Cuarta parte
FEBRERO-MARZO 1966

22

Martes, 15 de febrero de 1966

Febrero vio, mediado el mes, el principio del deshielo. Empezó a llover implacablemente un viernes y no paró hasta bien entrada la noche del domingo. Todas las zonas más bajas de Connecticut quedaron sumergidas bajo un agua helada que buscaba en vano una salida. El paso a casa de los Finch desde la carretera 133 quedó cortado exactamente como Maurice Finch le había descrito a Carmine; el arroyuelo de Ruth Kyneton bajaba tan crecido que tenía que tender su colada con las botas de lluvia puestas; y el doctor Charles Ponsonby llegaba al Hug quejándose amargamente de una bodega de vino inundada Frustrado por la intensidad del diluvio, y atormentado por el entumecimiento de los músculos de sus piernas, Addison Forbes decidió en la madrugada del lunes darse una vueltecita corriendo por la zona este de Holloman y bajar luego a la orilla del mar, hasta su embarcadero. Allí había construido un cobertizo para guardar su velero, uno pequeño, de cuatro metros y medio de eslora, aunque eran contadas las ocasiones en que su disposición de ánimo le impulsaba a zarpar en él desde el puerto de Holloman en un viaje de placer. Durante los tres años precedentes, el placer había sido un pecado para Addison Forbes, si no un crimen.

Había un coche patrulla aparcado sospechosamente cerca del un tanto escarpado camino de entrada a su casa, cuyos ocupantes le saludaron con gestos de admiración al verle pasar dando zancadas, decidido a completar su carrera. Chorreaba sudor mientras se lanzaba cuesta abajo por la pendiente llena de arbustos que descendía desde la carretera; tres días de aguacero habían derretido la nieve helada, de ahí la inundación que afectaba a todo el Estado, y el suelo bajo las zapatillas deportivas de Forbes estaba saturado, resbaladizo. Años antes, había plantado una hilera de forsitias a lo largo del extremo inferior de la pendiente… ¡qué maravilla cada vez que ese heraldo de la primavera estallaba en flores amarillas!

Pero en febrero el macizo de forsitias era un amasijo de rígidos palos marrones, de modo que cuando Forbes observó una mancha de discordante color lila debajo de él, en el suelo, se detuvo. Apenas un segundo después, vio los brazos y piernas que asomaban de la mancha lila, y el sonido de su corazón inundó repentinamente sus oídos como una marea brava. Se llevó la mano al pecho, abrió la boca reseca para gritar, pero no pudo. «¡Oh, Dios santo, qué impresión!» Iba a sufrir otro infarto, esto tenía que provocarle otro infarto. Agarrándose al respaldo de un viejo banco de parque que Robin había hecho poner allí para «seguir soñando», lo rodeó muy despacio hasta que pudo sentarse a esperar que el dolor se apoderara de él, y un instinto antiguo e imposible de erradicar le hizo abrir y cerrar la mano sin parar, mientras esperaba a que el dolor bajara por el brazo hasta ella. Con ojos dilatados y la boca abierta, Addison Forbes permaneció sentado y esperó. «Voy a morir, voy a morir…»

Al cabo de diez minutos aún no había acudido el dolor, y ya no oía los latidos de su corazón. Su pulso deceleró de la misma manera en que lo hacía después de cada carrera, y él se sentía igual que se sentía siempre después de correr. Con un soberbio impulso, se puso en pie, y aquello tampoco le causó dolor; volvió la vista a la mancha lila con sus brazos y piernas, y luego subió por la pendiente en dirección a la casa a grandes y rítmicas zancadas, sintiendo un júbilo creciente en su interior.

– Su cuerpo está junto al agua -dijo al entrar en la cocina-. Llama a la policía, Robin.

Ella soltó un grito y empezó a moverse nerviosamente, pero hizo la llamada y luego se llegó hasta él para tomarle el pulso con la mano.

– Estoy bien -dijo él, irritado-. ¡No te alteres, mujer, estoy bien! Acabo de sufrir un sobresalto horroroso, pero no me ha fallado el corazón. -Sus labios dibujaron una sonrisa de ensoñación-. Tengo hambre, quiero desayunar bien. Huevos fritos y beicon, una tostada con mucha mantequilla y pasas, y café con leche. ¡Venga, Robin, muévete!

– Nos han despistado -dijo Carmine, de pie a la orilla del agua junto a Abe y Corey-. ¿Cómo hemos podido ser tan idiotas? Hemos vigilado todas las carreteras y no se nos ha ocurrido pensar en el puerto. La tiraron aquí después de traerla por mar.

– Toda la costa Este estuvo congelada hasta el sábado por la noche -dijo Abe-. Esto tiene que ser cosa de última hora, no es posible que tuviera planeado dejarla aquí.

– Y una mierda -dijo Carmine convencido-. El deshielo lo hizo más fácil, eso es todo. Si el agua siguiera congelada, habrían cruzado a pie desde una calle que no estábamos patrullando. Así las cosas, pudieron usar una barca de remos y acercarla lo bastante para tirar el cadáver. No llegaron a poner el pie en la orilla.

– Está completamente congelada -dijo Patrick al reunirse con ellos-. Lleva un vestido de fiesta lila con perlas cosidas, nada de bisutería. Es de un tejido parecido a encaje que no había visto antes… no es encaje normal. El vestido le queda mejor que a Margaretta, al menos de largo. Todavía no le he dado la vuelta para ver si está abotonado por detrás. No hay marcas de ataduras, ni doble corte en el cuello. Dejando al margen algunas hojas sucias, está muy limpia.

– Puesto que no pusieron los pies en tierra, no vamos a encontrar nada. Lo dejo en tus manos, Patsy. Vamos, tíos -les dijo a Abe y Corey-, tenemos que preguntar a todos aquellos cuya casa dé a la playa si vieron u oyeron algo anoche. Pero, Corey, vas a ampliar el alcance de nuestras redes. Coge una lancha de la policía y acércate a las motoras y cargueros que anden por cualquier parte del puerto. Puede que alguien atracara en el muelle para respirar un poco de aire fresco después de pasarse días embarcado y viera una barca de remos. Es la clase de cosa en que se fijaría un marinero.

– Es una repetición de lo de Margaretta -dijo Patrick a Silvestri, Marciano, Carmine y Abe; Corey estaba en el mar, en la gran lancha de la policía-. Faith tenía los hombros más estrechos y los pechos pequeños, por lo que consiguieron abotonarle el vestido. Éste no presentaba marca alguna, lo que significa que debieron de envolverla en una sábana de nailon impermeable para el viaje en barca. Algo más fino que la lona normal. Las barcas siempre tienen varios dedos de agua de salpicaduras en el fondo, pero el vestido estaba seco, impecable.

– ¿Cómo murió? -preguntó Marciano.

– Violada hasta morir, como Margaretta. Lo que no sé es si su último instrumento está diseñado expresamente para matar o si preferían que hiciera su efecto más despacio, pongamos que tras varios asaltos con él. En cuanto Faith murió, la metieron en un congelador, pero no en uno doméstico. Más parecido al de un supermercado. Lo bastante largo como para alojar a Margaretta tendida, y lo bastante ancho como para colocar a las dos chicas con los brazos extendidos separados del cuerpo y las piernas algo abiertas. A las dos las vistieron cuando estaban ya duras como piedras. Las bragas de Faith eran modestas, pero lilas en vez de rosas. Pies descalzos, manos desnudas. Faith tiene dos dedos del pie izquierdo torcidos de alguna rotura antigua. Eso facilitará su identificación, si es que la familia sale alguna vez de su postración.

– ¿Crees que los vestidos los ha hecho la misma persona? -preguntó Silvestri-. Lo digo porque son distintos, pero parecidos.

– No soy experto en trajes de fiesta. Creo que la amiga de Carmine debería echarles un vistazo y decírnoslo -dijo Patrick, guiñando un ojo.

Carmine se ruborizó. «Así que es evidente, ¿no? ¿Y qué más da si lo es? Éste es un país libre, y sólo puedo esperar que no lleguemos a necesitar el testimonio de Desdemona para trincar a esos hijos de puta. Un abogado de la policía me diría que Desdemona es el error más grave que he cometido en este caso, pero mi instinto me dice que ella es irrelevante, pese al atentado contra su vida. El amor no me haría perder mi instinto de policía. ¡Y Dios sabe que la amo! Cuando apareció en mi balcón, supe al instante que significaba más para mí que yo mismo. Es la luz de toda mi existencia.» -¿Tienes alguna buena noticia que darnos a propósito del vestido rosa, Carmine? -preguntó Danny Marciano.

– No, ninguna. Puse a alguien a comprobar todos los lugares donde venden vestidos de niña de una punta a otra del Estado, pero parece ser que los trajes de fiesta de más de cien dólares exceden lo que son los gustos de Connecticut. Lo que no deja de ser extraño, teniendo en cuenta que Connecticut es una de las zonas más ricas del país.

– Las madres ricas de niñas pequeñas se pasan la vida yendo en su Cadillac de un centro comercial a otro -dijo Silvestri-. ¡Por Dios, si se van a Filene's, en Boston! Y a Manhattan.

– Tomo nota -dijo Carmine con una sonrisa-. Estamos consultando las páginas amarillas desde Maine a Washington D.C. ¿A quién le apetece una hornada de pastelitos con beicon y sirope de aquí al lado?

«Al menos vuelve a tener apetito -pensó Patrick, asintiendo a aquel plan con la cabeza-. A saber qué es lo que ve en esa inglesita, pero desde luego no es como su ex esposa. No se ha colgado de una mujer por su aspecto por segunda vez, aunque cuanto más la veo, menos desprovista de todo atractivo me parece. Una cosa es cierta, tiene cerebro y sabe usarlo. Eso ha de cautivar a un hombre como Carmine.»

– Ah, Addison se ha ido al Hug -le dijo Robin a Carmine en tono jovial cuando volvió a la casa.

– Parece usted contenta -observó él.

– Teniente, llevo tres años de infierno -contestó ella, dando vueltas por el lugar con paso saltarín-. Desde que sufrió aquel infarto, Addison estaba convencido de que vivía de prestado. ¡Tenía tanto miedo…! Correr, y nada más que fruta y verduras frescas. Tenía que irme en coche hasta Rhode Island para encontrar una pieza de pescado que no rechazara. Estaba seguro de que una impresión fuerte le mataría, de modo que hacía cualquier cosa por evitarlas. Y entonces va esta mañana y se encuentra con esa pobre chica, y sufre una impresión fuerte… muy fuerte. Pero no siente ni la menor punzada, ni por supuesto se muere. -Con los ojos brillantes, dio un brinco de contento-. Hemos vuelto a una vida normal.

Ajeno al hecho de que Addison Forbes albergaba fantasías homicidas respecto a su esposa, Carmine se fue después de darse otra vuelta por la propiedad, pensando en lo cierto de que un mal viento no trae bien a nadie. El doctor Addison Forbes sería un hombre mucho más feliz… al menos hasta que los abogados de Roger Parson Junior encontraran una cláusula en el testamento del tío William que permitiera impugnarlo. ¿Formaba parte del plan de los Fantasmas acabar con el Hug además de con la vida de hermosas jovencitas? Y de ser así, ¿por qué? ¿Podía ser que al destruir el Hug pretendieran en realidad destruir al profesor Robert Mordent Smith? Si ése era el caso, iban bien encaminados. ¿Y cómo encajaba Desdemona en todo ello? Había desayunado con ella y se pasó el rato friéndola a preguntas al más puro estilo policial, sin el menor reparo: ¿había visto algo que hubiera enterrado bajo todo recuerdo consciente? ¿Iba paseando por la calle en el momento en que secuestraron a alguna de las chicas? ¿Le había hecho alguien del Hug algún comentario fuera de lugar? ¿La perturbaba algo inusual…? A todo lo cual, tras escucharlo pacientemente, ella respondió con rotundas negativas.

Tras una inspección infructuosa por el Hug, Carmine volvió a subirse al Ford y tomó la carretera Merrit, que discurría entre árboles hacia Nueva York pasando por Bridgeport, del lado de Trumbull. Aunque no esperaba que le permitiesen ver al Profe, no veía razón alguna para no inspeccionar Marsh Manor en la medida de lo posible, para comprobar por sí mismo lo que le dijo la policía de Bridgeport: que sería fácil para cualquier interno escaparse del lugar.

Sí, decidió al cruzar la imponente verja rematada por piñas de forja, la agorafobia haría más por mantener en su interior a los pacientes de Marsh Manor que las patrullas de seguridad. No había patrullas de seguridad.

«Bien. ¿Y ahora, adónde? Los Chandra.» Su finca estaba a la salida del cruce de Wilbur, donde el curso aparentemente errabundo de la carretera 133 la conducía a través de una zona de granjas y graneros entre amenos campos y manzanares. Era tarde para mantener otra charla con Nur Chandra en el Hug: había acabado allí el viernes anterior, al igual que Cecil.

La casa no tenía las dimensiones de la encantadora granja de Marsh Manor, pero la finca le recordaba a Carmine una urbanización del cabo Cod, con media docena de residencias diseminadas por allí; sólo que ésta, con sus diez acres, era mucho más grande. Si por algo impresionó a Carmine, fue porque le hizo ver cuánta organización exigía llenar de lujos la vida de dos personas y un puñado de niños con dinero que gastar a espuertas. Sin duda, los Chandra tenían empleados a un gerente, un vicegerente y un gerente especializado, además de a un ejército de lacayos con turbante. Todo estaba montado de forma que los Chandra no tuvieran que desperdiciar ni un segundo en valorar tanto esfuerzo. Con un metafórico chasquear de sus dedos, cualquier cosa que desearan se materializaba de inmediato.

– Es muy embarazoso -dijo Nur Chandra, hablando con Carmine en su imponente biblioteca-, pero necesario, teniente. El Hug resultaba perfecto para mis necesidades, incluido Cecil.

– ¿Por qué se va, entonces?

Chandra le lanzó una mirada desdeñosa.

– Vamos, hombre, por Dios, sin duda se hace usted cargo de que el Hug está acabado. Robert Smith no va a volver, y tengo entendido que los Parson están buscando la manera de dejar de financiarlo. Así que prefiero irme ahora, mientras la cosa está aún en proceso, a esperar a tener que pasar por encima de más cadáveres. Tengo que irme mientras ese monstruo sigue matando, para quedar libre de toda sospecha. Porque usted no va a atraparle, teniente.

– Eso tiene mucho sentido y es razonable, doctor Chandra, pero sospecho que la verdadera razón por la que está ansioso por desaparecer de la escena cuanto antes tiene que ver con sus monos. Sus posibilidades de llevárselos con usted son mucho mayores en mitad del caos actual que después de que la situación del Hug atraiga la atención de los Parson más allá de un simple testamento. El hecho es que usted se despide con cerca de un millón de dólares en bienes que son propiedad del Hug, sea cual sea la redacción de su contrato.

– ¡Ah, muy perspicaz, teniente! -dijo Chandra, no sin admiración-. Por eso precisamente me voy ahora. Cuando me haya ido con mis macacos, será un hecho consumado. Desenmarañar la situación, desde el punto de vista legal y logístico, sería una tarea ímproba.

– ¿Los macacos están todavía en el Hug?

– No, están aquí, provisionalmente alojados. Con Cecil Potter.

– ¿Y cuándo se va usted a Massachusetts?

– Todo está ya en marcha. Yo personalmente me iré el viernes con mi mujer e hijos. Cecil y los macacos se van mañana.

– Tengo entendido que se ha comprado una casa estupenda en las afueras de Boston.

– Sí. Muy similar a ésta, de hecho.

Entonces apareció Surina Chandra, ataviada con un sari escarlata recamado de bordados e hilo de oro, y los brazos, el cuello y el pelo refulgiendo de joyas. Tras ella venían dos niñas de unos siete años; gemelas, pensó Carmine, admirado de su belleza. Pero su emoción se disipó en cuestión de un segundo, cuando sus ojos se posaron sobre su atuendo. Dos vestidos de encaje, a juego, cubiertos de bisutería, con largas faldas rígidas y manguitas abombadas. Ambos de un etéreo verde escarchado.

No supo muy bien cómo superó la fase de las presentaciones. Las chicas, Leela y Nuru, eran gemelas, efectivamente; almas recatadas de enormes ojos negros y pelo azabache recogido en trenzas gruesas como maromas, que se derramaban sobre sus hombros. Al igual que su madre, olían a algún perfume oriental que no podía gustarle a Carmine: almizclado, intenso, tropical. En los lóbulos de las orejas llevaban diamantes que hacían palidecer la bisutería.

– Me encantan vuestros vestidos -dijo a las gemelas, agachándose hasta su nivel sin acercarse demasiado a ellas.

– Sí que son bonitos -repuso su madre-. Es difícil encontrar esta clase de vestidos para niñas en América. Claro que tienen muchos que les mandan desde casa, pero cuando vimos éstos, nos encaprichamos de ellos.

– Si no es una grosería preguntarlo, señora Chandra, ¿dónde encontró los vestidos?

– En un centro comercial, no lejos de donde vamos a vivir. Una tienda para niñas estupenda, mejor que ninguna que haya encontrado en Connecticut.

– ¿Puede decirme dónde está ese centro comercial?

– Ay, señor, me temo que no. Yo los encuentro todos prácticamente iguales, y todavía no conozco bien la zona.

– ¿No recordará entonces el nombre de la tienda?

Ella rió, y sus blancos dientes centellearon.

– ¡Claro que sí, me educaron con J. M. Barrie y Kenneth Graham! Campanilla.

Y con eso partieron, las gemelas despidiéndose tímidamente con la mano.

– Le ha caído bien a mis hijas -dijo Chandra.

Agradable, aunque irrelevante.

– ¿Puedo usar su teléfono, doctor?

– Por supuesto, teniente. Le dejaré a solas.

«Desde luego, no se les pueden reprochar sus modales, aunque su ética sea distinta», pensó Carmine mientras marcaba el número de Marciano, con dedos temblorosos.

– Sé de dónde han salido los vestidos -dijo sin preámbulos-. Campanilla. Campanilla, como suena. Tienen una tienda en un centro comercial en las afueras de Boston, pero puede que haya otras. Ponte a buscar.

– Dos tiendas -dijo Marciano al entrar Carmine-. En Boston y en White Plains, las dos en centros comerciales más bien caros. ¿Estás seguro de esto?

– Completamente. Dos de las hijas pequeñas de Chandra llevaban vestidos idénticos al de Margaretta, sólo que de color verde. La cuestión es: ¿de qué Campanilla serían clientes nuestros Fantasmas?

– White Plains. Está más cerca, salvo que viva cerca de la frontera con Massachusetts. Lo que también es posible, claro.

– Entonces, Abe puede ir a Boston mañana, mientras yo me ocupo de White Plains. ¡Jesús, Danny, por fin tenemos de dónde tirar!

23

Lunes, 21 de febrero de 1966

La Campanilla de White Plains estaba ubicada en un centro comercial de tiendas de ropa elegante y muebles, entremezcladas con los inevitables delis y locales de comida rápida y limpieza en seco. Había, asimismo, varios restaurantes, más de servir comidas que cenas. Era un edificio nuevo de dos plantas, pero Campanilla era demasiado astuta para emplazarse en el piso de arriba. Planta calle, y cerca de la entrada.

Era, según observó Carmine al inspeccionar Campanilla desde fuera, un local muy grande, dedicado enteramente a ropa para niñas. Tenían en aquel momento rebajas en abrigos y ropa de invierno; nada de prendas baratas de nailon: todo de fibra natural. Vio que había incluso una sección dedicada a pieles auténticas tras un arco con un rótulo que decía CHIQUIVISÓN. Varias docenas de clientas, algunas tirando de niños, otras solas, repasaban los colgadores, pese a lo temprano de la hora. Ningún hombre. «¿Cuántas de ellas robarán en un sitio como éste?», se preguntó el poli.

Entró con todo el aplomo que pudo reunir, pero parecía -y se sentía- absolutamente fuera de lugar. Al parecer, tenía un letrero luminoso en la frente que decía POLI encendiéndose y apagándose, ya que las mujeres se apartaban rápidamente de su camino y los dependientes empezaron a hacer corrillos.

– ¿Puedo ver al encargado, por favor? -preguntó a una infeliz muchacha que no se había unido a tiempo a un corrillo.

¡Ah, estupendo, así podrían quitárselo de en medio! La muchacha le guió inmediatamente detrás de la mercancía y llamó a una puerta sin ningún letrero.

La señora Giselle Dobchik le recibió en un pequeño cubículo atestado de cajas de cartón y vitrinas; había una caja fuerte a un lado de la mesa que servía de escritorio a la señora Dobchik, pero no quedaba espacio para una silla para las visitas. Su actitud al mostrarle él su placa fue de sereno interés; por otra parte, la señora Dobchik parecía de las que no acostumbran a perder la serenidad. Cuarenta y tantos, muy bien vestida, pelo rubio y uñas pintadas de rojo, no tan largas que pudieran engancharse en los artículos.

– ¿Reconoce esto, señora? -le preguntó, sacando de su maletín el vestido de encaje rosa nacarado que llevaba puesto Margaretta. A continuación sacó el vestido lila de Faith-. ¿O esto?

– Son de Campanilla, casi con seguridad -dijo, mientras comenzaba a palpar las costuras interiores y los fruncidos-. Han quitado nuestra etiqueta, pero sí, puedo asegurarle que son Campanillas auténticos. Usamos algunos trucos propios con las cuentas.

– Me imagino que no sabrá quién los compró.

– Ha podido ser mucha gente, teniente. Los dos son de talla diez, es decir, para chicas de entre diez y doce años. Después de cumplidos los doce, las chicas tienden a preferir parecerse más a Annette Funicello que a un hada. Siempre tenemos en existencias uno de cada modelo, color y talla, pero dos sería excesivo. Venga, acompáñeme.

Al seguirla fuera de la oficina hasta una amplia zona de vestidos de fiesta centelleantes y recargados dispuestos en docenas de largos colgadores, Carmine comprendió lo que había querido decir con que dos del mismo modelo y talla era excesivo; debía de haber allí más de dos mil vestidos, en tonos que iban del blanco al rojo oscuro, todos recamados de piedras falsas o perlas o cuentas opalinas.

– Seis tallas, para niñas de tres a doce años, veinte modelos diferentes y veinte colores diferentes -dijo ella-. Verá, somos famosos por estos vestidos. Nos los quitan de las manos. -Una risa-. ¡Después de todo, no podemos permitir que haya dos niñas con el mismo modelo y del mismo color en la misma fiesta! Llevar un Campanilla es un signo de estatus social. Pregúntele a cualquier madre o niña del condado de Westchester. Nuestro prestigio se extiende hasta Connecticut; un buen número de nuestras dientas vienen en coche desde los condados de Fairfield o Litchfield.

– Si me permite antes recoger mis vestidos y mi maletín, señora Dobchik, ¿puedo invitarla a almorzar? ¿O a un café? Aquí me siento como un elefante en una cacharrería, y no debo de ser bueno para su negocio.

– Gracias, me vendría bien un descanso -dijo la señora Dobchik.

– Lo que ha dicho sobre que dos niñas luzcan el mismo Campanilla en la misma fiesta me lleva a suponer que sí llevan ustedes un registro más o menos detallado -dijo, sorbiendo un chocolate malteado con una pajita… demasiadas cosas de niños.

– Oh, sí, no nos queda otro remedio. Lo que ocurre es que los dos modelos que me ha enseñado fueron clásicos durante algunos años, así que habremos vendido un montón de ellos. El de encaje rosa se retiró hace cinco años; el lila hace cuatro. Sus muestras están tan ajadas que es imposible decir con certeza cuándo fueron hechas.

– ¿Dónde los hacen?

Ella mordisqueó una rosquilla; era obvio que estaba disfrutando en su papel de experta.

– Tenemos una fábrica pequeña en Worcester, Massachusetts. Mi hermana lleva la tienda de Boston, yo la de White Plains, y nuestro hermano dirige la fábrica. Es un negocio familiar… somos los únicos propietarios.

– ¿Alguna vez vienen hombres a comprar?

– A veces, teniente, pero en general los clientes de Campanilla son mujeres. Los hombres compran lencería para sus esposas, pero suelen evitar comprar vestidos de fiesta para sus hijas.

– ¿Alguna vez venden dos vestidos de la misma talla y color al mismo comprador en un día? ¿Para gemelas, por ejemplo?

– Sí, ocurre, pero implica una espera de un día para que podamos encargar el segundo vestido. Las mujeres que tienen gemelas hacen el pedido por adelantado.

– ¿Y alguien que compre, digamos, mi vestido de encaje rosa y el lila de… lo-que-sea?

Broderie anglaise -aclaró ella.

– Gracias. Voy a tomar nota de eso. ¿Se da el caso de que alguien compre dos modelos de distinto color, de la misma talla, el mismo día?

– Sólo una vez -dijo ella, y suspiró, recreándose en el recuerdo-. ¡Ah, menuda venta hicimos! Doce vestidos de la talla de diez a doce años, cada uno de distinto modelo y color.

A Carmine se le erizaron los pelos del cuello.

– ¿Cuándo?

– Hacia finales de 1963, creo que fue. Puedo comprobarlo.

– Antes de que volvamos y le pida que lo haga, señora Dobchik, ¿recuerda quién hizo aquella compra? ¿Qué aspecto tenía?

– Me acuerdo muy bien -dijo la perfecta testigo-. No de su nombre… pagó en efectivo. Pero estaba en el grupo de edad de las abuelitas. Tendría unos cincuenta y cinco. Llevaba un abrigo de marta cibelina y un sombrero de marta muy airoso, el pelo teñido de azul, iba bien maquillada, pero sin pasarse, tenía la nariz grande, ojos azules, gafas bifocales muy elegantes y una voz agradable. Los zapatos y el bolso eran de Charles Jourdan, a juego, y llevaba guantes de seda, más bien largos, del mismo marrón que los zapatos y el bolso. Un chófer de uniforme llevó las cajas a su limusina. Una Lincoln negra.

– No da la impresión de que necesitara vales de alimentos.

– ¡Cielo santo, no! Sigue siendo a día de hoy la mayor venta individual de trajes de fiesta que hayamos hecho jamás. A ciento cincuenta dólares cada uno, mil ochocientos dólares. Pagó en billetes de cien dólares que sacó de un fajo de cinco centímetros de grosor.

– ¿Se le ocurrió preguntarle por qué compraba tantos vestidos de fiesta de la misma talla?

– Claro que sí, ¿a quién no se le ocurriría? Sonrió y dijo que era la representante local de una organización de caridad que iba a enviar los vestidos a un orfanato de Buffalo como regalos de Navidad.

– ¿La creyó usted?

Giselle Dobchik sonrió.

– Resulta tan verosímil como que alguien compre doce vestidos de la misma talla, ¿no cree?

– Supongo que sí.

Volvieron a Campanilla, donde la señora Dobchik sacó el registro de aquella venta. Sin nombre, pagado en efectivo.

– Tomó usted nota de los números de serie de los billetes -dijo Carmine-. ¿Por qué?

– Había una alarma por falsificaciones por aquel entonces, así que los comprobé con mi banco mientras las chicas lo metían todo en cajas.

– ¿Y eran falsos?

– No, eran auténticos, pero al banco le llamaron la atención, porque habían sido emitidos en 1933, justo después de que abandonáramos el patrón oro, y estaban prácticamente nuevos. -La señora Dobchik se encogió de hombros-. ¿Que si me importó? Eran de curso legal. El director de mi banco pensó que eran de ahorros guardados en casa.

Carmine repasó la lista de dieciocho números.

– Estoy de acuerdo. Son correlativos. Bastante infrecuente, pero tampoco me ayuda en nada.

– ¿Todo esto tiene que ver con algún caso importante y emocionante? -preguntó la señora Dobchik mientras le acompañaba a la puerta.

– Me temo que no, señora. Otra alarma por billetes de cien falsos.

– Ahora sabemos que los Fantasmas tenían planeada la segunda serie de asesinatos antes de empezar con la primera -dijo Carmine a su fascinada audiencia-. La venta se llevó a cabo en diciembre de 1963, bastante antes de que secuestraran a la primera víctima de todas, Rosita Esperanza. Fueron secuestrando a doce chicas, a razón de una cada dos meses, a lo largo de dos años, con doce vestidos de Campanilla guardados entre bolitas antipolillas aguardando el momento de utilizarlos. Sean quienes sean los Fantasmas, no siguen ningún ciclo lunar, como quieren creer los psiquiatras ahora que han reducido la frecuencia a treinta días. La Luna no tiene nada que ver con los Fantasmas. Sus ciclos son de base solar: doces, doces, doces.

– ¿Nos ayuda en algo haber descubierto lo de Campanilla? -preguntó Silvestri.

– Hasta que haya juicio, no.

– Pero primero hay que encontrar a los Fantasmas -dijo Marciano-. ¿Quién crees que es la abuelita, Carmine?

– Uno de los Fantasmas.

– Pero dijiste que no estamos ante crímenes de mujer.

– Lo sigo afirmando, Danny. De todas formas, resulta mucho más fácil para un hombre disfrazarse de señora mayor que de mujer joven. Tener la piel más áspera o arrugas no es tanto problema.

– Me encanta el atrezzo -dijo secamente Silvestri-. Abrigo de marta, chófer y limusina. ¿No podríamos seguir la pista de la limusina?

– Mañana pondré a Corey a trabajar en ello, John, pero no esperes gran cosa. El chófer era el otro Fantasma, sospecho. Es curioso que la señora Dobchik se acordara de todos los detalles en lo que a la abuela se refiere, bifocales incluidas, y en cambio del chófer sólo recuerde que llevaba un uniforme negro, gorra y guantes de cuero.

– No, tiene lógica -dijo Patrick-. Tu señora Dobchik lleva un negocio de ropa. Atiende a mujeres ricas cada día, pero no a trabajadores. Las mujeres las archiva en su memoria, y conoce todos los tipos de pieles, todas las marcas francesas de bolsos y zapatos. Apuesto a que la abuela no se quitó los guantes de seda en ningún momento, ni siquiera para sacar los billetes del fajo.

– Tienes razón, Patsy. Enguantada de principio a fin.

Silvestri soltó un gruñido.

– Así que no estamos más cerca de los Fantasmas.

– En cierto sentido, John, y sin embargo hemos hecho progresos. Puesto que no dejan pruebas y nadie ha podido darnos una descripción, estamos buscando una aguja en un pajar. ¿Cuánta gente hay en Connecticut, tres millones? Comparado con otros estados, no es mucho… Ninguna gran ciudad, una docena pequeñas; cien pueblos. Bien, ése es nuestro pajar. Pero al poco de empezar con el caso comprendí que buscar la aguja no es el camino. Los vestidos de Campanilla pueden parecer otra vía muerta, pero no creo que eso sea cierto. Son otro clavo en su ataúd, otra prueba. Cualquier cosa que nos hable de un hecho relativo a los Fantasmas nos acerca a ellos. Lo que tenemos delante es un rompecabezas hecho de cielo azul sin nubes, pero los vestidos de Campanilla han llenado un espacio vacío. Ahora tenemos un poco más de cielo. -Carmine se inclinó hacia delante y siguió desarrollando su idea-. Para empezar, hemos pasado de un Fantasma a dos Fantasmas. En segundo lugar, los dos Fantasmas son como hermanos. No sé de qué color tienen la piel, pero lo que ven en su mente colectiva es un rostro. Más que cualquier otra cosa, un rostro. La clase de rostro que no se da entre las chicas cien por cien blancas, y no es muy frecuente entre las cien por cien negras. Los Fantasmas trabajan como un equipo en sentido estricto: cada uno tiene asignado un conjunto específico de tareas, tiene sus propias especialidades. Lo que probablemente es aplicable a lo que les hacen a sus víctimas después de capturarlas. La violación les excita, pero la víctima ha de ser virgen en todos los sentidos: no les interesan las que conservan el himen intacto pero se dejan meter mano. Un Fantasma le da a la víctima su primer beso, así que tal vez el otro la desflora. Yo me inclino a creer que el trabajo en equipo se prolonga a lo largo del proceso: a ti te toca hacer esto, a mí aquello. En cuanto a lo que es darles muerte, no estoy seguro, pero sospecho que se encarga de ello el Fantasma subordinado. Es quien hace la limpieza. La única razón por la que conservan las cabezas es la cara, lo que significa que cuando les encontremos vamos a encontrar todas y cada una de las cabezas, hasta la de Rosita Esperanza. Mientras sus actividades pasaron desapercibidas para la policía, les divertía ejecutar los secuestros a plena luz del día, pero a partir de Francine Murray se acogotaron. Empiezo a pensar que pasaron a ejecutarlos de noche porque la policía estaba ya al tanto, no porque eso formara parte de un método nuevo y preconcebido. Los secuestros nocturnos son menos arriesgados, así de sencillo.

Patrick estaba sentado con los ojos entornados, como si estuviera mirando algo muy pequeño.

– La cara -dijo-. Es la primera vez que te oigo descartar los demás criterios, Carmine. ¿Qué te hace pensar que es sólo la cara? ¿Por qué has descartado el color, el credo, la raza, la estatura, la inocencia?

– Ay, Patsy, sabes cuántas veces he considerado todos ellos, pero al final me he quedado con la cara. Me vino de sopetón: ¡pam! -Se dio una palmada en el puño-. Fue Margaretta Bewlee quien me lo sugirió. Mi perla negra tras una docena de perlas cremosas. ¿Qué tenía en común con las otras chicas? Y la respuesta es: la cara. Nada más, sólo la cara. Rasgo por rasgo, su cara era la misma de todas las demás. Me habían despistado todas las diferencias, tanto que pasé por alto esa única similitud: la cara.

– ¿Y qué hay de la inocencia? -preguntó Marciano-. También tenía eso.

– Sí, es un hecho. Pero no es la inocencia lo que lleva a nuestra pareja de Fantasmas a secuestrar a estas chicas en particular. Es la cara. Una chica que no tenga esa cara, con toda la inocencia del mundo, no atraerá el interés de los Fantasmas. -Se detuvo, frunciendo el entrecejo.

– Sigue, Carmine -le conminó Silvestri.

– Los Fantasmas, o tal vez uno de los Fantasmas, conocían a alguien con esa cara. Alguien a quien odian más que al resto de la humanidad junta. -Apoyó la cabeza en las manos, se agarró del pelo-. ¿Uno de ellos, o los dos? El dominante, seguro, mientras que el sumiso puede que simplemente le acompañe en el viaje, en una fantástica montaña rusa; él es el sirviente, y odia a quien odie el dominante. Cuando me dijiste que a los Fantasmas no les interesan los pechos, Patsy, rellenaste otro pedazo de cielo. El pecho plano, los pubis depilados. Sugerirían que la poseedora de la cara no había alcanzado la pubertad, y sin embargo… Si eso es así, ¿por qué no raptan a niñas prepúberes? No les falta el coraje ni la inteligencia para hacerlo. Así que ¿es la poseedora de la cara alguien que al menos uno de los Fantasmas conoció desde su infancia a su adolescencia? ¿A quien odió más de mujer que de niña? Ése es el enigma para el que no tengo respuesta.

Silvestri escupió su cigarro por la emoción.

– Pero han ido más al aspecto infantil con esta segunda docena, Carmine. Vestidos de fiesta de niña.

– Si supiéramos de quién era la cara, sabríamos quiénes son los Fantasmas. Me pasé todo el viaje de vuelta desde White Plains repasando mentalmente las casas de todos los huggers, buscando esa cara en las paredes de alguno de ellos, pero ninguno la tiene en sus paredes.

– ¿Todavía crees que la cosa pasa por el Hug? -preguntó Marciano.

– Uno de los Fantasmas es sin duda un hugger. El otro no lo es. Éste es el que sale a buscarlas, y puede que llevara a cabo alguno de los raptos sin ayuda. Siempre ha estado claro que tenía que ser un hugger, Danny. Sí, puedes argumentar que habrían podido dejar los cuerpos en cualquiera de los frigoríficos de animales muertos de la Facultad de Medicina, pero ¿dónde sino en el Hug es posible llevar de dos a diez bolsas aparatosas de un vehículo al frigorífico sin que se fijen en uno? A menos bolsas por viaje, más viajes. La gente entra y sale de los aparcamientos las veinticuatro horas del día, mientras que al aparcamiento del Hug se entra con una tarjeta magnética, y está completamente desierto a las cinco de la mañana, pongamos por caso. Me fijé en que hay un carro de la compra grande encadenado al muro trasero del Hug para ayudar a los investigadores a entrar sus libros y papeles. No estoy diciendo que los Fantasmas no pudieran haber usado otras cámaras frigoríficas, sólo digo que usar la del Hug es lo más sencillo y lo más fácil.

– Sencillo y fácil es mejor -dijo Silvestri-. Va a ser el Hug.

– Reza porque no sea Desdemona, Carmine -dijo Patrick.

– Bueno, estoy segurísimo de que no es Desdemona.

– ¡Ah! -exclamó Patrick, poniéndose en tensión-. ¡Sospechas de alguien!

Carmine inspiró profundamente.

– No sospecho de nadie, y eso es lo que más me preocupa. Debería sospechar de alguien, conque ¿cómo es que no es así? Lo que sí tengo es la sensación de que se me está escapando algo que tengo delante de las narices. En mis sueños está claro como el agua, pero cuando me despierto se ha ido. Lo único que puedo hacer es seguir pensando.

– Habla con Eliza Smith -dijo Desdemona, con la cabeza apoyada en el hombro de Carmine; la había trasladado a su apartamento el día después de que recibiera aquella visita-. Ya sé que en realidad no me cuentas nada de lo importante, pero estoy convencida de que crees que el Fantasma es un hugger. Eliza es parte del Hug desde sus orígenes, y aunque nunca ha metido la nariz donde no debía, lo cierto es que sabe cantidad de cosas que mucha otra gente ignora. El Profe habla con ella a veces, como cuando le surgen problemas con el personal: Tamara le marea bastante, Walt Polonowski tiene sus épocas, y Kurt Schiller igual. Eliza se especializó en psicología en la Smith, y luego se doctoró en la Chubb. No soy una entusiasta de los psicólogos, pero el Profe respeta mucho las opiniones de Eliza. Ve a hablar con ella.

– ¿Alguna vez ha necesitado el Profe hablar con Eliza sobre ti?

– ¡Desde luego que no! En cierta medida, yo me sitúo en una órbita exterior que no se cruza con la de ningún otro… casi como un compás de cinco por cuatro, por ponerlo en términos musicales. A mí me ven como una contable, no como una científica, y eso me hace irrelevante para el Profe. -Se acurrucó en su regazo-. En serio, Carmine. Habla con Eliza Smith. Sabes perfectamente que la forma de resolver este caso es hablando.

24

Miércoles, 23 de febrero de 1966

Las consecuencias del deshielo tuvieron a Carmine demasiado ocupado para ver a la señora Eliza Smith hasta casi una semana después de que Desdemona le apremiara a hacerlo. Además, no acababa de ver, por más que se esforzara, qué podría aportar la señora Smith a su investigación. Sobre todo, ahora que se había extendido el rumor de que el Profe no volvería al Hug.

Las temperaturas se dispararon y el viento decidió extinguirse; el frío polar dio paso a una demostración de clima ideal, lo bastante fresco para llevar ropa de abrigo, pero en absoluto desagradable. La mordaza helada que venía conteniendo el malestar racial a nivel de todo el Estado se fundió; hubo estallidos de violencia por todas partes.

En Holloman, Mohammed el Nesr prohibió tajantemente los disturbios, ya que, en esa temprana fase, no formaba parte de sus planes exponerse a una orden de arresto o de búsqueda. Solos entre las turbas descontentas de población negra que agitaba la revuelta, la Brigada Negra y sus líderes se hallaban sentados sobre un formidable arsenal de armamento pesado, que habían preferido a las diversas armas de fuego que podían robarse en armerías o casas particulares. Y aún no era el momento de revelar la existencia de ese arsenal. A pesar de lo cual, Mohammed se manifestaba infatigablemente. Y si bien había esperado mayores multitudes, congregaba un número suficiente para plantar grupos que gritaran, puño en alto, delante del Ayuntamiento, del edificio de la Administración del condado, de las oficinas de la Chubb, la estación de ferrocarril, la de autobuses, la residencia oficial de M.M. y, por supuesto, del Hug. Todas las pancartas aludían a que el Monstruo de Connecticut era blanco e inviolable, y al carácter racialmente selectivo de sus víctimas.

– Después de todo -le decía Wesley/Alí a Mohammed, muy alborotado-, lo que queremos es resaltar la discriminación racial. Las hijas adolescentes de los blancos están a salvo, pero son las únicas; y eso es un hecho que ni el gobernador, desde su torre de marfil, puede discutir. Todas las ciudades industriales de Connecticut tienen como mínimo un ochenta por ciento de población negra, lo que nos sitúa en una posición de poder.

Mohammed el Nesr recordaba al águila de la que había tomado el nombre; era un hombre orgulloso y magnífico, de nariz de halcón, estatura y planta imponentes, que llevaba el pelo muy corto, oculto bajo un sombrero diseñado por él mismo, con cierto aire de turbante, aunque más plano por arriba. Al principio se había dejado la barba, luego decidió que la barba tapaba demasiado aquella cara que ninguna cámara podía hacer parecer bestial, o cruel, o fea. Su cazadora de cuero de la Brigada Negra tenía el puño blanco bordado, que no impreso, la llevaba encima de ropa militar de faena, y se movía como el ex militar que era. Al igual que Peter Scheinberg, había alcanzado el rango de coronel del ejército de Estados Unidos, de modo que era sin duda un águila. Un águila con dos licenciaturas en Derecho.

Su cuartel general del 18 de la calle Quince, tras el revestimiento de colchones, estaba atestado de libros, pues era un lector insaciable de textos sobre Derecho, Política e Historia, estudiaba el Corán con fervor y se sabía un líder de hombres. Sin embargo, andaba todavía tanteando la forma adecuada de llevar a cabo su revolución; por más que las ciudades industriales disfrutaran de una amplia mayoría de población negra, la nación entera, que en su conjunto no era mayoritariamente urbana, pertenecía al hombre blanco. Su primera inspiración había sido reclutar a los miembros de la Brigada Negra entre la plétora de hombres negros de las fuerzas armadas, pero descubrió que eran poquísimos los soldados negros que, fueran cuales fuesen sus sentimientos personales respecto a los blancos, estaban dispuestos a alistarse. De modo que al licenciarse -de manera honorable-, se instaló en Holloman, pensando que una ciudad pequeña era el mejor lugar para empezar a seducir a las inquietas masas del gueto. Que la onda de la piedra que él tirara al estanque de Holloman se extendería en círculos concéntricos hasta alcanzar lugares mejores y más grandes. Orador superlativo, sí que recibía invitaciones para hablar en mítines en Nueva York, Chicago o Los Ángeles. Pero los líderes locales de cada ciudad eran celosos de su propio ascendiente, no consideraban importante a Mohammed el Nesr. A sus cincuenta y dos años, sabía que carecía del dinero y la organización de ámbito nacional que hubiera precisado para forjar la clase de unión que su pueblo necesitaba. Como a otros autócratas, el pueblo le estaba indicando que se negaba a ser conducido adonde él quisiera conducirles. Era infinitamente mayor el número de quienes querían seguir a Martin Luther King, pacifista y cristiano.

Y ahora tenía allí a aquel pequeño y escuálido paria de Louisiana dándole consejos… ¿Cómo había llegado a eso?

– También he estado pensando -continuó parloteando Wesley/Alí- en lo que dijiste hace un par de meses… ¿te acuerdas? Dijiste que nuestro movimiento necesitaba un mártir. Bien, estoy trabajando en ello.

– Bien, Alí, hombre, sigue trabajando en ello. Entretanto, vuelve a tu creación, al Hug. Y a la calle Once.

– ¿Qué tal se presenta el mitin del domingo que viene?

– Estupendamente. Parece que congregaremos a cincuenta mil negros en el parque para el mediodía. Ahora lárgate, Alí, y déjame seguir escribiendo mi discurso.

Tal como se le ordenaba, Alí se largó a la calle Once para difundir allí la noticia de que Mohammed el Nesr iba a hablar el próximo domingo en la explanada de Holloman. No sólo debían estar allí todos, sino que además tenían que persuadir a sus vecinos y amigos de que acudieran. Mohammed era un orador brillante y carismático al que merecía la pena oír, proclamaba con entusiasmo su discípulo. «Acudid, enteraos de hasta qué punto el hombre blanco tiene sojuzgado al pueblo negro.» Ninguna joven negra estaba a salvo, pero Mohammed el Nesr tenía respuestas.

Qué lástima, pensaba Wesley/Alí en un rincón de su siempre atareada cabeza, que a ningún blanco se le ocurriera meterle un balazo a Mohammed el Nesr. ¡Qué gran mártir sería! Pero estaban en la vieja y aburrida Connecticut, no en el Sur ni en el Oeste: no había neonazis, ni miembros del Klan, ni siquiera los típicos paletos reaccionarios. Ése era uno de los trece estados originales, un paraíso de la libertad de expresión.

Pensara Wesley/Alí lo que pensase, Carmine sabía que Connecticut contaba también con su cuota de neonazis, miembros del Klan y paletos reaccionarios; sabía, asimismo, que a la mayoría se les iba la fuerza por la boca, y que hablar era gratis. Pero tenían vigilado hasta al último racista fanático, pues Carmine estaba decidido a evitar que nadie apuntara con un arma a Mohammed el Nesr el domingo por la tarde. Mientras Mohammed planificaba su mitin, Carmine planificaba la forma de protegerle: dónde situaría a los francotiradores de la policía, cuántos agentes de paisano podría poner a patrullar alrededor de una multitud soliviantada contra los blancos. En modo alguno iba a permitir que una bala acabara con Mohammed el Nesr e hiciera de él un mártir.

Entonces llegó la noche del sábado y la nieve volvió a hacer acto de presencia, con una ventisca de febrero que de un día para otro cubrió el suelo con medio metro de nieve; un viento helado y aullador acabó de asegurar que no tuviera lugar mitin alguno en la explanada de Holloman. Salvados por la campana invernal una vez más.

De modo que ahora Carmine estaba libre para tomar la carretera 133 y comprobar si la señora Eliza Smith estaba en casa. Lo estaba.

– Los chicos se han ido al colegio muy decepcionados. Con sólo que la nieve hubiera esperado hasta anoche, hoy se habrían librado del cole.

– Lo siento por ellos, pero me alegro mucho por mí, señora Smith.

– ¿El mitin negro de la explanada de Holloman?

– Exactamente.

– Dios ama la paz -dijo ella sencillamente.

– Entonces, ¿por qué no nos la prodiga un poco más? -preguntó el veterano de la guerra militar y civil.

– Porque después de crearnos, se mudó a algún otro rincón de un universo muy extenso. Tal vez cuando nos creó nos puso un engranaje especial para hacernos amar la paz. Luego el engranaje se desgastó, y ¡pum! Demasiado tarde para que Dios volviera.

– Una teoría interesante -dijo él.

– Acabo de hornear unos pasteles de mariposa -dijo Eliza, conduciéndole a su cocina antigua de imitación-. ¿Qué le parece si preparo una cafetera y los prueba?

Los pasteles de mariposa, según pudo comprobar, eran unos pastelitos amarillos a los que Eliza había cortado los montículos superiores para llenar los huecos de crema azucarada y batida y luego partir en dos los remates y volver a colocarlos dándoles la vuelta; sí que recordaban a unas alitas regordetas. Por añadidura, estaban deliciosos.

– Lléveselos, por favor -le suplicó Carmine tras haber devorado cuatro-. Si no lo hace, me quedaré aquí sentado hasta acabarlos.

– Muy bien -dijo ella, los dejó en la encimera y se sentó con él como para quedarse un rato-. Y ahora dígame, teniente, ¿qué le trae por aquí?

– Desdemona Dupre. Me dijo que era con usted con quien debía hablar sobre la gente del Hug, porque les conoce mejor que nadie. ¿Querrá usted informarme, o me mandará a hacer gárgaras?

– Hace tres meses le habría mandado a hacer gárgaras, como usted dice, pero las cosas han cambiado. -Jugueteó con su taza de café-. ¿Ya sabe que Bob no volverá al Hug?

– Sí. Parece que en el Hug está todo el mundo al tanto de eso.

– Es una tragedia, teniente. Es un hombre deshecho. Siempre ha tenido un lado oscuro, y puesto que le conozco de toda la vida, sabía también de la existencia de ese lado oscuro suyo.

– ¿A qué se refiere con «un lado oscuro», señora Smith?

– Depresión brutal… un pozo sin fondo… vacuidad. Él lo llama de cualquiera de estas formas, según. Su primera crisis seria tuvo lugar tras la muerte de nuestra hija, Nancy. Leucemia.

– Lo siento mucho.

– Nosotros también -dijo ella, parpadeando para contener las lágrimas-. Nancy era la mayor, murió con siete años. Ahora tendría dieciséis.

– ¿Tiene usted alguna foto de ella?

– Cientos, pero las tengo escondidas por la tendencia de Bob a la depresión. Espere un minuto. -Se fue y volvió con una fotografía a color, sin marco, de una niña adorable, tomada evidentemente antes de que su enfermedad la consumiera. Pelo rubio y rizado, grandes ojos azules, la boca más bien fina de su madre.

– Gracias -dijo él, y dejó la foto boca abajo sobre la mesa-. Supongo que se recuperó de aquella depresión, ¿no?

– Sí, gracias al Hug. Estar pendiente del Hug le mantuvo entero entonces. Pero no esta vez. Esta vez se retirará a jugar con sus trenes para siempre.

– ¿Cómo se las arreglarán económicamente? -preguntó Carmine, sin ser consciente del anhelo con que miraba los pasteles de mariposa.

Ella se levantó a servirle más café y depositó dos pasteles en su plato.

– Tenga, cómaselos. Es una orden. -Sus labios parecían secos; se pasó la lengua por ellos-. Económicamente no tenemos de qué preocuparnos. Tanto su familia como la mía nos dejaron fideicomisos con los que no tendríamos que trabajar para ganarnos la vida. ¡Qué horrible perspectiva para un par de yanquis! La ética del trabajo es imposible de erradicar.

– ¿Qué hay de sus hijos?

– Nuestros fideicomisos pasarán a ellos. Son buenos chicos.

– ¿Por qué les pega el profesor?

Ella no intentó negarlo.

– El lado oscuro. No ocurre a menudo, de verdad. Sólo cuando se ponen pesados como suelen hacer los chicos: porque no dejen estar un tema delicado o se nieguen a aceptar un no por respuesta. Son chicos muy normales.

– Supongo que me estaba preguntando si los chicos jugarán a los trenes con su padre.

– Creo -dijo Eliza parsimoniosamente- que mis dos hijos preferirían morir a pisar ese sótano. Bob es… egoísta.

– Ya lo había notado -dijo él con dulzura.

– Detesta compartir sus trenes. En realidad es por eso por lo que los niños intentaron destrozarlos… ¿Le contó él que los daños fueron desastrosos?

– Sí, que le llevó cuatro años reconstruirlo todo.

– Eso no es verdad, sencillamente. ¿Un crío de siete y otro de cinco? ¡Pamplinas, teniente! Fue más cuestión de andar recogiendo cosas del suelo que otra cosa. Después les pegó sin compasión… Tuve que quitarle la vara a la fuerza. Y le dije que si volvía a lastimarles de aquella manera, iría a la policía. Él sabía que lo decía en serio. Aunque siguió pegándoles de vez en cuando. Nunca con aquella furia, como cuando lo de los trenes. Se acabaron los castigos sádicos. A él le gusta criticarles porque no están a la altura de su santa hermana. -Sonrió, torciendo los labios de una forma que no ex presaba diversión alguna-. Aunque puedo asegurarle, teniente, que Nancy tenía de santa lo mismo que Bobby o Sam.

– No lo ha tenido usted fácil, señora Smith.

– Tal vez no, pero no ha habido nada que no pudiera manejar. Mientras pueda manejarme con mi vida, estoy bien.

Él se comió los pasteles.

– De fábula -dijo, con un suspiro-. Hábleme de Walter Polonowski y su mujer.

– Se vieron atrapados sin remedio en la telaraña de la religión -dijo Eliza, sacudiendo la cabeza como resistiéndose a dar crédito a que pudieran haber sido tan idiotas-. Ella pensó que él no aprobaría el control de natalidad; él creyó que ella nunca se prestaría al control de natalidad. De modo que tuvieron cuatro hijos cuando en realidad ninguno de ellos quería ser padre o madre, y sobre todo, antes de que llevaran casados el tiempo suficiente como para conocerse. Adaptarse a vivir con un extraño es duro, pero aún lo es más cuando la extraña empieza a cambiar ante tus ojos en cuestión de pocos meses: vomita, se hincha, se queja, todo el numerito. Paola es muchos años más joven que Walt… ¡Ah, era una chica tan guapa…! Se parecía mucho a Marian, la nueva, de hecho. Cuando Paola se enteró de lo de Marian, debió cerrar la boca y conservar a Walt como seguro de manutención. En vez de eso, ahora tendrá que criar a cuatro hijos con una pensión miserable, porque está claro que ella no puede ponerse a trabajar. Walt no tiene intención de darle un centavo más de lo que esté obligado, así que va a vender la casa. Dado que está gravada con una hipoteca, la parte que le toque a Paola será otra miseria. Por si Walt no tuviera suficientes problemas, Marian está embarazada. Lo que quiere decir que Walt tendrá que mantener a dos familias. Tendrá que dedicarse al ejercicio privado, lo que realmente es una pena. Es muy buen investigador.

– Es usted una pragmática, señora Smith.

– Alguien tiene que serlo en la familia.

– Me ha llegado el rumor, por varias personas -dijo él pausadamente, sin mirarla-, de que el Hug va a desaparecer, al menos en su forma actual.

– No me cabe duda de que esos rumores son ciertos, lo que facilitará la toma de decisiones a varios huggers. A Walt Polonowsi, el primero. También a Maurice Finch. Entre el intento de suicidio de Schiller y el hallazgo del cadáver de esa pobre chica, Maurice es otro hombre destrozado. -Suspiró-. De todas maneras, por el que más lo siento es por Chuck Ponsonby.

– ¿Por qué? -preguntó Carmine, atónito ante esta novedosa visión de Ponsonby, el hombre que él había dado por sentado que sucedería al Profe. Por muchos cambios que atravesara el Hug, Ponsonby seguiría siendo sin duda el mejor de sus hombres.

– Chuck no es un investigador brillante -dijo Eliza en un tono de voz cuidadosamente neutro-. Bob ha estado dirigiéndole desde que se inauguró el Hug. Es la mente de Bob la que dirige el trabajo de Chuck, y ambos son conscientes. Es una conspiración entre ellos. Aparte de mí, no creo que haya nadie que tenga la menor idea.

– ¿Por qué iba el profesor a hacer tal cosa, señora Smith?

– Viejos lazos, teniente… lazos extremadamente viejos. Tenemos los mismos orígenes yanquis, los Ponsonby, los Smith y los Courtenay, mi familia. Nuestra amistad se remonta a generaciones, y Bob ha visto a los Ponsonby destrozados por caprichos del destino… bueno, y yo también.

– ¿Caprichos del destino?

– Len Ponsonby, el padre de Chuck y Claire, era inmensamente rico, al igual que sus antepasados. Ida, su madre, venía de una familia adinerada de Ohio. Entonces Len Ponsonby fue asesinado. Debió de ser hacia 1930, y no mucho después del crack de Wall Street. Una pandilla de vagabundos entregada al saqueo le dio una paliza de muerte en el exterior de la estación de ferrocarril de Holloman. Mataron también a golpes a otras dos personas. ¡Vaya, le echaron la culpa a la gran Depresión, al contrabando de alcohol, lo que usted quiera! Nunca cogieron a nadie. Pero la fortuna de Len se había evaporado con la quiebra de la Bolsa, lo que dejó a la pobre Ida prácticamente sin un centavo. Consiguió dinero vendiendo las tierras de los Ponsonby. ¡Una mujer muy valiente!

– ¿Cómo conoció usted a Chuck y Claire, concretamente? -preguntó Carmine, fascinado por todo lo que podía ocultarse tras una fachada pública.

– íbamos todos juntos a la escuela Dormer Day. Chuck y Bob estaban cuatro cursos por encima de Claire y yo misma.

– ¿Claire? ¡Pero si es ciega!

– Eso le ocurrió a los catorce años. En 1939, justo después de que estallara la guerra en Europa. Siempre había tenido problemas de visión, pero entonces sufrió desprendimientos de retina en ambos ojos a la vez, por una retinitis pigmentosa. Se quedó completamente ciega de un día para otro, literalmente. ¡Ah, fue algo espantoso! ¡Como si aquella pobre mujer y sus tres hijos no hubieran padecido ya suficientes desgracias!

– ¿Tres hijos?

– Sí, los dos chicos y Claire. Chuck es el mayor, luego venía Morton, y por último Claire. Morton era demente, nunca hablaba ni parecía consciente de que hubiera más gente en el mundo. A él no se le apagaron las luces, teniente. Nunca se le encendieron. Y tenía raptos de violencia. Bob dice que hoy en día le habrían diagnosticado autismo. Así que Morton nunca fue al colegio.

– ¿Le vio usted alguna vez?

– En alguna ocasión, aunque Ida Ponsonby tenía miedo de que le diera uno de sus ataques de furia y solía encerrarle cuando íbamos a jugar. En general, no lo hacíamos. Eran Chuck y Claire los que venían a casa de Bob o a la mía.

Sentado, con la cabeza dándole vueltas, Carmine se esforzó por conservar la calma, por mantener los cabos de aquella historia increíble separados como era debido… ¡Un hermano demente! ¿Cómo no había caído en que algo fallaba en el ménage de los Ponsonby? ¡Porque aparentemente no fallaba nada, nada en absoluto! Y sin embargo, en cuanto Eliza Smith habló de tres hijos, lo supo. Todo empezó a cobrar sentido. Chuck en el Hug, y el hermano loco en algún otro sitio…

Consciente de que Eliza Smith le estaba mirando, Carmine se obligó a hacer alguna pregunta razonable.

– ¿Qué aspecto tiene Morton? ¿Dónde está ahora?

– Tenía, estaba, teniente. En pasado. Todo ocurrió de golpe, aunque supongo que transcurrió un corto espacio de tiempo entre una cosa y otra. Unos días, una semana. Claire se quedó ciega, e Ida Ponsonby la mandó a una escuela para ciegos de Cleveland, donde Ida tenía aún familia. Había algo, algún tipo de vínculo con aquella escuela… una donación, creo. En aquella época, no era fácil entrar en una escuela para ciegos. El caso es que en cuanto Claire se hubo marchado a Cleveland, murió Morton, creo recordar que de hemorragia cerebral. Asistimos al funeral, por supuesto. ¡Por qué cosas hacían pasar a los críos en aquellos tiempos! Tuvimos que ponernos de puntillas junto al ataúd abierto e inclinarnos a besar a Morton en la mejilla. Estaba grasienta y pegajosa -se estremeció-, y fue la primera vez en mi vida que sentí el olor de la muerte. Pobre muchacho, al fin en paz. ¿Qué aspecto tenía? El mismo de Chuck y Claire. Está enterrado en la parcela que tiene la familia en el viejo cementerio del valle.

Carmine vio cómo su hipótesis saltaba hecha pedazos. Era impensable de todo punto que Eliza Smith estuviera inventándose nada de aquello.

La historia de los Ponsonby era cierta, y se reducía a un hecho contrastado: que en algunas familias, por ninguna razón cabal, se cebaban los desastres. No es que fueran propensas a los accidentes, sino propensas a las tragedias.

– Suena a que la familia sufriera una especie de tara -dijo.

– Oh, sí. Bob llegó a esa conclusión en la Facultad de Medicina, en cuanto hubo estudiado genética. De locura y de ceguera había antecedentes en la familia de Ida, pero no entre los Ponsonby. Ida también se volvió loca, un poco más adelante. Creo que la última vez que la vi fue en el funeral de Morton. Con Claire en Cleveland, no volví más de visita a casa de los Ponsonby.

– ¿Cuándo volvió Claire a casa?

– Cuando Ida se volvió loca de remate… poco después de Pearl Harbour. A Bob y Chuck no llegaron a reclutarles, se pasaron los años de la guerra en la Facultad de Medicina. Claire llevaba dos años en Ohio… el tiempo suficiente para aprender Braille y desenvolverse con un bastón blanco como hacen los ciegos. Fue una de las primeras personas que tuvo un perro lazarillo. Biddy es el cuarto que ha tenido.

Carmine se puso en pie, abrumado ante la magnitud de su decepción. Por un momento había estado sinceramente convencido de que todo había acabado; de que había logrado lo imposible y dado con los Fantasmas. Sólo para acabar descubriendo que estaba tan lejos de hallar la respuesta como siempre.

– Gracias por esta información tan cumplida, señora Smith. ¿Hay algún otro hugger de quien crea que debiera saber algo? ¿Tamara? -Inspiró profundamente-. ¿Desdemona?

– No son asesinas, teniente, no más de lo que puedan serlo Chuck o Walt. Tamara es una de esas mujeres infortunadas que no consiguen encontrar un buen hombre, y Desdemona -soltó una risa- es británica.

– «Británica» lo dice todo de ella, ¿no?

– Para mí, sí. La almidonaron de pequeña.

Carmine dejó a Eliza a la entrada de su casa y caminó de vuelta al Ford.

Había, no obstante, algo que sí podía hacer, que debía hacer: ver a Claire Ponsonby y averiguar por qué le había mentido en lo relativo al origen de su ceguera. Y puede que también quisiera simplemente verla, mirar a la cara a una tragedia viva y ambulante. Había perdido al padre y la fortuna familiar con cinco años, la vista a los catorce, toda su libertad cuando, a los dieciséis, tuvo que volver a casa a cuidar de su madre loca. Un trabajo que se prolongó durante veintiún años aproximadamente. Y, sin embargo, nunca había percibido en ella el menor asomo de autocompasión. Toda una mujer, Claire Ponsonby. Pero ¿por qué le había mentido?

Biddy se puso a ladrar en el instante en que el Ford tomó el camino de entrada al número 6 de Ponsonby Lane; lo que significaba que Claire estaba en casa.

– Teniente Delmonico -le dijo desde el umbral de la puerta abierta, sujetando a Biddy por el collar.

– ¿Cómo ha sabido que era yo? -le preguntó él conforme entraba.

– Por el sonido de su coche. Debe de tener un motor muy potente, porque se oye su rugido estando parado. Acompáñeme a la cocina.

Atravesó la casa sin rozar siquiera una sola pieza del mobiliario, hasta llegar a la habitación sobrecalentada por el horno Aga.

Biddy se tumbó en su esquina, con los ojos fijos en Carmine.

– No le gusto -dijo él.

– Hay poca gente que le guste. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Decirme la verdad. Vengo de visitar a la señora Eliza Smith, que me ha informado de que usted no es ciega de nacimiento. ¿Por qué me mintió?

Claire suspiró y se palmeó los muslos.

– En fin, dicen que se atrapa antes a un mentiroso que a un cojo. Le mentí por lo mucho que detesto las preguntas que inevitablemente se siguen cuando digo la verdad. Tales como: ¿qué sintió al no poder ver? ¿Se le partió el corazón? ¿Es lo más terrible que le ha pasado en la vida? ¿Se hace más duro ser ciega después de poder ver? Etcétera, etcétera. Bien, puedo decirle que me sentí como si me hubieran condenado a muerte, que sí se me partió el corazón, que es sin duda lo más terrible que me ha ocurrido en la vida. Acaba usted de reabrir mis heridas, teniente, y están sangrando. Espero que esté usted satisfecho. -Le dio la espalda.

– Lo lamento, pero tenía que preguntárselo.

– ¡Sí, eso ya lo veo! -Se volvió bruscamente y le sonrió-. Ahora me toca a mí pedirle disculpas. Empecemos de nuevo.

– La señora Smith me ha contado también que Charles y usted tenían un hermano, Morton, que murió repentinamente, poco después de su accidente.

– ¡Caramba, sí que le ha dado a la sinhueso Eliza esta mañana! Tiene que ser usted digno de ver… ella tuvo siempre buen ojo para los hombres guapos. Disculpe que sea tan maliciosa, pero Eliza consiguió cuanto quería. Yo no.

– Puedo disculpar su malicia, señorita Ponsonby.

– ¿Se acabó lo de Claire?

– Creo que la he herido demasiado para llamarla Claire.

– Me preguntaba usted por Morton. Murió justo después de que me mandaran a mí a Cleveland. No se tomaron la molestia de hacerme volver a casa para el funeral, aunque me habría gustado despedirme de él. Murió tan repentinamente que el caso tuvo que pasar por el forense, de forma que tuvieron tiempo de traerme antes de que les entregaran el cuerpo para enterrarlo. Pese a su demencia, era un muchacho muy dulce. Muy triste, muy triste, muy triste…

«¡Sal de aquí, Carmine! Has agotado su hospitalidad.» -Muy agradecido, señorita Ponsonby. Muchísimas gracias, y lamento haberla apenado.

Un caso para el forense… Eso significaba que la muerte de Morton Ponsonby figuraría en los archivos de la calle Caterby; enviaría a un uniformado a desenterrarlo.

De vuelta a Holloman, pasó por el antiguo camposanto del valle, un cementerio que se había quedado sin parcelas para los recién llegados a la ciudad noventa años atrás. Contenía tumbas de Ponsonbys a patadas, algunas de ellas anteriores con mucho al retrato más antiguo de la pared de su cocina. La lápida más reciente pertenecía a Ida Ponsonby, muerta en noviembre de 1963. Antes de ella, Morton Ponsonby, muerto en octubre de 1939. Y antes de él, Leonard Ponsonby, muerto en enero de 1930. Un trío de tragedias del que un arqueólogo de tumbas jamás habría tenido noticia a partir de los escuetos e insustanciales epitafios. Los Ponsonby no proclamaban sus penas a los cuatro vientos. Como tampoco los Smith, pensó cuando encontró la tumba de Nancy. Concisa y sobria, no mencionaba la causa de su muerte.

«¿Qué iba a hacer Chuck Ponsonby sin el Hug? -se preguntó, de vuelta al coche-. ¿Y sin la orientación del Profe en sus investigaciones? ¿Pasarse a la práctica médica? No, Charles Ponsonby carecía del talante adecuado. Demasiado distante, demasiado austero, demasiado elitista. Es posible -se dijo Carmine- que no haya otro trabajo médico al que pueda acceder Chuck, y de ser así, no podía tener ninguna razón para destruir el Hug.»

Entró en el despacho de Patrick con un gruñido y se dejó caer atravesado en el sillón que había en una esquina. -¿Cómo va? -preguntó Patrick.

– No preguntes. ¿Sabes lo que haría ahora mismo, Patsy? -No, ¿qué? -Una buena sesión de tiro en el aparcamiento del estadio de la Chubb, a ser posible con ametralladoras. O plantarnos en medio de diez encapuchados atracando el Banco First National de Holloman. Algo reconfortante.

– Una observación propia de un poli inactivo con el culo escocido.

– ¡Y que lo digas, maldita sea! Este caso es de mucho hablar, de hablar sin parar, hablar, hablar. Nada de tiroteos, nada de robos.

– ¿Debo deducir que el boceto que hizo Jill Menzies a partir de la descripción de la mujer de Campanilla no ha producido ningún resultado?

– Nada de nada. -Carmine se enderezó y puso cara de atención-. Patsy, tú que llevas diez años más que yo en este mundo atribulado, ¿recuerdas un asesinato en la estación de ferrocarril en 1930? Una panda de vagabundos, o algo así, que mataron a tres personas de una paliza. Lo pregunto porque una de ellas era el padre de Charles y Claire Ponsonby. Por si eso no bastara, resultó que había perdido todo el dinero de la familia en el crack de la Bolsa.

Patrick se detuvo a pensar y luego sacudió la cabeza.

– No, no lo recuerdo… mi madre censuraba todo lo que yo oía cuando era pequeño. Pero habrá un informe del caso enterrado en los archivos. Ya conoces a Silvestri… no tiraría ni un Kleenex usado, y sus predecesores eran iguales.

– Iba a mandar a alguien a la calle Caterby a buscar el expediente de otro caso, pero ya que no tengo nada mejor que hacer, puede que me dé una vuelta por ahí y lo compruebe yo mismo. Tengo curiosidad por las tragedias de los Ponsonby. ¿Es posible que ellos fueran también víctimas del Fantasma?

Quedaba poco más de una semana para que los Fantasmas atacaran de nuevo; febrero era un mes corto, así que tal vez la fecha señalada para su próximo secuestro fuera a principios de marzo. Poseído por un temor creciente, Carmine habría ido en coche hasta Maine en esa época del año para comprobar una pista poco prometedora, pero la calle Caterby estaba mucho más cerca que Maine. El almacenaje de papel era la pesadilla de cualquier funcionario público, ya se tratara de archivos policiales, archivos médicos, archivos de pensiones, contribuciones e impuestos catastrales, tasas sobre el agua o cualesquiera otros de un centenar de categorías varias. Cuando reconstruyeron el hospital de Holloman en 1950, reservaron todo un subsótano para archivos, de modo que no tuvieran que preocuparse más por ellos. John Silvestri, nombrado comisario en 1960, había luchado denodadamente por conservar hasta el último pedazo de papel que obraba en poder de la policía, remontándose a los tiempos en que Holloman contaba con un solo oficial de policía y el robo de un caballo se castigaba con la horca. Entonces, quebró una compañía cementera local, y Silvestri removió cielo y tierra en todas las instancias oficiales hasta conseguir el dinero y la autoridad para comprar sus instalaciones, que ocupaban tres acres en la calle Caterby, una zona industrial conocida por la suciedad y el bullicio, por lo que no era una propiedad cotizada. Los tres acres y cuanto contenían se vendieron en subasta por doce mil dólares, y la policía de Holloman fue el afortunado postor.

En el terreno se alzaba un vasto almacén donde la compañía guardaba sus camiones y repuestos y equipamiento de todo tipo. Tras quitar el polvo y limpiarlo todo, todos los archivos de la policía fueron dispuestos en el almacén en estanterías metálicas. No había goteras en el tejado -una consideración fundamental- y dos grandes ventiladores de techo, uno a cada extremo, facilitaban la circulación de aire necesaria para tener el moho a raya en verano.

Los dos archiveros llevaban una vida plácida en un remolque suelto, aparcado junto a la entrada del almacén; la mitad no cualificada de la plantilla pasaba la escoba por el suelo del almacén de tanto en tanto y hacía viajes a un deli cercano para traer café y algo de comer, mientras que la mitad cualificada hacía su tesis doctoral sobre el desarrollo de los usos criminales en Holloman desde 1650. Ninguna de ambas mitades tenía el menor interés en aquel teniente tan raro que hasta venía personalmente a la calle Caterby. La mitad cualificada se limitó a decirle por dónde debía buscar y volvió a su tesis, y la no cualificada se esfumó en una furgoneta de la policía.

Los archivos de 1930 ocupaban diecinueve cajas grandes, mientras que los archivos del forense de 1939 casi alcanzaban ese número: el crimen había aumentado mucho durante los nueve años de la gran Depresión. Carmine desenterró el caso de Morton Ponsonby, de octubre de 1939, y luego buscó en la primera de las cajas de 1930 el de Leonard Ponsonby. El formato de los expedientes no había cambiado apenas. Sólo hojas de papel de tamaño reglamentario, algunas grapadas, sueltas otras, encartadas en carpetas de papel manila. En 1930, no contaban con un sistema para que las hojas no se salieran de la carpeta; ni, posiblemente, con personal de oficina que se ocupara de los expedientes una vez que se cerraban y se sacaban de los cajones de los asuntos en curso.

Pero allí estaba, donde le correspondía: PONSONBY, Leonard Sinclair; hombre de negocios; Ponsonby Lane n° 6, Holloman, Conn. Edad, 35. Casado, tres hijos.

Alguien había colocado una mesa y una silla de oficina bajo un tragaluz de plástico transparente; Carmine llevó allí los dos expedientes de los Ponsonby y otro más, muy delgado y sin nombre, que contenía los detalles de los asesinatos de la estación.

Estudió primero el expediente de Morton Ponsonby. Al haberse producido su muerte tan repentina e inesperadamente, el médico de los Ponsonby había declinado firmar el certificado de defunción. Aquello no sugería por sí mismo que el hombre se oliera algo sucio; simplemente, que quería que se practicara una autopsia para ver si se le había pasado algo por alto durante los años en que era casi imposible acercarse a Morton Ponsonby, y mucho menos tratarlo. Un típico informe patológico que empezaba con la manida frase de la época: «Éste es el cuerpo de un adolescente varón bien alimentado y ostensiblemente sano.» Pero la causa de la muerte no era una hemorragia cerebral, como dijera Eliza Smith. La autopsia no había revelado esta causa, lo que implicaba que el patólogo la atribuyera en su informe a un paro cardíaco, posiblemente a consecuencia de un síncope vagal. El tipo no jugaba en la misma liga que Patsy, pero sí que cubrió todo el espectro de pruebas de detección de venenos sin encontrar ninguno, y subrayó la presencia de psicosis en la historia clínica. No se observaron alteraciones en el cerebro que indicaran la causa de la psicosis. El pene del muchacho, escribió, era incircunciso y muy grande, mientras que los testículos sólo habían descendido parcialmente. Para ser de 1939, un trabajo concienzudo. Carmine se quedó con la impresión de que Morton Ponsonby fue nada más y nada menos que la víctima indefensa de la propensión de los Ponsonby a la tragedia. O tal vez la aportación genética de Ida Ponsonby a su descendencia era deficiente.

Bien, adelante con Leonard Ponsonby. El crimen tuvo lugar a mediados de enero de 1930, sobre sesenta centímetros de nieve: debió de ser un invierno muy frío, para que hubiera ventiscas en enero. El tren, procedente de Washington D.C., venía de la estación de Penn, en Nueva York, y llevaba dos horas de retraso debido a las heladas que afectaban a varios puntos del trayecto y al desprendimiento de nieve de un talud con mucha pendiente sobre las vías. Antes que quedarse sentados y perecer, los pasajeros habían optado por coger las palas y despejar la línea de nieve. Uno de los vagones llevaba a un grupo de unos veinte borrachos, hombres sin trabajo que esperaban encontrarlo en Boston, destino final del tren; habían sido los más reticentes a cavar; ajumados, malhumorados, agresivos, trabajaron lo justo para no congelarse. Cuando el tren llegó a Holloman, hizo una parada de un cuarto de hora para permitir a los pasajeros en tránsito comprar algo de comer en el bar de la estación, una alternativa más económica que el poco concurrido vagón restaurante.

¡Ah, ahí estaban las noticias más interesantes! ¡Leonard Ponsonby no bajó de aquel tren! Iba a tomarlo para viajar a Boston, según afirmaba su billete. Había decidido esperar fuera, y según un pasajero que le vio, tenía un aspecto sospechoso. ¿Sospechoso? Ponsonby no se dejó ver al calor de la sala de espera de la estación, ni tampoco se apresuró a subir al tren en cuanto éste se detuvo. No, se quedó fuera, en la nieve.

Eran las nueve de la noche, y aquel tren a Boston era el último del día. Prosiguió su viaje entre nubes de vapor mientras el personal de la estación hacía la ronda para cerrar las salas de espera y los lavabos al ejército de vagabundos que erraban por el país en busca de trabajo o limosna, aunque los aproximadamente veinte borrachos no abandonaron el tren en Holloman. Se bajaron en marcha en plena noche en algún punto entre Hartford y la frontera con Massachusetts, y por eso, tras estériles indagaciones, habían acabado cargando con la culpa.

Leonard Ponsonby apareció tendido en la nieve con la cabeza reducida a pulpa; cerca de él yacían una mujer y una niña, con las cabezas igualmente deshechas. A Ponsonby le identificaron por el contenido de su cartera, pero la mujer y la niña no llevaban nada encima que indicara quiénes eran. El bolso, viejo y barato, de la mujer contenía un dólar y noventa centavos en monedas, un pañuelo sin planchar y dos galletas. En un maletín de tela de alfombra portaba ropa interior limpia, pero muy barata, de mujer y de niña, calcetines, medias, dos bufandas y un vestido de niña. La mujer era bastante joven, la niña tenía unos seis años. A Ponsonby se le describía como bien vestido y próspero, con dos mil dólares en billetes en la cartera, un alfiler de corbata con un diamante y cuatro más, muy valiosos, en cada uno de sus gemelos de platino, mientras que la información de la mujer y la niña había sido condensada en un sumario y expresivo «indigentes».

Para el fino olfato de Carmine, resultaban tres asesinatos muy extraños. Un hombre pudiente, solo, más una mujer indigente y una niña sin relación alguna con él. El robo, descartado como móvil. Los tres tratando de pasar desapercibidos en la nieve, cuando deberían estar dentro de la estación calentándose las manos con un radiador de vapor. De una cosa estaba seguro: la panda del tren no había tenido nada que ver con esos asesinatos.

La pregunta capital era: ¿cuál de los tres era el objetivo de los asesinos? Los otros dos eran simples testigos, y habían muerto por ver a quien blandió el objeto contundente que acabó con todos ellos, con un grado de salvajismo subrayado en un informe policial que era por lo demás lacónico y descuidado. Cara, el objetivo era Leonard Ponsonby. Cruz, lo era la mujer. Si la moneda caía de canto, es que era la niña.

No había fotografía alguna. La información sobre la mujer y su presunta hija o pariente de algún tipo se incluía en su magro expediente, guardado junto al más grueso de Ponsonby en el archivo «Enero-caja 2». Los tres habían muerto por golpes con un objeto contundente recibidos exclusivamente en sus cráneos, reducidos a pulpa, pero el detective no había tenido las luces de comprender que Ponsonby tuvo que ser la primera víctima; la mujer y la niña se quedarían mirando, paralizadas de terror, hasta que le tocó el turno a la mujer, y luego a la niña. De no haber sido Ponsonby el primero, habría opuesto resistencia. Así que quienquiera que fuese el que blandiera el objeto contundente -el experimentado criterio de Carmine se inclinaba por un bate de béisbol- se había deslizado furtivamente por la nieve y golpeado a Ponsonby antes de que notara que alguien se acercaba. Otro fantasma, qué cosa más extraordinaria.

Cuando salió a ver a los archiveros, habían cerrado el remolque y se habían ido a casa… con media hora de adelanto. «Hora, John Silvestri, de enfocar el rayo cegador de tus inspectores de trabajo en los archivos policiales de la calle Caterby.» Los tres expedientes que Carmine llevaba en la mano izquierda partieron con él: aquellas cucarachas no los echarían en falta hasta que a él le viniera en gana devolverlos. Un par de burócratas sinvergüenzas confiados en que, mientras los archivos no ardieran, nadie se interesaría por ellos lo bastante como para tener que preocuparse. Error, error, error.

De vuelta a las oficinas de la Administración del condado, se detuvo en la hemeroteca del Holloman Post, donde descubrió que la extraña y horrible muerte de Leonard Ponsonby había sido noticia de primera plana. La violencia gratuita, fuera del ámbito del crimen doméstico, era prácticamente inaudita en 1930; era la clase de cosa que hacía a los periódicos lanzar alarmas sobre lunáticos fugados. Hubo matanzas entre gánsteres en abundancia durante los largos años de la Prohibición, pero no entraban en la categoría de violencia gratuita. El caso es que, incluso después de que se demostrara que ningún lunático se había escapado de un psiquiátrico, el Holloman Post se mantuvo en sus trece e insistió en que el asesino era un lunático fugado de algún sitio fuera del Estado.

Entre unas cosas y otras, Carmine llegó tarde a su cita con Desdemona en el Malvolio's.

– Lo siento -dijo al sentarse frente a ella en un compartimento-. Ahora puedes hacerte una idea de lo que puede ser tu vida con un novio policía. Montones de citas fallidas, cenas que se quedan frías a espuertas. Me alegro de que no cocines. Comer fuera es la mejor alternativa, y en ningún sitio mejor que en el Malvolio's, un comedor para polis. No tienes más que llamar a la ventana y te meten en una bolsa lo que sea, desde una comida completa a una porción de tarta de manzana.

– Me gusta bastante tener un novio policía -dijo ella, sonriendo-. Ya he pedido, pero le he dicho a Luigi que esperara un rato. Te pasas de generoso, no dejándome pagar nunca ni siquiera mi parte de la cuenta.

– En mi familia, a un hombre que deja que pague una mujer le linchan.

– Da la impresión de que has tenido un buen día, para variar.

– Sí, he averiguado un montón de cosas. El problema es que creo que todo son pistas falsas. Aun así, se agradece averiguar algo. -Extendió el brazo por encima de la mesa para cogerle la mano-. También se agradece averiguar cosas de ti.

Ella le apretó los dedos.

– Lo mismo digo, Carmine.

– A pesar de este caso espantoso, Desdemona, mi vida ha mejorado estos últimos días. Tú formas parte de ella, preciosa dama.

Nadie la había llamado «preciosa dama» hasta entonces; sintió que la invadía una oleada de confusa satisfacción, se puso de un colorado brillante, no supo dónde mirar.

Seis años antes, en Lincoln, se había creído enamorada de un hombre maravilloso, un médico; hasta que, al pasar junto a su puerta, oyó su voz a través de ella: «¿Quién, Desdemona la desesperada? Querido amigo, las feas te quedan siempre tan agradecidas que merece la pena cortejarlas. Son buenas madres, y no hay que preocuparse por el fontanero, ¿no? Después de todo, uno no mira la repisa de la chimenea cuando está atizando el fuego, así que pienso casarme con Desdemona. El trato incluye que nuestros hijos serán listos. Además de altos.»

Había empezado a hacer planes para emigrar al día siguiente, jurándose a sí misma que nunca volvería a exponerse a esa clase de pragmática crueldad.

Ahora, gracias a un monstruo sin rostro, allí estaba ella viviendo con Carmine en su apartamento, y tal vez dando por hecho que él la amaba igual que le amaba ella. Las palabras salían gratis… ¿no lo había demostrado aquel médico de Lincoln? ¿Cuánto de lo que él le había dicho estaba motivado por su trabajo, por su afán protector, por el susto que se había llevado con lo que estuvo a punto de pasarle? «¡Oh, Carmine, por favor, no me falles!»

25

Domingo, 27 de febrero de 1966

Faltaba una semana para que se cumplieran treinta días del rapto de Faith Khouri, y nadie, ni siquiera Carmine, tenía razones para creer que podía evitarse otro asesinato. ¿Cuándo se había prolongado tanto un caso ante las narices de tal cantidad de efectivos, con tantas precauciones, tantas advertencias, tal cantidad de publicidad en todo el Estado?

Habían convenido que seguirían el mismo procedimiento general: se sometería a vigilancia permanente a todos los sospechosos del Estado desde el lunes 28 de febrero hasta el viernes 4 de marzo. Eso incluía a los treinta y dos sospechosos de Holloman. Su dispositivo se había hecho más impermeable, menos imperfecto; en el caso del profesor Bob Smith, por ejemplo, la deplorable seguridad de Marsh Manor sería contrarrestada por cuatro equipos de vigilantes de la policía de Bridgeport. A menos que tuviera una víctima del mismo Bridgeport en el punto de mira, el Profe tendría que atravesar a nado el río Housatonic, si se dirigía al este, o eludir seis controles de carretera si lo hacía al oeste. Eso representaba la mayor diferencia entre el plan del mes pasado y el nuevo: coches patrulla y efectivos uniformados además de agentes de paisano y coches sin distintivos, y controles de carretera por todas partes. Se habían puesto de acuerdo en una reunión de nivel estatal en que si se detenía a los Fantasmas en un control de carretera, no pasaba nada. Pillar a cualquier sospechoso conocido en un control de carretera conllevaría una gran señal roja en su expediente y redoblar su vigilancia. Si ello se traducía en que los Fantasmas perdían comba entre febrero y marzo, el paso de marzo a abril vería nuevos métodos policiales y posibles sospechosos.

Carmine había decidido no asignarse personalmente ningún puesto de vigilancia; no era probable que a principios de marzo la temperatura llegara a dieciocho grados bajo cero, así que estaría mejor en algún sitio con amplia cobertura de radio, en contacto con todos los demás, y con un mapa gigante de Connecticut clavado en una pared a su lado. Dos golpes consecutivos de los Fantasmas en el extremo este sugerían que esta vez se dirigirían al norte, al oeste o al sudoeste. Las policías estatales de Massachusetts, Nueva York y Rhode Island habían accedido a patrullar sus fronteras con Connecticut como moscas sobre un cadáver. Era la guerra a cara de perro.

A última hora de la tarde, pensando más en una cena con Desdemona que en un caso que se había vuelto tan correoso que le tenía aburrido, Carmine fue a devolver los expedientes de los Ponsonby a la calle Caterby.

– ¿Conservan aún efectos privados no reclamados de hasta 1930? -preguntó a una licenciada del dúo del archivo; a la mitad no cualificada no se la veía por ninguna parte. Como tampoco se veía la furgoneta de la policía. Y, mierda, se le había olvidado decirle a Silvestri lo que pasaba allí.

– Deberíamos tener hasta el sombrero de Paul Revere -dijo ella sarcásticamente; no le había hecho gracia que le birlara sus expedientes, y no parecía preocuparle su propia ausencia del pasado lunes.

– Estas dos víctimas de asesinato -dijo él, agitando el escuálido expediente sin nombre ante sus narices-. Quiero ver sus efectos personales.

Ella bostezó, se examinó las uñas, echó un vistazo al reloj.

– Me temo que se le ha hecho tarde, teniente. Son las cinco, y el lugar está cerrado por hoy. Vuelva mañana.

Mañana pensaba ir con todo el asunto a Silvestri, así que ¿por qué no quitarle a esa zorra el sueño aquella noche, antes de que cayera el hacha sobre su cuello?

– En ese caso -dijo en tono cordial-, le sugiero que a primera hora de la mañana haga que su ayudante dé algún uso legal a su furgoneta y entregue la caja con los efectos personales al teniente Carmine Delmonico en las oficinas de la Administración del condado. Si la caja solicitada no llega a entregarse, mi sobrina Gina acabará sentada ante su escritorio. Está deseando conseguir un trabajo por cuenta del condado en algún rincón olvidado, porque necesita estudiar. Quiere entrar en el FBI, pero el examen de ingreso es jodidísimo para una mujer.

26

A las once de la mañana del domingo, antes de la hora señalada para dar comienzo la vigilancia, Carmine entró en la sección de policía del edificio de la Administración del condado sintiéndose solo, inquieto y tenso.

Solo, porque el viernes por la noche Desdemona le había anunciado que a poco que el fin de semana se presentara soportable, se iría a marchar por la senda de los Apalaches hasta la frontera con Massachusetts. Como adoraba tenerla en su cama, esto le desconcertó; tampoco quiso ella prestar oído a sus protestas por tener que emplear un coche patrulla en llevarla hasta allí y traerla luego de vuelta. Le preocupaba que las expectativas que había puesto en esa relación fueran tan distintas de las que había sentido con Sandra. Aquélla había sido esposa y madre, aunque resultara inadecuada en ambos roles, y ocupado un compartimento especial que él nunca se molestaba en abrir mientras estaba trabajando. Mientras que Desdemona rondaba por su cabeza todo el día, lo que no tenía nada que ver con su relación con el caso. Sencillamente, esperaba con anhelo los ratos que pasaba con ella. A lo mejor tenía que ver con la edad: tenía veintitantos cuando conoció a Sandra, cuarenta y pocos cuando conoció a Desdemona. Como padre no había hecho muy buen trabajo, pero como marido lo había hecho mucho peor. Y, sin embargo, sabía que la respuesta a Desdemona no podía ser que fueran amantes. Matrimonio, tenían que ser matrimonio. Pero ¿quería casarse ella? No tenía ni idea. Lo de hacerse la senda de los Apalaches parecía apuntar a que la necesidad que ella tenía de él no era comparable a la que él tenía de ella. Y no obstante, era tan amorosa cuando estaban juntos…, y en ningún momento le había reprochado que la descuidara en beneficio de su trabajo. «¡Oh, Desdemona, no me falles! ¡Quédate conmigo, no me dejes!»

Inquieto, porque la deserción de Desdemona le dejaba dos días desocupados y sin nadie con quien ocuparlos; Silvestri le había prohibido que metiera la nariz en otro caso que no fuera el de los Fantasmas, con la sola excepción del conflicto racial si llegaba a estallar. Y ahora, con un tiempo razonablemente bueno, un domingo en que uno podía salir sin congelarse, ¿estaba ocupado Mohammed el Nesr? Si lo estaba, no era en cualquier caso manifestándose o dando un mitin. Su inactividad no era ningún misterio. Al igual que Carmine, Mohammed esperaba que los Fantasmas raptaran a otra víctima esa semana, renovando así el dolor y la indignación generales. El gran mitin lo daría el domingo siguiente, sin duda. Apartando del caso de los Fantasmas a policías que necesitaba desesperadamente. Era un grano en el culo, pero una buena estrategia por parte de Mohammed.

Tenso, porque el día treinta se le venía encima.

– ¿Teniente Delmonico? -preguntó el sargento de oficinas.

– Ése era yo, la última vez que me miré al espejo -dijo Carmine con una sonrisa.

– Esta mañana, al llegar, encontré una caja con pruebas antiquísimas detrás de esos paquetes. No llevaba nombre, y supongo que por eso no le ha llegado nunca. Luego encontré una etiqueta con su nombre a varios metros de distancia. -Se agachó, hurgó bajo su mostrador y sacó una caja grande, cuadrada, no muy diferente de las que usaban en la actualidad.

¡Las pertenencias de la mujer y la niña muertas a golpes en 1930! Se había olvidado de aquello completamente, de tan ocupado que estuvo planeando la vigilancia. Aunque sí se acordó de pedirle a Silvestri que prendiera fuego a la zorra del archivo y su subalterno.

– Gracias, Larry, te debo una -dijo; cogió la caja y se la llevó a su despacho.

«Algo que hacer una mañana de domingo si tu amada se ha ido a caminar por una ruta cubierta de hojas húmedas.» Cuando abrió la tapa, no surgieron de la caja fétidas reliquias de un crimen cometido hacía treinta y seis años; no se habían molestado en conservar la ropa que llevaba la pareja, lo que significaba que debía de estar toda manchada de sangre, calzado incluido. Dado que a nadie se le había ocurrido consignar cuán «cerca» estaba exactamente Leonard Ponsonby, por lo que Carmine sabía, parte de la sangre bien podía ser suya. Nadie había dibujado siquiera un boato que mostrara la posición relativa de los cuerpos. «Cerca» era todo lo que tenía para seguir adelante.

El bolso estaba allí, eso sí. Por puro hábito, se enfundó unos guantes antes de sacarlo cuidadosamente para poder examinarlo con sus más sofisticados ojos. De fabricación casera. Tricotado, como acostumbraban a hacer las mujeres por aquellos días de escasez, con dos asas de caña y un forro de basto tejido de algodón. Sin cierre. Aquella mujer no podía permitirse ni la piel de vaca más barata, ni mucho menos cuero bueno. El bolso contenía un pequeño monedero que guardaba un dólar de plata, tres cuartos, una moneda de diez centavos y una de cinco. Carmine depositó el monedero con el dinero sobre su mesa. Un pañuelo de hombre, limpio pero sin planchar; de percal, no de hilo. Y, al fondo, fragmentos y migajas de lo que supuso que eran las dos galletas. La madre probablemente las había robado de la cafetería de la estación para que la niña tuviera algo que comer en el tren, y tal vez por eso estaban ocultándose en la nieve. Las autopsias decían que ambas tenían el estómago vacío. Sí, la mujer había robado las galletas.

El maletín no era grande, aunque sí lo bastante viejo para ser uno de los que los predadores del Norte se habían llevado con ellos al Sur tras la Guerra Civil. Descolorido, con calvas aquí y allá, nunca había sido elegante, ni siquiera de nuevo. Lo abrió con reverente delicadeza; ahí dentro estaba casi todo lo que aquella pobre mujer había poseído, y no existía nada más conmovedor que la evidencia muda de vidas pretéritas.

Encima de todo había dos bufandas de lana, tejidas a mano a rayas de colores variados, como si la tejedora hubiera andado gorreando restos. Pero ¿por qué estaban las bufandas en el maletín, si hacía un tiempo espantoso? ¿Eran de repuesto? Debajo había dos pares de bragas de mujer limpias, hechas de muselina sin blanquear, y dos pares mucho más pequeños que evidentemente pertenecían a la niña. Un par de calcetines largos de punto y uno de medias, igual mente de punto. Al fondo, meticulosamente plegado entre papel de seda roto, el vestido de una niña pequeña.

Carmine contuvo la respiración. Un vestido de niña. Hecho de encaje francés azul claro y exquisitamente bordado de aljófares. Manguitas abombadas con puños primorosos, botones con perlas engastadas por la espalda, forro de seda y, debajo de éste, una redecilla almidonada para dar a la falda el vuelo de un tutú de bailarina. Un precursor de 1930 de un Campanilla, salvo que éste estaba hecho enteramente a mano, cosida cada perla individual y firmemente, sin una sola puntada a máquina. ¡Cuántas cosas habían pasado por alto los polis de 1930! Sobre el pecho izquierdo habían resaltado la palabra EMMA con perlas oscuras, purpúreas.

Con la cabeza dándole vueltas, Carmine depositó el vestido sobre su escritorio y se puso en pie, limitándose a contemplarlo durante lo que pudieron ser cinco minutos o una hora.

Finalmente, volvió a sentarse, puso el maletín sobre su regazo y lo abrió cuanto le permitieron sus bisagras oxidadas. El forro estaba gastado y descosido por un lado; metió ambas manos por el hueco y palpó el interior, con los ojos cerrados. ¡Sí! ¡Había algo!

Una fotografía, y no hecha con una Brownie, la popular cámara barata de madera. Se trataba de un retrato de estudio, montado en una carpetita de cartón con el nombre del fotógrafo estampado. «Estudio Mayhew, Windsor Eocks.» Alguien había escrito algo que parecía «1928» en la parte inferior del marco, pero a lápiz, tan tenue que había que adivinarlo.

La mujer estaba sentada en una silla; la niña -de unos cuatro años- sentada en sus rodillas. Allí, la mujer estaba mucho mejor vestida, llevaba una sarta de perlas alrededor del cuello y perlas también en los lóbulos de las orejas. La pequeña llevaba un vestido similar al del maletín, con el nombre «Emma» bien visible. Y ambas tenían la cara. Incluso en blanco y negro, en su piel se apreciaba un matiz de café con leche; tenían el pelo denso, negro y rizado, los ojos oscuros, los labios carnosos. Carmine, que las miraba a través de un velo de lágrimas, las encontraba exquisitas. Destrozadas en la plenitud de su juventud y su belleza, reducidas a una pulpa sanguinolenta.

Un crimen pasional. ¿Cómo no se había dado cuenta nadie? Ningún asesino se habría empleado tan a fondo, en un torrente de golpes, por otro motivo que el odio. Sobre todo si el cráneo aplastado por la porra era el de una niña pequeña. Era impensable de todo punto que aquellas dos femeninas criaturas no estuvieran relacionadas con Leonard Ponsonby. Ellas estaban allí porque él estaba allí; él estaba allí porque ellas estaban allí.

Así que era Charles Ponsonby, después de todo. Aunque no era lo bastante mayor para haber sido él. Ni Morton, ni Claire. Era obra de la loca de Ida, más de una década antes de volverse loca. Lo que significaba que Leonard y la madre de Emma eran… ¿amantes? ¿Parientes? Tan probable era una cosa como la otra; Ida era ultra-conservadora, para ella ni la menor pincelada de chocolate. ¡Tantas preguntas que hacer! ¿Por qué estaban Emma y su madre en la indigencia en enero de 1930 si Leonard estaba con ellas y llevaba encima dos mil dólares y ostentosas joyas con diamantes? ¿Qué les había ocurrido a Emma y a su madre entre la prosperidad de la fotografía de Windsor Locks de 1928 y su miseria de enero de 1930?

«¡Basta, Carmine, basta! Mil novecientos treinta puede esperar, 1966 no. Chuck Ponsonby es un Fantasma… ¿o es el Fantasma, y lo ha hecho todo él solo? ¿Cuánta ayuda recibe de Claire? ¿Cuánta ayuda es capaz ella de darle? ¿Puede un Ponsonby ser un Fantasma y el otro no? Sí, por la ceguera de Claire. ¡Sé que es ciega! Chuck podría moverse por un sótano secreto e insonorizado y ella ni se enteraría. Está insonorizado, seguro. Hay que sofocar los gritos, y son gritos muy escandalosos.

»Charles Ponsonby… Un soltero hogareño incapaz de llevar a cabo una investigación original aunque le vaya la vida en ello. Siempre a la sombra de alguien: de una madre loca, de un hermano loco, de una hermana ciega, de un mejor amigo con más éxito que él. No le preocupa llevar desparejados los calcetines, ni el pelo despeinado, ni se molesta en comprarse una chaqueta nueva de tweed. El típico científico despistado, demasiado apocado para agarrar una rata sin ponerse unos guantes de protección, anodino en esa forma que sugiere un fracaso radical del ego, a pesar del barniz de esnobismo intelectual.

»Pero ¿coincide este Charles Ponsonby con el retrato de un violador/asesino múltiple, tan brillante que viene burlándose de nosotros desde que supimos de su existencia? Parece imposible de creer. El problema es que nadie tiene el retrato de un asesino múltiple, salvo que el sexo parece tener siempre algo que ver. Por ello, cada vez que nos encontramos con un espécimen tenemos que diseccionarlo meticulosamente. Su edad, su raza, su credo, su aspecto, el tipo de víctimas que elige, la personalidad que exhibe ante el mundo, su infancia, de dónde viene, lo que le gusta y lo que le desagrada… un millón de factores. De Charles Ponsonby podemos decir con certeza que por parte de su madre tiene un historial familiar de locura, aparte de de ceguera.»

Carmine volvió a guardar el contenido de la caja exactamente como lo había encontrado y la llevó al mostrador.

– Larry, pon esto a buen recaudo ahora mismo -dijo, tendiéndosela-. Nadie debe acercarse siquiera.

Luego, antes de que Larry tuviera tiempo de responder, Carmine desapareció por la puerta. Era hora de echar otra ojeada al número 6 de Ponsonby Lane.

Las preguntas se arremolinaban en su cabeza, un enjambre de avispas en busca de un avispero llamado respuestas: ¿cómo, por ejemplo, se las había apañado Charles Ponsonby para ir del Hug al instituto Travis y volver, y convencer a todo el mundo de que había estado de charla en la azotea? Habían pasado treinta minutos preciosos antes de que Desdemona les encontrara allí a él y a los demás, y sin embargo los seis que estaban en la azotea juraban que ninguno se había ausentado el tiempo suficiente para ir al servicio. ¿En qué medida podía uno fiarse de la capacidad de atención prolongada de un investigador despistado? ¿Y cómo salió Ponsonby de su casa la noche en que se llevaron a Faith Khouri, estando estrechamente vigilado? ¿Constituía el contenido de la caja de pruebas de 1930 una evidencia lo bastante concluyente para arrancarle al juez Douglas Thwaites una orden de registro? Las preguntas se apelotonaban.

Bajó por la carretera 133 desde el nordeste, pasando así primero por Deer Lane. A juicio del Consejo, las cuatro casas de su lado más alejado no merecían asfaltado; los quinientos metros de Deer Lane eran de gravilla. Al llegar al final, se abría en una rotonda con espacio suficiente para que aparcaran seis o siete coches. Por todos lados, el bosque bajaba hasta la carretera; crecimiento secundario, por supuesto. Doscientos años antes, aquello lo habrían talado y cultivado, pero a medida que se hizo sentir la llamada de los suelos, más fértiles, de Ohio y de más al oeste, la agricultura dejó de ser para los yanquis de Connecticut tan rentable como la industria de cadenas de montaje de precisión fundada por Eli Whitney. De modo que los bosques habían vuelto a extenderse profusamente: robles, arces, hayas, sicomoros, algunos pinos. Cornejo y laurel de montaña, que florecían en primavera. Manzanos silvestres. Y también habían vuelto los ciervos.

Sus neumáticos hacían crujir sonoramente la gravilla, lo que reforzó su opinión de que los coches que vigilaban Deer Lane en la intersección con la 133 la noche en que desapareció Faith Khouri hubieran oído cualquier vehículo, además de ver el vapor blanco de su tubo de escape. Y los únicos coches apostados en Deer Lane aquella noche no llevaban distintivos policiales. De modo que aunque fuera posible que Chuck Ponsonby subiese por la pendiente trasera de su casa sin una linterna, ¿adónde podía ir después? Tenía que haber dejado su vehículo a una cierta distancia, subiendo por la 133, o, si el vehículo pertenecía a un cómplice, éste tampoco habría podido recogerlo más cerca. ¿Semejante paseo a dieciocho bajo cero? Improbable. Se estaba más caliente en un congelador. ¿Cómo lo había hecho, entonces?

Carmine tenía una norma: si un día bonito te ves obligado a dar un paseo, hazlo cerca de un sospechoso; y si el paseo pasa por un bosque, lleva contigo un par de prismáticos para observar los pajaritos. Con sus prismáticos al cuello, Carmine ascendió entre los árboles por la pendiente en dirección a la cresta que se elevaba sobre el número 6 de Ponsonby Lane. El suelo estaba cubierto por treinta centímetros de hojas húmedas, la nieve se había fundido por todas partes, salvo al abrigo de alguna roca aislada o en grietas donde el calor no llegaba. Varios ciervos se apartaron de su camino mientras avanzaba, pero no asustados; los animales siempre sabían si estaban en una reserva. Era, se dijo Carmine, un hermoso lugar, lleno de paz en esa época del año. En verano, el zumbido quejumbroso de los cortacéspedes y los gritos y risas de los domingueros lo arruinarían. Él sabía, por anteriores rastreos de la policía, que nadie se aventuraba más allá del aparcamiento, ni siquiera para furtivos encuentros sexuales; no había en los veinte acres de la reserva latas de cerveza, ni anillas de lata, botellas, desechos de plástico o condones usados.

Una vez en lo alto de la cresta, era sorprendentemente fácil ver la casa de los Ponsonby. Las laderas que la rodeaban se habían despejado drásticamente de árboles, como formulando un manifiesto arbóreo: un grupo de abedules norteamericanos trifurcados; un hermoso olmo viejo de saludable aspecto; diez arces agrupados de modo que en otoño sus hojas caídas formaran alfombras espectaculares; y ejemplares jóvenes de cornejo que en primavera transformarían el terreno en un paisaje de ensueño, rosa y blanco. El raleado del bosque debía de haberse efectuado muchos años antes, ya que los tocones de los árboles cortados habían desaparecido de la vista.

Levantando sus prismáticos, observó la casa como si estuviera a quince metros de ella. Allí estaba Chuck subido a una escalera con un formón y un soplete, desprendiendo la pintura vieja como es debido. Claire estaba desmadejada en una silla de exterior de madera, cerca del porche del lavadero, con Biddy a sus pies; la escasa brisa que soplaba le acariciaba la cara a Carmine, de forma que la perra no olfateó su presencia. Entonces, Chuck llamó a Claire. Ella se puso en pie y dio la vuelta hasta el lateral de la casa con tal seguridad que Carmine sintió asombro. Y, sin embargo, sabía que Claire era ciega.

¿Cómo lo sabía con tanta certeza? Porque Carmine no dejaba una piedra sin levantar, y la ceguera de Claire era una piedra en su camino. A veces recurría a los servicios de una celadora de la cárcel de mujeres, Carrie Tallboys, que luchaba por sacar adelante a un hijo prometedor, y por ello estaba disponible para hacer trabajitos fuera de su horario laboral. Carrie tenía un curioso talento para interpretar un papel tan convincentemente que la gente acababa contándole muchas cosas que no debían. Así que Carmine mandó a Carrie a visitar al oftalmólogo de Claire, el eminente Carter Holt. Su excusa fue que estaba pensando en hacer una donación a favor de la investigación de la retinitis pigmentosa, porque su querida amiga Claire Ponsonby la había sufrido antes de quedar completamente ciega. Ah, sí, él recordaba muy bien el día en que Claire se presentó con desprendimiento bilateral de retina… ¡era tan raro que ocurriera en ambos ojos a un tiempo! Su primer caso importante, y había de ser uno cuya curación no estuviera a su alcance. Pero sin duda, objetó Carrie, podría curarse hoy en día. No, en absoluto, dijo el doctor Holt. Claire Ponsonby estaba irremediablemente ciega de por vida. Él había mirado el fondo de sus ojos y comprobado el daño personalmente. ¡Muy triste!

Carmine observó a la ciega Claire hablar animadamente con Chuck, que bajó de su escalera, tomó a su hermana del brazo y la condujo al interior por el porche del lavadero. La perra les siguió; después sonaron los débiles acordes de una sintonía de Brahms. Ya estaba: los Ponsonby habían tenido ya su ración de aire fresco. Aunque… ¡un momento, un momento! Chuck reapareció, recogió sus herramientas y se las llevó al garaje, junto con la escalera, antes de volver a entrar en la casa. Era de esas personas a las que le gusta tener todo en su sitio, pero ¿en grado de obsesión?

Carmine dejó caer los prismáticos y se dio la vuelta para emprender el camino de regreso a Deer Lane. Resultaba más difícil caminar cuesta abajo a través de masas de hojas embarradas y en descomposición; ni siquiera habían empezado los ciervos a abrir caminos, aunque habría muchos para el verano. Absorto en sus pensamientos sobre Charles Ponsonby y sus contradicciones, Carmine apretó el paso, ardiendo en deseos de llegar a su despacho y darle vueltas a placer al rompecabezas. Y también por echarle el diente a algo en el Malvolio's.

Súbitamente, sus pies patinaron y se vio proyectado hacia delante, estirando los brazos para amortiguar el impacto de la caída. Las hojas muertas salieron volando apelmazadas en grupos mojados al aterrizar sobre sus palmas con un ruido sordo y hueco. Avanzó resbalando, buscando algo a que agarrarse, hasta que el impulso de su inercia fue agotándose y pudo detenerse. Dos surcos pronunciados en el humus señalaban el avance de sus manos. Maldiciendo en voz baja, giró sobre sí mismo y se puso en pie, sintiendo la punzada de la abrasión de su piel, pero aliviado al comprobar que no había sufrido más daño que ése.

«¡Estúpido, Carmine, estúpido! Tan ocupado estás pensando que no puedes mirar dónde pisas, ceporro.» Pero ¿por qué un ruido hueco? Con curiosidad, porque era un hombre curioso, se agachó y escarbó en uno de los surcos que había formado con las palmas de sus manos; a quince centímetros de profundidad, destapó una tabla de madera. Excavando ya frenéticamente, apartó las hojas hasta que pudo ver lo que había allí: la superficie de lo que podía ser la vieja trampilla de un sótano.

«¡Oh, Dios, Dios, Dios!» Galvanizado de pronto, se puso a rastrillar las hojas con las manos, devolviéndolas a donde estaban, apretándolas, amazacotándolas, con la frente perlada de sudor, respirando sonoramente. Cuando quedó más o menos convencido de que había disimulado las señales de su caída, retrocedió nerviosamente sobre su trasero antes de ponerse de nuevo en pie a evaluar su trabajo. No, no acababa de estar bien. Si alguien examinara la zona con atención, lo notaría. Se quitó la chaqueta y la utilizó para recoger más hojas a treinta metros de distancia, volvió con ellas al sitio y las distribuyó, luego puso la chaqueta en el suelo y la usó a modo de amplia escoba para borrar cualquier rastro de su incursión. Finalmente, tragando saliva y boqueando, dio por hecho que nadie podría sospechar lo ocurrido. «¡Ahora sal de aquí echando leches, Carmine!» Lo hizo a cuatro patas, esparciendo hojas tras de sí; casi había llegado al aparcamiento cuando por fin se puso en pie. Con un poco de suerte, los ciervos acabarían de borrar sus huellas en su búsqueda constante de alimento invernal.

De vuelta en el Ford, rezó porque el extraordinario oído de Claire no alcanzara a detectar el quejoso ruido de un motor en Deer Lane. Puso el pie suavemente en el acelerador y fue ronroneando, en primera, hasta la curva. Una parte de él se moría por transmitir las nuevas a Silvestri, Marciano y Patrick, pero decidió no llamarles desde el nido de amor del mayor Menor, rematando un domingo fructífero. No se moriría por esperar un poco. Mejor girar al noreste y marcharse por donde había venido.

«¡No es un paseo tan largo a dieciocho bajo cero después de todo, Chuckie, cariño! Y no necesitas una linterna para ir por la vertiente de la cresta que da a la casa, porque tienes un túnel que no sale a la superficie hasta bien entrada la pendiente de la reserva. Alguien -¿fuiste tú, o fue hace mucho más tiempo?- excavó muy por debajo de la cresta, acortando la distancia. En Connecticut, a cientos de kilómetros de la línea Mason-Dixon, está claro que no fue excavado para que pudieran fugarse los esclavos. Yo apuesto a que lo excavaste tú mismo, Chuckie, cariño. La noche en que te llevaste a Faith Khouri, no tuviste más que salir; para cuando volviste con ella, nosotros nos habíamos ido del barrio. Ése fue uno de nuestros errores. Debimos haber mantenido la vigilancia. Aunque, para hacernos justicia, tampoco te habríamos pescado de vueltas estábamos vigilando Ponsonby Lane y tu casa, no sabíamos nada del túnel. Así que esa vez te acompañó la suerte, Chuckie, cariño. Pero esta vez la suerte está de nuestro lado. Sabemos lo del túnel.»

Como se moría de hambre y quería tener un poco más de tiempo para pensar, Carmine comió en el Malvolio's antes de convocar a sus huestes.

– Ahora entiendo plenamente el significado de cierta frase hecha -dijo cuando Patrick, el último en llegar, entró por la puerta del despacho de Silvestri.

– ¿Y qué frase hecha es ésa? -preguntó Patrick, tomando asiento.

– «Preñado de noticias.»

– Estás ante tres expertas comadronas, así que ya puedes dar a luz.

Con palabras vibrantes, enunciando los hechos de forma lógica y correcta, Carmine expuso a su auditorio paso a paso lo sucedido desde su entrevista con Eliza Smith.

– Ella me dio las claves: lo que dijo, cómo lo dijo. Fue mi catalizador. Para acabar con un resbalón por una ladera… ¡Menuda suerte! He tenido mucha suerte en este caso -dijo al finalizar, cuando su público había conseguido cerrar sus pasmadas bocas.

– De suerte, nada -objetó Patrick, con los ojos brillantes-. Terca determinación; empecinamiento, Carmine. ¿Quién más se habría molestado en seguir la pista de la muerte de Leonard Ponsonby? ¿Y quién más se habría molestado en buscar una caja de pruebas de hace treinta y seis años? En hurgar en un caso clasificado como no resuelto, porque eres una de las pocas, poquísimas personas que conozco que saben que si cae un rayo dos veces en el mismo sitio es que algo lo atrae.

– Todo eso está muy bien y es muy bonito, Patsy, pero no bastaba para ir con ello al juez Thwaites. Las pruebas válidas de verdad las encontré por puro accidente… una caída por una ladera resbaladiza.

– No, Carmine. Puede que la caída fuera un accidente, pero que encontraras lo que encontraste no lo fue. Cualquier otro se habría levantado, se habría sacudido la suciedad de la ropa -Patrick retiró unas hojas muertas de la chaqueta de Carmine, echada a perder- y se habría ido. Tú encontraste la puerta porque tu cerebro registró un ruido incoherente, no porque tu caída destapara la trampilla. No lo hizo. Y de todas formas, no habrías estado en esa ladera, de entrada, de no haber dado con la cara que buscábamos en una foto hecha hacia 1928. ¡Venga, hombre, admite que parte del mérito es tuyo!

– ¡Vale, vale! -exclamó Carmine, levantando las manos en el aire-. Lo importante es decidir qué vamos a hacer ahora.

El ambiente en el despacho de Silvestri bullía casi visiblemente de júbilo, de alivio, de la alegría maravillosa e inimitable que acompaña al momento en que se hace la luz en un caso. Sobre todo en un caso como el de los Fantasmas, tan hermético, tan obsesivo, que se les resistía de forma tan tediosa. Por más obstáculos que hubieran de sortear todavía -estaban todos demasiado bregados para pensar que no los habría-, tenían ya suficiente para seguir adelante, para sentir que el final no estaba lejos.

– En primer lugar, no podemos dar por sentado que el sistema legal esté de nuestro lado -dijo Silvestri a través de su cigarro-. No quiero que esta mierda se nos escurra entre los dedos por algún tecnicismo… sobre todo por algún tecnicismo que su defensa pueda achacar a la policía. Aceptadlo, es a nosotros a quienes suelen tirar los huevos podridos. Habrá un juicio sonado, con cobertura nacional. Lo que significa que la defensa de Ponsonby no correrá a cargo de ningún leguleyo de mala muerte, aunque él no tenga mucho dinero. Cualquier matado con formación jurídica que conozca las leyes de Connecticut y las federales hará lo que sea para formar parte de la defensa de Ponsonby. Y para acribillarnos con huevos podridos. No podemos permitirnos un solo error.

– Lo que estás diciendo, John, es que si ahora conseguimos una orden judicial y entramos por el túnel de Ponsonby, lo único que tendremos en realidad será algo parecido a un quirófano en casa de un médico -dijo Patrick-. Siempre he pensado, como Carmine, que este pájaro no ejecuta sus asesinatos en un local sucio, inmundo y embadurnado de sangre: tiene un quirófano. Y si pone la mitad de cuidado en no dejar huellas en su quirófano que en sus víctimas, puede que salgamos con las manos vacías. ¿Vas por allí?

– Justo -dijo Silvestri.

– Nada de errores -dijo Marciano-. Ni uno.

– Y ya hemos cometido montones -añadió Carmine.

Se hizo el silencio; su júbilo se había evaporado por completo. Finalmente, Marciano hizo un ruido de exasperación y rompió a hablar.

– Si no vais a decirlo, lo haré yo. Tenemos que coger a Ponsonby in fraganti. Y si es eso lo que tenemos que hacer, tendremos que hacerlo.

– ¡Joder, Danny, por el amor de Dios! -exclamó Carmine-. ¿Poner en peligro la vida de otra chica? ¿Hacerla pasar por el espanto de ser secuestrada por ese hombre? ¡No lo haré! ¡Me niego a hacerlo!

– Se llevará un susto, sí, pero lo superará. Sabemos quién es, ¿no? Sabemos cómo opera, ¿no? Así que le cercamos; no hay necesidad de vigilar a nadie más…

– No podemos hacer eso, Danny -intervino Silvestri-. Tenemos que vigilar a todo el mundo, igual que hicimos hace un mes. Si no, se dará cuenta. No podemos hacerlo sin montar todo el dispositivo de vigilancia.

– Vale, eso te lo concedo. Pero sabemos que es él, así que redoblamos la atención sobre él. Cuando se mueva, allí estaremos. Le seguimos a casa de su víctima y le dejamos cogerla antes de cogerle nosotros a él. Entre el secuestro, el túnel y el quirófano, no tendrá ninguna posibilidad de salir libre del juicio -dijo Marciano.

– El problema es que es todo circunstancial -refunfuñó Silvestri-. Ponsonby ha cometido al menos catorce asesinatos, pero nuestro recuento de cadáveres es sólo de cuatro. Sabemos que las diez primeras víctimas fueron incineradas, pero ¿cómo vamos a demostrarlo? ¿Os parece que Ponsonby sea de los que confiesan? A mí no, y que me aspen si lo es. Dado que todos los días se fuga de casa alguna chica de dieciséis años, hay diez asesinatos por los que nunca le condenaremos. Nuestras bazas son Mercedes, Francine, Margaretta y Faith, pero nada le vincula a ellas aparte de una suposición tan frágil como el vidrio soplado. Danny tiene razón. Nuestra única esperanza es cazarle in fraganti. Si entramos allí ahora, se irá de rositas. Sus abogados serán lo bastante buenos para persuadir a un jurado de que dejaran irse de rositas a Hitler o Stalin.

Se miraron los unos a los otros con expresiones de perplejidad y enfado.

– Tenemos otro problema -dijo Carmine-. Claire Ponsonby.

El comisario Silvestri no era un hombre blasfemo, pero en ese día -domingo, para más inri- se saltaba sus propias reglas.

– ¡Mierda! ¡Hostia! -profirió entre dientes. Y luego, ladrando ya-: ¡Joder!

– ¿Cuánto crees que sabe, Carmine? -preguntó Patrick.

– No sabría decirlo, Patsy, lo cierto es eso. Lo que sí sé es que está ciega de verdad, lo dice su oftalmólogo. Y es el doctor Carter Holt, que ahora es catedrático de oftalmología en la Chubb. Sin embargo, no he visto nunca a un ciego que se desenvuelva tan bien como ella. Si ella es el cebo que ponen delante a las monjiles chicas de dieciséis años ansiosas de hacer el bien, entonces es cómplice de violación y asesinato, aunque nunca ponga el pie en el quirófano de Ponsonby. ¿Qué mejor cebo que una mujer ciega? No obstante, una mujer ciega no pasa en absoluto desapercibida, y por eso me inclino a descartar esa teoría. Tendría que andar por unos terrenos que no conoce igual que conoce el número seis de Ponsonby Lane, así que ¿con qué rapidez podría moverse? ¿Cómo reconocería a sus objetivos si no está Chuck a su lado? ¡Ah, he pasado gran parte de la mañana haciéndome preguntas sobre Claire! No dejo de imaginarla en el exterior del colegio St. Martha, en Norwalk… ¿Sabíais que la acera lleva un año en muy mal estado, debido a que el Ayuntamiento está reparando las cañerías? Con dos chicas desaparecidas en el mismo lugar, alguien se habría fijado en ella. Claire necesitaría practicar previamente para andar por una acera llena de socavones. He llegado a la conclusión de que Claire sería más un lastre para Chuck que un apoyo. Supongo que podría vigilar a la víctima mientras él conduce el coche de vuelta a su guarida, pero resulta una hipótesis bastante endeble. Y, sin embargo, Chuck debía de contar con un cómplice con vista… ¿Quién hacía de chófer, por ejemplo?

– ¿Quieres excluir a Claire? -preguntó Silvestri.

– No del todo, John. Sólo en tanto que asistente improbable en los secuestros.

– Estoy de acuerdo en que no podemos excluirla completamente -dijo Patrick-, pero no puedo creer que sea capaz de prestar mucha ayuda del tipo que sea. Lo que no implica que no esté al tanto de las correrías de su hermano.

– Entre ellos hay un vínculo colosal. Ahora que sabemos cómo fue su infancia, ese vínculo tiene más sentido. Su madre asesinó a su padre, apostaría la vida. Lo que quiere decir que Ida Ponsonby ya era mentalmente inestable mucho antes de que Claire volviera a casa para cuidarla. Debe de haber sido un infierno.

– ¿Se enterarían los hijos del asesinato, Carmine?

– No tengo ni idea, Patsy. ¿Cómo volvería Ida a casa en mitad de una ventisca en 1930? Presumiblemente, en el coche de Leonard, pero ¿quitarían la nieve de las carreteras en aquella época? No lo recuerdo.

– Las principales, seguro -dijo Silvestri.

– Tuvo que mancharse de sangre. Tal vez la vieran los críos.

– ¡Especulaciones! -dijo Marciano con un bufido-. Atengámonos a lo hechos, muchachos.

– Danny tiene razón, como de costumbre -dijo Silvestri, y le recompensó dejando la colilla del cigarro debajo de sus narices-. Empezaremos a vigilar a la gente mañana por la noche, así que más vale que ahora nos pongamos a pensar en los cambios.

– El cambio más importante -dijo Carmine- es que Corey, Abe y yo vigilaremos la entrada del túnel discretamente.

– ¿Qué hay del perro? -preguntó Patrick.

– Es una complicación. Dudo que coma comida drogada, a los perros guía los adiestran para que no acepten comida de desconocidos ni la cojan del suelo. Y como es una hembra vaciada, no se desviará para buscar compañía canina. Si nos oye, ladrará. De lo que no puedo estar seguro es de si Chuck no se llevará a Biddy con él para guardar la trampilla del túnel en su ausencia. Si lo hace, el animal nos olerá.

Patrick se echó a reír.

– ¡No si os rociáis con eau de mofeta! -dijo.

Los demás se echaron atrás, horrorizados.

– ¡No, Patsy, por Dios!

– Bueno, al menos Abe y Corey -corrigió Patsy, con aire diabólico-. Incluso puede que bastara con uno.

– Uno de nosotros no va a llevar eau de mofeta, y ése soy yo -dijo Carmine, con cara de pocos amigos-. Tiene que haber otra manera.

– Si no queremos darle pistas a Ponsonby, no. No podemos secuestrar al perro, eso es seguro. No nos enfrentamos a ningún pardillo con un plan mal pergeñado, se trata de un doctor en Medicina que nos ha llevado la delantera en todo momento. Si el perro desaparece, sabrá que vamos por él, y eso sería el fin de sus secuestros -dijo Patrick-. Su as en la manga es el túnel que mantiene oculto, y hemos de hacerle creer que sigue siendo su secreto. Puede que lo proteja antes de que os acerquéis: con alambre para haceros tropezar, alarmas o timbres dispuestos como minas de tierra; comprobadlo, por el amor de Dios. Así que seguro, utilizará al perro. Cómo, no lo sé, pero lo hará. Si yo fuera él, le metería un poquito de Seconal a Claire en su bebida de la noche.

– ¡Patrick, qué retorcido eres! -dijo Silvestri, sonriente.

– No tanto como Carmine, John. Venga, hombre, todo lo que he dicho es lógico.

– Sí, ya lo sé. Pero ¿dónde encontramos eau de mofeta?

– Yo tengo una botella entera -dijo Patrick como ronroneando.

Carmine miró a Silvestri con expresión amenazadora.

– En ese caso, el presupuesto de la policía de Holloman tendrá que incluir un montón de litros de zumo de tomate. No puedo pedirles a Abe y Corey que se echen eau de mofeta detrás de las orejas sin ofrecerles una bañera llena de zumo de tomate por la mañana. -Frunció el entrecejo, con expresión de frustración-. ¿Tenemos alguna bañera en los calabozos, o sólo hay duchas?

– Hay una bañera grande de hierro en una habitación exterior, detrás de la parte vieja del edificio. Más o menos por la época en que le machacaron la cabeza a Leonard Ponsonby, se usaba para tranquilizar a los locos antes de que se los llevaran los tipos de las batas blancas -dijo Marciano.

– Vale, pues que alguien friegue el lugar y lo desinfecte. Luego quiero que llenen esa bañera de zumo de tomate hasta el mismo borde, porque creo que Abe y Corey tendrán que perfumarse los dos. Si se vieran obligados a separarse, el perro podría oler al que fuera limpio.

– Trato hecho -dijo Silvestri, y su expresión indicaba que daba la reunión por concluida.

– ¡Un momento! No hemos terminado todavía -dijo Carmine-. Aún tenemos que discutir algunas posibilidades. Por ejemplo, ¿Ponsonby está trabajando solo, o tiene un cómplice del que no sabemos nada? Asumiendo que Claire no esté involucrada, ¿por qué descartamos de pronto la probabilidad de que haya dos Fantasmas? Ponsonby tiene una vida fuera del Hug y de su casa. Es sabido que frecuenta las exposiciones de arte, aunque ello le obligue a faltar al trabajo un día o dos. A partir de ahora, le seguiremos adondequiera que vaya. Nuestros mejores hombres, los mejores. Finos como la seda, hombres y mujeres. Y nada de walkie-talkies chapuceros. Los nuevos micrófonos de solapa en frecuencias individualizadas, para dificultar que las intercepte; la verdad es que esos trastos son una mierda pinchada en un palo. Nuestros equipos tecnológicos están mejorando, pero nos vendría muy bien contar con un Billy Ho o un Don Hunter. Si finalmente cierran el Hug, sería buena idea ponerlos en nómina. Incorporarlos al departamento de Patsy, a cuyo nombre no estaría de más añadir la palabra «forense». ¡Y no lo digas, John! ¡Consigue el dinero, maldita sea!

– Si Morton Ponsonby estuviera vivo, ya sabríamos quién es el segundo Fantasma -dijo Marciano.

– Danny, Morton Ponsonby no está vivo -dijo Carmine armándose de paciencia-. He visto su tumba y también he visto el informe de su autopsia. No, no le asesinaron, sencillamente cayó muerto, fulminado. No se detectó veneno, aunque tampoco se encontró una causa concreta de su muerte.

– Tal vez Ida la loca pudo atacar de nuevo.

– Lo dudo, Danny. Parece ser que físicamente era muy poquita cosa, y Morton Ponsonby era un varón adolescente y sano. No sería fácil ahogarle con una almohada. Además, no había borra ni pelusa en el conducto respiratorio.

– Puede que hubiera un cuarto hijo -insistió Marciano-. Es posible que Ida no registrara su nacimiento.

– ¡Bueno, no desvariemos! -exclamó Carmine, crispando las manos en el aire-. En primer lugar, con Leonard Ponsonby muerto, ¿quién pudo ser el padre de ese misterioso cuarto hijo? ¿Chuck? ¡Seamos realistas, Danny! La presencia de un niño se hace notar… ¡Esa gente no eran recién llegados a Ponsonby Lane, eran sus dueños! Llevaban en el lugar desde poco después de la llegada del Mayflower. Fíjate en Morton. Fuera del mundo, pero la gente sabía de su existencia. Hubo público llorándole en su funeral.

– Así que si hay un segundo Fantasma, es alguien que no conocemos.

– De momento, así es -dijo Carmine.

27

Miércoles, 2 de marzo de 1966

Las noches del lunes y el martes transcurrieron sin incidentes, salvo por lo que se refiere a las incesantes maldiciones de Abe y Corey. Vivir inmerso en miasma de mofeta era un suplicio que alcanzaba el grado de tortura, pues no existía un cerebro que hubiera logrado jamás hacer con ello lo que los cerebros hacían normalmente con los olores, horribles o no: dejar de percibirlos transcurrido un tiempo. El olor a mofeta era persistente, el abismo olfativo más absoluto. Sólo el afecto que sentían por Carmine les había movido a aceptar, pero en cuanto se lo aplicaron se arrepintieron. Afortunadamente, la bañera del sector antiguo del edificio de la Administración del condado era lo bastante grande para alojar a dos hombres a un tiempo; de no ser así, tal vez se hubiera agriado una muy vieja amistad.

El tiempo seguía siendo agradable, con temperaturas por encima de cero; ideal para un secuestro. Ni lluvia, ni viento.

Carmine había procurado prever cualquier posible contingencia. Además de estar Abe, Corey y él escondidos en un punto desde el que disfrutaban de una vista despejada de la trampilla del túnel, había coches sin distintivo policial en cada esquina de Deer Lane y Ponsonby Lane, uno más frente a la recepción del Mayor Menor, uno en el punto en que se había escondido Carmine el mes anterior y varios más en la carretera 133. Estos vehículos eran para disimular; Ponsonby esperaría que estuvieran allí, porque debió de ver los apostados en Deer Lane treinta días antes. Los encubiertos de verdad se hallaban ocultos en los caminos de acceso a las cuatro casas de Deer Lane. No se veían otros coches aparcados; Carmine conjeturaba que el coche utilizado por Ponsonby estaría definitivamente en la carretera 133, y a una distancia considerable. Aunque no era ninguno de los dos que guardaba en su garaje, la furgoneta y el Mustang rojo descapotable; no se habían movido de allí durante el mes anterior, y allí seguían ahora. ¿Tal vez su cómplice proveyera el medio de transporte? En ese caso, Ponsonby acudía a la cita a pie.

– Al menos vosotros lleváis tapones para la nariz -consolaba Carmine a sus compañeros mientras ascendían los tres por la ladera, confiados en que Ponsonby aún estaría volviendo en coche del Hug-. Puede que yo no lleve eau de mofeta, pero tengo que oleros a vosotros dos. ¡Tíos, vaya peste que echáis!

– Respirar por la boca no ayuda mucho -refunfuñó Corey-. ¡Noto el sabor de esta puta mierda! Y por fin sé por qué vuelve locos a los perros.

Recurriendo al talento del avistador de pájaros del departamento, Pete Evans, habían construido un buen escondite a seis metros de la trampilla, sin un solo tronco de árbol por medio. Estaban los tres tumbados, pero podían girar sobre el costado por turnos para evitar que se les durmieran los músculos; era suficiente con que vigilara un hombre si los otros dos estaban al quite.

Resultó no haber dispositivos de alarma, ni siquiera un alambre; considerando su propio tropezón, Carmine creía poco probable que los hubiera. Ponsonby estaba convencido de que el túnel era su secreto. Su confianza al respecto era interesante, como si radicara en una parte de su psique ajena al doctor Charles Ponsonby, investigador y bon vivant. De hecho, Ponsonby era un cúmulo de contradicciones: le daba miedo agarrar una rata, pero no que le pillara la policía.

Mientras esperaba a que transcurrieran tediosamente las horas, caviló sobre el túnel. ¿Quién lo había excavado? ¿Qué antigüedad tenía? Aunque atajara la distancia adicional que implicaba ascender y descender la cresta, tenía que tener al menos doscientos setenta metros de longitud, posiblemente más. Aunque su sección fuera tan pequeña que permitiera a un hombre poco más que reptar sobre su estómago, ¿qué se había hecho de la tierra y las pequeñas rocas extraídas de él? Connecticut era un territorio surcado de secos muros de piedra, porque sus granjeros habían sacado las piedras de sus campos al labrarlos. ¿Cuántas toneladas de tierra y pequeñas rocas? ¿Cien? ¿Doscientas? ¿Cómo estaba ventilado, ya que forzosamente debía estarlo? ¿Había salido la madera para apuntalarlo de esos dos viejos graneros del norte del Estado de Nueva York?

A las dos de aquella nubosa noche les llegó un ruido leve, un gruñido que fue ganando en intensidad y dio paso al suave quejido de unos goznes bien lubricados entorpecidos por partículas de suciedad.

La cubierta de hojas muertas, más secas ahora que cuando Carmine había tropezado, cayó en cascada del lado más alejado al abrirse la portezuela hacia los tres hombres tumbados en su escondite. La forma que emergió de la negra cavidad era igualmente negra; se equilibró, puesto en cuclillas, y soltó un bufido de disgusto al traerle el aire un fuerte olor a mofeta.

La cabeza de la perra asomó de improviso para desaparecer acto seguido. Biddy se negaba a hacer guardia aquella noche. Podían oír a Ponsonby animándola a salir, pero no apareció por ningún lado.

Mofeta.

Lo convenido era que Carmine seguiría a Ponsonby mientras Corey y Abe permanecían junto a la entrada del túnel; esperó, conteniendo la respiración, a que la silueta se enderezara hasta alcanzar la altura de un hombre, tan negra que se hacía difícil distinguirla en medio de la oscuridad preñada de sombras de aquella noche sin luna ni estrellas. «¿Qué lleva puesto?», se preguntó Carmine. Hasta la cara era invisible. Y cuando la silueta comenzó a moverse, lo hizo sigilosamente, sin apenas el murmullo de pisadas sobre el suelo del bosque. Carmine también iba de negro, se había tiznado de negro la cara y puesto zapatillas, pero no se atrevió a acercarse demasiado a la silueta… un mínimo de seis metros, y rezando porque lo que cubría la cabeza de Ponsonby le hiciera más difícil oír nada.

Ponsonby echó a andar con presteza pendiente abajo, hacia el extremo circular de Deer Lane. Justo antes de llegar al aparcamiento, Ponsonby giró en dirección a la carretera 133, oculto aún por el bosque, que de ese lado se extendía hasta la misma 133. Ahora que el terreno estaba más nivelado, a Carmine le resultaba más difícil, de hecho, ver a su presa. Estuvo tentado de desviarse la escasa distancia que le separaba de la carretera, pero la parsimonia del Consejo de Holloman se lo impedía. Gravilla.

Chorreaba sudor, que le cegaba; se lo apartó de los ojos rápidamente, pero cuando miró a donde había estado la silueta, ésta se había esfumado. No porque Ponsonby hubiera notado que le seguían, de eso Carmine estaba seguro. Un capricho del destino. Había dejado abierta la puerta de su túnel; en el momento en que pensara que le seguían, habría dado media vuelta y regresado allí, y, decididamente, no se había marchado en esa dirección. Seguía encaminándose a la carretera 133, perdido en la oscuridad.

Carmine hizo lo más sensato, bajó a la gravilla y corrió todo lo deprisa que pudo hacia el vulgar Chrysler aparcado en el rincón arbolado de Deer Lane.

– Ha salido, pero le he perdido -les dijo a Marciano y Patrick tras subir al coche y cerrar suavemente la puerta de atrás-. Fantasma es la palabra justa para él. Va de negro de pies a cabeza, no hace ruido, y debe de tener mejor vista que un ave nocturna. También debe de conocerse cada centímetro de este bosque. Ahora mismo no hay nada que hacer, a no ser esperar a que regrese con alguna pobre chica aterrorizada. ¡Dios, no quería que la cosa llegara a este punto!

– ¿Damos la alarma por radio? -preguntó Marciano.

– No, puesto que no tenemos ni idea de qué clase de vehículo usa. Podría llevar en el salpicadero algún trasto lo bastante bueno para sintonizar todas nuestras frecuencias. Esperad aquí hasta que os avise por el intercomunicador de que está de vuelta en el túnel, me dais diez minutos y luego vosotros y los demás cercáis la casa. Será lo mejor.

Carmine salió del coche y se adentró entre los árboles, para dirigirse trabajosamente hacia el aparcamiento y de allí al escondite.

– Le he perdido, así que ahora nos toca esperar -dijo.

– No puede ir muy lejos -añadió Corey en voz baja-. Es demasiado tarde para que consiga llegar más allá del condado de Holloman.

Cuando Ponsonby volvió, sobre las cinco de la madrugada, era un poco más fácil distinguirle, pese a que el cuerpo que cargaba sobre los hombros estaba envuelto en negro; hacía su silueta más voluminosa, más sonoras sus pisadas. No llegó subiendo por Deer Lane, sino que se acercó a la portezuela aún abierta desde un lateral, dejó caer su carga en el suelo frente al hueco y se escurrió en su interior antes de arrastrar el fardo tras de sí. La portezuela se cerró, accionada aparentemente por una palanca, y la noche volvió a quedar sumida en los habituales ruidos del bosque.

Carmine tenía ya el dedo en el botón de llamada de su intercomunicador, dispuesto a enviar la señal a Marciano, cuando oyó algo: se quedó parado y dio un codazo a sus compañeros para que se mantuvieran quietos y en silencio. Una figura se elevó sobre el risco por encima de ellos e inició el descenso hacia la portezuela, guiada por la perra, que iba resoplando, gimiendo, renuente, desgarrada entre su deber de lazarillo y el insoportable hedor a mofeta. Claire Ponsonby. Llevaba un cubo grande y un rastrillo. Desesperada por alejarse, Biddy no cesaba de gimotear y tirar de su arnés, mientras ella aguantaba la correa, obligada a trabajar con una sola mano, tratando de persuadir a la perra de que se quedara junto a ella. Primero se valió del rastrillo para cubrir la trampilla con las hojas ya amontonadas a un lado, luego vació su cubo de hojas encima de ellas y las esparció con el rastrillo. Por fin, renunció a seguir forcejeando con la perra, se encogió de hombros, dio media vuelta y dejó que Biddy la guiara pendiente arriba.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Abe cuando el sonido de sus pasos se apagó por completo.

– Le damos tiempo de volver a la casa y entonces llamamos a la tropa según lo planeado.

– ¿Cómo ha sabido dónde debía cubrir el rastro? -preguntó Corey.

– Vamos a averiguarlo -dijo Carmine, poniéndose en pie y echando a caminar hacia la trampilla camuflada-. Por esto, creo. -Levantó con el pie un trozo de tubería de fontanero, aparentemente pintada de un pardo moteado, aunque era difícil afirmarlo en ausencia de luz-. La perra conoce el camino a la trampilla, pero no puede decirle cuándo ha llegado. Ella sabe que está ante el borde superior de la puerta al notar la tubería. Después, la cosa es sencilla.

O lo sería en ocasiones anteriores. Hoy tenía que vérselas con una perra espantada, ya visteis las complicaciones que le ha creado.

– Así que ella es el segundo Fantasma -dijo Abe.

– Eso parece. -Carmine apretó el botón de su intercomunicador.

– De acuerdo, ¿estamos listos para un viaje al infierno? Tenemos nueve minutos hasta que Marciano se ponga en marcha.

– Detesto echar a perder el esmerado trabajo de Claire -dijo Corey sonriendo, mientras apartaba las hojas con las manos.

El túnel era lo bastante amplio para avanzar a gatas, y era cuadrado; así sería más fácil, supuso Carmine, apuntalarlo con las tablas que cubrían las paredes y el techo. Había bocas de ventilación cada cuatro metros y medio aproximadamente, hechas al parecer con tuberías de diez centímetros. Sin duda las tuberías apenas sobresalían del suelo, cubiertas por una rejilla, y no se destapaban hasta que llegaba el momento de usar el túnel. Podría uno pisar una de las bocas y no se daría ni cuenta. ¡Ah, cuánto tiempo! ¡Cuánto esfuerzo! Aquello era una labor de muchos años. Excavado a mano, apuntalado a mano, sacando a mano la tierra y las piedras. En su relativamente ocupada vida, Charles Ponsonby no habría tenido ratos de ocio suficientes para excavar esto. Lo había hecho otra persona.

Parecía no tener fin; al menos doscientos setenta metros, calculaba Carmine. Cinco minutos gateando deprisa. El túnel iba a morir ante una puerta, no endeble y de madera, sino de recio acero, con una enorme rueda de combinación y un cierre de volante como una escotilla hermética de barco.

– ¡Joder, es una caja fuerte! -exclamó Abe.

– ¡Calla y déjame pensar! -Carmine se quedó mirándola, alumbrándola con el haz de su linterna surcado por motas y partículas flotantes, pensando que debió adivinar qué clase de puerta podría evitar que en el quirófano entrara contaminación del exterior.

»Vale, lo lógico es suponer que él está dentro y no sabe lo que está pasando fuera. ¡Mierda, mierda, mierda! Si Claire es el segundo Fantasma y no ha usado el túnel, tiene que haber otra entrada a la habitación donde ejecutan los asesinatos. Está dentro de la casa, y tenemos que encontrarla. ¡Mueve el culo, Corey! ¡Muévete!

Otro frenético paseo a cuatro patas, seguido de una precipitada galopada por la pendiente que descendía hasta la casa de los Ponsonby. Se iban encendiendo luces a medida que la gente se despertaba con el aullido de las sirenas; el camino estaba abarrotado de coches, una ambulancia esperaba a un lado. Biddy se revolvía, gruñendo, enredado en una red, mientras Claire, de pie, bloqueaba el paso a Marciano.

– Espósala y formúlale los cargos, Danny -dijo Carmine, sin aliento, agarrándose a una columna del porche para estabilizarse-. Ha tapado la trampilla secreta con hojas, lo que la convierte en encubridora. Pero no podemos entrar en el lugar de los crímenes desde el túnel, tiene una puerta de caja fuerte que lo impide. He dejado a Abe y Corey guardando el túnel… Manda allí algunos hombres a relevarlos, para que puedan irse a sumergirse en zumo de tomate. -Se encaró con Claire, que parecía fascinada por las esposas, palpándolas como podía con dedos arácnidos-. Señorita Ponsonby, no agrave usted los cargos de encubrimiento de asesinato, por favor. Díganos dónde está la entrada desde la casa a la cámara de los horrores de su hermano. Tenemos pruebas concluyentes de que es el Monstruo de Connecticut.

Ella aspiró entrecortadamente y sacudió la cabeza.

– ¡No, no, eso es imposible! ¡No lo creo, me niego a creerlo!

– Lleváosla a la ciudad -dijo Marciano a un par de detectives-. Pero dejad que se lleve al perro con ella. Será mejor que se ocupe ella de desenredarlo, está bastante furioso con nosotros. Y que la traten bien, aseguraos de eso.

– Danny, tú y Patrick venid conmigo -dijo Carmine, que ya podía volver a tenerse en pie sin apoyo-. Nadie más. No queremos llenar la casa de polis antes de que Paul y Luke se pongan a examinarla, pero tenemos que encontrar la otra puerta antes de que Chuck pueda hacerle nada a esa pobre chica. ¿Quién es?

– Aún no lo sabemos -dijo lastimeramente Marciano mientras seguía a Carmine al interior-. Probablemente, en su casa todavía no se han levantado, no son ni las seis. -Intentó parecer animado-. ¿Quién sabe?, puede que se la devolvamos a sus padres antes de que sepan que ha desaparecido.

¿Por qué creía que estaría en la cocina? Porque ésa era la habitación donde los Ponsonby parecían hacer su vida, el centro de su universo. La vieja mansión era toda ella como un museo, y el comedor tan sólo un lugar donde colocar sus altavoces de auditorio, el equipo de alta fidelidad y su colección de discos.

– Vale -dijo, guiando a Marciano y Patrick hasta la vieja cocina-. Empezaremos por aquí. Fue construida en 1725, con lo que sus paredes deberían sonar a frágiles. Un revestimiento de acero, no.

Nada, nada, nada. Excepto que la habitación estaba helada, porque habían apagado el horno Aga. ¿Y a qué podía deberse eso? Descubrieron un horno de gas oculto tras unos paneles, y un calentador de agua, también de gas, en un armario, lo que indicaba que los Ponsonby no se asaban en verano, pero para el verano faltaba todavía mucho. ¿Por qué estaba, entonces, apagado el horno Aga?

– La respuesta tiene algo que ver con el Aga -dijo Carmine-. Vamos, centrémonos en él.

Detrás del horno estaba su depósito de agua, caliente todavía al tacto. Tanteando con los dedos, Patrick dio con una palanca.

– ¡Aquí está! ¡Lo he encontrado!

Con los ojos cerrados, rezando entre dientes, Patrick accionó la palanca. El horno entero se desplazó hacia fuera y a un lado girando sobre un eje, con suavidad, sin un ruido. Y allí, en el hueco de la chimenea de piedra, había una puerta de acero. Cuando Carmine giró el pomo con su 38 desenfundado, se abrió con suavidad, sin ruido. De pronto, vaciló y guardó de nuevo el arma en su pistolera.

– Patsy, dame tu cámara -dijo-. No hay riesgo de que se produzca un tiroteo, pero Danny puede cubrirme. Tú espera aquí.

– ¡Carmine, eso es correr un riesgo innecesario! -exclamó Patrick.

– Dame tu cámara, es el arma más indicada.

Al final de un tramo de escalones de piedra había una puerta corriente de madera. Sin cerrojo, tan sólo un pomo.

Carmine lo giró y penetró en un quirófano. Sus ojos no repararon sino en Charles Ponsonby inclinándose sobre una cama en la que yacía una chica aletargada, gimiendo, ya completamente desvestida, atada con un ancho lienzo que inmovilizaba sus brazos por debajo de sus hombros hasta las muñecas. Ponsonby había guardado en algún sitio lo que quiera que se pusiera para sus incursiones y estaba también desnudo, con la piel aún mojada aquí y allá después de una ducha rápida. Canturreaba una melodía alegre mientras sus experimentadas manos evaluaban el estado de conciencia de su trofeo. Muriéndose de ganas de que despertara.

El flash de la cámara se disparó.

– ¡Te he pillado! -dijo Carmine.

Charles Ponsonby se dio la vuelta, boquiabierto, con los ojos cegados por el fulgor azulado de la luz, sin hacer ademán de resistencia.

– Charles Ponsonby, queda arrestado bajo sospecha de asesinato múltiple. Le está permitido guardar silencio, y tiene derecho a un abogado. ¿Me ha entendido? -preguntó Carmine.

Parecía que no; Ponsonby apretó los labios y le fulminó con la mirada.

– Yo le aconsejaría que avise a su abogado en cuanto llegue a la ciudad. Su hermana también va a necesitar uno.

Danny Marciano había abierto otra puerta y apareció en aquel momento llevando un impermeable negro y brillante.

– Está solo -dijo, enfundando su arma-, y esto es todo lo que he podido encontrar. Pon aquí los brazos, pedazo de mierda. -Tras maniatar a Ponsonby con la gabardina, sacó sus esposas. Los trinquetes de éstas se cerraron atenazándole cruelmente las muñecas.

– ¡Puedes bajar, Patsy!

– ¡Dios bendito! -fue todo lo que acertó a decir Patrick tras mirar a su alrededor; luego fue a ayudar a Carmine a envolver a la chica en una sábana y subirla por las escaleras, seguidos de Marciano y Ponsonby.

Cuando le metieron entre las rejas de la parte trasera de un coche patrulla, Ponsonby pareció volver al mundo real por un instante, abrió de par en par sus acuosos ojos azules, luego echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír, a carcajadas histéricas de inmenso júbilo. Los policías que llevaban el coche permanecieron imperturbables.

Introdujeron a la víctima, cuya identidad desconocían aún, en la ambulancia que la aguardaba; mientras se alejaba, llegó la furgoneta de Paul y Luke, obligando a dispersarse a los residentes en Ponsonby Lane, que habían ido reuniéndose en corrillos y observaban, entre murmullos de asombro, el circo montado en el número 6. Hasta el mayor Menor estaba allí, hablando entusiasmado.

– ¿Me devuelves mi cámara? -le dijo Patrick a Carmine mientras entraban en el escenario de los crímenes, seguidos de Paul y Luke.

Todo era o bien blanco o del gris plateado del acero inoxidable. De acero inoxidable estaban revestidas las paredes; el suelo parecía de terrazo gris, el techo, de acero mezclado con el destello de tubos fluorescentes. Ni una brizna de suciedad del túnel podía penetrar en aquel lugar inmaculado y reluciente, pues aquella puerta era hermética, aparte de tener treinta centímetros de grosor. Una serie de respiraderos y un débil murmullo delataban un excelente sistema de aire acondicionado, y la habitación olía a limpieza clínica. La cama se alzaba sobre cuatro patas redondas de metal y consistía en una plataforma de acero inoxidable que aguantaba un colchón de goma protegido por una funda de hule, sobre la que se había extendido una sábana ajustable, no sólo limpia, sino también planchada. Los extremos de las ataduras se habían introducido por hendiduras a lo largo de los bordes de la plataforma, y asegurado mediante barras de diámetro ligeramente menor que el de las hendiduras. Había también una mesa de operaciones, desoladamente despejada. Y, lo que era más espeluznantemente explícito, un cabrestante y un gancho de carnicero suspendidos del techo sobre un declive del suelo que ocupaba una gran rejilla de desagüe. Había vitrinas con frontales de cristal que contenían instrumental quirúrgico, drogas, equipamiento para inyecciones, latas de éter, retales de gasa, cinta adhesiva, vendajes. Una vitrina guardaba una colección de vainas para pene, incluida una de pesadilla, la que había matado a Margaretta y a Faith. En un armario había una pistola de agua y un limpiador a vapor; en otro fundas de colchón de hule, ropa blanca, sábanas de algodón. Un congelador de supermercado descansaba junto a una pared; Carmine lo abrió y descubrió un interior inmaculado.

– Tiraba toda la ropa blanca y las fundas después de acabar con cada víctima -dijo Patrick, apretando los labios.

– Mira esto, Patsy -dijo Carmine, apartando un poco una cortina.

Alguien les llamó desde las escaleras.

– ¡Teniente, sabemos quién es la víctima! Delice Martin, una interna de la escuela para chicas católicas Stella Maris.

– Así que no necesitaba un coche -le dijo Carmine a Patrick. La Stella Maris está a sólo ochocientos metros. Ha traído a la chica cargada a hombros todo el camino de vuelta.

– Son ganas de llamar la atención sobre sí, coger a una chica tan cerca de Ponsonby Lane -fue el comentario de Patrick.

– En cierto sentido sí, pero no en otro. Sabía que estábamos vigilando a todos los huggers, así que ¿por qué había de ser él? Hasta el final, ha estado convencido de que el túnel era su secreto. ¿Ahora quieres venir y mirar esto, Patsy?

Carmine descorrió completamente una cortina planchada de satén blanco revelando una hornacina recubierta de mármol blanco pulimentado. Una mesa parecida a un altar sostenía dos candelabros de plata con cirios blancos sin quemar, todo dispuesto como para depositar algo en una bandeja de plata que descansaba sobre un paño exquisitamente bordado. Un sacrificio.

Sobre el conjunto, en la pared, había cuatro repisas; cada una de las dos superiores aguantaba seis cabezas; dos cabezas más descansaban sobre la tercera, y la cuarta estaba vacía. Las cabezas no estaban congeladas.

Tampoco en tarros de formol. Habían sido inmersas en plástico transparente, como se presentan a la venta las más hermosas mariposas en las tiendas de regalos.

– Le daba problemas el pelo -dijo Patrick, apretando los puños para detener el temblor de sus manos-. Puede observarse cómo fue mejorando con la práctica. ¡Debió de tardar un horror con las primeras seis cabezas! Sujetaría la cabeza boca abajo dentro de su molde con una abrazadera, vertería un poco de plástico, lo dejaría secar, vertería un poco más. Con la séptima cabeza incorporó una mejora fundamental… probablemente, inventaría la manera de dejar toda la cabeza dura como el cemento. Entonces podría llenar el molde de un solo vertido. Me gustaría saber qué ha hecho para evitar la descomposición anaeróbica, pero apostaría a que les extraía el cerebro, y tal vez llenara la cavidad craneal con un gel de formol. Bajo esa lámina de oro tan exquisita y recargada, los cuellos están sellados. -De repente, le vino una arcada, que controló con esfuerzo-. Estoy poniéndome malo.

– Ya sé que el plástico líquido tiene un precio prohibitivo, pero creía que no funcionaba con especímenes tan grandes -dijo Carmine-. Sin embargo, hasta la cabeza de Rosita Esperanza parece hallarse en buen estado.

– No importa mucho lo que digan los manuales o los fabricantes. Estas catorce contradicciones ponen de manifiesto que era un maestro de la técnica. Además, el molde es bastante ajustado, apenas más grande que las cabezas. Con medio kilo de plástico sobraría.

– Convierte tus talismanes en mariposas.

Los dos técnicos habían llegado para echar un vistazo, pero no estuvieron mucho rato; les correspondería a ellos bajar cada una de las cabezas y embalarlas como prueba. Antes, sin embargo, había que fotografiar el lugar pulgada a pulgada, dibujar bocetos y clasificarlo todo.

– Echemos una ojeada al cuarto de baño -sugirió Patrick.

– Se trajo a Delice Martin -dijo Carmine, después de mirar-, la tumbó en la cama, luego entró aquí y se dio una ducha. Eso es lo que se puso para secuestrarla.

Era un traje de buzo de goma, del tipo de los que usan los que no descienden a mucha profundidad: fino y ligero. Ponsonby le había quitado las tiras y franjas de color y había matado su brillo. En el suelo, puestas remilgadamente la una junto a la otra, había un par de botas de goma sin tacones y con la suela lisa, y sobre un taburete, cuidadosamente doblados, descansaban un par de guantes de goma.

– Muy flexible -dijo Carmine, retorciendo una de las botas entre sus manos enguantadas-. Puede que fuera un investigador fracasado, pero como asesino, Ponsonby es un fenómeno. -Dejó la bota exactamente en su lugar.

Regresaron a la habitación principal, donde Paul y Luke habían comenzado a tomar fotografías; iban a pasarse muchos días con las incontables tareas que Patrick les encomendaría.

– Las cabezas son la única prueba que necesitamos para imputarle catorce cargos de asesinato -dijo Carmine, cerrando la cortina-. Tiene gracia, en cierto modo, que las tuviera tan ostensiblemente a la vista, pero parece que no se le pasó nunca por la cabeza que alguien fuera a dar con este lugar. Ponsonby se freirá en la silla eléctrica. O bien le caerán catorce cadenas perpetuas consecutivas. Espero que nuestro Fantasma muera en prisión, y que hasta entonces le viole cada día el resto de los presos. ¡Cómo van a odiarle!

– Una idea muy reconfortante, pero sabes tan bien como yo que los celadores le aislarán.

– Sí, una pena, pero cierto. Es que lo que quiero es que sufra, Patsy. ¿Qué es la muerte, sino un sueño eterno? ¿Y qué supone que te aíslen en una prisión, sino la oportunidad de leer libros?

28

Jueves, 3 de marzo de 1966

Por razones que prefería no explorar, Wesley le Clerc nunca consiguió pensar en sí mismo como Alí el Kadi en casa de su tía. De modo que fue Wesley le Clerc quien se arrastró fuera de la cama a las seis en punto; tía Celeste insistía en que lo hiciera. Cuando hubo extendido su esterilla y rezado sus oraciones, fue al cuarto de baño para su sesión diaria de higiene: lavarse el pelo, ducharse, afeitarse y defecar.

Para el mitin de Mohammed ya estaba todo listo, y de todas formas, Mohammed decía que debía ser un empleado modélico de Suministros Quirúrgicos Parson además de su espía en el Hug. En su lugar de trabajo, había pasado de los fórceps de mosquito Halstead a instrumentos para microcirugía, y su supervisor le hablaba de no sabía qué adiestramiento especial que permitiría a Wesley perfeccionar e incluso inventar instrumentos. Con el Gobierno federal apostando decididamente por el empleo en igualdad de oportunidades, un obrero negro con talento era valioso más allá de su simple excelencia; era una estadística con la que mantener al Congreso a raya. Nada de lo cual le importaba al frustrado Wesley, que ardía en deseos de asestar un golpe en favor de su pueblo ya, no en algún remoto futuro, cuando tuviera el puto trozo de papel que acreditase que había aprobado el examen de ingreso en el Colegio de Abogados de Connecticut.

Otis ya salía camino del Hug cuando Wesley entró en la cocina. La tía Celeste estaba haciéndose la manicura en las uñas, que llevaba largas, de color carmín y más bien puntiagudas, para realzar sus dedos finos y afilados. Sonaba la radio a todo volumen; ella la apagó y se levantó para servirle a Wesley el desayuno, consistente en un zumo de naranja, copos de maíz y una tostada de pan integral.

– Han cogido al Monstruo de Connecticut -comentó, mientras extendía mantequilla sobre la tostada.

A Wesley se le cayó la cuchara en sus cereales empapados, salpicando la mesa.

– ¿Que han qué? -preguntó, pasando una servilleta por la leche antes de que ella viera lo que había hecho.

– Han cogido al Monstruo de Connecticut, hace unos quince minutos. Las noticias no hablan de otra cosa, aún no han puesto ni una canción.

– ¿Quién es, un hugger?

– No lo han dicho.

Él extendió el brazo para encender la radio.

– ¿O sea que estarán hablando del asunto ahora?

– Supongo. -Volvió a aplicarse con sus uñas.

Wesley escuchó el boletín conteniendo la respiración, sin dar apenas crédito a sus oídos. Pese a que no se había revelado la identidad del Monstruo, la WHMN estaba en situación de afirmar que se trataba de un veterano profesional de la medicina, y que había una cómplice de sexo femenino. Ambos comparecerían ante el juez Douglas Thwaites en el juzgado del distrito de Holloman a las nueve de la mañana para fijar fianza.

– ¿Wes? ¿Wes? ¡Wes!

– ¿Eh? ¿Sí, tía?

– ¿Estás bien? ¿No te me irás a desmayar, no? Con un enfermo del corazón en la familia es suficiente.

– No, no, tía, estoy bien, en serio. -La besó en la mejilla y fue a su habitación a ponerse su chaqueta más holgada, guantes y un gorro de punto. Aunque el día era soleado, la temperatura no pasaba mucho de cero.

Cuando llegó al número 18 de la calle Quince, encontró a Mohammed y seis de sus más íntimos en un corrillo histérico; no les quedaban más que tres días para reorganizar el tema del mitin y sacar partido de algún modo a ese giro imprevisto de los acontecimientos. ¿Quién hubiera podido soñar siquiera que aquellos cerdos incompetentes detendrían al culpable?

Con una tímida sonrisa de disculpa, Wesley pasó de largo junto a ellos y entró en lo que Mohammed llamaba su «sala de meditación». A Wesley le parecía más bien un arsenal, con sus paredes repletas de armeros que exhibían escopetas, ametralladoras y rifles automáticos; las pistolas se guardaban en varios armarios metálicos salidos de una armería, con cajones específicamente diseñados para exponer pistolas. Por el suelo, en cualquier rincón en que cupieran, se amontonaban en pilas las cajas de munición.

A pesar del armamento, o quizá debido a él, ése era siempre el sitio más tranquilo de la casa, y tenía lo que Wesley necesitaba ahora: una mesa y una silla, planchas de cartón pluma blanco, pinturas, rotuladores, pinceles, tijeras, una guillotina. Wesley cogió un trozo de cartón pluma de 45x75 y marcó con una línea una sección de veinte centímetros de ancho, que cortó luego con un cúter apoyado en una regla. No había mucho espacio para un mensaje, pero no iba a ser largo. Letras negras, fondo blanco. ¿Y dónde estaba el equipo de hockey del niñato mimado que tenía Mohammed por hijo? Lo había visto tirado por alguna parte, después de que el chaval descubriera que Alá no le había destinado a convertirse en una estrella del hockey. Últimamente le daba por el salto de altura, influido por un campeón del instituto Travis.

– ¡Eh, Alí! ¿Estás ocupado, tío? -preguntó Mohammed, entrando en la habitación.

– Sí, estoy ocupado haciéndote un mártir, Mohammed.

– ¿Convirtiéndome a mí en uno, quieres decir?

– No, fabricándote uno a partir de alguien menos importante.

– ¿Estás de broma?

– Nada de eso. ¿Dónde están las cosas de hockey de Abdullah?

– Dos cuartos más allá. Cuéntame más, Alí.

– Ahora mismo no tengo tiempo, tengo mucho que hacer. Pero asegúrate de que tu tele esté sintonizada en el Canal seis a las nueve de la mañana. -Wesley agarró un pincel, pero no lo untó en la pintura negra-. Necesito un poco de privacidad, Mohammed. Así no podrán probar que tú estuvieras al tanto, tío.

– ¡Claro, claro! -Sonriendo, con las manos en alto, Mohammed salió de la sala de meditación haciendo una reverencia burlona, dejando solo a Wesley.

Cuando Carmine llegó a la comisaría, parecía que hubiera allí como cien policías para estrecharle la mano, darle palmadas en la espalda, dirigirle sonrisas bobaliconas. Para la prensa, Charles Ponsonby era todavía el Monstruo de Connecticut, pero para todos los polis era un Fantasma.

Silvestri estaba tan contento que se arrastró pesadamente hasta la puerta de su despacho, plantó un sonoro beso en la mejilla de Carmine y le abrazó.

– ¡Muchacho, muchacho! -canturreó, con los ojos brillantes a causa de las lágrimas-. Nos has salvado a todos.

– ¡Oh, venga, John! Déjate de histrionismos, este caso nos ha llevado tanto tiempo que ha muerto de puro viejo -dijo Carmine, avergonzado.

– Pienso recomendarte para una medalla, aunque el gobernador tenga que inventársela.

– ¿Dónde están Ponsonby y Claire?

– Él está en una celda, acompañado por dos policías… no vamos a permitir de ninguna manera que este fulano se ahorque, y tampoco tiene ninguna cápsula de cianuro guardada en el recto, nos hemos asegurado. Su hermana está en un despacho vacío de este piso, con dos agentes mujeres. Y el perro. Como mucho es cómplice. No tenemos pruebas que sugieran que ella es el segundo Fantasma, por lo menos ninguna que vaya a impresionar a Doug Dudas Thwaites, ese pesado pedante de mierda. Nuestras celdas de detención están limpias, Carmine, pero no pensadas para alojar a una señorita, especialmente a una señorita ciega. He pensado que sería buena política tratarla de una forma que sus abogados no puedan criticar cuando vaya a juicio… si es que llega a ir a juicio. Por el momento, eso está por ver.

– ¿Ha hablado él?

– Ni una palabra. De tanto en tanto estalla en carcajadas salvajes, pero no ha dicho nada. Mira al vacío, tararea una canción, ríe por lo bajo.

– Piensa alegar enajenación.

– Está más claro que el agua. Pero las personas enajenadas según los criterios de M'Naghten no se diseñan un matadero hasta el mínimo detalle.

– ¿Y Claire?

– No hace más que repetir que se niega a creer que su hermano sea un asesino múltiple, y que ella personalmente no ha hecho nada malo.

– Salvo que Patsy y su equipo consigan encontrar rastros de Claire en el escenario de los crímenes o en el túnel, saldrá libre. ¿Una ciega que va con su perro y vacía un cubo de hojas muertas en la reserva de los ciervos y las aplana con un rastrillo? Un abogado medio competente probaría que ella pensaba que estaba llevando alimento a los ciervos y dejándolo donde su hermano Chuck les había hecho un comedero. Claro que siempre podemos esperar que confiese.

– ¡Y un huevo! -dijo Silvestri, con un bufido-. De ese par, ninguno es de los que confiesan. -Cerró un ojo y dejó el otro abierto, fijándolo en Carmine-. ¿Tú crees que ella es el segundo Fantasma?

– Sinceramente, John, no lo sé. No conseguiremos probarlo.

– En fin, el caso es que están citados a comparecer ante «Dudas» Doug en su juzgado a las nueve. Yo quería que la cosa se hiciera en un lugar menos público, más discretamente, pero Doug se ha mantenido en sus trece. ¡Menudo número! Ponsonby no lleva más ropa que una gabardina, y se niega a ponerse nada más. Si le obligamos y en el forcejeo se hace un moratón de nada, o un corte, nos acusarán de brutalidad policial, así que se va a presentar en el juzgado con la gabardina. Danny le puso las esposas demasiado apretadas, lo que ya es bastante inconveniente de por sí. El hijo de puta, que no es tonto, lleva las muñecas en carne viva.

– Supongo que no habrá periodista que no intente llegar a Holloman a tiempo para estar en el exterior del juzgado a la hora señalada, incluidos los locutores del Canal seis -dijo Carmine, con un suspiro.

– ¿Y por qué no habían de hacerlo? Esto es un notición, en una ciudad tan pequeña.

– ¿No podemos hacer que Claire comparezca aparte?

– Podríamos, si Thwaites estuviera dispuesto a colaborar, pero no lo está. Quiere que los llevemos a los dos ante él a la vez. Es por curiosidad, creo.

– No, quiere una vista previa que le ayude a decidir sobre la complicidad de Claire.

– ¿Has comido, Carmine?

– No.

– Pues vamos a pillar mesa en el Malvolio's antes de que empiece el follón.

– ¿Cómo están Abe y Corey? ¿Se han quitado el olor a mofeta?

– Sí, pero están resentidos. Querían estar contigo en ese sótano.

– Lo siento por eso, pero tenían que descontaminarse. Te sugiero que aprietes al gobernador para sacarle un par de medallas más, John. Y una ceremonia vistosa.

El juzgado de Holloman estaba en la calle Cedar, en el parque, a cuatro pasos del edificio de la Administración del condado, aunque los hermanos Ponsonby no podrían recorrerla a pie. A la entrada de la comisaría había ya varios periodistas emprendedores acompañados de fotógrafos cuando sacaron a Ponsonby con una toalla sobre la cabeza y la gabardina abotonada del cuello a las rodillas, donde alguien la había asegurado con un imperdible para impedir que se le abriera. Nada más poner los pies en la acera Ponsonby empezó a forcejear con sus escoltas, no para escapar, sino para deshacerse de la toalla. Al final, le metieron entre las rejas del coche patrulla sin velos, bajo un aluvión azul de flashes. Nadie iba a arriesgarse a que no hubiera luz suficiente. Su coche había arrancado ya cuando salió Biddy, con Claire detrás. Al igual que su hermano, no permitió que nadie le cubriera la cabeza. Sus escoltas fueron ostensiblemente amables con ella, y el vehículo que la conduciría al bloque de los juzgados era el coche oficial de Silvestri, un Lincoln grande.

La multitud reunida en torno al juzgado era tan numerosa que habían tenido que cortar la calle Cedar al tráfico; una hilera de policías con los brazos entrelazados intentaba contenerla en un tira y afloja al ritmo de los empujones de la gente. Quizá fueran negros la mitad de los reunidos, pero las dos mitades estaban muy airadas. La prensa estaba dentro del cordón policial, operadores de cámara con sus cámaras al hombro, fotógrafos de noticias con el disparador en automático, locutores de radio parloteando sobre sus micrófonos, el presentador del Canal 6 haciendo lo propio. Uno de los periodistas era un varón negro, bajo y delgado, que llevaba una chaqueta abultada; avanzó poco a poco sonriendo y musitando disculpas, con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta para mantenerlas calientes.

Cuando sacaron a Charles Ponsonby del coche patrulla, los periodistas se abalanzaron hacia él, con el negro bajo y delgado en primera fila. Una mano negra y delgada emergió de la chaqueta, se elevó hasta su cabeza y encasquetó en ella un extraño sombrero, un sombrero que aguantaba una tira de cartón blanco que rezaba en nítidas letras negras: HEMOS SUFRIDO. Todas las miradas se habían desviado hacia el sombrero, incluida la de Charles Ponsonby; nadie vio cómo Wesley le Clerc sacaba con su otra mano una modesta pistola negra. Le metió a Ponsonby cuatro balazos en el pecho y el abdomen sin dar a los policías cercanos tiempo de desenfundar sus armas. Pero no le abatió una salva de tiros. Carmine se apresuró a interponerse, gritando con todas sus fuerzas:

– ¡No disparen!

Y la tele lo retransmitió todo, cada milisegundo del suceso, desde el sombrero del HEMOS SUFRIDO a la expresión atónita de Charles Ponsonby y el salto suicida de Carmine. Mohammed el Nesr y sus compinches lo vieron desarrollarse ante sus ojos, rígidos de la impresión. Luego, Mohammed se hundió de nuevo en su butaca y alzó los brazos, exultante.

– ¡Wesley, eres mi hombre, nos has dado nuestro mártir! Y ese poli tonto del culo de Delmonico te ha salvado para el juicio. ¡Tío, menudo juicio vamos a armar!

– Alí, querrás decir -dijo Hasan, sin comprender.

– No, a partir de ahora es Wesley le Clerc. Tiene que parecer que ha actuado en nombre de todo el pueblo negro, no sólo de la Brigada Negra. Así es como lo enfocaremos.

Todo pasó dos minutos antes de la llegada del coche de Claire Ponsonby, de modo que no fue testigo de la suerte de su hermano. Al principio se vio bloqueada por una masa de cuerpos en movimiento, luego la policía se las arregló para despejar el sitio lo suficiente para que el Lincoln pudiera dar media vuelta y regresar por la calle Cedar al edificio de la Administración del condado.

– ¡Por Dios, Carmine! ¿Estás loco?-exclamó Danny Marciano, con la cara demudada y el cuerpo temblando-. ¡Mis hombres iban con el piloto automático, le habrían disparado al Papa!

– Bueno, afortunadamente a mí no me dispararon. Y lo que es más importante, Danny, no hubo balas perdidas que hirieran a un cámara o mataran a Di Jones… ¿cómo iba a sobrevivir Holloman sin su columna de cotilleos del domingo?

– Sí, ya sé por qué lo hiciste… y ellos también, reconóceles ese mérito al menos. Ahora tengo que dispersar a esta multitud.

Patrick estaba de rodillas junto a la cabeza de Charles Ponsonby, caída hacia atrás, con una expresión de indignación en el rostro enjuto y picudo; un charco de sangre se extendía bajo su cuerpo, haciéndose más delgado a medida que avanzaba su flujo.

– ¿Muerto? -preguntó Carmine, agachándose.

– Del todo. -Patrick le pasó la mano por los ojos fijos e incrédulos para cerrárselos-. Al menos, no saldrá absuelto, y yo al menos soy de los que creen que hay un infierno esperándole.

Wesley le Clerc estaba de pie entre dos policías uniformados, con aspecto inofensivo e insignificante; todas las cámaras seguían enfocándole a él, al hombre que había ejecutado al Monstruo de Connecticut. Justicia cruda, pero justicia al fin y al cabo. A nadie le dio por pensar que Ponsonby no había sido juzgado, ni creer que fuera inocente.

Silvestri bajó las escaleras de los juzgados enjugándose el sudor de la frente.

– Al juez no le ha hecho gracia -le dijo a Carmine-. ¡Dios, vaya puto fiasco! ¡Y sacadle de aquí! -gritó a los hombres que tenían sujeto a Wesley-. ¡Vamos, lleváoslo y encerradlo!

Carmine siguió a Wesley hasta la jaula del coche patrulla y se recostó en el asiento manchado y maloliente, con la cabeza vuelta hacia un lado. Wesley llevaba puesto todavía aquel estúpido sombrero con su conmovedor mensaje: HEMOS SUFRIDO. Pero lo primero que hizo Carmine fue informar a Wesley de su situación, en voz lo bastante alta para que le oyeran los policías del asiento delantero. Luego le quitó el sombrero y le dio vueltas entre sus manos. Un casco de hockey de plástico duro que el chico había remachado con recortes de estaño para que le quedara ceñido en torno a las orejas. Una vez encajado, permanecía en su sitio el tiempo necesario para hacerse ver.

– Supongo que pensabas que se saldría en medio de la lluvia de balas de la policía, pero ya ves, ha aguantado hasta el amargo final. Resistió incluso a que te metieran en esta cafetera de coche. Eres mejor artesano de lo que tú mismo crees, Wes.

– ¡He hecho algo grande -dijo Wesley en tono rimbombante-, y voy a seguir haciendo cosas aún más grandes!

– No olvides que cualquier cosa que digas puede ser utilizada en tu contra.

– ¿Y a mí qué me importa eso, teniente Delmonico? Soy el vengador de mi pueblo, he matado al hombre que violaba y asesinaba a nuestras niñas-mujer. Soy un héroe, y así voy a ser considerado.

– Ay, Wes, has arruinado tu vida, ¿no lo ves? ¿Quién te dio la idea, Jack Ruby? ¿Llegaste a creer en algún momento que yo te dejaría morir igual que él? ¡Tú tienes cabeza! Y lo que es más penoso es que si hubieras hecho lo que yo te dije tal vez habrías logrado algo positivo de verdad por tu pueblo. Pero no, no podías esperar. Matar es fácil, Wes. Lo puede hacer cualquiera. En mi opinión, indica un cociente intelectual unos cuatro puntos por encima del de la vida vegetativa. A Charles Ponsonby le habrían metido probablemente en la cárcel para el resto de su vida. Lo único que has hecho es librarle de su castigo.

– ¿Así que era ése? ¿El doctor Chuck Ponsonby? ¡Vaya, vaya! Un hugger, después de todo. No ha entendido usted nada de nada, teniente. Él no era sino un medio para lograr mis fines. Me ha dado la oportunidad de convertirme en un mártir. ¿Cree que me importa que viva o que muera? ¡Pues me importa un carajo! Soy yo el que debe sufrir, y sufriré.

Cuando se llevaban a Wesley le Clerc a los calabozos, entró Silvestri caminando a pisotones y mascando su cigarro frenéticamente.

– Ése es otro al que tendremos que vigilar cada segundo -masculló-. Como se nos suicide él sí que nos veremos con el agua al cuello.

– Además, es un chaval brillante y con gran habilidad manual, así que quitarle el cinturón y cualquier cosa que pueda romper en tiras no le impedirá intentarlo si es eso lo que se propone. Personal mente, no creo que lo haga. Wesley quiere que todo se ventile en público.

Entraron en el ascensor.

– ¿Qué hacemos con la señorita Claire Ponsonby? -preguntó Carmine.

– Retiramos los cargos y la soltamos inmediatamente. Es lo que dice el fiscal del distrito. Un cubo lleno de hojas no es prueba suficiente para retenerla, y no digamos para incriminarla. Lo único que podemos hacer es prohibirle salir del condado de Holloman… de momento. -Su cara mofletuda se contrajo en una mueca como la de un bebé con un cólico-. ¡Ay, este caso ha sido como un grano en el culo de principio a fin! Todas esas chicas preciosas, angelicales, están muertas, y nadie va a hacerles justicia de verdad. ¿Y cómo diablos voy a informar a las familias sobre las cabezas?

– Al menos, las cabezas significan el cierre de una puerta para ellos, John. No saber es peor que saber -dijo Carmine mientras salían del ascensor-. ¿Dónde está Claire?

– De vuelta en el mismo despacho.

– ¿Te importa que me encargue yo?

– ¿Importarme? ¡Te lo ruego, no quiero ver a esa zorra!

Encontró a Claire sentada en una butaca muy cómoda, con Biddy a sus pies, ignorando a las dos jóvenes, muy incómodas, que tenían orden de no quitarle los ojos de encima. Dado que ella no veía, aquello resultaba de algún modo una invasión imperdonable de su intimidad.

– ¡Vaya, teniente Delmonico! -exclamó, irguiéndose al entrar él.

– Esta vez no hay motor de ocho cilindros que me delate. ¿Cómo lo hace, señorita Ponsonby?

Ella logró componer una sonrisa tonta que la hizo parecer vieja, descompuesta, digna de lástima; algo en su expresión despertó en Carmine uno de aquellos relámpagos de intuición tan vitales en su carrera de policía. Le decía que era ella, sin lugar a dudas, el segundo Fantasma. «¡Oh, Patsy, Patsy, encuéntrame algo que la sitúe en el escenario de los crímenes! Encuentra una foto, o una película de ella y Chuck entregados a la violación y el asesinato… ¡Madura, Carmine! No habrá nada. El único recuerdo que conservan son las cabezas. ¿De qué le sirve una imagen, ya sea fija o en movimiento, a una ciega? Aunque en ese sentido ¿de qué le sirve una cabeza?»

– Teniente -dijo ella como ronroneando-, usted lleva su motor de ocho cilindros allá a donde va. El motor no está en su coche, está en usted.

– ¿Le han informado de que su hermano, Charles, ha muerto?

– Sí, lo han hecho. También sé que no hizo ninguna de las cosas que dicen ustedes que hizo. Mi hermano era un hombre marcadamente intelectual, exigente y de una enorme bondad. Ese paleto de Marciano me ha acusado de ser su amante… ¡Bah! Me alegro de no tener una cloaca por cerebro.

– Debemos considerar todas las posibilidades. Pero es usted libre de irse, señorita Ponsonby. Han sido retirados todos los cargos contra usted.

– Como era de esperar. -Dio un tirón a la correa del arnés de Biddy.

– ¿Dónde va a quedarse? Su casa es aún el escenario de un crimen bajo investigación policial, y lo seguirá siendo durante algún tiempo. ¿Quiere que llame a la señora Eliza Smith?

– ¡Desde luego que no! -le espetó ella-. De no ser por esa cotorra indiscreta, nada de esto habría sucedido. ¡Espero que muera de un cáncer de lengua!

– ¿Adónde va a ir, entonces?

– Me alojaré en el Mayor Menor hasta que pueda volver a instalarme en mi casa, así que se lo advierto: tengo intención de conservar a mis abogados para que velen por mis intereses como propietaria del número seis de Ponsonby Lane, por lo que le sugiero que no estropeen nada. La casa no ha cometido crimen alguno.

Y salió, muy digna.

«El ganador se lo lleva todo, Carmine. Fantasma o no Fantasma, esta mujer es formidable.» Regresó a la casa que no había cometido crimen alguno, aunque no se había ofrecido a llevar a Claire al Mayor Menor. Silvestri había cedido su Lincoln para eso.

Ahora entraban en la fase más triste de todo caso: el tedioso y rutinario epílogo.

Para cuando todo el mundo llegó al Hug, la noticia de que habían cazado al Monstruo de Connecticut había dejado, en términos informativos, de ser noticia. Todas las caras se veían más jóvenes, más relajadas, y había un brillo en cada par de ojos. ¡Ah, qué alivio! Tal vez ahora pudiera el Hug volver a la normalidad, pues el Monstruo no era, obviamente, un hugger.

Desdemona no había visto a Carmine desde que regresara de su excursión, ni contaba con verle, ocupado como estaba con la vigilancia del Fantasma. Pero justo cuando estaba a punto de salir camino del Hug escoltada en su coche patrulla aquel miércoles por la mañana, sonó el teléfono: era Carmine, con una voz extrañamente desprovista de emoción.

– Si no recuerdo mal, hay un televisor en la sala de juntas del Hug -dijo-. Enciéndelo y mira el Canal 6, ¿de acuerdo? -¡Clic! Colgó.

Arrastrando los pies, atemorizada por su tono impersonal, Desdemona abrió con su llave la sala de juntas y apretó el botón de encendido de la tele en el preciso instante en que el reloj marcaba las nueve de la mañana. ¡Ah, qué pocas ganas tenía de ver aquello! Nada más entrar por la puerta del Hug, se había encontrado a todos sin excepción comentando que habían atrapado al Monstruo. ¡Como si los polis de su coche patrulla hubieran hablado de otra cosa! Ahora tendría que ver a qué se había dedicado Carmine en sus escapadas nocturnas, y eso le daba miedo. Era de suponer que no le habrían herido, pero durante tres noches la había devorado la preocupación e incluso el pánico. ¿Qué haría ella si él no volvía a casa nunca más? Oh, ¿qué demonio la habían poseído para declarar su independencia yéndose de excursión el fin de semana previo al comienzo de la vigilancia del Fantasma? ¿Por qué no cayó en que él no vendría a casa el domingo por la noche? Todas sus esperanzas las había depositado en eso mientras caminaba entre la magia de los bosques: en cómo le rodearía con sus brazos y le diría que no podía vivir sin él. Pero… Carmine no estaba. Sólo los ecos de su apartamento suntuosamente rojo.

El televisor cobró vida con un fulgor. Sí, allí estaba el juzgado, rodeado por una muchedumbre de cientos de personas, con periodistas por todas partes, policía por todas partes. Un cámara del Canal 6 había encontrado por lo visto una posición privilegiada sobre el techo de una furgoneta y pudo tomar una panorámica de toda la escena; otro estaba entre la multitud, uno más sobre la acera, cerca de un coche patrulla que llegaba. Desdemona localizó a Carmine de pie junto a un capitán uniformado muy alto, que identificó como Danny Marciano. El comisario Silvestri estaba arriba de las escaleras de los juzgados, muy elegante con un uniforme centelleante de galones plateados. Entonces, de la parte trasera del coche patrulla salió el doctor Charles Ponsonby. Desdemona sintió que le estrujaban el corazón mientras contemplaba la escena boquiabierta. «Por todos los dioses, ¡Charles Ponsonby! Un hugger. El mejor y más antiguo amigo de Bob Smith. Estoy presenciando -se dijo- el final del Hug. ¿Estarán viendo esto los Parson en Nueva York? ¡Sí, por supuesto! Nuestro canal está afiliado a la red nacional. ¿Habían encontrado los Parson miembros de la junta esa cláusula de liberación? Si no habían dado con ella todavía, redoblarían sus esfuerzos después de este bombazo.» Lo que ocurrió a continuación fue tan rápido que pareció terminar antes de empezar: el hombrecito negro; el sombrero que decía HEMOS SUFRIDO; el sonido de cuatro disparos: Charles Ponsonby cayendo al suelo, y Carmine poniéndose deliberadamente delante del hombrecito negro, que sostenía aún en su mano una pistolita chata y fea. Al ver a Carmine hacer aquello mientras todos los polis a su alrededor echaban mano a sus pistoleras, Desdemona se sintió morir, esperando durante un instante interminable el sonido de una docena de pistolas abatiéndole en un acto reflejo. Su rugido de «¡No disparen!» fue recogido claramente por las ondas. Carmine seguía en pie, milagrosamente ileso, los policías enfundaban sus armas y procedían a sujetar al hombrecito negro, que no hizo el menor intento de escabullirse. Desdemona se quedó sentada, temblando, tapándose la boca con las manos, con los ojos a punto de salirse de sus órbitas. «¡Carmine, idiota! ¡Estúpido! ¡Maldito soldado! No has muerto… esta vez. Pero estoy condenada a sufrir el destino de la mujer de un soldado, para siempre.»

¿A quién contárselo primero? No, mejor decírselo a todos a la vez, ya mismo. El Hug tenía un sistema de megafonía: Desdemona lo utilizó para convocar a todos los huggers a acudir a la sala de conferencias.

Luego fue al despacho de Tamara; alguien tendría que ocuparse de atender el teléfono. ¡Pobre Tamara! Era la sombra de sí misma desde que Keith Kyneton le diera con la puerta en las narices. Hasta el pelo parecía habérsele ajado, se veía descuidado y sin brillo. Ella ni siquiera reaccionó, se limitó a asentir con la cabeza y siguió sentada con la mirada perdida.

La noticia de las actividades secretas de Charles Ponsonby cayeron entre las personas reunidas en la sala de conferencias como el restallido de un trueno: gritos ahogados, exclamaciones, cierto grado de incredulidad.

Para Addison Forbes fue como si se le hubiera aparecido Dios en forma de zarza ardiendo: sin Smith ni Ponsonby por medio, el Hug sería suyo. ¿Por qué iba el consejo de administración a buscar recambio en otra parte, siendo él tan eminentemente adecuado para el puesto? Tenía la experiencia clínica que llevaba a los investigadores a obtener resultados, su reputación traspasaba las fronteras. Gustaba a los miembros de la Junta de Gobierno. ¡Con Smith y Ponsonby fuera de juego, el Hug se centraría, bajo la dirección del profesor Addison Forbes, en mejores y más ambiciosos objetivos! ¿Y quién necesitaba al engreído gran archipámpano de la India? El mundo estaba lleno de potenciales ganadores del Nobel.

Walter Polonowsky apenas escuchó el sumario sucinto y resuelto de Desdemona; estaba demasiado deprimido. Cuatro críos con Paola, y un quinto en camino con Marian. Con una alianza a la vista, Marian estaba mudando su piel de amante por una nueva epidermis de esposa a rayas de colores. «Ellas son serpientes, nosotros somos víctimas.» Maurice Finch recibió las nuevas con pesar, pero un pesar apacible. Siempre había pensado que renunciar a la medicina equivaldría a una sentencia de muerte, pero los acontecimientos de los últimos meses le habían enseñado que eso no debía ser así necesariamente. Sus plantas también eran pacientes; sus diestras y amorosas manos podían atenderlas, sanarlas, ayudarlas a multiplicarse. Sí, la vida con Cathy en una granja de pollos era una perspectiva tentadora. Y todavía podría con esas setas.

A Kurt Schiller no le sorprendió. Nunca le había gustado Charles Ponsonby, de quien había llegado a pensar que ocultaba su homosexualidad; la actitud de Chuck era de una complicidad excesivamente sutil, y su afición al arte hablaba de un mundo de pesadilla oculto tras su fachada anónima. No tanto por el objeto de sus gustos, más bien por algo que emanaba de su persona. En su agenda particular, Kurt le tenía catalogado entre los chicos de cuero y cadenas, muy metidos en el rollo del dolor, aunque Schiller siempre se lo había imaginado en el lado de los que reciben. El tipo pasivo que se arrastra para servir a algún amo aterrador. Bien, evidentemente, él, Kurt, estaba equivocado. Charles era un auténtico sádico; tenía que serlo, para hacer eso a aquellas pobres criaturas. Por lo que a él mismo se refería, Kurt no esperaba nada. Sus credenciales le garantizaban un puesto de trabajo, pasara con el Hug lo que pasase, y tenía el germen de una idea sobre la transmisión de enfermedades entre especies que sabía que atraería el interés del director de cualquier equipo de investigación. Ahora que la foto de papá con Adolf Hitler había quedado reducida a cenizas en la chimenea y que su homosexualidad era de dominio público, se sentía preparado para afrontar la nueva vida que aspiraba a llevar. No en Holloman. En Nueva York, entre sus pares.

– ¡Otis -gritó Tamara desde la puerta-, te necesitan en casa, así que ponte en marcha! No he entendido una palabra de lo que decía Celeste, pero es una emergencia.

Don Hunter y Billy Ho se colocaron cada uno a un lado de Otis para ayudarle a salir de la fila de asientos.

– Ya le llevamos nosotros, Desdemona -dijo Don-. No podemos permitir que se acelere su frágil corazón.

Cecil Potter vio la grabación del Canal 6 en diferido por la CBS, en Massachusetts, con Jimmy en las rodillas.

– Tío, ¿has visto eso? -preguntó al mono-. ¡Hola, hola! ¡Yupi-yei! ¡Cómo me alegro de haberme largado de allí!

Cuando Carmine abrió la puerta de su casa aquella noche, Desdemona se abalanzó sobre él llorando sonoramente, golpeándole una y otra vez en el pecho, enfadada. Moqueaba por la nariz y tenía los ojos anegados.

Sintiéndose reconfortado, él la tendió con ternura en el sofá nuevo que había comprado, porque las butacas estaban muy bien para charlar, pero no había nada mejor que un sofá para que dos personas se besuquearan a gusto. Dejó que amainara la tormenta de lágrimas e ira, meciéndola y susurrando, y finalmente le limpió la cara con su pañuelo.

– ¿A qué ha venido todo esto? -preguntó, conociendo de antemano la respuesta.

– ¡Es por ti! -dijo ella, hipando-. ¡Maldito he-he… héroe!

– Ni maldito ni héroe.

– ¡Maldito héroe! ¡Saltando en medio para recibir los ba-ba… balazos! ¡Oh, te hubiera matado!

– Yo también me alegro de verte -dijo él, entre risas-. Ahora levanta las piernas y prepararé un par de copitas de coñac.

– Sabía que te quería -dijo ella más tarde, calmada ya-, pero ¡vaya forma de descubrir cuánto te quiero! Carmine, no quiero vivir en un mundo en que no vivas tú.

– ¿Quiere eso decir que prefieres ser la señora de Delmonico a vivir en Londres?

– Sí.

Él la besó con amor, gratitud, humildad.

– Trataré de ser un buen marido para ti, Desdemona, pero ya has visto un avance televisado de lo que conlleva la vida de un poli. El futuro no será muy distinto: largas horas, ausencias, balas perdidas. De todos modos, creo que debe de haber alguien protegiéndome. De momento, sigo de una pieza.

– Siempre que te quede claro que cada vez que hagas tonterías de ese tipo te daré una paliza.

– Tengo hambre -fue su respuesta-. ¿Qué tal un poco de comida china?

Ella dejó ir un sonoro suspiro de satisfacción.

– Acabo de caer en que ya no corro peligro. -Una nota de ansiedad asomó a su voz-. ¿O sí?

– El peligro ha pasado, me juego mi carrera. Pero no tiene sentido que te busques otro apartamento. No voy a permitir que te vayas de éste. Vivir en pecado está de moda.

– Lo malo es -le dijo más tarde, tendidos en la cama- que hay demasiadas cosas que continúan siendo un misterio. Dudo que Ponsonby hubiera hablado jamás, pero al morir él se perdió toda esperanza de que lo hiciera. ¡Wesley le Clerc! De él ya nos ocuparemos mañana.

– ¿Te refieres al asesinato de Leonard Ponsonby? ¿A la identidad de la mujer y la niña? -Carmine se lo había contado todo.

– Sí. Y ¿quién excavó el túnel? ¿Cómo se las arregló Ponsonby para meter todo aquel equipamiento en su matadero, desde un generador a una puerta de caja fuerte de banco? ¿Quién se encargó de la fontanería? ¡Un trabajo monumental! El techo del lugar está a casi diez metros bajo tierra. La mayoría de los sótanos, a tres metros, o a cuatro y medio, ya son húmedos, pero ése está más seco que un hueso viejo. Los técnicos del condado están fascinados, deseando examinar sus drenajes.

– ¿Y tú crees que Claire es el segundo Fantasma?

– «Creer» no es el término adecuado. Mi instinto me dice que lo es; mi cabeza que no puede serlo. -Suspiró-. Si el segundo Fantasma es ella, se las ha arreglado para irse de rositas.

– No te preocupes -le consoló ella, acariciándole el pelo-. Al menos, se han acabado los asesinatos. No van a raptar a más chicas. Claire no podría hacerlo sola, es una mujer y padece una discapacidad severa. Así que date por contento, Carmine.

– Que me dé por estúpido, querrás decir. He estado metiendo la pata con este caso de principio a fin.

– Sólo porque era un nuevo tipo de crimen cometido por un nuevo tipo de criminal, mi amor. Eres un policía sumamente competente y extraordinariamente inteligente. Considera el caso Ponsonby como una nueva experiencia de la que aprender. La próxima vez, te irán mejor las cosas.

Él se estremeció.

– Por mí, Desdemona, mejor que no haya próxima vez. Los Fantasmas son un caso excepcional.

Ella no dijo más, pero se preguntó si sería así.

29

Viernes, 11 de marzo de 1966

A Patrick, Paul y Luke les llevó un poco más de una semana repasar todo lo que el escenario de los asesinatos de Ponsonby tenía que ofrecerles, de la mesa de operaciones al baño. El informe final de Patrick y su equipo forense señalaba a las claras que había sido una suerte pillar a Charles Ponsonby desnudo, inclinado sobre una chica secuestrada desnuda y atada a una cama preparada para la tortura.

«El lugar estaba más limpio que Lady Macbeth. Con sus huellas dactilares por todas partes, sí, pero es suyo y está debajo de su casa, así que ¿por qué no? Pero de sangre, fluidos corporales, restos de carne o pelo humanos… ni vestigios, ni trazas, ni partículas microscópicas. En cuanto a Claire, ni una huella, ni siquiera en la palanca detrás del horno.»

Habían reconstruido las técnicas de limpieza de Ponsonby y se quedaron pasmados ante la cantidad de trabajo que suponían, su carácter obsesivo. Por su formación médica, sabía que el calor fijaba la sangre y los tejidos, de modo que la manguera que usaba en primer lugar y la pistola de agua que pasaba a continuación se alimentaban de agua fría; la hornacina de los talismanes se sellaba mediante una puerta corrediza de acero. Cuando todas las superficies estaban secas de nuevo, las limpiaba con vapor a presión. Finalmente, lo fregaba todo con éter. Sus instrumentos quirúrgicos, el gancho de carnicero y su cabrestante, así como las fundas de pene los bañaba con una solución disolvente antes de someterlos al resto de tratamientos. Además, los pasaba por un autoclave.

Tras comprobar que en la habitación no había nada, empezaron con los desagües, con una aspiradora alimentada por compresor que aspiró agua sin materia orgánica. Forzar el reflujo no funcionó, lo que llevó a los técnicos del condado a pensar que los vertidos no se depositaban en una fosa séptica. El desagüe de Ponsonby iba a verter en alguna corriente subterránea, abundantes en las cercanías. La única esperanza que les quedaba era desenterrar sus tuberías y seguirlas.

Cuando los técnicos del condado comenzaron a excavar en su jardín, sin mejor motivo que seguir azuzando un caballo ya muerto, Claire Ponsonby interpuso una denuncia por destrucción malintencionada de su propiedad, solicitando respetuosamente al juzgado que concediera su permiso a una mujer ciega para vivir en la mencionada propiedad sin sufrir un hostigamiento permanente y penoso por parte de la policía de Holloman y sus colaboradores. Dado que Charles Ponsonby había sido identificado sin lugar a dudas como el Monstruo de Connecticut y que nada de lo que pudiera hallarse en el número 6 de Ponsonby Lane era necesario para obtener ulteriores pruebas de ello, la señorita Ponsonby ya había aguantado suficiente.

– El pozo no tiene fondo, y darle a la bomba agotaría a tres caballos -dijo el jefe de los técnicos del condado, frustrado y enfadado-. Dado que la reserva de ciervos tiene veinte acres, que se suman a los cinco de los terrenos de la casa, el nivel freático es muy amplio y el consumo local muy bajo. No han encontrado restos orgánicos porque el hijoputa debía de verter miles y miles de litros después de cada asesinato. Los residuos estarán en el fondo del estrecho de Long Island. Y, mierda, ¿qué más da? Está muerto. Cierre el caso, teniente, antes de que esa zorra asquerosa empiece a ponerle denuncias a usted personalmente.

– Es un misterio absoluto, Patsy -le dijo Carmine a su primo.

– Dime algo que no sepa ya.

– Está claro que Chuck era fibroso y fuerte, pero nunca me dio la impresión de ser un atleta, y sus colegas del Hug estaban convencidos de que era incapaz de cambiar la arandela de un grifo. Y, sin embargo, lo que hemos encontrado está maravillosamente construido, con materiales caros. ¿Quién diablos puso un suelo de terrazo, y por qué no se ha presentado a declararlo ahora que el secreto ha salido a la luz? La fontanería, tres cuartos de lo mismo. ¡Nadie ha denunciado la desaparición de un fontanero o un instalador de suelos de terrazo desde la guerra! -Carmine apretó los dientes-. La familia no tiene dinero, eso nos consta. Claire y Chuck vivían tan bien que debían de gastarse hasta el último centavo de lo que él ganaba. Y, sin embargo, allí hay enterrados doscientos mil dólares en materiales y horas de trabajo. ¡Maldita sea, nadie admite haberles vendido la ropa blanca o el plástico líquido para las cabezas!

– Por citar al técnico del condado, ¿qué más da, Carmine? Ponsonby está muerto, y va siendo hora de cerrar el caso -dijo Patrick, dándole unas palmadas en el hombro-. ¿Vas a dejar que te dé un infarto por culpa de un muerto? Mejor piensa en Desdemona. ¿Cuándo es la boda?

– Ella no te gusta, ¿verdad, Patsy?

Sus ojos azules se apagaron un poco, pero no los apartó.

– En pasado sería más exacto. No me gustaba en un principio: demasiado diferente, demasiado extranjera, demasiado distante. Pero últimamente ha cambiado. Creo que no sólo me gustará, sino que llegaré a quererla.

– No eres el único. Tu madre y la mía están que no les llega la camisa al cuerpo. Vaya, se deshacen en efusiones de entusiasmo, pero por algo soy detective. Es una fachada para disimular su aprensión.

– Y no contribuye a disminuirla el hecho de que sea notablemente más alta que tú -dijo Patrick, riéndose-. Madres y tías y hermanas odian eso. Verás, ellas confiaban en que la segunda señora Delmonico fuera una agradable chica italiana de Holloman este. Pero a ti no te atraen las chicas agradables, italianas o no. Y yo prefiero con mucho a Desdemona antes que a Sandra. Desdemona tiene cerebro.

– Eso dura más que la cara o el tipo.

El caso se dio oficialmente por cerrado aquella tarde. Una vez archivado el informe del investigador médico, el Departamento de Policía de Holloman se vio obligado a admitir que no había encontrado pruebas que implicaran a Claire Ponsonby en los asesinatos. Si Carmine hubiera tenido tiempo, es posible que hubiera ido a Silvestri a pedirle que reabrieran el asesinato de Leonard Ponsonby, la mujer y la niña en 1930, pero el crimen no espera a nadie, y menos a un detective. Dos semanas después de que Charles Ponsonby muriera a balazos, un caso de drogas estaba reclamando toda la atención de Carmine. ¡Devuelta a terrenos conocidos! Criminales que él sabía que eran culpables, su ingenio dedicado a reunir pruebas para llevarles ante la justicia.

30

Lunes, 28 de marzo de 1966

El hacha cayó sobre el Centro Hughlings Jackson para la investigación neurológica a finales de marzo.

Cuando el consejo de administración se reunió en la sala de juntas del Hug a las diez de la mañana, estaban presentes todos sus miembros salvo el profesor Robert Mordent Smith, a quien habían dado de alta en Marsh Manor dos semanas antes, pero que se negaba a salir de su sótano o dejar sus trenes. Algo embarazoso para Roger Parson Junior, que detestaba pensar que hubiera podido equivocarse tanto al juzgar a Bob Smith.

– Como directora gerente, señorita Dupre, haga el favor de tomar asiento -dijo Parson secamente; luego miró inquisitivamente a Tamara-. Señorita Vilich, ¿está usted lista para tomar notas?

Una pregunta legítima, ya que aquella señorita Vilich no se parecía a la mujer que los Parson habían conocido previamente. Había perdido el seso, o esa impresión tenía Richard Spaight.

– Sí, señor Parson -dijo Tamara en tono apagado.

El presidente Mawson Macintosh ya sabía lo que el decano Wilbur Dowling sólo sospechaba; no obstante, la certeza de uno y las fundadas sospechas del otro se traducían en caras satisfechas y actitudes relajadas. La Universidad Chubb iba a heredar el Hug, eso era seguro, junto con una enorme suma de dinero, que no se dedicaría a la investigación neurológica.

Con sus gafas de media luna colgadas sobre el filo de su delgada nariz, Roger Parson Junior procedió a leer el informe jurídico según el cual la última voluntad y testamento de su llorado tío había incurrido en causa de nulidad en lo referente al fideicomiso que financiaba el Hug. Le llevó tres cuartos de hora leer un texto más árido que la arena del Sahara, pero los obligados a escucharlo lo hicieron con expresiones de atención y avidez, excepción hecha de Richard Spaight, sobre quien recaería la carga de los aspectos más tediosos del asunto. Giró su silla para quedar de cara a la ventana y observó dos remolcadores escoltando un gran barco petrolero hasta su atracadero junto al nuevo complejo de almacenaje de hidrocarburos, al pie de la calle Oak.

– Por supuesto, podríamos limitarnos a absorber el capital de ciento cincuenta millones más sus intereses acumulados en nuestro grupo empresarial -dijo Parson al concluir su perorata-, pero no habría sido ése el deseo de William Parson; de eso, nosotros, sus sobrinos y sobrino-nietos, estamos convencidos.

«Ja, ja, ja -pensó M.M.-, ¡y un jamón, que no queríais absorberlo todo! Pero abandonasteis la idea después de que yo os dijera que la Chubb lo impugnaría. Como mucho, podéis escamotear los intereses acumulados, que en sí mismos ya constituyen un incremento bastante interesante y sustancioso del capital de Productos Parson.»

– Proponemos en consecuencia que la mitad del capital sea cedido a la Facultad de Medicina de la Chubb para financiar los nuevos objetivos del Centro Hughlings Jackson en la configuración que adopte en lo sucesivo. Y la otra mitad del capital será transferida a la Universidad Chubb al objeto de financiar las grandes infraestructuras de cualquier tipo que decida su consejo de administración. Siempre y cuando cada unidad infraestructural lleve el nombre de William Parson.

«¡Qué rico!», podía leerse en el rostro del decano Dowling, en tanto que la cara de M.M. permanecía complacientemente impasible. El decano Dowling estaba considerando la transformación del Hug en un centro para la investigación de las neurosis orgánicas. Había tratado de convencer a la señorita Claire Ponsonby de que donara el cerebro de su difunto hermano a la investigación, pero obtuvo una cortés negativa. ¡Ése sí que era el cerebro de un psicótico! No es que esperara hallar alteraciones anatómicas sustanciales, pero confiaba en que sí atrofias localizadas en el córtex prefrontal o alguna aberración en el corpus striatum. Incluso un pequeño astrocitoma.

Los pensamientos de Mawson Macintosh giraban en torno a la naturaleza de los edificios que llevarían el nombre de William Parson. Uno de ellos debía ser una galería de arte, aunque permaneciera vacía hasta que hubiera muerto el último de los Parson. ¡Ojalá no tardara en llegar ese día!

– Señorita Dupre -continuó diciendo Roger Parson-, será responsabilidad suya hacer circular esta comunicación oficial -la empujó a través de la mesa- entre todos los miembros del personal del Centro Hughlings Jackson, auxiliar y docente. La clausura tendrá lugar el viernes veintinueve de abril. El equipamiento y mobiliario se dispondrá conforme a los deseos del decano de la Facultad de Medicina. Es decir, a excepción de determinados bienes que se donarán a los laboratorios del investigador médico del condado de Holloman como muestra de nuestro aprecio. Uno de dichos bienes será el nuevo microscopio electrónico. Verá, tuve una charla con el gobernador de Connecticut, que me comentó la importancia que está adquiriendo la ciencia de la medicina forense, y la escasez de los recursos con que está dotada.

«¡No, no, no! -pensó el decano Dowling-. ¡Ese microscopio es mío!

– El presidente Macintosh me ha garantizado -prosiguió Roger Parson Junior- que podrá quedarse todo el personal que lo desee. No obstante, los salarios y retribuciones se revisarán con arreglo a la política fiscal ordinaria de la Facultad de Medicina. Los miembros de rango docente que deseen continuar quedarán bajo el mando del profesor Frank Watson. Para los que no deseen quedarse, señorita Dupre, dispondrá usted indemnizaciones por despido equivalentes a un año de salario más las aportaciones correspondientes a fondos de pensiones. -Se aclaró la garganta y se ajustó las gafas en una posición más cómoda-. Hay dos excepciones a estas disposiciones. Una se refiere al profesor Bob Smith, quien, desgraciadamente, no está lo bastante bien para retomar ningún tipo de práctica médica. Dado que su contribución a lo largo de los dieciséis años de su administración ha sido formidable, hemos acordado que se le compense en la forma descrita en este documento. -Propulsó hacia Desdemona otra hoja de papel-. La segunda excepción es usted misma, señorita Dupre. Desafortunadamente, el cargo de director gerente desaparecerá, y el presidente Macintosh me ha dado a entender que será imposible encontrarle un puesto equivalente en la universidad. Así pues, hemos acordado que su propia indemnización por despido consistirá en lo enumerado aquí. -Una tercera hoja de papel.

Desdemona le echó un vistazo furtivo. Dos años de salario más todas las aportaciones a fondos de pensiones. Si se casaba y dejaba de trabajar, con el promedio de ingresos tendrían más que suficiente.

– Tamara, enciende las cafeteras -dijo.

– Le doy dos años al decano Dowling para llevar el Hug a la ruina -le dijo a Carmine aquella noche-. Tiene demasiado de psiquiatra y demasiado poco de neurólogo para sacar lo mejor de una unidad de investigación bien gestionada. Los investigadores del tipo de los más chiflados le engañarán. Dile a Patrick que no sea tímido con lo del equipo, Carmine. Que lo coja mientras tiene el viento a favor.

– Te besará las manos y los pies, Desdemona.

– Pues no debiera, no ha sido cosa mía. -Suspiró satisfecha-. En fin, tu prometida viene con dote. Si puedes permitirte mantenernos a mí y a cuantos niños consideres suficientes, mi dote debería bastar para comprarnos una casa realmente decente. Me encanta este apartamento, pero no es adecuado para criar una familia.

– No -dijo él, cogiéndole las manos-, tú quédate con tus ahorros. Así, si cambias de opinión, tendrás suficiente para volver a casa, a Londres. Tengo dinero de sobras, de verdad.

– Bueno -dijo ella-, entonces piensa en esto, Carmine. Cuando leyó la circular de Roger Parson Junior, Addison Forbes se subía por las paredes. ¿Trabajar a las órdenes de Frank Watson? ¡Preferiría morir de sífilis terciaria! Ha anunciado que se va a Harvard a trabajar con Nur Chandra, pero tengo la impresión de que en Harvard andan sobrados de neurólogos clínicos, así que espero que Addison no esté conteniendo la respiración. La cosa es que la casa de los Forbes me vuelve loca. Si efectivamente ellos se mudan, supongo que la venderán por una fortuna, pero ¿tenemos alguna posibilidad financiera de comprarla? ¿Tienes esto en propiedad o es de alquiler?

– Es un condominio, lo tengo en propiedad. Creo que podrimos hacernos con la casa de los Forbes, si tanto te gusta. Su ubicación es ideal: Holloman este, el barrio de mi familia. Intenta que te guste mi familia, Desdemona -suplicó-. Mi primera mujer pensaba que la espiaban, porque mi madre, o la madre de Patsy, o alguna de nuestras hermanas estaban siempre pasándose por casa. Pero no se trataba de eso. Las familias italianas están muy unidas.

Aunque su aspecto no había cambiado tanto, Carmine, por alguna razón, no la encontraba tan poco agraciada como antes. No era que el amor le cegara; que el amor le había abierto los ojos sería mejor manera de expresarlo.

– Soy más bien tímida -le confesó, apretándole los dedos-, y por eso a veces parezco un poco esnob. No creo que me cueste nada cogerle cariño a tu familia, Carmine. Y una de las razones porque tengo tanto empeño en hacernos con la casa de los Forbes es la torre. Si Sophia quisiera venir a vivir con nosotros algún día, tal vez matricularse en la escuela Dormer Day y más adelante en la universidad, que dicen que van a hacer mixta, sería ideal para ella. Por lo que me has dicho, creo que Sophia necesita un verdadero hogar, no el palacio de Hampton Court. Si no la enganchas ahora, de aquí a un año se irá a Haight-Ashbury y se te habrá escapado.

A Carmine se le llenaron los ojos de lágrimas.

– No te merezco -dijo.

– ¡Tonterías, seguro que sí! Las personas siempre se llevan lo que se merecen.

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