Soy producto de mis circunstancias. Todos los seres humanos nacen a la misma vida, lo diferente son las circunstancias: genéticas, culturales, sociales.
He matado, es verdad, pero eso no tiene importancia ahora. La cuestión es si esa persona que ya no vive mereció vivir alguna vez. Yo tengo mi punto de vista y es posible que no coincida con el de nadie más.
Puede que se me considere violento, lo cual no necesariamente tiene algo que ver con el mal. La violencia es poder, de la misma manera que el dinero o las influencias. Quien elige utilizar la violencia como instrumento, puede hacerlo sin maldad. Sin embargo, eso tiene un precio.
Emplear la violencia no es gratis, tienes que empeñar el alma. A partir de ahí, las apuestas son altas, pero yo no tenía mucho que perder.
El vacío se llena con las condiciones necesarias que justifican el empleo de la violencia: la maldad es una de ellas, la desesperación otra, la venganza una tercera, la furia una cuarta, el deseo de los enfermos.
No soy una persona malvada.
Soy producto de mis circunstancias.
El guardia de seguridad estaba alerta. La devastación ocasionada por el huracán de la noche anterior se veía por todas partes: árboles arrancados de cuajo, trozos de chapa de los tejados, piezas dispersas de los almacenes.
Cuando llegó al recinto de Frihamnen, dio un frenazo. En el espacio abierto que daba al mar, pudo distinguir el interior de una cabina de avión, material hospitalario variado y partes de un cuarto de baño. Al guardia le llevó unos segundos darse cuenta de lo que estaba viendo: eran los restos del almacén de escenografía de la Televisión Sueca.
No vio a los muertos hasta después de apagar el motor y quitarse el cinturón de seguridad. Curiosamente, no sintió pánico ni miedo, sino auténtica sorpresa. Los cadáveres, vestidos de negro, estaban tirados delante de una escalera rota y en desuso que perteneció a una vieja serie de televisión. Incluso antes de bajarse del coche, supo que esos hombres habían sido asesinados. No era necesario ser un genio de la deducción para darse cuenta. Les faltaban partes del cráneo y algo pegajoso se había derramado sobre el asfalto helado.
Sin pararse a pensar en su propia seguridad, el guardia salió de su vehículo y se acercó a los hombres. Estaban a pocos metros de distancia. Su reacción fue casi de asombro. Los cuerpos tenían un aspecto extraño, como si fueran hermanos pequeños de Marty Feldman: con los ojos parcialmente fuera de sus órbitas y la lengua colgando. Ambos tenían una pequeña marca en la parte superior de la cabeza, y a los dos les faltaba una oreja, así como grandes trozos de la nuca y el cuello.
El hombre contempló a los dos muertos durante un espacio de tiempo que más tarde no supo precisar. Le interrumpió una ráfaga de viento que le tiró al suelo. Extendió las manos para evitar la caída y metió una de ellas en un charco de tejido cerebral. La sustancia viscosa y pegajosa que le escurría por los dedos le provocó una repentina y violenta náusea. Vomitó sobre el parachoques de su automóvil y a continuación se limpió frenéticamente esa sustancia pringosa de las manos en la tapicería del asiento del conductor.
La central de Comunicaciones de la Policía de Estocolmo, en Kungsholmen, recibió la llamada del Frihamnen de Värtan a las 05.31. La noticia llegó a la redacción del periódico Kvällspressen tres minutos después. Fue Leif quien llamó para dar la información.
– El coche 1120 está camino de Värtan, y también dos ambulancias.
En ese momento de la mañana, cuarenta y nueve minutos después del cierre y veintiséis minutos antes de entrar en imprenta, reinaba en la redacción el habitual caos de concentración y creatividad. Los redactores, con los ojos enrojecidos, tecleaban los últimos titulares, daban el toque final a la frase introductoria y los pies de foto de la primera plana y corregían erratas. Jansson, el redactor de noche, examinaba la maqueta y enviaba páginas a la imprenta a través de la nueva autopista electrónica.
En aquel momento, quien respondió a la llamada en la que informaban del doble asesinato fue la redactora del turno de noche, Annika Bengtzon.
– ¿Qué significa eso? -preguntó, mientras escribía algo frenéticamente en un post-it.
– Al menos dos muertos -dijo Leif y cortó la llamada para ser el primero en dar la noticia al siguiente periódico. El segundo en dar un dato no recibía ninguna compensación.
Annika se puso de pie y colgó el teléfono en un mismo movimiento.
– Dos fiambres en el Frihamnen de Värtan. Posibles asesinatos, pero sin confirmar -dijo a Jansson, que estaba de espaldas-. ¿Quieres que salga en la primera edición?
– No -respondió Jansson, sin darse la vuelta.
– ¿Se lo paso a Carl y Bertil? -preguntó ella.
– Sí -respondió Jansson.
Ella se dirigió al despacho de los reporteros con la nota amarilla pegada en el índice a modo de bandera.
– Jannson quiere que mires esto -dijo ella apuntando con el dedo al reportero.
Carl Wennergren cogió el papel con una ligera expresión de disgusto.
– Ha llegado Bertil Strand, por si tenéis que ir allí -dijo ella-. Está en el laboratorio fotográfico.
Annika se dio la vuelta y se marchó sin esperar a que Carl respondiera. La relación entre ellos no era lo que se dice cordial. Se arrellanó en su silla. Estaba exhausta. La noche había sido dura, con muchos asuntos de última hora. Un huracán se había abatido la noche anterior primero sobre Escania y luego sobre el país entero. Kvällspressen había dedicado muchos recursos a cubrir la tormenta, y con gran éxito. Se había logrado enviar a periodistas y fotógrafos en el último avión a Sturup para reforzar a la redacción de Malmö. Los periodistas de Växjö y Gotemburgo habían estado allí toda la noche, más un grupo de corresponsales, proporcionando textos y fotos. Todo el material llegó con el despacho de la noche, y el trabajo de Annika consistía en organizar y estructurar los artículos. Eso significaba reescribir cada uno de ellos, de forma tal que armonizaran entre sí y se adecuaran al contexto. Su nombre aún no figuraba en ninguna parte del periódico, salvo en la caja con la información sobre huracanes que había preparado con antelación. Era redactora, una más entre los muchos periodistas anónimos y desconocidos.
– ¡Mierda! -gritó Jansson de pronto-. No ha salido el puñetero amarillo de la foto de primera plana. Maldito…
Fue corriendo a la mesa de imágenes y a gritos preguntó por Pelle Oscarsson, el jefe de la sección de arte. Annika sonrió lánguidamente: Mundo Feliz. Según los profetas del futuro, con la tecnología digital todo sería más rápido, más seguro, más sencillo. En realidad, la malvada criaturita que habitaba en el cable de la Red Digital de Servicios Integrados, RDSI, y que comunicaba la sala de redacción con las impresoras, de vez en cuando se comía una de las planchas de color, por lo general la del amarillo. Si el error no se descubría de inmediato, el resultado era la publicación de imágenes con una combinación muy extraña de colores. Jansson afirmaba que el tragón de colores era el mismo diablillo que habitaba en su lavadora y que constantemente le comía los calcetines.
– ¡RDSI! -bufó el redactor de noche de vuelta a su mesa, una vez que se hubo evitado la catástrofe y reenviado la imagen-. ¡Vaya mierda!
Annika recogió las cosas de su escritorio.
– Ha salido bien al final, ¿no?
Jansson se dejó caer en la silla con un cigarrillo bajo en alquitrán, sin encender, entre los dientes.
– Lo has hecho muy bien esta noche -dijo con un gesto de agradecimiento-. He visto los originales. Realmente hiciste un gran trabajo.
– Servirá -dijo Annika, algo avergonzada.
– ¿Qué era eso de dos fiambres en el puerto?
Annika se encogió de hombros.
– No lo sé. ¿Quieres que lo averigüe?
Jansson se levantó y salió en dirección a la sala de fumadores.
– Adelante -respondió.
Comenzó por los servicios de urgencias.
– Hemos enviado dos ambulancias -confirmó el director.
– ¿Ningún coche forense? -preguntó Annika.
– Lo discutimos, pero como fue un guardia de seguridad el que llamó, enviamos ambulancias.
Annika tomaba nota. Los coches forenses sólo se enviaban cuando se había confirmado que las víctimas estaban muertas. Según el reglamento, la policía sólo podía pedir un coche forense si la cabeza de la víctima estaba separada del cuerpo.
Resultaba difícil comunicarse con la central de la Policía y tuvo que esperar un buen rato hasta que alguien respondió a la llamada. Luego el oficial de guardia tardó otros cincos minutos en llegar al teléfono. Cuando por fin contestó, lo hizo en manera clara y concisa.
– Tenemos dos cadáveres -dijo-. Dos hombres. Tiroteados. No sabemos si se trató de homicidio o suicidio. Tendrá que volver a llamar.
– Los encontraron en Frihamnen -dijo Annika rápidamente-. ¿Eso les dice algo?
El oficial vaciló.
– En este momento no puedo hacer conjeturas al respecto -respondió-. Saque usted sus propias conclusiones.
En cuanto colgó, supo que la noticia del doble asesinato dominaría el periódico durante los próximos días. Por algún extraño motivo, dos homicidios no representaban exactamente el doble de uno, sino algo infinitamente mayor.
Ella suspiró y pensó en ir a por un café en vaso de plástico. Tenía sed y estaba cansada, le sentaría bien. Pero la cafeína a esa hora de la noche la mantendría despierta hasta bien entrada la mañana, mirando al techo, con el cuerpo dolorido por el cansancio.
¡Qué demonios!, pensó, y se dirigió directamente a la máquina expendedora.
Estaba caliente y le vino bien. Volvió a su silla y se sentó con los pies encima del escritorio.
Un doble homicidio en Frihamnen, ahí es nada…
Sopló sobre la taza de café.
El hecho de que las víctimas hubiesen sido tiroteadas hacía suponer que no se trató de una pelea entre alcohólicos. Los borrachos se mataban con cuchillos, botellas, o bien a puñetazos, patadas o empujándose por los balcones. De haber tenido acceso a las armas, las habrían vendido para comprarse más alcohol.
Terminó el café y tiró el vaso de plástico a la papelera. Fue al baño y bebió un poco de agua.
Dos hombres… En realidad no parecía tratarse de asesinato y suicidio, y menos en Frihamnen durante un huracán. Probablemente podían descartarse los celos como móvil. Eso quería decir que había otros motivos de mayor interés mediático en juego. Una disputa en los bajos fondos, lo que significaba cualquier cosa, desde bandas de moteros a diversas mafias y sindicatos financieros. Motivos políticos. Líos internacionales.
Annika volvió a su mesa. Sólo estaba segura de una cosa. No quería tener nada que ver con ese crimen. Ya habría quien cubriera la noticia para el Kvällspressen. Annika recogió su ropa.
Los fines de semana no había turno de mañana, por lo que Jansson permanecía en la redacción hasta que las ediciones de la mañana hubieran salido para la imprenta. Annika dejó de trabajar a las seis.
– Ya he tenido bastante -le dijo al editor de noche cuando éste pasó por su lado. Parecía totalmente agotado, y probablemente le hubiera gustado que ella se quedara.
– ¿No esperas a que salga la primera edición?
Los paquetes llegaron de la imprenta por mensajero apenas un cuarto de hora después de que empezara la impresión. Annika negó con la cabeza y pidió un taxi, luego se levantó y se puso la chaqueta, la bufanda y los guantes.
– ¿Puedes venir un poco más temprano esta noche? -le gritó Jansson cuando se iba-. ¿A recoger tras el paso del huracán?
Annika se colgó el bolso y se encogió de hombros.
– Después de todo, ¿quién tiene vida propia?
Thomas Samuelsson tocó delicadamente el vientre de su mujer. Ya no tenía la firmeza de antes; sintió el tacto de su piel suave y cálida. Desde que a Eleonor la habían nombrado gerente de sucursal del banco en el que trabajaba, ya no podía dedicar tanto tiempo a hacer ejercicio.
Movió la mano en círculos hacia abajo, alrededor del ombligo y hacia la ingle. Lentamente siguió bajando con el dedo y lo deslizó entre los muslos, acarició el vello púbico, buscó la humedad.
– Ya basta -susurró la mujer, y se apartó de él.
Él suspiró, tragó saliva, luego rodó sobre su espalda; notaba el latido de la excitación como si fuera un martillo. Se puso las manos entrelazadas debajo de la cabeza y se quedó mirando al techo. Oyó cómo su respiración se volvía más pausada. Últimamente ella había perdido el interés.
Irritado, echó la manta hacia atrás y salió desnudo hacia la cocina, con la polla como un tulipán marchito. Bebió agua de un vaso sucio, luego puso café en un filtro, llenó la cafetera de agua y la encendió. Fue al baño y orinó. En el espejo del baño, el pelo revuelto le daba un aire temerario más acorde con su edad. Suspiró y se echó el pelo hacia atrás.
Es demasiado pronto para tener la crisis de los cuarenta, pensó. Demasiado pronto.
Volvió a la cocina y se puso a mirar el mar por la ventana. Estaba oscuro y embravecido. La tormenta de la noche persistía en la bruma y las olas encrespadas. El reloj de sol del vecino estaba volcado a la puerta de su balcón.
¿Qué sentido tiene?, pensó. ¿Por qué seguimos?
Le inundaba una enorme y profunda melancolía y se dio cuenta de que rozaba la autocompasión. Entraba aire frío por la ventana -menuda chapuza de casa-, así que fue a por la bata. Regalo de su mujer de la última Navidad: verde, azul y burdeos, y cara; con las zapatillas a juego, que él no usaba nunca.
La cafetera empezó a borbotear. Cogió una taza con el logo del banco y puso la radio, la cadena Eko. Las noticias se filtraban a través del hastío y el café, y le llegaban al azar. El huracán que azota el sur de Suecia está causando enormes daños. Hogares sin electricidad. Las compañías de seguros ofrecen garantías. Dos hombres muertos. Zona de seguridad en el sur del Líbano. Kosovo.
Thomas apagó la radio, fue hasta el hall y se puso las botas. Se acercaría al buzón a recoger el periódico. El viento había hecho añicos el diario, se le colaba por debajo de la bata, enfriándole los muslos. Se paró en seco, cerró los ojos y respiró. Había hielo en el aire; el mar no tardaría en congelarse.
Miró hacia su casa, la hermosa casa que habían construido sus padres, diseñada por un arquitecto. La luz de la cocina, en el piso de arriba, estaba encendida; la lámpara de la mesa era de un diseñador cuyo nombre había olvidado. Daba una luz verdosa y fría, como un ojo maligno que vigilaba el mar. Los azulejos blancos parecían grises a la luz del amanecer. Su madre siempre había pensado que ésa era la casa más bonita de todo Vaxholm. Ella se había ofrecido a hacer todas las cortinas de las habitaciones cuando ellos se mudaron allí. Eleonor se había negado, cortésmente pero con firmeza.
Thomas entró en casa. Pasaba las páginas de las distintas secciones sin poder concentrarse, hasta que, como de costumbre, terminó en los anuncios de viviendas. «Piso de cuatro dormitorios en el centro de Vasastan, con estufa azulejada en todas las habitaciones». «Piso de un dormitorio en la Ciudad Vieja, ático con vigas a la vista, con vistas en tres direcciones»; «Casa de madera cerca de Malmköping, con electricidad y agua. ¡Ganga de otoño!».
Podía oír la voz de su mujer.
¡Iluso! Si dedicaras a la Bolsa la mitad del tiempo que dedicas a los anuncios de viviendas, ¡serías millonario!
Ella ya lo era.
Se sintió avergonzado. Su intención era buena. El amor de su mujer era firme como una roca. Él era el problema. No tenía carácter. Tal vez ella tuviera razón al pensar que él no había podido superar su éxito. Tal vez debería acudir a un psicólogo, después de todo.
Dobló el diario por los pliegues originales -a Eleonor no le gustaba leer periódicos usados- y lo dejó en la mesa auxiliar que se reservaba para el correo y las revistas. Luego volvió al dormitorio, se quitó la bata y se metió en la cama. Ella se movió dormida al sentir el cuerpo frío de su marido. Él la atrajo hacia sí y sopló sobre su cuello suave.
– Te quiero -susurró.
– Y yo a ti -respondió ella.
Carl Wennergren y Bertil Strand llegaron tarde al Frihamnen. Cuando aparcaban el Saab del fotógrafo, vieron que las ambulancias entraban en la zona acordonada. El reportero no pudo evitar soltar una enojada maldición. Bertil Strand siempre conducía con enorme cautela, nunca a más de cincuenta, incluso a veces a treinta, aunque no circulara ni un alma. El fotógrafo comprendió el reproche tácito y se molestó.
– Pareces una vieja -le dijo al periodista.
Los hombres se dirigieron hacia el cordón policial, y el espacio que quedaba entre ellos marcaba su distanciamiento afectivo. Cuando las luces azules y los movimientos de la policía resultaron claramente visibles, la desconfianza mutua se desvaneció y los acontecimientos ocuparon su lugar.
Los polis trabajaban deprisa hoy. Probablemente, la tormenta les había disparado la adrenalina. La zona acordonada era muy amplia, desde la valla del lado izquierdo hasta el edificio de oficinas en el extremo derecho. Bertil Strand evaluó la situación: un lugar estupendo, casi en el centro de la ciudad y sin embargo totalmente separado. Buena luz, clara pero cálida. Sombras mágicas.
Carl Wennergren se abrochó el chubasquero. Mierda, hacía frío.
Apenas veían a las víctimas, con tantos trastos, policías y ambulancias por el medio. El reportero dio zapatazos en el suelo para calentarse los pies, encogió los hombros hasta las orejas y se metió las manos en los bolsillos. Odiaba trabajar a esa hora de la mañana. El fotógrafo sacó una cámara y un teleobjetivo de la mochila y se deslizó siguiendo el precinto policial. Consiguió hacer unas buenas fotos en el extremo izquierdo del fondo: policías uniformados de perfil, oscuros cadáveres, técnicos de paisano con gorra.
– ¡He terminado! -le gritó al reportero.
Carl Wennergren tenía la nariz colorada y de la punta le colgaba moco transparente.
– Qué sitio más asqueroso para morir -dijo cuando volvió el fotógrafo.
– Será mejor que nos demos prisa si queremos llegar a las primeras ediciones -dijo Strand.
– Pero yo no he terminado -replicó Wennergren-. De hecho, ni siquiera he empezado.
– Tendrás que hacer las llamadas desde el coche. O desde la redacción. Apresúrate y empápate del ambiente para adornar un poco la noticia.
El fotógrafo se dirigió al coche, con la mochila dándole botes en la espalda. El reportero lo siguió. Volvieron a la oficina en silencio.
Anders Schyman cerró el listado de noticias por cable de la agencia TT; aquello era adictivo. Se podía configurar el ordenador de modo tal que los cables llegaran ordenados temáticamente: nacionales, internacionales, deportes, artículos de fondo, pero él prefería tenerlos todos en el mismo archivo. Quería saberlo todo de golpe.
Caminó de un lado a otro por su estrecho despacho tipo acuario, moviendo un poco los hombros. Se sentó en el sofá y cogió el periódico del día, la edición extra dedicada al huracán. Cabeceó, satisfecho consigo mismo: su plan había salido bien. Las diferentes secciones habían cooperado exactamente como él había sugerido. Jansson le había contado que Annika Bengtzon se había encargado de llevar la coordinación; había funcionado muy bien.
Annika Bengtzon, pensó y suspiró.
La joven redactora estaba, por una lamentable casualidad, estrechamente ligada a su posición en el periódico. Annika y él llegaron a la redacción con pocas semanas de diferencia. Su primera batalla con los demás editores sénior la tuvo que librar precisamente por ella. Se trataba de un contrato a largo plazo en la sección de noticias, para el cual a él le parecía que ella era la candidata idónea. Cierto, era demasiado joven, inmadura, impulsiva e inexperta, pero él intuía que tenía unas cualidades muy por encima de la media. Le quedaba mucho por aprender, pero poseía una gran conciencia ética y una innegable pasión por la justicia. Era eficiente y creativa. Además, tenía la fuerza de una apisonadora, una gran ventaja para el reportero de un periódico sensacionalista. Si no podía rodear un obstáculo, pasaba por encima; nunca se daba por vencida.
El resto de la dirección, con excepción del redactor de noche, Jansson, no compartía su opinión. Ellos querían contratar para ese puesto a Carl Wennergren, hijo de uno de los miembros de la junta directiva del diario, un muchacho guapo y rico, con una moralidad que dejaba profundas dudas. No parecían importarle ni la verdad ni la protección de las fuentes. Por razones que a Schyman se le escapaban, los demás redactores sénior consideraban respetable ese proceder o, al menos, no les parecía objeto de controversia.
La dirección del periódico Kvällspressen estaba compuesta exclusivamente por hombres blancos, heterosexuales, de mediana edad, con coche e ingresos estables; sobre ellos y para ellos se levantaban tanto la sociedad como el periódico. Anders Schyman sospechaba que a esos hombres Carl Wennergren les recordaba a sí mismos cuando eran jóvenes, o quizá personificaba la ilusión de su propia juventud.
Finalmente, había encontrado para Annika un puesto -que ella aceptó-, que cubría una baja de maternidad, de subredactora en el equipo nocturno de Jansson. No obstante, tuvo que pelear bastante con la dirección antes de que ésta aceptara su voluntad. Annika Bengtzon se convirtió en el asunto que tuvo que forzar para demostrar su empuje. Terminó en desastre.
Unos días después de que el nombramiento se hiciera público, la muchacha fue y mató a su novio. Le había golpeado con un tubo de hierro y, como consecuencia de ello, él cayó en un horno abandonado en una fábrica de Hälleforsnäs. Los primeros rumores que llegaron al periódico hablaban de defensa propia, pero Schyman aún recordaba la sensación que tuvo cuando se enteró de la noticia: quería que se lo tragara la tierra. Y luego pensó: Siempre apuesto por el caballo equivocado. Por la tarde ella lo había llamado, taciturna, aún en estado de shock, confirmando que los rumores eran ciertos. La interrogaron y se le comunicó que era sospechosa de homicidio involuntario, pero no la detuvieron. Durante algunas semanas, hasta que finalizara la investigación policial, decidió vivir en una casa de campo en el bosque. Quiso saber si todavía se mantenía la oferta de trabajo en el Kvällspressen.
Schyman le dijo la verdad, que el puesto era suyo, a pesar de que había gente en el periódico que se había quejado. No era del agrado de los representantes sindicales. El homicidio involuntario implicaba algún tipo de accidente. Si la declaraban culpable de provocar un accidente en el que alguien había perdido la vida, era una desgracia, pero no constituía motivo de despido. Pero tenía que comprender que, si la condenaban a ir a la cárcel, sería difícil que le renovaran el contrato.
Al llegar a ese punto, ella empezó a llorar. Él había reprimido sus ganas de gritarle, de reprocharle su monumental torpeza y haberlo arrastrado con ella.
– No iré a la cárcel -susurró ella por el auricular-. Se trataba de mí o de él. Me habría matado si yo no le hubiera golpeado. El fiscal lo sabe.
Comenzó a trabajar con el equipo de noche, como estaba pensado, más pálida y delgada que nunca. A veces, ella hablaba con él, con Jansson, con Berit, Bild-Pelle y algunos otros, pero por lo general se mostraba reservada. Según Jansson, había hecho un trabajo increíblemente bueno esa noche: reescribiendo, añadiendo información, comprobando datos, redactando los pies de foto y las entradas de primera plana, sin mayores aspavientos. Los rumores se fueron acallando, mucho más deprisa de lo que él habría esperado. El periódico se ocupaba de crímenes y escándalos a diario; la capacidad de la gente para cotillear sobre una muerte trágica y miserable tenía sus límites.
El juzgado de Eskilstuna no dio mucha importancia al caso de la muerte del jugador de hockey y maltratador Sven Matsson, de Hälleforsnäs. Annika fue acusada de homicidio involuntario. La sentencia se dictó la semana previa al solsticio de verano del año anterior. Annika Bengtzon fue absuelta del cargo de homicidio involuntario, pero se la condenó por un cargo menor y quedó en libertad provisional, lo cual implicaba que durante un tiempo estaba obligada a asistir a una suerte de terapia que formaba parte de su compromiso para conservar la libertad, pero a los ojos de la justicia el asunto había quedado ya zanjado.
El jefe de redacción adjunto regresó a su escritorio y volvió a hacer clic en el listado de cables de la TT. Echó un rápido vistazo a las últimas adiciones. Empezaban a llegar los resultados deportivos del domingo; había crónicas de las continuadas consecuencias del huracán; un refrito de los cables del sábado. Volvió a suspirar: todo seguía rodando, nunca se detenía, y ahora habría otra reorganización.
Torstensson, el redactor jefe, quería introducir un nuevo nivel directivo con el fin de centralizar las decisiones. El modelo ya existía en el periódico más importante de la competencia y en muchos otros medios del país. Torstensson había decidido que ya era hora de hacer algo parecido en el Kvällspressen con el fin de «modernizar» la empresa. Anders Schyman se mostraba algo indeciso sobre este punto. Todos los indicios de un desastre inminente parecían concentrarse allí: la pésima situación económica, las tambaleantes tiradas, las malas decisiones, las caras largas de la junta directiva, la redacción que volvía a perder el rumbo ante cada nueva tormenta, mal dirigida y con un radar medio destruido. Lo cierto es que el Kvällspressen no sabía adónde se dirigía ni por qué. Él no había logrado transmitir una visión colectiva de sus límites, a pesar de todos esos grandilocuentes seminarios y conferencias sobre los objetivos y responsabilidades de los medios. Habían evitado los naufragios habituales desde su llegada al periódico, pero los trabajos de reparación de los daños anteriores iban despacio.
Además, y esto le preocupaba un poco más de lo que estaba dispuesto a reconocer, Torstensson había insinuado algo sobre un nuevo trabajo, un bonito puesto en Bruselas. Quizá por eso tenía tanta prisa por reorganizar el periódico. Torstensson quería dejar huella, pero bien sabe Dios que no había conseguido ningún logro periodístico.
Schyman gruñó e, impaciente, cerró la lista.
Algo tenía que suceder pronto.
La oscuridad acechaba por los rincones cuando despertó. El corto día había pasado mientras ella sudaba y se revolvía en la cama. No debería haber tomado esa última taza de café. Inspiró profundamente varias veces y se obligó a quedarse tranquila en la cama, examinándose a sí misma. No le dolía nada. Sentía la cabeza algo pesada, pero se debía al trabajo nocturno de los últimos días. Miró al techo, manchado y gris. El anterior inquilino había pintado con pintura plástica sobre la anterior, al temple, y el resultado era que la nueva capa se iba desconchando para dejar el techo con manchones irregulares de diversos tonos. Siguió las grietas con la mirada, descubriendo formas irregulares. Encontró mariposas, coches, calaveras. En el oído izquierdo empezó a repicarle un tono solitario: era el tono de la soledad, subiendo y bajando la escala.
Al notar que tenía que hacer pis, suspiró; qué fastidio. Se levantó de la cama; áspero el suelo de madera bajo sus pies y en ocasiones con astillas. Se estremeció al ponerse la bata, sedosa y fría la tela al contacto con su piel. Abrió la puerta principal y escuchó los sonidos provenientes de la escalera. Salvo por el tono que le sonaba en el oído, el silencio era absoluto. Bajó rápidamente medio tramo de escaleras hasta el baño que compartía con otros vecinos, y enseguida notó los pies fríos y arenosos, pero no tenía fuerzas para preocuparse por ello.
Notó la corriente de aire en cuanto regresó a su apartamento. Las finas cortinas se abombaban contra las paredes, a pesar de que estaba ventilando la habitación. El tejido se posó cuando cerró la puerta tras de sí y se hubo sacudido los pies en la alfombra antes de entrar en la sala de estar.
Uno de los cristales de las ventanas se había roto durante la noche, ya fuera por una ráfaga de viento o por algún cascote llevado por el aire. El cristal exterior parecía haber desaparecido por completo, mientras que algunos fragmentos del cristal interior seguían sujetos en el marco. En el suelo, bajo las ventanas, se habían amontonado yeso y cristales. Miró aquel desastre, cerró los ojos y se frotó la frente.
¡Qué novedad!, pensó. Ni siquiera tenía fuerzas para evocar la palabra «cristalero».
Le pesaban las piernas. Salió de la sala de estar y entró en la cocina. Se hundió en una silla y miró por la ventana al apartamento de enfrente, al otro lado del patio, el del tercer piso del edificio que daba a la calle. Una constructora lo utilizaba para alojar a sus invitados, y las ventanas del baño tenían cristales esmerilados. Las personas que pasaban una o dos noches allí nunca parecieron darse cuenta de que podían verles cada vez que iban al baño. En cuanto encendían la luz, sus contornos ondulados se reflejaban a través de la ventana. Durante dos años, había visto a los clientes de la constructora hacer el amor, defecar o cambiarse tampones. Al comienzo se sintió un poco violenta con la situación, pero al cabo de un tiempo incluso llegó a encontrarlo divertido. Luego comenzó a irritarle: no tenía por qué aguantar ver a la gente orinando mientras ella cenaba. Ahora ya le daba igual. Cada vez había menos visitantes, el edificio estaba tan deteriorado que no había mucho que mostrar. A esas horas la ventana se veía gris y sin movimiento. Vacía.
Había caído una gran cantidad de revoque de la fachada, que se mezcló hasta formar una pasta sucia con la nieve pisoteada del patio. Se veían dos ventanas rotas en el primer piso. Se levantó, se acercó a la ventana, observó los agujeros negros allí abajo y los sintió como propios. El radiador eléctrico de la cocina le calentaba las piernas, y se quedó allí hasta que comenzó a notar que se quemaba. No tenía hambre, aunque debería tenerla, y bebió agua directamente del grifo.
Va todo bien, pensó. Tengo todo lo que quiero.
Inquieta, volvió a la sala de estar, se sentó en el sofá, con los pies sobre los cojines, abrazándose las rodillas, y se balanceó ligeramente. Respiró hondo, inspiró y espiró varias veces, hacía bastante frío. El edificio no contaba con calefacción central, y los calefactores que ella había comprado no llegaban ni a caldear el apartamento, ni siquiera cuando todas las ventanas estaban intactas. La corriente de aire se paseaba sin obstáculos por el suelo vacío. Las pocas cosas que había las había comprado en Myrorna o Ikea; no había nada que tuviera alguna historia en común con ella.
Paseó la mirada por la sala sin dejar de balancearse, y vio cómo se perseguían las sombras. La luz pura que tanto le gustó al principio, hacía tiempo que había dejado de ser blanca. El brillo mate de la superficie mate de las paredes, que solía absorber y reflejar la luz a la vez, se había apagado, se había vuelto opaco. La luz del día ya no lograba entrar en las habitaciones. Todo era gris, independientemente de las estaciones. El aire era pesado y frío como el barro.
El sofá era áspero, el tosco tejido le dejó marcas en los glúteos, que ella se frotó ligeramente con las uñas mientras regresaba a la habitación y se metía bajo las sudadas sábanas. Se echó el edredón por encima de la cabeza, y notó que las sábanas estaban húmedas. Se templaron enseguida, pero despedían un ligero olor ácido. El fanático de rock duro del piso de abajo encendió el equipo de música, y el estrépito del bajo se propagaba tan bien a través de las paredes que hasta tembló su cama. Volvió a notar el tono, esta vez irritantemente alto, en el oído izquierdo, y se obligó a permanecer en la cama. Aún le quedaban unas horas antes de que empezara su turno.
Se volvió hacia la pared, contemplando el empapelado. A través de la fina capa de pintura se distinguía el motivo original: medallones. Los vecinos del otro lado de la escalera habían llegado a casa; ella los oía caminar pesadamente y reír. Se puso la almohada en la cabeza: las risas se acallaron, el zumbido aumentó.
Quiero dormir un poco, pensó. Dejadme dormir un rato más y quizá pueda seguir adelante.
El hombre encendió un cigarrillo, le dio una profunda calada y trató de acallar su caos mental. No sabía qué sentimiento era más fuerte: si la rabia por la traición, el temor por sus consecuencias, el fastidio por haber sido engañado o el odio contra los culpables.
Él tendría su venganza, esos cabrones pagarían por ello.
Tardó dos minutos en terminarse el cigarrillo, que se le convirtió en una larga columna de ceniza y brasa que al final le colgaba entre los labios como una salchicha de mierda. Lo apagó en el suelo del bar e hizo una seña para pedir otro trago. Sólo uno más, sólo éste, tenía que pensar con claridad, tenía que moverse. Se tomó la bebida y notó la pistolera rozándole la axila, lo que le tranquilizaba. Caray, sí que era peligroso.
Una buena explicación, pensó. Tengo que pensar en una puta explicación de por qué todo ha salido tan mal.
Estaba a punto de pedir otro trago, pero se detuvo a mitad de camino.
– Café. Solo.
No podía entenderlo. No llegaba a comprender qué demonios había pasado, y no se le ocurría cómo podría explicárselo a sus superiores. Le exigirían una total reparación por lo sucedido. Los cadáveres no eran el problema, aunque la eliminación tenía ciertos inconvenientes. Los asesinatos atraían la atención de la policía, y había que actuar con cautela al menos durante un tiempo. El problema era el camión. No bastaría con localizar el envío y devolverlo, él personalmente tendría que limpiar todos los cabos sueltos después de la metedura de pata. Alguien había cantado. Tenía que encontrar la mercancía y tenía que hallar a la persona que la había hecho desaparecer.
Lo pensara como lo pensara, se daba cuenta de que lo sucedido debía de tener algo que ver con la mujer. Ella tenía que estar implicada, o de otro modo no habría estado allí.
Se tomó el café como había hecho con la copa, de un trago. Quemándose la garganta.
Estás muerta, puta.
La luz del ascensor era tan fría y tan poco favorecedora como siempre: parecía un pez muerto. Annika cerró los ojos para no ver su reflejo. No había podido volver a dormirse, de modo que había salido a dar un paseo por el parque Rålambshov en un intento fallido de hallar un poco de luz y de aire. El terreno se había suavizado y desgastado con la lluvia y miles de pisadas hasta quedar blando y marrón. Había ido andando al periódico.
Como era domingo, la redacción estaba desierta. Se dirigió a su sitio. El jefe de noticias, Ingvar Johansson, estaba en la mesa de al lado, hablando por teléfono, así que se encaminó al departamento de sucesos. Con la mente en blanco, se sentó en la silla de Berit Hamrin y llamó a su abuela.
La anciana estaba en su apartamento de Hälleforsnäs, ocupándose de la colada y la compra.
– ¿Cómo estás? -preguntó su abuela-. ¿Ha hecho mucho viento?
Annika se rio.
– Ya lo creo. Me ha roto una ventana.
– Espero que no estés herida -dijo la anciana, con voz preocupada.
Annika volvió a reír.
– No, y no seas doña angustias. Por allí ¿qué tal? ¿El bosque sigue en pie?
La abuela suspiró.
– Más o menos, aunque se han caído algunos árboles. Esta mañana se fue la luz, pero ya ha vuelto. ¿Cuándo vas a venir?
A la abuela de Annika le habían asignado una pequeña casa en los terrenos de Harpsund, tras muchos años como responsable de la propiedad que utilizaba el Primer Ministro para actos oficiales y recreo, una pequeña cabaña sin electricidad ni agua corriente donde Annika había pasado todas sus vacaciones escolares desde que tenía memoria.
– Trabajo esta noche y la próxima, de modo que iré por allí en algún momento del martes por la tarde -dijo Annika-. ¿Quieres que te lleve algo?
– No -respondió la abuela-. Tráete a ti misma, es todo lo que quiero.
– Te echo de menos -le dijo Annika.
Cogió un periódico, y lo hojeó mecánicamente. La edición de ese día del Kvällspressen mantenía un excelente nivel. Los artículos sobre el huracán ya los conocía, de modo que se los saltó. La nota de Carl Wennergren sobre el doble asesinato en el Frihamnen, en cambio, no pasaría a los anales de la historia del periodismo. Las dos víctimas, decía, presentaban disparos en la cabeza, motivo por el cual la policía descartaba la hipótesis de suicidio. Vale. Luego seguía una descripción de la zona del Frihamnen, que en realidad sonaba un poco poética. Era evidente que Carl había estado paseando por el lugar y jugueteando con algunas impresiones. El lugar había aguantado el tiempo «maravillosamente» y tenía una «atmósfera continental».
– Hola, encanto, ¿qué pasa?
Annika tragó saliva.
– Hola, Sjölander -respondió.
Como tenía por costumbre, el redactor del departamento de sucesos se sentó encima del escritorio junto a ella.
– ¿Qué tal vas?
Annika intentó sonreír.
– Bien, gracias. Un poco cansada.
El hombre le dio un golpecito juguetón en la espalda y le guiñó un ojo.
– Una noche agitada, ¿eh?
Ella se levantó, cogió su periódico, la cartera y el abrigo.
– Agitadísima. Siete chicos y yo.
Sjölander se rió entre dientes.
– Realmente, sabes divertirte.
Ella levantó el periódico ante las narices del redactor de sucesos.
– Estuve trabajando. ¿Qué pasa con el asunto del Frihamnen?
Él la observó unos segundos y se retiró el pelo de la frente.
– No se ha encontrado ninguna identificación en los cuerpos -le dijo-. Tampoco había llaves, ni dinero, ni armas, ni chicles, ni condones.
– Limpios -dijo Annika.
Sjölander afirmó con la cabeza.
– La policía no tiene ninguna pista, ni siquiera sabe quiénes eran las víctimas. Sus huellas no figuran en los registros suecos.
– De modo que no tienen ni idea. ¿Y la ropa?
Sjölander fue hasta su escritorio y buscó en el ordenador.
– Los abrigos, los tejanos y los zapatos son italianos, franceses y estadounidenses, pero la ropa interior tenía etiquetas con letras en cirílico.
Annika tomó nota.
– Ropa extranjera de marca -dijo-, pero la interior era local y barata. Parece que de la antigua Unión Soviética, la antigua Yugoslavia o Bulgaria.
– Te interesan los asuntos policiales, ¿verdad? -le dijo Sjölander con una sonrisa.
Él lo sabía, todos lo sabían. Annika se encogió de hombros.
– Ya sabes. La cabra siempre tira al monte.
Ella se giró y se dirigió a la sección de noche. Oyó a Sjölander bufar a sus espaldas. ¿Por qué lo tolero?, se preguntó.
Encendió el ordenador que se encontraba a la derecha del redactor de noche. Alzó las piernas y se sentó, apoyando el mentón en una rodilla. Debería comprobar si ha sucedido algo. Esperó pacientemente a que todos los programas se pusieran en marcha. Abrió uno cuando estuvo lista la pantalla. Leyó, comprobó, tecleó.
– Oye, Bengtzon, ¿cuál es tu extensión?
Se giró y vio a Sjölander agitando el auricular de su teléfono, gritó su número y enseguida le tuvo en línea.
– Esta tipa quiere hablar sobre servicios sociales, sobre algo relacionado con mujeres con problemas -dijo el redactor de sucesos-. Yo no puedo ocuparme de eso ahora. Además, está, bueno, más en tu terreno. ¿Puedes hacerte cargo?
Annika cerró los ojos, respiró y tragó saliva.
– Ni siquiera he empezado mi turno todavía -le dijo-. Iba a comprobar…
– ¿Coges la llamada o cuelgo?
Suspiró.
– Vale, pásamela.
Una voz, fría y tranquila.
– Hola, quisiera hablar con alguien… Es confidencial.
– Los periódicos tienen una cláusula de confidencialidad -dijo Annika mientras revisaba los nuevos informes de la agencia de noticias en la pantalla-. ¿Qué es lo que quiere decirme?
Clic, clic, empate en el derbi.
– No estoy segura de que me hayan pasado con el departamento apropiado. Se trata de un nuevo sistema, de una nueva forma de proteger a la gente cuya vida corre peligro.
Annika terminó de leer.
– ¿Ah, sí? -respondió-. ¿Y cómo funciona?
La mujer pareció vacilar.
– Tengo información sobre una manera única de ayudar a devolver la esperanza a aquellas personas que se encuentran en peligro. La forma de trabajo es desconocida para la mayoría, pero tengo autorización para transmitir la información a los medios. Quisiera hacerlo de manera tranquila y controlada, por eso preguntaba si había alguien en su periódico a quien pudiese dirigirme.
Annika no quería oírlo, ni ocuparse de ello. Miró la pantalla. Seguía habiendo hogares sin electricidad y había habido nuevos ataques con misiles sobre Grozny. Apoyó la cabeza en una mano.
– ¿Podría enviarme una carta o un fax? -preguntó.
La mujer permaneció en silencio durante un largo instante.
– ¿Hola? -preguntó Annika, disponiéndose a colgar con un sentimiento de alivio.
– Prefiero hablar cara a cara con alguien, en un entorno seguro -dijo la mujer.
Annika se desplomó sobre su escritorio.
– Eso no es posible -respondió-, aún no ha llegado nadie.
– ¿Y usted?
Se echó el pelo hacia atrás mientras pensaba en una excusa.
– Necesitamos saber de qué va todo esto antes de enviar a nadie -aseguró.
Al otro lado de la línea la mujer volvió a callar y Annika suspiró, intentando cortar la comunicación.
– Si eso es todo…
– ¿Es consciente de que hay gente que vive en la clandestinidad, aquí y ahora, en Suecia? ¿Mujeres y niños de los que se abusa y a quienes se maltrata? -preguntó la mujer en voz baja.
No, pensó Annika. Esto no.
– Gracias por llamar, pero desgraciadamente ése no es un asunto que podamos cubrir esta noche -contestó.
La mujer al otro lado de la línea alzó la voz.
– ¿Va a colgarme? ¿Realmente va a pasar de mí y de mi trabajo? ¿Sabe a cuánta gente he ayudado? ¿No le preocupa en absoluto que haya mujeres maltratadas? Ustedes, los periodistas, lo único que hacen es sentarse en sus salas de redacción. No tienen ni idea de lo que es la vida real.
Annika se sentía mareada, sofocada.
– Usted no sabe nada sobre mí -replicó.
– Los periodistas son todos iguales. Pensé que el Kvällspressen sería mejor que los periódicos intelectuales, pero ya veo que a usted tampoco le importan las mujeres y los niños maltratados, la gente que está en peligro.
Notó que la sangre le subía a la cabeza.
– Usted no es quién para decirme lo que pienso, hago o dejo de hacer -respondió Annika en un tono bastante elevado-. No haga afirmaciones sobre cosas que desconoce.
– ¿Y por qué no quiere escucharme?
La mujer del teléfono parecía molesta.
Annika se tapó la cara con las manos, y esperó.
– Estas personas están solas -siguió la mujer-. Sus vidas corren peligro, están aterradas. Por mucho que intenten esconderse, siempre hay algo o alguien que puede llevar a otras personas hasta ellas: trabajadores sociales, juzgados, cuentas bancarias, guarderías…
Annika no respondía, sólo escuchaba en silencio.
– Como ya sabrá, la mayoría son mujeres y niños -siguió la mujer-. Ellos pertenecen al sector más vulnerable de la sociedad. Otros grupos son testigos, personas que han abandonado diferentes tipos de sectas, o que son acosadas por el crimen organizado, y periodistas que denuncian prácticas ilegales, pero la mayoría son mujeres y niños cuyas vidas están en peligro.
Annika cogió vacilante un bolígrafo y comenzó a anotar.
– Somos un grupo de trabajo -dijo la mujer-. Hemos ideado este método especial. Yo soy su directora. ¿Sigue ahí?
Annika carraspeó.
– ¿En qué se diferencian de los servicios establecidos de acogida a mujeres?
La mujer del teléfono suspiró con un dejo de resignación.
– En todo. Los refugios para mujeres se gestionan con fondos públicos insuficientes. No tienen los recursos para llegar tan lejos como nosotros. Somos una iniciativa privada con otro tipo de medios totalmente diferentes.
El bolígrafo dejó de funcionar. Annika lo arrojó a la papelera y cogió uno nuevo.
– ¿En qué sentido?
– Prefiero no decir nada más por teléfono. ¿Existe alguna posibilidad de que podamos vernos?
Annika se desmoronó. No quería enfrentarse a aquello, no tenía fuerzas.
– ¡Bengtzon!
Ingvar Johansson apareció por encima de ella.
– Un momento, por favor -dijo, y se puso el auricular en el pecho-. ¿Qué pasa?
– Si no estás ocupada, podrías introducir estos resultados.
El redactor de noticias le tendió un fardo con los resultados deportivos de las divisiones menores.
Aquello fue como un puñetazo en el estómago. ¡Por todos los demonios! Iban a tenerla haciendo el mismo tipo de cosas que en el Katrineholms-Kuriren, el periódico local, cuando tenía catorce años: rellenando tablas con resultados.
Dio la espalda a Johansson, cogió el auricular y dijo:
– Podría verme con usted ahora mismo.
La mujer se alegró.
– ¿Esta noche? ¡Estupendo!
Annika apretó los dientes, sentía la presencia del redactor de noticias en la nuca.
– ¿Dónde le parecería bien? -preguntó.
La mujer le dio el nombre de un hotel de las afueras en el que Annika no había estado nunca.
– ¿Dentro de una hora?
Ingvar Johansson ya había desaparecido cuando ella colgó. Rápidamente cogió la chaqueta, se colgó el bolso al hombro y preguntó al guardia de seguridad. Por supuesto, no había ningún coche de la empresa disponible, de modo que llamó a un taxi. A fin de cuentas, podía disponer de su tiempo libre como quisiera.
Rellena tú las malditas tablas, gilipollas.
– ¿Estás listo, cariño?
La mujer de Thomas Samuelsson estaba a la puerta de su salón de recreo, vestida ya con el abrigo y poniéndose sus elegantes guantes de piel.
Él oyó el tono de sorpresa que había en su voz cuando preguntó:
– ¿Listo para qué?
Irritada, tiró del delgado material.
– La asociación empresarial. Prometiste que vendrías conmigo -respondió.
Thomas dobló el periódico de la tarde y puso los pies en las baldosas, que gozaban de calefacción radiante.
– Sí, es verdad -contestó él-. Lo siento. Se me había olvidado.
– Te espero fuera -dijo ella, dándose la vuelta y marchándose.
Él suspiró quedamente. Menos mal que ya se había duchado y afeitado.
Subió a su dormitorio y por el camino se quitó los tejanos y la camiseta. Se puso una camisa blanca, un traje y se pasó una corbata por el cuello. Oyó cómo arrancaba el BMW, y aceleraba imperiosamente.
– Vale, ya voy -dijo.
Todas las luces de las habitaciones estaban encendidas, pero desde luego no tenía intención de correr por la casa para apagarlas. Salió con el abrigo sobre los hombros y los zapatos desatados. Resbaló en una placa de hielo y estuvo a punto de caerse.
– Ya podías enarenar el camino de entrada -dijo Eleonor.
Él no respondió, simplemente cerró de un portazo y se agarró fuerte cuando ella torció por la calle Östra Ekudd. Se anudó la corbata por el camino, pero los cordones de los zapatos tendrían que esperar hasta que llegaran.
Había oscurecido. ¿Qué había sido de aquel día? Había muerto antes de nacer. ¿Había habido luz en algún momento?
Suspiró.
– ¿Qué te pasa, cariño? -preguntó ella, en tono amigable.
Él miraba por la ventana en dirección al mar.
– Me siento un poco mal -dijo él.
– Quizá has cogido el virus que tuvo Nisse -contestó ella.
Él afirmó con la cabeza, sin mostrar mayor interés.
La asociación empresarial. Él sabía exactamente de qué se hablaría. Turistas. Cuántos habían sido, cómo conseguir más y mantener a los que ya habían descubierto su comunidad. Se discutiría el problema con las empresas que sólo operaban durante los cortos meses de verano, llevándose los ingresos que en justicia pertenecían a los comerciantes residentes. De la buena comida del hotel de Waxholm. De los preparativos del mercadillo de Navidad, de la ampliación de horarios por las tardes y los fines de semana. Todos estarían allí. Todos acudirían felices y comprometidos. Siempre era así, independientemente del evento al que fueran. Últimamente se habían involucrado mucho en cuestiones de arte. También habían destacado los asuntos religiosos. Muchas charlas por la conservación de casas antiguas y jardines, a ser posible a expensas de los otros.
Thomas volvió a suspirar.
– Anímate -le dijo su mujer.
– ¿Annika Bengtzon? Soy Rebecka Björkstig.
La mujer era joven, mucho más joven de lo que Annika esperaba. Pequeña, delgada, parecía una figura de porcelana. Se saludaron.
– Le pido disculpas por citarla en tan extraño lugar -dijo Rebecka-. Toda precaución es poca.
Caminaron por un pasillo desierto y salieron a lo que era vestíbulo y bar a la vez. La iluminación era escasa, y la atmósfera recordaba a un hotel estatal de la antigua Unión Soviética. Mesas marrones redondas con sillones cuyos respaldos y reposabrazos se unían. Algunos hombres hablaban en voz muy baja en el rincón opuesto; el resto del local estaba vacío.
Annika tuvo la extraña sensación de estar inmersa en un viejo thriller de espías, y sintió un fuerte impulso de salir pitando. ¿Qué estaba haciendo ella allí?
– Me alegra que hayamos podido reunirnos tan pronto -dijo Rebecka, mientras se sentaba a una mesa, mirando cuidadosamente por encima del hombro a los hombres que se encontraban en la zona opuesta.
Annika farfulló algo inaudible.
– ¿Saldrá algo en el periódico de mañana? -preguntó la mujer con una sonrisa esperanzada.
Annika negó con la cabeza. Sintió un leve mareo, quizá debido a lo cargada que estaba la atmósfera.
– No, claro que no. Ni siquiera puedo asegurar que vaya a salir publicado. Es el editor quien toma las decisiones sobre lo que se va a publicar.
Después de decir algo tan falso y ambiguo, bajó la mirada hacia la mesa.
La mujer se alisó su falda clara y se echó el pelo hacia atrás.
– ¿De qué temas suele ocuparse? -preguntó con ahogada voz de soprano, intentando captar la mirada de Annika.
Annika carraspeó.
– En este preciso momento trabajo compilando y reescribiendo los textos -dijo con total sinceridad.
– ¿Qué tipo de textos?
Annika se masajeó la frente.
– De todas clases. Anoche se trató del huracán, y un poco antes, la semana pasada, me tocó el caso de un chico minusválido del que las autoridades locales no querían hacerse responsables…
– ¡Oh, qué interesante! -dijo Rebecka Björkstig al tiempo que cruzaba las piernas-. Entonces nuestro trabajo encaja perfectamente en su área. Nosotros trabajamos con las autoridades locales. ¿Puede traerme una taza de café?
Un camarero con un delantal manchado había aparecido junto a ellas. Annika afirmó cortésmente con la cabeza cuando se le preguntó si también deseaba uno. Sentía náuseas, quería irse a casa, marcharse de allí. Rebecka se reclinó contra el curvo respaldo de la silla. Sus ojos eran claros y redondos, suaves e inexpresivos.
– Somos una organización sin ánimo de lucro, pero tenemos que cobrar por nuestros servicios. A menudo los centros de Servicios Sociales de las distintas poblaciones del país se hacen cargo de nuestros gastos. Pero no ganamos ni un céntimo por lo que hacemos.
La voz seguía siendo suave, pero las palabras resultaban impactantes.
Es una buscadora de oro, pensó Annika mientras la observaba con atención. Hace esto para ganar dinero a costa de mujeres y niños en atroces circunstancias.
La mujer sonrió.
– Sé en lo que está pensando, pero le aseguro que se equivoca.
Annika bajó la mirada y jugueteó con un palillo.
– ¿Por qué ha llamado a nuestro periódico y por qué precisamente esta noche?
Rebecka suspiró ligeramente y se secó la yema de los dedos con un pañuelo que tenía en el bolso.
– Si le soy sincera, sólo había pensado en llamar y hacer algunas indagaciones -respondió-. Leí las noticias sobre los estragos del huracán en su periódico, y vi el número de la redacción. Llevamos tiempo hablando de hacer público nuestro trabajo, y actué de manera impulsiva, por así decir.
Annika tragó saliva.
– Nunca he oído hablar de su organización -dijo.
La mujer volvió a sonreír, una sonrisa fugaz como una corriente de aire en una habitación.
– Antes no teníamos recursos suficientes como para recibir la avalancha de casos que sabemos que van a llegar una vez que hagamos pública nuestra actividad. Pero ahora sí contamos con ellos. Hoy tenemos los medios y los recursos suficientes para ampliar nuestro campo de acción, y nos sentimos apremiados a hacerlo. Son muchos quienes necesitan nuestra ayuda.
Annika sacó el cuaderno y el bolígrafo de la cartera.
– Cuénteme de qué se trata.
Rebecka lanzó otra mirada a su alrededor y se secó la comisura de los labios.
– Aceptamos aquellos casos en los que las autoridades ya se han declarado incompetentes -afirmó un poco entrecortadamente-. Nuestro único propósito es ayudar a la gente que está realmente en peligro a empezar otra vez. Durante los últimos tres años nos hemos concentrado en conseguir que nuestro sistema funcione. Ahora estamos seguros de haberlo logrado.
Annika esperó un minuto en silencio.
– ¿Y cómo es eso?
El camarero llegó con el café. Era gris y amargo. Rebecka puso uno de sus pañuelos de papel entre la taza y el plato, y removió la bebida con una cuchara.
– Nuestra sociedad está tan informatizada que nadie puede esconderse -dijo en voz baja una vez que el camarero se hubo marchado-. Vayan donde vayan estas personas, tienen que afrontar el hecho de que siempre habrá alguien que descubra su nueva dirección, su nuevo número de teléfono, el número de su nueva cuenta bancaria o que han alquilado un nuevo piso. Incluso aunque todos esos datos sean confidenciales, siempre pueden aparecer en los historiales médicos, en los centros de Servicios Sociales, en los archivos de los juzgados, en las delegaciones de Hacienda, en los directorios de accionistas, en suma, en todas partes.
– ¿Y eso no puede arreglarse de alguna manera? -preguntó Annika con tacto-. ¿No existe forma de borrar las direcciones de todas las listas y los directorios, conseguir nuevos números personales de identidad y todo eso?
La mujer dejó escapar otro breve suspiro.
– Sí, claro, hay diversas formas. El problema es que no funcionan. Nuestro grupo ha diseñado un modo de borrar completamente a una persona de todos los archivos. ¿Sabías que hay más de sesenta registros informáticos en los que prácticamente figuran los datos de todos los habitantes de Suecia?
Annika respondió negativamente e hizo una mueca: el café estaba realmente asqueroso.
– La primera mitad del año me dediqué exclusivamente a hacer un esquema con todos los directorios. Elaboré planes y métodos de trabajo para acceder a ellos. Había muchas preguntas, pero las respuestas a veces tardaban en llegar. Este método que hemos diseñado es verdaderamente excepcional.
Esa última frase le retumbó en la cabeza. Annika tomó un sorbo de aquel fango grisáceo y derramó unas gotas cuando dejó la taza en la mesa.
– ¿Por qué se ha metido en esto? -preguntó.
El silencio que siguió se hizo opresivo.
– Yo misma me he visto amenazada -contestó la mujer.
– ¿Por qué? -preguntó Annika.
Rebecka se aclaró la voz, dudó, se secó las palmas de las manos con el pañuelo.
– Lo siento, pero realmente no quiero hablar de ello. El miedo es una sensación paralizante. He trabajado muy duro para construirme una nueva vida y hacer un buen uso de mi experiencia.
Annika observó a Rebecka Björkstig, tan fría y tan suave a la vez.
– Hábleme de la organización.
Rebecka bebió un sorbo de café.
– Nuestra fundación opera como una asociación sin ánimo de lucro, y decidimos llamarla Paraíso. Lo que hacemos, en realidad, no es tan extraordinario: sencillamente, devolvemos a nuestros clientes una vida normal. Para quien ha sido perseguido y sabe lo que significa vivir bajo el terror y el miedo constantes, esta nueva existencia que le proponemos representa realmente un paraíso.
Annika bajó la vista a su cuaderno, avergonzada al comprobar que sólo había escrito algunos tópicos banales.
– ¿Y cómo lo llevan a cabo?
Rebecka sonrió ligeramente, con seguridad en sí misma.
– El Jardín del Edén era un refugio. Estaba rodeado de muros invisibles donde el mal no podía entrar. Así, de la misma manera, funcionamos nosotros. El cliente llega a nosotros, pasa por nuestro sistema y desaparece detrás de un muro impenetrable. Simplemente, se desvanece. Cuando alguien intenta rastrear a alguno de nuestros clientes, lo cual ocurre a menudo, sólo se encuentra con un muro enorme y mudo: nosotros.
Annika la miró.
– Pero… ¿no tienen miedo?
– Somos conscientes de los riesgos, pero la Fundación Paraíso es, a su vez, imposible de rastrear. Tenemos varias oficinas entre las que alternamos la actividad. Nuestras conexiones telefónicas se controlan a través de otras estaciones en otras provincias. Somos cinco las personas que trabajamos a tiempo completo en Paraíso. Se han borrado todos nuestros datos. La única manera de ponerse en contacto con Paraíso es a través de un teléfono protegido.
Annika observó cómo la mujercita de porcelana retorcía, inconscientemente, el pañuelo entre los dedos. A Rebecka se la veía completamente fuera de lugar en aquel ambiente, tan blanca y pura en ese sórdido bar de oscuros decorados.
– ¿Cómo consiguen que desaparezcan de todos los archivos?
Alguien había encendido una araña detrás de Rebecka Björkstig, lo que hizo que su rostro se ensombreciera más. Los luminosos ojos mudos se convirtieron en dos huecos negros.
– Creo que vamos a interrumpir nuestra conversación en este punto. Espero que me disculpe, pero me gustaría esperar un poco antes de darle el resto de la información.
Sintiendo una mezcla de desilusión y alivio, Annika respiró. Rebecka sacó una tarjeta de su bolso.
– Hable con su editor responsable y pregúntele si su periódico querría escribir sobre nuestra empresa. Luego llámeme, éste es nuestro número protegido. Supongo que no tengo que decirle que debe ser extremadamente cuidadosa con él.
Annika tragó saliva y murmuró algo en señal de asentimiento.
– En cuanto le den el visto bueno, podremos volver a vernos -dijo Rebecka, pequeña y luminosa, aunque envuelta en sombras.
Annika sonrió tontamente y se levantó. Se dieron la mano.
– Entonces puede que la llame.
– Si me disculpa, tengo un poco de prisa -dijo Rebecka-. Espero su llamada.
Y desapareció.
El camarero se acercó a limpiar la mesa.
– Los cafés son cincuenta y cinco coronas.
Annika pagó la cuenta.
En el taxi de vuelta a la redacción, dejó vagar los pensamientos. Los suburbios pasaban delante de la ventanilla como una película muda: la zona industrial con sus depósitos de chapas, sus deprimentes edificios altos, sus calles cortadas con luces rojas.
¿Qué aspecto tenía Rebecka Björkstig? Annika se dio cuenta de que ya casi lo había olvidado, sólo recordaba una cierta cualidad intangible y evasiva.
Gente amenazada, mujeres maltratadas. Si había un tema sobre el cual prefería no escribir era justamente ése. Estaba inhabilitada para toda la eternidad.
¿Qué significaba, por otra parte, todo ese discurso sobre el Jardín del Edén? Annika buscó en su memoria, pero la información se le escapaba. Cogió su cuaderno de notas, lo hojeó, intentó leer a ratos bajo las luces amarillentas de la autopista.
Estaba rodeado por muros invisibles donde el mal no podía penetrar.
Volvió a guardar el cuaderno y vio centellear la fachada del edificio conocido como Blåkulla.
¿Y qué pasaba con la serpiente?, pensó Annika. ¿De dónde venía?
A su vuelta, Berit Hamrin estaba sentada en su sitio en la redacción. Annika se dirigió a ella y la abrazó.
– ¿El doble asesinato? -preguntó.
Berit sonrió.
– Nada como una pequeña guerra entre bandas.
Annika se quitó la chaqueta y la dejó caer en el suelo.
– ¿Has comido algo?
Bajaron al comedor, al que todos se referían como Las Siete Ratas, y tomaron el plato especial.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Berit, untando con mantequilla una tostada de centeno.
Annika suspiró.
– Supongo que seguiremos cubriendo el huracán esta noche -dijo-. Y acabo de conocer a una mujer con una historia muy extraña.
Interesada, Berit enarcó las cejas, al tiempo que probaba sus patatas gratinadas.
– Las historias extrañas también pueden ser divertidas -dijo ella-. ¿Me pasas la sal, por favor?
Annika se inclinó hacia atrás y buscó un salero y un pimentero en la mesa contigua.
– Esa mujer afirma que existe una fundación llamada Paraíso que ayuda a mujeres y niños en peligro a empezar una nueva vida.
Berit asintió en signo de aprobación.
– Suena emocionante. ¿Y es verdad?
Annika vaciló.
– No lo sé, no me lo contó todo. La directora parecía de fiar. Al parecer han ideado algún tipo de mecanismo para borrar de todos los archivos públicos a gente que teme por su vida.
Cogió la sal de Berit y roció generosamente su comida.
– ¿Crees que… habría algún problema si investigo un poco esta historia? -preguntó con cautela.
Berit masticó durante un momento.
– No, no creo. ¿Lo dices por Sven?
Annika afirmó con la cabeza, al fallarle la voz.
Su colega mayor suspiró.
– Ya veo que se te ha pasado la idea por la cabeza, pero ese suceso no puede descalificarte eternamente para desempeñar tu trabajo periodístico de manera normal. Aquello fue un accidente, y ya tienes los papeles que lo certifican.
No había nada que añadir. Annika miró los cubiertos, los tomó y cortó un poco de ensalada en tiras.
– Pero comunícaselo a los jefes -dijo Berit-. Para conseguir cosas en el periódico lo más sencillo es hacerles creer a los tipos de arriba que las ideas de los artículos son suyas.
Annika sonrió, masticando un bocado de ensalada. Comieron en agradable silencio.
– ¿Has estado en el Frihamnen? -preguntó Annika, dejando los cubiertos y alargando el brazo para coger un palillo.
Berit se levantó.
– ¿Café?
– Solo.
Berit fue a por las dos tazas.
– Una historia turbia -dijo, poniendo una taza ante Annika-. Es posible que los muertos fueran serbios, la policía cree que puede tratarse de un asesinato mafioso, de la mafia serbia. Temen que se desencadene una masacre.
– ¿Alguna pista?
Berit suspiró.
– Es difícil saberlo. El equipo forense estuvo en el lugar hasta que oscureció, moviendo cada grano de arena en busca de balas y pruebas.
Annika sopló sobre la taza de café.
– ¿Podremos utilizar los tópicos de siempre?: «¿Ejecución», «Ajuste de cuentas en los bajos fondos», «La policía teme guerra de mafias»?
Ambas se rieron un poco.
– Posiblemente, las tres cosas -concluyó Berit.
Primero pasó a limpio sus anotaciones en torno a la Fundación Paraíso. Luego Jansson le pasó algunos textos para corregir sobre las consecuencias del huracán. Los largos turnos de noche hacían mella: tuvo que restregarse los ojos para que no le bailaran las letras. Afortunadamente, el largo documento sobre el chico discapacitado había sido corregido con antelación y ya estaba listo para salir, cuatro páginas acerca de cómo los Servicios Sociales quebrantaron las leyes municipales al negarse a darle la asistencia a la que tenía derecho. Sería una noche tranquila, quizá incluso demasiado tranquila.
Poco antes de medianoche, el resto del equipo de noche bajó a comer. Annika se quedó, encargada de los teléfonos y los boletines de la agencia de noticias, aliviada de no ir con ellos. Cuando el grupo se hubo marchado, ella dudó entre no hacer nada o investigar algunas cosas. Luego se sentó en el sitio de Jansson, que siempre estaba conectado a la red, y escribió en el buscador de Yahoo «Fundación Paraíso». El ordenador se lo pensó, pero la cosa terminó en nada de nada. Entonces tecleó solo la palabra clave, «Paraíso», y, ahora sí, aparecieron una serie de posibilidades: una empresa de publicidad, un pastor de una iglesia de Vetlanda, el cinturón bíblico de Suecia, que tenía su propia página web, una película con Leonardo DiCaprio, pero nada acerca de una organización que ayudara a niños y mujeres en peligro.
Volvió a su sitio y miró los boletines de la agencia de noticias. Ninguna noticia de última hora. Utilizando el sistema rápido de marcación, llamó a la «morgue» del tercer piso; ellos tenían una carpeta con todas las fundaciones, proporcionada por la Agencia Tributaria de Suecia, bajo la carátula «Obligación Tributaria». La pidió, pero para cuando el conserje bajó a buscar el material y llegó con él arrastrando los pies, ella se dio cuenta de que ya no se sentía con fuerzas para leerlo. Dio un pequeño paseo por el lugar y se restregó los ojos, cansada, aletargada, apática. Volvió nuevamente a sentarse en su sitio y deseó que hubiera terminado el turno, así no tendría que estar ahí. En su interior sabía las horas que le faltaban para volver a salir y escapar así de su apartamento. A pesar de que sabía que terminaría contando las horas hasta que tuviera que volver al trabajo para no tener que estar en casa. Sintió una leve opresión en el pecho, y la invadió una sensación de inutilidad.
– ¡Sjölander! -gritó-. ¿Quieres que escriba algo? ¿Algún recuadro sobre la historia de la mafia serbia?
Él estaba al teléfono, pero aprobó la propuesta mostrando el pulgar hacia arriba.
Annika cerró los ojos, tosió, volvió nuevamente a la silla de Jansson y entró en la base de datos. Tecleó «mafia» y «yugoslava».
Según los extractos de prensa, durante décadas diversos grupos criminales yugoslavos se habían establecido en muchas regiones de Suecia, tanto en las zonas rurales como en las ciudades. Sus actividades principales eran el contrabando y la venta de drogas, a menudo utilizando restaurantes como tapadera, pero en los últimos tiempos sus operaciones habían cambiado. Después de que el gobierno sueco aumentara drásticamente los impuestos sobre el tabaco, muchos traficantes dejaron las drogas y se pasaron a los cigarrillos. Un cartón de cigarrillos se podía comprar por entre treinta y cincuenta coronas en Europa oriental, donde las marcas como Prince y Blend tenían licencia de fabricación. Luego los introducían en Suecia directamente, o bien vía Estonia.
Annika se quedó pensativa un instante, leyendo entre líneas; luego salió a donde estaba Sjölander. Él había terminado su conversación telefónica y estaba sentado, aporreando el teclado con sus dedos índices.
– ¿Vamos a afirmar que hay una relación entre los asesinatos y la mafia serbia? -preguntó ella.
Sjölander suspiró ruidosamente.
– Bueno -respondió-, es cuestión de semántica. Se trata de un asunto de mafiosos, de algún tipo de enfrentamiento entre la mafia.
– Quizá sería mejor no decantarnos por ningún país en particular, de momento -dijo Annika-. Hay un montón de grupos criminales que llevan años haciendo negocios aquí. ¿Qué tal una pequeña revisión de los diferentes grupos y sus objetivos criminales favoritos?
Sjölander dobló sus índices.
– De acuerdo.
Annika volvió a su escritorio y llamó a su fuente. Respondió a la primera señal.
– Trabajando hasta tarde -señaló Annika.
– ¿Ya te han dejado salir del congelador? -preguntó el detective.
– No -respondió Annika-. Sigo comiendo mierda. ¿Tienes tiempo como para unas preguntas rápidas?
El hombre gruñó.
– Tengo a dos chicos a los que les han volado los sesos -respondió.
– ¡Caray! -dijo Annika-, eso debe de doler. ¿Estás seguro de que son yugoslavos?
– Vete al infierno -contestó Q.
– Vale. Unas preguntas generales sobre diferentes bandas extranjeras. Dime, ¿a qué se dedican los… sudamericanos?
– No puedo perder el tiempo con eso.
Annika adoptó un tono lastimero.
– Anda… dame alguna migaja -trató de camelarle.
El detective se rió.
– Cocaína -dijo-. De Colombia. El volumen aumentó más de un cien por cien el año pasado.
– ¿Y los países bálticos? -preguntó Annika mientras anotaba febrilmente.
– Cigarrillos, en cierta medida. Muchos coches robados. Creemos que Suecia lleva camino de convertirse en un país de tránsito para el comercio de vehículos sustraídos. Los coches robados en Italia y España se transportan a través de Europa directamente hasta Suecia y luego llegan por barco a los países bálticos y Rusia.
– Vale, ¿algún otro grupo? Tú estás más familiarizado con ellos.
– Los turcos trabajan con heroína, pero en los últimos años sus operaciones han pasado a manos de los albaneses de Kosovo. Los rusos blanquean dinero, hasta ahora han invertido en este país más de quinientos millones en propiedades. Los yugoslavos son los mayores traficantes de tabaco y alcohol. Algunos tienen clubes de juego clandestinos y también prestan servicios de protección. A menudo utilizan restaurantes de tapadera. ¿Satisfecha?
– Continúa -dijo Annika.
– Las pandillas de moteros se ocupan más de la protección y los asuntos de fuerza. Son suecos o escandinavos. La industria del porno también la manejan suecos, pero eso, ya sabes…
– ¡Ja, ja, ja! -respondió Annika secamente.
– Los delitos financieros son prácticamente territorio de los suecos. Con frecuencia trabajan juntos en diferentes áreas: saqueo de empresas, fraudes fiscales, cosas así. Muchos de estos tipos utilizan la fuerza. También tenemos algunas bandas de gambianos que mueven heroína.
– Vale -dijo Annika-. Eso dará para una columna.
– Siempre es un placer echar una mano -replicó Q. cortante, y colgó.
Annika sonrió. Era un amor.
– ¿Qué haces? -preguntó Jansson con un vaso de plástico en la mano.
– Trabajar -contestó Annika. Terminó el artículo, le añadió su toque personal y envió el texto al servidor.
– Voy a dar una vuelta -dijo, pero Jansson no reaccionó. Una vez más, notó que la invadía la sensación de que todo era inútil.
La mujer tosió de forma seca, hueca. La cabeza le explotaba de dolor, le palpitaba la herida que tenía en la frente. Temblaba ligeramente, por lo que dedujo que le estaba subiendo la temperatura y supuso que tendría alguna infección en las vías respiratorias o en los pulmones. Había tomado la primera dosis de antibióticos de amplio espectro alrededor de la hora del almuerzo. Las luminosas cifras en rojo de la radio despertador indicaban que ya era hora de tomar la siguiente dosis.
Tiritando, se levantó como pudo de la cama, cogió el botiquín y hurgó entre todo el contenido. Encontró los antibióticos bajo las vendas y cogió también unos analgésicos para bajar la fiebre. Las pastillas llevaban tiempo, eran restos de sus días en Sarajevo y habían caducado hacía años. Nada podía hacerse al respecto, pero no tenía elección.
Volvió a la cama, lo mejor sería intentar dormir un poco.
Pero el sueño la eludía. Su fracaso la atormentaba. Las escenas le venían a la mente una y otra vez, su imaginación proyectaba imágenes, gente muriendo, le estaba subiendo la temperatura. Finalmente, ahí se hallaba el muchacho, con las manos extendidas, implorando, siempre a cámara lenta, corriendo, gritando, con la muerte en la mirada.
Angustiada y tosiendo, se levantó y bebió medio litro de agua. Tenía que librarse de aquello antes de que la encontraran. No tenía tiempo para estar enferma.
Trató de pensar con claridad. Comparado con lo que podría haberle pasado, un resfriado no era nada. El mar cerrándose encima de su cabeza, frío y cruel, oscuro y doloroso. Ella había reprimido las oleadas de pánico que amenazaban con hundirla, y se había obligado a mover el cuerpo, nadando bajo la superficie tan lejos del muelle como le fuera posible, subiendo para tomar aire, y volviendo a sumergirse. Las olas la habían arrojado los últimos metros hacia el muelle, al otro lado del puerto, y se había golpeado el hombro contra el hormigón al volverse y verlo allí parado, mirando la superficie del agua, una silueta negra que se destacaba contra los almacenes con aquella luz dorada.
Tuvo que salir subiéndose al muelle de la dársena para petróleos. Tendida entre dos balizas amarillas, perdió el conocimiento por un momento, pero el miedo y la adrenalina mantuvieron a raya el entumecimiento. Consiguió refugiarse del viento y comprobó el contenido de su bolso. Tras unos intentos, su móvil volvió a funcionar y llamó a un taxi para que la recogiera en la terminal petrolera de Loudden. Al imbécil del chófer le parecía que estaba demasiado mojada para dejarla subir al coche, pero ella había insistido y al final él la había llevado hasta ese destartalado motel.
Cerró los ojos y se los frotó.
El taxista era un problema. No había duda de que la recordaría y probablemente contaría lo que fuera si le ofrecían dinero.
Realmente debería marcharse. Recoger sus cosas y marcharse esa misma noche.
De pronto le entró la prisa. Se levantó, un poco más estable ahora que las medicinas parecían estar empezando a surtir efecto y a bajarle la fiebre, y se puso sus ropas arrugadas. Los bolsillos del abrigo aún estaban húmedos.
Cuando guardaba el botiquín en su bolso, se oyó un golpe en la puerta. El corazón le dio un vuelco, lo que le hizo jadear ligeramente.
– Aida. -La voz era grave y sedosa, apagada a través de la puerta. El juego del gato y el ratón.
– Sé que estás aquí, Aida.
Ella cogió su bolso y se precipitó al baño. Cerró la puerta con llave, se subió a la bañera y abrió la pequeña ventana. Entró un viento helado. Arrojó la cartera por la ventana, se quitó el abrigo y lo empujó por la abertura. En ese momento, oyó un ruido de cristales rotos que venía de la habitación del motel.
– ¡Aida!
Ella tomó impulso y se lanzó por la ventana, extendiendo las manos para frenar la caída y dando unas volteretas al llegar al suelo. Los golpes en la puerta del baño y el sonido de la madera astillándose resonaron a través de la ventana abierta. Se puso el abrigo, agarró el bolso y salió corriendo hacia la autopista.
Annika se bajó del autobús en la parada final de la línea 41. Soltó el aliento y miró cómo el bus desaparecía detrás de un edificio administrativo de poca altura. Todo estaba tranquilo, no se veía a nadie. El día se apagaba, agotado antes de que hubiera emergido. Ella no lo echó de menos.
Se colgó el bolso al hombro y caminó unos pasos observando los alrededores. Reinaba una atmósfera extraña entre aquellos edificios y almacenes. Aquí terminaba Suecia. Un cartel a la izquierda indicaba la dirección a Tallin, Klaipeda, Riga, San Petersburgo, las economías emergentes, las jóvenes democracias.
Capitalismo, pensó Annika. Responsabilidad personal, libre empresa. ¿Es ésa la solución?
Volvió la cara al viento, entrecerrando los ojos. Todo era gris. El mar. Los muelles, los edificios, las grúas. Frío, aguaceros persistentes. Cerró los ojos, dejó que el viento la azotara.
Tengo todo lo que siempre he querido, pensó. Así es como quiero vivir mi vida. Fue decisión mía. Nadie tiene la culpa.
Miró directamente hacia el viento, lo que hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas. Enfrente tenía las oficinas centrales de Puertos de Estocolmo, un hermoso edificio antiguo de ladrillo, con recovecos, terrazas y tejados metálicos en diferentes niveles. La terminal de ferrys a Estonia estaba a la izquierda, y a continuación el muelle; a la derecha había una dársena con grúas y almacenes a ambos lados.
Se levantó el cuello de la chaqueta y se ajustó la bufanda; luego empezó a caminar lentamente en dirección a las oficinas. Había un ferry con destino a Tallin asomando detrás de los edificios. La ventana de los países bálticos hacia occidente.
Cuando rodeó la esquina del edificio de oficinas, vio la zona acordonada por la policía. Las cintas de plástico azul y blanco se agitaban al viento junto a los silos, abandonados allí en el frío. No había policías a la vista. Se detuvo y examinó la lengua de tierra que se extendía ante ella. Debía de ser el corazón del puerto. La zona ocupaba varios centenares de metros de largo y estaba bordeada de enormes almacenes a ambos lados. Al otro extremo, más allá de la zona acordonada, vislumbró un aparcamiento para camiones. Las únicas personas que había por allí, junto a los camiones, eran algunos trabajadores con brillantes chalecos amarillos.
Annika se acercó lentamente al escenario del crimen, mirando los imponentes silos. A pesar de estar con los pies en el suelo, la altura le dio cierta sensación de vértigo. La parte alta de los silos parecía fundirse a la perfección con el cielo, gris sobre gris. La siguió con la mirada, hasta que notó en el muslo el roce de la áspera cinta de la zona acordonada.
Entre los silos había un espacio estrecho adonde no llegaba la luz diurna. Allí fue donde los dos hombres habían perdido la vida. Parpadeó varias veces para acostumbrarse a la oscuridad y pudo distinguir las oscuras manchas de sangre. Los cuerpos se encontraron al comienzo del pasaje, no escondidos entre las sombras.
Volvió la espalda a la muerte y miró alrededor. Hileras de grandes focos se extendían a lo largo del muelle. Por las noches, toda la zona portuaria debía de estar bañada por la luz, con excepción, claro, de esos pasajes entre los silos.
Si fueras a matar a alguien, ¿por qué dejarle a la luz de los focos? ¿Por qué no esconderlo entre las sombras? Supongo que dependería de si tuvieras prisa o no, se dijo.
Bajó la mirada, dio zapatazos en el suelo y sopló sobre sus manos, salpicando nieve fangosa a su alrededor. ¡Menudo invierno! Más allá de la zona acordonada vio dos almacenes donde la SVT, la cadena de televisión sueca, guardaba utilerías y decorados. ¿Es aquí donde está?, pensó.
Annika pasó junto al escenario del crimen. Tiritaba de frío bajo aquella llovizna que se tornaba glacial con los gélidos vientos procedentes del Báltico. Le dio otra vuelta a la bufanda alrededor del cuello y se dirigió hacia el muelle, siguiendo la valla metálica que constituía la frontera con los Estados bálticos. Un camión que había conocido días mejores arrojaba humo por el tubo de escape al otro lado; ella se tapó la nariz con la bufanda. La valla terminaba en un gran portón junto al aparcamiento para camiones. Tres oficiales de aduana inspeccionaban el penúltimo camión del día, el último era el peligro medioambiental que tenía a sus espaldas.
– ¿Puedo ayudarla en algo? -El hombre, vestido con el uniforme de oficial de aduanas bajo su chaleco amarillo, estaba colorado por el frío. Sus ojos tenían una expresión radiante y jovial. Annika sonrió.
– Sólo curioseaba. Trabajo en un periódico y he leído sobre los asesinatos de ahí -dijo, señalando por encima del hombro.
– Si piensa escribir algo, será mejor que se ponga en contacto con nuestro encargado de las relaciones con la prensa -respondió el hombre en tono cordial.
– No, no, no soy reportera, yo sólo reviso los artículos y compruebo que todo está bien. Por eso a veces es bueno salir y mirar un poco, para ver el enfoque de los reporteros.
El aduanero se rió.
– Vaya, entonces debes de tener bastante que hacer -dijo.
– Como usted, supongo -respondió Annika.
Se estrecharon las manos y se presentaron.
– ¿Es el último por hoy? -preguntó Annika señalando el último vehículo, que se dirigía echando humo hacia el portón.
El hombre dejó escapar un suspiro.
– Sí, al menos para mí. Estos últimos días han sido un quebradero de cabeza, con el escenario del crimen y demás. Por no hablar de los cigarrillos.
Annika enarcó las cejas.
– ¿Ha sucedido algo especial hoy?
– Esta mañana hemos descubierto un falso camión frigorífico. Estaba repleto de cigarrillos: suelo, paredes, techo. Quitaron todo el aislamiento y llenaron los espacios con cigarrillos.
– ¡Vaya! -dijo Annika-. ¿Y cómo lo descubrieron?
El oficial de aduanas se encogió de hombros.
– Al desprender una chapa de la parte trasera del vehículo y encontrar una capa delgada de aislamiento. Detrás de esa capa había otra chapa y detrás de ésta estaban los cigarrillos.
– ¿Cuántos había?
– En el suelo de un camión caben alrededor de quinientos mil y en el techo otros quinientos mil, y en las paredes otros tantos. Estamos hablando de unos dos millones, y podemos calcular que se venderán a una corona el cigarrillo…
– ¡Caray…!
– Y eso no es nada comparado con todo lo que entra en el país. Son cantidades ingentes las que pasan de contrabando. Las bandas han dejado de traficar con drogas y se han pasado al tabaco. Desde que el Estado subió los impuestos, los cigarrillos resultan tan rentables como la heroína, pero el riesgo es significativamente menor. En una redada de drogas por valor de varios millones, vas a la cárcel hasta que te pudras, mientras que si es de cigarrillos no te cae mucho tiempo. Los traen escondidos en dobles fondos, suelos con bisagras, vigas huecas de acero…
– Son ingeniosos -exclamó Annika.
– Y que lo diga -coincidió el oficial.
Annika continuó.
– ¿Tiene idea de quiénes eran los muertos?
El hombre negó con la cabeza.
– No, nunca los había visto.
Annika abrió los ojos de par en par.
– ¿Los ha visto?
– Sí. Estaban allí tirados cuando llegué. Les dispararon en la cabeza.
– ¡Qué espanto!
El aduanero hizo una mueca y se reanimó los pies dando unos zapatazos.
– Bueno, ya casi es hora de cerrar. ¿Alguna otra pregunta?
Annika miró a su alrededor.
– Una, ¿podría decirme qué hay en esos edificios?
El oficial fue señalándolos uno a uno:
– El almacén ocho -empezó- ahora está vacío. Allí, el dos es la terminal de Tallin y el servicio de Aduanas. Todos los transportes de mercancías que llegan de Tallin deben pasar por ahí y mostrar sus papeles antes de que lleguen a nosotros.
– ¿Qué clase de papeles son ésos?
– Documentos de transporte marítimo. Cada cajón y su contenido deben quedar registrados. Luego a ellos les dan uno de éstos, y nos lo enseñan a nosotros aquí.
El hombre le mostró una tira de papel verde brillante con sellos, firmas y las siglas IN.
– ¿Y ustedes comprueban todas las mercancías? -preguntó Annika.
– La mayoría, pero no tenemos tiempo para todas.
Annika esbozó una sonrisa de comprensión.
– ¿Qué les lleva a saltarse ciertos vehículos?
El aduanero resopló.
– Cuando abres la parte trasera de un vehículo y está atiborrada de cajas y cajones desde el suelo hasta el techo, algunas veces sencillamente no puedes con ello. Si vamos a comprobar una carga como ésa, tenemos que llevarlo al número siete, a la zona de los contenedores, descargarlo todo y sacar las cosas con una carretilla elevadora. Algunos oficiales de aduanas tienen licencia para manejar carretillas elevadoras, pero no todos.
– Claro, es lógico -dijo Annika.
– Luego están los camiones precintados, que son los que cruzan Suecia con los compartimentos de carga sellados. Nadie puede extraer, añadir ni cambiar ninguna porción de la carga hasta que el transporte llegue a su destino.
– ¿Ésos son los que están marcados con las letras TIR?
El hombre asintió con la cabeza.
– Existen otras clases de sellado, pero TIR es la más conocida.
Annika señaló.
– ¿Y qué hacen todos esos camiones aquí?
Se volvió y miró hacia el aparcamiento.
– Es el cargamento con destino a los países bálticos en espera de envío, o el que ya ha sido autorizado en la Aduana y que se distribuirá por toda Suecia.
»Allí están las mercancías camino del Báltico que esperan un barco, o cosas que ya han resuelto su papeleo aduanero y ahora aguardan su transporte en Suecia.
– ¿Se alquila el espacio?
– No, simplemente aparcas el camión. En realidad, nadie está al tanto de lo que hay aquí. Ni por qué. Ni por cuánto tiempo. Podría ser cualquier cosa.
– ¿Como de vez en cuando cartón de cigarrillos de contrabando?
– Muy probablemente.
Se sonrieron el uno al otro.
– Muchas gracias por su tiempo -dijo Annika.
Caminaron juntos hasta la entrada del Frihamnen. Cuando se encontraban junto al escenario del crimen, se encendieron las luces, arrojando su despiadado resplandor sobre la zona.
– Una historia trágica, sin duda -dijo el oficial de aduanas-. Chicos jóvenes, de apenas veinte años.
– ¿Qué aspecto tenían?
– Esos chavales parecían no tener idea de lo que era la ropa de invierno. Debían de estar helados: sólo vestían chaquetas de cuero y tejanos. Ni sombrero ni guantes. Y zapatillas deportivas.
– ¿Y en qué posición estaban?
– Uno casi encima del otro, los dos con un agujero en la cabeza.
El oficial se golpeó en la coronilla.
– ¿Nadie oyó nada? ¿No hay vigilantes nocturnos?
– Hay perros en todos los almacenes, salvo en el ocho, que está vacío. Ellos ladran como locos si alguien intenta entrar. Los robos y hurtos han disminuido notablemente desde que trajeron los perros; pero no son muy buenos como testigos oculares. En realidad no sé si alguien oyó los disparos. Soplaban vientos huracanados.
Intercambiaron tarjetas y algunas breves frases de cortesía. Annika caminó deprisa hacia la parada del autobús, cerca de la señal que indicaba a Tallin, Klaipeda, Riga y San Petersburgo. Tenía tanto frío que le castañeteaban los dientes. La soledad la envolvía, pesada y húmeda. En la marquesina del autobús, no era más que otra figura gris recortada contra el gris del fondo. Aún era demasiado temprano como para volver al periódico, pero demasiado tarde para ir a casa, y tenía una sensación de vacío tan grande que le impedía pensar.
Cuando el autobús número 76 apareció de repente detrás del edificio administrativo de la Svex, ella actuó llevada por un impulso. En vez de tomar el 41 de vuelta a Kungsholmen, se dirigió hacia Gamla Stan. Se bajó en Slottsbacken, cerca del palacio, y atravesó las callejuelas hacia Tyska Brinken. Había dejado de llover, el viento había amainado. El tiempo parecía haberse detenido alrededor de aquellas casas de piedra; el rumor del tráfico desde Skeppsbron había disminuido y los adoquines helados amortiguaban sus pasos. Se hizo de noche rápidamente, y cambiaron los colores a la dorada luz de las farolas de hierro, reducidos a los limitados círculos de los focos. Negro forja. Ocre rojizo. Cristales soplados artesanalmente centelleaban bajo los marcos de las pequeñas ventanas cuadriculadas. Gamla Stan era otro mundo, otro tiempo, un eco del pasado. Naturalmente, Anne Snapphane había logrado llegar a tener un ático cerca de la iglesia alemana. Lo tenía subarrendado, pero aun así valía la pena.
Estaba en casa, preparando pasta.
– Coge un cuenco. Hay suficiente para las dos -dijo tras hacer pasar a Annika y cerrar la puerta tras ella-. ¿A qué debo el honor?
– He estado por ahí, he ido a ver el Frihamnen.
Annika se sentó en una silla bajo el techo inclinado de la pequeña cocina; respiró la calidez y los vapores que llegaban desde la cazuela de pasta. La sensación de inutilidad se desvanecía a medida que el vacío se llenaba con las subidas y bajadas de la charla de Anne Snapphane. Annika respondía con monosílabos. Se sentaron una frente a la otra y aderezaron los tallarines con mantequilla, queso y salsa de soja. El queso se derritió semejando tenaces tentáculos en forma de cintas. Annika hacía girar su tenedor en la pasta mirando a través de la colmena de cristal que formaba la ventana. Techos, chimeneas y terrazas creaban un conjunto de contornos negros recortados contra el azul profundo del cielo invernal. De repente se dio cuenta del hambre que tenía y comió hasta quedarse sin respiración, bebiendo coca-cola en un gran vaso de cerveza.
– ¿No han matado a alguien en el Frihamnen esta mañana? -preguntó Anne, mientras terminaba su plato de comida y llenaba el calentador de agua.
– Dos personas, ayer -respondió Annika y metió su plato en el lavavajillas.
– Estupendo. ¿Y cuándo te han rehabilitado en el cargo de reportera?
Echó el agua en la cafetera.
– No saques conclusiones apresuradas. El congelador en el que me han puesto es mucho más profundo de lo que podría imaginarse -dijo Annika y salió a la sala de estar, con su techo de madera.
Anne Snapphane llegó poco después llevando una bandeja, con dos tazas, la cafetera y una bolsita de golosinas.
– ¿Pero te han dejado volver a escribir? ¿De verdad?
Se acomodaron en el sofá y Annika carraspeó.
– No, en absoluto. Sencillamente no aguantaba quedarme en casa, eso es todo. Y un doble asesinato siempre es un doble asesinato.
Anne hizo una mueca, sopló sobre el líquido caliente y bebió un sorbo.
– No sé cómo puedes -dijo-. Yo agradezco tanto las amistades femeninas, la moda y los trastornos alimenticios…
Annika sonrió.
– ¿Cómo te va?
– El jefe del programa considera que El Sofá de las Mujeres es un éxito tremendo. Personalmente, yo no estoy tan entusiasmada. Toda la redacción se mata a trabajar, todos odian al presentador y el productor está liado con la jefa del proyecto.
– ¿Qué índice de audiencia tenéis? ¿Un millón de espectadores?
Anne Snapphane contempló a Annika con cierta tristeza.
– Querida amiga, estamos hablando del universo del satélite. Cuota de audiencia. Impacto en el grupo objetivo. Sólo los aburridos canales de servicio público se preocupan por el número de espectadores.
– ¿Por qué escribimos siempre sobre ellos entonces? -preguntó Annika antes de abrir la bolsa de golosinas.
– Y yo qué sé -respondió Anne-. Supongo que vosotros tampoco lo sabéis. Además, El Sofá de las Mujeres nunca será gran cosa a menos que embarquemos en el programa a algunos periodistas de verdad.
– ¿Así de mal están las cosas? ¿No iba a empezar alguien nuevo? -preguntó Annika con la boca llena de dulce.
Anne emitió un altisonante gemido.
– Michelle Carlsson. Una incompetente y una tarada, pero es una experta con la cámara.
Annika se rió.
– ¿Y no es eso el mundo de la televisión, en pocas palabras?
– ¡Oye! -replicó Anne-. Un poco de respeto. Los periodistas de la prensa amarilla en el calabozo no deberían arrojar piedras.
Anne encendió la televisión justo en medio de la sintonía que anunciaba el noticiario de uno de los canales públicos.
– Voilà!, la pretenciosa hora de noticias -exclamó.
– ¡Shhh! -reclamó Annika-. Vamos a ver si dicen algo de los asesinatos en el Frihamnen.
Las noticias comenzaron con las consecuencias del huracán en el sur de Suecia. La redacción local de Malmö estuvo en las calles filmando marquesinas retorcidas, techos de establos arrancados por el viento y ventanas destrozadas. Un anciano de Lantmännenkepa que se rascaba la nuca con preocupación mientras contemplaba su invernadero destruido dijo algo en su dialecto del sur que tendría que haberse subtitulado en sueco para que se comprendiera. De modo que todavía quedaban muchos hogares afectados en las regiones de Skåne, Blekinge y Småland.
Annika suspiró quedamente. ¡Qué aburrido!
Luego siguió una estimación de los daños en términos económicos, y la suma ascendía a varios miles de millones. Una mujer murió en Dinamarca cuando un árbol cayó sobre su coche.
– ¿Dinamarca tiene bosque? -preguntó Anne Snapphane.
Annika lanzó a su amiga, que era del norte de Suecia, una mirada de cansancio.
– ¿Nunca te has aventurado por debajo de la línea forestal?
A continuación llegó el obligatorio sonsonete de la voz superpuesta a las imágenes de Chechenia y Kosovo. Las tropas rusas habían bla-bla-bla y la UCK bla- bla-bla. Las cámaras hacían barridos de los edificios bombardeados y de camiones cargados de mugrientos refugiados.
– Parece que no les importa mucho tu homicidio -dijo Anne Snapphane.
– No es mío -respondió Annika-. Es de Sjölander.
Después de una corta noticia acerca de lo que había declarado el Primer Ministro, llegó un segmento en directo sobre los asesinatos del Frihamnen. El presentador de las noticias hablaba de unas imágenes que mostraban el espacio entre los silos. Tenían casi la misma información que había publicado el Kvällspressen doce horas antes.
– Es increíble que los periodistas televisivos nunca vayan a hacer averiguaciones -dijo Annika-. Tienen todo el día para ello y nunca encuentran nada.
– Porque esas cosas no son importantes para ellos -contestó Anne.
– La televisión se ha quedado estancada en los años cincuenta -dijo Annika-. Se contentan con mostrar imágenes y sonido. Les importa un pepino la investigación periodística, o sencillamente es que no saben hacerla. Los reporteros televisivos son unos chupones.
– Amén -se burló Anne-. Ha hablado el gran talento del periodismo. ¡Vaya!, ¿te has comido todas las golosinas? Podrías haberme dejado alguna.
– Perdona -dijo Annika algo avergonzada-. Tengo que irme.
Dejó a Anne en su ático y se dirigió por Stora Nygatan hacia Norrmalm. El aire ya no era tan cortante, sino fresco y vivificante. Algo volvía a la vida en su interior, y le dieron ganas de cantar. Cuando esperaba la señal para cruzar la calle a la altura de la Casa de la Nobleza y el Tribunal Supremo, y mientras tarareaba una canción, un hombrecito se deslizó a su lado por la izquierda.
– Vengo pedaleando desde Huddinge -dijo el viejo, y Annika dio un respingo.
Se le veía completamente exhausto. Le temblaba todo el cuerpo y le goteaba copiosamente la nariz.
– Pero eso está muy lejos -le dijo Annika-. ¿No le duelen las piernas?
– En absoluto -contestó el viejo, con las lágrimas rodándole por las mejillas-. Podría seguir otro tanto.
El semáforo se puso verde. En cuanto Annika comenzó a caminar, el hombre la siguió. Se tambaleaba tras ella, apoyado en su bicicleta. Annika lo esperó.
– ¿Adónde va? -le preguntó.
– Al tren -susurró él-. Para volver a casa.
Ella le ayudó a cruzar Tegelbacken y llegar a la Estación Central. El viejo no tenía ni un centavo, y Annika le pagó el billete.
– ¿Hay alguien que se ocupe de usted cuando llegue a casa?
El hombre negó con la cabeza, con los mocos colgándole de la nariz.
– Acabo de salir del hospital -dijo.
Lo dejó en un banco de la estación, con la cabeza inclinada y la bicicleta apoyada en las piernas.
La foto era grande y ocupaba media plana. El color principal era un reluciente amarillo dorado, y las figuras eran claras y nítidas. Los policías, con sus gruesas chaquetas de cuero todo negro, de perfil; la luminosa blancura de las ambulancias; hombres de aspecto serio vestidos de azul grisáceo con pequeñas herramientas en las manos; los cascotes; las escaleras; la silla ginecológica.
Y las bolsas de los cadáveres: negros paquetes sin vida, empequeñecidos. Tan grandes cuando estaban vivos, ocupando todo ese espacio. Tan pequeños allí tirados en el suelo, parecían residuos para desechar.
Tosía y temblaba. La fiebre le había seguido subiendo durante el día. No parecía que los antibióticos estuvieran haciendo efecto. Le dolía la herida de la frente.
Tengo que descansar, pensó. Tengo que dormir un poco.
Dejó resbalar el periódico y se recostó en las almohadas. La sensación de caída que presagiaba el sueño apareció inmediatamente: el movimiento hacia atrás, la rápida inhalación, tratando de agarrarse a la barandilla. Y luego el niño, su terror y sus gritos, su infinita ineptitud.
Se obligó a abrir los ojos. Al otro lado de la pared, los delegados de la conferencia se reían. Había llegado a aquel hotel al mismo tiempo que un autobús lleno de gente y logró introducirse como parte del grupo. Le había servido de momento, pero no era suficiente. Si su medicamento caducado no comenzaba a hacer efecto durante la noche, se vería obligada a buscar ayuda. La idea la asustó: si se exponía, sería una presa fácil de localizar. Bebió un poco de agua. Sentía los brazos pesados, rígidos, e intentó volver a concentrarse en el artículo.
Ajustes de cuentas en los bajos fondos. La mafia serbia. No hay sospechosos, pero existen algunas pistas. Pasó la página. La foto de un chófer de taxi.
Asustada, trató de concentrarse en la página mientras pugnaba por incorporarse entre las almohadas.
Sí, era el mismo chófer que no quería dejarla entrar a su hermoso taxi. Le reconocía. Un periodista había hablado con él. Según contaba en el artículo, había recogido a una mujer en el muelle del petróleo durante la noche, calada hasta los huesos. La policía quería ponerse en contacto con la mujer por si podía darles alguna información.
Por si podía darles alguna información.
Volvió a echarse sobre las almohadas y cerró los ojos, respirando aceleradamente.
¿Y si había una orden de detención contra ella? Entonces de ninguna manera podía ir a un médico.
Se quejó, respirando con dificultad.
Que no te entre el pánico, pensó. No te pongas histérica. Puede que no haya ninguna orden de búsqueda.
Se obligó a tranquilizarse; conscientemente, trató de ralentizar el pulso y la respiración.
¿Cómo podía saber si estaban buscándola o no? Obviamente, no era cuestión de llamar y preguntar, porque en tal caso la localizarían en menos de lo que canta un gallo. Podría llamar y tratar de sonsacarles, fingiendo tener información, y ver si conseguía engañarles para que la policía le dijera lo que sabía.
Volvió a quejarse en voz alta y cogió nuevamente el periódico para terminar de leer la noticia. No decía gran cosa, ni había nada de ninguna orden de búsqueda.
Se fijó en el nombre del que firmaba el artículo. El reportero. Muy a menudo los periodistas adornaban las cosas, especulaban, incluso inventaban, pero a veces sabían más de lo que escribían.
Tosió violentamente. Así no podía seguir. Necesitaba ayuda. Cogió el periódico y volvió a leer el nombre.
Sjölander.
Entonces alargó el brazo para coger el teléfono.
Annika acababa de quitarse la chaqueta cuando Sjölander la llamó, agitando el auricular del teléfono.
– Tengo al teléfono a una tipa que necesita ayuda. ¿Puedes ocuparte?
Annika cerró los ojos. Ése era su territorio. Acéptalo, sigue el juego.
La mujer del otro lado de la línea parecía débil y enferma; hablaba con un acento muy marcado.
– Ayúdeme -dijo, respirando entrecortadamente.
Annika se sentó, sintiéndose vacía otra vez, anhelando una taza de café.
– Viene a por mí -dijo la mujer-. Me acecha.
Cerró los ojos, olvidándose de la redacción, se inclinó sobre su escritorio.
– Soy una refugiada bosnia -dijo la mujer-. Él quiere matarme.
¡Dios santo!, ¿acaso todo lo malo que sucedía en el puñetero mundo era responsabilidad suya?
La mujer susurró algo, parecía como si fuera a desmayarse.
– Oiga -dijo Annika abriendo los ojos-. ¿Se encuentra bien?
La mujer empezó a llorar.
– Estoy enferma -respondió-. No me atrevo a ir al hospital. Tengo mucho miedo de que él me encuentre. ¿Podría ayudarme, por favor?
Annika gruñó en silencio y buscó con la mirada a alguien de la redacción a quien transferir la llamada. No había nadie.
– ¿Ha llamado a la policía?
– Si me encuentra, me matará -susurró la mujer-. Ya ha intentado hacerlo en varias ocasiones. La próxima vez no tendré fuerzas para escapar.
La respiración jadeante de la mujer resonaba en la línea. Annika sintió una creciente sensación de inutilidad.
– Yo no puedo ayudarla -dijo-. Soy periodista, escribo artículos. ¿Ha llamado a los Servicios Sociales? ¿O a alguna casa de acogida para mujeres?
– Frihamnen -susurró la mujer-. Los muertos de Frihamnen. Yo sé quiénes eran.
La reacción de Annika fue física. Se enderezó de golpe.
– ¿Cómo? ¿Qué?
– Si me cuenta lo que sabe, yo le contaré lo que sé -respondió la mujer.
Annika se lamió los labios, buscó a Sjölander con la mirada sin encontrarle.
– Tendrá que venir aquí -dijo la mujer con la respiración entrecortada-. No le diga a nadie adónde va. No tome ningún taxi. No le cuente a nadie quién soy.
Jansson estaba frente a ella cuando colgó.
– Los asesinatos de Frihamnen -aclaró.
– ¿Por qué Sjölander no cogió la llamada? -preguntó Jansson.
– Fue una mujer la que llamó -respondió Annika.
– Ah -dijo Jansson, y respondió a su teléfono.
– Voy a comprobarlo. Tardaré un rato.
Jansson le dijo adiós con la mano.
Annika se llevó las Páginas Amarillas a la portería; el hijo de Tore Brand le dio las llaves de uno de los coches del periódico. Bajó al garaje y localizó el coche después de unos momentos de confusión. Apoyó la guía telefónica contra el volante y buscó la dirección del hotel. Estaba bastante lejos, y como siempre en una parte de la ciudad en la que nunca había estado.
No había mucho tráfico y la carretera estaba resbaladiza. Condujo lentamente; no quería morir esa noche.
– Saldrá bien -se dijo-. Todo saldrá bien.
Levantó la vista al cielo a través del parabrisas.
Alguien me observa, pensó. Lo presiento.
Thomas Samuelsson quitó la retahíla de noticias, dio con un acalorado programa de debate, siguió y apareció una serie que se desarrollaba en los estados del sur estadounidense, y terminó en la MTV, Give it to me, baby, uh-huh. Se dio cuenta de que estaba mirando los pechos de las chicas, sus abdómenes dorados y sus melenas sueltas.
– ¡Cariño!… -Eleonor cerró la puerta tras de sí y se sacudió la nieve embarrada de los zapatos en la alfombrilla.
– Estoy abajo -respondió a voz en grito. Cambió rápidamente de canal: más noticias.
– ¡Santo Dios, vaya día! -exclamó su mujer, bajando las escaleras al tiempo que se sacaba la blusa de seda de entre la falda, se desabrochaba los botones de perlas de los puños y terminaba sentándose junto a él en el sofá.
Él la atrajo hacia sí y le besó la oreja.
– Trabajas demasiado -le dijo.
Ella se quitó el pasador y se soltó el pelo.
– Es ese curso de liderazgo -dijo-. Sabías que era esta noche. Te lo he dicho varias veces.
Se apartó de ella y alcanzó el mando a distancia.
– Vale -replicó.
– ¿Ha habido algo en el correo?
Ella se levantó y fue de nuevo hasta el vestíbulo. Él no respondió. Oyó el roce del nailon de sus pies en los peldaños de madera barnizada de la escalera: ñic, ñic, ñic. Oyó el crujido de sobres al rasgarse, el ruido del cajón donde se guardaban las facturas al abrirse y cerrarse, seguido del de la puerta del armario de debajo del fregadero de la cocina, donde tenían el cubo del reciclaje.
– ¿Alguna llamada? -preguntó.
Él se aclaró la voz.
– No.
– ¿Ni una?
Él suspiró en silencio.
– Bueno, sí, mi madre.
– ¿Y qué quería?
– Hablar sobre las Navidades. Le dije que lo comentaría contigo y que después la llamaría.
Ella volvió a bajar las escaleras, ñic, ñic, ñic, con un sándwich de crujiente pan sueco y queso bajo en calorías en la mano.
– Estuvimos en su casa el año pasado -dijo-. Este año toca en casa de mis padres.
Thomas cogió la programación de TV que estaba de la mesa de centro y ojeó las páginas de las críticas de cine.
– ¿Y qué pasaría si nos quedáramos en casa este año? -preguntó él-. Podríamos hacer la cena de Navidad aquí, con tus padres y los míos.
Ella masticaba frenéticamente el sándwich de pan tostado y rico en fibra.
– ¿Y quién se va a ocupar de todo?
– Hay servicios de catering -dijo él.
Ella se quedó de pie junto al sofá, mirándole; tenía algunas migas del pan rico en fibra en las comisuras de los labios.
– ¿Catering? -dijo ella-. Tu madre hace siempre carne de cerdo en gelatina, la mía prepara su propia receta de salchichas con ajo, ¿y tú hablas de catering?
Él se puso de pie, repentinamente irritado.
– Olvídalo -le dijo, y pasó junto a ella sin mirarla.
– ¿Qué te ocurre? -preguntó, dirigiéndose a su espalda-. ¡Ya nada es nunca lo bastante bueno! ¿Qué nos ocurre?
Él se detuvo a mitad de camino en la escalera y la miró. Tan hermosa. Tan cansada. Tan distante.
– Por supuesto, iremos a casa de tus padres -dijo él.
Ella se volvió, se sentó en un extremo del sofá y cambió de canal.
La visión de Thomas se volvió borrosa y la opresión de su pecho se intensificó.
– ¿Le importa que ventile la habitación? -preguntó Annika y se dirigió a la ventana.
– No -dijo la mujer entre dientes, y volvió a derrumbarse en la cama.
Annika se paró en seco, sintiéndose ridícula e insensible, y corrió de nuevo las cortinas. El cuarto estaba en penumbra, con una atmósfera gris e insalubre que olía a fiebre y flemas. En una esquina vislumbró un escritorio con una silla y una lámpara de mesa. Encendió la lámpara, acercó la silla a la cama y se quitó la chaqueta. La mujer parecía muy enferma. Necesitaba atención médica.
– ¿Qué le ha ocurrido? -preguntó Annika.
De repente, la mujer se puso a reír. Se acurrucó en posición fetal riendo de tal manera que empezó a llorar. Annika aguardó incómoda, con las manos juntas en el regazo, sin saber muy bien qué hacer.
Otra que acaba de salir del hospital, se dijo para sí.
La mujer por fin se tranquilizó y, respirando con dificultad, miró a Annika. Le brillaba la cara debido a las lágrimas y el sudor.
– Soy de Bijelina -dijo quedamente-. ¿Conoce Bijelina?
Annika negó con la cabeza.
– La guerra de Bosnia se inició allí -puntualizó la mujer.
Annika esperó en silencio a que continuara, expectante. Pero no siguió. La mujer cerró los ojos y su respiración se hizo más pesada. Parecía que se le iban las fuerzas.
La periodista se aclaró la garganta y observó a la mujer enferma en la cama, indecisa.
– ¿Quién es usted? -preguntó en voz alta.
La mujer se incorporó.
– Aida -dijo-. Me llamo Aida Begovic.
– ¿Qué hace aquí?
– Me persiguen.
Una vez más su respiración era superficial y rápida, y parecía al borde de perder la conciencia. Annika notó que su inquietud iba en aumento.
– ¿No hay nadie que pueda cuidar de usted?
No hubo respuesta. ¡Santo cielo!, ¿debería quizá llamar a una ambulancia?
Annika se acercó a la cama y se inclinó sobre la mujer.
– ¿Qué le ocurre? ¿Quiere que llame a alguien? ¿Dónde vive?, ¿de dónde viene?
La respuesta fue entrecortada.
– Fredriksberg, en Vaxholm. No puedo volver allí nunca más. Él me encontraría enseguida.
Annika fue a por su bolso, sacó el cuaderno y el bolígrafo, y escribió «Fredriksberg», «Vaxholm» y «perseguida».
– ¿Quién la encontraría enseguida?
– Un hombre.
– ¿Qué hombre? ¿Su marido?
Ella no respondió; jadeaba.
– ¿Qué quería decirme sobre Frihamnen?
– Yo estuve allí.
Annika observó a la mujer.
– ¿Qué está diciendo? ¿Vio los asesinatos?
De repente pareció recordar el artículo del periódico, al chófer del taxi que Sjölander había encontrado.
– ¡Era usted! -exclamó.
Aida Begovic, de Bijelina, pugnó por incorporarse en la cama, empujando las almohadas contra la cabecera y apoyándose en ellas.
– Yo también debería estar muerta, pero escapé.
La mujer tenía el rostro enrojecido y lleno de manchas y el cabello lacio por el sudor. Se le veía una herida grande en la frente y una mejilla magullada. Miró a Annika a los ojos, que eran un enorme precipicio oscuro y sin fondo. Annika volvió a sentarse; tenía la boca completamente seca.
– ¿Qué sucedió?
– Corrí y resbalé, intenté esconderme, había muchos trastos sobre una larga plataforma de carga. Luego corrí. Él me disparó y salté al agua. Estaba helada, por eso enfermé.
– ¿Quién disparó?
Ella cerró los ojos, parecía dudar.
– Saberlo puede resultar muy peligroso para usted -dijo-. Ya ha matado antes.
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Annika.
Aida se rió fatigosamente, tocándose la frente.
– Digamos que lo conozco bien.
La historia de siempre, pensó Annika.
– ¿Quiénes eran los dos hombres asesinados?
Aida, de Bijelina, abrió bien los ojos.
– Ellos no son importantes -contestó.
La incertidumbre de Annika dio paso a un torrente de irritación.
– ¿Qué quiere decir con que no son importantes? -exclamó-. ¿Dos jóvenes asesinados de un tiro en la cabeza?
La mujer cruzó la mirada con Annika.
– ¿Sabe cuánta gente murió en Bosnia durante la guerra?
– Pero ahora no está allí. Ahora hablamos de algo que ha sucedido en el Frihamnen, Estocolmo.
– ¿Y piensa que por eso hay alguna diferencia?
Las dos mujeres se miraron en silencio. Aquellos ojos encendidos por la fiebre habían visto demasiado. Fue Annika la primera en desviar la mirada.
– Quizá no -dijo-. ¿Por qué los mataron?
– ¿Qué es lo que sabe? -preguntó Aida, de Bijelina.
– No mucho más de lo que ha salido en el periódico. Que los hombres probablemente fueran serbios, al menos tenían ropa serbia. No se encontraron documentos de identidad, ni huellas digitales. La Interpol ya se ha puesto en contacto con Belgrado. Y la policía la está investigando.
– ¿Me buscan? -La pregunta fue como un disparo.
Annika miró atentamente a la mujer.
– No lo sé -dijo finalmente-. Creo que sí. ¿Por qué no se pone usted misma en contacto con ellos y se lo pregunta?
La mujer la miró desde las brumas de su fiebre.
– No lo comprende. Ya conoce mi situación. No puedo hablar con la policía. Al menos no de momento. ¿Qué saben del asesino?
– El crimen organizado, según la policía.
– ¿Y el motivo?
– Algún tipo de ajuste de cuentas, como se decía en los periódicos. ¿Realmente sabe algo de todo este asunto?
Aida Begovic, de Bijelina, cerró los ojos y descansó un rato.
– No le diga a nadie que ha hablado conmigo.
– No se preocupe -respondió Annika-. Está protegida por el secreto profesional, que asegura la confidencialidad de las fuentes de información. Las autoridades no pueden tratar de averiguar quién es usted a través de mí. Va contra la ley sueca.
– No lo entiende, esto podría resultar muy peligroso para usted. No puede escribir sobre lo que yo le he contado: si lo hace, ellos se darán cuenta de que usted lo sabe.
Annika miró detenidamente a la mujer, vaciló, no respondió, no quería prometer nada. La mujer se apoyó nuevamente en las almohadas.
– ¿Ha estado allí? ¿Ha visto los camiones, junto al mar?
Annika asintió.
– Falta uno -dijo Aida de Bijelina-. Un camión lleno de cigarrillos, no sólo escondidos bajo el suelo, sino toda la carga. Cinco millones de cigarrillos. Cinco millones de coronas.
Annika se quedó sin respiración.
– Morirá más gente. El propietario de la carga no va a dejar escapar a los ladrones sin darles un escarmiento.
– ¿Es él quien la persigue?
La mujer asintió.
– ¿Por qué?
Cerró los ojos.
– Porque yo lo sé todo.
Se quedaron calladas por un momento, hasta que llamaron a la puerta. Aida de Bijelina estaba absolutamente pálida. Los golpes se repitieron. Una voz suave, oscura y masculina, preguntó casi en un susurro:
– ¿Aida?
– Es él -murmuró ella-. Nos va a matar a las dos.
Parecía a punto de desmayarse en cualquier momento.
Annika tuvo una repentina e intensa sensación de vértigo. Se puso de pie y la habitación empezó a dar vueltas. Se tambaleaba.
Otro golpe.
– ¿Aida?
– Vamos a morir -dijo la mujer con resignación.
Annika la vio agachar la cabeza y rezar.
No, pensó Annika. Aquí no; ahora no.
– Venga -susurró, sacando a la mujer de la cama y arrastrándola al cuarto de baño. Después le lanzó su ropa; se quitó su jersey y se lo puso contra el pecho mientras se dirigía a abrir la puerta.
– ¿Sí? -preguntó con aire sorprendido.
El hombre que tenía enfrente en la puerta era grande y guapo; vestía de negro y tenía una mano dentro de la chaqueta.
– ¿Dónde está Aida? -preguntó con un ligero acento.
– ¿Quién? -inquirió Annika con sorpresa en la voz, la boca seca y latiéndole la sangre en las sienes.
– Aida Begovic. Sé que está aquí.
Annika tragó saliva. Parpadeó hacia la lámpara de arriba y se puso el suéter bajo la barbilla.
– Debe de haberse equivocado de habitación -dijo Annika con voz entrecortada-. Ésta es mi habitación. Y, si no le importa, no me siento muy bien. En realidad ya me… había acostado.
El hombre dio un paso hacia delante y puso la mano izquierda en la puerta en un intento por mantenerla abierta. Inmediatamente, Annika puso un pie al otro lado de la puerta para impedir cualquier movimiento. En ese instante, se abrió la puerta de la habitación de al lado. Unos diez delegados, algo ebrios, del departamento IT de la compañía telefónica Telia salieron tambaleándose al pasillo.
El grandote de negro vaciló. Annika se obligó a llenar de aire los pulmones y, mientras intentaba frenéticamente cerrar la puerta, gritó con todas sus fuerzas:
– ¡Váyase de aquí! ¡Lárguese!
Algunos de los asistentes a la conferencia se detuvieron y miraron a su alrededor.
– ¡Que se vaya! -volvió a gritar Annika-. ¡Socorro!, ¡quiere entrar en mi cuarto!
Dos de los hombres de Telia se envalentonaron y se volvieron hacia Annika.
– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó uno de ellos.
– Lo siento, encanto -dijo el hombre de negro y soltó la puerta-. Ya hablaremos luego.
Giró sobre sus talones y se alejó rápidamente hacia la entrada. Annika cerró la puerta, pero el terror que acababa de pasar le produjo náuseas.
¡Dios mío, Dios mío!, por favor, déjame vivir.
Le fallaban las piernas de tal manera que tuvo que sentarse en el suelo. Le temblaban las manos y pensó que iba a vomitar. La puerta del baño se abrió.
– ¿Se ha ido?
Annika asintió en silencio. Aida de Bijelina sollozó.
– Me ha salvado la vida, ¿cómo podré…?
– Tenemos que salir de aquí -dijo Annika-. Las dos, y a toda prisa.
Ella se levantó, apagó la lámpara de la mesa y comenzó a juntar sus cosas en la oscuridad.
– Espera -dijo Aida-. Será mejor esperar hasta que se haya ido.
– Estará esperándonos a ver qué hacemos -explicó Annika-. ¡Maldita sea!
Annika trataba de reprimir las lágrimas. La mujer se dirigió tambaleándose a la cama y se sentó.
– No -dijo-. Él cree que le han engañado. Pagó por la información, y ahora querrá comprobar si la fuente era fiable.
Annika inspiró profundamente tres veces. Tranquilízate, tranquilízate.
– ¿Cómo sabía que estaba usted aquí? -le preguntó-. ¿Se lo ha dicho a alguien?
– También me encontró ayer. Imaginó que no podría haber ido muy lejos. Tiene gente ahí fuera buscándome. ¿Podría comprobar si se ha ido?
Annika se secó los ojos y miró desde detrás de las cortinas. En el aparcamiento que había abajo, vio al hombre de negro junto a otros dos. Todos se metieron en el coche que estaba junto al suyo y se marcharon.
– Se han ido -dijo Annika, soltando las cortinas-. Venga, vámonos.
Volvió a encender la lámpara, se colocó la chaqueta, guardó el bolígrafo en su bolso y recogió del suelo su cuaderno de notas. Tenía la espalda empapada de sudor y las manos frías.
– No -dijo Aida de Bijelina-. Yo me quedo. Él no volverá aquí.
Annika se enderezó, cada vez más acalorada.
– ¿Cómo puede estar tan segura? ¡Ese tipo es peligroso! La llevaré al aeropuerto o a la estación de trenes.
La mujer cerró los ojos.
– Ya lo ha visto -dijo-. Sabe que busca a Aida Begovic. Aquí no me matará, al menos esta noche no. Nunca se arriesga a que lo detengan. Me encontrará mañana. O al día siguiente.
Annika volvió a derrumbarse en la silla; dejó el cuaderno sobre sus rodillas: era el mismo que había llevado con ella a otro hotel, también en las afueras.
– ¿Tiene algún lugar donde esconderse? -le preguntó.
Aida negó con la cabeza.
– ¿No hay nadie que pueda cuidar de usted?
– No me atrevo a ir a un hospital.
Annika tragó saliva, indecisa.
– Quizá haya una forma -dijo-. Tal vez haya alguien que podría ayudarte.
La mujer bosnia no respondió.
Annika repasó las hojas de su cuaderno, sin encontrar lo que buscaba.
– Hay una fundación que ayuda a gente como usted -dijo Annika mientras revolvía en su bolso. Ahí estaba, en el fondo-. Llama a este número esta misma noche.
Anotó el número protegido de Paraíso en un papel y lo dejó en la mesa de noche.
– ¿Qué tipo de fundación es ésta? -preguntó la mujer.
Annika se sentó junto a la enferma. Se echó el pelo hacia atrás, tratando de parecer tranquila y sosegada.
– No sé exactamente cómo funciona, pero es muy posible que esta gente pueda ayudarte. Ellos hacen que la gente desaparezca del sistema.
Los ojos de la mujer brillaron con incredulidad.
– ¿Qué quiere decir con que hacen que la gente desaparezca?
Annika intentó sonreír.
– No lo sé, en realidad. Llámelos esta misma noche y pregunte por Rebecka. Dígales que llama de mi parte.
Se puso de pie.
– Espere -dijo Aida-. Quiero darle las gracias.
Con esfuerzo, sacó una gran maleta que se encontraba debajo de la cama. Rectangular, con asa y correas para el hombro, y contaba con una gran cerradura de metal que se abría con llave.
– Me gustaría que se quedara con esto -dijo Aida de Bijelina, entregando a Annika un grueso collar de oro con dos colgantes.
Annika retrocedió, sudando con la chaqueta, queriendo marcharse.
– No puedo aceptar un regalo así -afirmó.
Aida sonrió por primera vez, con tristeza.
– No volveremos a vernos -replicó la mujer-. Me sentiré dolida si no acepta mi regalo -le dijo.
Indecisa, Annika cogió el collar, pesado y macizo.
– Gracias -murmuró, y lo guardó en el bolso-. Buena suerte.
Giró y huyó de aquella mujer enferma, sentada en la cama que se aferraba a su enorme bolsa con los brazos.
El aparcamiento estaba vacío. Annika se apresuró a cruzar el asfalto, haciendo un ruido seco con los tacones, con paso inseguro y vacilante. Lanzó rápidas miradas por encima del hombro, nadie la vio subir al coche del periódico. Salió a la autopista, miró por el espejo retrovisor; tomó la primera salida, paró detrás de una gasolinera, esperó, miró a su alrededor, luego, despacio, volvió hacia el centro de Estocolmo, dando rodeos.
Nadie la seguía.
En cuanto Annika aparcó en el garaje del periódico, se quedó sentada durante varios minutos, inclinada sobre el volante y obligándose a respirar con normalidad.
Hacía mucho tiempo que no pasaba tanto miedo.
Hacía más de dos años.
El hombre vestido de negro rompió con un leve movimiento de la mano la puerta de la habitación del pasillo del hotel de la conferencia en las afueras de la ciudad. Por el olor que había en el interior sabía que estaba en el sitio correcto. Apestaba a mierda y miedo. La oscuridad quedaba interrumpida por la luz de una farola de la calle que dejaba cuñas de blancura en el techo. Cerró la puerta a sus espaldas, haciendo apenas ruido. Entró en la habitación, dirigiéndose a la cama. Encendió la luz. Vacía.
La ropa de cama estaba revuelta, y en la mesilla de la derecha había un rollo de papel higiénico; pero por lo demás el dormitorio estaba en orden.
Una oleada de ira se apoderó de él, y sintió que se quedaba sin fuerzas. Se sentó en la cama, poniendo la mano en un montón de pañuelos de papel usados. En el suelo, junto a su pie, descubrió una pequeña caja de cartón. La cogió y leyó el envase.
Era una caja vacía de antibióticos; el texto estaba en serbocroata.
Tiene que haber sido ella, tiene que haber estado aquí.
Se levantó y dio tres patadas al cabecero de la cama, hasta que se rompió.
Puta. Te encontraré.
Examinó toda la habitación, centímetro a centímetro, cajón por cajón; comprobando las papeleras, los armarios, retirando el escritorio y el colchón.
Nada.
Luego sacó un cuchillo y empezó a destrozar sistemáticamente la ropa de cama, el edredón, las almohadas, el somier, el cojín de la silla y la cortina de la ducha, a punto de explotar por la tensión que tenía dentro.
Se sentó en el borde de la bañera, apoyando la cabeza contra la fría hoja de su cuchillo.
Ella había estado ahí, es decir, su fuente de información era de fiar. ¿Adónde demonios habría ido? Pronto sería el hazmerreír de todos, el tío que no fue capaz de pillar a una hija de puta. Tendría que haber entrado a la fuerza; maldita suerte la suya, con esos estúpidos clientes del hotel en el pasillo y la puta sueca.
Se incorporó.
¿De dónde había salido esa sueca? Nunca la había visto antes. Hablaba sin acento y debía de conocer a Aida. ¿De dónde? ¿Y qué estaba haciendo ella aquí? ¿Cómo se había involucrado en todo esto?
De pronto sonó el móvil que llevaba en el bolsillo. El hombre se abrió la chaqueta y sacó el teléfono; de paso, acarició el arma.
– ¿Molim?
Buenas noticias, por fin buenas noticias.
Salió de la habitación y se escabulló del hotel, sin que nadie le viera.
Annika Bengtzon entró sin llamar primero y se desplomó en el viejo sofá de Schyman sin fijarse en el hedor.
– He conseguido una información de la que quiero hablar contigo lo antes posible -dijo-. ¿Tienes tiempo ahora?
Parecía cansada, casi enferma.
– No parece que tenga elección -contestó Anders Schyman irritado.
Ella tomó aire y lo soltó lentamente.
– Lo siento, estoy un poco alterada. Es que he estado en una maldita y desagradable…
Se quitó el abrigo con dificultad.
– Ayer por la tarde conocí a una mujer llamada Rebecka. Dirige una nueva organización, una fundación llamada Paraíso. Ayudan a gente que corre peligro a encontrar una nueva vida, sobre todo a mujeres y niños. Parece muy interesante.
– ¿Cómo les ayudan?
– Los borran completamente de todos los registros públicos. No quiso contarme exactamente cómo lo hacían hasta que yo le diera una señal clara de que lo íbamos a publicar.
Schyman la miró detenidamente. Estaba nerviosa.
– No podemos garantizar la publicación hasta saber de qué se trata, y lo sabes -dijo él-. Una actividad de esa clase hay que investigarla cuidadosamente antes de que podamos hacerla pública. Esa tal Rebecka puede ser cualquier cosa: una estafadora, una chantajista, una asesina… ¡vaya usted a saber!
Ella le miró durante un rato.
– ¿Crees que debería averiguarlo? Quiero decir, ¿crees que yo…?
Se calló y tragó saliva. Él se daba cuenta de lo que quería.
– Queda con ella otra vez y dile que nos interesa. Pero no quiero que este asunto te reste tiempo y energía de tu trabajo nocturno.
Ella se levantó del sofá y se sentó en una de las sillas que había junto al escritorio de Schyman.
– Deberías deshacerte de ese maldito sofá -le dijo-. ¿Por qué no le pides a alguien que se encargue de ello?
Ella dejó su cuaderno en el escritorio. Él dudó un momento, pero decidió ser sincero.
– Sé lo que quieres. Te gustaría que te librara del turno de noche y que te permitiera volver al reportaje. -Se echó hacia atrás en la silla y concluyó su idea-. Pero no es posible de momento.
– ¿Por qué no? -saltó ella enseguida-. Llevo un año y trescientos sesenta y tres días asignada al turno de noche. Pertenezco a la plantilla desde la sentencia del juicio. En mi opinión, ya he cumplido con mi parte. Quiero escribir. En serio.
La fatiga se apoderó de Schyman. Yo lo quiero. Voy a hacerlo. ¿Por qué no consigo…? Críos malcriados, eso es lo que eran, los doscientos y pico siempre querían salirse con la suya, como si sus artículos, sus metas laborales o su situación salarial fueran lo más importante del mundo. Él no podía recolocarla ahora, y menos en vista de la inminente reorganización.
– Escúchame -le respondió-. Ahora no es un buen momento. Confía en mí.
Annika le miró detenidamente durante unos segundos, luego asintió.
– Lo comprendo -dijo, y se marchó. Se levantó, cogiendo el bolso y el abrigo descuidadamente en los brazos.
Anders Schyman suspiró cuando la puerta se cerró detrás de ella.
El suelo recién encerado brillaba, las pantallas de los ordenadores parpadeaban en la habitación poco iluminada. Rostros azulados concentrados exclusivamente en la realidad virtual, zumbido de teclados, klicketi klack, klicketi klock. Los cursores se movían como flechas por las pantallas, los ratones de los ordenadores roían las palabras que aparecían: reescribiendo, borrando. Jansson hablaba por teléfono, fumando y aporreando el teclado, haciendo caso omiso de la zona reservada para fumadores. Ella dejó sus cosas en el suelo junto al escritorio y se dirigió al baño. Dejó correr el agua caliente sobre las muñecas, sintiéndose helada hasta los huesos.
Cerró los ojos y volvió a ver a aquel hombre frente a ella, el guapo vestido de negro con una mano en el bolsillo de la chaqueta. El asesino. No recordaba lo que ella había dicho, ni lo que él había dicho, sólo su torpe confusión y su miedo paralizante.
¿Por qué yo?, pensó. ¿Por qué estas cosas siempre me pasan a mí? Se secó las manos y miró su abatido rostro en el espejo.
La abuela, pensó. Mañana iré a ver a la abuela y podré dormir, descansar, vivir.
Sintió una ligera sensación de alivio, el cuerpo y las manos recuperaron el pulso. La presión en el pecho cedió un poco.
Paraíso, pensó, quizá debería seguir adelante con el artículo sobre la Fundación Paraíso después de todo. Puede que no pase todo el fin de semana en Lyckebo. Tal vez escriba un poco también.
Annika sonrió para sí misma. Los datos que tenía sobre la fundación quizá fueran cruciales. Ella los comprobaría, trabajaría en serio sobre ese asunto. Schyman sabría…
De pronto se quedó helada, constriñéndose el pecho otra vez.
¡Schyman! ¿Y si tenía razón? ¿Y si Rebecka era una farsante, una impostora, una delincuente? Se llevó una mano a la boca y dio un grito ahogado. ¡Oh, Dios mío, Aida de Bijelina! Ya la había dirigido a Paraíso.
El frío la tenía paralizada, se había extendido por todo el cuerpo.
¡Dios!, ¿cómo pudo hacer algo tan descabellado? ¿Cómo pudo recomendar algo de lo que no tenía ni idea?
Entró en una cabina y se sentó en el inodoro, mareada y alicaída. ¿Acaso su idiotez no tenía límites?
Respiró, tratando de tranquilizarse.
¿Qué he hecho? Pero ¿qué otra elección tenía Aida Begovic? De no haber estado yo allí, Aida estaría muerta.
Annika se levantó, se dirigió al lavabo y bebió agua del grifo, fijándose en su rostro encendido.
Por otra parte, ¿cómo podía estar segura de ello? Quizá, también Aida era una mentirosa, una loca. A lo mejor le gustaba ir en bicicleta desde Huddinge al centro de Estocolmo hasta caer rendida, y no llevar dinero para volver luego a casa. A lo mejor el hombre guapo vestido de negro era su hermano, que venía a buscarla para llevarla a casa.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared de azulejos. Respiró profundamente varias veces.
Nadie lo sabría nunca. Nadie se enteraría de lo que había hecho. Aida tenía razón. No volverían a verse.
Si Paraíso realmente existía y funcionaba como decían, entonces desaparecería para siempre. Si no, moriría.
Había una manera de comprobar si Aida sabía de lo que hablaba.
Annika volvió a su mesa y marcó el número de Q.
– Esta noche realmente no tengo tiempo -le dijo su fuente policial.
– ¿Han encontrado el camión? -preguntó ella rápidamente.
Se hizo un largo silencio. Sorpresa.
– Sé que estáis buscando uno -dijo ella.
– ¿Cómo diablos sabes lo del camión? -preguntó-. Acabamos de enterarnos de que ha desaparecido, ni siquiera hemos tenido tiempo de dar la alarma.
Respiró aliviada: Aida no había mentido.
– Tengo mis fuentes -dijo ella.
– Cada día das más miedo -dijo Q. ¿Acaso era adivina?
No pudo evitar reírse, quizá demasiado alto.
– Hablo en serio -replicó Q.-. Esto no es un juego. Ten cuidado de con quién hablas de esto.
A Annika se le atragantó la risa.
– ¿A qué te refieres?
– Todos los que saben que el camión ha desaparecido están metidos en un buen lío, incluida tu fuente.
Ella cerró los ojos y tragó saliva.
– Lo sé.
– ¿Que sabes qué?
– ¿Qué sabe la policía?
Él suspiró quedamente.
– Que esto acaba de empezar -respondió.
– Va a haber más muertes -añadió Annika.
– Estamos intentando detenerlos, pero nos llevan mucha ventaja -explicó Q.
– ¿Qué puedo escribir?
– Lo del camión, o mejor dicho, lo del tráiler, lo podemos soltar. Escribe que sabemos que ha desaparecido con un cargamento de cigarrillos de valor desconocido.
– Cincuenta millones -dijo Annika.
Ella le oía respirar al otro extremo del teléfono.
– Sabes más que yo, pero te creo.
– ¿Quiénes eran los hombres? -preguntó Annika.
– Aún no lo sabemos.
– Mi fuente dice que no eran importantes. ¿A qué crees que se refería ella?
Un momento de silencio.
– ¿De modo que tu fuente de información es una mujer? Sabes que la estamos buscando, ¿verdad? Ella pudo haber sido una tercera víctima. Hemos encontrado sangre en el muelle, junto al lugar del homicidio.
Silencio.
– Bengtzon, ten cuidado.
Y colgó.
Ella se quedó con el auricular en la mano, escuchando la señal durante unos segundos. La invadió una abstracta sensación de malestar.
– ¿De qué iba todo eso? -preguntó Jansson.
– Comprobaba una pista -contestó cuando se dirigía al departamento de sucesos.
Sjölander hablaba por teléfono en murmullos y levantó la vista, irritado. Se sentó en el borde de su escritorio, igual que hacía él en el de ella.
– Dos asesinatos en el Frihamnen. Habrá más fascículos. Ha desaparecido un cargamento de cigarrillos de contrabando y la policía espera más homicidios.
El jefe de la sección de sucesos asintió apreciativamente.
– Buen material. ¿Quieres escribirlo tú?
– Mejor no -dijo ella-. Pero es correcto, lo he comprobado a través de dos fuentes. Una de ellas es la policía.
– Envíame un correo electrónico con lo que tienes -le pidió.
– ¿Y qué tal una información detallada en torno a la mafia de los cigarrillos?
Pero él había vuelto a coger el teléfono, así que le dio el visto bueno levantando el pulgar de la otra mano.
Annika estaba completamente despierta y miraba al techo, tan agrietado y gris. Por la luz que entraba a través de la cortina blanca, se figuró que debía de ser la hora del almuerzo y que hacía un tiempo asqueroso. Sorprendentemente, se sentía descansada y no le dolía nada.
Se puso de lado, y la mirada recayó en la tarjeta que había dejado en la mesilla. El número de Rebecka. Tomó la decisión sin pensar; simplemente se sentó en la cama y marcó el número de manera impulsiva, por curiosidad.
Sonó. Tonos regulares; nada fuera de lo normal.
– Paraíso. -La voz era la de una mujer mayor.
– Hmm, soy Annika Bengtzon y me gustaría hablar con Rebecka.
– Un momento…
El teléfono chisporroteó con los habituales sonidos del silencio: golpeteo de tacones por el suelo, acercándose, el desagüe de un inodoro. Escuchaba con atención. De momento, los ruidos de la Fundación Paraíso parecían completamente normales.
– ¿Annika? ¡Me alegra oírla!
Una voz alta, un poco lánguida y ligeramente fría.
Annika notó una familiar sensación de entusiasmo, casi se había olvidado de su ímpetu.
– Me gustaría volver a verla. ¿Cuándo le vendría bien? -preguntó.
– Esta semana va a ser difícil, tenemos varios clientes nuevos de camino. Y la semana siguiente parece que también estaremos muy ocupados.
¡Qué desilusión! Mierda…
– ¿Para qué nos ha llamado si no tiene tiempo de hablar con nosotros? -saltó Annika, molesta.
Otra vez silencio, crepitante.
– Estaré encantada de volver a verla cuando tenga tiempo -dijo Rebecka con voz displicente, fría, neutral.
– ¿Y cuándo se supone que será eso?
– Tengo una reunión en Estocolmo, a las dos. Podríamos vernos justo antes. Es el único hueco que puedo hacerle.
Annika miró su reloj despertador.
– ¿Ahora? ¿Hoy?
– Si le viene bien…
Annika volvió a echarse con el auricular en la oreja.
– Por supuesto -dijo ella.
Una vez que hubieron colgado, Annika se quedó un rato más en la cama, tranquila. Por un instante, una luz resplandeciente volvió a inundar la habitación. Luego, echó a un lado la ropa de la cama, se puso el pantalón del chándal y la sudadera y bajó corriendo a la ducha del edificio, que estaba al otro lado del patio, con jabón y champú. El agua le parecía cálida y estimulante; se lavó el pelo y se secó lentamente. Había vuelto la luz.
Subió corriendo las escaleras, preparó café y tomó yogur. Luego se cepilló los dientes en el fregadero. Secó un poco de agua que había derramado en el suelo.
Entraba una corriente de aire frío por la ventana rota de la sala de estar. Recogió el yeso y los trozos de cristal, y luego buscó una bolsa de papel del cutre supermercado ICA que pegó con cinta sobre el agujero que había en el cristal.
Pronto, pronto sabré cómo funciona Paraíso.
Pronto estaré con la abuela en Lyckebo.
Rebecka vestía la misma ropa que la vez anterior: lino o algún tipo de algodón. El pelo hacia atrás, rubio, la boca ligeramente tensa.
Evita Perón ayudando a los pobres y desamparados. No llores por mí, Argentina.
– Tengo un poco de prisa -dijo la mujer-, así que acabemos cuanto antes.
Tenía debilidad por los bares de hotel, observó Annika mientras la mujer llamaba al camarero y pedía una botella de agua mineral para las dos.
– El otro día lo dejamos en el proceso de retirada de datos -dijo Annika echándose hacia atrás. Aún tenía el cabello húmedo y olía a champú-. Hacéis que la gente desaparezca. ¿Cómo funciona?
Rebecka suspiró y cogió una servilleta.
– Lo siento -dijo secándose las manos-, pero ahora estamos muy ocupados. Acabamos de recibir un nuevo caso que es bastante complicado.
Annika bajó la mirada sobre su cuaderno y probó el bolígrafo. ¿Podría tratarse de Aida, de Bijelina?, se preguntó para sus adentros.
El camarero trajo el agua. Tenía el delantal limpio. Rebecka esperó a que se retirara, como la primera vez.
– Debe recordar que estas personas están muy asustadas -dijo-. Algunos se sienten casi paralizados por el miedo. No pueden salir a hacer la compra, ni a correos, son incapaces de comportarse como personas normales.
Movió la cabeza como pensando en sus pobres clientes.
– Es terrible. Debemos ayudarles en todo, hasta en los más mínimos detalles prácticos, como el cuidado de los niños, una nueva vivienda, trabajo, escuelas. Y, por supuesto, proporcionarles asistencia psiquiátrica y social: muchos se encuentran en un estado lamentable.
Annika asintió y tomó notas -aquello era algo que comprendía-, y volvió a pensar en Aida.
– ¿Cómo lo hacen? -preguntó.
Rebecka limpió una mancha en su vaso y bebió un sorbo de agua.
– El cliente puede ponerse en contacto con nosotros las veinticuatro horas del día. Es fundamental que siempre puedan contar con alguien cuando las cosas se ponen feas.
Vaya al grano, pensó Annika.
– ¿Dónde vive esta gente? ¿Tienen una casa grande?
– Paraíso tiene acceso a varias propiedades por toda Suecia. O las tenemos en propiedad o las alquilamos a través de un testaferro que impide que se nos localice. Allí los clientes pueden vivir un cierto tiempo. Todos los tratamientos médicos que se siguen durante ese periodo se realizan sin que los profesionales conozcan la identidad del paciente. Por supuesto, no hay historias clínicas ni nada parecido. En lugar de una tarjeta normal con la identificación del paciente, reciben una tarjeta con un número de referencia. La fundación notifica al hospital o a la clínica qué municipio se hará cargo de pagar el servicio. Por lo general, los clientes no solicitan la ayuda en la localidad que corre con los gastos…
Annika tomaba notas. Eso sonaba muy bien.
– ¿Y cuánto tiempo puede estar un… cliente con ustedes?
– El que sea necesario -respondió Rebecka con su vocecilla pero con firmeza-. No hay límite de tiempo.
– ¿Un caso normal?
La mujer se secó las comisuras.
– Si todo marcha como es debido, terminamos en unos tres meses.
– Y cuando les han proporcionado una nueva vivienda y tratamiento médico, ¿hay algo más?
La mujer sonrió.
– Por supuesto. Hay otras muchas cosas que solucionar cuando una persona empieza una nueva vida. Por ejemplo, los pagos salariales y las prestaciones por los hijos. Nuestros contactos en los bancos funcionan de manera parecida al de los médicos. El cliente no necesita tener una cuenta en el lugar donde vive. Cada vez que recibe su sueldo o cuando tiene que efectuar algún pago, los bancos se ponen en contacto con Paraíso, y nosotros efectuamos las transacciones a través de un número de referencia. De la misma manera operamos con nuestros contactos en guarderías, escuelas, centros pediátricos, seguros médicos, Agencia Tributaria… todo. Muchos necesitan asesoramiento jurídico, y también se lo proporcionamos.
Annika tomaba notas.
– Así que les ayudan a buscar nuevos empleos, viviendas, escuelas, médicos o abogados dentro de la estructura de Paraíso.
Rebecka asintió.
– La persona discriminada desaparece detrás de un muro. Cualquiera que busque a alguien cuya información personal se ha borrado se encontrará con nosotros, y eso es todo.
– ¿Y de qué vive esta gente mientras dura el proceso? No podrán trabajar, ¿no?
– No, claro que no -respondió Rebecka-. Muchos están enfermos y reciben una prestación económica, otros cuentan con el cobro de la seguridad social, algunos tienen niños y reciben distintos tipos de ayudas. A menudo también disponen de asesoramiento legal en diversos procesos jurídicos, como por ejemplo en los casos de litigio por la custodia de los hijos.
Annika se quedó meditando en ello.
– ¿Pero si los perseguidores no se rinden, ¿qué hacen ustedes entonces? ¿Pueden ayudar a sus clientes a conseguir un nuevo número de la seguridad social?, ¿los números de identificación personal que utilizamos aquí en Suecia?
– De momento hemos completado con éxito sesenta operaciones. Ni uno solo de nuestros clientes ha tenido que cambiar de identidad. No ha sido necesario.
Annika terminó de escribir y soltó el bolígrafo. Todo eso era sencillamente increíble. Levantó la vista y paseó la mirada por el bar: mesas redondas, gruesas moquetas, iluminación elegante.
¿Dónde están los puntos débiles de esta historia?
Annika meneó la cabeza.
– ¿Cómo pueden estar tan seguros de que todos los que llegan a ustedes están diciendo la verdad? Bien podrían ser criminales que quieren huir de la policía y la justicia…
Rebecka la hizo callar cuando el camarero pasó por su lado.
– ¿Puede traerme otro vaso? Éste estaba sucio. Gracias. Comprendo su pregunta. Pero nadie puede venir a Paraíso a título personal y pedir que se borren sus datos. Sólo trabajamos en contacto con las autoridades. Nuestros clientes llegan a nosotros a través de la policía, las autoridades sociales, la Fiscalía, el Departamento de Relaciones Exteriores, las embajadas, las organizaciones de inmigrantes y las escuelas.
Annika se rascó la cabeza. Vale.
– Pero si su fundación es tan secreta, ¿cómo les llegan los clientes?
A la mujer le trajeron un vaso limpio. Los cubitos de hielo tintineaban.
– Hasta ahora los clientes han llegado a nosotros a través de contactos y recomendaciones. Recibimos casos de todo el país. Como ya le he dicho, la razón de que nos pusiéramos en contacto con ustedes fue porque nos sentimos preparados para expandir nuestras operaciones.
Las palabras se quedaron suspendidas en el aire, y Annika dejó que resonaran durante algunos segundos.
– Exactamente, ¿cuánto cobran por sus servicios? -preguntó.
Rebecka sonrió.
– Nada. Sólo cobramos a las autoridades locales encargadas de los servicios sociales por el tiempo que empleamos y los gastos en los que incurrimos mientras borramos las pistas. No obtenemos ganancias económicas. Sólo aceptamos pagos para cubrir gastos. Aunque se trate de una organización sin ánimo de lucro, tenemos que recibir un pago por nuestro trabajo.
Es cierto, ya lo dijo la vez anterior.
– ¿De cuánto estamos hablando, en términos de dinero?
La figura de porcelana se inclinó y sacó algo de su bolso.
– Aquí tienes unas hojas informativas respecto a nuestra organización. Está redactado de manera informal, quizá no muy elegante, pero las autoridades con quienes hemos contactado a través de este medio, de un modo u otro, nos han conocido y son conscientes de nuestras cualificaciones.
Annika cogió los papeles. En la parte superior figuraba un apartado de correos de Järfälla; luego seguía una lista de servicios, los mismos que Rebecka acababa de describir. En la parte inferior, leyó: Para una estimación de costes, pueden ponerse en contacto con nosotros a través de la dirección y el teléfono que figuran en el encabezamiento.
– ¿Cuánto cobran? -volvió a preguntar Annika.
Rebecka buscó algo más en su bolso.
– Tres mil quinientas coronas por persona y por día. Es un costo realmente bajo si se tiene en cuenta lo que ofrecemos. Eche un vistazo a esto también -dijo, y le entregó un nuevo papel.
Contenía casi la misma información, un poco más detallada.
– Bien -dijo Rebecka-, ¿qué piensa? ¿Vale la pena escribir algo?
Annika guardó el papel en su bolso.
– No puedo responder a eso todavía. Primero tengo que hablar con mis superiores y averiguar si al periódico le interesa cubrir esta historia. Luego tengo que confirmar sus informaciones con alguna de las autoridades con quienes han estado en contacto. ¿Podría facilitarme algún nombre ahora?
Rebecka lo pensó un minuto mientras doblaba la servilleta.
– Supongo que podría hacerlo ahora -respondió-. Pero comprenderá que los casos son muy delicados y todo es absolutamente confidencial. Nadie hablará de nosotros a menos que yo les diga que pueden hacerlo. Por eso me gustaría que volviéramos a reunirnos y le proporcionaré una lista de nombres.
– Claro -dijo Annika-. Y, después, me gustaría hablar con algún cliente que haya pasado por el proceso.
Otra vez la sonrisa, la fría.
– Eso sería más difícil. Usted nunca podría ponerse en contacto con ellos.
– Pero quizá usted podría pedirles que me llamaran.
La delicada mujer asintió.
– Por supuesto, ésa es una posibilidad. Pero ellos desconocen nuestros procedimientos. No les revelamos nada, y así no pueden traicionarse a sí mismos.
– No pensaba preguntar nada a los clientes sobre sus métodos de trabajo. Quiero conocer a una mujer que me diga: «Paraíso me ha salvado la vida».
Por primera vez, Rebecka sonrió abiertamente, dejando sus dientes al descubierto. Eran pequeños y blancos como perlas.
– Eso puedo hacerlo -dijo ella-. ¿Algo más?
Annika vaciló.
– Sólo una cosa -dijo-. ¿Por qué hace esto exactamente?
Rebecka tenía las piernas y los brazos cruzados, la clásica postura defensiva.
– No puedo decírselo -dijo.
– ¿Por qué no? -preguntó Annika con calma-. Su organización es cuando menos extraña. Algo debe de haberla empujado a comprometerse con ella.
Se quedaron en silencio durante un instante. Rebecka balanceaba rítmicamente los pies adelante y atrás.
– No quiero que incluya esto -dijo al fin-. Es algo privado, entre usted y yo.
Annika asintió.
La mujer se inclinó más hacia delante, con los ojos muy abiertos.
– Como ya le he dicho -susurró-, yo también he estado amenazada. Fue una experiencia aterradora, ¡aterradora! Al final ya no podía hacer nada, no podía comer ni dormir.
Miró por encima de su hombro y dejó vagar la mirada por el resto de los clientes del bar. Luego se inclinó hacia delante aún más.
– Decidí que tenía que sobrevivir. Fue así como comencé a concebir este método de protección. Mientras trabajaba en ello, me encontré con muchas personas en circunstancias parecidas. Decidí hacer algo, cargar con la responsabilidad que las autoridades no asumían.
– ¿Quién la amenazaba? -preguntó Annika.
Rebecka tragó saliva y le temblaba el labio inferior.
– La mafia serbia. ¿Has oído hablar de ella?
Annika parpadeó, perpleja.
– ¿Qué tiene usted que ver con ella?
– ¡Nada! -saltó Rebecka-. Todo fue un malentendido. Fue algo horrible, espantoso.
De pronto, se puso de pie.
– Discúlpeme -dijo, y salió corriendo hacia el baño. Sobre la mesa había un montoncito de servilletas de papel destrozadas.
Annika la siguió con la mirada. ¿Qué demonios ocurría? ¿Había topado con más ladrones de cigarrillos?
Suspiró, bebió un poco del agua ya tibia y ojeó sus notas. A pesar de la considerable cantidad de información había agujeros negros en la historia, pero aún no podía identificarlos. ¿Qué tenía que ver la mafia serbia con todo aquello?
La mujer de porcelana tardaba. Annika comenzó a impacientarse, miró la hora. Su tren a Flen saldría dentro de poco. Pagó la cuenta y ya se había puesto la chaqueta cuando Rebecka regresó, con los ojos brillantes e imperturbables.
– Discúlpeme -dijo sonriendo-. Los recuerdos son siempre muy dolorosos.
Annika la miró detenidamente; podría preguntárselo y acabar con ello de una vez.
– ¿Tiene usted algo que ver con los cigarrillos desaparecidos? -le dijo con voz tensa.
Rebecka sonrió y parpadeó con timidez.
– ¿Ha perdido sus cigarrillos? Yo no fumo.
Annika suspiró.
– No podré escribir nada hasta que tenga esa lista con los nombres de las autoridades. Es importante que pueda conseguirla lo antes posible.
– Naturalmente -dijo Rebecka-. Pronto tendrá noticias mías. Si no le importa, preferiría salir antes que usted, para que nadie nos vea juntas. ¿Puede esperar aquí un par de minutos?
Misión imposible, pensó Annika. El sujeto ha salido del edificio.
– Por supuesto -dijo.
El rítmico traqueteo del tren la sumergió en un estado de tranquila concentración ya antes de pasar por el puente de Årsta. Dejaron Tanto a la izquierda, casas grandes con sus ventanas panorámicas que miraban hacia el muelle. Pronto la vista no era sino vegetación: Estocolmo no era tan grande, después de todo. La masa de pinos, verde oscura, llenaba todo su campo visual, meciéndose al mismo ritmo del tren, Dodonc-dodonc, dodonc-dodonc.
Borrar el rastro de alguien de los registros, pensó. ¿Era eso realmente posible? Una organización con tanto poder de representación, que tiene relación con las autoridades y firma todos los contratos. ¿Es eso legal realmente?
Sacó su cuaderno y su bolígrafo y empezó a hacer esquemas.
Si los ayuntamientos hacen uso de los servicios de Paraíso, todo tiene que ser limpio, pensó.
Luego está el asunto del dinero; ¿cuánto costaba todo el proceso de la retirada de datos?
Revisó sus anotaciones.
Tres mil quinientas coronas por persona y por día. Quizá fuera una cifra razonable, ella no sabía decir.
Metódicamente, comenzó a calcular los costes.
Cinco personas trabajando a tiempo completo, digamos que ganan alrededor de unas quince mil coronas cada una, más las contribuciones a la seguridad social, lo que haría una suma total cercana a las cien mil coronas al mes. A eso hay que sumar las casas. Digamos que cuentan con unas diez casas que cuestan cada una diez mil coronas en alquiler o interés, eso sería otras cien mil coronas mensuales. ¿Qué más? El servicio médico lo proporcionaban los ayuntamientos. Éstos proporcionaban las prestaciones sociales, el seguro por enfermedad pagaba los costes médicos, y la asistencia legal cubría los honorarios de los abogados.
Los costes debían de rondar entonces las doscientas mil coronas al mes.
¿Y los ingresos?
Tres mil quinientas coronas por día y por persona en un mes harían un total de ciento cinco mil coronas, sólo por una persona.
Si ayudan a una mujer y a un niño, obtienen un beneficio mensual de diez mil coronas, concluyó.
Desconcertada, se quedó mirando sus cálculos.
¿Podía ser realmente cierto?
Volvió a calcularlo todo.
Sesenta casos a tres mil quinientas coronas al día, en tres meses hacían un total de casi diecinueve millones.
En los últimos tres años habían tenido unos gastos de alrededor de siete millones, lo cual significaba una ganancia neta de casi doce millones.
Tiene que haber un error, pensó Annika. He basado mis cálculos en estimaciones y suposiciones. Puede que tengan más gastos que yo desconozco. Tal vez hayan contratado a psicólogos, médicos y juristas, y a mucha otra gente que estará colaborando las veinticuatro horas de todos los días del año. Eso sí que debe de ser realmente caro.
Volvió a guardar sus cosas en el bolso, se inclinó hacia atrás en el asiento y se abandonó al sueño. Dodonc-dodonc, dodonc-dodonc.
Los sonidos son siempre los mismos, pensó Anders Schyman. Sillas que se corren, alguien que habla sin parar por la radio, la CNN con el volumen bajo, susurros de papeles, una cacofonía de voces masculinas elevándose y descendiendo, frases cortas y enérgicas. Risas, siempre risas, en fuertes y rápidas carcajadas.
Los olores: el omnipresente aroma del café, un tufillo a sudor de pies, loción para después del afeitado. El persistente rastro del tabaco en el aliento de alguien. Testosterona.
Los jefes de sección se reunían cada martes y viernes por la tarde para evaluar el crecimiento de las inversiones y las estrategias a largo plazo. Eran todos hombres, superaban los cuarenta años, todos tenían un coche de empresa y llevaban idénticas chaquetas de fieltro azul marino. Él sabía que los llamaban «la Panda del Fieltro».
Siempre se reunían en la encantadora oficina que hacía chaflán de Torstensson, el jefe de redacción, desde la que se podía ver la Embajada rusa. Nunca dejaban de llevar pan de Viena y bizcochos. Jansson llegaba el último, siempre lo hacía. Siempre derramaba café en la alfombra y nunca pedía perdón ni lo secaba. Schyman respiró.
– Bueno, quizá deberíamos… -dijo Torstensson sin saber dónde mirar. Nadie parecía reparar en él. Jansson entró tambaleándose, adormilado, con el cabello revuelto y un cigarrillo en la comisura de los labios.
– Aquí no se fuma -dijo el jefe de redacción.
Jannson derramó café en la alfombra, dio un profundo resoplido y fue a sentarse a la parte más alejada de la oficina. Sjölander, el jefe de sucesos, hablaba por su móvil casi junto a él. Ingvar Johansson ojeaba un paquete de cables, Bild-Pelle estaba de pie riendo por algo que había dicho el jefe de espectáculos.
– Vale -dijo Schyman-. Siéntense, a ver si podemos terminar cuanto antes.
Los rumores se apaciguaron; alguien apagó la radio. Sjölander terminó con su llamada, Jansson tomó un bizcocho. Schyman permaneció de pie.
– En retrospectiva, consideramos que hicimos lo correcto al apostar por la cobertura del huracán -continuó diciendo Schyman mientras el resto tomaba asiento. Cogió el periódico del sábado en una mano y agitó con la otra los de la competencia.
– Fuimos los mejores, de principio a fin, y lo merecemos. Hemos sido previsores y coordinamos nuestros recursos de una manera completamente nueva. Todas las redacciones y equipos de trabajo cooperaron entre sí, dándonos un ímpetu contra el que nadie puede competir.
Schyman dejó los periódicos. Nadie dijo nada. Todo aquello era más controvertido de lo que parecía. Todos aquellos hombres gobernaban su propio territorio, y ninguno quería delegar poder e influencia en otro. Por eso, en situaciones extremas, podía ocurrir que los jefes de redacción ocultaran información para ser los primeros en dar una noticia con su propio equipo o para su propia edición. Si colaboraban entre las diferentes secciones, perdían terreno en la parte superior de la jerarquía, para descender al nivel de jefes de redacción adjuntos, lo cual parecía que era la intención del jefe de redacción general.
Schyman volvió a revisar los periódicos y se sentó.
– La noticia sobre el chico discapacitado también parece haber tenido un gran impacto. Al parecer, el ayuntamiento va a revisar su decisión y le va a dar la ayuda a la que tiene derecho.
El silencio era absoluto. Sólo la CNN y el sistema de ventilación continuaban como si nada. Anders Schyman sabía que a los otros no les gustaba que se trataran viejos asuntos del periódico, que eso eran noticias de ayer. Su lema era: Hoy es otro día, hay que seguir adelante. El jefe de redacción parecía estar en desacuerdo. Él entendía que había que aprender de los errores de ayer para evitar los de mañana, una verdad tan evidente que no había que olvidarla.
– ¿Cómo van los preparativos del congreso de los socialdemócratas? -preguntó Schyman, mirando al responsable de política y sociedad.
– Con muchas ganas de empezar -dijo el tipo de la chaqueta de fieltro, inclinándose hacia delante con algunos papeles en la mano-. A Carl Wennergren le han dado un soplo sobre una de las ministras. Parece que se fue de compras con la tarjeta de crédito del gobierno, y compró pañales y chocolate.
Los hombres rieron entre dientes; a las señoras no se les daba bien el manejo del dinero, de eso no había duda. ¡Pañales! ¡Y chocolate!
Schyman miró imperturbable al otro hombre.
– ¿De veras? -dijo-. ¿Y cuál es la primicia?
Las risas se apagaron. El señor Chaqueta de Fieltro sonrió sin comprender.
– A título personal -dijo-, compró cosas personales con la tarjeta del gobierno; o sea, que utilizó dinero público en algo de uso privado. -Todos asintieron en señal de aprobación. ¡Ésa era la primicia!
– Vale -dijo Schyman-. Lo investigaremos. ¿De dónde vino el soplo?
Un agitado murmullo inundó la sala; esas cosas no se discutían. Schyman suspiró.
– Por el amor de Dios -dijo-. Es evidente que alguien intenta tenderle una trampa. Averiguad de quién se trata. Puede que ésa sea la verdadera primicia, la lucha por el poder en el grupo de la socialdemocracia. El daño que están dispuestos a hacerse unos a otros antes de que empiece el congreso. ¿Alguna otra cosa? ¿Qué pasa con los miembros del Riksdag?
Continuaron pasando revista a las tareas que estaban en marcha: política, espectáculos, noticias internacionales y nacionales. El jefe del personal de redacción tomó nota e hizo comentarios, se establecieron políticas diferentes, se trazaron las líneas a seguir.
– ¿Y los «Chicos de la Pasta»?
El redactor de la sección de trabajo y finanzas sugirió con gran entusiasmo una nueva serie en la exploración de diferentes fondos monetarios: cuáles estaban en ascenso, cuáles habría que evitar, cuáles podían considerarse honestos y cuáles eran seguros a largo plazo. Titulares como «Sea un triunfador» siempre venden periódicos. Todos asintieron, nadie tenía reservas al respecto. Todos los miembros de la banda del Fieltro poseían una considerable cartera de opciones.
– ¿Y los de sucesos?
Sjölander se aclaró la garganta y se irguió. Casi se había quedado dormido en su silla.
– Bueno, tenemos el doble homicidio en el Frihamnen, y, según la policía, esto es sólo el principio. Como habrán visto en el diario de hoy, somos los únicos que salimos con la noticia del cargamento de cigarrillos desaparecidos. Cinco millones. Van a matarse unos a otros hasta que den con ese camión.
Todos asintieron en señal de aprobación. Buen material.
– Y tenemos también el asunto de la privatización del sector público -dijo el jefe de redacción; su voz parecía ahora más clara que la de los otros-. ¿Hay algún reportero trabajando en esto?
Schyman le ignoró.
– Annika Bengtzon tiene algo entre manos, aún no sé dónde nos llevará. Ella se ha puesto en contacto con una fundación algo oscura que hace cosas que los Servicios Sociales ya no están en condiciones de hacer: esconden a mujeres y niños cuya vida corre peligro.
La Panda del Fieltro se removió incómoda. ¿Y qué demonios es eso de «una fundación». Suena muy ambiguo.
– Annika Bengtzon es muy buena buscando y sacando a la luz información, pero está demasiado preocupada con temas de mujeres -dijo Sjölander.
Todos asintieron. Sí, sólo eran ganas de despotricar. Nada de interés periodístico, sin credibilidad, sólo eran historias trágicas y turbias.
– Aunque, claro, se entiende cuando recordamos de dónde viene -dijo Sjölander con una mueca. Los demás también sonrieron. Sí, exacto.
Schyman los observaba en silencio.
– ¿Sería mejor la historia si escondieran a hombres cuya vida corre peligro? -preguntó.
Esto provocó más movimiento de sillas y miradas al reloj; ¡Dios!, ¡qué tarde es! Habrá que volver al trabajo. ¿Qué ha dicho?
Hora de irse, se encendió de nuevo la radio, la sala se llenó de ajetreo y bullicio.
Anders Schyman volvió a su escritorio con el habitual sentimiento de ligera frustración que aquellas sesiones de planificación le provocaban normalmente. La forma en que la dirección clasificaba la realidad, su incestuosa visión de cómo eran las cosas, su falta total de autocrítica.
Al sentarse y comenzar a repasar los boletines de noticias, sólo tenía una idea en la cabeza: ¿En qué demonios quedará todo esto?
Annika bajó del autobús en la parada frente al supermercado Co-op. La acera estaba sucia y resbaladiza. Encorvó los hombros, indiferente a las miradas. Por el rabillo del ojo observaba a la gente vestida con chillones atuendos de esquí que pasaba cerca de ella. Se volvió; si querían mirar, que miraran, a ella le daba igual. Habían echado arena en la calle. Bajó a la carretera y se encaminó hacia las fábricas. La zona industrial contrastaba contra la enorme grisura del cielo invernal. Como siempre, evitó mirar los hornos abandonados, dirigiendo la vista hacia la izquierda, posando la mirada con cariño en las viejas y hermosas casas de los trabajadores con sus estructuras pintadas de rojo intenso. A la derecha se encontraba su antiguo apartamento, y ella miró en esa dirección; había permanecido desocupado desde que ella se mudó.
Al parecer, ya no era así.
Sorprendida, se detuvo en mitad de la calle.
Cortinas y flores en la ventana, una pequeña lámpara de zapatero.
Alguien vivía en su cocina, dormía en su cuarto. Alguien que pintaba la casa, regaba las plantas y cuidaba de todo. Las ventanas habían vuelto a la vida.
La intensidad del alivio que sintió la sorprendió, fue casi físico. Como si le quitaran un peso de encima. El habitual deseo de querer desaparecer se desvaneció. Por primera vez después de los hechos terribles que había vivido, sintió que una oleada de ternura hacia aquella vieja comunidad industrial.
Lo he pasado bien aquí, pensó. Tuvimos buenos momentos. De vez en cuando hubo amor entre ellos.
Annika dejó el vecindario, llegó a Granhedsvägen, apretó el paso, se puso el bolso al hombro y miró al cielo. El viento susurraba en lo alto de los pinos. Pronto oscurecería.
Me pregunto si habrá árboles en otros planetas, pensó.
El camino estaba helado y duro cuando echó a andar por él. Pasaron algunos coches con las luces antiniebla, nadie a quien ella conociera.
El silencio se intensificó. El crujido de sus pisadas, su respiración regular, el rumor difuso de un avión que se dirigía al aeropuerto de Arlanda. Se sentía cada vez más ligera y grácil, mientras contemplaba los alrededores.
El bosque había sido muy castigado por la tormenta. En el claro que había detrás de Tallsjön, casi todos los brotes de pino se habían partido. Habían caído postes de teléfono y de electricidad. Había árboles destrozados por todas partes y de cualquier manera, con las raíces arrancadas y expuestas, partidos a la altura de un hombre, hendidos, con las crestas abiertas. La carretera estaba llena de ramas rotas. Tuvo que pasar por encima de los restos de un abedul caído.
Somos tan vulnerables, pensó Annika. Es tan poco lo que realmente podemos controlar…
Por el camino que llevaba a Lyckebo aún no había pasado el quitanieves. Un coche había estado allí un día antes más o menos, las huellas se extendían el doble de su anchura cuando se descongelaban y luego volvían a congelarse formando canales de hielo. Resultaba difícil andar. El bolso le rebotaba en la cadera.
La barrera en el camino que marcaba los límites de Harpsund estaba abierta. Se hallaba rodeada de abedules. Allí la oscuridad era más intensa, la tormenta no había causado muchos daños. El gobierno podía permitirse cuidar de sus bosques.
Pasó el arroyo. Había una escultura de hielo en el lugar donde brotaba el agua. Se oía un goteo por debajo de aquella costra. Las huellas de animales de distintas formas y medidas se cruzaban entre sí: alces, corzos, liebres, jabalíes. Las que ya tenían varios días se habían hecho enormes.
Y, de pronto, se abrió el claro con los tres edificios de ladrillo rojo: la casa, la leñera y el granero. Todo parecía tranquilo. La casa del árbol a la izquierda, el prado descendiendo hacia el puente. Se detuvo y se quitó los guantes y el gorro para dejar que el viento procedente del lago le alborotara el pelo. Cerró los ojos y respiró profundamente. La imagen del claro se grabó en su retina como un negativo en blanco y negro, inmóvil, sin color, sin sonido. Lentamente, una sensación de inquietud empezó a apoderarse de ella: ¿qué era lo que fallaba en aquel escenario?
Abrió los ojos de par en par, y la luz la envolvió. Reconoció la escena con absoluta claridad y al cabo de dos segundos supo lo que ocurría.
No salía humo de la chimenea.
Dejó caer el bolso en el suelo y echó a correr, sintiendo que sus propios latidos rugían como un pulso atronador en el cerebro. Abrió la puerta y encontró frío y oscuridad, el pestilente olor del peligro.
– ¡Abuela!
Las piernas de la anciana con sus medias de color marrón asomaban por debajo de la mesa plegable, le faltaba un zapato.
– ¡Abuela!
Al levantar la mesa, Annika se pilló el dedo anular izquierdo con la bisagra de la hoja de la mesa.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!
La mujer yacía de lado y perdía un poco de sangre por la boca. Annika voló a su lado, le cogió la mano, la tenía muy fría, le acarició el cabello, llenándosele los ojos de lágrimas, notando cómo le subía la adrenalina.
– Abuela, Dios mío… ¿Me oyes? ¿Abuela…?
Annika le buscó el pulso en la muñeca, pero no encontraba el punto adecuado, le palpó la garganta, nada allí tampoco. Con las manos calientes y húmedas colocó a la anciana boca arriba y se inclinó sobre ella, tratando de percibir si respiraba. Sí, respiraba.
– ¿Abuela?
Un gemido, seguido de un murmullo.
– ¡Abuela!
La cabeza de la mujer cayó a un lado. La sangre de la mejilla se le había secado. Tenía la barbilla floja. Más gemidos, luego un sollozo.
– Duele -dijo ella-. Ayúdame.
– Abuela, soy yo. Oh, Dios, te has caído, voy a ayudarte…
Técnicas básicas de primeros auxilios, pensó Annika, mientras le acariciaba la cabeza a la anciana. Comprobar la respiración, posibles heridas y síntomas de shock. Tenía que mantenerla caliente.
Rápidamente se puso de pie y corrió hasta la habitación. La cama gustaviana estaba hecha. Con un único movimiento, Annika tiró de la ropa de cama, las sábanas y el fino colchón de arriba incluidos, y volvió corriendo a la cocina. Extendió el colchón en el suelo, levantó el cuerpo de su abuela por el tronco y de una patada introdujo el colchón debajo de ella, luego le puso las caderas y las piernas encima. A continuación extendió las sábanas y las mantas encima de su abuela, levantándole las piernas para entremeter la ropa de la cama. El siguiente paso fue cubrirle la cabeza con su gorro de lana, tocándole su áspero cabello gris con manos temblorosas.
Una ambulancia, pensó Annika.
– Espera un poco, abuela -le dijo-. Voy a buscar ayuda. Vuelvo enseguida.
La mujer le respondió con un nuevo gemido.
Salió corriendo de la casa, cruzó el bosque, pasó el arroyo, la barrera, siguió por la carretera, se agachó por debajo de un tendido eléctrico derribado, saltó de un prado a otro por el pantano y subió corriendo la colina hasta Lillsjötorp.
¡Por favor, Señor, que el viejo Gustav esté en casa!
El anciano estaba cortando leña. Duro de oído, no oyó llegar a Annika. Ella no se molestó en saludarle, sencillamente entró en la casa.
Allí estaba la asistenta, la ayuda a domicilio de Gustav y la mujer que estuvo al lado de Sven. Se llamaba Ingela. Estaba fregando los platos y miró a Annika con consternación.
– Pero qué demonios…
Annika corrió hasta el teléfono y llamó a Urgencias.
– Al menos podrías haber cerrado la puerta -exclamó Ingela, molesta mientras se secaba las manos con un paño y se dirigía a la puerta.
– Servicio de Urgencias, ¿en qué puedo ayudarle? -dijo una agradable voz de mujer al teléfono.
Annika empezó a sollozar.
– ¡Se trata de mi abuela! -gritó.
– ¿Por qué no empezamos por el principio? Cuénteme qué ha sucedido.
Annika cerró los ojos y se frotó la frente.
– Algo le ha pasado a mi abuela -dijo-. Creí que estaba muerta. Vive en una casa en las afueras de Granhed, tienen que venir a buscarla.
– ¿Qué te has hecho en la mano? -preguntó la sirvienta, alarmada.
– ¿Qué Granhed es ése? -preguntó la señora.
Annika le explicó tartamudeando cómo llegar. Giren hacia Valla en dirección a Hälleforsnäs, luego tomen Stöttastenvägen, pasado Granhed, y es la primera a la derecha después de Hosjön.
– ¿Le ha ocurrido algo a Sofia? -preguntó la criada con los ojos muy abiertos.
Annika soltó el auricular y salió de la casa, para volver corriendo por el mismo camino por el que había venido. Había oscurecido y se cayó varias veces. La pequeña casa había empezado a fundirse con el fondo, el oscuro bosque.
La mujer no se había movido; estaba completamente inmóvil, respirando con tranquilidad. Annika se sentó a su lado, se colocó la cabeza de su abuela en el regazo y se echó a llorar.
– ¡No te mueras, me oyes! ¡No me dejes sola!
Lentamente, Annika se fue serenando. La ambulancia tardaría por lo menos media hora en llegar. Se enjugó la nariz y las lágrimas con el dorso de la mano, y entonces vio la sangre. La piel y la carne del dedo anular de la mano izquierda se le habían levantado al mover la mesa plegable. La sangre se le había secado debajo de la uña y aún le corría por la muñeca. En el mismo instante, notó el dolor. Emitió un quejido y sintió que la habitación daba vueltas. ¡Qué infantil era! Se vendó la herida con el paño de los platos y se lo anudó.
Quizá sería buena idea intentar calentar un poco la cocina. Annika se acercó a la estufa para encender el fuego y puso la mano sobre la superficie de hierro. Aún no estaba fría del todo, no se había utilizado desde primera hora de la mañana. Arrugó unas hojas de periódico, metió un poco de leña y unas astillas de abedul. Le temblaba la mano cuando encendió la cerilla, le daban punzadas en el dedo. A continuación encendió la lámpara de queroseno y la colocó en el exterior de la ventana, hacia el agua.
Buscó una almohada y se la colocó a su abuela debajo de la cabeza, observando cuidadosamente aquel viejo rostro. Sofia Katarina. El mismo nombre que la menor de las criaturas adoptadas en los libros para niñas de Kulla-Gulla de los años cuarenta. Annika recordó lo hermoso que siempre le había parecido aquel nombre. De niña a ella le gustaba fingir que los libros de Martha Sandwall-Bergström trataban en realidad sobre su abuela. Sofia Katarina, Sossatin.
¿Dónde diablos estaba esa ambulancia?
Annika paseó la mirada por la cocina. No había señal de que alguien hubiera preparado café, sándwiches, gachas o almuerzo. La abuela debió de caerse a primera hora de la mañana, posiblemente poco después de levantarse de la cama, preparar el fuego y hacer la cama. Hacía unas ocho horas, concluyó Annika. Ocho horas. ¿Es demasiado? ¿Podrá superarlo?
El fuego ardía bien y añadió un poco más de leña. El calor se fue extendiendo por la habitación, y el frío empezó a rendirse sin oponer resistencia. Aquélla era una casa acostumbrada al calor y la luz, al amor y la armonía. Ahora las condiciones habían cambiado.
Su abuela movió la cabeza y gimió. La sensación de impotencia de Annika aumentó hasta convertirse en ira.
¿Dónde estaba esa puta ambulancia?
El bosque era denso, poco cuidado, plagado de malezas, prácticamente impenetrable. La carretera estaba embarrada y destrozada por los coches. Ratko maldijo cuando la rueda izquierda trasera quedó girando en el barro. Se detuvo, bajó la marcha, y volvió a pisar con cuidado el acelerador. El gran motor diesel gruñó ligeramente, la rueda salió y el vehículo siguió dando tumbos hacia delante. Ya tendría que estar allí.
Otro árbol pequeño caído en la carretera. El incontrolable temperamento de Ratko se apoderó de él en un segundo. Golpeó el volante con fuerza; maldita sea, ya había tenido bastantes problemas. Con un gesto violento puso la palanca de cambios en la posición de «parada» y salió a retirar el abedul. Arrojó el tronco a una zanja y saltó sobre el pequeño árbol; entonces se dio cuenta de que había llegado a su destino. El espacio en el paisaje de los alrededores donde estaba el tráiler aparcado se encontraba a unas cuantas docenas de metros de distancia; la cabina amarilla brillaba entre los desnudos y descuidados árboles caducifolios. Si el árbol no hubiera bloqueado la carretera quizá no habría sido capaz de volver a encontrar el camino hasta allí. La suerte le había tocado como una pluma haciéndole cosquillas en el cuello. Se la sacudió de encima.
Se quedó allí parado un buen rato, soltando el aliento como bocanadas de humo a su alrededor.
La suerte no existía. Cada uno se fabricaba su propio éxito, en eso creía él. Haber encontrado el camión y a los chapuceros que lo habían robado no era suerte, sino el resultado de décadas dedicadas al costoso cultivo de una red de contactos.
Nadie podía escapar, él siempre los encontraba. Esos cabrones creían que podían engañarle.
La euforia de Ratko cuando volvieron a encontrar el tráiler se convirtió en ira impotente cuando lo abrieron. Los cigarrillos no estaban. Alguien se los había llevado; los tipos afirmaban que ellos no sabían quién había sido ni dónde se hallaban.
Ratko apretó con fuerza los dientes, hasta que le dolieron las mandíbulas.
Sólo podía haber una razón por la que esos muchachos no habían hablado: realmente, no tenían ni la menor idea de dónde estaba el cargamento.
Se quitó los guantes y encendió un cigarrillo. Fumó lentamente, hasta el filtro. Luego lo apagó con la suela del zapato, cogió la colilla y la introdujo en el bolsillo de su chaqueta. Hoy en día podían rastrear el ADN en restos de saliva. Tenía que acordarse de deshacerse también de los zapatos. Ya tenía bastantes problemas, y lo único que le faltaba era que la policía sueca le fuera pisando los talones.
Ratko se quedó allí un rato y volvió a ponerse los guantes. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que aún estaba muy lejos de su objetivo. A lo largo de su vida, había habido muchas ocasiones con motivos suficientes para estar cabreado, pero esta vez las cosas eran diferentes. No estaba seguro de si era el cazador o la presa. Sentía que el peligro lo acechaba desde diversas direcciones. Sus superiores dijeron que confiaban en él, que sabían que arreglaría las cosas, pero era consciente de que su paciencia tenía un límite. El trabajo de la noche no le había acercado al cargamento, pero no había sido totalmente en vano. Había demostrado capacidad de iniciativa y recursos. Sin embargo, no estaba del todo seguro. La mujer había desaparecido, y él no lograba entender adónde había ido. Aún no sabía qué papel desempeñaba ella en todo aquello.
Entró en el coche, y lanzó una mirada por el espejo retrovisor. Nada. Sólo los paquetes que ocultaban un poco la visión. Condujo alrededor de treinta metros y luego giró hacia la derecha, entre los árboles; el coche se sacudió y se levantó un poco. Había llegado. Puso la palanca de cambios en la posición de parada, apagó el motor y dejó la llave puesta. Salió del coche y se puso en marcha. Cuidadosa y metódicamente, roció el tráiler y la cabina de gasolina; salpicó y se mojó, y tanto el pelo como la ropa absorbieron el líquido rosado. Cuando terminó, puso los bidones en su sitio. Tenía que apurarse, oscurecía muy deprisa, y el fuego sería más visible por la noche.
Por último, sólo quedaban los «paquetes». Ratko cargó con el primero a la espalda, casi feliz con los vapores que despedía la ropa. Aquél era uno de los apestosos cabrones. Cuando iba a colocar el cadáver en la cabina del conductor del camión, se le cayó y volvió a perder los estribos. Con el metal que recubría la punta de sus botas, pateó carne y huesos, haciendo que el cuerpo rodara una y otra vez, hasta que ya no pudo más. Tenía que descansar un momento; los vapores de la gasolina que empapaba su ropa lo mareaban. Cogió el paquete con decisión, lo levantó y lo colocó en el asiento del copiloto, y fue a por el otro. De pronto oyó el sonido de un motor acercándose a cierta distancia. Se quedó petrificado, con el segundo cuerpo medio fuera del coche. El temor se apoderó de él de tal manera que dejó caer el paquete al suelo y se escondió entre los arbustos. Tumbado en el húmedo musgo, bastaron unos segundos para que estuviera calado hasta los huesos.
El sonido fue desvaneciéndose lentamente hasta desaparecer. Se incorporó hasta quedar a cuatro patas, jadeando, moqueándole la nariz, y se quitó unas cuantas ramas del pelo. Una suerte que nadie lo hubiera visto.
Avergonzado, se levantó, vio el cadáver retorcido allí tirado, y de nuevo le invadió un sentimiento de ira. Avanzó hasta el paquete y comenzó a descargar sobre él golpes y patadas. Luego lo subió hasta el asiento del conductor de la cabina y lo tiró al suelo. Trabajó rápidamente y con decisión. Buscó los dos últimos bidones y los trajo, uno en cada mano. Regó los cuerpos con el líquido, hasta empapar los cadáveres de gasolina. Las últimas gotas las dejó para la mecha, una hilera de gotas en el suelo que llegaban hasta el bosque: Respiró hondo; de repente se dio cuenta de lo cansado que estaba. Descansó unos minutos y se quitó la ropa, incluso los calzoncillos. Luego sacó una bolsa con ropa limpia. Tiritando en aquel brutal aire helado, se vistió con rapidez y luego sacudió los brazos para entrar en calor.
Mejor, mucho mejor. Ahora sólo faltaban los fuegos artificiales.
Durante unos momentos contempló la escena que tenía delante -el tráiler, los cuerpos, el bosque- y se sintió satisfecho. Luego encendió el mechero, lo puso en el suelo, se dio media vuelta y echó a correr.
La sala de urgencias parecía un garaje. La ambulancia aparcó y salió un enjambre de personal médico luciendo batas con bolsillos superiores llenos de bolígrafos que se abalanzaron sobre ellos. Hablaban entre sí con calma y trabajaban con eficacia. Todas las mujeres tenían el cabello recién lavado y todos los hombres estaban muy bien afeitados. A la abuela de Annika se la llevó en silla de ruedas una multitud vestida con el uniforme de poliéster reglamentario.
Annika bajó del coche y vio a la tropa dirigirse a la clínica. La mujer de la ventanilla le indicó el camino a la sala de espera. Estaba llena de jóvenes somnolientos, padres inquietos, ancianos de ojos hundidos, una ruidosa familia extranjera. Annika hurgó en su bolso y encontró una tarjeta telefónica. Se dirigió hacia un teléfono público, disculpándose al pasar entre la familia ruidosa. Cogió el auricular con la mano izquierda, apoyó la frente contra el aparato e inspiró profundamente. Tenía que hacerlo.
Su madre respondió tras cuatro señales, ligeramente irritada.
– Es la abuela -dijo Annika-. Está realmente mal. La encontré en la casa, estaba casi muerta.
– ¿Qué? -replicó su madre, y luego a otra persona que estaba en la habitación: «No, esos vasos no, coge los rojos…».
– ¡La abuela está muy enferma! -gritó Annika-. ¡¿Es que no me escuchas?!
La madre volvió a centrarse en la llamada.
– ¿Enferma? -repitió con voz sorprendida, ni asustada ni sobrecogida, simplemente curiosa.
– Aún estaba viva en la ambulancia, pero luego se la llevaron y no sé lo que está pasando.
Annika se puso a llorar, sin hacer ruido.
– Mamá, ¿podrías venir, por favor?
La madre permaneció en silencio, sólo se oía un susurro al otro lado de la línea.
– Íbamos a tener una fiesta con cena. ¿Dónde estás?
– En el hospital Kullberg.
Finalmente alguien se llevó a la familia ruidosa a otra sala. El golpe seco del auricular al colgarse resonó en aquel nuevo silencio.
Un enfermero se acercó a ella.
– ¿Es usted familia de Sofia Katarina? Por favor, acompáñeme.
La espalda blanca del hombre desapareció detrás de la puerta de cristal. Annika tragó saliva y lo siguió. Oh, Dios, está muerta, ahora va a decirme que ha muerto. Me dirá que la encontré demasiado tarde. ¿Por qué no se ocupa mejor de sus mayores?
La sala de reconocimiento era diminuta, sombría y sin ventanas. El doctor se presentó a sí mismo con un murmullo y un rápido apretón de manos. Luego cogió un bolígrafo y se inclinó sobre sus papeles. Annika tragó saliva.
– ¿Está muerta?
El médico dejó el bolígrafo y se frotó los ojos.
– Vamos a hacerle un examen neurológico para averiguar qué le ha pasado. Ahora mismo se le están haciendo algunas pruebas: niveles de glucosa, análisis de sangre y tensión arterial.
– ¿Y? -preguntó Annika.
– La situación parece estable -respondió el médico, mirándola a los ojos-. No está empeorando, está más despierta. Hemos descartado complicaciones diabéticas, pero está débil de reflejos y tiene un lado casi inmóvil. Quizá haya notado que le cae un lado de la boca.
Expresó las últimas palabras como una afirmación, no una pregunta.
– ¿Y la sangre? -preguntó Annika-. ¿Por qué sangraba por la boca?
El médico se puso de pie.
– Se mordió al caer. ¿Qué le ha pasado en la mano? ¿Qué se ha puesto ahí?
– Un trapo de cocina. Me pillé con algo. ¿Se pondrá bien?
Annika también se levantó. El médico enganchó el bolígrafo en el bolsillo superior.
– Cuando terminemos con todo eso le haremos una tomografía axial. Pero tardaremos un tiempo en saber con certeza las secuelas de lo que le ha sucedido.
– ¿Un escáner del cerebro? ¿Qué le pasa? ¿Se va a morir?
Annika tenía las manos pegajosas de sudor.
– Aún es pronto para…
– ¿Se va a morir?
Lo dijo con voz demasiado estridente y quebrada. El médico se echó para atrás.
– Algo le ha ocurrido en el lado izquierdo del cerebro, algún tipo de accidente vascular. Posiblemente ha sufrido una trombosis cerebral, un coágulo o una hemorragia cerebral. Aún es demasiado pronto para un diagnóstico preciso.
– ¿Qué diferencia hay?
El hombre puso una mano en el picaporte de la puerta.
– En el caso de una hemorragia los síntomas se presentan repentinamente y el paciente por lo general queda inconsciente. A menudo los pacientes que presentan este cuadro tienen un largo historial de hipertensión. Me ocuparé de que le vean esa mano; le tendrán que poner la vacuna antitetánica.
Él salió de la sala con un crujido de electricidad estática cuando rozó con su bata al pasar por delante del quicio de plástico de la puerta. Annika volvió a sentarse, paralizada, con la boca medio abierta, sin poder respirar.
Esto no puede estar sucediéndome, ahora no.
Siguió sentada hasta que llegó una enfermera que le dio tres puntos de sutura en el dedo, le puso una inyección en el trasero y un dedal de gasa blanca que se ataba en la muñeca. Luego volvió a la sala de espera, deslizando una mano a lo largo de la pared de fibra de vidrio pintada del pasillo para apoyarse. Los sonidos del hospital parecían muy lejanos pero el pánico acechaba en un rincón de su mente.
La madre se presentó en la sala de espera, con un abrigo de visón un poco pasado de moda, ajustado de hombros, hablando con la recepcionista en voz alta. Luego se hundió en la silla junto a la de Annika, sin quitarse el abrigo.
– ¿Han dicho algo?
Annika suspiró con fuerza, trató de contener las lágrimas, abrió los brazos y estrechó a su madre.
– Es algo que tiene que ver con el cerebro. ¡Oh, mamá, ¿y si se muere? -murmuró contra su hombro, llenándole la piel de mocos.
– ¿Dónde está ahora?
– Le están haciendo un escáner.
La madre se soltó, acarició a Annika en la mejilla, tosió y se secó la frente con un guante.
– Quítate el abrigo o tendrás mucho calor si no -dijo Anika.
– Sé lo que estás pensando -dijo la madre-. Crees que todo es por mi culpa.
Annika miró a su madre, dándose cuenta de la expresión desdeñosa que esa crítica anticipada le había dibujado en la cara. La ira la asaltó como un rayo blanco y fulminante.
– Ah, no, no hagas eso… A mí no me responsabilices de tus propios sentimientos de culpa.
La madre se abanicó un poco con la mano.
– No me siento culpable pero tú crees que debería.
Annika no podía seguir sentada. Se puso de pie y se dirigió a la ventana.
– ¿Cuándo podremos saber algo de Sofia Katarina?
– Por favor, siéntese y espere -le respondió la señora.
A su madre el abrigo de piel se le había resbalado de los hombros.
– ¿Sabes dónde se puede fumar? -le preguntó hurgando en el bolso.
– Ya que lo mencionas -dijo Annika-, creo que resulta extraño que sea yo quien la haya encontrado cuando vivo a 120 kilómetros de distancia. Tú vives a tres kilómetros de ella.
Se sentó dos sillas más allá, de espaldas al radiador.
– También me echas eso en cara -dijo la madre.
Annika volvió la cara, cerró los ojos y permitió que el calor penetrara a través de su jersey. Se echó hacia atrás, notando como si un filo metálico le cortara el cuello. Las lágrimas le quemaban los ojos.
– Ahora no, mamá -susurró.
– ¿Annika Bengtzon?
La doctora tenía una cola de caballo y una carpeta con papeles en la mano. Annika se levantó, se secó los ojos rápidamente, miró al suelo. La especialista se sentó frente a ella y se inclinó hacia delante.
– La tomografía ha confirmado nuestras sospechas -dijo-. Ha sufrido una hemorragia en el hemisferio izquierdo del cerebro, justo en el centro del sistema nervioso. Eso encaja con los síntomas observados en el lado derecho y con el hecho de que la vista no se encuentre afectada.
– ¿Un derrame? -preguntó la madre casi sin respiración.
– Eso es. Un derrame.
– Dios mío -dijo la madre débilmente-. ¿Se pondrá bien?
– Algunos de los síntomas normalmente disminuyen. Pero a esta edad, y con un comienzo tan repentino, por desgracia habrá que contar con que persistan algunas lesiones graves.
– ¿Quedará en estado vegetativo? -preguntó Annika.
La especialista la miró con ternura.
– No sabemos si la hemorragia le ha afectado al intelecto. No tiene por qué ser así. Todo dependerá en gran medida de la rehabilitación, que es muy importante en casos como éste.
Annika tragó saliva y se mordió el labio.
– ¿Podrá volver a vivir en su casa?
– Aún no podemos saberlo. Por lo general, los pacientes que viven en casa se recuperan antes, siempre y cuando tenga los cuidados necesarios. La alternativa es una institución o una habitación geriátrica en un hospital.
– ¿Una institución? Espero que no sea Lövåsen -dijo Annika.
La doctora sonrió.
– No hay ningún inconveniente con Lövåsen. Imagino que no creerás todo lo que sale en los periódicos.
– Soy yo quien escribe los periódicos.
– Yo no tengo nada contra Lövåsen -dijo la madre.
La doctora se incorporó.
– De momento seguirá ingresada aquí. Una vez que la temperatura se haya estabilizado podrán venir a verla. Llevará un tiempo.
Annika y su madre asintieron al unísono.
Thomas Samuelsson arrugó los envoltorios de su hamburguesa y los arrojó al cubo de la basura. Tenía que acordarse de vaciarla cuando se marchara, o de lo contrario su oficina olería como un tugurio de comida rápida durante toda la semana.
Suspirando, se echó hacia atrás en la silla de la oficina y miró por la ventana. La oscuridad producía el reflejo de su despacho, y veía a otro funcionario responsable de finanzas en algún otro mundo que era idéntico, sólo que al revés. El ayuntamiento estaba tranquilo, casi todos los empleados se habían ido a casa. Pronto los miembros del consejo de servicios sociales se reunirían en la sala de conferencias de al lado, pero aún permanecía todo en silencio. Thomas se sentía extrañamente contento, libre y en paz. Se había escudado en el trabajo cuando Eleonor le habló de la cena, lo que realmente no era mentira pero tampoco del todo cierto. Siempre había mucho trabajo en esa época del año, aunque no mucho más de lo habitual. Nunca le había impedido ir a casa a cenar. Las cenas constituían sus momentos sagrados. Un aperitivo y el plato principal; Eleonor nunca tomaba postre. Siempre encendían velas durante los meses de oscuridad invernal, siempre había servilletas de tela bien planchadas. A él le gustaba, a ella le encantaba, y a menudo lo comentaban con sus amigos. Tan romántico. Tan estupendo. Una pareja perfecta.
No, en el cielo no, pensó. En Perugia.
No sabría decir cuándo empezó a surgir el aburrimiento. La sensación de ser adulto se había desvanecido y otra cosa ocupó su lugar, algo más sincero. No, no eran en realidad adultos, sino que jugaban a serlo. Salían a navegar, iban a cenar, formaban parte de clubes y asociaciones. Vaxholm era su mundo, el progreso y el éxito del lugar, de su comunidad, representaban su mayor interés y ambición. Ambos habían nacido y crecido aquí, nunca vivieron en ningún otro sitio. Nadie podía decir que no fueran responsables, tanto social como profesionalmente.
Pero, en lo que concernía a su propia relación, la responsabilidad se volvía por completo insípida, insustancial. Seguían comportándose como dos adolescentes que acaban de independizarse de casa, con sus juegos románticos y siempre con la obligación de tener en cuenta el criterio de sus padres.
Thomas suspiró. Ahí estaba otra vez.
La paternidad.
Eleonor no quería tener niños. Ella amaba la vida que tenían, su convivencia, las cenas, los viajes, su carrera, su cartera de acciones, los vecinos, la vida social, el barco.
– No necesito demostrar que soy mujer teniendo hijos -le había dicho la última vez que discutieron sobre el tema-. Es mi vida y hago lo que quiero con ella. Me gusta divertirme, conocer gente, ir a otros lugares con mi trabajo, priorizar nuestra relación y la casa.
– Estamos listos para empezar.
El director ejecutivo estaba en la puerta, y él sólo atinó a parpadear, confundido.
– Por supuesto, ya voy.
Recogió rápidamente sus papeles, algo avergonzado. Sabía que estaba muy distraído y se preguntó si se notaría demasiado.
Los once miembros del consejo ya habían ocupado su sitio en torno a la mesa. Thomas se sentó frente al secretario del consejo, que estaba a un lado, en el otro extremo. Los supervisores flanqueaban el otro lado de la mesa. Había pocos funcionarios presentes. El orden del día contemplaba una veintena de puntos, y la mayoría de ellos nada tenían que ver con él. El presupuesto iba a presentarse en una reunión especial de dos días en el hotel, y hoy sólo tendría que dar cuenta de algunas cuestiones puntuales y estar disponible por si surgía un asunto importante.
Mientras el presidente iniciaba la reunión, Thomas echó un vistazo al orden del día; lo habitual: planificación del servicio de guarderías, gestión de personal, atención a los discapacitados, ayuda a domicilio. La mitad de esos asuntos ya se habían discutido varias veces, y creía que tampoco esa noche se llegaría a tomar una decisión final. Su moción, sobre los costes descontrolados en el transporte de ancianos y discapacitados, se encontraba en octavo lugar. Con un leve suspiro echó un vistazo al resto de la lista y bebió un poco de agua fría. El punto séptimo era nuevo: acuerdo con la Fundación Paraíso.
¿Qué clase de trampa revolucionaria era aquélla? ¿Realmente creían que podían asumirse contratos nuevos, cuando su situación financiera estaba tan debilitada? Suspiró lo más silenciosamente que pudo y volvió su atención a los miembros del consejo.
Los demagogos de los partidos, tanto socialdemócratas como conservadores, estaban sentados cada uno en un extremo de la mesa, listos para exponer sus argumentos y reservas. «La libertad individual», diría el conservador, a lo que el socialista replicaría con el término «solidaridad». Muy pronto el deseo de los políticos de algo concreto saldría nuevamente a la luz, exigirían un seguimiento, y Thomas remitiría a cifras y cuadros que no satisfarían a nadie.
Perugia, pensó. Allí estaba él en aquel momento, en la cima de una montaña de Umbría, el rey de la colina.
Sonrió ante la idea.
Por extraño que parezca, pienso en aquella ciudad como si fuera un hombre.
– ¿Thomas?
El presidente le miró con afecto. Thomas carraspeó y hojeó unos papeles.
– Tenemos que hacer algo con respecto a los costes del servicio de transporte -dijo-. Ascienden a una suma tres veces superior al presupuesto estipulado para el presente año. No veo cómo vamos a poder evitar este aumento, las leyes sobre cómo hacer frente a este problema no nos dan ninguna respuesta. Si se permite el libre acceso, la necesidad de estos servicios será inconmensurable.
Recitó de un tirón cifras y tablas, consecuencias y alternativas. El presidente presentó una circular con las nuevas líneas directrices de la Asociación de Autoridades Locales: estaba claro que no eran los únicos que tenían ese problema. La asociación había tomado nota del asunto y sus directivas estandarizadas eran siempre pretenciosas y vagas. Enseguida se empantanaron en una discusión sobre cómo mantener al corriente de la situación a los trabajadores sociales; sería mejor que hicieran un curso o contratar a un consultor.
Fundación Paraíso, pensó. Bonito nombre.
La reunión avanzaba lentamente. Volvieron a empantanarse en otro detalle, un patio de recreo que necesitaba reparaciones, y Thomas notaba cómo su irritación iba en aumento. Para cuando llegaron al punto número siete, se echó hacia delante. Uno de los funcionarios, una asistente social que trabajaba para la comunidad desde hacía muchos años, presentó el tema.
– La idea en principio consiste en si deberíamos adquirir los servicios de una nueva organización o no -dijo-. Tenemos pendiente un caso urgente que ya ha sido tratado por la comisión de asuntos especiales, pero queríamos presentaros el acuerdo antes de decirles que sí.
– ¿Qué tipo de organización es ésa? -preguntó con recelo el demagogo socialdemócrata, y Thomas ya sabía cómo terminaría la cuestión: si el socialdemócrata se manifestaba en contra, el conservador se proclamaría a favor.
La asistente social dudó. No podía entrar en detalles sobre el asunto, dado que las actas de la reunión se hacían públicas.
– En líneas generales, se trata de una organización que trabaja en la protección de personas cuya vida corre peligro -señaló-. Su directora nos ha explicado el procedimiento, y, en este caso particular, nos ofrecen servicios que necesitamos, en nuestra opinión…
Todos leyeron el acuerdo detenidamente, a pesar de que no había mucho que leer. La comunidad de Vaxholm se comprometía a pagar por un piso franco la suma de tres mil quinientas coronas al día hasta encontrar una solución satisfactoria para el actual cliente.
– ¿De qué se trata esto realmente? -continuó el socialdemócrata-. Ya tenemos acuerdos con varios centros de atención, ¿realmente necesitamos otro?
La asistente social parecía incómoda.
– Se trata de un servicio completamente nuevo y único en su modalidad. De lo único que se ocupa Paraíso es de brindar protección y ayuda a personas en peligro, la mayoría de ellos mujeres y niños. Esta gente es eliminada de todos los registros públicos, y sus perseguidores nunca podrán hallarlos. Todos los esfuerzos por encontrarlos conducen a un muro: esta fundación.
Todos los presentes miraban a la asistente social.
– ¿Y eso es legal? -preguntó la recién elegida delegada de Los Verdes, una mujer joven. Como de costumbre, nadie le hizo el menor caso.
– ¿Y por qué no podemos ocuparnos de eso nosotros mismos con nuestros propios recursos? -preguntó el conservador.
El supervisor que se encargaba de los asuntos de ayuda social y protección a la infancia, que obviamente estaba al tanto del caso en cuestión, tomó la palabra.
– No hay nada raro en ello -dijo-. Podríamos decir que se trata de un método, una capacidad que sólo una organización completamente privada puede proporcionar. Tienen una flexibilidad de la que las autoridades gubernamentales como nosotros carecemos. Yo creo en ese proyecto.
– Es carísimo -dijo el socialdemócrata.
– La asistencia cuesta dinero. ¿Cuándo os daréis cuenta de ello? -replicó el conservador, y volvieron a comenzar la vieja comedia.
Thomas se echó hacia atrás y examinó el acuerdo. En realidad no era más que un esbozo. No se detallaban los servicios concretos, no daba ninguna información sobre la localización de la organización, ni siquiera tenía un número de identificación tributaria. Lo único que había era un apartado de correos de Järfälla.
Como siempre, le hubiera gustado tener el poder suficiente para dar su opinión, para presentar objeciones específicas y pertinentes.
Obviamente, tenían que pedir referencias de esa organización y comprobar con el departamento jurídico de los Servicios Sociales si esas medidas eran legales. ¿Y cómo iban a justificar semejante gasto en ese momento? ¿Y por qué diablos nadie le preguntó a él si aquello era económicamente viable? Él era el único que conocía todos los recovecos del presupuesto. ¿Para qué, si no, formaba parte del consejo? ¿Acaso no era más que un puñetero florero?
– ¿Tenemos que tomar una decisión esta misma noche? -preguntó el presidente.
Tanto la asistente social como el supervisor asintieron con la cabeza.
El presidente suspiró.
Algo le explotó a Thomas por dentro. Por primera vez en los siete años que llevaba trabajando para las autoridades locales, levantó la voz en una reunión del consejo.
– ¡Esto es una locura! -gritó con voz agitada-. ¿Cómo se os ocurre pensar siquiera en adquirir servicios sin saber las consecuencias? Vamos a ver: ¿qué clase de organización es ésa? Y encima es una fundación, para enriquecerse. ¡Dios! Y ¿qué decir de esta chapuza de contrato? Ni siquiera presentan un número de identificación tributaria. Este asunto apesta, si queréis saber mi opinión, y creo que os conviene saberla.
Los demás lo miraron como si Thomas fuera un fantasma. De repente se dio cuenta de que estaba de pie, de que había estado inclinado sobre la mesa, con el acuerdo en un puño y agitándolo como si fuera una bandera. La cara le ardía, y notó que estaba sudando. Dejó el acuerdo sobre la mesa, se echó el cabello hacia atrás y apretó el nudo de su corbata.
– Por favor, disculpadme -dijo-. Lo siento…
Confundido, Thomas se sentó y se puso a hojear los papeles que tenía delante. Los demás miembros apartaron la vista y se pusieron a mirar, incómodos, la mesa. Él se quería morir, que le tragara la tierra y desaparecer.
El presidente llamó la atención con un ruidoso carraspeo.
– Bien, vamos a tomar una decisión entonces…
El acuerdo fue aprobado por siete votos a favor y cuatro en contra.
– ¡Tengo una pista genial!
Sjölander e Ingvar Johansson miraron al reportero que les interrumpía con irritación. Las expresiones de fastidio se transformaron en benevolencia al comprobar que el reportero en cuestión era Carl Wennergren.
– Vamos, dispara -dijo Sjölander.
El reportero se sentó encima del escritorio del redactor de la sección de sucesos.
– El crimen del Frihamnen -dijo-. Me han dado un soplo realmente bueno.
Tanto Sjölander como el jefe de noticias plantaron los pies en el suelo y se sentaron derechos.
– ¿De qué se trata? -preguntó Johansson.
– Acabo de hablar con un poli -dijo Carl Wennergren bajando la voz-. Tienen buenos motivos para creer que el tipo que está detrás de este asunto es Ratko.
Los dos veteranos contemplaron expectantes al más joven.
– ¿Por qué? -preguntó Sjölander.
– Ya sabéis -respondió Wennergren-. Crimen organizado, yugoslavos, cigarrillos desaparecidos… todo conduce a Ratko.
– ¿Con quién has hablado?
– Con un inspector de policía.
– ¿Te llamó él o lo llamaste tú?
El reportero enarcó una ceja.
– Me llamó él. ¿Por qué?
Sjölander y Johansson intercambiaron una rápida mirada.
– Vale -dijo el editor-. ¿Y qué quería el poli?
– Soplarnos que Ratko está involucrado; le están buscando por todas partes. La policía quiere que publiquemos su nombre y su foto.
– ¿Hay una orden de búsqueda contra él?
El reportero frunció el ceño.
– El policía no dijo nada a ese respecto, sólo que lo están buscando.
– Tiene buena pinta -dijo Johansson, mientras garabateaba algo en un cuaderno-. Haremos lo siguiente: Sjölander se encargará de reunir información sobre Ratko, y tú irás a los clubes y restaurantes controlados por los yugoslavos y entrevistarás a gente esta noche. Esto podría ser noticia de primera página.
– ¡De acuerdo! -dijo Carl Wennergren, y salió en dirección al departamento de fotografía.
Los dos veteranos se quedaron mirando al reportero hasta que desapareció de su vista.
– ¿Sabías algo de esto? -preguntó Ingvar Johansson.
Sjölander negó con la cabeza y volvió a colocar los pies sobre el escritorio.
– La policía no tiene ni una sola buena pista. Los dos chicos muertos eran novatos recién llegados de Serbia. No hubo ningún testigo del asesinato, nadie que pueda hablar. No sé por qué, pero está claro que la policía pretende poner al descubierto a Ratko.
– ¿Crees que tiene algo que ver con esto?
El redactor de la sección de sucesos lanzó una carcajada.
– Por supuesto que tiene algo que ver: Ratko maneja todo el contrabando yugoslavo de cigarrillos en Escandinavia. Puede que él no haya apretado el gatillo, pero seguro que está relacionado con los asesinatos.
Los dos hombres permanecieron abstraídos en sus propios pensamientos durante unos minutos, hasta que llegaron a la misma conclusión.
– La policía ha lanzado el anzuelo, sin duda alguna -dijo Ingvar Johansson.
– Más claro que nunca -coincidió Sjölander.
– Pero ¿por qué? -se preguntó el redactor de noticias.
El redactor de sucesos se encogió de hombros.
– La bofia no sabe dónde buscar, y quiere revolver un poco el avispero. Es probable que busquen socavar la posición de Ratko o fortalecerla, pero a nosotros no nos importa. Si un poli de homicidios dice públicamente que buscan a Ratko, eso es noticia.
Cabecearon en señal de acuerdo.
– ¿Informarás a Jansson? -preguntó Sjölander.
Ingvar Johansson se levantó y se fue a la sección de noche.
En un rincón, una lámpara de pocos vatios emitía una luz amarillenta. Un electrocardiograma producía un pitido rítmico y monótono. Sofia Katarina estaba conectada a goteos y máquinas. Su cuerpo parecía encogido y seco, inmóvil y pequeño bajo la delgada manta. Annika se le acercó y le acarició el cabello, sorprendida por lo mayor que parecía. Qué extraño. Nunca había visto a su abuela como una persona mayor.
– Mírala -dijo la madre-. Mírale la boca.
La comisura derecha le colgaba un poco, dejando escapar un hilo de saliva que descendía hacia la garganta. Annika tomó un pañuelo de papel y lo secó.
– Ahora duerme -dijo la doctora-. Pueden quedarse un rato si lo desean. -Cuando salió de la habitación, se oyó el rumor de la puerta al cerrarse.
Ellas permanecían sentadas cada una a un lado de la cama; la madre seguía con el abrigo de piel puesto. La habitación estaba llena de ruidos de hospital: el murmullo de los ventiladores, el canto de los aparatos electrónicos, un taconeo de zuecos en el exterior. A pesar de todo, el silencio era opresivo.
– ¿Quién habría imaginado que podía suceder? -dijo la madre de Annika-. Precisamente hoy…
Empezó a sollozar.
– Por supuesto que no podías saberlo -dijo Annika en voz baja-. Nadie te está culpando.
– Ella vino a comprar ayer. Yo estaba en la caja. Se la veía feliz y contenta.
Volvieron a quedarse en silencio. La madre de Annika lloraba sin hacer ruido.
– Tenemos que encontrar un lugar donde pueda vivir -dijo Annika-. Lövåsen está fuera de toda discusión.
– Bueno, yo no puedo hacerlo -dijo la madre con determinación, mirando hacia arriba.
– Errores de medicación, mala praxis, escribí toda una serie de artículos sobre el estado de permanente negligencia que existe en Lövåsen. La abuela no irá allí.
– Eso era hace mucho tiempo; estoy segura de que las cosas han mejorado.
La madre se secó el rostro con un pañuelo de papel y Annika se levantó.
– Quizá podamos encontrar una solución en residencias privadas -dijo Annika.
– Desde luego, conmigo no se queda.
Su madre estaba sentada toda derecha y había dejado de usar el pañuelo de papel. Annika la vio allí sentada, asmática de tanto fumar; sudando tanto por el calor del abrigo de piel como por los sofocos, con aquel pelo que le empezaba a ralear, cada vez con más sobrepeso, distante y egocéntrica. Casi sin darse cuenta, Annika había agarrado a su madre por los hombros.
– No seas tan condenadamente inmadura -susurró Annika-. Yo me refería a encontrar una alternativa de atención privada. No tiene nada que ver contigo, ¿acaso no lo comprendes? Por una vez en la vida, tú no eres el centro de atención.
La mujer abrió la boca, le estaba saliendo un sarpullido colorado en el cuello.
– ¡Tú…! -empezó a decir, al tiempo que apartaba a Annika y se ponía de pie.
La mujer joven miró a la mayor e intuyó que el arrebato era inminente.
– ¡Dilo! -pidió Annika lacónicamente-. Cuéntame todo lo que tienes en la cabeza.
La madre apretó el abrigo de piel contra el pecho y se lanzó sobre Annika.
– ¡Si supieras cuántas gilipolleces he tenido que tragarme por tu culpa! -susurró con indignación-. ¿Te has parado a pensar lo que yo he pasado todos estos años? ¿Cómo me miraba la gente a mis espaldas? ¿Las habladurías? No es de extrañar que tu hermana se fuera; ella te admiraba. Es increíble que Leif se haya quedado, aunque ha estado a punto de dejarme en varias ocasiones. Te gustaría, ¿verdad? Siempre me has envidiado el amor, nunca has soportado a Leif.
Annika palideció cuando la madre la rodeó, retrocediendo hacia la salida y señalándola con un dedo acusador.
– ¡Por no hablar de Sofia! -continuó, en voz más alta-. Era una persona tan respetada. La matrona de Harpsund. Y ahora tiene que terminar sus días como la abuela de la chica que mató…
Annika no podía respirar.
– ¡Vete al infierno! -consiguió decir.
La madre se acercó un poco más, echando saliva por la boca.
– ¡Un buen periodista tiene que ser capaz de enfrentarse a la verdad!
De repente Annika se remontó a la fundición, al depósito de carbón que estaba junto al alto horno. Vio a su gato muerto, vio la tubería de acero tirada junto a él. Se llevó las manos a la cabeza y se dobló por la cintura.
– Vete -susurró-. Vete de aquí, madre.
Su madre sacó una pitillera de cuero y un mechero de plástico verde.
– Tú siéntate aquí y piensa en lo que nos has hecho pasar a todos.
Silencio: la habitación estaba cada vez más oscura, parecía no haber aire. A Annika la impresión se le quedó como una piedra en la garganta, impidiéndole respirar.
Me odia, pensó. Mi madre me odia. Le he destrozado la vida.
Una oleada de autocompasión se apoderó de ella, haciendo que se derrumbara.
¿Qué les he hecho a las personas que me quieren? ¡Oh, Dios, qué he hecho…!
La mano izquierda de Sofia Katarina se movió a tientas sobre la manta amarilla del hospital.
– ¿Barbro? -murmuró.
Annika levantó la vista. ¡Abuela! ¡Oh, abuela! Voló a su lado, le cogió la fría e inmóvil mano derecha, se tranquilizó y trató de sonreír.
– Hola, abuela, soy yo, Annika.
– ¿Barbro? -farfulló la abuela, mirándola con ojos desenfocados.
Los ojos se le inundaron de lágrimas, nublándole la visión.
– No, soy yo, Annika. La hija de Barbro.
La anciana miró la habitación, moviendo y agitando la mano izquierda.
– ¿Estoy en Lyckebo?
Incapaz de contener las lágrimas, Annika dejó que cayeran mientras respiraba con la boca abierta.
– No abuela, sólo estás enferma. Te encuentras en el hospital.
La mirada de la anciana se posó en Annika.
– ¿Y tú quién eres?
– Annika -susurró-. Soy yo.
Un destello atravesó la niebla.
– ¡Claro! -dijo Sofia Katarina-, mi niña favorita.
Annika lloraba, apoyando la frente en el regazo de la anciana, sosteniendo su mano en la suya. Al cabo de un momento, se levantó para sonarse la nariz.
– Has estado muy mal, abuela -dijo rodeando la cama-. Tenemos que ponerte bien lo antes posible.
Pero la abuela ya había vuelto a dormirse.
Aida se armó de valor. La cuesta que tenía delante se le hacía interminable. La carretera parecía oscilar ante ella mientras avanzaba tambaleándose. El sudor le corría por detrás de las orejas y le bajaba por el cuello. ¿Es que no iba a llegar nunca?
Se sentó en el pavimento, con las piernas en la cuneta, y apoyó la cabeza en las rodillas. No notaba el frío ni la humedad, sólo descansaría un poco antes de continuar.
Un coche venía desde lo alto de la carretera y aminoró la marcha al pasar junto a ella. Aida percibió las miradas de los ocupantes. Aquél no era el mejor sitio para sentarse. En una elegante zona residencial como aquélla alguien llamaría a la policía sin tardanza.
Se puso de pie y durante unos instantes todo se oscureció ante sus ojos.
Tengo que encontrar esa casa. Enseguida.
Siguió caminando en línea recta y vio el número que buscaba en el siguiente camino de entrada. Qué tonta: casi había renunciado cuando se encontraba a apenas veinte metros de su meta. Intentó reírse, pero se tropezó con una piedra y a punto estuvo de caer; tuvo que reprimir las lágrimas.
– Que alguien me ayude -susurró.
Consiguió llegar a las escaleras, subió agarrándose a la barandilla y llamó al timbre. La sólida puerta exterior contaba con dos pestillos extra. Una campana sonó en algún lugar del interior de la casa. No sucedió nada. Llamó otra vez. Y otra. Y otra. Trató de ver a través de los oscuros recuadros de cristal de la puerta, pero no distinguía más que oscuridad, vacío, ni un mueble siquiera.
Aida se sentó en la escalera y apoyó la frente contra la pared de la casa. Ya no podía más. Él podía llegar en cualquier momento. Ya no importaba. Que llamen a la policía. Las cosas no podían empeorar más.
– ¿Aida?
Casi no podía ni levantar la mirada.
– Pero ¿qué tal estás?
Estaba perdiendo el conocimiento y se agarró a la pared.
– ¡Dios mío, está enferma! ¡Anders! ¡Ven y échame una mano!
Alguien la sujetó y la ayudó a tenerse en pie. Una agitada voz de mujer, una voz de hombre más calmada, estaba oscuro y hacía calor, se encontraba dentro de la casa.
– Acuéstala en el sofá.
La habitación daba vueltas; alguien la trasladaba, acto seguido descansaba sobre algo. Se vio a sí misma en un sofá marrón, que picaba un poco. Le colocaron una manta encima, pero seguía teniendo frío.
– Está muy mal -dijo la mujer-, tiene mucha fiebre. Tiene que verla un médico.
– No podemos traer un médico aquí, lo sabes -dijo el hombre.
Aida intentó decir algo, protestar. No, nada de médicos ni hospitales.
Las personas se fueron a otra habitación y ella les oyó murmurar. Puede que se durmiera, porque lo siguiente que recuerda es que el hombre y la mujer estaban junto a ella con una taza humeante de té.
– Usted debe de ser Aida, ¿verdad? -preguntó la mujer-. Yo soy Mia, Mia Eriksson. Y él es mi marido, Anders. ¿Cuándo se puso así de enferma?
Ella intentó responder.
– Médico, no -susurró.
La mujer que se llamaba Mia asintió.
– Vale, nada de médicos. Lo comprendemos. Pero necesita atención médica, y creo que tenemos una solución.
Ella sacudió la cabeza.
– Me buscan.
Mia Eriksson le acarició la frente.
– Lo sabemos. Pero hay formas de buscar ayuda sin que nadie se entere de dónde está.
Ella cerró los ojos y respiró profundamente.
– ¿Estoy en Paraíso? -susurró.
La respuesta llegó desde muy lejos; perdía el conocimiento otra vez.
– Sí -dijo la mujer-, y cuidaremos de usted.
Durante toda la noche tuvo intervalos de sueño y estados de conciencia. Sofia Katharina se había sentido confundida, asustada y sentimental sucesivamente.
Tras un breve reconocimiento, la fisioterapeuta presentó un informe desalentador.
– La capacidad funcional del lado derecho es muy escasa -dijo la fisioterapeuta-. Costará mucho esfuerzo.
– ¿Qué hay que hacer para que recupere la movilidad? -preguntó Annika.
La mujer esbozó una tenue sonrisa.
– El problema no está en las extremidades, sino en la cabeza. No hay ningún tratamiento que pueda rehabilitar las funciones de las células nerviosas que ya están muertas. Por eso, de lo que se trata es de trabajar con lo que aún presenta síntomas vitales. Las neuronas que no han sufrido daño pero que anteriormente estaban inactivas deben activarse. Y eso podemos lograrlo por medio de diferentes clases de fisioterapia.
– Pero ¿se pondrá bien?
– No se verán resultados hasta dentro de seis meses por lo menos. Lo más importante ahora es poder empezar el tratamiento de inmediato y mantenerlo.
Annika tragó saliva.
– ¿Qué puedo hacer yo?
La fisioterapeuta le cogió la mano y sonrió.
– Lo que ha estado haciendo, preocuparse. Hable con ella, mantenga activa su atención, cante viejas canciones con ella. Notará que enseguida querrá hablar del pasado. Deje que lo haga.
– Pero ¿cuándo volverá a estar como antes?
– Su abuela nunca volverá a estar como antes.
Annika parpadeó y sintió que se le abría un abismo bajo los pies, que el pánico se apoderaba de ella.
– ¿Qué voy a hacer ahora? Ella fue siempre mi apoyo. -Su voz sonaba aguda, desesperada.
– Ahora usted tendrá que ser el apoyo de ella.
La fisioterapeuta le dio unas palmaditas en la mano. Annika no se enteró de cuándo se fue.
– Abuela -susurró, acariciándole la mano.
Pero la anciana dormía. Los sonidos del día se introducían por el hueco de la puerta y se extendían por la atestada y pequeña habitación. A pesar de que Annika se había despertado muchas veces y había dormido poco, estaba dispuesta, inquieta hasta el punto de sentirse hiperactiva.
Tenía que encontrar un lugar donde la abuela pudiera llevar adelante la rehabilitación de la mejor manera posible. Lövåsen no era el lugar adecuado, de eso estaba completamente convencida. Crispada, se levantó y comenzó a dar vueltas por la habitación. Le dolían las piernas, el dedo le daba punzadas.
Tenía que haber otras alternativas, residencias privadas para ancianos, pisos atendidos, cuidados a domicilio.
Annika no vio que se abría la puerta, sólo notó una corriente en los talones.
Era otra vez la doctora, seguida por la madre de Annika, enfundada en su abrigo de piel.
– Vamos a hablar sobre el futuro de Sofia -dijo la especialista, y Annika cogió sus cosas y las siguió.
– Yo no puedo cuidar de ella en casa -dijo la madre en cuanto llegaron al consultorio-. Tengo un empleo.
– Barbro, podrías conseguir una prestación para cuidar a tu madre -informó la doctora.
La madre de Annika no paraba de moverse.
– No estoy dispuesta a abandonar mi trayectoria profesional.
Algo se le quebró a Annika por dentro. La falta de sueño, la absoluta carencia de afecto por parte de su madre y el hecho de que nada tuviera ya sentido hicieron que le estallara el cerebro. Se levantó y empezó a gritar:
– ¡No eres más que una cajera suplente en el Co-op! ¿Qué te impide cuidar de la abuela?
– Siéntese -ordenó la doctora.
– ¡Y una mierda! -gritó Annika, aún de pie, con voz trémula, temblándole las piernas-. ¡A ninguna de las dos os importa la abuela! Lo único que pretendéis es encerrarla en esa patética residencia de Lövåsen y tirar la llave. ¡Yo sé cómo es ese lugar! He estado allí y he escrito sobre él. Falta de atención, de personal, errores en la medicación…
La doctora se levantó y se acercó a Annika.
– O se sienta -dijo con calma- o se marcha.
Annika se pasó la mano por la frente; se sentía débil y volvió a sentarse. Barbro toqueteaba el abrigo de piel, buscando comprensión en los ojos de la doctora. Para que vea lo que tengo que aguantar.
– Lövåsen habría sido una buena alternativa…
– ¡Una buena mierda!
– Eso, si hubiera alguna plaza. Pero no la hay. La lista de espera es muy larga. Dentro de muy poco Sofia completará su tratamiento médico, pero necesita un control constante durante todo el día y rehabilitación intensiva. Por eso debemos encontrar rápidamente otras soluciones. Por eso me dirijo a usted. ¿Se les ocurre alguna otra cosa?
La madre de Annika se mordió los labios con un gesto inseguro.
– Bueno -dijo-, no tengo ni idea, una siempre espera que la sociedad se haga cargo de situaciones como ésta. Después de todo, para algo pagamos impuestos.
Annika bajó la vista y se miró las manos; estaba encendida.
– ¿Hay algún otro lugar disponible en alguna otra parte? -preguntó.
– Posiblemente en Bettna -respondió la doctora.
– Pero eso está a muchos kilómetros de Hälleforsnäs, por el amor de Dios. Prácticamente, a 200 kilómetros de Estocolmo -dijo Annika, levantando la vista-. ¿Cómo vamos a poder visitarla?
– No digo que sea lo ideal…
– ¿Y en Estocolmo? -preguntó Annika-. ¿Podríamos encontrar algún lugar en Estocolmo? Así podría visitarla todos los días.
Annika había vuelto a ponerse de pie, y la doctora le hizo un gesto con la mano para que se sentara de nuevo.
– En todo caso, será en última instancia. Antes debemos intentar encontrarle una solución en nuestra propia comunidad.
La madre no decía nada, se limitaba a toquetear nerviosamente los corchetes del abrigo. Annika se derrumbó en la silla, con la mirada fija en el suelo. La doctora las contempló durante un instante en silencio, madre e hija, la mujer joven en estado de shock; la mayor, confundida y preocupada.
– Es una experiencia terrible -dijo la doctora, y se volvió hacia Annika-. Es muy probable que este trauma repercuta en usted. Puede que empiece a tener escalofríos, ganas de llorar y episodios de depresión.
Annika la miró.
– Estupendo -replicó-. ¿Y qué puedo hacer al respecto?
La doctora lanzó un breve suspiro.
– Beber -dijo, y se puso de pie.
Annika se la quedó mirando.
– ¿Lo dice en serio?
La doctora sonrió y alargó una mano.
– Bueno, se trata de una terapia efectiva y comprobada en estos casos. Seguro que tendremos ocasión de volver a vernos. Si quieren, pueden quedarse un rato aquí. Yo tengo que hacer visitas.
Dejó a las mujeres en la pequeña habitación y cerró la puerta al salir. El silencio adquirió proporciones descomunales. La madre de Annika se aclaró la garganta.
– ¿Has hablado con la fisioterapeuta? -preguntó cautelosamente.
– Por supuesto -dijo Annika-. He estado aquí toda la noche.
Barbro se puso de pie y se dirigió hasta donde se encontraba Annika, y le acarició el cabello.
– No discutamos más -susurró su madre-. Tenemos que permanecer unidas ahora que mamá está enferma.
Annika suspiró, vaciló y luego rodeó con los brazos la amplia cintura de su madre y apoyó un lateral de la cabeza contra su estómago. Percibió el ruido de sus tripas.
– No, claro que no deberíamos seguir discutiendo -susurró a su vez.
– Ve a casa y descansa un poco -dijo Barbro, y buscó nerviosamente las llaves en el bolsillo de su abrigo de piel-. Yo me quedo con Sofia.
Annika se soltó.
– Gracias -le dijo-, pero prefiero volver a Estocolmo y dormir allí. Puedo volver enseguida. El X2000 sólo tarda cincuenta y ocho minutos.
Recogió sus cosas y dio un abrazo a su madre.
– Ya verás como todo se arregla -dijo Barbro.
Annika salió al pasillo del hospital, tan largo y frío.
Como había pronosticado la doctora, empezó a tener escalofríos cuando estaba en el tren. Había comprado los periódicos -los tenía extendidos en la mesa delante de ella-, pero no le apetecía leerlos.
Beber, pensó. Menudo consejo.
No tenía intención de beber. Ya lo había hecho su padre por toda la familia para el resto de su vida. Él le dio a la bebida hasta que murió borracho como una cuba en una cuneta junto a la carretera que llevaba a Granhed.
Se acurrucó en el asiento. Se tapó con la chaqueta, en vano. El frío le venía de dentro, del corazón.
La gente a la que quiero muere, pensó en un arrebato de autocompasión. Papá, Sven y quizá pronto la abuela.
No, pensó después. La abuela no. Ella se pondrá bien. Le buscaremos un lugar donde se recuperará completamente.
Hojeó los periódicos, pero seguía sin fuerzas para leer. Así que echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y trató de relajarse. Pero no podía, le temblaba todo el cuerpo.
Volvió a inclinarse y suspiró. Abrió el periódico y buscó directamente en las páginas 6 y 7 donde estaban las noticias principales. El hombre de la foto, un poco desenfocada, ampliada al máximo, la miraba desde el papel. Al cabo de un segundo, ella lo reconoció. ¿Dónde está Aida? Aida Begovic. Sé muy bien que ella está aquí.
El titular era tan grande y oscuro como el hombre que se presentó en la puerta de la habitación del hotel la otra noche.
El cabecilla de la mafia de los cigarrillos, decía, y en el pie de foto se leía:
Se llama Ratko y llegó a Suecia en los años setenta. Ha estado condenado por robo a un banco y secuestro. En la actualidad se le acusa por haber cometido crímenes de guerra en la antigua República Yugoslava. La policía sueca sospecha que es el cerebro de las mafias del contrabando de cigarrillos que operan en Suecia.
Cerró el periódico; le castañeteaban los dientes, le dolía el dedo con los tres puntos de sutura. Tenía náuseas otra vez.
Anders Schyman arrojó el periódico en la mesa ante Ingvar Johansson.
– Aclárame esto -dijo.
El hombre borroso miraba sin ver a ambos hombres desde la página del periódico. El redactor de noticias apartó la mirada de la pantalla de su ordenador.
– ¿A qué te refieres?
– Ven a mi oficina. Ahora mismo.
Sjölander ya esperaba allí, dando vueltas en el lugar polvoriento donde antes estaba el sofá. Schyman se sentó pesadamente en su silla, que crujió bajo su peso. Ingvar Johansson cerró la puerta.
– ¿Quién tomó la decisión de publicar el nombre y la foto de Ratko? -preguntó el jefe de redacción.
Los dos hombres que estaban de pie intercambiaron una mirada.
– Yo me voy a casa cuando termina mi turno y no sabría… -empezó a decir Johansson, pero Schyman lo interrumpió.
– ¡Gilipolleces! -soltó-. Reconozco un estilo en cuanto lo veo. Además, he hablado con Jansson y Torstensson. El redactor en jefe no fue informado sobre la decisión de publicar esto. Jansson estaba realmente sorprendido y dijo que todo el asunto parecía ser una colaboración del equipo diurno. Sentaos.
Sjölander e Ingvar Johansson se sentaron a la vez sobre sus respectivas sillas. Nadie dijo nada.
– Esto es del todo inaceptable -dijo Schyman en voz baja cuando la presión del silencio se hizo insoportable-. El hecho de publicar los nombres de criminales que no han sido condenados tiene implicaciones legales. Es una decisión que sólo puede tomar el director del periódico, algo que a ninguno de los dos debería sorprender, por el amor de Dios.
Sjölander miraba al suelo. Ingvar Johansson no dejaba de moverse.
– Ya hemos publicado antes su nombre. Que el tipo sea un gánster no es ninguna novedad.
Schyman dio un profundo suspiro.
– No hemos publicado aquí que se trate de un simple gánster. Le hemos relacionado con el doble crimen del Frihamnen, señalándolo indirectamente como el asesino. Ya he hablado con el departamento jurídico: si Ratko nos demanda, nos hundimos, por no hablar de lo que el Comité de Ética Periodística dirá.
– No nos demandará -dijo Johansson con total seguridad-. Se lo tomará como publicidad de sus servicios. Además, le hemos buscado para sacarle algún comentario. Carl Wennergren se pasó la noche hablando con gente por los bares de yugoslavos…
Anders Schyman golpeó con la palma de la mano sobre el escritorio, y los dos hombres del otro lado dieron un respingo.
– Estoy seguro -gritó-. Pero no es de eso de lo que estoy hablando. Hablo del menosprecio de la ética periodística. ¡Vosotros dos no tenéis autoridad para tomar este tipo de decisiones! Esa autoridad sólo la tiene el director. Por el amor de Dios, ¿es tan difícil de entender?
Sjölander enrojeció y Johansson se puso pálido.
Anders Schyman vio sus reacciones y supo que finalmente había logrado su atención. Reprimió su propia agitación y se concentró en volver a su tono normal de voz.
– Supongo que tenéis más información de la que ha salido en el periódico. ¿Qué sabemos?
Eso desencadenó el debate que debería haber tenido lugar veinticuatro horas antes.
– La policía ha encontrado los cartuchos y una bala -dijo Sjölander-. La munición no es habitual. Se trata de un calibre 30.06 y de una marca estadounidense, Trophy Bond. Los cartuchos son niquelados y brillantes, parecen setas. Prácticamente todas las demás clases de cartuchos son de bronce.
Schyman anotaba; Sjölander se relajó un poco.
– La bala se encontró alojada en el asfalto, entre los silos -continuó-. No se puede determinar dónde se hallaba el tirador, dado que la bala impactó en distintos sitios de la cabeza del chaval y cambió de dirección varias veces. Los cartuchos fueron hallados detrás de un almacén vacío.
– ¿Y el arma? -preguntó Schyman.
Sjölander suspiró.
– Puede que la policía tenga más detalles, pero a mí no me han dicho nada -explicó-. Pero han llegado a unas cuantas conclusiones. Por ejemplo, el asesino eligió el arma cuidadosamente. Esos rifles son extremadamente letales, de los que se utilizan en la caza mayor.
– Quizá eso no sea tan extraño, después de todo -dijo Schyman-. Si realmente quieres matar a alguien, lo mejor es hacerlo a conciencia.
Ahora era Sjölander el que parecía alterado. Se inclinó sobre el escritorio.
– Precisamente eso es lo que resulta raro -dijo-. ¿Por qué disparó a las víctimas en la cabeza? En cualquier sitio del pecho o la espalda habría matado igualmente en cuestión de segundos debido al shock sistémico. Hay algo realmente turbio en este asesino. Buscaba algo más que un asesinato eficaz; le motiva un enorme ego que necesita exhibirse: odio, venganza. ¿Por qué elegir un disparo maestro cuando cualquier disparo mataría?
– ¿Y por qué eso no ha salido publicado en el periódico de hoy? -preguntó Schyman.
Sjölander se echó hacia atrás.
– Porque afectaría a la investigación -dijo.
– Señalar a Ratko como autor de un doble asesinato, ¿qué efecto puede tener en la investigación? -preguntó el redactor jefe.
Se hizo el silencio nuevamente.
– Tenemos que hablar de estas cosas -dijo Schyman-. Es sumamente importante para la estabilidad del periódico de aquí en adelante. ¿Quién proporcionó el soplo sobre Ratko?
Ingvar Johansson carraspeó.
– Tenemos acceso a una fuente policial a quien pareció conveniente que publicáramos la foto de ese tipo. La policía está convencida de que tiene algo que ver con todo esto y quería ponerle al descubierto.
– ¿Y complacisteis a la policía? -dijo Schyman con voz tensa-. ¿Habéis puesto en peligro la credibilidad del periódico, asumido una autoridad que pertenece exclusivamente al director y hecho de recaderos de la policía? ¡Largaos de aquí inmediatamente!
Dio la espalda a los hombres que tenía delante y abrió los boletines de noticias. Por el rabillo del ojo vio cómo rápidamente y en silencio éstos salían de su despacho y se dirigían a la sala de redacción.
Se relajó, no del todo seguro de cómo se había desarrollado la discusión. Una cosa era cierta: ya iba siendo hora de imponerse.
El espectáculo que había dado durante la reunión del consejo se le había enquistado en el pecho a Thomas Samuelsson como un ladrillo justo debajo del esternón durante toda la noche, y la sensación no desaparecía. Thomas se alisó la parte delantera de la chaqueta, vaciló un momento y a continuación llamó a la puerta del despacho de la supervisora del centro. Se encontraba allí.
– Iré directo al grano -dijo él-. Mi comportamiento de ayer no tiene excusa, pero aun así me gustaría darle una explicación.
– Siéntate -dijo la supervisora.
Se derrumbó en la silla y tomó aire varias veces.
– No me encuentro bien -explicó-. Los últimos tiempos han sido muy difíciles para mí.
La supervisora observó en silencio al joven. Como no seguía hablando, ella le preguntó:
– ¿Tiene algo que ver con Eleonor?
La supervisora formaba parte de su círculo social, aunque no era íntima amiga. Había cenado en casa de la pareja varias veces.
– No, en absoluto -respondió Thomas con rapidez-. Soy yo. Yo… siempre estoy cuestionándolo todo. ¿Es todo así? ¿No mejorarán las cosas?
La mujer del otro lado del escritorio sonrió melancólicamente.
– La crisis de los cuarenta -afirmó ella-. Pero ¿no te estás adelantando? ¿Cuántos años tienes?
– Treinta y tres.
Ella suspiró.
– Tu arrebato de ayer no tiene excusa, pero sugiero que lo olvidemos. Confío en que no vuelva a suceder.
Thomas negó con la cabeza, se levantó y salió. Cuando estaba al otro lado de la puerta, se quedó pensando, y luego se dirigió a la oficina de la asistente social que había presentado la propuesta de la Fundación Paraíso.
– Estoy muy ocupada -dijo ella cortante, claramente ofendida.
Él intentó sonreír de modo encantador.
– Ya veo -dijo-. Sólo quiero disculparme por mi comportamiento de ayer. Me pasé de la raya.
La asistente social movió la cabeza y anotó algo.
– Disculpas aceptadas -dijo en tono glacial.
Él sonrió aún más.
– Me alegro. Porque tengo algunas preguntas sobre ese acuerdo. Como cuál es su número de registro comercial, por ejemplo.
– No lo tengo.
Thomas se la quedó mirando durante tanto tiempo que empezaron a arderle las mejillas. En realidad, ella no sabía absolutamente nada sobre la fundación.
– Puedo averiguarlo -dijo.
– Creo que deberías hacerlo -respondió él.
Nuevamente el silencio.
– ¿De qué va todo eso? -preguntó él finalmente.
Ella le miró con dureza.
– No puedo decírtelo, ya lo sabes.
Él suspiró.
– Vamos, estamos en el mismo barco, trabajamos con el mismo objetivo. ¿Acaso crees que voy a ir contándolo por ahí?
La mujer dudó un instante y luego apartó sus papeles:
– Es una situación de emergencia -dijo-. Hay una mujer joven, una refugiada bosnia, a la que están persiguiendo. El hombre que la acecha la ha amenazado de muerte. El caso nos llegó ayer y es urgente. Se trata de un asunto de vida o muerte.
Thomas la miró directamente a los ojos.
– ¿Y cómo sabemos que es verdad?
La asistente social tragó saliva y se le empañaron los ojos.
– Tendrías que haberla visto, tan joven, tan hermosa y tan… mutilada. Tenía cicatrices por todo el cuerpo, heridas de bala, de cuchillo, una enorme lesión en la cabeza, magulladuras en la cara… Le han volado dos dedos de los pies. El sábado pasado el hombre intentó nuevamente asesinarla, y ella logró sobrevivir tirándose al agua, a consecuencia de lo cual contrajo una neumonía. La policía no puede protegerla.
– ¿Y esa Fundación Paraíso sí puede hacerlo?
Ahora era la mujer la que se había animado, y discretamente se secó los ojos… ella también era un ser humano.
– Es una organización fantástica. Han concebido una forma de ayudar a la gente a vivir de manera clandestina, de borrarla de los registros públicos, de modo que nadie pueda dar con ella. La Fundación Paraíso se encarga de todos los contactos con el mundo exterior. Tienen personas trabajando las veinticuatro horas del día y proporcionan atención médica, psicólogos, abogados, un lugar donde vivir, ayudan a la gente a encontrar colegios, trabajos y guarderías. Créeme, invertir en ese servicio beneficiará a la comunidad.
Thomas se removió.
– Y la fundación misma, ¿dónde se encuentra? ¿En Järfälla?
La mujer se inclinó hacia delante.
– Eso es parte del acuerdo -dijo ella-. Nadie sabe dónde está Paraíso. Todos los que trabajan para la fundación han sido eliminados de los registros habituales. Los teléfonos están conectados a líneas militares de otras regiones. La protección es verdaderamente hermética. Ni yo ni la propia directora del centro hemos visto jamás nada parecido, es una organización increíble.
Thomas miraba al suelo.
– Todo este hermetismo significa también que nadie puede controlarlos, ¿verdad?
– A veces hay que confiar en la gente -dijo la funcionaria.
El apartamento estaba completamente helado. Las bolsas de papel que Annika había pegado en el lugar del cristal roto no habían logrado mantener el calor. El cansancio se le vino encima en el instante mismo en que dejó el bolso en el suelo del vestíbulo. Hizo otro tanto con el abrigo, y luego se deslizó en la cama sin hacer y se durmió con la ropa puesta.
De repente los presentadores del programa Studio 69 aparecieron ante ella. Su fría y crítica maldad siempre le revolvía el estómago.
– ¡No fue mi intención! -gritó ella.
Los hombres se acercaron.
– ¿Cómo puedes decir que fue mi culpa? -gritó ella.
Los hombres intentaron dispararle. El ruido de sus pistolas le atronó en la cabeza.
– ¡Yo no lo hice! ¡Yo sólo la encontré! Ella ya estaba en el suelo cuando yo llegué. ¡Socorro!
Despertó sobresaltada, sin aliento. Apenas había pasado una hora. Durante un rato, se concentró en respirar, en inspirar y espirar, hasta que se puso a llorar desconsolada y convulsivamente. Se quedó en la cama durante un buen rato hasta que cesaron los temblores.
¡Dios mío, abuela!, ¿qué va a pasar? ¿Quién cuidará de ti?
Annika se sentó y trató de tranquilizarse. Alguien tendría que ocuparse de todo; le tocaba a ella ayudar.
Cogió la guía telefónica, llamó a Servicios Sociales y preguntó si había plazas libres en las residencias de ancianos de Estocolmo. Le dijeron que tenía que ponerse en contacto con las autoridades locales de su zona y hacer las gestiones pertinentes con un asistente social.
Si quería, podía bajarse la información de Internet o recogerla en las oficinas de Medborgarg, en Hantverkagatan, 87. Anotó la dirección en el margen de un viejo periódico, les agradeció la ayuda y suspiró. Fue a la cocina, trató de comer un poco de yogur y puso el teletexto para ver si había sucedido algo. Pero no había pasado nada. Se dio cuenta de que olía a sudor. Metió la ropa en el cesto de la colada, llenó el fregadero con agua fría y se lavó las axilas.
¿Por qué he venido a casa? ¿Por qué no me he quedado con la abuela?
Se sentó en el sofá de la sala de estar, apoyó la cabeza entre las manos y decidió que sería sincera consigo misma.
No habría soportado quedarse en el hospital. Necesitaba volver a algo que ella había empezado a recuperar; algo que antes tuvo y había perdido. Había algo en Estocolmo, relacionado con su trabajo en Kvällspresen, con su apartamento; algo que le resultaba apasionante y vivo, no indiferente y muerto.
Se levantó bruscamente y fue a buscar su cuaderno de notas que estaba en el bolso. Marcó el número de Paraíso sin más preámbulos.
Esta vez la atendió la propia Rebecka Björkstig.
– He estado pensando en algunas cosas -dijo Annika.
– ¿Terminará pronto el artículo?
La mujer parecía un poco nerviosa.
Annika subió las piernas y apoyó la cabeza en la mano izquierda.
– Me faltan algunos detalles -dijo-. Espero que podamos terminarlo lo antes posible. Mi abuela está enferma en el hospital.
La voz de Rebecka rebosaba de compasión al contestar.
– Oh, qué pena. Naturalmente, la ayudaré en todo lo que pueda. ¿Qué desea saber?
Annika tragó saliva, se enderezó un poco y hojeó su cuaderno.
– ¿Cuántos empleados hay en Paraíso?
– Somos cinco con plena dedicación.
– ¿Médicos, abogados, asistentes sociales, psicólogos?
A Rebecka pareció hacerle gracia.
– No, de ningún modo. Ese tipo de servicios los proporciona el condado, las autoridades locales y el Colegio de Abogados.
Annika se echó el pelo hacia atrás.
– Los que trabajan todo el día ¿quiénes son?
– Empleados nuestros, por supuesto. Gente altamente cualificada.
– ¿Y cuánto ganan al mes?
Ahora Rebecka parecía un poco ofendida.
– Ganan catorce mil coronas al mes. Ellos no hacen esto para convertirse en millonarios, sino por una buena causa.
Annika hojeó el cuaderno, husmeó en sus propios apuntes.
– ¿Cuántas propiedades poseen?
Rebecka dudó.
– ¿Por qué me pregunta eso?
– Para poder hacerme una idea más exacta del alcance de sus operaciones -respondió Annika.
– Casi no tenemos propiedades, las alquilamos en caso de necesidad -respondió Rebecka tras un momento de vacilación.
– ¿Y qué me dice del dinero…? -preguntó Annika-. Cuando obtienen beneficios, ¿qué hacen con ellos?
Siguió un largo silencio, y Annika casi creyó que la mujer le había colgado.
– Cualquier beneficio que obtenemos, que nunca asciende a mucho, se invierte en la fundación y se utiliza para que nuestra organización siga creciendo. La verdad es que no son nada agradables esas insinuaciones -le dijo Rebecka Björkstig.
– Una última pregunta… -siguió Annika-. Esa lista de autoridades con quienes podría hablar, ¿me la ha enviado?
– Ésta es una línea protegida -dijo la mujer del otro extremo del teléfono en voz baja-. Puedo hablar libremente. Hemos destinado todo el dinero a la construcción de un canal para los casos realmente difíciles. Ahora tenemos la capacidad para ayudar a clientes que no pueden quedarse en Suecia. Disponemos de contactos que nos ayudan a concertar empleos gubernamentales y viviendas en otros países. También podemos disponer de médicos y psicólogos en el extranjero, podemos conseguir ofertas laborales y proporcionar enseñanza del idioma, etcétera.
Annika volvió a poner los pies en el suelo y tomó notas; esto empezaba a ser demasiado.
– Pero ¿cómo funciona?
La mujer parecía muy satisfecha.
– Los procedimientos existen y han funcionado muy bien en dos casos.
Annika estaba asombrada.
– ¿Dos casos de personas que pudieron rehacer sus vidas en otro país? ¿Sin cambiar de identidad? ¿Sólo con la ayuda de Paraíso?
– Exacto, dos familias enteras. Pero ni nosotros ni ninguna otra organización podemos emitir nuevos números de identidad. Sólo puede hacerlo el gobierno. Aunque, como he dicho anteriormente, no fue necesario. Con respecto a la lista, ya la he preparado. Si me dice adónde puedo enviársela por fax, la tendrá en quince minutos.
Annika le pasó el número de fax de la sección de sucesos del periódico.
– La llamaré cuando la reciba -dijo Annika.
– De acuerdo. Estaremos en contacto.
Las dos colgaron. De nuevo reinaba el silencio, menos amenazante esta vez. Las paredes estaban más brillantes. Tenía una meta, una responsabilidad, una misión para la que era necesaria.
El corredor apretó el paso, tamborileando con los pies en el suelo. El pulso se le aceleraba, pero la respiración permanecía regular. Sólo se hizo más profunda, más fuerte. ¡Bien! Estaba en buena forma y corría deprisa a pesar de lo abrupto del terreno. Mucha maleza, el bosque poco cuidado, grandes fallas en el paisaje. Echó un vistazo al mapa, escala 1:1500, realizado sobre la base de fotografías aéreas y una amplia labor de reconocimiento sobre el terreno. Él generalmente participaba en el proceso de elaboración de los mapas: éste estaba impreso en cinco colores y emitido por la Asociación de Orientación de Suecia. Se encontraba en los márgenes de la zona por donde él acostumbraba a desgastar deportivas, pero era un buen terreno para entrenar en condiciones duras.
Se ejercitaba en elegir la dirección correcta sin dejar de correr, con la brújula en la mano derecha y el mapa en la izquierda, sin disminuir la marcha, a pesar de que había decidido identificar todos los símbolos que había sobre el papel: los montículos de piedras, las elevaciones, las pendientes. Por eso no vio la raíz del árbol. Se cayó de cabeza, de morros entre los árboles jóvenes. Se dio con la frente en el suelo y vio estrellas durante unos segundos. Cuando pudo recuperarse un poco, sintió el dolor en los pies. ¡Por Dios! ¡Sólo queda una competición esta temporada, y tiene que pasar esto! ¡Hay que joderse!
El corredor se quejó y se sentó, ocultándose un tobillo. Quizá no era tan grave. Probó a rotar el pie. No, no había nada roto, posiblemente se trataba de un esguince. Con cuidado, se incorporó y probó a apoyar el pie. ¡Ahhh! Lo mejor sería que volviese al coche lo antes posible y con mucho cuidado. Estudió el mapa para dar con la mejor ruta.
Hacía unos minutos que había pasado por delante de una senda embarrada del bosque que corría paralela a una de las mayores fallas. En el mapa vio que le conducía a la carretera principal, donde podría hacer autostop para volver hasta donde se encontraba su coche. Suspiró pesadamente, guardó el mapa y la brújula en el bolsillo, y emprendió el camino.
Después de caminar cojeando unos centenares de metros a lo largo de la senda embarrada, divisó dos pequeños abedules chamuscados entre los árboles. Se detuvo sorprendido. ¿Un incendio forestal? ¿Con toda aquella humedad? Percibió el olor, penetrante y metálico.
El corredor comprobó que tanto el mapa como la brújula se hallaban en el interior de la chaqueta, como tenía que ser, y salió del camino. Con extremo cuidado, siguió unas huellas de neumáticos que se internaban entre los árboles hasta dar con un pequeño barranco. Perplejo, se paró en seco al borde del bosque.
Ante él había una estructura metálica, restos quemados de algo que debió de haber sido un camión, un gran tráiler. ¿Cómo diablos había ido a parar allí? ¿Y cómo pudo haberse quemado así, por completo?
Avanzó cojeando con precaución entre los restos; los zapatos se le pusieron negros debido al hollín que había en el suelo. Al acercarse notó que el calor aumentaba, de modo que no pudo haber pasado mucho tiempo del incendio.
El suelo junto a la cabina del conductor estaba cubierto por una capa de finos cristales que crujían bajo sus suelas. Lo que quedaba de las puertas colgaba retorcido; se acercó y miró dentro de la cabina.
Había algo en el suelo, y algo en el asiento del acompañante, algo informe, tiznado de hollín y contraído. Se inclinó hacia delante y tocó la cosa por el lado que tenía más cerca. Algo se aflojó un poco. Se quitó los guantes y limpió el hollín. Cuando vio los dientes, se dio cuenta de lo que estaba contemplando.
El fax de la sección de sucesos estaba junto a la mesa de Eva-Britt Qvist. Eva-Britt ayudaba en la sección de sucesos con diversos tipos de investigación, se encargaba de las citas, catalogaba sentencias judiciales, etcétera. Ella no estaba presente en ese momento, de modo que Annika se ocupó de hojear rápidamente el pequeño montón de faxes que se habían ido acumulando durante el día. Un comunicado del servicio de prensa de la policía de Estocolmo, información de la Fiscalía, una sentencia relativa a un juicio por drogas.
– ¿Qué estás haciendo con mis papeles?
La robusta mujer venía de la cafetería e irrumpió en la oficina con gesto de enfado. Annika retrocedió.
– Estoy esperando un fax. Sólo quería comprobar si había llegado.
– ¿Y por qué diste mi número? Este fax pertenece a la sección de sucesos.
Eva-Britt Qvist le arrancó a Annika los papeles de las manos y recogió deprisa los que quedaban en la mesa. Annika miró sorprendida a la mujer. Casi no se conocían, al menos nunca antes habían hablado: Eva-Britt trabajaba de día y Annika lo hacía por la noche.
– Lo siento -tartamudeó Annika desconcertada-. Siempre doy este número durante el turno de noche. No sabía que no se podía.
La investigadora lanzó a Annika una mirada fulminante.
– Y tampoco repones el papel de la bandeja.
La animadversión de la otra mujer se le clavó como un dardo, generando una respuesta defensiva en forma de ira.
– ¡Claro que lo hago! -exclamó Annika-. Lo hice la última vez que estuve aquí. ¿Qué problema tienes, por el amor de Dios? Ni que fuera tu fax privado. ¿Ha llegado una lista de autoridades relacionadas con la Fundación Paraíso?
– ¿Qué ocurre, chicas?
Anders Schyman había aparecido detrás de ellas.
– ¿Chicas? -dijo Annika, dándose la vuelta-. ¿Vas a preguntarnos también qué estamos haciendo aquí solas?
El redactor jefe se rió.
– Ya sabía yo que eso te haría saltar. ¿Qué pasa?
– Rebecka iba a enviarme un fax para que yo pudiese terminar ese artículo sobre la Fundación Paraíso, pero parece que a Eva-Britt no le agrada que yo dé el número de su fax.
Annika se dio cuenta de que estaba molesta y se avergonzó de su falta de autodominio.
– No ha llegado -dijo la investigadora.
Schyman se dirigió a Eva-Britt Qvist:
– Entonces creo que deberías vigilar el fax con suma atención hasta que llegue esa lista -dijo Schyman tranquila y claramente-. Es la piedra angular de una noticia importante que estamos cubriendo.
– Ésta es la sección de sucesos, ¿sabes? -dijo Eva-Britt.
– Y éste es un asunto policial. Y deja ya de ser tan territorial. Vamos, Annika, me gustaría que me pusieras al día.
Annika siguió al redactor jefe hasta su oficina sin ver más que sus anchas espaldas.
El sofá había desaparecido.
– Seguí tu consejo -dijo Schyman-. A partir de ahora todos mis huéspedes tendrán que sentarse en el suelo. Por favor…
Le indicó con la mano la esquina polvorienta, donde ahora había una silla.
– Creo que todo empieza a encajar -dijo ella, tocándose la frente-. Rebecka Bjorkstig prometió enviarme por fax una lista con los últimos detalles de la información y me ha dado una explicación sobre adónde va el dinero.
Schyman la miró.
– ¿El dinero? ¿Cobran por sus servicios?
Annika hojeó la gran libreta que había sacado de su bolso.
– Las ganancias se utilizan para construir un canal destinado a la gente que no puede quedarse en Suecia -recitó mecánicamente de sus notas-. Paraíso dispone de contactos que le permiten concertar trabajos estatales y viviendas en otros países. Hasta el momento, lo han conseguido con dos familias. No hubo necesidad de que cambiaran de identidad. Ni Paraíso ni ninguna otra organización puede cambiar el número de identificación personal de nadie, ésa es una atribución que sólo tiene el gobierno. Pero a ningún cliente de Paraíso le ha hecho falta.
Miró al redactor jefe e intentó sonreír.
– Buen material, ¿verdad?
Anders Schyman la miró detenidamente.
– Eso no cuela -dijo él.
Ella dirigió la mirada al escritorio y no dijo nada.
– ¿Conseguir trabajos gubernamentales en otros países? -dijo-. Eso me suena a patraña. ¿Tienen alguna prueba?
Annika hojeó su cuaderno sin mirarlo.
– Dos casos -dijo ella-, dos familias enteras.
– ¿Has hablado con ellos?
Tragó saliva, cruzó las piernas; notaba que estaba a la defensiva.
– Rebecka sabe de lo que habla.
El redactor jefe daba golpes en el escritorio con un bolígrafo mientras reflexionaba.
– ¿En serio? El gobierno no emite los nuevos números de identificación personal. Eso lo hace el Servicio de Rentas Internas a petición de la Policía Nacional Sueca.
Los ruidos de fondo se desvanecieron, y Annika notó que palidecía.
– ¿Es cierto eso?
Él asintió y Annika enderezó su espalda mientras hojeaba frenéticamente su cuaderno.
– Pero ella dijo el gobierno, estoy segura de eso.
– Confío en ti -dijo Schyman- pero no en la mujer de Paraíso.
Annika se hundió más en la silla y dejó el cuaderno a un lado.
– De modo que todo este trabajo ha sido en vano.
– Al contrario -le respondió Schyman-. Ahora es cuando empieza el trabajo. Si es cierto que esta organización y su actividad realmente existen, estamos ante algo grande, más allá de que la mujer mienta o no. Dime, ¿qué te ha dicho ella?
Le dio una versión resumida acerca de cómo funcionaba Paraíso, de qué manera llevaban adelante la desaparición de las víctimas, las extrañas amenazas sufridas por Rebecka en el pasado por parte de la mafia serbia y, finalmente, sus propias conclusiones respecto de adónde iba el dinero.
Schyman caminaba de un lado a otro, asintiendo con la cabeza, hasta que volvió a sentarse.
– Estás en el buen camino, pero tenemos que conseguir esa lista. Si todo esto es una estafa, necesitaremos la ayuda de alguna autoridad para poder obtener la mayor cantidad de datos posible sobre la fundación.
– Otra alternativa -dijo Annika- es que podamos dar con alguna de las mujeres que han estado dentro de la organización. O con alguien que trabaje allí.
– Si es que existen esas mujeres. O algún empleado -dijo Schyman.
La lista aún no había llegado. Al fax no le ocurría nada. Ya habían pasado más de dos horas desde que Annika había hablado con Rebecka.
Annika se sentó a la mesa de Berit Hamrin y marcó el número, el número protegido, secreto. La señal resonó en el vacío y volvió a llamar. No obtuvo respuesta, ni siquiera del contestador automático, ni ninguna otra derivación de la llamada.
– ¿Puedes avisarme en cuanto aparezca el listado? -le gritó a Eva-Britt Qvist.
La mujer estaba al teléfono y fingió no oír.
Annika se dirigió al ordenador central y se conectó a los servidores de PubReg, el registro estatal donde figuraban los datos de todos aquellos que tienen un número de identidad sueco. Presionó F8 para buscar un nombre. Escribió: Björkstig Rebecka. El ordenador se tomó su tiempo y finalmente otorgó su respuesta.
Un resultado.
… identidad protegida.
Annika miró fijamente la pantalla. ¿Qué demonios?
Tecleó entonces su propio nombre, Bengtzon Annika Estocolmo, con el dedo vendado por el nudillo; bingo, ahí estaba ella. Su número de identificación personal, dirección, último cambio de domicilio registrado dos años atrás. Cambió de comando el F7 para ver los datos históricos, y encontró su antigua dirección de Tattarbacken, en Hällenforsnäs. No, no se trataba de ningún error técnico.
Volvió a intentarlo y tecleó Björkstig Rebecka, mujer. Una vez más, obtuvo el mismo resultado.
… identidad protegida.
Realmente había logrado borrarse a sí misma.
Annika se quedó observando la pantalla durante un buen rato. Una de sus tareas durante la noche era encontrar fotografías de la gente, por lo general tomadas del pasaporte. Para conseguirlas necesitaba el número de identificación personal de cada individuo, y para hacerse con ese número buscaba en el PubReg a la persona en cuestión. Lo había logrado en más de un millar de ocasiones durante los años que llevaba en su trabajo nocturno, y nunca antes el ordenador le había devuelto esa respuesta. Sacó una impresión y dudó, pero luego tecleó Aida Begovic. Obtuvo ocho resultados. Una de las mujeres vivía en Fredriksbergsvägen, en Vaxholm. Seguramente, debía de tratarse de su Aida. Extrajo una impresión más y volvió al escritorio de Berit.
– ¿Ningún listado?
Eva-Britt Qvist negó con la cabeza. Volvió a llamar a Paraíso. Nadie respondió. Colgó el auricular con fuerza. Maldita sea.
¿Qué iba a hacer ahora? Le dolía el dedo. ¿Volver al hospital? ¿Encontrar un geriátrico en Estocolmo? ¿Ir a casa a limpiar?
Revolvió entre sus papeles y encontró la carpeta con el listado de fundaciones registrada en el Servicio de Rentas Internas que extrajo del archivo.
Desde el 1 de enero de 1996 existía una ley que regulaba la actividad de las fundaciones. Esta ley estipulaba de qué forma debían constituirse y dejaba muy claro cómo debían gestionarse, de qué manera tenían que presentar su contabilidad, auditoría, supervisión, registros, etcétera.
Annika leyó por encima el texto. Había, sin duda, distintos tipos de fundaciones, que tenían obligaciones tributarias muy diferentes, y eso se notaba en las diferentes cantidades que se veían obligadas a pagar. Aquellas que estaban «calificadas por sus objetivos de servicio público» tenían menos contribuciones, según pudo leer.
Unos peculiares estatutos no eran suficientes para estar exentos de impuestos: también debían cumplir con sus pagos.
Annika dejó la carpeta. ¿De qué se trataba todo esto? Era pura basura.
¿Para qué molestarse? No significaba nada.
Claro que significa algo, pensó de pronto, significa que Paraíso también tendría que haber elaborado alguna forma de estatuto. Tendría que presentar su contabilidad a un administrador público. Estaría sujeta a impuestos. No podría borrarse de la faz de la Tierra.
Cogió los papeles que le había dado Rebecka y vio la dirección postal en el ángulo superior. Telefoneó a la oficina de correos de Järfälla y preguntó que quién alquilaba aquel apartado.
– Esa información no se la puedo suministrar -respondió una agobiada cajera.
– Pero debe de existir una dirección asociada a cada apartado de correos, ¿o no? -dijo Annika-. Quiero saber quién alquila el número 259.
– Es información confidencial -contestó la empleada-. Sólo se la puedo confiar a las autoridades pertinentes.
Annika se quedó pensando unos segundos.
– Yo podría ser de esas autoridades -dijo-. ¿Cómo iba a saberlo?… No me he presentado y usted no me ha preguntado quién soy.
Hubo un momento de silencio al otro lado de la línea.
– Tengo que consultarlo con Disa -dijo la funcionaria.
– ¿Con quién? -preguntó Annika.
– El sistema Disa. Nos conectamos a una base de datos que nos dice cuáles son los límites de nuestra competencia. Un momento, por favor…
El momento se convirtió en una eternidad, al menos fueron varios minutos.
La funcionaria, al volver a tomar el auricular, tenía un tono de voz aún más frío que antes.
– Desde que el servicio postal estatal se ha corporativizado, todos los acuerdos entre nosotros y nuestros clientes son secretos. Si la policía sospecha de un crimen que esté penado con más de dos años de cárcel, podemos suministrar la información. De lo contrario, es imposible.
Annika le dio las gracias y colgó de golpe el auricular. Dio una vuelta por la redacción con gesto preocupado, mientras la gente hablaba, reía, gritaba, los teléfonos sonaban y las pantallas de los ordenadores parpadeaban.
Una autoridad, tenía que encontrar a alguien que trabajara para las autoridades, alguien que manejara las cuerdas. Dado que no conocía a nadie en concreto, tenía que sacarla de algún sitio. Volvió a su mesa, abrió la guía telefónica y llamó a las oficinas del ayuntamiento de Estocolmo.
– ¿Con qué distrito desea conectarse?
Eligió el suyo propio, Kungsholmen, y se mantuvo a la espera. Doce minutos más tarde, al cabo de un rotundo silencio del otro lado, colgó.
¿Y Järfälla?
Atención telefónica a particulares y familias entre 8.30 y 9.30 de la mañana, así como de 5.00 a 5.30 de la tarde los jueves.
Annika gruñó. Era inútil seguir haciendo llamadas al azar. Incluso aunque, por casualidad, lograse encontrar a alguien que no supiera que no debía hablar. En todos estos casos era evidente que estaban protegidos por la confidencialidad. Tenía que encontrar una abertura, algún resquicio en que las autoridades locales estuvieran implicadas.
Se sirvió una taza de café, soplando el líquido de camino a su mesa. Pasó delante de un grupo de mujeres vaya usted a saber de qué departamento sin saludar, con la mirada fija en el suelo. Pudo sentir cómo las voces se acallaban a su paso, las conversaciones se detenían: ahora hablarían de ella.
Estoy imaginando cosas, pensó Annika, no muy convencida.
Apoyó el vaso de plástico en el escritorio de Berit, salpicando un poco de café, y trató de concentrarse en el trabajo. No tiene sentido acudir a los asistentes sociales, pensó. Les entra el pánico antes de que te dé tiempo a hacerles ninguna pregunta y nunca te dan respuestas, aunque la información no esté clasificada.
¿Dónde estará disponible esa información?
De pronto cayó en la cuenta, y terminó por quemarse la lengua con el café.
¡Las facturas! Claro…
En las facturas emitidas por Paraíso tenía que haber muchísima información: su número de identificación fiscal y su dirección, un número de cuenta bancaria o número de giro postal. Cualquiera que estuviera a cargo de las finanzas de las autoridades locales podría suministrar información sobre impuestos, estatutos y auditorias.
Hojeó los diferentes distritos en las páginas verdes de la guía telefónica. ¿Cuál elegiría?
Dejó a un lado la guía y colocó en su lugar los datos obtenidos hasta el momento. No había podido dar con el municipio de Rebecka, pero sí con aquel donde Aida estaba inscrita: Vaxholm.
Vaxholm.
Annika nunca había estado allí, sólo sabía que se encontraba en la costa, hacia el norte.
Hay una buena tirada, pensó Annika. Y no es del todo evidente que Aida se haya puesto en contacto con Paraíso. Ni siquiera es seguro que las autoridades de ese distrito tengan algo que ver. Quizá no ha pasado el tiempo suficiente.
Por otra parte, existía una posibilidad. Marcó un número y, nuevamente, una espera eterna. Los pensamientos se le amontonaban; tenía que llamar para preguntar cómo continuaba su abuela. Cuando por fin la telefonista contestó, había olvidado la razón de su llamada. Preguntó por alguna persona del departamento de contabilidad de los Servicios Sociales. La línea estaba ocupada y tenía otra llamada en espera: ¿podía volver a intentarlo un poco más tarde?
Colgó. Cogió el abrigo, guardó la libreta en el bolso y se dirigió a donde se encontraban los encargados de los coches del periódico.
– ¿Ningún listado?
Ninguna respuesta por parte de Eva-Britt Qvist.
La E18 a Roslagen era famosa por sus atascos al atardecer. En Bergshamra estuvo parada durante casi quince minutos, luego siguió rodando.
Le encantaba conducir. Excedía el límite de velocidad, adelantaba a un vehículo tras otro, pero el coche del Kvällspressen se agarraba bien. Llegó al centro de Vaxholm antes de lo que esperaba. En una calle adoquinada, flanqueada por bonitos edificios de época, ondeaban alegres banderitas. Un banco, una floristería, un supermercado. Annika se dio cuenta de que no tenía plano de la ciudad.
Las autoridades locales, pensó. El ayuntamiento, la Plaza Mayor. No puede ser tan difícil de encontrar.
Annika siguió conduciendo por la misma calle hasta llegar al muelle, luego giró a la derecha en una pequeña rotonda y desembocó en un embarcadero. Una larga cola de coches aguardaba para coger el ferry amarillento que se dirigía a Rimdö.
Dobló hacia la izquierda, por la calle Östra Ekkuddsgatan. Contempló la hilera de espléndidas casas, pertenecientes a ricos empresarios, que se extendían como un collar de perlas junto al lago.
La flor y nata de la ciudad, pensó. La gente guapa.
El coche se deslizó lentamente por una empinada cuesta de asfalto arenoso, a cuyos lados se dejaban ver vallas y verjas en torno a cada casa.
– ¡Vaya! -dijo en voz alta, y descubrió que había vuelto al sitio de partida. Condujo nuevamente por la animada calle de las banderitas, pero esta vez giró a la izquierda en lugar de a la derecha. Fue a dar a una comisaría de Policía que se encontraba junto a una pequeña plaza. Enfrente se podía distinguir un gran edificio naranja coronado con la tradicional cúpula de estilo ruso. Los pórticos estaban pintados con una técnica que simulaba el mármol, al igual que los postes de luz que los rodeaban. En un pequeño buzón leyó:
Ciudad de Vaxholm. Ayuntamiento.
El tiempo no mejoraba. La grisura se le había metido a Thomas en el cerebro. Tenía ganas de llorar. La estrecha calle que se abría delante de su ventana parecía una zanja cubierta de lodo. Las montañas de papeles e informes laborales amenazaban con ahogarle, en tanto que el maldito teléfono no dejaba de sonar. Miró al ruidoso aparato.
No me molestaré en contestar, pensó. Seguro que es otra guardería que cree que queda dinero del presupuesto de este año.
Cogió el auricular con un sobresalto.
– Hola, llamo desde recepción. Hay aquí una periodista que quiere hablar con alguien responsable de la administración de los Servicios Sociales, y pensé que usted quizá…
Oh, Dios, ¿es que nunca va a acabar todo esto?
– Yo no soy un político. Envíala a algún concejal.
La recepcionista dejó a Thomas a la espera, y al retornar su voz era más cortante.
– Dice que no quiere hablar con políticos, que ella sólo quiere de… Perdone, ¿qué me ha dicho que quería preguntar?
Thomas apoyó la frente en la palma de la mano y gruñó. ¡Dios, dame fuerzas!
El ruido de fondo se oyó más alto.
– ¿No puedo hablar directamente con él? -oyó decir a alguien, seguido de un ¿Hola?
– ¿De qué se trata? -dijo él, cortante, agotado.
– Me llamo Annika Bengtzon y soy periodista. Me pregunto si podría subir para hacerle algunas preguntas breves respecto a cómo se administran ciertos contratos por servicios en una comunidad.
¿Por qué mi comunidad?, pensó.
– No tengo tiempo -respondió.
– ¿Y por qué no? -preguntó ella con rapidez-. ¿Es usted uno de los que están quemados?
Él rompió a reír. ¡Qué clase de pregunta era ésa!
– Debe pedir cita -le dijo-. Estoy demasiado ocupado en este momento.
– No tardaré más de quince minutos. No tiene que moverse ni un centímetro. Subo a su oficina -le dijo la periodista.
Él suspiró en silencio.
– Para ser sincero…
– Estoy en recepción. Será muy rápido, ni se dará cuenta. Por favor…
Las últimas palabras eran una súplica.
Se frotó los ojos. No le llevaría demasiado tiempo deshacerse de ella.
– Está bien, suba.
Annika Bengtzon era delgada y llevaba el cabello alborotado; tenía ligeras arrugas de tensión alrededor de la boca y marcadas ojeras bajo los ojos para considerarse a sí misma guapa.
– Le pido mil disculpas por irrumpir de esta forma -dijo ella, mientras colocaba su gran bolso debajo de una silla. La chaqueta y la bufanda las dejó caer displicentemente sobre el respaldo; una manga tocaba el suelo. Alargó una mano y sonrió. Thomas se la estrechó, tragó saliva y se dio cuenta de que tenía húmeda la mano derecha. No estaba acostumbrado a tratar con los medios de información.
– Hágame saber si me paso de la raya -dijo la mujer-. Soy consciente de que los casos de los centros de Servicios Sociales son asuntos delicados.
Ella se sentó en la silla, clavó los ojos en él, totalmente concentrada y con el bolígrafo listo.
Él carraspeó.
– ¿Qué le ha ocurrido en la mano?
Ella no desvió la mirada.
– Me pillé con algo. ¿Ha oído hablar alguna vez de una fundación llamada Paraíso?
Su reacción fue puramente física: dio un respingo.
– ¡Dios!, ¿qué sabe usted de Paraíso?
Ella no pudo dejar de advertir la desmesura de su reacción, él lo notaba en la expresión de satisfacción que tenía en la cara.
– Sé algunas cosas -respondió-, aunque aún no lo suficiente. Me pregunto si quizá usted sabe más que yo.
– Todo lo que concierne a los Servicios Sociales es absolutamente confidencial -señaló el hombre con sequedad.
– Bueno, no todo -le respondió la periodista, en un tono que sonaba casi divertido-. Hay muchas cosas que son de dominio público. No sé hasta qué punto, y sobre eso quería preguntarle.
Él estaba completamente perplejo. ¿Cómo demonios iba a manejar aquella situación? Debía andarse con mucho cuidado y no mencionar nada sobre el caso, ni sobre la mujer de Bosnia, a quien no conocía en absoluto. No deseaba de ningún modo que los medios comenzaran a difundir informaciones sobre cómo la comunidad de Vaxholm contrataba costosos servicios para extrañas fundaciones.
– Lamentablemente, no puedo ayudarla -le dijo de manera cortante y se puso de pie.
– Ella miente -le dijo la periodista con una sonrisa en los labios-. La responsable de Paraíso es una mentirosa. ¿Lo sabían?
Él se paró en seco. Annika levantó la mirada hacia él: ojos oscuros, levemente inclinada hacia delante, piernas cruzadas. Pechos grandes, pensó él.
Él volvió a sentarse y hundió la mirada en el escritorio.
– No sé de qué me está hablando. Lo siento mucho, pero no puedo ayudarla. Ahora, si me disculpa, tengo mucho que…
Ella hojeó un cuaderno grande y pesado, pero no hizo ningún gesto de levantarse.
– ¿Le importa que le haga algunas preguntas generales sobre cómo procuran los servicios?
– Como le he dicho, realmente no tengo…
– ¿Cómo ha influido la externalización de los servicios públicos en su trabajo con las autoridades locales?
Ella le miró directamente a los ojos, focalizándolo a la espera de su respuesta. Él tragó saliva y volvió a aclararse la garganta.
– Después de la descentralización que siguió a la nueva legislación de los Servicios Sociales de 1982, terminamos teniendo que vérnoslas con un montón de números. Cada guardería, cada residencia de ancianos, todas las actividades en general debían tener su propio presupuesto. Ahora, después del proceso de privatización, hay muchos más datos. Cada entidad tiene un único coste en el presupuesto.
Ella le escuchaba inexpresiva, sin mover el bolígrafo.
– Y eso, hablando en plata, ¿qué significa?
Él sintió que la sangre se le agolpaba en la cara, estaba irritado, a punto de estallar. Decidió no demostrarlo.
– En cierta forma las cosas son más fáciles ahora -contestó-. La comunidad sólo paga una cantidad estipulada, y luego los contratistas pueden hacer lo que quieran con el dinero.
Ahora Annika sí que tomaba notas. Él dejó de hablar.
– ¿Usted qué hace exactamente? ¿En qué consiste su trabajo?
– Soy jefe de contabilidad, el responsable de las finanzas y de la planificación del presupuesto de los Servicios Sociales. Superviso los procesos de administración interna, me encargo de los recursos financieros, me ocupo de las necesidades y requerimientos del personal de las diversas operaciones, mantengo un seguimiento trimestral de los estados financieros y opero de acuerdo con ellos… Se podría decir que trabajo con las tres perspectivas temporales a la vez: debo considerar la evolución de las actividades en los años anteriores, en el presente y en el futuro…
– Increíble -dijo ella-. ¿Siempre habla así?
Thomas vaciló, sorprendido.
– Desde luego, me llevó mucho tiempo aprender -respondió.
Ella sonrió, mostrando su perfecta dentadura blanca.
– ¿Y cómo se han aceptado esos cambios en los Servicios Sociales? -preguntó ella-. ¿Está contenta la gente con los nuevos arreglos?
Annika se movió y sus senos se movieron bajo la blusa. Él bajó de nuevo la mirada.
– Ha habido reacciones para todos los gustos -dijo él-. Los supervisores de las distintas áreas han perdido poder. No están muy contentos que digamos. Ya no pueden inmiscuirse en algunos asuntos, como hacían cuando todas las guarderías y geriátricos eran comunitarios. Por otra parte, se ven liberados de un montón de responsabilidades.
Su franqueza le sorprendió. La periodista tomaba notas sin levantar la vista. Tenía unas manos hermosas, fuertes.
– La gente tiene derecho a tener sus puntos de vista -continuó Thomas-. Incluso entre los funcionarios hay quienes tienen, claro, distintas opiniones políticas respecto a los cambios, distintas ideologías.
– ¿Puede decir exactamente qué es lo que hace? ¿Y por qué?
Thomas asintió e hizo lo que se le pedía. Ciertas cosas las repitió varias veces, buscando nuevas palabras y otras formas de expresión. Ella no le pareció particularmente culta, pero era obvio que captaba las cosas con gran facilidad. Él le aclaró cuál era su papel en el consejo de los Servicios Sociales, grupo al que pertenecía y que estaba formado por los directores administrativos del ayuntamiento y los directores de centro, que eran las personas que se encargaban de las guarderías, las escuelas, la atención a los mayores, los servicios familiares… Cuando surgía algún problema, debían pasar por la administración de la Seguridad Social, y luego la junta de Bienestar Social tomaba una decisión con la cual el director siempre debía estar de acuerdo, la mayoría de las veces de tipo económico, aunque también se discutía a qué funcionario se le asignaba cada caso, e incluso, en determinadas ocasiones, quiénes eran los jefes que debían participar de forma directa.
– En resumen, ¿quién tiene el poder? -preguntó Annika.
Él la observó por el rabillo del ojo: muslos finos, pantalones estrechos.
– Depende de la naturaleza del asunto -respondió-. Muchas decisiones se toman a nivel directivo, pero ciertos asuntos requieren ser tratados por el tribunal de apelaciones o incluso por el propio gobierno antes de que pueda ser aprobado.
Ella se quedó pensativa un momento, y luego se dio golpecitos en la frente con el bolígrafo.
– En caso de que les llegue una propuesta de una nueva organización -dijo ella mirándolo fijamente-, digamos, por ejemplo, de una fundación que quiere ayudar a gente necesitada, ¿a quién le corresponde tomar la decisión de contratarlos o no?
De pronto Thomas se dio cuenta de adónde le estaba llevando con aquel inocente interrogatorio. Sin embargo, por alguna razón no le importó.
– Poder contratar inicialmente un servicio de ese tipo es una decisión que correspondería, probablemente, al consejo -dijo él lentamente-. Pero una vez que se ha concertado el acuerdo, otras decisiones pueden ser tomadas por funcionarios a título individual.
– ¿Reciben muchas propuestas de este tipo? Me refiero a fundaciones o diferentes empresas privadas.
– No demasiadas. Por lo general, es el ayuntamiento el que solicita ofertas cuando los diferentes centros tienen que mantener los costes a raya.
Ella hojeó su cuaderno.
– Si Vaxholm decidiese utilizar los servicios de una fundación de este tipo, ¿usted se enteraría?
Thomas exhaló un profundo suspiro.
– Sí -dijo.
– ¿Ha ocurrido?
Volvió a suspirar.
– Sí -acabó por reconocer-. El consejo decidió contratar los servicios de una fundación que responde al nombre de Paraíso en la reunión de ayer por la tarde. El protocolo posiblemente aún no está firmado, pero la aprobación del acuerdo seguramente se halla, bajo el punto siete, y ese protocolo podrá ser tratado públicamente. Por eso le estoy diciendo todo esto ahora.
Annika notó que le volvía un poco de color al rostro.
– ¿Qué sabe de una mujer llamada Aida Begovic, de Bijelina?
Él volvió a mostrarse sorprendido.
– ¿Qué es lo que pretende realmente? -rugió-. Distraerme con todas esas preguntas y luego insinuar…
– Tranquilo -le cortó la periodista con brusquedad-. Creo que podemos ayudarnos mutuamente.
Thomas estaba fuera de sí. Se encontraba nuevamente de pie, trastornado: la sangre le hervía en el rostro, alzó el puño derecho y lo agitó. ¿Qué diablos le pasaba? Por el amor de Dios, cálmate, hombre.
Se sentó de manera repentina; el cabello le caía en la cara y se lo llevó hacia atrás con ambas manos.
– Discúlpeme -dijo-. Dios, perdone, no era mi intención dar este espectáculo…
Ella volvió a sentarse y le dedicó una amplia sonrisa.
– No se preocupe, en el fondo es divertido… Eso me demuestra que hay gente que puede ser más agresiva de lo que lo soy yo.
Él la observó. El cabello no podía quedarse quieto en su cabeza, y sus ojos lo interrogaban de manera directa.
De pronto, él desvió la mirada.
– ¿Qué es lo que quiere realmente?
Annika se puso seria: al fin podía mostrar sus cartas y ser sincera.
– Tal vez he ido demasiado rápido -empezó a decir-. Estoy investigando a esta organización y hasta el momento lo que he encontrado no es precisamente bueno. Según los propios informes suministrados por Rebecka Björkstig, Paraíso se debe de haber hecho con más de dieciocho millones en los tres últimos años en materia de ingresos y, si mis deducciones van por buen camino, los gastos no pueden haber superado los siete millones. No sé realmente qué tipo de fundación es Paraíso, y en consecuencia no puedo juzgar tampoco a qué tipo de disposiciones fiscales debe someterse, pero me huelo que hay algo turbio en todo esto.
– ¿Sabe si la actividad que dicen realizar funciona realmente?
Ella sacudió la cabeza; parecía sinceramente preocupada.
– No. He estado con Rebecka y también con Aida, pero no sé si la ayuda en verdad funciona.
– ¿Rebecka es quien está al frente del proyecto?
Annika asintió.
– Es lo que ella dice, y no tengo motivos para no creerla. ¿No la conoce? Parece de fiar, pero la hemos cogido en una mentira; o quizá deberíamos llamarlo un error. No sabe tanto como quiere dar a entender y, cuando se la presiona un poco, contesta con evasivas. ¿Qué sabe usted realmente?
Él dudó, pero sólo un segundo.
– Casi nada. Nadie parece saber nada en concreto. La decisión se tomó en el consejo de ayer por la noche, como le he dicho, a pesar de que la información era muy escasa. Ni siquiera cuento con el número de identificación corporativa.
– Pero puede averiguarlo, ¿no?
Thomas afirmó con la cabeza.
– ¿Suena legal el tinglado?
– Eso es lo que hemos preguntado a nuestros abogados esta mañana.
Annika Bengtzon le dirigió entonces una mirada intensa.
– ¿Qué sabe de fundaciones, en términos generales? ¿Por qué cree que Rebecka Björkstig ha elegido este marco particular para su organización?
Él se inclinó hacia delante.
– Una fundación no tiene dueño ni miembros. Las reglas son mucho menos exigentes que las de una sociedad de responsabilidad limitada o una sociedad anónima.
Annika tomaba nota.
– ¡Siga!
– Por lo que yo sé, muchas veces las fundaciones operan como escudo de gente que quiere evadir dinero tras una quiebra. Se pueden utilizar fundaciones para distintos tipos de estafas, aprovechando la falta de transparencia que las rodea.
La periodista comenzaba a ver claro.
– ¿Y por qué existe esa falta de transparencia?
– Cuando una fundación se registra, no se exige a quienes aparecen como sus representantes que presenten su número de identidad. Esto ha hecho que muchas veces estén inscritos como directores de fundaciones gente que no existe. Todo un invento.
Ella asintió, se rascó la cabeza y pensó:
– Por una parte -dijo ella finalmente-, todo esto vuelve las cosas aún más turbias. Rebecka pudo haber montado esta fundación solamente para sacarle dinero a la gente. Por otra, si la actividad funciona realmente como ella dice, resulta comprensible que una fundación sea la mejor manera de operar.
Ambos se quedaron en silencio durante un momento. Thomas notó que los sonidos del edificio se habían apagado. Miró su reloj.
– ¡Dios mío! -bramó-. ¿Es tan tarde?
Ella sonrió.
– El tiempo vuela cuando te lo pasas bien.
Él se puso de pie a gran velocidad.
– Tengo que irme -dijo.
Ella cogió sus cosas y las sumergió en su gran bolso. Se colocó el abrigo, la bufanda y le tendió la mano.
– Muchas gracias por haberme dedicado tanto tiempo.
Mirada directa, espalda recta. No demasiado alta, y esos pechos. Él notó que se le volvía a humedecer la mano.
– Voy a continuar con este asunto -dijo ella, estrechándole la mano y reteniéndosela durante un momento-. Me pregunto si de averiguar algo nuevo le interesaría saberlo…
Él carraspeó -tenía la garganta seca-, y asintió.
Ella sonrió.
– Bien. Y si usted averigua algo nuevo, ¿me lo hará saber?
– Ya veremos…
– Hasta pronto.
Un momento después Annika Bengtzon se había ido. Thomas se quedó mirando la puerta cerrada mientras oía sus pasos desvanecerse por el pasillo. Fue hasta la silla donde ella se había sentado y se hundió allí. El asiento aún conservaba la tibieza dejada por su cuerpo.
Se levantó rápidamente, extrajo una carpeta y cogió de ella el presupuesto de su administración. Le bailaban las cifras. Irritado, volvió a colocar todo en la carpeta y se dirigió a la ventana. Los pintorescos letreros de las boutiques que se hallaban debajo se burlaban de él: Entre Cortes e Islotes, Boutique de Té y Especias de Vaxholm.
Debía irse a casa. Eleonor ya tendría la cena lista.
El tráfico hacia Estocolmo era significativamente menos denso que el que salía de la ciudad. Annika observaba por el parabrisas cómo la tristeza de los suburbios suecos rodeaba el coche. En cuanto salió de Vaxholm, desapareció lo pintoresco para dar paso a los altos bloques de pisos. Esto podría ser cualquier parte, como Flen, pensó. Un cartel a la izquierda indicaba Fredriksberg, el lugar donde Aida decía haber vivido. Disminuyó un poco la marcha y pensó en dirigirse hasta allí para echar un vistazo al lugar, pero luego desechó la idea.
Desde la radio del auto, se advertía sobre el peligro de carreteras resbaladizas debido a la caída de aguanieve.
Bueno, al menos estoy viva, pensó. Y seguiré aquí un tiempo.
Annika trató de mirar al cielo, pero las nubes formaban una densa cortina. No se veía una sola estrella. Nadie podría verla desde el espacio.
Condujo lentamente el camino de vuelta; dejaba que otros coches la adelantaran en lugar de hacerlo ella. El estómago se le había calmado un poco, pero la preocupación por su abuela seguía ahí, como una losa.
El paisaje hacia Estocolmo era de lo más anodino. La carretera 274 podría haber sido tranquilamente la que unía Hällensfors con Katrineholm. Encendió la radio y dio con una emisora que transmitía una maratón con temas de Boney M.: Brown girl in the ring, shalalala. Ma Baker, she taught her tour sons, mamamama, Ma Baker, to handle their guns. Run run Rasputin, lover of the Russian queen.
Empezó a lloviznar un poco al llegar a Arninge, de modo que volvió a la E18, pero no terminaba de llover en serio. Oyó música disco alemana todo el camino hasta el edificio del periódico, en Marieberg.
La portería estaba vacía, así que dejó las llaves del coche en el mostrador. Luego volvió a casa por Hantverkagatan, atravesó el parque Rålambshov y siguió a lo largo de Norr Mälarstrand. Hacía un frío húmedo, la oscuridad se interrumpía a intervalos con la luz de los faroles y el neón, pero aun así se mantenía compacta y pesada. Volvió a pensar en su abuela: ¿qué deberían hacer?
Sintió cómo le aumentaban los pinchazos en la boca del estómago y el miedo se apoderaba de ella.
Para cuando llegó a casa estaba helada hasta los huesos y le castañeteaban los dientes. El teléfono sonó, y ella corrió a cogerlo con los zapatos llenos de barro.
¡La abuela! ¡Oh, Dios, algo le ha pasado a la abuela!
Sintió vergüenza por su engañosa calma de un momento antes, culpable por no haber estado donde debía.
– Voy al restaurante Thai a encargar un pollo con anacardos. ¿Te apetece un poco? -preguntó Anne.
Annika se dejó caer en el suelo.
– Sí, gracias -dijo.
Anne Snapphane apareció media hora después con dos envases de aluminio dentro de una bolsa.
– Mierda, sí que hace frío -dijo mientras se sacudía los pies-. Este aire húmedo es criminal para los pulmones. Noto cómo me ronda una bronquitis.
Anne tenía una clara tendencia a la hipocondría.
– Ponte unos calcetines gordos de lana. Mantén los pies calientes y no te pasará nada, al menos eso es lo que me decía mi abuela -dijo Annika, y se echó a llorar.
– A ver, cielo… ¿Qué ocurre?
Anne fue a sentarse junto a Annika en el sofá y esperó a que ésta se tranquilizase. Annika lloraba, sentía que la piedra que le calentaba el estómago se suavizaba, comenzaba a aflojarse lentamente.
– Es la abuela -dijo al fin-. Tuvo un derrame cerebral y está internada en el hospital de Kullbergska, en Katrineholm. No volverá a estar bien…
– ¡Qué pena! -dijo Anne comprensiva-. ¿Y qué va a ocurrir con ella ahora?
Annika se sonó la nariz en una servilleta, se limpió la cara y resopló.
– No se sabe. No encaja en ninguna parte y nadie tiene tiempo para ocuparse de ella; además, necesita mucha ayuda y rehabilitación. Supongo que tendría que dejar de trabajar y traérmela aquí conmigo.
Anne ladeó la cabeza.
– ¿Tres tramos de escalera, sin baño ni agua caliente?
Annika verbalizó las ideas a las que llevaba dando vueltas todo el día.
– Tendré que trasladarme a Katrineholm. No es el fin del mundo. Si lo piensas, ¿qué es lo que hago en realidad? Me paso la vida sentada escribiendo los textos de otros periodistas para un diario de mierda con mala reputación. ¿Es eso más importante que cuidar de la única persona a la que se quiere?
Anne no respondió, permitiéndole a Annika que acabara de sonarse la nariz. Fue hasta la cocina y trajo vasos y cubiertos. Annika puso la televisión y vieron las noticias Rapport, y mientras se comieron el pollo al wok directamente del envase. La Bolsa había subido. Más disturbios en Mitrovica. La socialdemocracia ante el congreso.
– ¿Dices en serio lo de abandonar el trabajo? -preguntó Anne Snapphane, echándose hacia atrás en el respaldo para tener más libertad de movimiento.
Annika se llevó una mano a la frente y dejó escapar un profundo suspiro.
– En última instancia. No quiero estar sin trabajar, pero ¿qué puedo hacer si no encuentro ninguna otra solución?
– Competir por ganar la Medalla de Oro de los Mártires no hará feliz a nadie -dijo Anne-. También eres responsable de tu propia vida, no puedes estar siempre pendiente de la vida de otros. ¿Quieres un poco de vino?
– De hecho el médico me ha recomendado que beba alcohol -respondió Annika-. Blanco, por favor.
– Por supuesto. El vino tinto me llena la cara de granos. Diablos, qué frío hace aquí dentro. ¿Tienes alguna ventana abierta?
Anne se levantó y se dirigió a la cocina.
– El viento me destrozó una ventana -gritó Annika tras ella.
Anne volvió con el vino y, envueltas cada una en una manta, bebieron Chardonnay.
– ¿Algo más?
Annika suspiró, cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás, contra el respaldo del sofá.
– Me he peleado con mi madre. Ella no me quiere. Siempre lo he sabido, pero es horriblemente triste oírlo.
Sintió un dolor que le ascendía por todo el cuerpo: la falta de cariño tenía su propia forma de dolor.
Anne Snapphane la observaba con aire escéptico.
– No conozco a nadie que se lleve bien con su madre.
Annika sacudió la cabeza, descubrió que podía sonreír y bajó la mirada a su copa.
– Realmente creo que no me quiere. Aunque, para ser del todo sincera, creo que yo tampoco la quiero a ella. ¿Debería?
Anne pensó.
– En realidad, no. Todo depende de la madre. Si se merece que la quieran, puedes quererla si te apetece, pero no es una obligación. Pero -dijo Anne con el dedo al aire en actitud de amonestación-, por el contrario, las madres tienen que querer a sus hijos. Es una obligación de la que no se puede escapar.
– Ella piensa que yo no merezco el amor de nadie -dijo Annika.
Anne se encogió de hombros.
– Se equivoca. Eso demuestra que es una tarada. Ahora quiero que me cuentes algo animado. ¿Te ha sucedido algo gracioso?
La presión que tenía en el pecho se suavizó y Annika se sintió aliviada. Sonreía.
– Tengo un asunto importante en el trabajo. Algo relacionado con una turbia fundación que borra de los registros a personas que están en peligro.
Anne Snapphane bebió un poco de vino y enarcó las cejas. Annika continuó.
– Y hoy he conocido a un funcionario… que tiene tratos con esa fundación. Si he jugado bien mis cartas, puede que saque algo de ahí.
– ¿Estaba bueno?
Anne se tomó el vino y se sirvió un poco más.
– El típico funcionario. Al principio empezó con toda una cháchara burocrática, pero intenté que se relajara un poco, hablamos de algunas generalidades, y poco a poco se fue soltando. Debía de ser la primera vez que hablaba con una periodista, y parecía muy estresado…
– Ah -dijo Anne mientras giraba su copa-. Estoy segura de que esas tetas tuyas le pusieron como una moto.
Annika miró a su amiga.
– ¿Estás loca? -dijo-. ¿Un funcionario?
– Tiene pene, ¿no? ¿Y qué estaba haciendo él en el Frihamnen?
Annika gruñó, dejó la copa y se puso de pie.
– No me sigues. Lo del Frihamnen fue anteayer. La oficina del tipo este está en Vaxholm. ¿Quieres agua?
Trajo una jarra y dos vasos limpios. El bebé pelilargo. El pelilargo guaperas del tiempo, Per, había terminado ya con el pronóstico y empezó otro programa; una pandilla de mujeres de mediana edad con aspiraciones culturales iniciaban una pretenciosa tertulia sin sentido.
Annika apagó el televisor.
– ¿Y cómo va El Sofá de las Mujeres?
Ahora le tocaba gruñir a Anne.
– Michelle Carlsson, la chica nueva, lo único que quiere es estar en pantalla todo el tiempo. Hace su papel cómico en todos los segmentos y no consiente que le editen nada. Ha sugerido que deberíamos tener un comité de mujeres en el sofá, para discutir de cualquier cosa, sexo y temas así, y que ella debería estar en ese comité.
– ¿Eso ha dicho? -preguntó Annika-. ¿Que debería estar en el comité?
Anne volvió a gruñir.
– No, bueno, pero se sobrentiende. Por algo lo propone.
– Bueno, después de todo no está tan mal que alguien quiera aparecer en pantalla -dijo Annika-. Yo me negaría terminantemente, antes prefiero morirme.
– Para la mayoría de la gente funciona al revés: muchos desearían morir por aparecer en la pantalla.
El debate televisivo giraba en torno al papel de la cultura y las artes en la sociedad, un tema casi siempre apropiado.
– Permítanme que pregunte al comité -dijo la presentadora-. ¿Qué es el arte para ustedes?
La primera invitada trazó un círculo en el aire con la mano derecha mientras hablaba.
– Un diálogo interminable -respondió.
– El buen arte es estimulante. Va en nuevas direcciones, tiene significado y la capacidad de conmover a mucha gente -dijo otra, moviendo la mano en un gesto horizontal.
– Los artistas de verdad son aquellos que logran reflejar su tiempo. Personalmente, pienso que es bueno que genere discusión, y la controversia es señal de que el arte y la cultura son asuntos importantes -dijo una tercera invitada, elevando las cejas.
– ¿Pero el arte es importante sólo cuando genera debate? -preguntó la presentadora.
– Hay límites -continuó la tercera invitada-, y es algo que depende de los casos. Cuando conocemos al artista, sabemos por lo general lo serios que son, pero no se pueden tener ideas preconcebidas. El arte conceptual, donde el tema de la obra es lo que…
Thomas se levantó del sofá.
– Voy a buscar una cerveza. ¿Quieres una?
Eleonor no respondió, pero su ceño fruncido dio a entender que no quería que la molestasen. Él subió las escaleras con aquellas cultas voces resonando en sus oídos.
– … el arte de hoy siempre ha sido difícil de comprender. Quizá las personas creyentes también protestaran cuando vieron las obras de Giotto Di Bondone, sin comprender que estaba modernizando la pintura religiosa de su tiempo…
Thomas fue hasta el frigorífico y comprobó que ya no quedaban cervezas frías. Suspiró, se dirigió entonces a la despensa y abrió una tibia. Buscó los periódicos de la tarde, pero no los encontró.
– ¿No vas a ver esto? -gritó Eleonor.
Se sentó durante unos segundos en una silla de la cocina, bebió un buen trago, sintió el gas en la nariz, suspiró y volvió a bajar.
– El feminismo ha influido en el debate literario así como en el modo de escribir la historia literaria -dijo la presentadora-. ¿Ha influido también en la escritura misma? Y, en tal caso, ¿de qué manera?
Thomas se sentó en el sofá. La mujer que tomó la palabra tenía un increíble parecido con una pera. Era la directora de una revista literaria y parecía una charlatana de tal calibre que a Thomas le dieron ganas de reír.
– … favoreció la escritura femenina -declaró la pera-, cuando llamó la atención sobre las mujeres de una manera diferente. Recuerdo la respuesta de un escritor danés…
– Hablando de tomarse demasiado en serio -bramó Thomas.
– Silencio, estoy escuchando.
Se levantó rápidamente del sofá y volvió a subir a la cocina.
– Thomas, ¿qué es lo que pasa? -le gritó Eleonor.
Él gruñó en silencio y comenzó a hurgar en su maletín en busca de los periódicos.
– Nada.
Ahí estaban. Los cogió; estaban arrugados y pronto sus noticias quedarían obsoletas y sin interés alguno.
– ¿No vas a ver el debate? El sábado discutirán sobre las asociaciones culturales.
No respondió y se puso a leer el Kvällspressen. Allí era donde Annika Bengtzon dijo que trabajaba. No la había reconocido, así que supuso que no había escrito ninguno de esos artículos con la pequeña foto junto al nombre.
– ¡Thomas!
– ¿Qué?
– No es preciso que me grites. ¿Tenemos alguna cinta de vídeo virgen? Quisiera grabar este programa…
Dejó caer el periódico y cerró los ojos con fuerza.
– ¿Thomas?
– ¡No lo sé! ¡Por Dios, déjame en paz!
Y para que quedara claro, volvió a abrir el periódico. Un hombretón vestido de oscuro le miraba desde una de las páginas: era el cabecilla de una de las mafias de cigarrillos. Oyó a Eleonor toquetear el vídeo y de inmediato supo lo que sucedería. Pronto ella comenzaría a gritar y a dar golpes en el aparato. Y exigiría que él bajara a arreglarlo.
– ¡Thomas!
Cerró el periódico y bajó las escaleras de tres en tres.
– Vale -dijo él-, aquí estoy. ¡Dime de una vez qué quieres que haga, de manera que pueda volver arriba y terminar de leer el periódico en paz!
Ella le observaba como si fuera un fantasma.
– ¿Qué es lo que te ocurre? Tienes el rostro completamente rojo. Sólo necesito una pequeña ayuda con el vídeo, ¿acaso es mucho pedir?
– Podrías aprender a apretar el botón tú sola.
– No seas tan vehemente -dijo ella insegura-. ¡Me estoy perdiendo el debate!
– No son más que unas viejas arrogantes de clase media haciéndose pajas mentales en la pantalla. ¿Es eso lo que no quieres perderte?
Ella lo seguía observando con la boca abierta.
– Tú no estás bien de la cabeza -le dijo finalmente-. Suecia sería un desierto cultural de no ser por estas mujeres. Ellas representan, y definen, nuestro estatus cultural, nuestra visión de la sociedad contemporánea.
Él la observó con atención, tan bien hablada, tan a tono con los tiempos.
Giró sobre sus talones, cogió su abrigo y se fue.
En el mismo instante en que Aida abrió los ojos, supo que se le había pasado la fiebre. Tenía la mente clara, y todos los dolores le habían desaparecido. Estaba sedienta.
La mujer que había conocido por la mañana se encontraba sentada en un taburete junto a ella.
– ¿Quieres beber algo?
Ella hizo un gesto afirmativo. La mujer le dio un vaso con zumo de manzana. La mano le tembló al coger la bebida; aún estaba muy débil.
– ¿Qué tal estás?
Aida tragó, dio a entender con la cabeza que se sentía mejor y paseó la mirada por la habitación. Una habitación de hospital, un leve malestar en el brazo derecho, un goteo. Estaba desnuda.
– Mucho mejor, gracias.
La mujer se levantó del taburete y se inclinó sobre ella.
– Me llamo Mia -se presentó la mujer-. Voy a ayudarte. Vamos a salir de aquí esta misma noche, de modo que intenta descansar todo lo que puedas. ¿Quieres comer algo, tienes hambre?
Aida negó con la cabeza.
– ¿Qué es esto? -preguntó agitando el brazo derecho.
– Antibióticos por vía intravenosa -respondió Mia-. Tenías una neumonía doble muy fuerte. Debes continuar con los antibióticos durante diez días.
Aida cerró los ojos y se frotó la frente con la mano izquierda.
– ¿Dónde estoy?
– En un hospital, lejos de Estocolmo. Mi marido y yo te trajimos aquí.
– ¿Estoy segura aquí?
– Completamente. Los médicos que te tratan son viejos amigos míos. No estás registrada en ningún lado, y tu informe nos lo llevaremos con nosotros cuando salgamos de aquí. El que te persigue nunca podrá encontrarte.
Ella miró hacia arriba.
– De modo que… ¿lo sabe?
– Rebecka me lo ha contado todo -dijo Mia y se inclinó nuevamente sobre ella-. Aida -susurró-, no te fíes de Rebecka.