Tercera Parte El faro

Capítulo Primero

En cuanto la gabarra se alejó del muelle y desapareció en las tinieblas del puerto, los europeos de Sulaco se dispersaron con ánimo de prepararse para el advenimiento del régimen monterista, que se acercaba a la ciudad tanto por la parte de las montañas como por la parte del mar.

La pequeña cooperación material que habían prestado a la carga de la plata fue su última acción común; y ella señaló el término de los tres días de peligro, durante los cuales, al decir de la prensa europea, su denuedo había librado a la ciudad de los bárbaros horrores de las turbas. A la entrada del muelle, el capitán Mitchell les despidió, y se quedó paseando por el entablado de aquél, con ánimo de aguardar el regreso del vapor procedente de Esmeralda. Los ayudantes e ingenieros del ferrocarril reunieron a los obreros vascos e italianos y los condujeron a los cercados de la estación, dejando la Aduana, que tan valerosamente habían defendido el primer día de alboroto, abierta ahora a los cuatro vientos. El personal empleado en los trabajos de la vía se había portado con bravura y lealtad durante los famosos "tres días" de Sulaco. Debióse en gran parte a que se vieron precisados a luchar en defensa propia antes que en la de los intereses materiales, considerados por Carlos Gould como base de regeneración del país. Entre los gritos de las turbas sobresalía de cuando en cuando el de "¡Mueran los extranjeros!" Realmente fue una circunstancia afortunada para Sulaco que los obreros importados y el pueblo de la ciudad se miraran con malos ojos desde el principio.

El doctor Monygham salió a la puerta de la cocina de la casa Viola y presenció la retirada de los defensores de la Aduana, indicando el término de la intervención extranjera: el ejército del progreso material dejaba libre el campo a los revolucionarios de Costaguana.

La antorchas de algarrobo, llevadas a los flancos del nutrido grupo de ferroviarios, difundían por las inmediaciones un penetrante aroma. Su luz reflejándose en todo el frontis de la casa hacía resaltar a lo largo del muro de un extremo a otro la inscripción en grandes letras negras: "Albergo d'Italia Una;" y el vivo y repentino resplandor dio de lleno a Monygham deslumbrándole. Varios jóvenes, en su mayoría rubios y altos, que capitaneaban la tropa de operarios morenos y bronceados, con los rifles al hombro formando un bosque de brillantes cañones inclinados en la misma dirección, saludaron al doctor con una inclinación familiar. Era persona muy conocida. Algunos se preguntaron qué estaría haciendo allí; pero prosiguieron la marcha al lado de sus hombres por la línea de rieles.

– ¿Retira usted sus trabajadores del puerto, en? -interrogó el doctor, hablando al ingeniero jefe de la vía, que acompañaba a Carlos Gould en su regreso a la ciudad, caminando al lado del caballo con la mano puesta sobre el arzón de la silla.

Ambos se habían detenido junto a la puerta donde estaba el doctor, para dejar que los obreros atravesaran el camino.

– Sí, doctor, sí, cuanto antes. Nosotros no somos una facción política -respondió el otro recalcando la última frase. -No queremos dar a los nuevos gobernantes ocasión para perseguir nuestro proyecto. ¿Aprueba usted mi determinación, Gould?

– En absoluto -contestó el interrogado, con acento impasible, desde lo alto de su cabalgadura y fuera del turbio paralelogramo de luz que caía sobre el camino saliendo de la puerta.

Esperando la llegada de Sotillo por un lado y la de Pedro Montero por otro, lo único que el jefe de ingenieros anhelaba era evitar un choque con cualquiera de ellos. El no veía en Sulaco más que una estación terminal del ferrocarril con talleres y grandes depósitos de material. El ferrocarril había defendido su propiedad contra el populacho, pero políticamente era neutral. El jefe era un hombre valeroso, y abundando en el sentimiento de neutralidad, había llevado proposiciones de tregua a los diputados Fuentes y Camacho, que se habían nombrado a sí mismos directores del partido popular. Todavía silbaban las balas aquí y allá cuando él cruzó la plaza con aquel fin, agitando sobre su cabeza una servilleta blanca, tomada de la mesa del Club Amarillo.

El hombre estaba un tanto orgulloso de su hazaña, y considerando que el doctor, ocupado todo el día con los heridos en el patio de la casa Gould, no había tenido tiempo de recibir noticias, empezó a referirle sucintamente lo ocurrido. Había comunicado a los señores Camacho y Fuentes la información recibida del campo de construcción acerca de Pedro Montero, asegurándoles que de un momento a otro podía llegar a Sulaco. Cuando el primero de dichos diputados enteró del hecho a la multitud gritando desde una ventana, empezó una carrera de gente por el camino del campo hacia Rincón. Los dos jefes del partido popular, después de estrechar efusivamente la mano al ingeniero, montaron a caballo y salieron galopando al encuentro del gran hombre.

– Les ha inducido un poco al error en cuanto al tiempo -confesó el ingeniero. -Por aprisa que venga, difícilmente llegará aquí hasta entrada ya la mañana. Pero conseguí mi objeto, que era obtener varias horas de paz para el partido derrotado. Además, no les dije nada de Sotillo, temiendo que se empeñaran en repetir su intentona de apoderarse del puerto, bien para impedirle desembarcar, bien para recibirle como amigo… o para cualquier otra cosa. Estaba allí la plata de Gould, que sirve de sostén a nuestras últimas esperanzas. También había que pensar en la huida de Decoud. Paréceme que el ferrocarril ha trabajado bastante bien por sus amigos sin meterse en un riesgo desesperado. Ahora que los partidos se las compongan como Dios les dé a entender.

– ¡Costaguana para los costaguaneros! -interpuso el doctor Monygham en tono irónico. -¡Excelente país para preparar una gran cosecha de odios, venganzas, asesinatos y rapiñas! ¡Y excelentes sujetos los hijos de este país!

– Bien, yo soy uno de ellos -replicó Carlos Gould tranquilamente-, y por ahora necesito seguir mi camino para ver la cosecha de contratiempos que me toca. ¿Ha partido mi mujer con el carruaje para la ciudad, doctor?

– Sí. Todo estaba en paz por esta parte. Su señora de usted se llevó consigo a las dos niñas.

Carlos prosiguió su ruta, y el ingeniero en jefe entró en la casa detrás del médico.

– Ese hombre es la calma personificada -dijo en son de elogio, dejándose caer sobre un banco y estirando sus bien formadas piernas, envueltas en medias de ciclista, hasta tocar casi la entrada de la casa. -Por lo visto está absolutamente seguro de sí mismo.

– Si en eso consiste su seguridad, entonces no está seguro de nada -afirmó el doctor, que había vuelto a sentarse en el extremo de la mesa con las piernas colgando. Hablaba atusándose la cara con la palma de una mano, mientras con la otra sostenía el codo. -Es lo último de que se puede estar seguro.

La vela, medio consumida y ardiendo turbia con un excesivo pabilo, iluminaba el rostro inclinado de Monygham, cuya expresión, desfigurada por las cicatrices de las mejillas, presentaba cierto tinte extraño, cierta amargura compungida y extremosa. Parecía estar meditando en cosas siniestras. El ingeniero en jefe se le quedó mirando por algún tiempo, antes de protestar.

– Realmente no soy de su opinión, doctor. A mi juicio, para Gould no puede haber otra seguridad que la dimanada de la confianza en su carácter y en sus medios. Con todo eso…

Aunque era persona prudente, no acertó a disimular el desdén que le merecía la especie de paradoja del doctor; a ello contribuía que éste no era bien visto de los europeos de Sulaco. Su notorio aspecto de perdulario, de que hacía alarde aun en el salón de la casa Gould, daba lugar a murmuraciones desfavorables. Nadie ponía en tela de juicio su ciencia e ilustración; y como, además de no tener pelo de tonto, llevaba veinte años en el país, el pesimismo de sus apreciaciones merecía alguna atención. Pero, instintivamente, los que le oían, atendiendo a la defensa de proyectos y esperanzas acariciadas, lo achacaban a secreta anormalidad de su temperamento. Sabíase que, muchos años antes, cuando aún era joven, había sido nombrado por Guzmán Bento primer médico del ejército. Ninguno de los europeos, de servicio a la sazón en Costaguana, había gozado de tanto favor y confianza cerca del terrible dictador.

Posteriormente su historia no aparecía tan clara, perdiéndose en innumerables cuentos de conspiraciones y complots contra el tirano, como se pierde una corriente en la aridez de un terreno arenoso, antes de volver a brotar, mermada y turbia quizá, en otra parte. El doctor no se recataba de referir que había vivido durante años en las regiones más salvajes de la República, vagando con tribus de indios casi ignorados en los grandes bosques del lejano interior, donde tienen su nacimiento los grandes ríos. Pero tan extraña correría careció de fin determinado: no había escrito nada, ni coleccionado nada, ni aportado nada a la ciencia sacándolo del misterio de las selvas, cuya penumbra parecía envolver su averiada persona al merodear por los alrededores de Sulaco. Allí había ido a parar casualmente para vagar sin rumbo por la costa.

Era también público que había padecido extrema pobreza hasta que llegaron los Goulds de Europa. Estos protegieron al médico inglés chiflado, cuando vieron que, a pesar de su salvaje independencia, podía ser amansado tratándole con bondad. Tal vez fuera el hambre la que llegó a suavizar la fiera aspereza de su carácter. En lo pasado había tenido trato con el padre de Carlos en Santa Marta; y, al presente, cualesquiera que fueran los puntos oscuros de su historia, como médico de la mina de Santo Tomé gozaba de una posición respetada. Se le consideraba, pero no se le aceptaba sin recelo. Sus ofensivas rarezas y cínico desprecio del linaje humano sugerían a espíritus propensos a juicios temerarios la sospecha de que tales desplantes eran el desahogo de una conciencia criminal. Además, desde que se convirtió en persona de algún viso, corrieron hablillas de que, años atrás, cuando cayó en desgracia y fue encarcelado por Guzmán Bento en la época de la llamada Gran Conspiración, había denunciado a varios de sus mejores amigos como comprometidos en la intentona. Nadie dio muestras de creer tales rumores, la historia toda de la supuesta conjura se presentaba irremediablemente embrollada y oscura; y en Costaguana se daba por cierto que no había existido tal complot más que en la enfermiza imaginación del tirano. En tal supuesto no hubo que denunciar nada a nadie; pero, así y todo, fundándose en esa acusación, fueron presos y castigados con pena de muerte los principales ciudadanos de Costaguana. El procedimiento se prolongó por años, diezmando a la clase mejor como una pestilencia. La mera manifestación de sentimiento por la desgracia de los parientes ejecutados había sido causa bastante para condenar a la última pena.

Don José Avellanos era tal vez el único superviviente que conocía la historia entera de esas inauditas crueldades. Él mismo había padecido vejaciones inhumanas, y cualquiera alusión a ellas le hacía estremecerse y mover nerviosamente el brazo en ademán de rechazar su recuerdo. Pero, por una razón u otra, el doctor Monygham, a pesar de ser un personaje en la administración de la mina de Santo Tomé, tratado con temor reverente por los obreros y tolerado en sus extravagancias por la señora de Gould, permanecía aislado de la buena sociedad.

No era el gusto de saludarle el que había movido al ingeniero en jefe a detenerse en la posada del llano. Prefería al viejo Viola. El objeto de aquél era echar un vistazo al "Albergo d’ltalia Una", considerándolo como una dependencia del ferrocarril. Allí se aposentaban muchos de sus subordinados; y, por otra parte, la protección dispensada por la señora de Gould a la familia confería al hotel una distinción especial. El ingeniero jefe, que tenía a sus órdenes un ejército de trabajadores, estimaba en mucho la influencia del viejo garibaldino sobre sus paisanos. El austero republicanismo de Viola, a la antigua usanza, se inspiraba en un severo ideal ordenancista de lealtad y cumplimiento del deber, como si el mundo fuera un campo de batalla en que los hombres tenían que pelear en defensa del amor y fraternidad universal, en vez de hacerlo por una parte mayor o menor del botín.

– ¡Pobre viejo! -dijo después de haber oído el dictamen del doctor sobre el estado de la señora Teresa. -No podrá atender por sí solo al Servicio del hotel. Lo sentiré.

– Arriba está sin un alma que le acompañe -refunfuñó el doctor moviendo su cabezota hacia la estrecha escalera. -Todos se han ido, y la señora de Gould se llevó hace un momento a las niñas. Dentro de poco no podrán vivir con entera seguridad en esta casa. También yo hubiera partido, porque como médico nada tengo que hacer aquí; pero la señora de Gould me rogó que me quedara acompañando al viejo Giorgio, y como no tengo cabalgadura para volver a la mina, donde debería estar, no opuse reparo alguno. En la ciudad por ahora no me necesitan.

– Tengo gran deseo de quedarme con usted, doctor, hasta ver que pasa en el puerto -declaró el ingeniero en jefe. -El pobre viejo no debe ser molestado por la soldadesca de Sotillo, que podría llegar hasta aquí inmediatamente. Sotillo solía tratarme con cordialidad en casa de Gould y en el club. No concibo cómo ha de atreverse a mirar a la cara a ninguno de sus amigos de aquí.

– ¡Claro! E indudablemente empezará fusilando a varios de ellos para contrarrestar el mal efecto de su retraso en unirse a los vencedores -comentó el doctor. -En este país lo mejor que puede hacer un jefe militar, cuando muda de partido, es ejecutar sumariamente a unos cuantos de sus antiguos amigos.

Monygham dijo esto con una firmeza sombría, que no dejaba lugar a protesta. Su interlocutor no intentó negarlo; antes al contrario asintió varias veces con movimientos de cabeza y expresión triste. Luego repuso:

– Me parece que he de poder facilitarle una cabalgadura por la mañana, doctor, porque nuestros peones han recogido algunos de los caballos que se habían escapado. Cabalgando a toda prisa y dando un amplio rodeo por Los Hatos a lo largo de la margen del bosque, sin tocar para nada en Rincón, llegaría usted probablemente al puente de Santo Tomé, libre de todo tropiezo. La mina es ahora, a mi juicio, el lugar más seguro para todos los comprometidos. ¡Ojalá se hallara el ferrocarril en las mismas circunstancias!

– ¿Me cuenta usted a mí entre los comprometidos? -interrogó el doctor con calma, tras un breve silencio.

– "Toda la concesión Gould lo está. No era posible que se mantuviera por siempre al margen de la vida política del país, si es que así pueden llamarse estas convulsiones. La cuestión dudosa es: ¿se puede tocar a la mina? Forzosamente había de llegar un momento en que no hubiera modo de conservar la neutralidad, y Carlos Gould lo comprendió perfectamente. Me figuro que está preparado para toda contingencia por extrema que sea. No se concibe que un hombre de su temple haya pensado en permanecer indefinidamente a merced de la ignorancia y de la corrupción. Tanto valdría estar prisionero en una caverna de bandidos con el precio de rescate en el bolsillo y comprando la vida día por día. Repare usted, doctor, que me refiero a la seguridad, no a la libertad.

"Hablo con conocimiento de causa, y la comparación que le ha hecho a usted encogerse de hombros es del todo exacta, en especial si se imagina usted al prisionero con medios de llenarse el bolsillo, tan inaccesibles a sus carceleros como si el dinero hubiera de venir de otro planeta.

"Usted habrá comprendido, doctor, tan bien como yo, que la situación de Carlos es la de la gallina que ponía huevos de oro. Yo se lo hice notar así desde que sir John hizo su visita al país. El prisionero de bandidos ignorantes y codiciosos se halla siempre a merced del primer rufián que, en un arrebato de ira o con la esperanza de un gran lucro inmediato, puede levantarte la tapa de los sesos. No en vano la experiencia de siglos nos cuenta la historia de la gallina sacrificada estúpidamente para tener de una vez todos los huevos de oro. Es una historia que no envejece nunca.

"Por eso Carlos Gould, con su taciturnidad y su firmeza características, ha apoyado el mando riverista, primer acto público que le prometía seguridad sobre bases distintas de la venalidad. El riverismo ha fracasado, como fracasa en este país todo lo que tiene visos de racional. Pero Gould es consecuente al querer salvar la gran reserva de plata. El plan de Decoud relativo a una contrarrevolución será o no practicable; podrá tener o no probabilidades de éxito; pero a pesar de los muchos años que llevo en este continente revolucionario, no acabo de tomar en serio tales procedimientos.

"Decoud nos leyó el borrador de una proclama, y nos expuso con elocuencia su plan de acción. Produjo argumentos que nos habrían parecido bastante sólidos si, en nuestra condición de ciudadanos pertenecientes a organizaciones políticas estables, no halláramos poco fundada y hasta un tanto absurda la constitución de un nuevo Estado, salida del cerebro de un joven escéptico, que se salva huyendo, para ponerse con una proclama en el bolsillo bajo la protección de un grotesco mestizo fanfarrón, a quien se llama general en esta parte del mundo. Parece un ridículo cuento fantástico… y con todo eso, ¿quién sabe? Es una idea descabellada que pudiera triunfar, porque se amolda al verdadero espíritu del país."

– De manera que, según ha dicho usted antes, han puesto en salvo la plata llevándosela fuera? -preguntó el doctor pensativo.

El ingeniero sacó el reloj y dijo:

– Según calcula el capitán Mitchell -y dice saberlo bien-, ha transcurrido tiempo suficiente para que esté ya ahora a tres o cuatro millas fuera del puerto. El hombre cree que así suceda, porque, a su juicio, Nostromo es un marino capaz, como nadie, de tal empresa.

El doctor refunfuñó con tal violencia, que el otro mudó de tono.

– ¿Le parece a usted desacertada esa determinación, doctor? Pero ¿por qué? Carlos Gould tenía que jugar su partido hasta el fin, aunque no es hombre que se explique a sí propio los móviles de sus actos, cuanto menos a otros. Tal vez el peculiar comportamiento que ha observado desde el principio en el asunto de la mina le haya sido sugerido en parte por Holroyd, pero además está muy en consonancia con su carácter, y por eso ha salido tan airoso en el difícil empeño de reorganizar y poner en marcha la explotación de la mina. ¿No han llegado a llamarle "El Rey de Sulaco" en Santa Marta? Hay sobriquetes que significan la consecución de un triunfo. Eso es lo que yo llamo disfrazar con una broma el reconocimiento de una verdad. Amigo mío, cuando llegué por vez primera a Santa Marta, una de las cosas que me sorprendieron fue el ver como todos los periodistas, demagogos, diputados y todos los generales y jueces doblaban el espinazo ante un abogado de ojos dormilones y sin clientela, sencillamente porque era el representante de la Concesión Gould. A sir John también le impresionó el hecho cuando estuvo aquí.

– Estoy pensando en ese proyecto del nuevo Estado con ese rechoncho dandy de Decoud por primer Presidente -musitó Monygham, atusándote la cara y balanceando sin cesar las piernas.

– Y ¿por qué no, a fe mía? -replicó el primer ingeniero con acento de sinceridad y confianza súbitas, como si una secreta virtud del aire de Costaguana le hubiera inoculado la fe del país en los "pronunciamientos".

Y a continuación empezó a hablar, como cualquier revolucionario experto, del valioso instrumento disponible que para tal fin constituía el intacto ejército de Cayta. En pocos días podía traérsele a Sulaco, sólo conque Decoud lograse abrirse camino sin demora a lo largo de la costa. Porque el jefe militar allí era Barrios, que de Montero, su rival y enemigo acérrimo, únicamente podía esperar el fusilamiento. Por tanto cabía contar como cosa segura con el concurso del general. En cuanto a su ejército, sabía bien que ninguno de los dos Monteros le ofrecería un mes de paga. Atendiendo a esta circunstancia, la posesión del tesoro de plata ejercería una influencia enorme. La mera noticia de no haber caído en poder de los monteristas sería un poderoso estímulo para que las tropas de Cayta abrazaran la causa del nuevo Estado.

El doctor se volvió y miró de hito en hito por algún tiempo a su compañero.

– Ese Decoud, por lo que veo, es un joven embaucador de persuasiva elocuencia -comentó al fin. -Y, dígame usted, ¿es esa la causa de que Carlos Gould haya dejado salir al mar el tesoro entero de lingotes a cargo del tal Nostromo?

– "Carlos Gould -replicó el ingeniero en jefe- no ha dicho nada de sus intenciones. Como usted sabe, no habla nunca de sus planes. Pero todos sabemos que su única aspiración es la salvación de la mina de Santo Tomé y el mantenimiento de la Concesión Gould dentro del espíritu de su contrato con el gran financiero de California. Holroyd es también un hombre nada vulgar. Cada uno de ellos comprende los móviles de orden espiritual en que se inspira el otro. A pesar de que Carlos sólo tiene treinta años y Holroyd cerca de sesenta, se entienden admirablemente. Ser millonario y un millonario como Holroyd equivale a ser eternamente joven. La juventud es audaz porque se imagina disponer de un tiempo ilimitado; pero también un millonario tiene en su mano medios ilimitados -lo que es mejor. La duración de la vida es una cantidad incierta, y en cambio no hay duda alguna del enorme poder de los millones.

"La introducción en este continente de una forma pura de cristianismo, especie de religión puritana, es un sueño propio de un joven visionario, y ya he intentado explicarle a usted que Holroyd a los cincuenta y ocho años se halla en las condiciones de un hombre en la flor de la edad, y aun mejor. No es un misionero, pero la mina de Santo Tomé, convertida en centro propangandista de intereses materiales, llegaría a ser en sus cálculos, una secreta misión de gran eficacia. Todo esto parece absurdo, pero le aseguro a usted que no acertó a prescindir de ese extraño proyecto en la conferencia puramente práctica sobre los negocios de Costaguana, sostenida con sir John hace un par de años. A fe mía, doctor, las cosas no parecen tener un valor por lo que son en sí mismas; y empiezo a creer que su única y verdadera importancia radica en el valor espiritual que cada uno descubre en ellas, según la forma peculiar de su actividad."

– ¡Bah! -interrumpió el doctor sin cesar un instante en el ocioso balanceo de sus piernas-. Complacencias de amor propio. Alimento para la vanidad que gobierna el mundo. Entretanto, ¿cuál cree usted que va a ser la suerte del tesoro que navega por el golfo con el gran capataz y el gran político?

– ¿Se inquieta usted por ello, doctor?

– ¡Inquietarme yo! A mí ¿qué diablos me importa? Yo no atribuyo valor espiritual ni a mis deseos, ni a mis opiniones, ni a mis ideas. Carecen de trascendencia para sugerir delectaciones de amor propio. Vea usted, por ejemplo: me habría gustado dulcificar los últimos momentos de esa pobre mujer. Y no puedo. Es imposible. ¿Se ha encontrado usted con lo imposible cara a cara? ¿O es que usted, el Napoleón de los ferrocarriles, no tiene esa palabra en el diccionario?

– ¿De manera que la cree usted condenada a padecer mucho? -inquirió el ingeniero con acento compasivo.

Lentos y pesados pasos cruzaron por encima del techo de tabla, sostenido por fuertes vigas de madera dura. Después, por la mezquina abertura de la escalera, abierta en el espesor del muro, bastante estrecha para ser defendida por un hombre contra veinte enemigos, salió un murmullo de dos voces, una débil e interrumpida, y otra profunda y blanda que contestaba, cubriendo con su timbre mas grave el primer sonido.

Los dos hombres permanecieron quietos y mudos hasta que cesaron los murmullos, y entonces el doctor se encogió de hombros y musitó:

– Sí, tendrá una agonía penosa. Yo no podría hacer nada, aunque estuviera allí.

Siguióse un largo período de silencio arriba y abajo.

– Se me figura -empezó el ingeniero en voz baja- que usted desconfía del capataz del capitán Mitchell.

– ¡Desconfiar yo de él! -murmuró el doctor entre dientes. -Le creo capaz de todo… hasta de la fidelidad más absurda. Soy la última persona con quien habló antes de dejar el muelle, ¿sabe usted? La pobre enferma de allá arriba deseaba verle, y yo le permití que se llegara a ella, A los moribundos no hay que contradecirles, ¿sabe usted? Parecía bastante tranquila y resignada pero el malvado en los diez o doce minutos de la entrevista debió decir o hacer algo que la sumió en la desesperación.

"Las mujeres, ¿sabe usted? -continuó el doctor en tono inseguro-, tienen antojos tan inexplicables en todas las situaciones y épocas de su vida, que a veces he pensado, ¿entiende usted?, si estaría en cierto modo enamorada de él… del capataz. El bribón, a no dudarlo, tiene gancho, y, a no ser así, no se habría conquistado el aprecio de todo el populacho de la ciudad. No, no, yo no me dejo llevar de absurdas sospechas. Acaso haya dado un nombre impropio al vivo interés que por él siente, al aprecio emocional que una mujer propende a manifestar a un hombre. Ella solía hablarme mal de él con frecuencia, lo cual, por supuesto, no está en contradicción con mi idea. De ningún modo. A mí me causaba la impresión de que no dejaba de pensar en él, y sin duda le otorgaba un lugar importante en su vida.

"Los he observado muchas veces, ¿sabe usted? Siempre que bajaba de la mina, la señora de Gould me encargaba que les echara un vistazo. A ella le gustan los italianos; ha vivido largo tiempo en Italia, según creo, y se encaprichó por el viejo garibaldino. Un tipo bastante notable; carácter austero y soñador que vive en el republicanismo de su juventud, como el pez en el agua. Ese exaltado y chocho aventurero ha fomentado mucho las malhadadas tonterías del capataz."

– ¿A qué tonterías se refiere usted? -replicó el ingeniero jefe. -Yo he tenido siempre al capataz por un muchacho listo y formal, valiente a toda prueba y muy dispuesto. Un hombre capaz en todo momento de prestar cualquier servicio. A sir John, en el viaje que hizo por tierra a Santa Marta, le impresionaron mucho su despejo y destreza. Posteriormente, según habrá usted oído, nos libró de un daño importante, revelando al jefe de policía la presencia en la ciudad de algunos ladrones profesionales, venidos de lejos para descarrilar y robar el tren que conduce las pagas del mes. Además ha organizado con gran perfección el trabajo de carga y descarga en el puerto para la Compañía O.S.N. A pesar de ser extranjero, sabe hacerse obedecer. Verdad es que los cargadores son también extranjeros aquí, inmigrantes, o, como dicen, isleños en su mayor parte.

– En ese ascendiente tiene toda su fortuna -musitó el doctor con acrimonia.

– El hombre ha demostrado cumplidamente su fidelidad en innumerables ocasiones y en todas las formas -arguyó el ingeniero. – Cuando se ofreció la cuestión del traslado de la plata, el capitán Mitchell sostuvo con calor su opinión de que Nostromo era el único a propósito para el empeño. Como marinero, desde luego lo doy por supuesto. Pero como hombre, ¿sabe usted?, Gould, Decoud y mi persona creímos que podría valer otro cualquiera. Un barquero hubiera servido igualmente para el caso. Porque, reflexione usted, ¿qué habría de hacer un ladrón con tan enorme cantidad de lingotes? Si huía con ellos, al fin tendría que desembarcar en alguna parte. Y ¿cómo podría evitar que la gente de la costa se enterara de la clase de carga transportada? Desechamos, por tanto, esa consideración. Además iba también Decoud. Otras veces se habían dado al capataz encargos de mayor compromiso.

– "Pues él miraba el asunto de un modo algo diferente -replicó el doctor. -En esta misma habitación le oí decir que sería la aventura más desesperada de su vida. Hizo una especie de testamento verbal, aquí, en mi presencia, nombrando ejecutor de su última voluntad al viejo Viola; y ¡pardiez!, su fidelidad a ustedes, las honradas personas del ferrocarril y del puerto, ¿sabe usted?, no le ha sacado de su pobreza. Supongo que obtendrá alguna compensación… ¿cómo lo dice usted?… algún valor espiritual por sus trabajos, pues en caso contrario, no comprendo por qué ha de serle fiel a usted, ni a Gould, ni a Mitchell ni a nadie.

"Conoce bien el país. Sabe, por ejemplo, que Camacho, el diputado por Javira, no ha sido más que un tramposo de lo más vulgar, un tenderillo ambulante del Campo, hasta que logró obtener de Anzani géneros fiados para abrir un comercio en el interior y hacerse votar por los mozos borrachos de las estancias y los rancheros más pobres, que le debían algo. Y Camacho, que mañana será probablemente uno de nuestros ministros, pertenece también a la clase de los extranjeros -de los isleños. Pudo haber sido un cargador en el muelle de la O.S.N., a no tropezarse con el inconveniente de su mala fama, pues, según está dispuesto a jurarlo el posadero de Rincón, había asesinado en los bosques a un vendedor ambulante para robarle su pacotilla y empezar a vivir. ¿Cree usted que Camacho entonces hubiera llegado a ser un héroe ante la democracia de este país como nuestro capataz? Evidentemente no. Está muy lejos de valer la mitad que él. Decididamente creo que Nostromo es un tonto."

La charla acre de Monygham le desagradaba al constructor de ferrocarriles.

No creo posible que nos pongamos de acuerdo en esta discusión -repuso filosóficamente. -Cada hombre tiene sus dotes. Había usted de haber oído a Camacho arengar desde una casa a sus partidarios que estabas en la calle. Posee una voz de trueno, y vociferaba como loco, levantando el puño cerrado por encima de su cabeza y echando adelante la mitad del cuerpo, como si fuera a tirarse por la ventana. Y a cada pausa, la turba aullaba " ¡Abajo los oligarcas!, ¡Viva la libertad!" Fuentes, que estaba dentro, tenía una cara que daba lástima. Como usted no ignora, es el hermano de Jorge Fuentes, que años atrás desempeñó la cartera de ministro del Interior unos seis meses. Por supuesto, no tiene conciencia, pero es un hombre instruido y de buena familia; en cierta época estuvo al frente de la aduana de Cayta. El bruto y estúpido Camacho le obligó a unirse con él y con la gentuza que acaudilla, toda de la peor ralea. El temor enfermizo que le inspiraba ese bandido era el espectáculo más cómico que cabe imaginar.

Se levantó y fue a la puerta para echar una mirada al puerto.

– Todo tranquilo -dijo. -Me ocurre la duda de si realmente Sotillo tendrá intención de volver aquí.

Capítulo II

El capitán Mitchell, que paseaba por el muelle, se hacía la misma pregunta. Había un punto oscuro respecto de la venida de Sotillo y era si el aviso del telegrafista de Esmeralda -despacho fragmentario e interrumpido- habría sido bien interpretado. Sin embargo, el bueno del administrador del puerto había resuelto no irse a dormir hasta el amanecer, dado que lo hiciera. Imaginábase haber hecho un favor enorme a Carlos Gould. Al pensar en la plata salvada, se frotaba las manos de gusto. En su genuina sencillez se enorgullecía de haber cooperado a tan prudente determinación. Él era quien le había dado forma práctica, sugiriendo la posibilidad de que la gabarra abordara en el mar el vapor destinado a California. A la vez era ventajoso para la Compañía, que habría perdido un flete valioso si el tesoro hubiera quedado en tierra para ser confiscado. A todo esto se agregaba el placer de burlar los planes de los monteristas. Autoritario por temperamento y con larga costumbre de mandar, el capitán Mitchell no era demócrata, llegando a este particular al extremo de manifestar de ordinario gran desdén al parlamentarismo.

– Su excelencia don Vicente Rivera -solía decir-, a quien yo y mi capataz Nostromo tuvimos el honor y el placer, señor, de salvar de una muerte cruel, guardaba excesivas consideraciones a su congreso de diputados. Era una equivocación, señor, una evidente equivocación.

El veterano y honradote marino, puesto al frente de los servicios de la Compañía O.S.N. en el puerto, se figuraba que los acontecimientos de los últimos tres días habían agotado las posibles anormalidades y sorpresas emocionantes de la vida política de Costaguana. Más tarde confesaba a menudo que los sucesos posteriores superaron a cuanto pudo imaginar. En primer lugar Sulaco (a causa de la incautación de los cables y la desorganización del servicio en los vapores) permaneció durante quince días aislada del resto del mundo, como una ciudad sitiada.

– No se hubiera creído posible, pero así fue, señor. Una quincena entera.

El relato de los hechos extraordinarios ocurridos en ese tiempo y de las fuertes emociones experimentadas impresionaba de una manera cómica por los términos aparatosos con que los refería. Comenzaba siempre asegurando a su oyente que él se había hallado "en el centro de los disturbios desde el principio al fin." Después seguía describiendo la salida de la plata y su natural temor de que "su hombre", encargado de la gabarra, cometiera alguna torpeza. Además de la pérdida de tanto metal precioso, la vida del señor Martín Decoud, joven simpático, rico e ilustrado, correría grave peligro al caer en poder de sus enemigos políticos. Declaraba también que, mientras ejercía su solitaria vigilancia en el muelle, había sentido cierta intranquilidad por la suerte futura de todo el país.

– "Sentimiento, señor -explicaba-, perfectamente comprensible en un hombre que está con razón agradecido a las muchas bondades recibidas de las mejores familias pertenecientes a la clase comercial y pudiente de la ciudad. Apenas salvadas por nosotros de los excesos de las turbas, me parecieron destinadas a ser presa, en su persona y bienes, de la soldadesca indígena que, según es sabido, trata con inhumana barbarie a la población civil durante las conmociones interiores.

"Y luego, señor, tenía que mirar por los Goulds, marido y mujer, a quienes no puedo menos de estimar con el más caluroso afecto, sobradamente merecido por su hospitalidad y finezas. Además temía los peligros de los señores del Club Amarillo, que me habían nombrado miembro honorario y tratado con indeficiente atención y cortesía, ya como agente consular, ya como superintendente de un importante servicio de vapores. La señorita Antonia Avellanos, la joven más hermosa y cabal de cuantas me ha cabido la suerte de conocer, ocupaba no poco mi solicitud, lo confieso.

"Fuera de eso necesitaba no perder de vista la probable influencia que había de ejercer en los intereses de mi Compañía el inminente cambio de funcionarios. En suma, señor, me sentía en extremo inquieto y fatigadísimo, como puede usted suponer, a causa de los emocionantes y memorables sucesos en que tuve mi pequeña parte. El edificio de la Compañía, donde me alojo, distaba sólo un paseo de cinco minutos, y me sentía solicitado por el deseo de cenar y de mi hamaca (duermo siempre con ella por exigirlo el clima); pero, sin saber cómo, señor, a pesar de no poder hacer nada por nadie con aguardar allí, no acertaba a retirarme del muelle, donde la fatiga me hacía vacilar a veces penosamente. La noche era en extremo oscura -la más oscura que recuerdo de mi vida-; y así empecé a pensar en la imposibilidad de que apareciera en el puerto el transporte de Esmeralda antes de amanecer por la dificultad de cruzar el golfo. Los mosquitos picaban horriblemente: estábamos infestados de ellos, señor, antes de haber hecho las obras de reforma y saneamiento; y la especie de tales insectos que pululaba en el puerto tenía fama de ser la más insoportable. Formaban una nube alrededor de mi cabeza, y sin duda sus asaltos me impidieron caerme de sueño mientras iba y venía recorriendo la extensión del muelle. Fumé cigarro tras cigarro, más para librarme de parecer acribillado que por afición al tabaco.

"Después, señor, cuando quizá por vigésima vez acercaba mi reloj a la luz del extremo con ánimo de ver la hora, observando con sorpresa que faltaban diez minutos para media noche, oí el chapoteo de la hélice de un vapor -ruido inconfundible para el oído de un marino en una noche tan serena. Realmente era débil, porque avanzaban con cautela y extrema lentitud, así por causa de la oscuridad, como por el deseo de no revelar su presencia; esto último sin motivo, porque creo verdaderamente que no había nadie más que yo en los alrededores. Hasta el personal ordinario de serenos y otros vigilantes llevaban varias noches ausentes con motivo de los disturbios. Me quedé quieto, después de dejar caer mi cigarro y ponerle el pie encima -diligencia muy del gusto de los mosquitos, a lo que creo, juzgando por el estado de mi cara a la mañana siguiente.

"Pero eso fue una molestia despreciable en comparación con los brutales tratamientos de que fui víctima por parte de Sotillo. Algo del todo inconcebible, señor, más en armonía con los procedimientos de un maniático que con el comportamiento de un hombre cuerdo, aun suponiéndole despojado de todo sentimiento de honor y decencia. Pero a Sotillo le tenía furioso el fracaso de sus proyectos de robo."

En esto el capitán Mitchell decía la verdad. Sotillo estaba, en efecto, loco de rabia. El capitán Mitchell, sin embargo de eso, no fue arrestado en el primer momento; una viva curiosidad le indujo a permanecer en el muelle (que tiene de largo unos cuatrocientos pies) para ver, o mejor dicho, oír las operaciones todas del desembarco. Oculto por la vagoneta usada para el transporte de la plata, y que había sido rodada nuevamente desde el embarcadero hasta el principio del muelle en tierra, vio pasar de cerca el pequeño destacamento enviado delante a explorar el terreno, el cual se dispersó en varias direcciones por el llano.

Entretanto las tropas bajaron a tierra y se formaron en columna, cuya cabeza avanzó poco a poco ocupando casi la anchura toda del muelle hasta llegar a pocos metros del señor Mitchell. Entonces cesó el sordo ruido de choques metálicos, patuleo y rumores, quedando la formada tropa inmóvil y callada por cerca de una hora, aguardando la vuelta de los que habían salido destacados a explorar. En tierra sólo se oían los broncos ladridos de los mastines de la estación, contestados por los más débiles de los gozques que merodean en gran número por los arrabales de la ciudad. Un grupo de formas sombrías se destacaba enfrente de la cabeza de la columna.

Poco después el piquete, apostado a la entrada del muelle, empezó a dar el alto a media voz a las siluetas aisladas que se acercaban por la parte del llano. Estos mensajeros, despachados por las patrullas de avanzada, contestaban breves palabras a sus camaradas, y seguían su camino rápidamente, perdiéndose en la gran masa inmóvil para comunicar sus informes al estado mayor. El señor Mitchell comenzaba a percatarse de que su situación se estaba haciendo desagradable y tal vez peligrosa, cuando de pronto sonó una voz de mando en el extremo del muelle, seguida de un toque de trompeta, y a continuación se produjo un ruido de pisadas, roces acerados y murmullos, que se propagó a lo largo de la columna. A corta distancia ordenó una voz en tono brusco: "¡Quitar del paso esa vagoneta!" Al oír las pisadas de pies desnudos que se lanzaron a ejecutar lo mandado, el capitán Mitchell retrocedió un paso o dos; el vehículo, empujado por muchas manos, se alejó de él a lo largo de los rieles, y antes que tuviera tiempo de advertir lo ocurrido, se vio rodeado y asido de los brazos y el cuello de la chaqueta.

– Hemos cogido a un hombre escondido aquí, mi teniente -gritó uno de los soldados.

– Tenedle a un lado hasta que llegue la retaguardia -respondió la voz.

La columna entera pasó rápidamente junto al capitán Mitchell, y el estruendoso patuleo en las tablas del muelle se extinguía súbitamente en el suelo blando del puerto. Los soldados sujetaban con fuerza al prisionero, sin atender a su declaración de que era inglés ni a su petición de ser llevado en presencia del jefe. Al fin guardó silencio con aire resignado y digno. Entonces pasaron rodando estrepitosamente por el entablado piso dos cañones de campaña, arrastrados a fuerza de brazos, y a continuación, tras un piquete de soldados, que formaban escolta, siguieron cuatro o cinco figuras con un tintineo de vainas de acero. Cuando hubieron pasado, sintió un tirón en los brazos y la orden de marchar. En el trayecto del muelle a la Aduana el capitán Mitchell hubo de padecer algunos ultrajes por parte de los soldados, tales como empujones, cachetes en el pestorejo y algún culatazo en los riñones. El avance precipitado a que le obligaban no se avenía bien con su idea de la dignidad personal; se sintió abatido, avergonzado, impotente. Le pareció que aquello era el fin del mundo.

El largo edificio quedó rodeado de tropas, que habían empezado a colocar las armas en pabellones por compañías y se disponían a pasar la noche tendidas en el suelo con los ponchos puestos y las mochilas por almohadas. Los cabos se movían con linternas oscilantes, poniendo centinelas todo alrededor de los muros donde hubiera una puerta o abertura cualquiera. Sotillo no descuidaba ninguna precaución para proteger el edificio, como si realmente contuviera el tesoro. El ansia de labrar su fortuna con un atrevido golpe de ingenio absorbía todas sus facultades discursivas. Se resistía a creer en la posibilidad de un fracaso; la sola idea de tal contingencia le producía vértigos de rabia, y cualesquiera circunstancias que la sugirieran le parecían irreales y absurdas. De ningún modo cabía admitir las afirmaciones de Hirsch, tan fatales para sus esperanzas. Verdad es que el náufrago había contado su historia con tal incoherencia y tales señales de aturdimiento, que realmente parecía improbable. Era muy difícil atar cabos en el relato de Hirsh. Inmediatamente de haberle halado al puente del vapor, Sotillo y sus oficiales, impacientes y excitados, no dieron al infeliz tiempo para serenarse y ordenar sus ideas. Necesitaba ser tranquilizado, reanimado, confortado; y en lugar de esto le trataron con rudeza, dándole puñadas y empellones y dirigiéndole amenazas. Las violentas sacudidas del náufrago, sus contorsiones, intentos de ponerse de rodillas, seguidos de grandes esfuerzos para huir, como si pensara arrojarse al punto por la borda; sus gritos y convulsiones y miradas de terror loco habían causado asombro en el primer momento, y después duda de su sinceridad, inclinados como son los hombres a suponer fingimiento en todas las demostraciones pasionales extemosas. Como si esto fuera poco, habló en un español tan mezclado de alemán, que no se podía entender la mitad de lo que decía. Procuró desagraviar a los oficiales llamándolos hochwohlgeboren herren (nobles señores), expresión que sonaba a un grosero insulto. Cuando le intimaron seriamente que se dejara de bromas y farsas, repitió sus ruegos y protestas de lealtad e inocencia volviendo a expresarse en alemán, con especial tozudez por no echar de ver el idioma que usaba. No cabía duda de que era el traficante en pieles de Esmeralda; pero esto no aclaraba el asunto. Además confundió el nombre de Decoud con el de otras personas que había visto en casa de los Gould, como si quisiera dar a entender que todos habían estado en la gabarra; de suerte que Sotillo llegó a creer por un momento haber echado al fondo del mar a todos los principales riveristas de Sulaco.

La evidente improbabilidad de este hecho hacía dudar de todo lo demás. O Hirsch estaba loco, o representaba una comedia fingiéndose trastornado por el miedo para ocultar la verdad. La codicia de Sotillo, elevado al grado máximo por la perspectiva de un inmenso botín, rechazaba aun el mero supuesto de verse defraudada. Pudiera ser que este judío estuviera aterrorizado por el accidente del naufragio, pero sin duda sabía donde se ocultaba el tesoro, y, con la astucia propia de su raza, había inventado aquel cuento para despistar a Sotillo.

El coronel había establecido su alojamiento en una vasta habitación del primer piso con gruesas vigas ennegrecidas, sin cielo raso, en la que la vista se perdía en la oscuridad bajo la arista interior del caballete del tejado. En una larga mesa podía verse un enorme tintero con varios portaplumas rotos, y dos grandes cajas de madera con enormes cantidades de arena. Hojas de papel oficial, basto, de color gris, aparecían esparcidas por el suelo. Presentaba indicios de haber sido el despacho de un oficial superior de aduanas, porque detrás de la mesa se erguía una gran poltrona de cuero, y repartidos en diversos lugares se veían otros asientos de alto respaldo. Un par de bujías sostenidas por altos candeleros de hierro brillaban con luz turbia y rojiza. Entre ellas descansaban el sombrero, la espada y el revólver del coronel; y dos oficiales de su especial intimidad se apoyaban sobre la mesa con expresión tétrica.

Sotillo se dejó caer en el sillón de brazos; y un negro alto y fornido, con galones de sargento en las mangas rotas de la chaqueta, se arrodilló delante de él para quitarle las botas. Los bigotes de ébano del coronel resaltaban violentamente sobre la lividez mate de su rostro. Un tinte sombrío velaba el brillo de los ojos, que parecían hundidos en el fondo de las cuencas. Tenía aspecto de hallarse agotado por sus perplejidades y abatido por el desencanto. Pero cuando un centinela que daba guardia en el descansillo asomó la cabeza para anunciar la llegada de un prisionero, se reanimó al instante.

– ¡Traédmele aquí!- vociferó con imperio.

Abrióse la puerta, y el capitán Mitchell, sin sombrero, con el chaleco desabrochado y el nudo de la corbata en una oreja, fue introducido a empujones en la habitación.

Sotillo le reconoció a la primera ojeada. No hubiera podido desear una captura más preciosa; allí tenía a un hombre que estaba en condiciones de informarle, si quería, sobre lo que necesitaba saber; e inmediatamente se le presentó el problema de cuál sería el mejor modo de hacerle hablar. La idea de provocar las reclamaciones de una nación extranjera no inspiraba ningún temor al coronel. Todo el poder de las marinas y ejércitos de Europa sería incapaz de proteger al capitán Mitchell contra los insultos y malos tratamientos. Pero, considerando que tenía delante a un inglés, y que, como tal, se pondría terco e indócil, sometiéndole a rudas vejaciones, desarrugó el ceño y exclamó con fingida contrariedad:

– ¡Cómo! ¡El excelente señor Mitchell!

La indignación aparente con que avanzó rápido hacia el prisionero y el enojo con que simuló ordenar: "¡Soltad inmediatamente a este caballero!" fueron de tal eficacia, que los soldados, temerosos, se retiraron sobresaltados, dejando libre al capitán Mitchell. Este, al quedar privado súbitamente del apoyo de sus guardianes, vaciló como para caer en tierra. Sotillo le tomó familiarmente del brazo, le condujo a una silla, y agitando la mano ordenó autoritariamente:

– ¡Retírense ustedes todos!

Cuando quedaron solos, el coronel permaneció de pie con los ojos bajos, irresoluto y silencioso, aguardando que el capitán Mitchell recobrara el habla.

Ante él y en su mano tenía Sotillo a uno de los hombres que habían intervenido en el traslado de la plata. El temperamento peculiar del coronel le sugería un vivo deseo de abofetear al supuesto cooperador de su fracaso; así como, cuando tropezaba con dificultades para obtener del desconfiado Anzani algún préstamo, sentía en sus dedos comezón de agarrar al tendero por el gaznate y estrangularle. En cuanto al capitán Mitchell, aquel contratiempo tan repentino, inesperado e inconcebible, le tenía enteramente trastornado. Además el hombre estaba físicamente sin aliento.

– Desde el muelle aquí me han hecho caer en tierra tres veces -dijo al fin acezando. -Alguno tiene que pagar este atropello.

Realmente le habían derribado con frecuencia, y llevádole a rastras un trecho antes de que pudiera ponerse de pie. Al recobrar el aliento, pareció volverse loco de indignación. Levantóse de pronto con el rostro encendido, el cabello blanco erizado, los ojos brillantes de ira, y sacudiendo con violencia las alas de su desgarrado chaleco ante el desconcertado Sotillo, rugió:

– ¡Vea usted! Esos ladrones con uniforme, que tiene usted abajo, me han robado el reloj.

El viejo marino presentaba un aspecto en extremo amenazador. Sotillo se vio separado de la mesa, donde tenía su sable y revólver.

– Exijo que se me restituya lo que es mío y se me dé una satisfacción -le increpó Mitchell con voz de trueno, enteramente fuera de sí. -¡Y lo exijo de usted! Sí, ¡de usted!

Por breves segundos el coronel permaneció hecho una estatua con rígido semblante; pero, cuando el capitán Mitchell alargó el brazo hacia la mesa, en ademán de arrebatar el revólver, Sotillo con un alarido de espanto se lanzó de un salto a la puerta y salió disparado por ella, cerrándola tras sí. La sorpresa calmó la furia del capitán Mitchell. Por la parte exterior de la puerta cerrada, el coronel dio voces desde el descansillo, a las que siguió un gran patuleo en los escalones de madera.

– ¡Desarmarle! ¡Atarle! -vociferó el jefe.

En el breve tiempo transcurrido hasta que la puerta volvió a abrirse y los soldados se arrojaron sobre Mitchell, éste apenas tuvo tiempo de echar una mirada a las ventanas, obstruidas cada una por tres barras perpendiculares y a una altura de veinte pies sobre el suelo. En un abrir y cerrar los ojos se vio atado al sillón de alto respaldo con una tira de cuero que le daba muchas vueltas, de modo que sólo le quedó libre la cabeza. Hasta entonces Sotillo, que aguardaba apoyado en la jamba de la puerta, visiblemente tembloroso, no se aventuró a entrar. Los soldados recogieron del piso los fusiles, que habían dejado para asir al prisionero, y salieron de la habitación. Los oficiales permanecieron apoyados en sus espadas, contemplando la escena.

– ¡El reloj!, ¡el reloj! -bramó el coronel yendo y viniendo como un tigre en su jaula. -¡Tráiganme ustedes el reloj de ese hombre!

Era cierto que el capitán Mitchell, al sufrir un registro en el patio de la planta baja por si llevaba armas, antes de conducirle a presencia de Sotillo, había sido despojado de su reloj y cadena. Pero, al sonar las voces del coronel, ambos objetos aparecieron sin demora, trayéndolos un cabo en las palmas de las manos juntas. Sotillo los tomó bruscamente y alargó el puño cerrado, de que el reloj pendía, hacia el rostro del capitán Mitchell.

– ¡Y ahora qué, inglés insolente! ¿Se atreve usted a llamar ladrones a los soldados del ejército? Aquí está su reloj.

Blandió el puño en ademán de descargar un golpe en las narices del prisionero. Éste, tan incapaz de defenderse como un niño envuelto en mantillas, fijaba la vista ansiosa en el cronómetro de oro, de sesenta guineas, que, años atrás, le había regalado una compañía de seguros por salvar un barco de quedar totalmente destruido en un incendio. Sotillo pareció echar de ver el valor extraordinario del objeto que tenía en la mano, porque enmudeció de pronto y, llegándose junto a la mesa, empezó a examinarlo con curiosidad a la luz de las bujías. Nunca había visto un ejemplar tan precioso. Sus oficiales le rodearon y alargaron el cuello por encima del hombro del coronel. De tal modo se absorbió en la contemplación del valioso reloj, que por el momento se olvidó de su dueño, para él más valioso aún. Hay siempre algo infantil en la rapacidad de las apasionadas y vivarachas razas del Mediodía, extrañas al brumoso idealismo de los septentrionales, propensos al menor estímulo a soñar con nada menos que apoderarse de la riqueza entera del mundo. Sotillo era aficionado a joyas y chucherías de oro de vistoso aspecto para el adorno de su persona. Al cabo de unos momentos se volvió, y con un gesto de mando hizo que se apartaban sus oficiales. Dejó el reloj en la mesa, y luego lo cubrió negligentemente con su sombrero.

– ¡Ah! -prosiguió, llegándose muy cerca de la silla-. ¿Se atreve usted a llamar ladrones a mis valientes soldados del regimiento de Esmeralda? ¡Usted! ¡Qué impudencia! Ustedes los extranjeros son los que vienen aquí a robarnos la riqueza del país. ¡Nunca tienen bastante! Su ambición no reconoce límites.

Dirigió una mirada a los oficiales, que aprobaron con murmullos lo dicho por su jefe. El viejo comandante se sintió movido a declarar:

– Sí, mi coronel. Son todos unos traidores.

– Y no diré nada -prosiguió Sotillo, fijando en el inmóvil y maniatado Mitchell una mirada furiosa, pero insegura, -no diré nada de la traidora tentativa que hizo usted para apoderarse de mi revólver y asesinarme, mientras procuraba tratarle con una consideración inmerecida. Ha comprometido usted su vida, Mitchell, y ahora todo tiene usted que esperarlo de mi clemencia.

Observó el efecto de sus palabras, pero en el semblante del increpado no se notaba signo alguno de miedo. Su blanco cabello estaba lleno de polvo, así como el resto de su persona. Como si no hubiera oído nada, contrajo una ceja para librarse de una paja enredada en el pelo.

Sotillo avanzó una pierna y se puso en jarras.

– Usted es el ladrón, Mitchell -afirmó con énfasis-; no mis soldados. -Apuntó al prisionero con su índice de uña larga en forma de almendra e interrogó: -¿Adonde está la plata de la mina de Santo Tomé? Le pregunto a usted, Mitchell, ¿adonde a ido a parar la plata que estaba depositada en la Aduana? Respóndame a eso. Usted la ha robado o ha cooperado con los ladrones. Se la ha robado al gobierno. ¡Ah!, ¡ah! ¿Cree usted que no sé lo que digo? Estoy al cabo de sus marrullerías extranjeras. La plata ha salido del puerto, ¿no? Se la ha sacado en una de las lanchas de usted, miserable. ¿Cómo se ha atrevido usted ha cometer tal desfalco?

Esta vez Sotillo causó honda impresión en el interrogado. "¿Cómo podía haberlo sabido?,'' pensaba el último. Su cabeza, única parte de su cuerpo capaz de movimiento, hizo un gesto brusco denunciando sorpresa.

– ¡Hola! Usted tiembla -vociferó de pronto el coronel. -Esto es una conspiración, un crimen contra el Estado. ¿No sabía usted que la plata pertenece a la República hasta que estén satisfechos los tributos debidos al gobierno? ¿Dónde está esa plata? ¿Dónde la tiene usted oculta, miserable bandido?

Al oír esta pregunta el capitán Mitchell se reanimó, saliendo de su abatimiento. Importaba poco el modo con que Sotillo había obtenido sus noticias; el hecho era que no la había capturado. De sus palabras se deducía evidentemente. Ofendido en su dignidad, el capitán Mitchell había resuelto que por nada del mundo diría una palabra mientras le tuvieran atado de una manera tan indigna; pero desistió de su propósito obedeciendo al deseo de cooperar a la salvación de la plata. Su cerebro trabajaba intensamente y descubrió en Sotillo cierto dejo de duda y vacilación.

"Ese hombre no está seguro de lo que afirma", se dijo interiormente. A pesar de toda la pomposidad de sus modales en el trato social, el capitán Mitchell sabía hacer frente a las duras realidades de la vida con ánimo resuelto y pronto. Ahora que se había sobrepuesto al primer choque del abominable tratamiento sufrido, estaba sereno y con bastante dominio de sí mismo. El desprecio inmenso que le inspiraba Sotillo le dio firmeza, y dijo con acento misterioso:

– Seguramente la plata está bien oculta a estas horas.

Sotillo había tenido también tiempo de calmarse.

Muy bien, Mitchell -replicó tranquilo y amenazador. -Pero ¿puede usted presentar el recibo del gobierno que acredite el pago de derechos, y el permiso de embarque, expedido por la Aduana? ¿Puede usted presentarlos? No. Entonces la plata ha sido trasladada ilegalmente, y el culpable debe sufrir la pena correspondiente, mientras no devuelva lo sustraído en el término de cinco días a contar desde hoy.

Mandó desatar al prisionero y encerrarle en uno de los cuartos más pequeños de la planta baja. Silencioso y pensativo, paseó por la habitación, hasta que el capitán Mitchell, cogido de cada brazo por dos hombres, se levantó, estiró los miembros y rompió a andar.

– ¿Qué tal lo ha pasado usted con sus ligaduras, Mitchell? -preguntó con sorna el coronel.

– Es el abuso de poder más abominable y más increíble -declaró el prisionero en voz alta-. Y cualquiera que sea su intención, no ganará usted nada con ello; se lo prometo.

El coronel, de aventajada estatura, cuyos rizos y bigotes de azabache reforzaban la lividez de su rostro, se inclinó para mirar en los ojos al hombrecillo rechoncho y rubicundo de revuelto cabello blanco.

– Eso lo veremos. Conocerá usted un poco mejor mi poder cuando le haga pasar un día entero atado a un portalón en pleno sol.

Se enderezó con aire altivo y ordenó con un gesto sacar de allí al capitán Mitchell.

– ¿Y mi reloj? -reclamó el reo, resistiéndose a los esfuerzos de los que tiraban de él hacia la puerta.

Sotillo se volvió a sus oficiales.

– ¿Qué les parece a ustedes? Oigan a este pícaro, caballeros -manifestó con recalcado sarcasmo, que provocó un coro de risas burlonas-. ¡Pide su reloj!…(Avanzó unos pasos hacia el capitán Mitchell, no pudiendo apenas reprimir el deseo de desahogar su ira dando unas bofetadas al insolente inglés.) ¡Su reloj! Usted es un prisionero en tiempo, de guerra, Mitchell. ¡En tiempo de guerra! No tiene usted derechos ni propiedad. ¡Caramba! ¡Hasta su aliento me pertenece! No lo olvide usted.

– ¡Qué disparate! -replicó el increpado, procurando disimular la impresión desagradable que le habían causado tales palabras.

Abajo, en un espacioso patio con piso de tierra, sobre el que se alzaba en un rincón un montículo levantado por las hormigas blancas, los soldados habían hecho una pequeña hoguera con trozos de sillas y mesas, cerca del arco de la entrada, por el que podía oírse el murmullo de las aguas del puerto en la playa. Mientras bajaban al capitán Mitchell por la escalera, un oficial subió corriendo a comunicar a Sotillo la captura de más prisioneros. Una nube de humo flotaba en el vasto y sombrío recinto: el fuego crepitaba; y el capitán Mitchell reconoció, como al través de una neblina, las cabezas de tres detenidos descollando sobre los pequeños soldados que los rodeaban con bayoneta calada -el doctor Monygham, el ingeniero en jefe y el viejo Viola con su blanca melena leonina, este último algo separado y vuelto de lado, la cabeza inclinada sobre el pecho y los brazos cruzados. El asombro de Mitchell sobrepujó a todo lo imaginable. Prorrumpió en una exclamación, que halló eco en los otros. Pero se lo llevaron apresuradamente cruzando el enorme local con aspecto de caverna. A la mente del superintendente del puerto acudió un tropel de pensamientos, conjeturas, sugestiones de cautela y otras mil cosas hasta producirle mareo.

– ¡Cómo! ¿Le detiene a usted realmente Sotillo? -exclamó el ingeniero en jefe, cuyo monóculo brillaba a la luz de la hoguera.

Un oficial desde la parte superior de la escalera ordenó en voz alta con urgencia:

– Háganlos ustedes subir… a todos los tres.

Entre el clamor de voces y el crujir de armas, el capitán Mitchell se hizo oír confusamente:

– ¡Por el cielo! El prójimo me ha robado el reloj.

El ingeniero en jefe resistió al empuje que le obligaba a subir la escalera, lo bastante para exclamar:

– ¡Cómo! ¿Qué dice usted?

– ¡Mi cronómetro! -gritó el capitán Mitchell indignado en el momento preciso de ser arrojado de cabeza por una puertecilla al interior de una especie de celda, en completa oscuridad y tan estrecha, que chocó contra la pared.

La puerta se cerró al punto. Nuestro hombre conoció que le habían metido en la llamada cámara fuerte de la Aduana, de donde se había sacado la plata pocas horas antes. Era casi tan estrecha como un corredor, y tenía una pequeña abertura cuadrada, obstruida por sólidas barras de hierro en el extremo más distante. El capitán Mitchell dio algunos pasos vacilantes, y se sentó en el piso de tierra, de espaldas a la pared. Nada, ni siquiera la menor claridad, le impidió entregarse a la meditación. Reflexionó intensamente, pero moviéndose sus pensamientos en círculo muy reducido. No dominó en ellos la nota tétrica.

El viejo marino, a pesar de todas sus pequeñas debilidades y extravagancias, era por temperamento incapaz de alimentar por largo tiempo temor de su seguridad personal. Más que fortaleza, era falta de cierta clase de imaginación, la que, desenvuelta en grado extremo, hacía padecer tanto al señor Hirsch; esa clase de imaginación que añade el terror ciego de los padecimientos físicos y de la muerte, considerada como un accidente puramente corporal, a todas las demás aprensiones en que se funda nuestro sentido de la vida. Por desgracia el capitán Mitchell carecía de gran penetración; y por lo mismo, los pormenores de expresión, gesto o movimiento, reveladores y significativos de estados de ánimo, se le pasaban del todo inadvertidos. Tan pomposa e ingenuamente se hallaba poseído de sí mismo, que no le quedaba atención para observar el modo de ser de los demás. Por ejemplo, no le cabía en la cabeza que Sotillo hubiera tenido en realidad miedo de él; y esto sencillamente porque nunca le hubiera ocurrido disparar un tiro a nadie, a no ser en un caso extremo de defensa propia. A la vista de todo el mundo estaba que él no era un asesino (pensaba con toda gravedad). Y entonces, ¿qué razón había para aquella acusación absurda e injuriosa?, se preguntó. Pero sus pensamientos giraban principalmente sobre la cuestión misteriosa e insoluble: ¿Cómo diablos había llegado el hombre a tener noticia del traslado de la plata en la gabarra? Evidentemente no la había capturado. Se confirmaba en esta conclusión guiándose equivocadamente por el estado del tiempo que había observado durante su prolongada vigilia en el muelle. Creía que aquella noche había hecho en el golfo más viento que de ordinario, cuando lo ocurrido era todo lo contrario. ¿Por qué incomprensibles medios había olfateado la cosa el condenado de Sotillo? Esta pregunta es la primera que se le ocurrió inmediatamente de sonar el ruido de abrir la puerta (que fue cerrada de nuevo sin darle apenas tiempo a levantar la cabeza). A la claridad que penetró por la entrada había divisado que tenía un compañero de prisión. La voz del doctor Monygham interrumpió la serie de maldiciones que estaba mascullando en inglés y en español.

– ¿Es usted, Mitchell? -preguntó en tono agrio. -He dado con la cabeza en el maldito muro un golpe capaz de derribar a un toro. ¿Dónde está usted?

El capitán Mitchell, acostumbrado a la oscuridad, pudo describir al doctor, que alargaba las manos a ciegas.

– Estoy sentado aquí en el suelo. No caiga usted sobre mis piernas -avisó Mitchell con tono grave.

El doctor, al ser rogado que no anduviera en las tinieblas, se sentó también en el suelo. Los dos prisioneros de Sotillo, con las cabezas casi tocándose, empezaron a comunicarse confidencias.

– "Pues sí, -refirió el doctor en voz baja al capitán Mitchell, que escuchaba con vehemente curiosidad:- nos han cazado en la vieja casa de Viola. Según parece, uno de los piquetes, mandado por un oficial, avanzó hasta la puerta de la ciudad. No tenían orden de penetrar en ella, sino de llevarse a toda alma viviente que encontraran en el llano.

"Nosotros habíamos estado hablando en el hotel con la puerta abierta, y sin duda vieron el resplandor de la luz. Debieron acercarse con gran lentitud. El ingeniero descansaba tendido en un banco junto al hogar, y yo subí al primer piso a echar un vistazo. Hacía mucho tiempo que no oía ruido alguno. El viejo Viola, tan luego como me vio llegar, levantó el brazo recomendándome silencio. Me acerqué de puntillas. Pardiez, la enferma estaba acostada y se había quedado dormida. Nada, que realmente había empezado a dormir.

– "Señor doctor -me dijo Viola en voz baja-, parece que se le alivia la opresión.

– "Sí -respondí muy sorprendido-, su esposa es una mujer admirable, Giorgio.

"En aquel mismo punto sonó en la cocina un tiro, que nos hizo dar un salto y temblar como si hubiera estallado un trueno sobre nuestras cabezas.

"Los soldados se habían aproximado furtivamente y deslizándose hasta la puerta. Uno de ellos miró al interior, creyó que no había nadie, y con el fusil preparado entró tranquilamente. El ingeniero jefe me contó después que acababa de cerrar los ojos un momento. Cuando los abrió, vio al hombre ya en medio del cuarto explorando los rincones oscuros.

Asustado el ingeniero, se levantó de un salto, sin pensar, saliendo del retiro que ocupaba a la derecha del hogar. El soldado, no menos sorprendido, enfila el fusil y dispara ensordeciendo al ingeniero y dejándole atontado, pero errándole a causa de su precipitación.

"Y ahora vea usted lo que resultó. Al ruido de la detonación, la enferma, que dormía, se incorporó como movida por un resorte, gritando: "¡Las niñas, Gian Battista! ¡Salva a las niñas!" Parece que estoy oyéndola. Fue el clamor más angustioso que he oído en mi vida. Me quedé paralizado, pero el marido corrió al lado de la cama con los brazos tendidos. Ella se asió a ellos; vi que sus ojos estaban vidriosos; el viejo la recostó en la almohada, y se volvió a mirarme. ¡Estaba muerta! Todo esto pasó en menos de cinco minutos, e inmediatamente bajé corriendo a ver lo que había sido. Era inútil pensar en resistencia de ningún género. Tampoco serviría de nada lo que el ingeniero y yo pudiéramos decir al oficial; así que me ofrecí voluntariamente a subir con un par de soldados y recoger al viejo Viola.

"Estaba sentado a los pies de la cama, mirando el rostro de su mujer, y no dio señales de entender lo que yo le decía; pero después de haber cubierto yo la cabeza de la difunta con la sábana, se levantó y nos siguió tranquilamente por las escaleras abajo, con aire de estar absorto en sus pensamientos. Nos condujeron por el camino, dejando la puerta abierta y la candela encendida. El ingeniero en jefe caminó sin proferir una palabra, pero yo volví la cabeza una o dos veces para mirar el débil resplandor de la puerta.

"El garibaldino, que a fuer de tal, y en su ignorancia supina de la religión, abominaba de los sacerdotes y de las ceremonias, después de haber recorrido un buen trecho, yendo a mi lado, dijo de pronto:

– "He enterrado a muchos hombres en los campos de batalla, en este continente. Los curas hablan de tierra sagrada. ¡Bah! Toda la tierra, hecha por Dios, es santa. Pero el mar, que no sabe nada de reyes, sacerdotes ni tiranos, es lo más santo de todo. Doctor, desearía sepultarla en el mar, sin mojigaterías de candelas, incienso, agua bendita, ni mosconeo de curas. El espíritu de libertad está sobre las aguas…

"¡Asombroso sectarismo exaltado el del viejo! Todo ello lo refunfuñó como hablando consigo."

– Sí, sí -interrumpió el capitán Mitchell impaciente-. ¡Pobre anciano infeliz! Pero ¿tiene usted alguna idea de la manera con que ese bandido de Sotillo ha obtenido sus noticias? Supongo que no habrá apresado a ninguno de los cargadores, elegidos por mí para trasladar la vagoneta. No, no es posible. Eran hombres de los de mayor confianza que hemos tenido al servicio de las lanchas en los últimos cinco años, y les pagué su trabajo de un modo especial, mandándoles no aparecer por el puerto en el espacio de veinticuatro horas al menos. Yo mismo los vi con mis propios ojos marchar con los italianos a los cercados del ferrocarril. El ingeniero que mandaba los obreros prometió darles raciones mientras necesitaran permanecer allí.

– Bien -aseguró con sosiego el doctor-. Ya puede usted despedirse para siempre de su mejor gabarra y del capataz de cargadores.

El capitán Mitchell, sobreexcitado por tan terrible anuncio, se puso de pie con increíble rapidez; y su compañero, sin darle tiempo a prorrumpir en exclamaciones de pena, le refirió en breves palabras la aventura de Hirsch durante la noche. El tratante en pieles aseguraba que la gabarra había sido echada a pique.

El superintendente del puerto lo oyó abatidísimo.

– ¡Ahogado! -musitaba en un cuchicheo de estupor y espanto-. ¡Ahogado!

Después calló, como si escuchara, pero en realidad estaba tan absorto en el pensamiento de la catástrofe, que no le era dable seguir con atención el relato del doctor. Éste se había mostrado del todo ignorante respecto a lo ocurrido con la plata, hasta que por fin Sotillo se decidió mandar que le llevaran a Hirsch. Hízole repetir toda la historia, que le fue arrancada con suma dificultad, porque a cada momento se interrumpía con lamentaciones. Por último retiraron a Hirsch, más muerto que vivo, y le encerraron en una de las habitaciones del piso alto, para tenerle a mano.

Entonces, haciendo resaltar la circunstancia de que a él no se le había admitido en las reuniones íntimas de Santo Tomé, expresó su opinión de que la historia de Hirsch parecía increíble. Por supuesto ignoraba la parte que en todo ello hubieran podido tener los europeos, porque había estado curando a los heridos sin abandonarlos y asistiendo a don José Avellanos.

Tal indiferencia e imparcialidad supo fingir, que Sotillo pareció convencido de su perfecta inocencia. Hasta entonces se habían practicado los interrogatorios, dándoles la apariencia de una indagatoria en regla: uno de los oficiales, sentado a la mesa, escribía las preguntas y las respuestas, mientras los demás, acomodados perezosamente en los sillones, sacaban bocanadas de humo de sus largos puros, escuchando atentamente con los ojos clavados en el doctor. Pero entonces Sotillo los mandó salir a todos menos a Monygham.

Capítulo III

En cuanto estuvieron solos, cambió el continente severo y oficial del coronel. Levantóse y, con los ojos brillando de codicia y esperanza, se acercó al doctor y le habló en tono confidencial. "La plata pudo muy bien haber sido cargada en la gabarra; pero no era creíble que se hubieran lanzado con ella a alta mar." El doctor, atento a todas las palabras de Sotillo, asentía con leves inclinaciones de cabeza, fumando con ostensible delectación el puro que aquél le había ofrecido en señal de sus amistosas intenciones. El frío despego que respecto a los demás europeos manifestaba el doctor animó a Sotillo a seguir franqueándose hasta que de conjetura en conjetura llegó a indicar que, a su juicio, todo ello era un arbitrio ideado por Carlos Gould para quedarse con el inmenso tesoro, todo para él. El doctor, que le oía atento y sosegado, musitó:

– Es muy capaz de ello.

A lo que el capitán Mitchell exclamó con asombro mezclado de ironía e indignación:

– ¿Eso ha dicho usted de Carlos Gould?

En el tono de esas palabras había un dejo de desprecio y desconfianza, porque para Mitchell como para los demás europeos la persona del doctor tenía algo de sospechosa.

– ¿Qué endemoniados motivos pudo usted tener para decir semejante cosa a ese canalla, ladrón de relojes? -interrogó-. ¿A qué fin levantar una calumnia tan infernal? El maldito timador tiene sobrada malicia para creer tamaña impostura.

El capitán Mitchell bufaba de indignación. Su compañero guardó silenció breves momentos, y luego dijo:

– Sí, eso es precisamente lo que respondí.

Un observador imparcial hubiera advertido que el silencio anterior era efecto de la reflexión, no de titubeo. Mitchell pensaba entre tanto no haber oído en su vida nada más desvergonzado e insolente.

– ¡Bien! ¡Bien! -refunfuñó para sí, no atreviéndose a manifestar lo que sentía.

Esta desazón fue reemplazada por una impresión de asombro y disgusto. Un poderoso sentimiento de pena y desmayo le abatió; representáronsele la pérdida de la plata y la muerte de Nostromo, que era para él una pérdida más sensible, porque había cobrado gran afecto a su capataz, como el que suele cobrarse a los inferiores muy capaces y de supuesta fidelidad por amor a la comodidad propia y también por cierta gratitud casi inconsciente. Y cuando pensó luego en que Decoud era otra víctima, sintió una pena abrumadora ante aquel fin tan desgraciado. ¡Qué desgracia tan terrible para la señorita Avellanos!

El capitán Mitchell no pertenecía a la clase de solterones adustos; al contrario, veía con gusto a los jóvenes galantear a sus novias; le parecía lo más natural y puesto en razón. Sobre todo, esto último. En cuanto a los marinos, la cuestión variaba. No les convenía casarse -sostenía- por razones de orden moral, porque, según explicaba, la vida a bordo no es para la mujer, y si se deja en tierra a la esposa, lo cual es por otra parte injusto, se corre el riesgo de hacerla sufrir o de que acabe quedándose indiferente: contingencias ambas detestables.

Le era imposible precisar cuál era lo que más le trastornaba: si la pérdida del inmenso tesoro de Carlos Gould, o la muerte de Nostromo, que representaba para él la seguridad y perfección en el desempeño de su cargo, o el duelo de una joven tan hermosa y cabal.

– Sí -recomenzó el doctor, que al parecer había seguido reflexionando-, me creyó sin dificultad, y hasta pensé que iba a darme un abrazo. "Sí, sí (dijo): escribirá a su socio, el rico americano de San Francisco, diciéndole que todo se ha perdido. ¿Cómo no? Así tendrá -plata en abundancia para repartir con mucha gente. "

– Pero ¡eso es perfectamente tonto! -exclamó el capitán Mitchell.

El otro advirtió que Sotillo lo era, pero con una tontería bastante lúcida para hacerle discurrir pistas falsas en que extraviarse. Por su parte, añadió el doctor que se había limitado a ayudarle un poco en sus desatinadas cavilaciones.

– Le hice notar -dijo el doctor-, como si la idea se me hubiera ocurrido en aquel momento, que los tesoros suelen guardarse, sepultándolos en tierra, antes que internándolos en el mar en una lancha; y a esto contestó Sotillo, golpeándose la frente: "Por Dios, que han debido enterrarlo en la arena del puerto, antes de zarpar la gabarra."

– ¡Cielos y tierra! -murmuró el capitán Mitchell-. Jamás he creído que pudiera haber nadie bastante bruto para… (Se interrumpió y luego dijo en tono apenado:) Pero ¿qué provecho se saca de todo eso? La mentira hubiera sido ingeniosa, si la gabarra estuviera todavía a flote con la plata, porque hubiera impedido que ese idiota inconcebible enviara el vapor a explorar el golfo. Ese era el peligro que me inquietó lo indecible antes de saber la desgracia -añadió el capitán Mitchell suspirando.

– Yo lo hice con un fin -afirmó el doctor con cachaza.

– ¿De veras? -preguntó en voz baja el capitán Mitchell-. Perfectamente: me alegro de saberlo, porque, en otro caso, hubiera creído que usted se había entretenido en engañar a Sotillo por pura broma. Y tal vez haya sido ese el objeto de usted. Pero debo decir que yo no me entregaría a tales pasatiempos. No me gustan. No, no. Manchar la reputación de un amigo no puede ser para mi asunto de broma, ni aunque se tratara del mayor pillastre del mundo.

A no ser por el estado de abatimiento en que le habían sumido al capitán Mitchell las fatales noticias de la pérdida de la plata y muerte del capataz, su disgusto por el modo de proceder del doctor Monygham se hubiera manifestado en términos más rudos; pero reflexionó que realmente importaba poco, dado el extremo a qué habían llegado las cosas, lo que hubiera dicho o hecho aquel tipo tan antipático.

– No comprendo -refunfuñó- por qué nos ha encerrado juntos Sotillo, ni por qué le ha encerrado a usted, después de haberle tratado tan amistosamente.

– Tampoco yo -replicó el otro con aspereza.

El capitán Mitchell sentía tan opresora pesadumbre, que hubiera preferido por entonces la soledad a la mejor compañía, y desde luego cualquiera otra a la del doctor. Siempre había esquivado su trato, considerándole como un perdulario, cuyo talento no le redimía de la desconsideración en que se le tenía. Ese sentimiento le movió a preguntar:

– Y ¿qué ha hecho ese rufián con los otros dos?

– Habrá puesto en libertad al ingeniero en jefe, no me cabe duda -respondió el doctor-. No querrá meterse en un atolladero, mostrándose hostil a la construcción de la vía férrea. Y menos ahora; es demasiado pronto. Me parece, capitán Mitchell, que no tiene usted idea clara de cuál es la situación de Sotillo.

– Y ¿para qué había de quebrarme la Cabeza en averiguarlo? -exclamó con sorna Mitchell.

– Ciertamente -asintió el doctor con el mismo acento acre-. No veo motivo alguno para que usted se dé ese mal rato. Nadie en el mundo ganaría nada con que usted se dedique a meditar profundamente sobre ese asunto ni sobre otro cualquiera.

– ¡Claro! -admitió el capitán Mitchell ingenuamente, sin advertir la ironía de las últimas palabras de su interlocutor-. ¿A quién puede servirle de nada lo que piense un hombre sepultado en esta maldita mazmorra?

– En cuanto al viejo Viola -prosiguió el doctor, como si nada hubiera oído-, Sotillo le ha levantado el arresto por la misma razón que le decidirá en breve a lavantárselo a usted.

– ¿Eh? ¿Cómo es eso? -interrogó el otro, mirando de hito en hito en las tinieblas con los ojos muy abiertos como un búho-. ¿Qué hay de común entre el viejo garibaldino y mi persona? Si suelta a Viola, será sin duda porque el ratero no le ha visto ningún reloj ni cadena que robarle. Pero te aseguro a usted, doctor Monygham -prosiguió, montando en cólera-, que le va a costar más trabajo de lo que cree desembarazarse de mí. Se cogerá los dedos en este asunto, se lo aseguro. Desde luego tenga usted por cierto que yo no me marcharé sin mi reloj, y en cuanto a lo demás… veremos. A usted quizá le importa poco haber sido encarcelado. Pero Joe Mitchell es una clase de persona muy diferente, señor. Yo no me someto pacientemente a ser insultado y robado. Soy un hombre que ocupa un puesto público importante.

En este momento notó el capitán Mitchell que las barras de la abertura se habían hecho visibles presentando un enrejado negro sobre un cuadro gris. El amanecer impuso silencio al capitán Mitchell, trayéndole el pensamiento que en lo venidero se vería siempre privado de los imponderables servicios de su capataz. Apoyóse en el muro, con los brazos cruzados sobre el pecho, mientras el doctor iba y venía de un extremo a otro del calabozo con su peculiar modo de andar renqueando como si tuviera doloridos los pies. Al alejarse de la reja, se perdía enteramente en la sombra. Apenas se oía el ruido de sus pasos, de ritmo desigual, como los de un cojo. Había cierta indiferencia tétrica en aquel penoso ir y venir constante.

Cuando se abrió la puerta bruscamente y su nombre fue pronunciado en voz alta, no demostró sorpresa alguna. Se paró en seco, y salió de la prisión al punto, como si la prontitud fuera cosa de la mayor importancia; pero el capitán Mitchell permaneció por algún tiempo, apoyado de espaldas a la pared, dudando en su enconada indignación si sería o no mejor no mover pie ni mano en señal de protesta. Estaba medio resuelto a hacerse sacar por fuerza; pero después que el oficial le llamó en voz alta tres o cuatro veces mostrando impaciencia y sorpresa, se avino a salir.

Sotillo había mudado de humor. Estaba un poco indeciso acerca de la conveniencia de mostrarse blando y benigno con los presos, como si dudara de que la blandura fuera oportuna en aquel caso, y observó atentamente al capitán Mitchell, antes de decirle, desde el sillón que estaba junto a la mesa, en tono de condescendencia:

– He resuelto no tenerle a usted detenido por más tiempo. Por naturaleza soy inclinado a perdonar. Me gusta ser indulgente. Pero que lo ocurrido le sirva a usted de escarmiento.

La especial alborada de Sulaco, que parece asomar a gran distancia hacia occidente para deslizarse desde allí con lentitud en las sombras de las montañas, mezcló su tenue claridad con la luz rojiza de las candelas. El Capitán Mitchell, con aire de desprecio e indiferencia, dejó vagar su mirada por la habitación, y luego la fijó con dureza en el doctor, que se hallaba apoyado en el alféizar de una ventana con los ojos bajos y aspecto indiferente, pensativo… o tal vez avergonzado.

Sotillo, medio oculto en el enorme sillón, añadió:

– Me figuré que sus sentimientos de caballero le hubieran dictado a usted una contestación digna y adecuada.

Calló esperando aún recibirla, pero como el capitán Mitchell permaneciera mudo, más por exceso de resentimiento que con intención deliberada, Sotillo vaciló, echó una mirada al doctor, que alzó los ojos y asintió con una inclinación de cabeza, y luego siguió, haciéndose alguna violencia:

– Ahí tiene usted su reloj, señor Mitchell. Aprenda usted a no juzgar con tanta ligereza e injusticia a mis soldados, que son unos verdaderos patriotas.

Echándose atrás en su asiento, alargó el brazo sobre la mesa y empujó el reloj apartándolo de sí suavemente. El capitán Mitchell se acercó con ansia mal disimulada, tomó su cronómetro, y después de aplicárselo al oído, se lo deslizó en el bolsillo con la mayor frescura.

Sotillo parecía haber dominado una inmensa repugnancia. Nuevamente miró de soslayo al doctor, que fijó en él la vista sin pestañear.

Pero, cuando el señor Mitchell se retiraba sin una mirada ni la menor inclinación, añadió al punto:

– Márchese usted y aguarde abajo al señor doctor, a quien también voy a poner en libertad. Para mi, ustedes los extranjeros no son de ninguna importancia.

Dio una breve carcajada, fingida y discordante, y entonces el capitán Mitchell fijó en él los ojos con cierta curiosidad.

– Más tarde los tribunales tomarán nota de sus extralimitaciones -volvió a decir Sotillo de prisa-. Pero, por mi parte, están ustedes libres, sin que se les persiga ni vigile. ¿Lo oye usted, señor Mitchell? Puede usted ir a ocuparse en sus negocios. No tengo por qué pensar en usted. Mi atención se halla solicitada por asuntos de altísima importancia.

El capitán Mitchell se sintió vivamente tentado a contestar. Le indignaba ser despedido con insultos; pero la falta de sueño, las prolongadas inquietudes y el profundo desencanto causado por la pérdida fatal del tesoro oprimían su espíritu. Lo más que pudo hacer fue disimular la intranquilidad que le torturaba, no por sí mismo tal vez, sino por la situación general del país. Percibió con toda claridad que allí se tramaba algo en secreto, y, al salir, no hizo el menor caso del doctor.

– ¡Es un bruto! -dijo Sotillo, en cuanto la puerta se cerró.

El doctor Monygham dejó la poyata de la ventana, y, metiendo las manos en los bolsillos del guardapolvo largo y gris que usaba, dio algunos pasos por el cuarto.

Sotillo se levantó también, y plantándose delante de él, le examinó de pies a cabeza.

– Se ve que sus compatriotas no tienen mucha confianza en usted, señor doctor. Me parece que no les es usted muy simpático, ¿en? ¿Por qué es ello? Es extraño, ¿no?

El doctor, alzando la cabeza, respondió con una larga mirada inexpresiva y las palabras:

– Tal vez porque he vivido demasiado tiempo en Costaguana.

– ¡Ah!, ¡ya! -repuso el coronel en tono alentador, y con una sonrisa que dejó ver su blanca dentadura resaltando sobre la negrura del bigote. -Pero usted se estima a si propio.

– Déjelos usted en paz -añadió el doctor, clavando su yerta mirada en el hermoso rostro de Sotillo- y ellos mismos se harán traición muy pronto. Entre tanto yo intentaría hacer hablar a don Carlos.

– ¡Ah, señor doctor! -dijo Sotillo moviendo la cabeza-. Usted es un hombre que siente crecer la hierba: los dos nos entendemos admirablemente.

Volvióse, dicho esto, no pudiendo soportar por más tiempo la mirada fría y persistente de Monygham, mirada cuyo vacío impenetrable parecía encerrar la negra profundidad de un abismo.

Aun en el hombre más desprovisto de sentido moral queda la facultad de percibir el encanallamiento, y aunque el concepto del mismo sea convencional, eso no impide que se presente del todo claro. Sotillo creía que el doctor, tan diferente de todos los europeos, estaba pronto a vender a sus compatriotas y a Carlos Gould, su principal, por alguna parte de la plata de la mina. El coronel no le despreciaba por eso: la falta de rectitud moral de Sotillo era ingenua y tenía raíces en el fondo mismo de su carácter; tocaba las lindes de la estupidez, de la estupidez moral que no discierne entre lo honrado y lo indigno. Nada de lo que pudiera servir a la realización de sus designios le parecía realmente censurable.

A pesar de eso, despreciaba a Monygham, teniéndole en un concepto menguadísimo, que servía de halago a su amor propio. Le despreciaba en el fondo de su corazón, porque pensaba privarle de toda recompensa. La comprensión honda que poseía el doctor del carácter de Sotillo le permitió engañarle enteramente y hacer que le tuviera por tonto.

Desde que desembarcó en Sulaco, las ideas del coronel se habían modificado mucho. Ya no aspiraba a conquistarse un puesto político en el gobierno de Montero. El proyecto le había parecido siempre dudoso y aventurado. No bien tuvo noticia por el jefe de ingenieros de que probablemente el día próximo se vería frente a Pedro Montero, sus temores sobre el particular se habían aumentado en gran manera. El guerrillero, hermano del general -El Pedrito, como el pueblo le llamaba-, gozaba de una reputación especial, y era peligroso chocar con él. Sotillo había concebido de una manera vaga el plan de apoderarse no sólo del tesoro, sino también de la ciudad, y entrar luego en negociaciones con Pedrito, procediendo con toda calma. Pero en presencia de los hechos revelados por el ingeniero, que con toda franqueza le había expuesto la situación entera, su audacia, nunca impetuosa, había sido reemplazada por una vacilación prudente.

– Tenemos un ejército, todo un ejército que ha transpuesto ya la cordillera a las órdenes de Pedrito -repetía, no pudiendo ocultar su consternación-. Si la noticia no me hubiera sido dada por un hombre de la posición de usted, no lo habría creído. ¡Es asombroso!

– Y no un ejército como quiera -había corregido el ingeniero en tono suave-, sino perfectamente armado.

Con esto el primer ingeniero logró su fin, que era el conservar a Sulaco por algunas horas libre de toda ocupación brutal por gente armada, como la acaudillada por Sotillo, permitiendo así que huyeran de la ciudad los amenazados de vejaciones y represalias. En medio del desaliento general hubo familias que concibieron esperanzas de escapar por el camino de Los Hatos, enteramente libre ahora por haber salido el populacho armado, con los señores Fuentes y Camacho a la cabeza, hacia Rincón, a recibir con gran entusiasmo a Pedro Montero.

Así y todo, el éxodo de las familias que se decidieron a partir hubo de ser precipitado y peligroso; pero se dijo que Hernández, apostado con su banda en los bosques próximos a Los Hatos, recibía a los fugitivos. El jefe de ingenieros sabía que muchos habían emprendido la fuga con intención de unirse a Hernández.

Los esfuerzos del Padre Corbelán a favor de este bandolero arrepentido no habían sido del todo estériles. El jefe político de Sulaco había cedido, por último, a las apremiantes instancias del Padre, extendiendo un documento provisional en el que nombraba general a Hernández y le encargaba oficialmente mantener el orden en la ciudad. El hecho es que el funcionario, comprendiendo que la situación era desesperada, no puso gran atención en lo que hacía al conceder tal nombramiento. Fue el último documento oficial que firmó antes de dejar el palacio de la Intendencia para refugiarse en las oficinas de la Compañía O.S.N.

Pero aun cuando hubiera tenido intención de que aquel acto de gobierno surtiera plenamente sus efectos, era ya demasiado tarde. El tumulto popular que temía y esperaba había estallado a la media hora escasa de la partida del Padre Corbelán. Éste, que tenía citado a Nostromo para una entrevista en el Convento de Dominicos, donde residía en una celda, no pudo llegar al sitio de la cita. Desde la Intendencia había ido directamente a casa de Avellanos para avisar a su cuñado de lo que ocurría, y, a pesar de haberse detenido sólo media hora, halló cortado el camino a su ascético retiro. Nostromo, tras de aguardar allí por algún tiempo observando intranquilo el creciente alboroto de las calles, había logrado colarse en las oficinas de El Porvenir y permanecido allí hasta el amanecer, según hemos visto en la carta de Decoud a su hermana. De esta suerte avino que el capataz, en vez de marchar a caballo a los bosques de Los Hatos, llevando el nombramiento de Hernández, se quedó en la ciudad, donde salvó la vida al Presidente Dictador, ayudó a reprimir los desmanes de las turbas, y al fin se embarcó con la plata de la mina.

Pero el padre Corbelán, que logró escapar y unirse a Hernández, tenía en el bolsillo el decreto que elevaba a capitán general a un bandido en un memorable y postrer acto oficial del partido riverista, cuya consigna y lema eran: honradez, paz y progreso. Probablemente ni el sacerdote ni el bandido notaron la ironía del hecho. Sin duda el padre halló modo de enviar mensajeros a la ciudad, porque a primera hora del segundo día de disturbios corrieron rumores de que Hernández se encontraba en el camino de Los Hatos, dispuesto a recibir a los que se pusieran bajo su protección.

Un jinete de extraño aspecto, viejo, pero fuerte y audaz, se había presentado en Sulaco, cabalgando despacio, mientras sus ojos examinaban las fachadas de las casas, como si en su vida hubiera visto edificios tan altos. Se había apeado delante de la catedral; y, de rodillas en medio de la plaza con la brida en el brazo y el sombrero en el suelo, la cabeza inclinada, se había santiguado y dádose golpes de pecho de cuando en cuando. Después de montar de nuevo y echar alrededor una mirada intrépida, pero amistosa, al pequeño grupo atraído por sus devociones públicas, había preguntado por la casa Avellanos. Una veintena de manos se habían alargado en respuesta apuntando a la calle de la Constitución.

El jinete había seguido su camino, sin dedicar más que una mirada de curiosidad distraída a las ventanas del Club Amarillo, situado en el rincón de la plaza. Su voz estentórea resonaba periódicamente en la calle desierta:

– ¿Cuál es la casa Avellanos?

Un portero medroso contestó al fin "ésta", y desapareció en la sombra de la puerta. La carta, traída por el jinete, escrita en lápiz junto a la hoguera del campamento de Hernández, iba dirigida a don José, cuyo estado crítico no conocía el sacerdote. Antonia la leyó, y después de consultar a Carlos Gould, la envió a los señores que defendían el Club Amarillo para enterarles de los proyectos del padre. La joven había tomado su resolución: partiría a reunirse con su tío, y confiaría el último día -las últimas horas tal vez- de la vida de su padre al cuidado del bandido, cuya existencia era una protesta viva contra la tiranía irresponsable de todos los partidos por igual y contra la ausencia absoluta de moralidad en el país. Preferible era la selvatiquez sombría de los bosques de Los Hatos; una vida de azares y penalidades en pos de una tropa de bandidos le parecía menos degradante. Antonia se unía con toda su alma al reto obstinado que su tío lanzaba a la fortuna adversa; y para ello se fundaba en la confianza puesta en el hombre a quien amaba.

En su misiva el vicario general respondía con su cabeza de la fidelidad de Hernández, y en cuanto al poder de éste, cumplidamente lo demostraban los muchos años que había permanecido en lucha con las tropas del gobierno. Luego exponía la idea de Decoud de constituir un Estado Occidental, haciéndola pública por primera vez y utilizándola como argumento anticipado. (El florecimiento y estabilidad de ese nuevo Estado son generalmente conocidos hoy).

Hernández, ex bandido y último general de creación riverista, confiaba en que podía sostener bajo su dominio el trozo de país comprendido entre los bosques de Los Hatos y la sierra costera, hasta que el abnegado patriota don Martín Decoud lograba traer de nuevo a Sulaco al general Barrios para la reconquista de la ciudad.

"¡El Cielo lo quiere!!La Providencia está de nuestra parte!", escribía el padre Corbelán. No hubo tiempo de considerar y discutir tales afirmaciones; y, aunque las declaraciones favorables o adversas promovidas por la lectura de la carta en el Club Amarillo fueron violentas, el debate no se prolongó. En el estupor general causado por la caída del gobierno, unos acogieron el proyecto con regocijo y admiración, descubriendo en él con inesperada sorpresa el alborear de una nueva esperanza. A otros les fascinó la perspectiva de obtener por el momento la salvación personal de sus mujeres e hijos. La mayoría se asió a la idea, como el que se ahoga se agarra a un clavo ardiendo. El padre Corbelán les ofrecía de improviso un refugio contra las gentes de Pedrito Montero, aliadas con la chusma armada de los señores Fuentes y Camacho.

A hora avanzada de la tarde surgieron animadas discusiones en las salas espaciosas del Club Amarillo. Hasta los miembros, que estaban apostados a las ventanas con fusiles y carabinas para defender el extremo de la calle, en el caso de repetirse la ofensiva del populacho, expusieron a voces, volviendo la cabeza, sus opiniones y argumentos. Al oscurecer, don Justo López invitó a los caballeros que eran de sus ideas a retirarse al corredor, donde en una mesita a la luz de dos candelas se ocupó en componer una alocución, o mejor dicho, una declaración solemne, que debería ser presentada a Pedrito Montero por una diputación de los representantes provinciales, elegidos para permanecer en la ciudad. El fin era conciliarse la benevolencia del guerrillero, y ver de salvar la forma, al menos, de las instituciones parlamentarias. Sentado ante una blanca hoja de papel, con una pluma de ave en la mano, y rodeado por todas partes, se volvía cuándo a la derecha, cuándo a la izquierda, repitiendo con grave insistencia:

– ¡Caballeros, un momento de silencio! ¡Un momento de silencio! Es indispensable demostrar que nos inclinamos de buena fe ante los hechos consumados.

Estas palabras parecieron procurarle una satisfacción melancólica. La barahúnda de voces a su alrededor crecía en intensidad y estridencia. De repente sobrevenía un silencio, y las muecas producidas por la excitación en los semblantes se disipaban a la vez en la inmovilidad de un profundo abatimiento.

Entretanto había comenzado el éxodo. Carretas llenas de señoras y niños cruzaban con ruido la plaza, escoltadas por peones o jinetes; tras ellas iban grupos montados en mulas y caballos; los pobres partían a pie, hombres y mujeres, con bultos de enseres a la espalda, llevando en los brazos niños de pecho, tirando de los ancianos y los chicuelos.

Cuando Carlos Gould, después de dejar al doctor y al ingeniero en casa de Viola, penetró en la ciudad por la entrada del puerto, todos los que quisieron huir se habían ido, y los restantes se habían encerrado en sus casas, trancando las puertas. En toda la calle reinaba oscuridad, excepto solamente en un sitio donde se movían figuras entre luces oscilantes; y allí el señor administrador reconoció el carruaje de su mujer, que aguardaba a la puerta de la casa de los Avellanos. Llegó allí a caballo casi sin ser visto, y contempló silenciosamente a varios de sus criados, en el momento de salir por la puerta llevando a don José Avellanos, que con los ojos cerrados y las facciones inmóviles tenía todo el aspecto de un cadáver. Su esposa y Antonia iban a cada lado de la improvisada camilla, la cual fue puesta inmediatamente dentro del carruaje. Las dos mujeres se despidieron con un abrazo, mientras, del otro lado del landó, el emisario del padre Corbelán, con hirsuta barba veteada de gris, y bronceados pómulos salientes, las miraba de hito en hito, erguido en la silla de su cabalgadura. Entonces Antonia entró en el landó, con los ojos enjutos, se acomodó al lado de la camilla y, después de santiguarse rápidamente, echó sobre su rostro un velo tupido. Los criados y tres o cuatro vecinos que habían venido a ayudar se quedaron atrás, con las cabezas descubiertas. En el pescante Ignacio, resignado a guiar toda la noche (y a morir tal vez degollado antes de apuntar la aurora), echó por encima del hombro una mirada triste.

– ¡Guíe usted con cuidado! -recomendó la señora de Gould con voz trémula.

– Sí, niña, sí, con cuidado -masculló el cochero mordiéndose los labios y temblándole los redondos y coriáceos carrillos, mientras el landó empezaba a rodar lentamente saliendo del círculo de luz.

– Voy a acompañarlos hasta el vado -dijo Carlos Gould a su mujer, que de pie al borde de la acera cruzó las manos e hizo una inclinación a su esposo al marchar tras el carruaje.

Ahora las ventanas del Club Amarillo no tenían luz, y los últimos chispazos de la resistencia se habían extinguido. Al volver la cabeza en la esquina, Carlos Gould vio a su esposa cruzar la parte iluminada de la calle en dirección a casa. Uno de sus vecinos, comerciante muy conocido y propietario de la provincia, iba al lado de ella hablando con grandes gestos. En penetrando la señora de Gould en el portal, se apagaron las luces de la calle, que quedó oscura y desierta de un extremo a otro.

Las casas de la anchurosa plaza desaparecieron en las tinieblas. En lo alto, como una estrella, brillaba una pequeña luz en una de las torres de la catedral; y la estatua ecuestre resaltaba con su palidez sobre el negro fondo de los árboles de la Alameda, remedando un fantasma de la realeza, surgido entre las escenas de la revolución. Él carruaje siguió su camino, encontrando raros paseantes, que se apartaban a toda prisa pegándose a la pared. Pasadas las últimas casas, el landó empezó a rodar sin ruido sobre un blanco piso polvoriento, y al espesarse la oscuridad, una sensación de frescura parecía caer del follaje de los árboles que orlaban el camino de la campiña. El emisario del campamento de Hernández acercó su caballo al de Carlos Gould.

– Caballero -le dijo con acento de curiosidad-, ¿es usted el amo de la mina, a quien llaman el Rey de Sulaco?

– Sí, yo soy el amo de la mina -respondió Carlos Gould.

El hombre guardó por algún tiempo silencio y luego añadió:

– Tengo un hermano que está a su servicio como sereno en el valle de Santo Tomé. Usted se ha portado como hombre recto. A nadie se le ha hecho ninguna injusticia desde que llamó usted gente del pueblo para trabajar en las montañas. Dice mi hermano que no se ha visto a ningún funcionario del gobierno ni cacique del Campo pasar al otro lado del torrente que limita el terreno de usted. Sus empleados que cuidan del orden no oprimen al pueblo establecido en el desfiladero de la mina, por temor, sin duda, de que usted los castigue. Usted es un hombre recto y que tiene gran poder.

Habló con acento rudo e independiente, pero se veía que tenía algún fin al mostrarse tan comunicativo. Contó a Carlos Gould que había sido ranchero en uno de los valles más bajos, situados a gran distancia en el sur. En fecha lejana tuvo de vecino a Hernández, y fue padrino de su higo mayor; se le unió en la resistencia a los oficiales encargados de la recluta, y aquello fue el principio de todas sus desgracias. El fue quien, al ser llevado su compadre, había enterrado a su mujer e hijos, asesinados por la tropa.

– Sí, señor -murmuró con voz bronca-. Yo y otros dos o tres, que tuvimos la fortuna de quedar en libertad, los enterramos a todos en una fosa, cerca de las cenizas de la casa incendiada, al pie del árbol que había dado sombra a su tejado.

A él fue también a quien acudió Hernández en busca de refugio cuando desertó tres años después. Llevaba puesto aún el uniforme con los galones de sargento en la manga, y no se había lavado la sangre del coronel que le manchaba las manos y el pecho. Tres de los soldados que habían partido en su persecución, con el secreto designio de recobrar la libertad, se le unieron en la huida.

El ranchero prosiguió refiriendo a Carlos Gould cómo él y unos cuantos amigos, al ver a los soldados, se habían emboscado detrás de unas rocas, prontos a hacer fuego sobre ellos, cuando de pronto reconoció a su compadre y salió del escondrijo pronunciando a voces su nombre, porque estaba seguro de que Hernández no podía volver con una misión de injusticia y tiranía. Esos tres soldados, junto con el grupo apostado detrás de las rocas, habían formado el núcleo de la famosa banda; y él mismo, el narrador, había sido el lugarteniente favorito de Hernández por muchos años. Mencionó con orgullo que las autoridades habían puesto también a precio su cabeza, a pesar de lo cual seguía sobre sus hombros cubriéndosele de canas. Y he aquí que había vivido bastante para ver nombrado general a su compadre.

Al decir esto prorrumpió en una risa ahogada.

– Aquí nos tiene usted convertidos ahora de ladrones en soldados. Pero repare usted, caballero, en los que nos han hecho a nosotros soldados y a él general. ¡Repare usted en qué clase de gente son!

Ignacio el cochero voceó avisando a los transeúntes. El resplandor de los faroles del landó, al resbalar sobre los setos de nopal que coronaban los taludes de ambos lados, iluminó los asustados rostros de gente que caminaba por el borde de la ruta. Esta se hundía profundamente en el blando terreno del Campo, al modo de ciertas veredas de la campiña inglesa. A las voces del auriga los caminantes se apartaron; sus ojos muy abiertos brillaron un momento; y luego la luz, siguiendo su avance, cayó sobre la raigambre medio desnuda de un árbol gigantesco, sobre otro trozo de seto de nopal, y sobre un nuevo grupo de caras que se volvían angustiadas hacia el carruaje. Tres mujeres, una con una criatura, y dos hombres en traje de paisano, armados respectivamente con un sable y una escopeta, se apretujaron alrededor de un asno cargado de paquetes envueltos en colchas. Más adelante Ignacio volvió a vocear al encontrase con una carreta, especie de largo cajón de madera montado sobre dos ruedas altas, con una portezuela atrás dando golpes. Las señoras que ocupaban el tosco vehículo debieron reconocer las mulas blancas, porque preguntaron:

– ¿Es usted, doña Emilia?

En una curva del camino el brillo de una gran hoguera iluminaba un breve trecho de la ruta bajo de una bóveda de ramas entrelazadas.

Cerca del vado de una corriente somera un rancho, construido al lado del camino con zarzos de junco tejido y techo de hierba, se había incendiado por accidente, y las llamas, crepitando con furia, bañaban de claridad un escampado, en el que se apiñaban caballos, mulas y una multitud de gente que daba voces y gritos de terror. Cando Ignacio detuvo el landó, varias señoras que iban a pie asaltaron el carruaje pidiendo a Antonia un asiento. A sus ruegos clamorosos respondió señalándoles silenciosamente a su padre.

– Debo separarme de ustedes aquí -dijo Carlos Gould en medio del alboroto que se había producido con el incendio.

Las llamas se elevaban a gran altura, y la tropa de fugitivos, huyendo del calor de horno que cruzaba el camino, se apretaba contra el carruaje. Una señora de edad media, cuyo vestido negro de seda desentonaba de la tosca manta rodeada a la cabeza y de la rama que le servía de bastón, vaciló contra una de las ruedas delanteras. A sus brazos se asían dos muchachas medrosas y calladas. Carlos Gould las conocía perfectamente.

– ¡Misericordia! -exclamó, dirigiéndose a Gould con una sonrisa forzada-. Vamos terriblemente baqueteadas entre esta turba. Hemos tenido que partir a pie, porque todos nuestros criados huyeron ayer para unirse a los demócratas.

Gruesas masas de humo negro mezclado de chispas pasaban por encima del camino; los bambúes que formaban la armazón del rancho incendiado detonaban en el fuego con el estruendo de una descarga irregular de fusilería. Después, el fulgor de la llama se atenuó repentinamente, dejando sólo una oscuridad rojiza en la que bullían sombras negras, arrastradas en direcciones contrarias; el vocerío se extinguió a la vez que la llama; y el tumulto de cabezas, brazos, disputas e imprecaciones pasó, desvaneciéndose en las tinieblas.

– Sin remedio he de dejarlos a ustedes ahora -repitió Carlos Gould a Antonia, que volvió hacia él la cabeza lentamente y se descubrió el rostro.

El emisario y compadre de Hernández acercó el caballo al carruaje.

– El dueño de la mina ¿tiene algún recado que enviar a Hernández, que es el amo del Campo?

La propiedad de la comparación sorprendió vivamente a Carlos Gould. La tenacidad y precario poder con que él poseía la mina corría parejas con la tozudez e inseguridad del bandido en cuanto al dominio del Campo. Eran iguales ante la anarquía del país. Los contactos envilecedores en que esa anarquía enredaba a los que deseaban proceder honradamente no podían evitarse. Por todas partes se extendía una red tupida de crimen y corrupción. Al pensarlo, un desaliento y lasitud inmensa selló sus labios por algún tiempo.

– Usted es un hombre recto -insistió el emisario de Hernández-. Considere usted a esa gente que ha hecho general a mi compadre y soldados a nosotros. Vea usted a esos señores que buscan su salvación en la huida, sin llevar consigo mas que algunas prendas de vestir a la espalda. Mi compadre no repara en ello, pero mis camaradas tienen tal vez sus dudas; y yo quiero hablarle a usted en su nombre. Oiga señor. Llevamos ahora muchos meses dominando enteramente el Campo. Nosotros no necesitamos pedir nada a nadie; pero los soldados deben tener su paga, para vivir honradamente, cuando las guerras hayan terminado. Se le tiene a usted por tan justo, que una oración de sus labios lograría la curación de todas las bestias enfermas, por ser la plegaria de un juez íntegro y puro. Dígame usted algunas palabras que obren a manera de conjuro mágico sobre las dudas de nuestra partida, donde todos son hombres.

– ¿Oye usted lo que dice? -preguntó Carlos Gould en inglés a Antonia.

– ¡Perdónenos usted tanta miseria! -exclamó ella apresuradamente-. Su reputación de usted es el tesoro inagotable que puede salvarnos a todos aún; su reputación, Carlos, no su riqueza. Le suplico a usted encarecidamente que le dé usted a ese hombre su palabra de que aceptará cualquier arreglo que haga mi tío con su jefe. Una palabra. No necesita más.

Al lado del camino, en el sitio donde se había levantado él rancho de junco y techo de hierba, no quedaba más que un enorme montón de cenizas y brasas; su resplandor rojo oscuro se difundía en un buen espacio alrededor y reflejándose en el rostro de Antonia lo presentaba encendido de excitación. Carlos Gould, después de vacilar breves momentos, hizo la promesa que se le pedía. Hallóse ahora en la situación de un hombre que se ha aventurado a seguir una vereda peligrosa bordeando precipicios sin poder retroceder, y sin esperanza de salvación a no seguir adelante. Lo comprendió perfectamente al fijar la mirada en don José, que yacía tendido, respirando apenas, junto a la altiva Antonia, vencido tras de luchar toda su vida con los poderes de las tinieblas de la inmoralidad, en las que se engendran los crímenes monstruosos y las monstruosas ilusiones. El emisario de Hernández expresó en breves palabras su satisfacción. Antonia se echó de nuevo el velo, resistiendo estoicamente al ansia de preguntar por la huida de Decoud.

Ignacio soslayó una ojeada triste y refunfuñó:

– Mire usted bien las mulas, mi amo. No las volverá usted a ver más.

Capítulo IV

Carlos Gould dio la vuelta en dirección a la ciudad. Ante él los dentados picos de la Sierra resaltaban en negra silueta sobre el fondo claro de la alborada. Aquí y allá un vagabundo embozado torcía apresurado la esquina de una calle cubierta de hierba, al oír el martilleo de los cascos del caballo. Los perros ladraban detrás de las cercas de los huertos; y el frío de las nieves parecía descender con la luz incolora desde las montañas sobre los desunidos enlosados y las casas enteramente cerradas, con sus rotas cornisas y revoque descascarillado a trechos entre las pilastras planas de las fachadas. La claridad del amanecer luchaba con la sombra bajo de las arcadas de la plaza, sin que hubiera muestras de que los campesinos prepararan para el mercado del día sus montones de fruta, haces de hortalizas, adornadas de flores en bancos enanos protegidos por enormes parasoles de esterilla. Faltaba el alegre bullicio matinal de aldeanos, mujeres, chiquillos y borricos cargados. Sólo unos cuantos grupos de revolucionarios permanecían dispersos en el vasto espacio, mirando todos al mismo sitio, al amparo de sus sombreros echados sobre los ojos, esperando que asomara algún mensajero procedente de Rincón. El mayor de esos grupos se volvió como un solo hombre al pasar Carlos Gould y gritó a su espalda en tono amenazador: "¡Viva la libertad!"

Carlos Gould siguió su camino y penetró en el portal de su casa. En el patio, cubierto de paja, un practicante de los enfermeros indígenas del doctor Monygham, sentado en el suelo con la espalda apoyada en el borde de la fuente, punteaba discretamente una guitarra, mientras dos muchachas de la ínfima clase, erguidas ante él, zapateaban con suavidad, y balanceaban los brazos tarareando una canción popular. La mayoría de los heridos en los dos días de revuelta había sido retirada ya por sus amigos y parientes, pero veíanse todavía algunos que se habían incorporado y movían sus cabezas vendadas al compás de la música. Carlos Gould se apeó. Un mozo, medio dormido, saliendo de la panadería, tomó la brida del caballo; el practicante procuró ocultar a toda prisa la guitarra; las muchachas sin avergonzarse, retrocedieron un poco sonriendo; y Carlos Gould, al encaminarse a la escalera, volvió los ojos a un rincón oscuro del patio y los fijó en otro grupo formado por un cargador mortalmente herido y una mujer arrodillada a su lado, que rezaba apresuradamente, mientras se esforzaba por introducir ente los rígidos labios del moribundo un trocito de naranja.

La cruel inutilidad de todo se revelaba en la ligereza y padecimientos de aquel pueblo incorregible; allí se patentizaba el estéril sacrificio de tantas vidas al vano empeño de obtener una solución duradera del problema. Carlos Gould, a diferencia de Decoud, era incapaz de desempeñar con burlona indiferencia su papel en una farsa trágica. Tenía conciencia clara de la tragedia, pero no acertaba a ver el elemento cómico. La convicción de que estaba luchando con una locura irremediable le torturaba lo indecible. Su carácter, a un tiempo demasiado práctico y demasiado idealista, no le permitía tomar a broma los terribles caprichos de la absurda insensatez revolucionaria. Martín Decoud, el materialista imaginativo, podía hacerlo, porque contemplaba los hechos a la luz de su insensible escepticismo. Para Gould, como para todos nosotros, la evidencia del fracaso hacía aparecer, en toda su deformidad, las transacciones con inmoralidades rechazadas por su conciencia. La taciturnidad en que de propósito se había encerrado le había librado muchas veces de tener que manifestar lo contrario de lo que sentía; pero, así y todo, la Concesión Gould había corrompido insidiosamente su integridad y extraviado su juicio. Podía haber previsto -se decía a sí mismo, apoyado sobre la balaustrada del corredor- que el riverismo no conduciría a ningún resultado positivo. La mina había destruido su rectitud hartándole de sobornos y de intrigas, sólo para que le dejaran proseguir su trabajo de un día a otro. Esto le producía profunda indignación, porque le disgustaba, como a su padre, ser robado.

Aparte otras consideraciones más elevadas, se había persuadido de que era un buen negocio apoyar las esperanzas reformistas de don José, y se había metido en una insensata contienda; como su pobre tío, cuya espada pendía de la pared de su estudio, se había comprometido, también lanzándose a defender con las armas las conveniencias más vulgares de toda sociedad organizada. La diferencia estaba en que su arma era la riqueza de la mina, más eficaz y sutil que cualquier honrada hoja de acero sujeta a una sencilla empuñadura de bronce. Pero también más peligrosa para el que la maneja esta arma de la riqueza, a la que la codicia y miseria de los hombres proveen de doble filo, empapada en todos los vicios de viles complacencias como en una decocción de raíces venenosas, arma que infama a la misma causa por que se desnuda, siempre pronta a girar torpemente en la mano.

Contra lo que en cierta ocasión había manifestado a su esposa, ahora veía que en resumidas cuentas, con su linaje y educación ingleses, era un aventurero en Costaguana, el descendiente de aventureros alistados en una legión extranjera, de hombres que habían buscado su fortuna en una guerra revolucionaria, que habían planteado revoluciones y puesto su fe en ellas. A pesar de toda la rectitud de su carácter, tenía algo de la fácil moralidad, de la ancha conciencia del aventurero, que en la apreciación moral de sus acciones toma en cuenta el riesgo personal.

Estaba preparado, si era necesario, para volar la montaña entera de Santo Tomé, barriéndola del territorio de la República. Esta resolución significaba muchas cosas: la tenacidad de su carácter; el remordimiento de aquella sutil infidelidad conyugal, por la que la mujer elegida para acompañarle en la vida no era la única dueña de sus pensamientos; y además algo de la debilidad imaginativa de su padre con un poco también del filibustero que arroja un fósforo encendido a la santabárbara antes que rendir el barco.

Abajo en el patio el cargador herido había exhalado el último aliento. La mujer profirió en aquel instante un grito repentino y penetrante que hizo incorporarse a todos los heridos. El enfermero se levantó de pronto y, guitarra en mano, miró fijamente con las cejas levantadas en la dirección de donde había salido el lamento. Las dos muchachas, sentadas una a cada lado de sus respectivos parientes, con las rodillas tocando la barba y largos cigarros en los labios, se hicieron significativas señales con la cabeza.

Carlos Gould, que seguía mirando desde la balaustrada, vio entrar en el patio por la puerta de la calle a tres hombres, vestidos ceremoniosamente con negras levitas, blancas pecheras y sombreros redondos a la europea. Uno de ellos, más alto que los otros dos de los hombros arriba, avanzaba con solemne gravedad abriendo la marcha. Era don Justo López acompañado de dos amigos, miembros de la Asamblea provincial, que venía a hora tan temprana a visitar al administrador de la mina de Santo Tomé. Al verle, le indicaron con un gesto de la mano que se trataba de algo urgente, y subieron las escaleras, como en procesión.

Don Justo, asombrosamente cambiado por la rasura total de su barba estropeada, había perdido las nueve décimas partes de su aparatosa dignidad. Aun en aquel trance de graves inquietudes, Carlos Gould no pudo menos de notar la ineptitud que se revelaba en el aspecto del hombre. Sus compañeros parecían abatidos y somnolientos: uno pasaba sin cesar la lengua por sus labios resecos; el otro dejaba errar la mirada entristecida por el piso embaldosado del corredor, mientras don Justo, un poco delante, pronunciaba su discurso ante el señor administrador.

Su opinión era que debían guardarse las formalidades. Un nuevo gobernador es siempre visitado por representantes del cabildo o Ayuntamiento, del Consulado, de la Cámara de Comercio, y convenía que la Asamblea provincial enviara también su grupo de representantes, aunque sólo fuera para afirmar la existencia de instituciones parlamentarias. Proponía don Justo que a esta última se uniera don Carlos Gould, como el más eminente ciudadano de la provincia. Gozaba de una posición excepcional y de una personalidad conocida de un extremo a otro de la República. Precisaba no descuidar las cortesías oficiales, aun en el caso de tener que tributarlas con el corazón chorreando sangre. La aceptación de los hechos consumados podía salvar aún los vestigios de las instituciones parlamentarias. Los ojos del orador despedían un fulgor triste: creía en las instituciones parlamentarias, y el vibrar grave y convencido de su voz se perdía en el silencio de la casa como el profundo zumbido de un moscardón.

Carlos Gould se había vuelto para escuchar pacientemente, con el codo apoyado en la balaustrada. Conmovido casi por la ansiosa mirada que le echaba el presidente de la Asamblea provincial, hizo, no obstante, signos negativos con la cabeza. No se avenía con su política hacer intervenir la mina de Santo Tomé en formalidades de cortesía oficial.

– Si han de seguir ustedes mi consejo, señores, deben esperar en sus casas la suerte que la marcha de los acontecimientos les depare. No hay necesidad de que se entreguen ustedes formalmente en manos de Montero. La sumisión a lo inevitable, como dice don Justo, está perfectamente; pero, cuando lo inevitable se llama Pedrito Montero, no hay motivo fundado que obligue a significar de una manera ostensible el alcance de la capitulación. El principal defecto de este país es la falta de moderación en la vida política. La aquiescencia rendida a la ilegalidad no es, señores, el camino que conduce a un porvenir estable y próspero.

Carlos Gould se detuvo ante el asombro apenado que reflejaban los semblantes de los tres hombres y las sorprendidas y ansiosas miradas de sus ojos. La lástima que le causaban los visitantes al poner su confianza en meras palabras, mientras el asesinato y la rapiña se desataban en todo el país, le había arrastrado a lo que consideraba vana garrulería. Don Justo murmuró:

– De manera que usted nos abandona, don Carlos… Y, sin embargo, las instituciones parlamentarias…

La pena le impidió terminar la frase. Por un momento se llevó la mano a los ojos. Carlos Gould, temeroso de entregarse a una palabrería vana, no contestó a la acusación. Devolvióles en silencio sus ceremoniosas inclinaciones. La taciturnidad constituía su refugio. Comprendió que el deseo de don Justo y sus compañeros era poner de su parte la influencia de la mina de Santo Tomé. Necesitaban llevar adelante sus gestiones conciliadoras cerca del vencedor al amparo de la Concesión Gould. No tardarían en presentarse otras comisiones del Ayuntamiento o Cabildo y del Consulado a solicitar el apoyo de la fuerza mas estable y efectiva que se había conocido jamás en la provincia.

Al llegar el doctor con su andar brusco y desigual, halló que el amo se había retirado a su despacho particular con orden de no ser molestado por ningún pretexto. Pero el doctor Monygham no tenía vivos deseos de ver inmediatamente a Carlos Gould. Pasó algún tiempo en examinar rápidamente a los heridos; deteníase ante cada uno de ellos, frotábase la barbilla con el pulgar y el índice, y contestaba a la interrogadora expresión de sus ojos con una mirada fría e impasible. Todos los pacientes seguían bien; pero, cuando llegó al fallecido cargador, se detuvo un poco más, examinando no al hombre que había cesado de padecer, sino a la mujer arrodillaba, absorta en contemplar silenciosamente la cara rígida, de narices pellizcadas y párpados entreabiertos que dejaban ver lo blanco de los ojos. Levantó ella la cabeza y dijo con voz triste:

– No hace mucho que le habían hecho cargador. Su merced el capataz le admitió al fin tras repetidas instancias.

– Yo no soy responsable de lo que hace el gran capataz -murmuró el doctor retirándose.

Subió al primer piso en dirección al cuarto de Carlos Gould, y, a punto ya de llamar, vaciló; luego, volviéndose con un encogimiento de sus desiguales hombros, siguió renqueando por el corredor en busca de la camarera de la señora de Gould.

Leonarda le dijo que la señora no se había levantado todavía. La había encargado de las muchachas del posadero italiano; y ella, Leonarda, las había acostado en su misma habitación. La rubia estuvo llorando hasta quedarse dormida, pero la morena, la mayor, no había cerrado los ojos aún. Dentro estaba, sentada en la cama con las sábanas estiradas debajo de la barba, y la mirada fija de frente, como una pequeña bruja. A Leonarda no le parecía bien que hubiera metido en casa a las hijas de Viola, y así lo dio a entender claramente por la frialdad con que preguntó si era muerta ya la madre. En cuanto a la señora, debía de estar dormida. Desde que entró en la habitación, después de despedir a la señorita Antonia con su padre moribundo, no se había oído ruido alguno detrás de la puerta.

El doctor, saliendo de su ensimismamiento, le dijo en tono brusco que llamara al punto a su ama, y sin aguardar se fue a la sala a esperarla. Estaba muy cansado, pero la excitación que sentía le impidió sentarse. En aquel amplio salón, ahora desierto, donde sus sentimientos marchitos por largos años de aridez habían reverdecido algún tanto, y donde su esquivada y malquista persona había soportado en silencio muchas miradas de soslayo, paseó a la ventura por entre las sillas y mesas, hasta que la señora de Gould entró de prisa, envuelta en un peinador.

– Ya sabe usted que nunca aprobé la idea de llevarse de aquí la plata -empezó el doctor al punto como preliminar para referir sus aventuras relacionadas con el capitán Mitchell, el ingeniero jefe y el viejo Viola, en el cuartel general de Sotillo.

Al doctor, que tenía un concepto especial de la crisis política, el traslado de la plata le había parecido una determinación irracional y funesta. Era como si un general enviara a una región distante con cualquier secreto designio la mejor parte de sus tropas, en la víspera de una batalla. Toda la cantidad de lingotes pudo ocultarse en cualquier parte, donde se tuviera a mano para conjurar los peligros que amenazaban la seguridad de la Concesión Gould. El administrador había procedido como si la inmensa y poderosa prosperidad de la mina descansara en explotarla por diligencias y medios perfectamente honorables, e inspirándose en el fomento de la riqueza del país. Pero en realidad no había nada de eso. Se había seguido el único método posible, que era el del soborno y subvención de importantes personajes políticos. Durante todos estos años la Concesión Gould había venido pagando la libertad de proseguir su desenvolvimiento. Era un sistema repugnante. Comprendía perfectamente que Carlos Gould estuviera harto de él, y lo hubiera abandonado para apoyar una tentativa de reformas.

El doctor no creía en la reforma de Costaguana. Y ahora la mina recomenzaba el abandonado método de honradez, con la desventaja de que en lo sucesivo tendría que luchar no sólo con la codicia despertada por su riqueza, sino con el resentimiento que engendraría el designio de sacudir el yugo de la corrupción moral. Esta era la pena del fracaso sufrido. Lo que al doctor le inquietaba era que Carlos Gould pareciera mostrarse débil precisamente cuando el único medio de asegurar el triunfo sería continuar la política de aquiescencia y concesiones. Dar oídos al descabellado proyecto de Decoud había sido una debilidad.

– ¡Decoud! ¡Decoud! -exclamó el doctor levantando los brazos.

Y se puso a renquear de aquí para allá con breves y coléricas carcajadas. Hacía muchos años que sus dos tobillos habían sido lesionados gravemente durante cierto interrogatorio efectuado en el Castillo de Santa Marta por una comisión compuesta de militares. Guzmán Bento les había comunicado el nombramiento a media noche con frente ceñuda, ojos chispeantes y voz tempestuosa.

El viejo tirano, enloquecido por uno de sus repentinos accesos de sospecha, farfulló en su defectuosa pronunciación requerimientos apremiantes a su fidelidad con horribles amenazas e imprecaciones. Las celdas y casamatas del castillo estaban ya llenas de prisioneros; y entre ellos debía la comisión descubrir la conspiración inicua tramada contra el ciudadano-salvador del país.

El temor a las iras del tirano hizo que se aplicara un procedimiento precipitado y feroz. El ciudadano-salvador no estaba acostumbrado a aguardar. Precisaba descubrir a todo trance una conspiración. Los patios del castillo resonaban con retiñir de grillos, sonido de golpes y lamentos de dolor; y la comisión de oficiales superiores trabajó febrilmente ocultándose unos a otros sus congojas y temores, y disimulando en especial ante su secretario, el Padre Berón [5], capellán del ejército y a la sazón persona que gozaba de mucha confianza con el dictador.

Este capellán, enemigo feroz de conspiraciones y rebeldías, era un tipo corpulento, cargado de hombros, de rostro moreno amarillento; con una enorme tonsura en la parte superior de su achatada cabeza, algo lleno de carnes, vestido con uniforme de teniente, manchado de grasa en todo el pecho y una cruz bordada en algodón blanco en el lado izquierdo. Tenia la nariz en forma de porra y el labio inferior péndulo.

El doctor Monygham le recordaba todavía. Le recordaba, a pesar de haber luchado con todo el esfuerzo de su voluntad por olvidarle. El Padre Berón había sido agregado a la comisión por Guzmán Bento con el expreso propósito de que su ilustrado celo y carácter duro y rígido les ayudara en sus trabajos. El doctor no pudo en modo alguno borrar de su memoria el recuerdo de su celo, de su rostro, ni de la voz monótona y despiadada con que pronunciaba las palabras: "¿Quiere usted confesar ahora?"

Este recuerdo no le hacía temblar, pero le había convertido en lo que era ante las personas respetables, esto es, en un hombre despreciador de las conveniencias ordinarias, colocado entre el vagabundo listo y el médico de pobre reputación. Pero no todas las personas respetables hubieran tenido la necesaria delicadeza de sentimiento para comprender con qué turbación de espíritu y exactitud de pormenores el doctor Monygham, médico oficial de la mina de Santo Tomé, recordaba la figura del Padre Berón, capellán del ejército, y un tiempo secretario de una comisión militar.

Después de los muchos años transcurridos, el doctor Monygham, sepultado en el retiro de sus habitaciones del edificio que hacía de hospital en la garganta de Santo Tomé, tenía presente la imagen del Padre Berón con la claridad de siempre. La veía a veces por la noche, en sueños. En esas noches el doctor aguardaba a que amaneciera con una vela encendida, yendo y viniendo de un extremo a otro de sus dos cuartos particulares, mientras se contemplaba los pies descalzos, con los brazos muy ceñidos al cuerpo.

Imaginábase ver al Padre Berón, sentado en el extremo de una larga mesa negra, tras de la que aparecían en fila las cabezas, hombros y charreteras de los miembros militares; y le veía mordiscando las barbas de una pluma de ave, y escuchando con desdén impaciente y cansado las protestas de algún prisionero que ponía al cielo por testigo de su inocencia, hasta que el secretario exclamaba de pronto:

– ¿A qué perder tiempo en estas miserables tonterías? Permítanme ustedes sacarle de aquí por un rato.

Y el terrible secretario, implacable enemigo de conspiraciones y rebeldías, salía detrás del prisionero cargado de sonante cadena y metido entre los soldados. Tales intermedios ocurrieron muchos días, muchas veces y con muchos prisioneros. Cuando el encadenado volvía, estaba dispuesto a hacer una plena confesión, según declaraba el secretario, inclinándose hacia adelante con la mirada embotada y ahíta del glotón tras una copiosa comida.

El secretario, merecedor de la confianza de Guzmán Bento, no había de defraudarla dejando de acudir a todos los medios por falta de instrumentos inquisitoriales adecuados.

La historia enseña que los hombres nunca fueron incapaces de idear arbitrios para infligir a sus prójimos tormentos morales o físicos. Esa capacidad se desarrolló en ellos al crecer la complejidad de sus pasiones y perfeccionarse su ingenio. Con seguridad puede afirmarse que el hombre primitivo no se molestó en inventar torturas. Su indolencia y sencillez de corazón no se lo permitían: rompía ferozmente el cráneo a su vecino con un hacha de piedra por necesidad y sin malicia. El individuo más estúpido es muy capaz de hallar una frase envenenada o de manchar a un inocente con una calumnia cruel.

Un trozo de cordel y una baqueta; algunos fusiles en combinación con una tira de cuero; y hasta un simple mazo de madera dura y pesada, aplicado en ciertas condiciones a los dedos o articulaciones del cuerpo humano, bastan para producir la tortura más exquisita.

El doctor había sido un prisionero obstinado, y, como consecuencia natural de esa "mala disposición" (así la llamaba el Padre), fue preciso subyugarle de la manera mas completa por procedimientos contundentes. De ahí su doble cojera, la retorcida posición de sus hombros y las cicatrices de su cara. Cuando confesó por fin, lo hizo también de una manera completa. A veces, cuando paseaba por las noches, se asombraba, rechinando los dientes de vergüenza y rabia, de la fecundidad de su imaginación al haber sido estimulada por cierta clase de dolor, que hizo aparecer como cosas de escasa importancia la verdad, el honor, el propio decoro y aun la misma vida.

Y le era imposible olvidar al Padre Berón con su monótona pregunta:

"¿Quiere usted confesar ahora?", que percibía en horrible machaqueo y claridad de sentido al través de la delirante incoherencia de un dolor insoportable. No podía olvidar. Pero no era eso lo peor. Si el doctor Monygham hubiera encontrado al Padre Berón en la calle después de tantos años, estaba seguro de que retrocedería en su presencia. No era de temer ahora que tal ocurriera. El Padre había muerto; pero la odiosa certidumbre del espanto que había de causarle su vista impedía al doctor mirar a nadie a la cara.

El infeliz se había convertido de cierto modo en esclavo de un fantasma. Con semejante obsesión, la idea de volver a Europa le parecía absurda a todas luces. Al hacer ante la comisión militar las confesiones que se le arrancaron, el doctor Monygham no pretendía evitar la muerte. Antes al contrario, la anhelaba. Sentado medio desnudo, durante horas, en la tierra húmeda de su prisión, y tan inmóvil que las arañas, sus compañeras, prendían las telas en sus hirsutos cabellos, buscaba consuelo al dolor de su alma, arguyéndose que había declarado crímenes bastantes para una sentencia de muerte y que, habiendo llegado con él a tales extremos, no le dejarían vivir para contarlo.

Pero, por un refinamiento de crueldad, se dejó el doctor Monygham consumirse lentamente en el oscuro sepulcro de su calabozo. A no dudarlo, esperaban que aquello acabara con él sin la molestia de una ejecución; pero el doctor tenía una constitución de hierro. El que murió fue Guzmán Bento, no al golpe del puñal de un conspirador, sino de un ataque de apoplejía; el doctor Monygham fue puesto en libertad a toda prisa.

Cuando, después de pasar meses en tinieblas, le rompieron los grillos alumbrándose con una vela, la luz de ésta le hería los ojos de tal modo, que necesitó taparse la cara con las manos. Le alzaron del suelo. El corazón le palpitaba con violencia por el temor de esta libertad. Cuando intentó dar un paso, la extraordinaria debilidad de sus pies le hizo vacilar y cayó. Pusiéronle en las manos dos bastones y le empujaron por el pasillo, hasta sacarle. Fuera reinaba gran oscuridad; las luces brillaban ya en las ventanas de los oficiales, alrededor del patio, pero la claridad del crepúsculo matinal le deslumbró con su enorme y abrumadora brillantez. Un delgado poncho pendía de sus hombros esqueléticos y desnudos; sus harapientos pantalones no le llegaban más abajo de las rodillas; el cabello, no cortado en dieciocho meses, caía en sucias guedejas grises a cada lado de sus salientes pómulos. Al pasar arrastrándose por el cuarto de guardia, un soldado salió movido de un secreto impulso, se adelantó con una risa extraña y le encasquetó en la cabeza un viejo sombrero de paja, todo roto.

Y el doctor Monygham, después de haberse tambaleado, continuó su camino. Avanzaba un palo, luego un pie lisiado, después el otro palo; seguía el pie del lado opuesto, sólo a muy corta distancia y penosamente, como si la pesadez le impidiera casi moverle; y además sus piernas, bajo de las esquinas colgantes del poncho, no parecían más gruesas que los palos de que se servía. Un temblor incesante agitaba su cuerpo encorvado, sus miembros enflaquecidos, su cabeza huesuda, la copa cónica y desgarrada del sombrero, cuya ala anchurosa le cubría los hombros.

En tales condiciones de porte y atavío salió el doctor Monygham a tomar posesión de su libertad. Y esas condiciones parecieron atarle indisolublemente al país de Costaguana, a modo de un terrible procedimiento de naturalización que le incorporaba íntimamente a la vida de la República, con una intimidad mayor que cualesquiera triunfos y honores.

Ellas mataron el europeísmo del doctor Monygham, porque éste se formó un concepto ideal de su desgracia, concepto eminentemente adecuado y propio de un oficial de ejército y un caballero. Lo había sido el doctor en su país, donde desempeñó el empleo de cirujano en un regimiento de infantería del ejército inglés.

La idea que el doctor se formó de la situación a que le habían reducido los acontecimientos no se fundaba en hechos fisiológicos, ni en argumentos razonables, pero, así y todo, no pecaba de absurda. Era sencilla y nada más. Lo es necesariamente toda norma de conducta, que se funda principalmente en renuncias y abnegaciones severas. Y la opinión del doctor Monygham sobre lo que le cumplía hacer se inspiraba en la severidad; su falta de acoplamiento con la realidad nacía de ser una exageración imaginativa de un sentimiento legítimo. Además en su virtualidad, influencia y constancia, era la opinión de una naturaleza eminentemente leal.

Existía un gran fondo de lealtad en la naturaleza del doctor Monygham; y la había consagrado por entero a la señora de Gould, creyéndola digna de todos los sacrificios. En el fondo de su corazón se sentía inquieto e irritado ante la prosperidad de la mina de Santo Tomé, porque su creciente importancia robaba a la señora toda la paz de su alma. Costaguana no era lugar adecuado para una mujer de sus prendas de carácter. ¿En que pensaría Carlos Gould cuando la llevó allí? ¡Era una locura!

Y el doctor había observado la marcha de los sucesos con el callado y sombrío retraimiento que, según se imaginaba, le imponía su lamentable historia.

La leal estimación que tributaba a la señora de Gould no podía, sin embargo de todo, perder de vista la seguridad de su esposo. El doctor había logrado hallarse en la ciudad al llegar el momento crítico, porque desconfiaba de Carlos Gould. Le veía irremediablemente inficionado de la locura revolucionaria. Por eso se paseó tan inquieto y acongojado en el salón de la casa Gould aquella mañana, exclamando: "¡Decoud! ¡Decoud!" en tono triste e indignado.

La señora de Gould, con el semblante encendido y los ojos brillantes, permanecía mirando fijamente ante ella, absorta en la contemplación del repentino y enorme desastre. Una de sus manos apoyaba ligeramente las puntas de los dedos en una mesilla baja, situada a su lado, y el brazo temblaba todo hasta el hombro.

El sol, que tarda en mostrar su disco sobre Sulaco, saliendo con toda la plenitud de su fuerza, a gran altura, por detrás de la nevada y deslumbradora cumbre del Higuerota, había ahuyentado la suave y delicada claridad gris perla en que yace envuelta la ciudad durante las primeras horas, y proyectaba masas recortadas de negra sombra y espacios de resplandor deslumbrante y ardiente. Tres largos rectángulos de luz solar se tendían por el interior de la sala, penetrando por las ventanas; mientras, en el lado opuesto de la calle, la fachada de la casa de Avellanos se mostraba enlutada por una sombra negra vista al través de la luz.

Una voz preguntó a la puerta:

– ¿Qué hay de Decoud?

Era Carlos Gould. No le habían oído venir por el corredor. Su mirada no hizo más que resbalar sobre su mujer y se fijó de lleno en Monygham.

– ¿Ha traído usted algunas noticias, doctor?

El interrogado soltó abruptamente todo lo que sabía. Después de hacerlo, el administrador de la mina de Santo Tomé se le quedó mirando algún tiempo sin hablar una palabra. La señora de Gould se dejó caer en una silla baja con las manos descansando en el regazo. Los tres permanecieron inmóviles y silenciosos. Carlos Gould rompió el silencio:

– Usted necesitará tomar algún desayuno.

Y se apartó para dejar que pasara primero su mujer: ésta le tomó la mano y se la apretó al salir, llevándose el pañuelo a los ojos. La vista de su esposo le había traído a la memoria la situación de Antonia, y no pudo contener sus lágrimas al pensar en la pobre muchacha. Cuando volvió a reunirse con los dos hombres en el comedor, Carlos Gould estaba diciendo al doctor, sentado a la mesa frente a él:

– No, parece que no cabe duda alguna.

El otro asintió.

– Tampoco yo veo cómo podemos poner en tela de juicio el relato de ese desgraciado Hirsch. Lo que temo es que sea demasiado cierto.

Emilia se sentó desolada a la cabecera de la mesa y pasaba la mirada de uno a otro, mientras éstos procuraban no encontrarla, sin volver la cabeza. El doctor hizo ostentación de tener hambre; tomó el cuchillo y el tenedor, y empezó a comer con gran aparato, como si estuviera representando el papel de convidado famélico. Carlos Gould no fingió nada parecido; con los dos codos muy separados del cuerpo en línea horizontal, se retorcía las puntas de sus llameantes bigotes, los cuales eran tan largos que sus manos se apartaban enteramente del rostro.

– No me sorprende -murmuró, dejando los bigotes y poniendo un brazo sobre el respaldo de su silla.

Su semblante estaba tranquilo con esa inmovilidad de expresión que denuncia la intensidad de una lucha mental. Comprendió que la pérdida de la gabarra en aquellas circunstancias hacía entrar en juego todas las consecuencias derivadas de la conducta que venía observando con todas sus intenciones conscientes y subconscientes. Ahora había que poner término a su reserva silenciosa y al aire de impenetrabilidad con que había procurado poner a salvo su dignidad. Era la forma menos innoble de disimulo, impuesta por aquella parodia de instituciones civilizadas que ofendían su inteligencia, su rectitud y sus ideas de justicia. Era como su padre. Carecía de la facultad de percibir el lado irónico de los hechos. No excitaban su hilaridad los absurdos que prevalecen en el mundo; antes al contrario le ofendían en su innata gravedad. Notó que la desdichada muerte del pobre Decoud le despojaba de su posición inaccesible como fuerza que actuaba retirada en el fondo. Al presente estaba francamente comprometido, a no ser que resolviera abandonar la lucha… y eso era imposible. Los intereses materiales le demandaban el sacrificio de su aislamiento, y acaso el de su misma seguridad. Y consideró que el plan separatista de Decoud no se había ido a pique con la plata perdida.

Lo único que no había cambiado era su situación respecto de mister Holroyd. El rey de la plata y el acero había entrado en los negocios de Costaguana con una especie de apasionamiento. Costaguana se había convertido en una necesidad de su vida; en la mina de Santo Tomé había hallado los solaces espirituales que otros obtienen de un drama, del arte o de algún deporte arriesgado y fascinador. Era una forma especial de la extravagancia del grande hombre, sancionada por una intención moral, bastante poderosa para halagar su vanidad. Aun esa aberración de su genio cooperaba al progreso del mundo.

Carlos Gould estaba seguro de ser comprendido con exactitud y juzgado con la indulgencia de su común apasionamiento. Nada podía sorprender ni sobresaltar ahora al grande hombre. Y Carlos Gould se imaginó a sí propio escribiendo una carta a San Francisco en estos o parecidos términos: "…Los directores del movimiento han muerto o huido; la organización civil de la provincia ha terminado por ahora; el partido blanco de Sulaco se ha hundido ignominiosamente, pero en la forma característica de este país. Sin embargo de eso, Barrios, intacto en Cayta, sigue siendo una fuerza utilizable. Me veo forzado a apoyar abiertamente el plan de una revolución provincial, como único medio de colocar los enormes intereses materiales, dependientes de la prosperidad y paz de Sulaco, en una situación de seguridad permanente…" Esto era claro. Vio estas palabras como si estuvieran escritas con caracteres de fuego en la pared donde fijaba, abstraído, la vista.

Su esposa observaba con miedo aquella abstracción, fenómeno doméstico temeroso que le ensombrecía y helaba la casa, como una nube tempestuosa al pasar por delante del sol. Los accesos de abstracción de Carlos Gould reflejaban la concentración intensa de una voluntad acosada por una idea. Un hombre obsesionado por una idea fija es un loco, y, como tal, peligroso, aun cuando esa idea sea la de justicia. Porque ¿no puede una ofuscación engañosa hacer hundirse implacable el cielo sobre una cabeza amada? Los ojos de la señora de Gould contemplaron el perfil de su marido, llenándose otra vez de lágrimas. Y otra vez creyó ser testigo de la desesperación en que se hallaría sumida la infortunada Antonia… "¿Qué hubiera hecho yo si Carlitos se hubiera ahogado, mientras estábamos en vísperas de casarnos?", se preguntaba mentalmente con horror. Un frío de hielo invadió su corazón, y al mismo tiempo sus mejillas se encendieron como tostadas por el fuego de una pira funeraria que consumiera todas sus afecciones terrenas. Las lágrimas brotaron de sus ojos.

– ¡Antonia se matará!-exclamó.

Este grito cayó en el silencio de la habitación sin causar efecto notable. Únicamente el doctor, que desmigaba un trocito de pan, con la cabeza inclinada a un lado, levantó la cara, y los ralos pelos largos que sobresalían en sus espesas cejas se movieron en un leve fruncido. Monygham creía con toda sinceridad que Decoud era especialmente indigno de ser amado por ninguna mujer. Luego volvió a bajar la cabeza con una desdeñosa contracción del labio; y su corazón se llenó de tierna admiración de la señora de Gould.

– Piensa en esa joven -se decía a sí mismo-; piensa en las hijas de Viola; piensa en mí, piensa en los heridos, en los mineros; piensa siempre en todos los pobres y desgraciados… Pero ¿qué hará si Carlos Gould sale vencido en ese jaleo infernal a que le ha arrastrado el maldito Avellanos? ¡Pobre Emilia! Nadie parece pensar en ella.

Carlos Gould proseguía sus reflexiones sutiles, mirando de hito en hito a la pared. "Escribiré a Holroyd que la mina de Santo Tomé posee la fuerza necesaria para emprender la formación de un nuevo Estado. La idea le agradará, induciéndole a correr el riesgo".

Pero Barrios ¿serviría para el caso? Pudiera ser. Con todo, no había modo de comunicar con él. El despacho de un bote a Cayta era imposible desde que Sotillo se había apoderado del puerto, disponiendo además de un vapor. Y ahora, con el levantamiento de todos los demócratas de la provincia y la perturbación de la gente del Campo, ¿dónde hallar un hombre que fuera capaz de abrirse camino por tierra hasta Cayta para llevar un mensaje, teniendo que cabalgar durante diez días al menos? ¿Un hombre de valor y resolución, bastante sagaz y animoso para escapar al arresto y al asesinato, y para tragarse el documento comprometedor en el caso de ser detenido? El capataz de cargadores había dejado de existir.

Y Carlos Gould, apartando la mirada de la pared, dijo en voz baja:

– ¡Ese Hirsch! ¡Qué ocurrencia más extraordinaria! ¡Salvarse agarrado al áncora! ¿No fue así? Yo no tenía idea de que continuara en Sulaco. Me figuraba que habría vuelto por tierra a Esmeralda hace más de ocho días. Vino aquí una vez a hablarme sobre su negocio de pieles y algunas otras cosas. Yo le manifesté con toda claridad que no se podía hacer nada.

– Temió emprender el viaje de regreso a causa de andar Hernández por los alrededores -comentó el doctor.

– Y el caso es que, a no ser por el tal Hirsch, no hubiéramos podido saber nada de lo ocurrido -repuso Gould con expresión de asombro.

Emilia exclamó:

– Es preciso que Antonia lo ignore. No debe decírsele una palabra. Ahora menos que nunca.

– No es probable que nadie lleve la noticia -dijo el doctor. -A nadie le interesa. Además, la gente de aquí teme a Hernández como al diablo. Y aun es un negocio embarazoso, porque si usted quisiera comunicar con los refugiados, no hallaría mensajero. Cuando Hernández merodeaba a cien millas de distancia, la plebe de Sulaco temblaba de horror al oír las historias de los que había quemado vivos.

– Sí -murmuro Carlos Gould-; el capataz del señor Mitchell era el único hombre de la ciudad que se hubiera visto con Hernández frente a frente. El Padre Corbelán se valió de él para iniciar las comunicaciones. Es una lástima que…

Su voz quedó ahogada por el solemne tañido del bordón de la catedral. Tres campanadas estallaron, una tras otra, con la violencia de detonaciones, extinguiéndose lentamente en profundas y dulces resonancias.

Y a continuación todas las campanas de cada iglesia, convento o capilla de la ciudad, aun de los que llevaban años cerrados, rompieron a repicar a un tiempo con furia. En aquella violenta inundación de estruendo metálico había un poder de lucha y violencia que hizo palidecer el semblante de la señora de Gould. Basilio, que estaba sirviendo la mesa, acobardado y encogido, se asió al aparador castañeándole los dientes. El ruido no permitía oír lo que se hablaba.

– ¡Cierra esas ventanas! -gritó con ira Carlos Gould al criado. Todos los de la casa, aterrados por lo que creían señal de una matanza general, hombres y mujeres, la población oscura y de ordinario invisible, alojada en los cuatro lados de la planta baja del patio, se lanzaron escaleras arriba, tropezando y cayendo unos sobre otros. Las mujeres, clamando "Misericordia", irrumpieron derechamente en el salón, y, cayendo de rodillas junto a las paredes, empezaron a santiguarse convulsivamente. En un instante se amontonaron a la puerta en bloque hombres de semblante azorado -mozos de cuadra, jardineros, ayudantes incalificados que vivían de las migajas de la opulenta casa- y Carlos Gould tuvo a toda la numerosa servidumbre doméstica, hasta el portero. Era éste un viejo medio paralítico, cuyas largas greñas le caían sobre los hombros: un legado de la piedad familiar recibido por Carlos Gould. El anciano conservaba el recuerdo de Enrique Gould, inglés y costaguanero de la segunda generación, gobernador de la provincia de Sulaco; le había servido personalmente años y años en la paz y en la guerra; se le había permitido asistirle en la cárcel; le había seguido en la mañana fatal, tras el piquete ejecutor, y atisbando medio oculto junto a uno de los cipreses que crecen a lo largo de la pared del convento franciscano, había visto, con los ojos saliéndosele de las órbitas, a don Enrique levantar los brazos y caer de bruces sobre el polvo. Carlos Gould notó particularmente la cabezota patriarcal de aquel testigo detrás de los otros sirvientes. Pero se sorprendió de descubrir una o dos viejas arrugadas con aspecto de brujas, de cuya existencia dentro de los muros de su casa no tenía noticia. Debían ser las madres o abuelas de algunos criados. Había también algunos niños, más o menos desnudos, que lloraban y se prendían a las piernas de sus padres. Jamás había advertido hasta entonces ninguna señal de criaturas en su patio. Hasta Leonarda, la camarera, llegó asustada, abriéndose paso a empujones, con semblante serio y hosco de doncella predilecta, con las hijas de Viola cogidas de la mano. La vajilla de porcelana vibraba en la mesa y en el aparador, y toda la casa parecía balancearse en una ola ensordecedora de sonido.

Cap ítulo V

Durante la noche el populacho que aguardaba a Pedrito Montero se había apoderado de todos los campanarios de la ciudad para saludar la entrada del famoso guerrillero después de haber dormido en Rincón. Por la puerta que daba al Campo entró en primer lugar una turba con armas, formada por tipos de todos los colores, cataduras, corpulencias y estados de andrajosidad, turba que se daba a sí propia el nombre de Guardia Nacional de Sulaco y marchaba a las órdenes del señor Camacho. Por medio de la calle avanzaba, como un torrente de desperdicios, una masa de sombreros de paja, ponchos, cañones de escopeta, con una enorme bandera verde y amarilla ondeando en el centro, entre una nube de polvo y al furioso batir de tambores. Los espectadores se apretujaban contra las paredes de las casas y vociferaban sus ¡Vivas!. Detrás de la chusma se veían las lanzas de la caballería, el "ejército" de Pedro Montero. Éste avanzaba, entre los señores Fuentes y Camacho, a la cabeza de sus llaneros, que habían ejecutado la hazaña de cruzar los páramos del Higuerota a través de una tempestad de nieve. Cabalgaban de cuatro en fondo, montando los caballos que habían confiscado en el Campo, vestidos con las ropas heterogéneas robadas apresuradamente en su rápida travesía por la parte septentrional de la provincia; porque Pedro Montero tenía gran prisa por ocupar a Sulaco. Los pañuelos, anudados flojamente alrededor de sus gargantas desnudas, lucían su brillo y flamantes colores; y todas las mangas derechas de sus camisas de algodón habían sido cortadas por cerca del hombro para mayor libertad en arrojar el lazo. Figuras de rostro emaciado y barba gris aparecían junto a otras jóvenes, enjutas y curtidas, mostrando señales de la ruda vida de la campiña, con tiras de carne cruda arrolladas a las copas sus sombreros y grandes espuelas de hierro sujetas a sus talones desnudos.

Los que en los pasos de la montaña habían perdido sus lanzas las habían reemplazado por los rejones que usan los vaqueros del Campo: ramas delgadas de palmera, que medían diez pies de largo, con una porción de anillos sonantes alrededor de la herrada punta. Entre sus armas se veían cuchillos y revólveres. Una intrepidez feroz caracterizaba la expresión de todos aquellos rostros tostados por el sol, que miraban desdeñosamente con sus hundidos ojos a la muchedumbre de a pie, o se alzaba con insolencia a las ventanas, señalándose por señas unos a otros algún rostro especial femenino. Cuando entraron en la plaza y divisaron la estatua ecuestre del Rey, deslumbradoramente blanca a la luz del sol, campeando enorme e inmóvil sobre el oleaje del gentío, con su eterno ademán de saludar, un murmullo de sorpresa corrió las filas de los jinetes.

– ¿Qué santo es ése del sombrero grande? -preguntaban.

Eran una muestra excelente de la caballería de los llanos, con la que Pedro Montero había cooperado tanto a la victoriosa carrera de su hermano, el general. El ascendiente que Pedrito, educado en las ciudades costeras, adquirió en breve sobre los llaneros de la República, sólo puede atribuirse a su extraordinario talento para la traición y el disimulo; talento de tal eficacia en sus resultados, que ante hombres violentos e incultos, muy cercanos al completo salvajismo, aparecía como el colmo de la sagacidad y del valor.

Las leyendas y cuentos populares de todas las naciones testifican que la doblez y la astucia, junto con la fuerza física, fueron consideradas, aún más que el valor, como virtudes heroicas por el humano linaje en estado primitivo. Vencer al adversario era el gran negocio de la vida. El valor se daba por supuesto. Pero el ingenio excitaba asombro y respeto. Todas las estratagemas, con tal que no fallaran, eran legítimas y honorables; la destrucción fácil de un enemigo víctima de una sorpresa no despertaba otros sentimientos que los de alegría, orgullo y admiración. Y no es que los hombres primitivos aventajaran en espíritu traicionero a sus descendientes de hoy, antes al contrario iban más derechamente a su fin, y reconocían con mayor sinceridad el éxito como única norma de moralidad.

De entonces acá hemos cambiado. El empleo de la inteligencia despierta escasa admiración y menos respeto. Pero los ignorantes y bárbaros llaneros, que se enredaban en una guerra civil, seguían de buen grado al caudillo que lograba a menudo burlar la cautela de sus enemigos y entregárselos, por decirlo así, maniatados.

Pedro Montero poseía el talento de adormecer a sus adversarios, comunicándoles una impresión de confiada seguridad. Y, como los hombres aprenden con extrema lentitud las lecciones de la experiencia, y están siempre dispuestos a creer las promesas que halagan sus secretas ambiciones, Pedro obtuvo triunfo tras triunfo en su carrera. Siendo un simple criado o funcionario inferior de la legación de Costaguana en París, se integró a la patria tan luego como supo que su hermano había salido de la oscura comandancia que desempeñaba en su frontera. Mediante su destreza en el arte de adular, consiguió engañar a los jefes del movimiento riverista en la capital, y ni el perspicaz agente de la mina de Santo Tomé llegó a comprenderle del todo.

Desde el primer momento adquirió una influencia enorme sobre su hermano. Se le parecía mucho: ambos eran calvos, con mechones de pelo crespo encima de las orejas, indicio de correr por sus venas alguna sangre negra. Con todo, Pedro era mis pequeño que el general, de porte mis fino, dotado de una facultad simiesca para imitar todas las exterioridades de la finura y la distinción, y de una facilidad de loro para los idiomas.

Gracias a la generosidad de gran viajero europeo, de quien su padre había sido asistente durante sus excursiones por el interior del país, los dos hermanos recibieron alguna instrucción elemental, que ayudó al mayor a salir de soldado raso.

Pedrito, el más joven, holgazán y vagabundo incorregible, anduvo a la aventura por las ciudades de la costa, rodando por despachos de contabilidad, pegándose a los extranjeros como una especie de valet-de-place, y llevando una vida ociosa y nada honorable. De sus lecturas sólo sacó llenarse la cabeza de absurdas fantasías. Los móviles impulsores de sus actos eran tan improbables, que no podían ser sospechados por ninguna persona sensata.

De esta suerte avino que el agente de la Concesión Gould en Santa Marta le atribuyó a primera vista ideas de prudencia y hasta autoridad para reprimir la vanidad siempre descontenta de su hermano. Nunca pudo pasarle por las mientes que Pedrito Montero, lacayo o escribiente de última clase, alojado en las buhardillas de los diversos hoteles parisienses, en que la Legación de Costaguana solía proteger su dignidad diplomática, había devorado las obras históricas francesas más superficiales, como, por ejemplo, las relaciones de Imbert de Saint Amand sobre el Segundo Imperio. Alucinado por el esplendor de una corte brillante, Pedrito había concebido la idea de procurarse una posición, en la que, a ejemplo del Duque de Morny, asociara el dominio de todos los placeres con la dirección de los asuntos públicos y el goce del poder supremo en todas las formas. Nadie hubiera podido adivinar tan locas aspiraciones. Y, no obstante, ellas eran una de las causas inmediatas de la revolución monterista. Lo cual parecerá menos increíble si se reflexiona en que las causas fundamentales tuvieron, como siempre, sus raíces en la falta de madurez política del pueblo, en la indolencia de las clases superiores y la profunda ignorancia y atraso de las inferiores.

Pedrito Montero vio en el encumbramiento de su hermano un camino abierto para llegar a la realización de sus sueños más disparatados. Y ello contribuyó poderosamente a que el pronunciamiento monterista no pudiera ser evitado. Quizá hubo facilidades para comprar al general, satisfacerle con lisonjas, o enviarle a Europa con una misión diplomática; pero su hermano no dejó de empujarle constantemente a persistir en su plan de hacerse el amo del país. Quería ser el estadista más brillante de Sudamérica. Para sí no deseaba Pedrito el poder supremo, porque en realidad temía sus trabajos y riesgos. En lo que sobre todo pensaba, aleccionado por la experiencia durante su permanencia en Europa, era procurarse una importante fortuna. Mirando a conseguirlo, obtuvo de su hermano, la mañana misma de la victoria, la autorización para forzar el avance por las montañas y tomar posesión de Sulaco. Esta región era el país de la prosperidad futura, la tierra propicia al progreso material, la única provincia de la República que ofrecía interés a los capitalistas europeos.

Pedrito Montero, imitando al Duque de Morny, aspiró a tener su parte en esa prosperidad: tal era en concreto su fin. Ahora que su hermano era el amo del país, como presidente, dictador y aun emperador -¿por qué no como emperador?-, concibió el propósito de participar de los beneficios de todas las empresas -ferrocarriles, minas, plantaciones de azúcar, molinos de algodón, compañías agrícolas, y todas y cada una de las asociaciones lucrativas- en pago de su protección. El deseo de hallarse pronto sobre el terreno fue la verdadera causa de la célebre travesía de la cordillera a caballo con unos doscientos llaneros, expedición cuyos peligros no le permitió ver con claridad su impaciencia. Rodeado de la aureola de las victorias alcanzadas, le pareció que a un Montero le bastaba presentarse para quedar dueño de la situación. Ilusionado con tal creencia, se había precipitado a dar un paso temerario, del que empezaba a percatarse. Mientras cabalgaba a la cabeza de sus llaneros, le apenaba que fueran tan pocos. El entusiasmo del populacho le tranquilizó en parte. Los gritos de "¡Viva Montero! ¡Viva Pedrito!" se repetían ensordecedores. Para aumentar más aún el entusiasmo, y por el placer natural de satisfacer sus instintos de farsantes, dejó caer las riendas sobre el cuello del caballo y con ostentosa familiaridad y confianza tomó del brazo a los señores Fuentes y Camacho; y en esa postura, llevándole de la brida el caballo un mozo harapiento de la ciudad, cruzó triunfalmente la plaza hasta la puerta de la Intendencia. Los vetustos y sombríos muros de este edificio parecían temblar con las aclamaciones que rasgaban el aire ahogando el estruendoso volteo de las campanas de la catedral.

Pedro Montero se apeó entre un montón de gente que vociferaba entusiasta y sudorosa, mientras los andrajosos guardias nacionales luchaban brutalmente por hacerla retroceder. Después de subir algunos escalones, paseó la mirada por la gran muchedumbre, absorta en contemplarle, y la fijó luego en las paredes de las casa fronterizas, agujereadas de balazos, que parecían veladas por la neblina de un polvo luminoso. Al través del vasto espacio de la plaza resaltó ante sus ojos la palabra: "PORVENIR" en inmensas mayúsculas negras, alternando con ventanas rotas; y pensó con delicia en la hora de la venganza, porque estaba segurísimo de apoderarse de Decoud. A su izquierda, Camacho, corpulento y encendido, enjugándose el velludo y húmedo rostro, descubría una serie de dentarrones amarillentos en una mueca estúpida de hilaridad. A su derecha, el señor Fuentes, pequeño y enjuto, miraba con los labios apretados a la multitud, que permanecía extática y boquiabierta, como si esperara que el gran guerrillero, el famoso Pedrito, se dispusiera a repartirles inmediatamente algunas larguezas materiales. Pero lo que les dio fue un discurso que empezó con el grito de "¡Ciudadanos!", proferido con fuerza bastante para hacerse oír de los que estaban en medio de la plaza.

Y a continuación la mayor parte de los ciudadanos se inmovilizó, presa de la fascinación producida sólo por los gestos del orador, que se ponía de puntillas, levantaba los brazos por encima de la cabeza con los puños apretados, ponía una mano tendida sobre el corazón, hacía brillar lo blanco de los ojos rodándolos de una parte a otra, blandía un brazo en ademán de barrer obstáculos, señalaba con el dedo, fingía abrazos, apoyaba familiarmente una mano sobre el hombro de Camacho o la agitaba con respeto hacia la menuda persona del señor Fuentes, abogado y político, al par que verdadero amigo del pueblo. Los vivas de los más cercanos al orador, estallando de pronto, se propagaron con irregularidad hasta los confines de la multitud, como llamas corriendo sobre hierba seca, y expiraban en las bocacalles. A intervalos sobre la bullidora muchedumbre de la plaza caía un profundo silencio, en el que la boca del orador continuaba abierta vociferando, y las frases sueltas -"La felicidad del pueblo", "Hijos del país", "el mundo entero"- llegaban a los grupos apiñados en las escaleras de la catedral con un débil y claro rumor, semejante al zumbido de un mosquito.

El Orador ahora se golpeó el pecho y pareció dar saltos entre sus acompañantes: era el esfuerzo supremo de la peroración. Después las dos figuras más pequeñas desaparecieron de la vista del público; y el enorme Camacho, que quedó solo, avanzó, levantando a gran altura su sombrero sobre la cabeza. Púsoselo de nuevo con arrogancia y gritó:

– ¡Ciudadanos!

Un hondo murmullo saludó al señor Camacho, ex tendero ambulante del Campo, comandante de los guardias nacionales.

En el piso alto Pedrito Montero recorría una tras otra las desvastadas habitaciones de la Intendencia, refunfuñando sin cesar:

– ¡Qué estupidez! ¡Qué destrucción!

El señor Fuentes, que le seguía, moderó el rigor de su taciturnidad para decir en voz baja:

– Todo ello es obra de Camacho y sus nacionales.

Y luego, inclinando la cabeza sobre el hombro izquierdo, cerraba los labios con tal fuerza que en las comisuras de la boca se formaban dos hoyuelos. Tenía en el bolsillo el nombramiento de jefe político de la ciudad, y ardía de impaciencia por empezar a ejercer sus funciones.

En el largo salón de audiencias, con todos sus grandes espejos rotos a pedradas, los cortinajes desgarrados y el dosel de la plataforma del testero hecho piezas, el vasto y sordo murmullo de la multitud y la voz rugiente de Camacho, que hablaba precisamente debajo de ellos, llegaban a sus oídos al través de los postigos, mientras permanecían inmóviles en medio de la penumbra y desolación del local.

– ¡El bruto! -comentó Su Excelencia don Pedro Montero con los dientes apretados-. Hemos de procurar enviarle cuanto antes con sus nacionales a pelear contra Hernández.

El nuevo jefe político se limitó a mover la cabeza de lado y dar una chupada a su cigarrillo en señal de estar conforme con ese medio de librar a la ciudad de Camacho y su indecente chusma.

Pedrito Montero contempló con disgusto el piso enteramente desnudo, y la serie de grandes marcos dorados que pendían todo alrededor de la sala con sus lienzos en jirones y acuchillados, flotando como trapos sucios.

– Nosotros no somos bárbaros -dijo.

Tal fue la afirmación de su Excelencia, el popular Pedrito, el guerrillero experto en el arte de preparar emboscadas, que por petición propia había recibido de su hermano el encargo de organizar a Sulaco sobre principios democráticos. La noche precedente, durante la consulta con sus partidarios, llegados a Rincón a recibirle, había declarado sus propósitos al señor Fuentes:

– Organizaremos un voto popular por o no, confiando los destinos de nuestro amado país a la prudencia y valor de mi heroico hermano, el invencible general. Un plebiscito. ¿Comprende usted?

Y el señor Fuentes, hinchando sus atezados carrillos, había inclinado un poco a la izquierda su cabeza, dejando escapar por sus cerrados labios un chorro azulado de humo. Había comprendido.

A su excelencia le tenía exasperado aquella devastación. Ni una sola silla, mesa, sofá, étagère o consola había quedado en las salas y habitaciones oficiales de la Intendencia. Pedrito Montero, aunque retorciéndose de rabia, se abstuvo de prorrumpir en ningún desahogo ni determinación violenta, por sentirse en un sitio remoto y aislado. Su heroico hermano se hallaba a gran distancia. Entretanto ¿dónde dormiría su siesta? Había esperado hallar comodidad y lujo en la Intendencia, tras un año de dura vida de campo que terminó con las penalidades y privaciones de la atrevida excursión a Sulaco, la provincia que en significación y riqueza superaba a todo el resto de la República. A Camacho ya le ajustaría las cuentas no tardando. Y el discurso del aludido, grato a los oídos populares, continuaba en el ardiente sol de la plaza, semejando los estrafalarios gritos de un diablo de categoría inferior arrojado en un horno al rojo blanco. A cada instante necesitaba enjugarse el sudor con su brazo desnudo; se había quitado la chaqueta y arremangado la camisa hasta los codos; pero conservaba en la cabeza el sombrero con airón de plumas blancas. Era el distintivo que le acreditaba como comandante de guardias nacionales; y su ingenuidad le movía a ostentarlo con fruición y orgullo. Los finales de cada período eran saludados con aprobaciones y graves murmullos.

Su opinión era que debía declararse inmediatamente la guerra a Francia, Inglaterra, Alemania y a los Estados Unidos, que con el pretexto de introducir ferrocarriles, empresas mineras, colonización, y con otras pretensiones inadmisibles, aspiraban a robar al pobre pueblo sus tierras, y ayudados de esos godos y paralíticos aristócratas, querían reducirlos a la condición de esclavos y bestias de labor. Toda la clase de perdularios y gandules aplaudió con estruendosos gritos, agitando sus mantas desteñidas y sucias. El general Montero -rugió Camacho con firme convicción- era el único hombre que estaba a la altura de la patriótica empresa. También asintieron a ello.

Era bien entrada ya la mañana; y en la muchedumbre empezaron a formarse corrientes y remansos, indicio de un movimiento de dispersión general. Unos buscaban la sombra de los muros, y otros se refugiaron bajo de los árboles de la Alameda. Los jinetes se abrieron paso espoleando sus cabalgaduras y dando voces; grupos de sombreros, colocados horizontalmente para proteger las cabezas contra el ardor solar que caía a plomo, empezaron a moverse a la deriva, internándose en las calles, donde las puertas abiertas de las pulperías brindaban una sombra atrayente, que resonaba con el suave rasgueo de las guitarras.

Los guardias nacionales pensaban en dormir su siesta; y la elocuencia de su jefe Camacho se había agotado. Posteriormente, cuando en las horas más frescas de la tarde intentaron reunirse de nuevo para seguir tratando de los asuntos públicos, algunos destacamentos de la caballería de Montero cargaron sobre ellos sin previo aviso a todo galope, con las luengas lanzas enderezadas a las espaldas de los fugitivos, siguiéndoles hasta el final de las calles. Los guardias nacionales de Sulaco extrañaron aquel comportamiento, pero no se dieron por ofendidos. Ningún costaguanero había sabido jamás discutir los caprichos violentos de una fuerza militar: eran la cosa más natural del mundo. A no dudarlo, se dijeron, debía de ser una especie de providencia gubernativa. Pero el motivo se ocultó a su penetración, que no pudo ser ilustrada por su jefe y orador, el comandante Camacho. Este dormía ahora una borrachera que había cogido en el seno de su familia, tumbado panza arriba, con los pies desnudos, en una habitación medio a oscuras, con todo el aspecto de un cadáver. Su elocuente boca se había quedado abierta. La menor de sus hijas, rascándose la cabeza con una mano, agitaba con la otra un ramito verde sobre el rostro del dormido, quemado y despellejado.

Capítulo VI

El sol, al declinar, había hecho girar las sombras de occidente a oriente entre las casas de la ciudad. Y lo propio, como es natural, tuvo lugar en toda la extensión del inmenso Campo, donde aparecían aquí y allá las blancas cercas y muros de las haciendas sobre colinas que dominaban la verde llanura circundante; los ranchos con bardas y techos de hierba agazapados en los repliegues del terreno junto a las márgenes de las corrientes; las sombrías islas de árboles apiñados, alzándose sobre el claro verdor de un mar de hierba; y la empinada sierra de la Cordillera, inmensa e inmóvil, emergiendo del boscoso oleaje de las faldas, a modo de costa pelada que señalara la entrada en un país de gigantes.

Los rayos del poniente, al bañar las nevadas vertientes del Higuerota, le daban un aspecto de sonrosada juventud, mientras la aserrada masa de picos lejanos permanecía negra, como si la abrasadora radiación la hubiera calcinado.

La ondulante superficie de los bosques se mostraba cubierta de un polvo de oro pálido; y a lo lejos, mas allá de Rincón, ocultas a la vista de la ciudad por dos boscosos estribos, las rocas de la garganta de Santo Tomé, con la achatada mole de la montaña misma, coronada de helechos gigantes, se teñía de cálidos tonos pardos y amarillos con vetas de un rojo sucio y manchas verde-oscuras de los arbustos arraigados en las quebradas. Desde la llanura los cobertizos de los bocartes o trituradores de mineral y las edificaciones de la mina aparecían oscuras y pequeñas, a gran altura, semejando nidos de aves aglomerados en los resaltos de un peñón. Las tortuosas veredas se mostraban a la vista como leves arañaduras en el muro de un blocao ciclópeo. A los dos serenos de la mina, que estaban de servicio, yendo de aquí para allá, con los ojos atentos y la carabina en la mano a la sombra de los árboles que orlan la corriente inmediata al límite de la concesión Gould, la figura de don Pepe, encaramado en la meseta superior, por cuyo sendero empezaba a bajar, se les representaba como un gran coleóptero.

Esa figura siguió descendiendo en serpenteante curso por la escarpada superficie de la roca, a modo de insecto que vaga a la aventura. Pero se la veía acercarse constantemente, y, ya cerca del pie de la montaña, desapareció al fin tras los tejados de los almacenes, forjas y talleres. Por algún tiempo los serenos pasearon yendo y viniendo por delante del puente, donde habían dado el alto a un jinete que traía un gran sobre blanco en la mano. A poco, don Pepe, saliendo de entre las casas por la calle de la aldea, a menos de un tiro de piedra del puente-frontera, se acercó a grandes zancadas. Vestía amplio pantalón oscuro con las perneras embutidas en las botas de caña, chaqueta de tela blanca, y venía armado con sable a la cintura y revólver al cinto. En aquellos tiempos de revuelta el señor gobernador velaba y dormía con las botas puestas.

A una ligera seña de uno de los serenos, el mensajero de la ciudad se apeó y cruzó el puente llevando de la brida el caballo.

Don Pepe tomó la carta que el recién llegado le alargaba con la mano libre y se golpeó sucesivamente el lado izquierdo y las caderas buscando la caja de los anteojos. Después de acaballar en la nariz la pesada armadura de plata y de sujetarla cuidadosamente detrás de las orejas, abrió el sobre y puso el pliego en él contenido delante de sus ojos a la distancia de un pie. No había más que tres líneas y las estuvo mirando por largo tiempo. Su bigote gris se movió un poco arriba y abajo, y las arrugas que irradiaban de los ángulos de sus ojos se dilataron. Sin inmutarse hizo una inclinación.

Bueno -dijo. -No hay contestación.

Después, según su habitual modo de ser, tranquilo y afable, entabló una conversación prudente con el portador de la misiva, que se mostró deseoso de platicar en tono alegre, como si le hubiera ocurrido algún suceso afortunado. Había visto desde lejos la caballería de Sotillo a lo largo de la playa del puerto, rodeando la Aduana. Los edificios se conservaban intactos. Los extranjeros del ferrocarril permanecían encerrados en sus empaladizas y no pensaban en hacer fuego sobre el pueblo. Les colmó de maldiciones y luego refirió la entrada de Montero y los rumores que corrían por la ciudad. Ahora todos los pobres iban a ser ricos. Esto era magnífico. No sabía nada más, y, sonriendo con aire propiciatorio, manifestó que tenía hambre y sed.

El veterano sargento mayor le mandó presentarse al alcalde de la primera aldea. El mensajero se alejó a caballo, y don Pepe se encaminó despacio al pequeño campanario de madera, echó una mirada por encima de la cerca de un huertecito y vio al Padre Román sentado en una hamaca blanca, que pendía de dos naranjos frente a la casa parroquial.

Un enorme tamarindo sombreaba toda la blanca, construcción de madera con su oscuro follaje. Salió al punto una muchacha india de largo cabello, ojos grandes, y pies y manos pequeños, trayendo una silla de madera, mientras una vieja enjuta la seguía con la vista desde la galería. Don Pepe se sentó en la silla y encendió un cigarro, mientras el sacerdote aspiró del hueco de su mano una enorme cantidad de rapé. En su rostro moreno rojizo, aviejado y con hoyos, los ojos frescos y sin malicia brillaban como dos diamantes negros.

Con voz benigna y jovial don Pepe comunicó al Padre Román que Pedrito Montero, por conducto del señor Fuentes, le había preguntado por las condiciones en que entregaría la mina, con toda la maquinaria, material y obreros, necesarios para proseguir la explotación, a una comisión de ciudadanos patriotas, legalmente constituida y escoltada por una pequeña fuerza militar. El sacerdote levantó los ojos al cielo. Pero su interlocutor añadió que, según había dicho el mozo portador de la carta, don Carlos Gould estaba vivo y nadie le había molestado hasta entonces.

El Padre Román se congratuló en breves palabras de que el señor administrador continuara sano y salvo.

Las argentinas vibraciones de la campana colocada en la torrecilla de la iglesia habían señalado la hora de la oración de la tarde. La zona de bosques y matorrales que cerraba la entrada del valle se alzaba como una pantalla entre el sol, cercano al ocaso, y la calle de la aldea. Al otro extremo de la rocosa garganta, entre los muros de basalto y granito, se erguía, iluminada y cubierta de vegetación hasta la cumbre, una montaña que ocultaba la vista de la sierra a los moradores de Santo Tomé. Tres nubéculas rosadas pendían inmóviles en lo alto de la bóveda turquí. La gente en grupos conversaba sentada en la calle entre las chozas de junco. Delante de la casa del alcalde los contramaestres de la tanda nocturna se hallaban ya reunidos a la cabeza de sus cuadrillas, acurrucadas en el suelo, formando, un círculo de gorrillos de cuero, y con las cobrizas espaldas arqueadas pasaban alrededor de la calabaza de mate. Mientras ésta pasaba de mano en mano, el mozo llegado de la ciudad, que había atado el caballo a un poste de la puerta, les contaba lo que pasaba en Sulaco. Al lado estaba de pie el alcalde, con aire grave, luciendo un chaleco blanco y una veste de zaraza floreada con mangas, enteramente abierta, de modo que dejaba al descubierto su robusta corpulencia, como si fuera una bata de baño. Cubría su cabeza con un tosco sombrero de castor y tenía en la mano un largo bastón con una bola de plata por empuñadura. Estas insignias de su dignidad le habían sido concedidas por el administrador de la mina, manantial de honor, de prosperidad y de paz. Había sido uno de los primeros inmigrantes al valle; y sus hijos y yernos trabajaban en el interior de la montaña que, con la corriente de mineral argentífero, precipitada con atronador estruendo por los canalones desde la mesa superior, parecía derramar sobre los trabajadores los dones del bienestar, de la seguridad y de la justicia.

El alcalde escuchó las noticias de la ciudad con el mismo interés e indiferencia que si perteneciera a otro mundo distinto del suyo. Y realmente le parecía así. En muy pocos años indios oprimidos y medio salvajes habían adquirido el sentimiento de pertenecer a una organización poderosa. Estaban orgullosos de la mina y apegados a ella; les había infundido confianza y fe. Atribuíanle una virtud protectora invencible, como si fuera un fetiche, obra de sus manos. Aunque en esto demostraban su ignorancia, no se diferenciaban mucho del resto de los hombres, que también suelen poner una confianza ilimitada en sus propias creaciones. Al alcalde no le cabía en la cabeza que la mina pudiera fallar en su protección y en su fuerza. La política era buena para la gente de la ciudad y del Campo. Con su cara redonda y amarilla, de amplias aberturas nasales y expresión inmóvil, semejante a una luna llena feroz, escuchaba la acalorada charla del mozo sin recelo, sorpresa ni emoción de ningún género.

El Padre Román permanecía sentado con aspecto abatido, balanceándose, un pie rozando el suelo y las manos asidas a los bordes de la hamaca. Menos confiado, pero tan ignorante de los sucesos políticos como su grey, preguntó al mayor qué trastornos sobrevendrían.

Don Pepe, erguido en la silla, después de cruzar las manos pacíficamente sobre la empuñadura del sable que mantenía perpendicular entre sus muslos, respondió que no lo sabía. La mina podía ser defendida contra cualquier fuerza enviada a tomar posesión de ella. Pero la resistencia no era prolongable mucho tiempo, dada la estéril aridez del valle, "si nos cortan a los defensores el suministro regular de víveres procedente del Campo. Si tal ocurría, en breve nos sería forzoso rendirnos por hambre". Don Pepe expuso muy tranquilo estas contingencias al Padre Román, qué, como veterano de numerosas campañas, estaba en condiciones de comprender el razonamiento de un militar. Los dos amigos conversaban con sencillez y franqueza. El buen Padre se entristecía ante la idea de ver a sus feligreses dispersos y esclavizados. No se forjaba ilusiones en cuanto a la suerte que les esperaba, guiado, más que por su sagacidad, por su larga experiencia de las atrocidades políticas, que le parecían fatales e inevitables en la vida del Estado. El funcionamiento de las instituciones públicas corrientes se le presentaba con toda claridad, como una serie de calamidades que agobiaban a los ciudadanos y se derivaban lógicamente unas de otras, brotando del odio, ira, locura y rapacidad, con todo el aspecto de un castigo del cielo. La clarividencia del sacerdote estaba servida por una inteligencia no desprovista de luces; y su corazón, conservando la sensibilidad para el dolor ajeno entre las escenas de carnicería, expoliación y violencia, aborrecía esas calamidades con doble aversión, por hallarse tan estrechamente ligado a sus víctimas. Alimentaba para con los indios del valle sentimientos de superioridad paternal. Durante cinco años o mas los había venido casando, bautizando, confesando, absolviendo y sepultando con dignidad y fervor; y el carácter sagrado de estas administraciones, reconocido con sincera fe, le hacía considerar a los mineros de Santo Tomé como verdaderos hijos suyos en un sentido espiritual. Eran caros a su supremacía de párroco. El vivo interés que la señora de Gould demostraba por ellos aumentaba su importancia a los ojos del Padre, porque en realidad acrecentaba también la suya propia. Cuando hablaba con ella de las incontables Marías y Brígidas de las aldeas, sentía dilatarse su caridad.

El Padre Román era incapaz de fanatismo en un grado que tuviera visos de reprensible. La señora inglesa era sin disputa hereje, porque ni creía ni practicaba la religión católica, pero no le era hostil y al mismo tiempo le parecía admirable y angelical. Siempre que surgía ante su espíritu esta cuestión perturbando sus sentimientos, mientras paseaba con el breviario bajo el brazo a la sombra anchurosa del tamarindo, se paraba en seco para tomar con ruidosos estornudos una fuerte dosis de rapé y movía la cabeza con aire de profunda meditación.

Al pensar en lo que ahora ocurriría a la ilustre señora, se sintió dominado poco a poco por un hondo abatimiento. Y así lo manifestó con frases entrecortadas por la emoción a don Pepe, que por un momento perdió también la serenidad y se inclinó hacia delante con rigidez.

– Oiga usted, Padre. El hecho mismo de que esos macacos y ladrones de Sulaco intenten averiguar cuál sea el precio de mi honradez prueba que el señor don Carlos y todos los de la casa Gould están seguros. En cuantos mi honra, también lo está, como sabe todo hombre, mujer y criatura del país. Pero los liberales negros que se han apoderado, por sorpresa, de la ciudad lo ignoran. Bueno. Que aguarden sentados. Mientras aguardan, no pueden hacer daño.

Y recobró su primera postura. Hízolo con tranquilidad, porque, sucediera lo que sucediere, el honor de un antiguo oficial de Páez estaba seguro. Había prometido a Carlos Gould que, al acercarse alguna fuerza armada, defendería la garganta el tiempo preciso para darle lugar a destruir científicamente toda la planta, los edificios y los talleres de la mina con terribles barrenos de dinamita; bloquear con ruinas la galería principal, cavar los camiones, volar el dique de la presa, y, en una palabra, reducir a fragmentos la famosa Concesión Gould, lanzándolos a los cielos ante un mundo horrorizado.

La mina se había posesionado de Carlos con un dominio tan fatal como el que ejerciera en su padre. Y esta desesperada resolución le había parecido a don Pepe la cosa mas natural del mundo. Sus providencias habían sido tomadas con madura deliberación. Todo estaba preparado cuidadosamente hasta en sus pormenores más mínimos. Y don Pepe cruzó las manos con toda tranquilidad sobre la empuñadura del sable e hizo una inclinación aseverativa al sacerdote, que en su excitación se había echado a puñados el rapé en la cara, y, todo cubierto de regueros negruzcos, con ojos asustados y fuera de sí, paseaba yendo y viniendo entre horrorizadas exclamaciones, después de abandonar la hamaca.

El veterano oficial se atusó el colgante bigote gris, cuyas finas puntas descendían muy por debajo del neto perfil de su mandíbula, y prosiguió con orgullosa conciencia de su reputación:

– De modo, Padre, que no sé lo que ocurrirá. Pero sí aseguro que, mientras yo esté aquí, don Carlos podrá hablar fuerte al macaco de Pedrito Montero y amenazarle con la destrucción de la mina en la seguridad de que le creerán capaz de hacerlo por mi mediación. Porque saben bien quién es don Pepe.

Empezó a dar vueltas al cigarro en los labios con alguna nerviosidad y añadió:

– Pero todo eso es charla… buena para los políticos; y yo soy un soldado. Ignoro lo que puede ocurrir, pero sé lo que debería hacerse. Disponer que los mineros, armados de escopetas, hachas y cuchillos sujetos al extremo de largos varales, marcharan contra la ciudad. Eso sería lo más acertado, ¡por Dios! Únicamente…

Sus manos cruzadas se agitaron sobre el pomo en que descansaban. El cigarro giró más de prisa en el ángulo de su boca…

– Y ¿quién sino yo había de acaudillarles? Por desgracia he dado a don Carlos mi palabra de honor de no consentir que la mina caiga en manos de esos ladrones. En la guerra, ¿sabe usted, Padre?, la suerte de las batallas es incierta, y ¿a quién podría yo dejar que me sustituyera aquí en caso de derrota? Los explosivos están dispuestos. Pero se necesitaría un hombre de honor, de inteligencia, de cordura, de valor, para realizar la destrucción preparada. Alguien en quien pudiera confiar tanto como en mí propio. Otro antiguo oficial de Páez, por ejemplo. O… o… tal vez uno de los veteranos capellanes de Páez serviría.

Levantóse, alto, enjuto, derecho, duro, con su marcial bigote y la huesuda forma de su cara, desde la cual la mirada de los ojos hundidos parecía traspasar al sacerdote. Este permaneció de pie, inmóvil, y contempló sumiso, sin hablar, con la vacía caja de rapé boca abajo en la mano, al gobernador de la mina.

Capítulo VII

Por entonces, en la Intendencia de Sulaco, adonde Pedrito Montero le había mandado presentarse, Carlos Gould aseguraba al hermano del general que por ninguna razón ni pretexto consentiría que la mina saliera de sus manos para beneficiar al gobierno que se la hubiera robado. La Concesión Gould no podía revertir al poder público sino en caso de libre entrega hecha por el dueño. Su padre no la había adquirido; pero, ya que se le obligó a aceptarla, el hijo no la entregaría. El no la entregaría, vivo, y, en muriendo él, ¿quién sería capaz de resucitar una empresa tan importante en todo su vigor y riqueza, sacándola de las cenizas y escombros? En el país no existía tal poder. Y ¿habría esperanzas de hallar en el extranjero gente de inteligencia y capital que se decidiera a tocar un cadáver de tan funestos augurios? Carlos Gould se expresaba con la fría impasibilidad que por muchos años le había servido para disimular su indignación y desprecio. Padecía; le repugnaba lo que tenía que decir. Los alardes de heroicidad no se avenían con su temperamento. En Gould el instinto estrictamente práctico estaba en profundo desacuerdo con la idea casi mística que se había formado de su derecho. La Concesión de su apellido era para él como el símbolo de la justicia abstracta. Aunque el firmamento se hundiera, él se mantendría firme.

Pero, habiendo adquirido la mina de Santo Tomé fama mundial, su amenaza tuvo bastante fuerza y eficacia para penetrar en la inteligencia rudimentaria de Pedro Montero, que yacía envuelta en las futilidades de una historia anecdótica.

La Concesión Gould era una importante partida de activo en la hacienda del país y, lo que era de mayor significación práctica, en el presupuesto particular de muchos funcionarios públicos. Era lo tradicional, lo qué sabía todo el mundo y corría de boca en boca, como cosa perfectamente creíble. Todos los ministros del Interior recibían subvenciones de la mina de Santo Tomé. Nada tenía de particular. Y Pedrito Montero aspiraba a ser ministro del Interior y presidente del Consejo en el gobierno de su hermano. El Duque de Morny había desempeñado esos altos puestos durante el Segundo Imperio con brillantes ventajas personales.

El desguarnecido local de la Intendencia había sido provisto de una mesa, una silla y una cama de madera para su Excelencia, que, después de una corta siesta, imprescindible para descansar de las fatigas del viaje y la pomposa entrada en Sulaco, se había posesionado de la máquina administrativa, extendiendo nombramientos, dando órdenes y firmando proclamas. A solas con Carlos Gould en la sala de audiencias, Pedrito logró con su conocida maña ocultar su disgusto y consternación. Había comenzado hablando de confiscación en voz alta, pero la impasible sangre fría del señor administrador, reflejada en la inmovilidad de sus facciones, dio finalmente al traste con la dominadora altanería de su lenguaje.

Carlos Gould había repetido:

– El gobierno puede seguramente destruir, si le place, la mina de Santo Tomé, pero, sin mí, no puede hacer nada más.

Era una afirmación alarmante y bien calculada para herir los sentimientos de un político, inclinado a enriquecerse con los despojos de la victoria. Y Gould añadió que la destrucción de la mina de Santo Tomé llevaría consigo la ruina de otras empresas, la retirada del capital europeo, la supresión casi segura de la entrega del préstamo extranjero en la parte correspondiente al último plazo. Aquel hombre de piedra decía todas estas cosas -perfectamente inteligibles para Su Excelencia- con una frialdad de tono y expresión que hacía temblar.

Una larga serie de lecturas históricas, superficiales y anecdóticas, que Pedrito había efectuado en las buhardillas de los hoteles de París, tendido en una cama sucia, olvidando sus deberes de criado o de otra clase, habían modificado sus modales. Si se hubiera visto rodeado de los esplendores de la antigua Intendencia, de sus magníficas colgaduras y muebles dorados dispuestos a lo largo de los muros; si se hubiera hallado bajo de un dosel, hollando una magnífica alfombra roja, probablemente la conciencia de su triunfo y elevación le hubiera hecho muy peligroso. Pero en aquella residencia, saqueada y devastada, con sólo tres muebles ordinarios, colocados de cualquier modo en medio del vasto local, la imaginación de Pedrito estaba cohibida por un sentimiento de inseguridad y peligro de un cambio en la situación. Ese sentimiento y la firmeza demostrada por Carlos Gould, que hasta entonces no había empleado ni una sola vez la palabra "Excelencia", le empequeñecieron a sus propios ojos. Revistióse, pues, del aire de hombre de mundo ilustrado y rogó a Carlos Gould que desechara todo motivo de temor. El administrador de la mina de Santo Tomé -le recordó Pedrito- estaba conversando con el hermano del amo del país, encargado de una misión reorganizadora. "Sí, repitió, el hermano leal del amo del país." Nada más lejos de los planes acariciados por el prudente y patriota héroe que las ideas de destrucción.

– Le suplico a usted encarecidamente, don Carlos, que no se deje llevar de sus prejuicios antidemocráticos- exclamó en un desahogo de condescendencia efusiva.

Pedrito Montero sorprendía a primera vista por el vasto desenvolvimiento de su frente calva, superficie amarillenta y lustrosa, flaqueada por mechones de pelo negrísimo y crespo lanudo, así como por la forma atrayente de la boca y la suavidad inesperada de la voz. Pero sus ojos, muy brillantes, como si hubieran sido recientemente pintados a una y otra parte de la corva nariz, cuando se abrían del todo, tenían la redondez y fijeza inflexible de los de las aves. Ahora, sin embargo, los cerró con expresión afable, alzando su barba cuadrada y hablando por la nariz con los dientes un poco cerrados, a estilo de gran señor, según él creía.

En esa postura, manifestó de pronto que la más alta expresión de la democracia era el cesarismo: el gobierno imperial, basado en el voto popular directo. El cesarismo, conservador y fuerte, reconocía las legítimas necesidades de la democracia que requiere decoraciones, títulos y distinciones, para ser conferidos entre los ciudadanos de mérito. El cesarismo llevaba consigo paz y progreso, asegurando la prosperidad del país. Pedrito Montero se mostró arrebatado de entusiasmo.

– Vea usted lo que el Segundo Imperio hizo por Francia. Fue un régimen que se complacía en honrar a los hombres del tipo de usted, don Carlos. El Segundo Imperio cayó, pero fue porque su jefe estaba desprovisto del genio militar, que había elevado al general Montero al pináculo de la fama y la gloria.

Pedrito levantó la mano para dar más énfasis a las ultimas palabras.

– Tendremos todavía muchas entrevistas y llegaremos a entendernos perfectamente, don Carlos -exclamó en tono amistoso-. El republicanismo ha terminado su misión; la democracia imperialista es la forma política de lo porvenir.

Pedrito, el guerrillero, al revelar sus secretos proyectos, bajó la voz de un modo significativo. Un hombre señalado por sus ciudadanos con el honroso nombre de Rey de Sulaco no podía menos de ser reconocido en todo su mérito por una democracia imperialista, como un gran director del progreso industrial y persona de consejo autorizado, cuya denominación popular debería ser pronto reemplazada por un título más sólido.

– ¿Eh, don Carlos? ¿Cómo no? ¿Qué dice usted? ¿Conde de Sulaco, eh?… o marqués…

Calló. El aire era frío en la plaza, donde una patrulla de caballería daba vueltas y vueltas sin entrar en las calles, repletas de voces y zumbido de guitarras, que salían de las puertas abiertas de las pulperías. Tenían orden de no perturbar las diversiones populares. Y encima de los tejados, cerca de las líneas perpendiculares de las torres de la catedral, la nevada curva del Higuerota tapaba una gran extensión de cielo azul oscuro, frente a las ventanas de la Intendencia. Poco después, Pedrito Montero, metiendo la mano bajo el forro de su chaqueta, inclinó la cabeza con lenta dignidad. La audiencia había terminado.

En saliendo, Carlos Gould se pasó la mano sobre la frente, como para ahuyentar las sombras de una pesadilla, cuya grotesca extravagancia deja tras sí una sutil sensación de peligro físico y depresión intelectual. En los pasillos y escaleras del viejo palacio, los soldados de caballería de Montero pasaban el tiempo en ir y venir de aquí para allá con aire insolente, fumando y obstruyendo el paso a todo el mundo; el ruido metálico de sables y espuelas resonaba en todo el edificio. Tres grupos silenciosos de hombres civiles, en traje negro de severa etiqueta, aguardaban en la galería principal, graves y cohibidos, un poco dispersos, como si al cumplir con un deber oficial estuvieran dominados por el deseo de no ser vistos por persona alguna.

Eran las comisiones que esperaban audiencia. Por encima de la que representaba a la asamblea provincial, mas inquieta y agitada que las demás en su expresión corporativa, descollaba el respetable semblante de don Justo López, fofo y pálido, con párpados prominentes y envuelto en solemnidad impenetrable, como en una densa nube. El presidente de la asamblea provincial, que venía animosamente a salvar el último jirón de las instituciones parlamentarias (según el modelo inglés), apartó los ojos del administrador de la mina de Santo Tomé, en señal de dignificada desaprobación del escepticismo de Carlos con respecto al único principio capaz de evitar la ruina del país.

La tétrica severidad de aquella censura no impresionó al interesado, pero en cambio éste fijó la atención en las miradas que sin expresión hostil le dirigían los demás miembros de la comisión, al parecer con el único fin de leer en su rostro lo que ellos podían esperar de la audiencia. Todos estos señores habían conversado, vociferado y declamado en el salón de la casa Gould. La lástima que le dieron aquellos hombres, prendidos con extraña impotencia en las redes de la degradación moral dominante en el país, no le movió a hacerles indicación ninguna: padecía demasiado por haberlos tenido de compañeros en el mal camino. Sin dificultad atravesó la plaza. El Club Amarillo estaba lleno de perdularios que celebraban el cambio político; y por todas las ventanas asomaban sus cabezas sucias; en el interior resonaban voces ebrias, estrépito de pataleo y rasgueo de guitarras. Todo el suelo aparecía sembrado de botellas rotas.

Cuando Carlos Gould volvió a entrar en su casa, todavía encontró allí al doctor Monygham. Este dejó la hendedura del postigo por la que había estado observando la calle.

– ¡Ah! Por fin le veo a usted de vuelta -dijo en tono satisfecho. -Le he estado diciendo a su señora que la vida de usted no corría peligro, pero no tenía seguridad completa de que ese individuo le dejara marchar.

– Ni yo tampoco -respondió Carlos Gould, poniendo el sombrero sobre la mesa.

– Va a ser preciso que salga usted de su inacción.

El silencio de Carlos Gould pareció admitir que no quedaba otro expediente. No solía ir mas allá en significar sus intenciones.

– Supongo que no habrá usted dicho nada a Montero de lo que piensa hacer -añadió el doctor con ansiedad.

– He intentado hacerle ver que la existencia de la mina está ligada a mi seguridad personal -replicó Carlos Gould apartando a un lado la cara y fijando los ojos en el boceto a la acuarela que pendía de la pared.

– Y ¿le ha creído a usted? -inquirió el doctor con viva curiosidad.

– "Eso Dios lo sabe -contestó Carlos. -Le debía a mi esposa hacer esa declaración. Pero Montero estaba ya bien informado. Sabe que tengo allí a don Pepe. Fuentes ha debido ponerle al corriente de todo. No se les oculta que el veterano oficial de Páez es muy capaz de volar la mina de Santo Tomé sin la menor vacilación ni remordimiento. A no ser por eso, no me hubiera dejado salir de la Intendencia en libertad.

"Y, en efecto, don Pepe lo volaría todo por lealtad y por odio… por odio a esos liberales, como ellos se llaman. ¡Liberales! Las palabras que uno conoce tan perfectamente en su verdadero sentido, le tienen horrible en este país. Libertad, democracia, patriotismo, gobierno…, todas ellas trascienden aquí a locura y asesinato. ¿No es verdad, doctor?… Yo soy el único que puede detener a don Pepe. Si me quitan de en medio, nada le impedirá ejecutar la destrucción preparada."

– Verán de ganárselo con promesa de un gran empleo militar -sugirió el doctor con aire pensativo.

– Es muy posible -asintió Carlos Gould en voz muy baja, como hablando consigo y mirando todavía el boceto de la garganta de Santo Tomé.

– Sí, creo que lo intentarán-. Carlos volvió la cara y miró por primera vez al doctor, añadiendo: -Eso me daría tiempo.

– Exactamente -confirmó el doctor, suprimiendo su excitación. -En especial, si don Pepe se porta con diplomacia. ¿Por qué no había de darles alguna esperanza de asentir a sus pretensiones? ¿Eh? A no hacerlo así, no ganaría usted mucho tiempo. Podrían enviársele instrucciones para…

Carlos Gould movió la cabeza negativamente, mirando con fijeza al doctor, pero éste continuó con cierto calor:

– Sí, entrar en negociaciones para entregar la mina. Es una buena idea. Entre tanto usted maduraría su plan. Por supuesto, no pregunto en qué consiste, ni necesito saberlo. Y hasta rehusaría oírle a usted si pretendiera decírmelo. No sirvo para confidencias.

– ¡Qué tontería! -murmuró Gould disgustado.

Desaprobaba los excesivos escrúpulos del doctor sobre ese lejano episodio de su vida. Tanta insistencia en recordarle era para Carlos algo repugnante y morboso. Y de nuevo hizo signos negativos con la cabeza. No quería entremeterse en la rectitud de conducta de don Pepe, tanto porque así se lo dictaba su genio, como por política.

Las instrucciones habían de ser verbales o escritas; y en ambos casos corrían peligro de ser interceptadas. No tenía ninguna seguridad de que un mensajero pudiera llegar a la mina; y, además, no había nadie a quien enviar. Carlos Gould tuvo en la punta de la lengua decir que únicamente el difunto capataz de cargadores pudiera haber cumplido ese encargo con alguna probabilidad de éxito y absoluta certeza de haber guardado el secreto; pero lo calló, limitándose a indicar al doctor que era un mal arbitrio. Desde el momento en que se supiera la posibilidad de comprar a don Pepe, la seguridad personal del administrador y de sus amigos quedaba puesta en peligro. Porque entonces Montero no tendría motivo para abstenerse de emplear la violencia. La incorruptibilidad de don Pepe era la verdadera causa que detenía la mano de Pedrito.

El doctor bajó la cabeza y reconoció que así era en cierto modo. No podía negar que el razonamiento era bastante sólido. La utilidad de don Pepe descansaba en su inmaculada reputación. En cuanto a la intervención favorable que él (el doctor) podía prestar, vio con pena que también estribaba en su fama, por cierto nada envidiable. Manifestó a Carlos Gould que tenía medios de impedir que Sotillo uniera sus fuerzas con las de Montero, por el momento al menos.

– Si usted hubiera tenido aquí toda esa plata -dijo el doctor-, o si se hubiera sabido siquiera que estaba en la mina, usted habría podido comprar a Sotillo, haciéndole renunciar a su flamante monterismo. Y le habría sido fácil inducirle a partir con su vapor o unirse a usted.

– Lo último de ninguna manera -contradijo Carlos Gould con firmeza-. ¿Qué se podría hacer después con un hombre de esa clase, dígame usted, doctor? El tesoro salió de aquí y me alegro de ello. A quedar en tierra, hubiera sido una tentación inmediata y poderosa. La lucha por apoderarse de esa riqueza habría precipitado el desastre. También yo me hubiera visto forzado a defenderla. Me congratulo de haber trasladado la plata, aun cuando se haya perdido. Tenerla en mi poder hubiera sido un peligro y una maldición.

– Tal vez tiene razón -decía el doctor, una hora después, a la señora de Gould, a quien encontró en el corredor-. La cosa está hecha, y el fantasma del tesoro puede hacer las veces de la realidad. Permítame usted que intente servirla hasta donde alcance mi mala reputación. Me voy ahora a desempeñar mi papel de traidor cerca de Sotillo y mantenerle fuera de la ciudad.

La señora tendió los brazos instintivamente.

– Doctor Monygham -musitó, volviendo a un lado la cara con los ojos llenos dé lágrimas para echar una mirada al cuarto de su esposo-, se está usted exponiendo a un riesgo terrible.

Y estrechó las dos manos a su interlocutor, que se quedó clavado en el sitio mirándola y esforzándose por esbozar una sonrisa.

– ¡Oh! No dudo que usted vindicará mi memoria -dijo al fin, y bajó corriendo las escaleras, cruzó el patio y salió a la calle.

En estando fuera caminó a grandes pasos con su extraña cojera, llevando una caja de instrumentos debajo del brazo. Se le tenía por loco y nadie le molestó. Desde la puerta abovedada que daba al mar vio al través de un llano árido y polvoriento, salpicado de arbustos enanos, a la distancia de más de una milla, la deforme fábrica de la Aduana, y los otros dos o tres edificios que entonces satisfacían todas las necesidades del puerto de Sulaco. Allá, a lo lejos, al sur, bosquecillos de palmeras bordeaban la curva de la playa. El perfil de los remotos picos de la Cordillera se había esfumado en el azul cada vez más oscuro del cielo de oriente. El doctor avanza de prisa. Una sombra pareció caer del cénit, espesándose gradualmente. El sol se había puesto. Por algún tiempo las nieves del Higuerota siguieron reverberando con los espléndidos reflejos del poniente. La figura de Monygham se movía solitaria por entre los oscuros arbustos en dirección a la Aduana, y semejaba, en su renqueo, un ave enorme que tuviera rota un ala.

Tintas de púrpura, oro y carmesí se reflejaban en el claro espejo del agua del puerto. Una prolongada lengua de tierra, derecha como un muro, con las herbosas ruinas del fuerte, en forma de verde montículo redondeado, claramente visible desde la playa interior, cerraba su circuito; mientras del otro lado, el Golfo Plácido reproducía esos esplendores de color en mayor escala y con una magnificencia más sombría.

La gran acumulación de nubes que cubría el fondo del golfo presentaba largas vetas rojas entre sus retorcidos pliegues grises y negros, a modo de inmenso manto flotante, manchado de sangre. Las tres Isabeles resaltaban en siluetas de nítido perfil sobre la zona alisada en que se confundía el mar y el cielo, mostrando como suspendidas en el aire sus masas de un púrpura violeta. Las pequeñas olas lanzaban rojos destellos, semejantes a un chisporroteo, sobre la arena de la playa. A lo largo del horizonte las fajas cristalinas del mar despedían un ardiente fulgor rojo, como si el fuego y el agua se hubieran mezclado en el vasto lecho del océano.

Al fin la conflagración de mar y cielo, que yacía confundida e inmóvil en un contacto flamígero al borde del mundo, se extinguió. Las rojas chispas del agua se desvanecieron junto con las manchas sanguíneas del negro manto que envolvía la sombría cabeza del Golfo Plácido; sopló de pronto una brisa, y murió después de agitar con sordos rumores el boscaje humilde del arruinado bastión del fuerte.

Nostromo despertó de un sueño de catorce horas, y se levantó, cuan alto era, de su yacija en la alta hierba. Permaneció hundido hasta las rodillas en los verdes tallos que ondulaban susurrantes, con el aire azorado de un hombre que acabara de nacer en el mundo. Esbelto, robusto y ágil, echó atrás la cabeza, estiró los brazos y se desperezó retorciendo lentamente la cintura y con un indolente y gruñidor bostezo que descubrió su blanca dentadura, tan natural y libre de mal en el momento de despertar como un magnífico e inconsciente animal salvaje. Luego su mirada se endureció de repente, sin fijarla en ningún objeto, bajo de un ceño meditabundo, y apareció el hombre.

Capítulo VIII

Después que Nostromo salió nadando a tierra, había trepado, chorreando agua, hasta el cuadrángulo principal de la vieja fortaleza; y allí, entre arruinados trozos de murallas y restos podridos de techos y cobertizos, había dormido todo el día entero. Había dormido a la sombra de las montañas, bañado por la blanca luz de la luna, en la quietud y soledad de aquel terreno cubierto de maleza, situado entre el óvalo del puerto y el espacioso semicírculo del golfo. Reposó con la inmovilidad de un muerto. Un buitre de la especie llamada rey-zamuro apareció como una manchita negra en el azulado cielo y descendió describiendo prudentes círculos con un vuelo tan callado, que sorprendía en un ave de su tamaño. La sombra de su cuerpo gris perla y de sus alas negras en las puntas no cayó sobre la hierba más silenciosa que el ave misma al posarse sobre un montón de broza a tres metros del hombre, que yacía inerte como un cadáver. El buitre alargó su cuello desnudo y pelada cabeza, horrible en la brillantez de varios colores, con un aire de ansiosa voracidad, hacia la prometedora inmovilidad de aquel cuerpo postrado. Luego, sepultando profundamente la cabeza en su blando plumaje, se dispuso a esperar. El primer objeto en que se fijaron los ojos de Nostromo después de los primeros momentos de nebulosidad consciente que siguen a un prolongado y profundo sueño, fue este paciente centinela, en acecho de las señales de muerte y corrupción. Al levantarse el hombre, el buitre se alejó dando grandes saltos de lado y aleteando. Aguardó un poco, moroso y obstinado, antes de alzar el vuelo, girando calladamente, con el pico y garras colgando de una manera siniestra.

Algún tiempo después de haber desaparecido, Nostromo, levantando los ojos al cielo, musitó:

– No estoy muerto aún.

El capataz de cargadores había vivido espléndidamente a vista de todos hasta el preciso momento de hacerse cargo de la gabarra que contenía los lingotes de plata.

La última acción que había ejecutado en Sulaco se hallaba en perfecta consonancia con su vanidad y, en tal concepto, era del todo sincera. Había entregado su último dólar a una vieja que gemía de pena y cansancio después de buscar inútilmente a su hijo entre los muertos y heridos del puerto. Aunque ese rasgo de generosa piedad se había ejecutado en la oscuridad y sin testigos, no por eso dejaba de tener los caracteres de esplendor y publicidad, y se amoldaba muy bien a su reputación. Pero el despertar en un sitio inhabitado, sin otra compañía que la de un buitre en acecho, no reunía tales caracteres. El primer sentimiento confuso que le invadió fue precisamente ése: que aquella situación no se acomodaba a lo que hasta entonces había sido su vida. Más se parecía al término de todo. La necesidad de vivir escondido de cualquier modo, Dios sabe por cuánto tiempo, se le ofreció al despertar del todo, e hizo que todo lo ocurrido años atrás le pareciera vano y fútil, a modo de sueño de grandezas bruscamente interrumpido.

Trepó al desmoronado talud del bastión, y apartando los arbustos, registró con la mirada el puerto. Vio un par de barcos anclados en la sabana de agua que reflejaba los últimos rayos de luz, y el vapor de Sotillo amarrado al muelle. Y detrás de la pálida y larga fachada de la Aduana aparecía la extensión de la ciudad, con el aspecto de un bosque de grandes árboles, que se alzaba en el llano con una puerta en primer término; y las cúpulas, torres y miradores descollaban por encima del arbolado, formando una masa sombría, como si hubiera caído ya sobre la tierra el negro manto de la noche.

Al pensar que en lo sucesivo no le sería dable pasear a caballo por las calles, conocido de todos, grandes y chicos, como solía hacerlo todas las tardes cuando iba a jugar al monte en la posada de Domingo el mejicano, o a ocupar el sitio de honor escuchando los cánticos y viendo los bailes, le pareció que la ciudad había perdido su existencia real.

Siguió contemplándola por algún tiempo, y luego dejó recobrar su primera posición a los arbustos, y, pasando al otro lado del fuerte, escudriñó la vasta superficie desierta del gran golfo. Las Isabeles resaltaban en negras siluetas sobre la estrecha banda roja del poniente, tendida entre ellas; y el capataz pensó en Decoud, que estaba solo allí con el tesoro, reflexionando con acrimonia que aquel hombre era el único atormentado por la inquietud de si caería o no en manos de los monteristas; y eso por meros motivos egoístas. En cuanto a los demás, ni sabían nada ni les importaba un comino. Lo que en cierta ocasión había oído decir al viejo Viola era certísimo. Reyes, ministros, aristócratas, los ricos en general, tenían al pueblo en pobreza y sujeción, como tenían a los perros para sus deportes de peleas y cacerías.

La oscuridad había descendido hasta la línea del horizonte, envolviendo al golfo entero, las islas y al amante de Antonia, confiando en la gran Isabel a solas con el tesoro. El capataz, volviendo la espalda a todas aquellas cosas, invisibles y existentes, se sentó, y apoyó el rostro entre las manos cerradas. Por la primera vez de su vida sintió el rejonazo de la pobreza. Encontrarse sin un céntimo después de una hora de mala suerte al monte en el ruin y humoso cuarto de la posada de Domingo, donde la hermandad de cargadores jugaba, cantaba y bailaba por la noche, o quedarse con los bolsillos vacíos después de un rumboso regalo hecho públicamente a cualquier muchacha del peine de oro (de quien no volvía a acordarse), no tenía nada de humillante ni de mísero. Al contrario, le dejaba rico de gloria y nombradía. Pero, no siéndole ya posible en lo venidero pavonearse en las calles de la ciudad, ni ser saludado con respeto en los lugares donde solía pasar sus ocios, el marino genovés se sintió realmente sumido en la indigencia.

Tenía la boca seca, seca de tanto dormir y de la extrema ansiedad que sentía, como nunca le había ocurrido anteriormente. Puede decirse que Nostromo gustaba el polvo y las cenizas del fruto de la vida, en que había hincado los dientes estimulado por el hambre de alabanzas. Sin separar la cabeza de entre los puños, intentó escupir de frente -"Tfui"- y murmuró una maldición contra el egoísmo de la gente rica.

Ya que todo parecía perdido en Sulaco (y esa era la impresión con que había despertado), Nostromo pensó en partir del país. Al ocurrirle esta idea, se desplegó ante su imaginación, a modo de principio de otro sueño, un panorama de costas escarpadas y sin mareas, con sombríos pinos en las alturas y blancas casas pequeñas y achatadas abajo, junto a la orilla de un mar muy azul. Vio los muelles de un puerto enorme, donde las falúas de cabotaje, con sus velas latinas tendidas como alas inmóviles, entraban resbalando silenciosas por entre las puntas de los largos muelles, formados por cuadrados bloques, que se proyectaban angularmente uno hacia otro, abrazando un grupo de barcos en la soberbia concha de un cerro cubierto de palacios. Recordó esos paisajes no sin cierta emoción filial, a pesar de haber sido frecuente y brutalmente golpeado, cuando era muchacho, en una de esas falúas por un genovés de rostro afeitado y cuello taurino, hombre de genio impulsivo y desconfiado, que, según creía firmemente, le había robado su herencia de huérfano. Pero está misericordiosamente decretado que los males tiempos pasados aparezcan borrosos en los campos del recuerdo. La viva conciencia que tenía de su soledad, abandono y fracaso, le presentó como tolerable el retorno a su primera vida. Pero ¿cómo? ¿Volver? ¿Descalzo y a pelo, con una camisa de color y unos calzones por todo equipaje?

El renombrado capataz, los codos sobre las rodillas y un puño hundido en cada carrillo, se rió burlándose de sí propio, como había escupido ante él en la oscuridad de la noche. Las confusas e íntimas impresiones de universal desastre, que abaten a un hombre poseído de su valer, presentando a sus ojos un fuerte obstáculo a su pasión dominante, tuvieron una amargura parecida a la de la misma muerte. Nostromo era un hombre sencillo, propenso a ser presa de cualquier creencia, superstición o deseo, como un niño de pocos años.

Pudo apreciar las circunstancias de su situación por la completa experiencia que tenía del país. Las vio con toda claridad. Se halló en las condiciones del que despierta a la realidad después de una larga borrachera. Se había abusado de su fidelidad. El había persuadido al cuerpo de cargadores a ponerse de parte de los blancos contra el resto del pueblo; había tenido entrevistas con don José y servido de intermediario al Padre Corbelán para negociar con Hernández; sabíase que don Martín Decoud le había admitido a una especie de intimidad, dándole libre entrada en las oficinas del Porvenir. Estos hechos habían halagado, como siempre, su amor propio. ¿Qué le importaba a él la política? Nada absolutamente. Y al final de todo, después de tanto "Nostromo aquí, Nostromo allá, ¿dónde está Nostromo?, Nostromo puede hacer esto y aquello", trabajar todo el día y cabalgar toda la noche, he aquí que ahora se hallaba convertido en un significado riverista, expuesto a cualquier venganza por parte de Camacho, por ejemplo, ya que al presente la ciudad estaba dominada por el partido de Montero. Los europeos se habían retirado; los caballeros se habían dado a partido; don Martín, es verdad, aseguraba que sólo era temporalmente, porque él iba en busca de Barrios para reconquistar la ciudad. Y ¿en qué quedaba ese proyecto, si don Martín, cuyo lenguaje burlón y escéptico había causado vagas inquietudes al capataz, estaba prisionero en la gran Isabel? Todos se habían acobardado, hasta don Carlos; y así lo manifestaba el hecho de trasladar con tanta precipitación el tesoro sacándolo por mar. El capataz de cargadores, en un arrebato de indignación, exasperado casi hasta la locura, acusó a todos de falsos y cobardes. ¡Le habían hecho traición!

Con las ilimitadas sombras del mar a su espalda, encarado con las erguidas formas de los picos inferiores apiñados alrededor de la brumosa y blanquecina claridad del Higuerota, Nostromo, saliendo de su silencio e inmovilidad, dio una ruidosa carcajada por segunda vez; se puso de pie bruscamente, y aguardó quieto. Debía marcharse de allí; pero ¿adonde?

– Es cierto. Nos tienen y halagan, como si fuéramos perros nacidos para pelear y cazar en beneficio suyo. El viejo tiene razón -dijo con cachaza y sorda indignación.

Parecióle ver a Giorgio quitándose la pipa de la boca para dispararle estas palabras por encima del hombro en el café, lleno de maquinistas y ajustadores de los talleres del ferrocarril. Esta imagen fijó su voluntad vacilante. Procuraría por todos los medios hallar a su viejo paisano. ¡Dios sabe lo que habría sido de él! Dio algunos pasos, se paró de nuevo y movió la cabeza. A derecha e izquierda, delante y detrás, el espeso matorral rumoreó misteriosamente en la oscuridad.

"Teresa decía también la verdad" añadió en voz baja con un dedo de angustia. Preguntóse si habría muerto irritada contra él o viviría aún. Como respondiendo a esta pregunta en que se mezclaban por igual el remordimiento y la esperanza, un enorme búho cruzó por delante de él con vuelo oblicuo y blando aleteo, lanzando su medroso grito: "¡Ya acabó! ¡Ya acabó!", que según la creencia popular, anuncia calamidades y muertes. En la ruina de todas las realidades que constituían su fuerza, se sintió invadido de un temor supersticioso y se estremeció ligeramente. De manera que la signora Teresa era muerta. Aquello no podía significar otra cosa. El grito del ave fatídica, primer sonido que oía a su regreso, era un saludo acomodado a su traicionada persona. Los poderes invisibles, a quienes había ofendido rehusando llevar un sacerdote a una mujer moribunda, alzaban su voz contra él. Había muerto su patrona. Con lógica admirable y humana lo refería todo a sí propio. La signora Teresa había mostrado siempre gran cordura en sus consejos. Y el desamparado Giorgio se hallaría tan trastornado por tan irreparable pérdida, que probablemente necesitaría sus prudentes indicaciones. A no dudarlo, el golpe tenía que dejar estúpido al soñador viejo por algún tiempo.

En cuanto al capitán Mitchell, el capataz, según la costumbre de los dependientes de confianza, le consideraba como una persona apta quizá por su educación para firmar documentos en una oficina y dar órdenes, pero en cuanto a lo demás, de una inutilidad absoluta y algo tonto. La chifladura del viejo marino en traerle siempre al retortero y la importancia pomposa y cargante que se daba, se le habían hecho pesadas con el frecuente trato a Nostromo. En un principio le habían procurado cierta secreta satisfacción; pero a un hombre seguro de sí mismo llega a cansarle la necesidad de vencer pequeñas dificultades, tanto por la certeza del resultado como por la monotonía del esfuerzo. Desconfiaba de un superior siempre inclinado a tropezar en pequeñeces. Aquel viejo inglés carecía de discernimiento. Era inútil suponer que, cuando conociera la verdadera situación de las cosas, guardaría el secreto y se abstendría de proponer determinaciones impracticables. Nostromo le temía, como se teme cargar con una molestia tenaz y prolongada. Le faltaba discreción. Propalaría lo que había sido del tesoro; y Nostromo estaba decidido a que no se supiera el sitio en que estaba oculto, a que no se hiciera traición a este secreto.

La palabra traición se le había fijado tenazmente en la inteligencia. Esa clara y sencilla idea era el sostén de la conciencia luminosa que tenía de haber sido utilizado como mero instrumento y de haberle sacado de su vida para meterle en una empresa arriesgada sin hacer caso de su persona. Un hombre a quien se hace traición es un hombre perdido. La signora Teresa (¡Dios hubiera acogido su alma!) había estado en lo cierto. Nunca se habían interesado verdaderamente por su bienestar y vida. ¡Era un hombre perdido! Ahora se le presentó la blanca forma de la moribunda, encorvada sobre el lecho, caída sobre los hombros la mata de negro cabello, vuelto hacia su persona el doliente rostro de amplias cejas, y reprendiéndole airada con la temerosa majestad de la inspiración y de la muerte. Porque no en vano el ave de mal agüero había proferido su lamentable grito volando por encima de él. La señora Teresa había muerto. ¡Dios hubiera acogido su alma!

Aunque Nostromo participaba de las prevenciones anticlericales de las masas ignorantes y relajadas, usaba la piadosa fórmula por la fuerza superficial del hábito, pero con honda sinceridad. El pueblo es incapaz de escepticismo; y esa incapacidad le arrastra irremediablemente a una fe irracional, que a veces es explotada por gentes astutas o fanáticas. Tal vez prueba esto que en el hombre existe una propensión instintiva a creer en lo sobrenatural. La patrona era muerta. Pero ¿querría Dios recibir su alma? Había muerto sin confesión ni absolución, porque él no había querido dedicar a la moribunda unos momentos más de su tiempo disponible. En el capataz subsistía el desprecio de los sacerdotes como tales: ¿podía esperarse otra cosa de un hombre de tal educación y de tal vida? Pero, al fin y al cabo, para él era imposible saber si lo que afirmaban era o no cierto: para eso se necesitaba una instrucción de que él carecía. Poder, castigo, perdón, son ideas sencillas y creíbles. El magnífico capataz de cargadores, privado de ciertas realidades ordinarias, tales como la admiración de las mujeres, las lisonjas de los hombres, la gloria de su vida pública, se hallaba dispuesto a sentir caer sobre sus hombros la carga de un crimen sacrílego.

Con la cabeza descubierta, sin más vestidos que una delgada camisa y unos pantalones, notó en las plantas de los pies el persistente calor de la fina arena. La estrecha playa brillaba enfrente a lo lejos en una larga curva, que marcaba el perfil de este inculto lado del puerto. Deambuló apresuradamente de aquí para allá a lo largo de la orilla del mar, como una sombra perseguida entre los sombríos grupos de cocoteros y la sabana de agua, yacente en mortal quietud a su mano derecha. Andaba de prisa con resolución en el silencio y la soledad, como si se hubiera olvidado de toda prudencia y precaución. Pero sabía que en esta parte del agua no corría el peligro de ser descubierto. El único habitante de aquel lugar era un indio solitario, silencioso y apático, encargado de cuidar los bosquecillos de cocoteros, de los que recogía cargas de fruta para venderlas en la ciudad. Vivía sin mujer en un cobertizo abierto en el que ardía constantemente una hoguera, cerca de una vieja canoa, abandonada en la playa con la quilla al aire. Era fácil evitar su encuentro.

El ladrar de los perros alrededor del rancho del indio fue lo primero que hizo acortar el paso a Nostromo. Se había olvidado de que había allí esos animales. Mudó bruscamente de dirección y se metió en la espesura de cocoteros, como en un inmenso y deshabitado salón de columnas, cuya densa oscuridad rumoreaba sobre su cabeza con débiles susurros. Atravesó el bosque, penetró en un barranco y trepó a la cima de un cerro escarpado, desnudo de árboles y arbustos.

Desde aquella altura vio el llano que se dilataba entre la ciudad y el puerto, clareando a la luz de las estrellas. En los bosques un ave nocturna producía un extraño ruido de tambor encima de Nostromo; y debajo, del otro lado de los cocoteros, en la playa, los perros del indio seguían ladrando estruendosamente. Preguntóse cuál sería la causa de alborotarse tanto, y escudriñando el espacio inferior desde su observatorio, se sorprendió de descubrir inexplicables movimientos del terreno inferior, como si varios trozos oblongos del llano se movieran. Las masas oscuras e inquietas que alternativamente se presentaban y ocultaban a la vista, cambiaban de lugar, alejándose siempre del puerto, con una sucesión y orden que indicaban un fin deliberado. Una idea luminosa alboreó en su cerebro. Era una columna de infantería que efectuaba una marcha nocturna en dirección al escabroso terreno superior del pie de las montañas. Pero tan a oscuras estaba sobre todo lo que ocurría, que no podía meterse en indagaciones y conjeturas.

El llano había recobrado su inmovilidad. Bajó del cerro, y se halló en la despejada y solitaria extensión comprendida entre la ciudad y el puerto. Sus dimensiones se dilataban indefinidamente por efecto de la oscuridad, haciéndole sentir más vivamente su profundo aislamiento. Empezó a andar más despacio. Nadie le aguardaba; nadie pensaba en él; nadie esperaba ni deseaba su regreso. "¡Se me ha hecho traición! ¡Se me ha hecho traición!", musitaba para sí. Nadie se cuidaba de él. Para entonces podía haberse ahogado. A nadie le importaba nada, como no fuera tal vez a las niñas de Viola -pensó para sí. Pero estaban con la señora inglesa y le tenían enteramente olvidado.

Vaciló en su propósito de ir derechamente a la casa Viola. ¿Para qué? ¿Qué podía esperar allí? Parecióle que su vida anterior le abandonaba con todos sus pormenores, incluyendo las irónicas recriminaciones de Teresa. Tenía una conciencia penosa de su repugnancia a volver a casa de su paisano. ¿Era el remordimiento que le había anunciado la moribunda con las últimas palabras de su vida, pues tales debieron de ser, según veía ahora?

Entretanto se había desviado de la exacta dirección, inclinándose por una especie de instinto a la derecha, hacia el muelle y el puerto, teatro de sus faenas diarias. La gran mole de la aduana surgió ante él de pronto, con el aspecto de una fábrica. Nadie puso obstáculos a su aproximación, y al avanzar con cautela en dirección a la fachada, excitó su curiosidad el inesperado resplandor que salía de dos ventanas iluminadas.

El turbio brillo que proyectaban sobre el puerto en toda la vasta extensión del abandonado edificio tenía la fascinación de una vigilancia solitaria, efectuada por algún centinela misterioso. La soledad era casi tangible. Un fuerte olor a madera quemada flotaba en una bruma fina, débilmente perceptible a la luz de las estrellas. Al paso que avanzaba en medio de un silencio profundo, el penetrante canto de innumerables cigarras en la hierba seca pareció ensordecer realmente sus aguzados oídos. Lentamente, paso a paso, penetró en el gran vestíbulo, oscuro y lleno de humo acre.

El fuego que habían encendido contra la escalera se hallaba reducido impotente a un escaso montón de brasas. La madera dura no había ardido; sólo algunos de los primeros escalones se quemaban sin llama con un crepitante resplandor de chispas que dejaba percibir sus bordes carbonizados. En la parte superior vio una faja luminosa que salía por la abertura de una puerta y caía sobre el vasto rellano, envuelto en una nube de humo. Aquel era el cuarto. Subió las escaleras; luego se detuvo, porque había divisado dentro la sombra de un desconocido proyectada en una de las paredes. Era la sombra disforme, alta de hombros, de alguien que permanecía inmóvil, cabizbajo, fuera del alcance de su vista. Al percatarse el capataz de que estaba totalmente desarmado, se arrimó a la pared, y, ocultándose en postura vertical en un rincón oscuro, aguardó con los ojos fijos en la puerta.

El enorme edificio, inacabado y ruinoso, con aspecto de cuartel, sin cielos rasos bajo de su elevado techo, se hallaba invadido por el humo que se movía yendo y viniendo al impulso de las débiles corrientes circulantes en la oscuridad de numerosos camaranchones y corredores desnudos. De pronto una de las ventanas que el viento abría y cerraba chocó contra la pared con un golpe seco, como si la hubiera empujado una mano impaciente. Un trozo de papel salió de alguna parte y rodó chirriando a lo largo del rellano. El hombre, quienquera que fuera, no ensombrecía la entrada luminosa. Dos veces el capataz, avanzando unos pasos fuera de su rincón, alargó la cabeza con la esperanza de ver qué estaba haciendo allí el desconocido en tanta quietud. Pero siempre se encontraba con la deformada sombra de anchos hombros y cabeza inclinada. Al parecer no se movía del sitio, como si estuviera meditando, o quizá leyendo un periódico. Del cuarto no salía el menor ruido.

El capataz retrocedió una vez mas. ¿Quién sería aquel individuo? ¿Algún monterista? Temía dejarse ver. Presentarse en tierra antes de transcurrir muchos días, sería, a su juicio, poner en peligro el tesoro. Dominado como tenía el espíritu por la idea del lugar en que estaba escondido, le parecía imposible que cualquier persona de Sulaco con quien tropezara no llegara a colegir con verdad lo ocurrido al verle tan pronto de regreso. Después de un par de semanas o cosa así, sería otra cosa. ¿Quién podría asegurar que no había vuelto por tierra desde alguno de los puertos situados fuera de los límites de la República? La existencia del tesoro embrollaba sus pensamientos con un sentimiento especial de angustia, como si su vida Rubiera quedado ligada a este hecho. De ahí que por el momento se sintiera tímido en aquella enigmática puerta iluminada. ¡Qué el diablo se lleve al prójimo ese! ¡Maldita la falta que me hace verle! Nada le diría su cara, fuera conocida o desconocida. Era una tontería perder el tiempo esperando.

A los cinco minutos escasos de haber entrado en el edificio, el capataz empezó a retirarse. Bajó las escaleras sin el menor percance, volvió la cara para echar una postrera mirada a la luz del descansillo y cruzó furtivamente a toda prisa el vestíbulo. Pero en el momento mismo de salir por la puerta principal, con el pensamiento fijo en no ser visto por el individuo que estaba en el piso superior, se le echó encima alguien a quien no había oído acercarse con pasos acelerados. Nostromo guardó silencio. El otro fue el primero en hablar con voz apagada por el asombro.

– ¿Quién es usted?

Nostromo había creído ya reconocer al doctor Monygham; ahora no tenía duda alguna. Vaciló durante un segundo. Ocurrióle la idea de escurrir el bulto sin decir una palabra. ¡Era inútil! Una repugnancia inexplicable a pronunciar el nombre con que se le conocía le mantuvo callado algunos momentos. Al fin dijo en voz baja:

– Un cargador.

Y avanzó hacia el doctor, que se había quedado medio muerto del susto. Levantó los brazos y expresó en voz alta su asombro, olvidándose de sí mismo ante lo prodigioso de aquel encuentro. Nostromo le recomendó en tono airado que bajara la voz. La Aduana no estaba tan desierta como parecía. Había alguien en la habitación iluminada del piso alto.

Nada desaparece tan pronto como la impresión de asombro causada por un hecho extraordinario. Solicitado sin cesar por las consideraciones que influyen en sus temores y deseos, el espíritu humano aparta sin esfuerzo su atención del lado maravilloso de los acontecimientos. Y así acaeció de la manera más natural posible que el doctor preguntó al hombre, a quien dos minutos antes había creído ahogado en el golfo:

– ¿Ha visto usted a alguno allá arriba?

– No, no le he visto.

Entonces, ¿Cómo lo sabe usted?

– Iba huyendo de su sombra cuando nos hemos encontrado.

– ¿De su sombra?

– Sí, de su sombra en el cuarto que tiene luz -respondió Nostromo con tono despectivo.

Apoyando la espalda en el muro del inmenso edificio, cruzados los brazos, bajó la cabeza, mordióse los labios y, sin mirar al doctor, pensó para sí: "Ahora empezará a preguntarme por el tesoro".

Pero los pensamientos del doctor andaban ocupados con un suceso no tan sorprendente como la aparición de Nostromo, pero más misterioso. ¿Por qué se había retirado de la ciudad Sotillo con todas sus tropas tan súbita y secretamente? ¿Qué podía esperarse de tal movimiento? El doctor cayó entonces en la cuenta de que el individuo del piso alto debía de ser uno de los oficiales, que el chasqueado coronel habría dejado detrás para comunicarle noticias.

– Creo que el sujeto que está arriba me espera a mí.

– Es posible.

– Necesito averiguarlo. No se vaya usted todavía, capataz.

– ¿Irme? ¿Adonde? -musitó Nostromo.

El doctor se había alejado ya. El otro continuó con la espalda pegada a la pared, mirando de hito en hito la oscura masa acuosa del puerto, mientras el chirrido de las cigarras llenaba sus oídos. Apoderóse de sus pensamientos una vaguedad invencible, privándole de la facultad de tomar una resolución.

– ¡Capataz! ¡Capataz! -gritó el doctor desde arriba en tono urgente.

La conciencia de hallarse arruinado, víctima de una traición, flotaba sobre su sombría indiferencia como sobre un mar estancado de betún. Con todo, se separó del muro y, volviéndose a mirar arriba, vio al doctor Monygham asomándose por la ventana iluminada.

– Suba usted a enterarse de lo que ha hecho Sotillo. No tiene usted nada que temer del hombre que está aquí.

La contestación fue una risa breve y sarcástica. ¡Temer a un hombre! ¡ El capataz de los cargadores de Sulaco temer a un hombre! Le ponía furioso que alguien pudiera hacer semejante indicación. Avivaba su ira la circunstancia de estar desarmado, y tener que ocultarse por el peligro que corría a causa del maldito tesoro, de tan poca importancia para los individuos que se lo habían atado al cuello. No podía echar de si aquella pesadilla. Para Nostromo el doctor representaba a todos esos individuos… Y ni siquiera le había preguntado por lo que había sido de la plata. Ni la menor curiosidad sobre la empresa más desesperada de su vida.

Revolviendo tales pensamientos, Nostromo cruzó de nuevo el cavernoso vestíbulo, donde el humo se había enrarecido considerablemente, y subió las escaleras, menos calientes ahora al contacto de sus pies, en dirección a la ráfaga de luz que brillaba en la parte superior. El doctor apareció en ella por un momento, agitado e impaciente.

– ¡Venga usted! ¡Venga!

En el momento de penetrar en la habitación, el capataz experimentó un sobresalto. El hombre no se había movido. Vio su sombra en el mismo sitio. Se estremeció y dio unos pasos con el sentimiento de estar a punto de aclarar un misterio.

Era muy sencillo. Por una fracción infinitesimal de segundo, a la luz de dos turbias y goteantes candelas, al través de una humareda fina, azulada y acre que le causaba escozor en los ojos, se le presentó el hombre de pie, tal como se lo había imaginado, de espaldas a la puerta, proyectando sobre la pared una sombra enorme y deformada. Con la rapidez de un relámpago recibió la impresión de la postura forzada del individuo con los hombros desplazados hacia adelante y la cabeza caída sobre el pecho. Luego distinguió los brazos atados a la espalda, retorcidos tan terriblemente, que las dos muñecas, esposadas, subían por encima de los omoplatos. Desde allí sus ojos siguieron con una mirada instantánea la correa que subía desde la atadura de las muñecas hasta una gruesa viga y bajaba luego a sujetarse a un gancho de la pared. No necesitó mirar las piernas rígidas ni los pies que colgaban lacios, con los dedos gordos, a unas seis pulgadas del piso, para comprender que al infeliz colgado le habían dado tormento hasta producirle un síncope. Su primer impulso fue abalanzarse a cortar la correa de un tajo. Buscó su cuchillo, pero no le tenía -¡ni siquiera un cuchillo! Se detuvo tembloroso; y el doctor, sentado, con los pies colgando, en el borde de la mesa, contemplaba pensativo el cruel y horrible espectáculo y murmuró sin moverse, con la barbilla apoyada en la mano:

– Torturado y muerto de un tiro que le ha atravesado el pecho. Se está quedando frío.

Esta información tranquilizó al capataz. Una de las candelas paveseó vacilante en el cañón de su soporte y se extinguió.

– ¿Quién ha hecho esto? -preguntó Nostromo.

– Sotillo, a no dudarlo. ¿Quién otro habría de ser? Torturado… pase. Pero ¿por qué matarle?

El doctor miró fijamente a Nostromo, que se encogió de hombros ligeramente.

– Y observe usted -prosiguió Monygham-; se le ha matado de pronto en un arrebato. Es evidente. Desearía saber que misterio hay aquí.

Nostromo, que había avanzado, se inclinó un poco para examinar el cadáver.

– Me parece haber visto esta cara en alguna parte -murmuró. -¿Quién es?

Él doctor volvió a fijar en él los ojos.

– Todavía puede ocurrirme que llegue a envidiar su suerte. ¿Qué piensa usted de esto, capataz, eh?

Pero Nostromo ni siquiera oyó las palabras anteriores. Tomó la candela que seguía ardiendo y la puso bajo de la cabeza caída, mientras el doctor, olvidándose del muerto, continuaba sentado, con la mirada perdida en el espacio. De repente el pesado candelero de hierro chocó en el suelo con estrépito, como arrancado de la mano de Nostromo.

– ¿Qué pasa? -interrogó el doctor, mirando sobresaltado.

Oyó la respiración anhelosa del capataz, que vaciló, apoyándose en la mesa, y al extinguirse la luz en la habitación, los cuadros negros de las ventanas aparecieron tachonados de estrellas.

– ¡Claro! ¡Es claro! -musitó para sí el doctor en inglés. -El espectáculo es bastante horrible para hacer crujir las coyunturas.

Nostromo sintió que el corazón le palpitaba en la garganta. Sentía vértigo. ¡Hirsch! ¡El hombre era Hirsch! Y, al reconocerle, se asió con fuerza al borde de la mesa.

– Se había escondido en la gabarra -dijo con voz alterada, casi voceando. Y luego siguió, bajando el tono: -En la gabarra, y… y…

– Y Sotillo le trajo aquí -añadió el doctor. -Usted se espanta de verle tanto como yo me espanté de verle a usted. Lo que desearía saber es qué atrocidades hizo con el finado para mover a alguna alma compasiva a matarle de un tiro.

– Entonces Sotillo sabe… -empezó Nostromo en una entonación más tranquila.

– Lo sabe todo -interrumpió el doctor.

Oyóse al capataz golpear la mesa con el puño.

– ¿Todo? ¿Qué me está usted diciendo? ¡Todo! ¿Lo sabe todo? ¡Es imposible! ¿Todo?

– Por supuesto. ¿A qué llama usted imposible? Le participo a usted que he oído interrogar a ese Hirsch la noche pasada, aquí, en este mismo cuarto. Tuvo noticia de usted, de Decoud, y de todo lo relativo al traslado de la plata… La gabarra fue partida en dos pedazos por la proa del vapor. La víctima de Sotillo se arrastraba ante él, presa de un terror abyecto, pero pudo recordar todo esto. ¿Qué más necesita usted? Menos cuenta daba de su propia persona. Le hallaron agarrado al áncora. Debió asirse a ella en el momento de irse al fondo la gabarra.

– ¿De irse al fondo? -repitió Nostromo lentamente. -¿Sotillo ha creído eso? ¡Bueno!

El doctor, algo impaciente, no acertaba a imaginar qué otra cosa podía nadie creer. Si. Sotillo creía que la gabarra se había ido a pique, y que el capataz de cargadores junto con Martín Decoud y tal vez uno o dos políticos fugitivos se habían ahogado.

– Con razón le dije a usted, señor doctor -contestó a esto el otro-, que Sotillo no lo sabía todo.

– ¡Cómo! ¿Qué quiere usted decir?

– Ignoraba por ejemplo, que yo no había muerto.

– Y nosotros le creíamos a usted ahogado, como lo creía Sotillo.

– Y a ustedes -a ninguno de ustedes, los caballeros que estuvieron en el muelle- les importó nada embarcar a un hombre de carne y hueso como ustedes con un encargo desatinado que no podía acabar bien.

– Olvida usted, capataz, que yo no estuve en el muelle, y que me pareció mal el traslado de la plata. No tiene usted, pues, motivo para culparme de ello. Pero le diré, amigo mío, que en aquellas circunstancias no estábamos para pensar en la muerte: a todos nos seguía de cerca. Usted había partido…

– Sí, por cierto, partido -interrumpió Nostromo. -Y ¿en beneficio de quién? Dígame usted.

– ¡Ah! Ese es asunto suyo -replicó el doctor con aspereza. -No me pregunte usted a mí.

El rumor de este diálogo se interrumpió en la oscuridad. Sentados sobre el borde de la mesa, con los rostros algo vueltos, cada uno al lado opuesto, sentían sus hombros en contacto y conservaban la vista dirigida a una forma erecta, casi indistinta en las tinieblas del local, y que, al proyectar hacia delante cabeza y hombros con la inmovilidad de un espectro, parecía estar atenta a coger todas las palabras de la conversación.

– ¡Muy bien! -musitó al fin Nostrorno. -Sea como usted dice. Teresa tenía razón. Ese es asunto mío.

– Teresa ha muerto -manifestó el doctor distraídamente, mientras en su mente se sucedían nuevas ideas sugeridas por lo que podía llamarse la resurrección de Nostromo.

– Sí, murió la pobre mujer.

– ¿Sin un sacerdote? -preguntó el otro con ansiedad.

– ¡Qué pregunta! ¿Quién hubiera podido procurarle un sacerdote la noche aquella?

– ¡Dios haya acogido su alma! -exclamó Nostromo con fervor sombrío y desesperado; y antes que el doctor Monygham tuviera tiempo de maravillarse, el capataz volviendo a su anterior tema, continuó en tono siniestro: -Sí, señor doctor. Como usted decía, es asunto mío. Y un asunto de lo mas desesperado.

– No hay en esta parte del mundo dos hombres capaces de salvarse a nado, como lo ha hecho usted -dijo el doctor en tono admirativo.

Y los dos hombres quedaron de nuevo en silencio. Ambos reflexionaban; y la diversidad de genios hacía que sus pensamientos se desenvolvieran en líneas divergentes. El doctor, impedido por su lealtad a los Goulds a tomar determinaciones arriesgadas, meditaba complacido en la combinación de circunstancias fortuitas que habían determinado la vuelta de aquel hombre para prestar su concurso valiosísimo en la empresa de salvar la mina de Santo Tomé. El doctor estaba pronto a sacrificarse por ella. A sus ojos de cincuentón se le representaba en forma de una mujer menudita, envuelta en fina bata de luenga cola, de cabeza graciosamente recargada por una profusa mata de cabello rubio, y con una alma de preciosa delicadeza, mezcla de gema y flor, que se revelaba en todos los gestos y posturas de su persona.

Al paso que se multiplicaban los peligros alrededor de la mina de Santo Tomé, esa ilusión adquiría fuerza, permanencia y autoridad. ¡Al fin sentía solicitado su concurso por el ideal a que rendía silencioso culto! Y este llamamiento, exaltado por un desasimiento espiritual de las sanciones ordinarias de esperanza y recompensa, daba por resultado el que los pensamientos, las acciones y la misma individualidad del doctor fueran en extremo peligrosos, tanto para él como para los demás, porque todos sus escrúpulos se desvanecían ante el vanidoso sentimiento de que su abnegación era la única barrera alzada entre una mujer admirable y un espantoso desastre.

Era una especie de embriaguez que, mientras embotaba la sensibilidad impidiéndole lamentar la desgracia de Decoud, le dejaba clara la inteligencia para comprender el alcance de su idea política. Era un proyecto magnífico; y Barrios el único instrumento con que podía realizarse. El alma del doctor, desecada y oprimida por la vergüenza de una desgracia moral, se desahogaba dando rienda suelta a sus predilecciones con una vehemencia implacable.

El regreso de Nostromo era providencial. No consideraba esa contingencia, animado de sentimientos humanitarios, alegrándose de que un semejante suyo hubiera escapado a las garras de la muerte. En el capataz sólo veía el único mensajero posible que enviar a Cayta. El hombre capaz de tal empresa. La desconfianza misantrópica que el doctor sentía por la humanidad (cuya amargura se fundaba en un fracaso personal) no le eximía totalmente de incurrir en las flaquezas comunes. Hallábase también dominado por el ascendiente de una reputación establecida. La fidelidad de Nostromo, propalada a son de trompeta por el capitán Mitchell, robustecida con la repetición y arraigada en el sentimiento general, no había sido puesta nunca en duda por el doctor Monygham, como un hecho positivo. Menos había de discutirla ahora que la necesitaba a todo trance. Aceptaba, como todo el mundo, la opinión corriente sobre la incorruptibilidad del capataz, sencillamente porque no había palabra ni acción que la contradijeran. Parecía formar parte del hombre, como sus patillas o sus dientes. Era imposible concebirle de otro modo.

La cuestión era si consentiría en emprender el viaje con una misión tan peligrosa y desesperada. Monygham era bastante observador para haber notado desde el principio de la entrevista algo especial en los modales del hombre. Sin duda era el despecho que le causaba la pérdida de la plata. "Será necesario ganarme toda su confianza", se decía con cierta penetración del fondo del carácter peculiar de Nostromo. El silencio de éste se hallaba dominado de tétrica irresolución, ira y recelo. A pesar de ello, fue el primero en romperlo.

– Lo de menos es la travesía a nado -dijo. -Lo anterior, lo anterior… y lo que viene después de eso…

Y no acabó de expresar su pensamiento, parándose en seco, como si ante él hubiera surgido un obstáculo infranqueable. Entretanto el doctor seguía meditando sus planes con sutileza maquiavélica. Poniendo en su acento toda la simpatía de que era capaz, comentó:

– Es una desgracia, capataz; pero a nadie le pasa por las mientes recriminarle a usted. Una gran desgracia. Desde luego afirmo que el tesoro no debió salir de la montaña. Decoud fue el que…, pero ya es muerto: no hay por qué hablar de él.

– No -asintió Nostromo, al callar el doctor-, no hay necesidad de hablar de los muertos. Pero yo no lo estoy todavía.

– Así es. Y por cierto que sólo un hombre de la intrepidez de usted hubiera podido salvarse.

Al hablar así, el doctor Monygham era sincero. Tenía elevado concepto del valor audaz de aquel hombre, a pesar de estimarle en poco por haber perdido la confianza en la humanidad en general a causa de la terrible caída moral que él mismo había dado. Habiendo tenido que arrastrar con sus solas fuerzas, durante el período en que anduvo errante por el interior del país no pocos peligros físicos, conocía bien el elemento más temible común a todos ellos: el sentimiento irresistible y paralizador de la debilidad humana, que abate al hombre en lucha con las fuerzas de la naturaleza, aislados lejos de la vista de sus semejantes. Por eso estaba admirablemente preparado para apreciar el arrojo que, según le pintaba su imaginación, había necesitado el capataz cuando, tras horas de tensión y angustia, se había arrojado de pronto a un abismo de agua y tinieblas, sin tierra ni cielo, luchando en el trance no sólo con ánimo firme, sino con ostensible éxito. Por supuesto, el hombre era un nadador incomparable -eso nadie lo ignoraba-; pero el doctor comprendía que la hazaña demostraba una fortaleza de espíritu todavía mayor. Esto le agradaba, permitiéndole augurar un éxito feliz para la ardua empresa que pensaba confiar al capataz, tan admirablemente restituido a sus antiguas funciones. Y en un tono de vaga adulación apuntó la observación:

– La oscuridad debió ser espantosa.

– La noche más negra del golfo -asintió brevemente el capataz, ablandado por el asomo de interés que el doctor manifestaba por conocer sus aventuras.

Dejó caer algunas frases describiendo lo ocurrido con afectada y arisca indiferencia. En aquel momento se sintió comunicativo. Aguardó nuevas demostraciones de aquella curiosidad, que, bien o mal recibidas por él, le restituyeran su antiguo ascendiente y fama, única pérdida grave en aquel encargo abominable del traslado de la plata. Pero el doctor, absorto en su peculiar proyecto, se había aferrado a proseguir en el mismo tema. Sin percatarse de lo que decía, dejó escapar una exclamación de pena.

– ¡Lástima que no haya usted pedido auxilio o encendido una luz…!

Esta salida inesperada dejó atónito al capataz por el atroz frío desconocimiento de su carácter, que reflejaba. Era como si hubiera dicho: "¡Lástima que no haya dado usted pruebas de ser un cobarde, o que no se haya usted cortado el cuello al verse en situación tan adversa!" Como es natural, creyó que el doctor se refería a su persona, cuando en realidad el último pensaba en el tesoro; y esto con muchas reservas mentales. La sorpresa y la indignación dejaron mudo al capataz, y las violentas palpitaciones del corazón le martilleaban los oídos, así que apenas se enteró de que el doctor seguía diciendo:

– Porque estoy convencido de que Sotillo, en apoderándose de la plata hubiera virado en redondo y navegado con rumbo a cualquier puerto poco importante de fuera de la República. Económicamente hubiera sido una pérdida, pero no tan grande como la de haberse ido a pique. En todo caso lo mejor hubiera sido tener el tesoro a mano e invertir una parte de él en comprar a Sotillo. Con todo, dudo que don Carlos se hubiera resuelto a hacerlo. No sirve para vivir en Costaguana, y eso es evidente, capataz. El último había dominado la furia, que zumbaba como una tempestad en sus oídos, a tiempo para oír el nombre de don Carlos. Parecióle salir de aquel estado convertido en otro hombre -un hombre que hablaba midiendo las palabras y con voz suave y reposada.

– ¿Y habría quedado satisfecho don Carlos de que yo entregara el tesoro?

– Por mi parte no extrañaría que a todos les pareciera ahora lo mejor -replicó el doctor con aire tétrico. -A mí nunca me consultó. Decoud es el que impuso su parecer. Supongo que los autores del proyecto de trasladar la plata habrán abierto los ojos a la hora presente. Yo sólo diré que si por un milagro volviera la plata al puerto, se la daría a Sotillo. Y tal como están las cosas, nadie me negaría su aprobación.

– Si por un milagro volviera al puerto -repitió el capataz muy bajo, y prosiguió, alzando la voz: -Eso, señor, sería un milagro mayor que todos los que hacen los santos.

– Lo creo, capataz-asintió secamente el doctor.

Y siguió exponiendo sus ideas sobre la peligrosa influencia de Sotillo en la situación; mientras el capataz, que le escuchaba como en sueños, se sentía tan postergado como la forma indistinta e inmóvil del muerto, que veía en postura vertical debajo de la viga, con aspecto de escuchar también, desatendido, olvidado, a modo de un terrible ejemplo del abandono e indiferencia de los hombres.

– De modo que, si acudieron a mí, ¿fue por un capricho irreflexivo y tonto? -interrumpió de repente. -¿No había hecho ya bastante por ellos, para que me tuvieran alguna consideración? ¡Por Dios! ¿O es que los hombres finos no tienen por qué inquietarse mientras haya un hombre del pueblo dispuesto a arriesgar su cuerpo y su alma? ¿Qué? ¿La gente del pueblo no tenemos alma? ¿Somos como los perros?

– Pero estaba de por medio Decoud con su plan -recordó de nuevo el doctor.

– ¡Sí! Y el ricacho de San Francisco, que también tenía que ver con ese tesoro… ¿qué se yo? ¡No! He oído demasiado. Me parece que a los ricos les está permitido todo.

– Comprendo, capataz… -empezó el doctor.

– ¿Qué capataz? -interrumpió Nostromo, esforzando la voz, pero sereno. -El capataz se acabó; ha muerto. No hay capataz. ¡Oh, no! Ustedes no hallarán más capataz.

– ¡Vamos!, ¡vamos! ¡Eso es infantil! -reconoció el doctor; y el otro se calmó al punto.

– La verdad es que he sido como un chicuelo -musitó. Y sus ojos volvieron a tropezar con el cadáver de la víctima, suspendido en su terrible inmovilidad, que parecía la paciente quietud de la atención. Luego preguntó en voz baja, con aire distraído:

– ¿Por qué Sotillo ha dado tormento a este infeliz? ¿Lo sabe usted? No hay tortura como la del miedo que padecía. Comprendo que le matara, porque no se podía sufrir el espectáculo de su angustia. Pero ¿a qué atormentarle de ese modo? No podía declarar más.

– No; no podía decir más. Cualquier persona sensata lo hubiera comprendido así. Pero debe usted saber una cosa, capataz. Sotillo no quiso creer lo que dijo. Ni una palabra.

– ¿Qué es lo que no quiso creer? No comprendo.

– Yo sí, porque le he visto. Se niega a creer que se haya perdido el tesoro.

– ¿Qué? -interrogó el capataz en tono descompuesto.

– ¿Le sorprende a usted, eh?

– ¿Quiere usted decir, señor -prosiguió Nostromo con intención y como poniéndose en guardia-, que, ajuicio de Sotillo, el tesoro se ha salvado por algún medio?

– ¡No!, ¡no! Eso sería imposible -replicó el doctor convencido; y Nostromo profirió un refunfuño en la oscuridad. -Eso sería imposible. Cree Sotillo que la plata no estaba en la gabarra cuando se hundió. Está convencido de que toda la comedia de embarcarla ha sido un artificio para engañar a Camacho y sus nacionales, a Pedrito Montero, al señor Fuentes, nuestro nuevo jefe político, y a él mismo. Pero dice que él no es tan tonto.

– Entonces está loco, o es el mayor imbécil que jamás llevó el título de coronel en este desgraciado país -gruñó Nostromo.

– Su razonar no es más disparatado que el de muchos hombres -dijo el doctor. -Se ha persuadido de que el tesoro puede hallarse, porque desea apasionadamente apoderarse de él. Además teme que los oficiales se le subleven y se pasen a Pedrito, a quien no tiene el valor de combatir ni de reconocer. ¿Comprende usted, capataz? Mientras quede alguna esperanza de echar la garra a esa enorme cantidad de plata, no tiene que inquietarse por deserciones. Yo he puesto empeño en mantener viva esa esperanza.

– ¿De veras? -inquirió el capataz con cautela. -Bien; es admirable. Y ¿por cuánto tiempo piensa usted seguir con esa tarea?

– Mientras pueda.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Se lo diré a usted claramente: mientras viva -replicó el doctor con acento obstinado, y a continuación refirió en pocas palabras la historia de su arresto y los pormenores de su liberación. -Cuando nos hemos encontrado, me disponía a entrevistarme de nuevo con ese estúpido canalla.

Nostromo había escuchado con profunda atención.

– Por lo visto usted ha tomado la resolución de morir pronto -murmuró entre dientes.

– Tal vez, mi ilustre capataz -asintió el doctor con aire tétrico. -No es usted aquí el único que puede ver a dos pasos una muerte horrible.

– Indudablemente -masculló el otro, bastante alto para ser oído a distancia. -Puede haber mas de dos tontos en este sitio. ¿Quién sabe?

– Y ese es asunto mío -dijo el doctor secamente.

– Como fue cosa mía el traslado de la maldita plata -replicó Nostromo. -Comprendo. Bueno. Cada uno de nosotros tiene sus razones. Pero usted fue el último con quien hablé antes de partir y me trató usted como si fuera un mentecato.

A Nostromo le disgustaba profundamente la ironía burlesca con que el doctor solía aludir a su gran reputación. El tonillo escéptico con que lo hacía también Decoud le molestaba menos, porque la familiaridad de un hombre como don Martín halagaba su amor propio, mientras que el doctor no era nada. Le recordaba hecho un perdido y sin un céntimo, renqueando por las calles de Sulaco, privado de amistades y relaciones, hasta que don Carlos le tomó para el servicio de la mina.

– Usted podrá ser todo lo avisado que quiera -continuó Nostromo, pensativo, paseando la mirada por el oscuro ambiente de la habitación, ocupado por el lúgubre enigma del torturado y asesinado Hirsch. -Pero no soy tan tonto como cuando salí con la gabarra. Desde entonces he aprendido algo, y entre otras cosas, que usted es un hombre peligroso.

Esta salida le cogió tan de sopetón al doctor Monygham, que, sobresaltado apenas pudo decir:

– ¿Qué dice usted?

– Si el muerto pudiera hablar, diría lo mismo que yo -prosiguió Nostromo con una inclinación de cabeza, que se proyectaba en silueta contra la ventana débilmente iluminada por las estrellas.

– No le entiendo a usted -volvió a decir Monygham con voz débil.

– ¿No? Pues si usted no hubiera confirmado a Sotillo en su manía, tal vez no se hubiera dado tanta prisa en aplicar la tortura a ese desgraciado Hirsch.

El doctor se estremeció ante la indicación. Pero, dominado enteramente por su afecto a los Gould, se le había endurecido el corazón para no sentir remordimiento ni lástima. Con todo, para su mayor tranquilidad, creyó necesario repeler la acusación en tono enérgico y despectivo.

– ¡Bah! Se atreve usted a decirme eso, en el caso de un hombre como Sotillo. Confieso que no pensé para nada en Hirsch. Por supuesto, de nada hubiera servido. Todo el mundo puede ver que el infeliz estaba condenado a perecer desde el momento en que se agarró al áncora. Estaba perdido, se lo aseguro a usted. Como lo estoy yo… casi con toda seguridad.

Tal fue la contestación del doctor Monygham a la invectiva de Nostromo bastante fundada para intranquilizarle la conciencia. Realmente no la tenía encallada en términos de ser insensible al mal ajeno; pero la necesidad, la magnitud y la importancia de la empresa que se había echado encima, empequeñecían todas las consideraciones de mera humanidad. Había resuelto trabajar con todas sus fuerzas por la salvación de la mina, y lo hacía con verdadero fanatismo. Y no es que encontrara en ello placer alguno. La mentira y el fraude, aun dirigidas contra el más vil de los hombres, le eran odiosos por educación, por instinto y por tradición. Cometer aquellas bajezas y hacer el oficio de traidor eran cosas abominables para su genio y horribles para sus sentimientos. El menguado concepto que tenía de sí propio le había movido a rebajarse a tan innoble sacrificio, diciéndose con amargura: "Soy el único apropiado para una labor de esta índole." Y lo creía así. No era capaz de sutiles cavilosidades. Con toda sencillez, sin acariciar ninguna idea heroica de buscar la muerte, experimentaba una secreta satisfacción y consuelo en exponerse a un peligro bastante grave. En tal situación de ánimo, la desgraciada muerte de Hirsch se le representaba como una pequeña parte de los horrores de que era teatro el país. Consideraba aquel episodio por su lado práctico. ¿Cuál era su significación? ¿Indicaba algún cambio peligroso en las ilusiones de Sotillo? Lo que el doctor no se explicaba era que se hubiera matado a Hirsch de aquel modo.

– A tiros de revólver. ¿Por qué? -musitaba para sí.

Nostromo guardaba absoluto silencio.

Capítulo IX

Luchando con angustia entre dudas y esperanzas, abatido por el solemne companeo que celebraba la llegada de Pedrito Montero, Sotillo había pasado la mañana esforzándose por sobreponerse al desasosiego de su espíritu, sin poderlo conseguir a causa de la vanidad que le dominaba y de la violencia de sus pasiones. El desengaño, la codicia, la rabia y el miedo formaban en el pecho del coronel un tumulto más estrepitoso que el ruido ensordecedor de las campanas. Ninguno de sus planes se había realizado. Ni Sulaco, ni la plata de la mina, habían caído en su poder. No había realizado ninguna hazaña militar que consolidara su situación, ni obtenido un cuantioso botín que le permitiera retirarse. Pedrito Montero le infundía miedo, ya como amigo, ya como enemigo. El volteo de las campanas le enloquecía.

Imaginándose en un principio que podría ser atacado inmediatamente, había mandado a su batallón permanecer sobre las armas en la playa. En la habitación que ocupaba en la Aduana iba y venía de un extremo a otro, parándose a veces para morderse las uñas de la mano derecha con los ojos fijos en el piso, tristes y soslayados; y luego los alzaba echando alrededor una mirada hostil y sombría, y recomenzaba sus paseos en salvaje aislamiento. Había dejado sobre la mesa el sombrero, el látigo, la espada y el revólver. Sus oficiales, apiñados en la ventana que miraba a la puerta de la ciudad, se disputaban el uso de los gemelos de campo, comprados por su jefe a crédito el año anterior en el bazar de Anzani. Pasaban de mano en mano, y el último que los tenía por el momento en su poder era acosado por ansiosas preguntas.

– No hay nada; no hay nada que ver -repetía impaciente.

Así era: no había nada. Y, cuando el piquete destacado en los bosques cerca de la casa Viola recibió orden de retroceder para incorporarse al cuerpo principal, no se notaba el menor movimiento de vida en la faja de terreno polvoriento y árido comprendido entre la ciudad y las aguas del puerto. Pero, ya bastante avanzada la tarde, apareció un jinete saliendo por la puerta de la ciudad y avanzando intrépidamente en dirección a la Aduana. Era un emisario del señor Fuentes. Como venía solo se le permitió acercarse. Desmontó a la entrada del edificio, saludó con jovial impudencia a los circunstantes y pidió ser presentado inmediatamente al muy valiente coronel.

El señor Fuentes, al entrar en sus funciones de jefe político, había dirigido sus talentos diplomáticos a obtener el dominio del puerto y de la mina. El hombre elegido para negociar con Sotillo era un notario publico, a quien la revolución había sorprendido languideciendo en la cárcel común, acusado de falsificar documentos. Libertado por las turbas, junto con las demás "víctimas de la tiranía de los blancos", se había apresurado a ofrecer sus servicios al nuevo gobierno.

Había partido resuelto a desplegar el mayor celo y elocuencia posibles para inducir a Sotillo a entrar solo en la ciudad y celebrar una conferencia con Pedrito Montero. Nada estaba más lejos de las intenciones del coronel. La mera idea de ponerse en manos del famoso Pedrito le había causado varias veces hondo malestar. Eso, ni pensarlo: era una locura. Y también lo era declararse en franca hostilidad. Haría imposible la búsqueda sistemática del tesoro, de aquella enorme cantidad de plata que le parecía sentir en las inmediaciones, olfatear en un lugar cercano. Pero ¿dónde? ¡Cielos! ¿Dónde? ¡Oh! ¿Por qué había dejado partir al doctor? ¡Qué estupidez la suya! Pero, no: era lo único que se debía hacer, pensaba febrilmente, mientras el mensajero aguardaba abajo en agradable charla con los oficiales. En el verdadero interés de aquel canalla de doctor estaba el regresar con noticias positivas. ¿Y si había algo que se lo impidiera, como, por ejemplo, una prohibición general de dejar la ciudad? Tal vez hubiera patrullas.

El coronel, cogiéndose la cabeza con las manos, giraba sobre sus pasos, como herido de vértigo. Un relámpago de cobarde inspiración le sugirió un arbitrio, no desconocido de los estadistas europeos cuando desean aplazar una negociación difícil. Con botas y espuelas se acomodó en la hamaca con un apresuramiento que no se avenía bien con su dignidad. Con la tensión nerviosa producida por sus graves cuidados, se le había puesto amarillo el bien proporcionado rostro, y afilado el caballete de la correcta nariz, cuyos audaces orificios aparecían empequeñecidos y pellizcados. La mirada acariciadora y suave de sus bellos ojos se había apagado y aun descompuesto, porque los globos lánguidos, en forma de almendra, estaban inyectados de sangre a consecuencia de prolongados y siniestros insomnios. Habló al sorprendido mensajero del señor Fuentes con voz sorda y agotada, que salía con debilidad conmovedora de la espesa cubierta de ponchos tendida sobre su elegante figura hasta los negros bigotes, caídos, lacios, indicando postración física e incapacidad mental.

La fiebre, una fiebre grave, tenía abatido al muy valiente coronel. Una mirada extraviada y vagarosa, causada por los pasajeros espasmos de un ligero cólico que se había declarado de pronto, y el castañeo de los dientes, originado del terror reprimido, presentaban un aspecto tan vivo y real, que impresionaron al emisario. Eran los calofríos de la fiebre. El coronel manifestó que le era imposible pensar, atender ni hablar. Fingiendo un esfuerzo sobrehumano, balbució que no se hallaba en estado de dar una respuesta adecuada, ni de cumplir ninguna orden de Su Excelencia. Pero ¡mañana!, ¡mañana! ¡Ah!, ¡mañana! Que Su Excelencia don Pedro estuviera tranquilo. El bravo regimiento de Esmeralda ocupaba el puerto…, ocupaba… Y, cerrando los ojos, volvió a un lado y otro la dolorida cabeza, como un enfermo medio delirante, ante la escudriñadora mirada del enviado, que tuvo necesidad de inclinarse sobre la hamaca para recoger las penosas y entrecortadas frases del enfermo.

Entretanto el coronel Sotillo confiaba en que los sentimientos humanitarios de Su Excelencia permitieran regresar de la ciudad al doctor, al doctor inglés con su caja de medicinas extranjeras, para asistirle. Rogaba con encarecimiento a su merced, el caballero allí presente, que le hiciera el favor de preguntar en la casa Gould, al pasar por ella, si estaba allí el doctor inglés, como era probable, y decirle que el coronel Sotillo, enfermo de fiebre en la Aduana, demandaba sus servicios inmediatos. "Se le necesitaba sin demora, con la mayor urgencia: se le aguardaba con impaciencia extrema. ¡Y un millón de gracias por todo!"

Cerró los ojos fatigado y no quiso volverlos a abrir, permaneciendo inmóvil, sordo, mudo, insensible, abrumado, vencido, postrado, aniquilado por la terrible enfermedad.

Pero no bien el otro hubo cenado tras sí la puerta y salido al descansillo, el coronel saltó con ambos pies sobre un montón de cubiertas de lana. Enredáronsele las espuelas en un rebujón de ponchos y estuvo a punto de caer de cabeza, no logrando recobrar el equilibrio hasta que estuvo en medio de la habitación. Luego se ocultó tras unas celosías medio cerradas y se puso a escuchar lo que pasaba abajo.

El emisario había montado ya, y volviéndose a los oficiales ociosos que ocupaban la entrada principal, se quitó el sombrero ceremoniosamente.

Caballeros -dijo en voz muy alta-, permítanme ustedes recomendarles que cuiden mucho a su coronel. De gran honra y satisfacción me ha servido ver en ustedes una excelente compañía de hombres que practican la virtud militar de la paciencia, permaneciendo en este lugar tan ingrato, con exceso de sol y sin agua que beber, mientras una ciudad, abundante en vino y mujeres hermosas, tiende sus brazos para recibir a unos valientes, como ustedes. Caballeros, tengo el honor de saludarlos. Esta noche se bailará mucho en Sulaco. ¡Adiós!

Pero refrenó el caballo e inclinó la cabeza a un lado al ver avanzar al viejo comandante. Muy alto y seco, metido en una especie de casacón estrecho que le llegaba a los tobillos, parecía el asta de la bandera del regimiento con la tela enrollada.

El inteligente veterano, después de enunciar en tono dogmático la proposición general de que "el mundo estaba lleno de traidores", siguió pronunciando con calor el panegírico de Sotillo. Extendióse enfáticamente en atribuirle todas las virtudes imaginables, y resumió sus elogios en la expresiva frase, común entre la clase baja de los occidentales (especialmente en los alrededores de Esmeralda):

Y es -concluyó alzando de improviso la voz-, y es un hombre de muchos dientes. Sí, señor. En cuanto a nosotros -prosiguió portentoso y grave- su merced está contemplando el mejor cuadro de oficiales de la República, hombres de sin igual valor e inteligencia, y "hombres de muchos dientes".

– ¿De veras? ¿Todos ellos? -inquirió el maligno mensajero del señor Fuentes con un asomo de risa socarrona.

– Todos, sí, señor -afirmó solemnemente el comandante con convicción. -Hombres de muchos dientes.

El otro hizo girar su caballo poniéndole frente al portal, que parecía la entrada de una casa de labor abandonada. Se alzó sobre los estribos y extendió un brazo. Era un granuja bromista, nacido en las provincias centrales, y que por lo mismo tenía en poco a los habitantes de la provincia occidental. La tontería de los esmeraldinos provocaba de un modo especial sus despectivas chacotas. Empezó a pronunciar un discurso sobre Pedro Montero con serio y aparatoso continente. Gesticulaba como si intentara reproducir ante ellos la imagen del caudillo. Y cuando vio que todos los rostros estaban atentos, y todas las miradas pendientes de sus labios, enumeró en voz alta una lista de perfecciones:

– Generoso, valiente, afable, profundo -se descubrió en un arrebato de entusiasmo-, gran estadista, invencible caudillo de los hombres que le siguen -bajó la voz, dándole una entonación profunda-, y ¡un dentista!, ¡con instrumental completo para extraer piezas dentarias!

Partió al instante a buen paso. Con las piernas esparrancadas y tendidas, los pies vueltos hacia afuera, la espalda erguida y el sombrero echado atrás sobre los hombros cuadrados e inmóviles, era la imagen de la impudencia ilimitada y horrible.

Arriba, detrás de las celosías, Sotillo permaneció largo tiempo en observadora quietud. La audacia de aquel prójimo le espantó. ¿Qué estarían diciendo abajo sus oficiales? No decían nada. Silencio completo. Se echó a temblar. No creyó hallarse en tales circunstancias a la altura en que estaba su expedición. Habíase imaginado triunfante, indiscutido objeto de adulaciones, ídolo de los soldados, valorando con secreta complacencia las agradables alternativas del poder y la riqueza, brindadas a su elección. ¡Ah! |Qué desencanto! Medio loco, inquieto, postrado, ardiendo en rabia o helado de terror, sentía una amenazadora inseguridad que le rodeaba por todas partes, tan insondable como el mar. El canalla del doctor debía traerle la información que necesitaba. Era evidente. A él solo de nada le serviría; no podía hacer nada con ella. ¡Maldición! El doctor no volvería, porque probablemente estaba ya arrestado, preso con Don Carlos.

Prorrumpió en locas carcajadas. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Pedrito Montero es el que iba a obtener la información sobre el paradero de la plata ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!…, y se apoderaría de ella. ¡Ja!

De repente, en medio de la risa, se quedó inmóvil y mudo, como petrificado. También él tenía un prisionero. Un prisionero que debía, sí. debía saber la verdad; toda entera. Habría que hacerle cantar. Y Sotillo, que no había olvidado enteramente a Hirsch en todo el tiempo transcurrido desde su captura, experimentaba una repugnancia inexplicable ante la idea de tener que recurrir a procedimientos extremos.

Esa repugnancia nacía en parte del temor insondable que sentía a todo cuanto le rodeaba. Recordó, también contra su voluntad, los dilatados ojos del comerciante de pieles, sus contorsiones, sus alharaquientos sollozos y protestas. Y lo ingrato del recuerdo no era efecto de compasión, ni aun de mera sensibilidad nerviosa. El hecho era que, aunque Sotillo no había creído por un momento el relato de Hirsch -no podía creerlo, nadie podía creer semejante tontería-, con todo, aquellos acentos de sinceridad desesperada le causaban desagradable impresión. Le ponían enfermo.

Sospechaba, además, que el hombre se hubiera vuelto loco de miedo. De un loco no se puede sacar nada. ¡Bah! ¡Fingimiento! ¡Nada más que fingimiento! El sabría la manera de habérselas con aquella farsa.

Armóse de dureza inflexible, elevada al grado sumo de la ferocidad. Sus ojos miraron con un leve estrabismo; dio unas palmadas, y apareció sin hacer ruido un ordenanza descalzo, un cabo con la bayoneta pendiente sobre el muslo y un garrote en la mano.

El coronel dictó sus órdenes, e inmediatamente el desgraciado Hirsch, empujado por varios soldados, compareció ante el jefe militar, que estaba horriblemente ceñudo, sentado en amplio sillón, con el sombrero puesto, las rodillas separadas, los brazos en jarras, dominador, imponente, irresistible, altanero, sublime, terrible.

Hirsch, los brazos atados a la espalda, había sido recluido violentamente en uno de los cuartos más pequeños. Durante muchas horas permaneció, al parecer olvidado, tendido medio exánime en el piso. De aquella soledad, donde yació presa de desesperación y espanto, fue arrancado brutalmente a puntapiés y golpes, insensible, sumido en estupefacción. Oyó las amenazas y las exhortaciones, y luego dio a las preguntas las contestaciones anteriores, con la barbilla hundida en el pecho, las manos atadas a la espalda, oscilando un poco frente a Sotillo y sin alzar nunca los ojos. Cuando se le forzaba a levantar la cabeza poniéndole bajo de la mandíbula la punta de la bayoneta, su mirada aparecía vagarosa y como extática, mientras gotas de sudor, gruesas como guisantes, corrían por la roña, erosiones y arañazos de su pálido rostro. Después pararon de pronto.

Sotillo le miró en silencio.

– ¿Quiere usted renunciar a su obstinación, canalla? -preguntó.

Para entonces una cuerda, sujeta a las muñecas del señor Hirsch, había sido pasada por encima de una viga, y tres soldados asían el otro extremo, esperando. El interrogado no contestó. Su grueso labio inferior cayó estúpidamente. Sotillo hizo una señal, e Hirsch fue levantado en alto quedando con los pies en el aire. Un grito de desesperación y agonía estalló en el cuarto, se difundió por los corredores del gran edificio, desgarró el aire del exterior, hizo que todos los soldados acampados en el puerto miraran a las ventanas, y sobresaltó a varios oficiales que charlaban en el patio con acaloramiento y orillándoles los ojos, mientras otros, con los labios apretados, miraban tristemente al suelo.

Sotillo, seguido de los soldados, había dejado el cuarto. El centinela del descansillo presentó el arma. Hirsch siguió gritando enteramente solo, detrás de las celosías medio cerradas, mientras la luz solar reflejada por el agua del puerto formaba en lo alto de la pared una zona de ondulaciones luminosas en perpetuo movimiento. Gritaba con las cejas contraídas y la boca abierta -increíblemente abierta, negra, enorme, poblada de dientes-, cómica.

En el quieto y abrasado aire de aquella tarde sin brisa, la víctima hizo llegar los clamores de su martirio hasta las oficinas de la Compañía O.S.N. El capitán Mitchell, que estaba en el balcón espiando los alrededores, los oyó débiles, pero distintos, y el apagado y terrible son persistió en sus oídos después de retirarse al interior con semblante pálido. Varias veces había tenido que apartarse del balcón aquella tarde.

Sotillo, irritable, caprichoso, paseaba inquieto de un lado a otro, celebraba consultas con sus oficiales, y daba órdenes contradictorias con voz chillona que resonaba en todo el desierto edificio. De cuando en cuando sobrevenían largos y temerosos silencios. Varias veces entró en el cuarto de tortura, donde yacían sobre una mesa su espada, fusta, revólver y anteojos de campo, a preguntar con forzado sosiego:

– ¿Confiesa ya usted la verdad ahora? ¿No? Yo puedo aguardar.

Pero no le era dable hacerlo por largo tiempo. Eso era la verdad. Cada vez que entraba y salía dando un portazo, el centinela del descansillo presentaba armas y recibía en cambio una mirada feroz, venenosa, inquieta, que en realidad no veía absolutamente nada, siendo la mera reflexión del alma, agitada por un odio sombrío, por la indecisión, la avaricia, el furor.

El sol se había puesto cuando hizo otra visita más a la víctima. Un soldado introdujo dos velas encendidas y salió cerrando la puerta sin ruido.

– ¡Habla, judío, hijo del diablo! ¡La plata! ¡La plata, digo! ¿Dónde está? ¿Dónde la tenéis escondida los canallas extranjeros? Confiesa o…

Un leve estremecimiento vibró en la cuerda tirante con el temblor de los brazos retorcidos; pero el cuerpo del señor Hirsch, emprendedor negociante de Esmeralda, pendía bajo la gruesa viga, perpendicular y silencioso, dando frente al coronel con expresión terrorífica. Una corriente de aire nocturno, enfriado por las nieves de la Sierra, difundió gradualmente una deliciosa frescura por el cálido ambiente de la habitación.

– Habla, ladrón, canalla, pícaro, o…

Sotillo había empuñado la fusta y estaba de pie con el brazo en alto. Por una palabra, por la más leve indicación se sentía dispuesto a arrodillarse, a suplicar, a arrastrarse por el suelo ante la mirada inconsciente y turbia de aquellos ojos fijos, saliéndose de un rostro sucio, cubierto por una barba en desorden, caído, con la boca cerrada y torcida. El coronel rechinó los dientes con rabia y descargó un golpe. La cuerda vibró con lentitud al impulso del choque, como el largo alambre de un péndulo que empieza a oscilar; pero el movimiento no se comunicó al cuerpo del señor Hirsch, el conocido comerciante en pieles de la costa. Con un esfuerzo espasmódico de los distendidos brazos se elevó bruscamente unas pulgadas, retorciéndose sobre sí mismo como un pez colgando de la cuerda de una caña de pescar. La cabeza del infeliz, echada violentamente atrás, mostraba la garganta distendida y la barbilla temblando. Por un momento el castañeteo de sus dientes llenó el vasto y sombrío salón, donde las candelas formaban un cerco iluminado alrededor de dos llamas ardiendo una al lado de la otra. Y mientras Sotillo, de pie con la mano levantada, aguardaba que hablase, el colgado, con una repentina mueca y un movimiento hacia adelante de los dislocados hombros, le lanzó violentamente al rostro un salivazo.

Cayó la fusta levantada, y el coronel retrocedió de pronto profiriendo una sorda exclamación de pena, como si hubiera caído sobre él la aspersión de un veneno mortífero. Rápido como el pensamiento, tiró del revólver y disparó dos veces. Las detonaciones y repercusión de los tiros convirtieron al punto el arrebatado impulso de rabia en una paralización estúpida. Quedóse inmóvil, caída la mandíbula y petrificados los ojos. ¿Qué es lo que había hecho, Sangre de Dios? ¿Qué había hecho? Sintió un terror abyecto ante su acción irreflexiva que sellaba para siempre unos labios capaces de tantas revelaciones. ¿Qué podía decir? ¿Cómo había de explicarlo? Por su mente pasaron ideas de huir, sin detenerse, a cualquier parte; hasta le asaltó el pensamiento cobarde y absurdo de esconderse debajo de la mesa.

Era demasiado tarde; sus oficiales habían irrumpido tumultuosamente en la habitación con gran estrépito de vainas, clamoreando con asombro y extrañeza. Pero, al ver que no se lanzaban contra él y le traspasaban el pecho a estocadas, se sobrepuso de la impudencia de su carácter. Recobró el dominio de sí mismo y se reanimó, pasándose por la cara la manga del uniforme. Su truculenta mirada se volvió imperiosa a un lado y a otro, cortando el ruido donde se posaba; y el cuerpo rígido del asesinado señor Hirsch, comerciante, después de oscilar de un modo imperceptible, dio media vuelta y quedó en reposo entre murmullos de sorpresa e inquietos patuleos. Una voz comentó en voz alta:

– He aquí un hombre que no dirá ya una palabra.

Y otra, desde la fila posterior de rostros, preguntó tímida y suplicante:

– ¿Por qué le ha matado usted, mi coronel?

– Porque lo ha confesado todo -respondió Sotillo con la audacia de la desesperación.

Se sintió acorralado, pero afrontó el trance con el mayor descaro, y con bastante buen éxito, gracias a su reputación. Los oficiales le creían capaz de tal violencia, y se mostraron dispuestos a admitir sus explicaciones, que halagaban las esperanzas de adueñarse de la plata. No hay credulidad tan ciega y vehemente como la inspirada por la codicia, que en su dominio universal mide la miseria moral e intelectual del linaje humano. ¡Ah! Lo había confesado todo aquel obstinado judío, aquel bribón. ¡Bueno! Entonces no se le necesitaba más. El capitán más antiguo, tipo de cabeza gorda, ojos pequeños redondos y cara monstruosamente achatada, siempre rígida como si fuera de estuco, prorrumpió de pronto en una carcajada sorda. El viejo comandante, alto y fantásticamente cubierto de un casacón harapiento, hecho un fantasmón, daba vueltas alrededor de la víctima, musitando para sí, con inefable complacencia, que ahora no era preciso guardarse de las futuras traiciones de aquel pillo. Los demás contemplaron fijamente el cadáver, apoyándose ya en un pie, ya en otro, y haciendo comentarios en voz baja.

Sotillo se ciñó la espada y dio órdenes perentorias y breves de apresurar la retirada, ya resuelta, aquella misma tarde. Siniestro, autoritario, con el sombrero echado sobre las cejas, salió el primero por la puerta con tal turbación de ánimo, que se olvidó enteramente de dar instrucciones para el caso probable de que regresara el doctor Monygham. Al salir en tropel detrás de su jefe los oficiales, uno o dos volvieron la cabeza para echar una furtiva mirada al cuerpo exánime del señor Hirsch, comerciante de Esmeralda, que pendía en rígida quietud, solo, con dos velas encendidas. En el salón desierto la sombra deformada de la cabeza y hombros sobre la pared tenía cierto aire de vida.

Abajo, las tropas, después de formar en silencio, rompieron la marcha por compañías sin ruido de tambores ni trompetas. El esperpento del viejo comandante mandaba la retaguardia. Dejó atrás un piquete con orden de incendiar la Aduana y "quemar el cadáver del traidor judío donde estaba colgado", pero en su apresuramiento no aguardaron a que la escalera empezara a arder debidamente.

El cuerpo del señor Hirsch quedó solo por algún tiempo en la triste soledad del inacabado edificio, donde resonaban lúgubremente repentinos golpes de puertas y ventanas, rechinar de cerrojos y picaportes, chirridos de trozos de papel rodando por los corredores, y los trémulos suspiros de las ráfagas de viento que pasaban por debajo del techo alto. Las dos candelas que ardían ante el perpendicular y yerto cadáver enviaban a lo lejos un débil resplandor sobre la tierra y el agua, como una señal de aviso en la oscuridad de la noche. Allí quedó el ejecutado Hirsch para sobresaltar a Nostromo con su presencia y llenar de perplejidades al doctor Monygham sobre el misterio de su atroz fin.

– ¿Por qué matarle a tiros? -se preguntó de nuevo el doctor con su voz perceptible.

Esta vez fue contestado por una risa seca de Nostromo.

– Parece usted interesarse mucho por una cosa muy natural, señor doctor. Y yo me pregunto: ¿qué razón hay para ello? Es muy probable que no tardemos los dos en ser fusilados, uno tras otro, si no por Sotillo, por Pedrito, Fuentes o Camacho. Y hasta podrían darnos tormento o hacer con nosotros otra barbaridad peor… ¿quién sabe?…, sobre todo habiéndole usted metido en la cabeza a Sotillo esa maldita historia de la plata.

– La historia la tenía ya él dentro -protestó el doctor. -Yo sólo…

– Si: usted te confirmó en ella de tal modo que ni el mismo diablo…

– Eso es precisamente lo que me había propuesto -interrumpió el doctor.

– Eso es lo que usted se había propuesto. Bueno. Nada: lo que digo. Es usted un hombre peligroso.

Sus voces, que, sin levantarse, habían tomado el tono de disputa, cesaron de repente. El muerto señor Hirsch, proyectándose erecto y sombrío contra el cielo estrellado, parecía estar atento, guardando un silencio imparcial.

Pero el doctor Monygham no quería reñir con Nostromo. En el supremo trance en que a la sazón se hallaba la suerte de Sulaco, había llegado a grabarse en su ánimo la idea de que aquel hombre era realmente indispensable, más de lo que podía figurarse el capitán Mitchell, su infatuado descubridor, y mucho más de lo que pretendía el escéptico y burlón Decoud, cuando le llamaba con sorna "mi ilustre amigo, el único capataz de cargadores". Efectivamente: el hombre era único. No "uno entre millares", sino absolutamente el único. El doctor se rendía a la evidencia. Había algo en el genio de aquel marino genovés que dominaba los destinos de grandes empresas y de muchas personas, los de Carlos Gould y los de una mujer admirable. Al ocurrirle esto último, el doctor tuvo que mondarse la garganta antes de poder hablar.

Mudando enteramente de tono, indicó al capataz que desde luego su persona no corría gran peligro, mientras todo el mundo le creyera ahogado al irse a pique la gabarra. Era una ventaja enorme. Le bastaba mantenerse oculto en la casa Viola, donde según era público, el viejo garibaldino vivía solo velando el cadáver de su esposa, fallecida la noche anterior. La servidumbre había huido toda. Nadie pensaría en buscarle allí, ni en ninguna parte del mundo, por cuestión del tesoro.

– Eso sería mucha verdad -replicó Nostromo con aspereza- si yo no me hubiera encontrado con usted.

Por algún tiempo el doctor guardó silencio.

– ¿Quiere usted decir que pienso delatarle a usted? -interrogó con voz insegura. -¿Por qué? ¿Ganaría algo con ello?

– ¿Qué se yo? ¿Por qué no? Tal vez lograra ganar un día. El tiempo que empleara Sotillo en darme tormento y ensayar acaso otras cosas, antes de atravesarme a balazos el corazón…, como lo ha hecho con ese pobre desgraciado. ¿Por qué no?

El doctor sintió anudársele la garganta, que se le había quedado seca en un momento. Y no era de indignación. El doctor, dominado por un exceso de sentimentalismo, creía haber perdido el derecho a indignarse con nadie ni por nada. Era miedo sencillamente. ¿Habría el hombre oído su historia por casualidad? Si era así, nada podría conseguir de él, pues le rechazaría a causa de la indeleble mancha que precisamente le habilitaba para sus viles gestiones de adulación y engaño. Monygham se sintió invadido de un hondo malestar. Cualquier cosa hubiera dado por conocer lo que el capataz sabía de sus malandanzas con Bento, pero no se atrevió a esclarecer sus dudas. El fanatismo de su sacrificio por los Gould, sostenido por la conciencia de su infamia, endureció su corazón anegándolo en tristeza e irónico despecho.

– ¿Conque por qué no? -repitió con un dejo sarcástico-. Entonces lo más seguro para usted es matarme aquí mismo. Yo me defendería, pero tal vez no ignore usted tampoco que salgo siempre sin armas.

– ¡Por Dios!-exclamó el capataz con vehemencia. -Ustedes, las personas finas y educadas, son todas iguales. Todas peligrosas. Todas traidoras con los pobres, a quienes miran como perros.

– Usted no me comprende -empezó a decir con calma el doctor.

– Sí, señor, sí; les comprendo a todos ustedes -replicó el otro con un movimiento brusco, tan confuso a los ojos del doctor como la persistente inmovilidad del señor Hirsch. -Un pobre, entre ustedes, tiene que mirar por sí. Ustedes no se cuidan de los que les sirven. Y si no, míreme usted a mi. Después de todos estos años, me encuentro de pronto como uno de esos perros abandonados, que ladran en las afueras de la ciudad, sin una covacha de refugio ni un mal hueso que roer. ¡Caramba!

Tras ese desahogo, se calmó con desdeñosa condescendencia y prosiguió más tranquilo:

– Por supuesto, no creo que usted se apresurara a denunciarme a Sotillo, por ejemplo. No es eso. Lo que hay es que ¡yo no soy nada! Así de repente… -blandiendo el brazo hacia abajo. -¡Nada para nadie!

El doctor respiró con libertad.

– Oiga, capataz -dijo tendiendo la mano casi afectuosamente hacia el hombro de su interlocutor. -Voy a decirle una cosa muy sencilla. Usted está seguro, porque es el hombre necesario. Por nada del mundo le descubriría a usted; me es usted indispensable.

Nostromo se mordió los labios en la oscuridad. Ya estaba cansado de oír eso, y sabía lo que significaba. ¡Qué no se lo mentaran más! Ahora tenía que mirar por sí -pensó. Y pensó también que no era prudente separarse de su compañero riñendo. El doctor, reconocido como un gran médico, tenía entre el populacho de la ciudad la fama de ser un mal sujeto. Y ese concepto se hallaba sólidamente fundado en su aspecto personal, que era raro y en sus modales burlones -pruebas visibles, palpables e incontrovertibles de la malévola disposición del doctor. Nostromo, que pertenecía al pueblo, participaba de ese modo de ver. Así pues, se limitó a refunfuñar con incredulidad.

– Usted, hablando sin rodeos, es el hombre único -prosiguió el doctor. -En su poder está el salvar la ciudad y… a todos de la rapacidad asoladora de hombres que…

– No, señor -saltó el capataz ceñudo. -No está en mi poder presentar aquí de nuevo el tesoro para que usted se lo entregue a Sotillo, a Pedrito, a Camacho o Dios sabe a quién otro.

– Nadie espera lo imposible -fue la respuesta.

– Usted mismo lo ha dicho: nadie -musitó Nostromo en tono amenazador y hosco.

Pero el doctor Monygham, muy esperanzado, no paró mientes en la enigmática respuesta ni en su dedo amenazador. Como sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, la figura del muerto señor Hirsch, que se mostraba con mayor claridad, parecía haberse acercado. El doctor bajó la voz al exponer su plan, como si temiera ser oído por algún extraño.

Franqueóse enteramente con el hombre indispensable. La lisonja que tal proceder llevaba consigo y la indicación de grandes peligros le sonaron al capataz a cosas corrientes, y su ánimo, vacilante entre la irresolución y el descontento, las recibió con amargura. Comprendió perfectamente que el doctor anhelaba salvar de la destrucción la mina de Santo Tomé. Sin ella el buen señor no sería nada. Era interés personal suyo. Como lo había sido del señor Decoud, de los blanquistas y de los europeos el tener de su parte a los cargadores. Su pensamiento se detuvo en Decoud. ¿Qué sería de él?

El prolongado silencio de Nostromo puso intranquilo al doctor. Indicó, sin la menor necesidad, que, aunque, por el momento estuviera seguro en casa de Viola, no podría vivir siempre oculto. Tenía que escoger entre aceptar la misión de ir a verse con Barrios, atropellando por riesgos y dificultades, o dejar a Sulaco furtivamente, sin gloria y en pobreza.

– Ninguno de sus amigos podría recompensarle a usted ni protegerle en estas circunstancias; ni el mismo don Carlos.

– No quiero ninguna de sus protecciones ni recompensas. Lo único que desearía es poder fiarme de su valor y de su cordura. Cuando vuelva, triunfante como usted dice, con Barrios, tal vez los encuentre a todos ustedes muertos. En este momento tienen ustedes el cuchillo a la garganta.

Ahora fue el doctor a quien le tocó quedarse callado meditando los horrores que podían sobrevenir.

– Bien, nosotros en cambio nos fiamos enteramente del valor y de la cordura de usted, que también tiene el cuchillo a la garganta.

– ¡Ah! Y ¿quién me premia ese sacrificio? ¿Qué me importan a mí su política y sus minas…, su plata y sus constituciones…, su don Carlos por aquí y su don José por allá…?

– No sé nada de eso -exclamó el doctor exasperado. -Pero hay personas inocentes en peligro, y algunas valen más que usted, que yo y que todos los riveristas juntos. Yo no puedo contestar a su pregunta. Debería usted haberlo averiguado antes de permitir que Decoud le metiera en el asunto de trasladar el tesoro. Usted tenía el derecho de pensar como un hombre; pero, ya que no lo hizo entonces, procure usted ahora obrar como tal. ¿Imaginó usted que Decoud se cuidaba mucho de lo que a usted pudiera ocurrirle?

– No más que usted -murmuró el otro.

– Seguramente. A mi me importa tan poco lo que a usted le ocurra, como lo que me suceda a mí mismo.

– Y ¿todo ello porque usted es un ferviente riverista? -interrogó Nostromo con acento de incredulidad.

– Todo ello porque soy un incondicional riverista -repitió el doctor con aspereza.

Nuevamente el capataz permaneció en silencio con la vista fijada distraídamente en el cadáver del señor Hirsch, pensando que el doctor era una persona peligrosa en más de un sentido. No podía uno fiarse de él.

– ¿Habla usted en nombre de don Carlos? -inquirió por fin.

– Sí: en su nombre hablo -respondió el doctor con voz fuerte y sin vacilar-. Es preciso que salga ahora de su retraimiento y dé la cara. Debe hacerlo -añadió en un murmullo que Nostromo no comprendió.

– ¿Qué decía usted, señor?

El doctor se estremeció.

– Decía que debe usted ser consecuente, capataz. Sería la peor de las locuras renegar ahora de su historia anterior.

– ¡Consecuente! -repitió Nostromo-. ¿De dónde saca usted que no lo sería si le dijera que se vaya al diablo con sus proposiciones?

– No insisto sobre ello. Tal vez tenga usted razón -replicó el otro con rudeza para disimular el desmayo de su corazón y el temblor de su voz. -Lo único que sé es que haría usted muy bien en marcharse de aquí, porque de un momento a otro pueden llegar a buscarme algunos emisarios de Sotillo.

Bajó de la mesa donde estaba sentado y escuchó con atención. El capataz se puso también de pie.

– Suponiendo que yo fuera a Cayta, ¿qué haría usted entretanto? -preguntó.

– Irme a buscar a Sotillo inmediatamente de partir usted, siguiendo el plan que traigo entre manos.

– El plan es bastante bueno…, pero a condición de que el ingeniero jefe esté de acuerdo con él. Recuérdele usted, señor, que yo velé por la seguridad del viejo ricacho inglés que costea el ferrocarril, y que salvé la vida a muchos de sus empleados, cuando vino del sur una banda de salteadores a robar uno de los trenes que llevaba la paga del personal. Yo fui quien lo descubrió todo con peligro de mi vida, fingiendo entrar en sus planes. Como está usted haciendo con Sotillo.

– Sí, sí, por supuesto. Pero puedo presentarle otras razones más fuertes -dijo el doctor de prisa. -Deje usted el asunto por mi cuenta.

– ¡Ah! Sí. Cierto. Yo no soy nada.

– De ningún modo. Usted lo es todo.

Avanzaron algunos pasos hacia la puerta. A su espalda el ejecutado señor Hirsch conservaba la inmovilidad de un hombre desatendido.

– Todo se arreglará a pedir de boca. Sé muy bien lo que tengo que decir al ingeniero -prosiguió el doctor en voz baja. -Lo difícil para mí será embaucar a Sotillo.

Y el doctor Monygham se paró en seco en la puerta como acobardado por la dificultad. Pero había hecho el sacrifico de su vida y consideró que ésta era la ocasión oportuna. Con todo, no quería morir antes de tiempo. En el desempeño de su papel de traidor a la confianza de don Carlos, tendría que indicar por fin el lugar donde estaba escondido el tesoro. Eso sería el término de su farsa y el de su vida también a manos del furioso coronel. Necesitaba prolongar hasta el último momento ese desenlace; y se había devanado los sesos para inventar algún escondrijo, verosímil y de acceso dificultoso.

Comunicó sus perplejidades a Nostromo, y concluyó diciendo:

– ¿Sabe usted una cosa capataz? Me parece que, cuando llegue el tiempo de tener que revelar el secreto paradero del tesoro, indicaré la Gran Isabel. Es el mejor sitio que me ocurre. ¿Qué hay?

A Nostromo se le había escapado una sorda exclamación. El doctor aguardó sorprendido, y tras unos momentos de profundo silencio, oyó murmurar con voz gruesa: "¡Qué gran disparate!" y respirar anhelosamente.

– ¿Porqué es disparate?

– ¡Ahí ¿No lo ve usted bien claro? -empezó Nostromo con ira, que se fue cargando de desprecio al proseguir. -Tres hombres en media hora verían que en ninguna parte de la isla se ha removido ni cavado el suelo. ¿Cree usted que tan gran cantidad de plata puede enterrarse sin dejar huella de la labor? ¿Eh, señor doctor? Por ese camino ni siquiera medio día ganaría usted, y Sotillo le cortaría el cuello sin aguardar a más. ¡La gran Isabel! ¡Qué estupidez! ¡Qué desdichada ocurrencia! ¡Ah! Ustedes, los hombres finos, las personas inteligentes, son todos iguales. Todos muy dispuestos a comprometer a los hijos del pueblo en empresas de riesgos mortales para fines y por motivos de que no están ustedes seguros. Si salen bien, para ustedes es el beneficio. Y si salen mal, no importa. El infeliz sacrificado no es más que un perro. ¡Ah, Madre de Dios! Querría…

Y levantó los puños amenazadores por encima de su cabeza. El doctor, en el primer momento, se quedó abrumado por aquella vehemencia feroz y amenazadora.

– ¡Bien! Me parece que, según sus mismas explicaciones, la gente del pueblo no es menos ruin y tonta -replicó en tono áspero. -Veamos, sin embargo, ya que usted es tan listo. ¿Tiene otro sitio mejor?

Nostromo se había calmado con la misma rapidez con que había montado en cólera.

– Soy bastante listo para eso -repuso tranquilamente casi con indiferencia. -Usted debe hablarle de un escondrijo tan grande, que tarde días en registrarlo; un sitio donde pueda enterrarse un tesoro de lingotes de plata sin dejar rastro alguno en la superficie.

– Y que esté bien a la mano -añadió el doctor.

– Precisamente, señor. Dígale usted que el tesoro ha sido echado a pique.

– Eso tiene el mérito de ser verdad -comentó desdeñoso el otro. -No lo creerá.

– Le dice usted que se le ha arrojado al fondo del mar, donde pueda esperar apoderarse de él, y le creerá a usted bien pronto. Sí: dígale usted que se halla en aguas del puerto, y que se le ha sepultado en él para sacarlo después con buzos. Añada usted que, según sus averiguaciones, yo tenía órdenes de don Carlos para echar suavemente las cajas por la borda en cualquier parte de una línea comprendida entre el extremo del muelle y la entrada del fondeadero. La profundidad ahí no es grande. Él no dispone de buzos, pero tiene un barco, botes, cuerdas, cadenas, marineros… de cierta clase. Déjele usted que se afane por pescar la plata. Déjele usted marchar a los necios puestos a sus órdenes que draguen de atrás adelante, a la inversa y en dirección transversal, mientras él vigila la faena sentado, con los ojos saliéndose de las órbitas.

– Realmente la idea es admirable -musitó el doctor.

– Si. Le dice usted eso, y veremos si no le cree. Gastará días y días, rabioso y atormentado; y, con todo, seguirá creyendo. No pensará en otra cosa. No abandonará la empresa hasta que le hagan dejarla por fuerza… ¿Qué digo? Y aun tal vez se olvide de matarle a usted. No comerá ni dormirá. Lo verá usted…

– ¡Magnífico! ¡Magnífico! -repetía el doctor, excitado, en voz baja. -Capataz, empiezo a creer que es usted un verdadero genio a su modo.

Nostromo callaba ahora, y luego continuó, sombrío, en otro tono, hablando consigo como si no pensara en el doctor:

– En todo tesoro hay algo que cautiva el espíritu del hombre. Rezará, blasfemará, maldecirá el día en que oyó hablar de él, y, a pesar de eso, perseverará en buscarle, y dejará que le sorprenda la última hora creyendo siempre que ha estado a dos dedos de dar con él. Le verá siempre que cierre los ojos. No le olvidará hasta después de muerto, y aun entonces… ¿No le han hablado a usted de los miserables gringos de Azuera que no pueden morir?, ¡Ja! ¡ja! Marineros como yo. No hay manera de sacudir la manía de un tesoro en habiéndosele clavado a uno en los sesos.

– Es usted el mismo diablo, capataz. No cabe imaginar nada mejor.

Nostromo le apretó el brazo.

– Será para él peor que la sed en el mar o el hambre en una ciudad abarrotada de gente. ¿Sabe usted lo que es eso? Padecerá mayores tormentos que los que ha hecho sufrir a ese desdichado, víctima de su terror e incapaz de inventar nada. ¡Absolutamente incapaz! ¡Ah! ¡Si hubiera sido yo! Sin aplicarme grandes torturas, hubiera oído de mi una historia que le hubiera sido fatal.

Rió con feroz rudeza y se volvió, ya en la puerta, hacia el cuerpo del difunto señor Hirsch, que formaba una mancha luenga y opaca en la semitransparente oscuridad del cuarto entre los dos altos paralelogramos de las ventanas, cubiertos de estrellas.

– ¡Tú, infeliz víctima del miedo! -exclamó-. Tú serás vengado por mí…, por Nostromo. ¡No me estorbe usted el paso, doctor! ¡Apártese usted o… por el alma atormentada de una mujer, muerta sin confesión, le estrangularé a usted con mis dos manos!

Bajó dando saltos al oscuro y humoso vestíbulo. Con un refunfuño de asombro el doctor Monygham se lanzó temerariamente en su persecución. Al final de las carbonizadas escaleras cayó en bruces con una violencia capaz de trastornar a cualquier otro menos resuelto a ejecutar una empresa inspirada en el amor, que no vacila en sacrificios. Levantóse en un momento, aturdido, tembloroso con la viva impresión de que en la oscuridad el globo terrestre había caído sobre su cabeza. Pero se necesitaba más que eso para detener al doctor Monygham, poseído de la exaltación de sacrificarse, resuelto a no desperdiciar ninguna ocasión que se le ofreciera. Corrió ciegamente tan deprisa como le permitía su cojera, agitando los brazos como aspas de molino de viento, en su esfuerzo por conservar el equilibrio sobre los lisiados pies. Perdió el sombrero, y los faldones de su desabrochada gabardina flotaban a su espalda. Anhelaba no perder de vista al hombre indispensable. Pero hasta después de un buen rato, y de recorrer un largo trecho desde la Aduana no logró coger por detrás, falto de aliento y con ruda violencia, el brazo del capataz.

– ¡Un momento! ¡Deténgase! ¿Está usted loco?

Para entonces Nostromo caminaba despacio, cabizbajo, agotado al parecer por la lasitud de la irresolución.

– ¿A usted qué le importa? ¡Ah! Se me había olvidado que me necesitaba usted para algo. ¡Siempre lo mismo! ¡Siempre Nostromo!

– ¿Qué quiso usted decir al hablar de estrangularme? -preguntó el doctor acezando.

– ¿Qué quise decir? Que el mismo Satanás le ha sacado a usted de esa ciudad de cobardes y lenguaraces para salirme al encuentro en la noche más terrible de mi vida.

Bajo el cielo estrellado el Albergo d 'Italia Una se alzaba, negro y achatado, sobre el sombrío nivel del llano. Nostromo se paró.

– Los curas dicen que es un tentador, ¿no es verdad? -añadió, apretando los dientes.

– Amigo mió, usted delira. El diablo no tiene nada que hacer en este asunto. Ni tampoco le interesa nada a la ciudad, llámela usted como se le antoje. Pero don Carlos Gould no es un cobarde ni un vano charlatán. En esto convendrá usted.

Aguardó un instante y prosiguió:

– ¿Y bien?

– ¿Podría ver a don Carlos?

– ¡Cielos! ¡No! ¿Por qué y para qué? -preguntó el doctor sobresaltado. -Sería una locura, se lo aseguro. Por nada del mundo le dejaré a usted entrar en la ciudad.

– Lo necesito.

– No lo necesita usted -replicó furioso el doctor, casi fuera de sí, temiendo que el hombre se inutilizara para el viaje a Cayta por una especie de antojo absurdo. -Le repito a usted que no irá a ver a don Carlos. Preferiría…

Se interrumpió sin saber qué decir, sintiéndose abatido, impotente, y asido a la manga de Nostromo para sostenerse en pie después de la carrera.

– ¡Me han vendido! -musitó para sí el capataz.

Y el doctor, que oyó la última palabra, hizo un esfuerzo para hablar con calma.

– Eso es exactamente lo que le sucedería a usted. Le denunciarían.

En el colmo del terror, reflexionó que, siendo el capataz tan conocido en la ciudad, su presencia en la misma no podría pasar inadvertida. La casa del señor administrador estaría sin duda rodeada de espías. Y ni los mismos criados eran de fiar.

– Recapacite usted, capataz -añadió con gran vehemencia… -¿De qué se ríe usted?

– Me río de que si alguien que ve con malos ojos mi presencia en la ciudad, por ejemplo… ¿comprende usted, señor doctor?…, si ese alguien u otro cualquiera me entregara a Pedrito, yo hallaría modo de entrar en relaciones amistosas con él. Indudablemente. ¿Qué piensa usted de eso?

– Que es usted un hombre de infinitos recursos, capataz -dijo Monygham descorazonado-. Lo reconozco. Pero en la ciudad todo el mundo habla de usted; y los pocos cargadores que no se han escondido en los talleres del ferrocarril han estado gritando todo el día en la plaza: "¡Viva Montero!"

– ¡Mis cargadores! -musitó Nostromo. -¡Estoy vendido! ¡Vendido!

– Según mis noticias, en el muelle repartía usted golpes a diestro y siniestro entre sus cargadores -replicó el otro en tono brusco, que indicaba haber cobrado aliento. -No se engañe usted. Pedrito está furioso por haberse salvado el señor Rivera y haber perdido el placer de fusilar a Decoud. Ya corren rumores en la ciudad de que se ha hecho desaparecer furtivamente el tesoro. El no haberle echado el guante le tiene también disgustado a Pedrito; pero permítame decirle que, aunque tuviera usted toda esa plata en la mano para su rescate, no le salvaría de una muerte segura.

Volvióse rápido el otro, y cogiendo al doctor por los hombros, le acercó la cara, diciendo:

– ¡Maladetto! Usted no deja de mentarme el tesoro, como si hubiera jurado mi ruina. Los ojos de usted fueron los últimos que me miraron cuando partí con él. Y Sidoni el maquinista dice que la mirada de usted es maléfica, atrae la desgracia y la muerte.

– El debe saberlo mejor que nadie, porque precisamente el año pasado le curé la pierna que se había partido -replicó el doctor estoicamente. En su hombros sintió el peso de aquellas manos, famosas entre el populacho por romper cuerdas gruesas y doblar herraduras de caballos. -Y a usted le estoy proponiendo el mejor medio de salvarse y de restablecer su gran reputación. Usted se ufanó de hacer famoso de un extremo a otro de América al capataz de cargadores con el transporte de esa desdichada plata; pero yo le brindo una ocasión mejor. ¡Suélteme usted, por Dios!

Nostromo le soltó bruscamente, y el doctor temió ver huir otra vez al hombre indispensable. Pero no lo hizo; al contrario, empezó a caminar con lentitud. El doctor le acompañó cojeando hasta que estuvieron a un tiro de piedra de la casa de Viola. Nostromo se paró de nuevo.

Envuelta en muda e inhospitalaria oscuridad, la casa Viola le pareció a Nostromo haberse transformado en algo extraño para él. Su antigua morada le repelía con cierta hostilidad misteriosa e implacable. El doctor dijo:

– Ahí estará usted seguro. Entre usted, capataz.

– ¿Y cómo hacerlo?-se preguntó en voz sorda, acosado de remordimientos al parecer. -Ni ella puede retractarse de lo que dijo, ni yo deshacer lo que hice.

– Todo irá bien, se lo aseguro a usted. Viola está solo. Lo he visto por mis ojos al salir de la ciudad. En esa casa estará usted perfectamente a salvo, hasta que la deje usted y emprenda el viaje que hará su nombre famoso en el Campo. Ahora voy a disponer lo necesario para su partida con el jefe de ingenieros, y mucho antes de romper el día le traeré a usted noticias.

El doctor Monygham, sin parar mientes en el significado del silencio de Nostromo, o tal vez temiendo comprenderlo, le dio una palmadita en la espalda, y partiendo de prisa con el rengueo peculiar de su cojera, desapareció enteramente a las pocas zancadas en dirección a la vía férrea.

El capataz permaneció inmóvil entre los dos postes de madera donde la gente solía atar las cabalgaduras; y allí aguardó como si él también fuera un madero, sólidamente clavado en el suelo.

Al cabo de media hora alzó la cabeza al oír el bronco ladrar de los perros en la cerca del ferrocarril: había empezado repentinamente y sonaba tumultuoso y debilitado como si procediera de un subterráneo de la llanura. Aquel doctor cojo, de mirada maléfica, había llegado bien pronto a los cercados de la estación.

Paso a paso Nostromo se acercó al Albergo d'Italia Una, que nunca había estado tan oscuro y silencioso. La puerta, cuya negrura resaltaba sobre el pálido muro, estaba abierta como la había dejado veinticuatro horas antes, cuando no tenía ningún motivo para ocultarse de las miradas del mundo. Quedóse parado ante ella, irresoluto, como un fugitivo, como un hombre traicionado. ¡Pobreza, miseria, hambre! ¿Dónde había oído estas palabras? La indignación de una mujer moribunda le había vaticinado aquel destino por su locura. Parecía haberse verificado con la mayor prontitud. Y los vagabundos se reirían -había dicho. Sí, se reirían, si supieran que el capataz de cargadores estaba a la disposición del doctor loco, a quien podían recordar comprando pocos años antes una ración de menestra en un puesto de la plaza por una moneda de cobre -como cualquiera de ellos.

En aquel momento le pasó por las mientes la idea de ver al capitán Mitchell. Echó una mirada en dirección al muelle y vio débil resplandor de luz en el edificio de la Compañía O.S.N. Las ventanas con luz no le atraían. Dos de ellas le habían inducido a entrar en la desierta Aduana para caer en las garras del maligno doctor. ¡No! En aquella noche no quería nada con tales ventanas. El capitán Mitchell estaba allí. Pero ¿podía hacerle alguna confidencia? El doctor le sonsacaría como si fuera un niño.

Desde el umbral de la casa Viola llamó en voz baja:

– ¡Giorgio!

Nadie respondió. Franqueó la entrada y volvió a llamar:

– ¡Hola! ¡Viejo! ¿Estás ahí?

En la oscuridad impenetrable la cabeza le daba vueltas, sintiendo la ilusión de que la oscuridad de la cocina era tan vasta como el Golfo Plácido, y de que el piso se hundía hacia adelante, como una gabarra al irse a pique.

– ¡Hola, viejo! -repitió con voz insegura, vacilando en el sitio donde estaba.

Extendió la mano para conservar el equilibrio, y tocó la mesa. Avanzó un paso, registró el tablero y sintió bajo los dedos una caja de fósforos. Se imaginó haber oído un suspiro sosegado. Escuchó un instante, conteniendo el aliento, y luego con mano temblorosa procuró encender luz.

Ardió el pequeño fósforo con luz deslumbradora en el extremo de los dedos de Nostromo, levantados por encima de sus ojos parpadeantes. Al caer el resplandor concentrado sobre la blanca testa leonina del viejo Giorgio, sentado junto a la chimenea, le presentó inclinado hacia adelante en una silla, inmóvil y extático, rodeado y oprimido por grandes masas de sombra, con las piernas cruzadas, la barbilla apoyada en la mano y una pipa vacía en el ángulo de la boca. Antes que intentara volver la cara, transcurrieron varios minutos que parecieron horas; en el momento preciso de hacerlo, se apagó el fósforo, y la figura del garibaldino desapareció anegada en las sombras, como si las paredes y el techo de la desolada casa se hubieran desplomado sobre su blanca cabeza en espectral silencio. Nostromo le oyó moverse y proferir fríamente las palabras:

– Tal vez haya sido una visión.

– No -replicó el capataz en tono suave. -No es visión, viejo. Una voz fuerte y timbrada preguntó en la oscuridad:

– ¿Eres tú el que oigo, Giovanni Battista?

– Sí, viejo. Tranquilízate. No tan alto.

Después de puesto en libertad por Sotillo, Giorgio Viola halló a la puerta, aguardándole, al bondadoso ingeniero en jefe, y regresó a su casa, de donde le habían arrancado casi en el mismo instante de expirar su mujer. Todo yacía en silencio. La lámpara del piso alto seguía ardiendo. Sintióse tentado de llamar a la difunta por su nombre; y al pensar que ningún llamamiento suyo evocaría de nuevo la respuesta de su voz, se dejó caer pesadamente en la silla con un fuerte gemido, arrancado por el dolor, como si un cuchillo agudo le traspasara el pecho.

El resto de la noche se le pasó en absoluto silencio. La oscuridad se tornó gris, y en la aurora de claridad incolora y glaseada la sierra de perfil se alzaba plana y opaca, a manera de un cartón recortado.

El alma austera y entusiasta del viejo Viola, marino, campeón de la humanidad oprimida, enemigo de los reyes y, por merced de la señora de Gould, hotelero del puerto de Sulaco, había descendido al profundo abismo de la desolación entre los arruinados vestigios de su pasado. Recordó sus relaciones amorosas entre las dos campañas; una sola y breve semana en la estación en que se recoge la aceituna. A la intensa pasión de entonces sólo podía compararse la honda y viva conciencia de su soledad y abandono. Comprendió ahora la confortadora influencia de la voz de aquella mujer, enmudecida ya para siempre. Su voz era lo que echaba de menos. Las niñas le causaban inquietud por su suerte futura; no le servían de verdadero consuelo. La voz extinta de la finada era la que dejaba un lúgubre vacío en su alma. Y se acordó también del otro hijo -del niño que había muerto en el mar. ¡Ah! Un hombre hubiera sido el báculo de su ancianidad. Pero ¡oh desgracia! El mismo Gian Battista -aquel de quien su mujer había hablado con tan ansioso anhelo, asociando a su nombre el de Linda, antes de sumirse en su ultimo sueño sobre la tierra; aquel a quien había invocado en voz alta para que salvara a sus hijas, un momento antes de exhalar el último suspiro…- ¡también había muerto!

Y el anciano, doblado el busto y la cabeza apoyada en la mano, pasó el día entero sentado en la inmovilidad y el aislamiento. No oyó el broncíneo estruendo de las campanas de la ciudad. Cuando éste cesó, el filtro de barro cocido, situado en el rincón de la cocina, continuó su dulce goteo musical, dejando caer el agua en el gran cántaro poroso, de donde se tomaba para el consumo.

Cuando el sol se acercaba para el ocaso, se levantó y a paso lento empezó a subir por la estrecha escalera. Apenas cabía en ella; y el roce de sus hombros contra las paredes producía un rumor suave, semejante al de un ratón al correr detrás de un delgado tabique de yeso. Mientras permaneció en el piso superior, la casa estuvo silenciosa como una tumba. Después bajó con el mismo rumor apagado. Para volver a su asiento, tuvo que asirse a las sillas y las mesas. Tomó la pipa de la alta repisa de la chimenea, pero sin buscar el tabaco, se la puso vacía en el ángulo de la boca y se sentó de nuevo, quedando en la anterior postura extática. El sol de la entrada de Pedrito en Sulaco, el ultimo sol de la vida del señor Hirsch, y el primero de la soledad de Decoud en la Gran Isabel, pasó sobre el Albergo d 'Italia Una en su camino hacia el poniente. El dulce son del goteo del filtro había cesado; la lámpara de la habitación superior estaba apagada; y la noche envolvió a Giorgio Viola y su difunta esposa en una oscuridad y silencio que parecían invencibles, hasta que el capataz de cargadores, vuelto de las regiones de la muerte, las disipó con el chisporroteo y fulgor de un fósforo.

– Si, viejo. Soy yo. Aguarda.

Nostromo, después de trancar la puerta y cerrar cuidadosamente los postigos, palpó en un anaquel buscando una candela y la encendió.

El viejo Viola se había levantado, y siguió con la vista en la oscuridad los ruidos hechos por su paisano. La luz le dejó ver, de pie, sin apoyarse en ninguna parte, como si la mera presencia de aquel hombre, leal, valiente, íntegro, que era todo lo que su hijo hubiera sido, bastara para reanimar sus decaídas fuerzas.

Llevó la mano a la boca para retirar la pipa de agavanzo, asiéndola por la cazoleta de carbonizados bordes, y frunciendo las hirsutas cejas ante la luz, dijo con temblorosa dignidad:

– Estás de vuelta. ¡Ah! ¡Muy bien! Yo…

No pudo continuar. Nostromo de espaldas a la mesa y apoyado en ella, los brazos cruzados sobre el pecho, asintió con una leve inclinación de cabeza.

– Tú me creíste ahogado. ¡No! El mejor can de los ricos, de los aristócratas, de esos señores finos que sólo saben charlar y hacer traición al pueblo, no ha muerto aún.

El garibaldino, inmóvil, parecía beber el sonido de aquella voz familiar. Su cabeza se movió un poco una vez, como en señal de aprobación; pero Nostromo vio con toda claridad que no había entendido nada de lo dicho por él. Necesitaba alguien que le comprendiera, alguien a quien comunicar confidencialmente la suerte de Decoud, la suya propia, el secreto de la plata. El doctor era un enemigo del pueblo…, un tentador…

La corpulenta figura del viejo Giorgio se estremeció de pies a cabeza con el esfuerzo hecho para dominar su emoción a vista de aquel hombre, que había participado en las intimidades de su vida doméstica, como si fuera su hijo, ya mozo.

– Ella creyó que regresarías -dijo con gravedad.

Nostromo levantó la cabeza.

– Era una mujer de talento. ¿Cómo podía yo dejar de volver…

Y terminó el pensamiento mentalmente: "…habiéndome anunciado un fin de pobreza, desgracia y hambre?" Estas palabras, dictadas a Teresa por la indignación, reforzadas por las circunstancias en que habían sido proferidas, como el grito de un alma contrariada en el deseo de reconciliarse con Dios, removieron la secreta superstición del destino personal ligado a los vaticinios de los moribundos; superstición de la que rara vez se libran ni los mayores genios entre los hombres emprendedores y audaces. Las fatídicas palabras de la moribunda subyugaban el ánimo de Nostromo con la fuerza de una maldición poderosa. Y ¡qué maldición la que habían echado sobre él! Había quedado huérfano siendo tan niño, que no recordaba otra mujer a quien hubiera dado el nombre de madre. En adelante estaba condenado a fracasar en todas sus empresas. El conjuro estaba surtiendo ya sus efectos. La muerte misma rehuiría el librarle de sus desgracias… De pronto dijo con gran vehemencia:

– ¡Ea, viejo! Dame algo de comer. Tengo hambre. ¡Sangre de Dios! El estómago vacío me produce vértigos.

Con la barbilla caída de nuevo sobre su desnudo pecho encima de los brazos cruzados, descalzo, observando con ceño sombrío los movimientos del viejo Viola que rebuscaba en los aparadores, parecía en realidad haber caído bajo una maldición. No era más que un capataz arruinado y siniestro.

El viejo Viola salió de un oscuro rincón, y sin decir una palabra, vació de sus palmas ahuecadas sobre la mesa algunas cortezas duras de pan y media cebolla cruda.

Mientras el capataz empezaba a devorar aquella refección de mendigo, tomando con inconsciente voracidad trozo tras trozo, el garibaldino se encaminó a otro rincón y, agachándose, llenó un jarro de vino tinto, escanciado de una damajuana forrada de mimbre. Con un gesto familiar, como cuando servía a los parroquianos en el café, se había puesto la pipa entre los dientes para tener las manos libres.

El capataz bebió con avidez. Un leve sonrojo hizo resaltar el color tostado de sus mejillas.

Viola, plantado delante de él, se quitó la pipa de la boca, y volviendo la blanca y maciza cabeza a la escalera, dijo con intencionada lentitud:

– Luego de haberse disparado aquí el tiro que la mató tan seguramente como si la bala hubiera hecho blanco en su oprimido corazón, te invocó para que salvaras a las niñas. A ti, Gian Battista.

Nostromo alzó la cabeza.

– ¿Es verdad eso, padrone? ¡Para que salvara a las niñas! Pero ya están con la señora inglesa, su rica bienhechora. ¡Hum! Eres un viejo y perteneces al pueblo. Tu bienhechora…

– Sí, soy un viejo -musitó Giorgio Viola. -A una mujer inglesa se le permitió dar una cama a Garibaldi cuando yacía herido en la cárcel. ¡El hombre más grande que ha vivido jamás! Un hombre del pueblo también…, un marino. Bien puedo yo consentir que otra inglesa me procure albergue en que cobrarme. Sí…, soy viejo. Puedo permitirlo. La vida dura demasiado a veces.

– ¡Ah! ¿Y quién sabe si a ella misma le faltará techo que cobije su cabeza dentro de pocos días, a no ser que yo…? ¿Qué te parece? ¿Debo yo conservarle el que ahora tiene? ¿Debo intentarlo… y salvar a todos los blancos con ella?

Debes hacerlo -aseveró el viejo Viola con voz firme. -Seguramente. Como lo hubiera hecho mi hijo.

– ¡Tu hijo, viejo!… Nunca ha habido un hombre como tu higo. ¡Ya! Conque debo procurar… ¿Y si sólo fuera una parte de la maldición para enredarme en la suprema desdicha…? De manera que ella me invocó para salvar… ¿Y después?…

– No habló más.

El heroico soldado de Garibaldi, al pensar en la inmovilidad y silencio eternos que habían caído sobre el amortajado cadáver, tendido en el lecho allá arriba, apartó a un lado la cara y se llevó la mano a las peludas cejas. Luego añadió:

– Murió antes que yo pudiera coger sus manos -balbució en tono lastimero.

Ante los ojos del capataz, que miraban fijamente a la entrada de la oscura escalera, flotó la forma de la Gran Isabel, semejante a un barco en peligro, cargado con una riqueza enorme y la vida de un hombre solitario. Le era imposible hacer nada. Sólo podía guardar silencio, ya qué no había nadie de quien fiarse. El tesoro se perdería probablemente… a no ser que Decoud… Y su pensamiento se interrumpió de pronto. Echó de ver que no podía conjeturar absolutamente nada de lo qué haría Decoud.

El viejo Viola no se movió. Y el capataz, en la postura que tenía, veló parcialmente la mirada bajo de sus largas y sedosas pestañas, que daban a la parte superior de su rostro fiero, con negras patillas, un dejo de candor femenino. El silencio había durado largo tiempo.

– ¡Que Dios haya dado el eterno descanso a su alma! -murmuró en tono lúgubre.

Capítulo X

La mañana del siguiente día pasó tranquilamente, sin otra novedad que el débil rumor de un tiroteo hacia el norte, en la dirección de Los Hatos.

El capitán Mitchell lo había oído con ansiedad desde su balcón. En la relación, más o menos estereotipada, de los "acontecimientos históricos", que en los años siguientes solía hacer a los distinguidos forasteros de paso por Sulaco, entraba indefectiblemente la siguiente frase: "En mi delicada posición de agente consular único en el puerto a la sazón, todo señor, todo me causaba gran inquietud." Después venía el sacar a cuento lo difícil que le era mantener la digna neutralidad de la bandera, "metido como estaba en el corazón de la lucha entre la arbitrariedad del pirata y vil Sotillo, y la tiranía, más legalmente establecida, pero no menos atroz de Su Excelencia don Pedro Montero." Aunque el capitán Mitchell no era hombre para extenderse mucho en hablar de meros peligros, insistía, no obstante, en que había sido un día memorable. En ese día, cerca del oscurecer, había visto "a ese pobre compañero mío, Nostromo, el marinero, cuyas singulares aptitudes descubrí y a quien puede decirse que formé yo mismo: el hombre del famoso viaje a Cayta, señor; un acontecimiento histórico, señor."

La Compañía O.S.N., que veía en el capitán Mitchell un empleado antiguo y leal, le permitió pasar los últimos años de su carrera con holgura y dignidad al frente del servicio, ampliado enormemente. La extraordinaria importancia adquirida por el tráfico exigió multiplicar los empleados y escribientes, establecer una oficina en la ciudad, además de la antigua del puerto, dividir la labor en departamentos -pasaje, fletes, carga y descarga, etc.-; todo lo cual procuró al señor Mitchell una posición elevada sin abrumadores quehaceres en la regenerada Sulaco, capital de la República Occidental. Bienquisto entre los naturales por su genio bondadoso y graves modales, solemne y sencillo, conocido durante años como "amigo de nuestro país," se sentía un personaje en la ciudad.

Levantándose temprano para dar una vuelta por la plaza del mercado, donde la gigantesca sombra del Higuerota velaba aun los puestos de flores y frutas, cargados de masas de suntuosos colores; atendiendo con facilidad a los negocios corrientes; bien recibido entre las principales familias; saludado por las señoras en la Alameda; con entrada en todos los clubs y un asiento reservado para él en la casa Gould, llevaba una vida mundana de viejo solterón privilegiado con gran regalo y pompa.

Pero, en los días en que llegaba un paquebote, bajaba a la oficina del puerto a primera hora, donde le aguardaba su esquife, tripulado por un brillante equipo uniformado de blanco y azul, pronto a lanzarse al encuentro del barco tan luego como asomara la proa en la boca del puerto.

A esa misma oficina conducía a cualquier pasajero distinguido llevándole en su bote; y en estando allí le invitaba a sentarse un momento, mientras él firmaba algunos papeles, sin dejar de conversar con el forastero afablemente desde el asiento de su escritorio.

– Tendremos que aprovechar el tiempo, si ha de verlo todo usted en un día. Saldremos inmediatamente. Almorzaremos en el Club Amarillo, aunque pertenezco también al Anglo-Americano -círculo de ingenieros de minas y hombres de negocios, ¿sabe usted?- y, además, al de Mirliflores, un nuevo club formado por ingleses, franceses, italianos de todas clases, gente joven y alegre en su mayor parte, que ha querido dar una prueba de estimación a este servidor de usted por llevar tantos años residiendo en el país. Pero almorzaremos en el Amarillo. Supongo que ha de interesarle a usted. Es el más importante del país. Hombres de las principales familias. El mismo Presidente de la República pertenece a él, señor. En el patio se ve la estatua de un anciano obispo, con la nariz rota. Creo que es una escultura notable. Cavaliere Parrochetti -ya tendrá usted noticia-, el famoso escultor italiano que estuvo trabajando aquí dos años, hacía grandes elogios de nuestro viejo obispo… ¡Ea! Estoy a la disposición de usted.

Orgulloso de su experiencia y penetrado de la importancia histórica de hombres, acontecimientos y edificios, hablaba con voz hueca, en frases breves, con leves gestos de su brazo corto y grueso, no dejando que se "escapara nada" a la atención de su afortunado cautivo.

– "Se están construyendo muchos edificios, como usted observará. Antes de la separación, esto era una llanura de hierba abrasada, envuelta de nubes de polvo, con un camino para carretas de bueyes hasta nuestro muelle. Nada más.

"Aquí tiene usted el arco de entrada al puerto. ¿Pintoresco, no? Anteriormente la ciudad terminaba aquí. Ahora entramos en la calle de la Constitución. Repare usted en las antiguas casas españolas. Majestuoso aspecto, ¿eh? Supongo que se conservan como en tiempo de los virreyes, excepto el pavimento de la calle, que ahora es de bloques de madera. Allí el Banco Nacional de Sulaco con las garitas de los centinelas a cada lado de la puerta. La casa Avellanos a este lado, con todas las ventanas del piso bajo cerradas. Ahí vive una mujer admirable -Miss Avellanos-, la bella Antonia. Un carácter, señor. ¡Una mujer histórica!

"Enfrente, la casa Gould. Notable portada. Sí, los Goulds, de la primitiva concesión de igual nombre, que todo el mundo conoce hoy. Yo tengo diecisiete acciones de mil dólares en la emisión consolidada de la mina de Santo Tomé. Todos los pobres ahorros de mi vida, señor, que bastarán para vivir con regalo mis últimos días en casa, cuando me retire. Piso terreno firme, ¿sabe usted? Don Carlos es gran amigo mío. Diecisiete acciones -una fortunita que dejaré cuando muera. Tengo una sobrina casada con un pastor protestante, excelente persona, encargado de una pequeña parroquia de Sussex…; una infinidad de chiquillos. Yo no me he casado; nunca. Un marino debe sacrificarse.

"De pie bajo esta misma puerta, señor, en compañía de algunos amigos ingenieros, dispuestos a defender esa casa donde habíamos recibido tan bondadosa hospitalidad, presencié la primera y última carga de la caballería de Pedrito contra las tropas de Barrios, que acababan de tomar la entrada del puerto. No pudieron resistir el fuego de los nuevos fusiles traídos por Decoud. Aquello fue una mortandad espantosa. En un momento la calle quedó abarrotada de masas de hombres y caballos muertos. No repitieron la embestida."

Y el capitán Mitchell seguía hablando así a su víctima, más o menos resignada:

– La Plaza. Yo la llamo magnífica. Dos veces el área de la Plaza de Trafalgar.

Desde el centro mismo, bajo de un sol deslumbrador, señalaba los edificios:

– "La Intendencia, ahora Palacio del Presidente; el Cabildo, donde celebra sus sesiones la Cámara de Diputados… ¿Observa usted las nuevas casas de aquel lado de la plaza? Un inmenso bazar, donde se vende toda clase de mercancías. El viejo Anzani fue asesinado por los guardias nacionales frente a la caja de hierro donde tenía el dinero. Precisamente por ese crimen murió públicamente en garrote vil el diputado Camacho, comandante de los Nacionales, bruto sanguinario y salvaje; pena a que le condenó un tribunal militar nombrado por Barrios. Los sobrinos de Anzani formaron una Compañía y siguieron el negocio en esa forma. Todo ese lado de la plaza había sido quemado; anteriormente había ahí una columnata.

"Fue un incendio terrible, a cuya luz vi la última refriega: los llaneros se declararon en fuga; los nacionales arrojaron las armas, y los mineros de Santo Tomé, todos indios de la Sierra, avanzaron como un torrente, al son de flautas y címbalos, con banderas verdes ondeando al viento, en una revuelta masa de hombres con ponchos blancos y sombreros verdes, a pie, en mulas, en borricos. Espectáculo como aquel no se verá otra vez, señor. Los mineros habían venido contra la ciudad, acaudillados por don Pepe, jinete en un caballo negro; y las mujeres, que los seguían a retaguardia en burros, gritaban animosamente, señor, tocando tamboriles. Recuerdo que una de ellas llevaba en el hombro un loro verde, tan quieto como si fuera de piedra. Llegaron a punto de salvar al señor administrador, porque, aunque Barrios ordenó el asalto sin dilación, a pesar de haber anochecido, hubiera sido muy tarde para librar a don Carlos. Pedrito Montero le había sacado para fusilarle -como hicieron con su tío hace muchos años- y en tal caso, según dijo Barrios después, Sulaco no valía la pena de pelear por ella.

"Sulaco sin la Concesión no era nada; y había toneladas y toneladas de dinamita, distribuidas por toda la montaña con las mechas dispuestas; y un anciano sacerdote, el Padre Román, tenía a su cargo algunos obreros que hubieran aniquilado la mina de Santo Tomé a la primera noticia de haber fracasado la expedición salvadora. Don Carlos había resuelto que no le sobreviviera la mina y contaba con los hombres decididos a cumplir su determinación."

Así solía hablar el capitán Mitchell en medio de la Plaza, al amparo de una sombrilla blanca con franja verde. Pero cuando entraba en la penumbra de la catedral, en cuyo fresco ambiente flotaba un débil aroma de incienso, y se veían aquí y allá figuras de mujer arrodilladas, vestidas de riguroso luto o de blanco, cubierta la cabeza con un velo, la voz del narrador bajaba de tono, haciéndose más solemne e impresionante:

– "He aquí -decía, señalando a un nicho en el muro de la sombría nave- el busto de don José Avellanos, "patriota y estadista," como dice la inscripción, "ministro plenipotenciario cerca de las cortes de Inglaterra, España, etc., etc., fallecido en los bosques de Los Hatos a consecuencia de las fatigas de una lucha incesante por el Derecho y la Justicia, al alborear de una nueva era." La escultura es de un gran parecido. Obra de Parrocheti según algunas fotografías antiguas y un boceto a lápiz de la señora de Gould. Traté mucho a ese ilustre americano-español de la vieja escuela, un verdadero hidalgo, amado de todo el que le conoció.

"El medallón de mármol, empotrado en el muro, de estilo antiguo, que representa una mujer envuelta en un velo, sentada, con las manos cruzadas sobre las rodillas, conmemora al infortunado joven que zarpó con Nostromo en aquella noche fatal, señor. Vea usted: A la memoria de Martín Decoud, su prometida, Antonia Avellanos. Franco, sencillo, noble. En esa dedicatoria tiene usted retratado el carácter de la señorita. Una mujer excepcional. Los que creyeron verla morir de desesperación se equivocaron. Se la criticó mucho por no haber tomado el velo, como se esperaba, pero la señorita Antonia no tiene madera de monja. El obispo de Corbelán, su tío, vive con ella en la casa que la familia posee en la ciudad mientras se habilita el palacio junto a la catedral. Es un hombre de un carácter terrible, siempre en guerra con el gobierno por causa de las tierras y conventos confiscados a la Iglesia en tiempos pasados. Creo que goza de gran predicamento en Roma. Y ahora atravesamos la Plaza y vayámonos a almorzar al Club Amarillo."

Luego de salir de la catedral, en el mismo rellano de la magnífica escalinata, la voz del señor Mitchell recobraba su tono fuerte y pomposo mientras describía con el brazo un gesto circular acostumbrado:

– "El Porvenir en aquel primer piso, encima de los comercios con vitrinas francesas. Periódico conservador, o por mejor decir, constitucional-parlamentario, partido cuyo jefe actual es el mismo Presidente de la República, don Justo López. Hombre avisado, a mi juicio, y de gran inteligencia, señor. El partido democrático de oposición se apoya principalmente -siento decirlo, señor- en los socialistas italianos con sus sociedades secretas, camorras y cosas parecidas. Tenemos aquí numerosos italianos, establecidos en los terrenos del ferrocarril; obreros despedidos, mecánicos, etc., todo a lo largo de la línea. Hay aldeas enteras de italianos en el Campo. Y los naturales del país se dejan arrastrar por sus predicaciones.

"¿El Bar Americano? Sí. Y más allá puede usted ver otro. Frecuentados sobre todo por neoyorquinos… Hemos llegado al Club Amarillo. Observe usted la estatua del obispo al pie de la escalera a la derecha, según subimos."

Y el almuerzo empezaba y terminaba su opíparo y sosegado curso en una mesita de la galería del Club, donde el capitán Mitchell hacía varias inclinaciones, se levantaba para hablar un momento a diferentes funcionarios vestidos de negro, comerciantes de americana, oficiales de uniforme, caballeros de edad madura procedentes del Campo -cetrinos, pequeños, nerviosos, o regordetes, plácidos, atenazados-, y europeos o norteamericanos de gran posición, cuyo color blanco resaltaba con morbosa palidez entre la mayoría de las caras morenas y negras de brillantes ojos,.

El capitán Mitchell se repantigaba en la silla, echando en torno de sí miradas de satisfacción, y alargaba al acompañante una caja de enormes puros.

– Pruebe usted uno con el café. Tabaco de la localidad. El café que va usted a tomar en el Club Amarillo, señor, no lo hallará usted en ninguna parte del mundo. Lo recibimos en grano de un famoso cafetal, que aquí llaman cafetería, de la falda de la sierra. Su dueño envía todos los años tres sacos, como un obsequio a sus compañeros de club, en recuerdo del combate contra los nacionales de Camacho, librado por los caballeros desde estas mismas ventanas. El donante se hallaba entonces en la ciudad: participó de la lucha hasta el final. El café llega en tres mulos -no por ferrocarril, como cualquier envío ordinario- y entra directamente en el patio, escoltado por obreros a caballo, a las órdenes del mayoral de la hacienda. Este sube las escaleras con botas y espuelas, y le entrega oficialmente al consejo directivo con la fórmula: "En memoria de los que cayeron el tres de mayo." Nosotros le llamamos el café del Tres de Mayo.

El señor Mitchell, con expresión de disponerse a oír un sermón en una Iglesia, se llevaba a los labios la menuda taza; y el néctar era ingerido a sorbitos hasta la última gota, durante un silencio tranquilo, entre nubes de humo de tabaco.

– Repare usted en ese señor vestido de negro que se retira en este momento -recomenzó, inclinándose apresuradamente. -Es el famoso Hernández, ministro de la Guerra. El corresponsal que aquí tiene el importante diario The Times, autor de la notable serie de cartas donde se llama a la República Occidental la "Tesorería del Mundo," le dedicó un artículo entero con motivo del notable cuerpo que ha organizado -los famosos Carabineros del Campo.

El huésped del capitán Mitchell, sintiendo picada su curiosidad, fijaba la vista en una figura de andar grave, envuelta en levita negra de luengos faldones, con frente surcada por líneas horizontales, rostro alargado y serio, de mirar modesto, y cabeza puntiaguda, cuyos cabellos entrecanos, ralos en la coronilla, caían por ambas partes peinados con esmero, rematando en bucles sobre el cuello y hombros. Este era, pues, el famoso bandido, cuyas hazañas se habían oído con interés en Europa. Tocábase con un sombrero de copa alta y amplios bordes planos. Un observador atento hubiera descubierto un rosario de cuentas de madera arrollado a su muñeca derecha.

Y el capitán Mitchell proseguía:

– El protector de los refugiados de Sulaco que huyeron del furor de Pedrito. Como general de caballería a las órdenes de Barrios, se distinguió en la toma de Tonoro, donde murió el señor Fuentes con los últimos restos de los monteristas. Es el amigo y humilde servidor del obispo Corbelán. Oye tres misas cada día. Apostaría que, al volver a casa para dormir su siesta, se mete antes en la catedral a rezar algunas oraciones.

Después de dar varias chupadas a su puro en silencio, tal vez aseveraba con la mayor prosopopeya:

– Esta raza española, señor, es fecunda en caracteres extraordinarios, que salen de todas las clases sociales… Si le parece a usted, podríamos ir ahora al billar, que es un sitio fresco, para charlar tranquilamente. No hay nadie allí hasta después de las cinco. Podría referir a usted episodios de la revolución separatista que le asombrarían. Cuando pase la fuerza del calor, daremos una vuelta por la Alameda.

El programa seguía desenvolviéndose implacable, como una ley de la Naturaleza. El paseo por la Alameda se daba andando despacio y entre comentarios enfáticos y graves.

– Toda la alta sociedad de Sulaco aquí, señor-. El capitán Mitchell hacía ceremoniosas inclinaciones a derecha e izquierda, y luego continuaba con animación: -Doña Emilia, el carruaje dé la señora de Gould. Mire usted. Siempre mulas blancas. La mujer más bondadosa y agraciada que se ha conocido en el mundo. Gran posición, señor, gran posición. La primera señora de Sulaco -muy por encima de la esposa del Presidente. Bien se lo merece.

El capitán Mitchell ante un encuentro de esta clase se descubría; y si por acaso la señora de Gould llevaba compañía, no dejaba de dar las correspondientes explicaciones en un tono que indicaba el concepto que le merecían los acompañantes.

– El señor que va al lado, de cara ceñuda, cubierta de cicatrices, con un cuello de camisa alto, que resalta sobre su traje negro -prosiguió con acento un tanto despectivo-, es el doctor Monygham, Inspector de los Hospitales del Estado, primer médico de las Minas Consolidadas de Santo Tomé. Persona íntima de la casa. Siempre en ella. No tiene nada de particular. Todo lo que es se lo debe a los Goulds. Muy hábil y todo lo que se quiera pero a mí nunca me ha gustado. Ni a nadie. Todavía recuerdo cuando andaba cojeando por las calles, con camisa de franela a cuadros y sandalias del país. A veces se le veía llevar una sandía bajo el brazo, único alimento que había podido agenciarse para el día. Ahora todo un gran personaje, señor, pero tan repulsivo como siempre. Sin embargo…, indudablemente desempeñó bastante bien su papel en tiempo de la revolución. Nos salvó a todos de la mortal pesadilla de Sotillo, empresa en que un hombre de otras cualidades hubiera fracasado.

Un nuevo gesto indicador del brazo regordete, y su dueño seguía explicando:

– "La estatua ecuestre que estaba sobre aquel pedestal ha sido trasladada. Era un anacronismo -comentaba el narrador vagamente. -Se habla de reemplazarla por una columna de mármol, conmemorativa de la Separación, con ángeles de paz en los cuatro ángulos, y una Justicia de bronce sosteniendo una balanza, toda dorada, en la parte superior. Se encargó el proyecto al Cavaliere Parrochetti; y la maqueta puede usted verla metida en una vitrina de la sala del Ayuntamiento.

"Se grabarán varios nombres todo alrededor del pedestal. ¡Bien! Lo mejor que podían hacer era empezar por el de Nostromo. Ha colaborado a la Separación tanto como cualquier otro y -añadió, mudando de tono- ha obtenido menos tal vez que nadie."

Al llegar a un asiento de piedra, situado bajo de un árbol, no era raro que el capitán Mitchell se dejara caer en él, invitando a su acompañante a imitarle, y la narración seguía:

– "Ese Nostromo llevó a Barrios las cartas de Sulaco que decidieron al general al abandonar Cayta temporalmente y acudir a socorrernos aquí regresando por mar. Por fortuna los transportes estaban todavía en el puerto, señor.

"Yo ni siquiera sabía que mi capataz viviera. No tenía idea. El doctor Monygham fue quien tropezó con él por casualidad en la Aduana, evacuada una o dos horas antes por el malhadado Sotillo. Conmigo no contaron; ni se dignaron hacerme la menor indicación… como si fuera indigno de que me confiaran su proyecto. Monygham lo arregló todo. Fuese a los talleres del ferrocarril, y logró ser recibido por el jefe de ingenieros, que por consideración a los Goulds principalmente, consintió en dejar salir una maquina para recorrer a toda velocidad un trayecto de ciento ochenta millas llevando a Nostromo. Era el único modo de asegurar su viaje.

"En el campo de construcción, al final de la línea, se procuró un caballo, armas, algunos vestidos, y emprendió solo aquella prodigiosa caminata de cuatrocientas millas en seis días al través de un país en plena revolución, rematándola con la hazaña de cruzar las líneas monteristas que cercaban a Cayta. El relato de esa expedición formarían un libro de la más fascinadora lectura. Llevaba la vida de todos nosotros en el bolsillo. Para tal empresa no bastaban la abnegación, el valor, la fidelidad y la inteligencia. Por supuesto, él era perfectamente íntegro e incorruptible. Pero se necesitaba un hombre que supiera salir airoso, y el capataz era ese hombre.

"El cinco de mayo, hallándome, por decirlo así, prisionero en la oficina del puerto de mi Compañía, oí de repente el silbato de una máquina en los cercados del ferrocarril, a la distancia de un cuarto de milla. No podía dar crédito a mis oídos. Salí corriendo al balcón y vi una locomotora que salía de los terrenos de la estación silbando frenéticamente, envuelta en una nube blanca, y luego acortó la velocidad casi hasta pararse precisamente al llegar a la posada del viejo Viola. Divisé a un hombre, señor -pero sin distinguirle con claridad-, que salió disparado del Albergo d’Italia Una, trepó a la plataforma, y luego la máquina se alejó de la casa como dando un salto y desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Como cuándo apaga usted una vela, señor. El conductor era un maquinista de primer orden; puedo asegurarlo. En Rincón y en otro sitio los guardias nacionales les hicieron un nutrido fuego. Por fortuna la línea no había sido cortada. En cuatro horas llegaron al campo de construcción. Nostromo había efectuado la primera parte de su viaje… Lo demás ya lo sabe usted.

"Le basta, señor, echar una mirada a su alrededor. Personas hay aquí en la Alameda que se pasean en sus carruajes, y aún están vivas hoy, porque hace años contraté a un marinero italiano fugitivo para capataz de nuestro muelle, sin más razón que la de haberme gustado su aspecto. Y ese es un hecho. No puede usted desconocerle, señor.

"El diecisiete de mayo, a los doce días justos de haber visto subir a la máquina al hombre que salió de la casa Viola, sin poder adivinar lo que aquello significaba, los transportes de Barrios entraban en este puerto, y la "Tesorería del Mundo," como el redactor de The Times llama a Sulaco en su libro, se salvó intacta para la civilización… para alcanzar en lo futuro una gran prosperidad, señor.

"Pedrito, amenazado por Hernández en el Oeste y por los mineros de Santo Tomé que avanzaban con ímpetu por la puerta de tierra, no pudo oponerse al desembarco. Durante una semana había estado enviando mensajes a Sotillo pidiéndole que se incorporara. Caso de haberlo hecho, las matanzas y destierros no hubieran dejado en la ciudad a ningún hombre ni mujer de posición. Pero aquí es donde entra en escena el doctor Monygham.

"Sotillo, ciego y sordo para todo, plantado en el puente de su vapor, vigilaba el dragado para pescar la plata, que creía sepultada en el fondo del puerto. Dicen que los tres últimos días estaba fuera de sí, rabioso y echando espumarajos al no hallar nada, yendo de una parte a otra por cubierta y echando maldiciones a los botes de las dragas, señalándoles los puntos que debían explorar, y gritando: "¡Y, no obstante, está ahí! ¡Lo veo! ¡Lo palpo!"

"Ya se disponía a colgar al doctor Monygham (a quien tenía a bordo) del extremo superior de una grúa, cuando el primer transporte de Barrios, que era uno de nuestros barcos, penetró en el puerto y, poniéndose cerca de costado, abrió fuego de fusil sin más preliminares, como saludo. Fue la mayor sorpresa del mundo, señor. Tan atónitos quedaron que, en el primer momento, no se retiraron de cubierta bajando al entrepuente. Los hombres caían como bolos. Fue un milagro que Monygham, de pie junto a la escotilla de popa, con la cuerda alrededor del cuello, se librara de quedar agujereado como una criba. Me contó después que se había dado por muerto, y que había gritado sin cesar con toda la fuerza de sus pulmones: " ¡Izad bandera blanca!" "¡Izad bandera blanca!" De improviso un viejo comandante del regimiento de Esmeralda, que estaba cerca, desenvainó la espada y gritando: "¡Muere, traidor perjuro!", atravesó de parte a parte a Sotillo, sin darle tiempo a dispararse un tiro en la cabeza."

El narrador se tomaba de cuando en cuando un rato de descanso, y luego proseguía:

– "¡Pardiez, señor! Podría contarle a usted mil incidentes por espacio de horas. Pero es tiempo de que partamos para Rincón. No estaría bien que pasara usted por Sulaco sin ver las luces de la mina de Santo Tomé, la montaña entera hecha un incendio, como un alcázar iluminado encima del sombrío Campo. Es un paseo de moda… Pero permítame referirle una anécdota sólo para ponerle a usted en autos.

"Unos quince días después, o algo más, cuando Barrios, declarado generalísimo, marchó al sur en persecución de Pedrito; y la Junta Provisional, presidida por don Justo López, hubo promulgado la nueva Constitución; y nuestro don Carlos Gould se ocupaba en preparar sus maletas para ir con una misión política, señor, a San Francisco y Washington (los Estados Unidos, señor, fueron la primera gran potencia que reconoció la República Occidental); unos quince días después, digo, cuando empezábamos a sentir que teníamos las cabezas seguras en nuestros hombros, si puedo expresarme así, un hombre importante que enviaba y recibía géneros en grande por nuestros bancos, vino a verme por asunto de su negocio y lo primero que me dice es:

– "Oiga, capitán Mitchell, ¿es ese individuo (refiriéndose a Nostromo) todavía capataz de sus cargadores o no?

– ¿Qué ocurre? -dije yo.

– "Porque si lo es, no me importa nada; estoy agradecido al servicio que me presta la Compañía O.S.N.; pero le he visto varios días ganduleando por el muelle, y precisamente ahora me ha detenido, con la mayor frescura del mundo, pidiéndome un puro. Usted sabe que gasto una marca especial, y que no los compro para regalarlos así como así.

– "Espero que se haya visto usted forzado a hacerlo pocas veces.

– "¡Oh!, desde luego. Pero es una molestia insoportable. El hombre anda siempre mendigando cigarros.

"Señor, volví a un lado la vista, y luego pregunté:

"¿No fue usted uno de los que estuvieron presos en el Cabildo?

– "Usted lo sabe perfectamente, y que me pusieron cadenas además -respondió el.

– "Y que se le exigían quince mil dólares para ponerle en libertad.

"Se ruborizó, señor, porque cundió que se había desmayado de miedo cuando llegaron a arrestarle, y que ante Fuentes se mostró abyecto arrastrándose a sus pies, de modo que hizo sonreír de lástima a los mismos policianos que le habían llevado cogido por los cabellos.

– "Sí -añadió un tanto confuso. -Y eso ¿qué tiene que ver?

– "¡Oh! Nada, Que corrió usted peligro de perder un piquillo -repliqué-; eso suponiendo que hubiera usted librado con vida. Pero ¿qué puedo hacer por usted?

"El hombre no entendió la indirecta. Se quedó como si tal cosa. Y así va el mundo, señor."

Al fin terminaba la conversación en la Alameda, levantándose el señor Mitchell algo entumecido, y la expedición a Rincón solía hacerse con una observación filosófica hecha por el implacable cicerone con los ojos fijos en las luces de Santo Tomé, que parecían suspendidas en la oscura noche entre el cielo y la tierra:

– Un gran poder para bien y para mal, señor. Un gran poder.

Y se cenaba en Mirliflores, famoso por su excelente cocina, dejando en el ánimo del viajero la impresión de que abundaban en Sulaco los jóvenes simpáticos y despejados, con salarios al parecer demasiado crecidos para su edad, y, entre ellos, unos cuantos, por lo general, anglosajones peritos en el arte de gastarle un bromazo, como suele decirse, a un huésped de buen genio.

Con una rápida carrera al puerto en el artefacto de dos ruedas (que el capitán Mitchell llamaba currículo), tirado por un mulo seco y encanijado, al que un cochero evidentemente napolitano no cesaba de apalear, el ciclo de la visita a Sulaco se acercaba a su término ante las oficinas iluminadas de la Compañía O.S.N., que seguían abiertas a hora tan avanzada por causa del vapor. Se acercaba a su fin…, pero no terminaba.

– Las diez. Su barco no estará listo para zarpar hasta las doce y media, y aun entonces lo dudo. Vamos a tomar un vaso de soda con aguardiente y a fumar otro puro.

Y en el despacho particular del superintendente, el distinguido viajero del Ceres, el Juno o el Palas, escuchaba, como un niño cansado un cuento de hadas, la serie inesperada de descripciones, sonidos, nombres, sucesos e informaciones complicadas e incompletas, con que el señor Mitchell le aturdía mentalmente. Y oía una voz familiar y de impresionante énfasis, como venida de otro mundo, refiriéndole que había habido "en aquel mismo puerto" una demostración naval internacional, que puso fin a la guerra entre Costaguana y Sulaco; y que el crucero de los Estados Unidos Powhattán fue el primero en saludar la bandera occidental -blanca con una corona de laurel verde en el centro, rodeando una flor amarilla. Y oía contar que el general Montero, antes de transcurrir un mes desde que se proclamó a sí mismo Emperador de Costaguana, había sido muerto de un tiro (durante una solemne y pública distribución de condecoraciones y cruces) disparado por un joven oficial de artillería, hermano de la mujer que a la sazón era su querida.

– El abominable Pedrito, señor, huyó del país -seguía contando la voz. -El capitán de uno de nuestros barcos me dijo últimamente que había visto a Pedrito el Guerrillero luciendo unas babuchas moradas y un gorro de terciopelo con borla de oro, al frente de una casa de lenocinio en uno de los puertos meridionales.

– ¡Detestable Pedrito! ¿Qué diablo de hombre era ése? -preguntaba el distinguido pasajero, fluctuando entre la vigilia y el sueño, pero con los ojos abiertos merced a un esfuerzo de cortesía, y con un amistoso mohín en los labios, de entre los que salía el decimoctavo o vigésimo puro de aquel memorable día.

El capitán Mitchell, olvidándose del último personaje traído a cuento, volvía a hablar de su Nostromo con acento sentido y un deje de melancólico orgullo:

– "Se me presentó de repente en esta misma habitación como un fantasma, señor. Imagínese usted la impresión que me causaría. Como es natural, había vuelto por mar con Barrios. Y lo primero que me dijo cuando estuve repuesto del susto, y en condiciones de oírle, fue que había recogido el bote de la gabarra, abandonado en el golfo, donde flotaba a la deriva. Mi pobre capataz parecía abatido por tal incidente, que en realidad era extraordinario, si se recuerda que habían pasado dieciséis días desde el naufragio del lanchón de la plata.

"Al punto pude ver que era otro hombre. Miraba de hito en hito a la pared, señor, como si hubiera una araña o algo que corriera por ella. La pérdida de la plata se le había clavado en el alma. Me preguntó desde luego que si doña Antonia tenía ya noticia de la muerte de Decoud, y al hacer esta pregunta le temblaba la voz. Hube de decirle que doña Antonia no había vuelto aún a la ciudad. ¡Pobre señorita! Y, cuando me disponía a interrogarle sobre mil asuntos, saltó de pronto: "Perdone usted, señor", y salió sin más de este despacho. No volví a verle en tres días, pues me hallaba a la sazón abrumado de ocupaciones, ¿sabe usted? Creó que vagaba por dentro y fuera de la ciudad, y que dos noches volvió a dormir a los barracones de los empleados del ferrocarril. Parecía absolutamente indiferente a lo que ocurría. Le pregunté una vez en el muelle: "¿Cuándo piensa usted encargarse nuevamente de su tarea, Nostromo? Ahora tenemos trabajo en abundancia para los cargadores". "Señor -me respondió, echándome una mirada interrogadora-, ¿se maravillaría usted si le dijera que todavía me siento muy cansado para volver a la faena? Y ¿qué labor podría hacer ahora? ¿Cómo podría mirar a la cara a mis cargadores después de haber perdido la gabarra?"

"Le rogué que no pensara más en la plata y se sonrió. Una sonrisa que me llegó al corazón, señor. "Usted no tuvo la culpa -le dije. -Fue una fatalidad. Una desgracia que no pudo evitarse". "¡Sí! ¡sí!", dijo y volvió la espalda. Creí lo mejor dejarle en paz una temporada para que se sobrepusiera a su pesadumbre; pero le ha costado años el conseguirlo. Estuve presente a su entrevista con don Carlos. Debo decir que Gould es un hombre un tanto frío. Ha tenido que reprimir sus sentimientos, tratando con ladrones y granujas, en constante peligro de arruinarse con su mujer; y lo ha venido haciendo por tantos años, que la impasibilidad constituye hoy, por decirlo así, su segunda naturaleza. Los dos permanecieron largo rato mirándose; y don Carlos preguntó, con el sosiego y reserva de costumbre, qué podía hacer por él.

– "Mi nombre es conocido de un extremo a otro de Sulaco -respondió el otro con la misma calma-. ¿Qué mayor remuneración podría usted concederme?

"Eso es todo lo que pasó en esa ocasión. Posteriormente, sin embargo, se puso a la venta una magnífica goleta; y la señora de Gould y yo tuvimos gran empeño en comprarla y regalársela. Así se hizo, pero en los tres años siguientes devolvió el precio. El tráfico abundaba todo a lo largo de la costa, señor. Además, ese hombre es afortunado en todas sus empresas, menos en salvar el lanchón de la plata.

"La pobre doña Antonia, no repuesta aún de los terribles trabajos sufridos en los bosques de los Hatos, tuvo también una entrevista con él. Deseaba recibir noticias de Decoud: qué dijo, qué hizo, qué pensaron hasta el último en aquella noche fatal. Por la señora de Gould supe que el capataz había hablado a la señorita con afabilidad y calma. La señorita Avellanos supo reprimir su pena, y sólo prorrumpió en llanto cuando Nostromo le dijo que el señor Decoud tenía seguridad en el triunfo glorioso de su proyecto… Y, a no dudarlo, señor, ha sido un verdadero triunfo".

El ciclo de los relatos y paseos estaba á punto de cerrarse al fin. Y, mientras el ilustre pasajero, temblando de placer al pensar anticipadamente en la litera de su camarote, se olvidaba de preguntar: "¿Qué singular proyecto podía ser el de ese Decoud?", el capitán Mitchell continuaba:

– Siento que en breve tendremos que separarnos. La atención inteligente que ha prestado usted a mis explicaciones me ha procurado un día delicioso. Ahora le acompañaré a usted a bordo. Ha echado usted un vistazo a la "Tesorería del Mundo". Una denominación muy apropiada.

La voz del segundo contramaestre, anunciando a la puerta que la chalupa aguardaba, ponía término a las etapas del acompañamiento obsequioso.

Nostromo realmente había hallado el bote de la gabarra, abandonado en la Gran Isabel con Decoud, flotando vacío a gran distancia de la isla del golfo. Hallábase a la sazón en el puente del primero de los transportes de Barrios, que en una hora de navegación llegaría a Sulaco. Barrios, a quien siempre caían en gracia las hazañas atrevidas y juez competente en materia de valor, había cobrado gran afición al capataz. Durante el viaje contorneando la costa, el general retuvo a Nostromo cerca de su persona, hablándole a menudo en los términos rudos y jactanciosos que solían expresar su especialísima estimación.

Los ojos de Nostromo fueron los primeros en divisar a cierta distancia frente a la proa una manchita negra, que aparecía aislada de la Tres Isabeles en la superficie plana y temblorosa del golfo. Hay ocasiones en que ningún hecho debe ser despreciado por insignificante; un pequeño bote, tan lejos de tierra, podía indicar algo digno de averiguarse. A una señal de Barrios, el transporte mudó de rumbo y pasó bastante cerca para cerciorarse de que la barquichuela estaba vacía. Era un bote ordinario que navegaba a la deriva con los remos dentro. Pero Nostromo, que tenía fijo insistentemente a Decoud en su pensamiento durante días, había reconocido mucho antes con sobresalto la canoa de la gabarra.

No había que pensar en detenerse a recoger un objeto tan insignificante. Cada minuto era de gran importancia para salvar la suerte de una ciudad entera y las vidas de sus habitantes. La proa del barco-guía, con el general a bordo, volvió a su rumbo. Tras él, la flota de transportes, diseminados a la ventura en alta mar a la distancia aproximada de una milla, aparecían negros y humeantes por la parte de poniente, con el aspecto de terminar un certamen de velocidad en el océano.

Mi general -prorrumpió la voz de Nostromo, fuerte y tranquila detrás de un grupo de oficiales-, desearía salvar ese botecito. Le conozco, por Dios. Pertenece a mi compañía.

– Y, por Dios -replicó Barrios en tono de broma-, usted me pertenece a mí. Pienso hacerle a usted capitán de caballería en cuanto vuelva a echar la vista a un caballo.

– Sé nadar mejor que cabalgar, mi general -exclamó Nostromo, avanzando hacia la baranda con gran resolución, que se reflejaba en la fijeza de su mirada. -Permítame usted…

– ¿Permitirle? ¡Qué hombre más terco! -vociferó el general jovialmente sin mirarle siquiera. -¡Qué le deje ir! ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Quiere hacerme confesar que no podemos tomar a Sulaco sin él. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! ¿Le gustaría hacer el viaje a nado, hijo mío?

Un tremendo clamoreo que resonó de un extremo a otro del barco interrumpió las bromas de Barrios. Nostromo había saltado por la borda, y su negra cabeza flotaba ya lejos del barco.

El general musitó sorprendido en tono violento:

– ¡Cielos! ¡Pecador de mí!

Miró con avidez y vio que Nostromo nadaba con gran desembarazo, y luego tronó indignado:

– ¡No!, ¡no! De ninguna manera nos detendremos a recoger a ese insolente. ¡Qué se ahogue… ese loco capataz!

Únicamente empleando la fuerza bruta hubiera sido posible impedir a Nostromo arrojarse al mar. Aquel bote vacío, que le salía al encuentro de una manera misteriosa, como dirigido por un invisible espectro, ejerció sobre el capataz la fascinación de una señal, de un aviso, y pareció responder en forma enigmática y sorprendente a su obsesión de un tesoro y del destino de un hombre. Habría saltado, aun estando seguro de hallar la muerte en aquella media milla de agua. La superficie del mar aparecía lisa como la de un estanque, y por una razón u otra en el Golfo Plácido no se conocen los tiburones, no obstante estar plagada de ellos la costa del otro lado de Punta Mala.

El capataz se asió a la popa del bote y respiró con fuerza. Mientras nadaba le había invadido una extraña sensación de debilidad. Se había quitado las botas y la chaqueta en el agua, y permaneció colgado de la borda algún tiempo cobrando aliento. A lo lejos los transportes, más agrupados ahora, avanzaban en derechura a Sulaco conservando la apariencia de navegar en amistoso certamen, practicando un deporte náutico, una regata, y el humo unido de las chimeneas formaba encima y enfrente de él un delgado bancal de niebla de color sulfúreo. Entonces pensó Nostromo que su audacia, su valor, su arriesgado viaje eran los que habían puesto en movimiento aquellos barcos haciéndolos acudir presurosos a salvar las vidas y haciendas de los blancos, amos del pueblo; a salvar la mina de Santo Tomé; a salvar a los niños.

Con un vigoroso y bien dirigido esfuerzo se encaramó al bote por encima de la popa. ¡El mismo bote! No había duda, absolutamente ninguna. Era la canoa de la gabarra núm.3 -la canoa dejada con Martín Decoud en la Gran Isabel, a fin de que tuviera algún medio de salvarse, si nada podía hacerse por él desde tierra. Y aquí se le había presentado, vacía e inexplicable. ¿Qué había sido de Decoud? El capataz practicó un minucioso registro en el bote. Buscó algún arañazo, alguna señal, algún signo, y sólo descubrió una mancha pardusca en la borda, frente al banco de remar. Acercó el rostro y frotó fuerte con el dedo. Luego se sentó en la parte de popa, inactivo, con las rodillas juntas y las piernas apartadas como las de un compás abierto.

Chorreando agua de pies a cabeza, el cabello y las patillas lacias y mojadas, y los ojos sin brillo fijos en las tablas del fondo, el capataz de los cargadores de Sulaco parecía el cadáver de un ahogado, salido de las profundidades del golfo para pasar ocioso la hora de la puesta del sol en un pequeño bote. La excitación de su arriesgado viaje a caballo; la excitación del regreso oportuno, de la hazaña, del triunfo; toda esa excitación concentrada en torno de las ideas unidas del gran tesoro y del único hombre que, además de él, conocía su existencia, le había abandonado. Hasta el ultimo instante había estado devanándose los sesos para descubrirla manera de visitar la Gran Isabel sin pérdida de tiempo y sin ser visto de nadie. Tan estrechamente relacionado estaba en su mente la idea del secreto con la del tesoro, que aun al mismo Barrios se había abstenido de mencionarte la existencia de Decoud y de la plata en la isla.

Sin embargo de eso, las cartas que había llevado al general hablaban brevemente de la pérdida de la gabarra por la relación que tenía con la situación de Sulaco. En circunstancias tan críticas, el tuerto cazador de tigres, que olfateaba de lejos la batalla, no había perdido el tiempo en hacer preguntas al emisario. De hecho Barrios, en su conversación con Nostromo, suponía que Decoud y los lingotes de la mina de Santo Tomé se habían ido a pique juntos; y Nostromo, no interrogado directamente, había guardado silencio, bajo de la influencia de alguna forma indefinible de resentimiento o desconfianza. ¡Qué se lo explicara todo don Martín! -se dijo a sí mismo mentalmente.

Y ahora que tenía en su poder el medio de llegar a la Gran Isabel, puesto en su camino con la mayor antelación posible, se había disipado todo su entusiasmo, como cuando huye el alma dejando el cuerpo inerte en una tierra que ya no conoce. Nostromo parecía no conocer el golfo. Por algún tiempo ni siquiera sus párpados se agitaron una vez sobre la vítrea vacuidad de su mirada fija.

Después, lentamente, sin el menor movimiento de los miembros, ni contracción de ningún músculo, ni temblor de las pestañas, apareció en las facciones inmóviles una expresión de vida; y un pensamiento hondo se reflejó en la inexpresiva mirada -como si un alma proscrita, un alma apacible y errante, al hallar abandonado aquel cuerpo en su camino, hubiera llegado furtivamente a tomar posesión de él.

El capataz frunció el ceño; y en la inmensa quietud del mar, de las islas y la costa, de las formas nubosas en el cielo y de los regueros de luz en el agua, el fruncir de aquella frente tuvo el énfasis de un gesto poderoso. Nada mas se movió por largo tiempo; luego el hombre movió la cabeza y se unió de nuevo al reposo universal de todas las cosas visibles.

De pronto empuñó los remos, y haciendo virar la canoa en redondo con un solo movimiento, puso la proa hacia la Gran Isabel; pero antes de empezar a remar se inclinó una vez mas sobre la mancha pardo-oscura de la borda.

– Sé lo que es esto -se dijo, moviendo la cabeza con expresión sagaz-, esto es sangre.

Sus remadas eran largas, vigorosas y constantes. De cuando en cuando volvía la cara para mirar por encima del hombro a la Gran Isabel, que presentaba su achatado peñón en la ansiosa mirada de Nostromo, como un rostro impenetrable. Al fin la tajamar del bote tocó la grava. Empujó con violencia la canoa, en lugar de arrastrarla a la pequeña playa. Inmediatamente volviendo la espalda al sol poniente, penetró con luengas zancadas en el interior de la barranca, mientras el agua del arroyo saltaba con el chapoteo de sus pies, que parecían querer hollar el alma somera, clara y murmuradora de la pequeña corriente. Anhelaba aprovechar lo que restaba del día.

Una masa de tierra, hierba y arbustos destrozados había caído muy naturalmente sobre la cavidad oculta bajo del árbol inclinado. Decoud había intentado sepultar el tesoro según las instrucciones que le había dado, usando la pala con cierta maña. Pero la sonrisa de aprobación que Nostromo había esbozado se trocó en un mohín desdeñoso ante la pala misma arrojada en un sitio perfectamente visible, como si el operador, dejándose llevar del disgusto o de un repentino pánico, hubiera abandonado de pronto su tarea. ¡Ah! Todos eran iguales en su insensatez esos hombres finos que inventaban leyes y gobiernos y cargas estériles para la gente del pueblo.

El capataz recogió la pala, y mientras sentía en la mano la impresión del mango, le asaltó el deseo de echar un vistazo a las cajas de cuero crudo del tesoro. A las pocas paladas de tierra removida, descubrió los bordes y cornejales de varias; luego, retirando más tierra, vio que una de ellas había sido rajada con un cuchillo.

Al advertirlo lanzó una interjección con voz ahogada y cayó de rodillas echando miradas a su espalda, ya de un lado, ya de otro. El cuero fuerte y duro se había vuelto a cerrar, y vaciló antes de meter la mano por la gran abertura y palpar los lingotes. Allí estaban. Uno, dos, tres… Sí faltaban cuatro. Los habían llevado. Cuatro lingotes. Pero ¿quién podría ser el autor de la sustracción? ¿Decoud? Nadie más. Y ¿por qué? ¿Con qué fin? ¿Por qué maldito capricho? El se lo sabría. Cuatro lingotes, llevados en un bote, y… ¡sangre!

Frente a la entrada del golfo, el sol, nítido, sin nubes, indiferente, se hundía en el mar con el grave y sereno misterio de una inmolación voluntaria, consumada lejos de todos los ojos mortales en medio de una infinita majestad de silencio y de paz. ¡Cuatro lingotes menos!… y ¡sangre!

El capataz se levantó despacio.

– Tal vez se cortara sencillamente en la mano -murmuró. -Pero entonces…

Sentóse sobre la tierra removida, en un estado de animo enteramente pasivo, como si le hubieran encadenado al tesoro, con las piernas dobladas y erectas, abrazadas, presentando un aspecto de sumisión absoluta, a modo de un esclavo puesto de guardia. Sólo una vez alzó la cabeza bruscamente: el repiqueteo sordo de un fuego graneado había llegado a sus oídos, remedando la caída de un chorro de guisantes secos sobre un tambor. Después de escuchar un rato, dijo a media voz:

– No volverá jamás a dar explicaciones.

Y bajó de nuevo la cabeza.

– ¡Imposible! -musitó con acento lúgubre.

El ruido del tiroteo se extinguió. El resplandor de un gran incendio en Sulaco llameó con tintes rojos sobre la costa, y jugando en las nubes del fondo del golfo, pareció tocar con un reflejo siniestro las formas de las Tres Isabeles. Pero Nostromo no lo advertía, aunque había levantado la cabeza.

– Y entonces, no puedo saber… -prorrumpió distintamente, y permaneció silencioso y mirando de hito en hito durante horas.

No pudo saber… Nadie había de saber… Como ha podido suponerse, el fin de don Martín Decoud nunca llegó a ser objeto de cavilaciones para nadie, excepto para Nostromo. Si se hubiera conocido la verdad de los hechos, siempre habría quedado la cuestión de ¿por qué? Y al contrario, la versión de la muerte de Decoud pereciendo ahogado al hundirse la gabarra no dejaba incertidumbre ninguna sobre el motivo.

El joven apóstol de la Separación había sucumbido luchando por su idea a consecuencia de un accidente lamentable. Esta fue la creencia general; pero la verdad era que había muerto de soledad, ese enemigo que pocos conocen en el mundo, y al que sólo las almas más sencillas son capaces de resistir. El brillante costaguanero de los bulevares había muerto de soledad y de falta de fe en sí mismo y en los demás.

Por razones serias y valederas, generalmente desconocidas, las aves marinas del golfo huyen de Las Isabeles. Su guarida es el rocoso Cabezo de Azuera, cuyos pétreos rellanos y abismos resuenan con sus salvajes y alborotados clamores, como si disputaran eternamente sobre el tesoro legendario.

Al expirar el primer día de la permanencia de Decoud en la Gran Isabel, volviendo a su yacija y hierba áspera, bajo de la sombra de un árbol, se dijo a sí mismo:

– Ni un solo pájaro he visto en todo el día.

Y tampoco había oído ningún sonido en todo el día, excepto el de su propia voz musitante. Había sido un día de silencio absoluto -el primero que había conocido en su vida. Y no había dormido ni un segundo. A pesar de todas las noches de vigilia y los días de peleas, proyectos y discusiones; a pesar de los peligros y rudo bregar de la última noche en el golfo, no había podido pegar los ojos un momento. Y, no obstante, desde la salida hasta la puesta del sol había descansado en tierra, de espaldas o de bruces.

Desperezóse y con pasos lentos descendió a la barranca para pasar la noche al lado de la plata. Si Nostromo regresaba -como pudiera hacerlo en cualquier instante-, allí es donde acudiría a mirar antes que a ninguna otra parte, y la noche, por supuesto, era el tiempo propicio para una tentativa de comunicación. Recordó con profunda indiferencia que no había comido nada aún desde que se quedó solo en la isla.

Pasó la noche con los ojos abiertos y cuando apuntó el día, tomó algo sin abandonar su indiferencia. El brillante "Decoud Hijo", el niño mimado de la familia, el amante de Antonia y periodista de Sulaco, no tenía condiciones para luchar solo contra sí mismo. La soledad, producida por las circunstancias externas de la vida, se convierte muy rápidamente en un estado de alma en que no caben afectaciones de ironía y escepticismo. Se apodera del ánimo y arrastra el pensamiento al destierro de la duda absoluta. Después de aguardar tres días la vista de algún rostro humano, Decoud se halló de pronto dudando de su propia individualidad. Se le ofrecía sumergida en un mundo de nubes y agua, de fuerzas y formas de la naturaleza. Únicamente en nuestra actividad es donde hallamos la ilusión confortadora de una existencia independiente, en medio del conjunto de seres de que formamos una parte arrastrada por el torbellino de los acontecimientos. Decoud perdió toda fe en la realidad de su acción pasada y futura. El quinto día cayó sobre él una melancolía inmensa que le impresionaba de un modo tangible. Resolvió no entregarse a la gente de Sulaco, que la había acosado y ahora se le antojaba irreal y terrible, como fantasmas espantadizos y repugnantes. Contemplóse luchando débilmente en medio de ellos, y vio a Antonia, en forma de una estatua alegórica, gigantesca y adorable, que miraba con ojos despectivos su debilidad.

Ningún ser viviente, ninguna mancha de alguna vela lejana apareció en su campo de visión; y, como para escapar de esta soledad, se abismó en su melancolía. La vaga conciencia de una vida mal dirigida, entregada a impulsos cuyo recuerdo deja un sabor amargo en el alma, fue el primer sentimiento moral de su naturaleza de hombre maduro. Pero al mismo tiempo no sentía remordimiento. ¿De qué había de dolerse? No había reconocido otra virtud que la inteligencia, y había erigido las pasiones en deberes. Tanto su inteligencia como sus pasiones sucumbieron fácilmente en aquella soledad no interrumpida de aguardar sin fe. El insomnio había despojado a su voluntad de toda energía: no había dormido siete horas en los siete días. Su tristeza era la tristeza de un ánimo escéptico. Contempló el universo como una sucesión de imágenes incomprensibles. Nostromo era muerto. Todo había fracasado ignominiosamente. No se atrevía a pensar más en Antonia. No había sobrevivido a tanta desgracia. Pero, aunque hubiera sobrevivido, no podría mirarla a la cara. Y todo esfuerzo parecía insensato.

El día décimo después de pasar la noche anterior sin dormitar siquiera una vez (le había ocurrido que Antonia no había amado jamás a un ser tan impalpable como él), se le representó la soledad como un inmenso vacío, y el silencio del golfo como una cuerda tensa y fina, de la que se hallaba colgado de ambas manos, sin temor, sin sorpresa, sin emoción de ningún género. Sólo al anochecer, con la impresión de relativo bienestar producida por el fresco, empezó a desear que esa cuerda se rompiera pronto. Se la imaginó estallando con la detonación de una pistola -un estampido seco y macizo. Y eso sería el remate de todo. Consideró esa eventualidad con satisfacción, porque temía las noches de insomnio, en que el silencio, perseverando inalterable en forma de una cuerda, de la que él pendía asido con ambas manos, vibraba con frases sin sentido, siempre las mismas, pero del todo incomprensibles, sobre Nostromo, Antonio, Barrios y las proclamas, mezclado todo en un zumbido sordo e irónico. Durante el día le era dado mirar el silencio como una cuerda inerte, tendida a punto de romperse, con su vida, su vida inútil, colgada de ella como un peso.

– ¿La oiré estallar antes de caer yo? -se preguntó.

El sol estaba a dos horas del horizonte cuando se levantó escuálido, sucio, cadavérico, y miró al astro rey con ojos orlados de púrpura. Sus miembros le obedecían tardos, como si estuvieran llenos de plomo, pero no sentía temor, y el efecto de aquel estado físico dio a sus movimientos una dignidad resuelta y deliberada. Procedía como si estuviera ejecutando una especie de rito. Bajó a la barranca, porque la fascinación de toda aquella plata, con el poder que encerraba, seguían sobreviviendo, como cosa única, fuera de él. Recogió el cinto con el revólver, que yacía allí, y se lo ciñó a la cintura.

La cuerda del silencio no podía estallar en la isla. Había que dejarla caer y sumergirla en el mar, pensó. ¡Y sumergirla hasta el fondo! Quedóse mirando a la tierra removida que cubría el tesoro. ¡En el mar! Su aspecto era el de un sonámbulo. Dejóse caer perezosamente de rodillas, y arañó por algún tiempo la tierra con paciencia diligente hasta descubrir una de las cajas. Sin detenerse, como quien ejecuta una labor que ha hecho antes muchas veces, la rajó y sacó cuatro lingotes que metió en los bolsillos. Cubrió de nuevo la caja y paso a paso salió de la barranca. Los arbustos se cerraron tras él chirriando.

El tercer día de su soledad fue cuando arrastró la canoa a la vera del agua con intención de alejarse remando a cualquier punto; pero había desistido, en parte, por el asomo de esperanza en el regreso de Nostromo, y en parte por haberse convencido de la evidente inutilidad de todo esfuerzo.

Ahora sólo se necesitaba dar un ligero empujón a la canoa para ponerla a flote. La poca comida que había tomado diariamente desde su permanencia en aquel lugar le había conservado alguna fuerza muscular. Manejando los remos despacio, navegó alejándose de la mole rocosa de la Gran Isabel, que se alzaba a su espalda, cálida de sol como de calor de vida, bañada de arriba abajo en rica luz, a modo de una radiación de esperanza y alegría. Remó en dirección al astro del día, próximo a ponerse. Cuando el golfo se oscureció, cesó de remar y metió dentro las paletas. El choque de éstas contra la tablazón del bote fue el ruido más fuerte que oyó en su vida. Le sonó a una revelación, a un llamamiento venido de lejos. Por su mente pasó el pensamiento: "Quizá duerma esta noche"; pero no lo creyó. No creía en nada; y continuó sentado en el banco de remar.

El alba, que empezaba a clarear por detrás de las montañas, puso un vago resplandor en sus ojos extáticos. Tras un amanecer diáfano, el sol apareció espléndido encima de los picos de la sierra. El gran golfo se encendió de pronto con un inmenso centelleo todo alrededor del bote, y en el esplendor de aquella soledad implacable, el silencio se le presentó de nuevo, tirante a punto de romperse, como una cuerda negra y fina.

Sus ojos la miraban, mientras sin prisa mudaba de asiento, pasando del banco a la borda. La miraban fijamente, y al mismo tiempo su mano, palpando alrededor de la cintura, desabrochó la tapa de la bolsa de cuero, sacó el revólver, lo amartilló, lo volvió apuntando a su pecho, oprimió el gatillo y, con un esfuerzo convulsivo, lanzó el arma todavía humeante dando vueltas por el aire.

Sus ojos siguieron mirando a la misteriosa cuerda, cuando cayó de cara con el pecho doblado sobre la regala del bote y los dedos de la mano derecha agarrotados, como garfios, al banco de remar. La miraron…

"Se acabó," dijo vertiendo un repentino chorro de sangre. Su ultimo pensamiento fue: "Desearía saber cómo ha muerto el capataz".

La rigidez de los dedos se aflojó, y el amante de Antonia Avellanos cayó al mar por la borda sin haber oído estallar la cuerda del silencio en la soledad del Golfo Plácido, cuya superficie centelleante no se alteró con la caída de su cuerpo.

Víctima de una lasitud sin ilusiones, que es el premio reservado a la audacia intelectual, el brillante don Martín Decoud, lastrado por las barras de plata de Santo Tomé, desapareció sin dejar rastro, sepultado en la inmensa indiferencia de las cosas. Su desvelada y abatida figura dejó de yacer junto a la plata de Santo Tomé, y por algún tiempo los espíritus del bien y del mal que rondan alrededor de todo tesoro escondido pudieron creer éste olvidado de todos los hombres.

Después, al cabo de algunos días, otra forma apareció avanzando a grandes zancadas de espalda al sol poniente, para ir a sentarse y aguardar inmóvil y despierta en la estrecha barranca tenebrosa durante toda una noche, casi en la misma postura y en el mismo sitio en que se había sentado el otro hombre atormentado de insomio, que con tanta calma se había ausentado para siempre en un pequeño bote a la hora de ponerse el sol. Y los espíritus del bien y del mal que rondan en torno a los tesoros escondidos comprendieron bien que la plata de Santo Tomé poseía ahora un esclavo leal y por toda la vida.

El magnífico capataz de cargadores, víctima de la vanidad desengañada, que es la recompensa de las acciones audaces, pasó sentado en la abatida postura de un proscrito acosado de perseguidores una noche de insomnio, tan atormentada como cualquiera de las que había padecido Decoud, su compañero, en la aventura más desesperada de su vida. Y se preguntaba cómo habría muerto Decoud. Pero en cambio no abrigaba dudas ni ignorancias sobre el papel que había desempeñado. Por causa del maldito tesoro había abandonado, en necesidad extrema, primero a una mujer moribunda y luego a un hombre. Ese tesoro estaba pagado con un alma perdida y un hombre desaparecido. Al tranquilo temor de este sentimiento sucedió una oleada de inmenso orgullo. No había en el mundo mas qué un Gian Battista Fidanza, capataz de cargadores, capaz de pagar un precio semejante.

Había abrazado la resolución de no consentir que obstáculo alguno le impidiera consumar su negocio. Nada. Decoud había muerto. Pero ¿cómo? De que había muerto no cabía la menor duda. ¿Y los cuatro lingotes?… ¿Para qué los había tomado?… ¿Pensaba volver por más… en alguna otra ocasión?

El tesoro estaba ejerciendo su influencia misteriosa, trastornando la clara inteligencia del hombre que había pagado su precio. Estaba seguro de que Decoud había muerto. La isla parecía llena de aquel susurro. ¡Muerto! ¡Desaparecido! Y echó de ver que maquinalmente escuchaba el rumor de los arbustos y el chapoteo de sus pies en el lecho del arroyo. ¡Muerto! ¡El fino hablador, el novio de doña Antonia!

– ¡Ah! -murmuró, con la cabeza sobre las rodillas, bañada en la lívida luz del alba nebulosa que clareaba sobre la libertada Sulaco y sobre el golfo de color gris ceniciento.

– ¡A ella es a quien acudirá volando! ¡A ella volará antes que a nadie!

Y ¡cuatro lingotes! ¿Los tomaría en venganza para lanzar sobre él un maleficio, como la mujer airada que le había vaticinado remordimiento y ruina, imponiéndole, no obstante, la tarea de salvar a las niñas? Bien; las había salvado. Había vencido el conjuro de la pobreza y el hambre… solo, o tal vez ayudado del diablo. ¿Qué le importaba a nadie? Lo había hecho, aun siendo víctima de una traición, salvando de un golpe la mina de Santo Tomé, que se le representaba odiosa e inmensa, tiranizando con su vasta riqueza el valor, el trabajo, la fidelidad del pobre, la guerra y la paz, las faenas de la ciudad, del mar y del campo. El sol brilló por encima de los picos de la cordillera. El capataz contempló por algún tiempo la masa de tierra removida, piedras y arbustos destrozados que ocultaban el escondrijo de la plata.

– Es necesario que me haga rico muy despacio -pensó en voz alta.

Capítulo XI

Sulaco, a diferencia de Nostromo, que procedía con prudente lentitud en mejorar de fortuna, se enriquecía rápidamente con los tesoros escondidos en la tierra, rondados por los ansiosos espíritus del bien y del mal, y arrancados de las rocas por las manos laboriosas del pueblo. Era una especie de rejuvenecimiento, de reviviscencia, llena de promesas, de inquietudes de movimiento; una exuberancia pródiga que dispersaba su riqueza por los cuatro ángulos de un mundo ávido. Cambios materiales sobrevinieron con el desenvolvimiento de los intereses materiales. Y otros cambios más sutiles, exteriormente inadvertidos, dejaron sentir su influencia en los espíritus y corazones de los obreros.

El capitán Mitchell había regresado a su país, entregándose, a gozar de sus ahorros, puestos en obligaciones de la mina de Santo Tomé, y el doctor Monygham, envejecido y canoso, conservaba inalterable la expresión de su rostro y seguía viviendo del tesoro inagotable de su tierna afección, guardada en el secreto de su corazón como un acopio de riqueza prohibida.

A pesar de sus títulos de Inspector General de los Hospitales del Estado (puestos a cargo de la Concesión Gould), Consejero Oficial de Sanidad nombrado por el Municipio, Médico Jefe de las Minas-Reunidas de Santo Tomé (cuyos terrenos abundantes en oro, plata, cobre, plomo, cobalto, se extienden por millas a lo largo de las estribaciones de la Cordillera), el doctor se había sentido pobre, miserable y hambriento, durante la segunda larga visita de los Goulds a Europa y a los Estados Unidos de América. Íntimo de la casa, amigo probado, solterón sin domicilio (fuera del consultorio médico), había sido invitado a alojarse en la magnífica residencia de sus protectores, los Goulds. A los once meses de faltar éstos, se le habían hecho intolerables las habitaciones bien conocidas, por recordarle en cada pormenor la mujer a quien tenía consagrado su leal cariño. Al acercarse la fecha de arribo del vapor correo Hermes (última adquisición agregada a la espléndida flota de la Compañía O.S.N.), el hombre renqueaba de aquí para allá con mayor vivacidad y soltaba desplantes más irónicos a los sencillos y afables sin otro motivo que su exacerbada nerviosidad.

Preparó su modesta maleta con apresuramiento, con furia, con entusiasmo, y la vio sacar a la entrada de la casa Gould bajo las miradas curiosas del viejo portero, con verdadera fruición, con embriaguez.

Después, al llegar la hora, sentado solo en el gran landó, detrás de las mulas blancas, un poco al lado, el semblante contraído y envenenado por la violencia del esfuerzo para dominarse, con un par de guantes nuevos en la mano izquierda, partió en el carruaje hacia el puerto.

De tal modo se le ensanchó el corazón cuando vio a los Goulds en el puente del Hermes, que sus saludos de bienvenida se redujeron a un balbuceo inexpresivo. Mientras el landó regresó a la ciudad, los tres permanecieron silenciosos; y ya en el patio de la casa, el doctor acertó a decir de un modo más natural:

– Les dejo a ustedes solos. Volveré mañana, si ustedes me permiten.

– Venga usted a almorzar, querido doctor Monygham, y venga pronto -dijo la señora de Gould con el velo echado y sin haberse quitado aún el vestido de viaje, volviéndose para mirarle al pie de la escalera; mientras en el primer descansillo la imagen de la Virgen, vestida de azul y con el Niño en brazos, parecía dispensarle una acogida de compasiva ternura.

– No espere usted hallarme en casa -le advirtió Carlos Gould. -Saldré temprano para la mina.

Después del almuerzo, doña Emilia y el señor doctor salieron lentamente por la puerta interior del patio. Ante ellos dilataron sus ámbitos los espaciosos jardines de la casa Gould, cercados por altas paredes, sobre las que se tendían las pendientes de los tejados vecinos, cubiertas de tejas rojas alternando con masas de sombra entre el arbolado de los alrededores y trozos de pradera inundados de sol. Una triple hilera de viejos naranjos rodeaba el conjunto. Jardineros de tez morena, descalzos, con camisas blancas como la nieve y anchas calzoneras, aparecían diseminados en toda la extensión del terreno, agachados sobre los lechos de flores, pasando por entre los árboles, arrastrando delgadas mangueras de caucho sobre la grava de los paseos, y los finos chorros de agua se cruzaban en graciosas curvas, destellando a la luz del sol, cayendo con un suave golpeteo sobre los arbustos y causando el efecto de verter una lluvia de líquidos diamantes sobre la hierba.

Doña Emilia, recogida en la mano la cola de un vestido claro, paseaba al lado del doctor Monygham, que lucia un luengo redingote negro y un sencillo lazo del mismo color sobre una pechera inmaculada. A la sombra de frondoso grupo de árboles, donde habían esparcidas algunas mesitas y sillas de mimbre, la señora de Gould se acomodó en un asiento bajo y holgado.

– No se vaya usted todavía -dijo al doctor, que no acertaba a pedir permiso para retirarse.

Con la barbilla descansando entre las puntas del cuello de la camisa, miraba con furtivo apasionamiento a la señora, con ojos que por fortuna eran redondos y duros como bolitas de mármol veteado, impotentes para dejar traslucir los sentimientos ocultos. Sentíase conmovido hasta derramar lágrimas de compasión al observar en el rostro de aquella mujer las huellas del tiempo y los indicios de agotamiento y cansancio que desfiguraban los ojos y mejillas de la "señora infatigable," como desde hacía años solía llamarla con admiración don Pepe.

– No se vaya usted todavía -insistía con afabilidad la señora de Gould. -Hoy tengo todo el día por mío. Aún no hemos regresado oficialmente. No vendrá nadie. Hasta mañana no se iluminarán las ventanas de la casa para una recepción.

El doctor se dejó caer en una silla.

– ¿Van ustedes a dar una tertulia? -preguntó con frialdad.

– Una veladita sencilla para los amigos que quieran venir.

– ¿Y sólo mañana?

– Sí. Carlos estará muy cansado después de pasar un día entero en la mina, y así yo… Me hubiera gustado tenerla para mí sola una tarde después de regresar a la casa que amo, porque ella ha visto toda mi vida.

– ¡Ah! Es claro -refunfuñó el doctor. -Las mujeres empiezan a vivir desde el día de su matrimonio. ¿No ha vivido usted antes un poco?

– Sí; pero ¿qué recuerdos puedo conservar de ese período? Entonces no había cuidados.

La señora de Gould suspiró; y así como dos amigos, tras una larga separación, suelen traer a cuenta el período más agitado de sus vidas, así doña Emilia y el doctor empezaron su plática hablando de la Revolución de Sulaco. A la señora le parecía extraño que los coautores y partícipes de ella olvidaran tan pronto sus horrores y escarmientos.

– Y, con todo -saltó el doctor-, nosotros, los que hemos desempeñado en ella nuestro papel, no dejamos de gozar nuestra recompensa. Don Pepe, aunque con demasiados años a cuestas, todavía puede tenerse a caballo. Barrios se emborracha hasta reventar, en alegre compañía de gente de su cuerda, más allá del Bolsón de Tonoro, en algún punto de la finca que llama su fundación. Y el heroico Padre Román -me imagino a veces al anciano padre ordenando la voladura sistemática de Santo Tomé, y profiriendo una piadosa jaculatoria a cada barreno, o tomando puñados de rapé entre las detonaciones-, el heroico Padre Román dice que no teme el daño que los misioneros de Holroyd pueden hacer a su grey mientras él viva.

La señora de Gould se estremeció un poco al aludir el doctor a la destrucción que estuvo a punto de sufrir la mina de Santo Tomé.

– ¡Ah! ¿Y usted, querido amigo?

– Yo hice la labor para que mi descrédito me habilitaba.

– Usted arrastró los peligros más crueles. Algo peor que la muerte.

– No, señora de Gould. Sólo la muerte… colgado de una cuerda. Y me veo recompensado por encima de mis merecimientos.

Monygham bajó los ojos, al notar la mirada de la señora fija en su persona.

– He hecho mi carrera… como usted ve -añadió el Inspector general de los Hospitales del Estado, levantando ligeramente las solapas de su finísimo redingote negro.

La dignidad del doctor, sostenida interiormente por el hecho de haber desaparecido casi del todo los sueños en que veía la figura del Padre Berón, se manifestaba en lo exterior por el contraste de su actual culto del ornato personal, algo inmoderado, con la antigua pobreza e incuria. Este cambio de atavío, mantenido dentro de severos límites de forma y color y de la perpetua frescura de las prendas, daba al doctor a la vez un aire profesional y festivo, poniendo además una chocante nota de incongruencia en su modo de andar y ceñuda expresión del rostro.

– Sí -continuó. -Todos hemos tenido nuestras recompensas…: el ingeniero jefe, el capitán Mitchell…

– A propósito -interrumpió la señora de Gould con su voz encantadora. -El pobre amigo hizo el viaje de la campiña a Londres sin otro motivo que el de visitarnos en nuestro hotel. Se portó con la ampulosa dignidad de siempre, pero se me figura que hecha de menos a Sulaco. Charló sobre "acontecimientos históricos" con tan caducos balbuceos que sentí ganas de llorar al oírle.

– ¡Hum! -refunfuñó el doctor. -Ha envejecido rápidamente, claro está. El mismo Nostromo se va haciendo también viejo, aunque no ha cambiado. Y hablando de ese individuo, tengo que decirle a usted una cosa…

Desde hacía un rato resonaban en la casa los murmullos de alguna ocurrencia inesperada. De pronto los dos jardineros que trabajaban en los rosales de una glorieta se arrodillaron e inclinaron la cabeza al pasar Antonia Avellanos, que apareció avanzando al lado de su tío.

Investido del capelo cardenalicio después de una breve visita a Roma, a que había sido invitado por la Propaganda, El Padre Corbelán, misionero de los indios salvajes, patriota de acción, amigo y protector de Hernández el ladrón, a quien había convertido y arrancado de su mala vida, se adelantó con pasos largos y lentos, enjuto y un poco encorvado, con las robustas manos cogidas a la espalda. El primer cardenal-arzobispo de Sulaco había conservado su porte rígido y austero, el porte del evangelizador de ferocidades selváticas. Se creyó que su inesperada elevación a la púrpura se había hecho con la mira de contrarrestar la invasión protestante de Sulaco, organizada por la Sociedad de Misiones subvencionada por Holroyd. Antonia, cuyo bello rostro se mostraba un poco ajado, levemente redondeada de formas, caminaba junto a su tío, con su elástico andar y altiva seriedad, sonriendo de lejos a la señora de Gould. Había traído al cardenal-arzobispo a visitar a la querida Emilia, sin ceremonia, sólo por un momento antes de la siesta.

Cuando todos estuvieron sentados, el doctor Monygham, que había cogido la manía de detestar cordialmente a todo el que se acercaba a la señora de Gould con cierta intimidad, se apartó a un lado, fingiendo estar sumido en honda meditación. Una frase más alta de Antonia le hizo levantar la cabeza.

– ¿Cómo podemos abandonar gimiendo en la opresión a los que hasta hace sólo unos cuantos años han sido nuestros compatriotas, y que lo son aún? -decía la señorita Avellanos. -¿Cómo hemos de permanecer ciegos, sordos y sin entrañas ante las crueles vejaciones sufridas por nuestros hermanos? Hay un remedio.

– Sí, anexionar el resto de Costaguana al orden y prosperidad de Sulaco -saltó el doctor. -No hay otro remedio.

– Estoy convencida de ello, señor doctor -replicó Antonia con grave calma de una resolución incontrastable-; esa fue desde el principio la intención del pobre Martín.

– Sí, pero los intereses materiales no dejarán poner en peligro su desenvolvimiento por una idea de piedad y de justicia -musitó el doctor con acritud. -Y tal vez esa consideración sea tan valedera como la de remediar la opresión.

El cardenal-arzobispo enderezó su humanidad estirada y huesuda.

– Hemos trabajado por esos intereses materiales de los extranjeros; los hemos creado -aseveró el último de los Corbelanes en tono profundo y acusador.

– ¡Y sin ellos ustedes no son nada! -exclamó el doctor desde su apartado asiento. -No se lo consentirán a ustedes.

– Qué se guarden muy bien si no quieren que el pueblo, contrariado en sus aspiraciones, se levante reclamando su parte de riqueza y su parte de poder! -declaró el popular cardenal-arzobispo de Sulaco con acento significativo y amenazador.

Siguió un silencio, durante el cual Su Eminencia miró fijamente al suelo con frente ceñuda, mientras Antonia reflejaba en la calma de su continente una firmeza inalterable de convicciones. La conversación giró sobre asuntos particulares, recayendo sobre la visita de los Goulds a Europa. El cardenal-arzobispo, durante su permanencia en Roma, había padecido de jaqueca constantemente. Era el clima…, el aire malsano.

Poco después tío y sobrina se retiraron; los sirvientes cayeron nuevamente de rodillas, y el viejo portero, contemporáneo de Enrique Gould, ahora casi ciego e impotente, se arrastró a besar la mano extendida de Su Eminencia. El doctor Monygham, siguiéndoles con la vista, pronunció una sola palabra:

– ¡Incorregibles!

La señora de Gould alzó los ojos, y dejó caer negligentemente en el seno las blancas manos, brillantes con el oro y la pedrería de los anillos.

– Ya están conspirando. ¡Sí! -dijo el doctor. -La última Avellanos y el último Corbelán conspiran con los refugiados procedentes de Santa Marta, que afluyen aquí después de cada revolución. El Café Lombroso del rincón de la plaza está lleno de ellos; y puede usted oír su charloteo, al través de la calle, semejante al ruido de una pajarera de papagayos. Conspiran para invadir a Costaguana. Y ¿sabe usted adonde van a buscar el nervio y la fuerza necesarios? A las sociedades secretas de los emigrantes y naturales del país, en las que Nostromo -o, por mejor decir, el capitán Fidanza- es el gran hombre. ¿A qué debe esa situación? ¿Quién lo sabe? ¿Al talento? Lo tiene sin duda. Hoy su ascendiente entre el populacho es superior al de antes. Parece poseer algún poder secreto, algún medio misterioso para sostener su popularidad. Celebra conferencias con el arzobispo, como en los antiguos días que usted y yo recordamos. Barrios está descartado por inútil; pero tienen un jefe militar en el piadoso Hernández. Y pueden sublevar al país al nuevo grito: "¡La riqueza para el pueblo!"

– ¿Es que nunca habrá paz? ¿No habrá descanso? -musitó la señora de Gould. -Creí que nosotros…

– ¡No! -interrumpió el doctor. -No hay paz ni descanso en el desenvolvimiento de intereses materiales. Esos intereses tienen su ley y su justicia; pero una ley y justicia inhumanas que se fundan en la aplicación de los medios más prácticos para conseguir su fin, sin rectitud, sin la continuidad y la fuerza que sólo puede hallarse en un principio moral. Se acerca el tiempo, señora, en que todo lo que representa la Concesión Gould gravitará tan pesadamente sobre el pueblo como la barbarie, la crueldad y el desgobierno de algunos años atrás.

– ¿Cómo puede usted decir eso, doctor Monygham? -exclamó la señora, herida al parecer en lo más sensible de su alma.

– No digo más que la pura verdad -insistió obstinadamente el doctor. -Los intereses de la Concesión harán sentir su peso opresor y provocarán odio, derramamiento de sangre y venganza, porque los hombres han cambiado. ¿Cree usted que hoy los obreros de la mina marcharían contra la ciudad para salvar al señor administrador? ¿Cree usted eso?

Doña Emilia se oprimió los ojos con el reverso de las manos enlazadas y murmuró con hondo desencanto:

– ¿Y para venir a parar aquí hemos trabajado tanto?

El doctor bajó la cabeza y siguió desenvolviendo interiormente el silencioso pensamiento de su interlocutora. ¿Para eso su vida había sido despojada de las felicidades íntimas que procuran el mutuo amor de cada día con sus ternuras, tan necesarias para la vida del alma como el aire para la vida del cuerpo? Y el doctor, indignándose contra la ceguera de Carlos Gould, mudó a toda prisa de conversación.

– De Nostromo es de quien quería hablarle yo a usted. ¡Ah! Ese individuo sí que posee la estabilidad y la fuerza. Nada acabará con él. Pero no importa eso. Está ocurriendo algo inexplicable, o tal vez demasiado fácil de explicar. Usted sabe que Linda es prácticamente la torrera del faro de la Gran Isabel. El garibaldino no puede ya con sus años. Su labor se reduce a limpiar las lámparas y hacer la cocina de la familia; pero le es imposible subir las escaleras. La ojinegra linda duerme todo el día y vela durante la noche entera. No todo el día, sin embargo. Se levanta a eso de las cinco por la tarde, cuando Nostromo, siempre que se halla en el puerto con su goleta, va a cortejarla remando en un bote.

– ¿No están casados aún? -preguntó la señora de Gould. -La madre, según mis noticias, pensaba en esa boda desde que Linda era una niña. Cuando las dos muchachas estuvieron recogidas aquí durante la guerra de Separación, esa extraordinaria Linda solía decir con la mayor naturaleza que iba a ser la esposa de Gian Battista.

– No están casados aún -afirmó secamente el doctor. -He velado un poco por el bienestar de sus protegidas.

– Gracias, querido doctor Monygham -replicó la señora, con una sonrisa juvenil de afable malicia que hizo brillar sus menudos dientes iguales bajo de la sombra de los grandes árboles. -La gente no conoce el gran fondo de bondad que hay en usted. No la deja usted traslucir, como para molestarme a mí que desde hace tiempo tengo puesta mi confianza en su buen corazón.

El doctor, contrayendo el labio superior con la expresión de morder, se inclinó rígidamente en la silla. En su condición de hombre enteramente embargado por un amor tardío, que se le presentaba no como la ilusión más espléndida, sino como una revelación desgraciada y de un valor inmenso, la vista de aquella mujer (de la que había carecido durante un año) le sugería ideas de adoración, de besar la orla de su vestido. Y este exceso de sentimiento se tradujo naturalmente en un aumento de mordacidad irónica.

– Temo verme abrumado por tanta gratitud. -Pero, hablando en serio, esa gente me interesa. Me he llegado varias veces al faro de la Gran Isabel para cuidar al viejo Viola.

En realidad el objeto de tales visitas -y eso no se lo dijo a la señora de Gould- fue hallar, en ausencia de ésta, el consuelo de una atmósfera de sentimientos concordes con los suyos en la austera admiración del garibaldino a la "signora inglesa -la bienhechora"; en la afección voluble, torrencial, apasionada de la ojinegra Linda por "nuestra doña Emilia -aquel ángel"; en los ojos de la rubia Gisela, vueltos al cielo expresando adoración de su protectora, ojos que después se volvían a él con una mirada de soslayo, medio ingenua, medio coqueta, que hacía exclamar al doctor mentalmente: "Si no fuera viejo y feo, creería que esa picaruela pretende enamorarme. Y tal vez sea así. Juraría que coquetea con todo el mundo".

El doctor Monygham no dijo nada de eso a la señora de Gould, providencia de la familia Viola, y en cambio volvió a lo que él llamaba "nuestro gran Nostromo".

– Lo que deseaba referir a usted es lo siguiente: Por espacio de algunos años nuestro gran Nostromo no ha hecho gran caso del viejo Viola ni de sus hijas. Verdad es también que ha estado ausente en sus viajes costeros diez meses de los doce del año. Ha venido haciendo su fortuna, según me dijo el capitán Mitchell en una ocasión, y parece que lo ha logrado a las mil maravillas. Era de esperar. Es un hombre que posee innumerables arbitrios, lleno de confianza en sí mismo, dispuesto a aprovechar todas las ocasiones y a desafiar toda clase de peligros. Recuerdo que, estando yo un día en el despacho de Mitchell, entró en él con el aire tranquilo y grave que le es peculiar. Había pasado, según dijo, una temporada lejos de esta costa, negociando en el golfo de California; y añadió, mirando a la pared, como suele, por encima de nosotros, que se alegraba de ver a su regreso el nuevo faro en construcción sobre el peñón de la Gran Isabel. Se alegraba mucho, repitió. Mitchell explicó que la Compañía O.S.N. lo construía por consejo suyo a fin de asegurar y facilitar el servicio de los vapores correos. El capitán Fidanza tuvo la amabilidad de decir que era un consejo excelente. Me parece estar viéndole retorcerse el bigote y mirar todo alrededor de la cornisa de la habitación, antes de proponer que se nombrara al viejo Giorgio torrero del faro.

– Me hablaron de ello, y me pidieron entonces mi parecer -dijo la señora de Gould. -Por cierto que indiqué mis dudas sobre la conveniencia de encerrar a las niñas en aquella isla, como en una prisión.

– Al viejo garibaldino -prosiguió el doctor- le agradó la oferta de aquel empleo. En cuanto a Linda, cualquier lugar le parecía amable y delicioso con tal que hubiera sido indicado por Nostromo. Allí como en otro sitio podría gozar de ver y hablar a su Gian Battista. Mi opinión es que siempre estuvo enamorada del incorruptible capataz. Pero hay otra cosa. Tanto el padre como la hija mayor anhelaban vivamente alejar a Gisela de las atenciones de un tal Ramírez.

– ¡Ah! -exclamó sorprendida y curiosa, la señora de Gould. -¿Ramírez? ¿Qué clase de hombre es ése?

– Un mozo de la ciudad, hijo de un cargador. De muchacho anduvo vagando, encanijado y harapiento, por el muelle, hasta que Nostromo le sacó de su miseria y le hizo un hombre. Cuando tuvo algunos años más, le puso al servicio de una gabarra, y en breve le confió la del núm.3, precisamente la que transportó la plata, señora de Gould. Nostromo la eligió por ser la más velera y fuerte de toda la flota de la Compañía. El joven Ramírez fue uno de los cinco obreros encargados de trasladar el tesoro desde la Aduana en aquella famosa noche. Al irse a pique, Nostromo, en el momento de dejar el servicio de la compañía, se le recomendó al capitán Mitchell para sucesor suyo. Le habían instruido perfectamente en todos los pormenores del oficio, y de este modo Ramírez pasó a ser, de un hambriento vagabundo, al capataz de los cargadores de Sulaco.

– Gracias a Nostromo -comentó la señora de Gould con calurosa aprobación.

– Gracias a Nostromo -repitió el doctor Monygham. -A fe mía, la influencia y el valimiento de ese prójimo me asustan siempre que pienso en ello. Nada tiene de extraño que el pobre viejo Mitchell se aviniera con gusto a nombrar a cualquier conocedor del oficio, para ahorrarse molestias. Pero lo admirable es que los cargadores de Sulaco aceptaran a Ramírez por jefe, sencillamente porque así se le había antojado a Nostromo. Por supuesto, no sirve para descalzarle a éste, ni tiene su prestigio, aunque él soñara con igualarle; pero, así y todo, alcanzó un puesto de bastante consideración. Esto le envalentonó para aspirar a Gisela Viola, que, como usted sabe, está reconocida por una belleza en la ciudad. Pero el viejo garibaldino le cobró una aversión violenta, no sé por qué. Quizá porque no era un modelo de perfección, como su Gian Battista, verdadera encarnación del valor, de la fidelidad y del honor "del pueblo". El signor Viola tiene en poco a los naturales de Sulaco. Así, pues, el viejo de espartanas virtudes y la cariblanca Linda, de labios carmíneos y ojos de azabache, vigilaban con feroz solicitud a la rubia. Se previno a Ramírez que se abstuviera de hablarle, y según me han dicho, Viola llegó a amenazarle una vez con la escopeta.

– Y de la misma Gisela ¿qué me dice usted? -inquirió la señora de Gould.

– Que es algo coqueta, a lo que creo -respondió el doctor. -Me parece que ha de importarle poco seguir o dejar las relaciones con Ramírez. Por supuesto, le gustan las atenciones de los hombres. Ramírez no ha sido el único novio, permítame usted decírselo, señora de Gould. También ha habido un maquinista del ferrocarril a quien se ha intimidado con la escopeta alejarse de la muchacha. El viejo Viola no permite que se juegue con su honor. Desde la muerte de su mujer se ha vuelto irritable y suspicaz. Por eso se alegró en el alma de sacar de la ciudad a la muchacha. Pero repare usted en lo que ocurre, señora. Al honrado pretendiente Ramírez, enamorado hasta los tuétanos, se le ha prohibido poner los pies en la isla. Perfectamente. El hombre respeta la prohibición, pero, como es natural, vuelve con frecuencia los ojos a la Gran Isabel. Hasta ha dado en la manía de pasarse la mayor parte de la noche mirando al faro. Y es el caso que durante esas vigilias sentimentales ha descubierto que Nostromo, o sea, el capitán Fidanza, regresa muy tarde de sus visitas a los Viola. A veces a medianoche.

El doctor se detuvo y miró significativamente a la señora de Gould.

– Sí. Pero no comprendo-balbuceo ella con airé de perplejidad.

– "Ahora viene lo más curioso -continuó el doctor Monygham. -Viola, que manda como rey y señor en la isla, no consiente visitante alguno en ella después de oscurecer. El mismo capitán Fidanza tiene que ausentarse de allí en cuanto Linda ha subido a encender y cuidar la luz. Y Nostromo parte, obedeciendo puntualmente. Pero ¿qué sucede después? ¿Qué hace en el golfo entre seis y media y medianoche? Se le ha visto más de una vez en esa hora avanzada remando tranquilamente en el puerto.

"Ramírez está devorado de celos. No se atrevió a llegarse al viejo Viola para explicarle lo que ocurría: pero se armó de valor para desahogar su rabia con Linda un domingo por la mañana, con ocasión de haber venido la muchacha a tierra firme para oír misa y visitar el sepulcro de su madre. Hubo una pelotera en el muelle entre los dos, y yo la presencié.

"Era todavía muy temprano. Sin duda él la había estado esperando de intento. Yo estuve allí por la singular coincidencia de haber sido llamado con urgencia para una consulta por el médico de la cañonera alemana que estaba en el puerto. La muchacha lanzó contra Ramírez furiosos insultos y desprecios; el enamorado parecía haber perdido el juicio. Fue una escena extraña, señora, en la soledad del largo muelle, con su rabioso cargador, ceñido de faja encarnada, y la joven toda de negro, ambos en el extremo de aquél; el puerto reposando en la quietud de la madrugada del domingo a la sombra de las montañas; una o dos canoas moviéndose entre los barcos anclados y el esquife de la cañonera alemana que venía por mí.

"Linda pasó casi tocándome y pude ver sus ojos chispeantes de ira. La llamé. Ni me oyó. Ni me vio. Pero la miré a la cara, que la tenía desfigurada de despecho y pena."

La señora de Gould se incorporó, expresando asombro en sus ojos.

– ¿Qué quiere usted decir, doctor Monygham? ¿Intenta usted darme a entender que sospecha de la hermana menor?

– ¿Quién sabe? ¿Quién puede decirlo? -respondió el doctor, encogiéndose de hombros como un auténtico costaguanero. -Ramírez se llegó a mi en el muelle…; parecía estar loco. Se llevó las manos a la cabeza. Necesitaba hablar con alguien…, no lo podía remediar. Me reconoció, como es natural, a pesar de que el frenesí le turbaba la vista. Pero la gente del pueblo me conoce perfectamente aquí. Llevo ya muchos años viviendo entre ellos para dejar de ser el médico de ojos maléficos que puede curar las enfermedades físicas y atraer desgracias morales con una mirada. Se me acercó, intentando serenarse. Procuró explicarme que deseaba tan sólo prevenirme contra Nostromo.

"Parece ser que el capitán Fidanza en algún mitin secreto me había citado como uno de los que sentían más desprecio contra los pobres… contra el pueblo. Es muy posible. El ex capataz se honra con su odio inextinguible. Y una palabra del gran Fidanza puede bastar para que cualquier idiota me aseste una puñalada por la espalda. La Junta de Sanidad que presido es mirada de reojo por la gente baja. "Guárdese usted de él, señor doctor. Quítele usted de en medio", me barbotó Ramírez a la cara. Y luego añadió en una explosión de cólera: "Ese hombre tiene embrujadas a las dos muchachas".

"En cuanto a él, había dicho demasiado. Ahora tenía que huir…, huir y esconderse en alguna parte. Se lamentó sentidamente del comportamiento de Gisela, y la colmó de denuestos soeces, que no pueden repetirse. "Si tuviera, dijo, esperanzas de hacer que le amara, la sacaría de la isla. Lejos, en el interior de los bosques. Pero era inútil…"

"Alejóse luego a grandes pasos, levantando los brazos en ademán amenazador. Cuando hubo desaparecido, noté la presencia de un negro anciano, que había estado sentado detrás de un montón de cajas, pescando desde el muelle. Recogió sus trebejos de pesca, y se largó al punto. Pero debió de oír algo, y decirlo a otros, porque algunos ferroviarios, amigos del viejo garibaldino probablemente, le previnieron contra Ramírez. Sea como fuere, el hecho es que al padre le han aconsejado que esté alerta. Entretanto Ramírez ha desaparecido de la ciudad".

– Me creo en el deber de mirar por esas muchachas -manifestó la señora de Gould con inquietud. -¿Está ahora Nostromo en Sulaco?

– Sí, señora de Gould; desde el último domingo.

– Hay que hablarle… inmediatamente.

– ¿Quién se atreverá a hacerlo? El mismo Ramírez, a pesar de su locura amorosa, huye de la mera sombra del capitán Fidanza.

– Yo me atrevo, y lo haré -declaró la señora de Gould. -Una palabra bastará para un hombre como Nostromo.

El doctor sonrió amargamente.

– Es necesario -prosiguió la señora- que él ponga término a esta situación que se presta a… No puedo creer eso de la niña.

Es un hombre muy seductor -musitó el doctor con aire sombrío.

– Nostromo se hará cargo, estoy segura. Debe acabar con esta situación casándose sin dilación con Linda -aseveró la primera señora de Sulaco con decisión inmensa.

Por la puerta del jardín apareció Basilio, que se había puesto grueso y lustroso, con cara aviejada barbilampiña, arrugas en los ángulos de los ojos, y el áspero cabello de azabache aplastado y alisado. Agachándose cuidadosamente detrás de un grupo de arbustos decorativos, puso con precaución en el suelo a un niño pequeño que había llevado sobre el hombro, último hijo habido de Leonarda. La desdeñosa y mimada camarera y el mozo principal de la casa Gould se habían casado algunos años antes.

Por algún tiempo permaneció acurrucado sobre los talones mirando tiernamente a su vástago, que a su vez le contemplaba con imperturbable gravedad; después siguió andando por el paseo con solemne y respetable continente.

– ¿Qué hay Basilio? -interrogó el ama de casa.

– Ha llegado por teléfono un aviso del despacho de la mina. El amo se queda a dormir en la montaña esta noche.

El doctor Monygham se levantó y permaneció de pie, con la mirada distraída. Durante un rato el silencio más profundo reinó a la sombra de los mayores árboles que adornaban los deliciosos jardines de la casa Gould.

– Perfectamente, Basilio dijo la señora.

Y le siguió con la vista, mientras se alejaba por el paseo, para ocultarse a poco tras unos arbustos florecidos, y reaparecer con el niño, sentado sobre su hombro. El criado salió con paso mesurado por la puerta del jardín, transportando cuidadosamente su ligera carga.

El doctor, de espaldas a la señora de Gould, contemplaba un macizo de flores, distante, bañado de sol. La gente le creía despectivo y huraño. En realidad era un hombre propenso a apasionarse y de un temperamento en extremo sensible. Lo que le faltaba era la cortés frialdad de los hombres de mundo, la indiferencia de que nace una fácil tolerancia para uno mismo y para los demás, tan distante de la verdadera simpatía y compasión como lo está un polo del otro. Esa falta de insensibilidad explicaba el lado irónico de su carácter y la mordacidad de su lenguaje.

En absoluto silencio y mirando torvamente el iluminado lecho de flores, el doctor Monygham lanzó una serie de imprecaciones sobre la cabeza de Carlos Gould. La señora de éste, inmóvil a su espalda, añadía a la gracia de su figura sentada el encanto artístico de una actitud que su acompañante sorprendió e interpretó definitivamente al volverse de pronto para despedirse.

Cuando la dueña de casa quedó sola, se echó atrás protegiéndose en la sombra de los grandes árboles plantados en círculo. Repantigada en su asiento, permaneció con los ojos cerrados y las blancas manos inertes sobre los brazos de la butaca de mimbre. La penumbra producida por la espesa masa de follaje hacía resaltar la juvenil gracia de su rostro, que parecía iluminar la leve y clara tela y los blancos encajes de su vestido. Menuda y elegante, como irradiando luz de su persona en la sombra de las ramas entrelazadas, presentaba el aspecto de una hada bienhechora, fatigada de una larga carrera de dispensar gracias y bondades, abatida por la desconsoladora sospecha de la inutilidad de sus trabajos y la impotencia de su magia.

Si alguien le hubiera preguntado lo que estaba pasando, sola en el jardín de la casa, con su marido en la mina, y la residencia desierta, como mansión abandonada, su franqueza hubiera tenido que eludir la cuestión. A su mente había acudido la idea de que la vida no puede ser amplia y llena sino a condición de contener los cuidados de lo pasado y de lo futuro en cada momento fugitivo de lo presente. Nuestro trabajo de cada día debe hacerse para gloria de los muertos y por el bien de las generaciones futuras. Pensó eso y suspiró sin abrir los ojos, sin hacer el menor movimiento. El semblante de la señora de Gould se puso serio y rígido por un segundo, como para recibir inalterable una gran oleada de soledad que rodó sobre su cabeza. Y le ocurrió, además, que nadie preguntaría nunca con interés lo que estaba pasando. Nadie. Nadie, a no ser el hombre que acababa de irse. No, nadie a quien pudiera responder con segura sinceridad en el seno de la más perfecta confianza.

En su quieta y triste inmovilidad, oyó vibrar la palabra "incorregible", pronunciada no hacía mucho por el doctor Monygham. ¡Incorregible en su consagración total a la mina de plata era el señor administrador! Incorregible en su austera resolución de trabajar por los intereses materiales, de los que hacía depender su fe en el triunfo del orden y la justicia. ¡Pobre muchacho! Con los ojos de la imaginación veía claramente el cabello entrecano de sus sienes. Era un hombre perfecto -perfecto. ¿Qué más podía ella haber soñado? Había logrado un triunfo colosal, duradero; y en cambio el amor era sólo un breve momento de olvido, una efímera embriaguez, cuyos goces se recuerdan con tristeza, como la que deja tras sí una pena profunda. Había algo inherente a las diligencias de toda empresa profunda, que lleva consigo la degradación moral de la idea.

Vio la montaña de Santo Tomé dominando sobre el Campo, sobre todo el país, temida, odiada, opulenta; más tétrica que cualquier tirano, más implacable y autocrática que el peor gobierno; dispuesta a aplastar innumerables vidas en la expansión de su grandeza. Él no lo veía, no podía verlo. No tenía la culpa. Era intachable, intachable; pero nunca podía tenerle para sí misma. Nunca: ¡ni por una breve hora, enteramente para ella, en esta casa española que tan amada le era!

Incorregible el último de los Corbelanes, la última Avellanos, había dicho el doctor; pero ella vio claramente la mina de Santo Tomé, poseyendo, consumiendo, abrasando la vida del último de los Goulds de Costaguana; dominando el alma enérgica del hijo, como había dominado la debilidad lamentable del padre. Éxito terrible para el último de los Goulds. ¡El último! Ella había esperado por largo, largo tiempo, que tal vez… Pero ¡no! No habría más. Una desolación inmensa, y el miedo de la prolongación de su propia vida se apoderó de la primera señora de Sulaco. Con visión política se contempló sobreviviendo sola a la degradación de su joven ideal de vida, de amor, de trabajo -del todo sola en la Tesorería del Mundo. En su semblante con los ojos cerrados, se fijó la expresión honda, ciega, atormentada, de un sueño doloroso. Y con la voz indistinta del que duerme en desgracia, víctima inerte de una pesadilla implacable, murmuró inconsciente las palabras:

– ¡Intereses materiales!

Capítulo XII

Nostromo había ido enriqueciendo con suma lentitud; pero era sólo un efecto de su prudencia. Ni aun en las circunstancias más anormales y trastornadoras perdía el dominio de sí mismo. Llegar a ser esclavo de un tesoro con plena conciencia de ello, es una ocurrencia rara y de gran eficacia para perturbar el juicio. El comportamiento de Nostromo tenía, además, por causa en gran parte la dificultad de dar a la riqueza, de que era dueño, una forma utilizable. El mero hecho de irla sacando de la isla poco a poco estaba rodeado de graves obstáculos a causa del peligro inminente de ser descubierto. Tenía que visitar secretamente la Gran Isabel entre sus viajes a lo largo de la costa, que eran la fuente ostensible de su fortuna. Hasta de la tripulación de su goleta necesitaba guarecerse, porque podían espiar los pasos ocultos de su temido capitán. No se atrevía a prolongar demasiado su permanencia en el puerto. No bien había descargado su goleta, emprendía a toda prisa otro viaje, recelando despertar sospechas aun con la demora de un solo día. A veces, después de invertir en la carga y descarga una semana o más, sólo podía hacer una visita al tesoro, y el resultado de ella era un par de lingotes. Nada más. El temor de ver sorprendido su secreto le atormentaba tanto como la necesidad de proceder con tarda y recelosa cautela. Hacer las cosas furtivamente le humillaba, y, sobre todo, padecía por tener su pensamiento concentrado en el tesoro.

Una falta grave, un crimen, que penetren en la vida de un hombre, la roen como un tumor maligno, la consumen como la fiebre. Nostromo había perdido la paz; la índole genuina de sus cualidades estaba destruida. Él mismo lo echaba de ver y a menudo maldecía la mina de Santo Tomé. Su valor, su esplendidez, sus diversiones, su trabajo, todo seguía como antes; pero todo era una vergonzosa ficción. Únicamente el tesoro conservaba su realidad. Apegóse a él con mayor tenacidad mental, y, con todo eso, odiaba el contacto de los lingotes. A veces, después de ocultar un par de ellos en su camarote -fruto de una secreta expedición nocturna a la Gran Isabel-, se miraba fijamente a los dedos, sorprendiéndose de no verlos manchados de un tizne indeleble.

Había hallado medio de negociar las barras de plata en puertos distantes, adentrándose en tierra muchas millas, y esto alargaba la duración de sus viajes costeros, haciendo que sus visitas a la familia Viola fueran raras.

A pesar de eso, estaba destinado a hallar en ella su futura esposa, y así se lo había dicho una vez al mismo Giorgio. Pero el garibaldino había eludido tratar el asunto con un majestuoso gesto de su mano, poniéndose en la boca la negra y medio carbonizada pipa de agavanzo. Había tiempo de sobra: él no era hombre que impusiera marido a sus hijas.

Con el transcurso del tiempo Nostromo descubrió su preferencia por la más joven de las dos hermanas. Entre la rubia y él existían ciertas semejanzas de carácter, necesarias para que la confianza e inteligencia mutuas sean completas, sin que importen nada otras posibles diferencias de temperamento, bien marcadas, ya que sólo servirían para ejercer su especial fascinación por vía de contraste. La que fuera su esposa debería conocer su secreto, y cuando no, la vida sería imposible. Sentíase atraído por Gisela, muchacha de mirar ingenuo y nívea garganta, dócil, callada, ávida de emociones en medio de su apacible indolencia. Y al contrario Linda, con su rostro de intensa y apasionada palidez, carácter enérgico, fogosidad de lenguaje, resabios de melancolía y desdén, astilla del viejo tronco, verdadera hija del austero republicano, aunque con la voz de Teresa, le inspiraba una profunda desconfianza. Por otra parte, la pobre muchacha no podía disimular su amor a Gian Battista. Éste veía que era violento, exigente, suspicaz, sin reservas, como su alma. Pero Gisela, por su belleza blonda y cálida, exterior placidez de su genio, prenda de dócil sumisión, y por el encanto de su misteriosa condición aniñada, excitaba su pasión y aliviaba sus temores para lo venidero.

Sus ausencias de Sulaco eran largas. Al regresar del viaje más prolongado, descubrió varios lanchones cargados con bloques de piedra al pie del acantilado de la Gran Isabel; grúas y andamios encima del peñasco, y figuras de obreros, que se movían de una parte a otra, junto a una pequeña torre de faro emergiendo de sus cimientos sobre la calva del peñón.

A vista de aquella novedad sorprendente, imprevista, no soñada, se creyó perdido irremisiblemente. ¿Qué podría librarle de ser descubierto? ¡Nada! Sintióse embargado de medrosa estupefacción ante aquel fatal capricho del destino que iba a encender una luz visible a una gran distancia sobre el único rincón secreto de su vida; aquella vida, cuya verdadera esencia, valor y realidad dependían de su reflejo en los admirados ojos de los hombres. Toda su vida, menos aquel secreto, inaccesible al conocimiento de la generalidad, que se alzaba entre él y el poder propicio a escuchar y poner por obra las maldiciones auguradoras de desgracias. En aquella región de su vida reinaba la noche, tan cerrada como pocos hombres la habían visto jamás. Y allí iban a encender una luz. ¡Una luz! La vio brillar sobre su desgracia, pobreza, abyección. Alguno estaba seguro de… Tal vez alguno había ya…

El incomparable Nostromo, el capataz, el respetado y temido capitán Fidanza, el indiscutible protector de sociedades secretas, republicano como Giorgio y revolucionario de corazón (aunque de otra manera), estuvo a punto de saltar desde cubierta por encima de la borda de su propia goleta. Aquel hombre, infatuado hasta la locura, miró deliberadamente el suicidio cara a cara. Pero no llegó a perder el juicio. Le detuvo el pensamiento de que el suicidio no era una solución. Se imaginó muerto, sin que por eso la desgracia y la afrenta dejaran de seguir su camino. O, hablando con mayor propiedad, no podía imaginarse muerto. De tal modo le dominaba la idea de su propia existencia, concebida como una cosa de duración infinita en sus cambios, que en su cerebro no cabía la noción de acabamiento. La tierra gira sin término.

Era valiente, con un valor adulterado, pero tan bueno para sus fines como el genuino. Navegó por cerca del peñón de la Gran Isabel, echando una penetrante mirada desde el puente a la boca de la barranca, obstruida por un matorral virgen. Pasó bastante cerca para cambiar saludos con los, obreros, que miraban, haciendo pantalla con las manos sobre los ojos; desde la cresta del peñasco, dominado por la palanca de una potente grúa. Observó que ninguno de ellos había tenido ocasión de acercarse siquiera a la barranca, cuanto menos de entrar en ella. En el puerto supo que no dormía ninguno en la isla. Las cuadrillas de operarios regresaban a tierra firme todas las tardes, cantando a coro en los lanchones vacíos, arrastrados por un remolcador. Por el momento no tenía nada que temer.

¿Pero después? -se preguntó. Más tarde, cuando un torrero viniera a vivir en la caseta, que se estaba construyendo a unos ciento cincuenta metros detrás de la torre y a cuatrocientos poco más o menos de la oscura, sombría y fragosa barranca, donde se guardaba el secreto de su seguridad, de su influencia, de su esplendidez, de su poder sobre lo futuro, de su desprecio de la adversidad, de todas las traiciones posibles, vinieran de ricos o de pobres…, ¿qué pasaría entonces? No podría saquear el tesoro. Su audacia, superior a la de los demás hombres, le había infiltrado en su vida aquella vena de plata. Y el sentimiento de una sujeción terrible y ardiente, el sentimiento de una esclavitud -tan irremediable y profunda, que a menudo en sus reflexiones se comparaba a los legendarios gringos, ni muertos ni vivos, encadenados a su conquista de una riqueza vedada en Azuera- oprimía pesadamente al independiente capitán Fidanza, dueño y patrón de una goleta costera, cuyo elegante aspecto (y fabulosa suerte en el tráfico) eran proverbiales a lo largo de la costa occidental de un vasto continente.

Con sus temibles bigotes y andar grave, algo menos ágil, embutidos los robustos miembros, vigorosos y simétricos, en un vulgar terno de paño escocés oscuro, de los que hacen los judíos en los barrios bajos de Londres y se vendían en la sección de ropas hechas de la Compañía Anzani, vióse en aquel viaje al capitán Fidanza pasear por las calles de Sulaco atendiendo a su negocio, como solía. Y, como de ordinario, dejaba correr la especie de que había obtenido una ganancia importante con su cargamento, que lo era de pesca salada, precisamente en vísperas de Cuaresma. Se le vio en los tranvías que iban y venían entre la ciudad y el puerto; habló con los parroquianos de un café o dos en el tono mesurado y firme de siempre. El capitán Fidanza era un personaje visible. Aún no había nacido la generación que ignoró la famosa expedición a Cayta.

El capataz de cargadores, conocido por la incorrecta denominación de Nostromo, se había creado, usando su verdadero nombre, otra existencia pública, pero modificada por las nuevas condiciones, menos pintoresca, más difícil de mantener en la creciente y variada población de Sulaco, la progresiva capital de la República de Occidente.

El capitán Fidanza, despojado de su aureola pintoresca, pero siempre un poco misterioso, era bastante reconocido bajo de la alta cubierta de acero y cristal que cobijaba la estación del ferrocarril de la ciudad. Tomó un tren local y salió para Rincón, donde visitó a la viuda del cargador que había muerto de sus heridas (al alborear de la Nueva Era, como don José Avellanos) en el patio de la casa Gould. Consintió en sentarse y beber un vaso de limonada fresca en la choza campesina, mientras la mujer, de pie, vertía un torrente de palabras, a que él no entendía. Le dejó algún dinero, según su costumbre. Los niños huérfanos, creciditos y bien educados, que le llamaban tío, le pidieron a gritos su bendición. El se la dio, y al llegar a la puerta, se detuvo un momento a mirar a la pendiente aplanada de la montaña de Santo Tomé, frunciendo ligeramente el ceño. Esta leve contracción de su atezada frente, que imprimía un señalado tinte de severidad a su expresión, de ordinario impasible, fue observada en la logia a que asistía…, pero desapareció antes del banquete. La exhibió en la reunión de algunos compañeros, italianos y naturales del país, congregados en su honor bajo de la presidencia de un fotógrafo chiquito, un poco giboso, enfermizo e indigente, de cara blanca y valerosa alma, teñida de rojo por un odio sanguinario a todos los capitalistas, opresores de ambos hemisferios. El heroico Giorgio Viola, viejo revolucionario, no hubiera comprendido una palabra del discurso con que inauguró el acto, y el capitán Fidanza, pródigamente generoso, como de ordinario, con algunos camaradas pobres, no pronunció ningún discurso. Escuchó ceñudo, con el pensamiento en otra parte, y se retiró inaccesible, callado, con el aspecto de un hombre de cuidados.

Su ceño se aumentó cuando al amanecer observó a los picapedreros que salían para la Gran Isabel en lanchones cargados de grandes bloques escuadrados, en número suficiente para añadir otra hilada a la achaparrada construcción del faro. Era la tarea señalada: una hilada por día.

Y el capitán Fidanza meditó. La presencia de extraños en la isla le aislaría enteramente del tesoro. Ya antes de eso le había sido difícil y peligroso visitar. Sintió a la vez miedo y cólera, y recapacitó con la resolución de un amo y la astucia de un esclavo sometido. Luego salió a tierra.

Era hombre ingenioso, fecundo en arbitrios, y, como siempre, el expediente que halló en el momento crítico fue bastante eficaz para alterar la situación radicalmente. El incomparable Nostromo, "único entre mil", poseía el don de hacer salir la seguridad del corazón mismo del peligro. Si lograba ver a Giorgio instalado en la Gran Isabel, no tendría necesidad de ocultarse. Podría ir a la luz del día, a visitar a sus hijas -a una de ellas- y quedarse hasta ahora avanzada con el viejo garibaldino. Luego, en oscureciendo… Noche tras noche… Ahora se lanzaría a enriquecer rápidamente. Ansiaba asir, abrazar, absorber, subyugar en posesión indiscutible aquel tesoro, cuya tiranía había pesado sobre su espíritu, sus acciones, sobre su mismo sueño.

Partió en busca del capitán Mitchell, su amigo, y el asunto se arregló como el doctor Monygham había referido a la señora de Gould. Cuando se propuso el proyecto al garibaldino, algo parecido al débil reflejo, al fantasma impreciso de una sonrisa muy antigua, vagó bajo de los blancos, y enormes bigotes del veterano enemigo de reyes y ministros. Sus hijas le inspiraban ansioso cuidado, sobretodo la menor. Linda, que tenía la voz de su madre, hacía preferentemente las veces de ésta. El tono profundo y vibrante con que pronunciaba "eh, padre?", parecía, fuera del cambio de palabra, el mismo eco del apasionado y gruñón "¿eh, Giorgio?", de la pobre señora Teresa. El viejo Viola estaba persuadido de que la ciudad no era residencia conveniente para sus hijas. El infatuado, pero sencillo Ramírez era objeto de su profunda aversión, como si personificara los defectos del país, cuyos habitantes eran ciegos, viles, esclavos.

El capitán Fidanza, al regresar de su próximo viaje, halló a los Viola establecidos en la caseta del torrero del faro. El conocimiento que tenía de la idiosincrasia de Giorgio no le había engañado. El viejo garibaldino había rechazado la idea de tener ningún compañero, exceptuando sus hijas. Y el capitán Mitchell, anhelando complacer a su pobre Nostromo, con aquella feliz inspiración que sólo puede dar el verdadero cariño, había nombrado formalmente a Linda Viola segunda torrera del faro de la Gran Isabel.

– El faro es propiedad particular -solía explicar-. Pertenece a mi compañía. Puedo nombrar a quien me plazca y Viola será el elegido. Es casi lo único que me ha pedido hacer en su favor Nostromo, hombre que vale en oro lo que pesa, repare usted bien.

Inmediatamente de haber anclado la goleta frente a la Nueva Aduana, edificio cuyo tejado plano y columnata le daban un falso aspecto de templo griego, Nostromo salía del puerto remando en su pequeño bote en dirección a la Gran Isabel, paladinamente, en las últimas horas de la tarde, a vista de todo el mundo, con la conciencia de haber triunfado del destino adverso. Necesitaba regularizar su situación. Le pediría a Giorgio su hija. Mientras remaba su pensamiento estaba fijo en Gisela. Linda le amaba sin duda, pero el viejo se alegraría de conservar en su compañía la mayor, que tenía la voz de su esposa.

No dirigió el bote a la estrecha playa donde había desembarcado con Decoud y en su primera visita al tesoro hecha posteriormente, sino a la costa opuesta, y en saliendo a tierra subió la regular y suave pendiente de la isla cuneiforme. Giorgio Viola, a quien vio de lejos, sentado en un banco junto a la fachada de la caseta, contestó a su saludo en voz alta, levantando el brazo. Nostromo se llegó a él. Ninguna de las muchachas apareció.

– Aquí se está bien -dijo Viola en su tono habitual austero y distraído.

El otro asistió con una inclinación de cabeza; y luego, tras un breve silencio:

– Supongo que habrás visto pasar mi goleta hace dos horas, ¿no? Y ¿sabes por qué estoy aquí antes de que mi áncora haya mordido, por decirlo así, el fondo de este puerto de Sulaco?

– En mi casa se te recibe siempre como a un hijo -manifestó el viejo tranquilamente, con la mirada perdida en el mar.

– ¡Ah! Tu hijo. Comprendo. Ves en mí lo que hubiera sido tu hijo. Está bien, viejo. Me gusta que me recibas así. Oye, he venido a pedirte…

Un repentino encogimiento se apoderó del intrépido e incorruptible Nostromo. No se atrevía a pronunciar mentalmente el nombre. Aquel corto silencio imprimió una fuerza y solemnidad especiales al final mudado de la frase.

– Mi mujer… (El corazón le palpitaba aceleradamente.) Es tiempo de que tú…

El garibaldino le detuvo extendiendo el brazo…

– Había dejado a tu arbitrio señalar el momento.

Levantóse con calma. Su barba intonsa desde la muerte de Teresa, espesa y nívea, le cubría el robusto pecho. Volvió la cabeza a la puerta y llamó con voz vigorosa:

– ¡Linda!

Oyóse salir del interior de la casa una contestación pronta y apagada, y el aturdido Nostromo se había levantado también, pero permaneciendo mudo mirando a la puerta. Tenía miedo. No temía verse rechazado por la muchacha, a quien amaba -ninguna negativa le haría renunciar a la mujer amada, -sino el deslumbrador espectro del tesoro, que se alzaba ante él, reclamando una sumisión que no podía ser rehusada. Tenía miedo, porque, muerto o vivo, como los gringos de Azuera, pertenecía en cuerpo y alma al crimen de su audacia. Tenía miedo de que se le prohibiera el arribo a la isla, y por eso guardaba silencio.

Al ver a los hombres de pie, uno al lado de otro, aguardándola, linda se detuvo a la puerta. La apasionada palidez mate de su rostro permaneció inalterable, pero sus negros ojos parecieron recoger y concentrar toda la luz del sol moribundo en un centelleo ardiente dentro de sus oscuras profundidades, veladas al punto por la caída lenta de sus grandes párpados.

– Aquí tienes a tu marido, dueño y bienhechor -pronunció el viejo Viola con voz vibrante que pareció llenar la extensión entera del golfo.

Ella se adelantó, los ojos casi cerrados, con el aspecto de una sonámbula embargada por un sueño beatífico.

Nostromo hizo un esfuerzo sobrehumano.

– Hace largo tiempo, Linda, que nos hemos dado palabra de casamiento -aseveró en tono firme, igual, desapasionado, frío.

La joven puso la mano en la palma abierta de la de Nostromo, bajando la cabeza de cabello negro con reflejos bronceados, sobre la que se apoyó un momento la diestra de de su padre.

– Y con esto quedará satisfecha el alma de la difunta.

Estas palabras las profirió Giorgio Viola, que siguió hablando un rato de su malograda esposa, mientras los dos desposados, sentados juntos, se abstenían de mirarse. Luego calló el viejo, y Linda, inmóvil, empezó a hablar:

– Desde que tuve uso de razón para comprender que vivía en el mundo, he vivido para tí solo, Gian Battista. ¡Eso bien lo sabías! ¡Bien lo sabías…, Battistino!

Pronunció él nombre exactamente con la entonación de su madre. Una sombra como de tumba cubrió el corazón de Nostromo.

– Sí. Lo sabía -dijo.

El heroico garibaldino continuó sentado en el banco, inclinada la canosa cabeza, embargada el alma con recuerdos dulces o violentos, terribles o lúgubres…, solitario en esta tierra llena de hombres.

Entretanto Linda, su hija predilecta, decía:

– Fui tuya desde la fecha más remota a que alcanzan mis recuerdos. Me bastaba pensar en ti para que todo lo demás del mundo desapareciera ante mis ojos. Cuando tú estabas presente, no podía ver a nadie más. Era tuya. Nada ha cambiado. El mundo te pertenece, y tú me dejas vivir en él…

Bajó su voz, llena y vibrante, a una nota más grave, y halló otras cosas que decir… atormentando al hombre que estaba a su lado. Hablaba en un murmullo ardiente y voluble. No dio muestras de ver a su hermana, que salió con un paño de altar en las manos, a medio bordar, y pasó por delante de ellos, silenciosa, rozagante, bella, con una mirada rápida y una débil sonrisa, para ir a sentarse aparte al otro lado de Nostromo.

La tarde era tranquila. El sol estaba casi sepultado en el confín de un océano de púrpura; y la blanca torre del faro, proyectándose lívida sobre el fondo de nubes que cubrían el fondo del golfo, ostentaba su foco de luz roja ardiente, a modo de brasa encendida por el fuego del cielo. Gisela, indolente y reservada, levantaba de cuando en cuando el paño de altar para ocultar sus bostezos nerviosos de pantera joven.

De pronto Linda se arrojó sobre su hermana y, tomándole la cabeza, le cubrió la cara de besos. Nostromo sentía vértigos. Cuando su futura esposa dejó a la rubia, medio aturdida por las violentas caricias, con las manos descansando en el regazo, el esclavo del tesoro tuvo ideas de pegar un tiro a aquella mujer. El viejo Giorgio levantó su leonina cabeza:

– ¿A dónde vas, Linda?

– Al faro, padre mío.

– Sí, sí…, a tu deber.

Se levantó él también y siguió con la vista a su hija mayor; luego, en un tono cuya nota festiva semejaba el eco de la alegrías perdidas en la noche de las edades, añadió:

– Voy a cocinar alguna cosa. ¡Ajá, hijo mío! El viejo sabe además dónde guarda una buena botella.

Y volviéndose a Gisela, le dijo con mudado acento de austera ternura:

– Y tú, pequeña, no reces al Dios de los curas y de los esclavos, sino al Dios de los huérfanos y de los oprimidos, de los pobres y de los niños, para que te dé por marido a un hombre como éste.

Apoyó un momento la mano con fuerza en el hombro de Nostromo, y luego entró en la casa. El infeliz esclavo de la plata de Santo Tomé sintió, al oír aquellas palabras, que los colmillos venenosos de los celos se le clavaban en el fondo del corazón. Este cruel mordisco de su sensibilidad afectiva, que experimentaba por primera vez, le aterró por la violencia y profundidad del tormento que infligía. ¡Un marido! ¡Un marido para ella! Y, no obstante, era muy natural que Gisela tuviera un marido en una época u otra. Nunca lo había comprendido hasta entonces. Al echar de ver que su belleza podía pertenecer a otro, sintió como deseos de matar también a esta otra hija del viejo Giorgio. Luego murmuró en tono desabrido:

– Dicen por ahí que amas a Ramírez.

Gisela hizo gestos negativos con la cabeza, sin mirarle. En sus abundantes cabellos de oro ondearon reflejos cobrizos. La límpida frente de la rubia ostentaba el suave y puro brillo de una perla de incalculable valor iluminada por los cambiantes espléndidos del sol poniente, combinando la sombra de los espacios estrellados, la púrpura del mar y el carmesí del cielo en majestuosa quietud.

– No- replicó con calma-. Nunca le he amado. Creo que nunca… El me ama… tal vez.

La seducción de su lenta voz se extinguió en el aire, y sus ojos permanecieron fijos en el vacío, indiferentes y sin pensamiento.

– ¿Te declaró Ramírez su amor? -inquirió Nostromo dominándose.

– Ah! Una vez…, una tarde…

– ¡Miserable!… ¡Ja!

Se había estremecido, como si le hubiera picado un tábano, y se quedó plantado ante ella, mudo de cólera.

– ¡Misericordia divina! ¡Tú también Gian Battista! ¡Qué desgraciada soy, Dios mío! -exclamó, lamentándose con ingenua sencillez-. Se lo dije a Linda, y ella me riñó…, me riñó. ¿He de vivir ciega, sorda y muda en este mundo? Y después Linda se lo dijo a padre que cogió la escopeta y le ahuyentó. ¡Pobre Ramírez! Ahora has venido tú, y también te lo dice a tí.

Nostromo la contemplaba con los ojos fijos en el hoyuelo de su blanca garganta, que tenía el irresistible encanto de las cosas jóvenes, palpitantes, delicadas, vivas. ¿Era ésta la chicuela que había conocido? Parecía imposible. Vínole al pensamiento que en los últimos años la había visto muy poco…, nada. Aparecía ahora en el mundo como un ser desconocido. Su presencia le había cogido de improviso. Era un peligro. Un peligro terrible. El instintivo humor de fiera determinación, que siempre le había acompañado en los peligros de la vida, aumentó con firmeza vehemente la violencia de su pasión. La rubia continuó con una voz que le recordó el canto del agua corriente, el tintineo de una campanilla de plata:

– Y entre vosotros tres me habéis traído aquí a esta cautividad, entre el cielo y el agua. No hay más. Cielo y agua. ¡Oh, Santísima Madre! La cabeza se me cubrirá de canas en esta odiosa isla. ¡Llegaré a detestarte, Gian Battista!

El prorrumpió en una fuerte risotada. La voz de Gisela le envolvía como una caricia. Lamentaba su desdicha, exhalando inconsciente, como una flor su aroma en la frescura del atardecer, la indefinible seducción de su persona. ¿Tenía ella la culpa de que nadie hubiera echado flores a Linda? Aun de mocitas cuando iban a misa con su madre, la gente, según recordaba bien, no hacía caso de Linda, que era atrevida y descarada, prefiriendo asustarla a ella, que era tímida, con sus piropos. Tal vez fuera porque tenía el cabello tan rubio.

El interrumpió:

– Por tu cabello de oro, y tus ojos de violeta, y tus labios de rosa, y tus torneados brazos, y tu garganta de nieve…

Imperturbable en la indolencia de su postura, se ruborizó, cubriéndose de encendido carmín hasta las raíces de los cabellos. No era vanidosa y oyó los elogios de Nostromo con la inconsciencia de una flor; pero le agradaron. Tal vez a las flores les gusta oírse alabar. Nostromo bajó la vista y añadió con vehemencia:

– Y por tus menudos pies.

Apoyando la espalda en la tosca pared de piedra de la caseta, la muchacha parecía solazarse lánguidamente en el cálido rubor que la había invadido. Sus ojos miraron abajo, a los menudos pies, alabados por Gian Battista.

– De manera que al fin vas a casarte con nuestra Linda. Tiene un genio terrible. ¡Ah! Ahora se moderará, después que le has declarado tu amor. Será menos fiera.

– ¡Chica! -replicó Nostromo-. Yo no le he dicho nada.

– Entonces apresúrate. Ven mañana. Ven y díselo, para que yo me vea libre de sus vituperios, y… tal vez… quién sabe…

– Te permitan dar oídos a tu Ramírez, ¿eh? ¿No es eso? Tú…

– ¡Misericordia de Dios! ¡Qué violento eres, Giovanni! -contestó sin conmoverse. -¿Quién es Ramírez… Ramírez? ¿Qué vale Ramírez? -repetía como en sueños en la tétrica oscuridad del golfo velado de nubes.

La lobreguez sólo aparecía interrumpida por una franja carmesí en el confín de occidente, que semejaba una barra de hierro al rojo, tendida al través de un mundo sombrío como una caverna, donde el magnífico capataz de cargadores había ocultado sus conquistas de amor y riqueza.

– Oye, Gisela -dijo en tono mesurado. -No pienso decir una palabra de amor a tu hermana. ¿Quieres saber por qué?

– ¡Pobre de mi! Tal vez no pueda comprenderlo, Giovanni. Padre dice que no eres como los demás hombres; que nadie te ha entendido verdaderamente; que los ricos han de llevarse todavía una sorpresa… ¡Oh! ¡Santos del cielo! ¡Qué cansada me siento!

Levantó sus bordados para cubrirse la parte inferior del rostro, y luego los dejó caer sobre su regazo. La linterna del faro estaba velada por una pantalla del lado de tierra, pero ellos pudieron ver salir de la oscura columna de la torre el largo haz luminoso, encendido por Linda, que resbalaba sobre el mar yendo a perderse en el resplandor expirante de un horizonte purpúreo y rojo.

Gisela Viola, la cabeza apoyada en la pared de la casa, los ojos medio cerrados, y los menudos pies, cubiertos de blancas medias y negros chapines, cruzados uno sobre otro, parecía rendirse, tranquila y fatal, a la oscuridad creciente. Los encantos de su cuerpo, las misteriosas promesas de su indolencia se hacían notar en la noche del Golfo Plácido a modo de una fragancia fresca y embriagadora, que se difundía en las sombras, impregnando el aire. El incorruptible Nostromo respiraba su ambiente de seducción en el tumultuoso anhelar de su pecho. Antes de dejar el puerto se había quitado el traje ciudadano de capitán Fidanza, para remar con mayor desembarazo durante el largo trayecto hasta la isla. Estaba de pie ante ella, con la faja roja y la camisa de color que solía usar en el muelle de la Compañía, con el aspecto de marino del Mediterráneo, desembarcado en Costaguana para probar fortuna. El crepúsculo de púrpura y rojo le envolvió también, cerrado, suave, profundo, como el que a menos de cincuenta yardas de aquel sitio se había espesado alrededor de la pasión suicida del escéptico Martín, inspirándole en la soledad ideas de muerte.

– Tienes que oír una cosa -empezó al fin con perfecto dominio de si propio-. No diré una palabra de amor a tu hermana, con la que estoy desposado desde esta noche, porque es a ti a quién amo. ¡A ti!

Al través de la oscuridad divisó la tierna y voluptuosa sonrisa, que subió instintivamente a los labios de la joven, modelados para el amor y los besos, pero vio helarse aquella sonrisa en la expresión dura y desencajada de su aterrorizado semblante. Entonces él no pudo contenerse por más tiempo. Ella se encogió, esquivando su aproximación, mientras le tendía los brazos con majestuoso abandono en la dignidad de un lánguido rendimiento. Tomóle la cabeza entre las manos y le cubrió de besos el rostro que, vuelto hacia arriba, brillaba en la penumbra purpurina. Dominador y tierno, fue entrando poco a poco en la plenitud de su posesión. Pero advirtió que lloraba. Entonces el incomparable capataz, el hombre de los amores sin inquietudes, se hizo meloso y acariciador, como una madre que intenta acallar el llanto de su niño. Le habló en voz baja con dulzura. Sentóse al lado y le apoyó la rubia cabeza en su pecho. La llamó su estrella, su florcita.

La noche había cerrado. De la pieza grande de la caseta donde Giorgio, uno de los Mil Inmortales, inclinaba su cabeza leonina y heroica sobre un fuego de carbón de madera, salía el chirrido y aroma de una artística frittura.

En el velado desenvolvimiento de aquella escena, que sobrevino como un cataclismo, la cabeza de la joven es la que conservó una vislumbre de razón. Giovanni había perdido la noción del mundo en la quietud de aquel abrazo mutuo. Pero ella le murmuró al oído:

– ¡Dios de misericordia! ¿Qué va a ser de mí… aquí… ahora… entre este cielo y esta agua que detesto? Linda, Linda…, la estoy viendo.

Y procuró desprenderse de los brazos de Giovanni, aflojados de pronto al oír aquel nombre. Pero nadie se acercó a sus negras siluetas, enlazadas y luchando contra el blanco fondo del muro.

– ¡Linda! ¡Pobre Linda! -volvió a gemir-. Tiemblo. Moriré de miedo ante mi pobre hermana Linda, desposada hoy con Giovanni… ¡mi amante! Giovanni, ¡debes haber estado loco! ¡No puedo comprenderte! Tú no eres como los demás hombres. No renunciaré a ti… nunca…, ¡sólo por Dios mismo! Pero ¿por qué has hecho esto, que es tan absurdo, ciego, cruel, espantoso?

Cuando él la soltó, bajó la cabeza y dejó caer las manos. El paño de altar, como arrebatado por un viento fuerte, yacía a gran distancia de ellos, divisándose su blancura en la tierra negra.

– Por miedo de perder la esperanza de hacerte mía.

– Sabías que era tuya mi alma. ¡Lo sabías todo! Yo he nacido para ti. ¿Qué obstáculo podía alzarse entre los dos? ¿Qué podía separamos? ¡Dímelo! -repetía con impaciencia, en soberbia seguridad.

– Tu difunta madre -respondió muy bajo.

– ¡Ah!… ¡Pobre madre! Siempre había… Es una santa que ahora está en el cielo, y yo no puedo renunciar a ti por su causa. No, Giovanni. Sólo por Dios. Te has puesto loco…, pero no tiene remedio. ¡Oh!, ¿qué es lo que has hecho? Giovanni, mi amor, mi vida, mi dueño, no me dejes aquí en este sepulcro de nubes. ¡No puedes dejarme ahora! Debes llevarme… al punto… en este instante… en el bote. Giovanni, sácame de aquí esta noche, llévame lejos de los ojos de Linda, antes que la tenga otra vez delante de mí.

Gisela se abrazó estrechamente a él. La esclavitud de la plata de Santo Tomé se dejó sentir en el capitán Fidanza con el peso de una cadena que aprisionaba sus miembros, con la impresión de una mano fría que sellaba sus labios. Reaccionó contra el hechizo y contestó:

– No puedo. No es tiempo aún. Hay algo que se interpone entre nosotros dos y la libertad del mundo.

Ella se le apegó con más fuerza, movida de un sutil e ingenuo instinto de seducción.

– Tu deliras, Giovanni, amor mío -murmuró suplicante. -¿Qué puede haber? Llévame… aunque sea en tus manos… con doña Emilia…, lejos de este lugar. Yo no peso mucho.

Al parecer esperaba que la alzara inmediatamente en sus palmas. Se le había borrado la noción de lo imposible. Todo podía suceder en aquella noche maravillosa. En vista de que él no hacía movimiento alguno, añadió, casi llorando a gritos:

– Te repito que tengo miedo a Linda.

A pesar de ello, Nostromo no se movió.

De pronto ella se mostró tranquila y acariciadora.

– ¿Qué puede haber? -preguntó con mimo.

Giovanni sentía en el hueco de su brazo el cuerpo cálido, anhelante, vivo, tembloroso, de la joven. Y en la conciencia exultante de su fuerza y la victoriosa excitación de su ánimo, lanzó de golpe la declaración que le devolvía la libertad.

– Un tesoro -dijo en medio del silencio que los rodeaba, sin que ella comprendiera. -Un tesoro. Un tesoro de plata para comprar una corona de oro, con que ceñir tu frente.

– Un tesoro -repitió Gisela con voz débil, como saliendo de las profundidades de un sueño. -¿Qué estás diciendo?

La joven se desasió de él suavemente. El capataz se levantó y bajó la vista para contemplar su rostro, sus cabellos, sus labios, los hoyuelos de sus mejillas, sintiendo la fascinación de su hermosura en la noche del golfo, como si fuera la deslumbradora claridad del mediodía. Su voz lánguida y tentadora temblaba de excitación, de asombrado temor, de curiosidad ingobernable.

– ¡Un tesoro de plata! -balbuceó ella, y, acosándole a preguntas, prosiguió de prisa: -¿Cómo es? ¿Dónde está? ¿Cómo le has obtenido, Giovanni?

Forcejeando con el hechizo del cautiverio, barbotó él, como si descargara un golpe heroico:

– ¡Robándolo!

La negrura más espesa del Golfo Plácido pareció caer sobre su cabeza. Ahora ella desapareció de su vista, desvaneciéndose en un silencio largo, oscuro, de abismo, desde que le llegó de nuevo la voz de la joven, con un débil resplandor que era el de su cara:

– ¡Te amo! ¡Te amo!

Estas palabras le comunicaron una sensación inusitada de libertad; irradiaron un hechizo más poderoso que el maldito encanto del tesoro; trocaron su odiada sujeción a una cosa muerta en una convicción regocijada de su poder. El rodearía a su amada de esplendores tan grandes como los de doña Emilia. Los ricos vivían de la riqueza robada al pueblo; pero él no había quitado nada a los ricos -nada que no estuviera ya perdido por su misma insensatez y su traición. Porque a él -dijo- le habían vendido, engañado, tentado. La joven le creyó… Había guardado aquel tesoro con fines vengadores; pero ahora no le importaba nada. Ella era lo único que le importaba. Aposentaría su belleza dignamente en un palacio sobre una colina coronada de olivos…, un palacio blanco con un mar azul al pie. La guardaría allí, como una joya en su estuche. Para ella compraría tierras tierras fecundas en vides y cereales…, que pudiera hollar con sus menudos pies. Y, al decir esto, se los besó… Había pagado ya el precio de todo ello con el alma de una mujer y la vida de un hombre… El capataz de cargadores saboreó la suprema embriaguez de su generosidad. Y arrojó el dominado tesoro con arrogancia a los pies de la joven en la impenetrable oscuridad del golfo que desafiaba -como decían los hombres- la ciencia de Dios y la astucia del diablo. Pero debía dejarle enriquecerse primero -la previno.

Ella le escuchaba como extática, jugando con los dedos en los cabellos de su amado, que en acabando de hablar se levantó vacilante, débil, vacío, como si se hubiera despojado del alma, echándola lejos de sí.

– Date prisa entonces -dijo ella. -Date prisa, Giovanni, mi amor, mi dueño, porque no renunciaré a ti por nadie más que por Dios. Y tengo miedo de Linda.

Fidanza la sintió temblar y juró hacer lo que pudiera. Tenía confianza en que su amor la daría ánimo. Ella le prometió ser valiente, para merecer ser amada siempre… allá lejos en un palacio blanco construido en lo alto de una colina sobre un mar azul. Luego con avidez tímida y tentadora musitó:

– ¿Adonde está ese tesoro? ¿Adonde? Dímelo, Giovanni. El interrogado abrió la boca y permaneció mudo, como herido por un rayo.

– ¡Eso no! ¡Eso no! -contestó anhelante.

El hechizo del secreto que le había mantenido mudo ante tanta gente paralizó de nuevo sus labios con fuerza irresistible. Ni aun a ella. Era demasiado peligroso.

– Te prohíbo preguntármelo -la intimidó, disimulando cautelosamente la irritación de su voz.

El esclavo no había recobrado del todo su libertad. A su lado se alzaba el espectro del celado tesoro, como una estatua de plata, implacable y misteriosa, con un dedo puesto en sus lívidos labios. Sintió morírsele el alma en el fondo de su ser, al contemplarse entrando poco después a gatas en la barranca y avanzando por ella; oliendo a tierra y follaje húmedo, y saliendo otra vez de igual modo, firme en su abrumador propósito, cargado de plata, atento a escuchar los menores ruidos. Aquella misma noche había que ejecutar esa labor de esclavo cobarde.

Nostromo se agachó para oprimir contra sus labios el ruedo de la falda de su amada, y murmuró en tono imperativo:

– Dile que no he querido aguardar.

Y se alejó súbitamente de ella, callado, sin dejar oír una pisada en la oscuridad de la noche.

Ella permaneció sentada e inmóvil, la cabeza apoyada indolentemente contra el muro, y los piececitos, cubiertos por blancas medias y negros chapines, cruzados uno sobre otro. Cuando salió el viejo Giorgio, no mostró sorprenderse tanto de la noticia como Gisela había temido vagamente. Porque ahora estaba llena de un temor inexplicable – temor de todo y de todos, excepto de su Giovanni y del tesoro. Pero eso era increíble.

El heroico garibaldino aceptó la brusca partida de Nostromo con sagaz indulgencia. Acordóse de sus propios sentimientos en la juventud, y ufanándose en adivinar virilmente la verdadera significación de aquel modo de proceder, dijo:

Va bene. Déjale irse. ¡Ja!, ¡ja! Por hermosa que sea una mujer, la sujeción del amor molesta un poco. ¡Libertad! ¡Libertad! Los hombres la entienden de muchos modos. Ha pronunciado la gran promesa y basta. Mi hijo Gian Battista no es un blandengue que guste de gazmoñerías.

Y como si deseara instruir a la inmóvil y azorada Gisela, añadió dogmáticamente:

– Un hombre debe tener partidas de mulo.

Luego el silencio y quietud de la muchacha pareció desagradarle.

– No te dejes llevar de la envidia por la suerte de tu hermana -aconsejó muy grave con su voz profunda.

Poco después hubo de salir de nuevo a la puerta para llamar a su hija menor, porque ya era tarde. Tres veces profirió su nombre a voces, antes que ella moviera la cabeza. Al quedar sola, se sumió en una estupefacción abrumadora. Entró en la alcoba que compartía con Linda, con el aspecto de una persona profundamente dormida. Al mismo viejo le sorprendió la desusada novedad, y levantando los ojos de la Biblia, que estaba leyendo con los anteojos puestos, movió la cabeza al cerrar ella la puerta.

Gisela cruzó la habitación sin mirar a ninguna parte, se sentó inmediatamente junto a la ventana abierta.

Linda bajó de la torre en la exuberancia de su alegría, y halló a su hermana con una vela encendida, de espaldas a la luz, y con el rostro vuelto a la lobreguez de la noche llena de ráfagas suspirantes del viento y de rumores de chubascos -una verdadera noche del golfo, demasiado oscura para la mirada de Dios y la sagacidad del diablo, según el dicho vulgar. Gisela ni siquiera volvió la cabeza al abrirse la puerta.

En aquella inmovilidad había algo que hirió a Linda, aun estando recluida en el recinto de su felicidad paradisíaca; y sopechó indignada que la causa de ello era el recuerdo del desdichado Ramírez. Ansiosa de hablar, llamó en tono autoritario: "¡Gisela!", y no halló respuesta en el menor movimiento.

La enamorada que iba a vivir en un palacio y pasear en fincas propias padecía un terror de muerte. Por nada del mundo hubiera vuelto la cabeza para mirar de frente a su hermana. El corazón le palpitaba locamente. Al fin respondió débil y apresuradamente:

– No me hables. Estoy rezando.

Linda, sorprendida, salió tranquilamente; y Gisela continuó sentada, perdida la fe en las realidades de la vida, desorientada, ofuscada, pasiva, como quien aguarda la confirmación de lo increíble. La cerrada lobreguez de las nubes parecía formar parte de un sueño. Aguardaba.

Y no aguardó en vano. El hombre que llevaba dentro su alma muerta, después de salir a rastras de la barranca, cargado de lingotes, había visto el resplandor de la ventana, y no pudo menos de volver sobre sus pasos desde la playa.

Al través de la oscuridad impenetrable que cubría las altas montañas Gisela divisó por una especie de poder milagroso al esclavo de la plata de Santo Tomé. Y creyó natural su regreso, como si en lo sucesivo el mundo hubiera dejado de contener sorpresas para siempre.

Levantóse impulsiva y rígida, y empezó a hablar mucho antes que la luz del interior cayera sobre el rostro del hombre que se acercaba.

– Has vuelto para llevarme. ¡Está bien! Abre los brazos, Giovanni, amor mío. Voy ahora mismo.

Las prudentes pisadas del amante se cortaron en seco, y, con los ojos despidiendo un brillo salvaje, respondió él con aspereza:

– Todavía no. Necesito enriquecerme poco a poco… -Y añadió con tono amenazador: -No olvides que tu enamorado es un ladrón.

– ¡Sí!, ¡sí! -musitó de prisa. -Acércate más! ¡Oye! ¡No me abandones, Giovanni! ¡Nunca, nunca!… ¡Tendré paciencia!…

Su busto se inclinó con ternura sobre el alféizar de la ventana hacia el esclavo del tesoro mal adquirido. La luz del cuarto se extinguió, y el magnífico capataz, cargado con la plata, abrazó el blanco cuello de su adorada en la oscuridad del golfo, como el hombre que se ahoga se agarra al primer objeto puesto a su alcance.

Capítulo XIII

El día que la señora de Gould se disponía a "dar una tertulia," según expresión del doctor Monygham, el capitán Fidanza se descolgó por el costado de su goleta, anclada en el puerto de Sulaco, y con su aire sereno, grave y resuelto, se acomodó en su bote y empuñó los remos. Salía más tarde que de ordinario; y la tarde había avanzado bastante cuando desembarcó en la playa de la Gran Isabel y trepó con paso firme por la loma de la isla.

Desde lejos reconoció a Gisela sentada en una silla con el respaldo echado atrás contra el muro de la casa, debajo del dormitorio común a las dos hermanas. Tenía en las manos su bordado, y lo levantó a la altura de los ojos. La calma de aquella figura adolescente exasperó el sentimiento de perpetua lucha y contradicción que él llevaba en su pecho. Envolviéndole una oleada de ira, se le antojó que la muchacha debía oír desde lejos el retiñir de sus grillos de plata. Además, mientras estuvo en tierra aquel día, se había, encontrado con el doctor de ojo maléfico, que le había mirado con suma fijeza.

Al levantar los ojos su amada, se sintió ablandado. Le sonrieron con una frescura de rosa recién salida del capullo, llegándole directamente al corazón. Después frunció el ceño. Era un aviso que recomendaba cautela. Paróse él a cierta distancia y dijo en tono alto e indiferente:

– Buenos días, Gisela. ¿Esta Linda todavía en casa?

– Sí, en el cuarto grande con padre.

Acercóse entonces Fidanza, y, echando una mirada al interior de la alcoba por temor de que le descubriera su prometida al volver allí por cualquier motivo, dijo, moviendo sólo los labios:

– ¿Me amas?

– Más que a mi vida.

Sin dejar su bordado, que contemplaba con mirada distraída, siguió diciendo:

– Sin tu amor no podría vivir. No podría, Giovanni. Porque esta vida es para mí una muerte. ¡Oh, Giovanni! Moriré si no me llevas lejos de aquí.

El sonrió fríamente y dijo:

– Volveré a la ventana cuando sea de noche.

– No, Giovanni. Esta noche no. Linda y padre han estado hablando hoy juntos por largo tiempo.

– ¿Sobre qué?

– Sobre Ramírez, he creído oír. No lo sé. Tengo miedo. Siempre tengo miedo. Esto es estar muriendo mil veces al día. Tu amor es para mí lo que para tí tu tesoro. Le tengo dentro de mi pecho, pero no puedo saciarme de él.

Giovanni la miraba sin moverse. Estaba hermosa, y se le habla acrecentado el deseo de tenerla por suya. Ahora sentía el peso de una doble esclavitud. Ella, en cambio, era incapaz de una emoción sostenida; y aunque sincera en sus manifestaciones, dormía plácidamente por la noche. La presencia de Giovanni la conmovía, y al cabo de un rato su taciturnidad indicaba haberse apagado la excitación pasional. Tenía miedo de dejar traslucir su secreto, miedo del dolor, del castigo corporal, de las palabras ásperas, de afrontar malas caras y de presenciar violencias. Su alma era ligera y tierna con una ingenuidad pagana en sus impulsos.

Con voz apagada musitó:

– Abandona el palazzo, Giovanni, y la viña de las colinas, que tanto van a demorar la satisfacción de nuestro amor.

Calló al ver a Linda que estaba de pie, silenciosa, en la esquina de la casa.

Nostromo se volvió a su prometida saludándola, y se asombró de ver sus ojos hundidos, sus mejillas excavadas y un tinte de enfermedad y angustia en su rostro.

– ¿Has estado enferma? -inquirió, procurando poner algún interés en la pregunta.

Los negros ojos le miraron centellantes.

– ¿Me encuentras más delgada? -dijo.

– Sí…, tal vez…, un poco.

– ¿Y más vieja?

– Los días no pasan en vano… para todos nosotros.

– Temo cubrirme de canas antes de ver el anillo en mi dedo -afirmó con lentitud, clavándole la vista.

Aguardó la respuesta, bajándose las mangas, que tenía recogidas.

– No lo creas -respondió él distraído.

Volvióse como si aquellas palabras fueran definitivas, y empezó a trajinar en los quehaceres de la casa, mientras Nostromo hablaba con su padre.

No era fácil la conversación con el viejo garibaldino. La edad no le había mermado las facultades mentales, pero parecían haberse retirado al interior de su ser. Sus respuestas eran tardas y revestían cierta augusta gravedad. Pero aquel día estuvo más animado, más vivaracho; el viejo león se mostraba rejuvenecido. La integridad de su honor le inspiraba inquietudes. Había dado crédito a las prevenciones de Sidoni acerca de los designios de Ramírez relativos a la menor de sus hijas; y ésta no le merecía confianza. Era un poco casquivana. De todo esto nada dijo a "su hijo Gian Battista". Era un rasgo de vanidad senil. Quería hacer ver que se sentía capaz de defender por sí solo el honor de la familia.

Nostromo partió pronto. Tan luego como desapareció caminando hacia la playa, Linda traspuso el umbral y con una sonrisa agria se sentó al lado de su padre.

Desde el domingo, en que el infatuado y loco Ramírez la había aguardado en el muelle, no había tenido duda alguna sobre las relaciones de Giovanni con Gisela. Los rabiosos celos de aquel hombre no fueron precisamente una revelación de un hecho desconocido, pero fijaron de una manera precisa y clavaron, por decirlo así, en su corazón el sentido de irrealidad y engaño que había hallado en el trato con su prometido, en lugar de la soñada ventura y felicidad. Había seguido su camino abrumando a Ramírez de insultos y desprecios; pero aquel domingo se sintió a punto de morir de dolor y vergüenza, postrada sobre la losa, adornada con relieves y una artística inscripción, del sepulcro de su madre. Habíanla costeado por suscripción los maquinistas y ajustadores de los talleres del ferrocarril, como muestra del respeto y consideración al héroe de la Unidad de Italia. Éste no había podido cumplir su deseo de sepultar a su mujer en el mar, y Linda regó varias veces con lágrimas aquella piedra.

El ultraje inmotivado de que era víctima la aterró. Si Gian Battista quería despedazar su corazón…, santo y bueno. Pero ¿por qué pisotear los trozos? ¿Por qué humillar su orgullo? ¡Ah! Eso no lo conseguiría. Enjugóse las lágrimas. ¡Y Gisela! ¡Gisela! La chicuela, que desde niña había buscado siempre un refugio en sus faldas. ¡Qué doblez! Pero probablemente no podía evitarlo. Desde que se ponía de por medio un hombre, la pobre cabeza de chorlito no sabía dominarse.

Linda participaba bastante del estoicismo de Viola; y así resolvió no decir nada. Pero, como mujer que era, ponía pasión en su estoicismo. Las respuestas breves de Gisela, inspiradas en una medrosa cautela, la indignaban profundamente por ver en ella cierta sequedad despectiva. Un día se arrojó sobre la silla en que yacía su indolente hermana e imprimió las señales de sus dientes en la garganta más blanca de Sulaco. Gisela dio un grito, pero había heredado también algo del heroísmo de Viola, y se reprimió. A punto de desmayarse de terror, sólo dijo con voz lánguida:

– ¡Madre de Dios! ¿Quieres comerme viva, linda?

Y aquel incidente pasó sin dejar rastro en la situación. Gisela pensaba para sí: "No sabe nada. No puede saberlo"; y linda, por su parte, intentaba tranquilizarse pensando: "Tal vez no sea verdad, no se concibe".

Pero cuando vio por vez primera al capitán Fidanza después que el enloquecido Ramírez la salió al encuentro para desahogar los celos que tenía de Nostromo, volvió a adquirir la certidumbre de su desgracia. Linda siguió con la vista desde la puerta a su prometido mientras sé encaminaba a tomar el bote, y se preguntó estoicamente: "¿Se verán esta noche?" Fuera lo que fuere, resolvió no dejar la torre ni por un segundo. Cuando Nostromo desapareció, linda salió a sentarse junto a su padre.

El venerable garibaldino "se sentía joven aún", según sus propias palabras. Por un conducto u otro, había llegado a él últimamente una gran parte de lo que se decía sobre Ramírez, y el desprecio y aversión que le inspiraba aquel hombre, tan diferente de lo que debía ser un hijo político suyo, le traían inquieto. Ahora dormía muy poco; y durante varias noches anteriores, en lugar de leer o sencillamente permanecer sentado, con los anteojos de plata, regalo de la señora de Gould, montados en la nariz, delante de la Biblia, había recorrido activamente toda la isla con su escopeta, haciendo guardia en defensa de su honor.

Linda, poniéndose su fina y morena mano en la rodilla, procuró calmar su excitación. Ramírez no estaba en Sulaco. Nadie sabía dónde paraba. Se había ido. Sus bravatas de que había de hacer y acontecer no significaban nada.

– No -interrumpió el viejo. -Pero mi hijo Gian Battista me dijo, como cosa suya, que el cobarde esclavo andaba bebiendo y jugando con la gentuza peor de Zapiga en la parte norte del golfo. Pudiera ganarse algunos de los canallas más atrevidos de aquella ciudad de negros arrufianados, para que le ayudaran en su intento de secuestrar a la pequeña… Por fortuna no soy tan viejo. ¡No!

Linda se esforzó por convencerle de que no era probable una tentativa de tal índole; y al fin el viejo calló, mordiéndose los blancos bigotes. Cuando a las mujeres se les metía una cosa en la cabeza, había que seguirles el humor; así era su pobre mujer, y Linda se parecía a su madre. No le estaba bien a un hombre contradecir.

– Puede ser, puede ser -balbuceó.

Linda distaba mucho de sentirse tranquila. Amaba a Nostromo. Volvió los ojos hacia Gisela con cierta ternura maternal y la celosa angustia de una rival ultrajada en su derrota. Luego se levantó y llegó a ella.

– Oye…tú -le dijo con aspereza.

La increpada alzó los ojos, llenos de insuperable candor, y le echó una mirada de violeta y rocío, que excitó su rabia y admiración. ¡Cuidado que eran bellos los ojos de la chica, vil criatura de tez blanca y negra doblez! No sabía si arrancárselos con gritos de venganza, o cubrir su misteriosa y cándida inocencia en besos de compasión y amor. De pronto aquellos ojos perdieron su brillo mirando sin expresión, fuera de un ligero miedo, no sepultado del todo con las demás emociones en el corazón de Gisela.

Su hermana dijo:

– Ramírez se jacta en la ciudad de que te llevará de la isla.

– ¡Qué tontería! -respondió la otra; y con perversidad, nacida de la prolongada violencia que venía haciéndose, añadió: -No es hombre capaz de ello -en tono de broma, que dejaba entrever cierta osadía medrosa.

– ¿No? -replicó Linda apretando los dientes. -¿Dices que no es capaz? Bien, tú lo verás; pero sabe que padre ha estado dando vueltas toda la noche con la escopeta cargada.

– Se molesta en vano. Debes decirle que no lo haga, Linda. A mí no me hará caso.

– Yo no diré nada… nunca más… a nadie -exclamó Linda con apasionamiento.

Esto no podía durar, pensó Gisela. Era preciso que Giovanni se la llevara pronto…, la primera vez que viniera. Ella no podía sufrir aquellos sobresaltos por toda la plata del mundo. El hablar con su hermana la ponía enferma. Pero no la inquietaba la vigilancia nocturna de su padre. Había rogado a Nostromo que no viniera a la ventana aquella noche; y él le tenía dada la palabra de permanecer ausente por aquella vez. Ignorante de las maniobras de Giovanni para llevarse la plata, no pudo suponer ni imaginar que tuviera otras razones para volver a la isla.

Linda se había ido directamente a la torre. Era hora de encender. Abrió la puerta y subió con trabajo las escaleras en espiral, oprimida por su amor al magnífico capataz de cargadores como por un peso creciente de verdosas cadenas. Le era imposible echar de sí aquel amor. No podía. ¡Qué el Cielo dispusiera de los dos! Y haciendo girar la linterna, bañada de penumbra y de resplandor lunar, encendió cuidadosamente la lámpara. Luego sus brazos cayeron a lo largo del cuerpo.

– ¡Y mi madre que nos está viendo desde el otro mundo! -murmuró. -Mi hermana… ¡la chica!

El aparato entero de refracción, con sus armaduras de bronce y anillos de prismas, refulgía y centellaba como una urna abovedada de diamantes, donde se encerraba no una lámpara, sino una llama sagrada, dominadora del mar. Y Linda, la guardiana, vestida de negro, con rostro pálido, se dejó caer sobre una silla de madera, sola con sus celos, muy por encima de las vergüenzas y las pasiones de la tierra. Un extraño dolor de tensión violenta, como si alguien la tirara de sus cabellos negros con reflejos bronceados, la obligó a llevarse las manos a las sienes. Gisela y Giovanni tendrían su entrevista. La tendrían. Y ella sabía dónde. En la ventana.

El sudor de la angustia torturadora corría a gotas sobre su rostro, mientras la luna, mar adentro, cerraba con una monstruosa barra de plata la entrada del Golfo Plácido -caverna sombría de nubes y silencio en una costa roída por la resaca.

Linda Viola se levantó de pronto con un dedo sobre los labios, Giovanni no las amaba, ni a ella, ni a su hermana. Todo ello le parecía tan vago, que a un tiempo le infundía miedo y esperanza. ¿Por qué no se la llevaba? ¿Qué causa se lo impedía? Era incomprensible. ¿Había algún motivo para aguardar? ¿Qué pretendían los dos con mentir y engañar? Seguramente no era para secundar los fines de su amor. No había tal amor. La esperanza de recobrar a Giovanni para sí la movió a quebrantar la promesa de no dejar la torre aquella noche. Necesitaba hablar inmediatamente a su padre, que era cuerdo y comprendería. Bajó corriendo la escalera en espiral. En el momento de abrir la puerta de entrada a la torre, oyó la primera detonación del primer tiro disparado en la Gran Isabel.

Sintió un choque, como si la bala le hubiera dado a ella en el pecho. Corrió sin detenerse. La casa estaba a oscuras. En el umbral gritó:

– ¡Gisela! ¡Gisela!

Después contorneó la esquina y repitió clamoreando el nombre de su hermana en la ventana abierta sin obtener contestación; pero, mientras corría precipitadamente como loca alrededor de la casa, Gisela salió a la puerta, y rompió a correr silenciosa, pasando junto a ella como una flecha, con el cabello suelto y los ojos mirando fijamente adelante. Parecía resbalar sobre la hierba, llevada medio en el aire, y desapareció.

Linda echó a andar despacio con los brazos tendidos de frente. En la isla reinaba profundo silencio; ignoraba dónde iba. El árbol a cuyo amparo Decoud pasó los últimos días, contemplando la vida como una sucesión de imágenes vacías de sentido, proyectaba sobre la hierba una gran mancha de negra sombra. De repente vio a su padre, de pie, inmóvil, solo, a la luz de la luna.

El garibaldino -alto, erguido, con cabellera y barba de nieve-mostraba un reposo escultórico en su inmovilidad, apoyándose sobre una escopeta. Ella puso suavemente la mano sobre el brazo de su padre. Éste no hizo movimiento alguno.

– ¿Qué ha hecho usted? -le preguntó en el tono ordinario.

– He matado a Ramírez. ¡Infame! -respondió, con los ojos vueltos adonde la sombra era más densa. -Vino como un ladrón, y como un ladrón ha caído. La niña tenía que ser defendida.

No intentó moverse una pulgada, ni avanzar un solo paso. Allí permanecía siniestro e inerte, semejando la estatua de un anciano vigoroso que guarda el honor de su casa.

Linda apartó la temblorosa mano del brazo de su padre, firme y duro como si fuera de piedra, y, sin proferir palabra, se internó en la negrura de la sombra. Divisó un rebullir de bultos informes en el suelo y se paró en seco. Un murmullo de desesperación y de llanto hirió con creciente intensidad sus aguzados oídos.

– Te rogué encarecidamente que no vinieras esta noche. ¡Oh, pobre amor mió! Y tú lo prometiste. ¡Ay! ¿Por qué… por qué has venido, Giovanni?

Era la voz de su hermana, que prorrumpió en un desgarrador sollozo. Y la voz del poderoso capataz de cargadores, dueño y esclavo del tesoro de Santo Tomé, sorprendido cuando menos lo pensaba por el viejo Giorgio mientras cruzaba furtivamente un claro en dirección a la barranca para sacar más plata, respondió serena y fría, pero con un timbre extrañamente débil:

– Me pareció que no podría vivir la noche entera sin verte una vez más, mi estrella, mi florcita.


Apenas había terminado la brillante tertulia, y salido los último invitados, y vuelto el señor administrador a recogerse, en su despacho particular, cuando el doctor Monygham, cuyo regreso se había esperado en vano durante la reunión, llegó rengueando por el pavimento de madera, alumbrado por lámparas eléctricas de la desierta calle de la Constitución, y halló abierta toda la puerta principal de la casa Gould.

Entró, subió a pares las escaleras, y se encontró con el gordo y lustroso Basilio a punto de apagar las luces de la sala. El rozagante mayordomo se quedó boquiabierto ante esta intrusión tardía.

– No apagues -ordenó el doctor. -Necesito ver a la señora.

– La señora está en el despacho del señor administrador -declaró Basilio con voz untuosa. -Dentro de una hora el señor administrador saldrá para la montaña. Se teme un alboroto de los obreros, según parece. Son gente desvergonzada, estúpida, indecente. Y holgazanes, señor. Holgazanes.

– Tú sí que eres un gandul sinvergüenza y un imbécil -replicó el doctor con aquella facilidad para lanzar denuestos que le hacía tan repulsivo. -No apagues.

Basilio se retiró con aire digno. El doctor Monygham aguardó en la sala brillantemente iluminada, y a poco oyó cerrarse una puerta en el extremo más lejano de la casa. Sonó un retiñir de espuelas, alejándose; y el señor administrador partió para la montaña.

Con un mesurado fru-fru de su larga cola, centelleo de joyas y brillo de seda, inclinada la fina cabeza como si la abatiera la pesada mata de cabello rubio en el que se perdían algunos hilos de plata, la "primera señora de Sulaco", según la frase del capitán Mitchell, avanzó por el iluminado corredor, rica sobre cuanto la imaginación puede soñar, considerada, amada, respetada, honrada, y tan solitaria como haya podido estarlo jamás cualquier ser humano en la tierra.

– ¡Señora de Gould, un minuto!- exclamó el doctor, y al oírlo, el ama de la casa se paró con sobresalto a la puerta de la brillante y desierta sala.

La vista del doctor, enteramente solo entre los grupos de muebles, por la semejanza de situación y circunstancias, suscitó en la memoria emocional de la señora el recuerdo de su inseparable encuentro con Martín Decoud; y aun la pareció oír en medio del mayor silencio la voz de aquel hombre, muerto desgraciadamente hacía ya tantos años, pronunciando las palabras: "Antonia ha dejado aquí el abanico".

Pero era la voz del doctor la que le hablaba, un poco descompuesta por la excitación. La señora notó el brillo de sus ojos.

– La necesitan a usted, señora de Gould. ¿Sabe usted lo que pasa? Recordará usted lo que ayer le dije sobre Nostromo. Bien, parece ser que una lancha, un batel con puente, que venía de Zapiga con cuatro negros, al pasar junto a la Gran Isabel, fue llamado a voces por una mujer -Linda, según mis noticias- mandándolos (era una noche de luna) arribar a la playa de la isla y llevarse a un hombre herido a la ciudad. Como es natural, el patrón de la barca, de quien he recibido estas noticias, lo hizo así al punto. Me dijo que cuando llegaron a la costa baja de la Gran Isabel hallaron a Linda Viola aguardándolos. La siguieron, y ella los condujo al pie de un árbol no lejos de la caseta del guardafaro. Allí encontraron a Nostromo, tendido en tierra, con la cabeza apoyada en el regazo de la muchacha menor, y al padre de las jóvenes, Viola, de pie a cierta distancia, apoyado en su escopeta. Bajo de las órdenes de Linda sacaron de la caseta una mesa y, después de romperle las patas, improvisaron con ella una camilla… Están en tierra firme; me refiero a Nostromo y Gisela. Los negros le llevaron a la enfermería del puerto; y el herido pidió al encargado que me mandara llamar. Pero no es a mí a quien quería ver, sino a usted señora de Gould, a usted.

– ¿A mi? -musitó ella con un ligero estremecimiento.

– Sí, a usted -afirmó con energía el doctor. -Me rogó a mí -su enemigo, según cree- que la llevara a usted a verle sin pérdida de tiempo. Parece que necesita hablarle a solas.

– ¡Imposible! -murmuró la señora de Gould.

– Me dijo: "Recuérdele usted que he hecho algo para conservarle el techo que la cobija". Señora de Gould -prosiguió el doctor con la mayor excitación-, ¿se acuerda usted de la plata?…, ¿la plata de la gabarra que se perdió?

La interrogada no lo había olvidado, pero no dijo que detestaba la mención de tal asunto. Como era la franqueza personificada, sentía un horror extraordinario al pensar que por la primera y última vez de su vida había ocultado la verdad a su marido sobre aquella plata. En circunstancias tan críticas como las de entonces, se había dejado arrastrar del miedo, lamentándolo después sin perdonarse. Además, aquella plata, que nunca hubiera bajado al puerto en el caso de haber conocido su esposo las noticias traídas por Decoud, por una combinación de extrañas vicisitudes había estado a punto de ocasionar la muerte al doctor Monygham. Y todo esto le parecía horrible.

– ¿Se perdió realmente? -interrogó el doctor. -Siempre he estado persuadido de que alrededor de Nostromo había un misterio desde entonces. Se me figura que ahora, viéndose a las puertas de la muerte, desea…

– A las puertas de la muerte -repitió la señora de Gould.

– Sí, sí…, desea tal vez decirle a usted algo referente a la plata que…

– ¡Oh! ¡No! ¡De ninguna manera! -exclamó la señora en voz baja. -¿No se ha perdido? Se acabó, pues. ¿No hay bastante plata sin ella para hacernos desgraciados a todos?

El doctor, sumiso y decepcionado, calló. Al fin se aventuró a decir muy bajo:

– Está allí también la muchacha de Viola, Gisela. ¿Qué hemos de hacer? Al parecer, el padre y la hija mayor habían…

La señora de Gould reconoció que se creía en el deber de hacer lo que pudiera por aquellas niñas.

– Tengo a la puerta un cabriolé -dijo el doctor. -Si no tiene usted reparo en entrar en él…

Aguardó, devorado de impaciencia, hasta que reapareció la señora de Gould después de haberse echado encima del vestido una capa gris con una gran capucha.

En tal guisa, con el manto y la capucha monástica sobre el traje de noche, aquella mujer, llena de compasión y sufrimiento, permaneció junto al lecho en que el espléndido capataz de cargadores yacía tendido inmóvil boca arriba. La blancura de las sábanas y almohadas daba un relieve sombrío y enérgico a su bronceado rostro, a las manos morenas y nerviosas, tan diestras en el manejo del timón, de la brida, del arma de fuego, y que ahora yacían tendidas e inertes sobre la blanca colcha.

– Ella es inocente -dijo el capataz con voz profunda y uniforme, como si temiera que una palabra más fuerte rompiera el débil lazo que unía a su espíritu con el cuerpo. -Es inocente. Está sola. Pero no importa. De estas cosas no tengo que responder ante nadie de este mundo.

Se detuvo. El rostro de la señora de Gould, que aparecía intensamente pálido bajo la capucha, se inclinó sobre el moribundo con abrumadora y lúgubre tristeza. Y los ahogados sollozos de Gisela Viola, arrodillada al extremo inferior de la cama, suelto el blondo cabello de ondas cobrizas y tendido sobre los pies del capataz, apenas turbaban el silencio de la habitación.

– ¡Ah! ¡Viejo Giorgio, guardián de tu honor! ¿Cómo pude imaginar que el vecchio viniera sobre mí con pie tan ligero, con tan segura puntería? Yo mismo no lo hubiera hecho mejor. Pero pudo ahorrarse el coste del tiro. El honor estaba seguro… Señora, la niña hubiera seguido hasta el fin del mundo a Nostromo el ladrón… He dicho la palabra. ¡El encanto está deshecho!

Un sordo gemido de la muchacha le hizo volver a ella los ojos.

– No puedo verla… No importa -continuó con la voz apagada y majestuosamente tranquila de otro tiempo. -Un beso es bastante, si no hay tiempo para más. Es un alma delicada, señora. Brillante y cálida como la luz del sol, tan pronto eclipsada como radiante. Señora, mírela usted con esa compasión que es tan famosa de un extremo a otro del país como lo son el valor y la audacia del hombre que la está hablando. Entre los otros dos la matarían. Ella le servirá a usted de consuelo en algún tiempo. Y en cuanto a Ramírez, no es un mal hombre. No tengo rencor. ¡No! No es Ramírez el que ha vencido al capataz de los cargadores de Sulaco.

Se detuvo un momento; hizo un esfuerzo, y con voz más fuerte, un poco violenta, declaró:

– Muero traicionado…, traicionado por…

Pero no dijo por quién, ni por qué moría traicionado.

– Ésta no me hubiera hecho traición -empezó de nuevo, abriendo enteramente los ojos. -Era fiel. Nos hubiéramos ido muy lejos… muy pronto. Debí arrancarme del maldito tesoro por ella. Por esa niña debí abandonar cajas y cajas llenas de plata. ¡Ah! Decoud se llevó cuatro lingotes… cuatro. ¿Para qué? ¡Picardía! ¿Para comprometerme? ¿Cómo hubiera podido devolver el tesoro con cuatro lingotes de menos? Habría dicho que los había robado. El doctor lo hubiera dicho. ¡Ay! ¡Todavía me domina el tesoro!

La señora de Gould, hondamente conmovida, inclinaba su cabeza, sintiéndose yerta de aprensión.

– ¿Qué fue de don Martín aquella noche. Nostromo?

– ¿Quién sabe? Yo sólo pensé en lo que sería de mí. Ahora lo veo. La muerte me ha sorprendido cuando menos lo pensaba. Él se fue. Me hizo traición… ¡Y usted cree que yo le he matado! Ustedes las personas finas son todas iguales. La plata es la que me ha matado. Me domina. Me retiene todavía. Nadie sabe dónde está. Pero usted es la esposa de don Carlos, que la puso en mis manos diciendo: "¡Sálvela usted por su vida"!. Y cuando volví, y todos ustedes creyeron perdido el tesoro, ¿qué se me dijo? Que no tenía importancia. ¡Dejarla en paz! Ahora, ¡ánimo! Nostromo, el leal, ¡cabalga al través de campos y montañas cubiertas de enemigos, para salvamos la vida!

– ¡Nostromo! – susurró la señora de Gould inclinándose aún más sobre el herido. -Yo también he detestado con todo mi corazón la idea de esa plata.

– ¡Admirable!… De modo que hay entre ustedes alguien capaz de aborrecer la riqueza que, según sabéis bien, habéis arrebatado de manos de los pobres. El mundo descansa sobre los pobres, como dice el viejo Giorgio. Usted, señora, ha sido siempre buena para los pobres, pero en la riqueza hay algo maldito. Señora, ¿quiere usted que le diga dónde está el tesoro? A usted sola… Aún se conserva en gran parte… ¡Brillante! ¡Incorruptible!

Una repugnancia dolorosa e involuntaria se insinuó en el tono de su voz y en sus ojos; y la dama la notó claramente con el sentido de la intuición simpática. Apartó la mirada del moribundo, víctima de tan abyecta esclavitud, y se sintió poseída de horror, no queriendo oír más de la plata.

– No, capataz -dijo. -Nadie la echa ahora de menos. ¡Quédese perdida para siempre!

Después de oír estas palabras, Nostromo cerró los ojos y no dijo nada, ni hizo movimiento alguno. El doctor Monygham, que aguardaba fuera de la habitación del enfermo, presa de suprema excitación, brillándole los ojos de ansiedad, se llegó a las dos mujeres en cuanto franquearon la puerta.

– Y bien, señora de Gould -dijo casi brutalmente en su impaciencia-, dígame usted, ¿tenía razón? Hay un misterio. Usted tiene ahora la clave, ¿no es verdad? Le ha dicho a usted…

– No me ha dicho nada -replicó la dama con firmeza. En los ojos del preguntón se extinguió el fulgor de la antipatía fisiológica que le inspiraba Nostromo. Retrocedió un paso con aire sumiso, sin dar crédito a la señora; pero la palabra de ésta era ley. Aceptó su negativo como una fatalidad inexplicable, que confirmaba la victoria del genio de Nostromo sobre el suyo. Aun ante aquella mujer, a quien amaba con devoción secreta, había sido derrotado por el magnífico capataz de cargadores, el hombre que había vivido su vida con la fama de una fidelidad y rectitud que se suponían incorruptibles, y de un valor nunca desmentido.

– Tenga usted a bien enviar inmediatamente a alguno por mi carruaje -añadió la señora desde el fondo de su capucha. Y luego, volviéndose a Gisela, le dijo: -Acércate más, niña; acércate más. Aguardaremos aquí.

La muchacha, desolada e infantil, velado el rostro por su suelta cabellera, se aproximó tímidamente a su protectora. Esta tomó el brazo de la hija indigna del viejo Viola, el republicano íntegro, el héroe sin tacha. Lánguida y gradualmente, como flor marchita que dobla su corola, inclinó su cabeza la joven que hubiera seguido al ladrón hasta el fin del mundo, y la apoyó en el hombro de doña Emilia, la primera señora de Sulaco, la esposa del señor administrador de la mina de Santo Tomé. Y la noble señora, al sentir sus ahogados sollozos, nerviosa y conmovida, experimentó la mayor de todas sus amarguras, tan grande como las padecidas por el mismo doctor Monygham.

– No se apene usted tanto, hija. Muy pronto la hubiera olvidado a usted por su tesoro.

– Señora, me amaba. Me amaba -musitó Gisela con desesperación. -Me amaba como nadie ha amado jamás.

– También yo he sido amada -dijo la señora de Gould en tono severo.

La muchacha se apegó a ella convulsivamente y sollozó:

– ¡Oh, señora; pero usted vivirá adorada hasta el fin de su vida!

Doña Emilia no rompió su silencio hasta que llegó el carruaje, al que ayudó a subir a la joven, medio desfallecida. Cuando el doctor hubo cerrado desde fuera la portezuela del landó, la señora de Gould se volvió a él y le dijo en voz baja:

– ¿No puede usted hacer nada?

– No, señora de Gould. Además no quiere que le toquemos. Eso es lo de menos. Le he inspeccionado rápidamente… No tiene remedio.

Pero prometió visitar al viejo Viola y a la otra muchacha aquella misma noche. Obtendría el bote de la policía para que le llevara a la isla. Y se quedó en la calle, siguiendo con la vista al landó que se alejaba despacio tras de las mulas blancas.

El rumor de una desgracia -de un terrible accidente ocurrido al capitán Fidanza- se había propagado por los nuevos muelles, donde lucían varias hileras de focos luminosos y campaneaban las negras siluetas de enormes grúas. Un pelotón de merodeadores nocturnos -los más pobres entre los pobres- se movían cerca de la puerta de la enfermería del puerto, cuchicheando en la desierta calle a la luz de la luna.

Con el herido no había nadie más que el fotógrafo descolorido, raquítico, enclenque, enemigo mortal de los capitalistas, encaramado con los pies en el asiento de un alto taburete, las rodillas levantadas y la barbilla entre las manos, junto a la cabecera de la cama. Le había llevado allí un camarada que, trabajando tarde en el muelle, supo, por uno de los negros pertenecientes al servicio de una lancha, que el capitán Fidanza había sido traído a tierra, mortalmente herido.

– ¿Tiene usted algo que disponer, compañero? -preguntó ansiosamente sobre la almohada y abrió los ojos, dirigiendo a la extraña figura encaramada junto a su lecho una mirada de indignación enigmática y profunda.

Nostromo guardó silencio. El otro no insistió, continuando hecho un ovillo en la banqueta, greñudo, cubierto el rostro de una vellosidad hirsuta, con todo el aspecto de un mico giboso. Después, tras de un largo silencio, empezó en tono solemne:

– Compañero Fidanza, usted ha rehusado toda asistencia de ese doctor. ¿Es realmente un peligroso enemigo del pueblo?

En la penumbra de la habitación, Nostromo volvió la cabeza lentamente sobre la almohada y abrió los ojos, dirigiendo a la extraña figura encaramada junto a su lecho una mirada de indignación enigmática y profunda. Después su cabeza se dobló hacia atrás, sus párpados cayeron, y el capataz de cargadores murió sin proferir una palabra ni un gemido después de una hora de inmovilidad, interrumpida por breves estremecimientos, reveladores de los dolores más crueles.

El doctor Monygham, que salía en la barca de la policía con rumbo a las islas, contempló el rielar de la luna sobre el golfo y la alta silueta de la Gran Isabel proyectando a lo lejos un haz luminoso bajo un dosel de nubes.

– Remad despacio -dijo, pensando en lo que hallaría al llegar a la isla.

Intentó imaginarse la situación de Linda y su padre, notando una repugnancia extraña interior.

– Remad despacio -repitió.


Desde el momento en que disparó contra el ladrón de su honor, Giorgio Viola no se movió del sitio en que estaba. Allí se quedó de pie, con la escopeta apoyada en el suelo, empuñando el cañón por cerca de la boca. Linda, después que la lancha se llevó para siempre de su lado a Nostromo, se encaminó donde estaba su padre y se paró ante él. Viola no dio muestras de enterarse de la presencia de su hija hasta que ésta, perdiendo su forzada calma, exclamó:

– ¿Sabe usted a quién ha matado?

– A Ramírez el vagabundo -respondió el viejo.

Pálida y con la vista alocada fija en su padre, se le rió en sus barbas con carcajadas histéricas. A ellas se unieron poco después las de Giorgio, débiles y profundas, como un eco lejano. Luego cesaron las risas de Linda y el viejo manifestó con acento de extrañeza:

– Gritó con la voz de mi hijo Gian Battista.

La escopeta cayó de su mano abierta; pero el brazo continuó extendido un momento en ademán de sostenerla. Linda le asió con rudeza.

– Es usted demasiado viejo para comprender. Vamos a casa.

Dejóse conducir por su hija, y en el umbral tropezó y estuvo a punto de venir al suelo junto con Linda. La excitación y actividad de los últimos días habían sido como el resplandor de una lámpara moribunda. Se asió al respaldo de su silla para sostenerse.

– Con la voz de Gian Battista -repetía en tono severo-. Le oí… a Ramírez… el miserable.

Linda le ayudó a sentarse en la silla e, inclinándose, le gritó al oído:

– Ha matado usted a Gian Battista.

El viejo sonrió bajo su espesos bigotes. ¡Qué cosas se le ocurren a las mujeres!

– ¿Dónde está la niña? -preguntó sorprendido de la penetrante frialdad del ambiente y de la turbia luz de la lámpara, junto a la que solía sentarse hasta la medianoche con la Biblia abierta delante.

Linda vaciló un momento y luego apartó los ojos.

– Está durmiendo -respondió. -Mañana hablaremos de ella.

No podía fijar la mirada en el anciano. Su aspecto la llenaba de terror y de un sentimiento de lástima casi insoportable. Había notado el cambio operado en él por los últimos sucesos. Jamás comprendería lo que había hecho; y aun a ella misma lo ocurrido le parecía una pesadilla absurda. El viejo pronunció con dificultad:

– Dame el libro.

Linda puso sobre la mesa el volumen cerrado, con su gastada cubierta de piel, la Biblia que, hacía muchos años, le había regalado un inglés en Palermo.

– La niña tenía que ser protegida -añadió el viejo en un tono extrañamente lúgubre.

Detrás de su silla, Linda se retorcía las manos, llorando en silencio. De pronto se encaminó a la puerta. El la oyó moverse.

– ¿A dónde vas? -preguntó.

– Al faro -respondió ella, volviéndose para mirarle con tristeza;

– Al faro. Sí…, el deber.

Muy erguido, canoso, leonino, heroico en su absorta quietud, palpó el bolsillo de su camisa roja, buscando los anteojos que le había dado doña Emilia. Se los puso. Al cabo de un largo período de inmovilidad, abrió el libro y dirigió la mirada al través de los anteojos al texto de la letra pequeña en doble columna. Una expresión rígida y austera se fijó en sus facciones con un ligero ceño, como reflejando algún pensamiento sombrío o alguna sensación desagradable. Y sin apartar los ojos de la lectura, se fue inclinando poco a poco hasta que su blanca cabeza descansó sobre las páginas abiertas. Un reloj con caja de madera hacía sonar su acompasado tic-tac en el encalado muro, y el garibaldino, quedándose frío lentamente, permaneció inmóvil, solo, severo, inalterable, como una vieja encina desarraigada por un traidor rafal del viento.

El faro de la Gran Isabel lució indeficiente sobre el perdido tesoro de la mina de Santo Tomé. En la azulina claridad de una noche sin estrellas, el foco enviaba un haz amarillo hacia los lejanos confines del horizonte. Linda, acurrucada en la galería exterior, apoyada su cabeza en la baranda, semejaba una mancha negra de los transparentes cristales. La luna que descendía en occidente la bañó en su radiante luz.

Abajo, al pie del acantilado, cesó el chapoteo regular de los remos que empujaban una barca; y el doctor Monygham se puso de pie junto a las escotas de popa.

– ¡Linda! -gritó, echando atrás la cabeza- ¡Linda!

La joven se levantó. Había reconocido la voz.

– ¿Ha muerto? -preguntó, inclinándose.

– Si, pobre hija. Voy a dar la vuelta hacia el desembarcadero-respondió el doctor desde abajo-. Arribad a la playa -ordenó a los remeros.

La negra figura de Linda se destacó erguida a la luz de la linterna, con los brazos en alto, como en ademán de arrojarse desde la plataforma del faro.

– Yo soy la que te amaba -musitó con el rostro duro y blanco como el mármol a la luz de la luna-. ¡Yo! ¡Sólo yo! Ella te olvidará después de haber muerto miserablemente por su linda cara. No puedo comprenderlo. No lo comprendo. Pero yo no te olvidaré. ¡Jamás!

Quedóse un momento silenciosa e inmóvil, recogiendo sus fuerzas para condensar toda su fidelidad, su dolor, su trastorno y su desesperación en un solo grito:

– ¡Nunca! ¡Gian Battista!

El doctor Monygham, que contorneaba el borde de la isla en la barca de la policía, oyó pasar el nombre por encima de su cabeza. Aquel era otro de los triunfos de Nostromo, el mayor, el más envidiable, el más siniestro de todos. Con aquel sincero grito de amor inmortal, que parecía resonar desde Punta Mala hasta Azuera, y alcanzar la remota y brillante línea del horizonte, donde pendía una gran nube blanca, brillante como una masa de plata sólida, el genio del magnífico capataz de cargadores proclamó su dominio sobre el oscuro golfo, que contenía sus conquistas de riquezas y amor.

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