cerca de aquí.
– Es que se fueron todos. No sé adónde. Tal vez me lo dijeron, pero lo olvidé. Se me olvida todo. Aguirre dice que son los años. ¿Le parece si mato una gallina?
– Mi amigo se llama Franz Stahl, ¿entiende? Es un alemán.
– Tal vez lo conozco. Quién sabe. Ahora no me acuerdo. Si no le gusta la gallina podemos matar un cordero, pero entonces tendrá que ayudarme. No tengo tantas fuerzas.
– ¿Puedo hablar con alguien más?
– No. Ya le dije que se fueron todos.
– ¿Quiénes son todos?
– Mi yerno Mansur, mi hija la mudita, el doctor Aguirre y el capador.
– ¿Adónde fueron?
– ¿ Quiénes?
– Mansur, el capador, su hija.
– No me acuerdo. Se fueron y me dijeron: nos vamos, no hagas cabronadas. Sabía para dónde iban, pero lo olvidé. ¿Matamos un cordero?
Galinsky estiró un brazo y agarró al viejo por el cuello. Lo remeció con violencia hasta sentir que sus quejas se confundían con el lastimero cloquear de los huesos. Vio pánico en los ojos del anciano.
– Escucha, viejo de mierda. Franz Stahl, el alemán. ¿Cómo llego hasta su casa? Franz Stahl. Franz Stahl. Repite conmigo.
– Franz…, suélteme badulaque: Ahora me acuerdo.
– Habla. ¿Cómo llego hasta la casa de Franz Stahl?
– ¿Tiene un caballo? Necesita un caballo.
– Tengo. ¿Cómo llego a la casa de Franz Stahl?
– Siga el camino hasta el puesto postal. Allí se mete a la pampa, hasta la quebrada. Al fin se ve la casa. ¿Dónde está su caballo?
– Escucha, imbécil: para llegar a la casa del alemán sigo el camino hasta el puesto postal, entro a la pampa hasta la quebrada, ¿es así?
– Si lo sabe para qué pregunta, carajo. ¿Qáé hacemos con el cordero?
Galinsky soltó al anciano. Lo dejó mascullando maldiciones por no ayudarlo a matar un cordero. Fue hasta el Land Rover; sacó un mapa de la región y lo extendió sobre el asiento. Tal vez el anciano le había informado bien. Vio el punto que indicaba el puesto postal junto al camino. Al sur había un corto trecho de pampa y luego el mar. Hacia el norte vio marcados los signos de un accidente que podía ser un arroyo o una quebrada. Mucho más arriba corría el serpenteante China Creek, un río nacido en las faldas del Boquerón. Había también varios cuadraditos que representaban estancias ganaderas diseminadas junto al río. Un minúsculo círculo impreso al fin de la quebrada debía de ser la casa que buscaba. El anciano le tocó un brazo.
– Ahora me acuerdo -dijo.
– ¿De cómo se llega a lo del alemán?
– Se fueron al velorio. Todos se fueron al velorio.
– ¿Al velorio de quién?
– De su amigo el alemán. Mi sentido pésame.
El anciano permaneció con la mano estirada en medio del camino. Tosió y se restregó los ojos para seguir al vehículo alejándose entre una nube de polvo.
En la cumbre de la loma, Galinsky empezó a hacer unos ejercicios de relajamiento. Apretó primero los dedos de los pies, se llenó los pulmones de aire y lo fue soltando lentamente al mismo tiempo que estiraba los dedos. Luego repitió el ejercicio tensando los músculos de las pantorrillas de los muslos, del culo, del abdomen, hasta llegar a las cejas. Al final se sintió recorrido por una ola de bienestar que permitió olvidar temporalmente las siete horas que llevaba tendido sobre la hierba.
Había dejado Tres Vistas a las seis y treinta de la mañana. Al filo de las ocho divisó la construcción sobre pilotes del puesto postal y se internó en la pampa. Fue una penosa travesía la que hizo hasta alcanzar la quebrada. Las ruedas resbalaban sobre el pasto aceitoso y varias veces estuvo a punto de perder el control. Abandonó el Land Rover al comienzo de la quebrada, era imposible seguir con él por el suelo de pasto resbaladizo, de tal manera que se echó el macuto a la espalda y caminó manteniendo un ritmo ágil hasta las nueve y treinta de la mañana. La quebrada terminaba en la loma desde donde vigilaba la casa del bajo. Los separaban unos quinientos metros de pampa.
Al parecer el anciano de Tres Vistas había recuperado la coherencia en un buen momento. Desde la loma, Galinsky observó la casa con unos prismáticos. Junto a la casa contó nueve caballos. Dos de ellos sobresalían entre los demás por estatura y garbo. Eran caballos finos; en cambio los otros seis eran más bajos y peludos. Al examinar las sillas de montar ordenadas en el porche de la casa, descubrió que dos de ellas mostraban el emblema de las carabinas cruzadas de la policía chilena. Más tarde vio a los uniformados, cuando en compañía de un individuo de cabellera cana salieron de la casa para hacer un corto paseo. Ocho personas diferentes habían salido y vuelto a entrar luego de visitar una pequeña construcción alejada de la casa y a la que se llegaba por un sendero de tablones bordeado de manzanos. Dos eran mujeres. Galinsky dispuso ocho fósforos sobre la hierba, y les fue adjudicando las características que observaba en los habitantes conforme aparecían y desaparecían bajo
el techo de calaminas.
El sol empezó a bajar por el Pacífico. Galinsky recurrió una vez más a la tableta de chocolate.
"Es extraña la vida", se dijo, "llegué aquí con la determinación de eliminar a un hombre y me encuentro con que ya está muerto. ¿Qué le habrá ocurrido? ¿Un achaque propio de la edad? ¿Un accidente? ¿Recibió un aviso de su leal amigo Ulrich Helm y le falló el corazón?
Desde que la vio, Galinsky no tuvo dudas acerca del propietario de la casa. Con los prismáticos recorrió la construcción de madera y se detuvo en los batientes de las ventanas. En todos ellos vio grabada la puerta de las tres torres coronadas por dos estrellas de David y una cruz cristiana. El peso de la nostalgia o la fuerza de la costumbre delataban a Hans Hillermann; aquélla podía ser una casa de Bergedorf, Curslack o de cualquier villorrio junto al Elba. Sólo la brillante techumbre de calaminas traicionaba la fidelidad arquitectónica.
Frank Galinsky vio el sol brillando como una enorme bola de fuego en el oeste. Calculó que aún quedaban unas dos horas de luz diurna y sin dejar de preguntarse qué diablos hacían con el muerto sacó del macuto una delgada bolsa de dormir. Se metió en ella cubriéndose hasta la cabeza y se llevó los prismáticos a los ojos. Parecía un gusano gigante mirando la puesta de sol, pero Galinsky tenía la vista fija en los dos hombres que en ese momento salían de la casa, se alejaban unos cien metros y empezaban a cavar un agujero rectangular.
Las dos edificaciones que componían Tres Vistas se veían como el ojo de una aguja abierto en medio del camino. Llegué allí cuando las sombras se adueñaban del paisaje. Las dos casas eran de madera, y las techumbres de coirón les daban un aspecto de animales en descanso. Una estaba decorada por un descomunal anuncio de Anís del Mono, y justo bajo las asentaderas del simio gemelo de Charles Darwin se leía un rótulo escrito con pintura oscura: PULPERIA DE UN CUANTO HAY. La otra casa mostraba un discreto anuncio pintado en un tablón: PENSION MANSUR. No se veía luz en ninguna de ellas. Antes de apagar el motor hice sonar el claxon. De la pulpería se asomó un vejete portando una lámpara de carburo.
– No están. No hay nadie -dijo escudriñándome.
– Usted es alguien, abuelo.
– Pase. Si quiere algo lo toma y anota el precio. Me dijeron que no haga cabronadas y que no me meta en el negocio.
Lo seguí dudando. No se veía fácil hablar con ese viejo. Abrió la puerta de la pulpería y me indicó una silla. Adentro olía a especias, a café, a yerba mate, a tabaco, a los mil artículos ordenados en aparadores y cajones, entre utensilios de labranza, ollas, baldes y aperos de montar. Me tendió una gran calabaza de mate.
– ¿Tiene hambre? Si quiere puedo matar una gallina, de las mías. ¿O prefiere un pedazo de cordero?
– Con el mate basta. Gracias. Abuelo, ando buscando a un alemán…
– Todos buscamos algo en la vida. Yo también busqué, pero no sé qué. Lo olvidé. Se me olvida todo. Aguirre dice que no debo comer carne.
– ¿Quién es Aguirre?
– ¿Aguirre? El doctor. Cura la sarna de las ovejas y la aftosa de las vacas. También cura a la gente, a veces. ¿Por qué busca al alemán?
– ¿Lo conoce? Tengo un encargo para él. Es un asunto urgente.
– Quien sabe. Tal vez lo conozco. Ahora no me acuerdo. Espere a mi yerno. El conoce a todo el mundo.
– ¿Dónde está su yerno? ¿Puede llamarlo?
– Se fue. Todos se fueron. Pero volverán. Tenga paciencia.
– ¿Sabe adónde fueron?
– Me dijeron, pero lo olvidé. Ya le dije: lo olvido todo. Hay huevos cocidos. ¿Le traigo un par?
Vi moverse al viejo hasta un cuarto cercano. Al poco rato regresó con una bandeja de huevos cocidos y una barra de pan de aspecto marmóreo; la dura galleta de los gauchos. Me invitó hasta una mesa. En el mostrador había varias botellas de vino argentino. Tomé una y fui hasta el viejo.
– Coma. No escuché a su caballo. cDónde lo dejó?
– Vengo en moto. ¿Sabe lo que es una moto?
– Boludeces. Mariconerías. Los hombres viajan a caballo.
– Abuelo, ayúdeme. El alemán que busco se llama Franz Stahl y vive cerca de aquí. ¿Lo conoce?
– No me acuerdo. He conocido a muchos alemanes, buenos y malandras. Así es la vida. Si todos fueran buenos sería muy aburrida. También he conocido a gringos y croatas. Al norte del estrecho estálleno de croatas. No me gustan.
– Tómese un vino, abuelo. Franz Stahl. Franz, tal vez le dicen Francisco.
– Francisco fue un cacique. Francisco Calfucurá. De eso me acuerdo. De cuando se veían indios por aquí. Ya no quedan. Los gringos los mataron. Malandras. Los croatas también mataron indios. Ya le dije que no me gustan. Se comen los conejos. Boludos. Habiendo tanto cordero hacen daño a esos pobres bichos. ¿Juega truco? Cuando vuelva mi yerno y el doctor podemos echar unas manos.
Aquel viejo tenía los recuerdos diseminados como las piezas de un caleidoscopio y ordenárselos se veía como una larga tarea. Escuchándolo soltar frases que para él estaban llenas de sentido pensé en Verónica, en ti, Verónica, mi amor. ¿Ocurría lo mismo contigo? ¿Era tu silencio ausente un mundo de cristalitos que nadie, ni tú misma, conseguía disponer en su geometría exacta? Pero aquel viejo por lo menos hablaba, en cambio tú, mi amor, habías perdido hasta la arquitectura de las palabras.
Bebía de aquel vino áspero y fuerte cuando escuché ladridos de perros y ruido de cascos acercándose. El viejo encendió varias lámparas.
Primero entró un hombre de gruesa contextura, lo siguió una mujer pequeña y de ojos brillantes, enseguida otro individuo de cabellera cana y gruesos lentes con marco de carey. Me observaron extrañados.
– Debe unos huevos y dos botellas -dijo el viejo.
– Está bien, suegro. Anda a la cama -respondió el hombre grueso.
– ¿Es usted Mansur, el de la pensión?
– Sí. La pensión y la pulpería me pertenecen. ¿Me buscaba?
– Me manda Carlos Cano. Dijo que usted podría ayudarme.
– ¿Y usted, tiene también un nombre?
– Belmonte. Juan Belmonte.
– Como el torero. Yo soy Romualdo Aguirre. Matasanos -se presentó el de los lentes de carey.
– Ana, mi mujer. Es muda, pero escucha bien. Todo es cuestión de alzar un poco la voz -dijo Mansur estrechándome la mano.
– Busco a un alemán. Se llama Franz Stahl. ¿Lo conocen?
Los recién llegados se miraron entre sí. Mansur tocó un brazo de su mujer y ella fue hasta el cuarto contiguo.
– Llega tarde, paisano. Doctor, hable usted con el amigo. Voy a desensillar los caballos.
Romualdo Aguirre tomó tres vasos y se sentó frente a la mesa. Me ofreció un cigarrillo. Sirvió vino y antes de hablar movió la cabeza.
– Supongo que viene de Alemania.
– Hablemos claro, doctor. ¿Cómo lo sabe?
– No lo sé. Lo supongo. El hombre que busca, Franz Stahl, está muerto. Hace unas horas lo enterramos. Se voló los sesos con una escopeta.
El nombre de Galinsky me rasguñó la lengua. Llegaba tarde. Es muy simple simular un suicidio con una escopeta.
– ¿Cuándo ocurrió?
– Ayer por la noche. Se comportó de manera muy extraña los últimos días. ¿Es usted el que preguntó por un tal Hallmann, o Hillman en el correo de Punta Arenas?
– No. Pero creo que sé de quién habla. Se notaba extraño…, ¿qué más?
– Así, no. El que tiene mucho tema de conversación es usted -dijo Mansur desde la puerta.
Ana también se unió al grupo. Con manos enérgicas cortó trozos de queso de oveja, pan y pedazos de charqui, esa fuerte carne seca de caballo que mi paladar había olvidado. Mansur descorchó otra botella de vino. Me sentía expuesto al veredicto de un jurado y, mientras buscaba las palabras precisas para hablarles del hombre que acababan de dejar bajo tierra, algo, ese algo inexplicable que rodea las muertes de quienes vivieron intensamente, me indicó que en la muerte del alemán había mucho de carta bien jugada, de carta de triunfo de mueca sarcástica dirigida a Kramer, al Mayor, a Galinsky, a Galo y a todos los hijos de puta que se lanzaron a cazarlo. Y fue ese mismo algo, inefable, el que me hizo ver en esa muerte un guiño de amigo, de compañero, dedicado a Ulrich Helm, el otro protagonista de la historia, el que la pasó peor.
Entonces, empecé por revelarles la verdadera identidad de Franz Stahl, y enseguida, fiel a los tiempos que me hicieron y a los que debo la amargura que camuflo de dureza, les narré la historia de aquellos dos antifascistas que soñaron con vivir la utopía de la libertad en la Tierra del Fuego y que para lograrla no vacilaron en robarle los huevos al águila en su mero nido.
En un silencio apenas interrumpido por los ronquidos del abuelo, que se negó a abandonar la mesa, escucharon la historia de aquella amistad, de una fidelidad que pasó por todas las pruebas, soportando incólume incluso la más terrible: la de los años.
– Nunca le vimos un gramo de oro. Todo lo que tuvo vino de sus manos, de su trabajo -suspiró Aguirre.
– ¿Sesenta y tres monedas de oro? -dijo Mansur, incrédulo.
– De diez onzas cada una. Su valor es incalculable. Deben de estar en alguna parte -agregué.
– No me interesan. Aquí vivimos tranquilos con lo que tenemos. ¿Qué dice usted, doctor? -consultó Mansur.
– Me gustan las leyendas. Esas monedas serán una leyenda más. La Tierra del Fuego está llena de tesoros ocultos. Uno más no la desborda.
Ana golpeó la mesa y, mirando fijamente a los ojos de Mansur, empezó a gesticular con las manos. Su mirada brillaba, los movimientos eran enfáticos, seguros, indiscutibles. Mansur asentía con la cabeza.
– Creo que la mudita tiene razón. Ese oro traerá desgracias. La primera fue la muerte de Franz. Hay que encontrarlo antes de que se transformen en epidemia. Ella quiere saber quién es el hombre que preguntó por él en Punta Arenas.
Les dije lo que sabía de Galinsky, de las huellas que dejó a su paso por Santiago.
– Dos muertes -comentó Aguirre.
– Tres. No olvide a Ulrich Helm. Pienso como ella. Esas monedas no traerán más que complicaciones. Bueno. Les he dicho todo lo que sé, ahora quiero conocer los detalles de la muerte de Hillermann, o como ustedes prefieran llamarlo.
– Desde que supo que alguien preguntó por él, bueno eso lo sabemos recién, se tornó extraño -empezó a decir Aguirre-. Eramos amigos, todos lo apreciaban por acá. Hace unos cuatro días me sorprendió al pedirme que le ayudara a redactar un testamento, en él deja todos sus bienes a Griselda, una mujer viuda que lo acompañó durante unos veinte años. Escribí lo que me dictó, firmé como testigo y remití todo al notario de Porvenir. Esa fue la última vez que lo vi. Quien más sabe es Griselda, ella estuvo con él ayer por la tarde. Como siempre, fue a prepararle algo de comer y lo dejó a eso de las diez de la noche. Según ella lo dejó bien, tal vez un poco alegre por unas copas de vino que bebió mientras comía. Lo dejó, se alejó un kilómetro, y, de pronto, una de esas intuiciones de mujer la hizo volver. Estaba muy cerca de la casa cuando escuchó las detonaciones. Lo encontró muerto, con la escopeta todavía entre las piernas. Yo revisé el cadáver y puedo asegurar que se suicidó.
Griselda salió de la casa en su cabalgadura y se vino directamente a avisarnos de la desgracia. ¿Qué más ocurrió? Salimos casi de inmediato y todavía no amanecía cuando llegamos a la casa de Franz. Anoche estaba Ledesma con nosotros, es un capador de borregos que recorre las estancias. A él lo mandamos a Puerto Nuevo para que avisara a la policía. Más tarde se nos unió con una pareja de carabineros -concluyó Aguirre.
– Debo ir a la casa del difunto. ¿Pueden ayudarme?
– Claro. Deje que amanezca y partimos. Los caballos necesitan unas horas de descanso -indicó Mansur, pero no pudo seguir hablando pues en ese preciso instante escuchamos los cascos de un caballo acercándose al galope.
Mansur salió a la puerta.
– Doctor. Es el animal de Griselda -llamó desde afuera.
Ana sellevó las dos manos a la boca.
– Mierda. Griselda se quedó sola allá -masculló Aguirre.
Saltamos de las sillas y el ruido despertó al abuelo.
– El viejo Franz. Usted también quiere ir donde el viejo Franz. No me pegue. Le diré cómo se llega -gimió buscando el amparo de Etelvina.
– Tranquilo, abuelo. Estás soñando -dijo Aguirre.
– No. El otro hombre que preguntó por el viejo Franz me pegó. Ahora me acuerdo. No dejen que me pegue.
– ¿.Cuándo le pegó el otro hombre, abuelo? Acuérdese. ¿Cuándo?
– No lo sé. Venía en un carro verde. No tenía caballo.
Salimos. Mansur maldecía el cansancio de sus caballos. Aguirre tomó una lámpara y nos lanzamos a revisar el camino. No nos costó dar con las huellas de neumáticos y con la enorme pista dejada por Galinsky: al borde del camino brillaba una cajetilla de alemanísimos cigarrillos Revals.
– ¿Por dónde? pregunté ya trepado a la motocicleta.
– Derecho hasta el puesto postal. Luego siga la quebrada. Lo seguimos en una hora -respondió Aguirre.
Empezaba a amanecer cuando topé con la construcción levantada sobre pilotes. Antes de salir del camino detuve el vehículo, levanté el asiento y tomé la Browning. El sonido de la bala entrando en la recámara fue el primer signo de vida que escuchó la pampa.
El Land Rover había dejado huellas más que notorias en la pampa de coirones. Las seguí a toda velocidad hasta el pie de la ascendente quebrada.
Galinsky no se tomó el trabajo de esconder el vehículo, actuaba con entera confianza e incluso se permitió el descuido de dejar los papeles del alquiler en la guantera. En ellos aparecía su nombre con todas sus letras. Abrí la tapa del motor, arranqué todos los cables del encendido y empecé a subir por un borde de la quebrada.
La motocicleta resbalaba en el pasto aceitoso, pero el vigoroso motor se imponía obligándola a brincar hacia adelante. Me sentía como un jinete del séptimo de caballería, una suerte de vengador llamado a llegar en el momento oportuno al escenario de la tragedia para evitarla, una soberana estupidez que comprendí cuando me faltaban unos cincuenta metros para alcanzar la cumbre de la loma; si continuaba en la moto, el sonido del motor alertaría a Galinsky.
Seguí subiendo a pie. En el cielo sin nubes planeaban en círculos unos pájaros negros. Pocos metros antes de la cumbre me tiré sobre la hierba y alcancé la altura a fuerza de punta y codos. Abajo se veía una casa. La incipiente luminosidad matinal hacía relucir el techo de calaminas. Decidí bajar dando un rodeo que me asegurase tener siempre el sol a la espalda.
Al llegar junto a la cruz de madera clavada sobre un montículo descubrí que iba perdiendo plumas blancas. El anorak de Pedro de Valdivia no resistió el descenso sobre los codos. Tenía una deuda más con el petisito. En la cruz leí dos palabras: FRANZ STAHL, y un par de metros más adelante vi algo que me obligó a sacar la Browning del bolsillo. Había dos perros muertos, eliminados por un buen tirador, pues ambos animales mostraban las cabezas reventadas.
"Bueno, Belmonte, llegó la hora de demostrar que todavía sirves para algo", me dije al correr zigzagueando hacia la puerta posterior de la casa. Entré acompañado de la nube de polvo y astillas que saltaron junto con las bisagras. Caí buscando una cabeza donde meter varios proyectiles 765, pero no vi más que el desorden provocado por el paso de un huracán o de un buscador de tesoros sin tiempo que perder.
Lentamente me alcé sobre las dos patas. Repasé los vestigios de la búsqueda realizada por Galinsky de derecha a izquierda manteniendo el índice soldado al gatillo. Entonces vi a la mujer.
He visto muchos muertos y en todos ellos siempre advertí algo grotesco, como si el instante en que les abandona la vida les hubiera llegado de manera tan súbita que no alcanzan a disponer los cuerpos de una manera digna o armónica. La mujer tenía los brazos atados por las muñecas al borde de una alta chimenea. Las piernas fláccidas y dobladas hacían que sus brazos se vieran muy largos al tener que soportar todo el peso del cuerpo. Estaba desnuda de la cintura para arriba y tenía la cara y el tronco llenos de quemaduras.
Dejé la pistola en el borde de la chimenea para cortar las cuerdas con una mano y con el otro brazo sostener el cuerpo de la mujer. La tendí en el suelo. Una expresión de horror indicaba que había muerto en medio de las torturas. Mientras la cubría con una sábana pensé que, si ella había compartido el secreto de Hillermann, con seguridad lo había traicionado. Galinsky se mostró como un verdugo eficaz; todas las quemaduras afectaban solamente a la piel, sin llegar a chamuscar las carnes para evitar el desmayo de la víctima. En esos momentos estaría lejos. Me maldije por no haber inutilizado también la motocicleta luego de abandonarla a media subida. Me incorporaba, cuando algo frío presionó mi oreja derecha.
– Muévete despacio. Con mucho cuidado -dijo el dueño del cañón.
Me dejé empujar hasta una silla.
– Asiento. Y con las manos tocándose los hombros.
Obedecí. Despegó el cañón de mi oreja y sin dejar de apuntarme se sentó en el borde de una mesa.
– ¿Quién eres? -preguntó.
– Eso no importa, Frank Galinsky.
El hombre que me apuntaba con una Colt nueve milímetros medía su buen metro noventa. Tenía el cabello rubio, bien cortado, y sus ojos azules no pudieron evitar la expresión de sorpresa.
– ¿De dónde sabes mi nombre?
– Dejaste muchas pistas. Demasiadas. El Mayor no volverá a confiar en ti.
– Veo que sabes mucho. ¿Qnién diablos eres?
– Me llamo Juan Belmonte. Nunca antes nos vimos, hasta ahora.
– Como el famoso torero. Háblame de mis errores.
– Uno: debiste limpiar la casa de Moreira luego de matarlo. Estuve allí y di con la llave de la casilla. Dos: le escribiste usando las iniciales de tu chapa, Deckname: Werner Schroeders. Eso dice en tu acta de la policía alemana. Tres: dejaste vivo al viejo de la pulpería. Son muchas fallas para un ex oficial de inteligencia. Demasiadas para un hombre de Cottbus.
– Nos volvemos viejos. Pero te aseguro que contigo no cometeré faltas. Supongo que sabes lo que busco.
– Desde luego. No fue necesario matar a la mujer. También vengo de Alemania tras la Colección de la Media Luna Errante. Pero hay una gran diferencia entre nosotros: yo sé dónde están las monedas.
– Formidable. Así podemos negociar. Te ves como un tipo bastante apegado al pellejo. Lo que hice con la mujer será un juego de niños comparado a lo que haré contigo.
– Te creo. Uno que toda su vida no fue más que un repugnante fascista rojo no conoce escrúpulos. Pero no te será fácil. Ella también conocía el escondite de las monedas. ¿Te das cuenta, Genosse? No eres sino un puñado de basura incapaz de actuar sin que te dirijan. Pura basura. Eso es lo que eres. Un Ossi.
Lo vi apretar la empuñadura de la Colt. El brillo de sus ojos delataba que los deseos de meterme un tiro le agarrotaban las manos. Quería matarme pero no sin comprobar la veracidad de mis palabras. Tenía que ganar tiempo. Mansur, Aguirre y Ana debían de estar en camino.
– Voy a contar hasta tres. ¿Dónde están las monedas? Uno.
– ¿Me crees un idiota? Estás lleno de dudas. No vas a tocarme un pelo antes de hacerme hablar. ¿Eran todos tan idiotas en Cottbus? ¿O es un problema de alimentación?
– … dos…
– Conforme. Si vas a eliminarme, es bueno que sepas que te debo algo. Siempre quise meterle un par de tiros a Moreira. Eramos viejos conocidos. Debió de contarte lo que hizo en Nicaragua. Yo estuve allí. Tienes a un guerrillero frente a ti, Galinsky. A uno que pudo probar su valor. Además de apretar el culo en los desfiles, ¿estuviste alguna vez en acción?
– … tres…
La bala me entró por el empeine izquierdo.
Sentí el golpe que me aplastó el pie contra el suelo
luego la quemazón y enseguida el dolor que fue subiendo por la pierna.
– Estuve en Angola y Mozambique. Los chicos de Zamora Machel me enseñaron bastante esta clase de juegos. Si como dices fuiste un guerrillero, debes conocerlo. Se empieza por un pie, se sigue por el otro, y así vas ganando porciones de plomo. Vamos a jugar otra ronda. Uno…
El dolor trepaba por la pierna. Unos hilos de sangre empezaron a deslizarse por el zapato. Recordé los dos perros muertos. Una Colt como la que Galinsky esgrimía suele tener un cargador de nueve tiros. Todavía le quedaban seis.
– ¿Dónde aprendiste español? Lo hablas con acento centroamericano. ¿Conoces la expresión "te jodiste, cabrón"? Eso mismo es lo que acabas de hacer. Te jodiste. Hillermann escondió las monedas muy lejos de aquí. Tendrás que cargarme. Te jodiste, cabrón.
– .. dos…
– El idioma español tiene una larga lista de insultos y todos te vienen como regalados. Cabrón pendejo, huevón, hijo de puta, mal parido, capullo, gilipollas, saco de huevas, pero el mejor insulto para ti viene de tu propia lengua: Ossi.
– No has entendido las reglas del juego. ¿Por qué los insultos? Después de todo tú y yo somos compañeros. Tú luchabas para construir el socialismo y yo lo defendía. Tres…
Alzó lá pistola y me dejé caer de la silla al tiempo que el estampido de la escopeta estremecía la estancia. Galinsky saltó de la mesa impulsado por el impacto de la doble perdigonada y cayó cerca de mis pies con el pecho convertido en un manantial de sangre y tripas.
Carlos Cano. Permaneció,parado en el umbral de la puerta.
– ¿Por qué esperaste tanto antes de tirar? -me quejé desde el suelo.
– Me gustó la lista de putadas. Mierda. Te agujereó una pata.
Aguirre, Mansur y la mudita entraron después de Cano. Trémulos ante la carnicería no sabían qué hacer. Ana se aferró al pecho de Mansur conteniendo las arcadas.
– Aguante, que le voy a quitar el zapato -dijo Aguirre.
– Yo lo sujeto. Este tiene el pellejo duro -apuntó Cano.
La bala había entrado y salido limpiamente. Aguirre opinó que los huesos se veían bien. Desinfectó la herida, y luego de vendarla se ocupó de los cuerpos de Griselda y de Galinsky.
– Cano, ¿cómo llegaste aquí?
– No sé. Supongo que me interesó la historia del tesoro. Cuando ayer vi que te alejabas, pensé que tal vez podía echarte una mano y regresé a Puerto Nuevo. Pasé la noche allí. Al amanecer aparecí por Tres Vistas justo cuando los amigos venían para acá. Vimos los perros muertos, le pedí a Mansur la escopeta, y ya conoces el resto.
– No está mal para un descolgado.
– ¿Y las monedas? ¿Verdad que sabes dónde están?
– ¡Hijo de la grandísima puta! ¡Estuviste ahí afuera todo el tiempo!
Cano se encogió de hombros. Encendió un par de cigarrillos, me puso uno en la boca, y nos largamos a reír a carcajadas. Aguirre esperó pacientemente a que nos calmáramos.
– Yo sé dónde están. Llévese esa mierda -dijo, y con un gesto nos pidió qne le siguiéramos.
Afuera, varios pajarracos negros planeaban en círculos sobre nuestras cabezas.
Me temblaban las piernas al cruzar la puerta del pequeño bar. Ocupé el taburete más próximo a la salida para observar desde allí la calle y la cercana casa. Pedí un café, y el mozo respondió con una larga disculpa que finalizó con alabanzas para el Nescafé. Respondí que no tenía importancia y mientras esperaba descubrí que, pese al calor, al sol matinal, a los árboles frondosos, Santiago se mostraba sumido en una atmósfera opaca, definitivamente de tristeza. La ciudad está triste. Así tituló Díaz Eterovic la única novela negra que se ocupa de Santiago y que alguna vez leí en Hamburgo. La ciudad está triste. Mierda, Belmonte, tienes que juntar fuerzas para cumplir con la mayor de las empresas. Juntar fuerzas para salir de ahí y cruzar la calle.
Cruzar la calle. Nada más, Verónica, mi amor. Cruzar la calle, tocar el negro pezón de baquelita del timbre y ya estaré contigo, enfrentando por fin tu realidad de ausencia y silencio. Tengo miedo. Déjame entonces que termine de beber el último café de todos estos años de distancia.
Desde el bar miré largamente la casa de la señora Ana. La herida del pie dolía todavía, pero no me importaba. Revolviendo la taza repasé por última vez lo ocurrido en la lejana Tierra del Fuego.
Apenas tres días atrás, Aguirre había trepado al reluciente techo de calaminas de la casa de Hillermann. Cano lo siguió. Con un martillo fueron soltando los clavos que fijaban las planchas de zinc y de entre las junturas sacaron las malditas monedas de oro. Astuto alemán. Incluso se dio el trabajo de impregnarlas de brea para ocultar su brillo.
Una tras otra cayeron allí donde me encontraba. Con una navaja raspé la capa de brea y apareció el brillo conservado por la ambición a través de los siglos en las sesenta y tres monedas frías, tan frías como la media luna que las adornaba.
– Llévese esa mierda -dijo Aguirre. Y toda aquella riqueza quedó dispersa sobre la hierba unida al estiércol de los agotados caballos, mientras él, Cano, Mansur y la mudita se ocupaban respetuosamente de los muertos.
– Supongo que hay que dar cuenta de todo esto a la policía -dije mientras guardaba las monedas.
– Váyase. Si avisamos a los carabineros, se correrá la voz, otros supondrán la existencia de más oro y esto se llenará de indeseables. Lárguese y preocúpese de que esa mierda se aleje de la Tierra del Fuego. Nosotros sabemos qué hacer con los muertos -indicó Mansur.
– Tienen razón. Los tesoros son valiosos nada más que como tema para charlar durante los inviernos -agregó Cano.
Desde el aeropuerto de Punta Arenas llamé a Kramer.
– Tengo su basura. Toda.
– Bravo, Belmonte. Sabía que no me fallarías. ¿Fue difícil?
– Qué importa. Ahora le corresponde cumplir con su parte del trato.
– Apenas tenga esos objetos sobre mi escritorio.
Dejé unas monedas sobre la mesa y cojeando salí del bar. La ciudad seguía triste, aunque fuera verano, aunque ni una sola nube se interpusiera entre los hombres y el cielo, aunque ningún pájaro negro planeaba sobre mi cabeza, y así empecé a cruzar la calle, pensando, Verónica, mi amor, pensando por qué tememos tanto mirar de frente a la vida los que hemos visto los áureos destellos de la muerte.
Hamburgo 1993 – París 1994