Segunda parte NOVIEMBRE

Nadie está libre de culpa

Ni siquiera yo puedo evitar las consecuencias de mis actos.

No obstante, el sentimiento de culpa no está distribuido en proporción ecuánime a las faltas. No hay justicia divina a la hora de repartir la carga. Aquel que debería sentirlo más es, muchas veces, el que mejor dotado se halla para resistir, y el que tiene más capacidad de empatía ha de soportar un peso inhumano. Yo no.

lo que he hecho y me niego a asumir el papel que me han endilgado. Al contrario: trato de seguir utilizando mis dotes hasta conseguir mis objetivos. La violencia se ha convertido en una parte de mí; está destruyéndome, pero yo acepto esa destrucción.

Mi culpabilidad se encuentra más adentro, ha llenado la zona del alma que todavía domino. Nunca podré hacer enmiendas ni resignarme con mis fallos.

Nunca podré recibir la absolución. Mi traición es tan inmensa como la misma muerte.

He intentado vivir con ello. Pero no es posible porque hay una paradoja en mi conciencia.

Vivo, luego soy culpable.

Sólo hay un modo de expiar mis pecados.

Jueves, 1 de noviembre

Nevaba. Los copos se adherían a la chaqueta de Annika y le cubrían de blanco el cabello y la parte delantera del cuerpo. Una vez en el suelo, se disolvían en una papilla de sal y agua. Annika pisó en un charco y notó que el agua le entraba en los zapatos.

El Centro Cívico del distrito estaba en su misma calle, cerca de Fridhemsplan, en un edificio alto de ladrillo. La figura de Annika se reflejaba en los escaparates: parecía un muñeco de nieve. Al otro lado del cristal, una maqueta hacía saber al público que iba a construirse un hotel en el parque de Ralambhov, justo en el medio de la salida a la autopista de Essinger, y le invitaba a manifestar sus opiniones sobre el tema en cuestión. Annika llamó al timbre del Centro Cívico y la dejaron entrar. Había carteles informativos por todas partes. Cogió todos los folletos que encontró sobre residencias geriátricas y atención a los ancianos. Al salir, advirtió que había una funeraria justo al lado.

El aire que soplaba entre los copos de nieve era fresco y puro. Los sonidos se amortiguaban como envueltos en mantas. Se quedó escuchando, respirando, explorando sus emociones. Se sentía descansada, con la mente clara y en calma.

Había una salida. Las cosas podían solucionarse.

Subió lentamente las escaleras hacia su apartamento, con los ojos fijos en los peldaños; por eso no vio a la mujer que la esperaba ante la puerta.

– ¿Es usted Annika Bengtzon?

Annika dio un grito ahogado y un paso en falso, y estuvo a punto de caer por las escaleras.

– ¿Quién es usted?

La mujer le tendió la mano.

– Me llamo Maria Eriksson. Siento haberla asustado.

Annika experimentó la sensación de ver a través de un túnel y puso el cuerpo a la defensiva.

– ¿Qué quiere? ¿Cómo me ha localizado?

La mujer sonrió con cierta tristeza.

– Su nombre figura en la guía telefónica y también su dirección. Me gustaría hablar con usted.

– ¿De qué?

Impaciencia.

– Preferiría no decírselo aquí fuera.

Annika tragó saliva. No quería hablar, no precisamente en aquel momento. Le apetecía sentarse en el sofá, con una manta y una taza de té, y examinar los folletos de las residencias; buscar una solución, recuperar la serenidad. Estaba segura de que, fuese lo que fuese aquello sobre lo que la mujer quería hablar, sencillamente no sería de su incumbencia.

– No tengo tiempo -dijo Annika-. Mi abuela está enferma y necesito encontrar un sitio donde pueda restablecerse de un derrame cerebral.

– Es sumamente importante -insistió la mujer, con una expresión grave.

Y no hizo ningún ademán de alejarse de la puerta.

La irritación de Annika dio paso a la cólera y, luego, de repente, al miedo. La mujer que tenía delante no iba a moverse; imponía respeto.

Aida, pensó Annika, y se echó hacia atrás.

– ¿Quién la envía?

– Nadie -respondió Maria Eriksson-. He venido por propia iniciativa. Es en relación con la Fundación Paraíso.

La desconfianza atormentaba a Annika. Miró fijamente a la mujer, que le devolvió la mirada, impasible.

– No sé de qué habla.

En los ojos de la mujer apareció de pronto una expresión desesperada.

– No confíe en Rebecka -dijo.

¡Bingo! La curiosidad pudo con Annika inmediatamente. Ya no quería escapar. Aquello sí que era un problema suyo, un problema en el que ella había decidido involucrarse.

– Pase -dijo, a la vez que abría la puerta. Colgó la ropa húmeda en el tendedero del cuarto de baño, cerró la puerta y se quitó los pantalones y los calcetines. Cogió ropa limpia del armario, se secó el pelo con una toalla y se dirigió a la cocina, donde puso agua a hervir.

– ¿Quiere un café, Maria? ¿O un té?

– Llámeme Mia. No, gracias, nada.

La mujer se había acomodado en el sofá del salón. Annika hizo una tetera grande de té con limón y la llevó en una bandeja.

Maria Eriksson estaba tensa pero contenida.

– Conoce a Rebecka Björkstig, ¿verdad? -preguntó.

Annika asintió con la cabeza y se sirvió té.

– ¿Está segura de que no quiere un poco?

La mujer pareció no oírla.

– Rebecka ha hablado mucho de que usted iba a escribir un artículo muy largo sobre la Fundación en Kvällspressen, sobre la gran institución que es. ¿Es cierto?

Annika removió el té, incapaz de librarse de la aprensión que latía debajo de su curiosidad.

– No puedo divulgar nada de lo que pudiera salir en el periódico.

De improviso, la extraña que estaba sentada en el sofá estalló en sollozos. Sin saber muy bien qué hacer, Annika dejó la taza en el plato.

– Por favor, no escriba nada hasta que sepa usted lo que está pasando -le suplicó Maria Eriksson-. Espere hasta que conozca todos los hechos.

– Eso no hace falta decirlo -replicó Annika-, pero es extremadamente difícil llegar a los entresijos de la fundación. Todo es tan confidencial que cualquier información tiene que pasar por Rebecka.

– No se llama Rebecka.

Annika soltó la cucharilla en la taza, incapaz de articular palabra.

– Ha utilizado otro nombre hasta hace poco. Lo sé muy bien -continuó Maria Eriksson, mientras se secaba los ojos con un pañuelo de papel-. No estoy segura de cuál era el nombre, creo que Agneta no sé qué.

– ¿Y cómo sabe usted eso?

Maria se sonó la nariz.

– Rebecka asegura que me ha borrado completamente de los archivos oficiales -dijo.

Annika miró fijamente a la joven sentada en su sofá, tan real y tangible. ¡Borrada completamente!

– ¿Así que funciona?

La mujer puso el pañuelo en el bolso.

– No -contestó-. No creo que funcione en absoluto. Ése es el problema.

– Pero ¿le han borrado todos sus antecedentes?

La mujer emitió una breve carcajada.

– Ya me suprimieron de los archivos hace algunos años -dijo-. Yo llevo mucho tiempo sin figurar en ninguna parte, pero eso no tiene nada que ver con Rebecka ni con Paraíso. Yo misma pedí protección para mí y mi familia. La cuestión es que con eso no basta; por eso tuve que dirigirme a Paraíso.

– Entonces, ¿está usted dentro de la organización actualmente?

– Mi caso no se ha resuelto todavía; el distrito al que pertenezco no ha aprobado aún el contrato -respondió Maria Eriksson-, lo que significa que no estoy dentro en realidad, pero andar cerca me ha permitido conocer el tinglado mejor que si estuviera metida de verdad en él.

Annika cogió la taza, sopló sobre el líquido y trató de ordenar sus impresiones: miedo, dudas, excitación, asombro. La mujer era tan real, tan rubia y tan seria, y con una mirada se daba cuenta tan pronto de las cosas… Pero ¿estaría diciendo la verdad?

La confusión comenzó a apoderarse de Annika.

– ¿Cuánto tiempo lleva en contacto con Paraíso?

– Cinco semanas.

– ¿Y no la han admitido todavía?

Maria Eriksson suspiró.

– Es a causa de los Servicios Sociales. Están estudiando si deben pagar nuestro traslado al extranjero.

– ¿Cortesía de Paraíso?

La mujer hizo un gesto afirmativo.

– Rebecka quiere seis millones de coronas para ayudarnos a salir del país. Nuestro caso es pan comido. El Tribunal Administrativo de Apelaciones se ha pronunciado diciendo que mi familia y yo no podemos llevar una vida normal en Suecia. Le enseñaré el veredicto.

Annika se frotó la frente.

– Tengo que tomar nota de eso, ¿le parece bien?

– Sí, por supuesto.

Annika se dirigió al vestíbulo. El bolso estaba húmedo, y vació su contenido en el suelo: un paquete de pastillas de menta, marca Tenor, para el aliento, compresas, un billete de tren roto, una libreta, un bolígrafo y una gruesa cadena de oro.

La cadena de oro. Annika la cogió. Regalo de Aida. Lo había olvidado por completo.

Rápidamente lo metió todo de nuevo en el bolso, excepto la libreta y el bolígrafo.

– ¿Por qué está en peligro su vida? -preguntó al sentarse otra vez en el sofá.

Maria Eriksson le dedicó una lánguida sonrisa.

– Después de todo, me gustaría tomar un poco de té, por favor. La vieja historia de siempre: me enamoré de quien no debía. Supuse que me lo preguntaría, así que he traído los documentos.

Sacó una voluminosa carpeta.

– Esto son copias. Si quiere, puede quedarse con ellas, pero le agradecería que las guardase en un lugar seguro.

– Hábleme de ello.

– Intento de estrangulamiento -respondió Maria Eriksson, y removió el azúcar en el té-, amenazas con arma blanca, palizas, violación. Intento de secuestro de nuestra hija, daños en la vivienda, todo lo que uno pueda imaginar. Incendios provocados. Podría seguir eternamente y a nadie le importaría un comino.

Maria tomó un sorbo de té cuidadosamente. Annika notaba cómo iba invadiéndola el consabido sentimiento de rabia.

– Sé lo que es eso -dijo-. ¿Por qué no hizo nada la policía?

Maria le dirigió otra sonrisa.

– Mis padres viven en la misma ciudad. Él los mataría si yo hablase.

– ¿Y cómo sabe que no es un farol?

– Ya ha intentado atropellar a mi padre con el coche.

– Miraré los documentos después -dijo Annika, y dejó la carpeta en el suelo.

No se le ocurría nada más que decir. Iba a revisar los papeles minuciosamente, pero era de suponer que confirmarían la historia de Maria. Creía a aquella mujer. Había algo en ella que la hacía convincente. Tal vez era el miedo.

Estuvieron un rato en silencio, sólo con el leve tintineo de las tazas.

– ¿La organización existe de verdad?

Maria Eriksson asintió.

– Rebecka cobra a la gente por sus servicios, pero eso es todo. Por lo que yo sé, no borran los antecedentes de nadie. Lo único que le he visto hacer es solicitar de vez en cuando una marca de seguridad para ciertos clientes.

– ¿Qué es eso? -preguntó Annika.

Maria se echó hacia atrás.

– Hay varios tipos de protección para personas amenazadas -explicó-: lo más sencillo es una marca de seguridad bajo la cual nadie puede averiguar de fuentes oficiales tu número de identificación ni tu dirección ni tus relaciones familiares. Lo único que se obtiene son las palabras «datos protegidos».

Annika confirmó las explicaciones de Maria con un gesto de la cabeza. Eso era lo que le habían contestado cuando investigó a Rebecka.

– Es algo poco corriente, ¿no?

– Menos de diez mil personas en toda Suecia -respondió Maria Eriksson. La decisión de conceder una marca de seguridad la toma el director de la Agencia tributaria que te corresponda. Antes de emitir una marca de seguridad, debe comprobarse que existe acoso.

– ¿Tiene usted marca de seguridad?

– No, mi familia está protegida por medidas secretas, un proceso más amplio y complejo. En casos como éstos, sólo una persona, el director de la Agencia Tributaria de donde residías, tiene acceso a la información sobre tu dirección actual. De ahí que, para ser candidato a la protección con medidas secretas, haya que responder a unos criterios más rigurosos también. El acoso tiene que ser lo suficientemente grave como para justificar una orden de alejamiento.

– ¿Cuántas personas están protegidas en Suecia con medidas secretas?

– Menos de cien -contestó Maria.

Sus antecedentes habían sido eliminados verdaderamente.

– ¿Hay otros sistemas?

– Bueno, pueden cambiarte el nombre y asignarte otro número de identificación. La Jefatura de la Policía Nacional Sueca solicita los nuevos números a Hacienda.

Allí había alguien que sabía cómo funcionaban las cosas, pensaba Annika.

– ¿Ha cambiado usted de identidad?

Maria titubeó; luego, dijo que sí con la cabeza.

– He tenido varios nombres diferentes y otro número durante una temporada. Pasé de ser Virgo a ser Aries.

Las dos se echaron a reír.

– ¿Qué más hace Rebecka?

Maria Eriksson se puso seria otra vez.

– ¿Qué dice ella que hace?

Annika tomó un sorbo de té. Tenía que decidir: o confiaba en aquella mujer o la echaba de su casa. Se inclinó por la primera opción.

– Rebecka afirma haber colaborado en sesenta casos durante tres años -dijo-; dos familias enteras trasladadas al extranjero; una plantilla de cinco personas trabajando a jornada completa, con un sueldo de catorce mil coronas mensuales cada una; todos los contactos se hacen por poderes, a través de Paraíso, usando un sistema de referencias numéricas; hay una línea telefónica directa día y noche, y otras líneas desviadas; viviendas seguras por toda Suecia; dicen que pueden conseguir empleos estatales en otros países; cobertura médica total; asistencia jurídica; atención desde la a a la zeta.

Maria suspiró e hizo un gesto de afirmación con la cabeza.

– Poco más o menos el cuento habitual. Me sorprende que mencionara los traslados al extranjero; normalmente no suelta prenda a ese respecto.

– Fue de lo que más habló.

– Bueno, pues el personal lo integran ella, su hermano, su hermana y sus padres. Supongo que figuran en nómina, pero en realidad no hacen nada. En Paraíso no se lleva a cabo ningún trabajo en absoluto. Su madre contesta el teléfono a veces, pero eso es todo.

Silencio.

– ¿Y qué hay de las viviendas seguras?

Maria se rió.

– Tienen una casa desvencijada en Järfälla, que es donde estamos nosotros. Allí está conectado el teléfono. Suena periódicamente, cuando Rebecka tiene un nuevo caso. Algunos pobres desesperados no cesan de llamar, pero nadie contesta.

Annika sacudió la cabeza.

– ¿Así que todo es una serie de mentiras, hasta la última palabra que dicen?

Maria Eriksson parpadeó, con los ojos llenos de lágrimas.

– No sé -dijo-. No sé qué pasa con los otros.

– ¿Los otros?

La mujer se inclinó para acercarse y dijo en un susurro:

– Las otras personas que vienen a Paraíso. Yo no sé qué ocurre con ellas. Vienen, pasan por la organización y desaparecen.

– ¿No viven en la casa?

Maria Eriksson rió con amargura.

– No, sólo nosotros; hemos alquilado una habitación que pagamos bajo cuerda. Ella piensa que va a hacer un dineral con nosotros puesto que nuestro caso está tan claro; por ese motivo es por lo que vivimos allí. Pero yo ya la he calado; si los Servicios Sociales de nuestro distrito hacen el pago, ella cogerá el dinero y saldrá corriendo. No nos llegará ni un céntimo.

Maria se cubrió la cara con las manos.

– ¡Y yo que la creí! Salí de Guatemala para meterme en Guatepeor.

Annika se acordó de pronto del funcionario de Vaxholm, el tipo al que había conocido el día anterior, Thomas.

– Tiene que ponerse en contacto con la oficina de su zona -dijo.

La mujer cogió otro pañuelo.

– Ya lo sé. Tenemos que encontrar otro sitio donde vivir; mi marido está intentando conseguir una casita de la que le han hablado. En cuanto resolvamos eso, nos iremos de Paraíso, y después me pondré en contacto con la oficina. No puedo hacer nada mientras vivamos en la casa de la fundación.

– ¿Cuánto tiempo calcula usted que tardará?

– Unos cuantos días más; esta semana, como mucho.

Annika reflexionó sobre ello y preguntó:

– Las amenazas a las que se refiere Rebecka, ¿sabe usted algo de eso?

Maria suspiró.

– Rebecka afirma que la mafia anda tras ella, aunque no se me ocurre por qué. Me suena un poco rocambolesco. ¿Qué puede haberle hecho ella a la mafia?

Annika se encogió de hombros.

– ¿Sabe usted qué pasa con el dinero?

Maria negó con la cabeza.

– No puedo entrar en el despacho. Ella guarda los archivos en una de las habitaciones de la planta baja, y la puerta está siempre cerrada. Pero se paga a sí misma un gran sueldo. Encontré una nómina en la basura a finales de la semana pasada.

Annika se irguió en el asiento. Nóminas: eso significaba números de cuentas bancarias, números de identificación, montones de información.

– Sí, creo que sí…

Maria rebuscó en el bolso y encontró un trozo de papel arrugado manchado de café.

– Está un poco sucio -se disculpó al entregárselo a Annika.

Todo aparecía allí: una cuenta bancaria, un número de identificación, una dirección, la deducción de Hacienda… todo, excepto el número de Paraíso como organización. También figuraba un sueldo muy elevado, cincuenta y cinco mil coronas al mes.

– Es una cuenta de la Caja de Ahorros de Förening -explicó Maria-; la dirección es la misma que la de Paraíso, un apartado de correos de Järfälla.

– ¿Cuál es la dirección?

Maria se la dijo.


Como de costumbre, la reunión de las once estaba demasiado orientada hacia el futuro y no lo suficiente a lo que hubiera ocurrido el día anterior. El concepto que los nuevos editores tenían del periódico del día siguiente era generalmente evocador de un suflé: el periodismo gonzo da por sentado que la gente tiene que contar sus miserias, confesar o negar escándalos, divulgar la tragedia, el dolor, la rabia, los errores o injusticias que han sufrido. Los desastres se hicieron más graves de lo que en realidad fueron, las vidas y amores de los famosos se exageraron desmesuradamente. Las consecuencias de las nuevas propuestas políticas se simplificaron en exceso y al público en general invariablemente se le calificó bien de triunfador o bien de fracasado.

Anders Schyman suspiró: así era la profesión, después de todo. Los nuevos editores hiperentusiastas no eran exclusivos de Kvällspressen. El mismo fenómeno estaba presente en la emisora pública nacional, donde había trabajado él muchos años, con una ligera variación. El punto de partida para cualquiera que estuviera al frente de un programa era la necesidad de lograr el mayor impacto posible. Para Kvällspressen esto podría significar concentrarse en una persona famosa de la televisión que se rompe un tobillo durante un concurso, mientras que un debate televisivo haría bingo si un personaje importante se pusiera nervioso e hiciese el ridículo. En ese momento, Ingvar Johansson estaba informando al grupo de su propuesta para entrevistar al chico discapacitado que había llevado a los tribunales a la Administración local y había ganado. Una tarta y flores, nada de champán, una foto grande con toda la familia reunida alrededor del muchacho, abrazándolo. Él tenía en mente un desplegable central; la cabecera «¡Kvällspressen influyó decisivamente!» ya estaba maquetada.

– ¿Sabemos si la familia querrá hacerse la fotografía? -preguntó Schyman.

– No -respondió Ingvar Johansson-, pero el reportero se ocupará de eso. Es Carl Wennergren, así que podemos estar tranquilos.

Todos hicieron un gesto de aprobación con la cabeza.

– Hay novedades en la historia del homicidio del Frihamnen -informó Sjölander-. Un hombre que participa en las carreras con mapa y brújula que hacen los ex alumnos encontró ayer el camión de cigarrillos que había desaparecido. Estaba completamente echado a perder por el fuego y escondido en una especie de barranco en las inmediaciones de la zona donde coinciden las provincias de Östergtland, Södermanland y Närke.

– Quizá a alguien se le subió el humo a las narices -dijo Picture Pelle, granjeándose algunas risas.

– En la cabina se encontraron dos cadáveres -dijo Sjölander con el gesto adusto-. Los forenses no han terminado todavía la autopsia, pero la policía está muy nerviosa. Parece que las víctimas fueron torturadas. Tenían machacadas todas las articulaciones. El agente con quien hablé no había visto nada tan horroroso en su vida.

Se hizo el silencio en la habitación. Sólo se oía el aire acondicionado.

– ¿Qué puede revelar la policía a la prensa? -preguntó Schyman.

Sjölander hojeó sus anotaciones.

– El lugar en que se encontraron los cuerpos está situado en una zona boscosa y escarpada al norte de Hävla, en la región de Finnspäng. Hay un camino muy malo entre los árboles que sigue el barranco donde apareció el camión. Se han descubierto pistas muy interesantes. Hay huellas de neumáticos pertenecientes a un vehículo distinto al camión, y son muy características. Se trata de un tipo de neumáticos de invierno sin clavos. Anchos, norteamericanos, usados sólo por unas cuantas marcas de automóviles. Estamos hablando de un 4 x 4 grande, como un Range Rover o alguno de los modelos más amplios del Toyota Land Cruiser. Los policías ya han remolcado los restos, lo que, al parecer, no ha resultado fácil, y les gustaría que dijéramos en el periódico que, si alguien ha visto algo, se ponga en contacto con ellos.

– ¿Cómo llevaron el camión hasta allí? -preguntó Ingvar Johansson.

Sjölander suspiró.

– Conduciéndolo, evidentemente; eligieron un día en que el suelo estaba helado. El propietario del terreno no está muy contento, le han destrozado cientos de arbolitos jóvenes a lo largo del camino.

– ¿Y quién lo ha hecho? -preguntó Schyman.

– La mafia serbia -respondió Sjölander-. Está claro como el agua. Y no hemos visto el final todavía. Los tipos del camión no debieron de decir nada; en otro caso, les habrían dejado alguna articulación intacta. Quienquiera que sea el dueño de los cigarrillos va a seguir matando gente hasta que encuentre el cargamento. El que sepa algo está jodido.

– ¿Qué más sabemos de la mafia serbia? -preguntó Schyman-. Cosas que podamos publicar, quiero decir.

– Se cree que el gobierno serbio está detrás de todo esto -dijo Sjölander-, pero nadie ha podido demostrarlo. Dado el alcance de los recursos desplegados en estas operaciones, bien se puede pensar que cuenta con el beneplácito de algún Estado. Ésa es la razón de que no haya confidentes que sepan cómo funciona la organización o que conozcan toda la trama. Los que están enterados o bien forman parte del gobierno de Belgrado o están vinculados a él: jefes de policía, gerifaltes militares…

– ¿No será peligroso profundizar en el asunto? -preguntó Schyman.

Sjölander titubeó.

– En realidad, no -respondió-. Ocuparse de los asesinos sería completamente inofensivo. Están preparados para eso. Tened en cuenta que se trata de un negocio; para estos elementos es como un día más en la oficina. Lo que no hay que hacer es intentar engañarles, tocarles el botín ni guardarse información sobre la gente que lo hizo.

El rumbo de la reunión cambió hacia otros temas, pero Anders Schyman ya no prestaba atención. Casi nunca habían tenido una charla como aquélla. El alivio y la satisfacción le recorrían por dentro. Había estado preocupado desde el enfrentamiento del día anterior, pero en aquel momento se sentía seguro.

Había ganado.


El final de octubre y el principio de noviembre siempre era una época muy ajetreada. La dirección estudiaba el presupuesto en octubre y el ayuntamiento emitía su opinión en noviembre. Bueno, en honor a la verdad, el proceso normalmente se dilataba hasta la primera semana de diciembre. Todas y cada una de las guarderías de la ciudad habían llamado ya para preguntar si era cierto que sólo les quedaban tres mil coronas, y Thomas Samuelsson tenía que vérselas, al mismo tiempo, con el seguimiento del último trimestre.

Pero no podía concentrarse. Estaba verdaderamente preocupado por sus arrebatos. Aquella periodista le había preguntado si él era un caso de burning-out, y había pensado varias veces en sus palabras. Pero no había razón para venirse abajo por estrés. Hacía lo mismo que había venido haciendo durante los últimos siete años: vivir en la misma casa, con la misma mujer, y trabajar en el mismo sitio.

Era otra cosa. No quería expresarlo con palabras por temor a las posibles consecuencias.

La verdad era que Thomas esperaba más de la vida. Eso era, ahí estaba la cosa. Quería avanzar, se sabía ya su trabajo de pe a pa. Quería trasladarse a la gran ciudad, quería ir al cine y al teatro sin tener que hacer demasiados planes, ir andando a casa por calles bordeadas de edificios altos y restaurantes indios, y ver gente desconocida.

El día anterior había paseado por Vaxholm durante varias horas, calle tras calle. Conocía cada adoquín con nombre y apellidos. Había pasado el rato en un restaurante cutre, tomando cerveza, pero se marchó cuando irrumpió en él un ruidoso grupo de adolescentes. Era más de medianoche cuando llegó a casa. Deseaba que Eleonor le hubiera esperado levantada, para hablar, pero estaba profundamente dormida, con un ejemplar de la revista financiera Moderna Tider cerca de ella, sobre la mesilla de noche.


El teléfono sonó otra vez. Thomas venció el impulso de desconectar el aparato de un tirón y estrellarlo contra la pared.

– ¡Dígame! -rugió.

– ¿Thomas Samuelsson? Soy Annika Bengtzon, la reportera. Nos conocimos ayer. Me he enterado de algunos detalles de la Fundación Paraíso. ¿Ha conseguido usted encontrar su número de identificación?

Thomas refunfuñó.

– He estado muy ocupado, ¿sabe?

– Me alegro de que cumpla con su trabajo -le replicó Annika-. Quizá haya averiguado entonces que Rebecka Björkstig antes se llamaba de otra manera, que la fundación tiene la sede en una casa ruinosa, que no hay empleados y que allí no se hace nada que no sea cobrar a la gente por sus supuestos servicios.

Él intentó encontrar algo que decir.

– ¿Eso es fiable?

Al otro lado de la línea, la reportera suspiró.

– Así parece. No estoy segura del todo. He obtenido el número de identidad de Rebecka y voy a comprobarlo en el Registro de Impagos de Sollentuna. Tomaré un tren que sale dentro de quince minutos. Reúnase conmigo, si está interesado.

Thomas miró el reloj. Tendría que cancelar tres reuniones.

– No estoy seguro de poder hacerlo -dijo.

– La decisión es suya -contestó la reportera-. Si viene, traiga el número de Paraíso, por favor.

Annika Bengtzon colgó. Thomas cerró el cuaderno que tenía sobre la mesa y fue a ver a la asistente social que llevaba el caso de la mujer bosnia, Aida Begovic. Estaba atendiendo a un joven con la cabeza rapada que no cesaba de tocarse los granos de la cara. Thomas entró, de todos modos.

– Necesito el número de Paraíso -dijo, interrumpiéndola.

La mujer, al otro lado de la mesa, hizo un esfuerzo por controlarse.

– Estoy ocupada -respondió, recalcando las palabras-; por favor, ¿quieres marcharte?

– No -dijo Thomas-, necesito ese número ahora mismo.

La asistente social se puso roja.

– De verdad que…

– Inmediatamente -rugió él.

Alarmada, la mujer se levantó, sacó un cuaderno, lo abrió y se lo entregó.

– Arriba, a la derecha -le indicó, cortante.

– Avísame en cuanto recibas una factura -dijo Thomas-. Lamento la interrupción.

Cogió el cuaderno y se fue. Anotó rápidamente el número en un post-it y se lo guardó en un bolsillo; se puso el abrigo y salió. No había llevado el coche, así que tenía que ir a buscarlo hasta su casa.

– Estaré fuera el resto del día -le dijo a la recepcionista de camino a la salida.

Mientras subía por Östra Ekuddsgatan, cayó en la cuenta de que no tenía ni idea de dónde podía estar el Registro de Impagos de Sollentuna. Tuvo que volver a casa y buscarlo en la guía telefónica. Tingsvägen, 7. ¿Dónde puñetas quedaba aquello? Arrancó la página veinte de la sección de planos de las Páginas Amarillas y corrió hasta el coche.

El tráfico se hizo más denso en cuanto se incorporó a la E18. En la 262 estaba paralizado a la altura de Edsbyn a causa de algún accidente. La frustración le hizo golpear el volante. Finalmente, se las arregló para llegar al centro por Sollentunavägen, y entonces vio que las oficinas estaban justo detrás del Palacio de Exposiciones y Congresos, en un complejo muy alto, de color amarillento, que el Registro de Impagos compartía con la Policía y otros organismos. Aparcó en una plaza reservada y subió en el ascensor hasta la sexta planta.

Annika Bengtzon ya estaba allí, sentada en una sala, con un montón de listados sobre la mesa que tenía delante. Llevaba el pelo ondulado, como si se le hubiera secado sin peinarlo. Con un resuelto ademán, le señaló la silla de al lado.

– Tengo cosas que enseñarle -dijo Annika-. Si este número de identificación es correcto, nuestra amiguita no ha pagado ni una sola factura durante los últimos cinco años. Probablemente tampoco lo haya hecho antes, pero los archivos de deudores sólo abarcan un lustro. Estarán microfilmados.

Thomas se quedó mirando la pila de listados.

– ¿Qué es eso?

Annika se puso en pie.

– Las deudas de Rebecka Björkstig grabadas en el Registro de Impagos -contestó Annika-. Ciento siete denuncias. ¿Quiere café?

Thomas dijo que sí con la cabeza, y se quitó el abrigo y la bufanda.

– Con leche, por favor.

Thomas se sentó y empezó a hojear los papeles, desconcertado. No podía decirse quién había contraído las deudas; lo único que aparecía en la casilla de «nombre» era «identidad protegida». Pero las deudas en sí mismas no eran confidenciales; aparecían recogidas en largas columnas; las públicas y las privadas. A organismos oficiales, a empresas, a ciudadanos particulares. Impuestos atrasados, tiques de aparcamiento, uso indebido de vehículos, muebles de Ikea, coches de alquiler, vacaciones, préstamos bancarios, cargos a las tarjetas de crédito Konsum, Visa, Ellos, Eurocard…

¡Por Dios! Thomas continuó enfrascado con el montón de papeles.

… préstamos para estudios, licencias de televisión, un crédito a nombre de un tal Andersson, atrasos en el alquiler de un televisor de Thorn…

– No había leche -dijo Annika, y puso un vaso de plástico marrón sobre el listado que estaba leyendo Thomas. Ella se había quitado la venda blanca del dedo y la había sustituido por una tirita.

– ¡Por Dios! -exclamó él-. ¿Cuándo ha encontrado todo esto?

Annika se sentó a su lado y suspiró.

– Esta mañana. Gracias a un chivatazo obtuve un número de identidad que parece ser el de Rebecka. No puedo jurar que lo sea, puesto que ella cuenta con la confidencialidad de ese dato, aunque por el momento así lo creo. Sólo tiene treinta años, pero se ha dado prisa en acumular débitos. Y esto es solamente el principio. La recepcionista está investigando las quiebras en las que puede hallarse involucrada. ¿Tiene usted el número de entidad de Paraíso?

Thomas sacó la cartera y le entregó el post-it.

– Vuelvo enseguida -dijo Annika.

Le dio un sorbo al café. Era bastante flojo y pasaba bien sin leche. Luego, hizo un intento de ordenar sus ideas.

¿Qué significaba todo aquello? El hecho de que aquella señora fuese un desastre a la hora de pagar no era el núcleo de la cuestión. Pese a todo, ella podía hacer muy bien el trabajo de eliminar los antecedentes personales de los documentos públicos. Pero el panorama general, la pila de facturas impagadas, sugería una cierta estrategia y ofrecía indicios de lo que quedaba por ver.

Terminó el café, tiró el vaso a la basura y siguió hojeando el material.

… facturas sin abonar de American Express, de un préstamo telefónico de Finax, multas por exceso de velocidad, primas de seguros de la compañía Folksam, servicios públicos, gastos de teléfono, impuestos de circulación…

La mayor parte de las deudas ya no tenían vigencia; se habían cancelado bien por haberlas descontado del sueldo de Rebecka o de sus bienes o bien mediante declaración de quiebra.

¿Dónde estaba Annika Bengtzon?

Thomas salió de la sala. Al doblar una esquina, se dio de bruces con ella, de tal modo que hasta sintió el contacto de sus pechos.

– ¡Mierda! -exclamó Annika al tropezar y dejar caer al suelo un fajo de papeles.

Thomas la sujetó y la ayudó a levantarse. Ella se ruborizó.

– Lo siento mucho -se disculpó él-. Ha sido sin querer.

Annika se arrodilló y recogió los papeles.

– Échele un vistazo a esto -le propuso a Thomas-. Esta chica se ha declarado en bancarrota de todos los modos imaginables: dos quiebras personales en los últimos cuatro años, ha puesto en suspensión de pagos una sociedad anónima, otra colectiva y una tercera limitada. La Fundación Paraíso está tremendamente endeudada por adquisición de coches, aparatos de televisión, financiación de dos casas por las cuales no ha pagado ni un céntimo…

Annika echó a andar delante de Thomas y entró de nuevo en la sala.

– El quid de la cuestión está en comprender qué sentido tiene todo esto -dijo, sentándose-. No tiene por qué significar que Rebecka Björkstig sea una delincuente, pero las vibraciones no son precisamente buenas.

Thomas se quedó mirándola: la misma idea se le había cruzado a él por la mente hacía unos minutos. Así que se sentó a su lado y cogió los listados de la Oficina de Propiedad Industrial para comprobar las fechas en las que estaban registradas las deudas y las quiebras, cuándo se inscribían empresas nuevas y cuándo se disolvían.

– Creo detectar una secuencia, mire -dijo él-: Rebecka pone en marcha una empresa, compra un montón de cosas, solicita préstamos enormes y quiebra. Invariablemente. Se declara insolvente una y otra vez. Al final, ya no funciona. Nadie le presta un céntimo y crea una fundación con la cual ni siquiera es posible relacionarla; y los otros cofundadores quizá ni existan.

Annika seguía el dedo índice de Thomas, que se movía de una línea a otra.

– Y otra vez tres cuartos de lo mismo -dijo ella, sujetando la hoja de las deudas de la Fundación Paraíso-. Mire esto, Rebecka empezó a ser morosa con los préstamos hace cuatro meses.

– Sospecho que la fundación no lleva en marcha más tiempo -dijo Thomas.

– Y ella hablaba de tres años y sesenta casos -dijo Annika secamente.

Se sentaron el uno junto al otro, en silencio, hojeando y leyendo el material. Luego, Annika se levantó y ordenó los listados.

– Tengo que hablar otra vez con el inspector de Hacienda, antes de que se marche. ¿Dispone de tiempo para acompañarme?

Thomas miró el reloj. Estaba a punto de comenzar la tercera reunión del día que iba a perderse.

– Sí, no hay problema.

Bajaron a un largo corredor lleno de despachos y cuya moqueta, de color azul oscuro, absorbía el polvo y los sonidos. Annika Bengtzon caminaba delante de Thomas y se dirigió a la penúltima puerta.

– ¡Hola! -dijo al entrar en el despacho-. Soy yo de nuevo. Él es Thomas Samuelsson, jefe de contabilidad de los Servicios Sociales de Vaxholm.

El inspector de Hacienda se hallaba sentado a su escritorio con una torre de cuadernos de anillas delante de él.

– ¿Encontró lo que buscaba?

Annika dio un suspiro.

– Encontré más de lo que buscaba. ¿Es posible que haya usted visto antes el nombre de Rebecka Björkstig?

El funcionario sacudió la cabeza.

– He estado pensando, pero no, no me suena.

– ¿Y esto? -preguntó Annika, y le entregó los listados con las deudas de la Fundación Paraíso.

El hombre se puso las gafas y recorrió la página con la mirada.

– Aquí -dijo, señalando una línea en la parte inferior-. Esto sí que me suena. Yo hablé la semana pasada con la empresa propietaria de estos vehículos, y estaban muy disgustados. No han podido ponerse en contacto con la persona que los alquiló y no han recibido pago de ninguna clase.

– ¿Y cómo pueden dejar que alguien se lleve los coches sin hacer una entrega inicial? -inquirió Thomas.

El inspector de Hacienda le miró por encima de las gafas.

– Me dijeron que la mujer parecía digna de confianza. ¿No sabrá usted, por casualidad, el paradero de la persona que dirige la Fundación Paraíso?

La pregunta iba dirigida a Annika.

– No -respondió ella sinceramente-. Tengo la dirección de una de las casas que usa Paraíso, pero ella no vive allí. Ese dato debería figurar en las hipotecas que le han concedido.

Annika Bengtzon le tendió los listados.

– ¿Qué opina usted de todas estas deudas?

El funcionario dejó escapar un suspiro.

– Estos tiempos son duros -dijo-. El volumen de trabajo ha aumentado mientras que el personal nos lo han reducido más de una vez. Pero esta señora no pertenece a las clases empobrecidas en el último periodo, no es una persona cualquiera que se ha retrasado con los pagos. Ella elude sus obligaciones de un modo típicamente patológico.

– Reconoce usted a esa clase de gente, ¿verdad?

El hombre lanzó otro suspiro. Ellos le agradecieron el tiempo que les había dedicado, y volvieron a recorrer el pasillo.

– Ya basta por hoy -dijo Annika, y se encaminó hacia recepción, bostezando y estirándose-. Tengo que ir a casa y telefonear a mi abuela.

Thomas la miró, el pelo ondulado y la frente tersa.

– ¿Tan pronto?

Ella sonrió.

– El tiempo vuela -dijo-. ¿Le gustaría hacer copias del material?

Annika se acercó a recepción. Él permaneció donde estaba, con la mente en blanco y empalmado.

– ¿Quiere que la lleve? -le ofreció, yendo tras ella.

Annika le miró de refilón.

– Sería estupendo.

Thomas fue al baño, se lavó la cara y las manos e intentó relajarse.

Annika le esperaba en recepción con las copias en una carpeta de plástico.

– ¡Vaya! -exclamó él-, ¡pero qué eficiente!

– Yo no, mi nueva amiga.

Él no entendió.

– ¿Quién?

– La recepcionista. Bueno, ¿dónde está su coche?

Era un Toyota Corolla bastante nuevo, verde, bien encerado, equipado con alarma y cierre centralizado, bip, bip. Thomas había aparcado en la plaza de otro, y ese otro le había dejado en el parabrisas una airada nota, que él cogió de un tirón, estrujó y lanzó a una papelera, a tres metros de distancia. Encestó. El pelo se le venía a la cara, y él se lo echaba hacia atrás distraídamente. Abrigo gris oscuro, traje caro y corbata.

Annika le observó por el rabillo del ojo. De espalda ancha, rápido y ágil. Anteriormente no se había fijado; o bien había estado oculto detrás de una mesa o sentado; por eso, ella no había advertido que se movía con energía y elegancia.

Apostaría a que hace deporte a todas horas, pensaba Annika. Mucho dinero. Acostumbrado a que se le tome en serio.

Thomas lanzó el maletín a la parte de atrás.

– La puerta está abierta -dijo.

Al sentarse delante, Annika echó una ojeada a los asientos traseros y no vio sillitas para niños, aunque él llevaba puesta una alianza. Colocó el bolso a sus pies. Él puso el coche en marcha y el aire climatizado comenzó a funcionar.

– ¿Dónde vive?

– Justo en el centro de la ciudad: en Hantverkaregatan.

Al dar marcha atrás, Thomas alargó el brazo por el reposacabezas de Annika. Ella notó cómo se le secaba la boca.

– La calle Klarastrand a estas horas suele ser un coñazo -dijo Annika-. La mejor alternativa es ir por Hornsberg…

Iban los dos en silencio, pero ella se daba cuenta de que estaba surgiendo un nuevo sentimiento, un tipo de silencio diferente. Thomas tenía las manos delgadas y fuertes, cambiaba de marcha con frecuencia y conducía bastante deprisa. Aquel cabello suyo no se quedaba quieto cuando se lo echaba hacia atrás; la rubia y brillante mata de pelo seguía cayéndole sobre los ojos.

– ¿Lleva mucho tiempo viviendo en el barrio de Kungsholmen? -le preguntó él, dirigiéndole una mirada especial, que ella le devolvió conscientemente.

– Dos años ya -respondió Annika, y de repente notó mucho calor en las mejillas-. Tengo un apartamento de dos habitaciones en la última planta del edificio, que da al patio.

– ¿Le costó caro? -preguntó él.

Ella se echó a reír. En los círculos de Thomas la gente se compraba los apartamentos.

– No, van a derribar la casa, así que es un alquiler a corto plazo -explicó Annika-. No hay calefacción central ni agua caliente ni ascensor. Tampoco hay cuarto de baño en el piso.

Thomas le dirigió una rápida mirada.

– ¿Habla en serio?

Ella volvió a reírse, toda cálida por dentro.

– ¿Qué tal recibe la señal de televisión?

– Bien, pero no hay acceso por cable.

– ¿Vio ayer el debate del Canal Dos?

Annika le miró detenidamente. ¿Por qué de repente se le había puesto estridente la voz?

– Lo vi durante unos minutos -respondió despacio-. Para ser sincera, lo apagué. Sé que el trabajo de esas mujeres es importante, pero son tan puñeteramente categóricas… Cualquier cosa que no sea pretenciosa o elitista es una mierda. No puedo soportar esa actitud, como si fueran seres superiores.

Thomas asintió con entusiasmo.

– ¿Se fijó en la mujer de la revista literaria? ¿La charlatana?

– ¿La de cara de pera? Sí, sí que la oí.

Se rieron un poco los dos a la vez.

– ¿O sea que no pertenece a ninguna sociedad cultural? -dijo Thomas, mirándola fugazmente, con el pelo sobre los ojos de nuevo.

– Voy a ver jugar al Djurgarden al hockey sobre hielo -contestó Annika-, si se le puede llamar a eso cultura.

Thomas levantó la vista de la carretera para fijarla en ella.

– ¿Le gusta el hockey?

Ella se miró las manos.

– Estuve asistiendo todas las semanas a los partidos de bandy durante varios años; era entretenido pero, como se jugaba al aire libre, te quedabas tieso. El hockey es mejor, no se pasa frío. Es fácil conseguir entradas cuando empiezan las competiciones; sólo para las finales en el Globe Arena está todo vendido.

– ¿Pudo ver la final la primavera pasada? -preguntó Thomas.

– Allí estuve en medio de los fans -dijo, y levantó el puño izquierdo mientras coreaba «¡Hardy Nilsson's iron men! ¡Hardy Nilsson's iron men!».

Thomas se rió, pero la carcajada fue volviéndose nostálgica. Annika le observó, sorprendida al verle el gesto triste.

– ¿Es seguidor del Djurgarden?

Thomas adelantó al autobús del aeropuerto.

– Jugué al hockey hasta los dieciocho años. Mi equipo era el Österkär. Lo dejé porque el entrenador y yo tuvimos una trifulca, y también porque quería concentrarme en los estudios.

Su perfil se dibujaba claramente con la ventanilla de fondo. Annika tragó saliva y volvió la cabeza para mirar en la dirección opuesta. Le ardían las mejillas y tenía una sensación de cosquilleo entre las piernas. Pasaron por delante del Karolinska Institute y lo dejaron a la derecha. Annika sintió una punzada de pánico: pronto llegarían a su casa y él se iría; quizá no volviese a verle nunca más.

– ¿Cuánto tiempo lleva viviendo en Vaxholm? -preguntó ella, casi sin aliento.

Él suspiró profundamente, y, por alguna extraña razón, eso le gustó a Annika.

– Desde siempre -respondió Thomas.

Annika le contempló el perfil. ¿Había aparecido cierta tensión alrededor de su boca?

– ¿Harto ya? -le preguntó.

Él fijó la mirada en ella.

– ¿Por qué me lo pregunta?

Annika dirigió la vista hacia delante.

– Porque no es que sea precisamente el barrio más animado. Me recuerda al sitio de donde yo soy, Hälleforsnäs.

– Tampoco es muy divertido, ¿eh?

De pronto, Annika se decidió a preguntar:

– ¿Está casado?

– Desde hace doce años.

Ella le observó el perfil otra vez.

– Aquí alguien ha sido un asaltacunas.

Thomas se echó a reír.

– En su momento hubo sospechas al respecto. ¿Es aquí donde se baja?

Annika volvió a tragar saliva. ¡Mierda!

– Sí, aquí está muy bien.

Thomas pisó el freno con la vista en el espejo retrovisor, por lo que Annika se dio cuenta de que estaba pendiente del autobús que venía detrás. Salió del coche, cogió el bolso y se inclinó hacia dentro de nuevo.

– Gracias por traerme.

Pero Thomas ya no la miraba. Sus pensamientos estaban en otro lugar.

– De nada.


Cuando la enfermera llevó el teléfono a la habitación de la abuela de Annika, se oían ruidos de chasquidos y crujidos.

– ¡Dígame! -Annika.

Nada.

– ¿Abuela?

– No, soy Barbro.

No había pronunciado la palabra madre, sólo Barbro.

– ¿Cómo se encuentra?

– No muy bien. Ahora está dormida.

Silencio. Lejanía. Un intenso deseo de salvar las distancias.

– He estado buscando residencias en Estocolmo -dijo Annika-; hay varias en Kungsholmen…

– No será necesario -la interrumpió su madre inflexiblemente, con un tono duro, no queriendo aceptar acercamientos-. Esto tiene que solucionarse en el distrito al que pertenece su domicilio. He hablado con un… con una persona hoy, y eso es lo que me ha dicho.

El organismo de Annika se vio invadido de nuevas sensaciones. Injusticia. Irritación. Derrota.

– ¿Hablaste con alguien de los Servicios Sociales? Oh, madre, te dije que yo quería estar presente.

– Tú te pasas todo el tiempo en Estocolmo. Había que ocuparse de esto inmediatamente.

– Estaré allí mañana. Tengo que hacer una cosa antes, pero luego iré.

– No, no tienes por qué hacerlo. Birgitta ha estado aquí hoy. Ya nos las arreglamos nosotras.

Annika cerró los ojos con fuerza, se llevó una mano a la frente y trató de reprimir el sentimiento de verse injustamente relegada. La rabia le amortiguó la voz.

– Hasta mañana.

Viernes, 2 de noviembre

Thomas Samuelsson rasgó la envoltura de plástico del traje, se clavó el gancho de la percha y soltó una palabrota:

– ¡Putas tintorerías!

Al mismo tiempo, Eleonor suspiraba al ver una carrera en los pantis.

– Setenta y nueve coronas tiradas a la basura -se lamentó, a la vez que los arrojaba a la papelera que había junto a la cama.

– ¿No los hay más baratos? -preguntó Thomas, chupándose el dedo para evitar mancharse la ropa con la sangre.

– No, si tienen forma -replicó su mujer mientras abría otro paquete-. Te acordarás de que esta noche vienen Nisse y Ulrica, ¿verdad?

Thomas se dio la vuelta y entró en el cuarto de baño para ponerse una tirita. Durante unos segundos se quedó mirando la imagen que le devolvía el espejo: el pelo bien peinado hacia atrás, la camisa y la corbata. Los gemelos. Se colocó la tirita alrededor de la yema del dedo y volvió al dormitorio. Eleonor se retorcía dentro de un par de pantis nuevos. Se resistían a pasar por las caderas. Thomas tragó saliva.

– ¿Y por qué tenemos que recibir invitados esta noche? -dijo-. Yo preferiría que hablásemos. Necesitamos aclarar unas cuantas cosas.

– Ahora no, Thomas -contestó su mujer, tirando de los pantis y forzando para que el abdomen y las caderas entraran en aquella estrechez.

Thomas dio un rodeo y abrazó a su mujer por detrás, con una mano en cada uno de sus pechos, acoplados dentro de un sujetador de los que levantan el busto, y le sopló suavemente en la nuca.

– Podríamos pasar un poco de tiempo juntos -le susurró-, solos los dos. Tomar un poco de vino, ver una película, hablar…

Eleonor se zafó del abrazo y se dirigió al armario para ponerse una blusa blanca y coger de la percha una falda negra.

– Hemos pasado toda la semana planeando esta cena. Nisse y yo vamos a repasar algunos aspectos del nuevo proyecto. Ya sabes que en el banco no podemos hablar de ello.

Thomas se quedó mirándola. ¡Qué bien la conocía! Por supuesto que pondría objeciones.

– Eleonor -le dijo-, de verdad que no estoy de humor para esto. Me encuentro cansado y bastante harto de cómo están las cosas en este momento; creo que es necesario que hablemos.

Ella siguió sin hacer caso de sus ruegos y se acercó a él sin mirarle a los ojos.

– ¿Me ayudas? Gracias.

Thomas le puso el collar alrededor del cuello y lo abrochó. Luego, le acarició los hombros con las manos y la atrajo hacia sí.

– Te lo digo en serio -insistió-, si esta noche vamos a tener otra cena para tus compañeros, yo no me quedo. Iré a Estocolmo y cenaré por ahí.

Eleonor se soltó de sus manos y volvió a dirigirse al armario, de donde sacó un par de zapatos negros, que metió en una bolsa. Cuando miró a Thomas, estaba despeinada y con la cara encendida, dos círculos carmesí en los pómulos.

– Es mejor que te comportes con sensatez -le dijo ella bruscamente-. ¿No te das cuenta de que no eres libre de ir y venir a tu antojo? Esta familia se compone de dos personas; entre los dos tenemos que hacer que las cosas funcionen.

– Eso es exactamente lo que yo quiero decir -le replicó Thomas con indignación-; somos una pareja, pero ¿por qué tienes tú todo el poder y yo todas las responsabilidades?

Eleonor se puso la chaqueta del traje y salió al vestíbulo.

– Es tremendamente injusto que digas eso -contestó en tono cortante.

Thomas permaneció en el dormitorio principal, el dormitorio de ellos dos, el dormitorio de sus padres.

¡Que se vaya todo al carajo! Esta vez no iba a ceder.

– ¡Deja ya de actuar con esa puta superioridad! -gritó, corriendo tras ella; la alcanzó junto a la puerta y la agarró de un brazo.

– ¡Quítame las manos de encima! -chilló Eleonor, dando tirones para soltarse-. Pero ¿qué te pasa?

Thomas respiraba pesadamente, y el pelo se le caía delante de los ojos.

– Quiero que nos traslademos. No quiero vivir más en esta casa.

Eleonor le miró con más susto que enojo.

– Tú no sabes lo que quieres -respondió Eleonor, intentando soltarse.

– Sí que lo sé -dijo Thomas con vehemencia-. Sé exactamente lo que quiero. Quiero que nos compremos un apartamento en Estocolmo o una casa cerca de allí, en Äppelviken o Stocksund. Seguro que te gustaría.

Se acercó a ella y la abrazó, inhalando la fragancia que emanaba de sus cabellos.

– Quiero un nuevo empleo, tal vez en el ayuntamiento, la Diputación Provincial, alguna asesoría o en un ministerio. Sé que tú quieres seguir aquí, pero yo me asfixio. Eleonor, me muero por salir de este sitio…

Ella le apartó empujándole, dolida y a punto de llorar.

– Tú me desprecias porque me gusta esto. Crees que no tengo ambiciones, que soy perezosa.

Thomas se echó el pelo hacia atrás con ambas manos.

– No -protestó él-, es al contrario, yo te envidio. Quisiera estar tan centrado como tú, quisiera estar satisfecho con lo que tenemos.

Eleonor se secó las comisuras de los párpados y habló con voz apagada.

– Estás tan malcriado y eres tan ridículamente inmaduro que tirarías por la borda todo lo que tenemos en común, todo aquello por lo que hemos luchado durante estos años.

Ella le volvió la espalda y se encaminó a la puerta.

Él iba hablando tras ella, tras su traje negro de Armani.

– Eso no es cierto, yo no quiero tirar nada por la borda, quiero que nos mudemos. Podríamos vivir en Estocolmo, yo conseguiría otro empleo. Tú podrías ir y venir, y quizá más adelante también querrías buscar otro trabajo…

Eleonor se puso el abrigo, y su marido vio cómo le temblaban las manos al abrochárselo.

– Mi vida está aquí. Me gusta esta ciudad. Busca otro puesto y empieza a ir y venir, si lo que necesitas es un cambio.

Thomas se quedó atónito. Eso no se le había ocurrido a él.

Claro que podría encontrar un empleo distinto en algún otro sitio. No tendría que trasladarse. Podía ir y venir, tal vez hacerse con un pequeño piso en Estocolmo y quedarse allí alguna noche.

Cuando Eleonor salió, la puerta se cerró con un clic suave de cerradura bien engrasada. La soledad envolvió a Thomas como una manta polvorienta, pesada y sofocante.

¿Qué demonios estaba haciendo?


El sonido le taladró el cerebro. Con los ojos somnolientos y legañosos, Annika descolgó el teléfono sin levantar la cabeza de la almohada.

– ¡Ha ocurrido una cosa terrible! -le gritó una voz.

Annika se incorporó, con el corazón palpitante.

– ¿Abuela? ¿Tiene esto algo que ver con mi abuela?

– Soy yo, Mia, Mia Eriksson. Ha desaparecido una mujer. Le dijo a Rebecka que lo contaría todo en el ayuntamiento y ella se puso hecha un basilisco.

Annika se frotó la frente y volvió a recostarse en la almohada, llena de alivio. Todo iba bien, todo iría muy bien.

– ¿Qué es lo que ha pasado?

– Ayer se armó aquí un buen follón, así que yo quería llamarla y contárselo. Es importante.

Annika sentía que la irritación se le acumulaba en la cabeza.

– ¿Y eso a mí en qué me concierne?

– La mujer dijo que la conocía, que usted le había recomendado que fuese a Paraíso. Se llama Aida Begovic y es de Bijelina, Bosnia.

Annika cerró los ojos, y una oleada de calor le inundó la cara. No puede ser cierto, no puede ser cierto.

– ¿Qué pasó con Aida? -consiguió decir, con las mejillas rojas y palpitantes.

– Le dijo que desvelaría en el ayuntamiento dónde vivía, que la organización era un montaje, y entonces Rebecka le contestó a gritos que mejor se anduviera con cuidado porque ella sabía quién la buscaba. Eso fue anoche y ¡ahora Aida ya no está!

Mia se echó a llorar. Annika sacudió la cabeza en un esfuerzo por pensar con claridad.

– Espere -dijo-; cálmese. Tal vez las cosas no estén tal mal. Quizá Aida ha salido de compras o algo por el estilo.

– Usted no conoce a Rebecka -Mia Eriksson hablaba con la voz entrecortada-. Una vez me dijo, confidencialmente, que mataría a cualquiera que la traicionase.

Annika sintió un escalofrío por todo el cuerpo.

– No, eso son sólo palabras. Rebecka es una tramposa de campeonato, pero no una asesina. No se obsesione.

– Tiene un arma -dijo Mia-; yo la he visto, una pistola.

La ira se apoderó de Annika y la hizo incorporarse en la cama otra vez.

– ¿No se da cuenta de que sólo trata de asustarla? Quiere asegurarse de que nadie va a contar sus chanchullos.

Mia Eriksson no se convencía.

– Nosotros nos vamos, hoy mismo. Yo no volveré a poner el pie en este lugar.

– ¿Y adónde van a ir?

Al otro lado de la línea, la mujer titubeó.

– Lejos de aquí. Hemos encontrado una casita por ahí, en un bosque.

Annika comprendió: la noche anterior había leído el historial de Mia Eriksson y sabía por qué no permitiría jamás que se conociera su paradero.

Estuvieron un rato en silencio, cada una a un extremo de la línea telefónica.

– Yo seguiré buscando los trapos sucios de Paraíso -prometió Annika.

– No confíe en Rebecka -respondió Mia.

Annika suspiró.

– Buena suerte.

– Escriba sólo lo que pueda probar -le aconsejó Mia Eriksson.

Una vez colgado el auricular, el silencio fue cercando sigilosamente a Annika, las cortinas ondeaban, las sombras se agitaban; Paraíso no la soltaba de sus garras.

El correo, empujado a través de la ranura que había al efecto en la puerta principal, cayó al suelo con un ruido sordo. Agradecida, saltó de la cama y fue a buscar las cartas; las abrió al llegar al cuarto de baño de abajo. Una factura del gas, publicidad de un club literario, una invitación para una reunión de la escuela de secundaria.

– Antes me muero -murmuró para sí misma, y lo tiró todo, excepto la factura, al contenedor de las compresas.

Tenía que ir a la oficina.


Eva-Britt Qvist estaba en su mesa, clasificando montones de papeles.

– ¿Apareció aquella lista?

La secretaria levantó los ojos hacia Annika.

– Esas fuentes que tienes no parecen ser muy fidedignas -le contestó.

Annika reprimió un exabrupto y, en su lugar, sonrió.

– Por favor, ¿podrías ponerla en mi casillero cuando aparezca?

Se volvió sin esperar respuesta. Quédate incubando el puto fax, como una gallina clueca. Entró en el sistema para consultar PubReg.

– Sabes que se carga una cantidad por cada consulta, ¿no? -le dijo en voz alta Eva-Britt Qvist desde su mesa.

Annika se levantó, se acercó a la mesa de la secretaria, puso las manos sobre unas pilas de papel y se inclinó hacia la mujer.

– ¿Tú te crees que yo estoy aquí sólo para fastidiarte? ¿No será, más bien, que sencillamente trato de hacer mi trabajo, igual que tú?

Eva-Britt se echó hacia atrás, sin entenderla muy bien y parpadeando de indignación.

– Soy la responsable de PubReg, sólo te lo estaba recordando.

– Pero no la responsable del presupuesto, ¿verdad? Ésa es tarea de Sjölander.

Dos manchas coloradas indicaron el calor que comenzó a sentir la mujer en sus rechonchas mejillas.

– Estoy muy ocupada -dijo-; tengo que hacer varias llamadas.

Annika volvió al ordenador, apretando los puños para que dejaran de temblarle las manos. ¿Por qué tenía ella que decir siempre la última palabra? ¿Por qué no podía ser más flexible?

Se sentó, de espaldas a la secretaria, cogió sus notas y cerró los ojos con fuerza para concentrarse. ¿Por dónde sería mejor empezar?

Presionó la tecla F8, probó con el nombre de Rebecka otra vez y lo que obtuvo fue «Identidad protegida».

Suspiró profundamente. ¿Para qué se molestaba siquiera? Decidió cambiar a F2 y usar el número de identificación que sabía. Escribió los dígitos de Rebecka y el aparato comenzó a runrunear y a procesar.

El resultado fue el mismo: «Identidad protegida».

Pasó a F7, datos históricos, e introdujo el número de nuevo. Runrún, proceso: Nordin, Ingrid Agneta.

Annika se quedó mirando fijamente aquella información. ¿Qué demo…?

Comprobó el número y probó otra vez.

Idéntico resultado.

Ingrid Agneta Nordin, inscrita en Sollentuna, domiciliada en Kungsvägen. El último cambio de dirección había tenido lugar seis meses atrás. Introdujo el nuevo nombre y pulsó F2. Runrún, proceso. ¡Hala, a ver qué sabes!

Annika no quitaba los ojos de la pantalla.

Funcionó. Accedió a la información y encontró otra referencia histórica que se remontaba a tres años antes.

Salió del sistema a toda prisa, cogió el teléfono y marcó el número directo del inspector de Hacienda a quien había conocido el día anterior.

– Quería yo saber si el nombre de Ingrid Agneta Nordin le dice algo.

Mientras el hombre pensaba, Annika contenía el aliento.

– Bueno… pues sí. ¿Es de por aquí, de Sollentuna? Durante un par de años tuve que tratar muchas veces con una mujer que se llamaba así.

Annika soltó un suspiro. ¡Sí!

– Se ha cambiado el nombre a Rebecka Björkstig, pero hay otra referencia histórica en el PubReg a la que no puedo acceder. ¿Por favor, podría usted comprobar si tiene esa información?

El inspector movió unos papeles.

– ¿Qué clase de información espera encontrar?

– Tal vez una dirección anterior -dijo Annika-, pero puede que haya también algo que indique otros cambios de nombre.

Una breve pausa mientras el hombre anotaba el número de identificación personal de Rebecka.

– ¿Cuándo habría tenido lugar eso?

– Hace tres años y medio.

El funcionario se fue a algún sitio y tardó cinco minutos en volver.

– ¿Sabe qué? -dijo finalmente, carraspeando-. Sí que tuvo otro nombre anteriormente: Eva Ingrid Charlotta Andersson, y estaba inscrita en Märsta.

Annika cerró los ojos. ¡Eso es dar en el blanco!

Le dio las gracias a toda prisa y colgó.


Anders Schyman cerró la puerta tras de sí y examinó su polvoriento cuchitril. Se sentó a su mesa y miró hacia la sala de redacción a través de la división de cristal. Una enérgica Annika Bengtzon pasó volando por delante de su pecera y desapareció en dirección a la cafetería. La llamaría cuando pasara de vuelta, para ver si había hecho algún progreso.

La reunión de la junta directiva de ese día había sido muy fructífera en cuanto a la apertura de horizontes. Torstensson, el redactor jefe, había decidido contarlo todo sobre la oferta que había recibido de la UE. El partido quería que fuese a Bruselas y se encargara de los programas de aquél. Estaba lleno de comedido orgullo mientras daba la noticia al grupo, y Schyman creía saber por qué se sentía tan contento. Torstensson no tenía verdaderos vínculos con Kvällspressen. Le habían elegido por razones puramente políticas. Schyman dudaba de que Torstensson hubiese leído el periódico regularmente hasta que le nombraron redactor jefe.

A pesar de lo atractivo del nombre, Torstensson no se había sentido particularmente satisfecho con el cargo. Nunca entendió realmente de qué iba el periódico. Participaba en debates televisivos y, en cuanto abría la boca, dejaba ver lo poco que en realidad sabía, usando siempre frases cargadas de lugares comunes políticamente correctos.

Anders Schyman se preguntaba por qué se le daba semejante oportunidad en aquel preciso momento. Que él supiera, no había ninguna necesidad urgente de otro lobbyist que se hiciera cargo del acceso público a la información ni de las relaciones con ningún otro partido sueco representado en Bruselas. Él sospechaba que la junta directiva estaba harta de los números rojos, pero esperaba evitar la repercusión negativa que tendría en los medios de comunicación el despido del redactor jefe, que se vería así humillado públicamente. Era probable que alguien estuviera presionando a los grupos dirigentes del partido y el resultado había sido un empleo nuevo en un nuevo entorno.

La cuestión era qué ocurriría allí, en el periódico. Si a Torstensson le llegaba realmente el nombramiento, lo aceptaba y reorganizaba la publicación antes de marcharse, ¿quién sería su sucesor? Una sensación de desasosiego le cruzó por el estómago, pero la eliminó rápidamente.

Annika Bengtzon se paseaba al otro lado de la mampara, con una taza de café en la mano. Schyman se puso en pie, abrió la puerta y la llamó para que fuese a su búnker.

– ¿Qué tal va lo de Paraíso?

La joven se sentó en una de las sillas para visitas.

– Deberías pedir que le pasen el aspirador a este despacho tuyo. El asunto Paraíso va muy bien. He obtenido muchísimos datos sobre nuestra amiga Evita Perón.

El editor adjunto parpadeó, Annika Bengtzon gesticulaba expresivamente con las manos.

– Alias Rebecka Björkstig -comenzó a decir-, alias Ingrid Agneta Vordin, alias Eva Ingrid Charlotta Andersson, que así se ha llamado también. Tiene ciento siete deudas recogidas en el Registro de Morosidad, y veinte de ellas están relacionadas con Paraíso. Se ha declarado en bancarrota de todos los modos que se conocen, por lo menos una vez. Una de mis fuentes me ha dicho que lo único que hace Paraíso es cobrar a la gente por servicios que nunca presta, pero aún no lo he comprobado del todo.

Schyman tomaba notas. Estaba sorprendido.

– Si es verdad, da la impresión de que se trata del clásico delincuente de guante blanco.

Annika asintió con entusiasmo.

– Puedes apostar que sí. He visitado a la policía de los distintos distritos donde ha residido Björkstig, o comoquiera que se llame. Hablé con un inspector que llevaba seis meses buscándola. Evita es sospechosa de haber cometido un delito en relación con todas sus quiebras.

Schyman estudió, pensativo, a la joven reportera. Era condenadamente buena sacando a la luz los trapos sucios de cualquier asunto. Él diría que se lo pasaba bien.

– ¿Qué vas a hacer al respecto? ¿Cuándo puedes empezar a escribir el artículo?

Annika Bengtzon hojeó su libreta de notas.

– Tengo el esquema preparado, sólo necesito desarrollarlo. He estado en contacto con una mujer que conoce la organización desde dentro y, además, sé de otra que está involucrada de lleno. Encontré al tipo aquél de los Servicios Sociales de Vaxholm, y también hemos hablado. Voy a ir a Järfälla para examinar la casa. Tengo que hacerme una idea más clara de lo que pasa por allí, si es que pasa algo. Y, naturalmente, tengo que hablar con Rebecka otra vez para preguntarle por qué razón ha estado mintiendo.

Schyman mostró su acuerdo con un movimiento de la cabeza: aquello parecía razonable.

– Podemos contar con que habrá una reacción en cadena, por decirlo así -continuó Annika-; una vez que hagamos pública esta información, puede que comiencen a salir otros trapos sucios del entramado y quizá nos llame la gente y nos cuente más cosas.

– No hay manera de hacer un plan para eso -dijo él.

– Ya me imagino -dijo Annika-, pero hay que estar preparados para recibir los datos que nos lleguen por esa vía.

– Y los organismos oficiales a los que ha defraudado -dijo Schyman- tal vez quieran presentar cargos contra ella.

– Habrá interrogatorios, procesamiento, juicio, cárcel -dijo Annika.

Schyman sonrió ligeramente a la joven.

– Bueno, pues me alegro de que lo tengas todo organizado.

– Voy a mecanografiar mis notas. Después, me iré a pasar el fin de semana con mi abuela. Ha sufrido un derrame cerebral.

Annika Bengtzon se puso en pie y se colgó el bolso del hombro.

– Y procura que le pasen el aspirador a este despacho; si no, te va a dar asma.


La nieve medio derretida de las aceras se había convertido en hielo y resultaba difícil caminar por ellas. Brillaba el sol, con una claridad blanca y fría de noviembre que hacía rielar los contornos de las cosas.

Annika dejó que le dieran los rayos de luz en la cara. Pasar las notas a máquina le había llevado más tiempo del que pensaba y el sol estaba ya bajo en el horizonte.

Suspiró. No le había contado todo a Anders Schyman. No le había dicho que ella era responsable de haber enviado a una mujer a Paraíso, que esa mujer había desaparecido y que Rebecka había amenazado con matarla.

Si es que eso era verdad.

Annika consiguió librarse de la inquietud, tomó el autobús 62 hasta Tegelbacken y fue caminando desde allí hasta la estación de ferrocarril. El siguiente tren a Katrineholm saldría al cabo de treinta y cinco minutos, así que se compró un bocadillo y se sentó de espaldas al vestíbulo. El murmullo de la gente era como una neblina que la envolvía, y sus pensamientos comenzaron a vagar.

Rebecka Agneta Charlotta, peligrosa y escurridiza.

Thomas Samuelsson, rico y guapo.

A Annika se le ocurrió que debería hablarle a Thomas de la información que había conseguido, de las distintas identidades, de las sospechas de un crimen. Terminó el bocadillo, cogió sus cosas y se dirigió a una cabina telefónica.

El señor Samuelsson se había ido ya y no volvería ese día. ¿Quería dejarle algún recado?, le preguntó la recepcionista.

Se había ido ya, a casa, con su mujer.

– No, gracias, ningún recado.


Habían trasladado a la abuela de Annika a otra habitación. El equipo electrónico no era allí tan llamativo, pero, por lo demás, parecía la misma. Cuando llegó ella, su abuela estaba despierta.

– Siento mucho no haber podido venir antes -se disculpó Annika mientras se quitaba el abrigo y la bufanda y los ponía en un rincón, detrás de la puerta, antes de acercarse a la anciana.

Sofia Katarina la miró, un poco confusa.

– ¿Eres Barbro?

– No, soy Annika, la hija de Barbro.

La anciana trató de sonreír.

– La luz de mi vida -dijo en un susurro tembloroso, con su voz quebrada, arrastrando las palabras, y los ojos empañados.

Annika sentía una opresión en el pecho y las lágrimas como un velo suspendido en los párpados.

– ¿Ya habéis resuelto tú y mi madre dónde vas a vivir? -le preguntó a su abuela.

La mirada perdida de su abuela recorrió la habitación, concentrada en visiones del pasado.

– ¿Vivir? Vivíamos en el Horseshoe -dijo-. Nos dejaron una habitación con un fogón en medio de la pared…

Annika, con el corazón en un puño, estrechó entre sus fuertes manos la que su abuela tenía paralizada y le acarició suavemente los gastados dedos.

– ¿Habéis hablado con algún asistente social? ¿Sabes si te han encontrado una residencia?

– Una habitación, eso era lo único que teníamos -dijo entrecortadamente-. Mi madre cocinaba para quince hombres, hacía toda la comida en aquel fogón junto a la pared, y también la colada, diez öre por pañuelo, cincuenta öre por la ropa de trabajo…

Annika se humedeció los labios, sin saber cómo reaccionar ni qué decir, y acarició serenamente el brazo de la mujer. Su abuela dejó de hablar; el pecho subía y bajaba con una respiración rápida y superficial, y los ojos, inquietos, trataban de recuperar algún recuerdo.

– La alarma de incendios nos despertó, a mi madre y a mí -contaba en susurros-; todavía estaba oscuro; la sirena sonaba y sonaba, y toda la fundición ardía. Nosotras salimos corriendo; hacía calor, y yo sólo llevaba puesto el camisón. El fuego era tan alto que las llamas llegaban al cielo; todo se quemaba.

Annika sabía de qué hablaba su abuela: del gran incendio de la fundición que había tenido lugar en las primeras horas del 21 de agosto de 1934. Sofia Katarina tenía quince años por entonces.

– Mi madre y yo arrimamos el hombro; rescatamos papeles de la oficina, papeles importantes para el negocio. Mi padre formaba parte de la cadena que iba pasando cubos de agua desde el arroyo. Llegó el carro de bomberos desde Flen, y entonces empezó a llover…

– Lo sé -dijo Annika-, tú ayudaste a salvar Hälleforsnäs.

Su abuela dijo sí con la cabeza.

– Cuando se hizo de día, llegó el camión de los bomberos de Eskiltuna. Arvid también ayudó a apagar el fuego. Le dieron un empleo en la fundición en cuanto terminó la escuela. Veintiún öre a la hora, diez coronas y diez öre a la semana, y lo primero que se compró fue una bicicleta.

Sofia Katarina intentó sonreír; un lado de la boca no le respondió.

– Me llevó de paseo en la bicicleta, pasando por Fjëllskafte, hasta la gran iglesia de Floda. «Aquí es donde nos casaremos», me dijo. Pero no fue así, nos casamos en la iglesia de Mellösa…

Annika inclinó la cabeza, le dio unas palmaditas a su abuela en la mano fría y dejó que las lágrimas le cayeran por la cara. No había conocido a su abuelo; murió el otoño anterior a su nacimiento, con los pulmones destrozados. A lo largo de los años había sido una figura nebulosa y tiznada, siempre volviendo a casa del trabajo, siempre mugriento, siempre contando historias y haciendo trastadas. Annika había crecido con los cuentos del abuelo, cuentos que le sobrevivieron, dando una imagen de él que ella nunca pudo cambiar. Se quedó mirando la expresión desconcertada de su abuela, que veía de nuevo a Arvid, un chico montado en bicicleta.

– ¿Echas de menos a Arvid? -le preguntó Annika en voz baja.

Plenamente consciente en aquel momento, la anciana le devolvió la mirada.

– Echo de menos al joven -respondió-, al chico fuerte y sano, no al borracho quejumbroso en que se convirtió.

Annika estaba atónita: nunca había sabido que su abuelo tuviera problemas con el alcohol.

– Se gastaba el sueldo en beber, no había manera de evitarlo, pero nunca tocó mi dinero. Con mi paga nos manteníamos mi hija y yo, y había comida en la mesa para mi marido…

De repente, su abuela se echó a llorar. Las lágrimas le resbalaban hacia las orejas, y Annika se las secó con un pañuelo de papel.

– Fue difícil para Barbro -continuó Sofia Katarina entre dientes-. Pasaba mucho tiempo sola de pequeña. Yo no podía llevarla siempre al trabajo; no se puede dejar que una niña ande corriendo por un sitio lleno de políticos, presidentes y miembros del Parlamento. No era bueno para ella, pero se le llenó el corazón de una tristeza que no la ha abandonado jamás.

La anciana puso la mano sana encima de la de Annika y la miró a los ojos.

– No seas demasiado dura con Barbro; tú eres mucho más fuerte que ella.

Annika pestañeó para librarse de las lágrimas e intentó sonreír.

– No lo seré -le prometió-; nos llevaremos bien, y tú te repondrás.

La abuela cerró los ojos uno o dos minutos para descansar. Luego, volvió a abrirlos.

– Annika -murmuró-, yo te quiero a ti más que a nadie. Supongo que no está bien por mi parte querer a un miembro de la familia más que al resto.

– Eso es lo que me ha hecho tan fuerte -respondió Annika también en susurros.

El silencio que siguió a su comentario le indicó que su abuela se había adormilado otra vez.


Las ramas de los pinos cargadas de nieve eran como un túnel en la noche invernal. El coche en el que viajaban Mia Eriksson, su marido y sus hijos avanzaba lentamente por las carreteras heladas. El viento del norte golpeaba el parabrisas con un silbido y lanzaba cascadas de nieve al camino.

– Hay que echar gasolina -dijo Anders.

La mujer que iba en el asiento delantero no respondió; en su lugar, fijó la vista en el bosque circundante: infinito, impenetrable. Ella sabía lo que les aguardaba. Otra cabaña de madera llena de corrientes, heladora, con una estufa de leña que lo ahumaría todo y ratas que correrían bajo las tablas del suelo. Otra cocina sin agua corriente, vajilla desparejada y desportillada, cacerolas quemadas. Un retrete exterior. Mia había creído que todo aquello pertenecía al pasado, que Paraíso sería el camino para dejarlo atrás.

– Sé lo que estás pensando -dijo el hombre, poniéndole una mano sobre la de ella-; pero esto no va a ser así siempre.

Llegaron a un pueblo: un solitario estanco, ya cerrado, que distribuía el Svenska Spel y lotería y tramitaba apuestas deportivas; una pizzería; un apartado surtidor de gasolina que funcionaba con monedas.

– ¿Tienes suficiente dinero? -preguntó Mia a su marido.

El hombre hizo un gesto afirmativo y bajó del coche. Mia dudó un momento, pero se decidió a estirar las piernas. Llevaba en el vehículo mucho tiempo, y los niños se habían quedado dormidos en los asientos traseros hacía largo rato. Al salir, la recibió un aire glacial, con toda seguridad del norte. Caminó alrededor de la pequeña estación de servicio y pensó hacer pis en medio de las sombras, detrás del edificio, pero cambió de opinión. Al meter las manos en los bolsillos, notó algo metálico y frío y se puso tensa.

Mia sacó los objetos: dos llaves de cerrojo, una llave de casa de la marca Assa y un llavero de plástico con la figura de Mickey Mouse. Rebecka estaría furiosa.

¿Y qué importaba? No volverían a verla. Se acercó a una papelera cercana al surtidor, para tirarlas.

– Mia, ¿puedes venir? -le pidió su marido-; los niños se han despertado.

Mia se detuvo. ¿Por qué tirarlas? Durante unos segundos le dio vueltas a otra opción, al recordar las palabras de Annika Bengtzon: Yo seguiré buscando los trapos sucios de Paraíso. Se volvió hacia el hombre.

– ¿Tenemos un sobre por ahí?

Él estaba a punto de cerrar el coche y se interrumpió a medio camino.

– ¿Aquí? ¿Para qué?

– ¿No están en la guantera los certificados de inspección del coche? ¿Me pasas el sobre donde están guardados y el chicle de los niños?

El hombre dio un suspiro y le entregó a Mia lo que le había pedido. Ella metió las llaves en el sobre, que ya habían roto al abrirlo, se llevó a la boca un trozo de chicle y lo masticó enérgicamente durante medio minuto. Luego, lo usó para cerrar el envoltorio y sacó un bolígrafo del bolsillo interior.

– Mi billetero también, por favor.

Mia pegó cuatro sellos en la esquina superior derecha y escribió un nombre y una dirección: Hantverkaregatan, 32, portal del patio, subiendo tres tramos de escalera. En el borde inferior, añadió: Las llaves del Paraíso. Atentamente, Mia.

– ¿Estás lista? -preguntó Anders.

– Sólo tengo que echar esto al correo -contestó ella, y se dirigió al buzón amarillo.

Sábado, 3 de noviembre

El hombre oyó la manifestación antes de verla: un sordo clamor que entonaba algo rítmico con una cadencia regular. El tráfico se paralizó, se produjo cierta confusión, incluso caos. A él se le agudizaron los sentidos: casi era la hora. Miró a su alrededor, observando los edificios -cristal y láminas metálicas, ladrillo y cemento-, y luego posó la vista en el dibujo formado por triángulos de la plaza que tenía delante. Ella estaría de camino. Antes o después, llegaría. Era vital atacar el primero, tener el control de la situación. El gélido aire le hacía temblar: ¡qué frío era aquel puto país!

Ya veía el desfile. Seis mujeres iban en cabeza, portando una pancarta y el retrato de un líder que había sido encarcelado. Las seguía una multitud, en su mayoría hombres, pero también había algunas mujeres y niños. Miles de personas protestando por esto o aquello. Dio unas patadas en el suelo, helado bajo la fina chaqueta. Unos jóvenes prendieron fuego a una bandera turca. Se quemó rápidamente y los chicos parecieron perder interés en los acontecimientos.

La masa invadió Sergestorg, ocultando las formas triangulares del suelo. Ya entendía lo que se gritaba: terrorismo turco, terrorismo turco. Banderas, pancartas y pósteres se balanceaban con el viento. Se improvisó una plataforma para oradores y aparecieron unos altavoces. Un hombre sueco, probablemente un político, comenzó a hablar.

– «El PKK ha emprendido una guerra -gritaba-. Esto ha traído consigo la violación de la democracia y unos actos terroristas que no pueden justificarse. No obstante, estas acciones han tenido lugar en medio de un clima bélico causado por la agresión turca…».

Así que era eso.

Comenzó a moverse rápida y discretamente entre la multitud y metió la mano en el interior de la chaqueta para acariciar el arma, una Beretta 92, del calibre 9 mm, con quince balas en el cargador y una en la recámara. Al final del cañón iba acoplado un silenciador.

Con la espalda ligeramente encorvada, se mantuvo pegado al muro del pasaje subterráneo.

– Oye, tío, ¿tienes algo de speed?

Con un gesto de la mano despachó al yonqui que se le había plantado delante, mientras consideraba la posibilidad de colocarle la mirilla a la pistola, aunque luego cambió de idea. Controlaría mejor la situación sin ella.

De pronto, la vio. A veinte metros y de espaldas a él. El torbellino del gentío la empujaba poco a poco hacia delante, alejándola de él. Perfecto.

Reanudó el paso, echó a correr entre cochecitos de niño y pancartas, y la vio dudar y mirar a su alrededor. La adrenalina le cantaba en las venas una melodía que él conocía bien.

Cuando sólo quedaba un metro entre ellos, el hombre sacó la pistola, dio un último paso antes de retorcerle el brazo a la mujer para inmovilizárselo a la espalda y le puso la boca del arma contra la base del cuello, debajo del pelo.

– El juego ha terminado -dijo-. Has perdido.

Los sonidos se amortiguaron, la gente entonaba eslóganes silenciosos, el tiempo se detuvo. La mujer se quedó quieta, petrificada, sin respiración.

– Sabía que eras tú -dijo el hombre entre dientes, y las palabras retumbaron en su propio cerebro.

La atrajo más cerca de él, mirándole el pelo tan brillante, de reflejos azulados, y deseó poder verle la cara. La boca de la pistola seguía perfectamente apoyada en la unión del cuello y la parte de atrás de la cabeza.

– Bijelina -susurró-; ¿te acuerdas de Bijelina?

De repente desapareció la presión del arma. La mujer liberó el brazo de un tirón y se mezcló a toda prisa entre la muchedumbre. Sólo pasó un segundo antes de que él se lanzara tras ella, a punto de caer sobre un cochecito de bebé, y la alcanzara, con la adrenalina rugiendo por su organismo, forzándola de nuevo a poner el brazo a la espalda. Ella forcejeó, esta vez con los ojos bien abiertos y un arma en su propia mano. La gente les empujaba, les hacía retroceder. El hombre le machacó los dedos con la culata de su pistola y ella soltó la suya. Una mujer les miraba con expresión de miedo y él trató de sonreír. Luego, consiguió volver a colocarle el arma en la base del cráneo. Vio que movía los labios y se inclinó hacia ella.

– ¿Decías algo?

– No os saldréis con la vuestra -murmuró la mujer-. Os he destrozado la vida.

Él la veía de lado, y sus miradas coincidieron.

Ella sonrió.

Algo explotó en la mente del hombre y al mismo tiempo en su ropa interior. Apretó el gatillo y la mujer cayó blandamente en sus brazos, con los ojos muy abiertos. Él la dejó en el suelo, se guardó precipitadamente el arma bajo el jersey y se dio cuenta de que algunas personas de la multitud le dirigían miradas de sorpresa. Los sonidos regresaron: Terrorismo turco. Echó a andar con rapidez a la estación del metro, se quitó presuroso la chaqueta y los guantes en cuanto estuvo dentro y los arrojó a un recipiente de basura. Después, se encaminó a la siguiente salida.

El coche se detuvo en el mismo momento en que él llegaba a los almacenes Ahléns. El hombre se sentó en la parte de atrás, con todo el cuerpo tembloroso. El conductor pasó un semáforo en amarillo y giró a la derecha en Klara Norra Kyrkogata. Tenían que darse prisa, antes de que la policía acordonara la zona. Al llegar a Olof Palmesgata giraron a la izquierda, después otra vez a la derecha, en Dalagatan, y aceleraron todo el camino hasta Vanadisvägen. Allí pararon en el patio, bajaron al garaje y aparcaron. No había nadie a la vista.

– ¿Salió todo bien? -preguntó el conductor.

El hombre de la pistola abrió la puerta, salió, encendió un cigarrillo y cerró de un portazo.

– Deshazte del coche -dijo, y se dirigió al ascensor.

Tuvo que cambiarse de ropa para que no le matara el hedor.


La noche había sido tranquila. Annika había descansado en un banco, cerca de su abuela, que pasó toda la noche profundamente dormida, sin despertarse ni una sola vez. Al llegar la mañana, la anciana aún dormía y hubo que despertarla para el desayuno. Después de tomarlo, Sofia Katarina volvió a adormilarse.

Annika se duchó y le dio la vuelta a su ropa interior. Luego, se sentó durante largo rato al lado de su abuela, examinando aquel pacífico rostro: las arrugas como surcos, la palidez de las mejillas; la boca, abierta y fláccida, de la cual Annika le limpió frecuentemente la saliva que se le acumulaba.

Después, se paseó nerviosamente de un extremo a otro del pasillo. Llamó a su madre y no obtuvo respuesta; a su hermana, y tampoco. Tomó un café. Y una sopa tibia de escaramujo, en taza de plástico, de una máquina expendedora.

Hay que cuidar de aquellos a quienes se ama.

A la hora del almuerzo, Annika intentó dar de comer a su abuela, pero la anciana le dijo que no tenía hambre.

La tarde se le hizo interminable. Consiguió unos cuantos periódicos, pues le faltaba concentración para leer un libro. La noticia principal de Kvällspressen venía en un artículo de Carl Wennergren: él había encontrado un recibo revelador de que un miembro femenino del gobierno había comprado una tableta de chocolate con la tarjeta oficial de crédito.

¡Dios!, pensó Annika, ¡menuda estafa! Alguien debía de haber pensado que aquella mujer se estaba haciendo demasiado poderosa, que era demasiado joven, demasiado guapa y demasiado lista. Un gracioso escandalito desviaba la atención del tema más importante del congreso socialdemócrata: a quién elegirían secretario del partido, proporcionándole así una meteórica carrera política.

Dejó el periódico a un lado, fue a sentarse a un salón y encendió el televisor: un programa turco. No es que tengas que vivir en Estocolmo, pensó. Podrías vivir en Estambul y trabajar en el hotel con Nese. Podrías vivir en Katrineholm y cuidar de tu abuela.

Dejó que aquellos pensamientos persistieran y echaran raíces.

¿Por qué no? ¿Qué razones había para no dejar que la persona más importante de su vida ocupase el lugar que le correspondía?

Su trabajo. Su profesión, todo aquello en lo que creía y por lo que había luchado como periodista. Sus amigos; pero a ellos seguiría teniéndolos aunque se trasladara. Su casa, su apartamento; aunque, para ser sincera, no se perdía mucho.

De repente, Annika se echó a llorar. La había invadido la nostalgia. Lamentaba la pérdida de los sentimientos que experimentó cuando se mudó allí; recordaba cómo la luz llenaba las habitaciones, haciendo que las paredes y los techos viviesen y respirasen; la quietud, la paz, el empuje para seguir progresando. Ella lo había tenido todo, pero ¿dónde la tenía todo a ella?

Un hombre mayor, acompañado de dos mujeres chillonas, entró en la habitación apoyado en un andador. Annika se secó las lágrimas.

– ¿Está usted mirando esto? -le preguntó una de las mujeres, dubitativa.

Annika movió la cabeza negativamente, se levantó y se fue. Las mujeres tomaron posesión de la sala.

– A las cinco hay un concierto; te gustaría verlo, ¿verdad, padre?

El pasillo estaba sólo parcialmente iluminado. Habían apagado la lámpara fluorescente del techo y la luz del día se colaba por las puertas abiertas, haciendo brillar los suelos encerados. Annika se dirigió despacio, con el pecho oprimido de nuevo, a la habitación de su abuela. El sentimiento de añoranza permanecía: recuerdos de otro tiempo en que era fácil respirar, los animados días en el hotel de Nese, los buenos momentos con Sven. Apoyó la frente en la jamba de la puerta, deseosa de amor, de un ambiente favorable. Tragó saliva y se tocó el bolsillo trasero; sí, tenía monedas. Pasó al pequeño cuarto del teléfono que había junto a la sala y buscó un número en la guía, el número de la casa de alguien. Östra Ekuddsgatan. Marcó siete dígitos y titubeó ante el octavo, pero finalmente lo hizo. Sonó una vez, dos, tres.

– Residencia de los Samuelsson.

Una mujer. Tenían el mismo apellido.

– ¡Dígame!

¿Llevaría ella el apellido de él o él el de ella?

– ¿Hay alguien ahí? ¡Dígame!

Sin una palabra, Annika colgó, con el peso de su error en el estómago. Entró en la habitación y miró a su abuela, que estaba dormida. Volvió a la sala de TV y la encontró vacía. Intentó respirar, intentó leer.

Las cosas se solucionarán. Todo saldrá bien.


– ¿Quién era? -preguntó Thomas.

Él estaba de pie, de espaldas a Eleonor. Como ella no respondía, la miró de lado. Tenía una expresión escrutadora y recelosa.

– Nadie. ¿Esperabas alguna llamada?

Thomas se dio la vuelta y se concentró en el cuchillo que tenía en la mano.

– En absoluto. ¿Por qué iba yo a esperar una llamada?

– Resulta inquietante que no digan nada.

– Quizá se equivocaron de número -dijo Thomas, y picó el último trozo de cebolla-. ¿Me pasas el aceite?

Eleonor le dio la botella: aceite de maíz, idóneo para las temperaturas altas. Thomas vertió el líquido en la cacerola, un chorrito fino y en espiral.

– Deberíamos tener una placa de gas -sugirió Eleonor-; son mucho mejores para los woks. Podríamos instalar una cuando reformemos la cocina, ¿qué te parece?

– Ésta funciona muy bien -respondió Thomas, mientras removía con mucho brío la cebolla picada.

Eleonor se le acercó y le besó en la mejilla.

– ¡Eres tan buen cocinero!

Él no contestó, sólo iba metiendo los trocitos de pollo y removía. Añadió salsa de pescado, con un punto, como siempre, de aroma sexual, una cucharada de pasta de chile, un poco de cilantro en vinagre y albahaca fresca.

– ¿Podrías abrir la leche de coco?

Eleonor le entregó la lata ya abierta.

– Eso es -dijo Thomas una vez que el guiso empezó a hervir.

– El arroz está listo -dijo Eleonor.

Thomas se puso frente a ella, su mujer, y le miró detenidamente la cara, suave y libre de maquillaje. Así estaba más guapa. Dejó la espátula, dio un paso adelante y la estrechó entre sus brazos. Ella reaccionó acariciándole la espalda y besándole en el cuello.

– Lo siento -murmuró Eleonor.

– No, yo me he portado mal.

La respuesta de Thomas fue un susurro en el pelo de ella.

– Has estado deprimido mucho tiempo -dijo ella en voz baja, y le besó en la boca.

Él correspondió a sus labios, salados y ligeramente secos. El deseo se disparó por todo su cuerpo, con la consabida erección.

– Vamos a la cama -propuso ella.

Thomas la siguió hasta el dormitorio. Eleonor se detuvo al lado del cuarto de baño.

– Ve tú delante -le dijo.

Él sabía lo que iba a hacer: aplicarse algún lubricante en los genitales para facilitar las cosas. Se aproximó a la cama lentamente, retiró la colcha y se quitó la ropa. Eleonor llegó y se colocó detrás de él, le abrazó por las caderas y se frotó con los glúteos de su marido. Thomas se puso de rodillas junto a la cama, y ella se sentó frente a él, separó las piernas y se inclinó hacia atrás. Él le miró la vulva, brillante por la crema, y le peinó con los dedos la bien cuidada mata de vello. Le acarició el clítoris con mucha suavidad y lentitud, hasta que ella comenzó a gemir. Con la verga rígida como una lanza, se acercó más a Eleonor y dirigió la punta hacia la abertura. Ella lanzó una exclamación entrecortada. Él siguió presionando, sin moverse apenas, hasta que las cálidas profundidades le envolvieron, atrayéndole y haciéndole jadear. Las entrañas femeninas revivieron debajo de él, alrededor de él, y empezaron a respirar y girar. Thomas salió despacio, provocando a la vulva, al clítoris, haciendo que la mujer echara la cabeza hacia atrás y gritara. Luego, se hundió profunda e impetuosamente en ella, empujando rítmicamente hasta que notó sus espasmos. Entonces, se corrió él, transportado por la ola de placer de Eleonor.

– Cariño -dijo ella-, ha sido magnífico.

Thomas quedó exhausto encima de su mujer, con la cabeza descansando entre sus pechos.

– Ese pollo debe de estar ya requetehecho, ¿no te parece? -dijo Eleonor- ¿Me pasas los pañuelos?

Una sensación de despeñarse a través de la cama dejó a Thomas incapaz de contestar. Eleonor salió de debajo de él retorciéndose, y él la vio coger los pañuelos de papel de la caja que estaba sobre la mesilla y limpiarse entre las piernas.

– Voy a retirar la olla del fuego -dijo ella.

Thomas se acomodó perezosamente en el lecho y se adormiló. Despertó al cabo de uno o dos minutos, con los pies fríos y las rodillas doloridas. Se levantó, tambaleante, se puso una bata y entró en la cocina.

– Lo he llevado todo abajo -dijo Eleonor.

Thomas orinó, se limpió el pene de lubricante y esperma y bajó al cuarto de estar. Había vino y ensalada y en la mesa estaba dispuesto el servicio para dos. Se sentó, y Eleonor le siguió con el pollo al coco y un salvamanteles. Se acurrucó junto a él en el sofá y le plantó un beso en la frente.

– El sexo siempre me da hambre -dijo ella.

Comieron y bebieron en silencio.

– He estado comportándome como un gilipollas -dijo Thomas después de un rato. Ella miró el contenido de su copa, un Chardonnay australiano fresco.

– Estabas deprimido; eso le pasa a cualquiera.

– No sé qué me ocurría. Nada me satisfacía ya.

– Mira, eso puede pasar cuando se trabaja tanto como trabajamos nosotros. Será mejor que nos cuidemos y procuremos no quemarnos.

Thomas parpadeó, recordando la voz de la periodista cuando le preguntó ¿Eres de los que están quemados? Carraspeó, rodeó la espalda de Eleonor con un brazo y con la mano libre cogió el mando a distancia. Se echó hacia atrás; habían comenzado las noticias, Aktuellt. El congreso de su partido ya estaba próximo y los socialdemócratas andaban enzarzados en un acalorado debate; parecía que tenía algo que ver con que un miembro del gobierno había usado la tarjeta de crédito oficial para compras personales, según pudo deducir él. Un incendio en Filipinas amenazaba a toda una ciudad. Una mujer kurda había sido asesinada durante una manifestación en Sergelstorg.

– ¿Te gustaría escuchar un poco de música? -le preguntó su mujer, a la vez que se levantaba.

Thomas masculló algo como respuesta mientras intentaba oír qué había ocurrido. Un disparo en la cabeza, en medio de una muchedumbre, ¿cómo podía pasar algo así?

– ¿Bach o Mozart?

Thomas reprimió el suspiro que estaba a punto de exhalar.

– Me da igual -dijo-, escoge tú.

Domingo, 4 de noviembre

Annika detestaba los domingos. Eran interminables. Todo el mundo ocupado en gilipolleces inútiles, matando el tiempo con actividades sin sentido. La sociedad se volcaba en ideales absurdos: ir de picnic, visitar museos, mimar a los niños, hacer barbacoas. Los días laborables, con asuntos cotidianos que mantienen la ansiedad a raya, quedaban lejanos, desconectados. La única excusa válida para no tener nada que ver con todo aquello era trabajar: echarle la culpa al trabajo te exime de esas cosas. Ella necesitaba descansar, dormir un poco, para poder trabajar toda la noche.

Gracias a Dios, ese día tenía horario nocturno.

Su madre y Birgitta fueron a la habitación de la abuela después del almuerzo. Se sentaron las tres y hablaron con la anciana. Annika estaba empezando a reconocer un patrón en las conversaciones: Arvid, la fundición, sus padres, principalmente la madre, la hermana pequeña que murió. Después de una hora, poco más o menos, la abuela se cansó y se quedó dormida. Ellas bajaron a la cafetería, que estaba cerrada, claro: era domingo, el día de descanso y todo eso, así que sacaron pastelitos Delicato, envueltos en plástico, y café de sendas máquinas expendedoras.

– Éste no es un buen entorno para ella -dijo Annika-; la abuela necesita rehabilitación en serio y cuanto antes mejor.

– ¿Y qué se supone que hemos de hacer, si no hay plazas en ningún sitio? -dijo Birgitta-. ¿Has pensado en eso?

Sobresaltada, Annika captó la expresión de la cara de su hermana, tan reticente y agresiva.

Está del lado de mamá. El pensamiento se le ocurrió de repente. Tampoco a ella le gusto.

– Bueno -dijo Annika-, he estado pensando. A lo mejor yo podría cuidarla.

– ¿Tú? -dijo su madre despectivamente-. Eso sería una proeza, en ese apartamento horroroso, sin ninguna comodidad. No me explico cómo lo soportas.

De pronto Annika se vio al borde de las lágrimas; ya no aguantaba más. Se levantó, se puso la chaqueta, se echó el bolso al hombro y miró a su madre.

– No tomes decisiones sin hablar antes conmigo -le dijo.

Luego, miró a su hermana.

– Hasta la vista.

Se dio la vuelta, salió del hospital y fue al aparcamiento; lucía el sol, la luz era brumosa, había nieve en el suelo, que crujía al caminar sobre ella. Hacía frío. Se envolvió la bufanda en la cabeza y respiró con la boca abierta; las lágrimas le inundaban los ojos, pero no se desbordaron.

La estación de trenes. Tenía que irse a casa. Escapar.


Sjölander estaba sentado en el borde de la mesa de Jansson, tomando café, cuando Annika llegó a la redacción. Ya estaba oscuro para entonces pero ante ella la realidad era tolerable: la sala estaba silenciosa, sin tensiones, prácticamente vacía. Su turno no comenzaba hasta después de una o dos horas, pero no podía soportar estar tanto tiempo sola. El tren se había quedado parado en las afueras de Södertälje a causa de un error en las señales, algo que Annika creía que sólo pasaba en la línea verde del metro, y había ido derecha a la oficina en cuanto llegó a la Estación Central.

– Bueno, ¿qué es lo que tenemos? -preguntó Jansson mientras tecleaba con ahínco en el ordenador, escribiendo sus notas directamente en el disco duro.

– Montones de cosas -contestó Sjölander, y puso sus apuntes sobre el escritorio.

– ¿Cuánto podemos publicar? -volvió a preguntar Jansson sin apartar la mirada de la pantalla.

– Casi todo -dijo Sjölander.

– ¿Qué es esto? -se interesó Annika a la vez que se sentaba, libreta y bolígrafo en mano, y encendía su ordenador-. ¿La chica kurda de Sergesltorg?

– Sí -dijo Jansson-: se trata de una historia muy rara; cinco mil testigos y nadie vio nada de nada.

– La policía ha encontrado parte de la ropa del asesino -añadió Sjölander-; unos guantes marrones y una chaqueta verde oscuro de popelín. Los guantes se habían comprado cerca, en Ahléns, y estaban llenos de huellas, hasta de dieciocho individuos distintos. La chaqueta, completamente limpia excepto por algunos rastros de cordita en una manga.

– ¿Acaso encontraron la cesta de la colada de ese tipo o algo así? -preguntó Jansson.

– Una papelera. Las prendas estaban en la papelera junto con la basura normal en la estación central del metro.

Annika se echó hacia atrás, sintiendo que se activaba algo que le resultaba agradable y familiar.

– Entonces, ¿nadie vio nada?

– Sí, sí, claro que sí -dijo Sjölander-; unas cien personas han descrito a un hombre que podría ser sueco o turco, aunque también árabe o incluso finlandés. Parece que habló antes con la víctima, le disparó, la dejó en el suelo y salió corriendo a la estación de metro, ya que su ropa se encontró en la papelera de la entrada. Hay testigos que le vieron quitársela, uno de ellos es guardia de seguridad. El tipo llevaba debajo prendas de colores claros. Después de eso, hay una serie de versiones diferentes sobre adónde se dirigió. A la calle, según el guarda; abajo, a los trenes, según un grupo de jóvenes; de vuelta a la plaza, según una mujer con un cochecito de bebé, casi se la lleva por delante. En cualquier caso, desapareció.

– Debe de tener los nervios de acero -dijo Jansson- para llevar a cabo semejante hazaña delante de tanta gente.

– Probablemente eso le ayudó; la multitud le sirvió para camuflarse. Vaya sangre fría la de ese cabrón.

Sjölander parecía casi impresionado.

– ¿Qué más sabemos? ¿Algún detalle sobre el arma?

Sjölander hojeó sus apuntes.

– Silenciador, por supuesto. Estamos hablando de un arma que se maneja con una sola mano. Tenemos datos de la bala, eso podemos publicarlo. La munición era de punta hueca. A la chica le dispararon en la base del cráneo: una bala con cubierta metálica completa le habría volado la cara desde dentro, lo cual habría sido una carnicería. Ésta se alojó en la cavidad nasal después de destrozarle el cerebro. De frente la joven tenía buen aspecto; la gente creyó que se había caído.

Annika empezó a temblar. ¡Qué desagradable! Bostezó; la primera noche de guardia siempre le parecía extraordinariamente larga.

– ¿Sabemos cómo se llamaba?

– Sí, han revelado su identidad. No tiene familiares aquí; era refugiada, de Kosovo, creo. Tampoco le queda nadie allí. Aquí está: era de Bije… ¿cómo puñetas se pronuncia esto? Bijelina. Se llamaba Aida, Aida Begovic.

La habitación se cerraba en torno a ella como un lazo. Annika tenía «visión de túnel». Los colores desaparecían; los sonidos eran huecos. Se puso en pie.

– ¿Qué pasa? -preguntó Jansson, y la voz parecía venir de muy lejos. Annika le vio la cara. El suelo se movía a medida que las palabras se perdían en la distancia-. Annika, ¿qué te ocurre?, ¿estás enferma? Siéntate, estás más blanca que el papel…

Alguien la sentó en una silla giratoria, la obligó a poner la cabeza entre las rodillas y le ordenó que respirase con normalidad.

Annika miraba la parte inferior de la silla, el mecanismo que regulaba la altura. Cerró los ojos, los apretó y contuvo el aliento.

Aida, Aida de Bijelina estaba muerta y era ella quien la había matado.

Lo he hecho otra vez, pensó. Soy dos veces asesina.

– ¡Maldita sea!, Annika, ¿estás viva?

Se incorporó, con el cabello cayéndole por la cara como un velo. Todo el edificio le daba vueltas alrededor.

– Me mareo -dijo con una extraña voz-. Quiero irme a casa.

– Pediré un taxi -dijo Jansson.


Oscuridad. Annika no tenía fuerzas para dar la luz. Se sentó en el sofá y miró las cortinas, que ondeaban suavemente, y las sombras, que bailaban.

Aida había muerto. Un hombre la había matado. El hombre de negro la había encontrado. ¿Cómo?

Rebecka, por supuesto. Aida había amenazado con desenmascarar la Fundación Paraíso, y Rebecka se había vengado traicionando a Aida, revelando su paradero.

¡Qué monstruo! ¡Una maldita asesina!

Y ella, Annika, la había metido en la boca del lobo.

Era culpable de homicidio.

La presión del pecho aumentaba como si la atenazaran; pronto, muy pronto estaría hecha pedacitos.

Alargó la mano para coger el teléfono; necesitaba llamar a alguien, necesitaba hablar. Anna Snapphane estaba en casa.

– ¿Qué te pasa? -dijo Anna- ¿Estás enferma?

– La chica a la que mataron de un disparo en Sergelstorg -respondió Annika-. Yo la conocía. La han matado por mi culpa.

– Pero ¿qué estás diciendo?

Annika rodeó con los brazos sus piernas dobladas encima del áspero sofá y se mecía de un lado a otro sollozando al auricular.

– La envié a Paraíso y allí la traicionaron. Ahora está muerta.

– Espera -le dijo Anne Snapphane-. La chica ha sido asesinada, ¿verdad? Le dispararon en la cabeza. ¿Cómo puedes ser tú responsable de eso?

Annika tomó aliento varias veces, y los sollozos empezaron a debilitarse.

– Paraíso es una farsa. La directora, una impostora. Aida, la chica asesinada, dijo que iba a sacar a la luz los trapos sucios de la fundación. Por eso ha muerto.

– Vamos a comenzar por el principio -dijo Anne-. Cuéntamelo todo.

Annika se armó de valor y le contó todo a su amiga. Le dijo que Rebecka la había llamado buscando publicidad. Le describió el primer encuentro en un hotel destartalado y la ingeniosa organización de Paraíso. Le habló de sus propias reticencias; del segundo encuentro; de que los cálculos de Rebecka no cuadraban; de la mafia yugoslava; de los increíbles planes de Rebecka para trasladar a sus clientes al extranjero; de cómo ella, Annika, había descubierto las deudas de Rebecka, sus cambios de nombre, las quiebras, los indicios delictivos. Después, siguió hablándole de Aida, del peligro que corría, del hombre que intentó entrar por la fuerza en su habitación del hotel, y de que ella le había proporcionado el número de teléfono de Paraíso y la había animado a ir allí en busca de ayuda; le habló de Mia Eriksson, que apareció un día a la puerta de su apartamento y le dio su versión de la historia, y le describió la última desesperada llamada telefónica mediante la cual le hizo saber que Aida había desaparecido, que Rebecka la había amenazado.

– ¿Y tú crees que todo eso es culpa tuya? -dijo Anne Snapphane.

Annika tragó saliva.

– Es que lo es.

Anne suspiró.

– Por favor -dijo-. Tú no puedes cargar con todo lo que va mal en la Tierra. Sé que quieres salvar el mundo, pero tiene que haber un límite, y ahora te estás pasando de la raya. Estás agotada. Tu abuela no está bien, ¿no te das cuenta de la cantidad de energía que te absorbe tu preocupación por ella? Eres tan increíblemente considerada cuando se trata de los demás que ya va siendo hora de que seas menos dura contigo misma.

Annika no respondió. Siguió sentada en su oscuro apartamento y dejó que las palabras fueran calando.

– Tú no pusiste la bala en el cerebro de esa pobre chica de ninguna manera -continuó Anne-; cuando tú la conociste, ella ya estaba metida en serios aprietos, ¿no? Trataste de ayudarla, pero no salió bien. Así que hablemos de intenciones. ¿Por qué la enviaste a Paraíso? Para ayudarla, evidentemente. Vamos, Annika, No eres culpable de nada. De ningún modo. ¿Comprendes?

Annika se echó a llorar otra vez, con un llanto suave, de alivio.

– Pero está muerta. Y me caía bien.

– Tienes todo el derecho a estar triste; intentaste ayudarla y murió de todos modos. Es horrible, pero tú no tienes la culpa.

– No -susurró Annika-, yo no tengo la culpa.

– ¿Estás bien? -preguntó Anne-, ¿quieres que vaya a tu casa? Puedo llevar un kilo de chocolate que tengo aquí.

Annika sonrió al auricular.

– No -contestó-, estoy bien.

– Lo que tú digas. No pienses en mí ni en el aspecto que voy a tener después de ponerme morada de chocolate. A propósito, puede que presente un show en televisión.

– ¿Tú? ¿Y eso?

– Bueno, mujer, no te sorprendas tanto. La presentadora de El Sofá de las Mujeres ha firmado un contrato con otra cadena, que debe de ser la peor elección del año, si quieres que te diga. Eso significa que se necesita una nueva presentadora ipso facto, y ésa seré yo o bien la reina de las barbies, Michelle Carlsson. ¡Dios mío!, se me ponen los pelos de punta sólo de pensarlo, así que voy a darme un atracón…

Cuando Anne colgó, la oscuridad era más agradable, y el movimiento de las cortinas, abstracto e irregular.

Ella no tenía la culpa. Era espantoso, horrible, pero no podía hacer nada ya. Demasiado tarde. Demasiado tarde para Aida, de Bijelina.

Annika se desvistió sin dar la luz y dejó la ropa en un montón sobre el sofá.

Durmió en calma.

Lunes, 5 de noviembre

Un timbrazo prolongado hizo despertar a Annika. Medio aletargada aún, se levantó de la cama, enredándose con el edredón; se lo puso alrededor y fue hasta la puerta.

– Así no se hacen las cosas -dijo el cartero en tono de reproche, y le entregó una bolsa de plástico que contenía algunos objetos.

Aturdida todavía, Annika pestañeaba sin comprender y se rascaba un párpado.

– ¿Qué?

– Dígale a sus amigos que utilicen materiales adecuados cuando le envíen cosas por correo en el futuro. Nosotros no podemos andar arreglando cartas que se rompen, como ésta.

– ¿Es para mí? -preguntó, perpleja.

– ¿No es usted Annika Bengtzon? Pues aquí tiene.

El cartero le entregó la bolsa y un montón de sobres con ventanilla, todos ellos facturas. ¡Vaya mañana tan estupenda!

– Gracias -dijo Annika antes de cerrar la puerta.

Dejó caer el edredón al suelo y examinó la bolsa: ¿qué diantres era aquello? Lo levantó hacia la luz para verlo mejor. ¿Un sobre roto, un pegote de chicle y un llavero? Rompió la bolsa de plástico y vació el contenido sobre la mesa. Observó detenidamente el sobre: sí, iba dirigido a ella; la caligrafía era uniforme, pero las palabras se habían escrito con premura, seguramente sobre una superficie irregular. Junto al borde inferior había algo más manuscrito: Las llaves del Paraíso.

Mia.

Annika se sentó en el sofá. Las llaves de Paraíso. Cogió el sobre, debía de ser uno usado ya con anterioridad. Habían escrito apresuradamente. Miró el matasellos: de un pueblo de Norrland.

Claro, Mia ya no necesitaba las llaves. La familia había tenido que irse de la casa de Järfälla. Annika tenía la dirección, se la había dado Mia. Fue a buscar su bolso y sacó todo lo que había dentro: las mismas compresas y pastillas de menta que antes, una libreta, un bolígrafo, una cadena de oro…

Se detuvo. La cadena de oro. Se sentó en el suelo y la cogió. La cadena de oro de Aida con dos colgantes; uno, un lirio; el otro, un corazón. La manera de Aida de agradecer a Annika que le hubiera salvado la vida.

Y murió, de todos modos, pensó Annika. Pero no fue culpa mía. Yo hice lo que pude.

Se puso la cadena por la cabeza y la colocó alrededor del cuello. El metal estaba frío y pesaba. Salvo la libreta de notas, el resto fue de vuelta al bolso. Llevó el cuadernillo al cuarto de estar y lo hojeó para encontrar la dirección. Una esquina de una hoja estaba rota; ella había escrito la dirección en el trozo que faltaba para dársela a aquel funcionario, Thomas Samuelsson. Thomas, que jugó al hockey en su momento y estaba casado con la señora Samuelsson.

Annika sacó las Páginas Amarillas y buscó el plano de Järfälla.

Sonó el teléfono y la sobresaltó.

– ¿Cómo estás? Jansson me ha dicho que anoche no te sentías bien y tuviste que irte a casa.

Era Anders Schyman.

Annika tragó saliva.

– Estoy mejor -dijo con cierto titubeo.

– ¿Qué pasó? ¿Te desmayaste?

– Algo así -respondió Annika.

– Se te veía muy cansada últimamente -afirmó el redactor adjunto-; yo creo que estás trabajando mucho con el caso de la fundación.

– Pero no he… -comenzó a decir.

Schyman la interrumpió.

– Escúchame. Tómate de baja los próximos días y ya veremos cómo te encuentras después. Olvídate de Paraíso y dedícate a mimarte. ¿Es tu madre la que tampoco está bien?

– Mi abuela.

– Pasa algún tiempo con ella y ya nos veremos la próxima vez que estés de guardia. Cuídate.

Una sensación de calidez se extendió por el estómago de Annika cuando Schyman colgó. La gente se preocupaba por ella. Suspiró y se acomodó en el sofá. La perspectiva de tener tiempo libre ya no le resultaba sombría ni amenazadora, sino agradable y placentera.

Fue a su dormitorio y se puso un chándal. Primero una ducha y luego ya sabía exactamente lo que iba a hacer.


Schyman debía tener cuidado; no era conveniente dejar que las personas en quienes confiaba y con quienes podía contar se desmoronasen. No le servirían de nada si se «quemaban». Annika Bengtzon tenía que mantenerse alerta todavía un poco más de tiempo.

Tomó una profunda bocanada de aire y el aroma de los productos de limpieza le llenó las fosas nasales. Deshacerse de aquel viejo sofá raído y hacer que limpiaran completamente la habitación había sido una idea magnífica.

Sintiéndose seguro y relajado, se reclinó en el asiento y abrió el periódico. Su satisfacción disminuyó ligeramente mientras lo leía. En primera plana aparecía el espectacular asesinato ocurrido en Sergelstorg, la mujer a quien habían disparado en la cabeza durante una manifestación. El artículo iba ilustrado con una fotografía grande, algo borrosa, de la chica. Era joven y guapa. No había nada polémico en que se hubieran publicado el nombre y la fotografía, pero los datos truculentos venían descritos con demasiado detalle. No era necesario en absoluto saber que la bala de punta hueca le había destrozado los sesos antes de alojarse en la cavidad nasal. Schyman suspiró. Bueno, no merecía la pena preocuparse por insignificancias como aquélla.

La página siguiente presentaba la inminente crisis gubernamental: estaba previsto que el congreso del partido socialdemócrata comenzara el jueves y durase una semana, y la lucha por el poder estaba muy animada. Carl Wennergren había seguido con sus indagaciones en los asuntos financieros de aquella política (al parecer, no había abonado a tiempo las facturas de la guardería) y se aproximaba rápidamente a un punto sin retorno en lo que a la ética se refiere. El periódico no había llegado todavía al meollo de la cuestión: por qué se estaba investigando a la mujer en aquel momento precisamente. Se trataba de un hecho bien conocido que dicha política era la principal candidata del comité de selección para el cargo de secretaria del partido, lo que significaba que estarían preparándola para el puesto de primera ministra, y esto hacía que los cincuentones cardíacos de culo gordo se la tuvieran jurada. Eso era lo que Schyman quería ver en el periódico: una descripción de hombres que detentaban el poder y lo que estaban dispuestos a hacer para no soltarlo. Los nombres de los otros candidatos no se habían filtrado a la prensa, aunque se sabía que tres diputados iban a salir del comité ejecutivo, el grupo de élite en el poder. Schyman tenía el presentimiento de que los candidatos podrían resultar controvertidos. El congreso prometía ser emocionante. Corrían rumores de que Christer Lundgren, antiguo ministro de Comercio Exterior, que había dimitido a causa del escándalo del Estudio 69, iba a volver al ruedo. Personalmente, Schyman no lo creía probable: el escándalo había sido demasiado grande y nunca se aclaró del todo; había temas potencialmente explosivos sumergidos bajo la superficie. Pero la ministra de Cultura, Karina Björlund, quizá estaba labrando ella misma su propia caída. Había propuesto con mucho interés que el gobierno tuviera el derecho de nombrar y destituir jefes de redacción y directores ejecutivos de las empresas mediáticas de toda Suecia. De algún modo, la habían mantenido en su cargo, y él sabía por qué. Annika Bengtzon se lo había contado hacía unos dos años.

El resto de las noticias del periódico era bastante flojo. Los consejos de los mercados de valores -«Consiga triunfar»- le hacían bostezar. Las páginas centrales ofrecían una entrevista con un personaje famoso de televisión que estaba a punto de cambiarse a otra cadena. El cambio no parecía deberse a ningún conflicto, era cuestión de codicia. Schyman bostezó otra vez. Ellos no habían sido capaces de descubrir nada sólido durante la semana anterior, algo que hubiera asegurado la edición del lunes mientras esperaban que las historias de la vida real y la nueva semana se pusieran en marcha.

Pero qué demonios, el departamento de edición se encontraba en buena forma, estaba preparado. No debían dejar pasar ninguna cosa que surgiera en su camino, por insignificante que fuese.


En el estómago de Thomas, la pizza parecía un ladrillo de queso y le hacía sentir unas ligeras náuseas. Después del almuerzo se encerró en su despacho, sin tomar café, con los periódicos vespertinos.

Allí, en su mesa, estaba la factura de Paraíso por una vivienda segura durante los meses de noviembre, diciembre y enero. Trescientas veintidós mil coronas. Thomas sabía que el presupuesto de los Servicios Sociales no podía cubrir semejante cantidad. Tendrían que posponer la limpieza de una guardería infantil con problemas de humedades para darle el dinero a aquella estafadora.

La trabajadora social le había entregado la factura al salir a comer con sus compañeros.

– Esto acaba de llegar por fax -le había dicho con el tono de voz y la mirada glaciales.

Thomas le había dado las gracias, más angustiado de lo que quería admitir.

Ahora miraba la factura y calculaba mentalmente de dónde podría arañar para que salieran las cuentas.

¡Qué demonios!, pensó un segundo después y desechó las otras ideas. No es problema mío. El consejo Directivo ha dado el visto bueno a esta mierda, así que tendrán que arreglarlo ellos.

Thomas suspiró, se echó hacia atrás y cogió el Kvällspressen. Lo abrió por las páginas centrales y encontró una extensa entrevista con una presentadora de televisión que iba a pasarse a otra cadena, ¡Es increíble lo poco interesante que resulta!, pensó, y volvió a la portada. Aparecía una fotografía de la persona que había muerto en Sergelstorg el sábado anterior, la mujer kurda a la que habían asesinado en medio de una manifestación. Vaya, qué joven era. Dejó que su mirada vagara hasta llegar al pie de foto: Aida Begovic, de Bijelina, Bosnia.

Durante unos segundos se le paralizó el cerebro. Luego, tiró el periódico y cogió la factura de la Fundación Paraíso. Llevaba la fecha del 5 de noviembre.

Esto no es posible, pensó. Abrió de un tirón un cajón de la mesa, el de abajo, y sacó todos los papeles que tenía con información sobre el caso. Los hojeó. Tenía razón.

Aida Begovic, de Bijelina, Bosnia.

La ira le dejó sin aliento. En su campo de visión había una nube rojiza que se extendía de arriba abajo. La muy zorra… Tenía la desfachatez de cobrar por la protección de una mujer que había sido asesinada.

Thomas dejó los papeles sobre la mesa. Entre ellos había un trozo de hoja con una dirección escrita en él. Cayó revoloteando cuando Thomas sacudió el montón de listados del Registro de Morosos de Sollentuna; era el trocito que Annika Bengtzon había arrancado de su libreta. Se guardó la factura y la dirección en un bolsillo interior de la chaqueta, a la altura del pecho, se puso el abrigo y se marchó.


Annika bajó del tren en Jakobsberg, llevando firmemente agarrada la página 18 de la sección de planos de las Páginas Amarillas. El viento era cortante y la humedad le laceraba la piel. Edificios como cajas marrones, de los años sesenta, una escuela, un salón de reuniones, una iglesia. Estudió el plano y vio que tenía que dirigirse al noroeste. Un paso de peatones subterráneo la llevó bajo la autopista Viksjöleden. Se comió una hamburguesa en Emil's Fast Food.

El nerviosismo se disparó en su cuerpo en cuanto salió del local. Sentía la boca grasienta, y la hamburguesa le causaba malestar y ardor de estómago. Estaba a punto de tomarse la justicia por su mano.

Contempló las casas, tan anodinas e indefinidas en medio de la bruma.

No tengo que hacer esto, pensaba Annika. Estoy de baja. Paraíso puede esperar.

Seguía mirando las casas, deliberando consigo misma.

Podría ir y echar un vistazo, reflexionaba. Sólo porque examine el lugar desde fuera no significa que tenga que entrar.

Aliviada por haber pospuesto la decisión, fue al barrio conocido como Olovslund. No parecía ser el producto de un plan urbanístico; el trazado carecía de uniformidad. Las casas eran todas diferentes, construidas en épocas diferentes y de diferentes estilos: casas victorianas, una vieja granja, casas cúbicas, de construcción simple y barata, que databan de los años treinta, edificios modernos de ladrillo blanco y madera marrón oscuro. La población se había expandido por las laderas de una vasta colina y muchas calles llevaban nombres que describían su situación; a otras les habían puesto los de los meses y las estaciones.

Me pregunto si se conocerán bien unos a otros en una zona como ésta, pensaba Annika. No muy bien, creía ella.

Finalmente, llegó a la calle que buscaba y caminó lentamente por la empinada carretera de asfalto y grava, con las alcantarillas descuidadas. El llavero tintineaba en el bolsillo y parecía que iba a quemar el forro y a hacer un agujero.

La casa estaba cerca de la cresta de la colina, en la cara norte. Annika se quedó junto a la vereda de entrada y la estudió cuidadosamente. El jardín estaba en pendiente y muy abandonado: las hojas marrones del verano anterior, medio podridas ya, se hallaban esparcidas entre manchas de nieve. Unas rocas grandes obstaculizaban parcialmente la vista. La casa era de la década de los cuarenta, tal vez de los primeros años cincuenta; tenía dos pisos y estaba pintada de estuco de un color marrón claro grisáceo, que originalmente pudo ser blanco, pero que se había deteriorado. No se veían cortinas ni lámparas ni luz en ningún sitio. Las ventanas parecían huecos en una dentadura poco sana.

El corazón comenzó a latirle aceleradamente, el aliento formaba nubes de vapor al chocar con el aire frío. Miró a su alrededor; no había luces en las casas vecinas y tampoco nadie a la vista.

Los barrios suecos de las afueras en una tarde laborable la hacían pensar en la vida después de la gran bomba, iba reflexionando Annika, con las llaves en la mano.

Mia Eriksson tenía una habitación alquilada en esta casa. Había pagado el mes completo; y le había dado a Annika la dirección y las llaves. Aquello prácticamente suponía una invitación.

Annika aspiró profundamente y entró en el jardín. Huellas de pisadas y unas paladas improcedentes habían dejado intransitable y lleno de hielo el sendero que conducía a la casa. Echó una fugaz mirada de reojo: nadie la observaba, nadie se cuestionaba su presencia allí. Subió corriendo las escaleras, con las llaves preparadas en el bolsillo y la mano sudorosa. No oyó nada cuando se puso a escuchar a la puerta. Llamó al timbre; el sonido reverberó dentro de la casa. Si venía alguien, se inventaría cualquier cosa, preguntaría una dirección o diría que estaba vendiendo un periódico solidario, como Situation Stockholm. Volvió a pulsar el timbre. No hubo respuesta. Observó la puerta principal: sólida, de los años cuarenta, con dos cerraduras; sacó las llaves, las sostuvo en la mano y probó una en la cerradura de arriba. No iba. El labio superior se le llenó de gotitas de sudor. ¿Y si fuese una trampa? Con los dedos temblorosos, probó otra llave: clic. Annika suspiró, probó otra llave, poniéndola en la cerradura inferior: clic-clic-clac. Después en la de la marca Assa. La puerta se abrió con un chirrido. Entró, con el pulso golpeándole en los oídos, y cerró la puerta. El vestíbulo estaba oscuro. Parpadeó para acostumbrarse a la penumbra; no se atrevía a encender la luz.

Annika permaneció allí largo rato esperando hasta que la oscuridad se fue atenuando, hasta que sus ojos se adaptaron y el corazón recuperó su ritmo.

Aquel sitio tenía un olor un poco desagradable, a húmedo y cerrado, y era muy frío. Se limpió los zapatos en un felpudo pequeño y raído, para no dejar ningún rastro.

El vestíbulo estaba vacío, sin un solo mueble. Había varias puertas. Abrió una de la izquierda; daba a unas escaleras que subían al primer piso. La débil luz del día entraba por una ventana de arriba. Cerró la puerta silenciosamente y abrió la siguiente, que le dejó ver un armario hecho a medida debajo de las escaleras y lleno de trastos.

Desde fuera le llegó el ruido de un coche. Todo su cuerpo se puso rígido y el corazón dejó de latir.

Las cerraduras, pensó, tengo que cerrarlas; si no, se darán cuenta enseguida de que hay alguien aquí.

Volvió hasta la entrada, de puntillas y a toda prisa. Con las manos repentinamente torpes, giró el cierre Assa y usó las llaves en las otras dos. Se le escapó un suspiro de alivio. Tenía las axilas empapadas por la transpiración. Prestó atención a otros posibles sonidos de fuera, pero no se oía nada. Volvió sigilosamente hasta el armario. Al abrir la puerta, esta vez se cayó una llave y el ruido hizo eco por toda la casa. Mierda, mierda. Puso la llave con rapidez en su orificio y se quedó escuchando: nada. Entonces, se movió hasta la puerta siguiente, la que llevaba a la parte delantera de la casa. La cocina, que no se había reformado desde la construcción de la vivienda, contaba con escasas superficies de trabajo, y la encimera y el fregadero estaban muy estropeados. Dos ventanas, una, al norte; la otra, al oeste. Una mesa vieja con el tablero laminado y cuatro sillas que no hacían juego. Una cafetera. Se acercó al aparador y tiró del cajón de arriba: unos cuantos cubiertos, un cuchillo de trinchar. Nada en el cajón siguiente, ni en el otro. Miró en los armarios: unas cacerolas, una sartén de hierro fundido, un escurridor. La despensa guardaba un paquete de macarrones y dos latas de tomate triturado. Annika se detuvo y miró a su alrededor. La cocina estaba muy limpia, mérito que seguramente habría que atribuir a Mia.

Al este había otra puerta, ésta, corredera, que se encontraba cerrada. Annika se dirigió allí y tiró del brillante picaporte. Sin resultado. Dio otro tirón usando las dos manos, pero no cedió. Annika pasó los dedos por la cerradura; requería una llave muy pequeña; ninguna de las que ella llevaba serviría. Volvió al vestíbulo y probó con la última puerta que le quedaba. Daba paso a una habitación deslucida, donde había un sofá, una pequeña mesa de centro y una chimenea en un rincón. El suelo estaba recubierto de linóleo que imitaba al parqué. A la izquierda, otra puerta, que debería conducir a la habitación situada detrás de la cocina. Se acercó y trató de abrirla. Cerrada. Probó con sus llaves, pero ninguna de ellas valía.

El despacho, pensó Annika, el cuarto al que Mia no tenía acceso.

Iba de vuelta a la cocina para ver si podía encontrar una llave que le sirviera, cuando oyó que alguien corría el pestillo de arriba en la puerta principal.

La sangre de la cabeza de Annika se trasladó directamente a los pies. No podía moverse, era como si la hubieran clavado al suelo al oír el clic del primer cerrojo. Pero, al escuchar el segundo, de repente le salieron alas y voló hasta la puerta que daba a las escaleras. La abrió, pasó y la cerró tras ella. Subió a toda pastilla, aunque sin hacer ruido, hasta un rellano cubierto del mismo linóleo con dibujo de parqué. Abrió de un tirón una de las cuatro puertas que había y se lanzó bajo la cama, ocultándose lo más posible. Dios mío, por favor, ayúdame, perdóname todas las estupideces que he cometido…

Debajo de la cama, el suelo estaba sumamente polvoriento, así que Annika se tapó la nariz y la boca con las manos para evitar males mayores y no estornudar. Alguien andaba en la pieza justo debajo; se oía correr el agua, tenía que ser la cocina. Su respiración se volvió fuerte, rápida y profunda.

No, pensó, un ataque de ansiedad ahora no.

Su organismo no la obedecía y comenzó a hiperventilar. Se dio la vuelta sobre la espalda y buscó en los bolsillos algo en lo que poder respirar. Encontró los guantes y se cubrió la boca y la nariz con uno. Inspiró y espiró una y otra vez hasta que el ataque remitió y ella se quedó exhausta. Luego, fijó la mirada en la parte inferior de aquella cama de sesenta años; unas cinchas oscurecidas sostenían un somier de muelles y un colchón lleno de polvo.

Annika volvió la cabeza hacia la pared y apoyó una oreja en el suelo. Voces excitadas, un hombre y una mujer. El hombre, agresivo, la mujer, con indicios de histeria. Reconoció una de las voces: Rebecka Agneta Charlotta Evita.

– Ese caso era mío -decía la mujer-; ¡mío! ¡Qué rata de alcantarilla! ¡Los Servicios Sociales a punto de pagar y esa zorra va y se larga!

Debe de referirse a Mia, pensó Annika. Algún objeto se rompió abajo; ella intuyó que había sido la cafetera. El hombre murmuró algo que ella no llegó a captar y, luego, le llegó un fuerte zumbido. Dio un respingo y se golpeó la cabeza con el somier. ¡Ay, coño! El zumbido cesó. Ella se tendió de nuevo y se tocó la frente con cuidado: sangraba un poco. Volvió a oírse aquel ruido: era el timbre de la puerta. Estaba instalado en una pared de la cocina, cerca del techo.

En el silencio que siguió, Annika oyó murmullos; ahora las voces denotaban más sorpresa que enfado, más miedo y menos agresividad.

– No, yo no espero a nadie…

– … puede que haya vuelto…

Annika percibió el sonido de las pisadas abajo al mismo tiempo que la sangre le caía hacia los ojos. Ella escuchaba aún con más atención.

Era un hombre: había llegado otro hombre. Discutían; las voces se elevaban. La puerta principal se cerró y volvieron a la cocina.

– Si cree usted que voy a pagar esta factura, está apañada -dijo una voz masculina, y Annika dio un grito ahogado.

Thomas Samuelsson.

La voz de la mujer, fría y desdeñosa, se filtraba a través del techo.

– Tenemos un contrato y usted tiene que cumplirlo.

– ¡Por amor de Dios! ¡La mujer está muerta!

El funcionario estaba furioso.

– Ella se escapó -dijo Rebecka Evita-; prefirió irse, lo cual no les exime del pago.

Thomas Samuelsson bajó la voz, haciendo difícil para Annika entender sus palabras.

Ella creyó oírle decir:

– ¡Voy a ir a la policía, arpía embustera! ¡Sé todo lo de sus deudas y quiebras, y le aseguro que usted no va a defraudar a la ciudad de Vaxholm!

A continuación vino una refriega. El otro hombre empezó a gritar. Thomas Samuelsson le dio la réplica oportuna. La mujer chillaba también. Y entonces se oyó un golpe sordo y el sonido como de una madera que se astillaba. Todos se desgañitaban y la casa se movía.

– ¡Enciérralo! -exclamó Rebecka.

Un golpe más lejano, gritos apagados, puños que aporreaban rítmicamente.

– ¿Qué coño vamos a hacer ahora? -preguntó el hombre.

– Callarle -dijo la mujer.

Puños que seguían dando golpes: zas, zas, zas, voces airadas: «Dejadme salir, malditos impostores». Luego, pasos seguidos de otro ruido sordo. Después, silencio.

– ¿Está muerto? -preguntó la mujer.

Annika contuvo el aliento.

– No -respondió el hombre-; se pondrá bien.

Annika cerró los ojos y suspiró.

– ¿Por qué le has dado tan fuerte? Estás loco, no podemos dejarle ahí tirado en el suelo.

– Tenemos que ir a buscar el coche.

– Yo no voy a llevarlo conmigo.

– Deja de lamentarte, por lo que más quieras. Te estoy diciendo que…

La puerta principal se cerró de un portazo y apagó las voces.

En medio del silencio, Annika permaneció donde estaba, toda polvorienta y acalorada. Una pluma cayó de los muelles de la cama y se le posó en la nariz. El tiempo se detuvo mientras ella respiraba superficial y calladamente.

Volverán. Volverán pronto y tienen un coche. Se llevarán a Thomas Samuelsson y será demasiado tarde.

El último pensamiento hizo eco en su mente: demasiado tarde, demasiado tarde. Demasiado tarde para Aida, de Bijelina, demasiado tarde para Thomas Samuelsson, de Vaxholm.

Annika sopló la pluma y se arrastró por debajo de la cama. Estornudó, cubierta de polvo de los pies a la cabeza, y miró hacia fuera. Rebecka y un hombre se dirigían calle abajo. Pasaron por delante de un coche que Annika reconoció como el Toyota Corolla de Thomas Samuelsson.

Se sentó en el suelo, con el cerebro en punto muerto; ¿qué iba a hacer ella? No tenía ni idea de cuánto tardarían en volver Rebecka y el hombre. Tal vez lo mejor fuera seguir sentada, esperar y dejar que recogieran al contable. Después ella podría escabullirse de la casa al anochecer.

Miró por la ventana de nuevo. Ya casi había oscurecido. No, Rebecka. Si ella tenía que hacer algo aparte de esperar, tenía que hacerlo pronto.

Volvió a sentarse y cerró los ojos, dominada por la duda. Ojalá no fuera tan cobarde. Ojalá no fuera tan débil. Ojalá tuviera más tiempo.

Pero qué gallina eres, se dijo a sí misma. Ni siquiera sabes con cuánto tiempo cuentas. Eres capaz de salir de aquí si empiezas a moverte.

Se puso en pie; salió a hurtadillas hasta el rellano superior y bajó los peldaños arrastrándose y jadeando de ansiedad. Miró a su alrededor y vio la sartén en el suelo. ¿Dónde le habían puesto a él?

Un leve quejido desde el armario de las escaleras le hizo darse la vuelta. La llave seguía aún en la cerradura. Fue y la giró.

El hombre se vino abajo sobre ella, que le recogió en sus brazos y cayó de rodillas. La cabeza de él descansaba en la parte interior de un codo de Annika. Sangraba por una herida ostensible en la raya del pelo; sus cabellos, tan claros, ahora estaban manchados y oscurecidos, debido a la sangre. Ella le aflojó la corbata, y él se quejó otra vez.

La rabia llenó de lágrimas los ojos de Annika. ¡Malditos asesinos! Primero Aida, ahora Thomas. ¿Es que aquello no iba a terminar nunca?

– ¡Eh! -dijo Annika, dándole al contable unas firmes palmaditas en las mejillas-. Tenemos que salir de aquí.

Ella intentó ponerle de pie, pero se le escurrió y cayó al suelo.

– ¡Thomas! Thomas Samuelsson de Vaxholm, ¿dónde tiene las llaves del coche?

Él gimió, rodó sobre su espalda y dejó la cabeza apoyada en el gastado felpudo del vestíbulo.

Annika buscó en los bolsillos de Thomas, tela suave, manos torpes, allí estaban. Fue al cuarto del sofá para ver si Rebecka estaba regresando a la casa. No había nadie a la vista.

Cuando Annika estaba a punto de salir del cuarto de estar, se dio cuenta de que la puerta de la habitación que antes se encontraba cerrada con llave ahora estaba entornada. Titubeó un segundo: debería estar saliendo de allí de una puñetera vez. Pero también debía mirar dentro de aquel cuarto.

– ¡Dios! ¿Qué me ha ocurrido?

Una voz entrecortada y aturdida llegaba desde el vestíbulo. Annika se acercó a Thomas.

– Que le han dado un sartenazo en la cabeza -dijo ella-. Vamos a salir de aquí, pero antes quiero mirar una cosa.

Thomas Samuelsson intentó incorporarse, pero se desplomó.

– Siéntese un minuto; yo vuelvo enseguida -le dijo Annika.

Ella corrió hacia la puerta ahora entreabierta, la abrió de par en par y observó el contenido de la habitación.

Decepcionante.

Annika no sabía qué esperaba en realidad, pero seguro que no era aquello. Un escritorio. Un teléfono. Un fax. Una estantería llena de cuadernos de anillas y un montón de papeles. Como no se oía nada, entró y cogió el cuaderno donde ponía Borrados de los registros.

Estaba vacío.

El siguiente tenía escrito Seguimiento.

Vacío.

El otro: Facturas, Servicios Sociales. Unos veinte documentos: Ciudad de Österaker, su referencia: Helga Axelsson, nuestra referencia: Rebecka Björkstig; ciudad de Nacka, su referencia: Martin Huselius… Cada una de las facturas sumaba una respetable cantidad de dinero, al menos cien mil coronas. Annika miró apresuradamente los cuadernos de la estantería de arriba, todos con títulos como Rehab. de clientes, Viviendas seguras, Traslados al extranjero.

Todos vacíos.

El montón de papeles contenía datos personales, resoluciones de los tribunales y formularios de los servicios de la Seguridad Social. Datos confidenciales de personas cuyas vidas corrían peligro.

De espaldas a la estantería, Annika observó el resto de la habitación. Tenía que irse, ¿había pasado algo por alto?

El escritorio. Se acercó y tiró de los cajones. Todos cerrados con llave.

Vale, olvídalo, qué le vamos a hacer, pensó.

Thomas Samuelsson estaba sentado, apoyado contra la pared y con la cabeza entre las rodillas.

– ¿Está vivo? -le preguntó Annika, nerviosa.

– A duras penas -contestó entre dientes.

Ella abrió las tres cerraduras de la puerta principal y se puso de rodillas delante de él.

– Thomas -le dijo, y tragó saliva-, ellos regresarán en cualquier momento. Tenemos que salir de aquí. ¿Puede andar?

Él movió la cabeza negativamente, con el pelo como una cortina con manchas marrones.

– Páseme un brazo por los hombros, y yo tiraré de usted. Vamos.

Thomas hizo lo que ella le indicó. Pesaba más de lo que Annika esperaba; se le doblaban las rodillas con aquella carga. Le llevó hasta la puerta y la abrió de una patada. Fuera estaba casi oscuro. Dejó al hombre en las escaleras exteriores. Estaba muy atontado. Annika tenía las manos tan resbaladizas y temblorosas que se le cayeron las llaves en la hierba. Casi se echa a llorar. ¡Maldita sea! ¿Debería olvidarse de cerrar la puerta? Prestó atención por si oía ruido de coches: nada. Saltó por encima del hombre aturdido, recogió las llaves, volvió a pasar sobre él y llegó a la puerta. A Annika se le ocurrió que tal vez sería una buena idea cerrar la puerta del armario, así que echó a correr dentro de la casa y lo cerró; después, hizo lo mismo con las tres cerraduras, lo más aprisa que pudo. Levantó a Thomas y lo arrastró hasta el Toyota. Un gracioso bip-bip y las puertas del coche se abrieron. Lo soltó en el asiento delantero y corrió al otro lado, agarrando la llave con las dos manos para mantenerla derecha al darle al contacto. Alabado sea el Señor, el motor se puso en marcha inmediatamente. Aceleró, cambió a primera y salió por la cima de la colina.

Lo último que vio Annika por el espejo retrovisor fue otro coche que subía detrás de ellos.

Conducía siempre al frente, con el pánico invadiéndola y amenazándola con un nuevo ataque de ansiedad. La carretera llegó a una intersección y ella giró con brusquedad a la derecha. Thomas Samuelsson se ladeó hacia ella y tuvo que empujarle a su asiento otra vez. ¡Dios! ¿Cómo se las iba a arreglar para salir de allí? ¿En qué dirección estaba Estocolmo?

Se dirigió hacia abajo, imaginando que en algún momento daría con una vía conocida. A propósito, ¿cómo se llamaba aquella calle? ¿Mälarvägen?

Annika observó el espejo retrovisor y vio solamente faros de coches que no parecían perseguirla. Al dirigir la mirada a la carretera, se encontró con un semáforo. ¿Una carretera importante? ¡Viksjöleden! H izo otro giro a la derecha, dejando la casa de Rebecka tras ellos. Se dio cuenta de que estaba conduciendo en círculo, pero pasó por otra vía principal, Järfällavägen, y reconoció los alrededores. ¡Barkarby Factory Outlet! Casi podía oír a Anne Snapphane exclamando con regocijo: «Hoy es el Día del Outlet». Normalmente iban allí una vez en otoño y otra en primavera para comprar a precios de ganga chaquetas de cuero, zapatos deportivos y artículos poco convencionales procedentes de colecciones de muestrario. No sería ningún problema encontrar el camino a su casa desde allí. Tomó la E18 y enfiló a Estocolmo por la vía rápida.

De pronto, Thomas Samuelsson empezó a vomitar; se lo echó todo encima del abrigo y los pantalones y se dio un golpe con el salpicadero.

– ¡Joder! -exclamó Annika-. ¿Necesita ayuda?

Él se quejó y vomitó otra vez. Annika seguía conduciendo; buscaba desesperadamente una salida, pero no encontraba ninguna y se sentía atrapada e impotente.

Con la cabeza todavía contra el salpicadero, Thomas se llevó las manos a las sienes.

– ¿Qué demonios ha pasado? -preguntó con la voz muy débil.

– Rebecka y su compinche -respondió Annika-. Le dejaron sin conocimiento.

Él levantó los ojos hacia ella.

– ¡Eh! ¿Y usted qué hace aquí?

Annika mantuvo la vista en la carretera. El tráfico era cada vez más denso.

– Yo les oí encerrarle en el armario. Cuando se fueron a buscar el coche, le liberé. Tiene conmoción cerebral. Debería verle un médico. Le llevaré a Sankt Göran.

– No -protestó Thomas sin mucha convicción-; estoy bien. Me duele la cabeza, eso es todo.

– Eso es una insensatez de las gordas -le regañó Annika-. Podría tener alguna contusión o una hemorragia. No hay que hacer el tonto con cosas tan serias como ésta.

Annika se confundió un poco con las salidas a la E4, pero finalmente consiguió volver al buen camino en Järva Tavern. Luego, se dirigió a Hornsberg, se detuvo junto a Urgencias y aparcó el coche. Tenía las manos firmes cuando quitó la llave de contacto, aliviada por haber escapado del peligro.

Estaba oscuro. Una farola amarilla lo teñía todo de un tono sepia.

– No puedo entrar así -se lamentó Thomas, señalando el abrigo, todo sucio.

– Lo guardaremos en el maletero -sugirió Annika, y fue a abrir la puerta del otro lado.

– Vamos, levántese; yo le echaré una mano.

El hombre se puso de pie. Estaba lleno de vómitos.

– Le quitaré este abrigo -dijo Annika, y tiró de él.

Thomas se balanceó ligeramente.

– ¿De dónde salió usted? -preguntó Thomas, mirando a Annika como si fuera un fantasma.

– Luego se lo cuento todo; ahora vamos dentro.

Annika se pasó un brazo de Thomas por los hombros y con el suyo le rodeó la cintura para llevarle a la sala de urgencias. La recepcionista le recordó a la de Katrineholm, donde estaba su abuela: el mismo estilo, la misma ventanilla de cristal.

– Los pantalones -dijo Thomas-; también están manchados de vómito.

– Iremos al baño y los limpiaremos.

– Hola, este hombre, Thomas, ha recibido un golpe en la cabeza; ha estado inconsciente durante unos minutos, ha vomitado y le duele la cabeza. Está un poco aturdido y desorientado.

– Tienen suerte -dijo la señora-. En este momento no estamos tan ocupados, así que pueden entrar enseguida. Necesito su número de identidad.

– Mis pantalones -susurró Thomas.

– Estupendo -dijo Annika-. Lo que pasa es que tiene que ir antes al baño…


Annika esperó a Thomas. La exploración no llevó apenas tiempo: se encontraba en buen estado, no había síntomas clínicos de daño cerebral y estaba bastante lúcido. El médico le acompañó hasta la sala de espera.

– ¿Voy a necesitar mucho descanso? -preguntó Thomas.

El médico sonrió.

– No, no será necesario. La actividad física normal es beneficiosa. Ayuda a que desaparezcan los dolores de cabeza y la fatiga.

Annika y Thomas volvieron al coche, ambos exhaustos y relajados.

– La llevaré a su casa -dijo Thomas, dirigiéndose al asiento del conductor.

– De ninguna manera -replicó Annika-. Nada de conducir hoy. Yo le llevaré a usted a su casa.

La respuesta se le escapó a Thomas antes de poder evitarlo:

– No quiero ir a mi casa.

Annika le miró sin mostrar ninguna sorpresa. Le observó con una expresión que él no podía comprender, analizando la situación.

– De acuerdo -dijo ella finalmente-, iremos a la mía. Necesita pasar un tiempo recuperándose antes de volver a ponerse al volante.

Él no protestó, se sentó al otro lado y se abrochó el cinturón de seguridad. Una idea la vino a la mente: él nunca se sentaba allí, Eleonor nunca conducía su coche, ella conducía el BMW.

Salieron hacia Fridhemsplan. Thomas miraba por la ventanilla en silencio. Tantas luces que brillaban, tanta gente anónima. ¡Había tantos modos distintos de vivir la vida! ¡Tantas alternativas!

– ¿Le duele mucho la cabeza? -preguntó Annika.

Él la miró y le sonrió levemente.

– Sí, mucho.

Por extraño que pareciese, había plazas de aparcamiento libres cerca de la casa de Annika.

– Hoy toca servicio de limpieza -explicó ella-. Cualquiera que aparque aquí después de medianoche puede recibir una multa de cuatrocientas coronas.

Thomas le rodeó los hombros con un brazo para apoyarse cuando ella le ayudó a subir las escaleras. Para ser tan menuda, Annika resultaba fuerte. Él notó bajo la mano los pechos de la mujer.

El apartamento estaba totalmente pintado de blanco: el suelo de madera se había desgastado con el uso.

– El edificio fue construido en 1880 -le contó Annika, mientras colgaba sus cosas-. El propietario se arruinó durante el crack inmobiliario de 1990, así que lleva sin hacer reformas bastante tiempo. ¿Te apetece un café?

Thomas se pasó las manos por los húmedos pantalones, preguntándose si olerían mal.

– Sí, me apetece. O vino, si tienes.

Annika se quedó pensando, con la espalda recta, los ojos claros.

– Creo que en alguna parte tengo un tetra-brik de vino blanco abierto, pero no estoy segura de que sea bueno para ti tomar bebidas alcohólicas ahora, ¿qué te parece?

Thomas le dirigió una sonrisa un poco confusa y se echó el pelo hacia atrás; notó los cinco puntos que le habían dado. Se estiró la corbata y se alisó la chaqueta.

– Pues me parece que será bueno -contestó-. La actividad física normal es beneficiosa, ya sabes.

Annika se dirigió a la cocina y Thomas se quedó en el salón, ligeramente grogui e inseguro de sí mismo, observando el entorno. Qué habitación tan rara. Paredes blanco mate, cortinas blanco puro, un sofá, una mesa, un aparato de televisión, un teléfono. Aparte de eso, el gran salón estaba desnudo. Una ventana rota había sido reparada con una bolsa de papel de una tienda de comestibles, y la corriente hacía que las níveas cortinas se hincharan. El suelo era gris mate, suave como la seda.

– Adelante, siéntate si quieres -dijo Annika, que traía una bandeja con vasos, tazas altas para el café, un tetra-brik y una cafetera. Se movía con gracia y habilidad al poner la mesa. La gruesa cadena de oro que llevaba al cuello le llegaba casi a los senos.

Thomas se sentó. El sofá no era particularmente cómodo.

– ¿Te gusta vivir aquí?

Annika se sentó junto a él y se sirvió una taza de café; a él le puso vino, y suspiró.

– Más o menos -contestó-. A veces.

Cogió la taza y miró el contenido en silencio.

– Antes me encantaba -siguió diciendo en voz baja-. Cuando me mudé aquí pensaba que era fantástico. Todo era tan ligero que parecía flotar. Luego… las cosas cambiaron. No el apartamento, otras circunstancias, mi vida…

Dejó de hablar y tomó un poco de café; Thomas bebió un sorbo de vino, que resultó ser sorprendentemente bueno.

– ¿Y tú? -preguntó ella, levantando la mirada hacia él-. ¿Eres feliz?

Thomas estuvo a punto de sonreír, pero decidió no tomarse esa molestia.

– La verdad es que no. Estoy harto de mi vida.

Se tomó un largo trago de vino, asombrado de su propia franqueza. Annika sólo movió la cabeza de arriba abajo y no preguntó por qué.

– ¿Qué hacías en Järfälla?

Con aquel dolor punzante de cabeza, Thomas cerró los ojos e intentó recordar la razón.

– La factura de Paraíso -dijo-, ¿la he traído? Yo la llevaba cuando fui a la casa. Trescientas veintidós mil coronas por la protección de un cliente durante un periodo de tres meses. Llegó por fax esta mañana, a pesar de que la mujer en cuestión ya estaba muerta. ¡Qué impostores de mierda!

– Yo no he visto la factura, sólo te oí a ti mencionarla -dijo Annika-; por otra parte, no miré bien en el armario. ¿Has buscado en los bolsillos de la chaqueta?

Al instante Thomas tanteó en los bolsillos exteriores: nada. Exploró en el bolsillo interior, encontró un papel doblado y lo sacó.

– Aquí está. Gracias a Dios.

Repasó los números brevemente, dobló el papel y miró a Annika.

– ¿Qué ocurrió en realidad? -preguntó él-. ¿De dónde saliste?

Ella se levantó para ir a la cocina.

– Creo que tomaré un poco de vino yo también -dijo, y regresó con otro vaso.

– Bueno -empezó-, yo iba a llamarte. Había destapado un montón más de chanchullos de nuestra amiga Rebecka Björkstig. Ha usado varios nombres diferentes y es sospechosa de graves fraudes en relación con todas sus quiebras.

Annika se sirvió vino del tetra-brik en su vaso y a él le echó más en el suyo.

– Esta mañana me llegó un llavero por correo. He estado en contacto con una mujer que ha tenido mucho que ver con Paraíso: vivía en la casa de Olovslund. Ella y su familia se marcharon el viernes y me envió las llaves desde algún sitio por ahí en medio de Norrland. Yo me fui derecha a Järfälla.

Thomas la contemplaba atónito.

– ¿Así que usaste las llaves y entraste? ¿No había nadie allí?

Annika movió la cabeza negativamente.

– No, pero aparecieron al poco tiempo de llegar yo. Me escondí arriba, en el desván. Entonces apareciste tú y las cosas se liaron. Creo que te pegaron en la cabeza con una sartén. Rebecka y el tío con el que estaba salieron a buscar un coche, yo te arrastré hasta tu Toyota y nos largamos de allí.

En un intento de ordenar sus ideas, Thomas se frotó la frente.

– ¿O sea que tú ya estabas allí cuando yo llegué?

– Sí, claro.

– ¿Me arrastraste desde el armario y me sacaste de la casa?

– Así es. Y luego cerré con llave tanto el armario como la puerta principal antes de irnos, así que puedes imaginarte la cara que habrán puesto cuando hayan ido a buscarte.

Annika hizo una mueca y Thomas la observó unos segundos, hasta que soltó una carcajada.

– ¿Cerraste la puerta del armario? ¿Y la principal también?

– Las tres cerraduras.

Se echaron a reír los dos, y siguieron riéndose cada vez más fuerte. Él aullaba de risa; ella se desternillaba hasta llorar.

– ¡Qué cosa más increíble! -exclamó él.

– Supongo que pensarán que te has desmaterializado.

Tomás se fue calmando, y las carcajadas pasaron a risillas.

– ¿Que yo me he qué?

– Desmaterializado, desintegrado, digitalizado. El modo en que viajaremos en el futuro. Te desmaterializas y, por medio de un ordenador, te transportas de un lugar a otro: es rápido y no daña al medio ambiente. Piensa en las posibilidades que ofrece para viajar al espacio exterior. Será muy práctico.

Thomas la miraba fijamente. ¿De qué hablaba?

– Debe de haber de diez mil a cien mil civilizaciones ahí fuera tan desarrolladas como la nuestra, o incluso más, sólo en la Vía Láctea -continuó Annika-. Los científicos opinan que la vida evoluciona más fácilmente de lo que antes se creía. Puede que no sea un proceso tan complicado. Con las condiciones adecuadas, se pueden crear vidas todo el tiempo. Lo único que hace falta es agua en estado líquido.

Sorprendido, Thomas se rió.

– ¡Vaya tren bala que tienes en el cerebro a la hora de pensar! ¿Cómo demonios te explicas todo eso?

– Yo me pregunto cómo serán ellos -dijo Annika-. Imagínate el día en que lleguemos a conocerlos. Será fantástico. Piensa en los nuevos alimentos que podremos probar. Yo estoy cansada de las zanahorias y las patatas. Montones de verduras desconocidas. Debe de haber tropecientos nuevos mundos por ahí. Yo estoy harta de éste.

Annika se quedó callada, y ya no se reía.

– ¿Y eso por qué? -quiso saber Thomas.

Ahora muy seria, le miró directamente a los ojos.

– Y tú, ¿por qué te sientes así? -preguntó ella, a su vez, aludiendo a la queja anterior de Thomas.

Él suspiró quedamente y apuró el vino de su vaso; se sentía un poco más borracho de lo conveniente.

– A mí ya no me gusta mi vida -dijo.

Por alguna razón, le parecía muy fácil contárselo todo: sabía que ella le entendería y que no iba a juzgarle. La miró: Annika estaba cansada, quizá demasiado flaca. Tenía las manos entrelazadas en el regazo.

– Quiero a mi mujer -explicó Thomas-; tenemos una casa agradable; vivimos con desahogo, contamos con un montón de amigos, yo trabajo en un campo de mi elección, que me gusta, pero…

Se calló, titubeó, suspiró, toqueteó la corbata, se la quitó, la dobló y la dejó en el sofá.

– Queremos cosas diferentes -añadió-. Ella, centrarse en su carrera profesional en el banco, un puesto directivo. Opina que tiene que darse prisa porque cumplirá cuarenta años esta primavera.

Se quedaron un rato en silencio.

– ¿Cómo os conocisteis? -preguntó Annika.

Thomas suspiró, sonrió y, para su mortificación, se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Era hermana de un tío del equipo de hockey, mucho mayor que él. Algunas veces nos llevaba en coche a los entrenamientos y a los partidos. Guapa. Guay. Tenía permiso de conducir.

Tratando de mantener sus emociones sentimentales bajo control, Thomas se echó a reír.

– ¿La mujer de tus fantasías secretas? -preguntó Annika, y se ruborizó un poco.

– Podría decirse así. A veces pensaba en ella justo antes de dormir. Una vez que iba yo a pasar la noche en casa de mi amigo Jerker, la vi salir del baño sólo con las bragas y el sujetador. Estaba magnífica. Esa noche me hice pajas como un loco.

Se rieron a la vez.

– ¿Y cómo ligasteis?

Thomas se fijó en su vaso vacío, pensando que en realidad no debía beber más, al mismo tiempo que se servía el vino que quedaba en el tetra-brik.

– El verano que cumplí diecisiete años, un grupo de chicos íbamos a viajar por Europa con Inter Rail. Se suponía que todos buscarían un trabajo temporal para ahorrar algún dinero y salir a mediados de julio. Tenía que haber previsto lo que iba a pasar…

Annika sonrió.

– Nada de trabajos temporales.

– Excepto yo, por supuesto. Mis padres eran los dueños de los almacenes de alimentación ICA, así que no me quedaba más remedio. Y estaba en la sección de delicatessen. Además, yo trabajaba los fines de semana y en vacaciones, así que en julio tenía mucho dinero.

– Pero ningún compañero de viaje -añadió Annika.

– Y mi madre no me dejaba ir solo. Estaba desesperado, daba portazos y me negaba a hablar con mis padres y con mis amigos. El mundo era un asco. Pero, entonces, ocurrió el milagro.

Thomas cogió la corbata y la desdobló.

– El novio de Eleonor, un insoportable señorito de clase alta, rompió con ella antes de un viaje a Grecia que iban a hacer juntos. Eleonor rompió los billetes y se los tiró a la cara. Decidió viajar por Europa con Inter Rail, algo a lo que su ex novio no se habría rebajado nunca, pero no quería ir sola.

Annika se puso la corbata de Thomas y le animó a seguir.

– Así que te convertiste en su escolta.

Él tiró de la corbata, ella simuló que la había estrangulado y se rieron los dos. Se quedaron un rato en silencio y Annika se quitó el improvisado lazo.

– ¿Y qué pasó?

Thomas bebió un poco de vino.

– Eleonor no era muy simpática al principio. «Podemos ir juntos hasta Grecia; luego, ya veremos», eso fue lo que me dijo. Nos equivocamos de tren en Múnich y terminamos en Roma, con un calor tórrido, 40 grados a la hora que llegamos. Mientras yo iba a comprar agua, una banda de delincuentes juveniles robó a Eleonor. Cuando regresé, estaba furibunda conmigo, con Italia y absolutamente con todo. Yo me sentía avergonzado de no haber podido protegerla. Encontramos una habitación cutre, que pagué yo, cerca de la estación y nos emborrachamos como cubas. Íbamos tambaleándonos por la calle, cada uno con una botella de Chianti, de esas que van cubiertas con una funda. Eleonor se puso a aullar como loca y dio el espectáculo, abrazándose a todos los desconocidos y colgándose de mí. Yo intentaba arrimarme a ella todo lo que podía. Las cosas no fueron mal hasta que llegamos a Piazza Navona. Eleonor decidió darse un baño en la fuente, como Anita Ekberg.

– Se equivocó de fuente -dijo Annika.

– Y de hora también. Había siete mil hinchas de fútbol borrachos en la plaza y, cuando la camiseta de Eleonor se empapó, se transparentó completamente. Intentaron arrancarle la ropa, literalmente; casi la violan allí mismo, en la fuente.

Annika sonrió y le apremió a seguir.

– Pero tú la salvaste.

– Yo grité igual que el chef de la película de Disney La dama y el vagabundo: Sacramento idioto, voy a darte un puñetazo en la nariz. La saqué de la fuente y la arrastré al hotel.

– ¿Y os fuisteis juntos a la cama?

– Desgraciadamente no. Eleonor se pasó toda la noche vomitando. Al día siguiente estaba blanca como el papel. Pasamos la mañana en la comisaría, denunciando el robo, y la tarde en la Embajada de Suecia, consiguiendo un pasaporte provisional. Esa noche nos fuimos a la A1 con la intención de hacer autostop hacia el norte y volver a casa. Estuvimos siglos en la carretera, con aquel calor horroroso, y casi morimos intoxicados de monóxido de carbono. Al final nos recogió un tipo bajo y rechoncho con un coche rojo. Tenía una resaca como la de Eleonor y no hablaba ni una palabra de ningún idioma conocido. Se metió en la primera área de servicio que encontramos, nos hizo señas de que le siguiéramos y se fue muy decidido al bar. Pidió tres vasos de algo rojo y denso, lanzó una exclamación y se bebió todo el vaso de un trago. Después de dejarlo en el mostrador dando un golpe, nos dirigió una mirada autoritaria al tiempo que agitaba los brazos y decía Prego, prego! Teníamos mucho miedo de que nos dejara tirados si no le obedecíamos, así que bebimos aquella cosa repugnante y volvimos al coche. En cada área de servicio ocurría lo mismo: tres vasos, arriba, golpe en el mostrador. Pronto empezamos a cantar mientras viajábamos. Estaba muy oscuro. Bien entrada la noche llegamos a esa fabulosa ciudad que está en la cima de una montaña muy alta. Perugia, dijo el hombre, y nos buscó alojamiento en casa de un amigo suyo, el panadero. Nos pusieron en una habitación abuhardillada, encima de la panadería; el papel de la pared tenía un estampado de rosas. Hicimos el amor. Para mí era la primera vez.

Thomas se calló. Los recuerdos revoloteaban por el salón como suspiros. Annika tragó saliva y se sintió simultáneamente cercana y distante, y con una impresión de pérdida y dolor.

– La primavera pasada recorrimos la zona vinícola de la Toscana. Un día fuimos a Umbría. Volver a Perugia fue muy extraño; aquel lugar había representado siempre algo especial para nosotros. Fue allí donde nos convertimos en una pareja. No nos hemos separado ni un solo día desde entonces.

Una vez más, Thomas se quedó callado.

– ¿Y qué pasó? -quiso saber Annika.

– Que no reconocimos nada. Nuestra Perugia era una tranquila ciudad medieval, con edificios de piedra, como un telón de fondo pintado en lo alto de una montaña. La Perugia real era una ciudad productiva, vital, animada, con universidad. Yo estaba fascinado: Perugia era igual que nuestra relación, algo que había comenzado como una fantasía y había evolucionado hacia una unión productiva, vital e intelectual. Yo quería quedarme, pero Eleonor estaba consternada. Le parecía que la habían engañado. No encontró un matrimonio dinámico en lo que se había convertido Perugia; ella había perdido su sueño.

Permanecieron en silencio durante un rato.

– ¿Y por qué no reconocisteis nada?

Thomas suspiró.

– Probablemente porque nunca habíamos estado allí antes. El hombre del coche estaba tan borracho que podría haberse confundido, o quizá nosotros le entendimos mal. Podíamos haber estado en cualquier ciudad de Umbría: Asís, Terni, Spoleto…


Annika veía cómo luchaba Thomas con sus recuerdos, inclinado hacia delante, con los codos en las rodillas, el rebelde y brillante pelo rígido debido a la sangre, y tuvo que reprimir el impulso de ponérselo hacia un lado. ¡Qué hombre más atractivo era!

– ¿Tienes hambre? -le preguntó.

Él la miró, desconcertado durante un momento.

– Sí -contestó.

– Yo hago una pasta sencilla con salsa preparada -dijo Annika-. ¿Te parece bien?

Él estuvo de acuerdo, por supuesto.

Annika fue a la cocina y echó una mirada por la ventana. Alguien estaba cagando en el apartamento de huéspedes. Sacó un paquete de tallarines y un bote de salsa de tomate al estilo italiano y puso a hervir una olla con agua. Thomas estaba en la puerta, apoyado en la jamba.

– ¿Todavía un poco aturdido?

– Creo que es el vino. Qué buena cocina de gas tienes.

– Es un modelo de 1935.

– ¿Dónde está el baño?

– Tienes que bajar medio tramo de escaleras. Ponte los zapatos, el suelo está hecho un asco.

Annika puso la mesa y se planteó la posibilidad de poner servilletas, pero se detuvo y analizó la cuestión. ¿Servilletas? ¿Cuándo había usado ella servilletas? ¿Por qué tenía que empezar ahora? ¿Para impresionar a alguien? ¿Para hacer teatro?

Cuando regresó Thomas, ella estaba escurriendo la pasta. Le oyó quitarse los zapatos y carraspear. Al entrar en la cocina, Annika se dio cuenta de que ya tenía un poco de color en las mejillas.

– Interesante emplazamiento el del baño -dijo Thomas-. ¿Cuánto tiempo dijiste que llevabas aquí?

– Dos años. Y luego alguno más. ¿Quieres servilleta?

Él se sentó a la mesa.

– Sí, por favor.

Annika le dio una de papel amarillo brillante, recuerdo de la Pascua anterior. Thomas la desdobló y se la puso en el regazo, era lo natural. Ella dejó la suya doblada junto al plato.

– Buena, la pasta -dijo Thomas.

– No estás obligado a decir nada.

Se tomaron la comida, hambrientos y silenciosos. A veces se cruzaban sus miradas y sonreían. Bajo la estrecha mesa de cocina, todo el tiempo se chocaban las rodillas de ambos.

– Yo fregaré los platos -se ofreció Thomas.

– No hay agua caliente -dijo Annika-; yo lo haré después.

Dejaron los platos y volvieron al salón, con un silencio distinto entre ellos, una especie de vibración en el diafragma de Annika. Se quedaron paralizados uno a cada lado de la mesa.

– Y tú ¿qué? -preguntó él-. ¿Has estado casada alguna vez?

Ella se hundió en el sofá.

– Comprometida -contestó.

Thomas se sentó junto a Annika; la distancia entre ellos se hizo sentir.

– ¿Por qué terminó? -preguntó Thomas con una voz amable y que denotaba interés.

Intentando sonreír, Annika respiró profundamente. La pregunta era tan amistosa, tan normal ¿Por qué terminó? Ella deseaba encontrar las palabras.

– Porque…

Carraspeó y dio unos golpecitos en la mesa con los dedos. Una pregunta normal se merecía una respuesta normal.

– ¿Qué hay de malo? ¿Es que te dejó?

La voz de Thomas era tan agradable y tan cargada de compasión que dentro de ella se rompió un dique: las lágrimas comenzaron a caerle por la cara; se dobló hacia delante y se llevó las manos a la cabeza; no podía evitarlo. Annika detectó la sorpresa del hombre e intuyó lo incómodo y violento que se sentía, pero tampoco podía hacer nada a ese respecto.

Se va a marchar, pensó Annika, se va a marchar y no va a volver nunca más, como es lógico.

– ¿Qué pasa? -dijo él.

– Lo siento, no pretendía… -sollozó.

Thomas le dio unas palmaditas en la espalda y le acarició el pelo unas cuantas veces.

– Escucha, Annika, dime qué ocurre.

Ella trató de calmarse y de respirar con normalidad, pero los mocos le llegaban a las rodillas.

– No puedo decírtelo -dijo-. Sencillamente, no puedo.

La agarró por los hombros y la volvió hacia sí. Instintivamente, ella apartó la cara.

– Debo de estar horrible -farfulló.

– ¿Qué pasó con tu novio?

Annika se negaba a mirarle.

– No puedo decírtelo -respondió-. Me odiarías.

– ¿Odiarte? ¿Por qué?

Ella le miró, sabiendo que tenía la nariz colorada y las pestañas pegadas. Thomas tenía cara de preocupación, le brillaban los ojos. Le importaba, realmente quería saberlo. Ella bajó la mirada, respirando con la boca abierta, dudando, dudando, armándose de valor.

– Le maté -suspiró Annika, mirando el suelo.

El silencio se hizo enorme. Thomas se puso tenso a su lado.

– ¿Por qué? -preguntó en voz baja.

– Me pegaba. Casi me estrangula. Tenía que dejarle o me habría matado. Cuando rompí con él, cogió un cuchillo y mató a mi gato. Estuvo a punto de asesinarme. Yo me defendí y él se golpeó contra una vieja estufa al caerse.

Annika miraba fijamente al suelo, notando la distancia entre ellos.

– ¿Y murió?

La voz de Thomas era diferente ahora, amortiguada.

Annika asintió, con lágrimas rodándole por las mejillas.

– Si supieras lo horrible que fue -dijo-. Si pudiera cambiar algo de mi vida, sería ese día, el golpe.

– ¿Te juzgaron?

¿Distante? ¿Remoto?

Otro movimiento afirmativo de la cabeza.

– Me condenaron por homicidio involuntario y me ofrecieron la libertad condicional. Tuve que ver a un terapeuta durante todo un año, porque el oficial de la condicional pensó que necesitaba ayuda psicológica. Pero fue inútil. Mi terapeuta era un caso perdido. No he vuelto a sentirme bien desde entonces.

Annika dejó de hablar, cerró los ojos y esperó a que Thomas se levantara y se marchara. Lo hizo. Ella escondió la cara entre las manos y esperó a oír el sonido de la puerta de la calle. Un foso se le abrió bajo los pies, una monumental desesperación, el vacío, la soledad, Oh, Dios, ayúdame.

Pero, en lugar de eso, sintió su mano acariciándole el pelo.

– Toma -dijo, pasándole una servilleta-. Suénate la nariz. -Luego se sentó de nuevo a su lado-. ¿Sabes?, para serte sincero -dijo Thomas-, matarlos no debe de ser tan malo.

Annika levantó la cabeza. Y él le dedicó una lánguida sonrisa.

– Soy trabajador social -continuó-. Llevo siete años trabajando en Servicios Sociales. He visto de todo. No eres la única.

Ella parpadeó.

– Las mujeres pueden terminar viviendo un infierno -dijo-. En mi opinión, no deberían sentirse culpables. Fue en defensa propia. Mala suerte que te encontraras con ese hijo de puta. ¿Cuántos años tenías tú cuando empezasteis a salir?

– Diecisiete -contestó Annika en un susurro-. Diecisiete años, cuatro meses y seis días.

Thomas le acarició la mejilla.

– Pobre Annika -dijo-. Te mereces algo mejor.

En un instante se encontró junto a él, con la mejilla apoyada en su pecho, oyendo el latido de su corazón, y entonces él la rodeó con sus brazos. Un abrazo cálido y grande.

– ¿Cómo pudiste salir adelante? -le susurró junto a su cabello.

Ella cerró los ojos y escuchó su corazón, latiendo de vida, palpitante.

– Caos -respondió ella, hundiendo aún más la cara en su pecho-. Al principio todo fue un caos. No podía hablar, no podía comer, no podía beber. Estaba aturdida, todo… era un desastre. Entonces lo comprendí, todo se vino abajo, me desmoroné, nada funcionaba. No me atrevía a dormir. Las pesadillas eran interminables. Finalmente, me ingresaron en un hospital durante unos días. Fue entonces cuando el oficial de la condicional me obligó a ver a un psicólogo…

Thomas el alisó el pelo y le acarició la espalda.

– ¿Quién se hizo cargo de ti?

Cada vez más dulce.

– Mi abuela -respondió Annika-. Me quedé con ella el primer año. Paseábamos por el bosque, hablábamos, lloré muchísimo. Mi abuela siempre estuvo allí, era increíble. El caos fue cediendo, pero después de eso no quedó nada. Todo estaba vacío y helado. Nada tenía sentido.

Thomas la meció un poco, aspirando el olor de su cabello.

– ¿Cómo te sientes ahora?

Ella tragó saliva.

– La abuela está enferma, y eso me asusta. Ha tenido un derrame. Estoy pensando en pedirme un tiempo para cuidar de ella. Es lo menos que puedo hacer.

– Pero ¿cómo estás tú? -preguntó él.

Cerrando los ojos para dejar de llorar, Annika susurró:

– Así, así. Me cuesta comer, pero voy mejorando. Aparte del asunto de mi abuela, no estoy mal. Me alegro de haberte conocido.

Las palabras simplemente salieron. Las caricias de Thomas cesaron.

– ¿De verdad? -dijo él.

Annika asintió con la cabeza en su pecho. Él la soltó y la miró, aquellos ojos oscuros, imaginándose su profundidad y viendo toda su pena. Ella captó su mirada, tan azul, le acarició la mejilla y le besó. Él dudó por un momento, y luego respondió besando, lamiendo, absorbiendo sus labios.

Annika se quitó el jersey, dejando sus pechos a la vista, con una cadena de oro, sin sujetador. Fascinado, Thomas no dejaba de mirarlos; eran enormes. Le rodeó uno con la mano. Era cálido y suave, ella le quitó la chaqueta, le desabrochó la camisa; pecho liso, fuerte; poco pelo; le besó en el hombro; lo mordió hasta oírle gemir. Él la besó en el cuello, deslizó la lengua por la línea de su mandíbula, hasta el lóbulo de la oreja, allí mordió, chupó, lamió; deslizó las manos por su espalda; toqueteó con sus uñas en círculos; suave, rápido. Entonces pararon; se miraron a los ojos, vieron el sentimiento, el deseo común, se entretuvieron en él, lo dejaron crecer hasta que les envolvió por completo; se arrancaron las ropas, las manos, lenguas, labios por todos lados, pecho, estómagos, sexo, brazos, pies…

Él yacía en el sofá, los pies le sobresalían por el borde cuando ella se le sentó encima; se deslizó encima de él, lo rodeó. Ella sintió su sexo golpeando en el fondo, llenándola, apropiándose de un espacio que ella casi había olvidado. Él sintió el calor, la presión. Él quiso seguir, pero ella dijo:

– Espera.

Se miraron a los ojos otra vez, en el ardor total que los consumía, absortos por completo en el otro, y de pronto él se sintió arrastrado, llevado a un completo e ilimitado éxtasis. Cerró los ojos; inclinó la cabeza hacia atrás y gritó. Ella comenzó a cabalgar encima de él, despacio; él quería apurarla pero ella lo refrenaba; él resoplaba; gemía, gritaba; creyó que se disolvería.

Ella le miró, vio su tremenda excitación; dejó que el miembro se deslizara tan lentamente que sus almas se unieron también, muy adentro, en el fondo, una y otra vez, y entonces llegó aquella oleada; ella sintió un calor corriéndole por los muslos. El cuerpo de él se puso rígido, se le tensaron todos los músculos, y el esperma brotó como una fuente. Ella se derrumbó encima de él; él la abrazó todavía dentro de ella; le acarició el cabello. Estaban empapados de sudor, resbaladizos y radiantes. Ella yacía con la nariz en su clavícula; aspirando su perfume, fuerte, un poco ácido.

– Creo que me he enamorado de ti -susurró ella. Le miró; él la besó; empezaron a tocarse, despacio, con cuidado, después más rápido, más fuerte; tan húmedo, tan resbaladizo.


Él despertó por el frío. Se le había dormido un pie; Annika se le había amodorrado encima. La respiración era regular y profunda; comprendió que dormía.

– Annika -susurró, y le acarició el cabeza-. Annika, tengo que levantarme.

Ella despertó con un respingo; le miró confundida, y sonrió.

– Hola -susurró.

– Hola -dijo él; la besó en la frente-. Tengo que levantarme.

Ella permaneció un segundo sin moverse.

– Claro -dijo ella, se levantó con premura y tiró de él para levantarlo del sofá.

Se quedaron uno frente al otro, desnudos, sudados; él le sacaba la cabeza. Se besaron. Ella le rodeó con sus brazos; se puso ligeramente de puntillas. Él sintió los pechos contra sus costillas, tan increíblemente suaves.

– Debo irme a casa -susurró él.

– Claro -dijo ella nuevamente-, pero no ahora. Ven, durmamos un poco más.

Ella lo tomó de la mano, lo condujo a su dormitorio. La cama, un somier sin cabecero, no estaba hecha. Ella se sentó y lo arrastró consigo.

Y volvieron a hacer el amor.


El edificio era un coloso oscuro e imponente. Ratko se quedó mirando la fachada de ladrillo y vio que las farolas se reflejaban en las ventanas. Tenía la boca seca.

¿Por qué le habían llamado en plena noche? Algo malo estaba pasando. Los coches pasaban zumbando a sus espaldas mientras él se aproximaba lentamente a la entrada principal. Al volver una esquina, vio la flota de coches oficiales: una plaza para el cónsul, otra para el embajador. Se acercó a la puerta y llamó con rapidez.

Le abrió la puerta el hombre gordo.

– Llegas tarde -le dijo. Le dio la espalda a Ratko y volvió adentro caminando como un pato.

Ratko siguió al hombre gordo por unas cuantas escaleras que conducían a una gran habitación, la sala de espera, e inmediatamente se sintió transportado a Belgrado: las paredes verdes del Bloque Oriental, las sillas de plástico gris. Un mostrador, de frente; el tabique de cristal, a la izquierda. Detectó luz en la habitación del cónsul.

– ¿Por qué me han llamado? -preguntó Ratko.

El hombre gordo le señaló la puerta que había junto al tabique de cristal.

– Siéntate y espera.

Ratko paseó por la habitación entre la mesa y las sillas y salió al estrecho pasillo donde el hombre gordo tenía su mesa. Entró en el área de recepción, que parecía la misma de siempre: las sillas alineadas junto a la pared, un sofá, estanterías, un mapa de Yugoslavia antes de la división. Pensó en sentarse, pero se quedó de pie. Siempre que había ido allí antes, las circunstancias habían sido agradables o, por lo menos, cordiales. Ahora, las cosas eran diferentes. No podía sentarse: eso le ponía en desventaja cuando entrasen sus superiores.

La mesa tenía marcas de botellas de Slivovitz, y de pronto Ratko se dio cuenta de la tremenda sed que tenía. Vodka, solo, frío, sin hielo. Tragó saliva y se pasó la lengua por los labios.

¿Dónde demonios estaban ellos? ¿Qué tramaban?

En realidad, le tenían cogido por las pelotas y esa sensación no le gustaba.

Ratko dio unos pasos y echó un vistazo al pasillo. Había varios hombres, a algunos no los había visto nunca; todos llevaban idénticos trajes marrones de mala confección. ¿Qué coño estaba pasando? Volvió a hurtadillas a la sala. En la frente le brotaron gotas de sudor: sabía quiénes eran aquellos hombres: oficiales de la RDB de Belgrado. ¿Qué hacían allí? ¿Estaban presentes a causa de él?

– Ya puedes entrar a ver al cónsul.

Ratko volvió al pasillo, pasó por delante del hombre gordo y entró en la habitación siguiente. Los desconocidos no le prestaron atención.

– Ratko -le dijo el cónsul -, hay un vuelo a Skopje, con transbordo en Viena, mañana a las 7.00. Nuestra gente irá a recogerte al aeropuerto. Tienes que salir enseguida.

Ratko miró fijamente al hombrecillo calvo que toqueteaba unos documentos sobre su mesa. ¿Qué coño hacía allí?

– ¿Por qué?

– Hemos tenido malas noticias de La Haya.

La amenaza hizo presa en él. Maldita sea, el Tribunal de guerra.

– Mañana a mediodía se expedirá una orden judicial acusándote de crímenes de guerra.

El sudor le escocía por todo el cuerpo. Ratko tragó saliva. Y todos aquellos hombres ¿de qué modo estaban involucrados?

El cónsul dio unos golpecitos en una ordenada pila de papeles sobre el escritorio, se levantó y fue al otro lado de la mesa.

– Hemos preparado papeles nuevos para ti. Nuestros huéspedes han estado toda la noche elaborándolos. Tienes que firmarlos y hacerte una foto; entonces estarán en orden.

Lentamente, el cerebro de Ratko reaccionó.

– Pero ¿acaso eso no es información confidencial hasta que se haga público oficialmente?

El cónsul se acercó a él. Era una cabeza más bajo que Ratko y sus ojos carecían de expresión. No estaba contento con lo que hacía.

– Nosotros lo sabemos -dijo-. Una vez que recibas el nuevo pasaporte tienes que salir del país. Esta noche. Irás por Gardemoen, en Oslo.

Ratko quería relajarse, tomar un poco de vodka, comprender las cosas. Todavía no estaría seguro a la hora de la comida; se encontraría en el aire, en algún punto entre Viena y Macedonia, y le llevaría varias horas llegar desde Skopje a Belgrado.

– Creo que no podrás salir de Serbia en un futuro inmediato -añadió el cónsul-. Supongo que no dejarás aquí ningún asunto sin terminar.

Ratko volvió a tragar saliva y a mirar fijamente al cónsul.

– Tu nuevo pasaporte será noruego. Te llamas Runar Aakre. Esperamos que los documentos superen la prueba hasta que cruces la frontera.

Le pareció que ésa era la señal para que los hombres desconocidos se acercaran a él. Cada uno tenía su tarea y el tiempo era crucial.

Martes, 6 de noviembre

La casa estaba a oscuras, una presencia junto al mar que no presagiaba nada bueno. Thomas tragó saliva, sabiendo que Eleonor estaba despierta. En algún lugar, en aquella oscuridad, ella esperaba. Nunca antes se había ausentado él de esa manera, ni una sola vez en dieciséis años.

Cerró con cuidado la puerta del coche, pero no pudo impedir que la cerradura central repitiera el eco de su bip-bip entre las casas del vecindario. Aspiró hondo tres veces, cerró los ojos e intentó poner en orden sus sentimientos.

La joven que acababa de dejar dormida en la cama todavía irradiaba en su interior una enorme y poderosa calidez. Dios, nunca antes había sentido nada semejante. Esto iba en serio. Ella era increíble, tan auténtica, tan vital.

Annika.

Su nombre le había resonado por dentro durante todo el camino desde el centro de la ciudad hasta Vaxholm. Había tomando la decisión durante el oscuro trayecto; era evidente lo que tenía que hacer.

Sería sincero. Le contaría todo a Eleonor, sin mentiras. Su matrimonio estaba muerto. Su mujer tendría que darse cuenta. Él quería vivir con ella, con la otra, tener una nueva vida, una existencia por completo diferente. La causa de su separación no era Annika, de ningún modo, ella sólo fue quien le ayudó a comprender mejor las cosas, quien desencadenó este paso.

Se dirigió hacia la casa, aliviado por ser capaz de llevar su decisión a la práctica. El césped congelado crujía bajo sus pies.

No sería sencillo, pero Eleonor lo superaría. Ella se quedaría con la casa, él no la quería. Por otro lado, tendría que comprarle su parte: a fin de cuentas, los beneficios que habían conseguido al salir los precios de las viviendas no le pertenecían sólo a ella.

Eleonor estaba junto a la puerta, con su albornoz rosa, los ojos enrojecidos por el llanto y el rostro pálido de ira.

– ¿Dónde has estado?

Él dejó el maletín en el suelo del vestíbulo, se quitó el abrigo y lo colgó en el perchero, encendió la luz. Eleonor gritó.

– ¿Qué ha pasado? ¿Qué te ha pasado?

Corrió hacia él y le pasó un dedo por los puntos de sutura en la frente. Thomas retrocedió y le cogió la mano.

– Duele -dijo.

Ella le abrazó, se apretó contra su cuerpo, comenzó a llorar, le acarició el cabello.

– Oh, he estado tan preocupada… ¿Qué te ha sucedido? ¿Qué has hecho?

Él evitó su mirada, la apartó. No quería sentir su cuerpo, las copas reforzadas del sujetador debajo del albornoz.

– Tengo que acostarme -dijo-. Estoy exhausto.

Pasó junto a ella y comenzó a subir al dormitorio. Ella le cogió de un brazo y le hizo retroceder.

– ¡Antes dime algo! -gritó, mientras las lágrimas volvían a rodarle por las mejillas-. ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Has tenido un accidente?

Thomas la vio, tan a punto de desmoronarse, con el cabello revuelto y el rostro marcado por el llanto. Buscó alguna palabra y no encontró ninguna. Se quedó allí, de pie, paralizado.

Ella dio un paso hacia él. No tenía color en los labios.

– ¿No comprendes el miedo que he pasado? -susurró-. No puedes imaginarte lo que para mí significaría perderte. ¿Qué sería de mí?

Ella cerró los ojos y siguió llorando; las lágrimas le brotaban sin cesar. Él la miraba sin comprender, nunca la había visto tan alterada, tan fuera de sí. Su mujer, la mujer a la que había prometido amar hasta la muerte.

– Si te hubiera sucedido algo me habría muerto -dijo ella, abriendo los ojos, que miraron en los de él.

La culpabilidad le golpeó de pleno, amenazando con ahogarle. Dios, ¿qué había hecho? ¿Qué le pasaba?

Él la rodeó con sus brazos, la abrazó con fuerza, le acarició el cabello, y ella lloraba en su camisa, lloraba como antes había llorado la otra mujer…

– Lo siento -susurró él-. He estado… en la sala de urgencias de un hospital toda la noche.

Ella se apartó un poco y lo miró.

– ¿Por qué no me has llamado?

Él la atrajo de nuevo; no quería mirarla a los ojos.

– No pude. Estuve toda la noche en la sala de reconocimiento, con rayos-X y esas cosas, ya sabes…

– Pero ¿qué es lo que te ha pasado?

De pronto él sintió una vaharada de feromonas, un aroma que provenía de su propio cuerpo y que no debería haber estado ahí. Tragó saliva y le dio a Eleonor unas palmaditas en la espalda, notando áspera al tacto la felpa de su albornoz.

– Pon un poco de café. Quiero darme una ducha -le dijo-. Luego te contaré. Es una larga historia.

Se soltaron, se miraron a los ojos, él consiguió sostener la mirada, se obligó a sonreír.

– No pasa nada -le dijo, besándole la frente-. Te quiero.

Ella le besó la barbilla, le soltó y se dirigió a la cocina. Él entró en el baño, arrojó toda su ropa al cesto de la colada y se metió en la ducha, con el agua bien caliente. Sentía a Annika en todo su cuerpo, en cada poro, su olor estaba por todas partes: creció con el vapor e inundó el baño. Sentía su cuerpo pequeño y firme debajo del suyo, los pechos suaves, el cabello alborotado y salvaje. Cerró los ojos y vio sus insondables ojos oscuros, y volvió a sentir una erección. Abrió el agua fría y se lavó el sexo con champú Wella para realzar el volumen del cabello.

Su desesperación aumentó, y volvió la duda.


Otra reunión. ¡Mierda!, a eso se dedicaba todo el día, a acudir a reuniones. ¿Cómo demonios iban a sacar adelante un periódico si se pasaban el tiempo cotorreando allí sentados.

Anders Schyman contuvo su mal humor. Tener que ser siempre el líder responsable, sensible y compasivo le destrozaba los nervios.

Por otro lado, estaba acostumbrado al día a día. A eso y a las interminables discusiones sobre ética periodística. Pero lo realmente agotador era otra cosa, un elemento nuevo.

La lucha por el poder.

Schyman no estaba acostumbrado a eso. Todos los trabajos, todos los puestos que había tenido antes fueron suyos porque la gente quería que él estuviese allí. Le habían ofrecido influencia sin tener que luchar por ella, había cenado en las mesas del poder sin tener que matar para llegar ahí.

Observó la redacción. El trabajo del día estaba en marcha. Los reporteros hablaban por teléfono, los editores aporreaban los teclados; miraban, evaluaban, le daban al ratón y hacían cambios. Muy pronto, recorrería los cuarenta y cinco metros que le separaban de la espaciosa oficina en chaflán del redactor jefe; hombre poderoso, cuando Schyman pasaba las conversaciones se acallaban, las miradas se volvían atentas, la gente se sentaba con la espalda recta.

¿A qué estaban dispuestos los hombres poderosos para conservar ese poder? Por la comisura de los ojos vio que los demás ya iban hacia la reunión, encaminándose con sus chaquetas de fieltro hacia la zona de los directivos: el acogedor pasillo, las salas con vistas y mucho espacio. Él les siguió y, cuando entró en la habitación, los otros se sentaron y aguardaron en silencio.

– Empecemos de una vez -dijo, mirando a Sjölander-. La sección de sucesos. ¿Cómo va la historia sobre la mafia serbia? ¿La mujer de Bosnia asesinada en Sergel-storg tiene algo que ver en todo esto?

Todas las miradas convergieron en Sjölander, que se enderezó.

– Es posible. Los dos cadáveres del camión quemado han sido identificados. Eran dos chavales jóvenes, de diecinueve y veinte años respectivamente, procedentes de un campamento de refugiados en Upplands Väsby, al norte de Estocolmo. Estuvieron un tiempo desaparecidos, y tanto la policía como los responsables del campamento creyeron que habían escapado para evitar que los deportaran. Pero no era el caso. Uno de los chavales pudo ser identificado por su historial dental: acudía a la consulta del odontólogo desde que llegó aquí. Aún no se ha confirmado la identidad del otro, pero todo apunta a que es el amigo desaparecido del muchacho identificado. La policía sospecha que puede existir una relación entre la mujer asesinada y los chavales.

– ¿Por qué? -preguntó Schyman-. ¿También ellos eran bosnios?

– No -dijo Själander-. Eran albaneses de Kosovo. Pero Aida, la mujer asesinada, estuvo en el mismo campamento de refugiados. Aunque, eso fue mucho antes de que los chicos vivieran allí, el personal afirma que ella se pasaba de vez en cuando de visita. De modo que pudo conocer a los dos muchachos.

El redactor jefe se echó hacia atrás.

– ¿Y qué nos dice todo eso a nosotros? ¿De qué va realmente esta historia?

Todos le observaron, en expectante silencio, sin saber muy bien qué decir. Schyman los abarcó a todos con la mirada, a la Panda del Fieltro, a los jefes de los diferentes departamentos: los de artículos de opinión, los de espectáculos, sociedad, deportes, también Torstensson estaba allí y el jefe de la sección de arte.

– Ha habido cinco muertes en poco más de una semana -dijo Schyman-. Todas han sido extremadamente espectaculares. Primero los dos jóvenes de Frihamnen con disparos en la cabeza desde larga distancia, con una poderosa arma de caza. Luego los pobres diablos del camión, torturados hasta la muerte, cortados en pedazos. Y por último la mujer de Sergelstorg, asesinada a bocajarro en medio de cinco mil testigos. ¿Qué nos está diciendo todo esto?

Todos le miraron.

– Poder -dijo finalmente-. Es una lucha por el poder. Quizá por motivos de dinero o de influencias, tanto políticas como de bandas criminales, el poder sobre la vida y la muerte. Dudo que esto haya terminado realmente. Sjölander, quiero que sigamos este asunto.

Todos asintieron, todos se mostraron de acuerdo con él. Lo percibió claramente.

Poder. Schyman estaba a punto de ganárselos.


El techo flotaba sobre ella, brillante en la penumbra. Por un segundo permaneció así, preguntándose dónde se encontraba, dejándose colmar por esa sensación de embriaguez, un sentimiento de absoluta felicidad. Y entonces cayó en la cuenta de que había algo que fallaba.

Annika se sentó de golpe en la cama, puso la mano en la almohada de al lado para comprobar que realmente él ya no estaba allí. El vacío fue un golpe, un dolor frío y penetrante.

Thomas se había ido. Había vuelto a casa con su mujer, que se llamaba Eleonor. Eleonor Samuelsson.

Saltó de la cama para ver si le había dejado escrito algún mensaje, algunas palabras sobre su encuentro, o al menos la promesa de una pronta llamada. Buscó en la cocina, en el hall, en la sala de estar, revolvió la ropa de cama, miró debajo de las almohadas -un papel puede caerse en cualquier parte-, debajo de la cama, siguió buscando.

Nada.

Annika trató de poner orden en todas las sensaciones que se le acumulaban: alegría, traición, vacío, confianza, exultante embriaguez.

Se acostó entre las sábanas y colchas revueltas, y volvió a fijar la vista en el techo.

Júbilo. Nunca antes había sentido júbilo, no de aquella manera al menos. Con Sven el amor siempre había tenido un trasfondo oscuro, inquietud, obstinación en buscar la felicidad.

Esto era diferente. Cálido, tranquilo, extraño, fantástico.

Se puso de lado y recogió las piernas. El esperma de Thomas aún seguía allí, pegajoso entre sus muslos. Atrajo el edredón hacia sí y aspiró su perfume.

Thomas Samuelsson, el burócrata.

Lanzó una fuerte carcajada y dejó que aquella sensación chispeante siguiera burbujeando.

Thomas Samuelsson, el hombre de cabello reluciente y espalda ancha, una boca que podía besar, acariciar, chupar y morder.

Se hizo un ovillo, balanceándose y tarareando.

Lo sabía. Estaba completamente segura. Lo quería. Thomas Samuelsson, el burócrata.

Se incorporó y cogió el teléfono.

– Lo siento, Thomas Samuelsson no está -le dijo la recepcionista del Ayuntamiento de Vaxholm-. Ha sido víctima de un ataque. Estamos todos muy preocupados.

Annika sonrió para sí misma. Sabía que el funcionario no corría ningún peligro. Dio las gracias y colgó. Sostuvo el auricular en la mano durante algunos segundos, dudando. Luego marcó el número, las ocho cifras, el número de su casa. Esperó con el corazón galopante, mientras el aparato sonaba. Pronto él estaría de nuevo con ella, pronto, muy pero que muy pronto. Sonrió, empezaba a tener calor.

– Samuelsson.

Ella estaba en casa. Eleonor no había ido al banco, se había quedado con él.

– ¿Hola? ¿Quién es? ¿Qué quiere?

Annika volvió a colgar el auricular lentamente, la boca seca. Mierda, mierda, mierda. Amainó aquel trémulo deseo, y la soledad aporreó su puerta.

Se los imaginó juntos, el hombre al que conocía y la figura indefinida de una mujer, la mujer de sus sueños de juventud. Tragó saliva, la roía cierta sensación de fracaso. Se puso la ropa de jogging, dio una vuelta, fue hasta el baño, luego a la cocina e hizo café, volvió a la sala de estar y cogió los apuntes y el teléfono.

Thomas Samuelsson y su mujer. Mierda, mierda, mierda.

Llamó a Anne Snapphane. No estaba en casa. Llamó a su madre. Nadie respondió. Luego al hospital de Kullbergska: la abuela dormía.

– Iré a verla esta noche -le dijo a la recepcionista.

Luego marcó el número directo de Berit Hamrin. Nadie respondió. Probó con Anders Schyman. Llamaba y llamaba. Estaba a punto de colgar cuando él respondió, un poco agitado.

– ¿Ocupado? -preguntó ella.

– Acabo de salir de una reunión. ¿Qué tal estás?

Sintió el ramalazo de la mala conciencia: se suponía que estaba enferma.

– Así, así. Ayer fui a Järfälla, a ver la casa que posee allí Paraíso. Fue interesante.

Oyó un gran ruido, movimiento de muebles, un gran suspiro.

– ¿No he dicho que te olvidaras un poco de ese asunto?

– Me sentía bien -dijo ella-, así que fui a dar un paseo. La información que me pasó mi fuente parece ser correcta. Entré en la oficina, pero no encontré ninguna prueba de que estuvieran haciendo lo que aseguraban que hacían, aparte de enviar facturas. Y para no hacer nada, la verdad es que las facturas son elevadas, cobran caros sus servicios. Los demás archivos estaban vacíos.

– Espera un momento -le dijo el redactor jefe-. ¿Rebecka te dejó entrar en su oficina?

Ella cerró los ojos y se mordió los labios.

– Bueno, no exactamente. Pero no forcé la entrada, ¿eh? Digamos que me invitaron y tenía las llaves.

– ¿De Rebecka?

– De una de sus huéspedes. Y mientras estuve allí llegó Rebecka con otro hombre, tal vez su hermano…

– ¿Y tú te encontrabas en su propiedad?

Annika se puso de pie, y de pronto se dio cuenta de que estaba algo irritada.

– Óyeme bien. Me escondí en cuanto ellos llegaron, y al rato también apareció Thomas Samuelsson, el tipo que trabaja en el Ayuntamiento de Vaxholm. Él estaba muy cabreado; al parecer, esa misma mañana Rebecka le había enviado una factura por fax. El cliente por el que les reclamaba dinero… ¡está muerto!

Se hizo silencio al otro lado de la línea. Para Annika fue como si el nombre de «Thomas Samuelsson» resonara en el aire, como si su voz hubiera sonado extraña, mucho más cálida y suave.

– Continúa -le dijo Schyman-. ¿Qué ocurrió?

Ella se aclaró la garganta.

– Golpearon al del ayuntamiento, lo encerraron en una especie de armario y fueron a buscar un coche. Yo le liberé y le llevé a un hospital.

– ¡Dios mío, pero esa gente es muy violenta! Annika, nunca más vayas allí sola, ¿me has entendido?

Ella se frotó la frente, aún sentía las marcas de los muelles helicoidales de la cama. Dudó un momento, pero decidió no contar nada sobre Aida.

– Okay -dijo.

– Debemos sacar rápido esta historia -dijo Schyman-. ¿Qué más necesitas para escribirla?

Annika pensó.

– Testimonios. Entrevistas con juristas, trabajadores sociales, etcétera. Hay que contextualizar el tinglado. Puede que lleve un poco de tiempo. La propia Rebecka ya debe de tener preparadas las respuestas para las posibles críticas.

– El tipo del ayuntamiento, ¿crees que querrá hablar?

Ella tragó saliva; suavizando de nuevo la voz.

– ¿Thomas Samuelsson? Sí, quizá lo haga.

– ¿Tienes contactos con más autoridades oficiales?

Annika cerró los ojos y pensó un poco.

– Puede que no sea admisible desde el punto de vista legal, exactamente, pero vi algunas facturas con referencias. Una era Helga, Helga Axelsson, creo que de… Österåker. Y también había un tipo de Nacka, un tal Martin… un apellido que terminaba en lius, ese no puede ser muy corriente. Todo era un poco atropellado y no tuve tiempo de examinar lo demás.

– Esto que has hecho sí tiene un nombre: se llama procedimiento arbitrario y allanamiento ilegal -dijo Schyman. Annika no habría sabido si estaba satisfecho o preocupado.

– Exacto -respondió Annika-, si te cogen. Yo tenía llaves y no dejé ninguna huella.

– ¿Usaste guantes?

No respondió. En realidad, no llevaba los guantes puestos y la policía ya la tenía fichada.

– No creo que Rebecka llame a la policía -afirmó ella.

– ¿Necesitas ayuda con la investigación? -preguntó el jefe de redacción adjunto.

Mientras no sea de Eva-Britt Qvist, pensó.

– Me gustaría trabajar con Berit Hamrin -dijo.

– Le diré entonces a Berit que te llame.

– De acuerdo.

Silencio. Annika se figuró que el hombre al otro lado de la línea estaba cavilando.

– Vamos a hacer lo siguiente -dijo Anders Schyman-. Te eximo de tu próximo turno de noche. Tómate libre el resto de la semana y te reincorporas el lunes en el turno de mañana para trabajar en este asunto hasta que esté listo. ¿Te parece bien?

Annika cerró los ojos, respiró profundamente y sintió que la sonrisa le llegaba desde muy lejos.

– Por supuesto.


Annika prácticamente voló a la estación de tren, danzando sin tocar el suelo, sin notar siquiera el viento frío y cortante. Lo había conseguido, su más profundo deseo al alcance de la mano, sí, sí, sí. Sabía que la dejarían volver a ser reportera. Entrevistas, artículos, investigaciones sobre la gente en el poder; denunciaría la corrupción y los escándalos, eso es lo que haría. Poniéndose del lado de la gente, de los desfavorecidos.

Ya en el tren podía elegir entre fijar la mirada en el portaequipajes o en los pinos verdes, tirando a marrón, que el tren iba dejando atrás. Cerró los ojos, el tren traqueteaba:

Tho-mas, Tho-mas, Tho-mas, Tho-mas, Tho-mas…

Poco a poco la euforia fue cediendo paso a la ira, a una sensación de agravio. Él no había llamado. No había dejado ningún mensaje. Simplemente la dejó dormida en la cama sin decir una palabra. ¿La había mirado antes de marcharse? ¿Le acarició una mejilla? ¿Qué pensaba? ¿Qué sentía? ¿Vergüenza? ¿Arrepentimiento? ¿Júbilo? ¿Una dicha embriagadora?

No saber le causaba dolor físico. Le ardía el pecho y no se sentía bien.

Se mordió los labios y miró por la ventana.

Abue-la, abue-la, abue-la, abue-la, abue-la, abue-la…

Estabilidad y amor, ¿qué sería ella sin eso? La anciana a la que iba a ver era todo su mundo, su contexto, sus raíces en una existencia que cambiaba como arenas movedizas. Realmente tenía que estar ahí con ella, era lo mínimo que podía hacer, pero no tenía fuerzas, no quería. Avergonzada, se acurrucó en el asiento, con frío.

Por fin, lo había conseguido. Los años de estudio, el interminable trabajo en un periódico local, el deber cumplido en los turnos de noche…; había llegado el momento de cosechar. ¿Tenía que renunciar a aquello por lo que había trabajado y asumir una responsabilidad que en justicia le correspondía a la sociedad? ¿O no? ¿Qué debemos realmente a las personas cercanas a nosotros?

El tren avanzaba por las vías y la nieve oscurecía el paisaje. Para cuando Annika se bajó en la estación de Katrineholm, el tiempo había empeorado mucho. El temporal le golpeó en la cara con aspereza. La sensación de ira, de ser tratada injustamente, creció en su interior. ¿Por qué aquí y ahora?

Caminó tambaleándose por la estación y se encaminó hacia Trädgårdsgatan. El viento en contra era fuerte y se volvía peligroso por momentos. Las bajas presiones hacían la oscuridad más compacta, se borraban los sonidos. Los coches pasaban por delante con las luces bajas y los neumáticos chirriantes. Finalmente, el hospital, Kullbergska, apareció a la derecha, una estructura gris. Entró dando tumbos, estuvo a punto de caerse, se apoyó contra una pared y tomó aliento. Dos mujeres jóvenes se disponían a salir. Ambas estaban embarazadas e iban vestidas con vistosos impermeables guateados.

Annika miró hacia otro lado, fingió no haberlas visto.

Prefiero morir antes que vivir en esta ciudad.

Caminó lentamente hacia el pabellón, imaginándose las horas de tedio que le esperaban, cómo su abuela divagaría sobre el pasado, el duro camastro en el que dormiría esa noche.

El pasillo parecía desierto bajo la parpadeante y azulada luz fluorescente. Desde la oficina de la enfermera llegaban voces al pasillo. Siguió adelante sin anunciar su llegada. Algunas puertas estaban entreabiertas, y pudo oír a los ancianos quejarse y toser. La puerta del cuarto de su abuela se hallaba cerrada, pero cuando la abrió le golpeó una fría corriente de aire. La habitación estaba a oscuras y la anciana yacía en la cama. Llegó hasta ella y encendió la pequeña lámpara junto a la cama. La luz cayó sobre la manta amarillenta del hospital.

Sonrió, levantó la mano y acarició la mejilla de la anciana.

– ¿Abuela?

La mujer estaba de espaldas. Annika observó su rostro hundido y supo al instante lo que había sucedido. Demasiado tranquila, demasiado blanca, demasiado relajada. Aun así, tocó su piel fría y grisácea. La certeza del hecho fue como un mazazo que le alcanzó el pecho, el cerebro, los pulmones. Entonces gritó. Gritó, gritó, gritó y gritó. Llegaron las enfermeras, llegaron los médicos. Ella gritaba y seguía gritando.

– ¡Sálvenla, tienen que hacer algo! Masaje cardiaco, electroshock, respiración, lo que sea, pero hagan algo, hagan algo, por favor…

La doctora de la cola de caballo se dirigió a ella y con voz seria y grave le dijo:

– Annika, no hay nada que podamos hacer. Sofia Katarina ha muerto.

– ¡No! -gritó Annika-. ¡No es posible!

Retrocedió, derribó algo, no veía nada.

– Annika…

– Tienen que evitarlo, hacer algo, operarla…

– Murió mientras dormía, tranquila y en paz. Estaba muy enferma, Annika, quizá sea mejor así…

Annika se quedó mirando a la doctora, disminuyéndole la visión.

– ¿Mejor así? ¿Ha perdido el juicio? ¿Mejor así? Ni siquiera le prestaron atención, simplemente la dejaron morir aquí, la dejaron agonizar, os voy a denunciar, cabrones…

Tenía que salir de allí, escapar. Se dio la vuelta, chocó con una enfermera, y la doctora la agarró por los hombros.

– Annika, tranquilícese, está histérica. Vinimos a ver a Sofia Katarina hace menos de una hora y dormía plácidamente.

Annika logró soltarse.

– Ella no puede estar muerta. Está en un hospital. ¿Por qué no estaban con ella? ¿Por qué la dejaron morir? Cabrones, cabrones…

Alguien la cogió y volvió a soltarse y a gritar; querían alejarla de su abuela, querían hacerle más daño aún, pero no podrían con ella.

– Déjenme en paz, déjenme estar con ella, la han dejado morir, déjenme que la cuide…

No veía más que rostros a su alrededor. No quería verlos y retrocedió. Ellos le gritaban ¡Annika! Ella les gritaba, se negaba a oír, se negaba a escuchar.

– ¡Malditos asesinos! -aulló-. La dejasteis morir.

Finalmente, la empujaron hacia un sofá, la sujetaron. Así que ahora pretendían acabar con ella también. Ella chillaba y se resistía.

– Traed algún tranquilizante -dijeron las voces-. Tenemos que conseguir que se calme.

De repente, Annika no pudo soportarlo y se derrumbó en el sofá, ahogándose de tristeza. Las luces se apagaron, no había aire, pugnaba por un poco de oxígeno, inhalaba, inhalaba desesperadamente. Alguien gritó:

– Está hiperventilando, traed una bolsa.

Todo se nubló y después sólo hubo oscuridad.


La madre de Annika se hallaba sentada junto a ella. El visón estaba tirado en otra silla. Annika se encontraba acostada en el duro banco. Le habían dado unas píldoras y la habitación se había desvanecido, difuminado, esfumado. Miró por la ventana: fuera estaba completamente oscuro.

No tengo ni idea de la hora que es, pensó.

La abuela aún continuaba en su cama, tranquila y blanca. Dos velas iluminaban el cuarto, una a cada lado de la cama proyectando dos círculos dorados en la oscuridad.

Annika se sentó. Su madre lloraba.

– No llegué a tiempo -sollozaba Barbro-. Me llamaron, pero mamá ya estaba muerta cuando llegué. Murió mientras dormía, plácidamente, me dijeron.

La habitación parecía moverse como si estuvieran en el mar. Annika tenía la boca seca.

– ¿Cómo van a saberlo? -dijo-. Fui yo quien la encontró. ¡Que se lleven esas velas!

Annika se puso de pie y empezó a caminar, tambaleándose, quería acercarse a la abuela, quitar aquellas velas, devolverla a la vida.

La madre se levantó y la sujetó.

– Ven, siéntate. No estropees este momento. Despidámonos de mamá de una manera digna y tranquila.

Condujo a Annika nuevamente hasta el banco.

– Es mejor así -dijo la madre, y se secó los ojos-. Sofia no habría podido recuperar su estilo de vida. Con lo que le gustaba estar al aire libre… Imagínate lo terrible que habría sido para ella acabar recluida en una habitación. No le habría gustado.

Sentada en el banco, a Annika se le hacía difícil mantener el equilibrio. Su madre parecía balancearse como las olas del mar, emergiendo y volviendo a hundirse.

– Ellos la han matado -dijo finalmente.

– Tonterías -replicó su madre-. Tuvo un nuevo derrame, me dijeron los médicos, posiblemente en la misma parte del cerebro. No pudieron hacer nada.

Annika observó a la abuela. El amor, la fuerza, la ternura que ella prodigaba, tan pequeña, tan blanca, tan delgada. Muy pronto se habría ido para siempre. Entonces ella se quedaría completamente sola.

– ¿Qué va a ser de mí? -murmuró.

La madre se puso de pie, se acercó a la mujer muerta y miró detenidamente aquel viejo rostro.

– Ella también tenía sus cosas -dijo Barbro-. Podía ser injusta y prejuiciosa, pero ahora que se ha ido habrá que olvidarse de todo eso. Debemos recordar todo lo bueno que tenía.

Annika trató de pensar en algo que decir, pero se sentía incapaz de poner en orden sus sentimientos y tampoco quería caer en tópicos y lugares comunes. No quería seguirle el juego a su madre, así que se quedó allí sentada, mirándose las manos. Y al recordar la sensación que le produjo aquella piel fría y aquella cabeza sin vida se puso la mano bajo la axila.

– Tenía sus defectos -insistió Barbro-. Todos los tenemos. A mí me hubiese gustado tener una madre que se preocupara por mí, que me cuidara. Las demás niñas tenían madres así cuando yo era pequeña.

Annika no respondió, intentaba no oír las palabras que su madre decía, fundamentalmente para sí misma.

– Pero nunca se deja de querer a una madre; es una relación muy estrecha.

– Yo nunca he querido a nadie como a la abuela -susurró Annika, notando cómo las lágrimas le resbalaban por las mejillas. No hizo nada por detenerlas, dejó que fluyeran, que calara el dolor.

La madre la miró con una oscura y vaga expresión en la mirada.

– Muy propio de ti decir algo así en un momento como éste.

Barbro se apartó de su madre muerta y se acercó a Annika, con los ojos enrojecidos y la boca apretada.

– Mi madre siempre te protegió -dijo Barbro en un susurro-. Pero ahora se ha ido y ya no puede hacerlo.

Annika cerró los ojos y sintió que su madre se le acercaba.

– Todos estos años fuiste su preferida; Birgitta siempre estaba en segundo lugar, porque tú eras el centro de atención. ¿Cómo crees que se sentía tu hermana?

Annika escondió el rostro entre sus manos.

– Birgitta te tenía a ti.

– Y tú no, ¿es eso lo que quieres decirme? ¿Alguna vez te has preguntado por qué era así? ¿No has pensado que quizá tenía que ver contigo, con la clase de persona que eres? ¡Mírame!

Annika la miró y parpadeó. Tenía a su madre delante, mirándola desde arriba. Sus ojos estaban empañados, su rostro crispado por el dolor y el desprecio.

– Siempre nos has fastidiado a todos -susurró Barbro-. Eres un pájaro de mal agüero, hay algo que falla en ti. Desde que naciste no has hecho otra cosa que dejar una estela de desgracias.

Annika dio un grito ahogado y se echó hacia atrás.

– No sabes lo que dices, madre.

La madre se inclinó hacia delante.

– Habríamos sido una familia feliz -dijo-, de no haber sido por ti.

La puerta se abrió, entró la doctora y encendió la luz fluorescente.

– Lo siento, ¿desean que nos marchemos? -preguntó.

La madre enderezó la espalda y lanzó a Annika una mirada fulminante.

– No es necesario -respondió-. Yo ya me iba.

Barbro cogió su bolso, el visón, estrechó la mano a la doctora, murmuró algo y echó una última mirada a la cama donde yacía su madre muerta antes de marcharse.

Annika permaneció sentada, con la boca abierta, las lágrimas como una cortina sobre su rostro, destrozada. ¿Había oído bien? ¿Había dicho su madre realmente aquellas palabras que nunca antes se habían pronunciado, que siempre habían estado presentes como una corriente subterránea, las frases clave que encerraban y definían su infancia?

– ¿Cómo se siente? -le preguntó la doctora, y se sentó a su lado en el banco.

Annika agachó la cabeza y jadeó.

– Voy a darle una baja médica. Necesita descansar lo que queda de mes -dijo-. También le recetaré un tranquilizante, veinticinco píldoras de quince miligramos de Sobril. No son lo bastante fuertes como para tomar una sobredosis, pero no las mezcle con alcohol, podría ser peligroso.

Annika se llevó las manos a la cara e intentó dejar de temblar. La doctora se sentó a su lado durante un rato, en silencio.

– Quería mucho a su abuela, ¿verdad? -preguntó finalmente.

Annika asintió.

– Esto ha sido un golpe terrible para usted… -dijo-. O, mejor dicho, dos. Fue usted también quien la encontró en la casa, ¿verdad?

Volvió a asentir.

– Todo el mundo pasa por una serie de etapas cuando muere un ser querido -explicó-. La primera es la del shock, que es en la que se encuentra usted ahora; luego sigue un periodo de agresividad, luego de negación y finalmente de aceptación. Ahora tiene que ser benevolente consigo misma: es posible que pase por momentos de angustia, y termine teniendo problemas estomacales o de sueño. Es normal, ya pasará. Pero si no es así, entonces deberá buscar ayuda. Tome estas píldoras por si le resulta demasiado difícil. Siempre puede llamar a alguien aquí en el hospital si desea hablar. Incluso puede permanecer un tiempo aquí con nosotros, recibiendo ayuda.

Negó con la cabeza.

– No, gracias, no necesito ningún terapeuta.

La médica le acarició la espalda.

– Avíseme si necesita algo. Ahora nos vamos a llevar a Sofia Katarina. ¿Quiere que la llevemos a algún sitio?

– Sofia Katarina… -susurró Annika-. Mi nombre me lo pusieron por ella: Annika Sofia.

– Bien, Annika Sofia -dijo la doctora-. Cuídese mucho.

Annika levantó la mirada hacia ella: tan cercana, y sin embargo tan lejos.

No respondió.

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