Tercera parte
ENERO-FEBRERO 1966

14

Lunes, 3 de enero de 1966

El teléfono despertó a Carmine de un sueño profundo poco antes de las ocho de la mañana el día de Año Nuevo, una de las contadas ocasiones en tres meses que decidía no ponerse el despertador y descansar cuerpo y mente a placer. No porque hubiera celebrado la despedida del año viejo; aunque había sido el más angustioso de su vida, tenía muchas razones para pensar que el nuevo podría resultar peor todavía. Por ello, había pasado la víspera de Año Nuevo a solas en su apartamento, viendo a la muchedumbre en Times Square por la tele. Se le pasó por la cabeza invitar a subir a Desdemona, situada dos pisos más abajo, pero decidió no hacerlo porque le preocupaba que ella pudiera estar harta ya de su compañía. Si salía a comer fuera, era él quien la escoltaba y pagaba la cuenta, por más que ella protestara por lo que él no consideraba sino un gesto de cortesía elemental. La consecuencia fue que se acostó bastante antes de la medianoche, durmió como un tronco y estaba listo para despertar cuando sonó el teléfono.

– Delmonico -dijo.

– Soy Danny -repuso la voz de Marciano-. Carmine, acércate a New London ahora mismo. Ha habido otro secuestro. En Dublin Road, del lado de Groton del río. Abe y Corey están de camino, igual que Patrick. Los polis de New London te estarán esperando.

Se incorporó inmediatamente, sintiendo un sudor que no le habían provocado los diez grados centígrados del termostato; le gustaba dormir con frío, así evitaba acabar tirando las mantas.

– Pero no puede ser -dijo, tiritando-. Sólo han pasado treinta días desde lo de Francine, al tío no le tocaba actuar hasta finales de mes.

– No estamos seguros de que sea el mismo tipo… El secuestro tuvo lugar durante la noche, para empezar, y es una novedad para los polis de New London. Acércate allí y diles a qué se enfrentan.

Con Abe al volante, recorrieron zumbando los setenta kilómetros que había hasta New London; Paul y Patrick les seguían en su furgoneta.

– ¡Treinta días, sólo han pasado treinta días! -dijo Abe cuando la I-95 enfilaba ya a New London. No había dicho palabra hasta entonces.

– Coge la desviación a Groton por el puente -dijo Corey, que llevaba un mapa desplegado sobre las rodillas-. No puede tratarse del mismo tío, Carmine.

– Lo sabremos dentro de pocos minutos, así que tomáoslo con calma.

No les fue difícil encontrar el lugar; parecía que todos los coches patrulla de New London estuvieran aparcados a lo largo de los márgenes de una calle bordeada de casas modestas distribuidas en manzanas de ocho áreas; Dublin Road, Groton.

La casa que les indicó un guardia estaba pintada de gris: una vivienda de una sola planta, demasiado pequeña para clasificarla como de estilo rancho. Muy del tipo de hogar de un trabajador orgulloso de sí mismo y de su propiedad. Al primer vistazo, Carmine supo, desolado, que las personas que la habitaban serían tan respetadas como respetables. Una familia ideal para los propósitos del asesino.

– Tony Dimaggio -dijo un hombre con uniforme de capitán, tendiéndole la mano a Carmine-. Una chica negra de dieciséis años llamada Margaretta Bewlee ha sido secuestrada durante la noche. El señor Bewlee parece creer que por la ventana del dormitorio, pero no he dejado que se acercara ninguno de mis hombres por miedo a que destruyeran pruebas; si se la ha llevado el Monstruo, es algo que nos supera de largo. Acompáñeme dentro -dijo, y echó a andar delante de Carmine-. A la madre, en el estado en que se encuentra, es imposible sacarle nada, pero el padre está bastante entero.

– Estaré con usted en cuanto haya llevado al doctor O'Donnell a ver el exterior de la ventana. Gracias por su paciencia, Tony.

La familia era negra como un tizón: padre, madre, una hija adolescente, muy joven, y dos chicos a punto de entrar en la pubertad.

– ¿Señor Bewlee? Teniente Delmonico. Explíqueme lo ocurrido.

Tenía ese tono grisáceo que en la gente de piel muy oscura era síntoma de extrema consternación, pero se las apañaba para dominar sus sentimientos; perder el control de los mismos podía resultar fatal para Margaretta, y él era consciente de ello. Su mujer, todavía en bata y zapatillas, estaba sentada como petrificada, con los ojos vidriosos.

El señor Bewlee respiró hondo.

– Brindamos por el Año Nuevo y luego nos acostamos, teniente. No somos nada noctámbulos, así que apenas podíamos mantener los ojos abiertos.

– ¿Bebieron algo de alcohol, como vino espumoso?

– No, ponche de frutas nada más. En esta casa no bebemos.

Su expresión se nublaba por momentos; cuando pareció no saber ya qué venía a continuación, miró a Carmine con ojos implorantes. «¡Ayúdeme, ayúdeme!» -¿Dónde trabaja usted, señor Bewlee?

– Soy soldador de precisión en la Electric Boat, van a subirme el sueldo de aquí a un par de semanas. Esperábamos el aumento para mudarnos de casa y comprarnos una más grande. -Las lágrimas afluyeron a sus ojos, y se detuvo.

– Presénteme a sus hijos, señor Bewlee.

El padre recuperó la entereza; aquello sí podía hacerlo.

– Esta es Linda, tiene catorce años. Hank tiene once, Ray, diez. Tenemos uno pequeño, Terence. Tiene dos años y duerme en nuestra habitación. Linda le llevó a casa de la vecina, la señora Spinoza. Creímos que no le vendría bien… que no le vendría bien… -Se derrumbó, hundió la cara entre las manos, se debatió por recobrar la compostura-. Lo siento, no puedo…

– Tómese su tiempo, señor Bewlee.

– Etta, como la llamamos, y Linda comparten una habitación.

– ¿Comparten?

– Eso es, teniente. Duermen las dos allí. No hemos madrugado demasiado, pero cuando mi mujer se puso a prepararnos el desayuno llamó a las chicas. Linda dijo que Etta estaba en el baño, pero resultó que eran los chicos, no Etta. Así que empezamos a buscarla y no la encontramos. Fue entonces cuando llamé a la policía. No podía dejar de pensar en el Monstruo. Pero no puede ser él, ¿no? Todavía no le tocaba, y Etta es como el resto de nosotros: negra. Quiero decir que somos totalmente negros. Nuestra niña no podría interesarle, teniente.

¿Cómo podía responder a eso? Carmine se volvió hacia la hermana de Etta.

– Linda, ¿no es así? -le preguntó, sonriendo.

– Sí, señor -acertó a decir ella, entre lágrimas.

– No voy a decirte que no llores, Linda, pero ayudarás más a tu hermana si me respondes, ¿vale?

– Vale. -Se secó la cara.

– Etta y tú os fuisteis a la cama a la misma hora, ¿verdad?

– Sí, señor. A las doce y media.

– Tu papá dice que todos teníais sueño. ¿Es cierto?

– Nos caíamos -dijo lacónicamente Linda.

– Así que os fuisteis las dos derechas a la cama.

– Sí, señor, en cuanto rezamos nuestras oraciones.

– ¿Etta no se salta nunca sus oraciones?

A Linda se le secaron los ojos; puso cara de espanto.

– ¡No, señor, no!

– ¿Hablasteis un poco después de acostaros?

– No, señor, yo al menos no. Me quedé dormida en cuanto me tumbé.

– ¿Oíste algún ruido durante la noche? ¿Te despertaste para ir al baño?

– No, señor, dormí hasta que nos llamó mamá. Aunque me pareció raro que Etta se hubiera levantado antes que yo. Es muy remolona para despertarse. Luego pensé que se habría dado prisa para entrar en el baño antes que yo, pero cuando llamé a la puerta fue Hank quien respondió.

La niña tenía una cara preciosa, unos ojos oscuros y líquidos, la piel perfecta, unos labios carnosos que llevarían a un monje ferviente a romper sus votos, con aquel contorno nítidamente dibujado y cierta cualidad que siempre traía a Carmine evocaciones de tragedia. Labios de muchacha negra, de un granate que se tornaba rosa allí donde se unían en un pliegue capaz de rendir corazones. ¿Tenía Margaretta la misma cara?

– ¿No crees que Etta haya podido escaparse, Linda?

Sus grandes ojos se agrandaron aún más.

– ¿Por qué iba a hacerlo? -preguntó Linda, como si eso fuera en sí mismo una respuesta.

«Sí, ¿por qué iba a hacerlo? Es tan dulce y dócil como todas las demás. Todavía reza sus oraciones antes de acostarse.» -¿Cuánto mide Etta?

– Uno setenta y cinco, señor.

– ¿Tiene buen tipo?

– No, es delgada. Eso la deprime, porque quiere ser una estrella como Dionne Warwick -dijo Linda, que tenía toda la pinta de que ella sería también alta y delgada. Alta y delgada. Negra.

– Gracias, Linda. ¿Alguno de los demás oyó algún ruido anoche?

Nadie.

Luego el señor Bewlee sacó una fotografía; Carmine se encontró contemplando a una chica que era igualita que Linda. Y que las demás.

Patrick llegó solo, portando su bolsa.

– ¿Cuál es la puerta de vuestra habitación, Linda? -preguntó.

– La segunda a la derecha del pasillo, señor. Mi cama es la de la derecha.

– ¿Has visto algo que te haga pensar que entró por la ventana, Patsy? -inquirió Carmine.

– Nada, salvo que tanto las portezuelas interiores como las exteriores tienen cerrojos de ventana normales, que no estaban echados. Afuera, la tierra está congelada. Habrá hierba en verano, pero ahora mismo está muerta. El alféizar tiene aspecto de que no lo ha tocado nadie desde que pusieran las portezuelas exteriores en octubre pasado, o cuando retiraran las mosquiteras. He dejado a Paul ahí fuera para asegurarme de que no se me ha pasado nada por alto, pero creo que no.

Entraron en una habitación apenas lo bastante grande para alojar a dos jovencitas en pleno desarrollo, pero que estaba extremadamente limpia y cuidada; paredes pintadas de rosa, una alfombrita rosa trenzada entre dos camas individuales, una a la derecha y otra a la izquierda de la ventana. Cada una de las chicas tenía un armario más allá del pie de su cama. Sobre la de Margaretta había pegados en la pared un póster grande de Dionne Warwick y otro pequeño de Mary Bell; la cama de Linda estaba provista de una estantería en la que se alineaban media docena de ositos de peluche.

– Las chicas tienen el sueño profundo y tranquilo -dijo Patrick-. Las camas apenas están deshechas. -Se acercó a la de Margaretta y se inclinó para aproximar la nariz a escasos milímetros de la almohada-. Éter -dijo-. Éter, no cloroformo.

– ¿Estás seguro? Se evapora en cuestión de segundos.

– Estoy seguro. Tengo buen olfato, tanto que podría trabajar en la industria de la perfumería. Quedó atrapado en este pliegue, ¿ves? Ahora ya ha desaparecido. Nuestro amigo le aplicó un trapo empapado en éter en la cara, cargó con ella y se la llevó por la ventana. -Patrick se acercó a la ventana, levantó la hoja interior con la mano enguantada y luego la exterior-. Fíjate: ni el menor ruido. El señor Bewlee mantiene su casa en perfecto estado.

– Salvo que fuera nuestro amigo quien la lubricara.

– No, yo apuesto a que fue el señor Bewlee.

– ¡Joder, Patsy, qué sangre fría tiene el tío! Una chica que mide uno setenta y cinco descalza pesará al menos cincuenta kilos, y con su hermana durmiendo a menos de tres pasos… Si Linda se hubiera despertado…

– Los críos duermen como troncos, Carmine. Margaretta probablemente no se despertó en ningún momento, a juzgar por cómo está la cama: no hay señales de lucha. Linda estuvo dormida durante toda la operación, inconsciente. El tipo habrá tardado dos minutos en total, como mucho.

– Entonces la cuestión es: ¿quién dejó abierto el cerrojo de la ventana? ¿Es que el señor Bewlee no las comprobaba regularmente, o lo hizo nuestro amigo en una visita previa?

– Lo hizo él con anterioridad. Supongo que el señor Bewlee echa los cerrojos en cuanto empieza el frío de verdad y luego ya no los quita hasta que llega el deshielo. La casa tiene un sistema de calefacción por conductos de aire realmente bueno, y hace demasiado frío para que las chicas abrieran la ventana. Aquí, en invierno, hay diez grados menos que en Holloman.

Paul entró sacudiendo la cabeza.

– Entonces, vamos a mirar aquí dentro sin dejarnos un centímetro; hay que meter la ropa de cama de Margaretta en una bolsa, y sobre todo que no se dejen la funda de la almohada, Carmine -dijo Patrick mientras su primo salía de la habitación-, si esta chica es alta, delgada y bien negra, el tío ha modificado todos sus criterios. Puede que no sea el mismo tío.

– ¿Quieres apostar?

– Treinta días… una técnica de secuestro distinta… un tipo de chica distinto… ¿esperas que me crea todo eso?

– Sí, lo espero. El factor más importante no ha cambiado. Esta chica es tan pura y virginal como las otras. Las variaciones que se dan no me dicen que le hayamos asustado mucho. El tío tiene un plan general, y esto forma parte de él. Doce chicas en veinticuatro meses. Puede que ahora vaya a hacer doce chicas en doce meses. Es el día de Año Nuevo. Puede que la estatura y el color de la piel sean irrelevantes, o bien que Margaretta sea su nuevo tipo.

Patrick inspiró de forma audible.

– Crees que también cambiará las cosas que les haga, ¿verdad?

– Eso me dice mi instinto, sí. Pero no te quepa duda de una cosa, Patsy. Ha sido nuestro hombre. No se trata de otro tío.

Carmine dejó a Abe y Corey para volver junto a Patrick. Les tocaba a ellos hacer la ronda por Dublin Road, preguntando si alguien había visto u oído algo. Era improbable, siendo Nochevieja, entre las fiestas y el alcohol.

Eran las diez y media de la mañana cuando el Ford tomó el camino de entrada de los Smith, una vereda larga y sinuosa que terminaba ante una casa muy grande de estilo tradicional, de tablas de madera pintada de blanco emplazada sobre una loma, con ventanas de guillotina de palillería flanqueadas por postigos de color verde oscuro. No era de antes de la Revolución, pero tampoco nueva. Cinco acres de tierra y bosque agreste, excepto donde se alzaba la casa; no había jardineros en la familia Smith.

Atendió a la puerta una atractiva mujer de unos cuarenta años; la mujer del Profe, sin duda. Cuando Carmine se presentó, la abrió de par en par y le recibió en una casa amueblada en el estilo clásico que el exterior sugería; objetos bonitos, y una decoración que, aunque sin escatimar gastos, obedecía a criterios nada arriesgados. Era evidente que los Smith podían permitirse cualquier cosa que les viniera en gana.

– Bob anda por aquí, no sé dónde -dijo Eliza vagamente-. ¿Le apetece una taza de café?

– Sí, gracias. -Carmine la siguió hasta una cocina a la que habían dado astutamente una serie de toques para que pareciera cien años más antigua de lo que era en realidad, desde agujeros de carcoma a un efecto desvaído en la pintura.

Mientras Eliza servía su café al visitante, entraron dos chicos adolescentes. No se apreciaba en ellos el entusiasmo natural en los varones de su edad; Carmine estaba acostumbrado a que los muchachos le acribillaran a preguntas, ya que invariablemente consideraban la suya una vocación llena de glamour, y el asesinato más fascinante que cualquier cosa que pudieran ver en la tele. Sin embargo, los chicos de los Smith, que le fueron presentados como Bobby y Sam, parecían más asustados que curiosos. Tan pronto su madre les dio permiso, desaparecieron, con órdenes de buscar a su padre.

– Bob no está bien -dijo Eliza, con un suspiro.

– La tensión debe de ser considerable.

– No se trata realmente de eso. Su problema es que no está acostumbrado a que las cosas vayan mal, teniente. Bob ha tenido una vida de ensueño. Criado en una familia de yanquis distinguidos, con mucho dinero, siempre fue el primero de la clase y ha conseguido todo aquello que quería, incluida la cátedra William Parson. A ver si me entiende, sólo tiene cuarenta y cinco años… ¿puede figurarse que no había cumplido treinta cuando se la dieron? ¡Y le ha ido de fábula! No ha recibido más que honores y galardones.

– Hasta ahora -dijo Carmine revolviendo el café, que olía demasiado a rancio para que supiera bien. Dio un sorbo y descubrió que su olfato no le engañaba.

– Hasta ahora -convino ella.

– La última vez que le vi me dio la impresión de que estaba deprimido.

– Muy deprimido -dijo Eliza-. Las únicas ocasiones en que se le ve un poco animado es cuando baja al sótano. Eso será lo que haga hoy. Y mañana también.

El profesor Smith entró con aire atormentado.

– Teniente, qué sorpresa -dijo-. Feliz Año Nuevo.

– No, señor, nada feliz. Acabo de llegar de Groton, donde se ha producido otro secuestro, con un mes de antelación.

Smith se desplomó en la silla más cercana, con el rostro súbitamente blanco como el papel.

– En el Hug no -dijo-. En el Hug no.

– En Groton, profesor. Groton.

Eliza se puso rauda en pie, con una gran sonrisa forzada.

– Bob, enséñale al teniente tu capricho.

«Qué inteligente es usted, señora Smith -se dijo Carmine-. Sabe que no he venido de visita para desearles feliz Año Nuevo, y que estoy a punto de pedirles que me dejen echar un vistazo por aquí extraoficialmente. Pero no quiere que su marido rechace mi amable petición, de modo que ha cogido el toro por los cuernos y ha empujado al Profe a cooperar sin sentirse importunado.»

– ¿Mi capricho? ¡Ah, mi capricho! -dijo Smith, e inmediatamente se le iluminó el semblante-. ¡Mi capricho, por supuesto! ¿Le gustaría verlo, teniente?

– Desde luego que sí. -Carmine dejó su café sin lamentarlo en absoluto.

La puerta del sótano estaba equipada con varios cerrojos que habían sido instalados por un profesional, y que a Bob Smith le llevó cierto tiempo abrir. La escalera, de madera, estaba pobremente iluminada; al llegar abajo, el Profe accionó un interruptor que inundó la totalidad de una habitación enorme con una luz cruda, sin sombras. Carmine, boquiabierto, contempló lo que Eliza Smith había denominado un capricho.

Una mesa más o menos cuadrada, de quince metros por lado, ocupaba toda la habitación. Sobre su superficie se había reproducido de manera realista un paisaje con colinas onduladas, valles, una cadena de altas montañas, varias mesetas, bosques de perfectos árboles minúsculos; corrían ríos, un lago descansaba bajo las faldas de un cono volcánico, caía agua de lo alto de un risco. Asomaban granjas, sobre una llanura se extendía una ciudad, otra se elevaba en una brecha entre dos colinas. Y por todas partes centelleaban plateados los raíles gemelos de un ferrocarril en miniatura. Puentes de vigas de acero, fieles hasta el detalle de los remaches, cruzaban los ríos, un ferry atravesaba el lago arrastrado por una cadena, un viaducto de hermosos arcos conducía las vías a través de las montañas. En las afueras de las ciudades había estaciones de ferrocarril.

¡Y qué trenes! Un aerodinámico Super Chief corría a gran velocidad entre los árboles de un bosque para luego superar de modo impecable un puente colgante. Dos locomotoras diésel tiraban de un tren de mercancías con vagones de carbón, otro estaba formado por tanques de gasolina y productos químicos, un tercero por vagones de carga de madera. En la estación de una de las ciudades estaba parado un tren suburbano local.

En total, Carmine contó once trenes, todos ellos en movimiento, excepto el humilde tren local varado en su estación, a velocidades que oscilaban entre la celeridad del Super Chief y el pesado arrastrarse de un mercancías lastrado con tantos tanques de gasolina que tenía locomotoras insertadas a pares a lo largo de su formidable longitud. ¡Y todo en miniatura! A juicio de Carmine, era una de las maravillas del mundo, un juguete por el que daría lo que. fuera.

– No había visto nada igual en toda mi vida -dijo, con voz ronca-. No hay palabras para describirlo.

– Llevo montándolo desde que nos mudamos aquí, hace dieciséis años -dijo el Profe, animándose por momentos-. Son todos de tracción eléctrica, pero hoy pensaba cambiarlos a vapor.

– ¿A vapor? ¿Quiere decir locomotoras alimentadas con madera? ¿O carbón?

– De hecho, genero el vapor quemando alcohol, pero el principio es el mismo. Es mucho más divertido que ponerlos a dar vueltas tirando de la luz de la casa.

– Apuesto a que pasa aquí ratos estupendos con sus hijos.

El Profe se puso tenso, y adoptó una mirada que a Carmine le dio un escalofrío: habría tenido una vida regalada, pero bajo la depresión y la autoindulgencia, había al menos algo de temple.

– Mis hijos no bajan aquí, lo tienen prohibido -dijo-. Cuando eran más pequeños y la puerta no tenía cerrojos, destrozaron el lugar. ¡Lo destrozaron! Me llevó cuatro años reparar el estropicio. Me partieron el corazón.

A Carmine le faltó poco para objetar que sin duda los chicos ya eran lo bastante mayores para respetar los trenes, pero decidió no entrometerse en los asuntos domésticos de Smith.

– ¿Cómo lo hace cuando tiene que llegar al centro? -optó por preguntar, entornando los ojos al mirar las luces-, ¿con una grúa?

– No, voy por debajo. Está todo montado por secciones relativamente pequeñas. Hice que un ingeniero hidráulico instalara un sistema que me permite levantar una sección todo lo necesario y apartarla a un lado, de modo que pueda hacer mis modificaciones de pie. Aunque sirve sobre todo para limpiar. Si voy a cambiar de diésel a vapor, simplemente llevo el tren hasta el borde, ¿lo ve?

El Super Chief abandonó su ruta, cruzó a través de varios cambios de aguja mientras otros trenes eran detenidos o desviados, y se detuvo en los márgenes de la mesa. Carmine casi creyó poder oír su siseo y su estrépito metálico.

– ¿Le importa que eche un vistazo a su sistema hidráulico, profesor?

– No, en absoluto. Tenga, necesitará esto. Allí abajo está oscuro. -El Profe le tendió una linterna de buen tamaño.

Lo que eran cilindros, martillos y bielas, había en cantidad, pero pese a que estuvo gateando por todos los rincones bajo la mesa, Carmine no pudo encontrar trampillas secretas ni compartimentos ocultos; el suelo era de cemento, lo mantenían muy limpio, y que existiera un vínculo entre trenes y jovencitas parecía cuando menos improbable.

El niño que había en él habría estado en la gloria de haberse pasado el resto del día jugando con los trenes del Profe, pero en cuanto se hubo convencido de que el sótano de los Smith no guardaba más que trenes, trenes y más trenes, Carmine se despidió. Eliza le guió a través de la casa tras pedirle él permiso para inspeccionarla. La única cosa que la puso nerviosa en algún momento fue una vara que había sobre un aparador del comedor, con la punta ominosamente astillada. «Así que el Profe pega a sus hijos, y no flojo. Bueno, mi padre me pegó a mí hasta que fui más grande que él, menudas pulgas se gastaba el alfeñique. Después de él, los sargentos instructores del ejército de Estados Unidos fueron peritas en dulce.»

De casa de los Smith fue a la de los Ponsonby, no lejos de allí, pero no había nadie. Las puertas abiertas del garaje dejaban ver un Mustang escarlata, pero no la furgoneta que Carmine había visto en el aparcamiento del Hug. ¡Era curioso, la de gente que conducía descapotables de ocho cilindros en V! «Desdemona, y ahora Charles Ponsonby. Hoy ha debido de salir con su hermana en la furgoneta; probablemente, la hermana y su perro guía necesitaban espacio.»

Decidió no visitar a los Polonowski; lo que hizo fue pararse en una cabina telefónica y llamar a Marciano.

– Danny, envía a alguien al norte del Estado a visitar la cabaña de Polonowski. Si está ahí con Marian, que no le molesten, pero si está solo o no está, tus hombres deberían echar un vistazo, con toda educación, para que Polonowski no piense en cosas como órdenes de registro.

– ¿Cuál es tu veredicto sobre el secuestro de Groton, Carmine?

– Ah, es nuestro hombre, pero haciendo una demostración de que esto va a ser duro. Ha variado su patrón, ha saludado el Año Nuevo con una canción nueva. Habla con Patrick en cuanto vuelva. Yo estoy dándome una vuelta por las casas de los huggers. ¡No, no te asustes! Sólo un vistazo. Aunque si encuentro a alguien en casa les pediré que me dejen inspeccionar lugares como sótanos y áticos. ¡Danny, tendrías que ver lo que tiene el Profe en su sótano! ¡Increíble!

Aprovechó que estaba en la cabina para llamar a los Finch, cuyo teléfono sonó y sonó sin respuesta. Los Forbes, según descubrió, tenían un servicio de contestador, probablemente por el gran número de pacientes humanos que Forbes veía. La voz melosa de la operadora le informó de que el doctor Forbes se encontraba en Boston ese fin de semana y le dio un teléfono de Boston. Cuando llamó a éste, el doctor Addison Forbes le habló con irritación.

– Acabo de enterarme de que se han llevado a otra chica -dijo Forbes-, pero a mí no me mire. Mi mujer y yo estamos aquí arriba con nuestra hija Roberta. Acaban de admitirla en Obstetricia y Ginecología.

«Estoy quedándome sin sospechosos», pensó Carmine, colgó y regresó al Ford.

Entrando en Holloman por Sycamore, decidió ver a qué dedicaba Tamara Vilich los fines de semana.

Tras mirar quién era desde detrás de los cristales de la puerta principal, Vilich la abrió envuelta en ropas nada propias de una hugger: un vestido de fina seda, vaporoso, a la altura de la cadera por ambos lados, muy sexy, que no dejaba gran cosa a la imaginación. «Es una de esas mujeres -pensó Carmine- que nunca llevan bragas. Una exhibicionista.»

– Tiene usted todo el aspecto de estar necesitando un buen café. Entre -dijo, sonriente, mientras el escarlata de su atuendo volvía sus ojos camaleónicos bastante rojos y demoníacos.

– Bonito nido tiene usted aquí -dijo él, echando una mirada general.

– Eso -dijo ella- suena tan manido que no parece sincero.

– Era por darle conversación.

– Pues désela usted mismo un momento mientras me ocupo del café. -Desapareció en dirección a la cocina, dejándole libre para apreciar su decoración a placer. Sus gustos se decantaban por lo ultramoderno: colores brillantes, asientos de cuero bueno, más cromados y cristal que madera. Pero no se detuvo mucho en ello: concentró su atención en los cuadros que asaltaban sus indefensas paredes. El lugar de honor lo ocupaba un tríptico. La tabla izquierda mostraba una mujer desnuda pintada en carmín, con un rostro grotescamente feo, arrodillada para adorar una estatua de aspecto fálico de Jesucristo; la tabla central mostraba a la misma mujer tendida de espaldas, abierta de piernas y con la estatua en la mano izquierda; la tabla derecha la mostraba con la estatua introducida en su vagina y el rostro estallando en pedazos como si lo hubiera alcanzado una bala con punta de mercurio.

Captado el mensaje, eligió un asiento desde el que no tuviera que ver aquella cosa repulsiva.

Los demás cuadros exhibían más ira y violencia que obscenidad, pero él no colgaría ninguno de ellos en su casa. Un ligero tufo a óleo y trementina le indicó que Tamara debía de ser la artista, pero ¿qué la impulsaba a elegir aquellos temas? El cadáver en putrefacción de un hombre colgado cabeza abajo de un patíbulo; una cara que no llegaba a humana gruñendo y babeando; un puño apretado rezumando sangre entre los dedos… Puede que Ponsonby los aprobara, pero Carmine tenía el ojo lo bastante certero para juzgar que su técnica no era excelente; no, esto no era lo bastante bueno como para interesar a un entendido tiquismiquis como Chuck. No tenía otro poder que el de ofender.

«O está enferma o es más cínica de lo que sospechaba», pensó.

– ¿Le gusta mi trabajo? -preguntó ella al reunirse con él.

– No, me parece enfermizo.

Ella echó atrás su impecable cabeza y rió con ganas.

– Confunde usted mis motivos, teniente. Pinto lo que cierto mercado busca y busca sin tener nunca suficiente. El problema es que mi técnica no es tan buena como la de los maestros del género, por lo que sólo puedo vender mi obra por los temas que trata.

– O lo que es lo mismo, por una miseria, ¿no?

– Sí. Aunque tal vez un día pueda ganarme la vida con ello. Lo que da dinero son las ediciones limitadas de grabados, pero yo no soy litógrafa. Debería tomar unas clases que no me puedo permitir.

– Todavía está pagando por el desfalco del Hug, ¿eh?

Ella se levantó de la silla como disparada por un resorte y volvió a la cocina sin responder.

Su café era muy bueno; Carmine bebió con avidez y se sirvió una danesa de manzana recién salida del congelador.

– Es usted propietaria del edificio, tengo entendido -dijo, sintiéndose ya mejor.

– ¿Ha estado investigando al personal?

– Claro. Es parte de mi trabajo.

– Pero aún tiene el atrevimiento de sentarse a juzgar mi obra. Sí -prosiguió, acariciándose la garganta con una mano larga, bellísima-, la casa es mía. Alquilo el segundo piso a un residente de Radiología y su mujer, que es enfermera, y el piso de arriba a una pareja de ornitólogas lesbianas que trabajan en la torre Burke de Biología. Los alquileres me han asegurado el pan desde mi pequeño… eh… desliz.

«Eso es, Tamara, niega la evidencia, te queda mejor que fingir indignación.» -El profesor Smith me dio a entender que fue su entonces marido el cerebro de la operación.

Ella se inclinó hacia delante, con los pies recogidos debajo de sí, y elevó desdeñosamente un labio.

– Dicen que uno no hace aquello que no quiere, así que ¿a usted qué le parece?

– Que le quería usted mucho.

– ¡Qué perspicaz por su parte, teniente! Supongo que así debía de ser, pero siento que ha pasado una eternidad.

– ¿Deja usar el sótano a sus inquilinos? -preguntó él.

Ella bajó sus delicados párpados y curvó levemente los labios.

– No. El sótano es mío.

– No tengo orden judicial, pero ¿le importa que eche un vistazo?

Sus pezones se marcaron de pronto, como si le hubiera entrado frío.

– ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? -preguntó bruscamente.

– Otro secuestro. Anoche, en Groton.

– Y usted cree que, porque pinto lo que pinto, soy una psicópata con un sótano bañado de sangre. Mire cuanto quiera, me importa un carajo -dijo ella, y se fue a lo que Carmine adivinó que había sido en tiempos una segunda habitación, pero que ahora era su estudio.

Carmine le tomó la palabra y anduvo husmeando por el sótano, pero no encontró nada peor que una rata muerta en una trampa. Si Tamara le cayese bien, la hubiera tirado por ella; como no era el caso, no lo hizo.

Su dormitorio era muy interesante: cuero negro; sábanas de satén negro sobre una cama cuya estructura era lo bastante robusta como para atarle unas esposas; una piel de cebra sobre la alfombra negra, con la cabeza intacta y un par de ojos resplandecientes de cristal rojo. «Apuesto que no eres tú la que recibe los latigazos, cariño -pensó Carmine, paseando silenciosamente-. Eres una dominatriz; me pregunto a quién estarás azotando.»

Sobre la mesilla de noche del lado que él supuso sería el suyo, descansaba una fotografía en un recargado marco de plata; una anciana de expresión severa que se parecía a Tamara lo bastante para ser su madre. Carmine la cogió de un modo que habría parecido distraído de haber entrado ella en la habitación, y luego retiró la parte de atrás rápidamente. ¡Bingo! Un filón. Detrás de mamá había una foto de cuerpo entero de Keith Kyneton; estaba en pelota picada, exhibiendo un tipo digno de Mister Universo, y empalmado como un quinceañero. Al cabo de treinta segundos, mamá estaba de vuelta en la mesilla. «¿Cuándo aprenderán que esconder una foto detrás de otra es el truco más viejo que hay en el libro de los engaños? Ahora lo sé todo de ti, señorita Tamara Vilich. Puede que azotes a otros, pero no a él… su trabajo se resentiría. ¿Jugáis a cosas juntos, entonces? ¿Le vistes de bebé y le das con una pala en el trasero? ¿Haces de enfermera que le pone un enema? ¿O de maestra estricta que le inflige humillaciones? ¿De fulana que lo engancha en un bar? ¡Vaya, vaya!»

Como no le quedaba nadie más por visitar, volvió a casa, pero bajó del ascensor en el piso diez y llamó al intercomunicador de Desdemona. Respondió su voz carente de tono; no era síntoma de desagrado, era efecto de la tecnología.

– Ha habido otro -dijo escuetamente, mientras se deshacía de sus prendas de abrigo.

– ¡Carmine, no! ¡Sólo ha pasado un mes!

Él echó un vistazo alrededor, localizó la cesta de labor y un mantel que ella estaba terminando más rápidamente que en sus días de excursionista.

– ¿Por qué es usted tan tacaña, Desdemona? -preguntó Carmine, cuyo humor se había enrarecido hasta caer en el absoluto desánimo, y necesitaba descargarlo en alguien-. ¿Por qué no se gasta dinero en sí misma? ¿A qué viene esta vida estoica? ¿No se puede comprar un vestido bonito de vez en cuando?

Ella se quedó de pie, petrificada, con una línea blanca dibujada en torno a sus labios apretados y un fulgor de dolor en los ojos que no le había mostrado ni siquiera por Charlie.

– Soy una solterona, ahorro para mi vejez -dijo sin levantar la voz-. Pero hay algo más. De aquí a cinco años me vuelvo a casa… a un lugar sin violencia, sin polis que juegan con pistolas y sin Monstruo de Connecticut. Por eso.

– Lo siento, no tenía derecho a hacerle esa pregunta. Perdóneme.

– No será hoy, y puede que nunca -dijo ella, abriendo la puerta. Las prendas de abrigo salieron detrás de su propietario, hechas un amasijo arrojado al suelo-. Buenas noches, teniente Delmonico.

15

Martes, 4 de enero de 1966

El primer día laborable del año nuevo se levantó nevado y ventoso, pero el tiempo no había impedido a alguno embadurnar el Hug con pintadas: ASESINOS, ENEMIGOS DE LOS NEGROS, CERDOS, FASCISTAS, esvásticas, y, a lo largo de la fachada principal: HOLLOMAN KU KLUX KLAN.

Cuando llegó el Profe y vio lo que le habían hecho a la niña de sus ojos, se desplomó. No por un infarto; las crisis de Robert Mordent Smith eran de orden anímico. Se lo llevó una ambulancia, cuya dotación tuvo muy claro que cuando llegaran a Urgencias, el edificio de al lado, estarían llamando a gritos no a los cardiólogos, sino a los psiquiatras. El hombre lloraba, gemía, despotricaba y balbuceaba encadenando palabras incoherentes.

Carmine se acercó a ver el Hug por sí mismo, tan agradecido como John Silvestri porque el invierno resultase riguroso después de todo; los verdaderos disturbios raciales no estallarían hasta la primavera. Sólo dos negros desafiaban los elementos enarbolando pancartas que el viento ya había hecho jirones. La cara de uno de ellos le era familiar; se detuvo junto a la entrada y la estudió. Su propietario era pequeño, delgado, insignificante, muy oscuro de piel, ni guapo ni sexy. Pero ¿dónde, dónde, dónde? Los recuerdos enterrados tendían a asomar a la superficie de repente, como hizo éste; cualquier cosa registrada en la cabeza de Carmine permanecía allí, para ser desenterrada cuando la ocasión lo requiriera. El sobrino de la mujer de Otis Green. Wesley le Clerc.

Cruzó pesadamente por la nieve hasta donde estaban Le Clerc y su compañero, otro me-gustaría-ser-alguien-si-pudiera que parecía menos resuelto que Wesley.

– Idos a casa, tíos -dijo cordialmente-, o tendremos que sacaros a rastras o meteros en el trullo. Aunque antes, señor Le Clerc, quisiera hablar con usted un momento. Venga adentro, aquí hace frío. No voy a arrestarlo, sólo quiero hablar, palabra de scout.

Para su sorpresa, Wesley lo siguió dócilmente mientras el otro tipo se escabullía como un crío a la salida del colegio.

– Tú eres Wesley le Clerc, ¿no? -le preguntó una vez que estuvieron dentro, sacudiéndose la nieve de las botas.

– ¿Y qué si lo soy, eh?

– El sobrino de Louisiana de la señora Green.

– Sí, y tengo antecedentes, le ahorraré la molestia de investigarme. Soy un conocido agitador. En otras palabras, un incordio negro.

– ¿Cuánto tiempo has pasado a la sombra, Wes?

– En total, cinco años. Pero no por robar tapacubos o asalto a mano armada. Siempre por zurrar a paletos racistas que odian a los negros.

– ¿Y qué haces en Holloman aparte de manifestarte pacíficamente con una cazadora de la Brigada Negra?

– Hago instrumentos en Suministros Quirúrgicos Parson.

– Es un buen trabajo, requiere cierta habilidad tanto manual como intelectual.

Wesley se hinchó para nivelarse con el mucho más corpulento Carmine, como un pollito ante un gallo de pelea.

– ¿Y a usted qué le importa lo que haga, eh? ¿Cree que he pintado yo lo de afuera, eh?

– ¡Venga, Wes, madura! -dijo Carmine, aburrido-. Las pintadas no las ha hecho la Brigada Negra, son críos del instituto Travis, ¿crees que no lo sé? Lo que quiero saber es por qué estás ahí congelándote el culo con un tiempo que no atrae precisamente al público.

– Estoy allí para decir a los blancos que empiecen a preocuparse, señor poli listo. Usted no va a atrapar a ese asesino porque no quiere. Por lo que a mí respecta, señor policía listo, es usted el que anda matando chicas negras.

– No, Wes, no soy yo. -Carmine se apoyó en la pared y contempló a Wesley con inequívoca simpatía-. ¡Renuncia al camino de Mohammed! Es el camino equivocado. La violencia no va a traer una vida mejor a los negros, diga lo que diga Lenin sobre el terror. Después de todo, muchos blancos han aterrorizado a los negros americanos durante dos siglos, y ¿han conseguido aplastar su espíritu? Vuelve a estudiar, Wesley, licénciate en Derecho. Eso ayudará a la causa de los negros más de lo que puede ayudar Mohammed el Nesr.

– ¡Ah, claro! ¿Y de dónde saco el dinero para eso?

– Haciendo instrumentos para Suministros Quirúrgicos Parson. En Holloman hay buenas escuelas nocturnas, y también montones de gente dispuesta a echar una mano.

– ¡Los blanquitos pueden meterse su graciosa benevolencia por el culo!

– ¿Quién dice que esté hablando de blanquitos? Muchos de ellos son negros. Hombres de negocios, profesionales. No sé si existen en Louisiana todavía, pero en Connecticut desde luego que sí, y ninguno es un tío Tom. Están trabajando por su gente.

Wesley le Clerc giró sobre sus talones y se marchó, lanzando al aire su puño derecho.

«Al menos, Wes -pensó Carmine sonriendo a la espalda en retirada de Wesley-, no me has enseñado el dedo.»

Pero Wesley le Clerc no iba pensando en gestos groseros mientras se abría paso entre la nieve, cada vez más copiosa. Pensaba en el teniente Carmine Delmonico en otros términos. «Listo, listísimo. Demasiado tranquilo y confiado en sus fuerzas para dar a nadie excusas para denunciar persecución o hasta discriminación; la suya era la respuesta suave que aplaca la ira. Pero esta vez no. Mi ira no. A través de Otis, tengo medios para suministrar a Mohammed una información que necesitará cuando llegue la primavera. Mohammed me mira con más respeto últimamente, y ¿qué va a decir cuando le cuente que los cerdos de Holloman siguen husmeando por el Hug? La respuesta está dentro del Hug. Delmonico lo sabe tan bien como yo. Blanquitos ricos y privilegiados. El día que todos los negros norteamericanos sean discípulos de Mohammed el Nesr, las cosas van a cambiar.» -El camino es difícil -le dijo Mohammed el Nesr a Alí el Kadi-. Han lavado el cerebro a demasiados de nuestros hermanos negros, y también son muchos los seducidos por las mayores armas de los blancos: la droga y el alcohol. Ni siquiera ahora que el Monstruo se ha llevado a una auténtica negra estamos reclutando suficientes miembros nuevos.

– Nuestra gente necesita más provocación -respondió Alí el Kadi; ése era el nombre que había elegido Wesley le Clerc al abrazar el islam.

– No -dijo Mohammed, tajante-. No es nuestra gente quien lo necesita, es la Brigada Negra. Y no es provocación. Necesitamos un mártir, Alí. Un ejemplo resplandeciente que atraerá a nosotros a los hombres por decenas de miles. -Dio unas palmadas en el brazo a Wesley/Alí-. Entretanto, tú ve a trabajar, sigue haciéndolo bien. Apúntate a la escuela nocturna. Ten trato con ese cerdo infiel, Delmonico. Y averigua todo lo que puedas.

Los Forbes seguían en Boston, y pensaban quedarse hasta que las carreteras fueran más seguras, mientras que los Finch estaban aislados por la nieve. Walt Polonowski había pasado el fin de semana en su cabaña, pero con una chica viva, Marian. Los hombres que Danny Marciano había enviado allí arriba a investigar no habían anunciado su presencia; no entraba en las intenciones de Carmine hacer la vida de ningún hugger más miserable de lo que ya pudiera serlo, y eso significaba ayudar a Polonowski a guardar su secreto… de momento.

Patrick no había encontrado nada en la casa de Dublin Road que pudiera confirmar o negar que el secuestrador de Margaretta fuera su hombre, aunque sí había confirmado que el método elegido había sido el éter.

– Lleva algún tipo de traje protector -dijo Patrick a su primo-. Está hecho de un tejido que no desprende fibras, y lo que lleve en los pies tiene suelas lisas que no dejan pisadas salvo que pise en barro, cosa que no hace. El traje tiene algún tipo de capucha ajustada que cubre su pelo completamente, y lleva guantes. Para este secuestro nocturno, todo lo que llevara sería negro, evidentemente. Puede que se tizne la cara de negro. Apostaría a que el traje es de goma y ajustado, como un traje de buceo.

– Entorpecen mucho el movimiento, Patsy.

– Hoy en día no, si puedes permitirte lo mejor.

– Y él puede permitirse lo mejor, porque creo que tiene dinero.

Las investigaciones de Corey y Abe en Groton no habían dado frutos; el día de Nochevieja siempre había mucho follón.

– Gracias, tíos -les dijo Carmine.

Nadie expresó lo evidente: que sabrían algo más cuando apareciera el cuerpo de Margaretta.

La noche anterior, Carmine había subido en el ascensor del edificio de Seguros Nutmeg hasta el piso superior, donde fue a buscar al doctor Hideki Satsuma, que tuvo a bien recibirle.

– Ah, qué bonito es esto -dijo Carmine, echando una ojeada-. Pasé a verle anoche, doctor, pero no estaba en casa.

– No, estaba en mi casa del cabo Cod. Cerca de Chathams. Cuando oí la predicción del tiempo, decidí volver hoy a casa.

¿Así que Satsuma tenía una casa cerca de Chathams, eh? Un trayecto de tres horas en aquel Ferrari granate. O más corto, si el viaje había empezado en Groton.

– Su jardín es precioso -dijo Carmine, acercándose al muro de cristal para contemplarlo a través de él.

– Lo era, pero hay desequilibrios que estoy tratando de corregir. Aún no lo he conseguido, teniente. Tal vez sea el ciprés de Hollywood… no es un árbol japonés. Lo puse allí porque pensé que era necesario un toque de Estados Unidos, pero tal vez me equivoqué.

– En mi opinión, doctor, hace al jardín… más alto, enredado en sí mismo como una doble hélice. Sin él, no hay nada lo bastante alto para llegar a lo alto de las paredes, ni nada simétrico.

– Comprendo su punto de vista.

«Y un cuerno -pensó Carmine-. ¿Qué sabe un gaijin de cuidar el jardín del universo?» -Señor, ¿me autorizará a enviar a alguien a echar un vistazo a su casa del cabo Cod?

– No, teniente Delmonico, no lo haré. Y como se le ocurra intentarlo, le pondré una denuncia.

Y así había acabado el domingo, sin nada nuevo.

A las seis de la tarde del lunes, llegaba al número 6 de Ponsonby Lane, a desafiar a los Ponsonby en su guarida. El profundo aullido de un perro grande saludó a su coche al aproximarse, y cuando Charles Ponsonby abrió la puerta principal, tenía agarrado por el collar… ¿al perro guía de su hermana?

– Un cruce raro -le dijo a Ponsonby mientras se desprendía de sus prendas de abrigo en el porche exterior.

– Mitad labrador dorado, mitad pastor alemán -dijo Charles, colgando las prendas-. Nosotros decimos que es una pastrador, y se llama Biddy. Está bien, cariño, el teniente es un amigo.

La perra no estaba tan segura. Decidió dejarle pasar, pero le siguió con su mirada cansada.

– Estamos en la cocina, empezando a preparar una cena Beethoven. Con la tercera, la quinta y la séptima… siempre hemos preferido sus sinfonías impares a las pares. Acompáñeme hasta allí. Espero que no le importe que nos sentemos en la cocina.

– Estaré encantado de sentarme en cualquier parte, doctor Ponsonby.

– Llámeme Chuck, aunque para guardar las formas yo seguiré usando su título oficial. Claire siempre me llama Charles.

Guió a Carmine a través de una de esas auténticas casas de doscientos cincuenta años de antigüedad, de vigas combadas y suelos llenos de ondulaciones y desniveles, hasta un comedor más moderno que daba paso a lo que no podía ser sino la cocina original. Allí, los agujeros de carcoma, la pintura desvaída y la madera astillada eran auténticos: muérase de envidia, señora Eliza Smith.

– Esto debía de estar separado de la casa en los viejos tiempos -dijo Carmine al estrechar la mano a una mujer de treinta y muchos que era clavada a su hermano, hasta en los ojos acuosos.

– Siéntese aquí, teniente -dijo ella con una voz a lo Lauren Bacall, indicándole una silla Windsor-. Sí, estaba separado. Las cocinas debían estarlo en aquel entonces, por si había incendios. Si no, se quemaba la casa entera. Charles y yo la unimos a la casa mediante un comedor, pero ¡menudos dolores de cabeza nos dio su construcción!

– ¿Y eso por qué? -preguntó Carmine, aceptando de Charles una copa de jerez amontillado.

– Las ordenanzas recalcan que debemos construir con madera de la misma antigüedad que la casa -dijo Charles, sentándose enfrente de Carmine-. Al final, localicé un par de graneros antiguos al norte del Estado de Nueva York, y los compré los dos. Demasiada madera, pero la hemos almacenado para futuras reparaciones. Roble del bueno, bien duro.

Claire estaba sentada ofreciendo a Carmine el perfil, blandiendo un cuchillo ligero, de hoja fina, que estaba usando para preparar dos gruesos cortes de solomillo. Lleno de aprensión, Carmine observó cómo sus hábiles dedos insertaban el cuchillo bajo un tendón y lo desgajaban sin perder nada de carne; ejecutaba la operación mejor de lo que pudiera hacerlo él.

– ¿Le gusta Beethoven? -preguntó Claire.

– Sí, mucho.

– ¿Por qué no se queda a cenar con nosotros, entonces? Hay comida de sobra, teniente, se lo aseguro -dijo ella, aclarando el cuchillo bajo un grifo de bronce en un fregadero de piedra-. Un soufflé de queso y espinacas de primero, un sorbete de limón para aclarar el paladar, y luego solomillo de ternera con salsa bearnesa, con patatas nuevas hervidas en caldo casero de ternera y guisantes.

– Suena delicioso, pero no puedo quedarme mucho rato. -Dio un sorbo al jerez, y le pareció que era excelente.

– Me dice Charles que ha desaparecido otra chica -dijo ella.

– Sí, señorita Ponsonby.

– Llámeme Claire. -Suspiró, apartó el cuchillo y se reunió con ellos en la mesa, aceptando un jerez como si ya pudiera degustarlo.

La cocina venía a ser como debía de haber sido siempre, salvo que donde una vez la gran chimenea albergara los espetones, los ganchos y un horno de pan propios del siglo XVIII, se alzaba ahora un enorme horno de combustión lenta. En la habitación hacía demasiado calor para el gusto de Carmine.

– ¿Un horno Aga? No lo conocía -dijo, apurando el jerez.

– Lo compramos en Inglaterra, durante nuestra única aventura por el extranjero, hace años -dijo Charles-. Tiene un horno muy lento para cocer durante el día, y otro lo bastante rápido para hacer justicia a la repostería o a un pan francés. Trae un montón de bandejas. Nos proporciona agua caliente en invierno, además.

– ¿Funciona con queroseno?

– No, con madera.

– ¿Eso no es muy caro? Quiero decir, el queroseno va a sólo nueve centavos el galón. La madera costará mucho más.

– Costaría, si tuviera que comprarla, teniente, pero no es el caso. Tenemos veinte acres de bosque explotable por encima de Sleeping Giant, las últimas tierras que nos quedan aparte de estos cinco acres. Corto la leña que necesito cada primavera y replanto tantos árboles como derribo.

«¡Dios, otro que tal! -pensó Carmine-. ¿Cuántos huggers tienen refugios secretos en lugares apartados? Abe y Corey tendrán que subirse allí mañana y rastrear sus veinte acres de bosque… ¡Les va a encantar, con la de nieve que ha caído! Benjamin Liebman, el de la funeraria, tiene el depósito de cadáveres tan limpio que le pillaríamos in fraganti, y el Profe tiene un sótano lleno de trenes, ¡pero un bosque entero, maldita sea…!» Una segunda copa del jerez de los Ponsonby hizo que Carmine tomara conciencia de que no había desayunado ni comido: era hora de irse.

– Espero que no considere una grosería que se lo pregunte, Claire, pero ¿siempre ha sido usted ciega?

– ¡Oh, sí! -dijo ella jovialmente-. Soy una de esas niñas de incubadora a las que daban a respirar oxígeno puro. Acháquelo a la ignorancia.

Un acceso de compasión obligó a Carmine a apartar la vista, y fue a elevarla hacia el rincón de una pared donde colgaba un grupo de fotografías enmarcadas, algunas de ellas tan antiguas que eran daguerrotipos en sepia. Un fuerte aire de familia corría por todos los rostros: rasgos cuadrados, resueltos, unas cejas fieramente marcadas y pelo espeso y oscuro. La única diferente era a todas luces la más reciente de todas: una anciana cuya cara recordaba mucho más a Charles y Claire, desde el pelo ralo a los ojos pálidos y acuosos y los rasgos alargados y lúgubres. ¿Su madre? Si era así, no salían a los Ponsonby, sino a ella.

– Mi madre -dijo Claire, con esa habilidad pasmosa para colegir lo que sucedía en el mundo de los videntes-. No deje que le inquiete mi presciencia, teniente. En buena medida, es pura prestidigitación.

– Se nota que es su madre, y que los dos se parecen más a ella que a la línea de los Ponsonby.

– Ella era una Sunnington, de Cleveland, y sí que hemos salido a los Sunnington. Mamá murió hace tres años, fue una liberación clemente. Padecía demencia senil severa. Pero no se puede meter a una Hija de la Revolución Americana en un asilo para viejas seniles, de modo que me ocupé de ella yo misma hasta el amargo final. Con la inestimable ayuda de las autoridades del condado, debo añadir.

«Así que son de linaje de HRA -pensó Carmine-. Ponsonby y su hermana no deben de votar nunca a nadie que esté a la izquierda de Genghis Khan.» Se puso en pie, ligeramente mareado; los Ponsonby servían el jerez en copas de vino, no en copitas de jerez.

– Gracias por su hospitalidad, son ustedes muy amables. -Miró la perra, que estaba tumbada con los ojos fijos en él-. Hasta otra, Biddy. Encantado de conocerte también a ti.

– ¿Qué piensas del buen teniente Delmonico? -preguntó Charles Ponsonby a su hermana cuando volvió a la cocina.

– Que no se le escapa casi nada -dijo ella, incorporando claras de huevo a su salsa de queso y espinacas.

– Cierto. Mañana estarán pateándose nuestro bosque de arriba abajo.

– ¿Te importa?

– En absoluto -dijo Charles, trasvasando el soufflé crudo a su bandeja e introduciéndolo en el horno caliente-. Aunque siento lástima por ellos, la verdad. Las búsquedas fútiles son exasperantes.

16

Jueves, 13 de enero de 1966

– Carmine parece desanimado -susurró Marciano a Patrick.

– No se habla con Desdemona.

El comisario Silvestri se aclaró la garganta.

– ¿Cuántos de ellos se negaron a dejarnos echar un vistazo sin orden de registro, entonces?

– En general, se han mostrado bastante cooperativos -dijo Carmine, que parecía, efectivamente, desanimado-. A mí me han dejado mirar donde he querido mirar, aunque pongo cuidado en asegurarme de que al menos uno de ellos esté conmigo. No pedí permiso a Charles Ponsonby para registrar su bosque porque me pareció que no tenía sentido. Si Corey y Abe encuentran huellas recientes con toda esa nieve, o indicios de que se han disimulado huellas recientes, se lo pediré. Pero apuesto a que esos veinte acres están limpios como una patena, así que ¿por qué inquietar a Chuck y Claire antes de tiempo?

– Te gusta Claire Ponsonby -dijo Silvestri, afirmando un hecho.

– Sí, la verdad. Una mujer asombrosa, que no guarda ningún rencor. -La apartó de su mente-. Respondiendo a tu primera pregunta, hasta ahora me han denegado el permiso Satsuma, Chandra y Schiller, los tres extranjeros. Satsuma facturó a su peón particular, Eido, a su casa del cabo Cod unos diez segundos después de que me fuera de su ático, sospecho. Chandra es un hijo de puta arrogante, pero eso probablemente es comprensible, tratándose del primogénito de un maharajá. Aun en el supuesto de que consiguiéramos un mandato judicial, se quejaría a la embajada de la India, y es un país fieramente susceptible. Schiller es un caso más patético. Lo más heterodoxo que sospecho de él es que tenga las paredes llenas de fotos de jóvenes desnudos, pero no he querido apretarle las tuercas a causa de su intento de suicidio. Lo hizo en serio, no fue por llamar la atención. -Carmine sonrió-. Hablando de fotos de hombres desnudos, encontré una que no tiene desperdicio en el dormitorio de cuero y cadenas de Tamara Vilich. Nada menos que de ese ambicioso neurocirujano, Keith Kyneton, que da mejor en cueros que Mister Universo. Dicen que esos tíos culturistas lo hacen para compensar que la tienen pequeña, pero no puedo decir que sea su caso. Está dotado como una estrella del porno.

– Vaya, ¿qué te parece? -preguntó Marciano, reclinándose en su asiento para evitar el puro de Silvestri… ¿por qué acababa siempre metiéndosele a él debajo de las narices?-. ¿Elimina eso a los Kyneton? ¿O a Tamara Vilich?

– No del todo, Danny, aunque nunca han estado entre los primeros de mi lista. Ella pinta unos cuadros enfermizos y es una dominatriz.

– O sea, que a Keith le pone que le calienten el culo.

– Eso parece. De todas formas, Tamara no puede dejarle muchas marcas, o su amantísima esposa se daría cuenta. La que más pena me da es su madre.

– Otra que te gusta -dijo Silvestri.

– Sí, vaya, mal iremos el día que no me guste nadie.

– ¿Qué piensas hacer ahora? -preguntó Marciano.

– Presionar a Tamara con el asunto Kyneton.

– Eso no te dolerá. Ella sí que no te gusta.

La encaró en su oficina.

– Encontré la foto del doctor Keith Kyneton que tiene detrás de la de su madre -le dijo crudamente, admirando su presencia de ánimo; sus ojos, más caquis con aquella luz, se elevaron sin miedo hacia el rostro de Carmine.

– Follar no es asesinar, teniente -dijo-. Ni siquiera es delito entre adultos que consienten.

– No me interesa lo de follar, señorita Vilich. Lo que quiero saber es dónde se reúnen para hacerlo.

– En mi apartamento.

– ¿Con la mitad del barrio trabajando en la Facultad de Medicina de la Chubb o en la colina de la Ciencia? Cualquiera que conozca a Kyneton o su coche acabaría viéndole antes o después. Creo que tienen ustedes un escondite en alguna parte.

– Se equivoca, no es así. Soy soltera, vivo sola, y Keith se asegura de que no haya nadie si llega antes de anochecer. Aunque nunca llega antes de anochecer. Por eso me encanta el invierno.

– ¿Qué hay de las caras que miran tras visillos de encaje? Su aventura con el doctor Kyneton le confiere una doble relación con el Hug. Su mujer y su amante trabajan allí. ¿Lo sabe su mujer?

– Vive en la más completa ignorancia, pero supongo que usted voceará lo mío con Keith a los cuatro vientos -dijo Tamara, malhumorada.

– Yo no voy voceando nada, señorita Vilich, pero tendré que hablar con Keith Kyneton y asegurarme de que no hay un escondite por algún sitio. Huelo a violencia en su relación, y la violencia pide normalmente un escondite seguro.

– Donde no se oigan los gritos. Nunca llegamos tan lejos, teniente, la cosa va más de representar una situación -dijo ella-. Profesora estricta con niño travieso; mujer policía con sus esposas y su porra… ya sabe. -La expresión de Tamara cambió, al tiempo que se estremecía-. Me dejará. Ay, Dios, ¿qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer cuando me deje?

«Lo que no hace sino demostrar -pensó Carmine, al marcharse- lo equivocadas que llegan a estar las suposiciones que uno hace. Pensaba que la única persona a la que quería era a ella misma, pero está loca por ese pavo de Keith Kyneton, lo que podría explicar sus cuadros. Así es como ella siente el amor… ¡Qué triste, odiar el amor! Porque sabe que Keith está allí sólo por el sexo. Él a quien quiere es a Hilda… suponiendo que sea capaz de amar.»

Tamara le alcanzó en el ascensor.

– Si se da prisa, teniente, encontrará al doctor Kyneton entre dos operaciones -dijo-. Hospital de Holloman, décima planta. La mejor forma de llegar es a través del túnel.

Era tan fantasmagórico como todos los túneles; después de explorar la maraña de túneles en que habían vivido los japos en las islas del Pacífico durante la guerra, Carmine les tenía miedo. En Londres, tenía que obligarse a descender a las entrañas de la tierra para andar por los túneles en los transbordos del metro. Era como si los túneles gruñeran, transmitiendo la ira de la tierra afrentada, invadida. Por más seco e iluminado que estuviera, un túnel sugería terrores latentes. Recorrió los noventa metros del túnel del Hug, tomó el desvío de la derecha y entró en el hospital cerca de la lavandería.

Todos los quirófanos se encontraban en la décima planta, pero el doctor Keith Kyneton le esperaba junto a la fila de ascensores, vestido de verde, con un par de máscaras de algodón colgándole del cuello.

– En privado, insisto en que tratemos este asunto en privado -le dijo el neurocirujano en un susurro-. ¡Entre aquí, rápido!

«Aquí» era un cuarto de almacenamiento repleto de cajas de suministros, desprovisto de sillas o de cualquier ambiente del que Carmine pudiera sacar partido.

– La señorita Vilich se lo ha contado, ¿eh? -exclamó-. ¡Nunca quise que me tomara esa maldita fotografía!

– Debió romperla.

– ¡Por Dios, teniente, no lo entiende! ¡Ella la quería! ¡Tamara es… fantástica!

– Le creo, si le va el vicio. Sor Catéter y su maletín de poner enemas. ¿Quién empezó, usted o ella?

– La verdad, no me acuerdo. Estábamos los dos borrachos, en una fiesta del hospital a la que no pudo venir Hilda.

– ¿Cuánto hace de eso?

– Dos años. Fue en las Navidades de 1963.

– ¿Dónde se ven?

– En casa de Tamara. Tengo mucho cuidado al entrar y salir.

– ¿Y en ningún otro sitio? ¿No tienen un pequeño escondite en el campo?

– No, sólo en casa de Tamara.

De pronto, Kyneton se agarró con ambas manos del antebrazo de Carmine y se dejó caer, tembloroso y con el rostro surcado de lágrimas.

– ¡Teniente! ¡Señor! ¡Por favor, se lo ruego, no se lo cuente a nadie! ¡Mi participación en Nueva York está casi cerrada, pero si se enteran de esto la perderé! -exclamó.

Sin poder dejar de pensar en Ruth y Hilda, en sus constantes sacrificios por ese crío mimado y crecido, Carmine se zafó de una sacudida furiosa.

– ¡No me toque, capullo egoísta! Su preciosa consulta de Nueva York me trae sin cuidado, pero sucede que me caen bien su madre y su mujer. ¡No se merece a ninguna de las dos! Yo no mencionaré esto a nadie, pero no puede ser tan estúpido para pensar que la señorita Tamara Vilich será tan considerada. Usted la dejará, por fantástico que sea el sexo exótico con ella, y ella se vengará como cualquier mujer despreciada. Mañana se habrán enterado todos cuantos le importan. Su profesor, su madre, su esposa y la cuadrilla de Nueva York.

Kyneton flaqueó, buscó en vano una silla con la mirada y optó por sujetarse a una caja de muestras.

– ¡Ay, Dios, Dios, Dios, es mi ruina!

– ¡Enderécese, Kyneton, por el amor del cielo! -le espetó Carmine-. No es su ruina… todavía. Encuentre a alguien que lleve a cabo su próxima operación por usted, mande a su mujer a casa y vaya después. Una vez que esté a solas con su madre y con ella, confiese. Póngase de rodillas y pídales perdón. Jure que no volverá a hacerlo. Y no se calle nada. Es usted un engatusador de mucho cuidado, las ablandará. Pero que Dios le ayude si no trata bien a esas dos mujeres en el futuro, ¿me ha oído? No le acusaré de nada por el momento, pero no crea que no puedo encontrar nada de qué acusarle si quiero, y no voy a perderle de vista en todos los años que me queden de poli. Una última cosa: la próxima vez que vaya de compras a Brooks Brothers, cómpreles algo bonito a su mujer y su madre en Bonwit's.

¿Le había escuchado el muy bastardo? Sí, pero sólo a lo que adivinaba que podía salvarle.

– Nada de eso me ayuda con la participación en la clínica.

– ¡Claro que sí! Siempre que su mujer y su madre le respalden. Entre los tres, seguro que pueden hacer quedar a Tamara Vilich como una mujer frustrada que cuenta una sarta de mentiras.

Los engranajes de su cabeza iban a toda velocidad; Kyneton se animó visiblemente.

– ¡Sí, sí, ya veo qué quiere decir! ¡Ésa es la forma de hacerlo!

Al cabo de un instante, Carmine estaba solo. Keith Kyneton salió como una bala a reparar sus defensas, sin una palabra de agradecimiento.

– ¿Que hace usted aquí dentro? -preguntó una airada voz femenina.

Carmine desplegó su impresionante placa ante la enfermera, que parecía ya dispuesta a llamar a los servicios de seguridad del hospital.

– Penitencia, señora; estoy haciendo una penitencia terrible.

Qué bonito era el mundo cubierto de nieve recién caída; tan pronto se hubo deshecho de sus prendas de abrigo, Carmine dio la vuelta a una de sus butacas para ponerla de cara al enorme ventanal que daba al puerto, y apagó todas las luces del interior. El amarillo estridente de la iluminación de la autopista le ofendía, pero cuando lo bañaban sábanas de nieve se volvía más suave, más dorado. El hielo empezaba a desbordar lentamente la orilla oriental, aunque los muelles eran todavía un vacío negro mordido por chispas; demasiado viento para que hubiera largos reflejos ondulantes. No habría transbordadores de coches hasta mayo.

¿Qué iba a hacer con Desdemona? Todos sus gestos amistosos habían sido rechazados, todas sus notas de disculpa le habían sido devueltas sin abrir por debajo de la puerta. Hasta el momento ignoraba sinceramente por qué se había ofendido ella tan profundamente, por qué se mostraba tan implacable… Desde luego, él había traspasado la línea, pero ¿no discutía, no rehuía la mirada todo el mundo alguna vez? Era por algo que tenía que ver con su orgullo, pero no sabía exactamente qué. La diferencia de nacionalidad podía levantar barreras muy altas, que no dejan ver lo que hay detrás. ¿Había sido su comentario sobre lo de comprarse un vestido nuevo de vez en cuando, o sencillamente el que se atreviera a cuestionar su comportamiento? ¿La había hecho sentirse poco femenina, o ridícula, o… o…?

– Me rindo -dijo, apoyó la barbilla en la mano e intentó pensar en el Fantasma. Ése era el nuevo nombre que le había dado al Monstruo, que no tenía nada en común con la concepción popular de los monstruos. Él era un fantasma.

17

Miércoles, 19 de enero de 1966

– Me voy a dar un paseo, querida -dijo Maurice Finch a Catherine al levantarse de la mesa del desayuno-. Hoy no tengo muchas ganas de entrar a trabajar, pero me lo pensaré mientras camino.

– Claro, hazlo -dijo su mujer, echando un vistazo al termómetro exterior a través de la ventana-. Estamos a nueve grados, así que abrígate bien… y si decides ir a trabajar, arranca el motor del coche cuando vuelvas. -Parecía mucho más animado en los últimos días, o esa impresión tenía ella, y sabía el porqué. Kurt Schiller había vuelto al Hug y le aseguró a Maurice que su discusión no era la causa de su intento de suicidio. Al parecer, el amor de su vida lo había abandonado por otro. Ese nazi asqueroso (la opinión de Catherine sobre Schiller no había variado un ápice) no entró en detalles, pero suponía que los hombres a quienes les gustan los hombres son tan vulnerables como los hombres a los que les gustan las mujeres; algún pendón -¿qué más daba de qué sexo fuera?- se había aburrido de ser adorado, necesitaba a alguien con otro enfoque, o acaso con una cuenta bancaria más saneada.

Observó a Maurice desde la ventana mientras él se alejaba pesadamente por el camino congelado que llevaba a su manzanar, su sitio favorito de siempre. Eran árboles viejos, que nunca habían sido podados para que la fruta saliera a una altura alcanzable, pero eso los convertía en verano en una efervescente masa espumosa de capullos blancos que quitaba la respiración, y en otoño estaban colmados de relucientes esferas rojas como adornos de árbol de Navidad. Algunos años atrás, a Maurice se le ocurrió forzar algunas ramas para que formaran arcos; la vieja madera había crujido en protesta, pero Maurice lo hizo de forma tan amable y lenta que ahora los espacios que mediaban entre los árboles eran como las naves de una catedral.

Maurice desapareció mientras ella iba a lavar los platos.

Entonces oyó un grito agudo, aterrador. Un plato se estrelló contra el suelo, haciéndose añicos al tiempo que Catherine agarraba un abrigo y echaba a correr como alma que lleva el diablo. Los pies calzados en zapatillas patinaban sobre el hielo, pero consiguió mantener el equilibrio de algún modo. ¡Otro grito! Ni aunque sintiera en su cuerpo los diez grados bajo cero de temperatura podría correr más deprisa.

Maurice se hallaba de pie ante el magnífico muro de mampostería que rodeaba su huerto, mirando por encima de él algo que centelleaba en el talud de nieve dura como el hierro que se había acumulado durante la última ventisca.

Una sola mirada, y se lo llevó de allí, de regreso al calor de la cocina, de regreso a la cordura. De regreso a donde ella pudiera llamar a la policía.

Carmine y Patrick estaban de pie donde había pisado Maurice Finch, ya que sus pies habían borrado todo rastro de otras pisadas que hubieran estado allí antes que las suyas… algo bastante improbable, al parecer de ambos hombres.

Margaretta Bewlee había aparecido de una pieza, a excepción de la cabeza, que no se encontró por ninguna parte. Contra aquella blancura cegadora, su piel color chocolate negro resultaba aún más oscura, y el rosa de las palmas de las manos y las plantas de los pies era como el eco del color del vestido que llevaba: una creación de encaje rosa recamada de falsa pedrería resplandeciente. Era lo bastante corto para dejar ver unos panties de seda rosa, ominosamente manchados.

– ¡Dios, todo es distinto! -dijo Patrick.

– Te veré en la morgue -dijo Carmine, alejándose-. Si me quedo aquí, avanzarás menos.

Entró en la casa, donde los Finch se hallaban acurrucados ante la mesa del desayuno, con una botella de vino Manischevitz delante.

– ¿Por qué a mí? -preguntó Finch, con el espanto en la cara.

– Tome un poco más de vino, doctor Finch. Y si supiéramos por qué a usted, tal vez tuviéramos una oportunidad de coger a ese cabrón. ¿Puedo sentarme?

– ¡Siéntese, siéntese! -se apresuró a decir Catherine, ofreciéndole una copa limpia-. Tome un poco, usted también lo necesita.

Aunque no le gustaba especialmente el vino dulce, el Manischevitz sí que ayudaba; Carmine dejó su copa en la mesa y miró a Catherine.

– ¿Oyó algo durante la noche, señora Finch? Ha helado de tal forma que cualquier cosa cruje.

– Nada de nada, teniente. Maurice estuvo un rato poniendo musgo de turba y mantillo en el túnel de las setas después de volver a casa, pero a las diez ya estábamos acostados, y hemos dormido de un tirón hasta las seis de la mañana.

– ¿El túnel de las setas? -preguntó Carmine.

– Me apetecía ver si era capaz de cultivar las variedades más apreciadas en gastronomía -dijo Finch, con un poco mejor cara-. Las setas son muy puñeteras, aunque viendo cómo crecen en el campo no me explico por qué.

– ¿Le importa que registremos su propiedad de arriba abajo, doctor? Me temo que el hecho de haber encontrado a Margaretta aquí lo hace necesario.

– Haga lo que quiera, haga lo que deba… ¡pero encuentre a ese monstruo! -Finch se puso en pie como si fuera un anciano-. De todas formas, creo que sé por qué no oímos nada, teniente. ¿Quiere verlo?

– Desde luego que sí.

Con cuidado de no pisar en ningún sitio donde el suelo parecía hollado, Maurice Finch condujo a Carmine a través de la zona en que tenía sus invernaderos, y luego entre grandes cobertizos con calefacción en los que guardaban los pollos de Catherine. Por fin, a más de medio kilómetro por detrás de la casa, Finch se detuvo y señaló algo.

– ¿Ve aquella carreterita? Sale de una verja que da a la carretera 133 y acaba al pie del huerto. La hicimos poniéndole una pala en el morro a nuestra camioneta, a causa del arroyo: cuando el arroyo se desborda, corta el acceso a la carretera 133 desde nuestra casa. Si el Monstruo supiera que existía, podría utilizarla para entrar sin que nosotros le oyéramos.

– Gracias por esto, doctor Finch. Vuelva con su mujer.

Finch hizo lo que se le indicaba sin protestar, mientras Carmine iba en busca de Abe y Corey, a explicarles por dónde debían buscar el rastro del Fantasma. «Es un fantasma, ha vuelto a entrar y salir como un fantasma, pero es un fantasma muy bien informado, el Fantasma. Maurice Finch ha entretejido su propiedad de caminos caseros, pero el Fantasma los conoce todos. Y ha hecho usted una buena pregunta, doctor Finch: ¿Por qué a mí? Eso, ¿por qué?»

Carmine se aseguró de estar de vuelta en el depósito del condado antes de que Patrick trajera el cuerpo de Margaretta; en esa autopsia quería estar presente de principio a fin.

– La puso encima de un talud helado, pero sospecho que ella ya estaba congelada cuando la dejó allí -dijo Patrick mientras Paul y él sacaban delicadamente su larga estructura de la bolsa-. El suelo está helado por todas partes, habría hecho falta una excavadora para romperlo y enterrarla, pero esta vez no se ha preocupado por esconderla, ni siquiera un rato. La dejó tirada al aire libre, con un vestido reluciente.

Los tres hombres se quedaron mirando a Margaretta y su peculiar vestido.

– No vi lo suficiente a Sophia durante los años en que se ponía vestidos de fiesta -dijo Carmine-, pero con tantas niñas como tienes, Patrick, tú has debido de ver docenas de ellos. Esto no es el vestido de una jovencita, ¿verdad? La han embutido en un vestido de fiesta de niña.

– Sí. Cuando la levantamos, descubrimos que no se lo habían abotonado por la espalda. Margaretta tenía los hombros demasiado anchos, pero los brazos delgados, por lo que pudo hacer que le quedara bien por delante.

El vestido tenía unas manguitas abombadas con puños estrechos, y una cintura que permitía ponerlo en un cuerpo de niña: ancha y un poco rechoncha. A una niña de diez años le hubiera llegado probablemente hasta las rodillas; a esta joven apenas le cubría la parte superior de los muslos. Los encajes, de un rosa nacarado, eran de fabricación francesa, sospechó Carmine; encaje caro, auténtico, bordado sobre una base de rejilla fina y fuerte. Luego alguien había cosido lo que parecían varios centenares de piedras falsas transparentes por todo el vestido, según un patrón que evocaba el del encaje; cada piedra estaba perforada en la punta para poder coserla con una aguja fina e hilo. Una labor manual meticulosa que añadiría muchos pavos a la etiqueta del precio. Tendría que enseñarle aquello a Desdemona para hacerse una idea realmente precisa de su calidad y coste.

Observó a Patrick y Paul despojar suavemente a Margaretta de su extraño atuendo, que debía conservarse intacto. Una de las razones por las que quería tanto a su primo era el respeto que Patrick mostraba por los muertos. Por más repulsivos que fueran algunos de los cuerpos que se encontraba -materia fecal, vómitos, porquerías que mejor no mencionar-, Patrick los manipulaba como si fueran obras de Dios, hechas con amor.

Desprovista de su vestido, Margaretta quedó con sólo un par de panties de seda rosa que le llegaban a la cintura por arriba y hasta la mitad del muslo por abajo: panties modestos. Tenían la entrepierna manchada de sangre, pero no demasiado. Cuando se los quitaron, allí estaba la zona púbica depilada.

– Es nuestro hombre, seguro -dijo Carmine-. Antes de que empecéis, ¿alguna idea de cómo murió?

– Desde luego, no por pérdida de sangre. Tiene la piel más o menos de su color y sólo hay una incisión en el cuello, la que la decapitó. No hay marcas de ataduras en los tobillos, aunque creo que la inmovilizaron con la clásica tira de lienzo cruzada sobre el pecho. Puede que le pusiera otra en torno a la parte inferior de las piernas entre las violaciones, pero tendré que examinarla con más detalle para comprobarlo. -Apretó los labios-. Creo que esta vez la violó hasta matarla. No hay mucha sangre por fuera, pero tiene el abdomen muy hinchado para ser alguien que no había tenido tiempo de entrar en decadencia. Cuando estuvo muerta, la metió en un congelador hasta que pudiera tirar el cadáver.

– Entonces -dijo Carmine, apartándose de la mesa-, te esperaré en tu despacho, Patsy. Pensaba quedarme a ver hasta el final, pero no creo que pueda.

Afuera se encontró con Marciano.

– Se te ve blanco como un papel, Carmine. ¿Has desayunado?

– No, ni quiero.

– Ya lo creo que sí. -Le olió el aliento a Carmine-. Lo que te pasa es que has estado bebiendo.

– ¿A un Manischevitz lo llamas beber?

– No. Hasta Silvestri lo calificaría como mosto. Vamos, amigo, me lo puedes contar todo en el Malvolio's.

No había podido con la tostada con jarabe de arce, pero volvió al despacho sintiéndose mejor por haber intentado comer. El día iba a traerle torturas mentales peores que las que le había deparado hasta el momento; tenía el presentimiento de que el señor Bewlee insistiría en ver los restos mortales de su hija, dijera lo que dijese el ministro de su religión, o fuera quien fuese el que se prestara a esa terrible tarea. Algunas partes de ella no podían dejárselas ver de ninguna manera, pero él conocería cada línea de la palma de sus manos, tal vez alguna pequeña cicatriz allí donde le sacara una vez una astilla de un pie, la forma de sus uñas… Las dulces y hermosas intimidades de la paternidad que Carmine nunca había experimentado. «Qué extraño resulta ser padre de una criatura a la que no reconoces, que ha vivido lejos de ti y en cuya compañía te sientes un exiliado.» Ahora que había tomado por costumbre llamar Fantasma al asesino, algunos rincones y grietas de su cerebro se habían reacomodado para permitir que débiles rayos de luz alcanzaran sus profundidades; Carmine se encontró de pronto pensando por canales nuevos, desde aquella noche en que estuvo contemplando el puerto de Holloman bajo la nieve, y ver a Margaretta Bewlee con su vestido de fiesta en aquel talud de hielo había desbloqueado otro cauce que le atraía con cantos de sirena, a punto de tomar forma, el fantasma de una idea. Un fantasma…

Entonces lo vio claro. No un fantasma. Dos fantasmas.

¡Cuánto más sencillo sería todo si fueran dos! La rapidez, el silencio, la invisibilidad. Dos de ellos: uno para mostrar un señuelo, otro para ejecutar el secuestro. Tenía que haber un señuelo, algo que una muchacha de dieciséis años, pura como la nieve recién caída, cogiera con el mismo apetito que un salmón el anzuelo adecuado. ¿Un gatito abandonado, un cachorro de perro maltratado y sucio?

Éter… ¡Éter! Uno de ellos mostraba el anzuelo, el otro se acercaba por detrás como el rayo y le tapaba la cara con una almohadilla empapada en éter… no tiene ocasión de gritar, no hay riesgo de que le muerda o se le escurra un momento de la mano permitiéndole lanzar un grito. La chica perdería el conocimiento en segundos, inhalando éter en sus pulmones al resistirse. Luego los dos se la llevan, le ponen una inyección, la meten en un vehículo o en un escondite provisional. Éter… El Hug.

Sonia Liebman estaba en el quirófano del Hug, haciendo limpieza tras una sopa de cerebro de rata. Cuando vio a Carmine, su rostro se ensombreció… pero no por su causa.

– ¡Ah, teniente, me he enterado! ¿Está bien el pobre Maurice?

– Está bien. No podría estar de otra manera, con esa mujer que tiene.

– Así que al Hug sigue lloviéndole mierda, ¿no?

– O alguien pretende dar esa impresión, señora Liebman. -Hizo una pausa; no tenía sentido disimular-. ¿Tienen éter en el quirófano? -preguntó.

– Desde luego, pero no es éter anestésico, sólo anhídrido de éter corriente. Venga -dijo, y lo guió hasta una antesala, donde señaló una fila de latas que descansaban sobre una alta estantería.

– ¿Puede actuar como anestésico? -preguntó Carmine, y cogió una lata de la estantería para examinarla. Tenía el tamaño aproximado de una lata grande de melocotones, pero con un cuello corto y estrecho aprisionado por una perilla metálica. No una tapa, sino un cierre sellado. «La sustancia debe de ser tan volátil -pensó- que ni el más hermético de los cierres impide que se evapore.»

– Lo uso como anestésico cuando descerebro gatos.

– ¿Cuando les saca el cerebro, quiere decir?

– Va aprendiendo, teniente. Sí.

– ¿Cómo les administra el éter, señora?

Como respuesta, ella levantó en la mano un recipiente hecho de plexiglás transparente que sacó de una esquina; medía unos treinta centímetros de base por unos setenta y cinco de alto, y tenía una tapa hermética ajustada con abrazaderas.

– Esto es una antigua cámara de cromatografía -dijo-. Pongo una toalla gruesa en el fondo, vacío una lata entera de éter sobre la toalla, dejo caer dentro al gato y cierro la tapa. De hecho, lo hago en las escaleras, están mejor ventiladas. El animal queda inconsciente muy rápido, pero no puede hacerse daño antes de que ocurra, en estas paredes tan lisas.

– ¿Qué importancia tiene que se haga daño, cuando está a punto de perder su cerebro para no despertarse jamás? -preguntó Carmine.

Ella se echó hacia atrás como una cobra a punto de atacar.

– ¡Sí, zoquete, claro que importa! -le espetó-. ¡En mi quirófano no se somete a ningún animal a sufrimientos ni malos tratos! ¿Qué se cree que es esto, la industria cosmética? ¡Conozco a veterinarios que tratan a los animales peor que aquí!

– Disculpe, señora Liebman, no pretendía ofenderla. Acháquelo a mi ignorancia -dijo Carmine, implorando de modo abyecto-. ¿Cómo abre usted la lata? -preguntó, por cambiar de tema.

– Debe de haber un instrumento específico -dijo ella, algo aplacada-, pero yo no lo tengo, así que utilizo un viejo fórceps.

Éste se asemejaba a unas pinzas enormes, salvo que sus dos extremos acababan en pala, se juntaban en oposición y mordisqueaban cualquier cosa que se pusiera entre ellos, por ejemplo la blanda perilla metálica de una lata de éter, como Sonia Liebman procedió a demostrar. Carmine se apartó del olor que brotó de la lata más rápido que un genio de su lámpara.

– ¿No le gusta? -preguntó ella, sorprendida-. A mí me encanta.

– ¿Sabe cuánto éter tiene almacenado?

– No llevo la cuenta precisa… no es ni valioso ni importante. Cuando veo que queda poco en el estante, encargo más y ya está. Lo uso para las descerebraciones, pero también se utiliza para limpiar recipientes de cristal si un investigador va a hacer una prueba que exija que no haya residuos de ningún tipo.

– ¿Por qué éter?

– Porque tenemos mucho, pero hay investigadores que prefieren el cloroformo. -Frunció el entrecejo, y de pronto pareció iluminarse-. ¡Ah, ya sé adónde quiere ir a parar! El éter no permanece mucho tiempo en el cuerpo, teniente, no más de lo que permanece en el cristal. Unas pocas respiraciones lo hacen evaporarse, desaparecer tanto de los pulmones como del torrente sanguíneo. No puedo usar Pentotal ni Nembutal para anestesiar a un sujeto de descerebración, porque permanecen en el cerebro durante horas. El éter se desvanece… ¡puf!

– ¿No podría usar un gas anestésico?

Sonia Liebman parpadeó, como asombrada ante su cortedad.

– Claro que podría, pero ¿para qué? Los humanos pueden cooperar, y no tienen colmillos ni garras. Con los animales es o una inyección parenteral de Nembutal o la cámara de éter.

– ¿Es habitual que haya una cámara de éter en los laboratorios de investigación?

Aquello fue la gota que colmó el vaso. Sonia Liebman se dio la vuelta y empezó a ordenar una pila de instrumental quirúrgico.

– No tengo ni idea -elijo, con voz tan gélida como el aire exterior-. Desarrollé la técnica yo misma, y eso es todo lo que importa por lo que a mí respecta.

Carmine dejó a la señora Liebman para que despotricara a gusto de la absoluta estupidez de los polis, con la sensación de que debía retirarse caminando de espaldas sin dejar de hacer profundas reverencias.

– Mercedes y Francine fueron brutalmente violadas con una serie de instrumentos, y no puedo sino suponer que el tipo hizo lo mismo con Margaretta para abrir boca -dijo Patrick a Carmine, Silvestri, Corey y Abe-. Luego pasó a mayores con algún ingenio nuevo en el que debió de incrustar púas y pinchos, y tal vez remató con una cuchilla en la punta. La hizo trizas por dentro: los intestinos, la vejiga, los riñones… llegó incluso hasta el hígado. Laceraciones múltiples, masivas. Murió de la conmoción antes de poder desangrarse por la hemorragia interna. Había un poco de Demerol en su torrente sanguíneo, de modo que dondequiera que se llevara a Margaretta después de raptarla, estaba demasiado lejos de Groton como para confiar en el éter, pasados los primeros minutos. No encontré rastros de éter en la funda de la almohada, por cierto.

– ¿Es que esperabas encontrarlos? -preguntó Marciano.

– No, pero lo olí en un pliegue bien doblado de la funda cuando llegamos a casa de los Bewlee.

– ¿Perdió sangre la chica cuando le cortaron la cabeza? -preguntó Abe.

– Muy poca. Llevaba horas muerta cuando le hizo eso. Debido a lo alta que era, parece haber usado una venda en torno a cada pierna además de la del pecho para inmovilizarla.

– Si murió prematuramente, ¿por qué esperó trece días para tirar el cadáver? ¿Qué hizo con ella? -preguntó Corey.

– La metió en un congelador lo bastante grande para que cupiera tendida a lo largo.

– ¿La han identificado? -preguntó Carmine.

Patrick torció el gesto.

– Sí, su padre. ¡Cómo conservó la calma! Tiene una pequeña cicatriz en la mano izquierda; una mordedura de perro. En cuanto la encontró, dijo que era su hija, nos dio las gracias y se marchó.

Se hizo el silencio en la habitación. «¿Cómo habría reaccionado yo en esa situación de tratarse de Sophia? -se preguntó Carmine-. No hay duda de que el resto de los aquí presentes sienten más en sus carnes la cuchilla, todos tienen hijas que no se fueron a California antes de haber podido forjar el vínculo como es debido. El infierno es poco para lo que esta bestia se merece.» -Patsy -dijo Carmine, interrumpiendo sus pensamientos-, ¿es posible que fueran dos?

– ¿Dos? -preguntó Patrick, sin comprender-. ¿Dos asesinos, quieres decir?

– Sí.

Silvestri masticó su cigarro, puso una mueca y lo dejó caer en su papelera.

– ¿Dos como él? ¡Estás de broma!

– No, John, lo digo en serio. Cuanto más pienso en esta serie de secuestros, más me convenzo de que hicieron falta dos personas para llevarlos a cabo. De ahí a concluir que hay dos asesinos, sólo hay un paso, y es obvio.

– Un paso con un desnivel de treinta metros, Carmine -dijo Silvestri-. ¿Dos monstruos? ¿Cómo pudieron encontrarse?

– No lo sé, quizás algo tan corriente como un anuncio en la sección de contactos del National Enquirer. Cauteloso, pero claro como el agua para alguien con los mismos gustos. O tal vez se conocen desde hace años, puede incluso que crecieran juntos. O quizá se conocieron en una fiesta.

Abe miró a Corey y dejó los ojos en blanco; los dos estaban pensando que iban a pasarse varios días sentados en los archivos del National Enquirer tratando de localizar un anuncio que tendría como mínimo dos años.

– Estás escupiendo contra el viento, Carmine -dijo Marciano.

– ¡Ya lo sé, ya lo sé! Pero olvidaos por un momento de cómo se conocieron y concentraos en lo que les ocurre a las víctimas. Comprendí que tenía que haber un señuelo. Estas no son la clase de chicas que se dejarían engatusar por la invitación de un desconocido, o picarían ante la oferta de una prueba de pantalla, o cualquiera de las artimañas que funcionan con chicas con una educación menos esmerada. ¡Pero pensad en lo difícil que sería para un hombre solo llevar a cabo el secuestro sin un señuelo! -Carmine se inclinó hacia delante y pareció coger arrestos-. Pensad en Mercedes -prosiguió-, que cierra la tapa del piano, se despide de la hermana Teresa y sale por la puerta del aula de música. En un lugar tranquilo, sin gente alrededor, Mercedes ve algo tan irresistible que no puede sino acercarse. Algo que su corazón no puede ignorar, como un gatito o un cachorro medio muertos de hambre. Pero como ha de situarse en el sitio exacto, hay alguien más doliéndose también por el animal. Mientras Mercedes está absorta, el otro hombre ataca. Uno para esgrimir el señuelo, otro para agarrarla. O Francine, que anda por el bloque de los servicios, o bien está directamente dentro. Ve el señuelo, se queda conmovida, la agarran. Queda demasiada gente en la escuela para arriesgarse a sacarla del Travis, así que la meten en una de las taquillas del gimnasio. ¡Cuánto más fácil resulta hacerlo deprisa si son dos! Es miércoles, el gimnasio está desierto, y la clase de química está justo junto al bloque de los servicios. Con Margaretta, hay una hermana durmiendo a menos de tres pasos. No hay señuelo, pero ¿se arriesgaría este asesino a que Linda se despierte, cuando planea las cosas tan meticulosamente? El socio del señuelo tiene un papel nuevo: vigilar a Linda y actuar si es que se despierta. Como no lo hace, para dos hombres es pan comido sacar a una chica por la ventana, situándose uno dentro y el otro fuera.

– ¿Por qué te complicas las cosas de esa manera? -preguntó Patrick.

– Las cosas son lo complicadas que tienen que ser, Patsy. Si un asesino no es suficiente, tenemos que pensar que hay dos.

– Estoy de acuerdo -dijo Silvestri bruscamente-, pero que nadie sepa una palabra sobre la teoría de Carmine, fuera de los presentes en esta habitación.

– Una cosa más, John -dijo Carmine-. El traje de fiesta. Me gustaría enseñárselo a Desdemona Dupre.

– ¿Por qué?

– Porque hace unos bordados increíbles. El traje no lleva etiqueta, nadie ha visto antes nada parecido, y quiero intentar averiguar por dónde empezar a buscar a la persona que lo hizo. Eso quiere decir que he de saber cuánto podría costar caso de comprarlo en una tienda, o cuánto cobraría alguien como Desdemona por hacerlo. Ella hace cosas por encargo, lo sabrá.

– Claro, una vez que Paul haya acabado con él… y si tú confías en que no se vaya luego de la lengua.

– Confío en ella.

18

Lunes, 24 de enero de 1966

El periódico donde sería más lógico buscar a una persona que pusiera un anuncio para hacerse con un socio en cualquier actividad, desde negocios al asesinato, pasando por el sexo, era el National Enquirer, que se leía en todo el país y podía encontrarse en cualquier supermercado en el mostrador de caja, entre los chicles y las revistas. Después de hablar con los tres psiquiatras que habían hecho del asesinato su especialidad, Carmine estuvo en disposición de suministrar a Abe y Corey algunas palabras clave antes de enviarlos a leer los anuncios de contactos de entre enero de 1963 y junio de 1964. El Fantasma habría podido establecer su siniestra colaboración antes de que desapareciera la primera chica o pensar lo mucho que facilitaría su labor contar con un ayudante después de dar comienzo a su carrera homicida.

Carmine tenía ahora clara la naturaleza del señuelo: un objeto de compasión, de atractivo irresistible para una joven sensible de buen corazón. De modo que dejó de lado esa línea de razonamiento para centrarse en el tipo de lugar que albergaría a las chicas durante su violación y asesinato y serviría de depósito provisional de sus cadáveres. La impresión más extendida entre la policía era que el escenario de los crímenes sería un lugar improvisado; sólo Patrick admitía la conclusión de Carmine de que era cualquier cosa menos improvisado. Alguien tan minucioso que era capaz de centrar con regla una nota querría que su «laboratorio» fuera perfecto.

Iras el descubrimiento del cuerpo de Margaretta Bewlee en la propiedad de un hugger, a los huggers les faltó tiempo para prestarse a permitir que la policía registrara cualquier lugar que quisiera. Incluso Satsuma, Chandra y Schiller se derrumbaron. El túnel de las setas de Maurice Finch no era más que eso; un nuevo registro del depósito de cadáveres de Benjamin Liebman no arrojó ningún resultado; el «refugio» de Addison Forbes consistía en dos habitaciones redondas, una encima de otra, atiborradas de lecturas de género profesional pulcramente archivadas o dispuestas en estanterías; el sótano de los Smith era sencillamente el cielo de los trenes; la cabaña de Walter Polonowski era un nido de amor, con fotografías de Marian en recatadas poses por todas partes, una cama grande y la mínima expresión de una cocina. Paola Polonowski había aprovechado la oportunidad y seguido a la policía hasta la cabaña, con el resultado de que ahora Polonowski se había mudado allí con Marian, y parecía bastante más feliz. El retiro de Hideki Satsuma resultó ser una casa de soltero diseñada por un arquitecto y situada cerca de la punta del cabo Cod, en Orleans, en la que lo más acusador que hallaron fue una enorme cantidad de material pornográfico de contenidos muy violentos, pero no hasta el punto del homicidio. Algo que no sorprendió en absoluto a Carmine, cuya estancia en Japón le había mostrado el gusto japonés por la pornografía gráfica. El doctor Nur Chandra sólo estaba «mostrándose obcecado», como lo habría expresado Desdemona; su actividad secreta en la casa en que se refugiaba consistía en la construcción de un ordenador de nueva generación que intentaba programar sin reclutar a uno de aquellos asombrosos jóvenes estudiantes de Medicina de la Chubb que se pagaban la carrera diseñando programas para fines científicos específicos. Chandra estaba tan confiado en su premio Nobel que se negaba a hablarle a nadie de su trabajo, y menos a algún joven estudiante de Medicina superbrillante y ambicioso. El bosque de los Ponsonby era un bosque; ni cabañas, ni cobertizos, ni graneros ni refugios subterráneos de ninguna clase. Y el peor secreto de Kurt Schiller era una fotografía de sí mismo con su padre y Adolf Hitler. Papá había sido un capitán de submarino archicondecorado que fue invitado a conocer a der Führer y llevar a su rubio retoño; a Hitler le encantaban los retoños rubios de padres valientes. Schiller Senior se había hundido con su submarino al topar con una carga de profundidad en 1944; Kurt contaba diez años por entonces.

En consecuencia, según Silvestri, Marciano y el resto de los diversos policías de alto rango de Connecticut, el escenario de los asesinatos debía de ser improvisado. De no serlo, alguien habría reparado en él.

«Pero no es un sitio improvisado -se decía Carmine-. Si yo fuera el Fantasma, ¿qué querría? Un entorno inmaculado, eso querría.» Superficies a las que pudiera darse un manguerazo, que admitieran una limpieza escrupulosa. Eso implica baldosas mejor que cemento, metal antes que piedra o madera. Querría un quirófano. Dos Fantasmas podrían construirlo si ambos fueran hábiles con sus manos; podrían ponerle incluso la instalación eléctrica para tener luz. Lo que probablemente no podrían sería instalar las cañerías, y sin embargo necesitarían una instalación de agua. Un suministro de agua a presión, desagües adecuados y una conexión o al alcantarillado o bien a una fosa séptica. Los Fantasmas querrían también un cuarto de baño, para sí mismos si no para su víctima. A ella probablemente le pondrían un orinal y la lavarían con esponjas.

De manera que mientras Abe y Corey buceaban por los anuncios de contactos del National Enquirer, Carmine verificó todas las propiedades de los huggers buscando facturas de luz o agua llamativamente altas. Desafortunadamente, los huggers más prósperos preferían vivir en sitios con acceso a pozos de agua a conectarse a una red de tuberías, y ninguno tenía una factura de luz desmesurada. ¿Un generador? Posiblemente, si podían amortiguar el ruido. Tras ese ejercicio estéril, pasó a revisar todas las empresas de fontanería y a los más humildes fontaneros autónomos de una punta a otra de Connecticut. Buscando un trabajo lucrativo que implicara la instalación de lo que se habría descrito como un gimnasio privado o un enclave recreativo de lujo o incluso una piscina cubierta. Los que encontró resultaron ser auténticos, todos localizados en los condados de Fairfield o Litchfield. Era consciente de que preguntaba por algo que hablaba a gritos de alguien con dinero, pero siempre había pensado que el Fantasma era alguien muy adinerado. Buscara donde buscase, no sacaba nada en limpio. De ello podía extraerse una de tres conclusiones: la primera, que los dos Fantasmas podían ocuparse de su propia fontanería; la segunda, que habían contratado a un fontanero a quien habían pagado generosamente y en metálico para que guardara silencio respecto al trabajo y se ahorrara los impuestos; y la tercera, que los Fantasmas habían alquilado o comprado un lugar que respondiera de entrada a sus necesidades, como una clínica veterinaria o la consulta de un cirujano. Hizo unas cuantas llamadas para averiguar cuántas clínicas veterinarias o consultas de cirujano habían cambiado de manos hacia finales de 1963, pero no dio con ninguna irregularidad. Como de costumbre, nada, nada, nada.

Dado que al vestido de encaje rosa lo adornaban 265 piedras falsas, y que había que examinar cada una de ellas para verificar que no contenían huellas de más de una persona, presumiblemente de la costurera, pasaron seis días antes de que Carmine pudiera mostrar la prenda a Desdemona.

Llamó a su intercomunicador sintiéndose más torpe y nervioso de lo que había estado en el instituto cuando la chica de sus sueños de entonces le dijo que sí, que podía llevarla al baile de graduación. La boca seca, el corazón en un puño… sólo le faltaba el ramillete de flores.

– Desdemona, soy Carmine. Por trabajo. No abra la puerta, ya tecleo yo la combinación.

Entró en el piso de Desdemona y se deshizo de sus prendas de abrigo.

– ¿Cómo está? -preguntó, dejando la caja del vestido («¡Mierda! ¿Qué habrá pensado?») sobre la mesa.

Ella no pareció alegrarse ni lamentarse de verle.

– Estoy bien, pero muerta de aburrimiento -dijo. Luego, apuntando con el dedo a la caja-: ¿Qué es eso?

– Algo de lo que tuve que prometerle al comisario que no hablaría usted a nadie. Yo sabía que no lo haría; él, no. Supongo que ignorará que la última víctima, Margaretta Bewlee, fue hallada con un vestido de fiesta de niña puesto. No podemos rastrear su origen, pero he pensado que tal vez usted, con su ojo para el trabajo de fantasía, pueda decirnos algo sobre él.

Ella abrió la caja y desplegó el vestido de una sacudida en cuestión de un segundo, luego lo sostuvo ante sus ojos, le dio la vuelta y finalmente lo extendió sobre la mesa.

– ¿Puedo deducir que a la última chica no la cortaron en trocitos?

– No, sólo la decapitaron.

– Los periódicos decían que era alta. Esto no le cabría.

– Y no le cabía, pero la embutieron en él igualmente. Tenía la espalda demasiado ancha para abotonárselo, lo que me lleva a mi primera pregunta: ¿por qué botones? Hoy en día, todo lleva cremalleras.

Paul había abrochado los botones, que centelleaban como joyas auténticas bajo la luz de la mesa.

– Por eso -dijo ella, señalando uno con el dedo-. Una cremallera habría echado a perder el efecto. Éstos brillan.

– ¿Había visto alguna vez un vestido como éste?

– Sólo sobre un escenario, en una representación navideña, de niña, pero era un apaño, por el racionamiento de ropas. Esto es muy pretencioso.

– ¿Está hecho a mano?

– En parte, pero probablemente no en la medida que usted supone. La bisutería está cosida, sí, pero por un especialista capaz de enganchar todas las piedras en menos de lo que usted tarda en comerse un plato de estofado. Es un trabajo a destajo, así que la persona encargada de hacerlo mete la aguja por el agujero, da una vuelta con el hilo de algodón en torno a la piedra y luego lo hilvana a través del encaje hasta la siguiente piedra… ¿lo ve?

Carmine lo vio.

– Faltan algunas piedras, porque no estaban del todo bien cosidas, y se sueltan en una cadena tan larga como el hilo de algodón enhebrado en la aguja… ¿lo ve?

– Pensé que eso podía haberlo hecho Paul en el laboratorio.

– No, es más fácil que ocurriera por un trato descuidado, y no creo que fuera precisamente eso lo que recibiera en un laboratorio de patología.

– ¿Así que lo que viene a decir es que el vestido es asequible?

– Si está dispuesto a gastarse algo más de cien dólares en un traje que la niña no vaya a llevar probablemente más que una vez o dos, sí. Es un ejercicio dirigido a obtener un beneficio, Carmine. Quienquiera que haga y venda estos vestidos sabe que van a ser usados pocas veces, así que recorta el gasto todo lo que puede. El forro es sintético, no de seda, y la enagua es de redecilla barata reforzada con almidón espeso.

– ¿Qué me dice del encaje?

– Es francés, pero no de la mejor calidad. Hecho a máquina.

– En ese orden de precios, ¿deberíamos buscar en la sección de niños de grandes almacenes de Nueva York, como Saks o Bloomingdale's? ¿O tal vez en Alexander's, en Connecticut?

– En alguna tienda o unos almacenes tirando a caros, desde luego. Yo calificaría el vestido de vistoso, más que elegante.

– Estilo Mariquita Pérez -dijo él, distraídamente.

– ¿Disculpe?

– Nada, es un decir. -Inspiró hondo-. ¿Estoy perdonado?

La mirada de Desdemona se ablandó, centelleó incluso.

– Supongo que sí, zoquete grosero. No verle apenas es peor que verle demasiado.

– ¿Malvolio's?

– ¡Sí, por favor!

– Ahora cambiemos de tema -dijo él cuando estaban tomando el café-. Es tarde, podemos hablar aquí. Habilidad manual.

– ¿Quién la tiene y quién no de entre el personal del Hug?

– Exactamente.

– ¿Empezando por el Profe?

– ¿Qué tal está, por cierto?

– Encerrado en algún manicomio exclusivo de Bridgeport, del lado de Trumbull. Supongo que estarán encantados de tenerle como paciente. La mayor parte de su clientela son alcohólicos o drogadictos en desintoxicación, junto con montones de neuróticos con crisis de ansiedad. Mientras que el pobre Profe ha tenido una crisis nerviosa severa en toda regla: ilusiones, autoengaños, alucinaciones, pérdida de contacto con la realidad. En cuanto a sus habilidades manuales, son considerables.

– ¿Podría montar la instalación eléctrica y la fontanería de una casa?

– No querría, Carmine. Cualquier cosa que requiera un trabajo físico duro la considera por debajo de su dignidad. Al Profe le disgusta ensuciarse las manos.

– ¿Ponsonby?

– Sería incapaz de cambiar la arandela de un grifo.

– ¿Polonowski?

– Bastante manitas para las tareas caseras. No tiene dinero para contratar a un carpintero cuando los niños rompen una puerta, o a un fontanero si tiran un peluche por el váter.

– ¿Satsuma?

Ella elevó los ojos al cielo.

– ¡Teniente, por Dios! ¿Para qué cree que está Eido? Aparte de la mujer de Eido, que trabaja como una mula. Y Chandra tiene un ejército entero de lacayos con turbante.

– ¿Forbes?

– Yo diría que es hábil con sus manos. Hace arreglos en su casa, eso me consta. ¡Los Forbes sí que tuvieron suerte! Cuando la compraron, las hipotecas estaban al dos por ciento de interés, y tiene treinta años para pagarla. Ahora vale una fortuna, por supuesto: fachada orientada al mar, dos acres, sin depósitos de gasoil al lado.

– Que los reubicaran al fondo de la calle Oak le vino muy bien a todos los habitantes de la costa Este. ¿Finch?

– Construye él mismo sus invernaderos e invernáculos. Hay mucha diferencia, según me dice. No es más difícil que cavar un túnel para las setas. Pero yo diría que Catherine es incluso más competente. Figúrese, con sus miles de pollos…

– ¿Hunter y Ho, los ingenieros?

– Podrían construir el Empire State incorporando algunas mejoras.

– ¿Cecil?

– ¿No estará usted formulando cargos? -preguntó ella, frunciendo el entrecejo-. No sabría decirle, Carmine, la verdad. Es hábil, pero todos tendemos a considerarle ya no un machaca, sino un machaca negro además. No me extraña que nos odien. Nos merecemos que nos odien.

– ¿Otis?

– Ahora mismo, Otis no levanta objetos pesados. Personalmente, dudo que sus problemas tengan mucho que ver con lo duro que trabaja. Su pesadilla es Wesley, el sobrino de Celeste. Otis tiene pánico de que el chico se meta en líos, por Celeste. La Hondonada y la avenida Argyle andan algo revueltas.

– Pues espérese a la primavera -dijo Carmine, en tono grave-. Hemos ganado algo de tiempo con el clima, pero cuando llegue el calor se va a armar la de Dios es Cristo.

– El marido de Anna Donato es fontanero.

– Anna Donato… Refrésqueme la memoria.

– Es la que cuida de todo el equipamiento delicado, tiene muy buena mano.

– ¿Y el ménage Kyneton?

– ¡Ay, Dios! La cuarta planta es un circo últimamente. Hilda y Tamara están en pie de guerra. Más que nada, concursos de gritos, pero en una ocasión acabaron rodando por el suelo, liadas a patadas y mordiscos. Hicimos falta los cuatro trabajadores de las oficinas y yo para separarlas. Así que estamos muy contentos de que no esté aquí el Profe para ver la peor cara de las mujeres. De todos modos, Hilda se habrá ido previsiblemente antes de que vuelva el Profe. El queridísimo, amadísimo Keith ha conseguido la participación que andaba buscando en Nueva York.

– ¿Qué hay de Schiller?

– No hábil. No es capaz ni de afilar la cuchilla de un microtorno. Ojo, tampoco le hace falta. Para eso están los técnicos.

– ¿Qué le parece si volvemos a mi casa a tomar un coñac?

Desdemona se deslizó fuera del compartimento.

– Creí que no iba a pedírmelo nunca.

Carmine la acompañó toda la manzana de vuelta a casa envuelto en la misma neblina de felicidad que cuando su cita del baile de graduación le dijo que lo había pasado muy bien esa noche y le ofreció sus labios. Y no era que Desdemona estuviese a punto de ofrecerle sus labios. Una lástima. Los tenía carnosos y sin carmín. Empezó a reírse con el recuerdo de intentar sacarse frotando las marcas de lápiz de labios rojo brillante.

– ¿Qué le hace tanta gracia?

– Nada, nada.

19

Lunes, 31 de enero de 1966

El lunes 24 de enero, el comisario Silvestri celebró una reunión discreta a la que invitó a los diversos responsables de las investigaciones sobre el Fantasma repartidos por todo Connecticut.

– De aquí a una semana se cumplirán treinta días -expuso ante una audiencia de hombres en silencio-, y no tenemos ni idea de si el Fantasma o los Fantasmas han cambiado su pauta a un mes o siguen con la pauta bimensual, o sólo han saludado el Año Nuevo con una juerga especial.

Aunque la prensa seguía refiriéndose al asesino como el Monstruo, la mayor parte de los policías involucrados aludían ahora a él como el Fantasma o los Fantasmas. Las ideas de Carmine habían echado raíces, porque hombres como el teniente Joe Brown de Norwalk comprendían que tenían sentido.

– Entre el jueves pasado, día veintisiete, y el próximo jueves, tres de febrero, todos los departamentos pondrán un operativo de vigilancia encima de cualquier sospechoso las veinticuatro horas del día. Si no obtenemos resultados, al menos servirá como proceso de eliminación. Si sabemos que un sospechoso estaba vigilado y no nos despistó, a ese sospechoso podemos tacharlo de la lista en caso de que desaparezca una chica.

– ¿Y si no desaparece ninguna chica? -preguntó un poli de Stamford.

– Pues entonces repetimos todo el dispositivo a finales de febrero. Estoy de acuerdo con Carmine en que todo lo que sabemos apunta a un buen puñado de cambios (intervalo temporal, un secuestro nocturno, el traje de fiesta, el que sólo la decapitaran), pero no podemos estar seguros de que haya cambiado de pautas de forma permanente. Sea uno o sean dos, nos lleva un buen trecho de ventaja. Lo único que podemos hacer es seguir trabajando, muchachos, lo mejor que sepamos.

– ¿Y si desaparece una chica y ninguno de los sospechosos está involucrado? -preguntó un poli de Hartford.

– En ese caso, volvemos a pensar, pero con otro enfoque. Ampliamos la red para que quepan nuevos sospechosos, pero no nos olvidamos de los viejos. Ya os pondré en contacto con Carmine.

Quien no tenía mucho que añadir, salvo sobre el tema de los sospechosos que tenían de momento.

– Holloman está en la posición exclusiva de contar con más de un sospechoso -dijo-. Los demás departamentos vigilarán a violadores conocidos con antecedentes de violencia, mientras que Holloman tiene un grupo de sospechosos sin antecedentes conocidos de violación o violencia. El personal del Hug, y dos más. En total, treinta y dos personas. No podemos apañárnoslas para mantener vigilada a tanta gente veinticuatro horas al día, razón por la cual voy a pedir que voluntarios de otros departamentos nos echen una mano. Nuestros equipos han de estar formados por hombres con experiencia, que no sean dados a echar un sueñecito durante el trabajo o a quedarse en las nubes. Si alguno de vosotros puede prescindir de hombres de confianza, agradecería vuestra ayuda.

Y así se dispuso. Veintinueve huggers, más el profesor Frank Watson, Wesley le Clerc y el profesor Robert Mordent Smith estarían vigilados en todo momento por hombres cuya atención no flaqueara. Una tarea formidable, incluso desde el punto de vista logístico.

Un número sorprendente de los huggers sospechosos o bien vivían en la carretera 133 o muy cerca de alguna de sus salidas, y la 133 era la típica carretera estatal: un carril en cada dirección, sinuosa, no provista sin embargo de muchos refugios; nada de amplios arcenes, ni centros comerciales o aparcamientos concomitantes, nada de áreas de descanso. Todo eso quedaba a lo largo de la carretera de Boston Post, en tanto que la carretera 133 serpenteaba entre pueblo y pueblo por el interior, con alguna salida ocasional a una calle lateral de casas, pero no muy frecuente.

Tamara Vilich y Marvin Schilman, que vivían en Sycamore, cerca del centro de Holloman, eran fáciles; como lo eran también Cecil y Otis, en la calle Once. Pero los Smith, los Ponsonby, los Finch, la señora Polonowski, Frank Watson y señora, los Chandra y los Kyneton estaban todos más o memos en el entorno de la carretera 133.

El sórdido motel que se regodeaba en el nombre de Mayor Menor estaba en la 133, contiguo a Ponsonby Lane, y hacía años que no había visto tanto ajetreo nocturno como se anunciaba para la semana entrante.

Carmine, Corey y Abe se repartieron en tres turnos de ocho horas la vigilancia de la casa de los Ponsonby; que Carmine eligiera a los Ponsonby se debía únicamente a que no creía que fueran a sacar nada en limpio de ninguno de los sospechosos, y hasta el momento los Ponsonby habían sido objeto de menos atención que, por ejemplo, los Smith o los Finch. Encontraron un sitio donde esconderse, tras un grupo de laureles de montaña situado a cincuenta pasos del lado más próximo a la 133 del camino de entrada a casa de los Ponsonby, tras cerciorarse de que Ponsonby Lane no tenía salida y la casa no tenía más vía de acceso de vehículos que el camino de entrada.

Verificó todo de antemano personalmente, descubriendo que los Forbes eran los más difíciles de observar, gracias a su fachada orientada al mar y a la empinada pendiente que bajaba de East Circle, su fachada a la carretera, hasta el agua; la casa se elevaba sobre una plataforma a media altura. Tampoco eran fáciles los Smith, entre aquella loma en que descansaba la casa, el tupido bosque y su sinuoso camino de entrada. De todas formas, el Profe estaba definitivamente recluido en Marsh Manor, en el lado de Trumbull de Bridgeport, bajo la custodia de la policía de Bridgeport. En cuanto a los Finch… realmente era una ventaja que los hubiera virtualmente eliminado de su lista. Tenían nada menos que cuatro verjas de entrada que daban a la carretera 133, en ninguna de las cuales podía apostarse un coche sin señales identificativas donde quedara al abrigo de miradas escrutadoras. Los de Norwalk se ocuparían de Kurt Schiller, y los de Torrington vigilarían a Walter Polonowski y su querida en su cabaña al norte del Estado.

Así que ¿por qué no pensaba Carmine que este ejercicio de vigilancia a gran escala fuera a dar frutos? Lo cierto era que él mismo no sabía por qué, sólo que los Fantasmas eran fantasmas, y solamente puede verse un fantasma si él quiere ser visto.

20

Miércoles, 2 de febrero de 1966

El miércoles anterior habían caído tres palmos de nieve, que luego no se deshicieron, lo que no era nada raro en enero. Por el contrario, la temperatura cayó en picado hasta once bajo cero, y más abajo aún por la noche. Las tareas de vigilancia se convirtieron en una pesadilla, los hombres se envolvieron con hasta el último abrigo de pieles que sus mujeres o madres pudieron cederles, alfombras de piel, pieles de oso, sábanas, capas de lana, ropa interior térmica, mantas eléctricas que pudieran conectarse a una batería de corriente continua, braseros del siglo XIX llenos de carbón de barbacoa, cualquier cosa que pudiera evitar que se congelaran. Porque, por descontado, en cuanto el mercurio bajó de dos grados bajo cero no se pudo dejar en marcha ningún motor, a causa del espeso vapor blanco que emanaba del tubo de escape, delatando la presencia de un coche de alquiler. A los más afortunados les metieron apelotonados en puestos de caza tipo Alaska.

Carmine hacía cada noche el turno de la medianoche hasta las ocho de la mañana; le tocó por coche un Buick color habano con interior de terciopelo por el que daba las gracias a todo el santoral.

La noche del domingo al lunes fue la más fría hasta el momento, a dieciocho bajo cero. Arrebujado en dos mantas de cachemira, estaba sentado con las ventanillas de aleta abiertas lo justo para evitar que se empañaran los cristales, con los dientes repiqueteándole como auténticas castañuelas. Estaba bien escondido entre los perennes laureles de montaña, pero el jueves, su primera noche en vela, le había preocupado Biddy… ¿Sentiría la perra su presencia y ladraría? No lo hizo, como tampoco esa noche. Sólo un descerebrado, pensó, se aventuraría a salir; ésa era la temporada del fuego del hogar, de la dulce calefacción corriendo a bocanadas por los ventiladores, de encontrar cosas que hacer en casa. Si los Fantasmas planeaban llevar a cabo un secuestro, sin duda aquel frío polar los disuadiría.

La propiedad de los Ponsonby había sido un quebradero de cabeza. Tenía cinco acres más de largo que de ancho y bajaba de forma empinada desde una protuberancia que formaba una cresta y señalaba su límite trasero; la vetusta casa estaba cerca de la carretera, y a su alrededor se había despejado un poco el bosque. La cresta que recorría la parte trasera de todos los bloques edificados a aquel lado de Ponsonby Lane señalaba, de hecho, el principio de una reserva forestal de veinte acres donada por Isaac Ponsonby, abuelo de Charles y Claire, no al Estado, sino al Consejo del condado de Holloman. Isaac había sido un amante de los ciervos que deploraba la caza; aquellos veinte acres, según decía su testamento, debían destinarse a un parque de ciervos, dentro de los límites del condado y cerca de la ciudad. Aparte de clavar unas cuantas señales que rezaban PROHIBIDA LA CAZA, el Consejo había prestado poca atención al legado. Ahora aún era en gran medida lo que había sido en tiempos de Isaac, un bosque bastante tupido con una gran población de ciervos. Bajaba desde la cresta en pendiente hasta Deer Lane, una vía muerta de escasa longitud al final de la cual se alzaban cuatro casas; el parque de ciervos se extendía en círculo alrededor de Deer Lane y había impedido que se edificara nada más. Aunque Carmine estaba seguro de que Charles Ponsonby no tenía las cualidades atléticas necesarias para hacer una caminata de ese estilo a dieciocho bajo cero, no tuvo más remedio que estacionar más coches por los alrededores: en Deer Lane, en sus extremos y en la carretera 133. Estos observadores le informaron de que no había otros coches aparcados en Deer Lane.

La noche era típica de aquellas condiciones árticas: un cielo que más que negro era de un añil manchado, con telarañas y destellos de brillantes estrellas centelleantes, sin una nube a la vista. Bellísimo. Sin más ruido que el castañeteo de sus dientes, sin nada que se moviera ni linternas en el exterior, sin el crujido de las ruedas de los coches sobre la calzada congelada del camino de entrada.

Y como Carmine desconocía lo que era la inercia, empezó a juguetear con una idea que surgió en su cerebro en el preciso instante en que una estrella fugaz labró su orgulloso surco a través de la cúpula celeste.

«Considera el aspecto religioso de las cosas, Carmine. Vuelve a repasar el recuerdo de las trece chicas, hasta Rosita Esperanza, la primera a la que se llevaron… diez de ellas católicas. Rachel Simpson era hija de un ministro episcopaliano. Francine Murray y Margaretta Bewlee eran baptistas. Pero ninguna de las chicas protestantes era de una iglesia blanca. Así que ¿por qué no sumar catolicismo y protestantismo negro? ¿Adónde te conduce eso, Carmine? A un protestante fanático blanco, ahí te conduce. Hemos perdido de vista la amplísima preponderancia de chicas católicas, tal vez porque los Fantasmas parecieron apartarse de ellas con Francine y Margaretta. Más de un setenta y cinco por ciento de católicas, a las que hay que añadir la hija de un ministro protestante negro, la de un matrimonio interracial y… Margaretta. Margaretta, la que no encaja. ¿Hay algo de la familia Bewlee que ignoramos?» Se olvidó del frío y permaneció sentado, ansiando que la llegada del día lo liberara de aquel turno de noche improductivo y estéril y le permitiera ir a hablar con el señor Bewlee.

Su radio emitió un sonido breve y bajo, señal de que un poli se acercaba a su coche. Una mirada somera a su reloj le dijo a Carmine que eran las cinco de la madrugada, demasiado tarde para que pasara nada si es que el plan era un secuestro nocturno. Una cosa era segura, los Ponsonby no se habían movido.

Patrick se deslizó en el asiento del copiloto y le alcanzó un termo con una sonrisa.

– El mejor del Malvolio's. Estuve al lado de Luigi y le hice prepararte una cafetera nueva, y los bagels de pasas acababan de llegar.

– Patsy, te quiero.

Bebieron y masticaron durante cinco minutos, y luego Carmine le habló a su primo acerca de su nueva teoría. Para decepción suya, a Patrick no le sedujo en absoluto.

– El problema es que llevas tanto tiempo con este caso que ya has agotado todo lo probable y sólo te queda por considerar lo improbable.

– ¡Hay un sesgo religioso, y está indisociablemente relacionado con la raza!

– Estoy de acuerdo, pero no es la religión lo que importa a los Fantasmas. Lo que les importa es el hecho de que las familias temerosas de Dios producen la clase de chica que ellos persiguen.

– Los Bewlee nos ocultan algo, estoy convencido -masculló Carmine-. Si no, Margaretta no encaja.

– No encaja -dijo Patrick, pacientemente- porque tu hipótesis es disparatada. ¡Vuelve a lo fundamental! Si crees que los Fantasmas son antes violadores que asesinos, entonces no estás buscando a un fanático religioso de ningún color o creencia, ni cristiano ni no cristiano. Estás buscando a un hombre o a dos hombres que odian a todas las mujeres, pero a unas más que a otras. Los Fantasmas odian la virtud sumada a la juventud sumada al color sumado a una cara sumada a otras cosas que ignoramos. Pero sí sabemos de la virtud, la juventud, la cara y el color. Ninguna de ellas era completamente blanca, y no habrá ninguna completamente blanca, me juego la cabeza. Su mejor coto de caza es católico y latino, eso es todo. Crían a hijos inocentes para su edad, los vigilan estrictamente y les colman de amor. ¡Eso lo sabes, Carmine! Pero las familias no son recién llegadas a Estados Unidos, y creo que un asesino fanático religioso pondría el punto de mira en inmigrantes recientes: contener el flujo de entrada, difundir el mensaje de que si emigras aquí violarán y masacrarán a tus hijas. La respuesta está en las líneas básicas del caso.

– Iré a ver al señor Bewlee igualmente -dijo Carmine, obstinado.

– Si has de hacerlo, hazlo. Pero seguirá sin encajar, porque el patrón que tú ves es producto de tu imaginación. Padeces fatiga de combate.

Guardaron silencio; menos de tres horas por delante, y el turno habría concluido.

Poco antes de las siete de la mañana, la radio emitió un sonido distinto y furtivo: el que advertía que debían abandonar sus puestos discretamente y acudir a los puntos de reunión, porque se habían llevado a una chica.

El punto de reunión de Carmine era el motel Mayor Menor, donde Patrick y él requisaron el uso del teléfono de la recepción. El mayor atendía el mostrador personalmente, ansioso por enterarse de lo que ocurría. La policía de Holloman había reservado todas sus habitaciones por una suma que ellos -y él- sabían exorbitante, sobre todo porque nadie las usaba. El cartel de COMPLETO sin iluminar servía de camuflaje adicional para los coches aparcados, y el mayor no tenía intención de encenderlo a menos que reflejara la verdad.

Mientras Carmine hablaba, Patrick observó al mayor Menor, preguntándose distraídamente si, como tanta gente en posesión de nombres sugerentes, el joven F. Sharp Menor habría ido a West Point decidido a alcanzar el rango que convertiría su nombre en una paradoja. Estaba ya en la cincuentena, y tenía la nariz amoratada e hinchada de quien bebe más de la cuenta, y la actitud de un guerrero de oficina: si has cumplimentado debidamente los impresos y el papeleo es correcto, haz lo que te venga en gana, ya sea darle una paliza a un soldado o robar armas de fuego de la armería. Esta singularidad del carácter del mayor Menor resultaba útil en un negocio en el que los huéspedes acudían a media tarde para pasar una hora; el aparcamiento principal estaba en la parte trasera, para que ninguna esposa que pasara por la carretera 133 reparara en que el coche de su marido estaba estacionado delante. En algún momento, la desesperación había llevado a Carmine a clasificar al mayor F. Sharp Menor como sospechoso, por el solo motivo de que en todas las habitaciones se había practicado un agujero para espiar. El viejo canalla se deshizo de las cámaras después de que un detective privado le sorprendiera grabando al director de una compañía con su secretaria, pero el mayor Menor todavía podía mirar.

– Norwich -dijo Carmine-. Corey, Abe y Paul estarán aquí en cosa de un minuto. -Se apartó un poco del mayor-. Ella es de origen libanés, pero la familia lleva en Norwich desde 1937. Se llama Faith Khouri.

– ¿Son musulmanes? -preguntó Patrick, con expresión incrédula.

– No, católicos de rito maronita. Dudo que allí haya una iglesia maronita, así que acudirán a la católica ordinaria.

– Norwich es una ciudad bastante grande.

– Sí, pero ellos viven bastante en las afueras. El señor Khouri regenta una tienda de electrodomésticos en Norwich. Su casa está al norte, como a medio camino de Willimantic.

Abe detuvo su Ford, y Paul la furgoneta negra sin señalizar de Patrick, justo detrás de él.

– No sé ni por qué nos vamos a molestar en subir hasta allí -dijo Corey mientras el Ford avanzaba a velocidad discreta; nada de sirenas o luces hasta que se hubieran alejado prudencialmente de Ponsonby Lane.

«Ésa -pensó Carmine, suspirando para sus adentros- es una observación propia de un hombre que desespera. No soy el único que sufre un cuadro agudo de fatiga de combate. Empezamos a creer que nunca atraparemos a los Fantasmas. Ésta es la cuarta chica desde que sabemos de su existencia, y no hemos avanzado ni un milímetro, ni un milímetro. Corey ha tocado el fondo de su pozo particular, y yo no sé lo cerca que estoy del mío.» -Vamos a subir, Cor -dijo como si la afirmación de Corey hubiera sido rutinaria-, porque tenemos que ver el escenario del secuestro en persona. Abe, si vamos hacia el norte por la I-91 hasta Hartford y luego nos desviamos en dirección este, tendremos mejores condiciones de tráfico que por la I-95 hasta New London.

– No puedo -dijo lacónicamente Abe-. Hay cinco camiones con el tráiler plegado por un accidente.

– Al menos -dijo Carmine, repantigándose cómodamente en su amado asiento trasero- tenemos la calefacción puesta. Voy a ver si duermo un poco.

La casa de los Khouri estaba al borde de un camino sinuoso que discurría a no mucha distancia del río Shetucket, y era tan encantadora como su entorno. La casa misma era tradicional, pero había sido construida por etapas, lo que le confería ángulos cautivadores además de tres niveles diferentes. Entre la casa y la carretera se extendía un enorme estanque, totalmente congelado en esa época del año, al igual que lo estaba el arroyo que descendía desde él hasta el río bloqueado por el hielo; habían retirado la nieve de su superficie para que pudiera usarse como pista de hielo, pero un pequeño embarcadero de madera proclamaba igualmente a las claras que en verano había allí canoas. Un puñado de juncos repiqueteaban entre sí con un ruido hueco, y en la distancia, en todas direcciones, el reflejo dorado del sol recubría el blanco inmaculado de los campos. En torno a la casa se alzaban los esqueletos invernales de sauces y abedules, con un imponente roble viejo en lo alto de una elevación más allá del pequeño lago. Hablaba de picnics a la sombra. ¿Podía pensarse en un entorno más hermoso para los niños que aquel perfecto sueño americano?

Eran siete hermanos, según supo Carmine: el único que estaba lejos de casa era Anthony, un chico de diecinueve años. Su hermano Mark tenía diecisiete, luego venía Faith con dieciséis, Nora con catorce, Emily con doce y Matthew con diez; Philippa, de ocho años, era la más joven.

El desgarrador dolor de la familia hizo imposible interrogar a ninguno de ellos, incluido el padre. Los casi treinta años pasados en Estados Unidos no habían atemperado su levantina reacción a la pérdida de un hijo. Cuando Carmine consiguió dar con una fotografía de Faith, entendió lo que Patrick había intentado hacerle ver en Ponsonby Lane. Faith parecía hermana de las otras víctimas, empezando por su mata de negro pelo rizado y acabando por sus enormes ojos oscuros y su boca exuberante. De color de piel, era la más clara; más o menos como una chica de Sicilia o del sur de Italia, de un moreno mediterráneo.

Patrick parecía frustrado cuando se encontró en el frío porche con Carmine.

– La nieve se ha congelado de tal forma que han podido tender una tira de estera de paja desde la carretera al porche trasero… parece recubrimiento barato para escaleras -dijo-. Rastrillaron y salaron la carretera en el lugar donde aparcaron, así que no hay huellas de neumático que los polis locales no hayan borrado. Abrieron la puerta de atrás con una llave o un juego de púas, y yo diría que sabían exactamente cuál era el dormitorio de Faith. Tenía un cuarto para ella sola, cada crío tiene el suyo, en el segundo piso, que es el piso de dormir para todo el mundo. Debieron de encontrarla dormida. Los únicos indicios de forcejeo son algunas revueltas de las sábanas al pie de la cama, tal vez de unas pocas patadas débiles. Luego se la llevaron por donde habían entrado, por la alfombra de paja hasta la carretera y su vehículo. Por lo que hemos averiguado, nadie oyó nada. La echaron a faltar cuando no apareció a la hora del desayuno, que la madre sirve temprano en esta época del año: hay una hora en coche hasta Norwich si no han despejado bien de nieve las carreteras. Los chicos van con su padre y esperan en la tienda hasta que se hace la hora de ir al colegio, que está a un paseo corto de distancia.

– Estás haciendo mi trabajo, Patsy. ¿Tenemos idea de cuánto mide? ¿De cuánto pesa?

– No hasta que lleguen el padre Hannigan y sus monjas. El dolor allí dentro es de locura, y no me dejan hacer preguntas. Se están arrancando el pelo a puñados.

– La señora Khouri no deja de rascarse y sangrar. Por eso estoy aquí fuera, y no ahí dentro -dijo Carmine, con un suspiro-. Y no es que importen los pelos o la sangre que corra. Los Fantasmas no habrán dejado rastros de ninguna de las dos cosas tras de sí.

– La familia ya ha dado por muerta a Faith.

– ¿Puedes reprochárselo, Patsy, de corazón? Les somos tan útiles como las tetas a un toro, y eso está afectando a Abe y Corey. Les escuece mucho, sólo que no pueden exteriorizarlo.

Patrick bizqueó y soltó una exhalación ahogada de alivio.

– Aquí llega nuestro cura con su cohorte. Puede que ellos sepan calmarles un poco a todos.

Si no llegó a tanto, al menos el padre Hannigan y las tres monjas que le acompañaban fueron capaces de facilitar a Carmine la información que necesitaba. Faith medía uno cincuenta y siete, y pesaba unos treinta y ocho kilos. Esbelta, no muy desarrollada todavía. Un encanto de niña, devota, mantenía una media de sobresaliente en todas sus asignaturas, que tiraban por las ciencias; su ambición era estudiar Medicina. Pensaba unirse a las filas de las voluntarias del hospital de St. Stan el verano entrante, pero hasta ahora su padre y su madre la retenían en casa, no querían que se metiera en caridad demasiado joven. Anthony, el hermano ausente, estudiaba primer ciclo de Medicina en la Brown; al parecer, a todos los chicos les interesaban las ciencias humanísticas. La familia en sí estaba muy unida y era muy respetada. Tenían la tienda en un barrio bueno de Norwich y nunca les habían atracado, ni entraron a robar en casa, ni fueron importunados o atacados.

– Volvemos a encontrarnos con la inocencia intachable, un cierto rostro y la edad, y posiblemente la religión -le dijo Carmine a Silvestri de regreso a Holloman-. Últimamente, el color no parece preocupar a los Fantasmas, ni la estatura, pero siempre tenemos los tres primeros criterios, y en la mayor parte de los casos también el cuarto. A Margaretta Bewlee, por su decimosexto cumpleaños, su madre le regaló una visita al salón de belleza para que le alisaran el pelo y se lo peinaran como a Dionne Warwick: iba a interpretar una de sus canciones en un concierto escolar. Esa noticia me hizo plantearme algunas dudas sobre ella, pero después de hacer algunas comprobaciones comprendí que no era prueba de… ¿cómo expresarlo…? ¿virtud declinante? Aunque Margaretta me sigue intrigando, John. Es la única perla negra en una colección de perlas cremosas. Demasiado alta, demasiado negra, demasiado inadecuada.

– Tal vez los Fantasmas se quieran subir al carro del descontento racial. Sus actividades, desde luego, no contribuyen precisamente a desactivar el conflicto.

– Entonces, ¿por qué no han ido ahora por otra víctima igual de oscura? Hace poco venía en el crucigrama del Times esta pista: «Vuelve a apretar.» Siete letras. La solución era «Repulsa». Cuando caí, me partía de risa. Allí adonde voy, la siento.

Silvestri no dijo lo que estaba pensando: «Necesitas unas vacaciones en Hawai, Carmine. Pero todavía no. No puedo permitirme apartarte de este caso. Si tú no eres capaz de resolverlo, nadie lo es.» -Es hora de que dé una conferencia de prensa -dijo-. No tengo nada que contarles a esos cabrones, pero tengo que mortificarme en público. -Se aclaró la garganta y mordisqueó la punta de un cigarro medio deshecho-. El gobernador coincide conmigo en que debo mortificarme en público.

– Hemos perdido el favor de Hartford, ¿eh?

– No, todavía no. ¿Cómo crees que paso la mayor parte de los días? Hablando por teléfono con Hartford, asilos paso.

– Ninguno de los huggers asomó la nariz a la calle anoche. Aunque eso no quiere decir que no piense volver a vigilarles de aquí a treinta días, John. Todavía tengo la corazonada de que el Hug está más que implicado, y no sólo como víctima de una venganza -dijo Carmine-. ¿Cuánta verdad vas a revelar a la prensa?

– Un poco de esto, un poco de aquello. Ni mención del vestido de fiesta de Margaretta. Y tampoco de que pudiera haber dos asesinos.

21

Lunes, 14 de febrero de 1966

El Holloman City Hall era famoso por su acústica, y desde que las dependencias administrativas de la alcaldía se trasladaran a un edificio propiedad del condado diez años antes, el Holloman City Hall había quedado reservado para lo que mejor servía: acoger a los mayores virtuosos y más destacadas orquestas sinfónicas del mundo.

Detrás del auditorio había una sala de ensayos pensada para que esos artistas pudieran efectuar grabaciones además de ensayar; el montón de atriles y sillas dispuestos en filas semicirculares no sugería un asesinato más espantoso que el de la música. John Silvestri se situó en el estrado del director vestido con su mejor uniforme, con la medalla de honor del Congreso colgada del cuello. Eso, sumado a las condecoraciones de guerra de su pecho, proclamaba que no era un hombre común.

Acudieron unos cincuenta periodistas, la mayoría de periódicos y revistas, pero también un equipo de televisión de la emisora local de Holloman, y un reportero de la cadena WHMN de radio. Los principales diarios nacionales enviaron corresponsales; aunque el Monstruo de Connecticut era noticia de primera plana, cualquier editor avispado sabía que ese ejercicio policial no desvelaría novedades alarmantes. Lo único que sacarían de la rueda de prensa sería una oportunidad de redactar mordaces editoriales sobre la incompetencia policial.

Pero Silvestri se desenvolvía muy bien de cara al público, sobre todo si de mortificarse se trataba. Nadie, pensó Carmine mientras le escuchaba, se mortificaba con tal gracia, con mayor fruición aparente.

– Pese a las condiciones de frío intenso, diversos departamentos de policía de todo el Estado han tenido a un total de noventa y seis posibles sospechosos bajo vigilancia las veinticuatro horas del día desde el pasado jueves hasta el secuestro de Faith Khouri. Treinta y dos de estas personas estaban en o cerca de Holloman. Ninguna de ellas pudo estar implicada, lo que significa que no estamos más cerca de conocer la identidad del hombre que ustedes llaman el Monstruo de Connecticut, pero a quien nosotros nos referimos ahora como el Fantasma.

– Buen nombre -dijo la redactora de la sección criminal del Holloman Post-. ¿Tienen alguna prueba que pueda implicar a alguien? ¿Alguna mínima evidencia?

– Acabo de responder a eso, señora Longford.

– Este asesino, el Fantasma (creo que esto me gusta), debe de disponer de un lugar especial en el que retiene a sus víctimas. ¿No va siendo hora de que empiecen a buscarlo un poco más en serio? ¿Registrando los sitios, por ejemplo?

– No podemos registrar propiedades particulares sin una orden judicial, señora, como usted sabe. Es más, sería usted la primera en ponernos a caldo si lo hiciéramos.

– En circunstancias normales, sí. Pero esto es distinto.

– ¿Distinto, en qué sentido? ¿Por la naturaleza espantosa de los crímenes? Estoy de acuerdo a título personal, pero como hombre de leyes no puedo estarlo. Una fuerza de policía puede ser el brazo de la ley, pero en una sociedad libre como la nuestra está sometida también a unas limitaciones que la propia ley a la que sirve establece. El pueblo norteamericano goza de unos derechos constitucionales que nosotros, la policía, estamos obligados a respetar. Las sospechas que no se fundamentan en pruebas no nos facultan para entrar en casa de nadie a buscar las pruebas que hemos sido incapaces de encontrar en otra parte. Tenemos que ir con las pruebas por delante. Tenemos que presentar al brazo judicial de la ley un caso fundamentado para que nos concedan permiso para efectuar un registro. Porque hablemos hasta que se nos quede la boca seca no vamos a convencer a ningún juez de que dicte una orden sin hechos concretos. Y no tenemos hechos concretos, señora Longford.

El resto de periodistas estuvieron encantados de dejar que la señora Diane Longford tirara del carro por ellos; no iban a sacar nada en limpio de sus interpelaciones de todos modos, y les llegaba ya el olor del café y los donuts frescos servidos al fondo de la sala.

– ¿Por qué no tienen hechos concretos, señor comisario? Quiero decir: ¡es desconcertante pensar que un gran número de hombres experimentados vienen investigando estos asesinatos desde principios de octubre pasado sin que hayan descubierto un solo hecho concreto! ¿O está usted diciendo que el asesino es un fantasma de verdad?

La ironía envenenada no afectaba a Silvestri más de lo que lo hacían la agresividad o las buenas maneras; siguió adelante como si nada.

– Un fantasma de verdad no, señora. Alguien mucho más peligroso, mucho más letal. Piense en nuestro asesino como un predador felino en la plenitud de sus facultades… un leopardo, pongamos por caso. Se tumba cómodamente en la rama de un árbol al borde de la selva, perfectamente camuflado, a observar una manada de ciervos que mientras pastan se van acercando a la selva y a su árbol. Para un pájaro posado en ese mismo árbol, todos los ciervos son iguales. Pero el leopardo ve a cada ciervo distinto, y su objetivo es un ciervo en particular. Para él es más jugoso, más suculento que los demás. ¡Ah, le sobra paciencia! Los ciervos pasan debajo de él; él no se mueve; los ciervos no le ven ni le huelen, estando subido a la rama; y entonces su ciervo pasa distraídamente por debajo. Su ataque es tan rápido que los demás ciervos apenas tienen tiempo de salir huyendo antes de que él regrese a su árbol con su presa, a la que ha quebrado las patas y roto el cuello.

Silvestri tomó aire; había atraído su atención.

– Admito que no es una metáfora brillante -prosiguió-, pero me sirve para ilustrar la magnitud del desafío que el Fantasma nos plantea. Desde nuestra posición, es invisible. Igual que a los ciervos no se les ocurre levantar la vista para ver qué hay entre los árboles, así como los olores que el viento lleva al olfato de los ciervos se originan a su nivel, y no en lo alto de un árbol, lo mismo nos ocurre a nosotros. No se nos ha ocurrido mirar ni olfatear en el lugar correcto para encontrarle porque no tenemos ni idea de cuál es su lugar, de qué clase de lugar utiliza. Puede que nos lo crucemos por la calle cada día… puede que usted se lo cruce en la calle cada día, señora Longford. Pero su cara es una cara corriente, sus andares son corrientes… todo en él es corriente. En apariencia es un gatito callejero, no un leopardo. Bajo las apariencias es Dorian Gray, Mister Hyde, las caras de Eva, es el diablo encarnado.

– ¿Cómo puede entonces protegerse contra él la comunidad?

– Yo diría que extremando la vigilancia, pero la vigilancia no le ha impedido llevarse a chicas de un tipo muy específico ni siquiera después de que saturáramos Connecticut de comunicados y avisos. No obstante, creo que está claro que le hemos asustado, forzándole a renunciar a sus secuestros a plena luz del día en favor de ataques nocturnos. No es nada de lo que vanagloriarse, porque no le ha detenido. Ni siquiera le ha hecho bajar el ritmo. Sin embargo, es un rayo de esperanza. Si está más asustado que antes, y nosotros seguimos presionándole, empezará a cometer errores. Y, señoras y señores de la prensa, tienen ustedes mi palabra de que no se nos pasarán por alto sus errores. Que harán de nosotros el leopardo subido al árbol, y de él nuestro ciervo particular.

– Lo ha hecho bien -le decía Carmine a Desdemona aquella noche-. El corresponsal de la Associated Press le preguntó si pensaba presentarse a gobernador en las próximas elecciones. «No, señor, señor Dalby -dijo él, sonriendo de oreja a oreja-, comparada con la de un gobernador, la suerte de un policía es una bendición, con fantasmas y todo.» -Causa buena impresión a la gente. Cuando le he visto en las noticias de las seis, me ha recordado a un viejo oso de peluche hecho polvo.

– Al gobernador le cae bien, lo que es más importante. No se despide a un héroe de guerra por idiota e incompetente.

– Debió de ser un héroe de guerra bastante mayor.

– Lo fue.

– Parece que moquees un poco, Carmine. ¿No estarás pillando un resfriado? -preguntó ella, sirviéndose otra porción de pizza. ¡Ah, qué gusto volver a llevarse bien con él!

– Después de pasar las noches bajo cero sentados en coches sin calefacción, estamos todos pillando resfriados.

– Al menos, no tuvisteis que vigilarme a mí.

– Pero lo hicimos, Desdemona.

– ¡Ah, cuántos efectivos! -musitó, impresionada como de costumbre la gerente que había en ella-. ¿Noventa y seis personas?

– Sí.

– ¿Quién te tocó a ti?

– Eso es información reservada, no puedes preguntármelo. ¿Cómo van las cosas por el Hug desde la desaparición de Faith?

– El Profe sigue en su manicomio. Cuando se entere de que Nur Chandra ha aceptado un puesto en Harvard, volverá a venirse abajo estrepitosamente. No es sólo que pierda a su estrella más brillante, es el hecho de que el contrato de Nur dice que los monos se van con él. Tengo entendido que Nur ha invitado a Cecil a trasladarse a Massachusetts con él… Cecil está loco de contento con el asunto. Se acabó vivir en un gueto. Los Chandra se han comprado una finca de lujo y Cecil dispondrá en ella de una casita preciosa. Me alegro por él, pero lo siento mucho por el Profe.

– Me suena raro. ¿Un contrato que te permite llevarte contigo cosas que han pagado otros? Es como si un congresista se llevara la Remington de su oficina al perder su escaño.

– En la época en que Nur llegó al Hug, el Profe tenía todos los motivos del mundo para no tener en cuenta esa disposición. Sabía que Nur no encontraría un lugar tan perfecto para desarrollar sus investigaciones como el Hug. Y ha seguido así hasta que apareció esa bestia sanguinaria, ese asesino.

– Sí, ¿quién iba a preverlo? Estoy volviéndome tan paranoico que hasta me sugiere otro móvil. Hay un premio Nobel en juego, después de todo.

– ¿Sabes -dijo ella, pensativa- que siempre he tenido la extraña sensación de que a Nur Chandra no le van a dar el Nobel? No sé, todo ha sido demasiado fácil. El único mono que ha mostrado señales concluyentes de un estado epiléptico condicionado es Eustace, y en la ciencia es muy peligroso depositar todas tus esperanzas en una estrella solitaria. ¿Y si Eustace hubiera tenido siempre tendencias epilépticas, y algo que no tuviera nada que ver con los estímulos de Chandra las pusiese súbitamente de manifiesto? Cosas más raras se han visto.

– Eres mucho más lista tú que todos los demás juntos -dijo Carmine con admiración.

– ¡Lo bastante para saber que a mí no van a darme un Nobel!

Se cambiaron a las butacas altas. Normalmente, Carmine se sentaba al lado de Desdemona, pero esa noche se sentó enfrente, suponiendo que contemplar su rostro lúcido y sereno le animaría un poco.

El día anterior había ido a Groton a hablar con Edward Bewlee, un hombre tan lúcido y sereno como Desdemona. Pero la entrevista no había aclarado ningún misterio.

– Etta estaba empeñada en convertirse en una famosa estrella del rock -había dicho el señor Bewlee-. Tenía una voz preciosa, y sabía moverse.

«Y sabía moverse.» ¿Fue eso lo que atrajo a los Fantasmas?

De vuelta al presente: al rostro lúcido y sereno de Desdemona.

– ¿Alguna otra noticia en el frente del Hug? -preguntó Carmine.

– Chuck Ponsonby está sustituyendo al Profe. No es una de mis personas favoritas, pero al menos acude a mí con sus problemas, antes que a Tamara. Ella al parecer intentó ver a Keith Kyneton, que le dio con la puerta de su despacho en las narices. Así que Hilda se ha ceñido definitivamente los laureles de la victoria. Su aspecto ha mejorado radicalmente: traje negro de excelente corte, blusa de seda rojo sangre, zapatos italianos, pelo lavado y peinado nuevo, un maquillaje como es debido… y ¿te lo puedes creer? ¡Lentillas en vez de gafas! Parece la esposa perfecta para un neurocirujano eminente.

– Lista para pavonearse con sus trapos de Nueva York -dijo Carmine con una sonrisa-. Me agrada pensar que algo de lo que le dije a Kyneton le entró en la mollera. -Cambió de postura en su butaca-. Corre el rumor por este edificio de que Satsuma no va a renovar el contrato del ático ni el del apartamento de Eido.

– Eso bien podría ser cierto. Está dudando entre ofertas de Stanford, Washington State y Georgia. Lo que significa que probablemente acabará en Columbia.

– ¿Cómo has llegado a esa conclusión?

– Hideki es hombre de ciudad, y si va a Nueva York no tendría que renunciar a su refugio de fin de semana en el cabo Cod. El viaje en coche será más largo, pero no deja de ser practicable. Se hubiera ido a Boston si Nur Chandra no le hubiera pisado la plaza de Massachusetts. Otra universidad que no sea Harvard sería un descenso de categoría tremendo. Y sin embargo, en mi opinión, Hideki tiene más probabilidades de recibir algún día el Nobel. Puede que los investigadores más llamativos fascinen a la prensa científica, pero rara vez merecen un seguimiento constante. -Se puso en pie de un brinco, ágilmente-. Hora de acostarme. Gracias por la pizza, Carmine.

A falta de una respuesta adecuada, la acompañó hasta su puerta de acero, dos pisos más abajo, con su cerrojo de seguridad y su combinación, se aseguró de dejarla encerrada bajo llave y volvió a sus propios dominios sintiéndose extrañamente deprimido. Estuvo en un tris de preguntarle si había alguna posibilidad de que su relación progresara hacia un plano de mayor intimidad, pero las palabras se detuvieron en sus labios al plantarse ella de pie tan atléticamente y despedirse de aquella forma expeditiva, sin más miramientos.

Lo cierto era que los movimientos de aproximación de Carmine no habían sido tan obvios que Desdemona hubiera podido sospechar siquiera que se producían, y si sus propias emociones se inclinaban más bien a suspirar por él, no se atrevía tampoco a demorarse en su presencia cuando ya habían dicho todo lo que podía decirse sobre el Hug o los temas de conversación acostumbrados. Lo que ella temía era que se produjera un silencio prolongado, ante el que no estaba segura de saber reaccionar.

Además, estaba muy cansada. Después de acaloradas discusiones, había conquistado el privilegio de retomar sus paseos de fin de semana, a condición de que la condujeran a su punto de partida en un coche patrulla cuya dotación policial se asegurara de que no la seguía nadie, y de que luego la recogieran en algún punto que ella señalara como su destino. Así que se pasó el sábado y el domingo de excursión por la esquina noroccidental del Estado, acusando los efectos de un ejercicio que se había vuelto desacostumbrado. La senda de los Apalaches tenía sus encantos invernales, pero en algún momento lamentó no haber metido en la mochila sus botas de nieve.

Así las cosas, tras un largo baño caliente, se secó bien y se puso su indumentaria de dormir habitual: un pijama de hombre de franela y unos calcetines gordos de lana. No era su estilo instalarse un termostato de aire caliente. En lo que se parecía mucho a Carmine Delmonico, aunque ella lo ignorara.

Se quedó dormida en cuanto se acostó, y luego no recordó haber soñado nada, tan sólo cierto ruido peculiar que la despertó cuando su despertador marcaba las cuatro de la madrugada. Un ruido de rascar, ligeramente chirriante.

Se incorporó como un rayo y empezó a pensar que no era el ruido lo que la había despertado, sino una sensación atávica de peligro inminente. La puerta del dormitorio estaba abierta, dejando a la vista el pequeño salón del apartamento, sumido en la oscuridad. Como lo estaba el dormitorio. No había cocos que acecharan el sueño de Desdemona e hicieran necesarias luces nocturnas. Sin embargo, una franja de luz proveniente del rellano parpadeó por un instante con una sombra en medio, de la altura de un hombre, con forma de hombre. Desapareció de inmediato, al cerrarse la puerta de entrada.

«No estoy sola. Él está aquí; ha venido a matarme.»

Sobre una silla cercana a la cama descansaba la ropa interior del día, que no había puesto a lavar: bragas, sujetador, medias, un solitario par de guantes de lana tejidos a mano. Desdemona salió de la cama sin el menor ruido, se acercó a la silla y buscó los guantes a tientas. Cuando los encontró, se puso uno en cada mano y se deslizó, esforzándose por evitar cualquier reflejo de luz, hasta la puerta corrediza del balcón, cerrada y asegurada con una barra de acero atravesada a lo largo del raíl de apertura. Se inclinó, retiró la barra, abrió el pestillo y corrió la puerta lo justo para pasar a través del hueco al balcón, una repisa de cemento coronada por una estructura de hierro de barrotes de metro y veinte de altura y un pasamano.

Carmine estaba dos pisos más arriba, en la cara nororiental del edificio de Seguros Nutmeg, casi exactamente en el punto opuesto a donde ella se encontraba. Eso significaba que para llegar hasta él debía escalar dos pisos, y aún les separarían doce apartamentos. ¿Subía primero los dos pisos, o recorría los balcones de su propia planta hasta llegar justo debajo del de Carmine? «¡No, Desdemona, sube primero! Sal de esta planta cuando antes. Pero ¿cómo?»

Cada planta ocupaba tres metros de espacio vertical: dos setenta hasta el techo más treinta centímetros de cemento correspondientes al suelo del piso inmediatamente superior, con su entramado de tuberías de conducción de agua y desagües y tendidos eléctricos. Mucha distancia para llegar, demasiada…

El viento silbaba, pero cuando cerrase su puerta corrediza no entraría en el interior del apartamento, protegido por dobles cristales. El frío se ensañaba en su carne, atravesando su pijama como si estuviera hecho de gasa. Sólo podía hacer una cosa al respecto. Levantó una de sus largas piernas en tijereta y se encaramó al pasamano del balcón, y allí se detuvo un inestable equilibrio, diez plantas por encima de la calle, azotada por el viento, tanteando la plataforma de treinta centímetros de espesor hasta tocar el suelo del balcón del piso de arriba. ¡Conseguido! Sólo una gran altura y unas aptitudes adolescentes para la gimnasia podrían hacerlo posible, y ella tenía esa altura y esas aptitudes. Aferrada con ambas manos a los bajos de la barandilla del balcón de encima, despegó los pies del pasamano, se retorció en el aire hasta que su cuerpo quedó horizontal y entonces lanzó las piernas hacia dentro para atrapar la barandilla entre sus rodillas plegadas. Con un gran impulso, se plantó sobre el balcón encima del suyo.

Uno menos; quedaba otro. Le castañeteaban los dientes, y bajo el calor generado por su actividad gimnástica sentía su cuerpo frío como el hielo; sin pararse a descansar, se encaramó a esa barandilla y se estiró para alcanzar la parte inferior de la barandilla de la planta de Carmine. «¡Hazlo, Desdemona, hazlo antes de que ya no puedas!» Arriba otra vez, a salvo de nuevo en el balcón situado a dos alturas por encima del suyo.

Ahora lo único que tenía que hacer era pasar, a lo largo de ese mismo nivel, de un balcón a otro: algo más fácil de decir que de hacer, dado que entre el final de uno y el principio del siguiente se extendía un hueco de tres metros. Decidió salvar el hueco balanceando los pies sobre el pasamano y saltando con todas sus fuerzas hasta la siguiente barandilla. ¿Cuántas veces? Doce. Los pies se le estaban durmiendo, y bajo los guantes de lana las manos se le habían vuelto insensibles. Pero podía hacerlo… tenía que hacerlo, considerando lo que la esperaba abajo si se demoraba. ¿Cómo podía estar segura de que él no fuera al menos tan ágil como ella?

Finalmente, lo logró; se encontró de pie en el balcón de Carmine y empezó a aporrear la puerta corrediza que daba a su dormitorio.

– ¡Carmine, Carmine, déjame entrar! -gritó.

La puerta se abrió de golpe; apareció él vestido tan sólo con unos boxers, asumió su presencia allí en cuestión de una milésima de segundo y la atrajo al interior.

Al cabo de un instante había sacado el edredón de su cama y la envolvía con él.

– Está en mi apartamento -acertó a decir ella.

– Quédate aquí y concéntrate en entrar en calor -dijo él, subió el termostato y desapareció poniéndose unos pantalones.

– Mirad esto -les dijo a Abe y Corey veinte minutos más tarde ante la puerta de Desdemona, abierta de par en par.

Habían cortado de parte a parte el cerrojo de seguridad de duro acero; un montoncito de esquirlas de metal yacía en el suelo debajo de donde había estado en posición de cierre.

– ¡Dios! -exclamó Abe entre dientes.

– Tenemos que volver a aprenderlo todo del oficio -dijo Carmine, cariacontecido-. Si algo demuestra esto, es que nuestras ideas sobre seguridad no valen un pimiento. Para impedirle entrar, habríamos debido traslapar el metal por el exterior de la puerta, pero no lo hicimos. Bueno, se ha largado… se fue en cuanto descubrió que Desdemona no estaba, supongo. Se esfumaría como un fantasma.

– ¿Cómo ha hecho ella para burlarle? -preguntó Corey.

– Salió a su balcón, trepó dos pisos y luego fue avanzando por los balcones de los apartamentos hasta llegar al mío. La oí aporrear la puerta de mi balcón.

– Pues con este tiempo estará hecha unos zorros: barandillas de metal, el viento…

– ¡Menuda es ella! -dijo Carmine, con una nota de orgullo en la voz-. Se puso unos guantes, y llevaba calcetines de dormir.

– Vaya pieza de mujer -dijo Abe, impresionado.

– Tengo que volver con ella. Poneos manos a la obra, chicos. Registrad el lugar desde el ático hasta el sótano. Pero se ha largado.

Encontró a Desdemona envuelta aún en su edredón, y se lo quitó. -¿Te encuentras mejor?

– Como si me hubiera desencajado los brazos de los hombros, pero… ¡Oh, Carmine, me he escapado! Ha estado allí, ¿verdad? ¿No ha sido sólo mi imaginación?

– Y tanto que ha estado allí, aunque hace rato que se fue. Cortó el cerrojo de seguridad con algo como una sierra de calar con punta de diamante: muy fina, puede atravesar cualquier cosa si la usa un experto. Pero ahora sabemos que es un experto. No trató de hacerlo muy deprisa para no romper la sierra. ¡El muy hijoputa! Se ha meado en nuestra seguridad. -Carmine se agachó para sacarle los calcetines empapados y examinar la piel de sus pies-. Por este extremo has sobrevivido. Ahora echemos un vistazo a tus manos. -También habían sobrevivido-. Eres toda una mujer, Desdemona.

Reconfortada, Desdemona pareció radiante de pronto.

– Ese es un piropo que no olvidaré, Carmine. -Entonces se estremeció-. ¡Pero, ay, estaba aterrorizada! Sólo vi su sombra cuando abrió la puerta de entrada, pero supe que había venido a matarme. Sólo que ¿por qué? ¿Por qué a mí?

– Tal vez para mandarme a mí un mensaje. Para mandárselo a la policía. Para demostrar que, si decide actuar, nada le detendrá. El problema es que nosotros estamos acostumbrados a criminales corrientes, hombres que no tienen ni la inteligencia ni la paciencia de intentar un truco como aserrar un cerrojo de seguridad de cinco centímetros de espesor. Con punta de diamante o sin ella, ha debido de llevarle varias horas.

Súbitamente, tendió los brazos hacia ella y la apretó contra sí, en un abrazo casi desesperado.

– ¡Desdemona, Desdemona, casi te pierdo! ¡Tuviste que salvarte tú misma mientras yo estaba roncando! Por Dios, mujer, ¡me hubiera muerto si llego a perderte!

– No vas a perderme, Carmine -dijo ella con un suspiro, restregando la cabeza contra su hombro, besándole el cuello-. Estaba aterrada, sí, pero ni por un momento se me pasó por la cabeza ir a otro sitio que no fuera aquí contigo. Contigo, sabía que estaría a salvo.

– Te quiero.

– Y yo a ti. Pero me sentiría más segura si me llevaras a la cama. Hay partes de mí que llevan años esperando que les llegue el deshielo.

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