Tercera parte DICIEMBRE

La vergüenza es el mayor tabú

Podemos hablar de todo, excepto de lo que más nos avergüenza. Otros sentimientos, incluso los más difíciles, pueden compartirse con otras personas y sacarse a la luz, pero no la vergüenza. Eso forma parte de su naturaleza. La vergüenza es nuestro secreto más oscuro y profundo, y el hecho de que sea un secreto constituye una forma de castigo.

Para la vergüenza no hay perdón. Todo lo demás puede perdonarse: la violencia, el mal, la injusticia, la culpa, pero para el delito más abyecto no hay absolución. A la vergüenza no se le ha concedido ese privilegio.

En mi caso coinciden la culpa y la vergüenza. Suelen ir de la mano, aunque no tiene por qué ser así. Mi punto débil fue la traición. Todo lo que he hecho en los últimos años no ha sido otra cosa que expiar mi cobardía. En ese sentido, la vergüenza es una energía creativa: impulsa a la acción e invita a la revancha.

Soy incapaz de resolver mi vergüenza. Me destruye, del mismo modo que la violencia. No crece, no mengua, es como un cáncer en lo más profundo de mi conciencia.

Aguardando el momento oportuno.

Corroyéndome.

Lunes, 3 de diciembre

El hombre vestido de negro saltó al andén del ferrocarril sin hacer ruido. Flexionó las rodillas con el impacto, amortiguando en parte el sonido, y las suelas de goma de sus zapatos se ocuparon del resto. Soltó el aire y miró a su alrededor; era el único pasajero que se había bajado del tren. Se giró rápidamente y cerró la puerta; su marcha debía pasar desapercibida.

El aire era fresco, frío. Una sensación de triunfo empezó a correrle por las venas.

Ratko había vuelto a Suecia. Todo había salido exactamente como él había planeado. Lo único que se necesitaba era empuje, voluntad y ningún compromiso. Ellos creían que le tenían, que le dominaban.

Y una mierda.

El maquinista abrió una puerta más adelante. Ratko se alejó silenciosamente y con relativa rapidez hacia el edificio de la estación, como si fuera un caminante nocturno más por la estación de trenes de Nässjö, un alma inquieta.

Echó una mirada al reloj, 03.48, el tren había llegado casi puntual.

Al tiempo que daba la vuelta al edificio del ferrocarril, miró por encima del hombro: el maquinista estaba parado de espaldas a él y no había reparado en su presencia. ¿Por qué iba a hacerlo?

Se volvió hacia la ciudad dormida. Mientras tanto, se suponía que el ciudadano noruego Runar Aakre seguía cómodamente dormido en su litera del coche cama rumbo a Estocolmo.

Bajó por la explanada; había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo allí. De pronto sintió una cierta inquietud, ¿y si algo había salido mal? Sería mejor no darlo todo por sentado. Podría haber sucedido cualquier cosa con el coche, podrían haberlo robado, o haberse congelado, o agotado la batería. Lo que me faltaba, ser agorero, pensó Ratko, irritado.

Cruzó Stortorget, la plaza mayor, ya helada. Iba a ser una larga y fría caminata.

Había varias bicicletas aparcadas fuera de la Casa de Cultura de Rådhusgatan. Rápidamente, eligió una de mujer que no tenía candado.

Tendría aún más frío, pero durante menos tiempo. Pedaleó deprisa hacia el norte, hacia Jönköpingsvägen.

Hacía un tiempo espantoso: el viento de cara, carreteras resbaladizas, oscuridad. Había empezado a jadear.

Enseguida, pensó, llegaré enseguida.

El viaje le había pasado factura. El pasaporte falso le quemaba en el bolsillo. En cada control fronterizo se había sentido nervioso, casi desquiciado. Él sabía el motivo.

Ratko ya no tenía el control. El poder le había sido arrebatado. Le permitían mantener el club nocturno, pero el resto de los privilegios los había perdido. Eso se notaba enseguida en una ciudad como Belgrado. Desapareció el respeto, su mujer había pedido el divorcio. Ni siquiera su reputación como héroe de guerra ayudaba: para la gente él ya no era el de antes, no se había hecho cargo de su responsabilidad en Kosovo, porque según sus superiores fue él quien arruinó un negocio de cincuenta millones. Los trabajadores de la fábrica de cigarrillos falsos se quedaron sin sueldo. Toda la organización se complicó. Después del error, de su error, todos estaban obligados a trabajar el doble para reponerse de las pérdidas. ¿Cómo podían compararse diez años de esfuerzos con eso?

Siguió pedaleando. Demonios, qué empinado, lo había olvidado, empinado, húmedo y un auténtico infierno.

Esperaban que Ratko se retirase, que la amenaza del tribunal de La Haya le obligara a meterse en una cueva mugrienta de los suburbios de la que sólo saldría para ir a ver el fútbol una vez a la semana, follarse a algunas chavalas y beber Slivo el resto de su vida. Y una mierda.

Ahora trabajaba por cuenta propia, era su propio patrón. Haría lo que le diera la real gana.

Ella ya podía quedarse allí sentada y pudrirse, la muy puta de su mujer, y pensar en quién sería el mierda que le pagaría la ropa y la bebida en el futuro. El viaje de vuelta a Belgrado un mes antes había salido bien. Nadie había puesto en duda su pasaporte y los colegas le habían esperado en Sofía, tal como estaba planeado. El viaje en coche hasta Belgrado fue tan tedioso como siempre, pero con el Slivo se hizo más rápido. Todos estaban bastante borrachos cuando llegaron, nadie se acordó de cogerle el pasaporte falso.

Después de eso, a Ratko le abandonaron en el frío. Sus superiores ya no se pusieron en contacto con él. Si deseaba tener algún guardaespaldas, tenía que pagárselo de su propio bolsillo.

La amargura le reconcomía y pedaleó con más furia.

Eran unos peleles, pensó, no entendían lo que era operar sobre el terreno. No sabían sobrevivir en territorio enemigo.

Una cuesta abajo. Se relajó y una vez más se sintió invulnerable, al hacer frente al viento cortante.

¡Cómo los había engañado! Simplemente se largó sin que se enteraran. Nadie sabía dónde estaba; se había esfumado.

Runar Aakre, ese empleado de la Cruz Roja, había alquilado un coche en Belgrado para viajar hasta Hungría, y en la frontera había explicado en inglés que tenía que salir para arreglar algunos asuntos en Szeged y que sólo estaría fuera una hora más o menos. Tenía todos los papeles en regla, tarjeta verde, seguro internacional. Los oficiales de la aduana le examinaron, alumbrando con las linternas a través de las ventanillas del coche. En el asiento de al lado, había un ejemplar del Verdens Gang, el diario vespertino noruego, de hacía veinticinco días, pero el oficial de aduanas no se dio cuenta. Sabiendo que le sería útil, Ratko lo había llevado consigo desde el aeropuerto de las afueras de Oslo.

Lo dejaron pasar.

Por supuesto, no se detuvo en Szeged, sino que siguió hasta Budapest. Allí durmió varias horas en el asiento trasero, antes de dejar el coche en el aparcamiento de una tienda de muebles.

Los pasajes le esperaban en un apartado de correos del centro de la ciudad. Los había encargado por teléfono desde un bar, los pagó con una tarjeta de crédito limpia y dio el apartado como destinatario. Ya lo había hecho antes.

El viento cambió de dirección, creció en fuerza y le azotaba de costado. Las ruedas patinaban en la nieve embarrada y Ratko gruñó. En fin, se tomaría el frío con calma. Muy pronto estaría a resguardo, para siempre. Sus nuevos negocios se realizarían en algún lugar donde no hubiera caído nieve ni una sola vez. Sólo tenía que atar algunos cabos, la financiación, los clientes, los colaboradores.

Desde luego, había sido idiota al salir de Serbia cuando el tribunal de La Haya le pisaba los talones. Nadie creyó que lo haría, todos esperaban que se pudriera en su madriguera de los suburbios. Pero aún era posible viajar por Europa occidental sin llamar la atención, siempre que se tomaran los trenes expresos locales. Intentarlo desde el antiguo bloque oriental era impensable, pero los trenes que utilizaban los hombres de negocios con destino a las grandes capitales occidentales apenas paraban en los controles de frontera. Estaba dando un rodeo, pero era necesario. Tenía que llegar a Suecia y encontrar a su contacto del este.

El viaje en tren había sido exasperante pero sin incidentes: Viena, Múnich, Hamburgo, Copenhague. Había bajado en Limhamn la noche anterior junto con cuatrocientos suecos que volvían a sus casas, todos con carros llenos de cerveza. Él mismo había cargado una caja para mezclarse con la multitud. Y había cantado junto con un apestoso borracho de Trelleborg mientras pasaban el control aduanero.

El tren nocturno hacia Estocolmo salía a las 10.07, exactamente. Había dormido como un lirón hasta llegar a la ciudad, a las 12.30.

Pasó por Äng pedaleando rápida y silenciosamente, para no ser visto. Toda la ciudad dormía.

Entonces giró a la derecha y desapareció en el bosque, cuesta arriba. Los troncos de los árboles le escondían, le hacían invisible. El camino estaba fatal, difícil, casi intransitable para circular en bicicleta, y como consecuencia de ello se cayó dos veces. Al fin, el camino giró a la izquierda. Se detuvo y notó lo extenuado que estaba. Las piernas le temblaban de cansancio, las manos mostraban signos de congelamiento y advirtió que moqueaba. Descansó un momento, se inclinó sobre la bicicleta, jadeaba. Luego arrojó la bicicleta entre los árboles, Púdrete, puñetera, y caminó por la endurecida costra de nieve hasta el garaje.

Allí estaba el porche, de ese color teja tan típicamente sueco. Se le aceleró el pulso. ¿Y si fallaba algo y todo se iba al carajo?, ¿qué haría entonces?

Con dedos temblorosos, Ratko palpó en la pared posterior del garaje, pensando por un momento que había desaparecido, notando cómo el pánico le crecía por dentro, pero la halló. La llave estaba donde la había dejado.

Se tambaleó hasta la parte delantera del garaje, giró la llave y empujó la puerta; tuvo que presionar con el hombro para empujar la fina capa de nieve. Se quedó allí mirando el viejo coche, un vulgar montón de chatarra, un Fiat Uno de dos puertas, de 1987. Sacó la estampilla de impuestos que había quitado de la matrícula de un camión en Malmö. No cuadraba con el número de la matrícula, pero nadie se daría cuenta a menos que miraran atentamente. Lo aseguró con dos vueltas de la cinta adhesiva que llevaba en el bolsillo.

Ahora sí, ya estaba listo.

Dio una vuelta alrededor del coche, tanteó en la parte de arriba de la rueda derecha y encontró las llaves del vehículo. Lo abrió, ocupó su lugar al volante y giró la llave de contacto.

El motor se encendió, petardeó, tosió y se apagó.

Tragó saliva.

Una vez más: petardeo, sacudida y ahora sí se puso en marcha. Aliviado, soltó el aliento y se dio cuenta de que tenía la frente perlada de sudor a pesar del frío. Volvió a encenderlo varias veces, con el coche aún en el garaje, para que el motor se calentara y el aceite fluyera libremente.

Mientras el vehículo iba descongelándose, se inclinó despacio hacia delante, abrió la guantera y buscó la pequeña llave de latón. También estaba allí.

Cerró los ojos y descansó, mientras la confianza irradiaba por todo su cuerpo.

El dinero estaba a salvo. Se hallaba en una caja de seguridad en el sótano de las oficinas del Skandinaviska Enskilda Banken, en la parte vieja de Estocolmo. Nunca había tenido la intención de utilizar ese caudal para sí mismo, sino que estaba destinado a cubrir los gastos imprevistos en el negocio de los cigarrillos, pero la culpa era de ellos. Ellos le habían enviado al congelador y ahora tendrían que pagar por ese motivo.

Ratko no entendía por qué lo habían dejado en la estacada. De acuerdo, la dichosa carga valía un montón de dinero, pero eso no explicaba por qué sus superiores le volvieron la espalda. Ni siquiera el hecho de que le buscara un tribunal de guerra tendría repercusiones semejantes. Serbia estaba llena de sospechosos de crímenes de guerra que aún eran muy respetados.

Había algo más. No era capaz de identificarlo. Quizá alguien sin escrúpulos quiso deshacerse de él, algún pez bien gordo, alguien que quería quedarse con su poder y su autoridad.

Nunca podrán ocupar mi lugar, pensó. Nadie tiene mi experiencia ni mis contactos.

Pisó el acelerador y volvió a revolucionar el motor. El coche empezaba a entrar en calor.

Además del dinero, Ratko tenía algunos negocios pendientes en Estocolmo. El cargamento ya no existía, pero él no tenía por costumbre dejar cabos sueltos.

Despacio, dejó que el coche rodara hacia la noche.


Las estrellas de Adviento colgaban torcidas en la ventana del apartamento de la compañía. El pasado viernes, una mujer de la empresa de construcción había ido ahí para decorar el lugar y las había puesto allí. Annika las miraba: estrellas de paja que se bamboleaban un poco con el calor que ascendía de los radiadores. Le sorprendía la capacidad de la gente para ocuparse de cosas pequeñas y sin mayor sentido, como perder tiempo y energía en los adornos de Navidad.

Volvió a la cama y se quedó mirando la pared, concentrada en el dibujo que se adivinaba detrás de la fina capa de pintura, medallones violeta. El edificio del patio estaba vacío; sólo el aficionado al rock duro seguía en el piso de abajo. Cerró los ojos y escuchó cómo retumbaban los sonidos graves.

Esto no puede ser, pensó. No puedo vivir así.

Se quedó boca arriba y se puso a mirar al techo, observó cómo se movían las telarañas con la corriente que entraba por la ventana rota de la sala de estar. Siguió las grietas, interrumpidas e irregulares, con la mirada. Encontró la mariposa, el coche, el cráneo. Empezó a zumbarle el tono de la soledad en el oído izquierdo; se puso de lado otra vez, con la almohada en la cabeza, pero no dejaba de oírlo. Ya nunca podría esconderse. Volvió la desesperación, haciendo que el cuerpo se le encogiera. Echó la cabeza hacia atrás y oyó el sonido, su propio sonido, su llanto descontrolado. Lo reconoció y no se asustó, dejó que la atravesara, a sabiendas de que tendría fin, dado que su cuerpo no podría soportarlo eternamente.

Poco después se sentía agotada y sedienta, dolorida por el esfuerzo. El dolor en la espalda empeoraba; nunca se le había quitado del todo. Sentía una vaga tensión en el estómago. Se quedó quieta un rato, jadeando, apesadumbrada; dejó que las lágrimas se le secaran en las mejillas.

Me pregunto qué pensarán mis vecinos. Tal vez crean que estoy volviéndome loca.

Se levantó, algo mareada, y se dirigió a la cocina apoyándose en las paredes. Las estrellas de paja se bamboleaban. El grifo goteaba. El frigorífico estaba vacío.

Se sentó a la mesa de la cocina, se dejó caer con los brazos contra la tabla fría de la mesa, la cabeza entre las manos, mirando fijamente el candelabro de latón de la abuela. Se lo regalaron a Sofia Katarina y Arvid cuando se casaron, y había estado sobre el aparador en Lyckebo desde entonces.

Annika cerró los ojos. La abuela ya no estaba. Ella apenas recordaba el funeral, sólo la desesperación, el llanto, el desamparo. Había habido mucha gente, muchos ojos expectantes, susurros y miradas de reproche.

Polvo somos y en polvo nos convertiremos…

Se levantó y se fue al sofá de la sala de estar. Salió una nube de polvo cuando se sentó. Miró el teléfono. Birgitta había llamado después del funeral y le había preguntado por qué había sido tan mala con su madre.

¿Es que nunca estaréis satisfechas?, le había gritado Annika. ¿Cuándo vais a dejarme en paz? ¿Qué castigo tengo que sufrir por el hecho de que me quisiera? ¿Cuándo estaréis satisfechas? ¿Cuando me muera?

– Estás como una cabra -dijo Birgitta-. La gente tiene razón. Pobre de ti.

La abuela no tenía gran cosa, pero, como era de esperar, su familia riñó por sus posesiones. Annika había pedido el candelabro de latón, lo demás no le importaba.

Subió las piernas sobre el sofá; se mecía y se mecía. La bolsa del supermercado que cubría una ventana se inflaba y se hundía, se inflaba y se hundía.

Thomas no había llamado. Ni una sola vez. Aquella noche no había existido, el sentimiento embriagador sólo había sido el recuerdo de un sueño. Lloró quedamente por el amor que nunca llegó a despegar; se mecía y se mecía. El lunes 5 de noviembre era su día, su noche, la que se había desvanecido. Hacía de eso veintiocho días, había envejecido todo un mes; veintisiete días habían pasado desde que su abuela murió, dejándola veintisiete años más sola. Se preguntó durante cuánto tiempo contaría los días que siguieron a su desamparo: un año, dos años, siete años.

A Annika no se le iba el dolor de estómago y la espalda nunca había dejado de molestarla. Dejó de mecerse y se quedó mirando la mesa. El apartamento se la había tragado; llevaba allí las últimas cuatro semanas, sola la mayor parte del tiempo. La doctora del Katrineholm le había dado la baja por lo que quedaba de año. Anne Snapphane fue a verla varias veces a la semana, con comida, un vídeo y el estéreo portátil.

– Es de la empresa de producción -aclaró-. Lo he cogido prestado por un tiempo.

El silencio y el vacío tuvieron que competir con las películas de vídeo alquiladas y la música de Jim Steinman y Andrew Lloyd-Webber.

Le habría gustado tenerlo. Lo había tenido aquella única noche de hacía veintiocho días, una noche que pronto no podría recordar.

Un pinchazo en el vientre; una sensación conocida: era el periodo. Gruñó y fue al dormitorio a buscar una compresa.

El paquete estaba vacío. Se quedó parada con la bolsa de plástico rota en la mano y trató de recordar si tenía más en alguna parte.

Fue al vestíbulo y hurgó en su bolso. Las fundas de las compresas se habían soltado y éstas estaban llenas de pelusa. Abrumada por el mareo, se sentó en el suelo con ganas de vomitar y se miró las bragas.

Nada. Ni rastro del periodo.

Hacía veintiocho días.

Dio un grito ahogado, de repente cayó en la cuenta de algo alarmante y sacó la agenda; hoy era el día de Oskar y Ossian, la luna estaba en cuarto menguante, este año la Nochebuena caía en lunes.

Contaba, pensaba; ¿cuándo fue la última vez? ¿Pudo ser el fin del semana de alrededor del 20 o 21 de octubre? No se acordaba.

¿Y si…?

El pensamiento cuajó. Annika se quedó mirando su agenda, llevándose inconscientemente una mano al estómago, dejándola justo debajo del ombligo.

No podía ser.


– ¿Tienes un minuto?

Anders Schyman levantó la vista; Sjölander y Berit Hamrin estaban en la puerta. Él les señaló las sillas que rodeaban su mesa.

– Estamos listos para publicar la noticia sobre la Fundación Paraíso -dijo el redactor de sucesos-. Berit ha dado el toque final a los borradores de Annika Bengtzon. Desde luego, es un chanchullo de narices.

Andres Schyman se echó hacia atrás, Berit Hamrin puso una pila de papeles encima del escritorio.

– Aquí están los artículos -dijo la mujer-. Puedes leerlos después. No menciono a la directora, Rebecka Björkstig, por su nombre. Sjölander quiere que la incluya con nombre y foto, pero esa discusión pienso que es mejor dejarla para después de haberlo aclarado contigo.

El redactor jefe adjunto esperó mientras ella acomodaba los artículos en diferentes montones.

– Para empezar, tenemos la historia principal -dijo ella-. Los datos que Annika averiguó parecen coincidir de cabo a rabo. Las autoridades en Nacka y Österåker se mostraron un poco reacias, pero cuando el funcionario de Vaxholm reveló lo que le había sucedido se avinieron a hablar.

Berit cogió el primer artículo y le echó una ojeada.

– Para el primer día de publicación -dijo ella-. Descubrimiento de la Fundación Paraíso, la versión de Rebecka, y un resumen de las mentiras y los hechos.

– ¿A quiénes citamos? -preguntó Schyman.

– Sobre todo al funcionario de Vaxholm, un contable de los Servicios Sociales, un tipo verdaderamente encantador. Se llama Thomas Samuelsson. Puede decirse que él es el héroe de la historia. Le atacaron cuando trató de discutir una factura con Rebecka.

– Sí -respondió el redactor jefe-, Annika me lo contó. ¿Denunció el incidente a la policía?

– En efecto. Después tenemos a los otros burócratas; ellos quieren quedar en el anonimato pero confirman que la Fundación Paraíso no es más que una pantalla.

– ¿Cuánto han pagado?

– Uno desembolsó 955.500 coronas, el otro 1.274.000, repartido en un par de facturas. Vaxholm se negó a pagar, puesto que su cliente ya estaba muerto cuando llegó la factura.

El redactor jefe silbó.

– Ya conoces el resto de la historia -dijo Berit-. Es esta parte la que nos preocupa.

Berit cogió otro artículo.

– Rebecka Björkstig puede ser culpable de urdir un asesinato -dijo.

Schyman se quedó boquiabierto.

– ¡Pero qué demonios! -exclamó.

Berit le pasó el artículo.

– ¿Te acuerdas de la mujer a la que asesinaron en Sergelstorg hace como un mes? Ella era clienta de Paraíso.

– ¡No fastidies! -dijo Schyman.

La periodista suspiró.

– La mujer en cuestión, Aida Begovic, amenazó con descubrir toda la estafa de Björkstig. Rebecka la amenazó de muerte. No era nada fuera de lo común. Ya había hecho afirmaciones de ese calibre en varias ocasiones. Todas las mujeres que acudieron a la fundación se dieron cuenta enseguida de que no recibirían la menor ayuda. Naturalmente, muchas se disgustaron y los clientes de Österåker y Nacka estaban dispuestos a informar del engaño a los Servicios Sociales.

– ¿Cómo fueron a parar a Paraíso? -preguntó Schyman.

– En esos dos casos en particular las mujeres acosadas se reunieron con Rebecka acompañadas de algún representante de los Servicios Sociales. A todos les contó la misma historia fantástica y, curiosamente, todos se la tragaron. Cuando la primera factura se pagó, a las clientas se les permitió acudir a la casa de Järfälla, propiedad de Paraíso. Allí Rebecka se hizo cargo de todos los documentos, los revisó y comprobó que estaban todos los datos pertinentes, y a continuación las despachó.

– ¿A los clientes?

Berit asintió, con los labios apretados.

– Una de las clientes era una madre de dos hijos; la otra una madre de tres hijos. Rebecka las amenazó: conozco a quienes os persiguen, si contáis una sola palabra a las autoridades, yo les diré a tus perseguidores dónde pueden encontraros.

– ¡Santo Dios! -exclamó Schyman.

– Y Aida murió -añadió Sjölander-. Hay un testigo que afirma haber visto cómo Rebecka la amenazó, y al día siguiente ya estaba muerta.

– ¿Qué dice la policía?

Berit cogió un tercer artículo.

– Acabo de hablar con ella. La brigada anticorrupción lleva un tiempo buscando a Rebecka, pero esta nueva información supone que existen más cargos contra ella, y de naturaleza más grave. A la policía le gustaría detenerla ya, así que tenemos que publicar estos artículos lo antes posible.

– De acuerdo -dijo Schyman-. El primer día lo dedicaremos a la historia de la organización, el chanchullo y las amenazas. ¿Qué tenemos para el segundo día?

Berit hojeó sus notas.

– Los relatos de las víctimas. Annika escribió la historia principal antes de enfermar. Una de las mujeres se llama Maria Eriksson. Tengo los otros dos casos y sus historias. Además, tendremos que estar preparados para recibir más relatos una vez que se publique la historia.

Schyman tomaba notas.

– Bien, estaremos listos. ¿Día tres?

– Las reacciones -dijo Berit-. Tengo unas cuantas preparadas: de un profesor de derecho penal, de un profesor asociado experto en psicología social, de la presidenta de la Organización Nacional de Alojamientos para Mujeres. Para entonces, espero que la policía también quiera hacer declaraciones, y quizá incluso el ministro de Sanidad y Bienestar Social, y el ministro de Justicia. Quizá podamos contar con denuncias de otras comunidades.

– ¿Cómo justifica esa mujer, Björkstig, todo esto? -preguntó Anders Schyman.

– Rebecka Björstig asegura que todas esas informaciones son una difamación contra su persona, puras injurias. No entiende quién quiere hacerle tanto daño. Su organización no está del todo desarrollada, y sostener que ella ha amenazado a alguien es una mentira.

– Algo que podemos refutar completamente -dijo Schyman-. ¿Amenaza con demandarnos por libelo si publicamos esa información?

La periodista suspiró.

– Por supuesto. Mencionó la cifra de treinta millones de coronas por daños y perjuicios.

Anders Schyman sonrió.

– No puede demandarnos si no publicamos ni su nombre ni su foto. Si no se la señala, no podrán criticar nuestra ética periodística.

– Yo opino que deberíamos publicar el nombre y la foto -dijo Sjölander-. No estaría mal que probara en sus carnes lo que es estar en un aprieto.

Schyman le dirigió al redactor de sucesos una mirada neutra.

– ¿Desde cuándo este periódico es un instrumento de castigo? -preguntó-. Rebecka Björkstig no es una celebridad ni un personaje público. Naturalmente, describiremos sus actividades y cómo cambió de identidad en numerosas ocasiones, y referiremos sus turbios negocios y sus amenazas. Pero revelar su nombre no mejora la historia en este momento.

– Es una cobardía no publicar todo lo que tenemos -dijo Sjölander-. ¿Por qué vamos a ser considerados con semejante arpía?

Anders Schyman se inclinó hacia delante.

– Porque nosotros fomentamos la verdad -explicó-. No nos dedicamos a machacar delincuentes. Porque tenemos una responsabilidad ética, porque se nos ha dado el poder y la autoridad de definir la realidad de nuestra sociedad. No vamos a utilizar nuestro poder para destruir a nadie, da igual que se trate de políticos, criminales o famosos. Salir en los periódicos no es lo mismo que poner a alguien en un aprieto.

A Sjölander se le sonrojaron un poco las mejillas. Pero Anders Schyman estaba seguro de que se le pasaría. Sjölander ya sabía lo que era tragarse el orgullo.

– De acuerdo -dijo-. Eres tú quien decide.

El redactor jefe adjunto se echó para atrás de nuevo.

– No, es Torstensson.

Los tres se miraron y acto seguido rompieron a reír. Torstensson, qué risa.

– ¿Algo más? -preguntó Schyman.

– Está todo muy tranquilo -dijo Sjölander, suspirando-. Demasiado tranquilo. Hace tiempo que no pasa nada. Estamos considerando la posibilidad de un artículo de fondo sobre el asesinato de Palme otra vez; Nils Langeby tiene nuevas pistas.

Al redactor jefe adjunto se le formó una arruga en el entrecejo.

– Ojo con las pistas de Langeby, no me fío mucho de sus fuentes. ¿Alguna cosa nueva sobre la relación de la mafia serbia con los crímenes del Frihamnen?

Sjölander suspiró.

– Ha quedado en nada. El tipo del que sospechaban, Ratko, parece haber abandonado el país.

– ¿Lo hizo él?

El redactor de sucesos se removió en la silla, dudó y recordó sus acusaciones anteriores.

– Quizá no -respondió-. Ratko nunca ha sido condenado por homicidio, pero es un tipo repugnante. Robos de banco, amenazas, maltrato y, desde luego, es un matón. Su especialidad era meter miedo a la gente, hacerla hablar. Por lo general, les soltaba la lengua metiéndoles el cañón de una ametralladora en la boca.

– Además de sus crímenes de guerra -recordó Berit.

– Tiene que haberle resultado difícil moverse de un país a otro -dijo Anders Schyman.

El Tribunal de guerra de La Haya dictaba una orden de arresto contra él hacia el mediodía del martes 6 de noviembre. A Ratko se le acusaba de crímenes de guerra cometidos en las primeras etapas del conflicto de Bosnia.

– Probablemente, ande emborrachándose en cualquier suburbio de Belgrado -dijo Sjölander.

Schyman suspiró.

– ¿Y la mujer bosnia que asesinaron en el centro de la ciudad? ¿Sabe alguien quién la mató?

Berit y Sjölander negaron con la cabeza.

– La entierran mañana -dijo Berit-. Una historia terrible.

– Vale -dijo Schyman-. Revisaré los artículos y, si no os llamo, se publican tal cual.

Los redactores de sucesos se levantaron y salieron de la habitación.


Annika pasó las hojas de una revista para padres de hacía dos años. Había leído tres números de Amelia, una revista de mujeres, dos folletos sobre el sida y el diario gratuito Metro. No tenía ganas de irse a casa; no podía estar sola. Le había dicho al personal que prefería sentarse en la sala de espera hasta que llegara la respuesta. La matrona encargada le lanzó una extraña mirada, pero no protestó.

El tiempo se había transformado en algo incidental. Annika se limitaba a ser una espectadora. No podía imaginarse cómo iba a reaccionar.

Una vez creyó estar embarazada de Sven. Fue hacia el final de su relación, cuando ella buscaba la forma de terminar. Estuvo muy preocupada, un hijo habría sido desastroso. El test había dado negativo, pero no se sintió aliviada. Aún hoy no entendía por qué se había sentido desilusionada y vacía.

– ¿Annika Bengtzon?

El pulso se le aceleró, el corazón le dio un vuelco y tragó saliva. Se puso de pie y siguió a la persona de blanco hasta el mostrador en el interior de la clínica prenatal.

– El resultado es positivo -dijo la mujer en voz baja y lentamente-. Eso significa que está embarazada. ¿Cuándo tuvo la última menstruación?

Todo le daba vueltas en la cabeza: Embarazada, esperando un hijo, por Dios, un hijo…

– No estoy segura, el 20 de octubre creo.

Tenía la boca seca.

La matrona giró una rueda de cartón.

– Eso significa que está en la semana séptima. Se cuenta desde el primer día desde la última menstruación. Por lo tanto es muy temprano todavía, ¿va a llevar el embarazo adelante?

El suelo se movió bajo sus pies, se agarró al mostrador.

– No… lo sé.

Tragó saliva.

– Si se decide a interrumpir el embarazo es mejor hacerlo lo antes posible. Si desea tener al bebé, le prepararemos una cita. La primera revisión prenatal lleva poco más de una hora. Esa matrona seguirá luego su embarazo. ¿Vive en Kungsholmen?

– ¿Estás segura? -preguntó Annika-. ¿Estoy embarazada? ¿No puede haber algún error?

La mujer sonrió.

– Está embarazada -dijo-. Definitivamente embarazada.

Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. El dolor de espalda se había intensificado. ¿Y si tenía un aborto?

– El aborto espontáneo -dijo, volviéndose otra vez hacia el mostrador-, ¿es algo frecuente?

– Bastante -dijo la matrona-. El riesgo es grande hasta la semana doce. De todo eso hablaremos en la primera visita, si quiere seguir el embarazo. Llámenos para contarnos qué quiere hacer.

Fue hasta las escaleras, bajó la amplia y enorme escalinata del viejo hospital Serafimer, su centro de salud, su médico, el lugar adonde acudiría al pediatra para sus hijos.

Sus hijos.

Cada vez que bajaba un escalón sentía un tirón en el estómago.

No dejes que tenga un aborto. No dejes que le ocurra nada a mi niño.

Sollozó. Oh, Dios mío, voy a tener un hijo, Thomas y yo vamos tener un hijo. La alegría le crecía de dentro y se extendía por todo su cuerpo. ¡Un hijo! ¡Un bebé, una razón para vivir!

Caminó hasta la pared, se inclinó contra ella y lloró, un llanto de alivio, suave y luminoso.

Un hijo, su pequeño hijo.

Atardecía cuando salió; no había habido mucha luz durante el día. Nubes como grises barriles surcaban los cielos. Pronto empezaría a nevar. Caminaría a casa con cuidado: no podía resbalar, no podía hacerle daño al niño.

En su apartamento hacía bastante frío. Encendió todas las lámparas y se sentó en el sofá con el teléfono en el regazo.

Realmente tenía que llamar a Thomas antes de que saliera del trabajo. No quería oír la voz de Eleonor otra vez. El pulso le martilleaba. ¿Qué demonios iba a decirle?

Estoy embarazada.

Vamos a tener un hijo.

Vas a ser papá.

Cerró los ojos, respiró hondo, trató de que el corazón se le calmara y marcó el número.

Su voz era espesa cuando preguntó al recepcionista que le pasara con él. El zumbido de la cabeza se acrecentó; las manos le temblaban.

– Thomas Samuelsson -contestó él.

No podía respirar, no podía hablar.

– Hola -dijo él, irritado.

Tragó saliva.

– Hola -dijo ella, con la voz más pequeña del mundo-. Soy yo.

El corazón se le desbocaba, apenas podía respirar, no había respuesta al otro lado.

– Annika Bengtzon -dijo ella-. Soy yo, Annika.

– No llames aquí -dijo él con voz cortante, ahogada.

Ella sollozó.

– ¿Qué quieres decir?

– Por favor, déjame en paz. No me llames aquí nunca más, hazme el favor.

El clic resonó en su cabeza, la conversación se acabó, se oyó el vacío de la línea, que llenó todo su cuerpo.

Annika colgó el auricular, las manos le temblaban tanto que no podía acertar con el soporte, tenía las palmas completamente húmedas, y empezó a llorar. Oh, Dios, él no la quería, él no quería a su hijo, oh, por favor, ayúdame, Dios mío…

El teléfono sonó en sus rodillas, el asombro la alivió. Él llamaba, de todos modos. Él la llamaba.

Tomó el auricular.

– ¿Annika? Hola, soy Berit, del periódico. Sólo quería contarte que mañana vamos a publicar lo que nos relataste sobre Paraíso… Pero ¿qué pasa?

Ella lloraba con el aparato en la mano, aullaba.

– Pero, cariño -dijo Berit asustada-, ¿qué ha pasado?

Respiró hondo, se obligó a contener el llanto.

– Nada -dijo, y se secó los mocos con el dorso de la mano-. Estoy triste, solamente. Perdóname.

– No pidas perdón, sé lo que querías a tu abuela. Sólo quería decirte que vamos a publicar los artículos ya.

Annika se puso la mano sobre la nariz y la boca, ahogó el llanto.

– Qué bien -consiguió a decir-, qué estupendo.

– Lo peor es lo que le pasó a Aida. Mañana es su funeral -dijo Berit-. No tenía familia, nadie reclamó su cuerpo, va a ser una corta ceremonia en el cementerio del Norte.

– Perdóname, Berit, pero tengo que cortar -dijo Annika.

– Oye -le dijo su colega-, ¿qué es lo que pasa contigo realmente? ¿Necesitas ayuda?

– No -susurró Annika-, no pasa nada.

– ¿Prometes que me llamarás si necesitas ayuda?

– Por supuesto -respiró ella.

Dejó el auricular, pesado y caliente, en su sitio.

No me quiere. No quiere a nuestro hijo.


No había un solo lugar para aparcar en toda la isla de Kungsholmen. Thomas había conducido en círculos durante veinte minutos y no había encontrado nada. No importaba. En realidad no tenía nada que hacer allí, sólo estaba dando una vuelta: Scheelegatan, a la derecha por Hantverkargatan, despacio al pasar por la puerta 32, colina arriba, giro en Bergsgatan, delante de la comisaría de Policía, abajo por Kungsholmsgatan y vuelta a empezar.

Había hecho bien; era lo único decente. Eleonor era su mujer, él mantenía sus promesas, la confianza; era una persona responsable. Sin embargo, su voz al teléfono hoy lo había alterado. Había perdido la noción; reaccionó de un modo que no hubiera imaginado, tan tangible, tan duro. No tenía sentido seguir trabajando. Había huido del ayuntamiento, había correteado hasta el agua; soplaba el viento; empezaba a nevar; había oído su voz; recordado su cuerpo, oh, Dios, ¿qué había hecho? ¿Por qué la memoria era tan implacable, tan presente?

Había estado allí fuera al viento hasta tener el pelo y el abrigo empapados por el aire del mar y la nieve, con aquella pequeña y triste voz en la cabeza. Después había subido lentamente hasta su casa vacía. Eleonor tenía su curso de liderazgo. Así que cogió el coche y se fue a Estocolmo. No pensaba en lo que hacía, no quería pensar, sólo conducir.

Comer algo, se dijo Thomas a sí mismo, parar en un restaurante, tomar una cerveza y leer los periódicos.

Un restaurante de Kungsholmen.

No iba a llamarla. Se mantendría firme. Solo quería ver lo que podría ser, lo que esa vida podría haber sido, la clase de gente a la que vería, el tipo de comida que comería.

Lo que le había hecho a Eleonor era imperdonable. La vergüenza le había ardido en el rostro durante la primera semana; se había obligado a sí mismo a parecer normal, a actuar de manera normal y a hacer el amor como siempre. Eleanor no había notado nada diferente, ¿o sí?

Al principio soñaba con Annika, pero el recuerdo de ella fue desapareciendo, hasta hoy. Thomas manejaba el volante con una sola mano: ¡mierda!, ¿por qué tuvo que llamar? ¿Por qué no pudo dejarle en paz? Las cosas ya eran bastante difíciles.

De repente sintió ganas de llorar. Apretó los dientes y aceleró, quería encontrar un sitio donde comer. Giró en Agnegatan y aparcó en un cruce, ¿qué más daba?

Cerró el coche, bip-bip. Estaba en el barrio de Annika. Contempló los edificios deteriorados: tendrían que haberlos arreglado hacía años.

A lo mejor estaba en casa. Podría estar arriba, en el apartamento del tercer piso, en aquellas ensoñadoras habitaciones blancas, leyendo un libro o viendo la televisión.

El pensamiento hizo que se le secara la boca y que el pulso se le acelerara.

Una farola iluminaba débilmente el pasaje que llevaba al patio. La puerta estaba abierta, podía entrar, sería tan sencillo. Despacio se dirigió hacia el edificio de su apartamento, vio lo que ella veía todos los días, los grafitis de las paredes, los pedazos de cemento que se caían.

¿Y si aparecía Annika? Thomas se detuvo, ella podría verle. Durante un buen rato se quedó en el pasaje, mirando hacia arriba.

Dos ventanas: las luces estaban encendidas, el cristal superior de la ventana de la derecha cubierto con una bolsa de la compra. Su apartamento. Estaba en casa.

Entonces la vio. Pasó junto a la ventana y cogió algo de la repisa, de la de la izquierda. Por un momento vio su oscura silueta contra la luz de la habitación: su pelo, su cuerpo delgado, sus gráciles manos. Luego se fue y se apagaron las luces.

Quizá estaba a punto de salir.

Thomas se dio la vuelta y volvió a su coche, se metió en él y salió corriendo sin soltar el freno de mano. Se dio cuenta de que tenía el pulso desbocado.

Nunca volvería a ver a Annika.

Martes, 4 de diciembre

Annika evitó mirar los titulares. La portada estaba más amarilla que nunca: voceaba su mensaje, el tamaño de la letra parecía anunciar la inminencia de una guerra mundial. Exclusiva de Kvällspressen: ¡Paraíso peligroso!

Se apuró a pasar, no soportaba mirarlo, se ajustó el abrigo al cuerpo, apretó el monedero, temblaba de frío. Subió corriendo las escaleras hasta Rosetten: el chico de la caja no había tenido tiempo todavía de colocar los periódicos y ella cogió un ejemplar del montón.

La foto de la primera página mostraba a una mujer, probablemente Rebecka, tomada a hurtadillas, con el pelo y la cara manipulados con píxeles para ocultar su identidad. Annika entrecerró los ojos, el clásico truco para aumentar la imagen, pero era imposible identificar a la mujer.

Sopesó el diario en la mano. Era muy liviano, qué poca importancia tenían sus esfuerzos, después de todo. Dobló el periódico y lo puso en el cesto, ya lo leería cuando llegara a casa. Se encaminó hacia la sección de comida, cogió algún yogur, pan de molde, un trozo de queso y algunas salchichas. Pagó, se puso el periódico bajo el brazo y salió. El día estaba despejado y frío; el sol iba camino del horizonte. Se apuró a volver por Hantverkargatan; casi resbala, el corazón le latía a toda prisa. No podía evitarlo: Paraíso era su noticia.

Dejó la bolsa con la compra en el suelo del vestíbulo, sacó el diario y se hundió en el sofá de la sala. Leyó de nuevo los titulares. Remitían a las páginas 6, 7, 8, 9, 10 y 11. El impacto que le produjo le erizó el vello de los brazos: eso era cubrir una noticia.

Pasando rápidamente los editoriales y las páginas de cultura, Annika llegó al primer artículo, en el que se detallaba la organización y la descripción que Rebecka hacía de cómo funcionaba Paraíso. Había más fotos de Rebecka y otras personas, familiares suyos, probablemente. Annika creyó ver la casa de Paraíso de Olovslund al fondo, pero las fotos podían haber sido tomadas en cualquier parte. Leyó los textos concienzudamente, los había escrito Berit, pero basados enteramente en los datos que ella le había proporcionado. Los artículos tenían doble firma, figuraban ella y Berit.

Miró su nombre durante un buen rato, tratando de definir qué era lo que sentía. Orgullo, quizá. Un poco de miedo también: eso tendría consecuencias. Una cierta dosis de distancia; no acababa de asumirlo del todo.

Suspiró, pasó las hojas y soltó un grito ahogado.

Thomas Samuelsson la miraba fijo desde una foto en blanco y negro en la página 8. Había sido tomada en su oficina del Ayuntamiento de Vaxholm: reconoció la estantería del fondo. Él había denunciado la existencia de prácticas ilegales, decía el título. El texto de Berit hacía picadillo las afirmaciones de Rebecka: revelaba las mentiras, las deudas, los cambios de identidad. Thomas Samuelsson aparecía como el héroe que acababa con la organización criminal. Tenía una herida en la frente y el texto aclaraba que el jefe de contabilidad de los Servicios Sociales había sido atacado cuando trataba de detener el chanchullo. Otros representantes de diferentes autoridades hicieron también declaraciones anónimas, confirmando que la actividad de Paraíso era una completa estafa. Ellos habían pagado altas sumas a Rebecka, en total más de dos millones de coronas.

Dejó a un lado el texto, no podía leer con claridad, sólo quería mirar fijo la foto del hombre. Se lo veía serio, decidido. Tenía el pelo hacia delante, la chaqueta abrochada, el nudo de la corbata perfectamente hecho, y una mano descansaba en su escritorio, su cálida y fuerte mano.

Sintió una punzada. Dios, era tan atractivo, casi se había olvidado de cómo era. Las lágrimas se le desbordaron y cayeron en el periódico.

– Vamos a tener un hijo -le susurró a la foto-. Un chico. Yo sé que es un chico, pero tú no nos quieres. Tú quieres tu perfecto nudo de corbata, tu directora de banco y una casa de lujo.

Pasó un dedo por la foto, siguió la línea de su mandíbula, le acarició el pelo.

No puedo tenerlo si tú no lo quieres.

Dejó el diario y lloró desconsoladamente. Cuando ya no pudo más y las lágrimas se le agotaron cogió el teléfono y llamó al hospital. Podía ir esa misma mañana.


Ratko salió con tiempo. Había reconocido la zona a conciencia durante el día anterior, cargando con un rastrillo y simulando encargarse de las tumbas. Nadie había reparado en él, con sus ropas oscuras y anónimas. Su Fiat Uno había quedado aparcado en Banvaktsvägen, cerca de un gran agujero en el alambrado; supuso que los ciclistas lo habían hecho para acortar camino por el cementerio. En el espacio de detrás del asiento trasero del coche había una bolsa deportiva. Se veía el contorno de una raqueta de tenis entre la ropa. Debajo de la ropa escondía el dinero y las armas. Estaba nervioso, inseguro, se sentía un poco ridículo, ¿estaba perdiendo el control?

Fue hasta la entrada principal, junto a Linvärvarvägen. Aquí las piedras de las lápidas eran grandes y viejas, la mayoría de las primeras décadas del siglo XX, de prósperos caballeros rodeados de sus familias. La atmósfera pretendía transmitir quietud y paz; algo difícil con la autopista que tronaba a cincuenta metros. Se apoyó en el rastrillo y examinó los silenciosos alrededores, los cipreses podados, enormes robles con las copas desnudas, pinos retorcidos y vallas de hierro negro. Qué diferencia con los cementerios de guerra bosnios. Se apoyó en la valla, suspiró; recordó su vida allí en los años setenta, cuando pertenecía a la policía secreta yugoslava. Todos los políticos de la oposición a los que había silenciado; Alemania, Italia, España; los robos de bancos; los años pasados en la cárcel.

Nunca más, pensó. Suspiró y sintió un escalofrío.

Subió lentamente hasta la Capilla Norte, grande como una iglesia. Recientemente renovada, las relucientes tejas marrones del tejado brillaban bajo el sol. El santuario estaba situado en lo alto de una colina en un extremo del cementerio, y como telón de fondo se veían altos bloques de pisos azul claro para personas con ingresos: Hagalunsgatan, conocido también como Los Azules. Rodeó una pequeña arboleda, salió por el lado oeste, por una esquina del cementerio, la sección 14E. Se detuvo en el borde de la arboleda y contempló el hoyo, el último lugar de descanso de Aida. Un seto separaba su tumba de la calle. Al otro lado había una gasolinera y un McDonalds. Se volvió, levantó el rastrillo y lentamente se dirigió al sector judío.

La ceremonia del entierro estaba dispuesta para las dos de la tarde, él había llamado para asegurarse y aún le quedaban varias horas. ¿Iba por el camino equivocado? ¿Se había vuelto loco? ¿Realmente sus superiores le rechazaban? ¿Y por qué tendría algo que ver Aida, de Bijelina?

En realidad, le importaba un pimiento. Lo único que le interesaba era su propio futuro. Quería saber quiénes eran sus enemigos, a qué se enfrentaba. La muerte de Aida le ayudaría a saberlo.

Encendió un cigarrillo. Dio unas hondas caladas; notó cómo se le llenaban los pulmones y cómo la nicotina le subía al cerebro. Mierda, qué frío hacía en este país.

Si todo salía según sus planes, nunca tendría que volver allí. Dejaría aquel maldito territorio en cuanto lavara sus trapos sucios y los pusiera a secar.


– ¡Thomas, sales en el periódico de hoy!

La trabajadora social que llevaba el caso de Aida Begovic salió de su oficina como una exhalación. Tenía las mejillas coloradas y la frente brillante, sonreía tímidamente y agitaba con entusiasmo un ejemplar del Kvällspressen.

Thomas se obligó a devolverle la sonrisa.

– Ya lo sé -respondió.

– Habla de todo lo que hiciste…

– ¡Ya lo sé!

Thomas entró en su oficina y cerró la puerta, incapaz de hacer frente a toda aquella atención. Se hundió en su silla junto al escritorio y se cubrió la cara con las manos. Esa mañana había sido casi imposible ir a trabajar. El ayuntamiento había aprobado el presupuesto, todos los informes trimestrales estaban listos, había terminado todo a tiempo. Así que había llegado el momento de empezar todo por octava vez: cada año contaban con menos recursos y más gastos; recortes de personal, cobertura mediática de gente perjudicada por el sistema, enfadada, disgustada, triste, resignada. Cada vez había más gente con baja por enfermedad durante periodos más largos y menos dinero destinado a rehabilitación.

Suspiró y se sentó derecho en la silla, recayendo su mirada en el nombre de Annika en el periódico. Él había podido leer los artículos antes, pero no sabía que ella los hubiera escrito. Fue otra mujer quien le llamó, una periodista mayor, Berit Hamrin. ¿Por qué no había llamado Annika?

Irritado, apartó aquel pensamiento -en realidad no quería que llamara-; y extendió el periódico ante él. La foto de él era terrible, con el pelo en la cara, haciéndole parecer descuidado. Leyó los textos otra vez, los textos de Annika, reconoció los datos que ella había descubierto, se lo había contado todo, había sido sincera con él.

Llamaron a su puerta; instintivamente, dobló el diario y lo metió en el primer cajón del escritorio.

– ¿Puedo pasar?

Era su jefa. Tragó saliva.

– Por supuesto, siéntate.

La mujer lo miró con curiosidad mientras acercaba la silla y se sentaba, la silla en la que Annika se había sentado. Un escalofrío de inseguridad le recorrió la espalda, a pesar de que había discutido todo el asunto de la publicación con su jefa, y revisado qué podía divulgarse y qué no. Ella no había leído los artículos, pero no podía haber nada que pudiera señalarle como fallo.

– Sé que ha sido difícil para ti -dijo su jefa-, pero quiero que sepas que se te valora mucho aquí.

Ella se mostraba amable y seria, y le miraba a los ojos. Él desvió la mirada hacia un documento que había en el escritorio.

– Estoy muy contenta con tu trabajo. Sé que has pasado por un periodo duro, pero espero que mejore cuando el presupuesto esté listo. Si necesitas a alguien con quien hablar, siempre puedes venir a verme.

Alzó la vista y la miró, no pudo ocultar su sorpresa. Ahora le tocó a su jefa bajar la mirada.

– Sólo quería que lo supieras -dijo ella, y se levantó.

Thomas se levantó también, murmurando unas palabras de agradecimiento.

Cuando la mujer había cerrado la puerta al salir, él volvió a hundirse en su silla otra vez, confundido. ¿A qué venía todo eso?

En ese mismo segundo sonó el teléfono y dio un respingo.

– ¿Thomas Samuelsson?

Era un director de la Asociación de Autoridades Locales. Dios, ¿pero qué querían? Automáticamente se puso derecho.

– Tal vez no me recuerde, pero nos conocimos el año pasado en el seminario de los Servicios Sociales de Langholmen.

Lo recordaba perfectamente, una conferencia aburrida y trillada sobre los servicios sociales que había durado tres días. Pero no recordaba haber conocido a aquel hombre.

– Su nombre ha salido varias veces desde entonces y cuando vimos el artículo en el periódico nos dimos cuenta de que usted es la persona que necesitamos para el trabajo.

Thomas se aclaró la garganta y emitió un sonido de curiosidad.

– Buscamos un director de proyecto que investigue las diferencias en los pagos de subsidios de los servicios sociales de las diferentes comunidades. No hace falta que sea a tiempo completo, si quiere hacerlo trabajando media jornada, creemos que le llevará un año, más o menos. ¿Le interesa?

Estupefacto, cerró los ojos y se echó el pelo hacia atrás. Trabajar en el meollo de las cosas, investigar, dirigir un proyecto, Dios, eso era exactamente lo que siempre había deseado hacer.

– Sí, por supuesto -logró decir al fin-. Parece un proyecto increíblemente emocionante y muy importante.

Se contuvo: se estaba entusiasmando demasiado.

– Estaría encantado de hablar de las condiciones -dijo luego, ya más tranquilo.

– ¡Estupendo! ¿Puede pasarse el jueves?

Cuando Thomas colgó, se quedó mirando el teléfono durante todo un minuto. La oferta que acababa de recibir hizo que la sangre le fluyera por las venas como un arroyo en primavera. ¡Qué oportunidad!, ¡menudo trabajo! La sonrisa le brotó desde muy adentro. Esto explicaba la extraordinaria visita de su jefa, seguro que la habían llamado a ella antes.

Ellos habían visto su nombre en el periódico.

Abrió el primer cajón y sacó el periódico otra vez, leyó su nombre y dejó escapar un suspiro.

La olvidaría. Todo saldría bien. Todo consistía en aguantar ahí.

Había tomado la decisión correcta.


Involuntariamente, Annika dio un grito ahogado: el gel azulado estaba frío como el hielo cuando llegó a su vientre. La mujer de la bata blanca se acercó con una sonda manual, y Annika observaba todos sus movimientos.

– El gel es para obtener una buena imagen durante la ecografía -dijo la doctora.

Annika estaba tumbada sobre la mesa de reconocimiento de vinilo verde. La mujer se sentó a su lado, movió la sonda sobre el líquido en el vientre de Annika y empezó a hacer círculos. Ella contuvo el aliento otra vez -demonios, qué frío está-, y luego más abajo, casi contra el vello púbico. El borde de la braga se llenó de gel azul. La doctora movía un dispositivo junto a un pequeño monitor; las rayas blancas se doblaban como lombrices en la pantalla. Entonces se detuvo.

– Ahí -dijo la ginecóloga, señalando.

Annika se inclinó y miró la pantalla. Había un diminuto anillo blanco en la parte superior derecha.

– Ahí está su embarazo -afirmó la mujer mientras giraba el dispositivo.

Annika miró con desconfianza la mancha, se movía un poco, se retorcía, nadaba.

Su hijo. El hijo de Thomas. Tragó saliva.

– Quiero abortar -dijo.

La ginecóloga apartó el dispositivo del estómago de Annika y la imagen desapareció, la burbuja nadadora se desvaneció. La enfermera le alcanzó un pedazo de áspero papel verde para que se secara el vientre.

– Me gustaría hacerle un reconocimiento pélvico -dijo la doctora, y le dio el dispositivo a la enfermera para que lo limpiara-. ¿Podría por favor pasar a la silla de los estribos?

Su voz era amable, indiferente, efectiva. Annika se puso rígida.

– ¿Es necesaria realmente… esta revisión? -preguntó.

– Ya llevamos retraso -dijo la enfermera en voz baja.

La doctora suspiró.

– Siéntese, por favor.

Annika se quitó los pantalones y las bragas, se subió obedientemente a la silla ginecológica, el instrumento de tortura; la doctora se colocó entre sus piernas y se puso los guantes.

– ¿Puede bajar un poco más? Más… ¡Más! Y relájese.

Contuvo el aliento y cerró los ojos cuando la doctora le introdujo los dedos en la vagina.

– Relájese o le dolerá.

Cerró los ojos con fuerza mientras la doctora apretaba y le examinaba el vientre, con una mano en la vagina, y la otra en el abdomen: dolor, náuseas.

– Tiene el útero ladeado -dijo la ginecóloga-. No es algo usual, pero tampoco es peligroso.

Cuando la médica retiró la mano, Annika oyó un ruido como de absorción y se sintió avergonzada.

– Muy bien. Puede vestirse. Después venga a mi consultorio.

La doctora tiró los guantes a un cubo, y se dirigió con rapidez al cuarto de al lado. En estado de confusión, Annika intentó bajar las rodillas de la posición en que estaba, sintiéndose vulnerable y disgustada.

Sentía algo pegajoso entre las piernas, pero no se atrevió a pedir una toallita de papel para secarse. Rápidamente se puso las bragas y los vaqueros, toda la parte de abajo del vientre la sentía pegajosa; luego siguió a la enfermera hasta el cuarto de al lado.

– Está embarazada de siete semanas -dijo la ginecóloga-. ¿Y dice que desearía abortar?

Annika asintió, tragó saliva, se aclaró la voz y se sentó.

– Tiene derecho a hablar con un orientador, ¿quiere hacerlo?

Negó con la cabeza, sus manos le parecieron grandes y las escondió entre los muslos.

– Perfecto. Le doy hora para el viernes 7 de diciembre. ¿Le viene bien?

No, pensó, hágalo ahora. ¡Ahora mismo! Faltan tres días para el viernes; no puede ser, no lo soportaría: No puedo tener este bebé dentro de mí tres días más, no quiero sentir su peso, las náuseas, la hinchazón de los pechos, la vida que late en mi interior.

– ¿Quedamos para el 7 entonces? -repitió la doctora, y la miró por encima de las gafas.

Annika asintió.

– Venga a las siete de la mañana, en ayunas desde la medianoche, ya que le pondremos una leve anestesia. Primero le colocaremos un perno en el cuello del útero para que se abra, después la dormiremos. Haremos lo que se llama una extracción con ventosa. Esto significa que el canal del útero se agranda y el contenido se aspira. Se tarda un cuarto de hora y podrá irse a casa a mediodía. Después debería esperar unas dos semanas antes de tener relaciones, para evitar riesgos de infección. ¿Tiene alguna pregunta?

Quince minutos, el contenido se aspira.

– No, ninguna pregunta.

– Entonces, la espero el viernes.

Y Annika salió al vestíbulo largo y gris. Se topó con una mujer joven que se dirigía a la sala de reconocimiento; evitaron mirarse. Oyó que la doctora la saludaba. Volvió el mareo, las náuseas, el dolor en la espalda; tenía que salir de allí.


El autobús 48 iba lleno y viró bruscamente, por lo que Annika estuvo a punto de vomitar en el suelo. Se bajó en la plaza de Kungsholm y se dirigió rápidamente a su edificio. Tuvo que detenerse en el patio a que se le pasaran las náuseas antes de entrar y subir las escaleras de su casa. La bolsa con la comida seguía detrás de la puerta del vestíbulo y no tuvo ganas de ocuparse de ella. Se hundió en el sofá, mirando fijamente hacia delante.

Una burbuja diminuta, un pequeño punto blanco.

Sabía que era chico, un pequeño niño rubio, como Thomas. Cerró los ojos, lloró, arrancó del diario la parte de los cómics y la usó para limpiarse los mocos. Recorrió los artículos sobre Paraíso otra vez, hojeando el texto hasta la última página. Rebecka era sospechosa de complicidad en un asesinato, según la policía. Ella había amenazado a un cliente, Aida Begovic, que fue asesinada en la plaza Sergel el día después. La mujer sería enterrada hoy, a las dos de la tarde.

Dejó el periódico, una sensación de fracaso la quemaba por dentro, le dolía el estómago, el punto flotaba, el corazón le latía a mil por hora; todo le daba vueltas. Recordó la voz de Berit al teléfono: no tenía familiares, nadie reclamó su cuerpo, será una ceremonia corta en el cementerio Norte.

Nadie debería estar tan desamparado, pensó Annika. Todo el mundo merece un último adiós.

Cerró los ojos y se echó hacia atrás en el sofá.

Tres días más con el bebé en el vientre.

Miró su reloj.

Si salía en ese momento, llegaría al entierro de Aida.


Había gente dentro de la capilla.

Annika se quedó en la puerta. De pronto se sintió insegura, miró con cuidado a su alrededor, algunas mujeres y un joven en uno de los bancos de atrás se volvieron y la observaron.

Delante había un pequeño ataúd, brillante y blanco, con tres rosas rojas en la tapa.

Tragó saliva, mareada y temblorosa, dio algunos pasos, se quitó el abrigo y se sentó en un banco vacío, atrás. Había olvidado llevar flores y de pronto fue muy consciente de sus manos vacías.

El silencio era enorme, la luz escasa. Por las vidrieras de debajo de la cúpula entraban cintas de luz, formando pequeñas parcelas de colores en los muros y el suelo. El sol iluminaba las paredes, haciendo que brillara la pintura amarilla.

Se oía un vago zumbido. Con discreción, Annika intentó observar a los otros asistentes al entierro sin que se le notara. La mayoría eran mujeres, la mitad parecían suecas, las otras probablemente yugoslavas. En total unas doce, catorce personas, todas con flores.

La sorpresa que se llevó Annika al principio se transformó en irritación.

¿Dónde estaban todas ellas cuando Aida necesitaba ayuda?

¡Qué fácil resulta estar disponible cuando es demasiado tarde!

Las campanas de la iglesia se pusieron a repicar sobre su cabeza. El sonido, seco y fatídico, caía sobre los bancos casi vacíos y ella sentía cada repique como un golpe físico. Las lágrimas le nublaban la vista.

El repiquetear de las campanas terminó y resonó el silencio. Sollozos, carraspeos, el susurro de los salmos. Alguien puso un CD, reconoció el primer movimiento del Réquiem, de Mozart. Ahora sí que lloraba, la música la inundó, aquellas lentas estrofas creadas por un moribundo Wolfgang Amadeus.

Cesó la música. Un hombre de traje gris oscuro, el clérigo que oficiaba, se paró delante del ataúd. Decía cosas sobre la vida y la muerte, lugares comunes. Unos minutos después, Annika cerró los ojos y escuchó sus palabras, dejó que la inundaran como la música. «El crepúsculo es la hora más hermosa», «Todo el amor que el cielo nos da», prometía el poema. Cuando empezó a sonar la canción popular I'm almost at home when I'm free to roam, volvió a sentirse irritada.

Free to roam, ¿libre para andar por ahí? Por el amor de Dios, ¿qué significaba aquello? Aida era libre para pasear por la plaza de Sergelstorg, ¿se sintió allí como en casa? ¿Qué imbécil había elegido la música?

Enfurecida, Annika se secó las lágrimas. Todos parecían llorar. Miró al oficiante, la cabeza inclinada por la rutina, en la primera fila. ¿Qué sabrá usted de Aida? No tenía ni una sola cosa personal que decir de ella, porque nunca la había conocido.

Cerró los ojos, intentó recordar a Aida, la vio delante de ella, enferma, con miedo, perseguida.

¿Quién eras?, se preguntó Annika, ¿Por qué moriste?

El hombre del traje se puso a hablar otra vez; rítmicamente, recitó un poema de Edith Södergran. Una de las mujeres de la primera fila salió al altar y cantó a cappella, con una preciosa voz. Annika no entendía nada: las palabras eran en serbocroata. Las notas se elevaron, vibrando bajo la cúpula, y de repente el dolor que surgió en la capilla era genuino, cortante: ¿Por qué, por qué?

Annika sollozó entre sus manos, la pena como un peso terrible en el pecho, tangible, hendida de culpa.

Esto lo hacemos por nosotros mismos, pensó, no por Aida. A ella ya le da igual.

Otro himno, éste le sonaba conocido, también lo habían cantando en el entierro de su abuela. Annika decía las palabras sin voz, «Cantando las glorias de la tierra, cantando las glorias del cielo, así entraremos en el Paraíso».

Inclinó la cabeza y apretó los labios.

El silencio llenó el ambiente. No podía respirar. Las campanas empezaron a repicar nuevamente y todo terminó, Aida iba camino del olvido, se desvanecería para siempre. Ella quería protestar, parar a los hombres que levantaron el ataúd de Aida y lo llevaban por el pasillo, pasando apenas a un metro de ella: ¡No quiero que se vaya, tengo que saber por qué! Mareada, Annika se levantó y esperó a que los otros asistentes pasaran, percibió las miradas de soslayo; fue la última persona en salir.

El aire frío fue como una bofetada. El día estaba frío y despejado, y la nieve brillaba con el sol. Los hombres se demoraban poniendo el ataúd sobre unas andas. Vio a los demás juntarse en la escalera y en las salidas, sonarse las narices, murmurar.

Todos conocían a Aida. Todos tenían alguna relación con ella. Hasta el último de ellos sabe más que yo.

Caminó lentamente hacia una mujer que se hallaba algunos escalones más abajo.

– Perdone que la moleste -dijo Annika, y se presentó-. No conozco a casi nadie aquí. ¿De qué conocía usted a Aida?

La mujer sonrió con amabilidad y se enjugó los ojos con un pañuelo de papel.

– Soy directora del campamento de refugiados en el que estuvo Aida cuando llegó a Suecia.

Se estrecharon la mano. Las dos respiraron profundamente y sonrieron con timidez.

– Yo soy periodista -dijo Annika-. He venido porque creí que Aida estaría completamente sola.

La directora asintió.

– Estaba muy sola. Son muchos los que intentaron acercarse a ella, pero no era fácil. Creo que eligió su soledad.

Annika tragó saliva. Que fácil era echarle la culpa a Aida incluso después de muerta.

– ¿Y los que están aquí, entonces? Si no tenía amigos, ¿quiénes son?

La mujer la miró sorprendida.

– Son refugiados también; conocieron a Aida en el campamento, ella pasaba de vez en cuando a saludarlos. Veo a un vecino suyo de Vaxholm y a los representantes de la asociación cultural bosnia. Una de ellas era la que cantaba, ¿a que ha sido muy bonito?

– ¿No había nadie que pudiera ayudarla? -preguntó Annika-. ¿No tenía verdaderamente a nadie a quien recurrir?

La directora la miró con tristeza.

– No la conocía demasiado, ¿verdad?

Los hombres habían colocado el ataúd en unas andas con ruedas; el carro empezaba su lento camino hacia la sepultura. La mujer se puso en marcha para unirse a los demás y Annika la siguió.

– Es cierto -dijo Annika-, no la conocía muy bien. La vi un par de veces antes de que muriera. ¿Cuándo llegó a Suecia?

La directora miró a Annika por encima del hombro; dudaba.

– Al final de la guerra -murmuró después-. Tenía varias heridas de bala, fragmentos de granadas por todos lados, era terrible verlo. Sufría de visiones recurrentes, temblores, sudores, mala comprensión de la realidad. Bebía bastante. Hicimos todo lo posible por ayudarla, los médicos, consejeros, psicólogos. No creo que lográramos nada. Aida tenía terribles demonios en su interior.

Annika entrecerró los ojos.

– ¿Qué quiere decir?

Otra mujer se acercó a la directora, le susurró algo y las dos se alejaron hasta donde estaba una de las inmigrantes, que se había echado a llorar. Annika miró confundida a su alrededor, resbaló en un trozo de hielo y casi se cae. Se sentía mareada; el catafalco chirriaba en el frío. El ataúd avanzaba por el camino y quedaba oscurecido por los árboles, las sombras. Contuvo el impulso de correr hacia él y golpear la tapa.

¡Cuéntame tus demonios! ¿Qué es lo que te han hecho?


La tumba inspiraba temor, un estudio de la oscuridad y el frío. ¿Por qué han tenido que cavar tan hondo? Annika se inclinó con cuidado hacia delante, miró hacia abajo y vio su propia sombra desaparecer en lo profundo. Rápidamente, dio un paso hacia atrás.

El ataúd estaba junto a la tumba, apoyado en unas vigas. Los dolientes se juntaron a su alrededor, todos tenían los ojos enrojecidos. El oficiante habló otra vez. Annika tenía tanto frío que temblaba como una hoja: quería irse de allí. Aida no estaba en el ataúd; Aida no estaba presente; Aida ya se había escurrido con sus demonios y sus secretos.

Por el rabillo del ojo vio algo que se acercaba, dos coches negros y grandes, con las ventanas ahumadas y matrículas azules. Frenaron, pararon, apagaron los motores. Annika los miró, sorprendida.

De pronto se abrieron todas las puertas a la vez, cinco, seis, siete hombres bajaron, el oficiante dejó de leer. Todos los asistentes se miraron confundidos, los hombres de los coches tenían abrigos grises y miraban a su alrededor, observando a los asistentes al entierro, con los dientes apretados.

Entonces un hombre viejo se separó del grupo. Annika lo siguió con la mirada, boquiabierta; era un militar que caminaba pesadamente con expresión adusta. Sólo tenía ojos para el ataúd. Lucía muchas condecoraciones en su uniforme. Sostenía una pequeña bolsa de papel en una mano, todos los asistentes se apartaron de él. Annika se paró al otro lado de la tumba y vio asombrada al viejo caer de rodillas, quitarse la gorra con visera y comenzar a murmurar cosas incomprensibles. Su cabello era gris y escaso, y su cara pálida. Arrodillado, rezó, mucho tiempo, respirando pesadamente.

Annika no podía dejar de mirar, escuchaba intensamente su voz entrecortada.

Luego, él se levantó trabajosamente, cogió la bolsa, introdujo en ella una mano, la sacó y esparció un puñado de algo sobre el ataúd. ¡Tierra! ¡Un puñado de tierra!

Los murmullos aumentaron de volumen. Annika escuchó cómo caía otro puñado de tierra, algunas palabras, tristes, cargadas de significado. Un tercer puñado y cesaron los murmullos. El hombre guardó de nuevo la bolsa en el bolsillo y se sacudió las manos.

lo sabes todo sobre Aida, pensó. Conoces sus demonios. Se apresuró a rodear la tumba; el hombre estaba alejándose hacia los coches y los otros hombres. Lo agarró por la manga del abrigo.

– ¡Por favor, señor!

El hombre se detuvo, asombrado, y la miró por encima del hombro.

– ¿Quién es usted? -preguntó ella en inglés-. ¿De qué conocía a Aida?

El hombre la miró fijamente, intentando soltar su abrigo de la mano de Annika.

– Soy periodista -dijo Annika-. Conocí a Aida unos días antes de que muriera. ¿Quién es usted?

De repente, los hombres de los abrigos oscuros estaban por todas partes, se interpusieron entre ella y el militar, parecían alterados, le preguntaron algo al hombre, dijeron la misma cosa varias veces, el viejo negaba con la mano, les volvió la espalda y todos regresaron a sus coches: una masa gris. Entraron, pusieron en marcha los vehículos y se alejaron entre los árboles.

Sudorosa y pálida, Annika les siguió con la mirada.

Ella había entendido una palabra que el hombre murmuró junto a la tumba, una sola. La había dicho varias veces, estaba completamente segura.

Bijelina.

Las mujeres dieron un paso hacia la tumba, todas dijeron algo, dejaron caer las flores en la tumba. A Annika le entró pánico. Ella no tenía ninguna flor, no tenía nada que decir, sólo perdón, perdón por haberla decepcionado, perdón por haberla arrastrado hasta la muerte.

Se dio la vuelta, tropezó, tenía que salir de allí, no podía quedarse más.

El viejo debía de estar muy cerca de Aida, quizá fuera su padre.

Entonces Annika lo pensó: ¿Y si él sabe lo que he hecho?

Sólo trataba de ayudar, protestó en silencio. No quería hacerle daño.

Fue hasta la parada de autobús, vacilante por la culpa y la vergüenza; tenía náuseas, quería vomitar.

Una vez que hubo salido por el agujero de la valla y se había alejado unos metros, alguien le puso una mano en la boca.

Su primer pensamiento fue que los hombres del abrigo gris habían vuelto a buscarla. El viejo militar quería ajustar cuentas.

– Tengo una pistola en tu espalda -le advirtió un hombre-. Sigue andando.

Annika no podía moverse. Se quedó petrificada en el camino, con Ratko detrás de ella.

Él la agarró del pelo y le tiró de la cabeza hacia atrás.

– ¡Camina!

Voy a morir, pensó, voy a morir.

– ¡Camina, zorra!

Cerró los ojos sin poder respirar del pánico, y comenzó a caminar a tropezones hacia delante. Sentía el aliento del hombre en la nuca, olía mal.

Después de unos diez metros se detuvo.

– Sube al coche -le ordenó.

Ella miró a su alrededor, con el cuello rígido, ardiéndole el cuero cabelludo, ¿a qué coche?

Él la golpeó en el rostro, ella notó que algo caliente le bajaba desde los labios, y de pronto se puso alerta. La violencia le era familiar, estaba acostumbrada a los golpes, podía soportarlos.

– ¿Y si me niego? -preguntó; habían empezado a hinchársele los labios.

Él la golpeó de nuevo.

– Entonces te mato aquí mismo -respondió.

Le miró a la cara, enrojecida por el frío, con signos de cansancio. Notó que su propia respiración se hacía más rápida y superficial. Su campo visual empezó a oscilar. No tenía fuerzas para aquello, no quería.

– Adelante -dijo ella.

Sus palabras pusieron al hombre en el disparadero; sacó una cuerda, empujó a Annika contra el vehículo, un pequeño coche azul, le puso las manos a la espalda, y la ató. Luego le apretó el frío cañón de pistola contra la nuca.

– Ya sabes lo que le pasó a Aida.

Ella cerró los ojos, el mecanismo de defensa se puso en marcha, no sentía nada, se metió hacia adentro, tratando de no oír nada.

Tenía que hacer lo que le pedía.

– ¡Entra ya, maldita sea!

Ratko abrió la puerta del coche azul. Petrificada, Annika cayó en el asiento de atrás y vio al hombre rodear el coche, ponerlo en marcha y conducir. Le miró la nuca; agrietada y roja, y tenía caspa en el cuello de su chaqueta oscura. Se sintió separada de la realidad; plexiglás entre ella y el mundo. Veía pasar las casas, ninguna persona, nadie que se interesara.

– Tengo la pistola en el regazo -dijo Ratko-. Si intentas algo, te mato.

El sol empezaba a ponerse, el día era rojo y frío. Pasaron Los Azules, Solnavägen, coches, personas, nadie a quien ella pudiera gritar, nadie que pudiera ayudarla. Estaba atada en el asiento trasero de un coche mugriento, sentada sobre sus manos atadas, que le dolían. Intentó moverse para aliviar el peso sobre ellas.

El hombre en el volante giró, la miró rápido por encima del hombro y gritó.

– ¡Estate quieta, demonio!

Ella se paró a mitad de movimiento.

– Estoy muy incómoda.

– ¡Cállate la boca!

El desvío hacia Norrtull, Sveaplan, Cedersdalsgatan. El tráfico bramaba alrededor de ella, miles de personas, pero tan sola, siempre sola.

Cerró los ojos, vio el ataúd de Aida delante de ella, la espalda inclinada del hombre y las palabras que murmuró.

Quizá ahora me toca a mí.

Se encontraron con un atasco poco antes de Roslagstull, y podía ver directamente el interior de otro coche pequeño; una madre con un niño. Ella la miró fijamente, intentó captar su mirada. Al fin la mujer percibió que la observaban y miró a su vez. Annika abrió mucho los ojos, movió la boca con movimientos exagerados.

– Socorro -dijo sin sonido-, ¡ayúdeme!

La mujer volvió la cabeza bruscamente.

¡No!, pensó Annika. Mírame. Ayúdame.

– ¡Socorro! -gritó, y golpeó la cabeza contra el cristal-. ¡Socorro, socorro!

Los golpes resonaban en su cabeza, estaba a punto de marearse, el vidrio era duro y frío.

Ratko se puso rígido pero no se movió, siguió lentamente la cola hacia Roslagsvägen.

Annika se arriesgó más y gritó a pleno pulmón.

– ¡Me ha secuestrado! -gritó-. ¡Socorro, socorro!

Los coches pasaban a su lado, uno y luego otro, pasaban a un metro pero a mil años de distancia, aislados. Abrió la boca, gritó, se retorció, sudaba, se mareó, se puso ronca. Se tiró contra la ventana, gritando con todas sus fuerzas, pegó con la cabeza en el cristal. Un hombre en un Volvo nuevo captó su mirada, la miró preocupado, Ratko se volvió contra el hombre, alzó los hombros y sonrió. El hombre le devolvió la sonrisa.

Annika paró, jadeante, la humillación se le dibujaba en la cara.

No era una buena idea. Los hombres que la rodeaban tenían ya bastante con sus cosas. ¿Cómo iban a ocuparse de una loca en la fila de los coches de al lado?

Se quedó callada, la cabeza le dolía por los golpes, y empezó a llorar. Ratko no dijo nada. Salió de Roslagstull, pasó delante del Museo de Ciencias Naturales e Historia y dobló en Albano. Annika dejó que las lágrimas le corrieran por las mejillas. Se acabó. Nunca pensé que todo acabaría así.

El coche se internó por varios caminos rurales; ella alcanzó a ver los carteles de Björnnäsvägen, Fiskartorpsvägen, bosques, árboles.

Al fin, el coche se detuvo. Annika miró hacia delante; al otro lado de la ventanilla había un viejo cobertizo. Ratko dio la vuelta, buscó algo en el maletero, abrió la puerta del acompañante y bajó el asiento delantero.

– Sal del coche -dijo él.

Ella obedeció, le dolía la garganta.

– ¿Qué quieres de mí? -le preguntó, ronca.

– Entra en el cobertizo -dijo el hombre.

Le dio un empujón y ella avanzó, dando tumbos y mareada, a punto de desmayarse.

El interior del cobertizo estaba oscuro. El día que terminaba ya no tenía fuerzas para colarse entre las fisuras de las paredes, y dejaba la leña y las telas de araña en las sombras.

Ratko la empujó sobre un tronco de cortar que había en un rincón. Annika sintió el terror a lo largo de la espalda, las paredes se movían, inseguras. Él ató una soga alrededor del tronco y le aseguró los pies a él. Después se inclinó y le susurró al oído, la voz dura y baja.

– Soy yo quien pregunta -dijo-, y tú quien contesta. No es una buena idea que te hagas la fuerte; todos acaban por hablar, antes o después. Te evitarás mucho sufrimiento si respondes pronto.

Ella respiraba rápidamente, sintiendo cómo crecía el pánico en su interior. Ratko cogió su bolsa de deporte, hurgó en el fondo y sacó su semiautomática. Se puso delante de ella, inclinándose un poco, y le apuntó a la cara con el arma.

– El cargamento -dijo-. ¿Dónde está?

Ella tragó saliva, respiró, respiró, tragó saliva.

– ¡El cargamento! -gritó ahora-. ¿Dónde demonios está?

A Annika le temblaba todo el cuerpo, de manera incontrolable. Cerró los ojos; era incapaz hablar.

– ¿Dónde está?

Sintió el cañón del arma contra su frente y empezó a llorar de pánico.

– ¡No lo sé! -tartamudeó-. Sólo vi a Aida una vez.

Él apartó el arma y le dio una bofetada.

– Deja ya de decir estupideces -le dijo. Con una mano le cogió la cadena-. Tú tienes la cadena de oro de Aida.

Ella tembló, las lágrimas le bajaron hasta el mentón y más abajo, a la garganta.

– Fue un regalo -susurró.

Se quedó quieta, sin poder pensar, paralizada de miedo. El hombre soltó la cadena, se quedó en silencio un segundo, ella sentía su mirada.

– ¿Quién eres? -preguntó él en voz baja.

Ella tomó aliento.

– Soy… periodista. Aida me llamó al diario. Necesitaba ayuda. Me reuní con ella en el cuarto de un hotel. Luego llegaste tú y yo… te engañé. Después le di a Aida un número de teléfono al que debía llamar, personas que podían ayudarla a…

– ¿Por qué me engañaste?

La pregunta interrumpió su jadeante explicación.

– Quería salvar a Aida -susurró.

Sintió que el hombre se movía, su cara apareció justo delante de la suya.

– ¿Quién era el hombre en el entierro? -preguntó él, con los ojos brillantes.

Annika le miró fijamente, no entendía.

– ¿Quién?

– El militar -gritó, escupiéndole en la cara al decir las palabras-, ¡puta, tarada de mierda! ¿Quién diablos era el militar?

Ella cerró los ojos con fuerza.

– No lo sé -susurró, manteniendo los ojos cerrados.

– ¿De qué diablos hablabas con él?

Ella jadeó varias veces.

– Yo… le pregunté exactamente eso… que quién era… que de qué conocía a Aida.

– ¿Y qué dijo él?

Ella tembló, sin contestar.

– ¡¿Que qué dijo él?!

– No lo sé -lloriqueó Annika-, dijo Bijelina cuando estaba delante de la tumba, Bijelina, Bijelina, estoy segura…

Le llevó varios segundos darse cuenta del silencio de Ratko.

– ¿Bijelina? -repitió escéptico-. ¿Su ciudad natal?

Annika tragó saliva y asintió.

– Creo que sí.

– ¿Qué más?

– Yo no entiendo el serbocroata.

– ¿Qué dijeron los perros?

Ella lo miró, confundida.

– ¿Qué perros?

– ¡Los guardias, los tipos de la embajada, los de gris! ¿Qué dijeron?

Ella trató de hacer memoria.

– No lo sé. Nada que yo entendiera.

– ¡Me importa una mierda lo que entendieras! ¿Qué dijeron?

Volvió a tocarle la frente con el arma; ella se derrumbó, cerró los ojos y se quedó allí jadeando, con la boca medio abierta.

– Si no hablas -dijo Ratko-, no tiene sentido tener boca, ¿no te parece?

Él volvió a meterle el cañón del arma en la boca, le golpeó los dientes, ella notó el sabor del metal, el frío. Por un momento se le fue la cabeza y se sacudió.

– ¿Qué dijeron los escoltas? ¿Vas a contármelo?

Oscuridad, frío, ¿había cerrado los ojos o el día había muerto?

– Por última vez, ¿qué le dijeron los guardias al militar? ¿Vas a contármelo?

Ella asintió, despacio; la boca del arma se movió, golpeó sus dientes de nuevo, ella pudo respirar, quería vomitar.

– Repitieron algo varias veces -susurró-. Algo como porut… algo así. Porutsch. Porutschn…

– ¿Porutschinick? -preguntó Ratko con voz tensa.

– Quizá -susurró ella.

– ¿Qué más? ¿Qué más dijeron?

– No lo sé.

El arma se apretó otra vez contra sus dientes.

– Mii… -dijo-. Miisch… miischitj.

– ¿Michich?

El arma desapareció. Ella asintió.

– Eso es. Dijeron Michich.


Ratko se quedó mirando a aquella patética tipa que tenía delante y notó cómo surgía el triunfo entre sus piernas. ¡Qué golpe de suerte! Había dado en el clavo. Él sabía, entendía; allí, en aquel oscuro cobertizo, todo empezaba a encajar.

Porutschinick Michich.

Con rapidez recogió sus cosas y metió el arma en la bolsa. La cuerda la dejó, se podía comprar en cualquier ferretería de Suecia y no tenía huellas digitales.

– Siempre sabré dónde encontrarte -amenazó con la misma letanía que utilizaba para todos los informantes-. Si alguna vez dices una sola palabra de lo que ha pasado aquí hoy, te mato, ¿me has entendido?

Desmoronada, con la cabeza entre las rodillas, pareció no haberle oído.

– ¿Me entiendes? -le gritó al oído-. ¡Te mato si hablas!, ¿entendido?

Le temblaba todo el cuerpo, y de repente él echó una mirada al reloj; era hora de irse.

– Una puta palabra y estás muerta. Te pongo la pistola en la boca y después desparramo tu cerebro en medio de Djurgården, ¿entendido?

Abrió la puerta y echó una última mirada hacia ella: no hablaría. Y qué si lo hiciera. Si alguna vez le cogían habría cosas mucho más graves por las que juzgarlo.

Salió a la noche invernal, cerró la puerta tras de sí, y suspiró.

Porutschinick Michich, o, más bien, Porucnik Misic.

¡Allí estaba! No daba crédito a su suerte.

Abrió el maletero, metió allí las armas que tenía en la bolsa y las tapó con una manta sucia.

Suerte, y una mierda, pensó. ¡Eso era destreza! Empiezas el interrogatorio con algo que te importa una mierda, y cuando menos lo esperas cae la presa.

Se sentó en el coche. Tiró la bolsa en el asiento del acompañante, el coche arrancó como debía. Dobló y condujo hasta Frihamnen.

El coronel Misic era una leyenda dentro del KOS, el servicio de contraespionaje del ejército yugoslavo. El hombre que sobrevivió a todas las purgas, el hombre al que escuchaba Milosevic.

Ratko encendió el sistema de calor del coche, pronto se terminaría el frío.

No sabía por qué, pero aquel hombre y Aida eran íntimos. Los detalles, la naturaleza exacta de su relación, no le interesaba, pero ahora conocía los hechos. Sabía lo que había salido mal, por qué le habían arrebatado el poder.

Aida debía de tener un protector, y debió de enviarle un mensaje antes de morir.

Se encogió de hombros y los sacudió; tenía los músculos rígidos y tensos. Ya no le importaba, Aida de Bijelina podía pudrirse tranquila en su puta tumba junto a la estación de gasolina de Solna.

Salió de Tegeluddsvägen y fue hacia la zona del puerto, vio los carteles de Tallin, Klaipeda, Riga, San Petersburgo. Dejó el coche en un lugar vacío del aparcamiento. Estaba reservado, pero ¿a quién cojones le importaba? Cogió la bolsa de deporte llena de dinero y sus ropas, volviendo la cara al tonificante viento, y respiró hondo.

La luz de los focos bañaba el terreno entre los almacenes con tonalidades doradas. Vio la zona de los tráileres al otro extremo del aparcamiento, casi al lado del mar.

Ahí fue donde comenzó todo, pensó.

O, mejor dicho, donde todo terminaría.

Echó una mirada al reloj.

Ya era hora.


Annika oyó que el coche se ponía en marcha y se alejaba. Aún tenía el regusto del sabor metálico en la boca. Se sentó inclinada hacia delante, en medio del silencio; todo era quietud, oscuridad.

Tenía frío. Sentía el cuerpo entumecido, la mente paralizada. Se quedó sentada en aquel tronco, estaba a punto de dormirse y casi se cae. El frío se hizo más intenso, y también la somnolencia.

Sería tan fácil, tan maravilloso, dejarse ir…

La cuerda con que tenía atados los pies no estaba prieta. Se la quitó, liberando sus extremidades, luego se tumbó en el suelo. Era incómodo. Se quedó quieta con la mejilla contra la tierra, notando las manos cada vez más frías y entumecidas.

Volvió a oír la conocida nota de la soledad, resonando arriba y abajo de la escala, en el oído izquierdo.

Pronto, pensó. Pronto terminará todo. Pronto todo quedará en silencio.

La idea hizo que aquel zumbido se apagara.

Sería el final.

Darse cuenta de ello hizo que Annika recuperase el sentido de la realidad. La tierra bajo su rostro estaba helada y áspera, y olía mal. Estaba acostada sobre uno de sus brazos, que se le había dormido desde el codo para abajo.

Se quejó.

Si seguía acostada con aquel frío, pronto todo sería enormemente silencioso.

Pugnó por levantarse, apoyándose en el tronco. El frío le había atravesado los vaqueros, estaba entumecida.

¿Y si él volviera?

Esa idea hizo que respirase más deprisa y a continuación más despacio.

Exhausta, empezó a llorar de nuevo.

Quiero irme a casa, pensó. Tengo salchichas para cenar y quiero irme a casa.

Lloró un rato, sacudida por los sollozos y el frío.

Tengo que salir de aquí.

Annika se levantó, la soga le rozaba las muñecas. No estaba muy apretada, retorció las manos haciendo círculos durante unos minutos, y consiguió desprender la mano izquierda, hasta que la soga cayó. Se quedó parada en la oscuridad, buscando con la mirada las fisuras de luz entre las maderas de la puerta, no vio ninguna.

¿Y si ha cerrado con llave?

Fue trastabillando hasta la pared, recorrió a tientas las tablas de madera, se clavó astillas en los dedos, hasta que la pared cedió y la puerta se abrió. El viento empujó la puerta, un viento helado y furioso que venía de la costa. Fuera divisó árboles y un sendero.

Dios mío, ¿dónde estoy?

Se inclinó contra el marco de la puerta, cerró los ojos, se pasó una mano por la frente.

Había cogido por Roslagsvägen y salido no lejos de la universidad. Ella se hallaba en algún lugar al norte de Djurgården, detrás de la zona boscosa de Stora Skuggan. Se restregó los ojos, secos y rojos.

El autobús 56, pensó, ése va de Stora Skuggan a Kungsholmen.

Salió vacilante del cobertizo: había una especie de carretera allí abajo. Se detuvo y miró el cielo. Hacia la derecha, pudo ver algunas luces: tonalidades amarillas y rosáceas teñían el horizonte.

No es el sol, pensó, son las luces de la ciudad.

Annika echó a andar.

Miércoles, 5 de diciembre

La reunión de las once empezó diez minutos tarde, como siempre. Anders Schyman se enfurecía por momentos. De nuevo le vino a la cabeza un pensamiento que no dejaba de asaltarle últimamente.

Cuando yo esté en el poder, estableceré una serie de rutinas que tendrán que cumplirse.

Acababa de sentarse, una señal para que los de la Panda del Fieltro -el redactor de asuntos políticos y nacionales, el jefe de la sección de arte, el redactor de deportes, el de sucesos, el de espectáculos, y el de artículos de fondo- se callaran y escucharan, cuando Torstensson golpeó la puerta.

Schyman enarcó las cejas; el director rara vez estaba presente en las sesiones diarias de planificación.

– Bienvenido -dijo el redactor jefe adjunto, con un dejo de sarcasmo en la voz-. Estábamos a punto de empezar.

Confundido, Torstensson miró a su alrededor buscando una silla libre.

– Hay una en aquel rincón -dijo Schyman, indicando el extremo opuesto de la mesa.

El director carraspeó y permaneció de pie.

– Tengo algo importante que decirles -anunció con una voz un poco estridente.

Anders Schyman no hizo ademán de levantarse y ofrecer su asiento al director en la cabecera de la mesa.

– Por favor, tome asiento -le dijo, volviendo a señalarle la silla del otro extremo de la mesa.

Torstensson caminó lentamente, arrastró la silla y se sentó.

El silencio era ensordecedor. Todos miraban al hombrecillo. Volvió a aclararse la garganta.

– Mi nombramiento en Bruselas se ha pospuesto indefinidamente -dijo-. El secretario del partido acaba de informarme de que el lobby que se ocupa del acceso público a la información ya no es un asunto prioritario. Tal y como están las cosas, no dejaré este periódico en estos momentos.

Se quedó callado. Una nube de amargura flotaba en la habitación. El redactor de los artículos de fondo dejó escapar unas frases de conmiseración y los demás miraron subrepticiamente al redactor jefe adjunto.

Anders Schyman no movió un músculo: estaba clavado al suelo, era incapaz de pensar. Aquello era algo que no había tenido en cuenta. La posibilidad de que el partido anulara la retirada del director nunca se le había ocurrido.

– Bueno -dijo, impasible-. ¿Nos centramos en el periódico de hoy, entonces?

Todos se pusieron a mover papeles y a hojear periódicos y fotografías, murmurando palabras de satisfacción o de descontento. Torstensson seguía sentado en la silla, con las manos vacías.

– Pelle -dijo Schyman-, muestra las fotos de la impostora.

El jefe de arte mostró algunas fotos tomadas esa misma mañana en Järfälla. Mostraban a Rebecka Björkstig esposada y acompañada de tres policías, dirigiéndose a un coche policial.

– Torstensson -dijo Anders Schyman-, ¿qué opina con respecto a publicar o no el nombre y la fotografía en este caso?

El jefe de redacción parpadeó.

– ¿Perdón?

– Que si publicamos el nombre y la foto -dijo Schyman-. Podrían demandarnos por libelo, ¿cree que merece la pena correr el riesgo en el caso de Rebecka Björkstig?

– ¿De quién? -preguntó Torstensson confundido.

Las palabras «Soy una mala persona» se le pasaron por la cabeza a Anders Schyman. Soy consciente de lo poco que sabe un director y le estoy poniendo en ridículo.

– De todos modos no podemos publicarlo mañana en primera página -dijo Schyman con gentileza-. Pero ¿qué opinión le merece, Torstensson?

– ¿Por qué no podemos publicarlo en primera página? -preguntó el director.

Schyman dejó que el silencio hablara por sí mismo, para que el impacto de aquella afirmación cuajara entre los miembros de la Panda del Fieltro. Ellos sabían por qué no se podía publicar la misma historia en primera página tres días seguidos; las ventas bajaban casi siempre al tercer día, no importaba lo buena que fuera la historia. Cambiar la noticia central al tercer día era algo elemental en un periódico. Todos los sabían, menos el director.

– Es una foto muy buena -dijo Schyman-. Yo sugiero que nos decidamos por destacarla a media página y mantener el formato sin variar los píxeles. Para preservar su identidad. A menos que usted tenga otra idea.

Miró al director, que sacudió la cabeza.

– Vale -dijo-. ¿Qué va en primera página?

Todo el equipo empezó a revolver papeles con energía, entusiasmados con la posibilidad de que alguna contribución de su propio departamento fuera la noticia principal.

– ¿Cómo sacar el mayor rendimiento a las acciones de Telia? -sugirió el redactor financiero.

La sala estalló con opiniones discrepantes.

– No veo que nadie salte de alegría -dijo Schyman, sonriente-. ¿Qué más?

– Hemos descubierto que otro político usa su tarjeta de crédito oficial para asuntos privados -propuso Ingvar Johansson.

Todos protestaron. Eso lo hacen todos los políticos. Encuentra a uno que no lo haga y será noticia.

– Un ayuntamiento ha decidido cortar los fondos de ayuda especial para un joven discapacitado de Motala -continuó el redactor de noticias-. Al chaval lo cuida su madre soltera, que recibe una prestación social. La mujer llamó llorando al periódico, diciendo que no podía más. La cuestión es si podemos publicar la noticia, puesto que hace poco que sacamos una parecida.

– La historia se parece mucho a lo que hemos publicado sobre la Fundación Paraíso -dijo Schyman-. ¿Por qué no esperamos hasta que terminemos de publicarlo todo? ¿Algo más?

– Están probando el avión de combate JAS -dijo el redactor de temas nacionales y políticos-. Nunca se sabe cuándo un avión se nos puede venir encima.

Eso despertó el interés del grupo: el avión de combate JAS, ¿cuándo?, ¿dónde?

– Empezarán hoy a mediodía -explicó el redactor-. Hay todo un grupo de potentados extranjeros invitados a la exhibición de los aviones y a comprar algunos, lo que significa que habrá un grupo aún más grande de espías que no han sido invitados.

– Tenemos que comprobarlo -dijo Schyman-. Pero la publicación depende de lo que encontremos. Nada de reciclar. ¿Algo más?

– Vamos a escribir sobre la nueva anfitriona del programa de televisión El Sofá de las Mujeres -dijo el redactor de espectáculos-. Una chica que se llama Michelle Carlsson, maravillosa.

Se oyeron gritos de entusiasmo.

– ¿Tetas grandes?

– ¿Se prestaría a una foto con el cuerpo pintado?

– ¿Sabemos cuál será este año el regalo de Navidad más popular? -preguntó Schyman-. ¿O si televisarán un clásico de Disney en Nochebuena, como siempre?

Se vieron cejas enarcadas, todos recordaban el escándalo cuando el toro Ferdinando estuvo a punto de ser desechado. Todos empezaron a hablar unos con otros y Schyman les dejó hacer. Miró al director en el rincón, con la frente perlada de sudor, sin que nadie le hiciera caso.

El pensamiento reapareció: Soy una mala persona.

Por otro lado, pensó, al menos yo sé lo que hago. Sinceramente, ¿qué hay de bueno en dejar que una persona incompetente sea un dirigente? ¿Tengo que permitir que un imbécil como Torstensson destruya este periódico y deje a cientos de personas sin empleo, y de paso se cargue un medio de comunicación?

– ¿Qué opina, Torstensson? -preguntó, tranquilo-. ¿Qué cree usted que debemos destacar?

El director se puso de pie.

– Tengo que preparar una reunión -respondió, luego arrastró la silla hacia atrás y se fue.

Cuando la puerta se hubo cerrado con un furioso portazo, Schyman alzó los hombros significativamente.

– Vale -dijo-. ¿Dónde estábamos?


Annika se levantó de la cama, helada e incapaz de pensar. Fue a la cocina, aún con el amargo sabor metálico en la boca, y se cepilló los dientes con energía. Se echó yogur en un cuenco, tomó un poco y sintió náuseas. Luego se sentó a la mesa durante un rato, contemplando el candelabro de la abuela, respirando, respirando, ondulándose las estrellas de paja.

Solo tenía recuerdos vagos e indeterminados de cómo había llegado a casa la noche anterior. Había salido del cobertizo y bajado por el sendero hasta la carretera; no sabía exactamente cuánto había caminado. Luego llegó a una granja y vio una parada de autobús. Casi se había quedado dormida en el banco mientras lo esperaba. Luego llegó un 56; los pasajeros eran absolutamente normales, nadie se había fijado en ella; nadie había visto que estaba condenada, marcada por la muerte.

La noche había estado plagada de pesadillas y sus propios gritos la habían despertado. Los hombres del Studio 69 habían intentado ahogarla, le costaba respirar y tuvo que levantarse. Se le caían las paredes encima y se fue a la sala de estar, se le enredaron las piernas y cayó al suelo. Encogió las piernas, en posición fetal, y su respiración era cada vez más superficial, tensa, convulsiva. Exhausta, se quedó donde estaba; le dolía todo el cuerpo, era incapaz de levantarse. Se quedó dormida, y se despertó cuando sonó el teléfono, pero no contestó.

Se sentó en el sofá y cerró los ojos, el ataúd blanco danzaba ante sus ojos, la cantinela del militar; el sabor del metal le llenaba la boca.

Las paredes palpitaban y se estremecían, y ella respiró hondo. Pasará, ya pasará. Fue a la cocina, el candelabro de la abuela brillaba; bebió agua, mucha agua, y eso le quitó el gusto a metal, y empezó a llorar. Abrió el armario de la cocina, miró otra vez la caja de píldoras en sus burbujas de plástico, 25 miligramos de Sobril, y recordó lo que le había dicho la médica. No era lo bastante fuerte para una sobredosis, pero resultaba peligroso con alcohol.

Annika sacó de la caja los lotes de pastillas y las tocó con suavidad. Chasqueaban y hacían frufrú en sus burbujas de plástico. Colocó la primera pastilla de la primera lámina sobre la taza de café, y apretó; la pastilla tintineó al tocar el fondo del recipiente de porcelana. Movió la lámina y apretó la siguiente pastilla y luego la otra, y la otra; así, todo el paquete.

Había un montoncito de pastillas en el fondo de la taza. Las olió, pero no olían a nada; probó una: sabía amarga. Las removió y cerró los ojos. Sentía que le crecía una opresión en el pecho y se obligó a introducir aire en los pulmones, jadeando, resoplando.

No debe mezclarlas con alcohol.

Dejó la taza en la encimera, fue al vestíbulo, se puso los zapatos, se secó los ojos, se agarró a la barandilla al bajar las escaleras, apoyándose contra la pared mientras descendía. Agnegatan y Garvargatan; se dirigía al establecimiento estatal de bebidas de Kungsholm. Estaba casi vacío; sólo mujeres mayores y un grupo de vagabundos. Les dio la espalda a los otros clientes y encontró un ejemplar manoseado del Kvällspressen de ese día en un banco; miró sin ver los titulares en negrita. Temblaba y se tambaleaba cuando le llegó su turno y el cajero le lanzó una mirada suspicaz. Compró vodka, una botella grande. Volvió por el mismo camino, vacilante mientras caminaba por la estrecha acera, con la bolsa que contenía el vodka balanceándose de un lado a otro y el periódico debajo del brazo. Finalmente, llegó a la casa, helada y desfallecida. Fue a la cocina; puso la taza, el periódico y la botella junto al candelabro de la abuela, se sentó y lloró.

No más, no podía soportarlo más. Las víctimas de Paraíso cuentan su historia, véase páginas 8, 9, 10 y 11.

Apoyó la cabeza en los brazos, cerró los ojos y escuchó su respiración. Para Aida todo había terminado. Ya no tenía que luchar más.

Annika se levantó, alcanzó el vodka y rompió el sello.

No tenía sentido posponerlo más tiempo. Mejor hacerlo ya mismo.

En una mano tenía el alcohol, en la otra las pastillas; cerró los ojos. El cristal estaba más frío que la porcelana.

No me queda nada, pensó.

Abrió los ojos.

Salimos de la sartén para caer en el fuego. Mia Eriksson, una de las mujeres engañadas y utilizadas por Paraíso, habla en exclusiva para Kvällspressen sobre el terror de la Fundación Paraíso. Hoy continúan las revelaciones.

Annika puso en la mesa la taza y la botella, dudó unos instantes y fue a la sala de estar a sentarse en el sofá, con las pastillas, el alcohol y el periódico.

En la página 8 estaba el artículo sobre Mia, en la 9 las entrevistas de Berit sobre los casos de Nacka y de Österåker. En la 10 y la 11 había testigos de otros casos, seguramente aquellos que se habían presentado el día anterior.

Dejó caer el periódico y se echó hacia atrás en el sofá. Ella tenía la culpa de la muerte de Aida, Rebecka había traicionado a Aida y revelado su escondite; pero Annika le había dado a Rebecka la posibilidad de hacerlo. Se tapó los ojos con las manos y volvió a ver el entierro, la luz bajo la cúpula, «I'm most at home when I'm free to roam». Porutschnick michich, Porutschinck michich, Porutschnick michich.

El teléfono volvió a sonar. Dejó que sonara y esperó hasta que el sonido se apagó. Después el silencio se hizo denso y opresivo. Se sentó derecha en el sofá, quitó el tapón de la botella, se le revolvió el estómago -el bebé- y removió las pastillas en la taza, rebosante de autocompasión.

No tiene puñetero sentido, pensó. Qué pésimo acuerdo. Pobre Aida, pobre Mia. Cogió el diario, buscó la página, leyó sus propias palabras.

El padre del primer hijo de Mia le pegaba, la amenazaba, la perseguía y la violaba. Cuando Mia se casó con otro hombre y tuvo un hijo con él, los abusos se incrementaron.

El hombre rompió todas las ventanas de su casa. Atacó al marido de Mia en la oscuridad. Intentó atropellar con su coche a ella y a los niños. Quiso cortarle el cuello a su propia hija para que no pudiera hablar.

Las autoridades no sabían cómo actuar. Hacían lo que podían pero no era suficiente. Pusieron rejas en la vivienda familiar. Cada vez que Mia salía de casa, la acompañaban asistentes sociales. Finalmente, los Servicios Sociales decidieron que toda la familia debía pasar a la clandestinidad.

Durante dos años residieron en moteles destartalados. No podían decirle a nadie dónde estaban, se les dijo que no podían salir. Ni siquiera los padres de Mia sabían si la familia vivía o había muerto. Ahora el Tribunal de Apelaciones había determinado que no podían llevar una vida normal en Suecia y que debían emigrar. La pregunta era adónde. Rebecka había afirmado que ella tenía la solución; pero la familia había salido de la sartén para caer en el fuego.

Annika se puso el periódico en el regazo y empezó a llorar.

¡La condición humana era tan terrible y el precio tan espantosamente alto! ¿Por qué en las guerras tenían que hacer daño a las mujeres y luego éstas debían huir? ¿Por qué no afrontábamos nuestras responsabilidades? ¿Por qué dejamos que mueran nuestros seres queridos? ¿Por qué Mia no podía tener una buena vida? ¿Por qué no tenía derecho a una vida normal, como todas las demás, con marido e hijos, trabajo y guardería?

Se levantó y fue a buscar un vaso de agua. Se hundió en el sillón con el artículo en el regazo de nuevo.

Los problemas de la gente, pensó, no deberían ir más allá de tener que elegir los adornos de Navidad, o decidir si ir a ver a la abuela el viernes o el sábado, o tal vez si debería uno buscar un ascenso en el trabajo, o vivir en un apartamento o en una casa. Mia anheló para sí esa clase de problemas, pero su deseo no le fue concedido.

Se quedó mirando fijamente el artículo, sus frases, sus propias conclusiones.

El derecho a tener un marido, un hijo, un trabajo y una vida normal.

No sólo para Mia o Aida, sino también para ella.

Annika dio un grito ahogado cuando comprendió. Contempló las pastillas que había en la taza y la botella de alcohol y se sentó inmóvil, mientras aquella revelación se apoderaba de su cuerpo.

La fuerza que la privaba de vida era la suya propia. Era ella quien iba a quitarse de en medio, ella quien se daba por vencida, la que se apeaba del tren antes de terminar el viaje, para que el mundo siguiera sin que ella supiera lo que le deparaba.

Oyó la voz de su madre en la cabeza.

«¡Nunca terminas nada. Siempre la fastidias! ¡Eres perezosa y cobarde y no das más que problemas!».

Annika se llevó la mano a la mejilla, notando aún el dolor de la bofetada que le había dado su madre hacía veinte años.

No, madre, pensó, te equivocabas, eso no era verdad. Yo pretendía terminar las cosas, pero siempre me adelantaba y pensaba en diferentes posibilidades, y eso te enfurecía, creías que era negligente. Birgitta nunca fue negligente.

No había pensado en su infancia durante muchos años, ¿por qué ahora?

Cuando nos decías que dibujáramos un pájaro, Birgitta dibujaba un pájaro, yo dibujaba un bosque lleno de pájaros y otros animales, y entonces te enojabas; yo hacía las cosas mal; no te obedecía.

Le vinieron a la memoria más recuerdos: la ira de su madre cuando iban a esquiar o a nadar o cuando los sábados hacían la limpieza semanal. Su madre siempre encontraba una razón para gritarle; si era rápida, no había limpiado en condiciones; si lo hacía a conciencia, se había entretenido; si resbalaba con los esquís durante un paseo campo a través con la familia, estaba tratando de estropearles adrede el día; si cogía velocidad, iba demasiado deprisa; si trataba de seguir el paso a los demás, estaba en el medio.

Nunca hacía nada bien, pensó Annika, sorprendida por la conclusión, sin saber de dónde le venía.

Pero no era culpa mía.

Las palabras tuvieron un impacto físico en ella, causándole un hormigueo en la yema de los dedos.

Aquellos arrebatos no tenían nada que ver con ella, era su madre la que tenía un problema. Su madre no soportaba su propia vida y lo pagó con Annika.

Boquiabierta, Annika miraba al vacío. Se había retirado una cortina ante ella, dejando entrever un paisaje virgen; veía las causas y los efectos, las consecuencias y la situación.

Su madre no tuvo fuerzas para quererla. Era triste y doloroso, pero ella no podía remediarlo. Su madre había hecho cuanto había podido, pero no lo había hecho muy bien. La verdadera cuestión era cuánto tiempo debía seguir Annika castigándose a sí misma. La verdadera cuestión era cuándo pensaba tomar las riendas de su propia vida, romper el círculo vicioso y convertirse en una persona adulta.

Podía dejar que Barbro siguiera mangoneándola y Annika podía aceptar el papel de persona inútil, la que fastidia a los demás, la que siempre está en el medio, la que nunca logra nada.

Su vida era suya, ella tenía derecho a tenerlo todo. ¿Quién, aparte de ella misma, iba a impedírselo?

Una vez más, se echó a llorar. No fue un acceso violento; las lágrimas eran cálidas y llenas de tristeza.


La seguridad era cosa del pasado. Nadie habría dicho que aquélla era una sociedad que funcionaba de manera eficiente tan sólo diez años antes.

Ratko caminaba deprisa, con determinación y las manos en los bolsillos. En aquella época esta ciudad se llamaba Leningrado y desde luego no había matones merodeando por ahí; las putas podían caminar por el centro en mitad de la noche sin siquiera pensar que pudiera ser peligroso. Hoy todos tenían que tener, hasta él, ojos en la nuca. No había ningún filtro en las bandas; cualquier puto pueblerino podía hacer carrera en el crimen o el robo.

Capitalismo, pensó con desprecio. Eso demuestra que no funciona.

Trató de tranquilizarse. La avenida Nevsky era bastante segura. Las calles principales solían serlo. Sólo doscientos metros después de doblar la esquina en Mayakovskaya ya habría llegado.

La bocacalle estaba más oscura. Vio varias figuras aparecer entre las sombras y cruzó al otro lado para evitarlas. Se dio cuenta de que estaba empezando a ponerse paranoico.

La puerta estaba cerrada y apretó el intercomunicador. La cancela se abrió sin que nadie dijera nada, sólo echó una mirada cuidadosa a la cámara de seguridad escondida en la parte alta de la puerta de entrada.

La escalera apestaba. En todos los descansillos había cubos llenos de basura y trastos, desconchones en las paredes y montones de cemento por los rincones.

Algunas cosas no cambian nunca, pensó. ¿Por qué esta gente no puede mantener las cosas limpias y ordenadas?

Subió hasta arriba; no había ascensor. El timbre no funcionaba, golpeó suavemente la puerta de madera, desgastada, con el color deslucido. Se abrió sin hacer ruido; por el otro lado, la puerta estaba reforzada de acero.

– ¡Ratko! ¡Viejo cabrón, he oído que te buscan!

Su viejo amigo del Este había engordado aún más. Se abrazaron e intercambiaron besos en las mejillas.

– ¡Esto hay que celebrarlo, saca algo fuerte!

Unos jóvenes se deslizaban como ratas, llevando alcohol, vasos y cigarrillos. Él acompañó a su amigo por el pasillo con su ajado papel aterciopelado; crujía el entarimado que había bajo el suelo de linóleo. Entraron en la habitación del fondo y se sentaron. Cuando llegó la bebida, su amigo ordenó a las ratas que los dejaran solos.

La puerta se cerró, su amigo llenó las copas; bebieron y después la cosa se puso seria.

– Necesito dinero -dijo Ratko en voz baja-. Tengo entre manos una gran inversión. -Le contó a su amigo sus planes, cómo desarrollaría el nuevo negocio, los clientes, los contactos, los socios.

Su amigo le escuchó sin interrumpirlo, sentado con las piernas abiertas en la silla, la cabeza inclinada y el vaso en la mano.

– Tengo siete millones de coronas contantes y sonantes -dijo Ratko-, pero, como comprenderás, necesito más para ponerlo en marcha. Tengo que encontrar a la gente adecuada.

Su amigo bebió y asintió.

– ¿De qué se trata?

Ratko sonrió.

– Se trata de una industria que está empezando. Va a crecer como el demonio. La cosa es estar ahí desde el comienzo.

– ¿Las condiciones de siempre?

– Por supuesto -dijo Ratko.

Su amigo suspiró con una crisis de asma.

– ¿Cómo llegarás hasta allí?

– Vuelo directo a Ciudad del Cabo. Mi pasaporte noruego es reciente; resultó dificilísimo entrar en el país y más aún lo será salir. Tengo que marcharme esta misma noche.

Su amigo no contestó, no movió un músculo. Siguieron bebiendo.

– ¿Cuánto necesitas?

Ratko sonrió una vez más.

Jueves, 6 de diciembre

Las oficinas de la Asociación de las Autoridades Locales Suecas estaban en un lugar discreto a dos manzanas de Slussen. Thomas contempló las líneas bien definidas del edificio de estuco dorado; aquélla era la fortaleza del poder, el lugar donde se tomaban las decisiones. Llegar allí era su meta en la vida, o, mejor dicho, una de sus metas. Tomó aliento largamente, con sudoración en las palmas de las manos.

Dios, realmente quería aquel puesto.

El vestíbulo era espacioso y claro. Una mujer con auriculares estaba sentada tras una ventana en el mostrador, con aspecto de estar ocupada. Se anunció y se sentó en un sofá, cerca de la entrada, con su maletín. Trató de leer Metro, pero no podía concentrarse.

– Thomas Samuelsson, me alegro de verle.

Él se levantó y trató de sonreír. El director salió a su encuentro desde los ascensores, le estrechó la mano y le dio unas palmaditas en el hombro con la mano izquierda.

– Me alegra mucho que haya podido venir a pesar de haberle avisado con tan poca antelación.

El hombre no esperó respuesta. Arrastró a Thomas por la escalera, a un jardín a través de un corredor y luego a un ascensor que subió varios pisos.

Nunca encontraría la salida de este laberinto, pensó Thomas.

Las puertas se deslizaban; cerradas, abiertas; personas por todos lados conversando, discutiendo, leyendo.

¿A qué se dedica toda esta gente?, se preguntó, confundido.

Fueron hasta la oficina del director, una bonita habitación en el séptimo piso, con vista a los tejados de Hornsgatan. Se sentaron uno frente al otro en unos cómodos sillones; una mujer entró y desapareció dejando café, pastelillos vieneses y galletas.

Thomas tragó saliva; se concentró en estar relajado.

– Los ayuntamientos dedican más de 12.000 millones de coronas al año para prestaciones sociales -dijo el director, vertiendo café en dos tazas con el emblema de la asociación-. Esos costes aumentan cada año, a la vez que los políticos están en disposición de bajarlos.

El director se echó hacia atrás y sopló su café. Thomas captó su mirada: era inteligente y astuta.

– Los beneficiarios de los subsidios sociales forman parte de esa parte de la sociedad que ocupa el último lugar en la lista de prioridades de los representantes del gobierno local -dijo el director-. Para ser completamente franco, digamos que los beneficiarios de los subsidios son considerados como parásitos sin interés. Más de las dos terceras partes de los políticos piensan que es muy fácil conseguir subsidios. Esto ha tenido devastadoras consecuencias para los ciudadanos. Sírvase, están recién hechos y son muy buenos.

Thomas mordió obedientemente un pastelillo vienés; estaba espantosamente dulce.

– El año pasado, los ayuntamientos del condado examinaron la actuación de los Servicios Sociales a nivel local -continuó el director-. Los resultados fueron deprimentes, y creo que debemos tomarnos esa crítica de manera constructiva.

El director alcanzó un informe a Thomas, que él revisó y comenzó a analizar.

– A grandes rasgos puede decirse que el público percibe los Servicios Sociales de manera negativa; los empleados son insensibles y poco comprensivos -dijo el director-. Incluso es difícil conseguir una cita con un asistente social. Muchos solicitantes encuentran obstáculos en la puerta o por teléfono. Se los despacha diciendo que no tienen derecho al subsidio. Como en ese momento no se ha tomado una resolución formal, tampoco tienen derecho a reclamar. Esto implica que se compromete la justicia de manera inaceptable.

Thomas hojeó el informe.

– Cada vez más gente se siente humillada por la actitud de los Servicios Sociales -prosiguió el director-; pero no es culpa del personal. La mayoría de los asistentes sociales hacen lo mejor que pueden; su carga laboral ha aumentado, así como el riesgo de errores. No podemos seguir así.

Thomas cerró el informe.

– Para ser sincero -dijo el director-: estoy muy preocupado. Da la impresión de que no podemos controlar la estratificación y segregación en la sociedad. Las comunidades deberían tener la posibilidad de romper las tendencias negativas pero carecemos de los conocimientos y recursos necesarios. Esta mañana me llamó desde Motala una mujer desesperada. Lleva diez años cuidando a su hijo discapacitado a tiempo completo, con la ayuda de un subsidio. En octubre las autoridades decidieron retirarle los servicios de un cuidador personal que ayudaba a su hijo. Y desde entonces cuida ella sola de él las veinticuatro horas del día. No podía parar de llorar. Me siento muy impotente en situaciones así.

El director se restregó los ojos. Thomas se dio cuenta de que su reacción y era profunda y verdadera, lo que no dejó de sorprenderlo.

– Eso debe de ser contrario a la ley -dijo Thomas-; una resolución así tiene que poder apelarse.

– Intenté explicárselo -dijo el director-, pero la mujer esta mañana ya no tenía fuerzas ni para vestirse. Leerle las leyes locales y describir las fórmulas de la apelación habría sido una burla. Llamé a los Servicios Sociales de Emergencia de Motala y les hablé de la situación. Y van a hacer algo al respecto.

Thomas observó el informe que tenía en el regazo. Algunas personas estaban pasando por un infierno.

– Tenemos que coordinar tanto los hechos como los recursos -dijo el director-. Aquí es donde entra su cometido. Los que solicitan subsidios sociales son tratados de muy distintas maneras dependiendo de dónde vivan, de cómo esté organizado el trabajo y de qué asistente les toque. Lo que necesitamos son unas directivas claras y una estrategia común en todos los ayuntamientos. Tenemos que revisar los casos de manera individual y estudiar las posibilidades de hacer visitas personales. Además, necesitamos desarrollar técnicas de trabajo en equipo dentro de cada departamento y entre departamentos, y, desde luego, es necesario llevar una documentación exhaustiva.

El director suspiró y esbozó una leve sonrisa.

– ¿Es usted nuestro hombre?

Thomas le devolvió la sonrisa.

– Absolutamente -dijo.


Annika salió de la ducha con el cuerpo dolorido después de haber ido a correr. Había olvidado cuánto disfrutaba corriendo, qué placer era cubrir distancias y volar. Cruzó el patio en bata y con botas de goma y se dirigió hacia las escaleras, con una sensación agradable.

Tomó un buen desayuno, hizo café y se sentó en la sala de estar con los periódicos.

Cuando vio la primera página del Kvällspressen empezó a zumbarle la cabeza: ¡Dios!, han detenido a Rebecka, la han trincado.

La historia de la Fundación Paraíso no estaba hoy en primera plana, pero había un recuadro en la cabecera que remitía a ella. Con dedos temblorosos, Annika buscó las páginas 6 y 7. Ahí estaba Rebecka, con la cara aún borrosa, ¡se la llevaban entre tres policías. ¡Bien!

Annika se quedó mirando la foto, centrada en los detalles, en las ropas claras de Rebecka, sus botas caras, los árboles descuidados del fondo; debió de tomarse en la casa de Olovslund. Fue a por más café, se sentó con el teléfono en las rodillas, dudando por un momento, pero luego marcó un número directo de la central de la policía.

– ¡Vaya! ¿Qué es de tu vida? -dijo Q.-. ¡Cuánto tiempo!

Annika sonrió al auricular.

– ¿Tengo alguna posibilidad de visitar a mi amiga, Rebecka Björkstig?

– Te quiere -dijo el policía-. Tú sí que sabes cómo hacer buenos amigos.

Annika dejó de sonreír.

– ¿Qué quieres decir?

– Si lo que escribiste en el periódico es cierto, quizá deberías tener cuidado -dijo él-. Eres la única que ha revelado los negocios de Rebecka.

– Imaginaba que ahora estaría muy ocupada -dijo Annika-. Hablando contigo, por ejemplo.

– Por ejemplo -dijo Q.-. ¿Qué quieres?

– ¿Es culpable?

– ¿De qué? ¿Deudas, cambios de identidad, negligencias a la hora de tratar con los ayuntamientos? Sí, definitivamente, porque esas cosas son delitos. ¿Cómplice de asesinato? No estoy tan seguro como tú.

– ¿Sabes si su organización llegó a funcionar?

– Sí, en un caso: el suyo propio. Se las arregló para desaparecer de los archivos oficiales. No es tonta. La cuestión está en si lo hizo de buena fe o si había intención de cometer delitos.

– ¿Pero todos esos cambios de identidad? ¿No resulta sospechoso?

– ¿Lo parece? Primero tomó el apellido de soltera de su madre y cambió de nombre, luego tomó un apellido completamente nuevo. La gente lo hace todos los días.

Hubo un silencio.

– ¿Alguna otra cosa? -preguntó Q.

– Los asesinatos del Frihamnen. ¿Los habéis resuelto?

Se oyó un profundo suspiro.

– La respuesta es no -dijo Q.-. No estamos seguros. Algo tiene que ver con la mafia serbia y con el desaparecido cargamento de cigarrillos, pero no sabemos con exactitud cómo se relaciona una cosa con otra. Va más allá del simple contrabando, hay algo que no terminamos de comprender.

Annika contuvo el aliento.

– ¿Tiene que ver con Aida Begovic?

Q. guardó silencio.

– Probablemente -respondió.

– ¿Está implicada Rebecka Björkstig?

– Eso es lo que estamos investigando ahora.

– En una ocasión ella dijo que estaba amenazada por la mafia serbia. ¿Podría ser eso cierto?

El policía suspiró.

– La cosa es así -dijo él-. La mafia serbia se dedica a toda clase de fechorías de las que nadie sabe nada, pero también se la culpa de cosas que no ha cometido. Björkstig también nos ha contado lo de las amenazas; parece que uno de sus acreedores, un tipo llamado Andersson, la amenazó con mandarle a sus contactos con la mafia.

– ¿Así que no existe ninguna conexión entre Rebecka y los serbios?

– No.

Annika cerró los ojos; dudaba.

– ¿Ratko? -dijo-. El cabecilla de la mafia de los cigarrillos, ¿saben dónde está ahora?

– En Serbia, tal vez; es el único lugar de Europa donde puede encontrarse un poco más seguro. No puede moverse libremente por ningún otro lado.

– ¿Podría estar en Suecia?

– Tendría que ser en visita relámpago, en ese caso. ¿Por qué lo preguntas?

Ella tragó saliva con fuerza y le volvió el sabor metálico a la boca.

– A propósito -dijo-, ¿qué significa poruschn… porutschnick michich?

– ¿Qué? -preguntó el policía.

– Porutschnick michich. Creo que es serbocroata.

– Espera un momento -dijo Q.-. No hablo con fluidez todos los idiomas habidos y por haber.

– Es importante -dijo Annika-. ¿Conoces a alguien que hable ese idioma?

Él gruñó.

– Tenemos traductores aquí -dijo-. ¿Es muy importante?

– Mucho.

Se oyó un golpe sordo cuando el policía dejó el auricular en la mesa. Ella le oyó salir de la habitación y luego una voz a lo lejos gritó «Nikola», seguido de «¿qué demonios significa Porutschnick michich?».

Los pasos volvieron.

– Es un rango y un nombre. Porutschnick significa coronel, y Misic es un apellido bastante corriente.

– ¡Mierda! -exclamó Annika.

– ¿Qué? Ahora tengo curiosidad.

– Ayer fue un hombre que se llamaba así al entierro de Aida, y tenía un montón de condecoraciones y cosas en el uniforme.

– Ajá -dijo Q.-. ¿Sería un viejo pariente? ¿Y?

– Iba con varios guardaespaldas en coches de la embajada. ¿No es un poco raro?

– Tal vez estaba aquí por lo de los aviones JAS, como todos los demás tipos turbios. Describe sus insignias.

Annika pensó detenidamente.

– Hojas -respondió.

– ¿Hojas?

– Sí, como hojas, y muchas medallas.

– ¿Viste lo que decían?

Ella cerró los ojos y suspiró.

– Decía Santa algo en una de ellas, creo.

Q. silbó.

– ¿Estás segura?

– Por supuesto que no. ¿Acaso crees que soy un puto ordenador o algo así?

– Puede que sea del KOS -dijo Q.-, aunque está casi destruido.

Ella se tiró en el sofá y miró al techo.

– ¿Qué es eso del KOS? ¿De qué hablas?

– Seguro que te ha hecho pensar en una isla griega, ¿verdad? KOS es el servicio de contraespionaje del ejército yugoslavo. Milosevic casi desmanteló toda la organización. Durante los últimos quince años ha habido una dura batalla por el poder entre el KOS y el RDB, que realmente el KOS perdió. Eso ha provocado mucho resentimiento entre la vieja guardia.

– ¿RDB? -preguntó Annika, confundida.

– Los chicos de Slobodan, la policía secreta, la élite de las élites, Servicio de Seguridad de Serbia. Ellos controlan el crimen y a la policía de Serbia; son unos tipos duros.

Annika absorbió la información algunos segundos.

– Perdona -dijo después-, pero ¿de qué trabajabas antes de ir a parar a homicidios?

– Eso es información clasificada -dijo él, y oyó que soltaba una burla.

– ¿Dónde vive un coronel del KOS cuando viene a Estocolmo por lo de los aviones JAS?

– Si se lleva bien con los chicos del RDB de la embajada, se aloja allí. Si no, se queda en uno de los grandes hoteles de la ciudad.

– ¿Como por ejemplo…?

– Yo empezaría con el Royal Viking.

– Te querré siempre -dijo Annika.

– Dispénsame de semejante cosa -dijo Q., y colgó.


El coronel Misic se alojaba en el hotel Sergel Plaza. Annika permaneció fuera de su cuarto varios minutos con la mano alzada para golpear, el pulso galopando por sus venas, antes de dejar, finalmente, que los nudillos dieran contra la madera. Oyó un «Da» inquisidor que venía de dentro, y golpeó otra vez.

La puerta se abrió y quedó entornada.

– ¿Da?

Vio una vieja cara, una espalda velluda, una camiseta.

– ¿Coronel Misic? Me llamo Annika Bengtzon. Me gustaría hablar con usted.

Intentó sonreír, de manera insegura.

El hombre la miró, su rostro estaba en la sombra. Ella no podía desentrañar su expresión.

– ¿Por qué? -preguntó él con voz opaca.

– Yo conocí a Aida -dijo ella en tono muy agudo, nervioso.

Él no contestó, pero no cerró la puerta.

– Lo vi en el entierro -dijo ella-. Hablé con usted.

El hombre dudó.

– ¿Qué quiere? -preguntó.

– Sólo hablar -dijo ella rápidamente-. Quiero hablar sobre Aida con alguien que la conociera de antes.

El viejo coronel dio un paso atrás y abrió la puerta. Estaba descalzo, se había subido los pantalones y los tirantes le colgaban hasta las rodillas.

– Entre y siéntese -dijo él-. Voy a buscar una camisa.

Annika entró en la habitación doble pero poco espaciosa, con dos camas pequeñas, una televisión, minibar, escritorio y sillas con patas cromadas. La puerta se cerró detrás de ella; se oyó a sí misma tragar saliva. El hombre había desaparecido en el baño, y por un instante se sintió presa del pánico.

¿Y si sale con una automática?

O un cuchillo.

Quizá él había matado a Aida.

Su pulso se aceleró nuevamente; estaba a punto de huir hacia el corredor otra vez cuando el hombre salió del baño con una camisa blanca, sin abrochar, y un par de calcetines en la mano.

– ¿Conocía bien a Aida? -preguntó él en un inglés con acento.

Annika bajó la mirada.

– No muy bien -dijo, y alzó la mirada hacia los turbios ojos del anciano-. Pero me hubiera gustado conocerla mejor.

– Lleva puesto su collar -dijo el hombre-. El lirio bosnio, el corazón del amor. Fui yo quien se lo compró a Aida. Le quitó el encanto con las águilas serbias.

Annika se llevó la mano hacia el collar y notó que se ponía colorada.

El anciano se sentó en una de las camas, colocó el pie en la otra rodilla y se puso un calcetín.

– Siéntese -dijo.

Ella se sentó en la cama frente al militar, las rodillas temblorosas; dejó el bolso en el suelo, junto a la cama.

– ¿Por qué hace esto? -preguntó él.

Annika miró al anciano, sus mejillas moteadas de gris, los hombros enjutos, la figura pesada, la camisa que apenas lograría cerrar en el estómago, el cabello escaso.

La pena lo quebró, se dio cuenta. Una tristeza que enfermaría a cualquier persona.

¿Alguien sufriría así por ella?

De repente sintió que las lágrimas se le escapaban. Se tapó la cara con las manos.

El hombre seguía sentado, mudo, sin moverse.

– Perdón -susurró ella al fin, y se secó con el dorso de la mano-. Mi abuela murió hace poco, y aún no me he recuperado.

El militar se levantó, fue al baño y volvió con un rollo de papel higiénico.

– Gracias -dijo Annika; lo cogió y se secó.

El hombre la contemplaba, fijamente pero sin mala intención.

– ¿Por qué lleva la cadena de Aida?

Annika se secó bajo los ojos con el papel higiénico.

– La conocí un par de días antes de que muriera -dijo Annika-. Estaba enferma y tenía mucho miedo. Yo soy periodista, Aida llamó al periódico donde yo trabajo y pidió ayuda, yo intenté ayudarla…

– ¿Cómo?

Annika respiró hondo y dejó salir el aire sin un sonido.

– Ella estaba muy sola. No había nadie que pudiera ayudarla. La perseguía un hombre; tenía terror a morir. Yo la fui a ver porque ella tenía información de dos homicidios que se cometieron aquí. Después no pude dejarla, estaba enferma, le di un par de números de teléfono de una organización que se llama Paraíso… Creí que podrían ayudarla.

Ella lanzó una mirada al hombre; él escuchaba atentamente pero no reaccionó cuando ella nombró la fundación.

– La mujer que está detrás de Paraíso ha resultado ser una estafadora -dijo Annika-. Me siento muy culpable porque yo envié a Aida a esa organización.

Agachó la cabeza, sintió que las lágrimas acudían nuevamente; esperaba la ira del hombre.

Pero no llegó.

– Es bueno -dijo el hombre- ayudar a un amigo. Aida debió de apreciar lo que hiciste, puesto que te dio su collar.

– Lo siento tanto… -murmuró ella.

El viejo militar se levantó, fue hacia la ventana, se detuvo a mirar la plaza Sergel.

– Aquí murió ella -susurró-. Aquí murió Aida.

El silencio se hizo más denso, sintió la desesperación del hombre, vio que le temblaban los hombros. Se quedó sentada, insegura, las manos frías y torpes. Al fin cortó un pedazo de papel, se levantó y fue despacio hacia él. Las lágrimas corrían por sus mejillas, se le enredaban en la barba. Él no hizo ningún intento de coger el papel.

– Perdón -dijo Annika en voz baja-. Yo creí que la ayudaba.

El hombre le dedicó una breve mirada, después miró la plaza nuevamente.

– ¿Por qué se siente culpable? -preguntó.

– La mujer que está detrás de Paraíso; me temo que ella…

El hombre se volvió rápidamente, fue al frigorífico, cogió una botella de Slivovits y se sirvió un trago en un vaso.

– Aida eligió morir -dijo él, y alargó la mano con la botella hacia Annika.

Ella negó con la cabeza; él le puso el corcho y la guardó. Se dirigió nuevamente hacia la cama; se hundió en el colchón que crujió.

– ¿Quién era Aida, en realidad? -preguntó Annika-. ¿De qué la conocía?

– Yo he nacido en Bijelina -dijo el viejo-, igual que Aida.

Annika se sentó frente a él.

– ¿Conoce Bijelina?

Ella intentó sonreír.

– No, pero he visto fotos de Bosnia. Es muy bonito, con las montañas y las palmeras.

– Eso no existe en Bijelina -dijo el militar-. La ciudad se encuentra en una pradera, un poco al noreste de Tuzla; los inviernos son duros; las primaveras lluviosas.

Su mirada se fijó en un punto indefinido por encima de su cabeza.

– Ni siquiera el río es muy bello.

Él suspiró y miró a Annika.

– Seguramente has visto fotos del río, el Drina, que corre junto a la frontera serbia, pero las fotos famosas se tomaron en las afueras de Gorazde.

Ella sacudió la cabeza.

– Montañas de cadáveres -dijo él-, cuerpos que se tiraban al río Drina y quedaban atascados a la altura de Gorazde. Un fotógrafo danés entró en nuestras líneas y tomó esas fotos, que se publicaron en todo el mundo.

Annika tragó saliva, sí, lo recordaba, había leído una novela sobre eso, y el Kvällspressen había comprado los derechos de esas fotos en Suecia.

Él se calló, la mirada desapareció de la habitación de nuevo, Annika esperó.

– ¿De modo que usted es… serbio? -preguntó.

El viejo militar la miró, cansado.

– En aquellos tiempos uno crecía sin pensar en su origen -dijo-. Yo era hijo único, mi amigo más íntimo de la infancia era como un hermano para mí. Era el padre de Aida. Jovan era un hombre muy inteligente, pero como era musulmán no había caminos abiertos para él en el Estado. Él se hizo panadero, muy buen panadero.

El hombre calló, se restregó los ojos, la mano peluda, los dedos peludos.

– Pero usted no se hizo panadero -dijo Annika en voz baja.

– Yo hice carrera dentro del ejército -respondió el viejo-, como mi padre y mi abuelo antes que yo. Nunca me casé. Jovan, en cambio, tuvo una familia fantástica, una hermosa mujer y tres hijos talentosos. Yo los visitaba todos los años, en el verano y en Navidad. La hija era mi favorita. Aida. Ella era esbelta como un ángel, su voz tenía la claridad de una campana…

El viejo se tomó el alcohol de un solo trago y se secó la boca con el dorso de la mano.

– ¿Por qué se preocupa por Aida? -preguntó él.

– Soy periodista -dijo ella-, mi trabajo es escribir sobre lo que es importante y verdadero, describir la condición humana…

– ¡Ja! -soltó el hombre de pronto-. Los periodistas son lacayos, como los soldados. Ustedes golpean con mentiras, no con armas.

Annika parpadeó, sorprendida por su ira.

– ¡No es cierto! -dijo cuidadosamente-. Mi único lema es la verdad.

El militar miró su vaso vacío.

– ¡Ajá! ¿Sí? ¿Usted escribe al servicio del bien? ¿No recibe un sueldo por su trabajo?

Ella cerró sus manos.

– Por supuesto que sí, soy empleada en un periódico libre, que no está vendido a la publicidad.

– ¿Un periódico comercial, que se vende por dinero? ¿Cómo puede ser libre? Su voz está comprada, corrompida; es mentirosa.

El hombre se levantó de nuevo y se llenó el vaso. Esta vez no se molestó en convidar a Annika. Cuando volvió a sentarse, ella vio algún brillo en sus ojos; aquél era un hombre que en el pasado disfrutó discutiendo de cosas, que tuvo poder y el don de las palabras.

– El capital tiene su propia verdad -dijo él-. Está destinado sólo a multiplicarse a sí mismo, al precio que sea.

– No es cierto -dijo ella, sorprendida de su propia vehemencia-. Sólo una prensa libre y sin compromisos puede garantizar la democracia…

– ¡Democracia, sí! Sólo crea competitividad e inestabilidad, políticos que se ofrecen a los electores como putas, capitalistas que utilizan y explotan a su prójimo. No tengo mucha fe en vuestra democracia.

– ¿Y cuál es la alternativa? -preguntó Annika-. ¿Un Estado totalitario con la prensa censurada?

El hombre se inclinó hacia delante, casi sonriente.

– Sólo el Estado puede responsabilizarse de sus ciudadanos. Al Estado no puede regirlo otro propósito más que el bienestar de las personas. No son las voces libres las que hablan en sus diarios y en sus canales de televisión; es el capitalismo.

Annika sacudió la cabeza.

– Se equivoca -dijo-. ¿Cuánta diversión tienen ustedes en Serbia realmente, con Slobodan Milosevic dirigiendo el espectáculo?

Ahora el hombre se ensombreció; Annika tenía que haberse mordido la lengua, ¿qué había dicho?

– Lo siento -murmuró-, no pretendía ofenderle…

– Milosevic es un campesino -dijo el viejo, controlando la voz-. ¡Mira lo que ha hecho con mi país! Él destruyó el KOS, la única organización que tuvo la posibilidad de aplicar la ley y el orden; bajó nuestro presupuesto hasta que no quedó nada y le dio dinero al RDB.

Pegó un golpe sobre la mesilla y Annika dejó escapar un sonido desde la cama.

– ¡Malditos los del RDB, mira lo que han hecho de mi país! Han permitido que campesinos criminales echaran a perder Serbia. Si el KOS hubiera tenido el poder, Yugoslavia sería todavía una potencia poderosa, una gran Serbia no dividida. Nosotros nunca hubiéramos permitido que todo se destruyera.

Se quedó sentado; la cabeza inclinada, los codos en las rodillas. Annika no se atrevió a moverse.

– Hasta finales de los años ochenta había moralidad en los Balcanes -dijo el hombre por lo bajo-; normas comunes y valores, pero después se desató la barbarie. Hombres como Ratko llegaron al poder, limpiadores, idiotas criminales.

Annika se pasó la lengua por los labios; se negaba a sentir el sabor metálico.

– ¿Quién es Ratko, realmente?

El viejo suspiró y se irguió.

– Viene de una familia rica a la que expropiaron todos sus bienes los comunistas, la redistribución de los ricos a los pobres. Su padre era herrero, un honrado obrero fabril, pero eso ofendía a la familia. Ratko decidió ser alguien. Se vino aquí, a Suecia, a probar suerte, pero terminó en una fábrica de camiones. Vio cómo todos sus compatriotas sufrían accidentes de trabajo y eligió otro camino: la criminalidad profesional.

Bebió un trago.

– Ratko y su padre no pensaban que las nuevas leyes regían también para ellos. Ellos creían que la ley del comunismo les había robado todo lo que tenían; que los había despojado de su historia y de su valor jerárquico. La ley era el enemigo de Ratko, obedecerla era perderlo todo. Lo único que empuja al hombre es la codicia, el deseo de ganancia, las cosas materiales.

– No es cierto -dijo Annika.

– El único que puede responsabilizarse de los hombres es el Estado -dijo el anciano.

– Pero el Estado somos nosotros -respondió Annika-. Nunca puede ser mejor que los hombres a los que representa.

– La sociedad es siempre mayor que el hombre, vernos como individuos aislados implica el triunfo del egoísmo.

– No tiene por qué ser así -dijo Annika-. El Estado son los ciudadanos, no podemos delegar la responsabilidad en nadie más que en nosotros mismos. Somos nosotros mismos los que formamos nuestro futuro, el Estado somos nosotros. Tenemos la responsabilidad de los demás y debemos tomarla. ¡Cada individuo es importante!

– ¡Y entonces se va todo al carajo! -gritó el hombre y golpeó otra vez la mesa-. ¡Mira Serbia! Cuando Milosevic se colocó por encima del Estado se fue todo al carajo! El RDB no tiene los conocimientos que se necesitan, a pesar de haber recibido enormes recursos. Los emplean mal, para su propio beneficio, desperdician su poder, apoyan el crimen…

Se quedó en silencio, estaba sin aliento.

Annika le observó, el sudor perlaba su frente.

– ¿Cuánto sabe usted? -preguntó ella en voz baja.

– Yo lo sé todo.

– ¿Todo?

– Todo.

– ¿También sobre la mafia?

El hombre la miró intensamente; observó su rostro, su pelo, sus manos.

– La abanderada de las palabras libres -dijo él-. ¿Puede manejar todas las clases de verdad?

Annika parpadeó.

– Siempre y cuando pueda verificarlas, y si son de interés para el público en general.

– Ajá -exclamó el hombre-. ¿Y eso quién lo juzga?

– Primero yo misma, después quienes mandan en mi redacción.

– Los censores -constató el viejo.

– ¡No! -dijo Annika-. No nos doblegamos ante nadie, sólo ante la verdad.

– Usted no se atrevería a escribir mi verdad -dijo el hombre-. Nadie puede publicar todo lo que yo sé.

– No puedo responder a eso; yo no sé nada sobre sus conocimientos.

El hombre la miró un largo rato; se le puso la piel de gallina, se sintió desnuda.

– ¿Tiene un bolígrafo? ¿Algo donde escribir? Bueno, pues escriba mi relato. Vamos a ver si tiene el coraje de publicarlo.

Annika se inclinó hacia delante, cogió el bolso, sacó un cuaderno y un bolígrafo.

– Dispare -dijo ella.

– La mafia es el Estado -dijo el viejo-. El Estado es la mafia. Todo se controla desde Belgrado. El RDB, la policía secreta, es quien mueve todos los hilos. El contrabando de armas es la más grande e importante fuente de ingresos. Las tres cuartas partes del dinero proceden de la venta de armas. Ellos han limpiado a toda la ex Yugoslavia de armas, las tienen en enormes depósitos, pueden hacer la guerra hasta el día del Juicio Final, y pueden provocarla. Tienen muchos negocios en Oriente Próximo, en Irak. Corea del Norte está muy interesada en las armas químicas. Hasta en eso puede ayudar Belgrado. Ellos apoyan muchos conflictos en África, proveen a muchos Estados africanos de armas. Utilizan barcos polacos que salen de Gdansk, los cargan en Serbia y van con ellos a través del canal de Suez, donde las aduanas están compradas.

Annika observó al hombre, no había escrito una línea.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó-. ¿Es eso cierto?

– El contrabando de cigarrillos constituye otra gran parte del negocio -continuó el viejo-, y por supuesto el alcohol, las drogas y la prostitución. Los cigarrillos se hacen en grandes fábricas piratas provistas de etiquetas falsas, Marlboro, por ejemplo; se cargan en camiones sellados que se trasladan a Europa, con destino final en Finlandia. En Suecia se desprecintan los camiones, se vacía la carga y después van a la embajada yugoslava y reciben un nuevo sellado. Esto es posible porque el Estado es el administrador oficial. Después se dirigen a Finlandia y se descargan algunas cajas.

Annika inclinó la cabeza.

– Espere un segundo -dijo ella-, ¿puede repetir la primera parte? ¿Las armas, África? ¿Corea del Norte?

El viejo repitió pacientemente muchos detalles.

– Por lo que respecta a la prostitución -dijo después-, las mujeres son traídas sobre todo de Ucrania y de la Rusia blanca y son exportadas a burdeles de Europa Central, sobre todo a Alemania, Hungría, la República Checa, Polonia. Los narcóticos vienen en gran parte de Afganistán. No son los talibanes sino la oposición quien tiene a su cargo la producción de narcóticos. La ruta va a través de Turquía; actualmente es cada vez más frecuente que sean los albaneses de Kosovo los que dirigen esa parte del tráfico. Cuando los albaneses kosovares reciben el material en bruto, se lo venden a los serbios. Los serbios transforman la materia prima en narcóticos; todos los hospitales están implicados en la actividad, así como grandes sectores de la industria agrícola.

Annika tragó saliva, mareada, y escribió hasta que le dolió el brazo, ¿podía ser posible todo esto?

– El alcohol se fabrica en grandes fábricas y se emplean falsas etiquetas, whisky escocés de doce años, por ejemplo; vodka finlandés. Si este proceso se detiene el país quiebra en pocos días. Los trabajadores no recibirían sus sueldos; el sistema se caería en pedazos.

El hombre suspiró.

– El RDB suministra todo tipo de pasaportes: escandinavos, franceses, americanos. Es una sólida red que abarca toda Europa en forma de bares, discotecas, asociaciones serbias y clubes de ajedrez.

Él soltó una carcajada amarga.

– El servicio secreto serbio tiene una pequeña unidad, sólo hace campañas y arrestos los miércoles. Si uno se salva un miércoles está seguro una semana más. Las patrullas de las ciudades van en grupos de tres o cinco. Si operan en un país extranjero huyen vía embajada, o consulado. Aquí en Suecia, el consulado de Trelleborg es muy activo.

Su voz se apagó, Annika terminó de escribir y se quedó sentada con el bolígrafo sobre el papel.

– ¿Cómo puedo comprobar todo esto? -se preguntó.

El hombre se levantó, fue hasta el pequeño hall, abrió el armario y dio vueltas a la combinación de una pequeña caja fuerte. Cuando volvió tenía algunos documentos en sus manos, un par de ellos en papel azul.

– Los he robado de la embajada -dijo-. Dos documentos sellados con seguridad TIR. Van a notar su falta en poco tiempo.

Los puso en la cama donde Annika estaba sentada, a su lado. Ella miró los papeles, observó al hombre; sentía que su confusión aumentaba.

– ¿Cómo es posible? -dijo.

El hombre se sentó pesadamente.

– Hay escondites de armas en toda Suecia -dijo él-. Depósitos con narcóticos, bebidas, cigarrillos; edificios enteros con serbios sin permiso de residencia, camiones, coches, barcos.

Annika tragó saliva.

– ¿Usted sabe dónde están?

Él la miró, y asintió.

Y empezó a hablar de nuevo.


Cuando el coronel Misic terminó, Annika sentía que transpiraba adrenalina. Todo aquello era completamente increíble.

– Pero -dijo ella- ¿qué sucederá si escribo esto con mi propio nombre? ¿No vendrá la mafia a por mí, entonces?

El viejo la miró con cierto cansancio.

– ¿Preocupada por tu propio pellejo? ¿Eres más importante que la verdad? ¿No puede tu Estado de ciudadanos libres cuidarte y protegerte?

Ella enrojeció y bajó la mirada.

– Debes entender -dijo el hombre- que esto no es personal; son sólo negocios. Ratko ya no tiene amigos, nadie va a eliminarte por una vendetta personal. Si acabas con la estructura criminal no quedará nadie que pueda hacerte daño; ya no habrá ningún interés en eso.

Annika le observó.

– Pero la embajada, si lo que usted dice es cierto, está detrás de todo.

– La embajada serbia será tu mejor seguro de vida. Va a tener un interés personal en que no te pase nada. En cambio, no te recomendaría que viajaras a los Balcanes durante un tiempo. Allí podrías toparte con las personas equivocadas.

Ella miró sus anotaciones y se aclaró la garganta.

– ¿Qué le sucederá a Ratko?

El hombre dudó.

– Ratko ya se ha ido; nadie sabe adónde. El día que aparezca por Europa estará muerto. Yo supongo que se ha ido a África, a alguno de los lugares que le compra armas.

– ¿Qué sucederá con usted?

El hombre la miró largo tiempo.

– Yo ya hice mi parte -dijo-. Todos los que significaban algo para mí ya no están. Aida era la última.

– ¿Qué fue lo que pasó? -susurró Annika.

El viejo se levantó, caminó hasta la ventana, miró la plaza, gris al atardecer.

– Ratko mató a toda la familia, menos a Aida. Fue el preludio de la violencia en Bosnia. Sucedió en marzo de 1992.

Annika dio un grito ahogado.

– Oh, Dios mío, ¿a toda la familia?

– Jovan, su mujer, la nuera que estaba embarazada, el hijo más pequeño de Jovan, que sólo tenía nueve años. El hijo mayor estaba en el ejército y murió en el frente medio año después.

– ¿Él los mató?

Con la mirada fija en el dibujo de triángulos de la plaza Sergel, Misic continuó.

– Ratko y sus Panteras. La tensión política siguió durante mucho tiempo, las luchas habían arrasado Croacia, pero la masacre de Bijelina fue la primera de esa clase que se realizó en Bosnia.

– ¿Y afectó a la familia de Aida?

– Ignoro cómo ella logró sobrevivir. Nunca me lo dijo.

Annika sintió que las lágrimas le corrían otra vez por las mejillas; qué experiencia más espantosa.

– ¿Qué sucedió con ella? ¿Cómo llegó aquí?

El hombre observaba la plaza, los copos de nieve que comenzaban a caer.

– Ella tenía catorce años entonces y, por lo que sé, se fue a pie hasta Tuzla nada más suceder las muertes. Consiguió que alguien la llevara hasta Sarajevo y se unió a Armija Bih. En Sarajevo estaba su tío, el hermano menor de Jova, y la hizo ingresar en su grupo Speciale diversanskij.

Annika esperó la continuación, sin respirar; las lágrimas le colgaban de los labios.

– ¿Y?

– El grupo Speciale diversanskij -dijo el hombre acentuando cada palabra-. Se hizo francotiradora. Cuando me enteré de eso, le retiré la palabra, rompí todo contacto.

Annika parpadeó; no entendía.

– Francotiradora -dijo el viejo con un cansancio sin límites-. Ella se formó como francotiradora. Se tumbaba en los tejados y disparaba contra los hombres en la calle, las mujeres, los niños, sin discriminar.

Annika no podía respirar.

– No…

Él se volvió, y la miró.

– Se lo juro -dijo él-, se volvió muy hábil. Sólo Dios sabe a cuántas personas ha matado Aida.

Se sentó otra vez frente a ella.

– ¿No lo sabía? -preguntó.

Annika sacudió la cabeza.

– ¿Cómo…? -dijo ella, y tragó saliva-. ¿Cómo llegó ella hasta aquí? A Estocolmo.

El hombre se restregó los ojos.

– La hirieron, la sacaron por el túnel de Sarajevo y la llevaron al monte Igman. Allí dispuso las cosas de modo tal que consiguió un permiso para unirse a un grupo de mujeres y niños que la Cruz Roja había reunido. Hubo un problema camino a Bosnia. En una ocasión pararon el transporte; algunas de las mujeres más jóvenes fueron obligadas por militares borrachos a bajar del autobús; unos bárbaros. No sabemos qué pasó, pero cuando el autobús reanudó el viaje había dos soldados muertos en sus puestos de guardia; les habían disparado en la boca con sus propias armas. No pudo ser otra persona más que Aida.

El hombre dejó caer la cabeza; Annika sintió crecer las náuseas.

– ¿Por qué quiso venir a Suecia? -susurró.

– Había oído decir que Ratko estaba aquí. Ella había jurado vengarse. Era lo único que significaba algo para ella. Él había matado a toda su familia, destruido su vida. Yo no supe nada de ella durante varios años. Siempre me ha dolido. Yo me equivoqué. Debí haber mantenido el contacto. Nadie se las arregla solo. Aida pudo haberme necesitado.

Annika sintió de repente que la cadena le ardía en la garganta, pesada y caliente; la gratitud de una asesina.

– Esto es lo que ella escribió -dijo el hombre ahogadamente- el 3 de noviembre de este año. Su tarea estaba casi lista. Había tomado contacto con Ratko, iban a encontrarse, uno de ellos moriría.

– ¿Ella se puso en contacto con Ratko? -preguntó Annika-. ¿Está seguro de que fue ella misma quien se puso en contacto con Ratko? ¿Que ella tomó la iniciativa? ¿Que nadie la traicionó?

El hombre inclinó la cabeza.

– Ella iba a enfrentarse a Ratko de una vez por todas -dijo suavemente-. Si ella fracasaba, me pidió que yo terminara el trabajo. Yo he sobrevivido a todas las purgas, aún tengo la confianza de Milosevic; yo podía destruir la vida de Ratko.

Los hombros del hombre volvieron a estremecerse; se puso una mano en los ojos.

– Vete -pidió él.

Annika carraspeó.

– Pero…

– Vete.

Ella se inclinó, guardó el cuaderno y el bolígrafo en el bolso, dudó un segundo, guardó también los documentos azules sellados con seguridad TIR de la embajada yugoslava.

– Gracias por todo -murmuró.

El hombre no respondió.

Ella le dejó, caminó silenciosamente por el hall, abrió la puerta y salió al corredor.


El viejo militar se quedó sentado en la cama mientras caía la oscuridad. Le dolían los hombros, la espalda, las manos. Se le enfriaron los pies y se le durmieron. La joven periodista se llevó los sellos. Bien. Nunca podrían probar que fue él quien los había robado, aun cuando naturalmente adivinaran que había sido obra suya.

Decidió darse un baño. Entró en el cuarto de baño, encendió la luz, puso el tapón, dejó caer el agua, bien caliente. Se sentó en el váter mientras la bañera se llenaba, dejó que el frío del suelo le subiera por las piernas. Dio la bienvenida al dolor. Cuando el agua llegó hasta el borde y alcanzó sus pies, cerró los grifos. Fue hasta el cuarto, en la oscuridad, se quitó la ropa, la dejó cuidadosamente doblada en una silla.

Entonces el coronel se hundió en el agua caliente hasta la mandíbula; cerró los ojos durante un buen rato y dejó que el cuerpo se relajara.

Cuando el agua se enfrió salió de la bañera, se secó con cuidado, se afeitó, se peinó, sacó el uniforme de gala, todas las condecoraciones, las medallas por los servicios prestados. Se vistió lentamente y con esmero, pasó las manos por la tela del uniforme, se ajustó la gorra correctamente en la cabeza. Después fue a la caja de seguridad y cogió su arma de servicio.

Vio su reflejo en el cristal de la ventana. Su habitación del hotel flotaba por encima de los bordes de cementos triangulares de la plaza Sergel. Una mirada calmada y resuelta se cruzó con la suya en el cristal. Dirigió la vista a un punto nítido en la plaza de abajo: el lugar donde Aida había muerto.

Estaremos juntos, pensó el coronel Misic. Entonces se puso el cañón del arma en la boca y disparó.


Eleonor se secó la frente con el dorso de la mano.

– El asado está listo -dijo-. ¿Cómo van las patatas gratinadas?

Thomas abrió la puerta del horno y pinchó en el centro para comprobarlo.

– Necesitan un poquito más.

– ¿Ponemos papel de aluminio por encima para que las patatas no se quemen?

– Creo que no hace falta -dijo Thomas.

Eleonor se lavó las manos en el grifo de la cocina, se las secó en el delantal y soltó el aliento.

– ¿Tengo las mejillas coloradas de cocinar? -preguntó ella sonriendo.

Él tragó saliva y le devolvió la sonrisa.

– Estás muy guapa así -dijo él.

Ella se desató el delantal de la espalda, lo colgó del gancho y fue al dormitorio a cambiarse los zapatos. Thomas se dirigió al comedor con la ensaladera y la colocó entre los vasos de cristal, la porcelana inglesa, blanca y translúcida, y los cubiertos de plata. Observó la mesa, antipasto frío de entrante, las servilletas, el agua mineral, la ensalada, todo estaba en su lugar, menos el vino.

Suspiró, estaba cansado y habría preferido pasarse la tarde viendo la tele y pensando en su proyecto. Había estado leyendo el informe en el que las personas contaban cómo era vivir del subsidio social, cómo la marginalidad las destruía; lo desagradable que era estar allí sentado explicando por qué su hijo necesitaba unas zapatillas nuevas; la premura del asistente social, el constante sentimiento de humillación. Cómo se veían obligados a elegir entre arreglarse la dentadura o comprar medicinas. No poder permitirse nunca poner un pedazo de carne en la mesa. Los ruegos de los niños que querían unos patines o una bicicleta.

La desesperación de esas personas le había calado en la conciencia. No se le iba de la cabeza, como una herida que no cerraba. Si tuviera poder para cambiar las cosas… pensó, cerrando los ojos y respirando durante un rato.

Entonces oyó puertas de coches que se cerraban en el camino de entrada a la casa y esperó a oír el crujido y el chasquido de pisadas en la gravilla y el hielo.

– ¡Ahí están! -gritó en dirección al dormitorio.

Sonó la alegre melodía del timbre. Thomas se secó las manos y fue al vestíbulo a abrir la puerta.

– Bienvenidos; pasad, por favor, ¿me dais los abrigos?

Nisse, del banco local, los directores de la oficina de Täby y Djurholm y el director regional de Estocolmo; tres hombres, una mujer.

Eleonor, fresca, sonriente y hermosa, apareció cuando él ya se ocupaba de servir las bebidas.

– Me alegro de veros -dijo ella-. ¡Bienvenidos!

– Tenemos mucho que celebrar -dijo el director regional-. ¡Qué casa más bonita tenéis!

Él le plantó dos sonoros besos en las mejillas. Thomas se dio cuenta de que Elenor se ponía colorada, y eso le irritó.

– Gracias. Realmente nos gusta vivir aquí.

Miró de reojo a Thomas y él le devolvió una sonrisa forzada.

Bebieron un poco, y Eleonor dijo:

– ¿Os enseño la casa?

El grupo se alejó dando muestras de entusiasmo, y Thomas se quedó solo en la sala. Le llegaba la voz cantarina de su mujer.

– Pensamos reformar la cocina -dijo ella feliz- y poner una de gas; nos gusta mucho cocinar, y no hay nada como la llama… queremos instalar suelo radiante, de mármol a ser posible, y verde, que da sensación de paz… Y aquí abajo tenemos nuestro refugio, donde estamos pensando poner la bodega, nos parece que deberíamos cuidar mejor nuestra colección…

Él dejó a un lado la copa, sintió que le temblaba la mano. ¿De qué colección de vinos está hablando? Los padres de Eleonor tenían una buena bodega en el campo, con reservas de muy buena calidad, pero Eleonor y él no habían empezado a coleccionar nada; no habían tenido tiempo.

De pronto notó que le invadía el pánico y le paralizaba.

No, rogó, ahora no, tengo que poder con esto; al menos esta noche, es muy importante para Eleonor.

Thomas fue a la cocina, destapó el vino tinto para que respirase, abrió una botella de vino espumoso y lo sirvió en las copas de champán.

– ¡Una casa preciosa! -dijo el director regional cuando volvieron de la visita-. Las casas con dos niveles están muy bien.

Thomas intentó sonreír, pero no lo consiguió del todo.

– ¿Nos sentamos? -dijo.

Eleonor sonrió nerviosa.

– Una cena sencilla -dijo ella-.Thomas y yo estamos siempre tan ocupados… Thomas es el director financiero del Ayuntamiento de Vaxholm.

– Trabajo para los Servicios Sociales -dijo Thomas.

Eleonor fue al comedor y mostró a sus invitados su lugar en la mesa.

– Nisse, tú aquí… Leopold, aquí, a mi lado, Gunvor…

Los invitados alabaron la comida y el vino, y la atmósfera se animó. Thomas oía pequeños fragmentos de conversaciones sobre ganancias, resultados, mercado. Intentó comer pero no le pasaba la comida. Se sentía aburrido y mareado. El jefe regional solicitó la atención de todos, dando unos golpecitos en la copa.

– Quisiera proponer un brindis por Eleonor -dijo solemne-, nuestra maravillosa anfitriona, por sus fantásticos resultados en el banco durante el año. Debes saber, Eleonor, que la dirección del banco ha tomado nota de tus logros, tu tenacidad y entusiasmo, ¡salud!

Thomas miró a su mujer. A Eleonor le ardían las mejillas por los elogios.

– Y para ponerle la guinda al pastel, esta noche voy a revelar cómo la dirección del banco pretende expresar su satisfacción.

Los cuatro directores del banco se enderezaron, Thomas sabía que éste era el punto culminante de la noche, había llegado el momento de dar el hueso a los perros.

– Vosotros representáis a las sucursales con los mejores resultados de Svealand -dijo el director regional-. El rendimiento de las inversiones de capital ha vuelto a aumentar este año y las encuestas a las empresas y a los clientes particulares muestran una gran satisfacción.

Hizo una corta pausa para dar énfasis.

– También estoy en disposición de revelar que ya tenemos la evaluación que de los directores ha hecho el personal de las sucursales, y que los resultados no pueden ser mejores en vuestro caso. Por eso, con gran alegría, puedo informaros que la dirección del banco ha resuelto aumentaros tanto la prima como la participación en los beneficios.

Eleonor dio un grito ahogado, con un brillo de embeleso en los ojos.

– Y, además -agregó el director regional, inclinándose sobre la mesa-, tendréis también la oportunidad de entrar en el programa de directivos el año que viene.

A estas alturas, los cuatro directores de banco ya no podían seguir callados por más tiempo y de sus labios salieron pequeños gritos de júbilo.

– Y, además -siguió el director regional-, el banco os proporcionará un muy ventajoso paquete de seguros de enfermedad. Eso significa que no tendréis que hacer ninguna cola para que se os atienda en un centro de salud… ¡Y eso también incluye a los cónyuges!

Absolutamente encantada, Eleonor miró a Thomas.

– ¿Has oído, cariño? ¿No es estupendo?

Ella se volvió otra vez hacia el director regional.

– Leopold, ¿cómo podremos estar a la altura de este reconocimiento? ¡Qué responsabilidad!

El director regional se levantó de nuevo.

– ¡Por nuestros éxitos!

Los demás se unieron a él.

– ¡Por nuestros éxitos!

A Thomas le entraron ganas de vomitar. Salió corriendo del comedor y se dirigió al baño. Cerró la puerta y se tiró sobre el inodoro, respirando entrecortadamente. El sudor le perlaba la frente y creyó que iba a desmayarse.

Preocupada, Eleonor llamó a la puerta.

– ¿Estás bien, cariño? ¿Qué te pasa?

Él no contestó, sólo quería llorar.

– ¡Thomas!

– Me siento mal -dijo él-. Ve con los demás, yo voy a acostarme.

– ¡Pero yo quería que tú hicieras el café!

Él cerró los ojos; con un gusto ácido en la garganta.

– No puedo -susurró él-. No puedo más.

Viernes, 7 de diciembre

Annika despertó tres minutos antes de las seis, sedienta y muerta de hambre. Al otro lado de la ventana, la noche invernal seguía impenetrable, oscura y fría. Se acostó de lado, miró el rectángulo luminoso del reloj despertador, que sonaría dentro de dieciocho minutos.

Tenía que estar en el hospital de Söder a las siete de la mañana. No podía comer ni beber nada, por la anestesia. Le pondrían un perno en el cuello del útero para abrirlo y poder aspirar el contenido.

Un niño, pensó. Rubio, como su padre.

Annika se puso boca arriba y miró hacia el techo, incapaz de encontrar ninguna forma en la oscuridad.

No hay prisa. Llegaré a tiempo.

Cerró los ojos y escuchó el nuevo día que empezaba a respirar. A las seis se ponía a funcionar el ventilador en la parte posterior del edificio, chirriaron los frenos del autobús 48 y oyó la sintonía del programa radiofónico de noticias Morgonekot, que se colaba por las paredes del piso de abajo. Sonidos que le resultaban familiares, cálidos, reconfortantes. Se estiró, alzó los brazos, los puso bajo la nuca y se quedó mirando la oscuridad.

La imagen del anciano oficial serbio se le vino a la memoria: tan apesadumbrado, resentido y solo. Él no tenía fe en la humanidad, sólo en el Estado: él eligió esa perspectiva. Siempre se tiene elección.

Aida había sido una francotiradora, una asesina; ella eligió serlo. Las circunstancias nos influyen, pero siempre podemos elegir.

Annika sintió de pronto el peso de la gruesa cadena de oro alrededor del cuello; se sentó, buscó el cierre torpemente, lo encontró y la dejó en la mesilla delante del despertador. Los verdes reflejos de las manillas destellaban sobre la superficie dorada del metal.

No quería la gratitud de una asesina.

Apagó el sonido del despertador, echó un vistazo de lado, se puso la bata y las botas, cogió la bolsa de aseo y corrió hacia el cuarto de la ducha al otro lado del patio. Se lavó el pelo, se enjuagó con cuidado los dientes para no tragar nada de agua antes de la anestesia.

Mientras subía a su apartamento, volvió a pensar en la posibilidad de suscribirse a un periódico matinal: estaría bien leerlo mientras desayunaba. Un repaso al frigorífico dejó a la vista zumo, yogur, huevos, bacón, queso fresco con ajo y jamón italiano que había comprado en el cutre supermercado ICA la tarde anterior. Contempló el contenido de su frigorífico, con una mano en el tirador y la otra en su estómago.

Siempre tenemos elección.

Annika soltó el aire, sorprendida. Así de sencillo. Se rió. No era tan difícil.

Sacó el zumo, se sirvió un vaso grande, encendió un quemador y puso la sartén.

Bebió. Bebió.

Rompió huevos y los echó en la sartén y encima puso tiras de bacón. Tostó unas rebanadas de pan y untó queso con sabor a ajo. Mientras removía la tortilla, no dejaba de masticar.

Comía y comía.

Sintió la comida en el estómago, bebió el café muy caliente y el calor se le desparramó por el cuerpo, la cafeína la animaba. Encendió el candelabro sobre la mesa; el regalo de boda de su abuela, el candelabro de latón de Lyckebo; vio cómo saltaba la llama y se ondulaba. Sonrió a su imagen en el cristal de la ventana, la mujer de la bata con el cabello mojado; la mujer del candelabro iba a tener un hijo.

Fue al dormitorio, encendió la luz, vio los reflejos dorados en la mesilla. Se vistió, cogió la cadena y notó el pesó en la mano.

Pesaba. Pesaba mucho.

Por primera vez en un mes fue al pequeño cuarto que había detrás de la cocina, el cuarto de la criada, casi vacía salvo por la mesa del rincón y la silla con el respaldo roto. Ella nunca usaba esa habitación, en la que aún pensaba como el cuarto de Patricia.

Aquí, pensó ella. Aquí podía sentarse a escribir.

Miró el reloj. Eran casi las siete. A esa hora abría el taller de orfebrería del otro lado de la calle. Había entrado allí una vez, por equivocación, cuando quiso comprar unos pendientes por el cumpleaños de Anne Snapphane. Un hombre grandote y calvo con un grueso delantal de cuero y una tenaza en la mano apareció ante ella. Era mucho más alto que ella, y, aturdida, le preguntó si se hallaba en el lugar correcto. Sí, había dicho el orfebre, puesto que él vendía realmente pendientes de oro. Ella había terminado por comprar un par de zarcillos un tanto recargados.

Annika apagó el candelabro, se secó el cabello con una toalla, se caló un gorro, se puso el abrigo y unos zapatos y salió a la calle.

Había nevado por la noche, un manto suave cubría todavía las aceras. Sus pies dejaron una estela de huellas desde la puerta de su casa hasta la del taller del orfebre.

Él ya había abierto, tenía el mismo delantal grueso, la misma expresión jovial.

– Te has levantado pronto -dijo alegremente-. ¿Compras de Navidad?

Ella sonrió, negó con la cabeza y le mostró la cadena de Aida.

– Menuda cadena -dijo el orfebre, sopesándola en las manos.

Annika vio el metal relucir en sus grandes puños; seguro que él podría hacer algo hermoso con la gratitud de la asesina.

– ¿Es de oro? -preguntó ella.

El hombre raspó un poco en el cierre, se volvió y le untó una sustancia.

– Por lo menos de dieciocho quilates -dijo él-. ¿Quieres deshacerte de ella?

Annika asintió y el orfebre colocó la cadena en una balanza.

– Pesa mucho -dijo él-. Ciento noventa y cinco gramos, a cuarenta y ocho coronas el gramo.

Él cogió una calculadora.

– Nueve mil ciento veinte coronas, ¿te parece bien?

Annika volvió a asentir. El orfebre entró en el cuarto trasero, y volvió con el dinero y un recibo.

– Muy bien -dijo-. No lo quemes todo a la primera oportunidad.

Ella esbozó una leva sonrisa.

– De hecho -respondió-, eso es precisamente lo que pensaba hacer.


Los chicos de la tienda de informática de la esquina no abrían, en realidad, hasta las nueve, pero Annika vio que uno de ellos estaba sentado frente a un teclado en un cuarto de atrás del negocio. Golpeó la ventana, el chico alzó la vista, ella sonrió y agitó la mano; él salió del lugar y cerró la puerta.

– Ya sé que es temprano -dijo Annika-, pero quiero comprar un ordenador.

Él abrió la puerta y se rió.

– ¿Y no puedes esperar hasta que abramos?

Ella sonrió.

– ¿Tenéis algo por nueve mil ciento veinte coronas?

– ¿Mac o PC?

– Me da lo mismo -respondió ella-, mientras no se estropee constantemente.

El chaval miró por toda la desordenada tienda. Ellos vendían ordenadores, nuevos y usados, arreglaban ordenadores, programaban, hacían servicios, soporte técnico y páginas web, todo según el cartel de la ventana. Annika pasaban delante de ese negocio más o menos ocho veces al día, y en general le daba la impresión de que pasaban el tiempo jugando con juegos de ordenador.

– Éste -dijo el chico, y puso una gran caja gris sobre la mesa-. Es de segunda mano, pero el procesador es nuevo y tiene mucha memoria. ¿Para qué vas a utilizarlo?

– Como máquina de escribir -respondió Annika-. Y para navegar un poco.

El chaval dio unas palmaditas en la caja.

– Éste es perfecto. Ya tiene instalados todos los programas, Word, Excel, Explorer…

– Me lo llevo -lo interrumpió ella-, con una pantalla, y todo eso.

El chaval dudó.

– ¿Quieres todo lo demás también por nueve mil coronas?

– Nueve mil ciento veinte. El disco duro está usado, ¿no?

El chaval suspiró.

– Vale, pero sólo porque es muy temprano.

El chico la dejó un momento delante del mostrador, salió a la parte de atrás y volvió con un pequeño monitor.

– No es muy grande, pero es una pantalla con garantía -dijo él-. No emite mucha radiación, hay que tener cuidado con esas cosas. Yo me mareo un poco con los monitores viejos, es como si el cerebro se me empezara a encoger. ¿Algo más? ¿Disquetes?

– Sólo tengo nueve mil ciento veinte coronas.

Él suspiró otra vez, sacó una bolsa de papel y la llenó con un par de altavoces, un ratón, una almohadilla, algunos paquetes con discos, cables y un teclado.

– Y una impresora -dijo Annika.

– Ten piedad -dijo el chico-. ¿Por nueve mil ciento veinte coronas?

– Puedo llevarme una de segunda mano -dijo Annika.

Él volvió al almacén y regresó con una caja nueva en la que ponía Hewlett Packard.

– Acabo de regalar el disco duro -dijo él-. ¿Ponemos algún regalito más ya que estamos?

Ella soltó una carcajada.

– Así está bien, pero ¿cómo me lo llevo a casa?

– Por ahí no paso -dijo el chaval-. Tendrás que llevártelo tú sola. Sé que vives en el barrio, te he visto por ahí.

A Annika se le enrojecieron las mejillas.

– ¿Que me has visto?

Él sonrió un poco avergonzado. Era un encanto, y tenía el pelo negro y rizado.

– Pasas siempre por aquí -dijo él-, y siempre vas con prisa. Debes de tener una vida interesante.

Ella aspiró hondo.

– Sí -respondió ella-, realmente sí. Aunque soy bastante débil y necesito ayuda con todas estas cosas.

Él protestó y puso los ojos en blanco; cogió con firmeza la impresora y fue hacia la puerta.

– Espero que vivas cerca -dijo.

– En un último piso, sin ascensor -dijo Annika y sonrió.


El cielo comenzaba a aclarar cuando se sentó a la mesa en la habitación del servicio con su bloc de notas al lado. Mirando hacia el patio, vio los adornos de Navidad y las estrellas de paja balanceándose.

Es una habitación estupenda, pensó. ¿Por qué no la he utilizado antes?

Revisó todo de cabo a rabo, una y otra vez; escribió; borró; cambió. Fue hasta ese nivel de la conciencia en la que el tiempo y el espacio se suspenden; dejó que las palabras fluyeran, y que las consonantes danzaran.

De pronto sintió que tenía hambre otra vez. Corrió a la calle, buscó una pizza en la tienda de la esquina y se la comió junto al ordenador.

Para cuando terminó la impresión -la impresora era de cartuchos de tinta, increíblemente lenta- había empezado a oscurecer. Annika metió los papeles en un archivador de plástico, guardó el documento en un disquete y se fue a la comisaría de policía.

– No puedes venir aquí cuando te apetezca -dijo Q., algo irritado cuando la vio en la recepción-. ¿Qué quieres?

– He escrito un artículo y quiero que me des tu opinión -dijo ella.

Él protestó.

– Por supuesto… Y supongo que no puede esperar, como siempre.

– Exacto.

– Vamos a tomar un café.

Fueron a la cafetería de la esquina y pidieron café y unos sándwiches. Annika sacó la carpeta de plástico.

– No sé si me lo publicarán -dijo ella-. Voy a ir al periódico y les daré este material en cuanto haya hablado contigo.

El inspector la miró con atención y cogió el escrito.

Leyó en silencio; hojeó las páginas; leyó nuevamente.

– Esto -dijo él- es nada más y nada menos que una lista completa de las actividades de la mafia serbia, tanto a nivel internacional como en Suecia. Todos los depósitos, cuarteles centrales, transportes, contactos, rutinas…

Ella asintió, y él la miró fijamente.

– Eres increíble -dijo él-. ¿De dónde diablos has sacado esa información?

– Tengo dos informes con sellos TIR de seguridad en el bolso -respondió ella.

De repente él se echó hacia atrás en la silla y dejó el brazo colgando sobre el respaldo.

– Ahora lo entiendo -dijo-. Tienes un enorme talento para matar gente…

Annika se puso tensa, como si la hubieran apuñalado en el pecho.

– ¿Qué quieres decir?

Él se quedó mirándola fijamente varios segundos, recordando el informe en su escritorio, el suicidio en el hotel Sergel Plaza la noche anterior; el coronel yugoslavo con pasaporte diplomático.

– Nada -dijo él.

Se inclinó de nuevo hacia delante y tomó el café.

– Nada, una tontería. Perdóname.

– ¿Qué te parece? -dijo ella-. ¿Coinciden los datos?

Él lo pensó largo rato.

– Debo comprobarlo todo antes de decir nada. Esa pizzería de Gotemburgo, por ejemplo, puede que no tenga nada que ver con la mafia serbia.

Ella suspiró sin emitir sonido.

– ¿Cuándo puedes comprobarlo? -preguntó en voz baja.

– Con suerte, antes de que publiques todos los datos, porque después ya no será relevante.

– Yo necesito una confirmación cuanto antes -dijo ella-. Tengo sólo una fuente.

Él la miró detenidamente.

– ¿Y si yo no quiero?

Ella se inclinó hacia delante, y bajó aún más la voz.

– Lo único que pido es que lo compruebes con tus contactos y me digas si los datos se sostienen o no.

– Debo meterme en las fauces del león para poder contestarte -dijo él-, y en el mismo instante en que golpeemos la primera puerta, saltará la alarma. Entonces, ya será tarde.

Ella asintió.

– Vale -dijo ella-. Eso ya lo había pensado. Qué tal si lo hacemos así: yo he recibido detallados informes sobre los paraderos de la mafia, sus cuarteles generales y depósitos, pero como no puedo confirmar que esto sea así, no puedo publicarlo. Esto significa que debo dar a conocer los datos generales, nada en detalle. Las direcciones no son lo más importante. Cuando tú lleves a cabo tu parte del trabajo, ya sabremos la respuesta, ¿o no?

Él dudó y luego asintió.

Ella sonrió, nerviosa.

– ¿Tengo razón al suponer que la policía llevará a cabo una redada bien coordinada pronto? ¿Quizá el día en que la primera parte de la historia salga de la imprenta?

– ¿Y cuándo será eso?

– No puedo decirte la fecha exacta, pero las ediciones regionales se ponen en marcha justo después de las seis.

– ¿Cuántas personas habrán visto los artículos?

Ella pensó un momento.

– Menos de veinte, el turno noche y los muchachos que preparan las galeradas en la imprenta.

– ¿Y así no habrá riesgo de filtraciones? Okey, entonces puedo decir que la redada se va a hacer uno de los próximos días a las seis de la mañana en punto.

Annika recogió sus cosas.

– Puedo revelar también que vamos a tener bastantes fotógrafos de servicio esa mañana; más o menos para cuando comience la tirada.

Q. apartó la taza de café y se levantó.

– Nosotros hacemos nuestro trabajo -dijo él-, por el bien de los ciudadanos. No por otra cosa.

Annika se abrochó el abrigo y se paró.

– Igual que nosotros -dijo ella.


Anders Schyman hojeó todo el diario del día y miró las fotos de la primera página. Anneli, de Motala, junto con su hijo discapacitado Alexander, traicionados por el ayuntamiento, desesperados, abandonados. El inventario de Carl Wennergren de las transgresiones cometidas por los Servicios Sociales y las patéticas excusas de los representantes del gobierno local.

La vida es un infierno para algunas personas, pensó Schyman. Se moría por un whisky. Echaba de menos a su mujer, a su perro, la cómoda silla de su casa de Saltsjöbdaden. Había sido una dura semana. La confirmación de Torstensson como director le había afectado más de lo que quería reconocer. Torstensson tenía que irse. No había otra alternativa si el periódico quería sobrevivir.

Schyman se rascó la cabeza y suspiró. A su entender, tenían tres años para darle la vuelta a los números. Si ese periodo iba a suponer la transición a las nuevas tecnologías y los nuevos métodos, él tendría que dirigirlo. Iba a luchar por ello y necesitaba un poco de whisky. Un buen vaso de whisky. En aquel instante.

Alguien llamó a la puerta. Mierda. Ya no soportaba más, ¿quién demonios sería?

Annika Bengtzon asomó la cabeza por la puerta.

– ¿Tienes un momento?

Él cerró los ojos.

– Estaba a punto de irme. ¿Qué quieres?

Annika cerró la puerta tras ella, se puso delante de su escritorio, dejó el bolso en el suelo y luego el abrigo.

– He escrito un artículo -anunció.

Vaya, aleluya, pensó Schyman.

– ¿Y? -preguntó.

– Creo que será mejor que lo leas. Podría decirse que es un tema controvertido.

– Entiendo -murmuró, y cogió el disco que ella le ofrecía.

Movió su silla, insertó el disco y esperó que el apareciera el icono en la pantalla de su ordenador. Un doble clic, y se lo ventilaría enseguida.

El alma se le cayó a los pies.

– Aquí hay tres artículos -dijo.

– Empieza por el primero -dijo Annika, sentándose en una de las cómodas sillas para las visitas.

Era un artículo largo, una descripción completa de la mafia serbia en Belgrado, su campo de operaciones, las responsabilidades de los diferentes grupos.

El segundo era un inventario de cómo la mafia serbia operaba en Suecia, en el que se detallaban las direcciones de las bases de los grupos que hacían contrabando de drogas, cigarrillos y alcohol ilegal, y luego estaba la inmigración ilegal y la prostitución.

El tercero era similar, sólo que omitía las direcciones.

– ¿No estabas de baja? -preguntó Schyman.

– Da la casualidad de que me he topado con una buena historia -dijo ella.

– No podemos publicar esto -dijo él.

– ¿Qué parte? -preguntó ella.

Otro suspiro.

– La parte sobre los sellos TIR -dijo-. Declarar que la embajada tiene acceso a algo así… es absurdo, ¿cómo demonios vamos a verificarlo?

Ella se agachó, hurgó en su bolso y le puso un montón de documentos encima de la mesa.

– Dos sellos TIR -dijo-. Robados de la embajada yugoslava.

Se quedó boquiabierto y ella siguió hurgando en su bolso.

– Respecto a las operaciones en Suecia -dijo-, sé que la policía va a organizar una gran redada en todos los domicilios repartidos por el país. Tendrá lugar un día de éstos a las seis de la mañana.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Schyman.

Annika le miró a los ojos.

– Porque le he dado una copia a la policía -dijo ella-. Debemos coordinar la publicación con la redada que ellos hagan.

Él sacudió la cabeza.

– ¿Qué estás haciendo? ¿En qué te has metido?

– Yo tengo datos de una fuente segura, pero sólo de una. Sé que los textos no pueden publicarse tal y como están ahora, porque necesito confirmar los hechos de antemano. Sólo la policía puede darme esa confirmación, y para hacerlo tuve que acudir a ella, ¿no?

Schyman no daba crédito.

– El primer día publicamos los artículos uno y tres -dijo ella-, la descripción general de la estructura de la mafia tanto a nivel internacional como en Suecia, sin detalles. Al mismo tiempo que el diario va a imprenta coordinamos los procedimientos policiales. Ahí tenemos los artículos para el día dos. Después de las revelaciones del Kvällspressen, bla-bla-bla; ya sabes. El tercer día publicamos las reacciones y los comentarios, tanto del lado sueco como del serbio. Oficialmente, la embajada agradecerá la limpieza. Cualquier información de la implicación de la embajada se descartará como propaganda malintencionada. Dirán que los informes sellados son falsos.

Él se quedó mirándola.

– ¿Cómo has cocinado todo esto?

La joven se encogió de hombros.

– Tú mismo. Yo escribí los artículos en mi tiempo libre y no quiero ningún pago por ellos. La policía va a seguir sus procedimientos, con o sin nuestros fotógrafos en el lugar. Está en tus manos decidir si el diario estará en el lugar de la acción o no. Yo estoy de baja por enfermedad.

Annika se levantó.

– Ya sabes dónde encontrarme -dijo.

– Espera -dijo él.

– No -contestó ella-. Estoy cansada de promesas que nunca llegan. No quiero seguir perdiendo el tiempo con el turno de noche. Me he comprado un ordenador y puedo estar en casa y escribir como free lance si no tengo sitio en este diario como periodista. Tú eres el redactor jefe, por el amor de Dios, deberías ser capaz de tomar tus propias decisiones y defenderlas.

Ella cerró la puerta tras de sí cuando salió.

Él se quedó mirándola; la vio desaparecer de la redacción sin hablar con nadie, sin saludar a nadie. Estaba chiflada. Un lobo solitario, y lo que decía lo decía en serio. Tenía lo que hacía falta para ser periodista, pero él no podía contratar más personal. Sería estúpido dejarla ir. Además, en comparación con los otros redactores, su sueldo era insignificante.

Cogió el teléfono y marcó el número interno de recepción. Como era su día de suerte, Tore Brand estaba de guardia.

– Annika Bengtzon está bajando -dijo-. Péscamela.

– ¿Tengo pinta de pescador profesional? -siseó el guardia.

– Es importante -dijo Schyman.

– Qué importantes se creen los de arriba…

Se quedó con el auricular en la mano, los pensamientos le daban vueltas en la cabeza. La historia de los yugoslavos era dudosa, pero muy buena. La coordinación con la policía resultaba controvertida, pero el método más seguro y rápido para controlar la veracidad de la historia. La forma en que se ha organizado el asunto seguramente conduciría a algún tipo de debate, pero eso sería un extra. Se sentaría con gusto en el club de publicistas para defender al diario y la libertad de prensa. Era hora de tomar un lugar en la opinión pública.

O nadas o te hundes, es hora de probar el agua, pensó Anders Schyman.

– ¡Bengtzon! ¡Te reclaman al teléfono!

Se oían muchas interferencias cuando Tore Brand le pasó el auricular por la ventanilla.

– ¿Qué? -preguntó Annika.

– Eres periodista a partir de enero -dijo Anders Schyman-. Puedes elegir entre hacer reportajes, noche, sucesos o misceláneas.

Más allá de los murmullos de Tore Brand, el silencio reinaba del otro lado de la línea.

– ¿Hola? -dijo Schyman.

– Sucesos -dijo Annika-. Quiero trabajar en la redacción de sucesos.

Ellos me han hecho responsable

Me han pillado. Todos juntos, ellos dictan los cargos, la sentencia y el castigo.

La violencia, la culpa y la vergüenza. Mis tres escuderos, mi combustible, mis estrellas guía.

¡Bienvenidos!

Violencia, tú que hiciste la primera entrada, tú que decidiste mi destino; te acojo en mi corazón y te hago mía.

Aquel día de primavera llovió durante toda la mañana; el día estaba gris y húmedo; se despejó por la tarde; un poco de sol en la ciudad.

Yo corrí para hacer la compra en la plaza; las hortalizas y las verduras miserables; tardé un buen rato.

Vi a los hombres entre las casas, ropas oscuras, boinas oscuras.

No sabía que hubieras llegado. No reconocí el rostro de la violencia.

Estaba delante del café Stojiljkovics cuando el hombre que se llamaba Ratko sacó a rastras a mi padre de la panadería. Yo lo vi cuando le puso la pistola en la sien y apretó el gatillo. Vi a papá desplomarse en la calle, oí el grito de mi madre. Otro hombre de negro le disparó a mi madre en el pecho. A mi cuñada, la esposa de mi hermano, Mariam, que tenía sólo un año más que yo, le dispararon en el estómago una y otra vez; estaba embarazada.

Después sacaron a Petar, mi hermano pequeño, el rayo de sol de mi corazón, de sólo nueve años. Él gritaba, cómo gritaba y entonces me vio delante del café Stojiljkovics, se soltó, corrió y gritó «Aida, Aida, ayúdame, Aida», con la mano extendida, con un terror sin límites.

Y yo me escondí.

Me escurrí por detrás de la cerca del café Stojiljkovics. Y vi, entre las grietas, cómo Ratko levantaba su arma; lo vi apuntar y disparar.

Mi Petar, mi hermano pequeño, no tengo perdón.

estabas tirado en la calle y gritabas mi nombre, «Aida, Aida, ayúdame, Aida», y yo no me atrevía a salir, no tuve el coraje; yo lloraba detrás de la cerca del café Stojiljkovics y vi a Ratko adelantarse, te vi volver la cara hacia él; vi al hombre apuntar y disparar.

Perdóname, Petar, perdóname.

No tendrías que haber muerto solo.

Perdóname por haberte fallado: bienvenida sea la culpa, bienvenida la vergüenza.

Ahora le tocaba a él.

Y yo recurrí a la violencia para manteneros a raya.

La culpa me la curé con la muerte, la clase adecuada de muerte, la muerte de los serbios. No sirvió. Con cada muerte nacía más culpa, más odio, vergüenza por otros que también habían fallado a sus seres queridos.

Mi vergüenza era eterna, vivía en cada respiración, en cada momento de mi vida, porque mi vergüenza consistía en seguir viva.

Entonces oí que Ratko, el líder de las Panteras negras, estaba en Suecia. Cuando me hirieron llegó la hora.

Necesitaba ser fuerte para usar la violencia contra el creador del grupo, el que sembró la violencia en mi pecho. Me infiltré dentro del grupo, me acosté con sus hombres, me acosté con él mismo, pero la muerte no era suficiente, él debía sentir también la culpa y la vergüenza, y entonces saboteé su actividad; le destrocé la vida.

Me dan pena los hombres jóvenes de Kosovo, los pobres idiotas a los que induje a seguirme. Ellos sólo tenían que conducir el tráiler, todo lo demás lo arreglaba yo, y entonces robaron el tráiler equivocado. El tráiler con los cigarrillos todavía está en el puerto de Estocolmo, qué ironía.

Pero la violencia me traicionó, se negó a obedecer.

Empezó con el terrible temporal que destrozó edificios y personas.

Tenía que tener mucho cuidado, al subirme al tejado y abrir la bolsa.

La culata y el mecanismo estaban en una parte. La mira, el silenciador y el gatillo en otra. Tomé la culata y le ajusté el cañón. Monté la parte de abajo y ajusté la mira con una herramienta de montaje. Atornillé el silenciador al cañón. A una distancia corta no se necesitaba trípode.

Me apoyé en el borde del tejado, incliné el rifle en la mano, un Remington de francotirador con culata de fibra de carbono.

Ellos vinieron en grupo, tres personas, negras bajo la luz amarilla. Ratko un poco detrás de los otros, luchando contra el viento que venía del mar.

Le di al primero en la cabeza, el agujero de entrada bastante alto, en un lateral. Un segundo después cayó el otro. Otro segundo más y Ratko había desaparecido, tragado por la tormenta.

Me lancé hacia abajo, con el arma rápidamente guardada en la bolsa; corrí para no caer en una trampa.

Pero la violencia me traicionó. Pude huir pero la fuerza desapareció con mi enfermedad.

Esperé un tiempo, cuando me recuperé, me puse en contacto con él. Preparé un encuentro.

Sabía que él vendría.

Pero la violencia me falló.

La plaza estaba llena de personas, el lugar que había elegido en el tejado de la Casa de la Cultura no servía.

Tendría que alcanzarle en el suelo.

Cuando él me puso la pistola en la nuca supe que yo había ganado, sucediera lo que sucediese.

– Se terminó el juego -murmuró-. Has perdido.

Se equivocaba. Él susurró algo más, algo patético.

Bijelina, murmuró después, ¿te acuerdas de Bijelina?

Yo me solté, saqué mi pistola, un cochecito de niño estaba en mi camino; él me golpeó y perdí el arma, que saltó y se deslizó por el suelo de cemento; vi desaparecer mi oportunidad; el frío duro en mi nuca.

Se cumplió mi condena, las oleadas de violencia, la culpa y la vergüenza.

– Nunca podrás vencer -susurré-. Te he destruido la vida.

Lo miré por el rabillo del ojo.

Sonreí.

Proceso, sentencia y castigo.

Absolución.

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