Segunda Parte Las Isabeles

Capítulo Primero

Objeto de elogios y maledicencias en las variadas vicisitudes de aquella lucha, cuya gravedad y peligros expresó de una manera gráfica don José con la frase "la suerte del honor nacional oscila temblorosa en la balanza", la Concesión Gould, "Imperiun in Imperio", había seguido sus trabajos; la montaña de forma prismática fue vertiendo su precioso mineral por los canalones de madera en las infatigables baterías de bocartes; las luces de Santo Tomé parpadearon, noche tras noche, sobre la sombría e inmensa extensión del Campo; cada tres meses continuaron bajando al mar los convoyes de plata, como si ni la guerra ni sus consecuencias pudieran afectar al antiguo Estado Occidental, aislado del resto de la República por el alto murallón de la Cordillera.

Todos los combates se trababan del otro lado de aquella colosal barrera de aserrados picos, dominada por el blanco domo del Higuerota, y no surcada hasta entonces por el ferrocarril, del que sólo se había construido la primera parte, eso es, el fácil trayecto del Campo desde Sulaco hasta el Valle de Ivie al pie del desfiladero.

Tampoco la línea telegráfica cruzaba a la sazón las montañas; sus postes, que aparecían clavados como jalones en el llano, penetraban en la faja de bosque de las alturas menores, cortada por la profunda avenida de la vía, y sus alambres terminaban bruscamente en el campo de construcción sobre una blanca mesa de madera que sostenía un aparato Morse, dentro de una larga barraca de tabla con techo de chapa acanalada, a la sombra de gigantes cedros -residencia del ingeniero encargado de la sección avanzada.

El puerto hervía de actividad con el tráfico del material del ferrocarril y con los movimientos de tropas a lo largo de la costa. La Compañía O.S.N. halló abundante ocupación para su flota. Costaguana no tenía marina; y, fuera de algunos cúters guardacostas, los barcos nacionales se reducían a un par de vapores mercantes usados como transportes.

El capitán Mitchell, sintiéndose cada vez más rodeado de "acontecimientos históricos", dedicaba una hora de la tarde a la tertulia de la casa Gould, donde, con una extraña ignorancia de las verdaderas fuerzas que trabajaban a su alrededor, se mostraba complacido de poder rehuir el contacto con las complicaciones de los negocios. Según decía, se habría visto en trances apurados a no ser por el habilísimo Nostromo. Los políticos endiablados de Costaguana le daban más que hacer de lo que él había podido figurarse. Así se lo manifestó en confianza a la señora de Gould.

Don José Avellanos había desplegado en servicio del gobierno de Rivera, amenazado de muerte, una actividad organizadora y una elocuencia, cuyos ecos llegaron a la misma Europa. Porque esta parte del mundo, después del nuevo empréstito hecho al gobierno Rivera, empezó a fijar la atención en Costaguana. La sala de la Diputación provincial (en los edificios municipales de Sulaco), con sus retratos de los libertadores en las paredes y una antigua bandera de Cortés, conservada en urna de cristal sobre la silla del presidente, había oído todos sus discursos -el primero de los cuales contenía la fogosa declaración: "El militarismo: he ahí el enemigo ", y el famoso, en que pronunció la frase: "La suerte del honor nacional tiembla en la balanza ", al apoyar el voto para que se reclutara un segundo regimiento en Sulaco en defensa del gobierno reformista. Y, cuando las provincias enarbolaron de nuevo sus antiguas banderas (proscritas en tiempo de Guzmán Bento), don José, en otra de sus grandes arengas, saludó aquellos viejos emblemas de la independencia, que salían otra vez a la luz del sol en nombre de nuevos ideales. La antigua idea del federalismo había desaparecido. Por su parte no deseaba resucitar doctrinas políticas de tiempos pasados. Eran perecederas. Mueren. Pero la doctrina de la rectitud política era inmortal. El segundo regimiento de Sulaco, a quien se hacía entrega de la bandera, iba a demostrar su valor en una lucha por el orden, la paz, el progreso; por la consolidación de la dignidad nacional, sin la que -declaró con energía- "somos la vergüenza y el oprobio de las naciones civilizadas".

Don José Avellanos amaba a su país. Le había servido con pródigo desprendimiento y pérdida de intereses durante su carrera diplomática; y sus oyentes conocían la historia posterior del cautiverio y bárbaras vejaciones, sufridas bajo el poder de Guzmán Bento. Por milagro se había librado de contarse entre las víctimas de las feroces y sumarias ejecuciones que señalaron el curso de aquella tiranía; porque el terrible dictador había gobernado el país con la sombría imbecilidad del fanatismo político. El poder del Supremo Gobierno llegó a ser, en el concepto de su menguada inteligencia, un objeto de adoración sanguinaria y feroz, como si se tratara de una deidad cruel. Esa deidad había encarnado en la persona de Bento; y sus adversarios, los federalistas, eran los peores criminales del mundo, merecedores del odio, aborrecimiento y temeroso recelo, como el que inspirarían los herejes a un inquisidor convencido. Por espacio de años el tirano llevó por todo el país, a la zaga del ejército de pacificación, una banda de esos atroces criminales, como cautivos, sometidos a tan inhumanos tratamientos, que con razón consideraban una suprema desdicha el no haber sido ejecutados sumariamente. Era un grupo, que la muerte diezmaba sin cesar, de esqueletos animados en desnudez casi completa, cargados de cadenas, cubiertos de suciedad, parásitos y heridas en carne viva; hombres todos de posición, de carrera, de fortuna, que, acosados del hambre, llegaron a luchar unos con otros por las piltrafas de carne asada que los soldados arrojaban a su alcance, o a pedir con acento lastimero al negro encargado de cocinar la comida de la tropa un sorbo de agua sucia. Don José Avellanos, arrastrando su cadena entre los demás, sólo parecía continuar viviendo para probar hasta qué punto el cuerpo humano puede resistir el dolor, el hambre, la degradación y los más crueles ultrajes, sin exhalar el último aliento. De cuando en cuando los prisioneros eran sometidos a interrogatorios, en los que se aplicaba algún procedimiento primitivo de tortura, por una comisión de oficiales, reunidos a toda prisa en una cabaña de palos y ramaje, resueltos a emplear todo el rigor posible para no comprometer sus propias vidas. En tales casos, uno o dos afortunados de la compañía de escuálidos, que se arrastraban con pasos vacilantes, solían ser conducidos detrás de un arbusto y fusilados por unos cuantos soldados en fila. Un capellán de ejército, cuyo uniforme de teniente, marcado con una cruz blanca en el lado del corazón, y cuyo aspecto general reflejaba el desaliño de la vida de campaña, solía seguir a los reos con una banqueta en la mano para confesarlos y darles la absolución; porque el Ciudadano Salvador del País (así se denominaba a Guzmán Bento oficialmente en los memoriales y solicitudes) no era contrario al ejercicio de una clemencia racional. Oíase una descarga irregular del pelotón ejecutor, seguida a veces de un tiro final aislado; una nubécula azulada de humo flotaba sobre el ramaje verde, y el Ejército de Pacificación seguía su marcha por las sabanas, al través de los bosques y de los ríos, invadiendo pueblos rurales, devastando las haciendas de odiosos aristócratas, ocupando las ciudades del interior en cumplimiento de su misión patriótica, y dejando tras sí un territorio sometido al régimen unitario, donde no volvería a descubrirse la maligna semilla del federalismo entre el humo de las casas incendiadas y el olor de la sangre vertida.

Don José Avellanos había sobrevivido a esos tiempos terribles.

Quizá, cuando el Ciudadano Salvador del País comunicó al extraviado aristócrata, en términos despectivos, que se le concedía la libertad, le creyó reducido a la impotencia por verle quebrantado de salud, de ánimos y de hacienda. O tal vez la concesión de tal gracia fuera un mero capricho. Guzmán Bento, aunque dominado casi siempre por temores imaginarios y sospechas cavilosas, padecía repentinos accesos de irracional confianza en su propia seguridad, al verse elevado sobre un pináculo de poder, alejado de todo riesgo, fuera del alcance de los simples mortales que conspiraban. En esas ocasiones ordenaba a raja tabla la celebración de una misa solemne de acción de gracias, que era cantada con gran pompa en la catedral de Santa Marta por el sumiso y tímido arzobispo nombrado por él. Bento asistía a la función religiosa ocupando un sillón dorado, dispuesto en el centro del presbiterio, entre otros asientos a derecha e izquierda donde se colocaban los jefes civiles y militares de su gobierno. El mundo no oficial de Santa Marta acudía en masa a la catedral, porque para toda persona de viso era peligroso permanecer alejada de aquellas manifestaciones de la piedad presidencial. Después de haber reconocido así el único Poder que admitía como superior al suyo, dispensaba gracias de perdón político con sardónica ufanía de clemencia. Por entonces no le quedaba otro modo de saborear las delicias del mando que ver a sus abatidos adversarios arrastrarse inermes a la luz del día, recién salidos de las oscuras y hediondas celdas del Colegio. La impotencia de los presos libertados daba pábulo a su vanidad insaciable, que se complacía en poder encarcelarlos de nuevo. Era cosa corriente que las mujeres de los agraciados se presentaran después a dar gracias en una audiencia especial. La encarnación de aquella extraña deidad, el Gobierno Supremo, las recibía de pie con el tricornio de airón en la cabeza, y las exhortaba, murmurando amenazas, a mostrar su gratitud, educando a sus hijos en la fidelidad a la forma democrática de gobierno "establecido por mí para la prosperidad de nuestro país". Pronunciaba las palabras con un sonido sibilante y confuso por haber perdido los dientes de en medio en un accidente de su primera vida de vaquero. "Había venido trabajando por Costaguana, solo, rodeado de traidores y enemigos. Preciso era que acabara de una vez tal estado de cosas, o, cuando no, ¡se cansaría muy luego de perdonar!"

Don José Avellanos era uno de los agraciados con ese perdón.

Tan quebrantado se hallaba de salud y fortuna al salir de la cárcel, que no podía presentar un espectáculo más grato al jefe supremo de las instituciones democráticas. La primera determinación de aquél fue retirarse a Sulaco. Su mujer poseía una hacienda en la provincia y con sus cuidados le restituyó a la vida, sacándolo de la casa de la muerte y el cautiverio. Cuando la fiel y amante esposa murió, dejó una hija de bastante edad para seguir asistiendo con abnegada solicitud al "pobre papá".

La señorita Avellanos, nacida en Europa y educada en parte en Inglaterra, era una joven alta, grave, con modales que indicaban gran dominio de sí propia, frente despejada y blanca, opulenta mata de cabello castaño y ojos azules.

Las demás señoritas de Sulaco la miraban con respeto a causa de su carácter y conocimientos. Gozaba fama de ser terriblemente instruida y seria. En cuanto a orgullo, ya se sabía que los Corbelanes se daban boato de grandes señores, y a esa familia pertenecía por parte de madre. Don José Avellanos era objeto constante de incontables sacrificios que su amada Antonia se imponía por él, y los aceptaba sin advertirlos con esa ciega inconsciencia de muchos hombres que, aunque hechos a imagen de Dios, son como insensibles ídolos de piedra ante el humo de ciertos holocaustos. El pobre Avellanos había quedado arruinado en todas las formas, pero un hombre dominado apasionadamente por una idea no es un fracasado en la vida. El antiguo representante diplomático amaba ardientemente a su país y le deseaba paz, prosperidad y (como dice al final del prefacio de su obra Cincuenta Años de Desgobierno) "un puesto honroso en el consorcio de las naciones civilizadas." En esta última frase el ministro plenipotenciario, cruelmente humillado por la mala fe de su gobierno para con los tenedores extranjeros de la deuda nacional, se retrata como patriota.

La desatentada lucha de facciones ambiciosas que siguió a la tiranía de Guzmán Bento pareció preparar la anhelada realización de su deseo. Era ya demasiado viejo para descender a la arena en Santa Marta; pero los hombres de mayor influencia política le consultaban en todas sus resoluciones. Además, él mismo se persuadió de que sería más útil permaneciendo a distancia en Sulaco.

El ascendiente de Avellanos creció cuando se supo que, no obstante vivir con pobreza dignificada en la residencia ciudadana de los Corbelán (frente a la casa Gould), podía disponer de medios materiales en apoyo de la causa que defendía. Su llamamiento a las fuerzas vivas del país en forma de manifiesto en tiempo de elecciones fue el que decidió la candidatura de don Vicente Rivera para la presidencia. Otro de esos documentos políticos compuestos por don José (esta vez con el carácter de alocución en nombre de la provincia) indujo a aquel escrupuloso constitucionalista a aceptar los poderes extraordinarios que se le confirieron por cinco años por un voto abrumador del Congreso en Santa Marta. Era un mandato específico para establecer la prosperidad del pueblo sobre la base de una paz estable en el interior y de redimir el crédito nacional mediante la satisfacción de las justas reclamaciones del exterior.

La tarde que llegó a Sulaco la noticia de aquel voto por la vía postal indirecta de Cayta, siguiendo en vapor a lo largo de la costa, don José, que había estado aguardando el correo en la sala de los Gould, se levantó de la mecedora dejando caer de las rodillas el sombrero. Frotóse con ambas manos el pelo cano, recortado, que cubría su cabeza, y se quedó sin poder articular palabra por el exceso de alegría.

– Emilia, hija mía -exclamó al fin-, ¡déjame darte un abrazo! Permite…

Si el capitán Mitchell hubiera estado allí, habría hecho sin duda una observación sobre el alborear de una nueva era; pero, aunque a don José le ocurrió algo semejante, su elocuencia le falló en esta ocasión. El inspirador de la reviviscencia del partido blanco vaciló en el sitio donde permanecía de pie; y la señora de Gould se le acercó presurosa, y fingiendo ofrecerle la mejilla con una sonrisa, se ingenió para sostenerle con su brazo que realmente necesitaba.

El anciano se recobró al punto, pero por algún tiempo sólo pudo balbucir: "¡Mis queridos patriotas! ¡Mis queridos patriotas, los dos!", mientras dirigía la vista cuándo al uno, cuándo al otro de los dos esposos. Por la mente del escritor vagaron planes de otra obra histórica, en la que se expondrían a la reverente veneración de la posteridad todos los sacrificios dedicados a la regeneración del país por él tan amado. Como historiador, había tenido bastante elevación de sentimientos para escribir sobre Guzmán Bentos: "No obstante lo anteriormente expuesto, este monstruo, empapado en la sangre de sus compatriotas, no debe ser entregado sin reserva a la execración de las futuras edades. Parece cierto que también él amaba a su país. Le había dado doce años de paz; y habiendo sido dueño absoluto de vidas y haciendas, murió pobre. Tal vez su falta más grave no fue la ferocidad, sino la ignorancia." El hombre que pudo escribir tales palabras sobre un cruel perseguidor suyo (el pasaje citado se contiene en la Historia del Desgobierno) experimentaba, al ver apuntar el término de sus aspiraciones, un sentimiento de caridad casi ilimitado a los dos jóvenes esposos de allende el Atlántico que le habían ayudado en la empresa.

Así como, años antes, Enrique Gould, sin obedecer a ningún arrebato pasional, por sola la convicción de la necesidad práctica, más poderosa que todas las doctrinas políticas abstractas, había desenvainado la espada en favor del orden; así ahora, mudada la condición de los tiempos, Carlos Gould había intervenido en la contienda con la plata de Santo Tomé. El inglés de Sulaco o el "inglés de Costaguana" de la tercera generación distaba tanto de ser un intrigante político, como distó su tío de ser un matón revolucionario. El comportamiento de ambos fue hijo de la reflexión y estuvo inspirado por la instintiva rectitud de sus temperamentos. Vieron la oportunidad, e hicieron uso del arma que hallaron a mano.

El papel desempeñado por Carlos Gould -preeminente detrás de bastidores en la tentativa encaminada a restablecer la paz y el crédito de la República- era muy claro. En principio tuvo que acomodarse a la corrupción dominante. El mismo descaro ingenuo e impudencia cínica con que era confesada, en vez de despertar su enojo, le movieron a no retroceder ante aquella fuerza irresponsable, que destruía todo lo que tocaba. No era odio lo que merecía, sino desprecio. Así, pues, no vaciló en valerse de la venalidad de los funcionarios públicos, pero lo hizo con el frío e impávido desdén que se traslucía, antes que se disimulaba, en las formas de rígida cortesía usadas al tratar con ellos. Esas formas encerraban una especie de protesta muda que le eximía ante su conciencia de la ignominia de la complicidad. Con todo, en el fondo padecía, porque su genio no se avenía a cobardes condescendencias. Pero rehusaba discutir con su esposa el lado moral de tal intervención. Confiaba en que, si bien algo desencantada, tendría bastante inteligencia para comprender que el carácter de su esposo, tanto o más que su política, constituía la salvaguardia de la empresa a que habían consagrado sus vidas. El extraordinario desenvolvimiento de la mina había puesto en manos de Carlos Gould un gran poder. Le era cada vez más molesto contemplar aquella prosperidad a merced de codicias insensatas. A la señora de Gould le parecía humillante. Como quiera que se mirara, era peligroso. En las comunicaciones confidenciales, cambiadas entre Carlos Gould -Rey de Sulaco- y el jefe de los grandes negocios de plata y acero, residente en California, fue arraigándose la convicción de que convenía apoyar discretamente toda tentativa regeneradora, dirigida por personas de instrucción e integridad. "Puede usted decir a su amigo Avellanos que pienso como él", había escrito míster Holroyd en el momento oportuno desde su inviolable santuario, recluido en el interior del alto edificio de once pisos, donde se fraguaban los negocios colosales. Poco después, el partido riverista de Costaguana, disponiendo de un crédito abierto por el Tercer Banco del Sur (situado en la segunda puerta desde la del Edificio Holroyd), tomó una forma práctica a los ojos del administrador de la mina de Santo Tomé. Y don José, el amigo hereditario de la familia Gould, pudo decir: "Tal vez, mi querido Carlos, no ha sido vana mi fe en la regeneración del país."

Capítulo II

Después de otra lucha armada, decidida por la victoria de Montero en Río Seco, y que se añadió a la historia ya larga de las guerras civiles, los "hombres honrados", como los llamaba don José, pudieron respirar libremente, por vez primera desde hacía medio siglo. El mandato de cinco años, conferido por la representación del país a don Vicente Rivera, llegó a ser la base de la regeneración, tan ardientemente deseada y esperada por Avellanos, siendo para él una especie de elíxir de juventud eterna.

Mas, cuando la situación fue puesta en peligro por el "bruto de Montero" repentinamente -aunque no de un modo inesperado-, la vehemente indignación de don José es la que pareció reanimarle a nueva vida. Ya en los días de la visita del presidente-dictador a Sulaco, Moraga había dado una nota de alarma, desde la capital de la República, sobre el ministro de Guerra. Montero y su hermano fueron objeto de una grave conferencia entre el jefe de Estado y el Néstor inspirador del partido. Pero don Vicente, doctor en filosofía de la Universidad de Córdoba, parecía sentir un respeto exagerado por los talantes militares, y su imaginación de intelectual veía en ellos algo misterioso que le impresionaba. El vencedor de Río Seco era un héroe popular. Sus servicios estaban tan recientes, que el presidente-dictador temblaba ante la obvia acusación de ingratitud política. Por otra parte se habían iniciado grandes negociaciones regeneradoras -el último empréstito, una nueva línea de ferrocarril, un vasto plan de colonización. Había que evitar a todo trance todo lo que pudiera sobresaltar la opinión pública en la capital. Don José concedía gran importancia a estos argumentos, y se esforzaba por sacudir de su cerebro la pesadilla del prestigioso soldadote, a quien su uniforme galoneado de oro, enorme sable y brillantes botas de montar no libraban de quedar reducido a una figura sin importancia -así lo esperaba el antiguo diplomático- en el nuevo orden de cosas. ¡Deplorable ilusión!

No habían pasado seis meses desde la visita del presidente a Sulaco, cuando se supo con estupefacción en ésta que había ocurrido una sublevación del ejército en nombre del honor nacional. El ministro de la Guerra, en una arenga de cuartel dirigida a los oficiales del regimiento de artillería con ocasión de una revista, había declarado que el honor nacional estaba vendido a los extranjeros. El dictador, por su debilidad en acceder a las demandas de las potencias europeas relativas a la liquidación de sus antiguos créditos, se había mostrado inepto para gobernar. Una carta de Moraga explicó después que la iniciativa y aun el texto mismo de la alocución incendiaria era en realidad obra del otro Montero, el exguerrillero, el comandante de la plaza. El enérgico tratamiento del doctor Monygham, llamado a toda prisa "de la montaña", y que vino galopando de noche en un trayecto de tres leguas, salvó a don José de un peligroso ataque de ictericia.

Después de salir del accidente, don José no quiso permanecer en cama. Realmente, las primeras noticias fueron seguidas de otras mejores. La revolución se hallaba vencida en la capital después de una noche de pelea en las calles. Por desgracia ambos Montero habían logrado escapar al sur, encaminándose a la provincia de Entre-Montes, de donde eran naturales. El héroe de la marcha a través de los bosques, el vencedor del Río Seco, fue recibido con frenéticas aclamaciones en Nicoya, capital de la provincia. Las tropas de la guarnición se le habían unido en masa. Los dos hermanos trabajaban en organizar un ejército, recogiendo a los descontentos, enviando emisarios bien provistos de patrióticas mentiras para el pueblo y de promesas de saqueo para los llaneros salvajes. Hasta se fundó una prensa monterista, que en tono de oráculo hablaba de las secretas promesas de apoyo dadas por "nuestra gran hermana, la República del Norte", contra los siniestros designios de adueñarse del país, alimentados por las potencias de Europa, execrando en todos los números al "miserable Rivera", que había trabajado en secreto para entregar a su patria, atada de pies y manos, a la codicia de especuladores extranjeros.

Sulaco, provincia pastoril y adormecida, con su opulento Campo y la rica mina de plata, oía sólo a intervalos el estrépito de armas en su afortunado aislamiento. Sin embargo de eso, acudió a la línea de combate enviando hombres y dinero en defensa del gobierno; pero aun los rumores de la lucha llegaban a ella dando grandes rodeos -del extranjero a veces: tan separada estaba del resto de la República, no sólo por obstáculos naturales, sino por las vicisitudes de la guerra. Los monteristas tenían puesto sitio a Cayta, importante punto de escala postal. Los correos del interior dejaron de llegar salvando las montañas; y al fin no hubo mulatero que se arriesgara a hacer el viaje; el mismo Bonifacio no regresó de Santa Marta, adonde había sido enviado, o porque no se atrevió a salir de la ciudad o tal vez por haber caído prisionero de las partidas enemigas que recorrían la Cordillera y la capital. Sin embargo de eso, las publicaciones monteristas penetraban en la provincia de un modo bastante misterioso, así como emisarios de la rebelión que predicaban muerte a los aristócratas en las aldeas y ciudades del Campo. Muy luego, al principio de los disturbios, Hernández el bandido había ofrecido (por mediación de un anciano cura de aldea en la región no civilizada aún) entregar a dos de aquellos agentes a las autoridades riveristas de Tonoro. Se le habían presentado prometiéndole perdón absoluto y el grado de coronel de parte del general Montero, si se unía al ejército sublevado con su cuadrilla montada. Cuando se recibió el ofrecimiento de Hernández no se le dio importancia. El documento llegó acompañando, en prueba de buena fe, a una solicitud en la que su autor pedía a la Diputación de Sulaco permiso para incorporarse con toda su partida a las fuerzas que a la sazón se organizaban en Sulaco para defender el mandato de cinco años otorgado al presidente. Esa petición, como todas las demás, fue a parar a manos de don José. Habíale mostrado a la señora de Gould aquellas hojas de papel basto (robado probablemente en alguna tienda de aldea), llenas de la escritura garabateada y tortuosa del viejo Padre, a quien habían secuestrado de su choza inmediata a la iglesia de barro para servir de secretario al temido salteador. El señor Avellanos y su amiga se habían inclinado a la luz de la lámpara de la sala para leer el documento que contenía el feroz y a la vez suplicante ruego del peticionario, clamando contra la ciega y estúpida barbarie que había convertido a un ranchero honrado en bandido. Una postdata del sacerdote afirmaba que, fuera de haberle privado de libertad por diez días, le habían tratado con humanidad y con el respeto debido a su sagrado carácter. Según parece, confesó y absolvió al jefe y a casi todos los de la cuadrilla, en vista de la sinceridad y buena disposición que habían mostrado, aunque imponiendo graves penitencias. Pero advertía con razón que difícilmente los confesados harían paces duraderas con Dios, mientras no las hicieran con los hombres.

Acaso nunca hubiera visto Hernández menos en peligro su cabeza que cuando impetró rendidamente permiso para comprar su perdón y el de la banda de desertores, mediante el servicio armado. Podía hacer correrías a gran distancia desde los territorios yermos que protegían su seguridad, sin que nadie le molestara, porque no habían quedado tropas en toda la provincia. La guarnición reglamentaria de Sulaco había partido para el Sur con su banda tocando la marcha de Bolívar sobre el puente de un vapor de la Compañía O.S.N. Los coches de las principales familias, estacionados a lo largo del puerto, oscilaron en sus muelles cuando las señoras y señoritas, puestas de pie, agitaban entusiasmadas sus pañuelos de encaje, cada vez que las gabarras, abarrotadas de tropa, dejaban una tras otra el extremo del muelle.

Nostromo dirigió el embarque, a las órdenes del capitán Mitchell, que, encendido el rostro por el calor del sol, conspicuo con su chaleco blanco, representaba la alianza y solícita benevolencia de todos los intereses materiales de la civilización. Mandaba las fuerzas el general Barrios y, al partir, aseguró a don José que en tres semanas tendrían metido a Montero en una jaula de madera, tirada por tres pares de bueyes, en condiciones de hacer una gira por todas las ciudades de la República.

– Y después de eso, señora -continuó, descubriendo su cabeza de pelo gris ante la esposa del administrador de la mina, sentada en su landó-, y luego, señora, convertiremos nuestras espadas en rejas y nos haremos ricos. Yo mismo, en cuanto se haya arreglado este asuntillo, emprenderé una explotación agrícola en algunas fincas que tengo en los llanos y procuraré hacer algún dinerillo en paz y en gracia de Dios. Señora, toda Costaguana -¿qué digo?- toda Sudamérica sabe que Pablo Barrios ha tenido alientos para cubrirse de gloria militar.

Carlos Gould no estuvo presente al ansioso y patriótico envío de tropas. Ni le incumbía asistir al embarque de soldados, ni semejante diligencia se amoldaba a sus inclinaciones ni a su política. Sus energías, inclinaciones y política estaban empeñadas en la empresa de mantener fluyendo sin tropiezos la corriente del precioso metal, que él con su solo esfuerzo había hecho brotar de las excavaciones recomenzadas en el flanco de la montaña. Al paso que avanzó la explotación de la mina, Carlos Gould fue instruyendo a varios indígenas para que le ayudaran como capataces, fundidores, artesanos y escribientes, con don Pepe que desempeñaba el cargo de gobernador de la población minera. En cuanto a lo demás, él solo llevaba todo el peso del Imperium in Imperio, la gran concesión Gould, cuya mera sombra había sido bastante poderosa para arruinar la vida de su padre.

La señora de Carlos no tenía que cuidarse de ninguna mina de plata. En la vida general de la de Santo Tomé estaba representada por sus dos lugartenientes, el médico y el sacerdote, pero nutría su amor femenino de excitación e impresiones nuevas con acontecimientos, cuya significación se le ofrecía purificada en el crisol de sus elevadas aspiraciones. Aquel día llevó con ella al puerto a los dos Avellanos, padre e hija.

Entre otros trabajos, requeridos por las perturbaciones e intranquilidad de aquellos días, don José desempeñaba el cargo de presidente de un comité patriótico, que había armado a un gran contingente de tropa perteneciente a la comandancia de Sulaco con un modelo perfeccionado de fusil. Precisamente una de las grandes potencias europeas acababa de desecharle, reemplazándole por otro de mayor eficiencia. Qué cantidad fue cubierta para el pago de este armamento de segunda mano por la suscripción voluntaria de las principales familias, y cuál otra salió de los fondos puestos a disposición de don José en el extranjero, es un secreto que él únicamente podía revelar; pero los ricos, como los llamaba el populacho, contribuyeron con largueza, apremiados por la elocuencia de su Néstor. Algunas de las señoritas más entusiastas no vacilaron en presentar sus joyas al hombre que era la vida y el alma del partido.

Hubo momentos en que tanto su vida como su alma parecían abrumadas por tantos años de fe indeficiente en la regeneración. Parecía una momia, rígidamente sentado junto a la señora de Gould en el landó, con su cara enteramente afeitada, fina, consumida por la edad, de tinte uniforme, como si hubiera sido modelada en cera amarilla, bajo de un sombrero flexible de fieltro, perdida en el ambiente la mirada fija de sus ojos pardos. Antonia, la bella Antonia, como se llamaba en Sulaco a la señorita Avellanos, se había colocado frente a ellos un poco echada atrás sobre el respaldo del asiento; y su espléndida figura en la plenitud del desarrollo, el grave óvalo de su rostro con carnosos labios de carmín la hacían parecer más respetable que la señora de Gould, con su movilidad de facciones y menguada estatura, que se mostraba erecta bajo de la inquieta sombrilla.

Siempre que le era posible, Antonia acompañaba a su padre; y la notoria devoción que le tenía suavizaba no poco el desagrado producido por su desprecio de los rígidos convencionalismos observados por las muchachas hispanoamericanas de su edad. Realmente no tenía ya nada de muchacha. Decíase que escribía a menudo los documentos políticos que su padre le dictaba y que el último le permitía leer todos los libros de su biblioteca -compuesta en general de obras de legislación e historia. En las recepciones -donde las conveniencias sociales quedaban cumplidas merced a la presencia de una señora anciana muy decrépita (parienta de Corbelanes), enteramente sorda e inmovilizada en una poltrona- Antonia era capaz de sostener sus opiniones discutiendo con dos o tres hombres a un tiempo. Evidentemente no era muchacha que se contentara con dejar entrever el rostro al través de las rejas de una ventana a la embozada figura de un amante medio oculto en la puerta de enfrente -manera propia de galantear en Costaguana. Era creencia general que la marisabidilla y orgullosa Antonia, con su educación extranjera e ideas extranjeras, no se casaría nunca -a no ser, si acaso, con algún extranjero de Europa o Norteamérica, ahora que Sulaco parecía a punto de ser invadido por el mundo entero.

Capítulo III

Cuando el general Barrios se detuvo para hablar a la señora de Gould, Antonia levantó con negligencia su mano que sostenía un abanico abierto en ademán de preservar de los rayos del sol su cabeza, tocada con leve chal de encaje. El animado brillo de sus ojos azules, movibles tras los negros flecos de las pestañas, se posó un momento sobre su padre, y luego voló más allá yendo a caer sobre la figura de un joven que a lo sumo contaría treinta años, de talla media, un tanto metido en carnes, envuelto en fino sobretodo. Apoyado con la palma abierta de la mano sobre el puño esférico de una caña flexible, había estado mirando distraído, pero en cuanto se notó observado se acercó tranquilamente y puso el codo sobre la portezuela del landó.

El cuello de la camisa, de corte bajo, el enorme lazo de su corbata, la forma del traje, desde el sombrero hongo hasta los charolados zapatos, sugerían la idea de la elegancia francesa; pero en lo demás era un bello ejemplar del criollo español. El sedoso bigote y la barba rubia, corta y ensortijada, no ocultaban sus rojos labios, frescos y con cierta expresión de mueca burlona. Su cara llena y redonda tenía el sano y cálido tinte blanco criollo, no curtido por los ardores del sol de su patria. Martín Decoud rara vez había estado expuesto al sol de Costaguana, que le había visto nacer. Su familia estuvo establecida por largo tiempo en París, donde él había estudiado leyes y hecho sus pinitos literarios, esperando a veces en momentos de exaltación llegar a ser un poeta de tanto vuelo como el otro de sangre española, don José María de Heredia. En ocasiones, por vía de pasatiempo, se había allanado a escribir artículos sobre asuntos europeos para el Semanario, principal diario de Santa Marta, que los publicaba con el encabezamiento: "De nuestro corresponsal especial", aunque la paternidad de tal correspondencia era un secreto a voces. Todo el mundo sabía en Costaguana -donde se seguía con vivo interés la historia de los compatriotas residentes en Europa- que el autor era Decoud hijo, joven de talento, relacionado, a lo que se suponía, con la flor y nata de la sociedad parisiense. En realidad Martín Decoud era un ocioso boulevardier o paseante de los bulevares, conocido de algunos periodistas listos, con entrada franca en las redacciones de los diarios, y bien recibido en los sitios de recreo, frecuentados por la gente de la prensa. Esta vida, cuya deplorable superficialidad se disfrazaba con el brillo de una blague universal, al modo que las estúpidas payasadas de un arlequín pretenden disimularse tras las brillantes lentejuelas y abigarrados colorines de un traje charro, le daban un barniz de cosmopolitismo agabachado -soberanamente antifrancés en el fondo-, pues real y verdaderamente era una desoladora indiferencia que se pavoneaba con aires de superioridad intelectual. De Costaguana solía decir a sus compañeros de París: "Imagínense ustedes un ambiente de ópera bufa, en la que todos los incidentes cómicos de la representación, donde intervienen estadistas, bandoleros, etc., etc., y toda la farsa de robos, intrigas y asesinatos se realizan con la más perfecta serenidad. Es horrendamente chistoso, la sangre corre sin cesar, y los actores se imaginan estar torciendo el rumbo de los destinos del universo. Por supuesto, los gobiernos en general, todo gobierno, sea de donde fuere, es un objeto exquisitamente cómico para el hombre que sabe discernir; pero nosotros los hispanoamericanos no conocemos límites. Ningún hombre de mediana inteligencia se aviene a intervenir en las intrigas de une farce macabre. Sin embargo, esos riveristas, de quienes precisamente ahora recibo tantas noticias, trabajan realmente en su estilo cómico por hacer habitable el país y pagar algunas de sus deudas. Amigos míos, harían ustedes bien en poner por las nubes al señor Rivera ante los tenedores de obligaciones de mi país. Si es cierto lo que me escriben, al fin van a tener probabilidades de realizar sus créditos."

Y a continuación explicaba con verbo mordaz lo que representaba don Vicente Rivera -hombrecillo tétrico, abatido por el peso de sus buenas intenciones-; la significación de las batallas ganadas; quién era Montero (un grotesque vaniteux et féroce), y la índole del nuevo empréstito relacionado con el desarrollo del ferrocarril y la colonización de vastos territorios, en un gran plan financiero.

Con lo que sus amigos franceses sacaban la impresión de que el querido compañero Decoud connaissait la question à fond. Una importante revista parisiense le pidió un artículo sobre el estado de cosas en su patria. Estaba escrito en tono serio y con un gran fondo de ligerezas. Después preguntó a uno de sus íntimos:

– ¿Ha leído usted mi articulito sobre la regeneración de Costaguana?: Une bonne blague, hein?

Se tenía por parisiense hasta la punta de los pelos. Pero tan lejos estaba de ello, que antes al contrario corría peligro de permanecer siendo toda su vida un dilettante inclasificado. Había llevado el hábito de burlarse de todo al extremo de atrofiar todos los genuinos impulsos de su naturaleza. El haber sido elegido repentinamente miembro ejecutivo del comité patriótico de Sulaco para la adquisión de armamento le pareció el colmo de lo inesperado, una de esas ocurrencias fantásticas de que únicamente eran capaces sus paisanos.

– Es como si me hubiera caído un ladrillo en la cabeza. ¿Yo miembro ejecutivo? ¿Yo? ¡En mi vida pude imaginar cosa semejante! ¿Qué entiendo yo de fusiles militares? C'est funambulesque!

Con tales exclamaciones se había desahogado ante su hermana predilecta, hablándole en francés, que era el idioma usual en la familia, excepto el padre y la madre, ya ancianos.

– Y tienes que leer la carta confidencial en que se me dan todas las explicaciones. ¡Ocho páginas enteritas! ¡Nada menos!

Esta carta, escrita de puño y letra de Antonia, estaba firmada por don José, que solicitaba el concurso del "joven y valioso costaguanero" en la vida pública de su país, y privadamente hablaba, en tono de la mayor intimidad y sin reservas, a su talentuado ahijado, hombre rico e independiente, con amplias relaciones, digno de absoluta confianza por su linaje y educación.

– Lo que significa -comentó cínicamente Martín hablando con su hermana- que no malversaré los fondos, ni iré a molestar con insubstanciales charlas a nuestro chargé d'affaires de aquí.

Todo el asunto hubo de tramitarse a espaldas del ministro de la Guerra, Montero, miembro sospechoso del gobierno de Rivera, pero del que era difícil deshacerse por el momento. Precisaba que no supiera nada hasta que las tropas que estaban al mando de Barrios tuvieran el fusil en la mano. Tan sólo el presidente-dictador, cuya posición se hallaba rodeada de gravísimas dificultades, estaba en el secreto.

¡Chistosísimo! -exclamó la hermana y confidente de Martín, quien había replicado en el tono de la más perfecta blague parisiense:

¡Es inmenso! ¡Tiene que ver todo un jefe del Estado metido a explotar una mina con ayuda de ciudadanos particulares, bajo la mirada amenazadora del ministro de la Guerra, a quien hay que aguantar, quieras o no! ¡Ah! ¡Somos inimitables!

Y rompió a reír a carcajadas.

Posteriormente su hermana se maravilló de la seriedad y destreza desplegadas por Martín en llevar a cabo su misión, que era delicada por razón de las circunstancias y difícil a causa de requerir conocimientos técnicos. En su vida le había visto molestarse tanto por ninguna cosa.

– Me divierte lo indecible -había explicado brevemente- Estoy acosado por una porción de chalanes y petardistas, que procuran venderme toda clase de carabinas de Ambrosio. Son encantadores; me invitan a espléndidas cuchipandas, y yo les satisfago con buenas palabras; es entretenidísimo. Entre tanto el negocio se está arreglando en otra parte.

Cuando se ultimó el contrato, manifestó de improviso su intención de presenciar la entrega del precioso cargamento en Sulaco. A su juicio, aquel cómico asunto merecía ser proseguido hasta el fin. En tales términos balbució sus excusas ante la sagaz señorita, que después de contemplarle abriendo los ojos asombrada, los cerró, mientras le decía, articulando muy despacio:

– Lo que tú quieres es ver a Antonia.

– ¿Qué Antonia? -replicó el boulevardier de Costaguana en tono de disgusto y desdén.

Y sin más, se encogió de hombros, dio media vuelta y partió. Pero la hermana le gritó con burlón regocijo:

– La Antonia, a quien conociste cuando llevaba el cabello trenzado en dos coletas a la espalda.

La había conocido unos ocho años antes, poco después que Avellanos partió de Europa para volver a su patria, cuando aquélla era una muchacha, más alta y desarrollada de lo que pedían sus dieciséis años, de porte juvenilmente austero y juicio tan maduro, que llegó a dispararle algunas bromas sobre su afectado alarde de hombre desengañado. En cierta ocasión, tuvo un impulso de enojo, en que le echó en cara la vanidad de su vida y la ligereza de sus opiniones. Martín contaba a la sazón veinte años, y como hijo varón único, estaba mimadísimo por su familia que le adoraba. Aquella andanada imprevista le desconcertó de tal modo, que su pose de jovial superioridad vaciló ante la recriminación de la colegiala. Y tan honda impresión le dejó, que desde entonces todas las muchachas amigas de sus hermanas le recordaban a Antonia Avellanos, o por algún leve parecido o por ser el reverso de la medalla. Esto es una fatalidad ridícula, solía decirse a sí propio. Y, por supuesto, en las noticias que los Decoud recibían, con regularidad, de Costaguana, solía mencionarse a sus amigos, los Avellanos, con la historia de la prisión y abominables tratamientos del ex-ministro, los peligros y penalidades sufridos por la familia, su traslado de residencia a Sulaco en la mayor pobreza, el fallecimiento de la madre.

El pronunciamiento monterista se había efectuado antes que Martín Decoud desembarcara en Costaguana. Hizo el viaje con gran rodeo por el estrecho de Magallanes, en el mejor servicio de vapores que había en Europa, y luego en el de la Costa Occidental de la Compañía O.S.N. Su importante consignación llegó precisamente a tiempo de levantar los ánimos consternados, abriéndolos a la resolución y a la esperanza. A Decoud se le consideraba mucho entre las familias principales, y esta estimación era pública. Privadamente, don José, quebrantado y débil aún, le abrazó con lágrimas en los ojos.

– ¡Ha hecho usted el sacrificio de venir! No podía esperarse menos de un Decoud. ¡Ay, amigo! Nuestros temores más graves se han realizado -gimió en tono afectuoso.

Y volvió a dar un abrazo a su ahijado. Era en realidad la hora de que los hombres de inteligencia y corazón se agruparan alrededor de la causa de la salvación del país, puesta en peligro.

Entonces fue cuando Martín Decoud, el hijo adoptivo de la Europa Occidental, sintió el cambio absoluto de ambiente. Dejóse abrazar entre expresiones cariñosas, sin contestar nada, y hasta se conmovió a pesar suyo, al oír aquella nota de pasión y tristeza, desconocida en los centros más refinados de la política europea. Y, cuando la gentil Antonia, avanzando con paso elástico en la penumbra del desguarnecido salón, le alargó la mano (con su libertad y desembarazo habituales) murmurando: "Me alegro de verle a usted aquí, don Martín", comprendió la imposibilidad de decir a padre e hija que tenía pensado partir en el paquebote del mes siguiente. Don José proseguía entre tanto sus elogios. Cada nueva adhesión aumentaba la confianza pública. Y, además, ¡qué ejemplo para la juventud de Costaguana el del ilustre defensor de la regeneración del país, el digno expositor de la fe política del partido ante el mundo civilizado! Todos habían leído el magnífico artículo en la famosa revista parisiense. Esa información había llegado a todas partes; y la aparición del autor en momento tan crítico equivalía a un acto público de fe. El joven Decoud se sintió abrumado por un sentimiento de confusión impaciente. Su plan había sido regresar a Europa por la vía de los Estados Unidos, atravesar California, visitar el Parque de Yellow-Stone, Chicago, Niágara, echar un vistazo al Canadá, detenerse probablemente unos días en Nueva York y varios más en Newport, utilizando sus cartas de recomendación. El apretón de mano de Antonia fue tan franco, y el tono de su voz tan firme al saludarle efusivamente en señal de sincera aprobación, que, después de inclinarse profundamente, sólo acertó a decir:

– No hallo palabras con que expresar a ustedes mi reconocimiento por la cariñosa acogida que me han dispensado; mas ¿por qué se ha de agradecer a un hombre el que vuelva a su país natal? Estoy seguro de que la señorita Antonia no lo cree necesario.

– No, señor, indudablemente no -replicó con aquella franqueza de modales, grave y tranquila, que caracterizaba todas sus manifestaciones-. Pero, cuando ese hombre vuelve, como vuelve usted, hay que felicitarse de ello… por el bien de ambos.

Martín Decoud no dijo nada de lo que últimamente había resuelto. A nadie habló de ello la menor palabra, y hasta después de quince días no lo dejó traslucir, preguntando a la señora Gould (en cuya tertulia, como es de suponer, había sido admitido al punto), inclinada la silla hacia la dueña de la casa con aire de familiaridad distinguida, si no descubría en él, aquel día, un cambio notable -cierta gravedad desusada. A esto, la interrogada se volvió de cara al preguntón mirándole con ojos escudriñadores y esbozando en silencio una sonrisa; gesto peculiar que le comunicaba una gracia fascinadora por cierto dejo de sutil propensión a servir a los demás olvidándose de sí propia, que se revelaba en la prontitud y viveza de su atención. Decoud añadió imperturbable que había dejado de creerse un ser inútil en el mundo, y a continuación le explicó que en aquel momento tenía delante al periodista de Sulaco. La señora de Gould volvió al punto el rostro hacia Antonia, que estaba sentada, erguido el busto, en el ángulo de un sofá español, de alto y vertical respaldo, agitando lentamente un gran abanico negro sobre las curvas de su señoril semblante, cruzados uno sobre otro los pies, cuyo calzado asomaba las puntas bajo de la fimbria de su falda negra. Los ojos de Decoud se fijaron también allí. La señorita Avellanos, según dijo aquél en voz baja, estaba enterada de su nueva e inesperada vocación, que por regla general en Costaguana era una especialidad de negros semiilustrados y de abogados sin un céntimo. Y luego, afrontando con una especie de cortés descaro la mirada de la señora de Gould, que ahora se había vuelto a él con expresión de simpatía, profirió las palabras: "¡Pro patria!"

Lo ocurrido era que había cedido sin demora a los apremiantes ruegos de don José para que tomara a su cargo la dirección de un periódico, destinado a ser el "portavoz de las aspiraciones de la provincia". Era una idea que el viejo diplomático había acariciado de muy atrás. El material de imprenta necesario (en modesta escala) y una abundante consignación de papel se habían recibido de Norteamérica hacía algún tiempo; únicamente faltaba el hombre idóneo. El mismo señor Moraga no había podido hallar ninguno en Santa Marta; y el asunto a la sazón se había hecho urgente; era absolutamente indispensable algún diario que contrarrestara el efecto de las mentiras propagadas por la prensa monterista, en la que se sucedían sin interrupción las calumnias atroces, las proclamas al pueblo, excitándole a levantarse puñal en mano y exterminar de una vez y por siempre a todos los blancos, a los anacrónicos restos de los godos, momias siniestras, paralíticos impotentes que conspiraban con los extranjeros para enajenar los territorios del país y esclavizar a sus habitantes.

El clamor de este Liberalismo Negro asustaba al señor Avellanos. El único remedio era un periódico. Y ahora que se había hallado en Decoud el hombre admirablemente habilitado para tal menester, apareció un rótulo con enormes letras negras pintadas entre las ventanas que se abrían sobre los arcos del piso bajo de una casa situada en la plaza. Era la inmediata al gran bazar de Anzani, donde se vendían zapatos, sedas, artículos de hierro, muselinas, juguetes de madera, figurillas de plata para exvotos (brazos, piernas, cabezas, corazones), específicos y hasta algunos libros polvorientos en rústica, la mayor parte en francés. Los enormes caracteres negros formaban las palabras "Oficinas de El Porvenir". De ahí salía tres veces por semana el periódico de solas dos hojas, escrito por Martín, y el marrullero dueño del bazar, que con su cara amarillenta, holgado traje negro y zapatillas de alfombra, andaba husmeando de aquí para allá por delante de las varias puertas de su establecimiento, saludaba con una profunda inclinación soslayada al periodista de Sulaco, que entraba y salía, ocupado en el desempeño de su augusta misión.

Capítulo IV

Tal vez para cumplir con los deberes de esa misión, hubiera ido a presenciar la partida de las tropas. A no dudarlo, el número siguiente de El Porvenir describiría el acontecimiento; pero su director, recostado sobre el landó, no daba muestras de prestar atención a ninguna cosa. La compañía de infantería, que, alineada de tres en fondo, cerraba el paso al muelle, al venírsele encima la gente, simulaba cargar a la bayoneta con un temeroso chocar de aceros; y entonces la multitud de curiosos retrocedía en masa hasta meterse debajo de los hocicos de los enormes mulos blancos. A pesar del gran gentío, sólo se oía un sordo y prolongado murmullo. Una parda bruma de polvo enturbiaba el ambiente, donde los jinetes, rodeados de pelotones de paisanaje aquí y allá, descollaban sobre los de a pie, de las caderas para arriba, vueltos a mirar en la misma dirección. Casi todos llevaban a la grupa un amigo, que se sostenía asido con ambas manos a los hombros del compañero; y las alas de sus sombreros al tocarse formaban una especie de disco con dos conos de agudo vértice encima, y dos caras debajo. De cuando en cuando un mozo dirigía con voz ronca ciertas palabras a un conocido de las filas, o una mujer gritaba de pronto un ¡Adiós!, seguido de un nombre de pila.

El general Barrios, que por todo uniforme usaba una especie de blusa azul de color desvaído, sujeta al talle por un cinto, y pantalones blancos, muy anchos de arriba y estrechos de abajo, que caían sobre unas extrañas botas rojizas, permanecía con la cabeza descubierta y algo inclinado, apoyándose en un grueso bastón. "¡No! El se había conquistado gloria militar suficiente para saciar a cualquiera", le había repetido a la señora de Gould, intentando a la vez presentar una figura galante. Un bigote raquítico, que apenas merecía tal nombre, compuesto de unos cuantos pelos negrísimos, le sombreaba ligeramente el labio superior; tenía nariz prominente, mandíbula inferior puntiaguda y larga, y un parche de seda negra sobre un ojo. El otro, pequeño y hundido, miraba errante en todas direcciones con vaguedad afable. Los pocos espectadores europeos, hombres todos, que, como es natural, habían ido reuniéndose cerca del carruaje de los Gould, dejaban traslucir en la seriedad de sus rostros la impresión de que el general debía de haber ingerido demando ponche (ponche sueco importado en botellas por Anzani) en el Club Amarillo, antes de encaminarse con su estado mayor al puerto, galopando furiosamente. La señora de Gould se inclinó con gravedad y manifestó su convicción de que al general le aguardaba dentro de breve tiempo una gloria todavía mayor.

– ¡Señora! -replicó aquél con gran vehemencia- ¡Reflexione usted en nombre de Dios! ¿Qué gloria puede haber para un hombre como yo en vencer a ese calvo embustero de bigote pintado?

Pablo Ignacio Barrios, hijo de un alcalde de aldea, general de división, comandante en jefe del distrito militar occidental, no frecuentaba el trato de la alta sociedad de Sulaco. Prefería las reuniones familiares de hombres solos, donde pudiera referir historias de la caza del jaguar; alardear de su destreza para ejecutar con el lazo suertes difíciles, inaccesibles del todo "para los casados," según el dicho de los llaneros; referir incidentes de extraordinarias carreras nocturnas a caballo, encuentros con toros bravíos, luchas con cocodrilos, aventuras en los grandes bosques, travesías de ríos, hinchados por los aguaceros. Y no era pura fanfarronería la que inspiraba los recuerdos del general, sino genuino amor de la vida salvaje que había llevado en sus días juveniles, antes de volver para siempre la espalda a la bordada techumbre de la toldería paterna en los bosques. En sus correrías había llegado hasta Méjico, donde peleó contra los franceses al lado de Juárez (según decía), siendo el único militar de Costaguana que había luchado contra tropas europeas en formal batalla. Este hecho rodeó de gran lustre su nombre, hasta que vino a quedar eclipsado por la ascendente estrella de Montero. Barrios había sido toda su vida un jugador empedernido. Sin el menor empacho traía a cuento la historia, generalmente conocida, de que una vez durante cierta campaña (estando al mando de una brigada), se había jugado los caballos, las pistolas, los arreos y hasta las mismas charreteras en una partida al monte con sus coroneles, la noche antes de la batalla. Por último, envió con escolta su espada (valioso regalo, de empuñadura de oro) a la ciudad más próxima, situada a retaguardia de la posición que ocupaba, para ser empeñada en quinientas pesetas en casa de un comerciante medio dormido y asustado. Al romper el día, no le quedaba un céntimo de aquella cantidad, y entonces se levantó muy tranquilo y dijo estas únicas palabras: "Ahora a pelear hasta morir." Desde aquella fecha adquirió la convicción de que un general puede conducir muy bien sus tropas al combate con un sencillo palo en la mano. "Y así lo he venido haciendo después acá", solía decir.

Andaba siempre abrumado de deudas; aun en los períodos de esplendor, entre sus variadas vicisitudes de general de Costaguana, tenía siempre sus uniformes, galonados de oro, empeñados en casa de algún negociante. Y, al fin, para evitar las incesantes dificultades de vestuario a que le condenaba la ambición de logreros, empezó a mostrar su desdén por el atavío militar, usando unas excéntricas blusas, generalmente muy usadas; costumbre que llegó a ser en él una segunda naturaleza. Pero el partido a que Barrios se uniera no tenía que temer ninguna traición política. Su temple de soldado neto no se avenía con el innoble tráfico de comprar y vender victorias. Un miembro extranjero del cuerpo diplomático de Santa Marta expresó el juicio que había formado de él con estas palabras: "Barrios es un hombre de inmaculada honradez y algún talento para la guerra, mais il manque de tenue." Después del triunfo de los riveristas, obtuvo el mando occidental, que tenía fama de ser lucrativo, sobre todo por manejos de sus acreedores (los comerciantes de Santa Marta, todos grandes políticos), que movieron cielo y tierra en interés propio públicamente, y en privado acosaron al señor Moraga, el poderoso agente de la mina de Santo Tomé, con exageradas lamentaciones, exponiendo que si no salía nombrado el general, "todos saldremos arruinados". En la larga correspondencia del señor Gould padre con su hijo, se hace alguna mención de este nombramiento, de un modo incidental, pero favorable, afirmando que sobre todo se había hecho en atención a la sólida honradez política de Barrios. Nadie ponía en tela de juicio la bravura personal del matador de tigres, como el populacho le llamaba. Con todo eso, se murmuraba que no siempre le sonreía la fortuna en los campos de batalla…, pero la que ahora iba a empeñarse había de ser el principio de una era de paz. Los soldados le querían por su genio sencillo y afable, y esta condición unida a su lealtad hacía que Barrios pareciera una rara y preciosa flor, brotada inesperadamente en el muladar de la corrupción revolucionaria. Cuando el general cabalgaba por las calles durante alguna parada militar, el desdeñoso buen humor, que reflejaba su ojo solitario al espaciar la mirada sobre la muchedumbre, hacía prorrumpir a ésta en estruendosas aclamaciones. Sobre todo las mujeres del populacho sentían una verdadera fascinación al contemplar la típica fisonomía de Barrios con su nariz colgante, barbilla puntiaguda, grueso labio inferior y el negro parche de seda con la venda que le cruzaba al sesgo la frente. Su elevada categoría le procuraba siempre un auditorio de caballeros para el relato de sus aventuras deportivas, que él sabía narrar minuciosamente con sencilla y grave jovialidad. En cuanto al trato con señoras, le hallaba pesado por las restricciones que imponía sin recompensa equivalente, a lo que Barrios podía apreciar. Tal vez no hubiera hablado tres veces con la señora de Gould desde que tomó posesión de su alto mando; pero la había visto cabalgar con frecuencia en compañía del señor administrador, y encantado del desembarazo y destreza con que manejaba el poney, dijo que la señora inglesa tenía en la mano de la brida más talento que todas las mujeres de Sulaco en la cabeza. De ahí que se hubiera sentido impulsado a mostrar la mayor cortesía al despedirse de una mujer que no vacilaba en la silla, además de reunir el predicamento de ser la esposa de un personaje importantísimo para quien, como él, andaba siempre escaso de fondos. Y extremó su obsequiosidad encargando al ayuda de campo que tenía al lado (un capitán bajo y grueso con cara de tártaro) que trajera un cabo con varios números y los mandara ponerse en fila frente al carruaje, para que la multitud en sus oleadas de retroceso no "incomodara a las mulas de la señora" Luego, vuelto al pequeño grupo de silenciosos europeos que estaban mirando a corta distancia, alzó la voz y dijo en tono protector: -Señores, no tengan ustedes aprensión ninguna. Sigan ustedes construyendo tranquilamente su ferrocarril…, sus vías de comunicación, sus telégrafos, sus… Costaguana tiene bastante riqueza para pagarlo todo…, y si así no fuera, yo no estaría aquí. ¡Ja, ja! No den ustedes importancia a esta picardihuela de mi amigo Montero. Dentro de muy poco verán ustedes sus pintados bigotes por entre las barras de una fuerte jaula de madera. ¡Sí, señores! No teman nada. ¡A desenvolver la riqueza del país! ¡A trabajar! ¡A trabajar!

El reducido grupo de ingenieros oyó esta exhortación sin proferir una palabra, y después de agitar la mano despidiéndose de ellos con aire autoritario, habló a la señora de Gould en los siguientes términos:

– Eso es lo que debemos hacer, según dice don José. ¡Ser emprendedores! ¡Trabajar! ¡Enriquecernos! A mi me toca meter a Montero en una jaula, y, cuando este asuntillo esté terminado, entonces se cumplirán los deseos de don José, y llegaremos a ser ricos, todos sin excepción, como tantos ingleses, porque el dinero es el que salva a un país, y…

Pero en este momento un joven oficial, de uniforme flamante, llegando apresurado del muelle, interrumpió la interpretación que el general estaba haciendo de las aspiraciones del señor Avellanos. El general hizo un movimiento de impaciencia; el otro siguió hablándole insistentemente con aire de respeto. Los caballos del estado mayor estaban ya embarcados, la lancha de vapor aguardaba al general en la escalera del embarcadero; y Barrios en vista de ello, tras una fiera mirada de su ojo único, empezó a despedirse. Don José se levantó y pronunció mecánicamente una frase apropiada a las circunstancias. Hallábase quebrantado por la agitación de sus vehementes sentimientos de esperanza y temor, y parecía economizar las últimas chispas de su fogosa elocuencia para los esfuerzos oratorios, que habían de tener eco en la lejana Europa. La grave Antonia, firmemente apretados los rojos labios, volvía la cara a un lado al abrigo del levantado abanico, y Decoud, no obstante sentir sobre él los ojos de la joven, persistía en mirar a lo lejos, apoyado en el codo con aire de la más completa indiferencia. La señora de Gould ocultaba heroicamente su desencanto ante la presencia de hombres y sucesos, que tan mal se avenían con sus convencionalismos de raza; desencanto tan hondo, que no hallaba términos adecuados en que confesarle a su mismo esposo. Ahora comprendía mejor su muda reserva. Las verdaderas confidencias íntimas entre ambos consortes se efectuaban, no al quedar solos en casa, sino en público, cuando al encontrarse rápidamente sus miradas, comentaban con ellas algún nuevo sesgo de los acontecimientos. Emilia había aprendido en la escuela de Carlos a encerrarse en un silencio incondicional, único posible, ya que tantas cosas, a su juicio, repulsivas, absurdas y grotescas, debían ser aceptadas como normales en aquel país para realizar sus propósitos. Indudablemente la grave y severa Antonia mostraba mayor madurez y una calma imperturbable; pero en cambio, no acertaba a reconciliar sus repentinos desfallecimientos con una afable movilidad de expresión.

La señora de Gould dio un adiós sonriente a Barrios, hizo una venia a los europeos diciéndoles en tono afectuoso: "Espero verles a ustedes pronto en casa", y luego añadió, nerviosamente vuelta a Decoud: "Suba usted, don Martín." Los europeos contestaron descubriéndose, y Decoud abrió la portezuela del carruaje, mientras murmuraba para sí en francés: "Le sort en est jeté." Estas palabras le causaron a la dueña del landó una especie de exasperación. Parecía incomprensible que una persona tan inteligente como el señor Decoud no cayera en la cuenta de que ella y su esposo habían comprometido hacía largo tiempo en aquel juego desesperado el bienestar y las esperanzas de su vida. Para ellos la suerte estaba echada desde muy atrás, desde que se habían resuelto a emprender la explotación de la mina.

A lo lejos sonaron aclamaciones, voces de mando, y un redoble de tambores que saludaba la partida del general. Algo parecido a un leve síncope asaltó a la señora de Gould, y miró inexpresivamente al tranquilo semblante de Antonia, preguntándose qué sería de su querido Carlos si aquel hombre absurdo fracasaba.

A la casa, Ignacio -gritó, vuelta a la inmóvil y ancha espalda del cochero, que cogió las riendas sin prisa, murmurando entre dientes:

– Si, sí, niña. Sí, a la casa.

El carruaje rodó silencioso en el blando camino. Las sombras se prolongaban sobre el polvoriento llano, que presentaba aquí y allá oscuras masas de arbustos, montones de tierra excavada, construcciones achatadas de madera con cubiertas de chapa de hierro acanalada, pertenecientes a la Compañía del Ferrocarril; y la hilera rala de postes de telégrafos se alejaba oblicuamente de la ciudad, llevando un solo alambre, casi invisible, al interior del gran campo, a modo de vibrante tentáculo de aquel progreso, que aguardaba a la puerta un momento de paz para penetrar y arrollarse al fatigado corazón del país.

La ventana del café del Albergo d'Italia Una aparecía ocupada por las tostadas y barbudas caras de los ferroviarios. Pero en el extremo opuesto de la casa, el departamento de los signori inglesi, el viejo Giorgio, de pie a la puerta con una de sus hijas a cada lado, descubría su peluda cabeza, blanca como la nieve del Higuerota. La señora de Gould mandó parar el carruaje. Rara vez dejaba de hablar a su protegé; pero, además, la excitación, el calor y el polvo le habían dado sed. Pidió un vaso de agua. Giorgio envió por él a las niñas y se acercó expresando viva satisfacción en su arrugado rostro. No gozaba con frecuencia la ocasión de ver a su bienhechora, que, por ser inglesa, añadía un nuevo título a su estimación. En breves palabras excusó la ausencia de su esposa: era un mal día para ella; los accesos de opresión que sentía (y se golpeó el pecho) no le permitían moverse de la silla.

Decoud, acurrucado en el rincón de su asiento, observaba con aire tétrico al viejo revolucionario y de pronto le disparó a quema ropa:

– Bien, y ¿qué piensa usted de las fuerzas que acaban de salir?

El veterano, mirándole con cierta curiosidad, manifestó cortésmente que la tropa había marchado muy bien. El tuerto Barrios y sus oficiales habían hecho maravillas con los reclutas en poco tiempo. "Esos indios, cazados ayer, como quien dice, han evolucionado a paso redoblado como bersaglieri." Además parecían bien alimentados y tenían uniformes completos. "¡Uniformes!" repitió con una incipiente sonrisa de lástima. Sus ojos penetrantes y fijos reflejaron una sombría reminiscencia. No había ocurrido lo mismo en su tiempo, cuando los hombres amantes de la libertad peleaban contra la tiranía en los bosques del Brasil, o en los llanos del Uruguay, matando a medias el hambre con carne de vaca casi cruda y sin sal, mal vestidos y con un cuchillo atado a un palo por todo armamento. "Pero, así y todo, solíamos derrotar a los opresores", concluyó con arrogancia.

Su animación decayó de pronto, y el leve gesto que hizo con la mano expresó desaliento; pero añadió que, a petición suya, un sargento le había enseñado el nuevo fusil. No se conocía tal arma en sus días de lucha; y si con ella Barrios no era capaz de…

– Sí, sí, seguramente -interrumpió don José, casi temblando de ansiedad-. No tenemos nada que temer. El bueno del señor Viola es hombre de experiencia. Poseemos un fusil de una eficiencia terrible, ¿no es así? Usted, mi querido Martín, ha cumplido admirablemente su misión.

Decoud, echándose atrás con aire tétrico, se puso a mirar al viejo Viola.

– ¡Ah! Sin duda tenemos aquí un hombre de experiencia. Y ¿se puede saber por quién está usted allá en su interior?

La señora de Gould se inclinaba en este momento sobre las niñas. Linda había traído en una bandeja un vaso de agua con pulcritud extrema: y Gisela presentó a su bienhechora un ramo de flores, cogidas a prisa.

– Por el pueblo -contestó con firmeza el garibaldino.

– Por el pueblo estamos todos… en resumidas cuentas.

– Sí -replicó en tono destemplado el viejo- Y entre tanto ese pueblo pelea por ustedes. ¡Ciegos! ¡Esclavos!

En aquel momento un joven del cuerpo de ayudantes, que trabajaban en el trazado de la vía, llamado Scarfe, salió por la puerta del grupo de habitaciones reservadas para los signori inglesi. Había bajado al alojamiento general de un punto de la línea en una máquina sin carga de vagonetas, y acababa de tomar un baño y mudarse de ropa. Era un mozalbete de simpático aspecto y la señora de Gould le dio la bienvenida.

– Es para mi una deliciosa sorpresa el verla a usted, señora de Gould. Llego en este momento. Bien, como de ordinario; pero he llegado tarde a todo, por supuesto. La despedida de las tropas terminó hace unos quince minutos, y según mis noticias, en casa de don Justo López ha habido un gran baile la noche pasada.

– Efectivamente -intervino Decoud en correcto inglés-, los jóvenes patricios han estado bailando antes de marchar a la guerra con el gran Pompeyo.

El joven Scarfe se le quedó mirando atónito.

– No he tenido el honor de conocer a usted…

Pero la señora de Gould se apresuró a hacer la presentación:

– El señor Decoud…, el señor Scarfe.

– ¡Ah! Pero nosotros no vamos a Farsalia -protestó don José con nervioso apresuramiento también en inglés-. Déjese usted de esas bromas, don Martín.

La anhelosa respiración de Antonia denunciaba la turbación que le causaban aquellos temores de derrota envueltos en una alusión histórica.

El joven ingeniero no entendía una palabra.

– ¿Farsalia? ¿Gran Pompeyo? -murmuró vagamente.

– Por fortuna Montero no es un César -continuó Decoud- ni los dos Monteros juntos harían una decente parodia de César. -Se cruzó de brazos y miró al señor Avellanos, que había vuelto a su inmovilidad-. Únicamente usted, don José, es un viejo romano de cuerpo entero -vir Romanus-, elocuente e inflexible.

Desde que oyó pronunciar el nombre de Montero, el joven Scarfe se sintió aguijado del deseo de manifestar ingenuamente su opinión. Y así lo hizo con voz vibrante y fresca. Esperaba que al tal Montero le dieran el golpe de gracia acabando con él de una vez. Holgaba decir lo que sería del ferrocarril si la revolución triunfaba. Probablemente habría que abandonarlo. No sería el primer caso que ocurriera en Costaguana. "Porque, ¿sabe usted?, es una de sus cosas nacionales", añadió haciendo ademán de olfatear, como si la expresión anterior tuviera un olor sospechoso para su profunda experiencia de los asuntos sudamericanos. Y, por supuesto, siguió charlando con animación, había sido para él una fortuna inmensa que a su edad le incluyeran en el personal técnico "de un proyecto tan importante como aquel, ¿sabe usted?" Esto le aseguraba un gran ascendiente por toda la vida entre sus compañeros. "Por consiguiente…, ¡abajo Montero, señora de Gould!" Su cándida jovialidad se desvaneció lentamente ante la unánime seriedad de los rostros vueltos hacia él en el carruaje, únicamente el bueno de don José, cuyo céreo semblante permanecía inmóvil, seguía con la vista fija en la lejanía, como si nada hubiera oído. Scarfe conocía poco a los Avellanos. No daban bailes, y Antonia nunca aparecía en la ventana del piso bajo, según solían hacerlo otras señoritas, acompañadas de mujeres de edad, para pelar la pava con los señores a caballo en la calle. Por lo visto las miradas de tales criollos no decían nada a su corazón. Pero ¿qué le pasaba a la señora de Gould para portarse tan fríamente? "Siga usted, Ignacio", dijo al cochero, y al pobre Scarfe sólo le contestó con una lenta inclinación de cabeza. Para mayor confusión del muchacho, el individuo carirredondo y afrancesado prorrumpió en una carcajada sarcástica. Scarfe se ruborizó hasta lo blanco de los ojos, y volviéndose a Giorgio Viola, que había retrocedido con las niñas, sombrero en mano, le dijo con alguna aspereza:

– Necesito un caballo para dentro de poco.

– Lo tendrá usted, señor. Los hay en abundancia -murmuró el garibaldino, acariciando con sus rudas manos la cabellera de las dos muchachas, una negra con reflejos bronceados, y otra rubia de tinte cobrizo.

La muchedumbre que regresaba de presenciar la partida de las tropas levantaba una gran polvareda en el camino. Los de a caballo fijaron la atención en el grupo.

– Id al lado de vuestra madre -dijo hablando con sus hijas- Se están haciendo mozas al paso que yo me voy haciendo viejo, y no hay nadie…

Miró al joven ingeniero y se quedó cortado como si despertara; luego, cruzando los brazos sobre el pecho, tomó su postura acostumbrada, apoyando la espalda en la jamba de la puerta y la mirada fija en la cima del Higuerota.

En el carruaje, Martín Decoud, revolviéndose en el asiento, como si no lograra postura cómoda, murmuró, aproximándose a Antonia: "Supongo que usted me odia." Y a continuación en voz alta empezó a felicitar a don José porque todos los ingenieros del ferrocarril en construcción eran convencidos riveristas. Sin duda había que felicitarse por el interés de todos aquellos ingenieros.

– Ya ha oído usted a éste mostrar su ilustrada benevolencia. Agrada pensar que la prosperidad de Costaguana sirva de alguna utilidad al mundo.

– Scarfe es muy joven, un chiquillo todavía -observó tranquilamente la señora de Gould.

– Y muy cuerdo para su edad -replicó Decoud- Pero aquí se nos presenta la verdad desnuda saliendo de la boca de ese muchacho. Tiene usted razón, don José. Las riquezas naturales de Costaguana son de importancia para la progresiva Europa, representada por ese mozalbete; ni más ni menos que la de nuestros antepasados españoles lo fue, hace tres siglos, para las demás naciones del antiguo mundo, representadas por los atrevidos filibusteros. Sobre nuestro carácter pesa una maldición esterilizadora: Don Quijote y Sancho Panza, el espíritu caballeresco y el materialismo, sentimientos de visionaria idealidad y un zafio sentido de la moral, violentos esfuerzos por elevarnos a un régimen de justicia y una aceptación sumisa de todas las formas de corrupción. Después de poner en conflagración un continente para conquistar nuestra independencia, vinimos a parar en ser presa rendida de una parodia democrática, víctimas impotentes de granujas y matones, con instituciones de ridícula comedia y leyes de pura farsa, y ¡con un amo como Guzmán Bento! Y a tal extremo ha llegado nuestra abyección, que cuando un hombre como usted ha despertado la conciencia cívica del país, un bárbaro tan estúpido como Montero -¡cielos, un Montero!- nos hace temblar con sus amenazas, y un indio tan sandio y fanfarrón como Barrios es nuestro defensor.

Pero don José, sin darse por enterado de aquella virulenta filípica -como si nada de ella hubiera oído-, emprendió la defensa de Barrios. El hombre, a su juicio, poseía capacidad suficiente para la empresa que se le había confiado en el plan de campaña. Su actuación se reducía a un movimiento ofensivo, tomando por base a Cayta, contra el flanco de las fuerzas revolucionarías, que avanzaban desde el Sur hacia Santa Marta, defendida por otro ejército en cuyas filas se contaba el presidente-dictador. Don José hablaba con animación y facundia, inclinado ansiosamente ante la mirada atenta de su hija. Decoud, reducido al silencio por la fogosa perorata del anciano, no profirió una palabra.

Las campanas de la ciudad tocaban al Ángelus cuando el carruaje penetró por la vieja puerta, que se abría frente al puerto, presentando el aspecto de un monumento informe de follaje y piedra. El sordo estruendo de las ruedas bajo del arco sonoro fue taladrado por un grito extraño y penetrante. Decoud vio desde su asiento al gentío, que regresaba a pie detrás del coche por el camino, volver las cabezas, envueltas en embozos y cubiertas por sombreros, para mirar a la locomotora. Esta se alejaba, como una flecha, oculta tras la casa de Viola, bajo de una blanca faja de vapor, que parecía diluirse en el prolongado alarido, histérico y anheloso, de la máquina, alarido con dejos de triunfo bélico. Fue a modo de una visión de ensueño la que ofreció aquel clamoroso fantasma de la locomotora al cruzar el pasaje abovedado y hacer sobresaltarse a la multitud que volvía de presenciar un espectáculo militar hollando con pasos silenciosos el camino polvoriento. Era un tren de material ferroviario que regresaba del Campo a los cercados de empalizadas. Los vagones vacíos rodaban ligeros sin estrépito de ruedas ni temblor del suelo. El maquinista al pasar por la casa de Viola saludando con el brazo levantado, dio contravapor antes de entrar en la estación; y cuando se extinguió el agudo silbido del vapor que accionaba los frenos, una serie de choques violentos y bruscos, mezclados con tintineos de las cadenas de acoplamiento formó un tumulto de martillazos y hierros sacudidos bajo de la bóveda de la entrada.

Capítulo V

El carruaje de los Gould fue el primero que volvió del puerto a la desierta ciudad. Al llegar al antiguo pavimento de mosaico, roto y deshecho por roderas y hoyos, el grave Ignacio había puesto el tiro al paso a fin de que no se estropearan los muelles del landó parisiense; y Decoud en su asiento contemplaba con aire sombrío el aspecto interior de la entrada. Dos torres laterales, gruesas y bajas, sostenían una masa de masonería, coronada por matas de hierbas. Encima de la clave del arco sobresalía un escudo de piedra gris, cuyos bordes se enrollaban en gruesas volutas, con las armas de España casi borradas, como para recibir una nueva divisa, característica del progreso iniciado.

El estruendo percutiente de los topes de los vagones pareció aumentar la irritación de Decoud, y después de murmurar entre sí algunas palabras, empezó a hablar alto en frases secas e iracundas que caían sobre el silencio de las dos mujeres. Ellas no le miraban. Don José, con su céreo semblante de tez semitransparente, protegido por el ala de su sombrero gris flexible, se mecía un poco, por efecto de las sacudidas del carruaje, al lado de la señora de Gould.

– Este ruido hace resaltar el sentido de una verdad muy antigua. Decoud habló en francés, tal vez para que no se enterara Ignacio, sentado en el pescante, a corta distancia de él. El viejo cochero, cuya espaciosa espalda aparecía cubierta por una chaqueta corta galonada en plata, tenía enormes orejas de gruesos pabellones, separados de su rapada cabeza.

– Sí: el ruido que ha sonado fuera del muro de la ciudad es nuevo, pero el principio es viejo.

Durante un rato desahogó en murmullos su descontento, y luego empezó de nuevo, mirando de soslayo a Antonia.

– Yo me imagino a nuestros antepasados, con morriones y corazas, apostados fuera de esta puerta, y a una banda de aventureros que acaban de desembarcar en el puerto. Ladrones por supuesto. Y especuladores también. Sí, todas y cada una de sus expediciones eran negocio de graves y respetables personajes de Inglaterra. Eso es historia, como repite sin cesar ese absurdo capitán Mitchell.

– Las providencias de Mitchell para el embarque de las tropas han sido excelentes -protestó don José.

– ¡Bah! En realidad son cosas del marino genovés. Pero, volviendo a mis ruidos, en tiempos pasados solía oírse fuera de esa puerta sonido de trompetas, de trompetas guerreras. Estoy seguro de que eran trompetas. He leído no sé dónde que el principal de esa cuadrilla de aventureros, Drake, solía comer solo en su camarote del barco al son de las trompetas. En aquellos días nuestra ciudad poseía abundantes riquezas. Los filibusteros venían a robarlas. Ahora el país entero se ha convertido en una especie de tesorería, y una turbamulta de extranjeros la invaden, mientras nosotros nos entretenemos en degollarnos. Lo único que les contiene un poco es la envidia mutua, pero llegarán a entenderse algún día, y para cuando nosotros hayamos arreglado nuestras diferencias el país estará del todo esquilmado. Siempre ha sucedido lo mismo. Somos un pueblo admirable, y, no obstante eso, parecemos destinados sin remedio a ser -no dijo "robados", pero añadió después de una pausa- "explotados".

La señora de Gould dijo:

– ¡Oh! Eso es injusto.

Y Antonia interpuso apresuradamente:

– No le conteste usted, Emilia. Todo lo que habla va contra mí.

– Seguramente no creerá usted que aluda para nada a don Carlos -repuso Decoud.

En aquel momento el carruaje se detuvo ante la puerta de la casa Gould. El joven ofreció la mano a las señoras, que entraron juntas delante. Don José las siguió al lado de Decoud, y el viejo portero gotoso se arrastró detrás con pasos vacilantes, llevando en el brazo algunas ligeras prendas de abrigo.

Don José deslizó la mano por debajo del brazo del periodista del partido gobernante.

– Es necesario que El Porvenir publique un artículo largo y entusiasta acerca de Barrios y el poder irresistible de su ejército de Cayta. Hay que sostener la moral del país. Además debemos cablegrafiar extractos alentadores a Europa y a los Estados Unidos, a fin de dar en el extranjero una impresión favorable.

Decoud musitó:

– ¡Oh!, sí, tenemos que confortar a nuestros amigos, los especuladores.

La prolongada galería se hallaba sepultada en la sombra proyectada por la espesa hilera de plantas, que erguían a lo largo de la balaustrada sus corolas inmóviles; y todas las salas de recepción tenían abiertas sus puertas vidrieras. En el extremo más lejano se extinguió un leve retiñir de espuelas.

Basilio, de pie junto a la pared, dijo en voz sumisa al pasar las señoras:

– El señor administrador acaba de llegar de la montaña.

En el amplio salón, bajo de la blanca superficie del alto cielo raso, los grupos de antiguos muebles españoles y de otros modernos europeos se contraponían con cierto aire hostil; y aparte brillaba un servicio de té, de plata y porcelana, entre un grupo de sillas minúsculas, como un remedo de boudoir femenino, que daba al conjunto un sello de intimidad y delicadeza.

Don José se acomodó en su mecedora con el sombrero entre las rodillas, y Decoud empezó a ir y venir todo a lo largo de la estancia, pasando por entre las mesas cargadas de chucherías, y desapareciendo casi tras de los elevados respaldos de los sofás de cuero. Pensaba en el enojo que había observado en la cara de Antonia y confiaba en lograr hacer las paces con ella. No se había quedado en Sulaco para enajenarse el cariño de la joven.

Martín Decoud estaba irritado consigo mismo. Todo lo que veía y oía a su alrededor chocaba violentamente con las ideas que él había adquirido en Europa en materia de civilización. Contemplar las revoluciones desde la distancia de un bulevar parisiense no era lo mismo que tocar sus consecuencias. Aquí, sobre el terreno, no cabía desentenderse de la tragedia bufa de tales alteraciones con la expresión: ¡Qué farsa!

La realidad de la acción política le impresionaba más íntimamente y le hería en lo hondo por el hecho de creer Antonia en la causa. La brutalidad de los hechos le sacaban de quicio, y al echarlo de ver, se asombraba de tomar tan en serio cosas que antes miraba como ridículas y despreciables. "Pues, señor -se dijo interiormente-, resulta que soy más costaguanero de lo que pude figurarme."

Pero su escepticismo reaccionó contra la participación política en que le había metido el amor de Antonia, aumentando el desdén antiguo por Costaguana, y, al fin, se calmó diciéndose que en realidad no era un patriota, sino un enamorado.

Las señoras volvieron al salón después de quitarse los sombreros y velos; y el ama de la casa se acomodó en un asiento enano ante la mesita de té. Antonia ocupó su sitio acostumbrado de las horas de recepción, que era el ángulo de un canapé de cuero, donde permaneció en una postura de gracia austera con el abanico en la mano. Decoud, torciendo el curso de su paseo, fue a recostarse sobre el alto respaldo del asiento de la joven.

Por un tiempo le habló al oído en voz baja, inclinándose sobre ella desde atrás, medio sonriendo y con cierta familiaridad que ofrecía disculpas por lo pasado. Antonia tenía el abanico sobre las rodillas, asido negligentemente, y no miró a Decoud, cuyas palabras se hacían cada vez más insistentes y acariciadoras. Al fin el último se aventuró a reír, añadiendo: -No, realmente usted debe perdonarme. A veces tiene uno que ser serio.

Siguió una pausa. Ella volvió un poco la cabeza, y dirigió lentamente hacia Decoud sus ojos azules, aplacados e interrogadores.

– ¿Puede usted creerme serio, cuando cada dos días trato de gran bestia a Montero en El Porvenir". Eso no es una ocupación seria, aunque en realidad ninguna lo es, ni aun debiendo pagar el fracaso con un balazo en el corazón.

La mano de Antonia apretó nerviosamente el abanico.

– Es necesario que el hombre cuerdo deje traslucir alguna razón y sensatez en sus discursos, alguna vislumbre de verdad. Me refiero a la verdad real, que no existe en la política ni en el periodismo. Sencillamente he dicho lo que pensaba, y usted se me enoja. Si usted se dignara reflexionar un poco, vería que he hablado como patriota.

La joven abrió por fin los rojos labios para decir sin acritud:

– Sí, pero usted no toma para nada en cuenta el fin a que se aspira. Hay que servirse de los hombres tales como son. Nadie, a mi juicio, trabaja sin esperar alguna remuneración… a no ser quizá usted, don Martín.

– ¡No lo permita Dios! Es lo último que me agradaría que usted creyera de mí.

Estas palabras fueron pronunciadas con cierto deje de ironía, y Decoud hizo una pausa.

La joven empezó a abanicarse lentamente, sin levantar la mano. Tras, unos minutos de silencio, el enamorado murmuró con apasionamiento:

– ¡Antonia!

La joven sonrió y alargó la mano a estilo inglés a Carlos Gould, que se inclinaba ante ella, mientras Decoud, con los brazos apoyados de plano en el respaldo del sofá, bajaba los ojos murmurando:

– Bonjour!

El señor administrador de la mina Santo Tomé dobló el busto sobre su mujer un momento; y ambos esposos cambiaron breves palabras, de las que solo pudo oírse la frase: "El mayor entusiasmo", pronunciada por la señora de Gould.

– Sí -recomenzó Decoud a media voz-. ¡También él!

– Eso es pura calumnia -replico Antonia con templada severidad.

– Pues pídale usted que sacrifique la mina a la gran causa -musitó Decoud.

Don José hablaba entre tanto en voz alta, y se frotaba alegremente las manos. El aspecto excelente de las tropas y la gran cantidad de fusiles, nuevos y mortíferos en los hombros de aquellos bravos parecían haberlo henchido de una confianza sin límites.

Carlos Gould, altaricón y enjuto ante la mecedora del antiguo diplomático, escuchaba, pero en su semblante no podía descubrirse nada, fuera de una atención benévola y deferente.

Antonia, en este intervalo, se había levantado y, cruzando el salón, se puso a mirar al exterior por una de las tres grandes ventanas que daban la calle. Decoud la siguió. Las maderas estaban abiertas de par en par, y él se apoyó en el espesor del muro. Los largos pliegues de la cortina de damasco, al caer rectos desde la ancha cornisa de bronce, le ocultaban en parte a la vista de los que estaban en la sala. Cruzóse de brazos y miró fijamente el perfil de Antonia.

La gente que volvía del puerto llenaba las aceras de ruido de sandalias y murmullo de voces que subían hasta la ventana. De cuando en cuando, un coche rodaba despacio sobre el desunido enlosado de la calle de la Constitución. No había muchos carruajes particulares en Sulaco; en la hora de mayor concurrencia en la Alameda podían contarse de un vistazo. Los grandes trenes de familia oscilaban en sus altas suspensiones de cuero, ocupados por bellos rostros empolvados, en que brillaban ojos negros, de intensa vivacidad.

Primeramente pasó don Justo López, presidente de la Diputación provincial, acompañado de sus tres encantadoras hijas, vestido de gran etiqueta con levita negra y corbata blanca acartonada, como cuando dirigía los debates desde su elevada tribuna.

Aunque todos alzaron los ojos, Antonia no saludó agitando la mano, como de costumbre, y los del carruaje afectaron no ver a los dos jóvenes costaguaneros de modales europeos, cuyas rarezas se discutían tras las enrejadas ventanas de las primeras familias de Sulaco.

Otro de los trenes fue el de la señora viuda de Garcilaso de Valdés, hermosa y respetable, que ocupaba un carruaje de grandes dimensiones. En este enorme vehículo solía viajar desde la ciudad a su casa de campo y de regreso, rodeada de una escolta de criados, con trajes de cuero y sombreros enormes, armados de carabinas, que llevaban en los arzones de las sillas. Era una mujer de ilustre prosapia, altiva, rica y de nobles sentimientos. Su segundo hijo Jaime acababa de partir a la guerra en el estado mayor de Barrios. El mayor, flemático y vicioso, tenía escandalizado a Sulaco con sus disipaciones y jugaba cantidades enormes en el club. En el asiento delantero iban los dos hermanos más jóvenes, ostentando en los sombreros la amarilla escarapela riverista. También la mencionada señora fingió no ver a Decoud en pública conversación a solas con Antonia, pisoteando todas las prescripciones del decoro y la decencia. ¡Ni siquiera era su novio, que se supiera! Pero aun en ese caso no dejaba de haber gran escándalo. La anciana y noble dama, que gozaba del respeto y de la admiración de las principales familias, se habría asombrado aún más si hubiera oído las palabras que entre sí cambiaban los dos jóvenes.

– ¿Dice usted que pierdo de vista el fin? Yo no he tenido más que un fin en la vida.

Ella hizo un movimiento negativo con la cabeza, casi imperceptible, mientras miraba de hito en hito la casa de su familia, gris, deteriorada, y con las ventanas protegidas con barras de hierro, como una cárcel.

– Y por cierto que sería tan fácil de conseguir -continuó Decoud- ese fin, que a sabiendas, o sin saberlo, he guardado siempre en mi corazón, aun desde el día en que usted me maltrató tan horriblemente una vez en París, ¿se acuerda usted?

El enamorado creyó percibir un esbozo de sonrisa en el ángulo de la boca de Antonia.

– Gastaba usted entonces unas despachaderas terribles; era usted una especie de Carlota Corday en traje de colegiala, una patriota feroz. La supuse a usted capaz de clavar un cuchillo en el corazón de Guzmán Bento.

Ella le interrumpió:

– Me hace usted demasiado honor.

– Por lo menos -prosiguió él mudando de pronto el tono por otro de acre ligereza-, sin el menor remordimiento me hubiera usted enviado a darle de puñaladas.

– ¡Ah!, par exemple -murmuró ella en son de protesta.

– Bien -insistió él con acento burlón-, usted me ha hecho quedarme aquí escribiendo necedades mortíferas. Y digo mortíferas, significando que lo son para mi, porque han asesinado mi dignidad. Y ya puede usted figurarse -continuó en tono ligeramente zumbón- que si Montero triunfa, sabrá ajustarme las cuentas en la única forma que un bruto de su laya puede emplear con un hombre de talento que se aviene a llamarle gran bestia tres veces a la semana. Rebajarme a tanto constituye por sí solo una especie de muerte intelectual; pero queda todavía otra en el fondo para un periodista de mis méritos.

– ¡Si triunfa! -exclamó Antonia, pensativa.

– "Usted parece complacerse en ver mi vida pendiente de un hilo -replicó Decoud con franca sonrisa-. Y el otro Montero, "mi leal hermano", como dicen las proclamas, el guerrillero… ¿No he escrito acerca de él que se ocupó en recoger los abrigos de los convidados y mudar los platos en nuestra legación de París, durante las horas no empleadas en espiar a los refugiados de Costaguana en tiempo de Rojas? Esta augusta verdad no pedirá menos que ser lavada con mi sangre. ¡Con mi sangre, señorita! ¿Por qué pone usted esta cara?… Son sencillos apuntes de la biografía de uno de nuestros grandes hombres. Y bien: ¿sabe usted lo que hará conmigo? Hay cierta pared de un convento, al volver la esquina de la Plaza, frente a la puerta de la plaza de toros. ¿La conoce usted? Cae precisamente de cara a la puerta que lleva el rótulo: "Entrada de sombra". ¡Muy propia tal vez! Allí es donde el tío del amo de esta casa entregó su alma anglosudamericana.

"Y advierta usted que a él no le faltó la ocasión de escapar: un hombre que pelea en campo abierto, con armas en la mano, tiene grandes facilidades para huir. Usted me habría dejado partir con Barrios, si sintiera por mí algún interés. Con el mayor gusto habría llevado uno de esos fusiles, en que tanta fe tiene su papá: sí, le habría llevado en las filas de los pobres labriegos e indios, que no entienden nada de razonamientos, ni de política. El sitio más peligroso y desesperado en el ejército más comprometido del mundo hubiera ofrecido mayor seguridad que el puesto en que usted me ha hecho quedarme aquí. El que pelea puede retirarse, pero no el que ha de sostener en pobres ignorantes y tontos el entusiasmo por matar y morir."

Decoud se expresó en un tono matizado de ironía; y la joven permaneció inmóvil, como si no advirtiera su presencia, con las manos un poco crispadas y el abanico colgando de sus dedos entrelazados. Después de una breve pausa, aquél añadió con cierta jocosa desesperación:

– ¡Iré al muro de los fusilamientos!

Pero ni siquiera estas palabras movieron a la joven a volver la cabeza hacia él, y continuó con la vista fija en la casa de los Avellanos, cuyas pilastras carcomidas, cornisas rotas y general deterioro aparecían ahora medio velados por la polvareda levantada en la calle. De toda su persona sólo se movieron los labios para proferir las palabras:

– Martín, usted se ha propuesto hacerme llorar.

El interpelado permaneció silencioso unos instantes, mudo de emoción, agobiado por una especie de dicha pavorosa, rígidas las líneas de la burlona sonrisa en la boca y pintada en los ojos una sorpresa incrédula. El valor de una frase depende de la persona que la pronuncia, porque nada nuevo puede salir de labios humanos; y en sentir de Decoud, aquellas palabras eran las últimas que podía esperar de Antonia. Nunca había llegado a tanta intimidad con ella en todas sus breves conversaciones anteriores; y, sin darle tiempo a que se volviera hacia él, lo que hizo lentamente con austera gracia, empezó a exponer y apoyar sus planes:

– Mi hermana aguarda con ansia el momento de abrazarla a usted. Mi padre está loco de alegría. De mi madre no necesito decir nada, porque ya sabe usted que nuestras madres se querían como hermanas. La semana próxima sale un vapor correo para el sur…: ¿por qué no partir? Ese Moraga es un idiota. A un hombre como Montero se le compra. Es la práctica del país, su tradición, su política. Lea usted la obra de su papá Cincuenta Años de Desgobierno.

– Deje usted en paz al pobre papá. El cree…

– Tengo el mayor cariño a su padre de usted -replicó vivamente Decoud-. Pero a usted la amo, Antonia… Ese Moraga ha llevado desastrosamente el asunto. Y también su padre de usted quizá; no lo sé. Montero podía haber sido sobornado. Supongo que se hubiera contentado con recibir su parte en el famoso empréstito para el desenvolvimiento nacional. ¿Por qué esos estúpidos de Santa Marta no le enviaron a Europa con alguna comisión o cosa parecida? Se hubiera cobrado anticipadamente los honorarios de un quinquenio y marchado a darse la buena vida en París. ¡El grandísimo indio, bruto y feroz a más no poder!

– Es un hombre ebrio de vanidad -replicó Antonia con aire pensativo y sin conmoverse por las vehementes frases de Decoud-. Moraga y otros nos han tenido al corriente de todo. Además había que luchar con las intrigas de su hermano.

– ¡Ah!, si, por supuesto. Usted está enterada: lo sabe todo. Lee usted toda la correspondencia y escribe todos los documentos…, los documentos secretos, redactados aquí mismo, en esta habitación, e inspirados en una ciega diferencia a la pureza política. ¿No tiene usted ahí delante a Carlos Gould? ¡El Rey de Sulaco! El y su mina son la demostración práctica de lo que pudo haberse hecho. ¿Se figura usted que ha triunfado por su fidelidad a la doctrina de la virtud? ¡Y toda esa gente del ferrocarril con su honrada labor! Por supuesto, no discuto la honradez de la empresa. Pero ¿qué adelantamos, si no es posible seguir adelante, a no satisfacer los apetitos de los ladrones? ¿No hubo modo de que alguna persona calificada dijera a ese sir John, o como se llame, que era indispensable comprar a Montero y a toda la pandilla de liberales negros, agarrados a su galonado uniforme? Sí, señorita, no podía prescindirse de comprarle pagando a peso de oro su densa estupidez con botas, sables, espuelas, tricornio de escarapela y todo lo demás.

Ella hizo un leve movimiento de cabeza, y murmuró: -Ha sido imposible.

– ¿Es que lo quería todo, o qué?

La joven le miraba ahora a la cara, de muy cerca e inmóvil en el profundo hueco de la ventana. Sus labios se movían con rapidez. Decoud, apoyada la espalda en el muro, escuchaba con los brazos cruzados, y medio cerrados los ojos. Bebía las inflexiones todas de su voz y observaba el movimiento agitado de su garganta, reflejo del oleaje emocional, que subía del corazón para salir al aire libre en sus palabras llenas de cordura.

El también tenía sus aspiraciones: anhelaba arrancarla de aquellas terribles futilidades de pronunciamientos y reformas. Todo ello era absurdo…, evidentemente absurdo; pero la joven le fascinaba. A veces la aguda sagacidad de una frase rompía el encanto y reemplazaba la fascinación por un involuntario estremecimiento de asombro. Ciertas mujeres (pensaba) se elevaban hasta tocar las regiones del genio. No necesitaba saber, pensar ni comprender. La pasión lo suplía todo. Al oírla expresar algunas observaciones profundas, alguna evaluación de caracteres, algún juicio sobre los acontecimientos, se inclinaba a creer en lo milagroso. En la Antonia mujer hecha veía con extraordinaria viveza la austera colegiala de días no lejanos. Le tenía absorto, pendiente de sus labios; a veces no podía reprimir un murmullo de asentimiento, o bien proponía con toda claridad una objeción. Poco a poco la plática degeneró en discusión, que sostuvieron medio ocultos a las miradas de las personas del salón por los pliegues de la cortina.

Había anochecido. De la profunda zanja sombría, abierta entre las casas, apenas iluminada por los faroles públicos, ascendía el silencio nocturno de Sulaco; el silencio de una ciudad en que sólo transitaban muy pocos carruajes, caballos sin herraduras, gente calzada de sandalias. Las ventanas de la casa Gould arrojaban sus brillantes paralelogramos sobre la de Avellanos. De cuando en cuando se oía ruido de pasos, acompañado del intermitente resplandor de un cigarrillo en la parte baja de los muros; y el aire de la noche, como si se hubiera filtrado por las nieves del Higuerota, refrescaba los rostros de los enamorados.

– "Nosotros, los occidentales -decía Martín Decoud empleando la denominación que a sí propios se daban los provincianos de Sulaco-, hemos vivido siempre separados y de un modo distinto de los demás. Mientras conservemos Cayta, nada puede llegar hasta nosotros. En la prolongada historia de nuestros disturbios no ha habido ejército que franqueara esas montañas. Cualquier revolución en las provincias centrales nos deja enteramente aislados. ¡Vea usted, si no, lo completo que es hoy nuestro aislamiento! La noticia de la expedición de Barrios se cablegrafiará a los Estados Unidos, y sólo por esa vía llegará A Santa Marta, siendo reexpedida por el cable del Atlántico.

"Poseemos las mayores riquezas, la mayor fertilidad, la mayor pureza de sangre en nuestras principales familias, la población más laboriosa. La provincia occidental debe tener gobierno independiente y aparte. El federalismo de otros días se amoldaba muy bien a nuestra situación y modo de ser. La unión, contra la que peleó don Enrique Gould, es la que abrió el camino a la tiranía; y desde entonces el resto de Costaguana pende de nuestros cuellos, como una rueda de molino. El territorio occidental es bastante extenso para constituir una nación capaz de satisfacer las más ambiciosas pretensiones. Además, ¡mire usted esas montañas! La misma Naturaleza nos está gritando: '¡Separaos!'"

Ella hizo un gesto enérgico de protesta, al que siguieron breves momentos de silencio.

– ¡Oh! No se me oculta que la separación es contraria a la doctrina expuesta en la Historia de Cincuenta Años de Desgobierno. Pero yo procuro colocarme en el terreno práctico, y lamento que mi buen sentido le dé a usted siempre motivo para ofenderse. ¿Le ha parecido a usted execrable una aspiración tan sensata?

La interrogada negó con un movimiento de cabeza. No, no le parecía execrable, pero el proyecto hería las convicciones de toda su vida. Su patriotismo era más amplio y no admitía la posibilidad de la separación.

– Pues pudiera muy bien ser el único medio de salvar algunas de sus convicciones -repuso él proféticamente.

Antonia no respondió: parecía fatigada. Los dos jóvenes permanecieron apoyados sobre el antepecho del balcón, uno junto a otro, muy amigablemente, después de agotar el tema político, entregándose a saborear el silencioso sentimiento de su proximidad en una de esas profundas pausas que sobrevienen en el ritmo de la pasión. Al extremo de la calle, contigua a la plaza, las vendedoras del mercado preparaban sus cenas en braseros encendidos, que proyectaban un resplandor rojo sobre el borde de la acera. Un hombre pasó calladamente por el círculo iluminado de un farol, mostrando el triángulo coloreado e invertido de su ribeteado poncho, que caía recto de sus hombros hasta debajo de las rodillas. De la parte del puerto y por la calle que a él conducía se acercaba un desconocido caballero en una montura de andar silencioso y pelo plateado que brillaba a la luz de cada farol bajo de la negra silueta del jinete.

– Aquí tenemos al ilustre capataz de cargadores, que viene muy ufano después de terminar su labor -dijo Decoud a media voz-. El segundo personaje de Sulaco después de Carlos Gould. Pero es un bello sujeto, que se ha dignado admitirme a su amistad.

– ¿De veras? -preguntó Antonia-. Y ¿a propósito de qué?

– Un periodista necesita tener puesto el dedo en el pulso de la multitud, y este hombre es uno de los jefes del populacho. El que escribe para el público debe conocer a los hombres de gran relieve, y el capataz lo es a su modo.

– ¡Ah!, sí -asintió Antonia, pensativa-. Dicen que ese italiano goza de mucho ascendiente.

El jinete había pasado por debajo de ellos; y los anchos lomos de la yegua gris, el brillante y enorme estribo del que salía la gran espuela plateada reflejaron un instante la débil luz del farol más cercano; pero aquel amarillento resplandor tan fugaz fue impotente para desvanecer el misterio de la sombría figura, cuyo rostro quedaba oculto por el gran sombrero.

Decoud y Antonia continuaron inclinados sobre el balcón muy cerca uno de otro, tocándose los codos, con las miradas hundidas en la oscuridad de la calle, y las espaldas vueltas a la brillante iluminación de la sala. Era un tête-à-tête sumamente indecoroso, que en toda la República no se hubiera permitido nadie más que la singular Antonia -la pobre muchacha, huérfana de madre, nunca acompañada por un padre descuidado, ¡que sólo había pensado en hacerla una sabia!

El mismo Decoud comprendió que no podía prometerse una intimidad más completa hasta que, terminada la revolución, se la llevara consigo a Europa, lejos de las interminables guerras civiles, cuya insensatez le parecía más insoportable que su ignominia. Después de un Montero vendría otro, y a éste seguiría la anarquía de un populacho de todos los colores y razas, la barbarie y de nuevo una tiranía necesaria. "América es ingobernable", como había dicho Bolívar con profunda amargura. "Los que han luchado por su independencia han perdido el tiempo lastimosa mente, han machacado en hierro frío." Pero a él no se le daba un ardite de eso -declaró sin rodeos, y aprovechó todas las ocasiones para decir a su amada que, si bien había logrado hacer de él un periodista del partido blanco, pero no un patriota. En primer lugar, la palabra no tenía ningún sentido para toda persona verdaderamente ilustrada, y, como tal, escéptica; y, en segundo lugar, el uso que del vocablo se había hecho en la serie de trastornos de aquel desdichado país le había despojado de toda dignidad. El patriotismo se había utilizado como grito de reclutamiento para la barbarie, como mando de la ilegalidad, del crimen, de la rapacidad, del pillaje.

Decoud se maravillaba del calor puesto en su perorata. No había necesitado bajar el tono, porque desde el principio su conversación había sido un mero murmullo en el silencio de la calle oscura cuyas casas tenían cerrados los postigos desde el oscurecer por temor al aire de la noche, según la costumbre de Sulaco. Únicamente la sala de la casa Gould arrojaba con aire provocador la viva claridad de sus cuatro ventanas, clamoroso grito de luz en la muda oscuridad de la noche. Y el murmullo prosiguió en el pequeño balcón después de una breve pausa.

– Pero estamos trabajando para cambiar todo eso -objetó Antonia-. Tal es precisamente la meta de nuestras aspiraciones; el fin que anhelamos conseguir; nuestra gran causa. Y la palabra "patriotismo", que usted desprecia, ha inspirado también sacrificios, valor, constancia, sufrimientos. Papá, que…

– Machaca en hierro frío -interrumpió Decoud mirando al fondo de la calle, donde sonaban pasos acelerados y fuertes.

– "Su tío de usted, el vicario de la catedral, acaba de entrar por la puerta -observó Decoud-. Esta mañana dijo la misa de tropa en la plaza, en un altar levantado sobre tambores, rodeado de imágenes de santos. Los sacaron, sin duda, a tomar el aire, y los colocaron militarmente en fila en el rellano superior de las escaleras. Parecían una suntuosa escolta dando guardia al vicario general. Presencié la función religiosa desde las ventanas de El Porvenir. Me admira su tío de usted, último representante de la familia Corbelán. Estaba deslumbrador con su casulla bordada de oro, en la que resaltaba una gran cruz de terciopelo carmesí, a lo largo de la espalda. Y durante todo ese tiempo nuestro salvador Barrios permanecía sentado en el Club Amarillo bebiendo ponche junto a una ventana abierta.

"¡Ah! Nuestro Barrios es un esprit fort. Yo esperaba a cada instante que su señor tío de usted lanzara una excomunión contra algunos irreverentes de la plaza y luego contra el sacrílego tuerto que escandalizaba en la ventana del lado opuesto al altar. Pero no hubo nada de eso. Últimamente, cuando las tropas se disponían a marchar, bajó Barrios, desabrochado el uniforme, con algunos de sus oficiales, y pronunció una arenga al borde de la acera.

"De improvisto apareció su tío en la puerta de la catedral, no con resplandecientes ornamentos, sino en traje talar negro, con el amenazador aspecto que le caracteriza, semejante a un espíritu vengador. Echa una mirada, avanza en derechura al grupo de uniformes, y tomando por la manga al general, se lo lleva aparte. Durante un cuarto de hora paseó con él a la sombra del muro, sin soltar un momento el brazo del general, hablando sin cesar con exaltación y gesticulando con su largo brazo negro.

"Fue una escena curiosa, y los oficiales la contemplaron mudos de estupor. Es un hombre notable su tío de usted, el misionero. Odia menos a los infieles que a los herejes, y suele dar la preferencia a un pagano sobre un infiel."

Antonia escuchaba con la mano sobre el antepecho del balcón, abriendo y cerrando con lentitud el abanico; y Decoud hablaba con cierta nerviosidad, como si temiera que la joven se retirara a la primera pausa que hiciera. Su relativo aislamiento, la sabrosa sensación de intimidad, y el sutil contacto con sus brazos, le tenían dulcemente encantado; y de cuando en cuando se deslizaba una inflexión de ternura en el raudal de su irónico murmullo.

– "Acojo del mejor grado cualquiera demostración favorable de uno de sus más próximos parientes de usted, Antonia. Y al fin y al cabo, su tío me comprende tal vez. Pero yo también le conozco a él, a nuestro padre Corbelán. A su juicio, el honor político, la justicia y la honradez se cifran en que el Estado restituya los bienes confiscados a la Iglesia. Ninguna otra consideración hubiera podido arrancar de los bosques vírgenes a este valeroso catequizador de indios salvajes, para venir a trabajar por la causa riverista. ¡Nada fuera de esa absurda esperanza! Capaz seria de organizar un pronunciamiento para tal fin contra cualquier gobierno, con tal de hallar gente pronta a seguirle.

"¿Qué piensa de todo esto don Carlos Gould? Aunque, claro está, dada su impenetrabilidad inglesa, no es posible saber lo que piensa. Probablemente sólo se cuida de su mina, 'Imperiun in Imperio'. En cuanto a la señora de Gould tiene bastante que hacer con atender a sus escuelas, sus hospitales, las madres cargadas de criaturas y los enfermos de los tres poblados. Si volviera usted ahora la cabeza, la vería quizá tomando nota de algún informe redactado por ese siniestro doctor de la camisa de cuadros -¿cómo se llama? Monygham-, o catequizando a don Pepe, o bien escuchando al padre Román. Todos han bajado hoy aquí…, todos sus ministros de Estado.

"Bien, es una mujer de seso; y probablemente don Carlos también. Una parte de la sólida sensatez inglesa se funda en no pensar demasiado, y examinar sólo aquello que puede ser útil por el momento. Esa gente no es como nosotros. Aquí en Costaguana no nos guiamos por razones políticas… a veces. ¿Qué es una convicción? Un modo de ver particular, hijo de nuestro personal interés, práctico o afectivo. Nadie es patriota sin más que porque sí. La palabra viste bien, pero yo veo las cosas con claridad, y no la emplearé hablando con usted, Antonia. Yo no tengo ilusiones patrióticas; sólo tengo la suprema ilusión de un enamorado."

Calló un instante, y luego musitó imperceptiblemente:

– Aunque eso puede llevarle a uno muy lejos.

A su espalda, el flujo de la marea política, que inundaba una vez por día el salón de los Gould, levantaba en crescendo un zumbido de voces. Los hombres habían ido llegando de uno en uno, de dos en dos y de tres en tres: altos funcionarios de la provincia, e ingenieros del ferrocarril, tostados del sol y en traje de tela, presididos por su jefe, de cabello cano y sonrisa jovial e indulgente, que formaba notable contraste con las caras jóvenes y vivaces de sus subordinados.

Scarfe, el aficionado a los fandangos, había escabullido el bulto en busca de algún baile, aunque fuera en los arrabales de la ciudad. Don Justo López, después de regresar del puerto con sus hijas y dejarlas en casa, había entrado en la tertulia con toda solemnidad, luciendo su traje negro, con frecuentes arrugas, abrochado hasta debajo de su amplia barba de color castaño. Los pocos miembros de la Diputación provincial, allí presentes, se agruparon al punto en torno a su presidente para discutir las noticias de la guerra y la última proclama del rebelde Montero, el miserable Montero, que se dirigía, en nombre de "una democracia justamente encendida en ira, a todas las Diputaciones provinciales ordenando la suspensión de sesiones hasta que su espada hubiera hecho la paz y pudiera ser consultada la voluntad del pueblo". Prácticamente era una invitación a disolverse: un atrevimiento inaudito, sólo concebible en un loco y malvado como el rebelde general.

La indignación era intensa en el corro de diputados, colocados detrás del señor Avellanos. Don José, levantando la voz, les gritó por encima del alto respaldo de su silla: "Sulaco le ha respondido dignamente, enviando hoy un ejército contra su flanco. Si todas las demás provincias demostraran la mitad del patriotismo que sentimos los occidentales…"

Una explosión de aclamaciones ahogó la vibrante y temblorosa voz del anciano, que era la vida y el alma del partido. ¡Sí!, ¡sí! ¡Era cierto! ¡Una gran verdad! ¡Sulaco aparecía a la cabeza, como siempre! Aquello fue un tumulto de alborotada presunción, el arrebatado desahogo de las esperanzas inspiradas por el acontecimiento del día a los hidalgos del Campo, que pensaban en sus rebaños, en sus tierras y en la seguridad de sus familias. Todo estaba en peligro… ¡No! Era imposible que Montero triunfara. ¡El gran criminal! ¡El indio sinvergüenza! El vocerío se prolongó por algún tiempo; y todas las miradas se dirigían al grupo en que don Justo se mostraba revestido de imparcial solemnidad, como si estuviera presidiendo una sesión de la Asamblea de diputados.

Decoud, que se había vuelto hacia la sala al oír el ruido, apoyando la espalda en el antepecho del balcón, gritó con toda la fuerza de sus pulmones: "¡Gran Bestia!"

Este grito inesperado produjo el efecto de acallar el ruido. Todos los ojos se dirigieron a la ventana reflejando curiosidad y aprobación; pero Decoud había recobrado ya su primera postura, y continuó inclinado sobre la tranquila calle.

– Esta es la quintaesencia de mi periodismo, el supremo argumento -le dijo a Antonia-. He inventado esta definición, esa palabra definitiva en una gran contienda. Pero en cuanto a patriota no lo soy más que el capataz de los cargadores de Sulaco, el genovés que ha hecho tantas maravillas por nuestro puerto, el introductor activo de los elementos materiales de nuestro progreso. Usted ha oído confesar una y mil veces al capitán Mitchell que, mientras no tuvo la ayuda de este hombre, nunca pudo decir cuánto tiempo llevaría la descarga de un barco. He ahí un gran obstáculo para el progreso. Usted le ha visto pasar después de terminar su tarea, montado en su famosa yegua, para ir a deslumbrar a las muchachas en algún salón de baile con piso de tierra apisonada. Es hombre de suerte. Su trabajo consiste en ejercer su influencia personal; sus ocios se dedican a recibir pruebas de adulación extraordinaria. Y que no le desagradan por cierto. ¿Se puede ser más afortunado? Verse temido y objeto constante de admiración…

– ¿Y en eso cifra usted sus supremas aspiraciones, don Martín? -interrumpió Antonia.

– Estaba hablando de un hombre de esa clase -replicó Decoud concisamente-. Los héroes del mundo fueron siempre temidos y admirados. ¿Qué más puede desear él?

Decoud había sentido a menudo embotarse la punta acerada de sus ironías contra la gravedad de Antonia. Además le irritaba pensar que su amada padeciera esa inexplicable falta de aguda penetración, propia de su sexo, y que suele alzarse como una barrera entre un hombre y una mujer vulgar. Pero dominaba al punto su desagrado, porque distaba mucho de tener a Antonia por una mujer ordinaria, independientemente del juicio que su escepticismo le hubiera hecho formar de sí propio. Con acentos de penetrante ternura en la voz aseguró a la joven que su única aspiración tenía por objeto una felicidad demasiado sublime para ser asequible en la tierra.

Ella se puso encendida en la oscuridad, sintiendo su rostro invadido de una oleada de calor, como si la repentina fusión de las nieves del Higuerota hubiera despojado a la brisa de su virtud refrigerante. La declaración amorosa del joven no pudo causar mayor efecto, si bien se explica porque en el tono de su voz había ardor bastante para derretir un corazón de hielo. Antonia se volvió con viveza en ademán de entrar en la sala, como para llevar la secreta confidencia que acababa de oír al interior de la estancia, llena de luz y animadas conversaciones.

La marea de la discusión política alcanzaba una altura excesiva en el recinto del vasto salón, como si una violenta ráfaga de esperanza la hubiera empujado hasta rebasar los límites ordinarios. La barba en abanico de don Justo seguía siendo el centro alrededor del cual se sostenían ruidosas y apasionadas discusiones. En todas las voces se percibía una nota de confianza.

Hasta algunos europeos que rodeaban a Carlos Gould -un dinamarqués, dos franceses y un alemán discreto y sonriente, de mirada modestamente recogida, representantes de intereses materiales, nacidos al amparo de la mina de Santo Tomé- salpimentaban sus acostumbradas deferencias con chistes y ocurrencias. Carlos Gould, a quien hacían la corte, era la representación visible de la estabilidad asequible en el terreno movedizo de las revoluciones; y eso les daba esperanzas para proseguir sus diversas empresas. Uno de los dos franceses, bajo, muy moreno, con ojos brillantes perdidos en una profusa y enmarañada barba, agitaba sus manos pardas y menudas, de muñecas delicadas. Había estado viajando por el interior de la provincia por cuenta de un sindicato de capitalistas europeos; y el énfasis con que repetía a cada minuto el tratamiento de Monsieur l'Administrateur hacía resaltar estas palabras sobre el constante murmullo de las conversaciones. El hombre refería con gran entusiasmo sus descubrimientos a Carlos Gould, que le contemplaba con atenta cortesía.

La señora de Gould tenía la costumbre, en estas recepciones obligatorias, de retirarse disimuladamente a un saloncito de su exclusivo uso, en comunicación con la habitación mayor. Se había levantado, y mientras aguardaba a Antonia, escuchaba, con cierta complacencia cansada, al ingeniero jefe del ferrocarril, que inclinado sobre ella, refería con calma una historia divertida, según parecía indicar la expresión regocijada de sus ojos. Antonia, antes de entrar en la sala para reunirse con el ama de la casa, volvió la cabeza por encima del hombro hacia Decoud sólo por un momento.

– ¿Por qué ha de creer uno cualquiera de nosotros irrealizables sus aspiraciones? -preguntó rápidamente.

– Yo proseguiré las mías hasta el fin, Antonia -respondió el interrogado con firmeza, y luego hizo una profunda inclinación con cierta frialdad.

El ingeniero jefe no había acabado de contar su chistoso sucedido. Las extrañas vicisitudes que acompañaban la construcción de ferrocarriles en Sudamérica chocaban a su perspicaz percepción de lo absurdo, y trajo a colación los casos de prejuicios y marrullerías ignorantes, que a él se le habían presentado. La señora de Gould le escuchaba con gran atención mientras él la acompañaba a ella y a Antonia hasta la salida de la sala. Al fin todos los tres pasaron por la puertas vidrieras a la galería, sin que nadie lo notara. Únicamente un sacerdote alto, que paseaba silencioso en medio del ruido de la habitación, se detuvo para verlos retirarse.

El padre Corbelán, a quien Decoud había reconocido desde el balcón cuando entraba por la puerta de la casa de Gould, se hallaba en el salón hacía rato sin hablar con nadie. Su sotana larga y estrecha le hacían parecer de mayor talla; andaba con el poderoso busto echado adelante; y la línea recta y negra de sus cejas unidas, el batallador perfil de su rostro huesudo, la mancha blanca de una cicatriz sobre la mejilla afeitada de tez azulina (testimonio otorgado a su celo apostólico por una banda de indios salvajes) sugerían la idea de un carácter rudo, franco e intrépido.

Separó las manos nudosas de recia contextura, que llevaba cogidas a la espalda, para apuntar con el dedo a Martín. Este había pasado a la sala detrás de Antonia, pero sin avanzar mucho, quedándose junto a la cortina, con expresión de gravedad algo fingida, como la de una persona mayor que toma parte en un juego de niños. Cuando el padre Corbelán le apuntó, miró tranquilamente al dedo amenazador.

– He visto a vuestra reverencia predicar al general Barrios en la plaza para traerle al buen camino -dijo sin hacer el más leve movimiento.

– ¡Traerle al buen camino! ¡Qué disparate! -replicó el padre Corbelán con un vozarrón profundo que resonó en todo el salón haciendo volver la cabeza a los circunstantes- Es un borracho, señores. ¡El dios de vuestro general es la botella!

El tono despectivo y autoritario con que fueron pronunciadas estas palabras dejaron la estancia sumida en un silencio intranquilo, como si la confianza que animaba a los allí reunidos hubiera sido destruida de un golpe. Nadie protestó contra la declaración del padre Corbelán.

Sabíase que había dejado las selvas pobladas de salvajes para defender los sagrados derechos de la Iglesia con el celo ardiente que había desplegado en catequizar a indios sanguinarios, ajenos a toda compasión humana y al conocimiento del verdadero Dios. Circulaban rumores legendarios sobre sus triunfos de misionero en regiones no visitadas jamás por cristianos. Había bautizado tribus enteras de indios, con los que hizo vida salvaje, la imaginación de la plebe indígena no vaciló en suponer como indudable que el padre habría cabalgado con los indios días enteros, medio desnudo, embrazando un escudo de piel de toro y armado de luenga lanza. -¿Como no?- Añadíase que había andado errante, vestido de pieles buscando prosélitos cerca de las nieves eternas de la Cordillera. De tales hazañas nada se había oído decir al padre Corbelán. Pero en cambio no se mordía la lengua para declarar que los políticos de Santa Marta eran más duros de corazón y más corrompidos que los paganos a quienes había llevado la palabra de Dios. Su celo inconsiderado por el bienestar temporal de la Iglesia estaba perjudicando a la causa riverista. Era voz pública que había rehusado el nombramiento de obispo de la diócesis occidental hasta que se hiciera justicia a la Iglesia despojada de sus bienes. El jefe político de Sulaco (salvado del furor popular más tarde por el capitán Mitchell), insinuaba con franco cinismo que, a no dudarlo, sus excelencias los ministros habían gestionado el envío del padre Corbelán al través de la Cordillera en la peor estación del año con la esperanza de que pereciera helado al exponerse a los vientos glaciales de los altos páramos. Todos los años sucumbían de ese modo algunos atrevidos mulateros. "Pero, ya ve usted, sus excelencias no comprendieron tal vez que un misionero de tan seria contextura era capaz de resistir todos los horrores de la más cruda intemperie. Entre tanto empezaba a cundir entre los ignorantes la especie de que las reformas riveristas se reducían a enajenar territorios nacionales. Parte de ello se vendían a los extranjeros que construían el ferrocarril; y otra parte se entregaría a las comunidades religiosas por vía de restitución. Esto último provenía del celo del vicario."

Aun en la breve alocución dirigida a las tropas en la plaza (que seguramente entendieron muy bien las primeras filas) no pudo abstenerse de aludir a una Iglesia ultrajada, que aguardaba la reparación condigna de una nación contrita. El jefe político lo había oído exasperado. Pero no le era fácil meter al cuñado de don José en la cárcel del Cabildo. Era primer funcionario de la provincia, a quien el pueblo creía pacato y benévolo; pasó de la Intendencia a la casa Gould, después de ponerse el sol, sin acompañamientos, recibiendo con grave continente los saludos de altos y bajos, para susurrar al oído de Carlos, como la cosa más natural, que desearía deportar de Sulaco al vicario general enviándole a alguna isla desierta, a Las Isabeles, por ejemplo. "Preferible una que no tenga agua…, ¿eh, don Carlos?", añadió medio en broma. Este sacerdote, de fortaleza indomable, que había desdeñado el ofrecimiento del palacio episcopal, prefiriendo colgar su astrosa hamaca entre los escombros y telarañas del secuestrado convento de Dominicos, estaba empeñado en obtener un perdón incondicional para Hernández, el salteador de caminos. Y no paró ahí, pues, al parecer, se había puesto en relación con el criminal más audaz que el país había conocido en muchos años. Por supuesto, la policía de Sulaco estaba al corriente de todo. El padre Corbelán, después de procurarse la ayuda del temerario italiano, capataz de cargadores, único hombre a propósito para tal diligencia, envió por su medio un mensaje al famoso bandido. Para entenderse con el antiguo marino genovés le sirvió de mucho al padre la circunstancia de haber aprendido italiano cuando hizo sus estudios en Roma. Súpose que el capataz visitaba por la noche el antiguo convento de Dominicos. Una vieja que servía al vicario general hubo de oír pronunciar el nombre de Hernández; y precisamente el último sábado, al caer la tarde, no faltó quien viera al capataz salir galopando de la ciudad, a la que no volvió en dos días. La policía no se atrevió a seguir la pista al italiano por miedo a los descargadores del puerto, tropa turbulenta, siempre pronta a promover tumultos. En aquel tiempo no era tarea fácil mantener el orden en Sulaco, adonde afluían perdidos y facinerosos de todas clases, atraídos por el dinero que ganaban los operarios de la vía. Las peroratas del padre Corbelán mantenían en constante agitación al populacho; y el gobernador explicaba a Carlos Gould que la provincia, desprovista de tropas, se hallaba expuesta a un levantamiento de la gente maleante, que las autoridades no tendrían medio de sofocar.

Después se retiró cariacontecido a sentarse en un sillón, fumando un largo y delgado puro, no lejos de don José, con quien, inclinándose a un lado, cambiaba algunas palabras de cuando en cuando. No había advertido la entrada del padre, y cuando éste alzó la voz detrás de él, se encogió de hombros con impaciencia.

El padre Corbelán había permanecido enteramente inmóvil por algún tiempo con aquella quietud vindicativa que parecía caracterizar todas sus posturas. El austero fuego de sus hondas convicciones imprimía un sello peculiar a la negra figura. Pero su rigor se suavizó cuando, fijando los ojos en Decoud, levantó el brazo con solemne lentitud y le dijo con voz profunda y moderada:

– Y usted… usted es un perfecto pagano.

Avanzó un paso y apuntó con el dedo al pecho del joven. Este, muy tranquilo, apoyó la cabeza en la pared detrás de la cortina, y sonrió con la barbilla muy levantada.

– Sin duda alguna -asintió con la indiferencia algo aburrida del hombre acostumbrado a oír calificativos análogos-; pero ¿acaso no ha descubierto usted aún la deidad a que rindo culto? La de nuestro Barrios le ha costado a usted menos cavilaciones.

El sacerdote reprimió un gesto de desaliento.

– Usted no cree ni en Dios, ni en el diablo.

– Ni en la botella -añadió Decoud sin moverse-. En lo cual imito a uno de los confidentes de vuestra reverencia. Me refiero al capataz de cargadores, que no prueba el vino ni los licores. El juicio que le merezco hace honor a su perspicacia. Pero ¿por qué me llama usted pagano?

– Es cierto -replicó el padre Corbelán-. Y aun me quedo corto; es usted cien veces peor. Ni un milagro podría convertirle a usted.

– ¡Claro! Como que no creo en los milagros -repuso Decoud con gran flema.

El sacerdote se encogió de hombros, algo perplejo.

– Un agabachado…, ateo…, materialista -añadió pronunciando con lentitud, como si analizara el sentido de las palabras-. Ni hijo de su país, ni de ningún otro -añadió con aire pensativo.

– Apenas ser racional, en resumen -comentó Decoud en voz baja, la cabeza pegada a la pared, y los ojos fijos en el techo.

– Víctima de esta edad descreída -resumió el padre en tono sumiso.

– Pero que sirvo de algo como periodista -dijo Decoud mudando la postura y hablando con mayor animación-. ¿No ha leído vuestra reverencia el último número de El Porvenir? Pues le aseguro que no es indigno de los anteriores. En materia de política general sigue llamando a Montero gran bestia y aplica a su hermano el guerrillero los estigmas infamantes de lacayo y espía. ¿Puede darse nada más eficaz? Y por lo que hace a la política local, recomienda con urgencia al gobierno de la provincia que incorpore al ejército nacional a la banda entera de Hernández, el ladrón…, que al parecer es un protégé de la Iglesia… o al menos del vicario general. Es lo más seguro y acertado.

– Hernández es una oveja descarriada que quiere volver al redil de los hombres honrados. Empujado al crimen por un brutal atropello.

El sacerdote giró sobre los cuadrados tacones de sus zapatos bajos con enormes hebillas de acero. Púsose de nuevo las manos a la espalda y empezó a pasear yendo y viniendo con paso firme. Cuando daba la vuelta, el escaso vuelo de su sotana se inflaba con la brusquedad de su movimiento.

El salón se había ido vaciando poco a poco. Cuando el jefe político dejó su asiento para retirarse, la mayoría de los presentes se levantó de pronto en señal de respeto, y don José Avellanos interrumpió el balanceo de su mecedora. Pero la primera autoridad de la provincia, persona afable y llana, hizo un gesto rogando que no se molestaran, y despidiéndose de Carlos Gould con la mano, salió discretamente.

En la relativa tranquilidad de la estancia, las palabras Monsieur l'Administrateur del barbudo y delicado francés, pronunciadas con voz chillona, parecieron adquirir una agudeza preternatural. El explorador del sindicato capitalista conservaba todo el fuego de su entusiasmo.

– Diez millones en cobre a la vista, Monsieur l'Administrateur. ¡Diez millones que se tocan con la mano! Y un ferrocarril en perspectiva… ¡todo un ferrocarril! No van a creer mi informe. C'est trop beau.

El hombre no podía reprimir sus alharaquientos transportes de satisfacción entre las muestras de aprobación de los circunstantes. Pero Carlos Gould le escuchaba con calma imperturbable.

Entre tanto el padre Corbelán continuaba sus paseos, haciendo ondear en giro la falda de su sotana a cada vuelta que daba. Decoud le dijo en voz baja con sorna:

– Esos señores están hablando de sus dioses.

Paróse en seco el sacerdote, contempló fijamente al periodista de Sulaco un momento, y encogiéndose de hombros reanudó su firme andar de viajero obstinado.

El grupo de europeos que rodeaba a Carlos Gould empezó ahora a desfilar, hasta dejar visible de pies a cabeza la figura larguirucha del administrador de la gran mina de plata, que al bajar la marea de sus huéspedes quedó desamparado en la gran alfombra cuadrada, semejante a un chal multicolor de flores y arabescos, tendido bajo de sus pardas botas.

Llegóse entonces el padre Corbelán a la mecedora de don José Avellanos, y tocándole en el hombro con la impaciencia que se siente al final de una ceremonia inútil, le dijo en tono afectuoso y brusco:

– ¡A casa! ¡A casa! Esto no ha sido más que charlar. Vamos a meditar seriamente la situación y a pedir luces al cielo.

Al pronunciar las últimas palabras, alzó a lo alto sus negros ojos. Junto al encanijado diplomático -vida y alma del partido- descollaba como un gigante con cierto brillo de exaltación en la mirada. Pero el órgano del partido, o más bien, su portavoz, el "Decoud hijo" llegado de París y convertido en periodista por obra y gracia de los ojos de Antonia, sabía muy bien que el poder del Padre no correspondía a su apariencia física, pues en realidad era sólo un sacerdote valeroso con una idea fija, temido de las mujeres y execrado por los políticos y sus secuaces del pueblo. Martín Decoud, el diletante profesional, el escéptico inflado de vana supereminencia, se imaginaba hallar un placer artístico en observar los típicos extremos de ofuscación a que un convencimiento sincero y casi sagrado puede arrastrar a un hombre. "Es una especie de locura; forzosamente ha de serlo, porque tiene tendencias suicidas", se había dicho a menudo. Para el infatuado parisiense toda convicción, tan luego como llega a ser real, se convierte en esa forma de demencia que los dioses envían a los que quieren destruir. Pero ya es sabido que los que tal piensan de los demás suelen encontrarse en el mismo caso. Con todo eso, Decoud se deleitaba en paladear el acre sabor de aquel ejemplo con la fruición del que conoce a fondo su arte predilecto. Y, así las cosas, los dos hombres se toleraban, como si creyeran que en las tortuosas vías de acción política una convicción poderosa puede llevar tan lejos como un absoluto escepticismo.

Don José obedeció al contacto de la mano fuerte y vellosa; y Decoud siguió a los dos cuñados.

En el vasto salón vacío, donde flotaba una azulada neblina de humo de tabaco, sólo quedó un visitante, tipo de gruesos párpados, carirredondo, con lacio bigote, comerciante en pieles, establecido en Esmeralda, que había venido por tierra a Sulaco, cabalgando en compañía de algunos criados a pie al través de la Cordillera. Estaba muy ufano de su viaje, emprendido principalmente con el fin de hablar al señor administrador de la mina de Santo Tomé sobre alguna ayuda que necesitaba para la exportación de su mercancía. Esperaba ampliarla mucho, ahora que el país iba a inaugurar una era de tranquilidad. Porque indudablemente se consolidaría la paz, repetía varias veces, envileciendo con un extraño y ansioso tonillo de queja la sonoridad de la lengua española, que chapurreaba rápidamente, como una especie de jerga aduladora. Un hombre honrado podría ahora continuar su pequeño negocio en el país, y aun pensar en ampliarlo… con seguridad. ¿No era así?

Parecía pedir a Carlos Gould una palabra de confirmación, un murmullo de asentimiento, una sencilla inclinación de cabeza.

Pero nada de eso obtuvo. Creció su alarma, y en las pausas de su charla, dirigía la mirada a un lado o a otro; y no resignándose a terminar la entrevista, trajo a cuento los peligros que había corrido en su viaje. El atrevido Hernández, dejando sus guaridas habituales, había cruzado el Campo de Sulaco, y andaba oculto en las quebradas de la Siena. El día anterior, cuando sólo distaban pocas horas de Sulaco, el negociante en pieles y sus criados habían visto a tres hombres de aspecto sospechoso, parados en el camino, tocándose las cabezas de sus caballos. Dos de ellos partieron al punto y desaparecieron en un barranco poco profundo a la izquierda.

– "Nos detuvimos -continuó el hombre de Esmeralda- y yo intenté esconderme detrás de un arbusto. Pero ninguno de mis mozos quiso adelantarse a ver lo que era, y el tercer jinete se quedó aguardándonos al parecer. De nada servía ocultarse. Nos habían visto; y así proseguimos caminando despacio y temblando de miedo. El del caballo, con el sombrero hundido sobre los ojos, nos dejó pasar sin la menor palabra de saludo; pero a poco le oímos galopar a nuestra espalda. Volvimos la cara, pero eso no pareció intimidarle. Llegó corriendo, y tocándome el pie con la punta de la bota, me pidió un cigarro, riendo de un modo que helaba la sangre. En un principio le creí desarmado, pero al llevarse la mano atrás para sacar una caja de fósforos, le vi un enorme revólver, sujeto a la cintura. Temblé de pies a cabeza. Tenía unos bigotes terribles, don Carlos, y como no daba señales de partir, no nos atrevíamos a movernos. Al fin, echando el humo del cigarro por las narices, dijo: 'Señor, tal vez les convenga más que yo vaya detrás de ustedes. Están ya cerca de Sulaco. Anden con Dios.'

"¿Qué hacer? Seguimos adelante. No podíamos negarnos. Sospeché que fuera el mismo Hernández, pero uno de mis criados, que había ido muchas veces a Sulaco por mar, me aseguró que le había reconocido con toda certeza por el capataz de cargadores de la Compañía de Vapores Oceánicos. Después, el mismo día al anochecer, divisé al mismo hombre en la esquina de la plaza, hablando con una moza, una morenita, que estaba junto al estribo con la mano puesta en la crin de la yegua entrecana."

– Le aseguro a usted, señor Hirsch -murmuró Carlos Gould-, que no ha corrido usted el menor riesgo en esta ocasión.

– Bien puede ser, señor, pero todavía tiemblo al recordar el encuentro. Un tipo de aspecto feroz. Y ¿qué significa eso? Un empleado de la Compañía de Vapores conversando amistosamente con bandidos…, nada menos, señor, porque los otros jinetes eran bandidos…, en un lugar solitario, y ¡portándose además como un salteador! Un cigarro puro no es nada, pero ¿no pudo antojársele pedirme la bolsa?

– No, no, señor -insistió Carlos Gould en voz baja, apartando la vista distraído de la cara redonda con nariz aguileña, que se mantenía levantada hacia él con expresión suplicante y casi infantil-. Si realmente era el capataz de cargadores -y ¿qué duda cabe de que lo era?- estaban ustedes bien seguros.

– Gracias. Es usted muy bueno, don Carlos, pero créame que tenía una facha feroz. Me pidió un cigarro con la mayor familiaridad. ¿Qué hubiera ocurrido, si no llego a tener el cigarro? Me estremezco aún al pensarlo. ¿Qué asunto tenía que tratar con ladrones en un lugar solitario?

Pero Carlos Gould, muy pensativo ahora, no contestó ni con una palabra ni con un gesto. La impenetrabilidad del hombre que personificaba la concesión Gould tenía sus matices expresivos. El mutismo es sencillamente una afección lamentable; pero el rey de Sulaco pronunciaba las palabras necesarias para darle la autoridad misteriosa de un poder taciturno.

Sus silencios, reforzados por el don de la palabra, representaban tantas variantes de sentido como vocablos proferidos en forma de asentimiento, duda, negación, y aun simple comentario. Algunos parecían decir claramente: "Piénselo usted bien"; otros significaban de un modo indudable: "Siga usted adelante"; y la sola frase: "Comprendo", proferida en voz baja con una venia afirmativa, después de escuchar con paciencia durante media hora, equivalía a un contrato verbal, que inspiraba una secreta confianza. Porque se presentía que detrás de aquella aprobación estaba la mina de Santo Tomé que figuraba al frente de los intereses materiales, tan sólidamente establecida que en toda la provincia occidental no dependía de la benevolencia de nadie, esto es, de ninguna voluntad que no pudiera ser comprada diez veces a peso de oro.

Pero al hombrecillo de nariz corva, llegado de Esmeralda, tan ávido de desenvolver su negocio de pieles, el silencio de Carlos Gould le significó el anuncio de un fracaso. Evidentemente no era la ocasión oportuna para ampliar el comercio de un hombre modesto. Así, pues, envolvió en una rápida maldición mental a todo el país con su población entera, tanto a la que seguía a Rivera, como a la que favorecía el levantamiento de Montero.

En su mudo despecho sintió afluirle las lágrimas a los ojos al pensar en las innumerables pieles que se echarían a perder en la soñolienta extensión del Campo, con sus palmeras aisladas que se alzaban como barcos en el mar dentro del círculo perfecto del horizonte, con sus grupos de árboles frondosos, semejantes a islas sólidas de follaje sobre el undoso movimiento de la hierba. Allí había pieles pudriéndose, sin provecho para nadie -pudriéndose donde las habían dejado los hombres llamados con urgencia a atender las necesidades de las revoluciones políticas. El alma práctica y mercantil del señor Hirsch se revelaba contra aquella locura, mientras, desconcertado y respetuoso, se despedía del poder y majestad de la mina de Santo Tomé en la persona de Carlos Gould. No pudo menos de expresar su pesadumbre con un murmuro, arrancado del corazón.

– Todo esto es una gran insensatez, una locura inmensa, don Carlos. El precio de las pieles en Hamburgo sube incesantemente. Por supuesto, el gobierno riverista pondrá fin a este estado de cosas… cuando logre establecerse con firmeza. Entre tanto…

Y se interrumpió con un suspiro.

– Sí, entre tanto… -repitió Carlos Gould con reserva inescrutable.

El otro se encogió de hombros, pero no estaba dispuesto a retirarse. Había un asuntillo, que anhelaba vivamente tratar, si se le permitía. Explicó, en efecto, que tenía algunos buenos amigos en Hamburgo (y citó el nombre de la sociedad), muy deseosos de hacer negocio con dinamita. Un contrato con la mina de Santo Tomé para surtirla del explosivo, y después con otras minas, que seguramente… El hombrecillo de Esmeralda iba a extenderse en explicaciones, pero Carlos le interrumpió. La paciencia del señor administrador parecía haberse agotado al fin.

– Señor Hirsch -le dijo-. Tengo almacenada en la montaña dinamita bastante para hacerla rodar al valle y -añadió alzando la voz- para volar, si se me antoja, la mitad de Sulaco.

Y sonrió al observar el sobresalto reflejado en los ojos del tratante en pieles, que musitó apresurado:

– Lo creo, lo creo.

Ahora se resolvió a partir. Imposible hacer negocio de explosivos con un administrador tan bien provisto y de tan bruscas despachaderas. Había sufrido horrores en su penosa cabalgada a través de la Sierra y corrido el peligro de ser despojado de todo por el bandido Hernández para no sacar provecho alguno. ¡Ni pieles, ni dinamita! El continente del israelita expresó el más profundo desencanto. Al llegar a la puerta, hizo una gran inclinación al ingeniero en jefe; pero en el patio, cuando hubo bajado la escalera, puesta la regordeta mano sobre los labios con aire meditabundo y asombrado, murmuró:

– ¿Para qué querrá tanta dinamita almacenada? Y ¿porqué me habrá hablado de ese modo?

El ingeniero en jefe, echando desde la puerta de la sala una mirada al interior, de donde había desaparecido enteramente la marejada política, dirigió una venia familiar al dueño de la casa, plantado sobre la alfombra como una baliza entre los desiertos arrecifes del mueblaje.

– Buenas noches. Me voy. Tengo a mi gente aguardándome en la planta baja. La empresa del ferrocarril sabrá dónde ha de acudir por dinamita cuando nos falte. Hasta ahora hemos venido trabajando en roturaciones y desmontes; pero en breve tendremos que abrirnos camino a fuerza de barrenos.

– Pues no me pidan ustedes a mí el explosivo -replicó Carlos Gould muy sereno-. No tengo ni una onza disponible para nadie. Ni para mi hermano, suponiendo que le tuviera, y que fuera ingeniero en jefe del ferrocarril más prometedor del mundo.

– Y eso ¿qué significa? -preguntó el ingeniero jefe con calma-. ¿Malevolencia?

– No -respondió Gould con firmeza- Política.

– Radical, a mi juicio -comentó el otro desde la puerta.

– ¿Cree usted haber usado la palabra propia? -interrogó Carlos desde el centro de la sala.

– Quiero decir que llega a las raíces, ¿sabe usted? -explicó el ingeniero en tono de broma.

– ¡Ah! Esto sí -afirmó el otro con aplomo-. La concesión Gould ha echado tan hondas raíces en el país, en esta provincia, en la garganta de la montaña, que sólo la dinamita será capaz de desalojarla de allí. En ella se cifra mi suprema aspiración. Es la última carta que jugaré.

– Bonito juego -replicó el ingeniero jefe con un retintín de inteligencia y silbando suavemente-. Y ¿le ha hablado usted a Holroyd de ese triunfo extraordinario que tiene usted en la mano?

– Carta de triunfo sólo cuando se juegue, cuando se eche al final de la partida. Hasta entonces puede usted llamarla un…, un…

– ¿Arma? -sugirió el hombre del ferrocarril.

– No; puede usted llamarla más bien un argumento -corrigió con afabilidad Carlos Gould-. En ese sentido se la he presentado a míster Holroyd.

– Y ¿qué ha dicho acerca de ello? -preguntó el ingeniero con franco interés.

– Ha dicho -manifestó el administrador, tras una breve pausa- que era necesario mantenerse firme hasta el último extremo y poner nuestra confianza en Dios. Supongo que los acontecimientos han de haberle sorprendido un poco -prosiguió Gould-, pero, dado que así suceda, él está muy lejos de aquí, ¿sabe usted?, y, como dicen en este país, Dios está muy alto.

La risa de aprobación del ingeniero se extinguió al pie de la escalera, donde la Madona con el Niño en brazos parecía mirar, desde su nicho, la espalda del que se alejaba.

Capítulo VI

Profundo silencio reinaba en la casa Gould. Su dueño siguió el corredor, abrió la puerta del cuarto que le estaba reservado y halló allí a Emilia sentada en una enorme poltrona -la usada por él para fumar-, mirándose a los menudos zapatos con expresión meditabunda. Ni siquiera alzó los ojos para mirar a su esposo.

– ¿Cansada? -pregunto Carlos.

– Un poco -respondió la interrogada, y luego añadió en sentido tono, sin levantar la vista-: Hay en todo esto un no sé qué de horrible pesadilla.

Carlos Gould, de pie ante la luenga mesa, cubierta de papeles, sobre los que yacían un látigo de montar y un par de espuelas, se quedó mirando a su mujer.

– El calor y el polvo han debido de ser insoportables esta tarde a la orilla del mar -musitó con acento compasivo-. El reverbero del agua, abrasador y asfixiante.

– Yo puedo no parar mientes en tales molestias, pero me es imposible, mi querido Carlos, cerrar los ojos ante tu situación, ante ese espantoso levantamiento…

Ahora mudó de expresión para contemplar el semblante de su marido, del que había desaparecido toda señal de conmiseración y de cualquier sentimiento.

– ¿Por qué no me dices algo? -le preguntó con acento lloroso.

– Creí que me habías entendido perfectamente desde el principio -dijo Carlos Gould con calma-. Imaginaba que nos habíamos dicho cuanto teníamos que decirnos, mucho tiempo ha. Ahora no hay nada que decir. Había que hacer algunas cosas. Las hemos hecho, y seguimos haciéndolas. No es este el momento de retroceder. Aunque, a mi juicio, no ha sido posible nunca. Y lo que es más, ni siquiera nos es dable permanecer inactivos.

– ¡Ah! ¡Si al menos supiera una hasta dónde piensas llegar! -exclamó ella con fingida jovialidad, pero temblando interiormente.

– Hasta el término de mi proyecto, por lejano que esté -respondió Carlos con una resolución que obligó a su esposa a reprimir con trabajo un estremecimiento.

Emilia se levantó sonriendo con gracia, y su menuda persona parecía empequeñecida más aún por la profusa mata de su cabello y la larga cola de su bata.

– Pero siempre para triunfar -repuso en tono convencido.

Carlos Gould, envolviéndola en la mirada de acero de sus ojos azules, respondió sin vacilar:

– ¡Oh! No hay más remedio. No queda otra alternativa.

Dijo esto poniendo en el acento una seguridad inmensa. En cuanto a las palabras, eran las únicas que su conciencia le permitía pronunciar. La, señora de Gould prolongó su sonrisa algo más de lo debido, y musitó:

– Voy a dejarte. Tengo un pequeño dolor de cabeza. El calor, el polvo eran realmente… Supongo que volverás a la mina antes de amanecer, ¿no es eso?

– A media noche -respondió Carlos Gould-. Bajaremos mañana la plata. Después pasaré contigo en la ciudad tres días de descanso.

– ¡Ah! ¿De modo que vas al encuentro de la escolta? A las cinco estaré en el balcón para verte pasar. Hasta entonces ¡adiós!

Carlos contorneó rápidamente la mesa, tomó las manos de su esposa e, inclinándose, las oprimió contra sus labios. Antes de enderezarse y levantar el rostro a la elevada altura de su talla, Emilia desasió su diestra para darle una palmadita en el carrillo, como si fuera un chiquillo.

– Procura descansar algo un par de horas, -murmuró mirando a la hamaca, colgada en un rincón retirado del cuarto. Su larga cola se arrastró rozando con un suave fru-fru las rojas baldosas. Al llegar a la puerta, volvió la cabeza.

Dos grandes lámparas con globos de vidrio deslustrado bañaban en dulce y abundante luz las cuatro paredes de la habitación, con la vitrina de armas, la empuñadura de bronce del sable de caballería, usada por Enrique Gould, resaltando sobre su cuadro de terciopelo, y la acuarela de la garganta montañosa de Santo Tomé. Y la señora de Gould, fijando la vista en el marco de madera negra de la última, suspiró:

¡Ah! ¡Si hubiéramos dejado en paz todo eso, Carlitos!

¡No! -replicó él con aire tétrico-; ¡era imposible!

– Quizá tengas razón -admitió Emilia resignada. Sus labios temblaron un poco, pero sonrió con exquisita valentía-. Hemos levantado muchas serpientes en ese paraíso, ¿no es verdad, Carlitos?

– Sí, ahora recuerdo que don Pepe llamó a la garganta de la mina el paraíso de las serpientes -confirmó Carlos Gould-. Sin duda hemos hecho salir a muchas de su quietud; pero recuerda, querida, que no es ahora cuando has pintado ese boceto. -Y movió la mano hacia el cuadrito que pendía solo en la gran pared desnuda-. Ya no es un paraíso de serpientes; hemos llevado allí a seres humanos, y no podemos volverles la espalda para ir a empezar en otra parte una nueva vida.

Quedóse contemplando a su esposa con mirada firme y decidida, a la que ella respondió tomando una expresión de valor e intrepidez. Luego salió cerrando la puerta con suavidad.

En contraposición con el cuarto, tan bañado en blanca iluminación, la galería, sumida en suave penumbra, ofrecía la calma misteriosa de un claro de bosque, sugerido por los tallos y hojas de las plantas dispuestas a lo largo de la balaustrada. En los cuadrángulos de luz, proyectados por las puertas abiertas de las salas, las corolas blancas, rojas y lila pálido, brillaban como si recibieran la luz solar; y la señora de Gould, al moverse entre ellas, resaltaba con la viveza de una figura, vista en los trozos de sol que interrumpen en las selvas espesas la sombra de los escampados. Las piedras de los anillos que adornaban su mano, al llevársela a la frente, destellaron a la luz de la lámpara del salón, colocada cerca de la puerta.

– ¿Quién está ahí? -preguntó con sobresalto-. ¿Es usted, Basilio?

Miró al interior y vio a Martín Decoud que andaba de una parte a otra, como si buscara algún objeto perdido entre las sillas y las mesas.

– Antonia se ha dejado olvidado aquí el abanico -respondió Decoud con un aire de distracción desusada-; y he entrado a ver si lo hallo.

Pero, mientras hablaba, abandonó la búsqueda y se fue derecho a la señora de Gould, que le miró con perplejidad y sorpresa.

– Señora -empezó en voz baja…

– ¿Qué es ello, don Martín? -preguntó el ama de casa; y añadió luego con una leve sonrisa, como disculpando la ansiedad de la pregunta-: Estoy tan nerviosa hoy…

– No hay peligro inmediato -respondió Decoud, que no podía disimular su turbación-. La ruego a usted que no se apure. No realmente, no debe usted apurarse.

La señora de Gould, muy abiertos los ojos ingenuos, y en los labios una sonrisa forzada, se apoyó con la menuda mano, guarnecida de joyas, en el batiente de la puerta.

– Quizá no se imagina usted el sobresalto que me ha causado al presentarse así, tan inesperadamente.

– ¡Sobresalto! ¡Yo! -protestó, sinceramente molestado y sorprendido-. Pues le aseguro a usted que yo estoy muy tranquilo. Que se ha perdido un abanico…, bien, ya aparecerá. Creo que no está aquí. Es un abanico lo que busco. No me explico cómo Antonia pudo… ¡Hola! ¿Lo ha hallado usted, amigo?

– No, señor -respondió detrás de la señora la suave voz de Basilio, el mayordomo de casa-. Me parece que la señorita no lo ha dejado aquí.

– Ande usted y vuelva a buscarlo en el patio. Haga el favor, amigo: registre las escaleras, debajo de la puerta, las losas del patio, una por una; no deje usted de mirarlo bien todo, hasta que yo baje… Ese individuo -prosiguió, hablando en inglés a la señora de Gould- anda siempre husmeando detrás de uno con su silencioso andar de gato. Inmediatamente llegar le mandé buscar el abanico para justificar mi reaparición, mi vuelta repentina.

Calló, y la señora le dijo en tono afable:

– Usted será siempre bien recibido en esta casa -y tras breves segundos añadió-: Pero estoy esperando que me diga usted la causa de su regreso.

Decoud afectó de pronto la mayor indiferencia.

– No puedo sufrir que se me espíe. ¡Ah!, ¿la causa? Sí, hay una causa; algo más se ha perdido que el abanico de Antonia. Mientras iba a casa, después de acompañar hasta la suya a don José y Antonia, el capataz de cargadores, que pasaba a caballo, se acercó a hablarme.

– ¿Les ha ocurrido algo a los Viola? -inquirió la señora de Gould.

– ¿Los Viola? ¿Se refiere usted al viejo garibaldino, patrón del hotel donde paran los ingenieros? Allí no hay novedad. El capataz no me habló de ellos; únicamente me dijo que el telegrafista de la Compañía del Cable andaba sin sombrero por la plaza, buscándome. Hay noticias del interior, señora de Gould…, o por mejor decir, rumores de noticias.

– ¿Satisfactorios? -indagó la señora en voz baja.

– Sin importancia, a mi juicio. Pero, así y todo, debo calificarlos de malos. Parece que durante dos días se ha dado una batalla cerca de Santa Marta, y que los riveristas han salido derrotados. De esto debe de hacer ya algún tiempo -tal vez una semana. El rumor acaba de llegar a Cayta, y el encargado de la estación del cable lo ha comunicado a su colega de aquí. Si lo hubiéramos sabido a tiempo, podríamos habernos quedado con Barrios en Sulaco.

– ¿Y se puede hacer algo ahora? -murmuró la señora de Gould.

– Nada. Todavía está en el mar con las tropas. En un par de días llegará a Cayta y allí recibirá la noticia. ¿Quién es capaz de decir lo que hará? ¿Sostenerse en Cayta? ¿Ofrecer su sumisión a Montero? ¿Disolver su ejército?… Esto último es lo más probable; y en tal caso, él partiría en uno de los vapores de la Compañía O.S.N. hacia el sur o hacia el norte…, a Valparaíso o a San Francisco, lo mismo da. Nuestro Barrios es hombre curtido en destierros y repatriaciones, contingencias que marcan los puntos en el juego de la política.

Y cambiando una mirada de inteligencia con su interlocutora, añadió, como aventurando un plan:

– Sin embargo, si tuviéramos aquí a Barrios con sus dos mil fusiles modernos, algo podría haberse hecho.

– ¡Montero victorioso, enteramente victorioso! -musitó con un dejo de incredulidad la señora de Gould.

– Una bola, probablemente. En los tiempos que corren abundan los noticiones falsos. Y, aunque fuera cierto, ¿qué? Pongámonos en lo peor y demos que sea cierto.

– Entonces todo está perdido -afirmó la señora de Gould con la calma de la desesperación.

De pronto pareció adivinar, pareció descubrir la tremenda excitación de Decoud, embozada en el manto de una fingida indiferencia. En realidad se veía el verdadero estado de ánimo de Decoud en su mirada audaz y vigilante, en la curva entre provocadora y despectiva de sus labios. A ellos acudió una frase francesa, como si para este costaguanero del bulevar no pudiera expresarse lo que sentía en otro idioma:

– Non, Madame. Rien n'est perdu.

Estas palabras electrizaron a la señora de Gould, sacándola de su pasmado abatimiento, y así preguntó al punto con viveza:

– ¿Qué piensa usted hacer?

Pero notábase ya algo de irónico en la reprimida excitación de Decoud.

– ¿Qué puede usted esperar de un costaguanero? Otra revolución, claro está. Le aseguro a usted por mi honor, señora, que me creo un verdadero hijo del país, diga lo que quiera el padre Corbelán. Y tampoco soy tan incrédulo que no tenga fe en mis propias ideas, en mis propios remedios, en mis propias aspiraciones.

– ¡Seguramente! -dijo la señora de Gould con acento de duda.

– Usted parece no creerlo -continuó Decoud, volviendo a expresarse en francés-. Por lo menos admita usted que tengo fe en mis pasiones.

La señora aceptó esta adición sin vacilar. Lo comprendía perfectamente, sin que él lo afirmara.

– Estoy dispuesto a todo por el amor de Antonia. No hay nada que no me atreva a emprender, ni peligro que no me sienta con ánimo de arrastrar.

Decoud parecía hallar una revivificación de su osadía en pregonar sus pensamientos; y añadió:

– Seguramente no me creería usted si le dijera que es el amor del país el que…

La señora hizo con el brazo un gesto de protesta desalentada, como expresando que no lo esperaba de nadie.

– Una revolución en Sulaco -prosiguió Decoud en voz baja, pero con vehemencia-. Aquí puede servirse a la Gran Causa, en el mismo sitio donde ha comenzado, en el lugar de su nacimiento, señora de Gould.

Esta frunció el ceño, y se mordió pensativa el labio inferior, retirándose un poco de la puerta.

– No vaya usted a decir nada de esto a su marido -la intimó Decoud con ansiedad.

– ¿Es que no necesitará usted su ayuda?

– Sin duda la necesitaré -admitió Decoud sin vacilar-. Todo gira sobre la mina de Santo Tomé; pero yo preferiría que no supiera nada por ahora de mis planes.

El semblante de la señora de Gould expresó un sentimiento de perplejidad; y Decoud, acercándosele, le explicó confidencialmente.

– Lo digo porque, ¡como es tan idealista…!

La esposa de Carlos Gould se ruborizó, ensombreciéndose a la vez sus ojos.

– ¡Su Carlos un idealista! -exclamó como hablando maravillada consigo misma-. ¿Qué sentido puede usted atribuir a esa palabra tratándose de un hombre eminentemente práctico y positivo?

– Sí -concedió Decoud-; comprendo que le asombre a usted mi expresión, teniendo a la vista la mina de Santo Tomé, el hecho más real de toda la América del Sur. Pero repare usted que aun ese hecho le ha idealizado hasta un punto… -Guardó silencio por un momento- ¿Conoce usted, señora, hasta qué extremo ha idealizado la existencia, el valor, el significado de la mina de Santo Tomé? ¿Está usted enterada de ello?

Sin duda hablaba con conocimiento de causa, y el efecto que esperaba se produjo. La señora de Gould, a punto de exaltarse, se dominó de pronto exhalando un suspiro que parecía una queja.

– ¿Qué es lo que sabe usted? -preguntó con voz débil.

– Nada -respondió Decoud con firmeza-. Pero ¿no se hace usted cargo de que es inglés?

– Y ¿qué quiere usted decir con eso? -preguntó la señora.

– Sencillamente que no sabe hacer nada, ni siquiera vivir sin idealizar sus menores sentimientos, deseos y actos. No creerá en el valor de sus móviles si primero no los hace entrar, como partes integrantes, en algún cuento de hadas. Hombres como él no son para vivir en el mundo. Espero que me perdone usted la franqueza. Además, que la perdone usted o no, mi afirmación no es más que una de tantas verdades que hieren -¿cómo lo diré?- las susceptibilidades anglosajonas, y en este momento no me siento con fuerzas para considerar si tiene alguna base sólida el modo de pensar de su marido, y también el de usted, dicho sea con todo respeto.

La señora de Gould no dio muestras de ofenderse y se limitó a decir:

– Supongo que Antonia le comprenderá a usted perfectamente.

– ¿Comprender? Bien, sí. Pero no estoy seguro de su aprobación. Sin embargo, no importa. Soy bastante honrado para manifestárselo a usted, señora.

– Pero, en resumen, ¿lo que usted pretende es una separación?

– Por supuesto, una separación -declaró Martín-; una separación de toda la Provincia Occidental, arrancándola de un organismo agitado por constantes convulsiones. Pero mi fin principal, el único que me tiene con cuidado, es no separarme de Antonia.

– Y ¿eso es todo? -preguntó la señora de Gould sin severidad.

– Absolutamente todo. Yo no me forjo ilusiones sobre los móviles que me impulsan. Ella no quiere dejar a Sulaco por mí; de consiguiente Sulaco debe dejar abandonado a su suerte al resto de la República. No cabe decirlo con mayor franqueza. A mí me gustan las situaciones claramente definidas. Yo no puedo separarme de Antonia; luego la República una e indivisible de Costaguana debe separarse de su Provincia Occidental. Por fortuna este modo de pensar coincide con una sana política.

»Hay que salvar de la anarquía la parte más rica y fértil del país. Personalmente esto me interesa poco, muy poco; pero es un hecho que el establecimiento de Montero en el poder significaría para mí una sentencia de muerte. En todas las proclamas de amnistía general que he visto, se exceptúa de un modo especial mi persona con algunas otras. Los dos hermanos me odian, como usted puede comprender, señora de Gould; y ahora nos encontramos con que corre el rumor de haber salido victoriosos. Dirá usted que, aun suponiéndolo cierto, me sobre tiempo para huir.

Un leve murmullo de protesta por parte de la señora le hizo detenerse un momento, fijando en ella una mirada sombría y resuelta.

– ¡Oh! Seguramente lo haría, señora de Gould. Huiría, si ello sirviera para lograr lo que por ahora es mi único deseo. Tengo bastante valor para decirlo y hacerlo. Pero las mujeres, aun nuestras mujeres, son idealistas. Antonia es la que no quiere huir. Una nueva especie de vanidad.

– ¿Vanidad, lo llama usted? -replicó la señora de Gould con voz ahogada.

– Llámelo usted orgullo, si le parece, que, según el padre Corbelán, es pecado mortal. Por lo que a mi toca, lo que yo siento no es orgullo, sino un amor bastante fuerte para no permitirme huir. Además quiero vivir. No hay amor para los muertos. Por consiguiente es necesario que Sulaco no reconozca al vencedor Montero.

– Y ¿cree usted que mi marido le prestará su apoyo?

– Se me figura que pudiera resolverse a hacerlo, como buen idealista, al descubrir en mis planes una base sentimental para su acción. Con todo eso, yo no le hablaré de ellos; los hechos por sí solos no le dirán nada. Lo mejor para él es que se convenza a su modo. Y, además, no ocultaré que en mi situación actual no estoy para respetar ni sus razones, ni aun las de usted, señora de Gould. Soy franco.

Era evidente que Emilia estaba resuelta a no darse por ofendida. Sonrió vagamente con aire de meditar lo que había oído. Hasta donde podía juzgar por las confidencias incompletas de Antonia, ésta comprendía a su amante. A todas luces, había en su plan, o por mejor decir, en su idea, un arbitrio que daba lugar a esperanzas de salvación. Además, el proyecto, juicioso o disparatado, no causaría grave daño. Esto sin contar con que cabía muy bien que los rumores de la victoria de Montero carecieran de todo fundamento.

– Y bien, ¿puede usted decir lo que usted intenta?

– Es muy sencillo. Barrios ha partido; dejémosle seguir su viaje; podrá conservar Cayta, que es la puerta de la ruta marítima para venir a Sulaco. Los monteristas no son capaces de enviar por las montañas fuerzas suficientes, ni siquiera para habérselas con la gente de Hernández. Entre tanto, organizaremos aquí la resistencia, y para ello el mismo Hernández nos será útil. Aun siendo un simple bandido, ha sabido derrotar a tropas regulares; mucho mejor lo hará si se le nombra coronel y hasta general. Usted, señora, conoce bastante el país, para no maravillarse de lo que estoy diciendo. La he oído afirmar que ese pobre bandido era un ejemplo vivo y palpitante de la crueldad, la injusticia, la estupidez y la tiranía que arruina las almas y las fortunas de los hombres en Costaguana. Pues bien, habría sin duda una especie de desquite caballeresco en el hecho de que ese hombre se alzara en armas para destruir los males que le arrancaron de su condición de honrado ranchero empujándole a una vida de crimen. ¿No es verdad que se percibe en ello una simpática idea de desquite?

Decoud había pasado sin esfuerzo del castellano al inglés, lengua que hablaba con propiedad y corrección, pero ceceando demasiado.

– Piense usted en sus hospitales, en sus escuelas, en sus madres enfermas y viejos inválidos, en toda esa población que usted y su esposo han reunido en la garganta de Santo Tomé. ¿No pesa sobre la conciencia de ustedes la suerte que va a correr esa gente? ¿No merece eso hacer otro esfuerzo, que no es tan desesperado como parece, antes que…?

Decoud acabó de expresar su pensamiento con un movimiento del brazo, que indicaba destrucción; y la señora de Gould volvió a un lado la cara con expresión de horror.

¿Por qué no le dice usted todo eso a mi esposo? -preguntó sin mirar a su interlocutor, que permanecía observando el efecto de sus palabras.

¡Ah! Pero don Carlos es tan inglés… -empezó, y la señora de Gould le interrumpió diciendo:

– Deje usted eso en paz, don Martín. También es costaguanero… y más que usted.

– Sentimental, sentimental -replicó Decoud en tono de afable y lisonjera cortesía-. Sentimental al uso extraño de la gente de su raza. Vengo observando al Rey de Sulaco desde que llegué aquí con una comisión estúpida y tal vez impelido por alguna traición del hado, que suele acechar oculto en los imprevistos incidentes de nuestra vida. Pero no importa. Yo no soy sentimental. La vida no es para mí una novela sacada de un bonito cuento de hadas. No, señora de Gould; yo soy práctico y no tengo miedo a los móviles que inspiran mi conducta. Pero, perdóneme usted; me dejo arrastrar un tanto. Lo que quiero decir es que he venido observando. Y no le diré a usted lo que he descubierto…

– No; es inútil -musitó la señora volviendo otra vez la cara.

– Lo es, menos el hecho de que su esposo no me mira con buenos ojos. Es una minucia que en las circunstancias presentes parece adquirir una importancia perfectamente ridícula. Ridícula e inmensa; porque, naturalmente, el dinero se necesita para mi plan. -Reflexionó un instante, y luego añadió significativamente-: Y tenemos que habérnoslas con dos sentimentales.

– No le entiendo a usted del todo, don Martín -expuso la señora con frialdad, conservando el tono de reserva- Pero, suponiendo que le entendiera, ¿quién es el otro?

– El gran Holroyd de San Francisco; ¿quién había de ser? -murmuró Decoud-. Creo que me entiende usted muy bien. Las mujeres son idealistas, pero a la vez muy perspicaces.

Fuera la que fuere la razón de este último calificativo, tan lisonjero como malsonante, la señora de Gould no dio muestras de hacer caso. El nombre de Holroyd había despertado en ella nuevas inquietudes.

– El convoy de la plata bajará mañana al puerto; ¡la labor de seis meses, don Martín! -exclamó acongojada.

– Déjele usted que baje -le susurró Decoud muy serio casi al oído.

– Pero si el rumor de la derrota se propaga y, sobre todo, si resulta cierto, estallarán desórdenes en la ciudad -objetó ella.

Decoud reconoció que era posible. Conocía a los hijos de Sulaco y su campo, todos ellos de genio tétrico, ladrones, vengativos y sanguinarios, a pesar de las excelentes cualidades de sus hermanos del llano. Y luego había que contar con el otro sentimental, que atribuía un extraño valor idealista a los hechos concretos. Era menester que no se interrumpiera el curso de la corriente de plata hacia el norte, volviendo después en forma de apoyo financiero de la gran banca Holroyd. Para el proyecto de Decoud las barras de plata, guardadas allá arriba en la montaña en el sólido almacén de la mina, valían menos que si fueran de plomo, porque en este caso servirían para hacer balas. Así pues, que bajaran enhorabuena al puerto, prontas a ser embarcadas.

El primer vapor que saliera con rumbo al norte se las llevaría para salvar la mina de Santo Tomé, fuente de tanta riqueza. Y, además, indicó apresuradamente en tono de gran convicción, tal vez el rumor carezca de fundamento.

– Como quiera que fuere, señora -concluyó Decoud-, podemos mantenerlo secreto por muchos días. He estado hablando con el telegrafista en medio de la Plaza Mayor, sin que hubiera nadie por allí cerca; de modo que estoy seguro de que no nos han oído. Y ahora voy a decirle a usted otra cosa. He trabado amistad con Nostromo, el capataz, y esta misma tarde hemos tenido una conversación, caminando yo al lado de su yegua, mientras salía de la ciudad. Pues bien, me prometió que si sobreviene un alboroto por cualquier motivo -aunque fuera por la mayor de las razones políticas, ¿me entiende usted?-, sus cargadores, que son una parte importante del populacho, se pondrán del lado de los europeos.

– ¿Le ha prometido a usted eso? -inquirió con interés la señora de Gould-. ¿Qué razón le movió a hacerle esa promesa?

– Palabra de honor, señora; lo ignoro -declaró Decoud en tono de ligera sorpresa-. Es cierto que me lo prometió; sin embargo, no puedo decirle a usted la razón de ello. Habló con su habitual indiferencia, que, a no tratarse de un vulgar marino, me hubiera parecido fantochería o fingimiento.

Interrumpióse para mirar con curiosidad a la señora de Gould.

– En resumen -continuó-, supongo que espera sacar de ello alguna ventaja personal. No debe usted perder de vista que, para ejercer el ascendiente de que goza entre la clase baja, necesita poner un tanto en peligro su vida y repartir con profusión su dinero. El prestigio personal, si es sólido, hay que pagarlo en una forma o en otra. Después de hacernos amigos en un baile, dado en la posada de un mejicano al lado mismo de la muralla, me dijo que había venido aquí a hacer su fortuna. De modo que tal vez considere ese prestigio como una especie de capital puesto a lucro.

– Bien pudiera buscar una satisfacción de su amor propio -objetó la señora de Gould con el tono de estar rechazando una acusación inmerecida-. Viola, el garibaldino, con quien ha vivido algunos años, le llama "el incorruptible".

– ¡Ah! ¿Pertenece al grupo de los protégés de usted en la zona esa del puerto? Muy bien, Y el capitán Mitchell le llama "el admirable". No tienen fin las historias que he oído acerca de su valor, audacia y fidelidad. Cuentan y no acaban. ¡Hum! ¡Incorruptible! Sin duda es un título honroso para el capataz de cargadores de Sulaco. ¡Incorruptible! Muy bonito, pero vago. Con todo eso, le tengo por hombre sensato, y en tal supuesto es como he entablado relaciones con él.

– Prefiero creerle desinteresado y, por tanto, persona de toda confianza -replicó la señora de Gould en el tono mas cercano al desabrimiento de que su genio era capaz.

– Bien, si así es, la plata estará más segura. Que baje el convoy, señora, y salga luego para el norte, a fin de que vuelva a nuestro poder convertida en crédito.

La señora de Gould miró a lo largo del corredor hacia la puerta del cuarto de Carlos. Decoud, observándola como si la esposa del hombre que había de manejar ese crédito tuviera en sus manos la suerte que había de correr su soñada unión con Antonia, descubrió una venia de asentimiento, apenas perceptible. Inclinóse él sonriendo, y sacó del bolsillo interior de su chaqueta un abanico de plumas finas montadas sobre varillas de sándalo.

– Lo he traído en el bolso para justificar la supuesta pérdida y mi extemporáneo regreso. ¡Buenas noches, señora!

Y se retiró después de hacer una nueva inclinación.

La dueña de la casa continuó por el corredor, alejándose de la habitación de su esposo. La amenaza que se cernía sobre la mina de Santo Tomé le oprimía el corazón. Hacía ya mucho que había empezado a temer una desgracia. La mina fue primero una idea curiosa. Poco a poco observó con recelo que se iba trocando en un fetiche, y ahora este fetiche se había transformado en un peso enorme y aplastante. Era como si la inspiración que animara los primeros años de vida conyugal hubiera abandonado su corazón, convirtiéndose en un muro de ladrillos de plata, levantado por la silenciosa labor de genios malignos entre ella y su esposo. Éste parecía vivir aislado dentro de una circunvalación del precioso metal, dejándola a ella fuera con su escuela, su hospital, las madres enfermas y los ancianos impedidos, vestigios sin valor de la noble concepción inicial. "¡Qué sería de esa pobre gente!" murmuró para sí.

La voz de Martín Decoud resonó con claridad en el patio diciendo:

– He hallado el abanico de la señorita Antonia, Basilio. Aquí está.

Capítulo VII

En lo que Decoud hubiera llamado su sano materialismo entraba como parte substancial no creer posible una verdadera amistad entre hombre y mujer.

La única excepción que admitía en esta regla general la confirmaba plenamente, a su juicio. La amistad era posible entre hermano y hermana, entendiendo por amistad la comunicación franca con otro ser humano de las propias ideas y sentimientos, o dicho de otro modo, la sinceridad sin restricciones e impulsiva de la propia vida intima propendiendo a obtener por reacción las profundas simpatías de otra persona.

La confidente de Martín Decoud en cuanto a sus pensamientos, acciones, propósitos, dudas y hasta fracasos… era su hermana predilecta, el bello ángel de genio algo autoritario y voluntarioso, que gobernaba la familia en el primer piso de una preciosa casa de París.

"Prepara a nuestra pequeña tertulia de ésa para acoger de buen grado el nacimiento de otra república sudamericana. Una más o menos, ¿qué importa? Muchas brotaron quizás como flores envenenadas en el terreno abonado de instituciones corrompidas; pero la semilla de ésta ha germinado en el cerebro de tu hermano, y eso debe bastar para merecerle tu ferviente aprobación. Te escribo la presente a la luz de una vela, en una especie de posada, cerca del puerto, la cual tiene por patrón a un italiano llamado, Viola, protégé de la señora de Gould. El edificio, que, según mis noticias, hubo de ser construido hace tres siglos por uno de los conquistadores, arrendatario de la pescadería de perlas, es tan silencioso como un convento de cartujos. En el llano, entre la ciudad y el puerto, reina el mismo silencio, pero menos oscuridad porque las cuadrillas de obreros italianos que dan guardia a la vía férrea han encendido hogueras a lo largo de ella. No estaban tan tranquilos ayer estos alrededores. Hemos tenido una revuelta espantosa, un repentino levantamiento del populacho, y no ha quedado suprimido hasta hora avanzada de hoy. Su intento fue el saqueo, pero se frustró, como ya sabrás por el cablegrama enviado vía San Francisco y Nueva York la noche pasada, cuando estaba todavía abierto el servicio. En ese despacho habrás leído que la vigorosa intervención de los europeos del ferrocarril ha salvado de la destrucción a la ciudad, y puedes creerlo. Yo mismo escribí el cable. Aquí no tenemos ningún corresponsal de la agencia Réuter. He sido uno de los que han hecho fuego contra las turbas desde las ventanas del club en compañía de algunos otros jóvenes de posición. Nuestro fin era mantener limpia de revolucionarios la calle de la Constitución para facilitar el éxodo de las señoritas y niños que se han refugiado a bordo de un par de barcos mercantes, anclados ahora en este puerto. Eso fue ayer. También te habrás enterado por el cable de que el presidente Rivera, que había desaparecido después de la batalla de Santa Marta, ha venido a parar a Sulaco por una de esas extrañas coincidencias casi increíbles, cabalgando en una mula coja, y ha llegado aquí en lo más recio de la lucha en las calles. Parece ser que ha huido en compañía de un acemilero, llamado Bonifacio, al través de las montañas, y que intentando escapar de Montero, vino a caer en las manos de una turba enfurecida.

"El capataz de cargadores, el marinero italiano de quien te he hablado anteriormente, le ha salvado de una muerte infame. Ese hombre parece tener el don singular de hallarse en el sitio donde hay que hacer algo que llame la atención.

"Estuvo conmigo a las cuatro de la mañana en las oficinas del Porvenir, adonde había venido muy de madrugada para avisarme del motín que se preparaba, y a la vez para asegurarme que mantendría a sus cargadores a favor del orden. Cuando amaneció del todo, pudimos contemplar juntos a la muchedumbre, compuesta de gente de a pie y a caballo, que se había reunido en la plaza y arrojaba piedras a las ventanas de la Intendencia. Nostromo (así le llaman aquí) me señaló con el dedo a sus cargadores mezclados con la multitud.

"El sol tarda en brillar sobre Sulaco, porque primero tiene que elevarse por encima de las montañas. Como la claridad de la mañana era superior a la del crepúsculo, Nostromo pudo divisar al final de la calle, más allá de la catedral, a un hombre a caballo, que al parecer se hallaba en grave apuro, acosado por un grupo de gentuza. Al punto me dijo: 'Es un forastero. ¿Qué estarán haciendo con él?' Luego sacó el pito de plata que suele usar en el muelle (al parecer tiene a menos gastar otro metal menos precioso) y silbó dos veces, haciendo la señal convenida sin duda con sus cargadores. Tras esto, salió corriendo, y los obreros del puerto se congregaron a su alrededor.

"Yo le imité, pero no llegué a tiempo de incorporarme al grupo par salvar al forastero, cuya cabalgadura se había desplomado. Reconocido por la chusma como uno de los odiados aristócratas, me tuve por dichoso de poder refugiarme en el club, donde don Jaime Berges (recordarás que nos visitó en nuestra casa de París hace tres años) me puso en la mano una escopeta de caza. En el club estaban haciendo fuego ya desde las ventanas. Sobre las mesas de juego desplegadas había montoncitos de cartuchos. En el local se veían sillas derribadas, botellas rodando por el suelo entre barajas, esparcidas al suspender bruscamente los caballeros su pasatiempo para disparar contra la multitud. Casi todos los jóvenes habían pasado la noche en el club, esperando algún alboroto. En dos candelabros que ardían sobre las consolas, las bujías se habían consumido hasta las arandelas. Una gruesa tuerca de hierro, robada probablemente de los talleres del ferrocarril, arrojada desde la calle en el momento de entrar yo, rompió uno de los espejos que adornaban la pared.

"También vi a uno de los criados del club atado de pies y manos con los cordones de una cortina y tendido en un rincón. Creo, aunque no estoy seguro, haber oído a don Jaime decirme de prisa que habían sorprendido al maniatado poniendo veneno en los platos de la cena. Pero lo que recuerdo perfectamente es que clamaba sin cesar pidiendo misericordia, y que nadie le hacía caso ni se cuidaba de amordazarle. Sus gritos eran tan desagradables, que estuve medio tentado a hacerlo yo. Sin embargo, no había que gastar tiempo en menudencias y, ocupando mi puesto en una de las ventanas, empecé a disparar.

"Hasta después por la tarde no supe quién era el individuo a quien Nostromo con sus cargadores y algunos obreros italianos había logrado salvar del furor de la canalla. Repito que ese hombre sabe desplegar una rara energía en todas las grandes ocasiones. Le hablé de ello cuando ya estaba restablecido en parte el orden en la ciudad, y su respuesta me dejó algo sorprendido. Me dijo con cierto malhumor: 'Y ¿cuánto me dan por ello, señor?' Entonces me ocurrió que tal vez su vanidad se diera por satisfecha con la adulación del pueblo bajo y la confianza de sus superiores."

Decoud se detuvo para encender un cigarrillo, y a continuación, sin levantar la cabeza de lo escrito, echó una bocanada de humo, que pareció rebotar sobre el papel. Luego tomó de nuevo el lapicero:

"Eso fue anoche en la plaza, cuando el capataz estaba sentado en las escaleras de la catedral, con las manos entre las rodillas, sujetando las bridas de su famosa yegua plateada. Durante el día entero había capitaneado espléndidamente su cuerpo de cargadores. Parecía fatigado. En cuanto a mí, no sé cuál sería el aspecto de mi persona. Supongo que estaría muy sucio, pero a la vez con cara satisfecha, si no me engaño.

"Por el tiempo en que el fugitivo Presidente había sido llevado al vapor Minerva, la suerte de la refriega estaba ya decidida contra el populacho, que, arrojado del puerto y de las principales calles de la ciudad, tuvo que replegarse a su laberinto de ruinas y a sus tolderías. Ya comprenderás que este alboroto, enderezado a apoderarse de la plata de Santo Tomé almacenada en los sótanos de la Aduana (y saquear además todas las casas de los ricos), había adquirido color político por el hecho de haberse puesto a la cabeza del movimiento dos miembros de la Diputación provincial, los señores Camacho y Fuentes, ambos representantes del Bolsón. Lo hicieron ya tarde, es verdad, cuando la multitud, defraudada en sus esperanzas de saqueo, se había hecho fuerte en las callejuelas, gritando: '¡Viva la Libertad! ¡Abajo el feudalismo! (¿Qué entenderá esa gente por feudalismo?) ¡Abajo los godos y los paralíticos!' Me figuro que los señores Camacho y Fuentes no ignoraban lo que se hacían. Son personas prudentes. En la Diputación se daban a sí propios el nombre de moderados, y defendiendo una filantropía romántica, se oponían a toda determinación enérgica de buen gobierno. Al circular los primeros rumores de la victoria de Montero, empezaron a modificar sus ideas utópicas con sutiles distinciones y a insultar al pobre don Justo López en su tribuna presidencial con una desvergüenza a la que el abochornado presidente no acertó a responder más que atusándose la barba y agitando la campanilla. Después, al confirmarse sin el menor linaje de duda la caída de la causa riverista, se han declarado sin rodeos liberales convencidos, procediendo de común acuerdo, como si fueran los gemelos siameses, y acabando con ponerse al frente del levantamiento en nombre de los principios monteristas.

"Su última evolución política a las ocho de la noche pasada consistió en organizarse en Comité Monterista, que, según mis noticias, tiene su domicilio en la posada de un torero retirado, de Méjico, gran político también, cuyo nombre he olvidado. Desde allí nos han enviado una comunicación a nosotros, los godos paralíticos del Club Amarillo (que tenemos también nuestro comité), invitándonos a concertar un arreglo provisional para una tregua, a fin de que -han tenido la impudencia de decirlo- 'la noble causa de la Libertad ¡no se manche con los criminales excesos del egoísmo conservador!' Cuando salí para ir a sentarme con Nostromo en las escaleras de la catedral, el club se ocupaba en considerar la respuesta adecuada, en la sala principal, cuyo piso se hallaba cubierto de casquillos de cartuchos disparados, vasos rotos, candeleras, rastros de sangre, y toda clase de muebles y utensilios, hechos pedazos.

"Pero todo esto es tonto. En la ciudad los únicos que poseen verdadera fuerza son los ingenieros del ferrocarril, cuyos obreros ocupan las casas desmanteladas que la Compañía ha comprado para su estación en un lado de la plaza, y Nostromo, capataz de los cargadores, que duermen en las Arcadas a lo largo de las tiendas de Anzani. En la plaza ardía una hoguera, hecha con muebles rotos, en su mayoría dorados, procedentes de los salones de la Intendencia; y la llama subía recta hasta tocar la estatua de Carlos IV. En las escaleras del pedestal yacía el cadáver de un hombre, boca arriba, los brazos abiertos y tendidos, cubierto el rostro con su sombrero -por la atención quizá de algún amigo. El resplandor del fuego doraba el follaje de los primeros árboles de la Alameda y proyectaba movedizos reflejos en la boca de una callejuela próxima, bloqueada por una aglomeración de carretas de bueyes y toros muertos. Sentado sobre uno de éstos, un revolucionario, enteramente embozado, fumaba un cigarrillo.

Como comprenderás, era una tregua.

"El único ser viviente que había en la plaza, además de nosotros, era un cargador, que iba y venía con un largo cuchillo desnudo en la mano, haciendo centinela delante de las Arcadas, donde sus compañeros estaban durmiendo. Y en el resto de la ciudad, envuelto en tinieblas, no brillaba otra luz que la de las ventanas del club en la esquina de la calle."

Después de escribir este largo relato, don Martín Decoud, el exótico dandy del bulevar parisiense, se levantó y cruzó el enarenado piso del café, situado en el extremo del Albergo d'Italia Una, del que era patrón Giorgio Viola, el antiguo compañero de Garibaldi. La litografía, crudamente coloreada, del Héroe Leal parecía mirar con sombría expresión, a la luz de la candela, al hombre que no creía en nada fuera de la verdad de sus propias sensaciones. Al asomarse por la ventana, Decoud tropezó con una oscuridad tan impenetrable, que no pudo divisar ni las montañas ni la ciudad, ni siquiera los edificios cercanos al puerto. No se percibía el menor sonido, como si la tremenda oscuridad del Golfo Plácido, saliendo del agua y derramándose por el interior de la costa, la hubiera dejado muda y ciega. Poco después, el joven sintió un ligero temblor del piso y percibió un ruido lejano de chocar de hierro. Una brillante luz blanca agujereó la oscuridad, y creció entre un fragor estruendoso. Era el material rodante, conservado en el apartadero de Rincón, traído ahora para mayor seguridad a los cercados de la estación del puerto. Como estremecimiento misterioso de las tinieblas, al ser rasgadas por el farol de la locomotora, el tren pasó en una ráfaga de atronador ruido junto al extremo de la casa haciéndola vibrar hasta en sus cimientos. Y nada se divisó con claridad, excepto la última plataforma donde iba un negro en calzoncillos, desnudo de la cintura arriba, que agitaba incesantemente con movimiento circular una antorcha, mantenida a distancia de su cuerpo con el brazo tendido. Decoud no se movió.

Detrás de él, sobre el respaldo de la silla de donde se había levantado, descansaba doblado su elegante abrigo parisiense, con forro de seda gris perla. Pero cuando se volvió para llegarse a la mesa, la luz de la candela le iluminó el rostro, que aparecía cubierto de tizne y arañazos. Sus sonrosados labios estaban ennegrecidos por el calor y el humo de la pólvora. Suciedad y roña empañaban el lustre de la corta barba. El cuello y los puños de la camisa se le habían arrugado; la corbata de seda azul le caía sobre el pecho como un pingajo; un barniz grasiento cruzaba su blanca frente. En el transcurso de unas cuarenta horas no se había mudado de ropa, ni usado el agua más que para beber un trago de prisa. La terrible inquietud de que estuvo dominado había dejado sobre él las huellas de una lucha desesperada, y puesto en sus ojos una expresión de aridez e insomnio. Con voz ronca y entre dientes murmuró: "No sé si habrá pan aquí", echó una mirada vaga a su alrededor, y luego se dejó caer en la silla, tomando de nuevo el lapicero. El estómago le avisaba de que habían transcurrido muchas horas sin tomar alimento.

Vínole a las mientes que nadie podía entenderle tan bien como su hermana. En el corazón más escéptico se insinúa, en trances de grave peligro de la vida, el deseo de dejar una impresión justa de los propios sentimientos, a modo de una luz que ponga al descubierto la personalidad arrebatada a otro mundo, adonde la investigación humana no puede llegar para descubrir la verdad que se llevan consigo los muertos. Por eso, en vez de buscar algo que comer, o dedicar algunas horas al sueño, Decoud siguió llenando las páginas de un grueso cuaderno con la carta para su hermana.

En la intimidad de aquella confidencia no le era dable hacer caso omiso de su abatimiento, extrema fatiga y apremiantes necesidades físicas. Recomenzó su escritura como si hablara con aquella a quien iba dirigida, y con la ilusión de tenerla ante sí, trazó la frase: "Tengo mucha hambre.

"Me siento oprimido angustiosamente por la soledad que me rodea -prosiguió- ¿Será tal vez por ser yo el único que conserva en su cerebro una idea concreta en medio del hundimiento general de todas las resoluciones, planes y esperanzas concebidas? Pero esta soledad es también muy real. Todos los ingenieros están fuera, desde hace dos días, velando por los intereses del Ferrocarril Central Nacional, la gran empresa de Costaguana, que ha de llenar de dinero los bolsillos de ingleses, franceses, norteamericanos, alemanes y Dios sabe cuántos más. Reina a mi alrededor un silencio fatídico. Sobre la parte media de esta casa se levanta una especie de primer piso, que tiene por ventanas unas aberturas estrechas parecidas a saeteras. Probablemente se usaron para defenderse a cubierto contra los salvajes en siglos pasados, cuando la persistente barbarie de nuestro país natal no se disfrazaba con las negras levitas de los políticos, sino se mostraba en los aullidos de hombres medio desnudos, con arcos y flechas en las manos.

"El ama de casa está agonizando allá arriba, creo que sola con su viejo marido. Hay una escalera estrecha, a propósito para ser defendida por un hombre contra una turba, y por ella se sube a las habitaciones superiores. Acabo de oír, al través del espesor del muro, que el pobre viejo baja por algo a la cocina. Cabría confundir ese rumor con el que hace un ratón en el agujero de una pared. Todos los criados huyeron ayer, y no han regresado aún; acaso no vuelvan jamás. Quedan aquí únicamente dos muchachas de corta edad. Su padre las ha mandado bajar a las habitaciones inferiores, y se han venido al café, quizá por estar yo aquí. Se han acurrucado juntas en un rincón, abrazadas una a otra. Las he oído hace unos minuto, y me siento más solitario que nunca."

Decoud se volvió en la silla y preguntó:

– ¿Hay pan en la casa?

Linda, la morena de cabello negro, movió negativamente la cabeza sobre la rubia de su hermana que reposaba en su pecho.

– ¿No podrías buscarme pan? -insistió Decoud.

La chica no se movió, y el joven divisó sus grandes ojos negros, que le miraban de hito en hito desde la oscuridad del rincón.

– ¿Tenéis miedo de mí? -preguntó Decoud.

– No -respondió Linda-; no tenemos miedo de usted, porque ha venido aquí con Gian Battista.

– ¿Quieres decir Nostromo?

– Los ingleses le llaman así, pero ese nombre no es de persona ni de animal -dijo la muchacha pasando suavemente la mano sobre la cabellera de su hermana.

– Pero él deja que todos se lo den -repuso Decoud.

– No en esta casa.

– ¡Ah!, bien, entonces le llamaré el capataz.

Decoud no prosiguió, y luego de escribir un rato, se volvió de nuevo.

– ¿Cuándo crees que regresará? -preguntó.

– Después de traerle a usted aquí, marchó con la yegua a la ciudad en busca del médico para la madre. No tardará en venir.

– Corre bastante peligro de que le maten de un tiro en el camino -murmuró Decoud para sí en tono perceptible.

Linda declaró con su voz de contralto:

– No hay quien se atreva a disparar un tiro a Gian Battista.

– ¿Lo crees tú así? -interrogó Decoud.

– Estoy cierta de ello -respondió la muchacha con gran convicción.

– No se requiere mucho valor para disparar un fusil detrás de un arbusto -se dijo Decoud entre dientes-. Por fortuna la noche es oscura, pues en otro caso, habría pocas probabilidades de salvar la plata de la mina.

Por tercera vez se dispuso a escribir en su cuaderno, echó un vistazo a las páginas escritas y empezó a mover el lapicero:

"Tal era la situación ayer, después de zarpar el Minerva llevándose al fugitivo Presidente, y después de haber sido rechazados los revolucionarios a los callejones de la ciudad. He enviado un cablegrama al extranjero dando noticia de lo que ocurre, y luego fui a sentarme con Nostromo en las escaleras de la catedral. ¡Cosa extraña! Las oficinas de la Compañía del Cable están en el mismo edificio que El Porvenir, y, no obstante eso, la multitud que ha arrojado mis prensas por la ventana y esparcido los tipos de imprenta por toda la plaza, ha respetado los aparatos del cable, instalados en el ala opuesta del patio. Mientras continuaba sentado con Nostromo, salió Bernardo, el telegrafista, de las Arcadas con una cinta de papel en la mano. El enano empleadillo se había atado a un enorme espadón y colgado al cinto una porción de revólveres. Es una figura ridícula, pero a la vez el alemán de su talla más valiente que manejó jamás un transistor Morse. Habrá recibido de Cayta el despacho comunicando que acaban de entrar en el puerto los transportes con el ejército de Barrios y acabando con las palabras: "Prevalece el mayor entusiasmo". Me alargué a la fuente para beber un trago de agua, y desde la Alameda se me disparó un tiro por alguien oculto detrás de un árbol. Pero bebí y no hice caso; con Barrios en Cayta y la gran Cordillera entre nosotros y el victorioso ejército de Montero, me pareció tener metido en el puño el nuevo Estado, a pesar de los señores Camacho y Fuentes. Sentí ganas de dormir, pero, en llegando a la casa Gould, hallé el patio lleno de heridos, acostados sobre paja. Las luces estaban encendidas-, y como la noche era calurosa y el patio forma un recinto cerrado, en el ambiente se notaba un débil olor de cloroformo y sangre. En un extremo, el doctor Monygham, el médico de la población minera, se ocupaba en vendar heridas; y en el otro, cerca de las escaleras, el padre Corbelán, arrodillado, oía en confesión a un cargador moribundo. La señora de Gould iba de una parte a otra, cargada con una gran botella y un paquete de algodón hidrófilo. Me vio entrar, y no me hizo la menor señal. Seguíala su camarera con otra botella, sollozando en silencio.

"He trabajado un rato sacando de la cisterna agua para los heridos. Tras esto, subí al primer piso, y allí me encontré a las principales señoritas de Sulaco, más pálidas que nunca, ocupadas en servir vendajes. No todas habían huido a los barcos, y buen número se refugiaron durante el día en la casa Gould. En el descansillo una joven con el cabello medio suelto estaba arrodillada junto a la pared, bajo el nicho de la Madona con veste azul y corona dorada. Creo que era la mayor de las señoritas López; no pude verle la cara, y recuerdo que me quedé mirando el alto talón francés su diminuto zapato. No hacía ruido alguno, ni se movía, ni sollozaba: permanecía rígida, semejando la estatua de la piedad ferviente, toda enlutada contra el blanco muro. Seguramente estaba tan serena como las otras señoritas pálidas, que vi llevando vendajes al doctor. Una de ellas, joven esposa de un anciano rico de la ciudad, sentada en lo alto de la escalera, desgarraba muy afanosa en tiras una pieza de lienzo. Interrumpióse para contestar moviendo la mano a mi inclinación, como si estuviera en su carruaje paseando por la Alameda.

"Las mujeres de nuestro país saben mostrar una fortaleza admirable durante las revoluciones. De sus rostros desaparecen el colorete y los polvos de perla, y de su comportamiento la pasividad con respecto a los sucesos públicos, impuesta desde la infancia por la educación, la tradición y la costumbre. Me acordé de tu rostro, que, aun siendo tú criatura, llevaba el sello de la inteligencia en lugar de esa careta de resignación y paciencia que aparece cuando alguna conmoción política desgarra el velo de los cosméticos y del habitual retraimiento.

"En la gran sala del primer piso celebraba sesión una especie de Junta de Notables, resto de la disuelta Diputación Provincial. Don Justo López tenía la mitad de la barba chamuscada por el fogonazo de un trabuco, cargado con trozos de hierro, que le habían disparado, sin que providencialmente le tocara ninguno de los proyectiles. Y, cuando volvía la cara de un lado a otro, causaba la impresión de haber dos hombres en la misma levita, uno de noble aspecto con respetables bigotes, y otro sucio y maltratado.

"Al entrar yo, gritaron todos: '¡Decoud! ¡Don Martín!' ¿Qué están ustedes deliberando? -les pregunté. Parecía no haber presidente, aunque don José Avellanos ocupaba la cabecera de la mesa. Respondieron todos juntos: 'Tratamos del modo de poner a salvo nuestras vidas y haciendas.' 'Hasta que lleguen las nuevas autoridades', me explicó don Justo con el lado solemne de su cara vuelto hacia mí. Esto fue un chorro de agua helada lanzado sobre mis fervorosos planes de lanzar un nuevo Estado. Sentí que me zumbaban los oídos, y la sala se oscureció como si se hubiera llenado de vapores.

"Me llegué a la mesa, ciego de indignación y tambaleándome con los vaivenes de un borracho. '¿Es posible que discutan ustedes la rendición?', exclamé. Todos permanecieron mudos, inclinada la cabeza sobre la hoja de papel, que cada uno tenía delante, Dios sabe para qué. Únicamente don José se tapó la cara murmurando: '¡Jamás!, ¡jamás!' Pero, al mirarle, me pareció que podía hacerle volar de un soplo: tan frágil, débil y agotado se encuentra. Suceda lo que quiera, no sobrevivirá al golpe recibido. El desengaño es demasiado terrible para un hombre de su edad. ¿No ha visto los pliegos de Cincuenta Años de Desgobierno que habíamos empezado a publicar en la imprenta de El Porvenir, alfombrando la plaza, flotando en las acequias, usados como tacos en los trabucos, después de cargarlos con tipos de imprenta, volando por el aire, pisoteados en el lodo? Hasta en el agua del puerto he visto flotar algunas páginas. No cabe esperar razonablemente que sobreviva. Sería una crueldad.

"¿Saben ustedes -les grité- lo que significa la rendición para ustedes, para sus mujeres, sus hijos, sus bienes?

"Declamé por espacio de cinco minutos sin tomar aliento, insistiendo en la espléndida ocasión que se nos ofrecía de conquistar nuestra independencia y en la ferocidad de Montero, de quien tengo averiguado que es tan gran bestia, como sin duda le gustaría serlo si poseyera inteligencia bastante para concebir un reinado sistemático de terror. Y luego, por otros cinco minutos o más, dirigí un llamamiento apasionado a su valor y virilidad con toda la vehemencia de mi ardiente amor a Antonia. Porque nunca habla un hombre con mayor elocuencia que cuando se inspira en un sentimiento personal, denunciando a un enemigo, defendiéndose a sí mismo o abogando por lo que ama en realidad más que a su vida. Troné contra ellos, querida mía. Hubiérase dicho que mi voz amenazaba con hender las paredes del salón, y cuando cesé de hablar, vi que todos miraban acobardados con expresión de desconfianza. ¡Y a eso se redujo todo el efecto de mi perorata! Únicamente don José había dejado caer la cabeza sobre el pecho. Acerqué mi oído para percibir lo que murmuraban sus labios y me pareció entender: '¡En el nombre de Dios, pues, Martín, hijo mío!' No sé si fue eso precisamente, pero estoy cierto de que mentó el nombre de Dios. Creí haber recogido su último aliento -el soplo de su alma que escapaba de sus labios.

"Verdad es que vive aún. Le he visto después, pero es sólo un cuerpo senil, descansando sobre la espalda, cubierto hasta la barba, con los ojos abiertos, y tan inmóvil, que ni respirar parece ya. Así le dejé con Antonia arrodillada junto a su cama, poco antes de venir a la posada italiana, donde aguarda también la muerte, que ronda por todas partes. Pero tengo por cierto que don José murió realmente allí, en la casa Gould, con aquel susurro en que me instaba a intentar lo que sin duda su alma, envuelta en la santidad de los tratados diplomáticos y de las declaraciones solemnes, debe haber aborrecido. Yo había exclamado en voz muy alta: '¡Un país donde los hombres no se ayudan a sí mismos no puede pensar en invocar la ayuda de Dios!'

"Entre tanto don Justo había dado principio a un grave discurso, cuyo efecto solemne resultaba destruido por el estado ridículamente desastroso de su barba. No aguardé a enterarme. Al parecer sostenía que las intenciones de Montero (él le llamaba el general) probablemente no eran malas, aunque 'el ilustre soldado' (hace sólo ocho días le trataba de gran bestia) se equivocaba tal vez en cuanto a los medios más adecuados. Como comprenderás, no me detuve a oír el resto. No se me ocultan las intenciones del hermano de Montero, Pedrito, el guerrillero, a quien puse en evidencia, hace algunos años, en París, en un café frecuentado por estudiantes sudamericanos, donde pretendía hacerse pasar por secretario de una legación. Entraba comúnmente allí y charlaba durante horas, retorciendo el sombrero flexible en sus peludas manos: la ambición del hombre le llevaba a querer ser un Duque de Morny cerca de una especie de Napoleón. Ya entonces solía hablar de su hermano en términos ampulosos. Se creía sin duda seguro de no ser descubierto, porque los estudiantes, todos de familias pertenecientes al partido blanco, no frecuentaban la legación, según puedes figurarte. Pero no contó con la huéspeda, como se dice vulgarmente, y esta huéspeda fue Decoud, el hombre motejado habitualmente de no tener fe ni principios, y que se metía en aquel sitio algunas veces a divertirse, como si asistiera a una reunión de monos sabios. Repito que conozco sus intenciones. Le he visto servir platos. Los demás podrán vivir en el régimen de terror; a mí me espera la muerte con toda seguridad.

"No, no quise quedarme para oír hasta el fin a don Justo López, procurando persuadirse, con graves razones, de la clemencia, justicia, honradez e integridad de los hermanos Montero. Salí bruscamente en busca de Antonia y la vi en la galería. Al entrar extendió hacia mí sus manos cruzadas.

– "¿Qué están haciendo allí? -preguntó.

– "Hablando -respondí, con mis ojos fijos en los suyos.

– "Sí, sí, pero…

– "Discursos vanos -la interrumpí-. Se esfuerzan por ocultar sus temores tras de estúpidas esperanzas. En aquella reunión todos son grandes parlamentarios, al estilo inglés, ¿sabe usted?

"Tan furioso estaba que apenas podía hablar. Ella hizo un gesto de desesperación.

"Por la puerta que dejé entreabierta a mi espalda, llegaba a nosotros el monótono discursear de don Justo, en tono mesurado, frase tras frase, como una especie de delirio terrible y solemne.

– "Al fin y al cabo, las aspiraciones democráticas pudieran tener su legitimidad. Los caminos del progreso humano son inescrutables, y si los destinos del país están en manos de Montero, nuestro deber es…

"Cerré de golpe la puerta al oír esto; era bastante; era demasiado. Jamás rostro alguno hermoso expresó más horror y desesperación que el de Antonia. No pude soportar su vista, y la así de las muñecas.

– "En esa junta han matado a mi padre; ¿no es cierto?-preguntó.

"Sus ojos centelleaban de indignación, pero al mirarla yo fascinado, su fulgor se extinguió.

– "Es una rendición -dije. Y recuerdo que le sacudía las muñecas, que retenía en mis manos separadas-. Pero algo más ha habido que charla inútil. Su padre de usted me ha dicho que siga adelante con mi provecto en nombre de Dios.

"Hermana querida, hay en Antonia algo que me hace creer en la posibilidad de todo. Me basta mirarla a la cara para sentir arder mi cerebro. Y, no obstante eso, la amo, como lo haría otro cualquiera… con el corazón, y sólo con el corazón. Antonia es para mí más que la Iglesia para el padre Corbelán (el vicario general desapareció de la ciudad la noche pasada, tal vez para ir a incorporarse a la banda de Hernández). Es para mí más que su preciosa mina para ese inglés sentimental. No quiero hablar de su mujer, que quizá lo fue en otro tiempo. Ahora la mina de Santo Tomé es un muro interpuesto entre los dos consortes. 'Su mismo padre de usted, Antonia-repetí-, su padre, ¿comprende usted?, me ha dicho que siga con mi plan.'

"Ella volvió la cara a un lado y preguntó con acento apenado:

– "¿De veras lo ha dicho? Entonces temo que no volverá a hablar más.

"Desasió sus muñecas de mis manos y, llevándose el pañuelo a los ojos, empezó a llorar. No me inmuté al contemplar su dolor: prefiero verla, aunque sea afligida, a no verla de ningún modo y por siempre. Ora huya de Sulaco, ora me quede para ser fusilado, no podremos encontrarnos juntos, no habrá futura unión. Por lo mismo no gasté el tiempo en compadecer su tristeza del momento. La envié llorando a buscar a doña Emilia y a don Carlos. Para la existencia misma de mi proyecto es necesario el sentimentalismo de esas dos personas, incapaces de hacer nada en favor de un deseo apasionado, mientras no se les presente revestido con el bello atavío de una idea. ¿Qué es para ellos mismos mi pasión por Antonia? Nada. Pero si se disfraza con el propósito de crear un Estado nuevo, la cuestión varía de aspecto.

"Por la noche, a hora avanzada, formamos una pequeña junta de cuatro -las dos mujeres, don Carlos y yo- en el gabinete íntimo azul y blanco de la señora de Gould.

"El Rey de Sulaco se tiene indudablemente por un hombre honradísimo; y si alguien pudiera ver lo que hay detrás de su taciturnidad, se convencería quizá de que es así. Probablemente cree que sólo esa reserva es la que conserva su honradez limpia de toda mácula. Esos ingleses viven de ilusiones que de una manera u otra les ayudan a hacer presa en la realidad. Don Carlos no habla más que con 'síes' o 'noes' raros, que suenan tan impersonales como las palabras de un oráculo. Pero a mí no me desorienta su muda reserva. Sé muy bien que su obsesión dominante es la mina; así como la de su mujer es la preciosa persona del hombre que se le ha colgado al cuello con la Concesión Gould haciéndola sentir el peso abrumador de una empresa erizada de peligros. Todo esto importa poco. Lo substancial para mí es que comuniquen el proyecto de constituir en Estado independiente la Provincia Occidental a Holroyd (el Rey de la plata y el acero) en términos de obtener su apoyo financiero.

"A esta misma hora, la noche pasada, hace exactamente veinticuatro horas, hemos creído que la plata de la mina estaba segura en los sótanos de la Aduana, hasta que llegue el vapor que ha de llevarla a los Estados Unidos. Y mientras allí se reciban sin interrupción las remesas del precioso metal, el conocido sentimentalista Holroyd no abandonará su idea de introducir en los países atrasados justicia, industria, paz, y además su acariciada manía de una forma de cristianismo más pura.

"Posteriormente hemos recibido nueva información sobre pormenores del levantamiento. El ingeniero en jefe de la vía, la persona más notable de los europeos de Sulaco, ha venido a caballo por la calle desde el puerto, y fue admitido a nuestro consejillo. La Junta de Notables sigue aún deliberando en el salón; y uno de los miembros ha salido a la galería a preguntar a un criado si podrían llevarles algo que comer.

"Su petición ha sido satisfecha sin duda, porque las primeras palabras del ingeniero en jefe al entrar en el gabinete han sido: '¿Cuántas cosas es su casa de usted, señora de Gould? Abajo hospital de guerra; y arriba, al parecer restaurante. He visto llevar a la sala bandejas cargadas de apetitosos manjares.'

"Pues aquí, en este cuartito -dije yo- tiene usted el gabinete secreto de la futura República Occidental.

"El hombre venía tan caviloso, que ni se sonrió al oírlo, ni siquiera se mostró sorprendido.

"Nos contó que, mientras estaba tomando disposiciones generales para la defensa del material de ferrocarril en los depósitos, le llamaron para que fuera al despacho del telegrafista de la vía. El ingeniero encargado de los trabajos avanzados al pie de las montañas necesita comunicar con él desde el extremo del hilo telegráfico. En el despacho estaban solos él y el empleado del telégrafo, que leía en voz alta las señales, según iba cayendo la cinta y enrollándose en el suelo. Y el objeto de esta comunicación, enviada nerviosamente desde un cobertizo de madera sepultado en las profundidades de los bosques, era informar al jefe de que el presidente Rivera había sido o estaba siendo perseguido. Esto era una verdadera novedad para nosotros en Sulaco, porque el mismo Rivera, después de salvado, reanimado y tranquilizado por nosotros, se inclinó a creer que no habían despachado tropa para darle alcance.

"Rivera, cediendo a las apremiantes instancias de sus amigos, había dejado el cuartel general de su derrotado ejército, partiendo solo con el muletero Bonifacio, que se ofreció a servirle de guía bajo su responsabilidad y con el riesgo consiguiente. Emprendieron el viaje al amanecer del tercer día. Las tropas que restaban del ejército gubernamental se habían dispersado durante la noche. Bonifacio y el presidente cabalgaron a todo correr hacia la Cordillera; y luego se proveyeron de mulas, penetraron en los pasos y cruzaron el páramo de Ivie poco antes de que un ventarrón helado barriera la pétrea meseta sepultando en un montón de nieve el pequeño albergue de piedra en que habían pasado la noche.

"Después de esto, el pobre Rivera pasó por mil aventuras: perdió de vista a su guía y no pudo reunirse con él; la montura se le escapó; tuvo que bajar a pie con gran trabajo al Campo; y a no haberse entregado a los compasivos sentimientos de un ranchero, habría perecido mucho antes de llegar a Sulaco. El hombre, que, por supuesto, le reconoció al instante, le facilitó una mula descansada, que el fugitivo reventó a causa de su excesivo peso y torpeza en cabalgar.

"Pero era cierto que había sido perseguido por un destacamento a las órdenes del mismo Pedro Montero, el hermano del general. Por fortuna para el expresidente, el viento glacial del páramo sorprendió a los perseguidores en la cima de los pasos. Unos cuantos hombres y todas las bestias perecieron helados; pero el núcleo principal continuó su camino. Hallaron al pobre Bonifacio medio muerto, tendido al pie de un talud de nieve, y le remataron a bayonetazos sin misericordia, según lo acostumbrado en las guerras civiles. También hubieran dado con Rivera, a no haber dejado el camino real, extraviándose en los bosques al pie de las últimas estribaciones. Y allí, dando vueltas por un lado y por otro, fueron a caer inesperadamente en el vivaque de los constructores de la vía. El ingeniero que dirigía el avance de ésta avisó a su jefe, por telégrafo, de que tenía allí en su misma oficina a Pedro Montero escuchando el repiqueteo del transmisor. Iba a tomar posesión de Sulaco en nombre de la democracia. Se portó con una arrogancia insoportable. Sus hombres sacrificaron algunas reses pertenecientes a la Compañía del Ferrocarril, sin pedir permiso, y emprendieron la tarea de asar la carne sobre las brasas de hogueras preparadas al efecto. Pedrito hizo muchas preguntas intencionadas sobre la plata de la mina y el producto de los seis meses de explotación. Y llegó a decir en términos perentorios: 'Pregunte usted a su jefe por telégrafo; necesito saberlo ahora mismo. Dígale usted que don Pedro Montero, comandante del Ejército y ministro del Interior del nuevo gobierno, desea que se le informe con toda exactitud.'

"Tenía los pies envueltos en harapos manchados de sangre, el rostro flaco y arisco, el pelo y la barba en desorden, y andaba cojeando apoyado en la rama nudosa de un árbol, que le servía de bastón. Sus secuaces se hallaban tal vez en un estado más deplorable, pero, según parece, conservaban las armas y, seguramente, algunas municiones. Aglomeráronse en la puerta y ventanas del cobertizo, asomando por ellas sus caras consumidas. Como el ingeniero telegrafista tenía allí su especie de alcoba, Montero se tendió sobre las limpias cubiertas del lecho, y tiritando de frío, dictó las requisitorias que debían transmitirse por telégrafo a Sulaco. Lo primero que pidió fue que se enviara inmediatamente un tren con unos cuantos vagones para transportar a su gente.

– "A esto respondí yo -siguió contándonos el ingeniero en jefe- que no me atrevía a aventurar el material rodante metiéndolo en el interior del país, porque se habían dado frecuentes intentos de destruir los trenes todo a lo largo de la vía. Lo hice en atención a usted, Gould -añadió el jefe -. La contestación fue, según las palabras textuales de mi subordinado: 'El bruto indecente, que estaba en mi cama, dijo: Supongo que no tendré necesidad de fusilarle.' A lo que el telegrafista, ocupado aún en el aparato, comentó que con esto no lograría que llegaran los vagones. Entonces el otro replicó bostezando: 'Importa poco; no faltan caballos en el Campo.' Y dando media vuelta, se dispuso a dormir.

"He ahí por qué, niña mía querida, soy un fugitivo esta noche. El último telegrama del ferrocarril dice que Pedro Montero y sus hombres partieron al romper el día, después de pasar la noche comiendo asado. Se llevaron todos los caballos, y hallarán otros en el camino; en menos de treinta horas estarán aquí, de modo que Sulaco no es lugar seguro para mí, para la gran cantidad de plata, propiedad de la Concesión Gould.

"Y no es eso lo peor. La guarnición de Esmeralda se ha pasado al partido victorioso. Esto lo hemos sabido por el telegrafista de la Compañía del Cable, que trajo la noticia a la casa de Gould muy de madrugada. Tan temprano era, que no había asomado aún la menor claridad en Sulaco. Su colega de Esmeralda le había llamado para decirle que la guarnición, después de matar a tiros a varios oficiales, se había apoderado de un vapor del gobierno, anclado en el puerto. Realmente para mi es un golpe terrible. Creía poder contar con todos los hombres de esta provincia. ¡Qué error! Ha habido una revolución monterista en Esmeralda, de la misma índole que la de Sulaco, con la diferencia de que aquella ha triunfado. El telegrafista de allí no ha dejado de comunicar con Bernardo un momento, y las últimas palabras transmitidas han sido: 'Ahora fuerzan la entrada, y toman posesión de la oficina del cable. Han cortado la comunicación. No puede hacerse más.'

"Pero es el caso que, sin saber cómo, el empleado de allí ha podido burlar la vigilancia de sus guardianes, que pretendían aislarle del resto del mundo. Y a las pocas horas ha llamado de nuevo a Sulaco para decir lo siguiente: 'Las tropas insurrectas se han adueñado de un transporte del gobierno, que había en el puerto, y lo están llenando de soldados con intención de contornear la costa hasta Sulaco. Por tanto, procuren ustedes ponerse en salvo. Dentro de unas cuantas horas estarán listos para zarpar, y tal vez lleguen ahí antes de amanecer."

"No pudo comunicar más. Sin duda esta vez le arrancaron definitivamente del aparato, porque Bernardo ha llamado después repetidas veces a Esmeralda sin obtener respuesta."

Acabadas de escribir estas palabras en el cuaderno, dedicadas a su hermana, Decoud alzó la cabeza para escuchar. No se oía ruido alguno ni en la habitación ni en la casa, fuera del gotear del agua del filtro en un gran cántaro de barro, colocado bajo de un armario de madera. En el exterior reinaba también absoluto silencio.

"No pienso huir, ¿comprendes? -escribió, volviendo a inclinarse sobre el cuaderno.

"Sencillamente pienso salir acompañando el valioso tesoro de plata, que urge salvar a toda costa. Pedro Montero desde el Campo, y la guarnición sublevada de Esmeralda desde el mar, vienen en busca de él. Para ellos es accidental el sorprenderlo; el verdadero objetivo es la mina misma de Santo Tomé, como puedes figurarte. Si no les moviera el propósito de incautarse de ella cuanto antes, habrían dejado en paz la Provincia Occidental por muchas semanas, para irla incorporando con calma al partido vencedor. Don Carlos Gould tendrá bastante que hacer para salvar su mina con el material de explotación y los obreros. Corre, a no dudarlo, gran peligro este Imperium in Imperio; esta fuente de riqueza, a la que su sentimentalismo incorpora una extraña idea de justicia. Se ha apegado a ella, como otros lo hacen a la idea de amor o de venganza. O yo estoy muy equivocado sobre el carácter de don Carlos, o la mina debe permanecer intacta, so pena de hacerla desaparecer él mismo por su propia voluntad. Es una pasión que se ha insinuado en su vida de frío idealismo; pasión que sólo puedo concebir como algo intelectual, y no se parece en nada a las nuestras, hombres de otra sangre. Pero no por eso deja de ser menos peligrosa.

"Su mujer lo ha comprendido también así; y precisamente por eso tengo en ella una excelente ayuda. Acepta y se asimila todas mis indicaciones con un seguro instinto de que al fin contribuirán a salvar la Concesión Gould. Don Carlos le da oídos y sigue sus consejos, tal vez porque tiene confianza en ella, pero principalmente, a lo que imagino, porque desea reparar una injusticia sutil, la injusticia cometida al sacrificar la felicidad y la vida de su esposa a la seducción de una idea. La señora de Gould ha descubierto que su Carlos vive para la mina antes que para ella. Pero eso es cosa suya. A cada uno le cabe su destino, modelado por la pasión o el sentimiento. Lo importante para mí es que la menuda señora apoya mi consejo de sacar de la ciudad la plata y transportarla al extranjero, sin dilación, a toda costa y corriendo todos los riesgos. La misión de don Carlos es conservar inmaculada la bella fama de su mina; la de la señora de Gould se cifra en salvarle a él de los efectos de esa pasión fría y arrolladora, para ella más temible que si se hubiera cegado por otra mujer. La misión de Nostromo consiste en salvar la plata. Tenernos proyectado cargarla en la mayor gabarra de la Compañía y enviarla al través del golfo a un pequeño puerto fuera del territorio de Costaguana, luego de doblar el saliente de Azuera, donde el primer vapor que salga para el Norte llevará orden de recogerla. Las aguas de aquí son tranquilas; y podemos escabullimos por las tinieblas del golfo, antes que lleguen los rebeldes de Esmeralda; de manera que cuando empiece a brillar la claridad del día sobre el océano, estaremos fuera del alcance de la vista, ocultos por la misma península mencionada, que desde la playa de Sulaco sólo se divisa como una débil bruma azulada sobre el horizonte.

"El incorruptible capataz de cargadores es el hombre cortado para tal empresa; y yo, que no tengo misión ninguna, ni más móvil que el de mi pasión, yo voy con él para volver… a desempeñar mi papel en la farsa hasta el final, y, si triunfo, para recibir mi recompensa, que únicamente Antonia puede otorgarme.

"No la veré más, antes de partir. La dejé, como he dicho, junto a la cama de don José. La casa estaba oscura; las casas, con las ventanas y puertas cerradas; y he partido de la ciudad en plena noche. Hace dos días que no luce en las calles un solo farol; y el arco abovedado de la puerta formaba una masa de tinieblas presentando la vaga forma de una torre, donde oí gemidos sordos y lúgubres que parecían responder a los murmullos de una voz de hombre.

"Reconocí cierto dejo impasible e indiferente en el timbre, característico de ese marido genovés, que, como yo, ha venido casualmente aquí para verse envuelto en acontecimientos que su escepticismo, a ejemplo del mío, no puede mirar sino con un desprecio pasivo. Lo único que parece importarle, en cuanto he podido averiguar, es que se hable bien de él. Ambición propia de almas nobles, pero también provechosa para un pillo de talento nada común. Sí. 'Que hablen bien de uno, señor ', son palabras textuales suyas. Al parecer no distingue entre hablar y pensar. ¿Es ingenuidad o sentido práctico? Los tipos excepcionales me interesan siempre, porque responden con fidelidad a la fórmula general que expresa el estado moral del linaje humano.

"Después de pasar yo sin detenerme junto a él y la otra persona que le hablaba bajo el oscuro arco, se me incorporó. Era una mujer angustiada la que estaba con mi hombre; mas por discreción guardé silencio, mientras caminaba a mi lado. Después de un poco, empezó a explicarme el caso sin que yo le preguntara. Me había equivocado en mis conjeturas. Se trataba de una vieja, una vieja encajera, que buscaba a su hijo, barrendero del Municipio. El día antes, al amanecer, habían venido unos amigos a la puerta de su tugurio a llamarle. Se fue con ellos, y desde entonces no había vuelto a verle. Por eso la pobre anciana, al anochecer del mismo día, dejó al fuego la cena que tenía medio preparada, y se había deslizado hasta el puerto, donde, según sus noticias, yacían los cadáveres de algunos mozos de la ciudad, muertos en la mañana del alboroto. Uno de los cargadores que guardaban la Aduana había llevado una linterna, ayudándola a examinar los pocos cadáveres que yacían por allí. No habiendo hallado lo que buscaba, la mujer se volvió penosamente a su vivienda, y al llegar al arco, sintiéndose muy cansada, se sentó llorosa en una poyata de piedra. El capataz la había interrogado, y después de oír su relato interrumpido por sollozos y lamentos, la aconsejó que fuera a mirar en el patio de la casa Gould si su hijo se hallaba entre los heridos. Añadió con indiferencia que le había dado un cuarto de dólar.

– "¿Por qué ha hecho usted eso? -pregunté-. ¿La conoce usted?

– "No, señor. No creo haberla visto anteriormente. ¿Cómo he de haberla visto? Probablemente lleva años sin dejar su guarida. Es una de esas viejas que se encuentran en el país, detrás de las chozas acurrucadas al pie de las hogueras, con un palo en el suelo al lado, sin fuerzas apenas para ahuyentar a los perros vagabundos que merodean cerca de las ollas. ¡Caramba! Tan cascada tiene la voz, que la muerte parece haberse olvidado de semejante vejestorio. Pero todo el mundo, viejo o joven, aprecia el dinero y habla bien de la persona que se lo da. Había usted de haber sentido el apretón de su garra al coger la moneda (comentó el capataz sonriendo, y calló un momento). Era la última que me quedaba.

"No repliqué. Mi interlocutor es conocido por su liberalidad y su mala suerte al juego de monte, de modo que sigue tan pobre como cuando llegó.

– "Supongo, don Martín -continuó con aire reflexivo y calculador-, que el señor administrador de Santo Tomé habrá de remunerarme algún día, si le salvo la plata. ¿No le parece a usted?

"Le respondí que seguramente lo haría, y entonces murmuró para sí:

– "Sí, sí, no hay duda, no hay duda; y vea usted, don Martín, la ventaja que hablen bien de uno. Ningún otro podría pensar en tal cosa. Me encontraré con una buena fortuna algún día. ¡Que llegue pronto!-musitó-. El tiempo vuela en este país, como en todos los demás.

"Ahí tienes, soeur cherie, al hombre que será mi compañero en la escapada que hago por la gran causa. Es más ingenuo que perspicaz, más altanero que astuto, más generoso de su persona que los que le utilizan pagándole un módico salario. Al menos así lo piensa él mismo con más orgullo que descontento. Me felicito de haber trabado amistad con él. Como compañero, adquiere una importancia muy superior a la que para mí tenía en calidad de genio menor a su manera, esto es, en concepto de original marinero italiano, a quien permitía entrar en la redacción de El Porvenir, de madrugada, a charlar familiarmente con su director, mientras se hacía la tirada.

"Y es curioso haber topado con un hombre para quien el valor de la vida parece consistir en el prestigio personal.

"Ahora le estoy aguardando aquí. Al llegar a la posada de Viola, hallamos a las niñas solas en la planta baja; y el viejo genovés desde el piso superior gritó a su paisano que fuera a buscar al médico. A no ser por eso, habríamos continuado nuestro camino hasta el embarcadero, donde, según parece, el capitán Mitchell, con algunos europeos que se han ofrecido voluntariamente y unos cuantos cargadores escogidos están cargando la gabarra que debe ser salvada de las garras de Montero para ser utilizada en su derrota.

"Nostromo volvió a la ciudad galopando furiosamente, y lleva ya largo rato por allá. Esta demora me deja tiempo para seguir conversando contigo. A la fecha en que este cuaderno llegue a tus manos habrán ocurrido muchas cosas. Pero ahora hay una pausa bajo del ala de la muerte que se cierne sobre esta silenciosa casa, sepultada en las tinieblas de la noche con una mujer moribunda, dos niñas acurrucadas sin chistar, y el viejo, cuyos tímidos pasos al ir de una parte a otra me llegan al través de la pared, como el débil rumor de un ratón. Y yo, el único que está con ellos, no sé realmente si contarme entre los vivos o entre los muertos. ¿Quién sabe?, como suele decir la gente de aquí al ofrecerse cualquier incidente o cuestión dudosa. Pero ¡no!, el cariño que te tengo no está muerto, seguramente, y todo ello, la casa, la noche oscura, las muchachas silenciosas en esta habitación sombría, mi presencia misma aquí…, todo es vida, debe ser vida, puesto que se parece tanto a un sueño."

Al acabar de escribir esta última línea, Decoud se sintió asaltado por un repentino y completo desfallecimiento. Dobló el busto y quedó de bruces sobre la mesa, como herido de un balazo. A los pocos momentos se incorporó con la idea de haber oído rodar el lápiz por el suelo. La puerta baja del café, abierta de par en par, apareció bañada en el resplandor de una antorcha, viéndose a su luz la parte posterior de un caballo que sacudía su cola contra la pierna del jinete; el talón descalzo de este llevaba sujeta con correas una larga espuela de hierro. Las dos muchachas se habían ido, y Nostromo, de pie en medio del cuarto, miró a Decoud bajo del ala del sombrero, hundido por delante hasta las cejas.

– He traído en el coche de la señora de Gould al malencarado médico inglés de la mina -dijo Nostromo-. Dudo mucho que con toda su ciencia pueda salvar esta vez a la padrona. Han mandado que suban las niñas. ¡Mala señal! (Sentóse en el extremo de un banco y añadió:) Supongo que la enferma quiere verlas para echarles la bendición.

Decoud, medio desvanecido, indicó al capataz que debía haberse quedado enteramente dormido, y el otro contestó con una vaga sonrisa que, al mirar por la ventana, le había visto echado sobre la mesa con la cabeza descansando sobre los brazos. La señora inglesa había venido también en el carruaje, e inmediatamente subió las escaleras con el doctor, después de recomendar a Nostromo que no despertase a don Martín, pero éste se había metido en el café cuando bajaron por las niñas.

La mitad del caballo del portador de una antorcha con la media figura del jinete contorneó la puerta; por un momento la antorcha de estopa y resina, que iba en su receptáculo de hierro, sujeto a un palo en el arzón de la silla, iluminó la pieza, y la señora de Gould entró apresurada con la cara bañada de extrema palidez y cansancio. La capucha de su abrigo azul oscuro se le había caído a la espalda. Los dos hombres subieron.

– Teresa necesita verle a usted, Nostromo -dijo la señora.

El capataz no se movió. Decoud, que se había vuelto de espaldas a la mesa, empezó a abotonarse la chaqueta.

– La plata, señora de Gould, la plata -murmuró en inglés-.No olvide usted que la guarnición de Esmeralda se ha apoderado de un vapor. De un momento a otro puede presentarse a la entrada del puerto.

– El doctor dice que no hay esperanza -dijo la señora también en inglés, desentendiéndose de la indicación de Decoud relativa a la plata-. En cuanto a lo demás -añadió-, si tanta prisa le corre, le llevaré a usted al muelle en mi carruaje, y luego volveré a recoger a las niñas.-Cambió de pronto de idioma y dijo a Nostromo en español-: ¿Por qué pierde usted tiempo? La mujer del viejo Giorgio desea verle a usted.

– Voy ahora mismo a verla, señora -musitó el capataz.

El doctor Monygham apareció en este momento trayendo a las niñas. Contestó a la mirada inquisitiva de la señora de Gould con un movimiento de cabeza y salió al punto otra vez, seguido de Nostromo.

El portador de la antorcha había dejado las riendas para encender un cigarrillo; y su caballo permanecía inmóvil con la cabeza gacha. El resplandor movedizo de la luz se reflejaba en la fachada del edificio, cruzada por las grandes letras negras de su inscripción, en la que sólo la palabra ITALIA se hallaba iluminada enteramente. El fulgor ondulante alcanzaba hasta el carruaje de la señora de Gould, estacionado en el camino con el majestuoso Ignacio, cariamarillo, dormitando al parecer en el pescante. A su lado Basilio, moreno y escuálido, empuñaba con ambas manos una carabina Winchester y escudriñaba la oscuridad con medrosas miradas. Nostromo tocó suavemente la espalda del doctor.

– ¿Se está muriendo realmente, señor?

– Sí -respondió el doctor con una extraña contracción de su cara, llena de costurones-. Y no puedo imaginar por qué necesita verle a usted.

– Siempre ha sido así -sugirió Nostromo con la mirada distraída.

– Pues le aseguro a usted, capataz, que no volverá a llamarle otra vez -refunfuñó Monygham.

– Lo mismo da que vaya usted, como que se quede. Muy poco puede sacarse de hablar a los moribundos. Pero le dijo a doña Emilia delante de mí que había sido para usted como una madre, desde el momento que puso usted los pies en el país.

– ¡Sí, por cierto! Y, no obstante, jamás le ha dicho a nadie una palabra buena de mí. Parece que la molestaba que yo viviera siendo un hombre como ella hubiera querido ver a su hijo.

¡Puede ser! -exclamó cerca de ellos una voz profunda y doliente-. Las mujeres tienen sus modos peculiares de atormentarse.

Giorgio Viola había salido de la casa proyectando una enorme sombra negra en el espacio alumbrado por la antorcha, mientras el fulgor de ésta inundaba de reflejos rojizos su rostro leonino y la gruesa cabeza poblada de blanco cabello. Con el brazo extendido hizo al capataz señas de que entrara.

El doctor Monygham, después de registrar el contenido de un botiquín portátil, de madera barnizada, que descansaba en el asiento del landó, se volvió al viejo Giorgio y puso en su huesuda y temblorosa mano un botellín con tapón de vidrio, sacado de la caja.

– Déle usted a la enferma de cuando en cuando una cucharada de esto en agua -dijo-. La hará sentirse mejor.

– ¿Y no hay otro remedio más para ella?-preguntó el anciano impaciente.

– No. No lo hay en lo humano -respondió el doctor, vuelto de espaldas a Giorgio, mientras cerraba la caja de medicamentos.

Nostromo cruzó despacio la espaciosa cocina, donde no había otra luz que el resplandor de un montón de brasas bajo del pesado manto de la chimenea: junto a ese fuego hervía rumorosamente una olla de hierro, llena de agua. Por entre las dos paredes de una estrecha escalara se derramaba un raudal de luz, salido del cuarto de la enferma, que estaba en el piso alto; y el magnífico capataz de cargadores, al subir sin hacer ruido con sus blandas sandalias de cuero, recio y poblado bigote, cuello musculoso y bronceado pecho que asomaba por la camisa de color entreabierta, parecía un marinero mediterráneo, recién desembarcado de alguna falúa cargada de vino o fruta. Cuando estuvo arriba, su figura de anchos hombros y cintura estrecha y flexible se detuvo mirando a la gran cama, de aparatoso aspecto, por la profusión de blanquísimas cubiertas y ropas de hilo, entre las que la padrona yacía medio sentada, con la cara de negras cejas inclinada sobre el pecho. Sus hombros quedaban cubiertos por una masa de cabello de azabache, con algún raro hilo blanco; y una espesa crencha tendida por delante velaba la mitad de su rostro. Del todo inmóvil en aquella postura que expresaba angustia y malestar físico, volvió únicamente los ojos a Nostromo.

El capataz llevaba una faja roja, rodeada muchas veces a la cintura, y un grueso anillo de plata en el índice de la mano que levantó para retorcerse el bigote.

– ¡Esas revoluciones, esas revoluciones!-exclamó anhelante la señora Teresa-. Ya lo ves, Gian Battista, ¡me han matado al fin!

Nostromo guardó silencio, y la enferma insistió, alzando los ojos: -Me han matado, y entre tanto tú, gran tonto, andas peleando por lo que no te importa.

– ¿A qué viene eso, padrona?-masculló el capataz entre dientes-. ¿Es posible que no acabe usted de fiarse de mi buen juicio? Me importa seguir siendo lo que soy, siempre el mismo.

– Así es -replicó ella con acrimonia-; que no te enmiendas. Siempre pensando en ti propio y recibiendo en buenas palabras la paga de personas que para nada se cuidan de ti.

Había entre ellos una intimidad de antagonismo, tan estrecha a su modo, como la intimidad de concordia y cariño. Gian Battista no habla guardado la conducta que Teresa esperaba. Ella es la que le había animado a dejar el barco, creyendo procurarse un amigo y protector de las niñas. Consciente del precario estado de su salud, se hallaba acosada por el temor del aislamiento que rodeaba a su marido, ya anciano, y por la situación de semiorfandad en que veía a sus hijas. Quiso ganarse el afecto de aquel joven, al parecer morigerado y serio, afectuoso y dócil, huérfano desde la niñez, según le había contado, sin otros parientes en Italia que un tío, propietario y patrón de una falúa, de cuyos malos tratamientos había huido antes de cumplir los catorce años. A ella le había parecido valiente, trabajador duro, resuelto a abrirse camino en el mundo. La gratitud y la costumbre harían de él un hijo para ella y para Giorgio; y más adelante, ¿quién sabe?, cuando Linda hubiera crecido… Diez años de diferencia entre marido y mujer no era mucho. Su esposo le llevaba a ella cerca de veinte. Gian Battista era un mozo simpático, además; simpático para todos, hombres, mujeres y niños, precisamente por su seria formalidad, que derramaba una suave luz sobre las promesas seductoras de su vigorosa figura y carácter resuelto.

El viejo Giorgio, del todo ajeno a los pensamientos y esperanzas de su mujer, tenía en gran aprecio a su joven paisano. "Un hombre debe tener partidas de mulo", solía decirle, citando un dicho español en defensa del espléndido capataz. La señora Teresa empezó a sentir celos de los triunfos obtenidos por el joven. Temía que se le escapara. A fuer de mujer práctica, le parecía absurdo el derroche de cualidades que le hacía tan estimable. En resumen, sacaba muy poco de ellas. Las prodigaba con ambas manos entre demasiadas personas. No tenía dinero ahorrado. Por eso se burlaba de su pobreza, de sus hazañas, aventuras, amoríos y de su reputación, pero en el fondo de su alma seguía queriéndole como si fuera su hijo.

Aun ahora, enferma como estaba, tan enferma, que sentía en su rostro el hálito helado de un fin próximo, había querido verle. Era el último esfuerzo de su mano desfallecida para asirle y retenerle. Pero había presumido demasiado de sus fuerzas. Le faltaba el dominio de sus ideas, que se habían hecho confusas, como su visión. Las palabras no acudían a sus labios; y únicamente la ansiedad y deseo vehementes de vivir parecían detener el golpe de la muerte.

– Ya la he oído a usted todo eso muchas veces -dijo el capataz-. Es usted injusta conmigo, pero no me ofendo por ello. Además, al presente, tal vez le perjudique el hablar, y tengo poco tiempo para escucharla. Estoy comprometido en un quehacer de suma importancia.

La enferma hizo un esfuerzo para preguntarle si era cierto que había hallado tiempo para ir a buscarle un médico.

Nostromo contestó afirmativamente con una muda inclinación. Esto la satisfizo. Le servía de gran alivio saber que se había molestado tanto en favor de los que necesitaban su ayuda. Era una prueba de su amistad. La voz de la moribunda se hizo más fuerte.

– Necesito un sacerdote más que un médico -dijo en tono dolorido, sin mover la cabeza y volviendo los ojos a un lado para mirar al capataz, que estaba de pie junto a su cama-. ¿Quieres ir ahora a buscarme un sacerdote? Hazte cargo. Te lo ruega una mujer moribunda.

Nostromo hizo resueltamente un gesto negativo con la cabeza. El marino genovés, enteramente ayuno de instrucción religiosa y de fe, no creía en los sacerdotes ni en el valor de sus funciones. En este punto el padre Corbelán le hubiera hallado muy por debajo de los indios selváticos que él catequizaba. Para el capataz un médico era una persona que prestaba una ayuda positiva; pero un sacerdote, como sacerdote no era nada, incapaz de hacer ni daño ni provecho. Y no es que los mirara con aversión, como el viejo Giorgio. Lo que más le desagradaba era la manifiesta inutilidad de tal diligencia.

Padrona -dijo-, otras veces ha estado como ahora y se ha puesto mejor a los pocos días. Le he dado a usted ya los últimos momentos de que puedo disponer. Pídale usted a la señora de Gould que mande buscarle el sacerdote.

Con todo eso, sintió cierta secreta inquietud por la impiedad de su negativa. La padrona creía en los sacerdotes y se confesaba. Pero todas las mujeres hacen lo propio. Aquello no podía ser de gran importancia. Aun haciéndose tales reflexiones, el corazón se le oprimió por un instante al venirle al pensamiento lo mucho que la absolución significaría para la moribunda si creía verdaderamente, por poco que fuera. No importaba. Realmente le había dedicado todo su tiempo disponible.

– ¿No quieres ir?-interrogó la enferma con voz entrecortada-. ¡Ah! Eres siempre el mismo.

– Sea usted razonable, padrona -replicó él-. Se me necesita para poner a salvo la plata de la mina. ¿Lo oye usted? Un tesoro mayor que el guardado en Azuera por espectros y diablos, según dicen. Es cierto. Estoy decidido a llevar a cabo esta empresa, que es la más desesperada de cuantas he realizado en mi vida.

La señora Teresa lo oyó con enojo y desesperación. La prueba suprema había fracasado. No obstante estarla mirando, Nostromo no acertó a leer la manifestación de aquellos sentimientos en las descompuestas facciones de la enferma, contraídas por un paroxismo de dolor y contrariedad, todo su cuerpo empezó a temblar; y su cabeza inclinada y anchos hombros se agitaron con una convulsión.

– Entonces, tal vez Dios tenga misericordia de mí. Algún día sentirás el aguijón del remordimiento. Pero ya que vas a lanzarte a ese peligro, procura sacar algún beneficio para ti.

El pensamiento de su alma y de la eternidad no parecía ocupar mucho a la enferma, porque siguió diciendo:

– Hazte rico siquiera esta vez, ya que eres el indispensable, el admirado Gian Battista, a quien la paz de una mujer moribunda le importa menos que las alabanzas de gente que le ha dado un nombre ridículo… y nada más… a cambio de tu alma y de tu cuerpo.

El capataz de cargadores profirió entre dientes un juramento.

– Deje usted en paz a mi alma, padrona; y en cuanto a mi cuerpo, yo sabré cuidar de él. ¿Qué mal hay en que se me necesite? Y si me place arriesgar mi persona en ese asunto, ¿le robo a usted ni a sus hijos nada con ello? Esas personas con quienes me da usted en rostro, han hecho más por el viejo Giorgio, que jamás pensaron en hacer por mí.

Golpeóse el pecho con la mano abierta; había pronunciado las palabras anteriores en voz baja pero con vehemencia. Retorcióse los bigotes uno tras otro, y sus ojos vagaron unos momentos por la habitación.

– ¿Tengo yo la culpa de ser el único hombre a propósito para tal servicio? ¿Qué absurdos consejos son esos que le sugiere la ira, madre? ¿Me querría usted mejor tímido y gandul, vendiendo sandías en la plaza o remando en un bote de pasajeros en el puerto, como cualquier follón napolitano sin virilidad ni reputación? ¿Le gustaría a usted que llevara vida de fraile? No lo creo. ¿Un fraile había usted de necesitar para su hija mayor? Déjela usted que se haga una mujer. ¿Qué teme usted, pues? Constantemente se ha venido usted enfadando conmigo por todo lo que he hecho durante años; aun desde la primera vez que me habló usted en secreto acerca de su Linda de parte del viejo Giorgio. Marido para la una, y hermano para el otro, decía usted. Bien, y ¿por qué no? A mí me gustan los niños, y el hombre debe casarse más tarde o más temprano. Pero posteriormente no ha cesado de ponerme por los suelos ante todo el mundo. ¿Qué razón ha habido para ello? ¿Pensaba usted ponerme un collar y una cadena, como si fuera uno de los perros de guarda que tienen en los cercados del ferrocarril? Oiga, padrona, soy el mismo que cuando desembarqué una noche y estuve sentado en la choza donde vivían ustedes entonces al otro lado de la ciudad, y le referí a usted toda mi historia. Entonces no estuvo usted injusta conmigo. ¿Qué ha ocurrido después? Ya no soy un mozalbete sin importancia. Un buen nombre dice Giorgio que es un tesoro, padrona.

– Te han trastornado la cabeza con sus alabanzas -replicó acezando la enferma-. Te han venido pagando con palabras. Con tu tontería del buen nombre y de la fama irás a parar a la pobreza, la miseria y el hambre. Hasta los perdularios que no tienen donde caerse muertos se reirán de ti…, del gran capataz.

Nostromo se quedó mudo por algún tiempo. La enferma dejó de mirarle. Una sonrisa de orgullo y desdén vagó momentánea por los labios de Nostromo, y sin más se retiró. Su persona, desatendida, desapareció por el vano de la puerta, y volvió a bajar la escalera con la impresión de su vanidad humillada por el desprecio que aquella mujer hacía de su reputación, a tanta costa conseguida y con tanto empeño conservada.

Abajo en la enorme cocina ardía una vela, envuelta en las negras sombras de las paredes y del techo, pero en el rectángulo abierto de la puerta de entrada no brillaba el resplandor rojizo de la antorcha. El jinete portador de ésta había partido para el muelle guiando el carruaje que conducía a la señora de Gould y don Martín. El doctor Monygham aguardaba sentado en el ángulo de una mesa cerca de la luz, inclinada a un lado la cara afeitada cubierta de cicatrices, los brazos cruzados sobre el pecho, apretados los labios y los ojos saltones mirando distraídos el piso de tierra negruzca. Cerca del saliente manto de la chimenea, en cuyo hogar seguía hirviendo tumultuosa la olla de agua, se inmovilizaba el viejo Giorgio, apoyando la barbilla en la mano y con un pie echado adelante, como detenido por un repentino pensamiento.

– Adiós, viejo- dijo Nostromo palpando la culata de su revólver sujeto al cinto y haciendo entrar y salir su cuchillo en la vaina. Recogió de la mesa un poncho azul con forro rojo y se le metió por la cabeza-. Adiós, ten cuidado de las cosas que hay en mi alcoba, y si no recibes noticias de mi, entrega el baúl a Paquita. No contiene objetos de gran valor, fuera de mi nuevo sarape de Méjico y algunos botones de plata de la mejor chaqueta que tengo. ¡No importa! Todo ello le parecerá bastante estimable al primer amante que me suceda. Sea quien fuere, no tiene que temer que mi fantasma se quede en este mundo, después de perecer yo, como sucede con esos gringos que vagan por la península de Azuera.

El doctor Monygham contrajo sus labios con una amarga sonrisa, y luego que el viejo Giorgio, haciendo una venia imperceptible y sin decir una palabra, desapareció por la estrecha escalera, se volvió a Nostromo exclamando:

– ¡Cómo es eso, capataz! Creí que usted no fracasaba nunca en sus empresas.

Nostromo, echando a su interlocutor una mirada desdeñosa, se detuvo en la puerta liando un cigarrillo, encendió un fósforo, y luego de aplicarle a la punta de aquél, lo mantuvo levantado sobre su cabeza, hasta que la llama le tocó casi los dedos.

– ¡No corre viento! -musitó entre sí-. Oiga, señor, ¿conoce usted la naturaleza del encargo que se me ha confiado?

El doctor afirmó con una muda inclinación.

– Equivale, señor -prosiguió el otro-,a haberme echado encima una maldición. Contra el hombre que lleve un tesoro por esta costa se alzarán todos los cuchillos de los pueblos playeros. ¿Repara usted en ello, señor doctor? Navegaré, pues, con grave peligro de mi vida, hasta que tope en alguna parte el vapor de la Compañía destinado al norte, y entonces ciertamente, si lo logro, se hablará del capataz de cargadores de un extremo a otro de América.

El doctor Monygham dio una carcajada seca y gutural. Nostromo se volvió hacia él, desde la puerta.

– Pero si su merced halla otro hombre dispuesto y apto para tal negocio, yo me retiraré. Porque, a decir verdad, no estoy cansado de la vida, aunque mi pobreza sea tal que pueda llevar todo lo que poseo a la grupa del caballo.

– Juega usted demasiado, y nunca dice "no" a una cara bonita, capataz -dijo el doctor, con socarrona franqueza-. No es ese el camino para hacer fortuna. Pero no conozco a nadie que le tenga a usted por pobre. Y desde luego espero que reciba usted una espléndida remuneración, si vuelve usted salvo de su aventura.

– ¿Qué remuneración esperaría su merced? -preguntó Nostromo, lanzando el humo del cigarrillo por la puerta.

El doctor se quedó escuchando un momento a la escalera antes de contestar con otra de sus risas breves y agrias.

– Ilustre capataz, por echar sobre mí la maldición de la muerte, como usted la llama, no me contentaría con menos que todo el tesoro.

Nostromo desapareció de la puerta refunfuñando malhumorado contra aquella contestación socarrona. Su interlocutor le oyó alejarse a galope. El capataz se precipitó en las tinieblas a todo correr. En los edificios de la Compañía O.S.N. cercanos al muelle había luces, pero antes de llegar a ellos se encontró con el carruaje de Gould. Precedíale el jinete con la antorcha, a cuya luz se veían las blancas mulas trotando guiadas por el solemne Ignacio, y a Basilio, con la carabina, en el pescante. Desde la sombría caja del landó, dijo la señora Gould en voz alta:

– Le están aguardando a usted, capataz.

Ella volvía a casa, temblando de frío y excitación, con el cuaderno de Decoud todavía en la mano. Se lo había entregado para que lo remitiera a su hermana, y al despedirse con un apretón de manos le había dicho a la señora: "Tal vez sean las últimas palabras que le dirijo."

El capataz siguió corriendo con la velocidad que traía. A la entrada del muelle, vagas figuras con rifles se abalanzaron a ponerse delante de la yegua; otras le rodearon de cerca: eran cargadores de la Compañía, puestos de guardia por el capitán Mitchell. A una palabra de Nostromo, retrocedieron con murmullos sumisos reconociendo la voz del jefe. En el otro extremo del muelle, cerca de una grúa de carga, en un oscuro grupo donde brillaban puntas encendidas de cigarros, se pronunció su nombre con un dejo de satisfacción. Allí estaban la mayoría de los europeos de Sulaco, reunidos alrededor de Carlos Gould, como si la plata de la mina fuera el emblema de una causa común, el símbolo de la suprema importancia que para bien de todos tenían los intereses materiales. Habían ayudado a cargar el precioso metal en el lanchón. Nostromo reconoció a don Carlos Gould por su talle alto y delgado, un poco separado y silencioso, a quien otro individuo de elevada estatura, el ingeniero en jefe, decía con voz clara y fuerte:

– Si ha de perderse, sería mil veces preferible que fuera a parar al fondo del mar.

Martín Decoud gritó desde la gabarra:

– ¡Au revoir, señores! ¡Hasta que volvamos a estrecharnos las manos en la nueva República Occidental!

Sólo un murmullo sordo respondió a sus frases claras y vibrantes; y después le pareció que el muelle se alejaba flotando dentro de la oscuridad de la noche. La ilusión provenía de que Nostromo había empujado la gabarra hacia el golfo apoyando un pesado remo contra un pilote. Decoud no se movió; el efecto que sintió fue el de ser lanzado al espacio. Tras unos chapoteos, no se oyó otro ruido que el de las sordas pisadas de Nostromo, que iba de un lado a otro en el lanchón. Izó la vela mayor; y un soplo de viento oreó las mejillas de Decoud. Todo se diluyó en la oscuridad, excepto el farol que ardía puesto en lo alto de un poste por el capitán Mitchell al extremo del muelle para guiar a Nostromo en su salida del puerto.

Los dos hombres, incapaces de verse uno a otro, guardaron silencio, hasta que el lanchón, deslizándose al impulso de la espasmódica brisa, pasó por entre dos promontorios casi invisibles en la aumentada oscuridad del golfo. Por algún tiempo el farol del muelle brilló a su espalda. El viento cesó, luego volvió a soplar, pero tan débil, que el lanchón de medio puente avanzó apenas, sin ruido, como si estuviera suspendido en el aire.

– Ahora hemos salido al golfo -dijo la tranquila voz de Nostromo, y añadió un momento después-: El señor Mitchell ha bajado la luz.

– Sí -respondió Decoud-; nadie puede hallarnos ahora.

Una gran recrudescencia de oscuridad envolvió al lanchón, sepultado entre la negrura del mar y la de las nubes. Nostromo, después de encender un par de fósforos para echar una mirada a la brújula que llevaba a bordo, gobernó guiándose por la impresión del viento en su cara.

Para Decoud era una novedad este misterio de la gran masa de agua, rasa y extrañamente lisa, como si su movible superficie hubiera sido petrificada por el peso de aquella densa noche. El Golfo Plácido dormía profundamente debajo de su negro poncho.

Lo que más importaba ahora para el éxito era alejarse de la costa y llegar al centro del golfo antes que apuntara el día. "Las Isabeles estaban por allí cerca", indicó Decoud. "A la izquierda de usted, señor, según se mira de frente", respondió Nostromo de pronto. Cuando se extinguió su voz, la calma enorme, sin luz ni sonido, pareció embargar los sentidos de Decoud, como un poderoso estupefaciente. A veces no podía discernir si estaba dormido o despierto. Sumergido en blanda somnolencia, ni veía ni oía nada. Su propia mano, colocada a corta distancia de la cara, no existía' para él. El tránsito brusco a aquella muda y vacía inmovilidad desde la agitación, las pasiones, los peligros, las escenas y los ruidos de la playa era tan obsesionante, que hubiera parecido la muerte, a no ser por la supervivencia de sus pensamientos. Estos flotaban vividos y leves en una especie de goce anticipado de la eterna paz, como los lúcidos sueños ultraterrenos de cosas terrenas, que tal vez asaltan a las almas, libertadas por la muerte de la brumosa atmósfera de dolores y esperanzas mundanos. Decoud se removió con temblores de escalofrío, no obstante soplar a su alrededor una brisa templada. Experimentó la impresión rarísima de que su alma acababa de volver a su cuerpo desde la negrura ambiente, en que se había disuelto como si no hubiera existido tierra y mar, cielo, montañas y rocas.

La voz de Nostromo resonaba solitaria e impersonal; y el capataz, invisible junto al timón, parecía haber dejado también de existir.

¿Ha estado usted dormido, don Martín? ¡Caramba! Si fuera posible, creería haberme quedado traspuesto. He tenido no sé cómo la rara ilusión de haber oído en sueños los gemidos de un hombre atribulado cerca de la gabarra. Era un sonido entre ahogado lamento y sollozo.

¡Qué extraño! -musitó Decoud, tendido sobre las lonas enceradas que cubrían los arcones del tesoro- ¿Habrá tal vez otra lancha cerca de nosotros en el golfo? Como usted comprenderá, no podríamos verla.

Nostromo se echó a reír ante ocurrencia tan absurda; y ni uno ni otro pensaron más en ello. La soledad se palpaba; y, al parar la brisa, la lobreguez gravitó sobre Decoud como una losa de plomo.

– Esto es aplastante -murmuró-. ¿Es que nos movemos siquiera, capataz?

– Menos aprisa que un escarabajo arrastrándose entre una maraña de hierba -respondió Nostromo, cuya voz sonó apagada por el espeso velo de tinieblas, que caía tibio e implacable por todas partes. Había ratos en que no hacía ruido alguno, y entonces, invisible y mudo, parecía haber partido misteriosamente de la gabarra.

En el seno informe de la noche, Nostromo ni siquiera estaba cierto del rumbo que seguía el lanchón, después de haber parado del todo el viento. Se esforzaba por rastrear las islas, pero no se percibía señal alguna de ellas, como si se hubieran hundido en el golfo. Al fin se echó junto a Decoud y le susurró al oído que si la luz del día les sorprendía cerca de la playa de Sulaco por falta de viento, sería posible llevar la barca detrás del peñón que se levanta en el extremo más alto de la Gran Isabel, donde quedarían ocultos.

Decoud se maravilló del airado encono que dejaba traslucir en su ansiedad. Para él la traslación del tesoro era un asunto político. Había que evitar por varias razones que cayera en manos de Montero; pero allí tenía un hombre que consideraba la empresa a una luz distinta. Los caballeros que se quedaron en tierra no daban muestras de apreciar las dificultades y peligros de la misión que se le había encomendado. Nostromo, afectado al parecer por la tetriquez del ambiente, parecía resentido y nervioso. Decoud estaba sorprendido. El capataz, indiferente a los riesgos del momento, se entregaba a desahogos indignados e irónicos contra la índole fatal de aquella comisión que, como la cosa más natural del mundo, le habían dado. Era más peligroso el tal encargo, decía Nostromo, riendo y jurando, que enviarle a buscar el tesoro custodiado por diablos y fantasmas en las profundas quebradas de Azuera, según decía la gente.

– "Señor -expuso-, tenemos que abordar el vapor en el mar, y entre tanto mantenernos a la descubierta buscándole hasta que hayamos consumido las provisiones. Y si, por desgracia, no le hallamos, necesitamos permanecer alejados de tierra hasta extenuarnos de hambre y tal vez volvernos locos, y morir, y navegar muertos a la deriva, hasta que alguno de los vapores de la Compañía encuentre la gabarra con los dos hombres muertos que han salvado el tesoro.

"Este es el único modo de salvarlo, señor; porque ha de comprender usted que para nosotros desembarcar en cualquier parte de la costa que diste menos de cien millas de Sulaco, con esta plata en nuestro poder, equivale a arrojarnos con el pecho descubierto contra la punta de un cuchillo. Llevo conmigo una enfermedad mortal en estos arcones de plata. Si me descubren, soy hombre muerto, y usted también, señor, por venir conmigo. Hay en la barca bastante plata para enriquecer, no ya a cualquier pueblo costero de ladrones y vagabundos, sino a una provincia entera. Se figurarían que el cielo mismo les envía este tesoro y nos cortarían el cuello sin vacilar. No me fiaría de bellas palabras del hombre más honrado en toda la costa salvaje de este golfo. Reflexione usted que, aun entregándoles la plata a la primera intimación, no salvaríamos nuestras vidas. ¿Lo comprende usted bien o necesito explicarme más?"

– No, no es necesario -replicó Decoud algo distraídamente-. Veo por mí mismo con harta claridad que la posesión de este tesoro es una enfermedad mortal para nosotros. Pero había que retirarle de Sulaco, y usted era el hombre abonado para tal empresa.

– "Sin duda -respondió Nostromo-.Con todo, no creo que su pérdida empobreciera mucho a don Carlos Gould. Queda todavía sobrada riqueza en la montaña. He oído rodar el mineral argentífero por los canalones en las noches tranquilas, cuando tenía la costumbre de ir a caballo hasta Rincón para ver a cierta muchacha, después de terminar mi trabajo diario en el puerto. Durante años las rocas han venido rindiendo su precioso metal con un fragor semejante al del trueno, y los mineros dicen que el corazón de la montaña guarda bastante para seguir tronando por Dios sabe cuánto tiempo.

"Y con ser así, hace tres días estuvimos peleando a vida o muerte por evitar que la multitud se apoderara de la plata, y anoche se me ha mandado a salir con ella a favor de la oscuridad sin soplar viento alguno que empuje el lanchón, como si se tratara de la última plata que resta en el mundo para dar pan a los hambrientos. Pero en fin, dejando eso a un lado, esta va a ser la más famosa y desesperada aventura de mi vida, con viento o sin él. Se hablará de ella cuando los niños se hayan hecho hombres, y los hombres viejos. ¡Ah! Me dijeron que los monteristas no deben apropiársela, sea lo que fuere del capataz Nostromo; y no caerá en sus manos, se lo aseguro a usted, ya que para salvarla me la han atado al cuello."

– Lo tengo por seguro -murmuró Decoud; pero lo que éste creía indudable era que su compañero miraba la empresa por un lado peculiar suyo, muy distinto del que a él le interesaba.

Nostromo interrumpió sus reflexiones sobre el modo con que suelen utilizarse las aptitudes de los hombres sin conocer a fondo sus sentimientos y carácter, para proponer a Decoud que montaran los remos largos y navegaran en dirección a Las Isabeles. No convenía que con la luz del amanecer pudiera verse el tesoro en el mar a cosa de una milla de la boca del puerto. De ordinario, cuanto más densa era la oscuridad, tanto más fuertes eran las ráfagas de viento con que el capataz había contado para mover el lanchón; pero aquella noche, el golfo, envuelto en su poncho de nubes, dormía en absoluta calma con la inmovilidad de la muerte.

Las delicadas manos de don Martín sufrían cruelmente al manejar el grueso astil del enorme remo. El hombre se aplicó a la labor con brío apretando los dientes. También él se hallaba prendido en las redes de una existencia emocional, y aquella extraña faena de empujar una lancha se le antojaba el comienzo natural de un nuevo estado y adquiría una significación ideal, a causa del amor de Antonia. A pesar de todos sus esfuerzos, la gabarra apenas se movía. Nostromo juraba entre dientes y sus refunfuños alternaban con el chapoteo regular de los remos. "No avanzamos nada -murmuró-. Desearía poder divisar las islas."

Por efecto de su impericia don Martín se fatigaba más de lo necesario. De cuando en cuando circulaba por todo su cuerpo una especie de debilidad muscular que partía de sus dedos doloridos, yendo seguida de una oleada de calor. Sin descansar en las últimas cuarenta y ocho horas había combatido, discurseado, sufrido mental y físicamente, fatigando su espíritu y su cuerpo. No había dormido; había tomado muy poco alimento y soportado sin tregua la agitación de sus pensamientos y emociones. El mismo amor de Antonia, del que sacaba su fuerza e inspiración, había alcanzado el punto de tensión trágica durante su apresurada entrevista junto al lecho de don José, gravemente postrado. Y ahora, de pronto, se veía sepultado en el interior de un golfo oscuro, cuya misma lobreguez, silencio y calma de muerte acrecentaban su tormento imponiéndole la necesidad del esfuerzo físico. Con un singular temblor de placer se imaginó la gabarra hundiéndose hasta tocar el fondo del mar. "Siento amagos de delirio", pensó. Dominó el temblor de todos sus miembros, de su pecho, el temblor interior de su organismo, exhausto de fuerza nerviosa.

– ¿Descansaremos, capataz? -propuso en tono de decaimiento-. Aún tenemos por delante muchas horas de noche.

– Cierto. Supongo que no distamos de las islas más que una milla aproximadamente. Deje usted reposar los brazos, señor, si es eso lo que quiere usted decir. No hallará usted otra clase de descanso, se lo prometo, después de haber ligado su suerte a este tesoro, cuya pérdida no empobrecería a nadie. No, señor; no hay descanso hasta que hallemos un vapor destinado al norte, o en caso contrario nos halle a nosotros otro barco, muertos sobre la plata del inglés. O antes que eso…, no, ¡por Dios!, abriré con el hacha un boquete en el costado de la gabarra por debajo de la línea de flotación, sin aguardar a que el hambre y la sed me roben las fuerzas. Por todos los santos y diablos juro que echaré a pique el tesoro antes que entregárselo a ningún extraño. Ya que los caballeros se han dado el gustazo de encomendarme tal encargo, aprenderán que no se han equivocado al escogerme para la empresa.

Decoud se había tendido acezando sobre los arcones de la plata. Todas sus impresiones y sentimientos de lo pasado hasta donde su memoria le permitía recordar, le parecían el más desatinado de los sueños. Hasta el amor apasionado de Antonia, que le había sacado de las profundidades de su escepticismo, en estos momentos se le presentaba despojado de toda apariencia de realidad. Pasajeramente se sintió invadido de una indiferencia en extremo lánguida, que no carecía de cierto encanto.

– Seguramente ellos no imaginaron que había usted de mirar este negocio como cosa tan desesperada -dijo.

– Pues ¿cómo lo había de mirar? ¿Como una broma? -refunfuñó el hombre que en los libros de contabilidad de la Compañía O.S.N. en la oficina de Sulaco figuraba con el título de "Capataz del Muelle", frente a la cifra de su salario-. ¿Ha sido broma despertarme de mi sueño después de dos días de pelea en las calles, para hacerme exponer la vida a una mala carta? Además han debido tener en cuenta que, según dice todo el mundo, no soy jugador afortunado.

– Sí, y también habla todo el mundo de su buena fortuna con las mujeres, capataz -replicó Decoud con acento cansado, intentando calmar a su compañero.

– Oiga, señor-prosiguió Nostromo-. Yo no he opuesto la menor dificultad a cumplir la orden. Tan luego como oí que se me necesitaba y eché de ver que iba a ser negocio desesperado, me resolví a sacarle adelante. No había un minuto que desperdiciar. Pero en primer lugar tuve que aguardar por usted, y luego, cuando llegué a la "Italia Una", el viejo Giorgio me gritó que fuera a buscarle el médico inglés. Después la pobre moribunda quiso verme, como usted sabe. Señor, yo me resistía a ir. Sentía ya la carga de esta maldita plata que me pesaba cada vez más, y calculaba que, al sentirse morir, había de pedirme que fuera otra vez a buscarle un sacerdote. El padre Corbelán, que es valiente, hubiera venido tan luego como le hubiera avisado; pero está muy lejos, se puso a salvo uniéndose con la cuadrilla de Hernández; y el populacho, que hubiera querido hacerle pedazos, al verse defraudado se ha puesto furioso contra todos los curas. Con dificultad hubiera accedido ningún padre a sacar la cabeza de su escondrijo en una noche como ésta, a no ser tal vez bajo de mi protección. Ella no lo ignoraba. Fingí no creer que estuviera a punto de morir, y, señor, me negué…, a buscar un sacerdote para una mujer moribunda…

Al decir esto, oyó rebullir a Decoud.

– ¡Ha hecho usted eso, capataz! -exclamó, y mudando de tono añadió-: Bien, ¿sabe usted? No estuvo del todo mal.

– ¿Usted no cree en los curas, don Martín? Tampoco yo. ¿Para qué iba a perder el tiempo? Pero el caso es que ella… ella cree, y mi negativa me aprieta ahora el corazón. Quizá haya muerto a estas horas; y aquí estamos nosotros perdidos en la oscuridad de este golfo sin el menor soplo de viento. ¡Malditas supersticiones! Se habrá muerto creyendo que yo la he privado de la gloria, supongo… ¡Ah! Este traslado de la plata va a ser mi ruina.

Decoud calló, sumido en profunda reflexión. Se esforzaba por analizar las emociones despertadas por lo que había oído. La voz del capataz sonó de nuevo.

– Ahora, don Martín, cojamos los remos y veamos de arribar a Las Isabeles. O eso, o hundir la gabarra si nos sorprende el día. No debemos olvidar que el vapor salido de Esmeralda con tropas está quizá llegando. He hallado aquí un cabo de vela, y tenemos que aventurarnos a correr el riesgo de llevar una luz encendida para dirigir la lancha por la brújula. No hay miedo de que el viento nos deje a oscuras. ¡Así caiga la maldición del cielo sobre este negro golfo!

Brilló una pequeña llama ardiendo vertical, y su luz bañó el recio costillaje y tablazón de la parte cóncava y vacía de la gabarra. Decoud pudo ver a Nostromo que se había puesto de pie para hacer más fuerza con el remo. El resplandor de la candela le iluminaba hasta la faja roja que le ceñía la cintura, reflejándose en la culata plateada del revólver y permitiendo distinguir el mango de madera de un largo puñal que asomaba en el lado izquierdo. Martín se aprestó a remar con todas sus fuerzas. Ciertamente no soplaba bastante viento para matar la candela, pero la llama osciló un poco al avanzar despacio el pesado lanchón. La carga de plata la inmovilizaba de tal modo, que, a pesar de sus esfuerzos, no lograron comunicarle un andar de más de una milla por hora. Pero bastaba para llegar a Las Isabeles mucho antes que amaneciera. Podían contar con seis horas largas de oscuridad; y la distancia del puerto a la Gran Isabel no excedía de dos millas.

Decoud se fatigaba en esta ruda faena, y culpaba de tan penoso esfuerzos a la impaciencia del capataz. De cuando en cuando descansaban, y entonces aguzaban el oído para recibir el rumor del barco procedente de Esmeralda. En aquella perfecta calma un vapor en movimiento se hubiera oído a gran distancia. En cuanto a ver algo, no había que pensar en ello; los dos hombres no podían verse uno a otro, y la misma vela de la gabarra, que seguía desplegada, era invisible. A menudo suspendían su trabajo de remar.

– ¡Caramba! -dijo Nostromo de pronto en uno de esos intervalos en que permanecían apoyados sobre los gruesos mangos de los remos-. ¿Qué es ello? ¿Se aflige usted, don Martín?

El interrogado le aseguró que no había nada de eso. Nostromo se mantuvo un rato sin moverse, y luego indicó en voz baja a su compañero que se llegara a popa. En estando allí, le puso los labios al oído, y le comunico su creencia de que, además de ellos, había en la gabarra alguien más. Por dos veces había oído sollozos ahogados.

– Señor -le susurró con temor y asombro-, estoy cierto de que en el lanchón hay una persona llorando.

Decoud no había oído nada, y manifestó su incredulidad. Con todo eso, será fácil comprobar la verdad de lo que ocurría.

– Es de lo más asombroso -musitó Nostromo.

– ¿Se habrá escondido alguno a bordo mientras la gabarra estaba amarrada al muelle?

– ¿Y dice usted que era una especie de sollozo? -interrogó Decoud bajando la voz- Si está llorando, sea quien quiera, no puede ser muy peligroso.

Trepando por encima de los cofres del tesoro, se agazaparon en la parte delantera del mástil, y empezaron a palpar debajo del medio puente. De frente, en el sitio más estrecho, sus manos toparon con el cuerpo de un hombre, que permaneció callado como un muerto. Bastante sobresaltados para no hacer ruido alguno, le arrastraron hacia popa tirando de un brazo y del cuello de la chaqueta. No se movió, ni ofreció la menor resistencia, como si estuviera exánime.

La luz del cabo de vela cayó sobre un rostro redondo, de nariz aguileña, con bigotes negros y patillas recortadas. Le cubría una suciedad extrema. En las partes afeitadas de los carrillos había brotado un vello grasiento. Tenía los labios un poco entreabiertos, pero cerrados los ojos. Decoud reconoció con inmenso asombro al señor Hirsch, el tratante de pieles de Esmeralda. Lo mismo hizo Nostromo. Ambos quedaron mirándose estupefactos ante el hombre, que yacía con los pies descalzos más altos que la cabeza, fingiendo estúpidamente sueño, desmayo o muerte.

Capítulo VIII

Por un momento, a vista del extraordinario hallazgo, olvidaron sus inquietudes y padecimientos. Los del señor Hirsch parecían reducirse a un terror extremo. Por largo tiempo rehusó dar señales de vida, hasta que al fin las increpaciones de Decoud y tal vez más la impaciente indicación, hecha por Nostromo, de arrojarle al mar, ya que parecía estar muerto, le movieron a levantar primero un párpado y luego el otro.

Según refirió, no había hallado ocasión segura para partir de Sulaco. Estaba de huésped en casa de Anzani, el dueño del bazar de la plaza Mayor. Y cuando estalló la revuelta, antes de amanecer, escapó de la posada con tal prisa, que se olvidó de ponerse los zapatos. Corriendo a ciegas y en calcetines, se metió en el jardín de la casa de Anzani.

El miedo le infundio la agilidad necesaria para saltar varias cercas bajas, y de esta suerte fue a parar a los claustros, cubiertos de maleza, del arruinado convento de San Francisco, situado en una calle lateral. Abrióse camino por entre los intrincados y espinosos arbustos con la violencia de la desesperación, y esto explicaba los arañazos de su cara y manos y los desgarrones del traje. Allí permaneció oculto aquel día, con la lengua pegada al paladar a causa de la sed intensa producida por el calor y el miedo.

Hasta tres veces penetraron allí cuadrillas de revolucionarios dando gritos y lanzando imprecaciones contra el padre Corbelán, en cuya busca iban; pero al caer la tarde, mientras seguía tendido de bruces entre la espesura, creyó morirse de miedo por el silencio que reinaba en aquel lugar. No explicó con gran claridad lo que le había impulsado a dejar su refugio; pero el hecho es que había salido y logrado escurrirse fuera de la ciudad por las desiertas callejuelas de detrás del convento. Vagó en la oscuridad por los alrededores de la vía férrea, tan enloquecido de terror, que no se atrevió a acercarse a las hogueras, hechas por los piquetes de obreros italianos que custodiaban la línea. Ocurriósele vagamente que podría hallar sitio seguro en los cercados de la estación, pero, al intentarlo, los perros se abalanzaron a él ladrando, los hombres empezaron a dar voces, y sonó un tiro disparado a la aventura. Huyó de las puertas de la verja de madera, y sin saber cómo, tomó la dirección de las oficinas de la Compañía O.S.N. Dos veces tropezó con los cadáveres de los muertos durante la refriega del día; pero lo que más le asustaba eran los vivos. A ratos permanecía agazapado, luego se arrastraba, andaba a gatas, o levantándose corría un trecho, guiado por su instinto de conservación, siempre en dirección contraria a las luces del ruido de voces. Tuvo la idea de arrojarse a los pies del capitán Mitchell y pedir refugio en las oficinas de la Compañía. Todo estaba allí en tinieblas cuando él se acercó avanzando sobre sus manos y rodillas, pero de pronto alguien que estaba de centinela le preguntó: "¿Quién vive?"

Había más muertos tendidos por allí, y el fugitivo se tendió al punto junto a uno que estaba ya frío. Entonces oyó una voz que decía: "Por ahí se rebulle uno de esos canallas, que debe estar mal herido. ¿Voy a rematarle?" Y otra vez objetó que era peligroso salir sin una linterna para tal objeto. Pudiera ser algún liberal negro que aguardaba la ocasión de hundir un puñal en el corazón de un hombre honrado. Hirsch no se detuvo a oír más, y arrastrándose hasta la entrada del muelle se escondió entre un montón de barriles vacíos. Después de un rato, llegaron algunas personas conversando, con cigarrillos encendidos; y sin preguntarse si tenían aspecto de querer hacerle daño, rompió a correr por el muelle, vio una gabarra amarrada al extremo y se arrojó en ella. En su deseo de hallar un escondrijo, avanzó reptando en derechura debajo del medio puente, y allí se quedó más muerto que vivo, padeciendo agonías de hambre y sed, y medio desmayado de terror, cuando oyó numerosos pasos y voces de los europeos que habían venido juntos escoltando el vagón cargado con el tesoro, y que una cuadrilla de cargadores empujaba a lo largo de los rieles. Por la conversación comprendió perfectamente lo que se estaba haciendo, pero no reveló su presencia por temor de que no le permitieran continuar en aquel sitio. Su única y absorbente obsesión era entonces huir del terrible Sulaco. Y ahora le pesaba de ello lo indecible. Había oído lo que Nostromo decía a Decoud, y se alegraría de verse otra vez en tierra. No quería meterse en ningún negocio desesperado… en una situación de la que no era dable escapar. Los gemidos involuntarios de su atribulado espíritu le habían denunciado a los agudos oídos del capataz.

Incorporáronle sentado con la espalda apoyada en el costado de la barca, y el hombre prosiguió el doliente relato de sus aventuras hasta que le faltó la voz y dobló la cabeza sobre el pecho. "Agua", musitó con dificultad. Decoud le aplicó una vasija a los labios. Reanimóse en brevísimo tiempo y se puso de pie con rapidez alocada.

Nostromo le mandó con voz airada y amenazadora trasladarse a la delantera del lanchón. Hirsch era uno de esos hombres, a quienes el miedo hostiga como un látigo, y sin duda tenía una idea aterradora de la ferocidad del capataz, porque desapareció con agilidad asombrosa en la oscuridad. Los otros dos oyeron sus pasos sobre las cubiertas de lona encerada; y luego resonó el golpe de una caída, seguida de un suspiro débil. Después todo quedó en silencio en la parte anterior de la gabarra, como si el intruso se hubiera matado al caer cabeza abajo. Nostromo le intimó en tono terrible:

– ¡Estése usted quieto ahí! No se mueva. Si le oigo respirar fuerte, le meteré una bala en la cabeza.

La mera presencia de un cobarde, aunque éste guarde un comportamiento pasivo, lleva consigo un elemento de traición para una situación peligrosa. La nerviosa impaciencia de Nostromo se trocó en reflexión sombría. Decoud hizo notar a media voz, como hablando consigo mismo, que, al fin y al cabo, esta extraña contingencia no tenía gran importancia. No concebía qué daño podía seguirse de estar allí aquel hombre. A lo sumo no causaría más estorbo que cualquier objeto inanimado e inservible, un madero por ejemplo.

– Lo pensaría dos veces, antes de deshacerme de un trozo de madera -replicó Nostromo con calma-. Cuando menos se piense, se ofrecerá ocasión de hacer uso de él. Pero, en una empresa como la que traemos entre manos, un hombre de esta clase debe ser arrojado por la borda. Aunque fuera tan bravo como un león, no le necesitamos aquí. Nosotros no huimos por salvar nuestras vidas. Señor, me parece bien que un valiente procure salvarse con franqueza y resolución; pero ya ha oído usted su relato, don Martín. Si está aquí, es por un prodigio de miedo… -Nostromo se detuvo-. No hay sitio para el miedo en esta gabarra -añadió entre dientes…


A Decoud no se le ocurrió nada que contestar. Las circunstancias no eran oportunas para entrar en discusiones, ni mostrar escrúpulos sentimentales. Un hombre enloquecido de terror puede hacerse peligroso de mil maneras. A todas luces no era posible entenderse con Hirsch, ni exponerle consideraciones, ni persuadirle a que se portara con sensatez. La historia de su fuga lo patentizaba con harta claridad. Decoud consideró mil veces lamentable que el desgraciado no hubiera muerto de espanto. La naturaleza, que le había hecho así, parecía haber calculado con crueldad las prolongadas angustias que podría soportar sin exhalar el último aliento. Un terror tan angustioso merecía alguna compasión; pero Decoud, aunque de natural inclinado a sentir lástima de tanta desdicha, resolvió no oponerse a cualquier determinación que tomara su compañero. Este, empero, no hizo nada por entonces; y la suerte del señor Hirsch quedó indecisa en la lobreguez del golfo, a merced de acontecimientos imposibles de prever.

El capataz alargó la mano y apagó de pronto la vela, pareciéndole a Decoud que su compañero había destruido de un manotazo el mundo de los negocios, de los amores, de las revoluciones, mundo en que su satisfecha superioridad analizaba, sin consideración a nada ni a nadie, todos los móviles y todas las pasiones, incluyendo las suyas mismas.

Se sentía un poco abatido, bajo de la influencia de su nueva situación. De ordinario le daba ánimo y le sostenía firme en los trances difíciles la confianza que tenía en su talento; y por lo mismo sufría al verse privado de la única arma que podía usar con eficacia. No había inteligencia capaz de penetrar la misteriosa oscuridad del Golfo Plácido.

De una sola cosa estaba cierto y era de la presuntuosa vanidad de su compañero, patente, sin hipocresías ni segundas intenciones, práctica. Decoud, que se había valido del capataz, quiso aprovechar la ocasión de estudiarle a fondo, y tras de las varias manifestaciones de un carácter firme llegó a descubrir el sencillo y único móvil de las mismas: la vanidosa complacencia en sus aptitudes. El celo y desapoderado amor a su reputación hacían de él un tipo de asombrosa simplicidad. Pero ahora surgía una complicación, porque evidentemente estaba resentido de que le hubieran mandado ejecutar una empresa donde había tantas probabilidades de fracasar. "No adivino lo que sería capaz de hacer si no estuviera yo aquí," pensó Decoud.

Otra vez oyó murmurar a Nostromo:

– No, en esta barca no hay sitio para el miedo. Y aun el valor no basta. Tengo buen ojo y mano firme; nadie me ha visto jamás cansado ni indeciso en mis resoluciones, pero ¡por Dios!, considere usted, don Martín, que me han metido en esta negra calma, donde ni el buen ojo, ni la mano firme, ni él juicio sereno sirven de nada… -Profirió entre dientes una serie de juramentos en italiano y español y añadió-: Sólo la desesperación puede valerme en este trance.

Estas palabras desentonaban por modo extraño de la calma predominante y el silencio casi sólido del golfo. Un chubasco cayó de pronto con rumor susurrante todo alrededor de la lancha; y Decoud se quitó el sombrero, y remojándose la cabeza en la lluvia, se sintió muy reanimado. Poco después una suave y continuada corriente de aire le acarició el rostro.

La barca empezó a moverse, pero la lluvia se alejó de ella. Cesaron de caer las gotas sobre la cabeza y las manos de Decoud, y el sordo susurro se extinguió a lo lejos.

Nostromo dejó oír un gruñido de agrado, y asiendo la caña del timón canturreó en voz baja, como suelen hacer los marinos, para alentar el viento. En los últimos tres días nunca había sentido menos Decoud la necesidad de lo que el capataz llamaba desesperación.

– Se me figura oír otro chubasco -manifestó en tono tranquilo y satisfecho-. Espero que nos alcance.

Nostromo suspendió al punto su canturreo.

– ¿Oye usted otra lluvia? -preguntó con acento de duda.

La lobreguez daba señales de atenuarse, y Decoud pudo ver ahora a perfil de la figura de su compañero, y hasta la vela de la barca, emergiendo de la oscuridad en forma de un bulto cuadrado de espesa nieve.

El rumor descubierto por Decoud se deslizaba áspero sobre la superficie del agua. Nostromo reconoció que aquel ruido, mezcla de silbido y susurro, procedía de un vapor navegando en agua encalmada, envuelto en la oscuridad tranquila de la noche. No podía ser otro que el transporte capturado que venía con tropas de Esmeralda. No llevaba luces. El estrépito de las máquinas, creciendo a cada minuto, se interrumpía a veces, y recomenzaba después bruscamente, sonando más cerca, como si el barco invisible, cuya posición no podía fijarse con precisión, navegara con rumbo directo a la gabarra. Entre tanto ésta seguía avanzando despacio y en silencio, empujada por una brisa tan débil, que únicamente inclinándose Decoud sobre un costado y sintiéndose deslizarse el agua entre los dedos, pudo convencerse de que realmente se movían. Su estado de somnolencia había desaparecido, y se alegraba de que la lancha siguiera su curso. Después de haber permanecido en silencio tan absoluto, el ruido del vapor parecía estruendoso y aturdidor. La circunstancia de no verse la causa que lo producía le daba cierto carácter fantástico y preternatural. De repente todo calló. El barco se había detenido, pero tan cerca de ellos, que sintieron en sus rostros las vibraciones del vapor al escapar por las válvulas.

– Intentan averiguar donde están -dijo Decoud en voz baja, y metió otra vez los dedos en el agua inclinándose por encima de la borda- Avanzamos bastante -informó a Nostromo.

– Me parece que cruzamos por delante de proa -dijo el capataz con cautela-. Pero estamos jugando a ciegas con la muerte. De poco sirve el movernos; lo importante es que no nos vean ni oigan.

Musitó estas palabras con bronca excitación. No se le veía más que lo blanco de los ojos, y sus dedos se clavaron en el hombro de Decoud.

– Es el único modo de salvar el tesoro de ese vapor cargado de tropa.

Otro barco hubiera traído luces, pero observe usted que ni el más tenue resplandor nos indica dónde está.

Decoud se quedó como paralizado; mas su pensamiento trabajaba con frenética actividad. En el espacio de un segundo recordó la mirada luctuosa de Antonia, al dejarla junto al lecho de su padre en la sombría casa de la familia Avellanos, con todas las ventanas cerradas y las puertas abiertas, después de haber huido de ella todos los criados, excepto un negro viejo que hacía de portero. Recordó la casa Gould en su última visita a la misma, las razones que allí había expuesto y el tono en que lo había hecho, la impenetrable reserva de Carlos, y la cara de la señora de Gould, tan pálida de ansiedad y fatiga, que sus ojos parecían haber mudado de color, apareciendo casi negros por la contraposición. Y hasta le pasaron por las mientes períodos enteros de la proclama que intentaba hacer publicar a Barrios desde su cuartel real de Cayta, en llegando él allá; el verdadero germen del nuevo Estado, el manifiesto separatista que había procurado leer apresuradamente a don José, tendido en su cama bajo la mirada inmóvil de su hija. Dios sabe si el anciano estadista le había entendido; no podía hablar, pero había levantado el brazo, sacándolo de debajo de la colcha, y su mano había trazado una cruz en el aire, como señal de bendición, de consentimiento.

Decoud tenía el borrador en el bolsillo, escrito con lápiz en varias hojas sueltas de papel que llevaban en letra gruesa el membrete: "Administración de la Mina de Plata de Santo Tomé. Sulaco. República de Costaguana." Lo había escrito febrilmente, llenando página tras página en la mesa de Carlos Gould. La señora de éste había mirado varias veces por encima del hombro lo que escribía; pero el señor administrador, de pie y perniabierto, ni siquiera quiso echar una ojeada al documento cuando estuvo terminado. Al contrario, hizo un gesto de desvío con la mano, significando sin duda desdén y no recelosa cautela, porque no se opuso a que se escribiera en el papel de la administración un documento tan comprometedor. Ello demostraba sólo desprecio, el genuino desprecio inglés de la prudencia ordinaria, como si todo lo que sale del campo de sus ideas y sentimientos no mereciera ser tomado en consideración. Breves segundos bastaron a Decoud para indignarse contra Carlos Gould, y hasta sentir resentimiento contra su señora, a la que, tácitamente, claro está, había dejado confiada la seguridad de Antonia. "¡Antes morir mil veces que deber la salvación a tales personas!", exclamó mentalmente.

La presión de los dedos de Nostromo, que se habían separado de su hombro, apretando ferozmente, le obligó a entrar dentro de sí.

– La oscuridad está de nuestra parte -le cuchicheó al oído-. Voy a arriar la vela y fiar nuestro escape a la cerrazón del golfo. No hay ojos capaces de descubrirnos, si permanecemos callados con el mástil desnudo. Lo hago ahora, antes que el vapor se nos acerque más. El ligero crujir de una polea nos delataría y pondría el tesoro de Santo Tomé en manos de esos ladrones.

Movióse en su trajín con la elástica agilidad de un gato. Decoud no oyó ningún ruido; y únicamente la desaparición de la mancha cuadrada blanquecina le hizo comprender que la verga había descendido; el ex-marino genovés la había bajado con el mismo cuidado que si fuera de cristal. Al momento siguiente oyó a Nostromo respirar tranquilo a su lado.

– Lo mejor que puede usted hacer es no moverse de donde está, don Martín -recomendó el capataz muy serio-. Podría usted tropezar o remover algún objeto que hiciera ruido. Los remos y los bicheros andan por ahí. Por Dios, don Martín -continuó en un murmullo vehemente, pero amistoso-, estoy tan desesperado que, si no le creyera a usted un hombre de valor, capaz de permanecer como una estatua, suceda lo que sucediere, le clavaría un puñal en el corazón.

Un silencio de muerte rodeaba la gabarra. Apenas podía creerse que hubiera cerca un vapor lleno de hombres, escudriñando desde el puente con mirada ávida las tinieblas para descubrir alguna señal de tierra. El escape de vapor había dejado de silbar, y el barco estaba al parecer tan alejado de la gabarra, que ningún otro sonido llegaba a ella.

– Tal vez lo hiciera usted, capataz -musitó Decoud-. Sin embargo, tranquilícese usted. Otras cosas de más importancia que el temor de su puñal mantendrán sereno mi corazón; y no le pondrá a usted en la necesidad de cumplir su hipotética amenaza. Pero usted ha olvidado…

– Le he hablado a usted con franqueza, como a un hombre puesto en situación tan desesperada como la mía -explicó el capataz-. La plata no debe caer en poder de los monteristas. Por tres veces le repetí al capitán Mitchell que prefería partir solo. Y lo mismo le manifesté a don Carlos Gould en su casa. Ellos habían mandado llamarme. Las señoras estaban allí, y cuando intenté hacerles entender por qué no quería traerle a usted conmigo, me prometieron ambas grandes recompensas si le salvaba la vida. Extraño modo de hablar a un hombre, a quien se envía a una muerte casi segura. Esas gentes parecen no tener entendimiento para hacerse cargo de las dificultades y peligros que llevan consigo ciertos encargos. Les advertí que yo nada podía hacer por usted, que sin duda podía estar más seguro con el bandido Hernández. Hubiera sido posible salir a caballo de la ciudad sin más riesgo que el de algún tiro disparado a oscuras. Pero no me dieron oídos. Tuve que prometerles que le aguardaría a usted a la entrada del puerto, y así lo he hecho. Y ahora, gracias a que es usted un valiente, se halla tan seguro como la plata. Ni más ni menos.

En aquel momento, como por vía de comentario a las palabras de Nostromo, el vapor invisible avanzaba en su ruta, sólo a media velocidad, según podía colegirse del reposado vibrar de su hélice. Se notaba que el ruido mudaba de sitio, pero sin acercarse. Al contrarío, se alejó un poco más en dirección transversal a la del lanchón y luego volvió a cesar el sonido.

– Se esfuerzan por divisar Las Isabeles -cuchicheó Nostromo-, a fin de navegar hacia el puerto en línea recta y apoderarse de la Aduana con el tesoro que creen guardado allí. ¿Ha visto usted por ventura al comandante de Esmeralda, Sotillo? Guapo mozo con una voz suave. Cuando llegué aquí, solía encontrarle en la calle hablando con las señoritas a las ventanas de las casas, y enseñando siempre su blanca dentadura. Pero uno de mis cargadores, que había sido soldado, me dijo que una vez había mandado desollar a un hombre vivo en lo más remoto del Campo donde le habían enviado a reclutar gente entre los estancieros. No le ha pasado nunca por el magín que la Compañía tenía un hombre capaz de burlar sus planes.

El gárrulo cuchicheo del capataz intranquilizó a Decoud, viendo en él un síntoma de debilidad. Y, no obstante, la resolución locuaz puede ser tan firme e inquebrantable como el silencio tétrico.

– Hasta ahora no puede asegurarse que estén burlados los planes de Sotillo -replicó-. ¿Se ha olvidado del aturdido que llevamos en proa?

Nostromo no se había olvidado del señor Hirsch, y se recriminó amargamente por no haber registrado con toda diligencia la barca antes de dejar el muelle. Maldijo su estupidez en no haber apuñalado y arrojado por la borda al intruso tan luego como le descubrió, sin aguardar a mirarle la cara. Eso hubiera estado en consonancia con la índole desesperada de la aventura. Pero, así y todo, Sotillo estaba ya chasqueado. Aun cuando aquel miserable, mudo ahora como un muerto, hiciera cualquier tontería que denunciara la proximidad de la lancha, Sotillo -si era Sotillo el que mandaba las tropas a bordo- se quedaría con una cuarta de narices y no apresaría la plata.

– Tengo un hacha en la mano -cuchicheó Nostromo con rabia-que de tres golpes abrirá una vía de agua en el costado de la gabarra por debajo de la línea de flotación. Además todos los lanchones de carga tienen una trampa en popa, y puedo decir el sitio donde está. La siento debajo de mi pie.

Decoud notó el tonillo de sincera resolución y la nerviosidad vindicativa con que fueron musitadas las palabras anteriores por el famoso capataz. Antes que el vapor, guiado por un grito o dos (no podían pasar de ese número, dijo Nostromo rechinando los dientes de un modo perceptible), pudiera descubrir la gabarra, tendría tiempo de sobra para echar a pique el tesoro, atado a su cuello. Esto lo susurró con vehemencia al oído de Decoud, que no replicó nada: estaba perfectamente convencido de ello. La habitual calma característica del hombre había desaparecido, no aviniéndose con la situación, tal como él la concebía. Algo hondo e insospechado acababa de revelarse en el natural de su compañero, algo que nadie había observado hasta entonces. Decoud, moviéndose con gran precaución, se quitó el sobretodo y las botas; no se creía obligado por su honor a irse al fondo con la carga de plata. Su objeto era incorporarse a Barrios en Cayta, como el capataz sabía bien; y también él (Decoud) pensaba poner en la empresa, a su modo, toda la desesperación de que era capaz. Nostromo murmuro: "¡Cierto!, ¡cierto! Usted es un político, señor. Únase usted al ejército y organice una nueva revolución." Indicó, empero, que todos los lanchones de carga llevaban un pequeño bote, capaz para dos hombres y aun más. El suyo iba remolcado a proa.

Decoud lo ignoraba. Por supuesto, la densa oscuridad no permitía verle, y sólo cuando Nostromo le hizo poner la mano sobre el cable que lo sujetaba a un tojino del extremo posterior de la barca, se sintió enteramente aliviado de su sobresalto. Le horrorizaba la perspectiva de hallarse en el mar nadando entre tinieblas, sin saber en qué dirección, moviéndose probablemente en círculo hasta agotar sus fuerzas y perecer ahogado. La estéril y cruel inutilidad de tal muerte trastornaba la afectada indiferencia de su pesimismo. En comparación de tan desgraciado fin, la circunstancia de verse flotando en un bote, aun estando expuesto a la sed, al hambre, a ser descubierto, apresado y ejecutado, se le representaba como una ventaja digna de aprovecharse, aun a costa de alguna mortificación de su amor propio. Pero no aceptó la proposición, hecha por Nostromo, de que se metiera inmediatamente en el bote. "Pudiera venírsenos encima algo inesperado, señor", le hizo observar el capataz, prometiéndole con toda seriedad soltar la amarra tan luego como fuera necesario.

Con todo eso, Decoud le aseguró muy tranquilo que no pensaba tomar el bote hasta el último instante, y que esperaba hacerlo en compañía suya. La lobreguez del golfo dejó de ser para Decoud el término de todo; antes al contrario, constituía sólo parte de un mundo vivo, puesto que al través de ella podían palparse el fracaso y la muerte. Y al mismo tiempo era un escudo, cuya impenetrabilidad le regocijaba. "Como un muro, como un muro", se decía en voz baja.

Lo único que debilitaba su confianza era la idea de tener con ellos al señor Hirsch. No haberle atado y amordazado le parecía a Decoud el colmo de la imprevisión irreflexiva. Mientras el desgraciado pudiera gritar, era un peligro constante. Por ahora su terror abyecto le tenía mudo, pero cualquier incidente podía hacerle prorrumpir de pronto en desgarradores lamentos.

El mismo terror enloquecido que tanto Decoud como Nostromo habían notado en sus ojos extraviados y en las incesantes contorsiones de su boca, protegían al señor Hirsh contra las crueles necesidades de una situación tan desesperada. No era ya ocasión de cerrarle la boca para siempre. Según advirtió Nostromo, respondiendo a los pesares manifestados por Decoud, ¡era demasiado tarde! No había modo de hacerlo sin ruido, sobre todo ignorando la posición exacta que ocupaba. Se corría peligro al acercarse a él, en cualquier sitio que estuviera agazapado y temblando. Probablemente empezaría implorando misericordia chillando escandalosamente. Valía más dejarle en paz, ya que permanecía tan quieto. Pero la impresión de tener que fiarse de su silencio producía a Decoud una inquietud creciente.

– ¡Lástima que dejara usted pasar el momento oportuno, capataz! -exclamó en voz apagada.

– ¿De qué? ¿De hacerle enmudecer para siempre? Me pareció conveniente saber primero cómo había venido a parar a la gabarra. Era demasiado extraño. ¿Cabía suponer que hubiera sido una mera casualidad? Después, señor, cuando le vi a usted darle agua, no me sentí con ganas de matarle. Y menos aún habiendo observado que le aplicaba usted la vasija a la boca, como si fuera su hermano. Señor, esas cosas no hay que pensarlas demasiado. Y, con todo, no hubiera sido gran crueldad librarle de una vida tan miserable, reducida a la condición de un terror peor que la muerte. La compasión de usted, don Martín, le salvó; y ahora es demasiado tarde. No puede hacerse sin ruido.

A bordo del vapor reinaba perfecto silencio, y la quietud era tan profunda, que, según le parecía a Decoud, el más leve rumor debería propagarse sin tropiezo y ser perceptible en el otro extremo del mundo. ¿Y si a Hirsch le ocurría toser o estornudar? La idea de hallarse a merced de tan ridícula contingencia era demasiado exasperante para echarlo a broma.

Nostromo parecía también sobresaltarse. ¿Era posible, se preguntó, que el vapor, en vista de la profunda oscuridad de la noche, intentara permanecer anclado donde estaba hasta el amanecer? Y le ocurrió entonces que en ello había un verdadero peligro. Temía que la oscuridad, considerada como su mejor salvaguardia, acabara siendo la causa de su ruina.

Sotillo, como Nostromo había sospechado, tenía el mando a bordo del transporte. Los acontecimientos ocurridos en Sulaco en las últimas cuarenta y ocho horas no le eran conocidos e ignoraba que el telegrafista de Esmeralda hubiera logrado poner al corriente de todo a su colega de Sulaco. A ejemplo de muchos oficiales y otras clases militares, de guarnición en la provincia, se había inclinado a abrazar el partido riverista por creer que tenía de su parte la riqueza de la concesión Gould. Había figurado entre los contertulios de la casa de ese nombre, y hecho alarde allí de sus convicciones blanquistas y ardiente entusiasmo por las reformas ante don José Avellanos, echando a la vez miradas de honrada franqueza sobre la señora de la casa y su amiga Antonia. Sabíase que pertenecía a una buena familia, perseguida y arruinada durante la tiranía de Guzmán Bento. Las opiniones que manifestó parecían perfectamente sinceras y muy conformes con su parentesco y antecedentes. No era un falsario, y, como la cosa más natural, expresaba sentimientos elevados, obsesionado por la creencia -a su entender fundada y práctica- de que el futuro esposo de Antonia Avellanos había de ser, naturalmente, amigo íntimo de la concesión Gould.

Hasta llegó a dejar entrever algo de esto en cierta ocasión a Anzani, mientras negociaba con él un pequeño préstamo -el sexto o el séptimo- en el despacho sombrío y húmedo, protegido por gruesa verja de hierro, en el fondo de la tienda principal de las Arcadas. Indicó, en efecto, al dueño del bazar que estaba en excelentes relaciones con la señorita emancipada, amiga y como hermana de la señora inglesa. Echando un pie adelante y puestos los brazos en jarras ante Anzani, parecía decirle, mirándole con altivez:

– ¿Qué te parece, miserable tendero? ¿Acaso un hombre como yo puede fracasar con cualquier mujer, y mucho menos con una muchacha emancipada, que en sociedad se permite las libertades más escandalosas?

Por supuesto, en la casa Gould guardaba un comportamiento muy diferente evitando toda fanfarronería y mostrando, al contrario, cierto aire melancólico. Como la mayoría de sus paisanos, se pegaba mucho de suaves palabras, y más aún de las proferidas por su propia boca. No tenía convicciones acerca de ninguna cosa como no fuera del poder irresistible de sus prendas personales. Pero en este punto su seguridad era tan completa, que ni siquiera la aparición de Decoud en Sulaco y su intimidad con los Gould y los Avellano le inquietó en lo más mínimo. Tan lejos estuvo de ellos que procuró trabar amistad con el rico costaguanero, recién llegado de Europa, esperando pedirle prestada una importante cantidad no tardando.

No le guiaba en la vida otra aspiración que la de obtener dinero para satisfacer sus dispendiosos gustos, a los que se entregaba sin miramientos y sin moderación. Se creía maestro consumado en galanteos, pero en realidad sus seducciones tenían la simplicidad de su instinto animal. En ocasiones, cuando estaba sólo, le acometían accesos de ferocidad; y lo propio ocurría en casos especiales, como al hallarse contratando mano a mano con Anzani algún préstamo.

Después de insinuar en las conversaciones su deseo de obtener el mando de la guarnición de Esmeralda, consiguió al fin que le nombraran para ese cargo. Aunque era un puerto de poca importancia poseía la ventaja de hallarse establecida allí la estación del cable submarino que ponía en comunicación las provincias occidentales con el resto del mundo y enviaba un ramal a Sulaco. Don José Avellanos le propuso, y Barrios contestó con una carcajada ruda y burlona: "¡Oh! ¡Sotillo! Que vaya. Es un excelente sujeto para guardar el cable, y conviene que les toque el turno a las señoritas de Sulaco." Barrios, que era sin disputa un valiente, no tenía en gran concepto a Sotillo.

Sólo por el cable de Esmeralda era por donde la mina de Santo Tomé podía estar en constante relación con el gran financiero, cuya tácita aprobación constituía la fuerza del partido riverista. Este partido tenía sus adversarios en el mismo Esmeralda; y Sotillo gobernó allí con represiva severidad, hasta que la marcha desfavorable de los acontecimientos en el remoto teatro de la guerra civil le indujo a creer que, al fin y al cabo, la rica mina de plata estaba destinada a ser presa de los vencedores. Pero había que proceder con cautela. Empezó mostrándose huraño y misterioso con la fiel municipalidad riverista de Esmeralda. De allí a poco se traslució, sin saber cómo, que el comandante de la plaza celebraba reuniones con los oficiales a altas horas de la noche; y a consecuencia de ello los señores del Municipio se retrajeron de cumplir sus deberes, permaneciendo encerrados en sus casas. De pronto, un día, todas las cartas procedentes de Sulaco llegadas por tierra fueron llevadas a la comandancia desde la oficina de correos escoltadas por un piquete de soldados, sin pretexto, disculpa, ni explicación de ningún género. Era que Sotillo había sabido por Cayta la derrota definitiva de Rivera.

Esta fue la primera señal manifiesta de haber cambiado de convicciones el jefe militar de Esmeralda. Al poco tiempo pudo observarse que conocidos demócratas, amenazados hasta entonces de arresto, grillos, y hasta castigos corporales, entraban y salían por la puerta principal de la Comandancia, donde dormitaban los caballos de los ordenanzas bajo sus pesadas sillas, mientras los soldados, con uniformes andrajosos y sombreros de paja puntiagudos, descansaban perezosamente en un banco, sacando los pies desnudos fuera de la línea de sombra; y un centinela, con chaqueta de bayeta roja, agujereada en los codos, permanecía a pie firme en el rellano de la escalinata mirando con altivez a la gente del pueblo bajo que se descubría al pasar.

Las ambiciones de Sotillo no iban más allá de su seguridad personal y de la probable contingencia de saquear la ciudad a su cargo, pero temía que su tardía adhesión le granjeara escasa gratitud por parte de los vencedores. Se había fiado por demasiado tiempo del poder de la mina de Santo Tomé. La correspondencia apresada le confirmó en sus anteriores noticias sobre una gran cantidad de lingotes de plata depositados en la Aduana de Sulaco. Apoderarse de tal tesoro significaría que se declaraba a favor de Montero; y un servicio tan importante no podría menos de ser remunerado. Con la plata en su poder, estaría en el caso de obtener ventajosas condiciones para él y las tropas que mandaba. No tenía noticias ni del levantamiento popular de Sulaco, ni de la llegada del presidente a esta ciudad, perseguido de cerca por el hermano de Montero. Creía ser el dueño de la situación en aquella parte de la República. Sus primeras determinaciones fueron incautarse de la oficina del cable telegráfico y apresar el vapor del gobierno, anclado en la estrecha caleta que forma el puerto de Esmeralda. Esto último se efectuó sin dificultad por una compañía de soldados, que se lanzaron en tropel a los portalones, mientras estaba el barco amarrado al muelle. Pero el teniente encargado de arrestar al telegrafista se detuvo en el camino entrando en el único café de Esmeralda, donde distribuyó aguardiente a sus hombres, y él tomó media botella de licor a costa del dueño del establecimiento, que era un conocido riverista. Todo el piquete de soldados se emborrachó y procedieron a desempeñar su cometido marchando por la calle con salvajes gritos y disparos a las ventanas.

Este cómico percance, que pudo resultar peligroso para la vida del telegrafista, le permitió a éste enviar a Sulaco aviso de lo que ocurría: El teniente, después de subir tambaleándose las escaleras con el sable a rastras, entró en el despacho del empleado y le besó ambas mejillas, en uno de esos repentinos cambios de humor propios del estado de embriaguez. Le asió por las solapas cerca del cuello, y le aseguró con lágrimas de alegría que todos los oficiales de Esmeralda iban a ser nombrados coroneles. Así ocurrió que, cuando el alcalde de la ciudad llegó un poco después, halló a todo el pelotón durmiendo en las escaleras y en el pasillo, y al telegrafista, que despreció aquella ocasión de escapar, ocupado en transmitir con el manipulador. El alcalde le llevó preso, la cabeza descubierta y las manos atadas a la espalda, pero no dijo nada a Sotillo de lo que había observado, y el último continuó ignorante del aviso enviado a Sulaco.

No era hombre el coronel capaz de resignarse a que la sorpresa proyectada dejara de llevarse a efecto por la espesa oscuridad de la noche. Estaba seguro de que no había de marrarle su plan, empeñándose en sacarlo adelante con impaciencia infantil e indomeñable. Apenas el vapor contorneó Punta Mala para sepultarse en la negrura del golfo, cuando se estacionó en el puente, rodeado de un grupo de oficiales tan excitados como su jefe. El infeliz capitán del vapor, trastornado por las promesas y amenazas del coronel y su estado mayor, navegó en las tinieblas con la prudencia que las circunstancias le permitieron. Algunos de los oficiales habían bebido sin duda más de lo debido; y esto unido a la esperanza de adueñarse del tesoro les sugería una absurda temeridad y una inquietud ansiosa.

El comandante del batallón, hombre suspicaz e ignorante, que en su vida había navegado, creyó acreditarse de sagaz apagando de pronto la luz de la brújula, única permitida a bordo por las necesidades de la navegación. No comprendía qué falta hacía aquello para determinar el rumbo. A las airadas protestas del capitán contestó dando en el piso fuertes golpes con el pie y tocando la empuñadura de la espada.

– ¡Ajajá! ¡Le he desenmascarado a usted! -explicó con aire triunfante- Mi perspicacia le pone a usted furioso. ¿Soy acaso un niño para creer que una luz en esa caja de latón puede indicarnos dónde está el puerto? Está usted tratando con un soldado viejo, que olfatea la traición desde una legua. Lo que usted busca es que ese resplandor avise de nuestra aproximación a su amigo de usted, el inglés. ¡Vamos! ¡Pretender que el farolito y la caja de metal le dan a conocer el camino del puerto! ¡Qué mentira tan miserable! ¡Qué picardía! Ustedes, los de Sulaco, están todos a sueldo de esos extranjeros. Merece usted que le atraviese de parte a parte con mi espada.

Los demás oficiales, amontonándose alrededor, procuraron calmar su indignación, repitiendo en tono persuasivo:

– ¡No! ¡no! Este es un instrumento de marina, comandante. Aquí no hay traición.

El capitán del transporte se tiró de bruces en el puente, rehusando levantarse.

– ¡Que me maten aquí ahora mismo! -repetía con voz ahogada.

Sotillo tuvo que intervenir, pero la batahola y la confusión en el puente llegaron a ser tan grandes, que el timonel abandonó la rueda, se refugió en el cuarto de máquinas y sembró la alarma entre los mecánicos y fogoneros. Estos, sin cuidarse de las amenazas de los soldados que los vigilaban, cortaron el vapor y declararon que preferían ser fusilados a correr el peligro de irse a pique y perecer ahogados en aquella terrible oscuridad.

Tal fue la causa de haberse detenido el vapor la primera vez que lo observaron Nostromo y Decoud. Restablecido el orden y encendida de nuevo la luz de la brújula, el barco reanudó su marcha y pasó a bastante distancia de la gabarra en busca de Las Isabeles. No fue posible descubrirlas, y en vista de las suplicantes instancias del capitán, Sotillo permitió parar otra vez las máquinas aguardando uno de los periódicos enrarecimientos de las tinieblas, causados por el movimiento de los nubarrones tendidos sobre las aguas del golfo.

Sotillo en el puente mostraba de cuando en cuando su cólera al capitán, que en tono humilde se disculpaba suplicando a su merced el señor coronel que tuviera en cuenta la circunstancia adversa de la impenetrable cerrazón de la noche. El otro se consumía de rabia e impaciencia. Iba a perder la mejor ocasión de su vida para asegurar su suerte futura.

– Si los ojos no le sirven a usted más que para esto, me dan ganas de mandárselos sacar -rugió fuera de sí.

La frase era muy propia del hombre que, según se decía, había hecho desollar vivo a un campesino en una recluta de tropas.

El capitán del barco no contestó, porque precisamente entonces la mole de la Gran Isabel se dibujó confusamente tras una lluvia pasajera, desvaneciéndose luego en una oleada de mayor oscuridad que precedió a un nuevo chaparrón.

Esta rápida visión le bastó, y reanimado informó a Sotillo que al cabo de una hora habría atracado al muelle de Sulaco. El barco navegó entonces a todo vapor; y entre los soldados que estaban en el puente empezó un agitado y ruidoso movimiento de preparativos para desembarcar.

Decoud y Nostromo oyeron aquel ruido, y el último comprendió lo que significaba. Los del vapor habían divisado Las Isabeles, y ahora continuarían navegando en línea recta hacia Sulaco. Calculó que pasarían cerca, pero creía que permaneciendo quietos como estaban, con la vela arriada, el lanchón no podría ser visto. "No seguramente, ni aunque pasen rozándonos el costado," musitó.

Recomenzó la lluvia: primero notaron una niebla húmeda; luego su contacto se hizo más pesado, y por fin degeneró en una rociada de gruesas gotas que caían perpendicularmente, sintiéndose al mismo tiempo acercarse extraordinariamente el silbido del vapor y el trepidante ruido de la maquinaria. Decoud, con los ojos llenos de agua y la cabeza gacha, se preguntaba cuánto tardaría en pasar, cuando de improviso recibió una terrible sacudida. Saltó por encima de la popa una oleada de espuma; y al mismo tiempo crujió la tablazón de la gabarra, golpeada por un encontronazo. Le pareció que una mano furiosa había asido la lancha y la arrastraba con violencia destructora. El choque le derribó desde luego, y se halló dando vueltas en un charco de agua en el fondo de la barca. Al lado se oía el ruido producido por la hélice de un vapor; y encima rasgó las tinieblas un clamor de angustia y sobresalto. En él reconoció el penetrante grito de Hirsch pidiendo auxilio. Mientras esto ocurría, permaneció con los dientes apretados. ¡Era un choque!

El vapor había dado un topetazo a la gabarra de costado al sesgo, y la había tumbado hasta medio anegarla, llevándose parte de la borda y poniéndole la proa paralela a su rumbo con la fuerza del golpe. En el transporte apenas se sintió nada, experimentándose como de ordinario, los efectos de la colisión principalmente en la nave menor. El mismo Nostromo creyó que aquello era el fin de su desesperada aventura. También él había sido arrojado lejos de la luenga caña del timón, que cedió a la violencia del empuje.

A los pocos momentos el vapor hubiera pasado, dejando a la gabarra hundirse o flotar después de rechazarla de su ruta, a no venir aquél muy cargado de provisiones y de pasaje y traer el áncora bastante baja para engaritarse en uno de los obenques de alambre que sujetaban el mástil de la lancha. El cable, que era nuevo, resistió unos instantes la repentina tensión; y esto es lo que produjo a Decoud la impresión de sentir la barca cogida por una fuerza poderosa que la arrastraba con ímpetu destructor. No podía explicarse, como es natural, lo que ocurría. Todo ello fue tan repentino, que no le dio tiempo a reflexionar. Pero conservaba la claridad perfecta de sus sensaciones y el dominio de sí mismo; realmente hasta se sintió satisfecho de estar tan bueno en el momento crítico de ser lanzado de cabeza por encima de los travesaños para caer de espaldas en una balsa de agua. Mientras se ponía de pie, siempre con la sensación misteriosa de ser arrastrado con furia al través de las tinieblas, oyó y reconoció el grito de señor Hirsch. Ningún sonido se le escapó. En cambio no pudo ver nada de lo que ocurría a su alrededor; pero mientras escuchaba atento los desesperados gritos que pedían socorro, el movimiento de arrastre cesó tan de repente, que vaciló hacia adelante y cayó de bruces con los brazos tendidos sobre el montón de cajas del tesoro. Asióse a ellas instintivamente, creyendo de una manera vaga ser arrojado al mar, y al punto oyó otra serie de lamentos desgarradores que imploraban socorro, no cerca, sino a bastante distancia, lejos de la gabarra, como si algún espíritu nocturno remedara burlescamente el terror y congoja del señor Hirsch.

Luego todo quedó en silencio, tan en silencio como cuando se despierta en la cama, en una habitación oscura, a consecuencia de una pesadilla extraña y terrorífica. La gabarra se balanceaba suavemente; la lluvia seguía cayendo. Por detrás de él dos manos asieron a tientas sus costados doloridos, y oyó junto a su cara la voz del capataz que susurraba:

– ¡Silencio por su vida! ¡Silencio! El vapor se ha parado.

Decoud escuchó. El golfo estaba mudo. Sintió el agua por encima de las rodillas y preguntó con un suspiro ahogado:

– ¿Nos vamos a pique?

– No lo sé-cuchicheó Nostromo-. Señor, no haga usted el menor ruido.

El señor Hirsch, al recibir del capataz la orden de retirarse a proa, no volvió a su primer escondrijo. Había caído cerca del mástil, y le faltaron fuerzas para levantarse, fuera de que el terror le paralizaba los movimientos. Se daba ya por muerto, sin fundamento racional, dominado por su congojoso terror. Cada vez que intentaba pensar lo que sería de él, empezaban a castañearle los dientes con violencia. El completo agobio en que le tenía el miedo no le permitía enterarse de nada.

No obstante estar asfixiándose bajo de la vela de la gabarra, que Nostromo, sin advertirlo, había echado encima del desgraciado, ni siquiera se atrevió a sacar la cabeza hasta el momento mismo del choque. Entonces se echó fuera, de un salto, espoleado por esta nueva forma de peligro para hacer prodigios de vigor físico. La incursión de agua, al ser tumbada la gabarra, le hizo salir de su mutismo. Su grito de "¡Socorro!" fue el primer aviso indudable de la colisión para la gente del vapor. Al momento siguiente, el obenque metálico se rompió, y el áncora, quedando suelta, pasó barriendo el castillo de proa de la gabarra. Chocó con el pecho del señor Hirsch, que sin más se agarró a ella ignorando lo que era, rodeando brazos y piernas sobre la parte superior de la lengüeta, con tenacidad ciega e irresistible. La gabarra quedó a un lado; y el vapor, prosiguiendo su avance, se llevó al hombre pegado fuertemente al áncora, dando voces lamentables. Transcurrió, no obstante, algún tiempo, después de haberse detenido el vapor, hasta que se averiguó el lugar de donde partían los gritos, creyéndose, en principio, que los daba alguien, caído en el mar. Al fin dos nombres se inclinaron sobre la borda de proa y le izaron a bordo.

Inmediatamente fue conducido a presencia de Sotillo, que estaba en el puente. Al verle y oírle se confirmó en la creencia de que el vapor había pasado por ojo y echado a pique alguna embarcación menor; pero en una noche tan oscura no podía buscarse una prueba positiva en los restos flotantes del naufragio. Sotillo sentía ahora más vivos deseos que nunca de entrar en el puerto sin demora. Se resistía a aceptar la idea de haber destruido el objeto principal de su expedición, y este sentimiento hizo que le pareciera más increíble la historia referida por el señor Hirsch. Se le administraron algunos golpes por decir mentiras y se le encerró en el cuarto de guardia, no sin maltratarle de nuevo.

La relación del náufrago descorazonó a los oficiales del estado mayor de Sotillo, aunque no cesaban de repetir alrededor de su jefe:

– ¡Imposible! ¡Imposible!

No así el viejo comandante, que con aire de triunfo y tono de malhumor masculló:

– ¡Nada! Lo que les dije a ustedes. Alguna traición, alguna diablería; pero yo las olfateo a la legua.

Entretanto el vapor había continuado en su ruta a Sulaco, donde podía sólo comprobarse la verdad del asunto. Decoud y Nostromo oyeron debilitarse y morir el ruidoso girar de la hélice; y entonces, dejando a un lado palabras inútiles, pusieron todo su empeño en llegar a Las Isabeles. El último chaparrón había traído consigo una brisa suave, pero constante. El peligro subsistía aún, y no era la hora de cambiar impresiones. La gabarra hacía agua, como una criba, y ellos chapoteaban en ella a cada paso que daban. Nostromo puso en manos de Decoud la palanca de la bomba, que iba sujeta al costado de proa, y al punto el último, sin proferir palabra alguna, empezó a trabajar, enteramente olvidado de todo deseo, fuera del de mantener a flote el tesoro. Nostromo izó la vela, y apostado junto al timón, tiraba de la escota con todas sus fuerzas. El breve resplandor de un fósforo (que el ex marinero genovés había conservado, seco en una caja impermeable de hojalata, a pesar de hallarse él todo mojado) reveló al atareado Decoud la ansiedad reflejada en el rostro de su compañero y la atenta mirada de sus ojos, al inclinarse sobre la brújula. Ahora supo el capataz dónde estaba y tenia esperanza de sacar a tierra la gabarra medio hundida, haciéndola embarrancar en una caleta de poco fondo, donde el alto peñón que forma el extremo de la Gran Isabel aparece hendido en dos partes iguales por una profunda barranca, cubierta de vegetación.

Decoud daba sin tregua a la bomba. Nostromo gobernaba manteniendo fija la intensa atención de su penetrante mirada. Cada uno de ellos se entregaba a su tarea como si estuviera solo, sin que les ocurriera hablarse. No había entre ellos nada de común, fuera de la idea de estarse hundiendo la averiada lancha, de una manera lenta, pero indudable. A pesar de esa coincidencia de pensamiento respecto del inminente peligro que corría el tesoro, permanecían enteramente extraños uno a otro, como si hubieran descubierto en el momento de la colisión que la pérdida de la plata no tenía la misma significación para ambos. Este común peligro puso en evidencia ante la visión intelectual de cada uno de ellos sus divergencias de finalidad, de modo de ver, de carácter, de situación. No estaban ligados por ningún vínculo de sentimientos ni ideas comunes: eran dos aventureros que procuraban realizar por separado su especial aspiración, envueltos en la misma inminencia de un peligro mortal. Por lo mismo no tenían nada que decirse uno a otro. Pero ese peligro, esa única y palpable verdad que compartían, les inspiraba un nuevo vigor mental y físico.

Sin duda hubo algo rayano con lo milagroso en el modo con que el capataz halló la caleta sin otra guía que la vaga silueta de la isla y el indeciso claror de una pequeña faja arenosa. El lanchón fue embarrancado en el sitio en que la barranca se abre entre los peñones y un arroyuelo sale del boscaje para verter su escasa corriente en el mar. Los dos hombres, con energía silenciosa e infatigable, empezaron a descargar el tesoro, transportando una por una todas las cajas, por la margen arriba del arroyo hasta el interior de la espesura, a una cavidad bastante espaciosa y honda, que las lluvias habían excavado bajo de las raíces de un árbol gigante. Su grueso y alisado tronco se inclinaba, como una columna a punto de caer, sobre la estrecha cinta de agua que corría entre pedruscos sueltos.

Hacía cosa de un par de años que Nostromo había pasado un domingo entero, a solas, en aquel lugar explorando la isla. Así se lo refirió a Decoud, cuando, terminada la faena de la descarga y traslado de las cajas, se sentaron rendidos, con las piernas colgando en el hondo cauce y la espaldas apoyadas en el árbol, como dos ciegos que mediante un secreto sexto sentido percibían su mutua presencia y cuanto les rodeaba.

– Sí -prosiguió Nostromo -, yo no olvido jamás el sitio que haya visto con cuidadosa atención una sola vez.

Hablaba despacio, casi con dejadez, como si estuviera delante de sí toda una vida de ocio en lugar de las dos horas escasas que faltaban para amanecer. La existencia del tesoro, apenas oculto en aquel lugar insospechable, le imponía la carga de un secreto que debería guardar en todas sus determinaciones y en todos sus proyectos y planes de lo porvenir. Echaba de ver el fracaso parcial de la desesperada empresa que se le había confiado atendiendo a su gran reputación, a costa de tantos sacrificios adquirida. Pero no dejaba de ver también un éxito parcial. Su vanidad estaba medio satisfecha. La irritación nerviosa, de que antes diera ostensibles muestras, se había calmado.

– Nunca sabe uno para qué pueden servirle ciertas cosas -prosiguió con su habitual sosiego de tono y gesto-. Un triste domingo me pasé, de la mañana a la noche, explorando este trozo de tierra.

– Pasatiempo propio de un misántropo -musitó Decoud maliciosamente. -Se conoce que no tenía usted dinero para jugar o gastarlo con las muchachas de su especial devoción, capataz.

– "E vero -exclamó el otro, usando sin advertirlo su lengua materna, sorprendido de la perspicacia de Decoud-. Estaba sin un céntimo. Por eso no quise ver a esa gente pedigüeña, acostumbrada a mi generosidad. Siempre esperan recibir algo del capataz de cargadores, a los que tienen por ricos y, digámoslo así, por caballeros entre la gente pobre. No tengo afición al juego y lo tomo como un mero pasatiempo; y en cuanto a las muchachas que se precian de ser visitadas por mí, sepa usted que no las miraría dos veces a la cara, si no fuera por lo que había de murmurarse. Esa buena gente de Sulaco es amiga de cuentos y chismes; lo cual me ha servido para tener noticias útiles, sin más que escuchar con paciencia la charla de las mujeres, reputadas generalmente por novias mías. La pobre señora Teresa nunca pudo comprenderlo. Precisamente aquel domingo, señor, me regañó de tal modo, que salí jurando no volver a poner los pies en la casa si no era para sacar mi hamaca y baúl de la ropa.

"Señor, no hay nada más desesperante que oír a una mujer de la especial estima de uno hacer chacota de su reputación, cuando no se tiene en el bolsillo una sola moneda de cobre. Me fui al puerto, desamarré uno de los botes más chicos, y salí en dirección a esta isla con solo tres cigarros para pasar el día. Pero el agua del arroyuelo que oye usted a sus pies es fresca, agradable y sana, señor, antes y después de un cigarro". Calló unos minutos, y luego añadió con aire pensativo:

– Ese fue el primer domingo, después de haber acompañado al rico inglés de las patillas blancas en todo el trayecto desde el páramo del Paso de la Entrada en la montaña hasta Sulaco… y al coche también. No había memoria de que carruaje alguno hubiera hecho el viaje de subida y bajada, hasta que yo arreglé el camino con cincuenta peones que trabajaron admirablemente con cuerdas, picos y maderos a mis órdenes. Era el millonario inglés, que, según dice la gente, paga la construcción del ferrocarril. Pero a mí no me caía el salario hasta fin del mes.

De pronto se deslizó del ribazo; y Decoud oyó el chapoteo de sus pies en el arroyo, y siguió sus pasos por la barranca abajo. La oscura forma del capataz se perdió entre los arbustos, y no reapareció hasta que estuvo en la faja de arena al pie del peñón. Como sucede a menudo en el golfo, cuando las nubadas, durante la primera parte de la noche, han sido frecuentes y serias, la lobreguez se enrarece mucho al venir la mañana, aunque a la sazón no había señales de que apuntara el día.

La gabarra, aligerada de su preciosa carga, se balanceaba un poco, medio sumergida con el tajamar en la arena. Una larga cuerda se tendía, como un hilo negro de algodón al través de la blanquecina playa, terminado en el rezón, que Nostromo había sacado a tierra y enganchado en el delgado tronco de un arbusto algo talludo en la boca misma de la barranca.

Decoud tenía que quedarse en la isla. Recibió de manos de su compañero todos los víveres que la previsión del capitán Mitchell había puesto a bordo de la gabarra, y los depositó por el momento en el botecito, que a su arribo habían halado hasta internarle en el boscaje. Se quedaba con él, porque la isla había de servirle de escondrijo, no de prisión. Con ese bote podría salir al encuentro de algún barco que pasara cerca. Tal solía ocurrir con los correos de la Compañía O.S.N. cuando navegaban desde el norte con rumbo a Sulaco. Por desgracia la noticia de los disturbios que últimamente habían estallado en la ciudad fue llevada por el Minerva, donde iba el fugitivo ex-presidente a los puertos de la costa septentrional: de modo que probablemente el vapor próximo había recibido orden de no tocar en Sulaco, pues los oficiales del Minerva sabían que por entonces estaba en poder de las turbas revolucionarias. Esto significaba que no habría vapor en un mes, atendiendo el régimen ordinario del servicio postal; pero a Decoud no le quedaba otro arbitrio que esperar la primera ocasión. La isla era el único refugio contra la proscripción que se cernía sobre su cabeza. El capataz, como era natural, regresaba. La gabarra, libre del pesado cargamento, hacía menos agua, y Nostromo esperaba que se mantuviera a flote hasta el puerto.

Hundido en el agua hasta las rodillas, al lado de la barca, alargó a Decoud uno de los azadones que formaban el equipo de los lanchones para emplearlos en el lastrado de los barcos. Cavando con cuidado, tan luego como aclarara lo necesario para ver, Decoud podría echar abajo la masa de tierra y piedras que pendía sobre la cavidad donde habían depositado el tesoro, de modo que pareciera haberse desprendido naturalmente. Era preciso cubrir no sólo el hoyo, sino todos los rastros de la labor, las pisadas, piedras removidas y hasta los arbustos rotos.

– "Además, ¿a quién puede ocurrirle buscar aquí, ni a usted, ni al tesoro? -continuó Nostromo como si le costara trabajo marcharse-. No hay probabilidad de que venga nadie a este sitio.¿Qué ha de buscar un hombre en este islote estéril y desierto, mientras no le falte en el continente tierra en que posar los pies? La gente de este país no se molesta en registrar lugares que no prometan algún beneficio seguro. Ni siquiera hay pescadores que deseen charlar con usted, porque todos los del golfo están allá cerca de Zapiga. Señor, si se ve usted forzado a dejar la isla antes que se haya dispuesto algo para ponerle a salvo, no intente usted llegarse a Zapiga. Es un poblado de ladrones y matreros, donde le degollarían a las primeras de cambio por robarle el reloj de oro y la cadena.

"Y, señor, piénselo dos veces antes de fiarse de nadie, sea quien quiera, ni aun de los oficiales de la Compañía, si logra usted ir a bordo de algún barco. La honradez sola no basta para la seguridad. Debe usted atender a la discreción y prudencia de las personas con quienes hable. Y recuerde usted siempre, señor, antes de abrir los labios para hacer una confidencia, que este tesoro puede permanecer aquí seguro por centenares de años. Tiene el tiempo en su favor. La plata es un metal incorruptible que conserva eternamente su valor con leves alteraciones… De eso cabe estar seguro… Un metal incorruptible…" -repitió, como si tal idea le procurara un placer especial.

– Como algunos hombres tienen fama de serlo -manifestó Decoud con intención inescrutable, mientras el capataz, que trabajaba en achicar con un cubo de madera, seguía arrojando el agua por la borda con un chapoteo regular.

Su compañero, escéptico incorregible, se hacía a sí propio la reflexión, no con espíritu cínico, sino con entera satisfacción, de que aquel hombre se había hecho incorruptible por su enorme vanidad, esa sutilísima forma de egoísmo que puede tomar el disfraz de todas las virtudes.

Nostromo cesó de achicar, y, como asaltado por una idea repentina, soltó el cubo, y cayó con un golpe seco en la gabarra.

– ¿Tiene usted algún recado que darme? -preguntó bajando la voz-. Ya puede usted suponer que me preguntarán por usted.

– Debe usted pensar por su cuenta las palabras alentadoras que conviene hacer oír a la gente de la ciudad. En ese punto me fío de su buen juicio y experiencia, capataz. ¿Comprende usted a qué me refiero?

– Sí, señor…, a lo que ha de decirse a las señoras.

– Eso, justamente -asintió apresuradamente Decoud-. La admirable reputación de que usted goza les hará conceder gran valor a sus declaraciones; por tanto ponga usted cuidado en lo que dice. Por mi parte -añadió sobreponiéndose al fatal impulso de desconfianza desdeñosa en sí propio, que le era connatural-, espero obtener en mi misión un éxito glorioso y feliz. ¿Lo oye usted, capataz? Emplee usted las palabras "glorioso y feliz" cuando hable con la señorita. Son las que pueden aplicarse al modo con que ha ejecutado usted su empeño, porque usted ha salvado la plata de la mina, no solo ésta, sino probablemente toda la que pueda extraerse.

Al capataz no se le ocultó el deje irónico de las palabras anteriores.

– Permítame usted, señor don Martín -replicó un poco picado-. Hay pocas cosas de las que yo no sea capaz. Pregunte usted a los señores extranjeros. Soy un hombre del pueblo, que no siempre comprende el pensamiento de usted. Mas, en cuanto al cargamento de plata que debo dejar aquí, he de manifestarle que lo hubiera creído más seguro si no hubiera venido usted conmigo.

Decoud no pudo reprimir una interjección, a la que siguió un corto silencio.

– ¿Volveré con usted a Sulaco? -preguntó con acento indignado.

– ¿Le dejaré a usted tendido en el sitio de una puñalada? -replicó Nostromo con desprecio-. Tanto valdría llevarle a usted a Sulaco. Oiga, señor. Su reputación se halla ligada a la política, como la mía lo está a la suerte de esa plata. ¿Se extraña usted de que hubiera deseado no tener a nadie en mi compañía para mejor asegurar el secreto? Yo no quería que me acompañara nadie, señor.

– Pero sin mí no hubiera usted podido mantener a flote la gabarra -objetó Decoud con voz alterada-. Se hubiera usted ido a pique con ella.

– Sí -afirmó Nostromo con calma-. Solo.

Este prójimo, reflexionó Decoud, parece que hubiera preferido morir antes que ver disminuida la gloria soñada por su perfecto egoísmo. Un hombre así ofrecía completa seguridad. Sin decir nada ayudó a Nostromo a recoger la cuerda con el rezón. El último separó la lancha de la playa con un empujón del pesado remo; y Decoud se halló solo al borde de la isla, como un hombre que sueña. De pronto le acometió un deseo repentino de oír una voz humana. Apenas se distinguía ya la gabarra del agua negra en que flotaba.

– Escuche, capataz -voceó-; ¿qué habrá sido de Hirsh? Usted ¿qué cree?

– Que el choque le arrojó al mar por la borda y se ha ahogado -respondió la voz de Nostromo con firmeza, saliendo de las oscuras masas de sombra en que el cielo y el mar se confundían alrededor del islote-. No se aleje usted mucho de la barranca, señor. Dentro de una noche o dos procuraré venir a verle.

Un leve crujido sibilante indicó que el capataz estaba desplegando la vela; ésta se infló al punto con un sonido semejante a un golpe de tambor. Decoud regresó a la barranca. El capataz, junto a la caña del timón, volvía la cabeza de cuando en cuando para observar la mole evanescente de la Gran Isabel, que se disolvía poco a poco en la uniforme lobreguez de la noche. Al fin cuando miró atrás por última vez, sólo percibió una oscuridad homogénea y sólida como un muro.

Entonces experimentó él también aquel sentimiento de soledad que había agobiado a Decoud después de zarpar la gabarra y alejarse de la orilla. Pero mientras el solitario de la isla se sentía oprimido por una extraña sensación de irrealidad, que se extendía a la tierra misma hollada por sus pies, la atención del capataz de cargadores se concentraba en el problema del mañana. Las facultades de Nostromo, enderezadas a un mismo fin, le permitían atender simultáneamente a manejar el timón, a descubrir la isla Hermosa cercana a su ruta y a conjeturar lo que ocurriría al día siguiente en Sulaco. El día siguiente, o en realidad el mismo día, ya que no tardaría mucho en alborear, Sotillo habría averiguado en qué vagoneta, sacándolo de los sótanos de la Aduana, y trasladarlo al muelle, se había utilizado una cuadrilla de obreros del puerto. Sobrevendrían arrestos, y seguramente antes de mediodía el coronel estaría enterado de cómo había salido de Sulaco la plata, y quién la había llevado.

La primera intención de Nostromo fue navegar en derechura al puerto; pero, al reflexionar en las circunstancias, torció bruscamente el timón poniendo la barca de costado al viento y la detuvo. Su regreso con la misma gabarra despertaría sospechas, engendraría conjeturas, y sin duda alguna pondría a Sotillo en la pista. Se le arrestaría (al capataz), y una vez en el calabozo, no era dable adivinar lo que harían con él para obligarle a declarar. Tenía confianza en sí mismo, pero no quiso seguir adelante sin considerar la situación. Echó una mirada a su alrededor y vio la isla Hermosa, que desplegaba su blanca superficie casi al nivel del agua, lisa como una mesa, orladas sus orillas por la espuma del rumoroso oleaje levantado por la brisa. Había que echar a pique la gabarra sin demora. Contenía ya gran cantidad de agua. Dejó que marchara a la deriva con la vela en facha hacia la entrada del puerto, y soltando la caña del timón, se agachó para aflojar el cierre de la trampa. Abierta ésta la barca se llenaría en breve, y el pequeño lastre de hierro que llevaba, como todas, la arrastraría al fondo. Cuando se enderezó de nuevo, el ruidoso chapoteo de las orillas de la isla Hermosa sonaba lejos, casi imperceptible; y ahora pudo distinguir el perfil de la entrada del puerto. Su proyecto era desesperado; pero él era buen nadador. Una milla no le importaba nada, y conocía un sitio donde era fácil salir a tierra, precisamente al pie de los terraplenes de un viejo fuerte abandonado. Ocurriósele con insistencia obsesionante que el fuerte era un lugar excelente para pasarse el día entero durmiendo, después de las muchas noches en que no había pegado ojo.

Desmontó el timón con un golpe en la palanca, y abrió el boquete dando entrada al agua, pero no se cuidó de arriar vela. No subió a la baranda hasta sentirse medio sumergido; y entonces, de pie junto a la borda e inmóvil, aguardó en camisa y pantalón. Cuando sintió hundirse la barca, se lanzó al mar dando un gran salto.

Inmediatamente volvió la cabeza. La sombría y nebulosa alborada que asomaba por detrás de las montañas le permitió divisar sobre la alisada superficie del agua el ángulo superior de la vela, formando un triángulo mojado de lona, que ondeaba suavemente. Desapareció de pronto como obedeciendo a un golpe brusco, y él nadó con nuevo empuje hacia la playa.

Загрузка...