En la semana que siguió al auto de procesamiento de Wesley le Clerc por el asesinato de Charles Ponsonby, el ánimo de la opinión pública varió en todo el Estado, ardorosamente exaltado por la televisión. La indignación colectiva ante la existencia del Monstruo de Connecticut aumentó en vez de diluirse; se le consideró una prueba de la impiedad, de la decadencia moral, la ausencia de ética de un mundo enloquecido bajo la presión de la modernidad y la avalancha de la tecnología. La comunidad estaba tolerando aquellos juegos genéticos, permitiendo que engendraran un nuevo tipo de asesinos; sin embargo, todo el mundo pasaba por alto el hecho de que éstos aparentaban ser ciudadanos comunes y respetuosos con la ley. O que, ciertamente, se estaban multiplicando.
Wesley logró su deseo: se había convertido en un héroe. Aunque un alto porcentaje de sus admiradores eran de raza negra, muchos otros no lo eran, y todos ellos estaban convencidos de que Wesley le Clerc había hecho justicia más allá de las posibilidades de la ley.
Aunque el carácter tendencioso de las leyes, a favor de los blancos, había desaparecido ya en algunos estados y llevaba el mismo camino en otros, no siempre era fácil apreciarlo. Era más fácil ver a los familiares de algunas de las víctimas del Monstruo aparecer en algún programa de televisión en que se les hacían preguntas que ofendían a la moral, o sencillamente a la buena educación. ¿Qué sintió al ver la cabeza de su hija metida en un bloque de plástico transparente? ¿Lloró usted? ¿Se desmayó? ¿Qué opina de Wesley le Clerc?
Wesley había sido acusado de asesinato en primer grado con premeditación, y la discusión legal parecía centrarse únicamente en dicha premeditación. Tras ponerse a sí mismo en el primer plano de la información, Wesley sabía perfectamente que si quería permanecer allí, debía ir a juicio. Declararse culpable significaría que su única aparición ante el juez sería para oírle dictar sentencia. En consecuencia, se declaró inocente, y se dictó contra él prisión preventiva sin posibilidad de fianza. Tras esa audiencia, en el exterior del juzgado, Wesley fue abordado por un abogado blanco de altura, que se presentó como el coordinador de su flamante equipo de defensa. Un puñado de otros abogados blancos y de postín que se arremolinaban tras él constituían el resto del equipo. Para su espanto, Wesley les rechazó.
– Idos a tomar por el culo y decidle a Mohammed el Nesr que he visto la verdadera luz -dijo Wesley-. Voy a llevar este asunto a la manera de la pobre basura negra, con un abogado de oficio. -Señaló con el dedo a un joven negro con una mochila. Un leve velo de pesar ensombreció fugazmente su rostro, y suspiró-. Podría haberme encargado yo dentro de diez años, pero ya he elegido mi camino.
Una vez disipada la euforia de aquel viaje de vuelta al calabozo en compañía de Carmine Delmonico, Wesley había experimentado un cambio significativo que quizá tuviera poco que ver con lo que Carmine le había dicho, y mucho más con el hecho de haber presenciado a noventa centímetros de distancia cómo se extinguía la vida en un par de ojos. Todo lo que quedó de Charles Ponsonby fue una cáscara vacía, y lo que aterrorizaba a Wesley era que había liberado a aquel espíritu de inefable maldad para que buscara alojamiento en otro cuerpo. Alá batallaba con Cristo y con Buda, y él empezó a rezarles a los tres.
Sin embargo, también le invadía la fortaleza, una fortaleza diferente. De algún modo, conseguiría hacer de aquel dramático error una victoria.
Las primeras señales de su victoria se manifestaron cuando le enviaron a la cárcel del condado de Holloman a esperar los meses que transcurrirían hasta su juicio. Cuando llegó, los reclusos le vitorearon enloquecidos. Su litera, en una celda para cuatro, estaba colmada de regalos: cigarrillos y puros, encendedores, revistas, caramelos, complementos de vestuario a la moda, un Rolex de oro, siete brazaletes de oro, nueve cadenas de oro para el cuello, un anillo para el meñique con un gran diamante. ¡No había de temer que le violaran en las duchas! Tampoco los guardias le iban a hacer la vida imposible; todos le saludaban con una respetuosa inclinación de cabeza, le sonreían, le hacían el signo de la O. Cuando pidió una estera de oración, apareció una Shiraz preciosa, y cuando quiera que entraba al comedor o al patio de gimnasia, le volvían a vitorear. Negros y blancos, reclusos y guardias le adoraban.
Un número inmenso de personas de todas las razas y colores no creían que hubiera que condenar a Wesley le Clerc en absoluto. Las cartas al director afluían en riadas a los diversos periódicos de todo el país. Las líneas telefónicas de los programas de radio con intervención de los oyentes estaban colapsadas. Los telegramas se amontonaban sobre el escritorio del gobernador. El fiscal del distrito de Holloman intentó persuadir a Wesley de que se declarara culpable de homicidio a cambio de una condena muy inferior, pero el nuevo héroe no estaba dispuesto a rajarse de esa manera. Pensaba ir a juicio, y a juicio fue.
Un juicio que se desarrolló a principios de junio, meses antes de lo que le hubiera correspondido; los poderes fácticos del estamento judicial decidieron que retrasarlo más sólo complicaría las cosas. Aquello no era flor de un día que la gente olvidase fácilmente. «¡Háganlo ya, acabemos con el asunto de una vez por todas!» Nunca hubo un jurado escogido con más cuidado. Ocho eran negros y cuatro blancos, seis mujeres y seis hombres, algunos acomodados, otros simples trabajadores, dos parados por causas no imputables a ellos.
La historia que contó sobre el estrado fue que nunca planeó nada más que lo del sombrero; que fueron los empujones de la multitud lo que le llevó allí donde acabó; y que no recordaba haber disparado ninguna pistola, ni siquiera que llevara una encima. El hecho de que el suceso estuviera inmortalizado en vídeo era irrelevante; su única intención había sido protestar por el trato dispensado a su pueblo.
El jurado optó por asesinato sin premeditación y recomendó clemencia vivamente. El juez Douglas Thwaites, un hombre poco inclinado a la clemencia, dictó sentencia de veinte años de reclusión carcelaria, y un mínimo de doce antes de poder pedir la condicional. Más o menos, el veredicto esperado.
El juicio duró cinco días y acabó un viernes, señalando el clímax de una primavera que el gobernador, al menos, no quería que se repitiera jamás. Las manifestaciones derivaron en disturbios, ardieron casas, se saquearon establecimientos comerciales, hubo tiroteos. A pesar de que su discípulo Alí el Kadi le había dado la espalda, Mohammed el Nesr aprovechó su oportunidad y condujo a la Brigada Negra a una guerra menor que acabó cuando una redada en el número 18 de la calle Quince, en la Hondonada, finalizó con la incautación de más de un millar de armas. Lo que no llegó a entender ningún policía fue por qué Mohammed no había trasladado su arsenal a otro lugar mucho antes de la redada. Salvo Carmine, que pensaba que Mohammed estaba perdiendo influencia, y lo sabía: incluso sus propios hombres empezaban a admirar más a Wesley le Clerc.
Sin perjuicio del destino de la Brigada Negra, se hizo evidente una semana antes de que comenzara el juicio de Wesley que iba a convertirse en una gigantesca manifestación de masas en apoyo al ejecutor del Monstruo, y que no todos cuantos pensaban acudir a Holloman lo harían en actitud pacífica. Espías e informadores advirtieron que unos cien mil manifestantes negros y setenta y cinco mil blancos se instalarían en la explanada de Holloman en la madrugada del lunes previsto para el inicio del juicio de Wesley. Procedían de sitios tan distantes como Los Angeles, Chicago, Baton Rouge (la ciudad natal de Wesley) y Atlanta, aunque la mayoría vivían en Nueva York, Connecticut y Massachusetts. Se había designado un punto de reunión: Maltravers Park, un jardín botánico a dieciséis kilómetros de Holloman. Y allí, del sábado en adelante, empezó a congregarse la gente por millares. La marcha sobre la explanada de Holloman estaba programada para las cinco de la madrugada del lunes, y estaba muy bien organizada. Los aterrorizados habitantes de Holloman blindaron escaparates, puertas y ventanas que dieran a la calle con tablones, temerosos de la guerra urbana que sin duda se iba a producir.
El domingo por la mañana, el gobernador llamó a la Guardia Nacional, que acudió a paso marcial y entró estrepitosamente en Holloman en la madrugada del lunes para ocupar la explanada antes que los manifestantes; vehículos de transporte, vehículos acorazados y camiones inmensos hicieron temblar los cimientos de los edificios mientras todo Holloman se apiñaba, con los ojos como platos y temblando, para verlos desfilar.
Pero la marcha no llegó nunca. Nadie supo bien por qué. Acaso fuera la perspectiva de un enfrentamiento con tropas adiestradas lo que les disuadió, o tal vez Maltravers Park fuera lo más lejos que la mayoría había pretendido llegar. Al mediodía del lunes, Maltravers Park estaba vacío, y eso fue todo. El juicio contra Wesley le Clerc prosiguió con menos de quinientos manifestantes protestando en la explanada en medio de un mar de guardias nacionales, y cuando el viernes por la tarde se anunció el veredicto, esos quinientos regresaron a sus casas dóciles como corderos. ¿Fue por el despliegue oficial de fuerzas oficiales? ¿O porque el simple acto de congregarse había dejado satisfechos a quienes acudieron a Maltravers Park?
Wesley le Clerc no perdió el tiempo preocupándose o preguntándose por quienes le apoyaban. Tras ser transferido a una prisión de alta seguridad al norte del Estado el viernes por la noche, al lunes siguiente Wesley elevó una petición al alcaide del centro para que se le concediera permiso para cursar el primer ciclo de Derecho; aquel avispado funcionario estuvo encantado de acceder a su petición. Después de todo, Wesley le Clerc tenía sólo veinticinco años. Si le concedían la libertad condicional al primer intento, tendría entonces treinta y siete, y estaría probablemente en posesión de un doctorado en jurisprudencia. Sus antecedentes penales le impedirían la práctica de la abogacía, pero los conocimientos que poseería serían mucho más importantes. Iba a especializarse en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Después de todo, él era el ejecutor del Monstruo, el santo de Holloman.
«Muérete de envidia, Mohammed el Nesr, estás acabado. Ahora mando yo.»
Carmine y Desdemona se casaron a principios de mayo, y decidieron pasar la luna de miel en Los Angeles como huéspedes de Myron Mendel Mandelbaum; la réplica del palacio de Hampton Court era tan enorme que su presencia no incomodaba en lo más mínimo a Myron ni a Sandra. Myron estaba a su disposición tan pronto como le llamaban, en tanto que Sandra vagaba flotando en una semiinconsciencia. Un poco para sorpresa de Carmine y Myron, Sophia decidió que le gustaba Desdemona, cuya hipótesis al respecto fue que su nueva hijastra aprobaba la forma, natural y sin zalamerías, en que su nueva madrastra la trataba. Como a un adulto responsable y sensato. Los augurios eran propicios.
De vuelta en Holloman no era todo tan propicio. Como si el Hug no hubiera padecido bastantes sobresaltos y escándalos en los meses previos, los estertores de su agonía produjeron aún uno más, cuando la señora Robin Forbes denunció ante la policía que su marido la estaba envenenando. Al ser interrogado por los recientemente condecorados sargentos Abe Goldberg y Corey Marshall, el doctor Addison Forbes rechazó la acusación con desdén y aversión, les invitó a tomar muestras de todos los alimentos y líquidos que hallaran en la casa, y se retiró a su guarida. Cuando los análisis (incluidos los de vómitos, heces y orina) dieron negativo, Forbes empaquetó sus libros y papeles, hizo dos maletas y se fue a Fort Lauderdale. Allí se unió a una lucrativa consulta de neurología geriátrica; cosas tales como la apoplejía y la demencia senil nunca le habían interesado, pero eran infinitamente preferibles al profesor Frank Watson y a la señora Robin Forbes, a quien presentó una demanda de divorcio. Cuando los abogados de Carmine se pusieron en contacto con él para comprarle la casa de East Circle, él se la vendió por menos de lo que valía para vengarse de Robin, que pedía la mitad. Tras una lucha angustiosa por decidir cuál de sus hijas la necesitaba más, Robin se mudó a Boston con la ginecóloga en ciernes, Roberta. Robina envió a su hermana una carta de condolencia, pero lo cierto es que Roberta estaba encantada de tener un ama de llaves.
Todo lo cual significó que Desdemona estuvo en condiciones de ofrecer a Sophia la posesión de la torre.
– Es bastante ideal -le dijo en tono indiferente, tratando de no sonar demasiado entusiasta-. El cuarto de arriba tiene una azotea… Podrías usarlo como cuarto de estar; y en el cuarto de debajo se puede hacer un pequeño dormitorio, si lo recortamos un poco para poner un baño y una cocinita. Carmine y yo hemos pensado que a lo mejor podrías acabar el bachillerato en la Dormer, y luego elegir una buena universidad. ¿Quién sabe? Puede que la Chubb sea mixta antes de que cumplas la edad de matricularte. ¿Te interesaría?
La sofisticada adolescente chilló de alegría; Sophia se lanzó sobre Desdemona y la abrazó.
– ¡Oh, sí, por favor!
Julio estaba a punto de finalizar cuando Claire Ponsonby hizo llegar a Carmine un mensaje diciendo que le gustaría verle. Su petición fue una sorpresa, pero ni siquiera ella tenía el poder de aguar su humor optimista en aquel precioso día de capullos en flor y trinos de pájaros. Sophia había llegado de Los Angeles dos semanas antes, y todavía estaba tratando de decidir si quería pintura o papel pintado en las paredes interiores de su torre. A Carmine le asombraba la cantidad de temas de conversación que encontraban Desdemona y ella, como le asombraba su en tiempos envarada esposa. Qué sola había debido de sentirse, haciendo economías y ahorrando para pagarse una vida que, a juzgar por la forma en que se adaptó al matrimonio, nunca la hubiera satisfecho. Aunque tal vez se debiera en parte a su embarazo, una pizca anterior al día de su boda; el bebé nacería en noviembre, y Sophia se moría de impaciencia. No era de extrañar, en definitiva, que ni siquiera Claire Ponsonby tuviera en su mano arruinar su sensación de bienestar, de más bien tardía plenitud.
La perra y ella le aguardaban en el porche. Había dos sillas colocadas en torno a una mesita blanca de mimbre que sostenía una jarra de limonada, dos vasos y un plato de pastas.
– Teniente -dijo ella conforme el subía las escaleras.
– Ahora, capitán -dijo él.
– ¡Caramba, caramba! Capitán Delmonico. Suena bien. Siéntese, por favor, y tome un poco de limonada. Es una vieja receta familiar.
– Gracias, me sentaré, pero no quiero limonada.
– No comería ni bebería usted nada que hayan preparado mis manos, ¿no, capitán? -preguntó ella con dulzura.
– Francamente, no.
– Se lo perdono. Sentémonos sin más, entonces.
– ¿Por qué quería verme, señorita Ponsonby?
– Por dos razones. La primera, que voy a mudarme, y aunque, según me han dicho mis abogados, nadie puede impedirme que lo haga, consideraba importante informarle del hecho. Hice cargar las cosas que quiero llevarme en la furgoneta de Charles, y he contratado a un estudiante de la Chubb para conducirla y que nos lleve a Biddy y a mí a Nueva York esta noche. He vendido el Mustang.
– Creía que Ponsonby Lane 6 era su domicilio hasta la muerte.
– He descubierto que ningún sitio es mi hogar sin mi querido Charles. Luego recibí una oferta por esta propiedad que simplemente no podía rechazar. Está usted excusado si pensaba que nadie querría comprarla, pero no es así. El mayor F. Sharp Menor me ha pagado una suma muy jugosa por lo que, según creo, piensa convertir en un museo de los horrores. Varias agencias de viajes de Nueva York han convenido en programar visitas de dos días. Primer día: viaje a su aire en autobús por el encantador paisaje rural de Connecticut, cene y pase la noche en el motel Mayor Menor; lo está reformando para hacerlo más elegante. Segundo día: una visita guiada por la guarida del Monstruo de Connecticut, incluida una travesía a gatas por su legendario túnel. Alimente a los ciervos, cuya presencia a la salida del túnel está garantizada. Vuelva paseando al cubil del Monstruo para ver catorce réplicas de las cabezas en su emplazamiento original. Naturalmente, habrá una banda sonora con gritos y aullidos. El mayor está remodelando el viejo salón para hacer un comedor para treinta personas y convertirá nuestro viejo comedor en una cocina. Después de todo, no puede tener a un chef preparando la comida en un horno Aga mientras la gente lo ve abrirse y cerrarse. Luego, autobús de vuelta a Nueva York -dijo Claire desapasionadamente.
¡Dios, qué sarcasmo! Carmine la escuchaba sentado, cautivado, contento de que ella no pudiera observar su boca abierta.
– Pensaba que no se creía usted nada de eso -dijo al cabo.
– Y así es. No obstante, me aseguran que tales cosas se dan. Si ése es el caso, merezco sacar de ello un beneficio. Me dan la oportunidad de empezar de nuevo lejos de Connecticut. Estoy pensando en Arizona o Nuevo México.
– Le deseo suerte. ¿Cuál es la segunda razón?
– Una explicación -dijo ella, en tono más suave, más parecido al de la Claire con quien él había simpatizado, y por la que había sentido aprecio-. Le eximo de ser el estereotipo del policía brutal, capitán. Siempre me pareció usted un hombre consagrado a su trabajo: sincero, altruista incluso. Puedo entender que me considerara sospechosa de esos horribles crímenes, puesto que sigue usted insistiendo en que el asesino era mi hermano. Mi propia teoría es que a Charles y a mí nos engañaron, que alguna otra persona llevó a cabo las… eh… reformas en nuestros sótanos. -Suspiró-. Sea como fuere, he decidido que es usted lo bastante caballeroso para poder hacerme algunas preguntas, como lo haría un caballero: con cortesía y discreción.
¡Victoria al fin! Carmine se inclinó hacia delante en su silla, las manos entrelazadas.
– Gracias, señorita Ponsonby. Me gustaría empezar preguntándole qué sabe usted sobre la muerte de su padre.
– Suponía que me preguntaría eso. -Estiró sus piernas largas y nervudas y las cruzó a la altura de los tobillos, jugueteando con un pie con el collar de Biddy-. Éramos muy ricos antes de la Depresión, y vivíamos bien. Los Ponsonby siempre han sabido disfrutar de la buena vida: buena música, buena comida, buen vino, cosas buenas a nuestro alrededor. Mamá venía de un ambiente similar: Shaker Heights, ya sabe usted. Pero el suyo no fue un matrimonio por amor. A mis padres les obligaron a casarse porque Charles estaba en camino. Mamá estaba dispuesta a hacer lo que fuera por cazar a papá, que en realidad no la quería. Pero cuando les pusieron entre la espada y la pared, cumplió con su deber. Charles nació a los seis meses. Dos años después, llegó Morton, y dos años después de eso, llegué yo.
Detuvo el pie; Biddy gimió hasta que volvió a empezar, y entonces se quedó tumbada con los ojos cerrados y el hocico apoyado en las patas delanteras. Claire prosiguió.
– Siempre tuvimos un ama de llaves además de una mujer que hiciera la limpieza. Me refiero a una sirvienta alojada en casa que se ocupaba del trabajo doméstico más ligero, excepto cocinar. A mamá le gustaba cocinar, pero detestaba lavar los platos o pelar las patatas. No creo que fuera especialmente tiránica, pero un día el ama de llaves se despidió. Y papá trajo a casa a la señora Catone… Louisa Catone. Mamá se quedó lívida. ¡Lívida! ¿Cómo osaba él usurpar sus prerrogativas?, etcétera. Pero a papá le gustaba salirse con la suya tanto como a mamá, y la señora Catone se quedó. Era una joya, lo que persuadió a mamá… Supongo que mamá supo desde un principio que la señora Catone era la amante de papá, pero la cosa funcionó bien durante mucho tiempo. Entonces hubo una pelea terrible… ¡realmente terrible! Mamá insistió en que la señora Catone tenía que irse, papá insistía en que se iba a quedar.
– ¿Tenía hijos la señora Catone? -preguntó Carmine.
– Sí, una niña llamada Emma. Unos meses mayor que yo -dijo Claire como en una ensoñación; sonrió-. Jugábamos juntas, comíamos juntas. Mi vista no era muy buena, ya entonces, así que Emma me hacía un poco de perro guía. Charles y Morton la odiaban. Verá, la pelea se produjo porque mamá descubrió que Emma era hija de papá: nuestra medio hermana. Charles encontró su certificado de nacimiento.
Se quedó en silencio, sin dejar de menear el collar de Biddy.
– ¿Cómo acabó la pelea? -la instó Carmine.
– De modo sorprendente, y no sorprendente. Llamaron a papá por un asunto de negocios urgente al día siguiente, y la señora Catone se fue con Emma.
– ¿Cuándo fue eso, en relación con la muerte de su padre?
– Déjeme ver… Yo tenía casi seis años cuando le mataron… Un año antes. De un invierno a otro.
– ¿Cuánto tiempo llevaba la señora Catone con ustedes cuando se marchó?
– Dieciocho meses. Era una mujer singularmente hermosa; Emma era su viva imagen. Morenas. De sangre mestiza, aunque más blancas que otra cosa. Hablaba con una voz preciosa: cantarina, melosa. Una lástima que no dijera más que banalidades con ella.
– Así que su madre la despidió mientras su padre estaba fuera.
– Sí, pero creo que hubo algo más que eso. Si nosotros, los pequeños, hubiéramos sido algo mayores, podría decirle más, o si yo, la chica, hubiera sido la mayor; encuentro que los chicos no se fijan tanto cuando de emociones se trata. Mamá podía llegar a asustar a la gente. Tenía cierto poder. Hablé de ello con Charles infinidad de veces, y llegamos a la conclusión de que mamá amenazó con matar a Emma a menos que desaparecieran las dos para siempre. Y la señora Catone la tomó en serio.
– ¿Cómo reaccionó su padre al volver a casa?
– Se pelearon a gritos. Papá pegó a mamá y salió corriendo de casa. Tardó en volver… ¿varios días? ¿Semanas? Mucho tiempo. Recuerdo a mamá dando vueltas nerviosamente. Entonces volvió papá. Tenía un aspecto espantoso, se negó a hablar siquiera con mamá, y si ella intentaba tocarle él le pegaba o la zarandeaba apartándola. ¡Qué odio! Y él… lloraba. Todo el tiempo, nos parecía a nosotros. Me atrevería a decir que vino a casa por nosotros, pero iba arrastrándose por los rincones.
– ¿Cree que su padre fue en busca de la señora Catone, pero no la encontró?
Sus ojos azules y acuosos se perdieron en un infinito ciego.
– Bueno, sería la explicación más lógica, ¿no? El divorcio no estaba ya mal visto por entonces, pero papá prefería tener a la señora Catone de sirvienta en su casa. Mamá para guardar las apariencias, la señora Catone para su placer carnal. Casarse con una mulata caribeña le habría arruinado socialmente, y a papá le importaba su estatus social. Al fin y al cabo, era de los Ponsonby de Holloman.
«Con qué distancia habla de ello», pensó Carmine.
– ¿Sabía su madre que el dinero se había esfumado con el crack de Wall Street? -preguntó Carmine.
– Lo supo sólo tras la muerte de mi padre.
– ¿Le mató ella?
– Ah, sí. Aquella tarde tuvieron la peor pelea de todas; podíamos oírla desde el piso de arriba. No entendíamos todo lo que se gritaban el uno al otro, pero oímos lo bastante como para comprender que papá había encontrado a la señora Catone y a Emma. Que tenía la intención de abandonar a mamá. Se puso su mejor traje y se fue en su coche. Mamá nos encerró a los tres en la habitación de Charles y salió en nuestro segundo coche. Empezaba a nevar. -Su voz sonaba infantil, como si la pura fuerza de aquellos recuerdos la arrastrara atrás en el tiempo-. Los copos de nieve daban vueltas y más vueltas, girando en remolino igual que hacen en las bolas de cristal. ¡Esperamos tanto tiempo…! Entonces oímos el coche de mamá y empezamos a dar golpes en la puerta. Mamá la abrió y nosotros salimos en tromba… ¡nos moríamos de ganas de ir al baño! Los chicos me dejaron entrar primero. Cuando salí, mamá estaba de pie en el pasillo con un bate de béisbol en la mano derecha. Estaba cubierto de sangre, y ella igual. Entonces salieron Charles y Morton del cuarto de baño, la vieron y se la llevaron. La desvistieron y la bañaron, pero yo tenía tanta hambre que había bajado a la cocina. Charles y Morton encendieron fuego en el viejo hogar que había donde ahora está el Aga, y quemaron el bate y sus ropas. ¡Qué triste! Morton nunca volvió a ser el mismo.
– ¿Quiere decir que hasta entonces había sido… en fin, normal?
– Muy normal, capitán, aunque aún no había empezado a ir a la escuela… Mamá no nos dejó acudir hasta los ocho años. Pero después de aquel día, Morton no volvió a decir una palabra. Ni a admitir la existencia del mundo. ¡Ay, sus ataques de furia! Mamá no le tenía miedo a nada ni a nadie. Excepto a Morton con un ataque de furia. Rabioso, incontrolable.
– ¿Fue a verles la policía?
– Por supuesto. Dijimos que mamá había estado en casa con nosotros, en cama con una jaqueca. Cuando le dijeron que papá había muerto, se puso histérica. La madre de Bob Smith vino, nos dio de comer y se quedó con mamá. Unos días más tarde, descubrimos que nuestro dinero se había volatilizado en el crack de la Bolsa.
A Carmine le dolían las rodillas; la silla era exageradamente baja. Se puso en pie y caminó por el perímetro del porche; comprobó con el rabillo del ojo que Claire Ponsonby tenía efectivamente todo dispuesto para marcharse. La parte trasera de la furgoneta, en el camino de entrada, estaba a rebosar de bolsas, cajas, un par de baúles pequeños a juego que databan de una época en que se viajaba con más calma y estilo. Como no quería volver a sentarse, apoyó la cadera en la barandilla.
– ¿Sabía que la señora Catone y Emma también murieron aquella noche? -preguntó-. Su madre empleó el bate de béisbol con los tres.
El rostro de Claire se congeló en una expresión de absoluta y genuina sorpresa; el pie con que jugueteaba con la perra salió disparado al aire como presa de un ataque. Carmine le sirvió un vaso de limonada, preguntándose si no debería buscar algo más fuerte. Pero Claire se bebió el contenido del vaso ávidamente y recobró la compostura.
– Así que eso es lo que fue de ellas -dijo lentamente-; Charles y yo nunca dejamos de preguntárnoslo. Nadie nos dijo jamás quiénes eran las otras dos personas, sólo hablaron de un grupo de vagabundos presas de un frenesí homicida. Nosotros dimos por supuesto que mamá utilizó sus correrías para ocultar su propia obra, y que los otros dos eran miembros de la banda.
Súbitamente, se irguió en su silla, se inclinó al frente y tendió a Carmine una mano implorante.
– ¡Cuéntemelo todo, capitán! ¿Qué? ¿Cómo?
– Estoy seguro de que acierta al pensar que su padre le dijo a su madre que la dejaba para empezar una nueva vida. Ciertamente, había encontrado a la señora Catone y a Emma, pero cuando fue a reunirse con ellas en la estación de trenes era la primera vez, porque las Catone estaban en la indigencia. No llevaban dinero, ni siquiera comida. Los dos mil dólares que llevaba él encima representaban probablemente todo lo que había podido arañar para esa nueva vida -dijo Carmine-. Estaban escondidos en la nieve, lo que me hace pensar que su madre tenía efectivamente la habilidad de aterrorizar a la gente. Pobre hombre. Le dijo a su madre más de la cuenta y murieron tres personas.
– Tantos años, y nunca, nunca lo supe… Ni tan siquiera lo llegué a sospechar… -Sus ojos se volvieron hacia la cara de Carmine como si pudieran ver, brillando de emoción-. ¿No es irónica, la vida?
– ¿Quiere que le prepare un trago como Dios manda, señorita?
– No, gracias. Estoy bien. -Levantó las piernas y las recogió bajo la silla.
– ¿Puede hablarme un poco de su vida después de aquello?
Elevó un hombro, descendieron las comisuras de su boca.
– ¿Qué le gustaría saber? Mamá tampoco volvió ya a ser la misma.
– ¿No intentó ayudarles nadie del exterior?
– ¿Se refiere a gente como los Smith y los Courtenay? Mamá lo llamaba meter sus narices donde nadie les llamaba. Unas pocas dosis de las groserías de mamá funcionaban mejor que el aceite de castor. Dejaron de intentarlo, nos dejaron en paz. Salimos adelante, capitán. Sí, salimos adelante. Contábamos con una pequeña renta que mamá complementaba vendiendo tierra. Su familia también ayudó, creo. Charles fue a la escuela Dormer Day, igual que yo, y ella pagaba las tasas regularmente.
– ¿Qué me dice de Morton?
– Vino un inspector de educación, que le echó un vistazo y nunca más volvió. Charles le dijo a todo el mundo que era autista, pero eso era para contentar a los entrometidos. El autismo no aparece el día que tu madre asesina a tu padre. Desde el punto de vista psiquiátrico, eso es un asunto de muy distinto cariz. Aunque nosotros lo queríamos, ¿sabe? Sus accesos de furia nunca iban dirigidos contra Charles o contra mí, sólo contra mamá o cualquier extraño que pasara por casa.
– ¿Le sorprendió que muriera tan repentinamente?
– Sería más exacto decir que me dejó anonadada. Hasta éste, 1939 fue el peor año de mi vida. Estoy sentada con mis libros, estudiando, y de pronto desciende sobre mí un velo gris… ¡Bum! Ciega de por vida. Una visita al oftalmólogo, y me veo subida en un tren, camino de Cleveland. No he hecho más que llegar a la escuela para ciegos y llama Charles para decirme que Morton está muerto. ¡Cayó redondo, sin más! -Se estremeció.
– Parece dar a entender que su madre no era mentalmente estable antes de enero de 1930, pero es evidente que lo disimulaba bien.
Entonces ¿qué ocurrió a finales de 1941 para provocarle verdadera demencia?
El rostro de Claire se contrajo en una mueca.
– ¿Qué pasó justo después de Pearl Harbor? Charles dijo que se casaba. Los dos tenían veinte años, pero a falta de poco para cumplir la mayoría de edad. Estaba estudiando el primer ciclo de Medicina en la Chubb. Smith le presentó a una chica en un baile y fue amor a primera vista. La única forma que tuvo mamá de acabar con ello fue disparar todas las alarmas. Quiero decir que se puso como loca, loca de atar. La chica salió huyendo. Yo me ofrecí para volver a casa y cuidar de mamá… durante casi veintidós años, según resultó. Y no es que no hubiera hecho por Charles incluso más que algo tan tedioso como eso. No piense que me convertí en la esclava de mamá: aprendí a controlarla. Pero mientras ella vivió, Charles y yo no pudimos permitirnos disfrutar plenamente de nuestro gusto por la comida, el vino y la música. Entre usted, capitán, usted y mamá, han arruinado mi vida. Tres preciosos años en que tuve a Charles enteramente para mí, ésa es la suma total de mis recuerdos. Tres preciosos años…
Fascinado, Carmine se encontró preguntándose si lo que suponía Marciano era cierto. ¿Habían sido amantes hermano y hermana?
– Sentía usted una gran antipatía por su madre -dijo.
– ¡La aborrecía! ¡La aborrecía! ¿Se figura usted -prosiguió con repentina ferocidad- que desde el día que cumplió trece años hasta que cumplió dieciocho Charles vivió en el armario debajo de la escalera? -La rabia se evaporó; una chispa de temor brilló en sus ojos y se desvaneció mientras alzaba las manos para palparse la boca-. Oh. No pretendía decir eso. No, eso es algo que no quería decir. Se me ha escapado. ¡Se me ha escapado!
– Mejor fuera que dentro -dijo Carmine, quitándole importancia-. Continúe. Será mejor, ahora que ya lo ha dicho.
– Años más tarde, Charles me dijo que ella le había sorprendido masturbándose. Se puso hecha una furia. Le chilló, le gritó, le escupió, le mordió, le dio puñetazos… Él siempre fue incapaz de revolverse contra ella. Yo me defendía siempre, pero Charles era como un conejo bajo el hechizo de una cobra. Ella no volvió a dirigirle la palabra, cosa que a él le partió su pobre corazón. Cuando volvía a casa del colegio, o de casa de Bob Smith, iba derecho al armario. Era un armario grande, con una bombilla dentro. ¡Ah, sí, mamá era muy considerada! Tenía un colchón en el suelo y una silla dura; había una estantería que podía usar de mesa. Ella le pasaba una bandeja con la comida y la retiraba cuando él se la terminaba. Orinaba y hacía de vientre en un cubo que debía vaciar y limpiar cada mañana. Hasta que me fui a Cleveland, fue responsabilidad mía darle sus comidas, pero no me estaba permitido hablarle.
Carmine, boquiabierto, no salía de su asombro.
– ¡Pero eso es ridículo! -exclamó-. Iba a un colegio muy bueno, con tutores, y un director, ¡sólo tenía que contárselo a alguien! Ellos habrían tomado medidas de inmediato.
– Chivarse era algo ajeno a la naturaleza de Charles -dijo Claire, levantando la barbilla-. Él adoraba a mamá, le echaba a papá la culpa de todo. Sólo tenía que haberla desafiado, pero no quiso. El armario era su castigo por un pecado terrible, y eligió cumplir su castigo. El día que cumplió dieciocho, ella le dejó salir. Pero nunca más le habló. -Se encogió de hombros-. Así era Charles. Tal vez esto le permita comprender por qué sigo negándome a creer que él hiciera ninguna de esas cosas espantosas. Charles era incapaz de violar o torturar, era demasiado pasivo.
Carmine se enderezó, flexionó los dedos, que se le habían dormido de apretarlos en torno a la barandilla.
– Sabe Dios que no deseo en absoluto agravar su dolor, señorita Ponsonby, pero puedo asegurarle que Charles era el Monstruo de Connecticut. De no serlo, el mayor F. Sharp Menor no le financiaría a usted su nuevo comienzo en Arizona o Nuevo México. -Se dirigió hacia las escaleras-. Debo irme. No, no se levante. Le agradezco todo esto, ha resuelto un rompecabezas que me atormentaba desde hace meses. ¿Se llamaban Louisa y Emma Catone? Bien. Sé dónde están enterradas. Ahora les pondré un monumento. ¿Sabe si la señora Catone profesaba alguna creencia religiosa?
– Habla usted como un poli recalcitrante, capitán. Sí, era católica. Supongo que debería contribuir al monumento, dado que Emma era mi medio hermana, pero estoy segura de que entenderá usted que no lo haga. Arrivederci.
Claire Ponsonby continuó sentada en el porche largo rato después de que el capitán Carmine Delmonico se marchara.
Sus ojos vagaron por los árboles que rodeaban la casa, recordando cómo pasaba Morton las largas horas de sus días sin colegio. Cavó un túnel porque sabía que un día un túnel les vendría que ni pintado. Mientras trabajaba, pensaba, y su cuerpo desarrollaba la enjuta reciedumbre de quien trabaja más que come. ¡Ah, Charles le amaba! Le quería más incluso de lo que había querido a mamá. Le enseñó a leer y escribir, le dio auténtica erudición. Charles, un hermano que comprendía la ineluctable perfección de la fraternidad. Compartir los libros, tratando valientemente de compartir el trabajo. Pero a Charles le daba tanto miedo el túnel que nunca pudo soportar estar mucho tiempo en él. Mientras que Morton nunca se sentía más vivo que cuando estaba dentro del túnel, cavando, avanzando, horadando, sacando la tierra y las piedras que Charles esparcía alrededor de los árboles.
Así habían empezado a compartir. Charles veía la habitación Catone como el paraíso de un cirujano, suspendido en el aire a trescientos metros. Mientras que Morton sabía que la habitación Catone era la floración orgásmica del túnel bajo el pesado silencio de la tierra. Morton, Morton, encendido, apagado. Gusano ciego, topo ciego en la oscuridad, cavando y cavando con un botón mágico en su cabeza que podía encender o apagar sus ojos a voluntad. Encender, apagar. On, off. Cava y cava; on, off.
«A ver, que me acuerde… Bajo ese roble es donde enterramos al italiano de Chicago después de que nos pusiera el suelo de terrazo. Y ese arce se alimenta de la sustancia de los orondos restos del fontanero; le contratamos en San Francisco. El carpintero de Duluth se descompone cerca del que debe de ser el último olmo sano de Connecticut. No recuerdo dónde enterramos a los demás, pero no importan. ¡Qué excelente servidor es la codicia! Un trabajo secreto a cambio de dinero en mano, y todos tan felices. Nadie más feliz que Charles al entregar el dinero. Nadie más feliz que yo al recuperarlo después de haber descargado el mazazo. Nadie más feliz que ambos al hurgar y curiosear en sus orificios, canales, conductos y cavidades aún calientes.
»Y no era porque necesitáramos recuperar el dinero. Lo que gastamos en la habitación Catone a lo largo de los interminables años que pasamos esperando a que mamá muriera fue una miseria comparado con la cantidad de dinero en efectivo que mamá se trajo de la estación en dos pequeños y elegantes baúles aquel enero de 1930. ¿Papá tan tonto como para perder toda su fortuna en un crack del mercado bursátil? Difícilmente. Sus inversiones se habían convertido en efectivo mucho antes de aquello. Instaló una pequeña caja fuerte de banco (cuya puerta nos fue muy útil más adelante) en la bodega, y metió allí el dinero hasta que su detective dio con el paradero de la señora Catone. ¡Gracias, querido capitán Delmonico, por rellenar los huecos! Ahora sé por qué vació la caja fuerte, metió su contenido en esos baúles y los cargó en su coche antes de conducirlo a la estación del ferrocarril.
«Después de matarle, mamá transfirió los baúles a su coche; nosotros miramos qué había dentro y se los robamos mientras su ropa y el bate de béisbol ardían alegremente. Mientras yo los escondía en mi pequeño apéndice de túnel, Charles empezó a cavar un túnel más de su agrado, horadando la mente de mamá. Una y otra vez, le repetía que el asunto Catone era producto de su imaginación, que ella no había matado a papá, que Catone rimaba con «supone» y Emma era un libro de Jane Austen. Cuando ella necesitaba dinero, se lo dábamos, aunque nunca le dijimos dónde estaban los baúles. Más adelante, cuando ese traidor de Roosevelt abolió el patrón oro en 1933, llevamos los baúles y a mamá al banco Sunnington de Cleveland, donde, dado que el banco era propiedad de su familia, pudimos cambiar los billetes viejos por otros nuevos sin ningún problema. En aquellos días de la Depresión, mucha gente prefería guardar su dinero escondido, en efectivo. Y para entonces, ella era ya la marioneta inerme de dos recatados muchachos que apenas habían entrado en la adolescencia.
»Traerse el dinero de vuelta a casa no fue fácil, on, off. Alguien del banco se fue de la lengua. Pero Charles planeaba y organizaba nuestra estrategia con su extraordinaria brillantez. En cuestiones de logística y concepción de planes, Charles era un genio. ¿Cómo voy a reemplazarle? ¿Quién me entenderá como un hermano?
»De regreso a casa, el túnel que Charles perforaba en la cabeza de mamá se centró en el dinero, en cómo Roosevelt lo había robado para financiar su complot contra todo aquello que nuestra Norteamérica representaba, desde la libertad a dejar que Europa se cociera en su propio y bien merecido jugo. Sí, nuestros dos túneles crecían, y ¿quién podría decir cuál de los dos era más hermoso? Un túnel a la locura, un túnel a la habitación Catone; on, off.»
«Espero que el capitán Delmonico haya quedado satisfecho con mi cuento de amor despechado y locura sobrevenida. Una lástima que esa mujer suya resultara tener tantos recursos. Estaba tan ilusionado con dedicarle una sesión especial, desollándola en toda su olímpica altura mientras ella lo contemplaba todo en un espejo. No puedes mantener los ojos cerrados todo el rato, Desdemona; on, off. De todas formas, ¿quién sabe? Tal vez algún día, un día, sucederá. Nunca me habría fijado en ella de no haberse despertado en mí tal fascinación por Carmine el curioso. Pero como, por más curioso que sea, no es clarividente, nunca hizo las preguntas que hubieran podido hacer la luz en su obstinado cerebro.
»Preguntas como ¿por qué tenían todas dieciséis años? La respuesta a eso es pura aritmética; on, off. La señora Catone tenía veintiséis años, y Emma seis, y eso suma treinta y dos, pero sólo queríamos una Catone, con que divide por dos y la cifra es… ¡dieciséis! Preguntas como ¿qué podría atraer a una joven deseosa de hacer el bien hacia su delicioso destino? La respuesta a eso estriba en la cualidad de la compasión. Una mujer ciega llorando porque su perro guía se ha roto una pata. Biddy hace el numerito de la pala rola de maravilla. Preguntas como ¿qué significa una docena? Ciclos solares, ciclos lunares, ciclomotores… La respuesta es una estupidez. La señora Catone solía decir: «¡Por docenas sale más barato!», como si fuera una revelación tan cegadora como Dios mismo. Preguntas como ¿por qué tardamos tantos años en empezar? La respuesta está enredada en la telaraña de Edipo, de Orestes. Matar Catones puede salir más barato por docenas, pero nadie puede matar a su madre. Preguntas como ¿cómo pudo Claire tomar parte en ello, y sin embargo, quién podía sino Claire? La respuesta a eso está en las apariencias. Las apariencias lo son todo; todo está en el ojo del espectador; on, off.
»Mamá nunca tuvo una niña. Sólo tres chicos. On, off, on, off. Pero ella anhelaba una niña, y mamá siempre conseguía lo que quería. Así que vistió de niña al último de nosotros desde el día en que nació. La gente cree lo que le dicen sus ojos; on, off. Todo el mundo, usted incluido, capitán Delmonico. Nosotros, los chicos Ponsonby, nos parecemos todos a mamá: resultamos pasables como mujeres, pero blandos como hombres. Sin un ápice de la impetuosa virilidad de papá. ¡Oh, cómo solía dársela a la señora Catone! Charles y yo les espiábamos por un agujero de la pared, on, off, on, off.
»Queridísimo Charles, siempre pensando en la manera de atender mis necesidades. Cuánto más difícil habría sido todo después de que Claire se quedara ciega si él no hubiera tenido la inspiración de vestirme a mí con su ropa y enviarme a Cleveland, on, off. Nada más llegar yo allí, le puso a Claire en la cara una blanda almohada de goma y Morton el topo se convirtió en Claire la ciega. On, off; on, off.
»Por fin se ha hecho la oscuridad. Mi auténtico medio, on, off. Es hora de que Morton el topo busque nuevos campos en que cavar sus túneles.»