Primera parte

CAPÍTULO PRIMERO

1. HOMBRE RENACENTISTA

En el que resulta que voy al Hollywood, pero acabo en el hospital; que llegas el primero, pero eres el último; que él es alto, pero ella es baja; que te pones de pie, pero te derriban; que somos ricos, pero somos pobres; que unos encuentran la paz, pero otros, en cambio…

Xan Meo se encaminó al Hollywood. Pero a los pocos minutos, con toda urgencia y entre la baraúnda coral de los ayes de dolor transformados en ululatos eléctricos, a Xan Meo lo evacuaron de allí en dirección al hospital. Un caso típico de violencia masculina.


– Tengo que salir -le había dicho a Russia, su esposa americana.

– Ooh -respondió ella, pronunciándolo como dicen «¿dónde?» los franceses.

– No tardaré. Las bañaré. Y les leeré algún cuento también. Y prepararé la cena. Después llenaré el lavavajillas. Y a ti te daré luego un buen masaje en la espalda. ¿Vale?

– ¿Puedo ir yo? -preguntó Russia.

– Es algo que tengo que hacer solo.

– ¿Algo que tienes que hacer solo con tu amiguita?

Xan sabía que no se trataba de una acusación seria. Pero asumió una expresión de maltratado cansancio (un enfurruñamiento de la frente) y dijo, no por primera vez y convencido de estar diciendo la verdad:

– No tengo secretos para ti, querida.

– Hum… -replicó ella, al tiempo que le ofrecía la mejilla.

– ¿No recuerdas qué fecha es hoy?

– Oh. Sí, claro.

Estaban los dos de pie en el pasillo de alto techo, abrazados. El marido, entonces, hizo un movimiento con el brazo que provocó el tintineo de las llaves en su bolsillo. Su intención, no consciente del todo, era expresar que estaba impaciente por irse. Xan no lo reconocería jamás públicamente, pero a las mujeres les encanta, por naturaleza, prolongar la rutina de las despedidas. Es el reverso de la afición que tienen a hacer esperar a la gente. Los hombres no deberían reprochárselo. Hacerlos esperar es una modesta reparación a cambio de los cinco millones de años que ellos llevan en el poder… Luego Xan dejó escapar un suspiro al oír un crujido en la escalera por encima de su cabeza: bajaba por ella una extraña figura compuesta: normal hasta la cintura, pero, de ahí para arriba, dotada de dos cabezas y cuatro extremidades superiores: era Sophie, la pequeña de Meo, sostenida estrechamente en brazos por Imaculada, la niñera brasileña. Tras ellas, a una distancia a la vez pensativa y autosuficiente a sus cuatro años, bajaba también Billie, su hija mayor.

Russia tomó en brazos al bebé y le dijo:

– ¿Te gustaría un rico yogur para merendar?

– No -dijo Sophie.

– ¿Quieres que te bañe con todos esos juguetes tuyos que flotan?

– No -dijo Sophie, y bostezó dejando al descubierto sus dos primeros dientes de leche, semejantes a dos granos de arroz.

– Anda, Billie… Dile a papá lo de los monos.

– Había demasiados monos saltando en la camita. Uno se cayó y se rompió la cabecita. Lo llevaron al médico, que dijo enseguidita: Que los monos no salten, que duerme la niñita.

Xan Meo elogió cumplidamente a su hija mayor.

– Papá te leerá luego un libro cuando vuelva -le dijo Russia.

– Ya le estuve leyendo ayer -dijo Xan. Había abierto ya la puerta-. Me obligó a leer cinco veces el mismo libro.

– ¿Qué libro?

– ¿Qué libro? ¡Uf! Uno que habla de unos polluelos estúpidos que creen que el cielo se les va a caer encima… Cocky Locky… Goosey Lucy… ¡Qué sé yo! Y a todos se los lleva la raposa. ¿No es así, Billie?

– Como las ranitas -dijo la niña aludiendo a otro cuento-. Murió toda la familia. La mamá. El papá. La niñera. Y todos los higuitos.

– Tengo que irme. -Besó en la cabeza a Sophie (un levísimo olor sospechoso), y ella respondió deslizando un dedo húmedo por su mejilla para llevárselo seguidamente a la boca. Luego se agachó para besar a Billie.

– Es el aniversario de papá -le explicó Russia. Y finalmente le preguntó a él-: ¿Dónde piensas ir a emborracharte?

– A esa especie de bar del canal. ¿Cómo se llama…? El Hollywood.

– Adiós, papá -dijo Billie.


Al salir de casa se volvió un instante para echarle una mirada: era su forma habitual de evaluarse, de saber dónde estaba situado, de ver cuál era su posición. No era su estilo de hacer las cosas (luego volveremos a su estilo), pero hubiera podido expresarlo así:

Si lo que te gustan son los materiales de calidad, fíjate en el tacto de la tapicería de este sillón tan extravagantemente cómodo (pruébalo cuanto quieras; no te dé reparo). De hecho, si estás interesado en fincas o en la buena vida en general, aprovecha la oportunidad para darte una vuelta por la casa. Si, en cambio, lo tuyo es la tecnología alemana, ven a ver mi garaje: está aquí al lado. Y suma y sigue. Pero no se trataba de dinero. Si sientes admiración por la belleza femenina extremada, disfruta viendo a mi mujer: su boca, sus ojos, sus aerodinámicos pómulos (y la luz de su gran inteligencia; porque, sí…, estaba muy orgulloso de la inteligencia de su mujer). Pero si tu corazón se derrite con la viveza ardiente de unos niños extraordinariamente listos, sanos y bien educados, sin duda envidiarás a nuestras… Y suma y sigue. Y hubiera podido proseguir. Pero fíjate en que yo soy el marido modelo: un padre que comparte todas las responsabilidades de la familia con su cónyuge, un amante tierno y cumplidor, un hombre que se gana bien la vida, un compañero divertido, un «manitas» versátil y sin manías, un cocinero creativo y preciso, un masajista bien dotado que, además (y a pesar de una gama de posibilidades que bien puede describirse como «amplia»), no tontea nunca… Lo cierto es que sabía perfectamente en qué consistía ser un mal marido, una pesadilla de marido; que había tratado de serlo la primera vez y que aquello fue un crimen.

Xan Meo tomó por St George’s Avenue y llegó a la calle principal (esto ocurría en Londres, cerca del Zoo). Al hacerlo, pasó ante la planta baja con jardín, al otro lado de la calle, que ahora rara vez usaba. Se preguntó si habría aún algún secreto allí. Una vieja carta, tal vez; una vieja fotografía; vestigios de mujeres desvanecidas… Xan se detuvo allí. Si giraba hacia la derecha, se dirigía al parque de Primrose Hill…, señalado por las rodadas de cochecitos infantiles, y la colina misma, semejante a un cochecito infantil, majestuosa, victoriano-eduardiana, con su forma de capota curvada hacia arriba en un gesto de suave indignación. Ese camino lo llevaría al Hollywood dando un largo rodeo. Si, en cambio, giraba hacia la izquierda, llegaría allí antes y podría quedarse más tiempo. Tenía, pues, que elegir entre el parque y la City. Y eligió la City. Giró a la izquierda y tomó hacia Camden Town.

Atardecía y estaban a finales de octubre. Cuatro años atrás, ese mismo día, su sentencia condicional de divorcio había cobrado carácter definitivo, y él había dejado también de fumar y de beber (se acabaron la hierba y la coca; los proxenetas americanos, según había descubierto recientemente, llamaban «niña» a la coca y «niño» a la heroína). Para Meo se había convertido en costumbre celebrar esa fecha bebiendo dos cócteles y fumándose cuatro cigarrillos durante media hora de dolidas reminiscencias. Ahora era feliz: un estado de delicado equilibrio cuya precariedad percibes en el cosquilleo de sus estresantes pulsiones. Y se estaba recuperando a buen ritmo de su primer matrimonio. Aunque sabía que jamás podría superar el hecho de haberse divorciado.

La pista de patinaje de Britannia Junction; Parkway y Camden Lock y Camden High Street, la docena de bastidores negros de luces de tráfico, los establecimientos de desguace… Algunas cosas tendrían que haber sido retiradas de en medio: aquel montón -no, aquella pila- de mierda de perro; aquel alud de vomitona; aquel borracho tumbado en la acera con el rostro semejante al trasero de un babuino; el viejo timador que había sido clara e increíblemente apalizado en el curso de las cinco o seis últimas horas… y cuyos ojos, que asomaban entre marcas de nudillos y de patadas, por increíble que pareciera, no albergaban dolor ni buscaban alivio…

Xan Meo miraba a las mujeres o, más concretamente, a las chicas, a las chicas jóvenes. El tipo de chica que, en su versión más típica, lucía plataformas de veintitantos centímetros y pantalones acampanados; aquel cuyo talle dejaba al descubierto una franja color hueso de ropa interior y un ombligo traumatizado por bijouterie; llevaba las llaves del coche en uno de los bolsillos traseros de los pantalones, y las del piso en el otro, abultando sobre sus nalgas, un piercing en la nariz, y otro, en forma de ancla, en la barbilla; y el cerumen de sus oídos parecía haberse extendido por sus cabellos como a través de algún conducto interior. Pero, dejando aparte todo eso…, ¿qué? La finalidad secreta de la moda en la calle, la payasada -de la que la moda es su forma anarcobohemia-, es frustrar el deseo concupiscente de tus mayores. Bueno…, ha funcionado, pensó Meo. No me interesas. Pensó también en las putillas de veinticinco años atrás, con sus medias, ligueros, escotes, perfumes… Las chicas estaban rompiendo con todo eso ahora. (Y tal vez la cosa iba más lejos, y estaban indicando el retroceso de la belleza física en interés del igualitarismo.) Meo no diría que desaprobaba todo cuanto veía, aunque lo encontraba ajeno. Y cuando veía a dos jovencitas besándose vigorosamente -una indescriptible confusión de aritos en los labios y clavos en las lenguas-, se sentía a sí mismo asintiendo. Fíjate en el beso entre jóvenes y deja que cale en tu corazón; si tu corazón lo rechaza y se aparta de él, entonces… es la edad, es que se te ha pasado el tiempo… ¡y que te jodan!

Al unirse a la larga cola para comprar cigarrillos formada en la estación de servicio, Meo recordó su penúltima infidelidad (la última, por supuesto, había sido con Russia). En la habitación de un hotel en Manchester, se había dedicado a desnudar metódicamente a una asistente de rodaje de veintidós años. «Déjame que te ayude con esta ropa tan calurosa», le dijo. Lo cual era una fórmula habitual en él. Pero bastante precisa también: el salvaslip húmedo, los leotardos de lana, las botas de goma. Estaba sentado en el sillón cuando la muchacha enderezó su cuerpo delante de él. Allí estaba su cuerpo, con los familiares círculos y semicírculos y sus divinas simetrías, pero incluyendo algo que él nunca había visto antes. Tenía delante un pubis casi completamente afeitado. «¿Y eso?», preguntó él. «Me ayuda a tener un orgasmo», respondió la muchacha… Bueno, a él no le ayudó a tener un orgasmo. Notaba algo más duro donde se suponía que todo tenía que ser blando: le parecía estar dándose… contra un lingote de acero. Y le quedó luego un hermoso y revelador verdugón (con el nombre y el número de teléfono de la chica en él) para llevárselo a casa… para que se lo viera una mujer que, de todos modos, y con razón, era psicopáticamente celosa (como él). En resumen, que la ayudante de continuidad no había sido tal. Que había marcado una discontinuidad, una radical discontinuidad. ¿Hacía falta mayor claridad? Que los monos no salten, que duerme la niñita. Llevaba ya cuatro años y medio durmiendo con Russia. Aún duraba la pasión, pero él sabía que disminuiría, y estaba preparado para ello. A su manera, Xan Meo estaba en camino de comprobar que, al cabo de algún tiempo, el matrimonio es una relación fraternal, marcada por ocasionales, y más bien lamentables, episodios de incesto.

Caía ya el crepúsculo, pero el cielo seguía aún majestuosamente brillante y las estelas de los aviones más lejanos semejaban incandescentes espermatozoides enviados para fecundar el universo… En la calle, Meo dejó de mirar a las chicas, y éstas, naturalmente, siguieron sin mirarle. Había llegado ya a la edad (tenía cuarenta y siete años) en la que las jóvenes miran a través de ti, más allá de ti: miran a través de tu espectro, lo que tal vez sea una desgracia muy trillada, pero claramente es un hito en tu despedida, en tu viaje al reino de los muertos. Susurras «adiós» una y otra vez…: que Dios esté contigo. (Porque yo ya no lo estaré. No puedo protegerte.) Aunque esto no era del todo cierto en el caso de Meo, ya que era un hombre conspicuo, y él lo sabía, y le gustaba, en resumidas cuentas. Ocupaba un gran espacio físico: alto, ancho de espaldas, recio; sus cabellos castaños oscuros ya no eran espesos y ondulados, pero aún cubrían una buena parte de su cabeza (la crema que les prestaba volumen extra y servía de fijador se llamaba Urban Therapeutic), y sus ojos tenían más patas de gallo de las que uno quiere ver en ellos. Bien es verdad que su rostro tenía… un brillo de talento, sí…, pero… ¿qué clase de talento? En su aspecto más zalamero, el que más voluntades le captaba, el rostro de Meo era el de un hombre capaz de adelantarse hasta un micrófono para ofrecer una interpretación lo bastante rijosa de «Papá se va de picos pardos». Su aire era aceptable: plausible para el propósito al que se alude.

Y, todavía más, era famoso y, por consiguiente, había en él algo engañoso e hinchado, cierta desmesura. Habría que decir que era discretamente famoso, como lo son muchos ahora: porque ahora hay muchos famosos (incluso Meo podía recordar una época en la que casi nadie era famoso). La fama se había democratizado tanto, que la oscuridad se sentía ahora como una privación y hasta como un castigo. Y las personas que no eran famosas se comportaban como si lo fueran. Hasta el punto de que, en ciertas atmósferas mentales, era posible creer que la isla en la que uno vivía contenía sesenta millones de superestrellas… Meo era, en realidad, un actor; un actor que se había ganado una súbita reputación gracias a haberse diversificado cautamente en otros campos. Y el mundo tiene un nombre para esas personas que pueden hacer más de una cosa al mismo tiempo: a esos héroes multitarea los llama hombres renacentistas. El discreto brillo de una discreta fama iluminaba, pues, a Xan Meo. Cada cinco minutos alguien le sonreía a su paso…, porque pensaba que era alguien famoso. Y él devolvía esas sonrisas.

Prosiguió el paseo hacia el Hollywood… y nosotros seguiremos con el paseo de Meo, porque será su último paseo durante algún tiempo. Asomó la cabeza por la puerta de la librería de High Street y vio, complacido, que su primer libro (una colección de narraciones cortas titulada Lucozade) aun seguía en el mostrador con la indicación de «Nuestros recomendados». Después, tomando por la derecha a Delancey Street, pasó por delante del café donde el Hombre Renacentista tocaba la guitarra rítmica un miércoles sí y otro no junto con cuatro viejos hippies que se llamaban a sí mismos los Original Hard Edge. Atajó a la izquierda por Mornington Terrace, bastante más pobre y mucho más tranquila: podía oír sus propias pisadas a pesar del viento que azotaba los árboles bajo los que pasaba y del estrépito metálico que llegaba de los vehículos que circulaban más abajo, tras el muro situado a su derecha. El tiempo se podía describir amablemente como borrascoso. Una brutal y desenfrenada turbulencia, en realidad, un «rodeo» de viento, con la tierra tratando de desmontar a cuantos cabalgaban en ella. Y en la calle, muebles de jardín, cubos de basura rodando, bicicletas y cada vez más portezuelas de coche abiertas señalando el impetuoso camino del viento. Xan era demasiado mayor para modas, cortes y estilos, pero ahora sus pantalones flameaban y, alternativamente, se ceñían por completo a las piernas por efecto del viento.

Más adelante vio a una mujer cuyo tipo le recordó, o hizo que sus sentidos evocaran, el de su primera esposa; su primera esposa como era diez años atrás. Bien es verdad que Pearl nunca habría tenido un cigarrillo en los labios y un periódico doblado bajo el brazo, y sus ropas no hubieran sido tan exiguas, tan ceñidas, tan reveladoras de las formas femeninas; pero sí se la recordaban su actitud agresiva o como mínimo abiertamente desafiante, los brazos despreocupadamente cruzados, la elevación de su barbilla que expresaba que todas las excusas habían sido consideradas y rechazadas de plano… Se hallaba de pie, esperando, en la sombra de un edificio pardo, de mediana altura. Detrás de ella remoloneaba un niño pequeño, ocupado en hurgar con un palo en el interior de una bolsa de plástico negro. Cuando Meo se volvió para cruzar por encima de las vías, la oyó decir:

¡Harrison! ¡Mueve de una vez tu condenado culo!

Sí, muy lamentable, sin duda; pero ya con la tranquilidad de que la mujer no podía verlo porque se había vuelto de espaldas, Meo no reprimió un gesto de risa. Era un hombre moderno; un liberal, un feminista (un gimnócrata, incluso: «Demos una oportunidad a las chicas», solía decir. «Ya sé que eso es pedir la luna. Pero nosotros no servimos. Demos una oportunidad a las chicas») pero, aun así, algunas cosas le parecían divertidas. Después de todo, la mujer había expresado con claridad lo que quería; no podía decirse que tuviera pelos en la lengua. Pero no…, Pearl lo habría dicho de otra forma…

Ahora Meo veía ya el edificio al que se dirigía, con sus multicolores luces de Navidad, su poste de barbero dando vueltas sobre sí misma… En ocasiones, un avión que aterriza puede sonar como una nota de advertencia: uno lo hizo así ahora…, como una nota de órgano que presagiara su desgracia.

Se detuvo a reconsiderar aquel sentimiento. Y olfateó la esencial impropiedad de aquel aire, con su condenado tufo, como si hubieran aspirado de él todas las deducciones. Un mundo amarillo de fe y de temor, y de mezquino ingenio. Y en el que todos volamos a ciegas. Luego siguió adelante.

Xan Meo se encaminó al Hollywood.

– Buenas noches.

– ¿Está usted bien? -dijo el barman, como si dudara de la salud mental de alguien que aún diera las buenas noches.

– Sí, hombre -dijo Meo tranquilamente-. ¿Y tú? -Así estaban las cosas: era un hombre corpulento, estaba tranquilo, se sentía bien-. ¿Dónde anda todo el mundo?

– Fútbol. Selección inglesa. Aparecerán por aquí todos en masa a eso de las ocho.

Meo, que no pensaba estar para entonces, dijo:

– Tienes que poner una de esas pantallas de plasma. Para que puedan verlo aquí.

– No queremos que lo vean aquí. Pueden seguirlo en las del Gusano y Manzana. O en el Cabeza de Turco. Y que rompan ésas cuando el partido se pierda.

El menú de cócteles aparecía escrito con tiza en una pizarra por encima de un exhibidor de botellas y sifones dispuestos a imitación del centro de Los Ángeles, en cuyas calles aparecían colocados, sin ninguna preocupación por la escala, maniquíes de algunas estrellas escogidas.

– Tomaré un… -Había un cóctel llamado Blowjob. Y otro que aparecía con la denominación de Boobjob. «Como esas compañías que se llaman FCUK y TUNC», pensó Meo. Se encogió de hombros. No tenía la más mínima intención de ponerse a considerar ahora la obscenificación de la vida cotidiana. Así que dijo-: Tomaré un Shithead. No, un Dick head. Aunque…, no. Mejor pon dos Dickheads. [1]

Llevando un vaso en cada mano, Xan salió a la terraza pavimentada que daba al canal, donde, en los últimos meses, sentado en un banco de cara al oeste, habitualmente con Russia a su lado, había consumido muchos pensativos Club Soda y muchos filosóficos Virgin Mary. ¡Cuánto más solemnes, cuánto más augustas y regias iban a ser sus reflexiones acerca de Pearl, ahora que estaba solo con sus cigarrillos y sus Dickheads…! La primera escrutadora mirada de Meo a las inmóviles y verdes aguas del canal lo confrontó a un pato muerto, con la cabeza hundida y las patas al aire como las patillas de unas gafas. Muerto en el agua, miserablemente muerto. Imaginó que podía percibir su husmo destacando sobre el rancio olor a botica del canal. Como Lucky Ducky o Drakey Lakey después de que se los zampó Foxy Loxy.

Xan creía estar solo en su terraza. Pero entonces asomó por una de las salidas laterales del Hollywood un joven atildado, con un teléfono móvil pegado a la oreja; dio la impresión de encaminarse apresuradamente a la calle, hasta que se paró en seco y pareció tantear el camino hacia un lado para apoyarse en la valla del canal un poco más allá. Se dio cuenta del gesto de Xan frunciendo levemente el ceño y después dijo con claridad:

– Entonces todo lo que dijimos, todas las promesas que intercambiamos, no significan nada ahora. Por culpa de Garth. Y los dos sabemos que se trata sólo de un capricho… Tú dices que me quieres, pero me parece que tenemos ideas diferentes de lo que significa realmente el amor. Para mí, el amor es algo sagrado, casi indefinible. Y ahora tú me estás diciendo que todo eso, todo eso…

Se alejó, y su voz se perdió enseguida en el murmullo de la ciudad. Sí, y aquello era una parte de la obscenificación a que se refería antes: la pérdida del pudeur.

Como el pato muerto, el horizonte del primer matrimonio de Xan, aquel proyecto de universo…, muerto también. Su divorcio había sido tan despiadado, que hasta los propios abogados se habían sentido aterrados. Fue como si los dos se hubieran envuelto, juntos, en alambre de púas, desnudos, cara a cara, y se hubieran arrojado a la vez por un barranco. En esas condiciones, cada gesto era un desgarrón, cada patada, unas garras que se clavaban en el otro: no podía haber ninguna moralidad en ello. Y así, cuando Pearl lo hizo detener por tercera vez, y él apareció en la puerta de servicio de su piso para oír cómo le leían los cargos, Xan se dio cuenta de que había llegado al final de un viaje. Que había alcanzado el polo opuesto del amor: una condición mucho más intensa aun que el mero odio. Porque deseas con todas tus fuerzas que la persona que amabas muera; deseas que su avión se estrelle…, y no te importa que haya otros a bordo…, que mueran cuatrocientos pobres diablos más, cuatrocientos desgraciados más…

Pero habían sobrevivido; vivían, ¿no? Xan calculaba que él y Pearl habían salido bastante igual de bien librados los dos. Y, por fantástico que pareciera, habían salido del episodio más ricos de lo que entraron. Fueron los chicos, los dos hijos, los que perdieron. Y fue por ellos por quienes Xan Meo brindó ahora.

– Lo siento -dijo en voz alta-. Lo siento. Lo siento.

Como en compensación del ave acuática muerta en el verde canal, un gorrión, una alada criatura del aire, dio un salto, fue a posarse en el banco a su lado y, con estremecedora docilidad, empezó a abanicarse a sí mismo dejando que sus alas se agitaran susurrantes a quince centímetros de distancia.

El viento había cesado…, huido a otra parte. Por el oeste se había instalado una puesta de sol de colores chillones, casi pornográfica. Semejaba una titánica operación antiincendios, con etéreas máquinas, grúas, escaleras, el chorreo y la espuma de las mangueras y las bocas de agua, y los genios de los bomberos aplicados a su enorme trabajo de control del fuego, de control del infierno.

– ¿Es tu ligue? -preguntó una voz.

Meo agradeció que cesara su soledad. Miró a su derecha: el gorrión seguía aleteando en el brazo del banco, peligrosamente cerca de su segundo Dickhead. Alzó la cabeza: el que le preguntaba era un individuo sonriente, de figura casi cúbica y expresión algo bobalicona, que se hallaba a tres metros de él entre las sombras del crepúsculo.

– Sí…, bueno…, es lo más que he podido conseguir en estos tiempos -respondió.

El hombre dio un paso adelante, con las manos apoyadas en la cintura y los pulgares levantados a ambos lados del ombligo. Lo conocía, pensó Meo. Mejor.

– ¿Eres él…?

Previendo que enseguida iba a tener que estrechar una mano, Xan se puso en pie. El gorrión no se movió.

– Sí. Soy él….

– Bueno. Yo soy Mal.

– … Hola, Mal -dijo Xan.

– ¿Por qué hiciste eso, tío?

En aquel instante se puso de manifiesto que Mal, no obstante su aire de humorístico pesar, era un hombre violento.

Pero, lo que todavía es más sorprendente, se vio claramente que Xan también era un hombre violento. Es decir, que aquel obligado cambio de fuerzas no lo pillaba completamente desprevenido. La violencia, triunfalmente descabellada e irreal, es un viejo error de apreciación…, excepto para el violento. Una vez cometido ese error, los dos hombres sabían que de ahí en adelante todo era endocrino. Simple cuestión de sus secreciones glandulares.

– ¿Por qué hice qué? -dijo Meo, y dio un paso adelante. Aún esperaba evitarlo, pero no iba a dejarse ganar por la mano.

– Ooh.

También el otro lo pronunció a la francesa, como un , como hacía ya rato lo había hecho Russia delante de Meo.

– Ya había oído que tienes bastante mala leche.

– Pues, entonces, ya sabes lo que te espera -replicó Meo tan fríamente como pudo (aunque notaba un sabor ácido en su boca)- si piensas tenértelas tiesas conmigo.

– ¡Mira que ocurrírsete mencionarlo! Y quiero decir que me lo mencionaste a mí, ¡nada más y nada menos que a mí…!

– ¿A quién he mencionado?

Mal tomó aire, lo miró con los ojos desencajados y murmuró audiblemente:

– Te acordarás de ésta, muchacho… J-o-s-e-p-h A-n-d-r-e-w-s.

– ¿Joseph Andrews?

– No vuelvas a decirlo. No lo digas. Lo has vuelto a mencionar. Lo has repetido…, tal como lo escribiste, con todas las letras.

Por primera vez, Meo pensó que algo más iba mal. Los cálculos que estaba haciendo interiormente podrían resumirse así: los quince centímetros que le saco de altura compensan los trece kilos que pesa más que yo, y en lo demás (edad de uno y otro) la diferencia real es cero. Así que sería un cuerpo a cuerpo. Y el tipo parecía despreocupado y torpe para enzarzarse en un cuerpo a cuerpo. No podía ser tan bueno: no había más que fijarse en su traje, en sus zapatos, en sus cabellos.

– Lamentarás esto, muchacho.

Pero hay otro actor en nuestra escena. Pues resulta que voy al Hollywood, pero acabo en el hospital. Un hombre (porque se trata de un hombre, es un hombre, siempre hay un hombre: un pecador, un ser que caga, come, respira…) que ahora se acerca rápidamente a él por detrás. Mal es violento, y Xan es violento, pero en el rostro y el aura de este tercer protagonista se aprecia la falta de todo cuanto los seres humanos han llegado a convenir: todos los tratados, concordatos, acuerdos. Es un hombre pálido y vulgarmente calvo. Sus cejas y pestañas parecen haber sido extirpadas o incluso quemadas a soplete de su rostro. Y el vaho que sale de su boca en este anochecer no demasiado riguroso es como el chorro pulverizado de un aspersor, alcanza hasta la distancia de un brazo.

Xan no oyó pasos; lo único que alcanzó a oír fue el susurro apagado del relleno de la pesada porra. Y enseguida el empellón de dos dedos que se clavaban en su hombro. No tenía que haber ocurrido así. Los otros esperaban que se volviera, pero no se volvió: inició el movimiento de giro, pero se desvió y se agachó para escabullirse. Por eso el golpe, que pretendía meramente partirle el pómulo o la mandíbula, fue recibido en pleno cráneo, esa espaciosa caja (en este caso aún frondosa) que sirve de seguro estuche a tantas nobles y delicadas facultades.

Se desplomó, se dobló por las rodillas, completamente vencido: rendidas ante su enemigo su doncellez, su alma de niño. La acción física hizo rodar el vaso de su Dickhead, que cayó al suelo. Oyó su chasquido, el chasquido de sus rodillas seguido por el chasquido del vidrio rajado. El mundo dejó de girar, y enseguida comenzó a dar vueltas de nuevo…, pero de otra forma. Sólo entonces, después de un latido, el gorrión se levantó con el batir de sus alas: aquel pequeño fisgón había presenciado todo.

¡El cielo se desploma!

Después, las palabras «¡Toma! ¡Toma!», y un segundo y lacerante golpe.

El cielo cae, y yo no puedo decir si…

Rígido ahora, como la estatua de un tirano derrocado, se desplomó de lado en el húmedo pavimento, y allí quedó inmóvil.

2. HAL NUEVE

El rey no estaba en su tesorería, contando su tesoro. Estaba en un estudio en la Place des Vosges, enterándose de muy malas noticias. El chambelán que ocupaba el sillón de enfrente se llamaba Brendan Urquhart-Gordon. Entre ambos, en la mesita auxiliar de cristal, unas pinzas y una fotografía con la imagen boca abajo. La habitación, en sí misma, parecía una foto: durante varios minutos ninguno de los dos hombres se movió ni habló.

Hacía falta alguna vibración para animar la escena. Y ésta se produjo: la nota de un diapasón, cuando osciló una de las mil facetas de la gran araña de cristal, que en un instante se reagruparon en el interior de aquella tonelada de vidrio.

– ¡En qué mundo tan horrible vivimos, Bugger! Lo digo de veras: ¡es un mundo espantoso, terrible…! -exclamó Enrique IX.

– Ciertamente lo es, señor. ¿Me permitís que os ofrezca una copa de brandy, señor?

El rey asintió. Urquhart-Gordon agitó la campanilla. Más vibraciones: una estridente escandalera. En el distante umbral de la puerta apareció el criado, Amor. Urquhart-Gordon no tenía nada en contra de Amor, pero le daba apuro llamarlo por su nombre. ¿Quién querría tener un criado llamado Amor?

– Dos copas grandes de Remy réserve, si tiene la bondad, Amor -pidió.

El Defensor de la Fe -era cabeza de la Iglesia de Inglaterra (episcopaliana) y la Iglesia de Escocia (presbiteriana)- prosiguió:

– ¿Sabes, Bugger? Esto hace que se tambaleen mis creencias personales. ¿No afecta a las tuyas?

– Mis creencias personales siempre han sido muy poco sólidas, señor.

Confesión improbable, tal vez, viniendo de un hombre tan serio y responsable. Calvo, moreno, de piel sonrosada, con sesera judía (al decir de algunos) por parte de madre.

– Las sacude en lo más íntimo. Las personas así son realmente el límite. No…, peor aún. Supongo que todo esto forma parte de alguna horrible conspiración, ¿no?

– Es posible, señor.

– ¿Cómo puede…? ¿Cómo ha podido hacerse que semejantes criaturas tengan un papel en el plen de Dios?

En aquel instante volvió Amor y, mientras se acercaba, tal vez hasta una docena de relojes comenzaron uno tras otro a dar la hora. Hombre instintivamente práctico, Urquhart-Gordon se dijo que se tendría que haber trabajado más en la modernización de la manera que tenía el rey de pronunciar las aes breves. En momentos de crisis, sobre todo, sus aes sonaban casi es, como era la moda de antes de la guerra. Las rosadas mejillas de Brendan se tiñeron un poco más de rojo al recordar la primera visita de Enrique, como príncipe de Gales, a una residencia sindical para ancianos en Newbiggin-by-the-Sea, cuando el príncipe se sentó al piano y cantó «Mi viejo es un basurero»: «¡Mi viejo es un basurero, lleva una gorra de basurero, lleva unos viejos pantalones de soldado, y vive en un piso propiedad del ayuntamiento!» El cuarto poder, los mass-media, no había tardado en destacar que la verdad era muy diferente: que el padre de Enrique era Ricardo IV, y vivía en el palacio de Buckingham.

Apartando sin convicción su rostro de los vapores emanados de las copas de brandy, Amor venía hacia ellos, pero aún le quedaba un buen trecho que recorrer. Pasaban ya las seis y cinco cuando dejó la estancia.

– Discúlpame, Bugger. Tengo la mente en blanco. ¿Dices que te la entregaron…?

– La fotografía fue entregada a mano en mis habitaciones en St James. En un sobre blanco corriente. -Urquhart Gordon sacó ahora el sobre de su maletín. Tendió la carpetilla transparente a Enrique IX, quien le dedicó una mirada algo más perpleja de lo habitual en él: sr. brendan urquhart-gordon, esquire; y, en el ángulo superior derecho, Privado y Confidencial-. Sin nota de acompañamiento. La caligrafía, y ese «Esquire» redundante, sugieren cierta zafiedad o la autoría de un extranjero; a menos que se trate de un intento deliberado de hacernos creer eso. Probablemente los servicios de seguridad podrán decirnos más.

Urquhart-Gordon estudió el ceño fruncido del rey. Normalmente, Enrique IX llevaba sus espesos cabellos rubios peinados hacia un lado por encima de la frente. Pero ahora, en su regio desaliño, su tupé se había colapsado y convertido en un confuso flequillo, que daba a su mirada una expresión todavía más perpleja e inflamada. Enrique IX lo miró inquisitivamente, y, en respuesta a su muda pregunta, Urquhart-Gordon se encogió de hombros y dijo:

– Estamos a la espera de una nueva comunicación.

– ¿Chantaje?

– Bueno… Yo diría extorsión. Lo que parece razonablemente claro es que no se trata de una jugada de los medios de comunicación, en el sentido habitual. Si así fuera, ahora estaríamos mirando esta fotografía en las páginas de alguna revista alemana.

– ¡Bugger!

– Lo siento, señor. O en Internet.

Con gesto nada cuidadoso, Enrique IX alargó la mano para levantar la foto de la mesa. El pulso le temblaba.

– Utilizad las pinzas, señor, si lo tenéis a bien. Dadle la vuelta con las pinzas, señor.

El rey lo hizo así.

No había visto desnuda a su hija desde hacía tal vez tres o cuatro años, y ante todo y por encima de todo se sentía angustiado, amargamente conmovido por lo mucho que había ya en ella de mujer…, en aquella chiquilla hija suya que aún jugaba con sus muñecas. Y esto, junto con la expresión soñadora e inocente de su rostro, hizo que el padre se cubriera los ojos con la manga.

– ¡Oh, Bugger…!

– ¡Oh, Hotty!

Urquhart-Gordon observó la foto. Una jovencita de quince años dentro de lo que era, evidentemente, una bañera blanca, con los brazos en los costados y las piernas dobladas en ángulo en poco más de quince centímetros de agua: la princesa Victoria, tal como vino al mundo, completamente desnuda y dejando entrever su feminidad. Las destacadas líneas de su bronceado -pues parecía lucir, además, un espectral bikini- eran una sugerencia de verano. Urquhart-Gordon había indagado ya en los itinerarios que constaban: aparentemente, la princesa no había hecho otra cosa que tomarse unas vacaciones. Pero ya había vuelto al internado, llevaba seis semanas en él y estaban casi en noviembre. ¿Por qué habían esperado hasta ahora? Por otra parte, había algo en la expresión de la princesa que lo preocupaba, que lo inquietaba todavía más: el hecho de que las pupilas de la princesa parecieran mirar hacia arriba… (Digamos, de paso, que el apodo que le daba el rey no tenía en absoluto la connotación peyorativa de «sodomita», sino que derivaba simplemente de sus iniciales: BUG, de Brendan Urquhart-Gordon; en tanto que el de Hotty, que él dirigía familiarmente al rey, no quería decir «calentorro», sino que se refería al hecho de que Enrique IX hubiera representado en su juventud el papel de Hotspur en una producción escolar de La primera parte del rey Enrique IV, de Shakespeare.)

– ¿Piensas -preguntó el rey lastimeramente- que la princesa y… una amiga… pueden haber estado jugando con una cámara y que…?

– No, señor. Y me temo que es sumamente improbable que ésa sea la explicación.

El rey pestañeó. Siempre había que explicarle las cosas con todo detalle.

– Tiene que haber más fotografías de la princesa. En otras… poses.

– ¡Bugger!

– Perdón, señor. Ha sido un comentario desafortunado. Pero la cuestión es ésta: fijaos en la cara de la princesa, señor. Es el rostro de alguien que piensa que está solo. Hemos de consolarnos con el hecho de que la princesa fue y es totalmente ajena a esta intrusión sin precedentes. Inocente por completo de ella.

– Sí, inocente de ella. Inocente de ella.

– ¿Tengo vuestro permiso, señor, para poner tras el asunto a John Oughtred?

– Lo tienes. Pero a nadie más, por supuesto.

Enrique IX se puso en pie, y otro tanto hizo, por consiguiente, Urquhart-Gordon. Echaron a andar juntos, tan elegante el uno, tan flaco el otro. Cuando llegaron por fin al amplio alféizar del ventanal central, los dos hombres miraron a través de la trama y la urdimbre de su encaje. Focos, grúas, castilletes, escalas retráctiles…: los bomberos del cuarto poder. Era la víspera del segundo aniversario del accidente de la reina. Se esperaba que el rey hiciera una declaración por la mañana antes de volar de regreso a Inglaterra y después a la cabecera del lecho de su esposa. Porque la reina no estaba en el jardín, comiendo pan con miel. Estaba conectada a unas máquinas en el Royal de Inverness.

– Bien, señor. Como el lema de la familia.

El lema de la familia, impreso en el espíritu de Enrique IX por su padre, Ricardo IV, y su abuelo, Juan II, no tenía carácter oficial. En latín tal vez pudiera ser Prosequare. Lo que, en lengua vernácula, podía traducirse como «Adelante con ello».

– ¿Qué me toca mañana? ¿Los enfermos de sida o los de cáncer?

– Ni unos ni otros, señor. Los leprosos.

– ¿Los leprosos…? Oh, sí, claro.

– Podría posponerse, señor. Para empezar, no entiendo cómo pudo fijarse para mañana, dada la significación de la fecha. -Y añadió tentadoramente-: Con vuestro permiso, señor, yo aprovecharía para tomar el avión real en… un par de horas.

– No, ya que estoy aquí, prefiero seguir con el programa y hacer esa visita a los leprosos. Adelante con ello.

Urquhart-Gordon conocía el verdadero propósito de aquella visita a París de Enrique IX. Se vio obligado a ocultar su asombro de que, a pesar de la naturaleza de la actual crisis, el rey quisiera evidentemente seguir adelante con ello (a pesar de la tremenda inoportunidad y el gravísimo riesgo). Ahora enarcó las cejas mientras se planteaba una serie de fascinadas deducciones.

– Y, después de los leprosos…, ¿qué más?

– Deberíais estar volando hacia mediodía, señor. Hay una ceremonia en Mansion House a las dos: recoger el premio que os concede la ANAALC.

De nuevo Enrique IX pestañeó.

– La Asociación Nacional de Ayuda a los Afectados por Lesiones Cerebrales, señor. Y después tenéis que ir al norte -dijo, y añadió innecesariamente-: a ver a la reina.

– Sí, ¡pobre mujer!

– Tengo ya localizado a Oughtred, señor, y me pondré en contacto con él esta noche en St James. No podemos permitirnos una actitud pasiva en este asunto -dijo mientras sacudía la cabeza, y añadió-: Tenemos que encontrar alguna pista.

– Oh, Bugger…

Urquhart-Gordon sintió el impulso de alargar la mano y retirar de la frente de Enrique IX los cabellos que la ocultaban. Pero al rey lo horrorizaría el hecho de que otro hombre lo tocara.

– Lo siento muchísimo, Hotty. De verdad que lo siento.

Minutos después, el rey fue a tomar un baño y Brendan se sentó en la sala. Se quitó sus gafas de concha y descubrió sus ojos castaños, vigilantes e hinchados. Brendan tenía un secreto: era republicano. Lo que hacía allí, lo que llevaba haciendo a lo largo de un cuarto de siglo, era por amor, todo por amor. Amor al rey y, después, amor a la princesa.

Cuando Victoria tenía cuatro años… La familia real inglesa estaba de vacaciones en Italia (en algún castello o palazzo), y la trajeron para que diera las buenas noches a los presentes… en bata, pijama y zapatillas con borlas, con los cabellos aún húmedos del baño. Se acercó a la mesita de juego y, con su gracioso caminar de puntillas, besó a sus padres y después intercambió particulares adioses con otros dos miembros del grupo, Chippy y Boy. Sentado algo más allá, Brendan alzó la vista del libro que estaba leyendo, con la halagüeña perspectiva de que la niña se le acercara también, pues se dio cuenta de que ella lo incluía igualmente, sin decir nada, en el recorrido final de sus ojos. Pero Victoria, entonces, tomó la mano de su niñera y se volvió con la cabeza inclinada. Al verlo, Brendan, para su propia sorpresa, estuvo casi a punto de gritar de decepción, de dolorida derrota…, porque… ¿cómo puede uno sentir tanto cuando se siente tan pequeño…? Toda su sangre alborotada… Brendan, pues, era consciente de que sentía por la princesa un cariño tal vez inusual… ¿Mera pasión estética? Cuando la miraba a la cara, siempre le parecía estar observándola a través de sus gruesas gafas de lectura…, la forma como sus rasgos se grababan en él como el cuño de una moneda. Pero esto no explicaría sus sentimientos en aquel salón de baile italiano cuando Victoria se fue a la cama sin darle las buenas noches; no, por ejemplo, las ganas de llorar que sintió y que tuvo que reprimir con dificultad. «Buenas noches, Brendan», le había dicho la noche siguiente; y él, entonces, se había sentido espléndidamente compensado. Era amor, sí, pero… ¿qué clase de amor? Ella tenía quince años ahora, y él cuarenta y cinco. Seguía esperando que se le pasara. Pero no se le pasaba.

Brendan volvió a mirar la foto de la princesa. Fue una mirada breve y recelosa. Estaba preocupado por ella, y también por sí mismo…, por la información acerca de sí mismo que su actitud pudiera revelar. Por supuesto que lo importante era servirla, servirla siempre… Brendan revisó el contenido de su maletín, preparándose para viajar a Orly, para viajar en el vuelo del rey al aeropuerto de Londres y para su cena de trabajo con John Oughtred.


Daban las ocho en la Place des Vosges. Abajo, en la cocina de estilo alpestre del edificio, los miembros del grupo de seguridad se miraban unos a otros con el ceño fruncido por encima de sus cafés instantáneos y los naipes de extraños símbolos, espadas y monedas procedentes de otro universo. Arriba, Amor, con una servilleta blanca colgada de su antebrazo, disponía la mesa en un extremo del salón alejado de la puerta. La estaba preparando para dos. Recién salido de su baño, el rey difundía fragancias a su paso de un mueble a otro. Todo cuanto tocaba uno en aquella estancia era o muy duro o muy mullido: incalculablemente duro, incalculablemente mullido.

La casa, por supuesto, pertenecía al gran amigo de Enrique IX, el marqués de Mirabeau. La amistad entre ambos era bien conocida, pero no lo era tanto el hecho de que el marqués fuera también el propietario de otro apartamento en la misma Place des Vosges…

Sonaron ahora las campanadas de los relojes, primero en sucesión, luego al unísono.

– Si tiene la bondad, Amor… -dijo el rey.

Apoyado contra la pared del alfombrado rellano había un chiffonier del tamaño de una chimenea medieval. El mueble comenzó ahora a girar, a desplazarse hacia un lado sobre su rumoroso eje. Y, por el hueco abierto, entró El Zizhen, [2] bisnieta de concubinas.

Amor la recibió con un saludo.


Cuando las campanadas de los relojes volvieron a sonar, El comenzó [3] a desnudarse. La llevaría algún tiempo hacerlo. El rey, desnudo ya, estaba echado inmóvil en la chaise-longue, como un bebé a punto de que le cambien los pañales. A medida que se iba quitando su ropa, El lo acariciaba con ellas y, a continuación, con lo que su ropa había contenido hasta entonces. El lo tocaba, y el rey tocaba a El. El era dura. El era suave. El lo tocaba, y él tocaba a El.

Y se oyó un sonido agudo, una vibración, proveniente de la araña de cristal.

3. CLINT SMOKER

«El duque de Clarence interpretó el papel del príncipe ChowMein anoche, escribe clint smoker», escribió Clint Smoker. «Sí, el príncipe Alf salió anoche a cenar con su intermitente ligue, Lyn Noel, en un restaurante chino. Pero lo dulce se transformó en agrio cuando los fotógrafos tuvieron el descaro de irrumpir en su reservado. Buscando un poco de intimidad, la pareja huyó con los reporteros pisándoles los talones… ¡Les faltaban los postres! ¿Qué ocurrió una vez de regreso en Ken Pal? [4] ¿Se la tiró Alf? ¿La estrechó entre sus brazos como una ostra y le dio una buena ración de polla lacada? ¿O decidió, una vez más, deshacerse de Lyn (después de haber repetido)? Las almejas llegan a cansar…, así que… ¿qué tal una patada en el culo, amor, para sazonar tu camino?»

– ¿Qué es esto? -preguntó Margery al pasar.

– Un pie de foto -dijo Clint, despiadadamente, inclinándose a un lado para que ella pudiera ver.

La pantalla de Clint Smoker mostraba a un desgreñado y gesticulante príncipe Alfred y a una llorosa y aterrorizada Lyn Noel, que trataban de abrirse paso a través de una muchedumbre de fotógrafos de prensa y policías en el bullicioso tráfico del Soho.

– La lluvia no le está haciendo ningún bien a sus cabellos -dijo Margery, que ocupó ahora su lugar en el puesto de trabajo contiguo al de Clint. Sesentona de rostro rubicundo, Margery se hacía pasar por una esbelta modelo llamada Donna Strange. Y fingía asimismo no llevar ninguna ropa encima.

– Sí -asintió Clint-, tiene todo el aspecto de un gato remojado.

Era la descripción de un moderno uggy, a la que respondía también el propio Clint con su apariencia de adefesio (así se había oído llamar): la cabeza afeitada al rape (descubriendo, de paso, los muchos verdugones y taras que tenía su cráneo), un doble piercing en las aletas de la nariz en forma de esposas (cuya cadena de unión colgaba sobre el labio superior y quedaba al alcance de las exploraciones que pudiera realizar sobre ella la enorme placa de Petri que era la lengua de Smoker), y un tatuaje asombrosamente realista, casi en trampantojo, de una vieja soga alrededor de su cuello (bien es cierto que parcialmente tapada por el michelín seboso formado allí mismo bajo su pellejo). Y, sin embargo, aquel hombre, con un ordenador portátil delante de él, era en verdad un excelente periodista. Los zapatos de Clint también merecían ser descritos: dos catamaranes convenientemente amarrados mediante una maraña de cordones y enganches.

– Querida Donna: soy una joven heredera de diecinueve años, talle esbelto, trasero bien formado y tetas tan grandes como tu culo -escribió Clint Smoker.

– Ahora no del todo -estaba diciendo Margery a uno de sus teléfonos-. Zapatos de tacón alto, un brazalete en el tobillo, y eso es todo. Y la correa por la que estoy atada, claro.

– Lo que más me chifle -escribió Clint, y pulsó luego la tecla de retroceso para cambiar la e por una a- es ponerme la falda más mini que puedo encontrar e ir, sin bragas, a ver zapaterías. Aguardo a que el dependiente se siente en la banqueta delante de mí. ¡Y tendrías que ver cómo…!

En aquel punto se paró y preguntó con aquella voz suya que era incapaz de controlar:

– ¡Eh, Marge! ¿Sabes si…?

Donna -le corrigió Marge, apretando contra su pecho el micrófono del aparato.

– En las zapaterías de señoras tienen tíos despachando, ¿verdad?

Marge asintió con un gesto, al tiempo que decía:

– ¿De veras, querida? Bueno…, todas nos sentimos un poco locuelas a primera hora de la tarde. Es cosa de los biorritmos.

– … se les cae la baba -escribió Clint- cuando tiro de mi…

Supermaniam Singh asomó la cabeza por la puerta y dijo en el dialecto inglés del estuario:

– Jefe. Está aquí.

Para cuando Clint entró ruidosamente en la sala de reuniones, el director, Desmond Heaf, estaba con el cuerpo inclinado sobre la portada del Morning Lark [5] de la víspera y diciendo en tono apesadumbrado:

– Fijaos bien… Hola, Clint; encantado de verte, hijo. Fijaos en ella. Eso es una deformidad, eso es lo que es. O una obsesión por la cirugía estética: el síndrome de Munchausen. Son personas muy desgraciadas, y lo traslucen. Mirad sus ojos. Lo he dicho una y mil veces. Mantened los pechos dentro de unos límites razonables: una talla ciento cinco debería servir como término de referencia. Lo digo y lo repito: la popularidad de las mujeres de esa talla puede bajar durante un tiempo, pero siempre vuelve a subir. Y por eso acabamos sacando esto.

– Y lo que es más importante, jefe -observó Clint-, hacen que resulte demasiado embarazoso comprar el periódico. Apuesto a que estamos perdiendo soplapollas.

Incluso antes de que el primer número hubiera salido a las calles, era práctica universal en el Morning Lark referirse a sus lectores como «soplapollas». Lo cual no se aplicaba sólo a algunas secciones específicas (como «Cartas de los Soplapollas», «Nuestros Soplapollas Preguntan» y otras por el estilo), sino a frases comunes en cualquier negocio periodístico, como «el soplapollas es lo primero», «todo lo que interesa al soplapollas» o «¿crees que esto les importa realmente a nuestros soplapollas?». El personal del periódico hacía tiempo que había dejado de sonreír cuando alguien empleaba semejante denominación.

– Bien dicho, Clint -dijo Heaf.

– No estamos perdiendo soplapollas -dijo Supermaniam-. Tal vez se note algún problemilla en la tasa de aumento, pero de hecho no estamos perdiendo soplapollas.

– Eso son pretextos para desviar la atención -clamó Clint-. Estamos perdiendo soplapollas potenciales.

– Haré que Mackelyne revise las cifras -dijo Heaf-. En cualquier caso, ¿quién parece empeñado en que saquemos a esas vacas marinas en el periódico, en todo caso?

Nadie habló. Porque el Lark estaba gestionado conforme a criterios de cooperativa. La selección de docenas de mujeres casi desnudas que aparecían a diario en sus páginas era fruto de una improvisación animada y generalizada. Ni que decir tiene que el consejo editorial estaba integrado sólo por hombres. Las únicas mujeres que podían encontrarse en las oficinas del Lark eran sus beldades tutelares y las jubiladas que las encarnaban en las líneas calientes.

– No lo sé, jefe -dijo Jeff Strite, que era el único rival serio de Clint Smoker como reportero estrella del periódico-. Al cabo de un rato de estar mirándolas, entras en una especie de trance. Y te inclinas, ya sabes, por sacarlas, sin pensártelo demasiado, en realidad.

Clint dijo juiciosamente, en voz alta:

– Algunos tipos creen que jamás se puede tener demasiado de algo cuando la cosa es buena. Así que siempre hay motivos sensatos para sacar a chicas con las tetas muy grandes. Debemos atraer al soplapollas más fetichista, pero sin perder por ello al normal y corriente. La solución es simple: no sacar a vacas marinas en la portada.

– ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– En todo caso…, ¿quiénes somos nosotros para quejarnos? -dijo Heaf. Normalmente el director tenía el aire de un maestro de escuela de una pequeña población…, y en concreto de un maestro agobiado por preocupaciones logísticas hasta el punto de descuidar su aspecto personal (tan raído, tan flaco). Pero ahora revivió y pidió con voz animada-: Anda, Gregory, sé buen chico y tráenos algunas bebidas, por favor.

Acababa de entrar Mackelyne, que había tomado asiento. Lo escucharon con atención mientras les hablaba de las últimas cifras de venta, de los multimillonarios accesos a las páginas web de pornografía dura y del hecho de que las nuevas líneas calientes habían provocado el colapso de la red telefónica local, así como de la necesidad de mantener el actual formato de 192 páginas del diario. Luego pasaron a las cifras de beneficios… En el Lark éstos se dividían entre todos, aunque con notables diferencias en los porcentajes. Pero hasta el joven Gregory, que era poco más que un botones, tenía ya planes para comprarse un caballo de carreras.

– Y ahora…-dijo Heaf al cabo de un rato-, ¿qué tenemos para mañana, Clint?

Siempre se llegaba a este momento (y, para entonces, las botellas vacías de champán se alineaban en la mesa del director, y el aire iluminado por la puesta de sol tenía un aspecto polvoriento y gaseoso, como si todos se hubieran sumado a un estornudo cooperativo): el momento en que los hombres del Morning Lark intentaban sentirse periodistas. A la redacción del Lark no llegaban muchas noticias, y ningún cataclismo mundial tenía aún importancia suficiente para desplazar de la primera página a la beldad de turno. Incluso la amplia sección de deportes contaba con poco más que una serie de resultados; el resto consistía en chicas que entraban y salían de la órbita de famosos clubs de fútbol, en chicas que decían haber pasado una noche con algún futbolista famoso, en antiguas e imprudentes fotografías de modelos que estaban casadas o vivían con futbolistas famosos, etcétera, más unos cuantos cabos sueltos acerca de golfistas adúlteros, jockeys satiromaniacos y boxeadores con tendencias a la violación. Las noticias de actualidad de otro género se reseñaban, usualmente, en la mitad inferior de las páginas dos y cuatro.

Fue Jeff Strite quien habló:

– Está el caso del soplapollas de Walthamstow -citó-. Y no me estoy refiriendo precisamente a un lector nuestro de Walthamstow. Es una historia interesante. Y enlaza con nuestra campaña contra los pedófilos. Tienen allí una piscina pública, ¿verdad? ¿Con una tribuna? Bueno…, pues él está allí solo, mirando las evoluciones de un grupo escolar de niños de nueve años. Justo entonces aparece una simpática viejecita, la señora Mop. El fulano echa a correr, cae por las escaleras y se parte la crisma. ¿Por qué motivo? Pues porque tenía los pantalones bajados a la altura de los tobillos.

– ¿Porque se estaba haciendo una…?

– Exactamente. Y da para un buen titular: «Su perversión le costó cara».

– Excelente -dijo Desmond Heaf-. Y ya veo que hemos decidido seguir adelante con la sección dedicada a las mujeres de los soplapollas.


De vuelta ante su ordenador portátil, Clint reanudó su trabajo sobre la heredera aficionada a visitar zapaterías luciendo minifalda. El artículo que escribía fingía ser una carta dirigida al consultorio sentimental del diario, del que se encargaba la Tía Cachonda, cuya doble página diaria escribían casi íntegramente los miembros de la redacción. Se componía de largos relatos, de carácter exclusiva y gráficamente sexual, seguidos por tres o cuatro palabras de ánimo o ridiculizando al autor, supuestamente salidas de la pluma de Donna Strange. Los lectores escribían al Lark, y muy de ciento al viento sus cartas encontraban hospitalidad en las columnas de su consultorio sentimental. Pero esas cartas ponían de manifiesto el eterno problema de la prosa erótica. No se trataba de que fueran insuficientemente obscenas, sino que eran, más bien, insuficientemente universales: eran, de hecho, irremediablemente solitarias. Y jamás provenían de mujeres… Después, con el corazón pesaroso, Smoker dedicó sus energías a la nueva fotosección a que había aludido Desmond Heaf. Definitivamente iba a llamarse «Chorbas de Soplapollas».

– ¿Por qué te empeñas en llevar esas malditas esposas en la napia? -preguntó Margery, que ya estaba recogiendo sus cosas para irse. La mujer tenía sesenta años; él, treinta: era un dato que, de repente, adquiría importancia.

– Me recuerdan que tengo nariz.

– ¡Pues felicidades! Pero… ¿por qué quieres que te recuerden que tienes nariz? -«Especialmente esa nariz», se sintió tentada a añadir: la nariz de Clint era una notable excrecencia carnosa, pero en la que apenas se advertía el cartílago-. ¿Y para qué te sirve la soga?

– Te haré una confidencia, Marge -dijo Clint, con voz más suave de lo habitual en él-. Es mi identidad. Y ahora cierra el pico.

Aún estaba quejándose vivamente para sí de las preguntas de su compañera de trabajo cuando, cinco minutos después, sonó su teléfono móvil: el ruido de una porra golpeando la puerta de una celda.

– ¿Clint? Soy And.

And era Andrew New, una de las sempiternas figuras del universo de Smoker, alguien con quien había forjado el más firme de los lazos. And era el camello de Clint. Y la llamada era algo fuera de lo normal. And rara vez telefoneaba a Clint. Era Clint quien llamaba a And.

– ¡And, muchacho! ¿Joder, qué es ese escándalo? ¡No me digas que tu mujer se ha cabreado otra vez!

– ¡Jobar! Escucha esto: «¡Harrison! ¿Quieres meter de una vez en la bañera tu maldito culo?» Es una pelotera terrible. «¡And! ¡And! ¡Ven a darle un azote!» ¡Dáselo tú! Yo ya lo hice la última vez. Lo siento, colega… Enseguida se calmarán las cosas. La situación no es tan mala como aparenta… Bueno, Clint, colega. Me parece que tengo una información interesante que vender.

– Bueno…, y a mí que no estás llamando al lugar más adecuado.

– Sí, ya sé… Pero tú debes de tener buenos contactos.

– Estoy pasablemente bien relacionado, sí -afirmó Clint con mayor presunción que verdad. (Las personas a las que intentaban sentar cerca de su mesa en los restaurantes solían pedir que las cambiaran de sitio. Y eso era cuando aún tenía la costumbre de salir a cenar con otros)-. Pero sigue. ¿De qué se trata?

– Ya sabrás lo de ese tipo al que casi se cargan la pasada noche. Xan Meo. Ese actor que toca el banjo, o no sé qué jodido instrumento. ¿Cómo lo han llamado los periódicos?

– El Hombre Renacentista.

– Bueno, pues… yo estaba allí, compañero. ¡Vi cómo lo hacían! Junto al canal. Yo estaba abajo, en el sendero, cerca del sitio donde escondo la hierba. Y él se había sentado fuera a beber, y entonces lo atacaron dos fulanos. No se contentaron con darle un golpe. No. Le atizaron dos. Yo me dije: lo han jodido bien. Pero luego le pegaron otro.

Clint ya había leído, en el baño, la información del Evening Standard acerca de la agresión. Ahora su interés fue sólo moderado.

– Me pareció…, ya sabes…, un ajuste de cuentas -siguió And-. Como si se hubiera chivado y se vengaran de él. Mencionaron un nombre; dijeron que se la había jugado a un tal Joseph Andrews…

– Bueno, muchacho…, a mí eso no me sirve. A menos que haya faldas y tetas al aire… ¿Piensas ir a la bofia con ello?

– ¿Qué ganaría yo con eso? No me parece que vayan a darme una recompensa o algo así. No. Voy a tratar de vendérselo a algún periódico.

– Oh…, no hagas eso, colega -le aconsejó Clint-. No se trata de una gran exclusiva. Y podrías verte implicado… Déjame que dé algunas voces y me entere. Te telefonearé. ¿Cómo dijiste que se llamaba ese tío…, el que ordenó que se cargaran al chivato?

«¡Harrison! ¡And! ¡And!» -se oyó decir. Y And añadió-: ¡Joder! ¡Ahora voy! Joseph Andrews.


Clint Smoker trabajaba en un edificio enfermo, ruinoso. Deberían haber puesto en él un termómetro asomando por una ventana del primer piso, como la enseña de un barbero…, pero no dando vueltas sobre sí misma, sino tiritando. Por la década de 1970 había servido ambiciosamente como escuela de perfeccionamiento para mujeres jóvenes que aspiraban a promocionarse en el campo de las relaciones públicas. Eran tantas las estudiantes que sufrían trastornos digestivos, que todo el sistema de desagüe del edificio acusaba la acción destructora de los jugos gástricos, lo cual, a su vez, provocaba la aparición creciente de abombamientos y grietas en los conductos de ventilación. El aire estaba turbio por emanaciones, esporas, alergias. En el Lark todo el mundo estaba siempre estornudando, moquiteando, tosiendo, bostezando, sintiendo náuseas. Eran conscientes de que se sentían enfermos, pero no sabían que se sentían así porque trabajaban en un edificio enfermo: pensaban que el motivo de su enfermedad era la actividad que desarrollaban allí durante toda su jornada… Aquel día el edificio desprendía un resplandor oliváceo: había caído una fina lluvia, y su fachada parecía perlada de sudor.

Se abrió paso para salir de allí con un cigarrillo en la boca. Es un hombre corpulento: no hay más que ver cómo se abren de golpe las puertas automáticas para dejarlo pasar, como asustadas. Hombre macizo, pálido, cuya carne presentaba la apariencia correosa de la pasta fría, Clint hacía gala también de la irracional fuerza de sus pesados huesos. Seguía triunfando en las ásperas peleas que mantenía en los arcenes de las carreteras, en las áreas de servicio y los aparcamientos de los restaurantes, con sus contorsiones y sus traspiés, con sus patadas fallidas y sus puñetazos en el aire. Las reyertas de Clint siempre eran a propósito del Código de la Circulación: heréticas, por opuestas a las interpretaciones canónicas. Porque Clint era siempre el maniqueo.

– ¿Puede prestarme una moneda, señor? -le pidió el hombre que llevaba un rótulo que decía SIN TECHO. Era una pregunta cargada de ironía, pues conocía a Clint y sabía que éste nunca daba limosna.

– Sí, gracias. Lo estás haciendo muy bien. Sigue así: mantén caliente la acera.

Si alguien hubiera visto el jeep de Clint por el espejo retrovisor de su propio coche, habría creído que un Airbus estaba aterrizando tras él. Clint necesitaba un coche grande, porque se pasaba como mínimo cuatro horas diarias en él lleno de rabia en los viajes de ida y de vuelta entre Foulness, [6] cerca del Southend, donde tenía una casita adosada, y el diario.

Smoker vivía solo ahora. Jamás le había resultado fácil iniciar, y no digamos ya mantener, una relación satisfactoria con una mujer. Su penúltima amiga había puesto fin a la relación porque, aparte de otros defectos, en su opinión, Clint era «una mierda en la cama». Su sucesora, cuando le llegó el turno de romper la relación, lo expresó de forma muy parecida, aunque con menos palabras (y letras): Clint, según ella, era «un pichacorta». Eso había ocurrido un año atrás. Clint Smoker: un pichacorta. Aquello no contribuyó a reforzar su autoestima sexual. A partir de entonces recurrió a las chicas de alterne, con citas en diversos hoteles de Londres, pero incluso estos contactos distaban mucho de transcurrir sin problemas. La verdad era que, en lo que se refería al amor, a la vieja historia de siempre (y él mismo hubiera dicho que había que encararlo francamente), Clint Smoker tenía un pequeño problema.

La casita adosada de Foulness. Era una situación ridícula. Tenía dinero suficiente para cambiar de casa. Pero aquel año de privación de una presencia femenina había reducido su vivienda a un estado de insoportable suciedad. Era asombroso que aún mantuviera limpia su propia persona. (De hecho, el baño era la única dependencia de la casa que aún no estaba indescriptiblemente sucia.) No era capaz de quitar tanta mugre. Y tampoco podía venderla en aquel estado. Hubiera debido atrancar las puertas y ventanas con tablas y abandonarla. La mugre ejercía una influencia, una parálisis, una nostalgie… Y, aparte de eso, la casa estaba saturada también de pornografía en todas sus formas.

Clint se encaramó al asiento del conductor de su Avenger negro. Pesaba ahora cuatro toneladas, y alcanzaba una velocidad punta de doscientos cincuenta kilómetros/hora.

Poco tiempo atrás, Clint había recibido una nota de una mujer joven. No iba dirigida a él, sino a la Tía Cachonda del Lark. Y empezaba así: «Querida donna: sinceramente… ¿qué es todo ese jaleo a propósito de los orgasmos? Yo no he tenido ninguno, y no lo necesito.» Clint respondió personalmente a la firmante «k», de Kentish Town, diciéndole que encontraba sus puntos de vista «de lo más alentadores». Ella le había respondido: diálogo. Ah, e-amor, e-eros, sentimentalismo facilón; e-soy joven y estoy muy buena y e-soy joven y estoy muy bueno; ah, e-ligue en Internet… Lo que usualmente había en una relación así (y Clint lo sabía) era pura vanidad y quimera, algo inexistente, incorpóreo: una burla carente de realidad. Pero en esta ocasión algo le dijo que la tal «k» era una mujer con fundamento.

La suela de los zapatos deportivos de Smoker pisó el acelerador. El Avenger llevaba sólo unas semanas fuera de la tienda del concesionario, pero ya se parecía al dormitorio de la adosada de Foulness. Olía a coche nuevo y a hombre viejo. Clint estaba gritándole ahora al camión al que quería adelantar. Esperaba sinceramente que la serpenteante fila de escolares que atravesaba el paso cebra unos metros más adelante no estuviera ya allí cuando él lo cruzara como una exhalación.


Poco más tarde, Sintecho John regresó a casa, con su rótulo de SIN TECHO. Solía dejarlo apoyado contra el armario mientras dormía. Y lo dejó ahora apoyado contra la mesa mientras la madre de Sintecho John le preparaba el desayuno.

– Te encanta ese cartel, ¿verdad? -le preguntó su madre.

– Es que está muy bien hecho. La mayoría de los que los llevan lo escriben con bolígrafo en un trozo de cartulina. Y es deprimente, de veras. Ni siquiera se lo llevan a casa consigo. Lo tiran, y a la mañana siguiente hacen otro nuevo. Yo no podría hacer eso. Mi rótulo es como una bocanada de aire fresco.

Y era cierto. El rótulo de sin techo de Sintecho John era un rótulo aburguesado. En la madera clara había pintado un sol amarillo, una luna blanca y estrellas plateadas; luego, debajo, la palabra sintecho, en mayúsculas y con comillas: «sintecho».

– Me gustaría que no lo llevaras, ya sabes -dijo la madre.

– Es sólo un trabajo de verano, mamá.

– Ese letrero…

– ¿Qué pasa con mi letrero?

– Todo el mundo te ve llegar por la calle silbando, con tu rótulo de sin techo y la llave de la puerta de casa. Te sientas aquí a tomar el té sin soltarlo. Me hace sentir como si esta casa no fuera un hogar.

– Yo haré que te sientas en casa en un minuto. No seas tonta, mamá. ¡Pues claro que es un hogar! El letrero es sólo mi herramienta de trabajo. Y por eso soy una estrella fuera de aquí: un fuera de serie. Gané un dineral la semana pasada.

– Y oí que te llamaban «Sintecho» en el pub.

Se le ocurrió una idea. La estimación en que tenía su cartel, ya muy alta, subió un nuevo escalón:

– Mira las comillas, mamá. Pregonan que no soy «realmente» un sin techo.

La madre de Sintecho John estaba adoptando una expresión de apesadumbrada súplica. Le dio una palmadita en la cabeza y le dijo:

– No te quedarás si llueve, ¿verdad, cariño?

– No, mamá. Volveré a casa.

Y lo haría. Enarbolando bien alto su letrero bajo la lluvia.


14 DE FEBRERO (9.05 A. M., HORA UNIVERSAL)

101 HEAVY

En el aeropuerto de Heathrow cargaron el cadáver en la bodega del vuelo 101 de CigAir, con destino a Houston, Texas, Estados Unidos. El fallecido se llamaba Royce Traynor. El 11 de febrero el veterano magnate del petróleo paseaba por una calle en Kensington cuando una teja de pizarra del tamaño de una página de periódico se desplomó sobre él como una guadaña. Murió en la ambulancia, en los brazos de Reynolds, su esposa durante cuarenta y tres años. Reynolds iba sentada ahora en un lugar bastante más atractivo del avión, el asiento 2B. Bebía, llorosa, su segundo Buck’s Fizz y aguardaba el momento en que el comandante del aparato apagara el letrero de no fumar.

De los 399 pasajeros y tripulantes de aquel vuelo de diez horas de duración, Royce Traynor era el único que no sentiría ninguna molestia durante el viaje.

CAPÍTULO SEGUNDO

1. EL TRASLADO A TRAUMATOLOGÍA

La pequeña Billie Meo pasaba por Urgencias con tal fascinación que el suelo de linóleo a cuadros se tensaba para sentir el peso de sus pasos. Sus zapatillas deportivas eran de suela plana, pero en alguna parte de ella se advertía la sensación de caminar de puntillas: en sus pantorrillas, tal vez. Russia Meo, cuando llevaba de la mano a su hija, percibía la mínima levitación de una ansiedad inquisitiva cada vez que, a su alrededor, se agachaban rostros que semejaban pertenecer a distorsionadas estatuas, se alzaban, se inclinaban, se volvían. Y los ruidos…, y el olor.

Eran ya las nueve cuando Russia telefoneó a la policía e inició su ronda de llamadas a los hospitales. Y casi las diez cuando se enteró de que su marido había sido ingresado en el Hospital de St Mary con un traumatismo craneal cerrado que, en principio, se consideraba leve…, en oposición a grave. Para entonces, Billie ya se había contagiado de la agitación de su madre, y a Russia le pareció que no tenía más elección que la de acceder a que la niña la acompañara. (El bebé, Sophie, llevaba ya horas pacíficamente dormida, con la naricilla vuelta hacia arriba.) Russia se había animado a sacar el coche, aunque ya se sentía como un conductor que cruza un tramo de hielo negro: sin ninguna adherencia a la carretera y muchas futuras curvas que negociar para llegar a su realidad siguiente. Pero eso sería adelantarse, porque la tarde se había convertido en un túnel y ahora sólo había un futuro posible: el del hospital. Era consciente de que su cuerpo estaba siendo sedado internamente, de que el tiempo se había retardado en su defensa. Al igual que Billie, se encontraba en un estado de curiosidad alucinógena. Aparcó el coche al otro lado de la calle, bajo el edificio donde había dado a luz a sus dos hijas, y entró luego en la zona de recepción, donde familias enteras y familiares sueltos aguardaban sentados en taciturna vigilia, con algunos grupos erguidos y tensos y otros despatarrados en actitud de abandono como pasajeros de un vuelo retrasado doce horas.

Se dice «hospitalizado», pensó, no en el hospital, ni en un hospital. De la misma manera que uno está encausado, encarcelado o acuartelado. ¿Qué tenían en común las correspondientes instituciones? Algo que ver con el cumplimiento de un destino… Billie sólo había estado hospitalizada en dos ocasiones: la primera, al nacer y, más recientemente, cuando resultó que había ingerido medio frasco de paracetamol líquido. También aquello había ocurrido de noche. De hecho, Billie estaba llegando a la conclusión de que la visita al hospital era algo que ocurría automáticamente si lograbas permanecer despierta hasta muy tarde.

En esta ocasión las encaminaron a Traumatología.


– Un traumatismo craneal -les explicó el médico que estaba de guardia en Cuidados Intensivos- entraña una secuencia de hechos. Hablamos de tres lesiones. La primera se produce en los primeros segundos; la segunda, en la primera hora; y la tercera, en los primeros días, o semanas, o meses. Su marido, Alex, ha superado la primera lesión. Mi tarea más inmediata es impedir que se produzcan la segunda y la tercera lesiones. Por lo visto, estuvo inconsciente durante dos o tres minutos.

– Yo creía que más de un minuto…

– Tres minutos no es el fin del mundo. Aunque en la ambulancia no pudo recordar su apellido ni su número de teléfono, estuvo lúcido mientras lo trasladaban. Su tensión arterial fue normal. Así que el cerebro no se vio privado de oxígeno…, lo que habría provocado la segunda lesión. Por otra parte, mostraba una respiración fuerte y regular. Cuando la respiración es irregular o débil en presencia de una ventilación adecuada, el pronóstico es, invariablemente, grave.

Algunos médicos desconfían del poder que ejercen. Otros se sienten capaces de deslumbrar gracias a él. El doctor Gandhi (satánicamente apuesto, en opinión de Russia, pero que ya comenzaba a encorvarse tras haber alcanzado la mediana edad) era, casualmente, un médico del segundo tipo. Se sentía gratificado, animado incluso, al ver cómo la gente escuchaba con atención y mirada implorantes lo que les decía. Tenían razón en hacerlo, y era natural que lo temieran y lo amaran: era su intérprete de la mortalidad. Algo que él dispensaba o que negaba… Billie estaba en la sala de juegos contigua. Russia podía oírla desde allí. También la niña parecía respirar con profundas espiraciones y después retenerlas; jadeaba y suspiraba mientras unía y desmontaba los Sticklebricks [7] de plástico.

– Alex estuvo razonablemente lúcido en la ambulancia. Para cuando lo examiné, hablaba de forma incoherente. Aquello no me desanimó. Disfrutaba de una movilidad obediente, y sus ojos respondían con normalidad a la luz. En el espacio de una hora, su baremo en la escala de Glasgow pasó de nueve a catorce, a sólo un punto del máximo. Los rayos X revelaron que no existía ninguna fractura. Y, lo que aún es mejor, el tac mostró una contusión, pero sólo un derrame mínimo…, que hubiera podido ser la tercera lesión. Le administré un diurético por precaución. Esto deshidrata y, así, encoge el cerebro -dijo el doctor Gandhi alargando la mano y cerrándola-. Está en Cuidados Intensivos ahora. Duerme y respira con normalidad, y controlamos todas sus constantes.

– ¿Y eso bastará?

– … Señora, el cerebro de su marido ha sufrido una aceleración. El tejido blando ha impactado contra su estuche: el cráneo. En la zona frontal inferior del cerebro hay protuberancias óseas… ¿Para qué son? Nadie lo sabe. Se diría que para castigar la cabeza herida. Cuando el cerebro sufre una aceleración así, se desgarra y rompe al chocar con este rascador. Puede haber células nerviosas dañadas o, al menos, aturdidas temporalmente. El cerebro, según creemos, intenta restaurar la falta de esas células empleando otras de repuesto en un proceso de reorganización espontánea. Pero esto puede requerir tiempo. Y hay multitud de posibles efectos colaterales. Dolor de cabeza, fatiga, dificultad de concentración, falta de equilibrio, amnesia, labilidad emocional. ¿Labilidad? Tendencia a la inestabilidad. Dígame, señora Meo, ¿cuál de estas cuatro características describe mejor el temperamento de su marido: sereno, apacible, irritable, difícil?

– Oh, apacible.

– Pues tiene que esperar, en las próximas semanas, una tendencia a la dificultad. ¿Querrían usted y… Billie ver un instante a su marido? Le han administrado un relajante muscular ahora. Le sugiero que no lo despierten. Hace una hora mi compañero trató de explorar sus pupilas con un rayo de luz. ¡A Alex no le hizo ninguna gracia!

Cuidados intensivos daba la impresión de hallarse en un submarino o en el interior de una vieja nave espacial; oscuros compartimentos donde zumbaban y latían importantes artilugios: electrocardiógrafos, jadeantes ventiladores…; el agitarse de la vida y la muerte en sus figuras y sombras. Una sonriente enfermera descorrió la cortina. Y pasaron sin hacer ruido.

Cuando vio a su padre, Billie le dedicó su característica expresión de cariño, pero esta vez había una nota dolorida en su voz. Sintiendo un nudo en la garganta, Russia se apresuró a agacharse y levantó a la niña en brazos.

Lo tenían acostado en un ángulo más agudo de lo que se esperaba. El grueso collarín blanco que llevaba y la forma como estaban remetidas las sábanas alrededor de su cuello hacían imposible evitar la impresión de verlo emerger lentamente de las profundidades de una taza de váter, y luego estaban los cables conectados a su cuero cabelludo.

– ¿Por qué no despierta?

– Está dormido -le susurró su madre-. Se ha hecho daño y está dormido.

De repente sus ojos se abrieron y los fijó en ella. Sintió como una sacudida hacia atrás: ¿qué era aquella mirada? ¿Acusación? Pero al instante siguiente su mirada se desenfocó, y sus párpados se cerraron despacio, obedeciendo al torpor inducido por el medicamento.

– Tírale un beso para que se mejore -dijo Russia.

Al volver a pasar por Recepción, con aquel leve pasito suyo que parecía de puntillas a pesar de no llevar tacones, Billie levantó la vista hacia su madre y dijo con una satisfacción difícil de sondear:

– Papá está diferente.


– Cuente hacia atrás desde cien, bajando de siete en siete.

– Cien… Noventa y tres. Ochenta y seis. Setenta y nueve. Setenta y dos. Sesenta y cinco. Etcétera.

– Muy bien. ¿Qué tienen en común un pájaro y un aeroplano?

– Alas. Pero los pájaros no se estrellan.

– ¿Recuerda usted el nombre del primer ministro?

Xan lo mencionó.

– ¿Cómo se llama la princesa heredera?

Xan citó su nombre.

– Voy a pedirle que memorice tres palabras. ¿Querrá hacerlo? Son: perro, rosa, realidad… Dígame ahora. ¿Cuáles eran?

– Rosa. Gato. Realidad.

Su estado lo hacía sentirse como en el siglo XXI: una etapa de la que uno quiere despertar…, dejarla atrás y espabilar de una vez. Ahora estaba viviendo un sueño dentro de un sueño. Y los dos eran pesadillas.

Aquella mañana, en presencia de Russia, habían trasladado a Xan de la unidad de Cuidados Intensivos a la sala de Traumatología Craneal. Se había ganado unos elogios (que le parecían insultantemente excesivos) por haber caminado lentamente siguiendo una línea más o menos recta, por haber subido un tramo de escalera sin más ayuda que la del pasamanos, por haberse peinado torpemente y lavado los dientes, y por haber conseguido meterse por sí mismo en la cama. Dar cuenta de un palito de pescado rebozado, empleando para ello tenedor y cuchillo, le valió nuevas felicitaciones. Era, en suma, un sueño, y no podía despertar de él. Pero sí podía irse a dormir, y lo hacía, y entonces dejaba de soñar.

A primera hora de la tarde todo resultaba un poco más claro. Eran catorce pacientes en la sala, y a todos ellos les habían partido la crisma en algún momento. Sus mentes habían retrocedido, en tanto que sus cuerpos luchaban por recuperar su edad. Las tareas más fastidiosas de mantenimiento del propio cuerpo, las que normalmente hacían que uno se entumeciera de inanición, eran jaleadas ahora como habilidades. Por ejemplo, la evacuación. Una visita al váter sin ayuda podía valerte una salva de aplausos por parte del personal y de todos los pacientes que eran capaces de aplaudir. (Incluso Sophie, a sus diez meses, sabía hacerlo: produciendo un ruidito menudo y casi imperceptible, sí, pero que rara vez dejaba de hacer.) Y luego había asimismo felicitaciones por logros mucho más importantes que el de ir solo al váter…, como el de que no se te escapara cuando no estabas en el váter. Dos camas más allá estaba acostado un hombre de setenta años al que ahora estaban enseñando a tragar. Y había otros, en diferentes puntos de la sala a los que se llegaba por diferentes caminos, que marchaban penosamente con sus chándals a la sala donde se hallaban los juguetes de madera o la piscina de fisioterapia. Y hasta dos o tres como él, los reyes sin corona de Traumatología Craneal, que eran virtuosos del cepillo de dientes y el peine, adeptos a los cordones de los zapatos y las hebillas de los cinturones, personas de gustos selectos: hombres renacentistas.

– ¿Sabe usted lo que es el NEO?

– Meo. Neo. No.

Near Earth Object: Objeto Próximo a la Tierra. ¿No ha visto el periódico? Hace que casi te dé miedo mirar la primera página, la verdad sea dicha. Llegará el día de San Valentín. Pero no se preocupe. Pasará muy cerca, pero no nos dará.

El día de San Valentín, pensó. No sería precisamente un buen día para aquella mujer en particular. Unos labios gruesos de rojo anaranjado sobre su tez pálida y sedosa, los revueltos cabellos de un matiz anaranjado también… Y, sin embargo, tenía «algo»…

– ¿Podría escribirme una frase? Cualquier frase.

Tendió a Xan un lápiz y un bloc de notas. Su interlocutora era una mujer de unos cuarenta años, psicóloga clínica, llamada Tilda Quant. Estaba razonablemente contenta ahora, en parte porque había dejado de intentar engatusar a un anciano para que escribiera la palabra él, y también porque de su nuevo paciente se hablaba en los periódicos, tenía relación con el mundo del espectáculo y era un individuo de cierta posición social. No era que Tilda se rindiera a la tradicional reverencia por la fama; se trataba de algo más subliminal e interactivo. Por el hecho de compartir la publicidad de su paciente, su exposición a la curiosidad general, ella sentía realzada un poco su propia importancia. Xan, por su parte, atribuía asimismo una gran significación al hecho de que Tilda Quant fuera una mujer, aunque por razones que aún no veía claras. Ella le dijo:

– «Jovencito emponzoñado de whisky qué figurota exhibe.» Veamos.

– Es un ejercicio -respondió Xan mientras escribía-. Una frase que se supone que contiene todas las letras del alfabeto.

– Sí, ya veo que usted es un buen mecanógrafo. ¿Y si le digo qwerty? Ya sabe… qwerty uiop.

– Oh, sí. Aunque pienso que la he escrito mal. La frase, quiero decir. No veo ninguna v en ella. Jamás me acordaba de escribirla. Ni siquiera antes.

– … ¿Dice usted que no recuerda… palabras como… violencia?

– Sí, sí. Es sólo que no quiero recordar la violencia de los últimos meses. Todo el proceso fue increíblemente violento. Le diré cómo me sentía. Pensaba: si pudiera encontrar a algunas personas muy mayores y sentarme cerca, tal vez no ocurriría nada malo por espacio de diez segundos. Entonces no me sentiría tan increíblemente frágil.

La mujer lo observaba con una nueva fascinación. Le preguntó:

– ¿De qué está usted hablando?

– De mi divorcio.

– Ah -exclamó ella, y tomó unas notas-. Yo llamaría a esto su primer chapoteo en una disfunción cognitiva. Una respuesta inadecuada a una pregunta que estaba claramente relacionada con la agresión.

– ¿La agresión? No, no recuerdo la agresión.

– ¿Recuerda aquellas tres palabras que le pedí que memorizara?

– … Gato. Un color, amarillo o azul. Ah, y realidad.


Fuera el sol se hallaba a una hora por encima del horizonte y pasaba de iluminar una cosa a otra, y de ésta a otra. Xan observaba cómo se movían las sombras: lo hacían, le parecía, a la misma velocidad que se movía la manecilla del minutero del reloj que había en la pared del despacho de la hermana, tras la mampara de vidrio. Fue un gran descubrimiento para él: que las sombras se movían a la velocidad del tiempo. Xan seguía pensando en su hermana muerta, Leda: hacía quince años que no la había visto, y, cuando fue a verla al hospital, ya no volvería a despertarse.

Llegó su esposa, acompañada de Billie, de la pequeña Sophie y de Imaculada.

Cuando las niñas se hubieron ido, Russia pidió que colocaran los biombos alrededor de su cama, y se tendió en ella vestida sólo con su braguita. La forma como lo hizo le trajo a la mente a Xan la frase «gobierno de mujeres»… [8] Respondió palpablemente a su calor, a su abrazo. Fue una sensación tranquilizadora, distante, pero pronto se sumó al dolor punzante de su cabeza y se perdió, entonces, en su agotamiento, su náusea y la sensación penosa de su herida. Le habría gustado dejarse llevar por una masa de agua en movimiento. Le habría gustado que las olas hicieran el amor por él.

Russia se había vuelto a poner su ropa y estaba a punto de marcharse. Xan parecía dormido, pero, cuando ella descorrió la cortina de plástico, él se incorporó en la cama y le señaló con insistencia al joven que se hallaba tendido en la cama contigua (y que no pareció agradecer la atención que le demostraba) diciendo:

– Ese chico de ahí… ¡es un cagón formidable! ¿Verdad que sí, hijo? No es…, bueno, no es nada del otro mundo al comer y al hablar… De momento. Pero a su forma de cagar no se le pueden poner peros. ¡Joder, cómo caga!


Xan se daba cuenta de que nadie esperaba seriamente que recordara su agresión. Cuando le preguntaban acerca de ella (el médico, la psicóloga clínica, las personas vestidas de paisano que lo interrogaban y enseguida quedaban satisfechas), les decía que no recordaba nada entre el momento en que entró en el Hollywood y cuando lo llevaron al hospital. Así se lo dijo a su mujer. Pero no era verdad. Lo recordaba muy bien. Y lo recordaba tal como le habían prometido que lo recordaría: lamentándolo.

A quien me haga daño, pensaba (durante todo el día), le haré daño. Le haré más daño, con mayor dureza. Si alguien me hace daño, haré daño, haré daño.

2. CARGARSE A BERYL

Mal Bale, que medía un metro ochenta y cinco a lo largo y otro tanto de circunferencia (tenía más o menos las dimensiones de una cabina de aseo público), marcó cuidadosamente un número en su teléfono móvil (que no era mayor que una caja de cerillas, y lo obligaba a pulsar las teclas con la uña de su dedo meñique). Dijo a su patrón:

– Deberíamos ser dos aquí. ¿Hacer de guardaespaldas de ese cabrón? Vienes de los lavabos de caballeros y te lo encuentras magreando en grupo a una camarera…, él solito… No, hombre… Sólo te he llamado para quejarme. En realidad no se porta tan mal esta noche, por su lesión: yo diría que lo frena un poco. Y el periodista está con él ahora, y se ha calmado un poco… ¿Sí? Gracias, hombre. Te lo agradezco.

Mal se refería, en primer lugar, a Auto de Choque Ainsley Car, el delantero del equipo de fútbol de Gales lesionado. Car, que fue uno de los jugadores con más talento de su generación, estaba ahora hundido hasta el cuello en las horas más bajas de su carrera, y eso a pesar de tener tan sólo veinticinco años. Hacía tres que había representado a su país (y tres meses desde la última vez que su club lo había alineado). El periodista en cuestión era Clint Smoker, del Morning Lark.

El noventa y nueve coma nueve por ciento del trabajo de un guardaespaldas profesional consiste en una única actividad: fruncir el ceño. Lo frunces por esto, lo frunces por lo otro. Lo frunces de esta manera, y también de esta otra. Tiene que parecer que estás alerta, y por eso estás frunciendo el ceño todo el rato. Algunas mañanas te despiertas pensando: «¡Joder! ¿Quién me sacudió anoche?» Como si tuvieras magullado el entrecejo. Sin embargo, nadie te pegó. Es de tanto fruncirlo… Pero con Car era diferente. Normalmente, un guardaespaldas protege a su cliente del mundo exterior. En el caso de Ainsley, tenías que proteger al mundo exterior de tu cliente. Mal Bale, que había sido contratado por el representante de Car, se hallaba en la barra del Cocked Pinkie, frotándose los ojos como un niño. De momento no le harían fruncir el ceño. De momento le harían bostezar…, como preludio de una acción más concreta. Es curioso, pensó Mal. A Ainsley se le puede controlar con facilidad hasta que llega su cambio de personalidad a eso de las seis. Entonces, basta que se meta por el gaznate media clara para que se transforme en otro hombre. Sus ojos lo delatan.

Ainsley y el tal Clint se habían sentado en un reservado, a hablar de negocios. El cuarto cóctel de Ainsley parecía un Knickerbocker Glory…, con una sombrillita infantil sobresaliendo de la copa. Tenías que respetarlo como jugador, reconoció Mal para sus adentros. Y Mal, en sus primeros tiempos (que eran, en realidad, otra época), había sido un leal hincha de su West Ham nativo: la bandejita de cerdo agridulce en el tren nocturno a Sunderland, las frenéticas y jadeantes carreras por King’s Road, las monótonas comparecencias ante el tribunal en Cursitor Street… Hasta que después, cierto sábado, cayó sobre él la desilusión en Upton Park. Era la media parte, y dos mascotas evolucionaban en la esquina donde estaba su grupo de hinchas; eran dos figuras rechonchas, casi esféricas, que representaban, respectivamente, un cerdo y un cordero. De pronto el cerdo le da un golpe al cordero y éste se lo devuelve. Era cómico al principio, con los dos pegándose el uno al otro y cayendo al suelo. Parecía formar parte del espectáculo, pero no era así. El cordero había caído de espaldas y agitaba los brazos como un escarabajo enloquecido. Y el cerdo le pegaba con el banderín del córner…, y se oían los gritos de los hinchas, y había sangre en el vellón del disfraz… Hasta aquel momento, Mal se había considerado divertidamente mentalizado para la gresca que seguiría al encuentro; pero enseguida se dio cuenta de que todo aquello había acabado. Acabado. Era algo que tenía mucho que ver con la violencia y las categorías. No podía expresarlo con palabras, pero no volvería a pelearse por pura diversión. Había sido padre por primera vez hacía poco: es posible que eso tuviera también algo que ver. Se enteró más tarde de que el cordero llevaba tiempo tirándose a la chica del cerdo, por lo que -y ésa fue la opinión definitiva de Mal-, obviamente, tuvo su merecido.

Miró su reloj: las siete y cuarto. Darius, su relevo, se presentaría a las diez.


– En los dos últimos años, Ainsley Car y el Morning Lark han gozado de una relación especial -decía Clint Smoker-. ¿No es un hecho?

Ainsley no lo negó. Durante sus años en la cumbre se había sincerado con una serie de diarios de gran circulación acerca de sus juergas y sus programas de desintoxicación, sus accidentes de coche debidos a la embriaguez, los hoteluchos que frecuentaba y las jóvenes aspirantes a estrella que se tiraba. Pero eso ocurría en los tiempos en que, con una simple finta de su hombro y un regate con su bota, Ainsley podía herir a toda una nación al mismo tiempo que exaltaba a la suya. Pero ya no estaba en su mano hacerlo. Ahora hasta sus actos condenables eran nimiedades.

– En la vida de todo atleta -estaba diciendo Smoker en voz alta y aparentemente objetiva- llega un punto en que tiene que darse cuenta de sus limitaciones y considerar la seguridad financiera de su familia. Tú has llegado a ese punto…, o eso es lo que nos parece en el Lark.

No…, ya no podía seguir haciéndolo; no en el campo, al menos. En su anterior condición, Ainsley era un futbolista por todos los poros; incluso cuando aparecía de esmoquin, en alguna ceremonia de entrega de premios…, si se daba la vuelta, uno hubiera esperado ver su nombre y su número cosidos en su espalda. Pelirrojo, ojos pequeños, la boca abierta… En el dialecto del clan, era escurridizo (es decir, de baja estatura) y combativo (es decir, marrullero), pero poseía indudablemente un cerebro futbolístico. No tenía un espíritu cultivado o educado…, pero su pie derecho lo estaba con creces. Luego al muchacho todo le salió mal. Aún conservaba su agresividad, pero había perdido todos sus reflejos. Ahora, habitualmente, Ainsley era retirado en camilla del terreno de juego antes de que el balón hubiera salido del círculo central: lesionado al intentar lesionar a un contrario (o a un compañero del propio equipo, o al árbitro). La entrevista en profundidad más reciente que le había hecho el Lark hablaba del «momento de locura» que se había apoderado de él en un encuentro benéfico, cuando, apenas comenzaban a apagarse las vibraciones del silbato inicial, Ainsley cargó violentamente contra Sir Bobby Miles, el ex extremo del equipo de Inglaterra (que a la sazón contaba sesenta y seis años de edad): fractura de pierna para cada uno.

– Me quedan años, hombre -dijo Ainsley amenazadoramente-. ¿Sabes dónde tengo lo que me permite aguantar el ritmo? -Y se dio dos golpecitos en la sien-. Aquí. Esto sigue funcionándome. Aún lo tengo en condiciones.

– Seamos realistas, Ains… Ya no volverás a vestir la camiseta de Gales. Te queda un año en primera división, y te lo pasarás en el banquillo. No te renovarán. Tendrás que bajar de categoría. Y en un par de temporadas te estarán haciendo trizas en tercera división.

– Yo no tengo madera de suplente, hombre. Y no pienso jugar para un cochino equipo de tercera. ¿Sabes quién se interesa por mí? ¡La Juventus, nada menos!

– ¿La Juventus? Debe de ser por tus recetas de pasta, Ains. Escucha… Eras, repito eras, el jugador más prometedor que he tenido el privilegio de ver en acción. Cuando tenías el balón en los pies y pisabas el área… ¡Joder! Eras increíble. Pero todo eso ha pasado a la historia, y es lo que hace que te sientas frustrado. Por eso estás siempre en el hospital antes de llegar a la media parte. Tienes que confiar en que el Lark mira por tus intereses.

– La gente -replicó Ainsley con amarga gratitud- siempre querrá a Ainsley Car. Aprecian a su Auto de Choque, amigo. Eso es así. Sigue siendo así.

Parecida a un hongo obviamente no comestible, la lengua de Clint se desbordaba fuera de su boca y trataba de lamer las esposas que colgaban de su nariz. Finalmente, dijo: -Estás acabado, Ains. Has llegado al final. Estás en las últimas. Tienes esa fastidiosa lesión cerebral que se llama autodestrucción. Estás gordo, amigo. Y sudas demasiado. Fíjate en tu pecho. Lo tienes como en un concurso de camisetas mojadas. Y la alianza que llevas en el dedo, cada semana que pasa te aprieta más. Lo que me lleva a mi siguiente punto…

En este momento, como su sadismo respondiera más plenamente al masoquismo que advertía en Car, hizo una seña al camarero y le dijo:

– ¡Raymond! Tráele otra copa al Tetas.

Smoker hizo una pausa. Aquella noche experimentaba un optimismo poco habitual en él…, perjudicial, tal vez, para sus habilidades diplomáticas. En el bolsillo interior de su holgado traje negro tenía bien guardado un tentador e-mail de «k», su corresponsal en Internet. Respondiendo a una pregunta de Clint: «¿Qué papel piensas que desempeña el sexo en una relación sana?», «k» había escrito: «1 pkño. ¿Nos hemos vuelto to2 completamte locos? Mantengamos el sentido de las proxciones, X D… Debería ser sólo la última cosa de la noche, el preludio natural del sueño. Nada de esas terribles sesiones. Yo encuentro que normalmente ayuda meterse entre pecho y espalda unas cuantas copas… ¿Y tú?» Al leer esto, Smoker se había dado tardíamente cuenta de que sus relaciones más duraderas y satisfactorias las había tenido siempre con dipsómanas. O, por decirlo de otra manera, que le gustaba practicar el sexo con mujeres bebidas. Parecían existir tres razones para ello. Una: que todas se comportan estúpidamente. Dos: que a veces pierden el conocimiento (y entonces sí que puedes disfrutar realmente con ellas). Tres: que de ordinario no recuerdan si das un gatillazo. Todo eso te quita presión. Puro sentido común.

– En el Lark pensamos que en ti queda todavía una gran historia. El reto que se nos presenta ahora es, a nuestro entender, sacar el máximo partido de esa historia. Hemos estado estudiando diferentes maneras de darla a conocer de forma que suscite el interés de todos y quieran escucharla. Y esto es lo que queremos que te plantees: cargarte a Beryl.

– ¿Cargarme a Beryl?

– Cargarte a Beryl. Y tirarte a Donna.

Beryl era la novia de Ainsley desde la infancia. Se habían casado cuando los dos tenían dieciséis años, y Ainsley la había dejado dos semanas después, al día siguiente de su fichaje récord. Recientemente, en una ceremonia patrocinada en gran parte por el Morning Lark, la pareja había vuelto a casarse: una boda pensada para confirmar y consolidar la victoria de Ainsley en su batalla contra el alcohol. Capital para el simbolismo de aquello era el hecho de que Beryl, que no destacaba por ninguna otra cosa, era una mujer singularmente menuda. El propio Ainsley era el jugador más bajo de los equipos de primera división de la liga…, pero le sacaba un palmo de estatura. Desde el punto de vista periodístico, se pensaba que una esposa menuda apuntalaba los instintos protectores de Ainsley y su sentido de la responsabilidad, a diferencia de las esculturales rubias a las que siempre estaba persiguiendo, o con las que siempre andaba peleándose, en los garitos y bares clandestinos.

– Escucha mi plan -amplió Clint Smoker-. Tienes que arreglártelas para que Beryl vaya a verte a tu habitación del hotel en Londres a una determinada hora. El mismo día, antes, en un encuentro concertado por nosotros, eliges a la modelo del Lark que prefieras…, pongamos, por ejemplo, a Donna Strange…, y te la llevas a tu habitación, de manera que estés follándola cuando entre tu mujer. Donna se larga y tú le atizas a Beryl.

– ¿Por qué le atizo a Beryl? ¿Por qué no es ella la que me atiza?

– Pues porque ella no levanta un palmo del suelo. No. Vamos… Ella tendría que pegarte un bastonazo. -Smoker inclinó la cabeza hacia un lado y dijo imitando una voz femenina-: «¡Estabas haciendo el amor con esa modelo! ¡Me has traicionado con otra chica!» Todo esto y más por el estilo, quiero decir. ¿Cuánta mierda así vas a ser capaz de aguantar? Así que te cargas a Beryl.

La boca de Ainsley se abrió todavía más, ahondando así el pliegue entre su nariz y su frente.

– Te garantizo que todos los periódicos se ocuparán de esa noticia. Y nosotros daremos las tetas y el culo de Donna en las páginas una a cinco, y los ojos morados de Beryl de las páginas cinco a la diez, más una emocionante separata de ocho páginas del acusado en cuestión: el propio Ainsley Car.

– ¿Cuánto?

Smoker dijo una cantidad; una cifra impresionante.

¡Que todos los pasajeros vayan a la parte de detrás del avión! -gritó súbitamente Ainsley-. ¡Retrocedan! ¡Que ninguno se acerque! El jodido ántrax…, ¡este tipo tiene hepatitis G y una granada metida en el culo! ¡OH, DIOS MÍO! ¡ES LA TORRE! ¡ES EL BIG BEN, ES EL OLD TOM, [9] ES EL PALACIO DE BUCKINGHAM! ¡NO! ¡LO IMPOSIBLE! ¡OH, DIOS MÍO…, VAMOS TODOS A…!

Para entonces, varios camareros se acercaban corriendo a través del comedor, que se había quedado en silencio, y allí estaba Mal Bale, con las manos apoyadas en los hombros de Car, presionándolo para mantenerlo en su asiento, mirando a su alrededor y frunciendo el ceño.


Ya no hay tipos duros, pensaba Mal (esto se había convertido recientemente en un tema urgente a raíz del asunto con Xan Meo) cuando iba de camino hacia el bar dos horas más tarde, ahora están todos chiflados. Chiflados drogatas. No hay más que fijarse en Snort. En el fulano ese, Snort.

Cuando llegó al bar y se incorporó al círculo de los bebedores, Mal se volvió. Darius había sido puntual. En aquel momento, iba por su primer zumo de arándanos, Smoker daba cuenta de su tercer litro de agua mineral (temía por su permiso de conducir) y Ainsley estaba en su noveno cóctel. Con sus más de dos metros de estatura, Darius, adventista del Séptimo Día, parecía estar teniendo algún éxito en atiborrar a Ainsley de panecillos.

Pero allí estaba Snort. Sin ninguna botella a su lado. Tras el asunto de Xan Meo, Mal le había dado a Snort lo convenido (cuatrocientas libras en metálico) y le había dicho:

– Jamás volveré a emplearte, amigo. ¿Estamos?

Snort se había limitado a bajar la mirada. Y Mal había añadido:

– Sigues bebiendo, ¿no? Supongo que pensaste: «Fastidiaré el asunto, pero cobraré el dinero y me largaré.» Deberías tener un poco de eso que llaman orgullo, muchacho… Tendrías que tragarte una píldora de orgullo.

Pero ahora ya veis: ni una sola botella a su lado. Sólo drogatas chiflados. Haciendo teatro, además. Snort presume de ser un veterano de las SAS, pero todos los que andan metidos en esto dicen que lo son.

A Mal se le había unido ahora el periodista aquel del Lark, Smoker, quien estaba mirándolo con curiosidad, como calculando el precio de su traje.

Smoker pretendía hablar en voz baja, pero su voz no tenía condiciones para ese registro.

– ¿Eres del oficio, moreno? -preguntó.

La primera cosa que Mal tenía que averiguar era si estaban jugando con él. Apenas sabía de la existencia del Morning Lark (y le habría escandalizado su contenido), pero conocía bastante bien a Clint a través de la relación con Ainsley Car y desde la época en que Mal estuvo representando durante seis meses a unas famosas modelos de topless y concedió entrevistas a diversos periódicos, entre ellos al Lark. No parecía peligroso, así que Mal transigió y dijo:

– No sé nada del oficio. Trabajo como guardaespaldas, amigo.

– Pero tú, en tus tiempos, hiciste un poco de esto. Deja que el Lark se ocupe ahora de sacarlo adelante.

– Sí, bueno… Es verdad que hice algunas cosillas. ¿Me invitas a una jarra de Star? Podría haber progresado en el oficio. Pero no tenía el temperamento necesario.

Clint entornó calmosamente los ojos, y dijo:

– Sin embargo, has tenido tratos con peces gordos. Escribiste en letras de molde que habías trabajado para algunos de ellos.

– Sí. Bueno…, conocí a unos cuantos en mi época. Ah, gracias.

– Veamos si este nombre significa algo para ti.

– Adelante, pues -asintió Mal bruscamente, al tiempo que echaba hacia atrás la cabeza e intentaba remojar su gaznate con unos cuantos sorbos de su primera bebida de la noche.

– Joseph Andrews.

Mal resopló emitiendo un surtidor de espuma, y hundió enseguida la cara en su vaso de vidrio.

– ¡Ten cuidado! -exclamó Clint, que se sacudió la cerveza de la frente y le dio una palmada a Mal en la espalda con la mano manchada de espuma-. Sí… ¿Te enteraste de lo que le hicieron a ese tipo, Xan Meo? Un amigo mío lo presenció. Dijeron que lo hacían para saldar una cuenta que tenía con Joseph Andrews. A estas horas debe de andar vendiendo la historia a los periódicos.

Ya salió a relucir, pensó Mal. Ya se ha destapado el asunto.


Hacia medianoche, Ainsley Car pidió sus muletas.

Ya en la calle, Mal siguió con la mirada los esfuerzos del maltrecho delantero para avanzar por la pasarela, seguido por Darius. Más allá de ellos discurría el Támesis, con todas las luces de su historia. En lo alto, los húmedos tachones de las estrellas, las titilantes estrellas, aferradas al espacio-tiempo.

– Está borracho -dijo Clint desde detrás.

– No, ahora comenzará a recuperar energías. Necesita dar un paseo con las muletas. -Hacia las once, en efecto, Ainsley había entrado en un ciclo más lento, como una lavadora. En cualquier momento estaría de vuelta para trastabillar, caminar torpemente y temblar de arriba abajo. Mal consultó su reloj y dijo-: Ahora vendrá la comedia del submarino…

Y se oyó, en efecto, cómo Ainsley, mientras subía la pendiente, gritaba con voz grave y ferozmente tensa: «Todos los hombres del puente cinco pasen inmediatamente al puente cuatro. Todos los hombres del puente cuatro pasen enseguida al puente tres. Todos los hombres del…»

El coche de alquiler se acercó discretamente. Mal vio con pesar que el curso de Ainsley lo llevaría a pasar por delante del pobre infeliz que estaba sentado bajo una farola, con una perra en su regazo, o a pisarlo… Y aquel infeliz sin hogar no estaba en la situación del Sintecho John, que contaba con un lugar agradable al que ir: era un auténtico artista de aparcamiento y portal de tienda, un rebuscador de basura agazapado para desafiar su tercer invierno sin refugio. La perra tenía sangre de spaniel y el pelaje suave de un terrier. Él la acariciaba y le hablaba en voz baja y se entendía, en cualquier caso, con ella. Parecían más unidos que una pareja humana; la impresión que daban era de participar cada uno intensamente en el ser del otro. Era casi como si el perro fuera la fuerza del hombre, y la humanidad de éste surgiera, erecta, del animal que caminaba a cuatro patas.

Así que Auto de Choque se queda quieto apoyado en sus muletas y le pregunta:

– ¿Quieres cincuenta libras?

– … Pues claro que las quiero.

Saca un fajo prendido con un clip, y separa el billete.

– … Muchísimas gracias.

– Vale. Y ahora tengo que pedirte un favor, amigo. ¿Me prestas cincuenta libras?

– Preferiría no hacerlo, si te he de ser sincero.

¿Sincero? ¿Sabes lo que me dijo mi padre?

– ¿Qué?

– ¡Nada! El tío se largó cuando yo tenía un año. Pero mi madre… Mi madre decía que la caridad comienza por la propia familia. Y tú no eres de mi familia. Así que jódete -dijo Ainsley. Su voz vibraba…, toda su cabeza vibraba-. ¿Dónde tienes tu orgullo de hombre…?

– No todos hemos nacido con un talento como el tuyo. Tú eres un dios, eso es lo que eres.

Ainsley se volvió ahora inexorablemente a Clint Smoker:

– Y yo estaba allí firme, amigo. Muy firme. ¡El himno nacional! ¡Y el maldito rey allí mismo, justo encima del túnel de vestuarios, con lágrimas en los ojos! ¡Con la agilidad de una pantera, dejo a Hugalu sentado de culo, driblo a Straganza y le pongo el balón en bandeja a Martin Arris! ¡Las Torres Gemelas revientan! ¡De admiración, muchacho, de admiración!

– Eso nunca te lo quitarán, Ains -reconoció Mal.

La perra levantó la cara y miró al futbolista con castaños ojos de afecto.

– ¡Ven aquí! -la llamó-. Aguanta, hijo. Anda y que te zurzan, Ainsley Car. ¡Atrás todo el mundo! ¡Esto no es un perro! ¡Es una bomba de rabia! ¡QUE LOS PASAJEROS DE LOS ASIENTOS CINCO A DIEZ SE DIRIJAN INMEDIATAMENTE AL SEGUNDO PUENTE DEL SUBMARINO! ¡ESTO VA A ESTALLAR! ¡ESTO VA A ESTALLAR!

Luego, como dos atletas genuinamente entregados a una carrera por parejas, Ainsley inició su desesperado salto a la noche, con Darius siguiéndolo, primero caminando, luego a paso vivo y, finalmente, a la carrera.

Clint se quedó allí, lo mismo que Mal. Mal se preguntaba de qué humor encontraría a Shinsala al regresar a su piso. Cuando cerrara de golpe la portezuela del coche, mientras escuchara el chirrido de la cerradura, ¿sentiría en su pecho la disculpa del miedo? No un miedo físico, por supuesto, pero miedo al fin y al cabo. ¿Era un estado de ánimo el miedo?

– Podrías calcularlo matemáticamente -dijo Clint-. Dividiendo su semanada por su cociente intelectual. O algo así.

– Hombre, Clint…-dijo Mal, poniendo fin a sus pensamientos.

Smoker le ofreció una efusiva mirada de contrición. En los últimos treinta minutos se había operado un cambio de poder entre los dos hombres. En sus tratos previos con Mal, Clint había tendido a considerarlo un afable imbécil obligado a ganarse la vida con sus puños. Pero la ira masculina, el ardor masculino tan fácilmente traducible en violencia masculina, le había hecho reconsiderar aquella primera impresión. Clint se veía a sí mismo corpulento y fuerte, y allí estaban, además, para demostrarlo, tantas peleas suyas en las que siempre vencía. Pero la violencia de Mal era eficiente, profesional y, por encima de todo, justa; algo que Clint nunca podría rebatir. En aquel momento, el temor de Clint le parecía afecto…, afecto por Mal Bale.

– Clint, amigo… ¿Eres un hijo de puta?

– No, Mal. No soy un hijo de puta.

– Bueno… ¿Y qué pasa si me fallas?

– Bien… Obviamente aquí no ocurrirá el proverbial «se irá todo a la mierda». Es obvio.

– Si necesitas saber cuánto, telefonea a tu chico, Andy, hacia final de la semana. ¿De acuerdo?

– Sí, colega. Te deseo lo mejor, Mal. Que salga todo bien. Y cuídate, amigo.

Clint Smoker estaba riendo cuando se encaramó al puente de mando de su Avenger negro. Adrenalina: es un gran remedio. Y, al pisar el acelerador (en unos minutos todos sus pensamientos subsiguientes estarían dedicados por entero a las preocupaciones del motor), Clint comenzó a componer mentalmente un e-mail que empezaba:

«¿Ke tenéis que decir ahora del viejo kastaño kanoso…? ¿Importa el tamaño? ¿O el tenerlos bien puestos?»

3. EN EL TREN REAL

El rey no estaba en su tesorería, contando su dinero…, y la reina no estaba en el jardín, comiendo pan con miel…

Enrique viajaba en dirección al sur en el tren real. Aquel tren tenía un vagón oficina, un vagón para reuniones, un vagón sala de estar, un vagón dormitorio, un vagón comedor, un vagón cocina, un vagón de personal de servicio, un vagón de seguridad y un vagón de vigilancia. El soberano se encontraba en el vagón oficina, escribiendo su carta diaria a la princesa. Como casi todos los interiores que había conocido en su vida, aquélla era una estancia de líneas cambiantes: no habían dejado en ella nada en paz. Cada plano estaba lleno de estorbos ornamentales; las paredes estaban cargadas de cuadros y fotografías enmarcadas; las superficies planas infestadas de curiosidades y bibelots; y cada panel del techo insistía en resaltar su paisaje de nubes, su querubín, su madonna, su desnudo. Privado de la libertad de las dimensiones amplias, el tren venía a resumir la condición de la realeza: siempre estaba encima de ti y nunca te dejaba ser como eras.

Se producían frecuentes retrasos, largos y muy molestos, pero el tren real era, técnicamente, un tren sin paradas. En aquel momento sólo el rey sabía que iba a detenerse en un apartadero de Royston, cerca de Cambridge, para que se entrevistara con Brendan Urquhart-Gordon, quien decía ser portador de noticias buenas y malas.

«Mi querida hija», había comenzado la carta… Ahora siguió: «La visita a los leprosos fue más bien deprimente. Y, después, la pesadilla del vuelo de vuelta. Tuvimos turbulencias sobre el Canal, como siempre: muy bruscas en esta ocasión. Al aterrizar, fui derecho a ese centro de traumatología craneoencefálica, que resultó una especie de tortura medieval; te pasas horas escuchando a gente que apenas puede hablar y que te cuenta los maravillosos progresos que está haciendo. Luego, a primera hora de la tarde, marché al norte, en el tren.»

Hizo una pausa. Ir al norte había sido como un viaje a la depresión orgánica, un viaje a la noche y al invierno. Al principio eran sólo las obesas calderas de las centrales eléctricas, que añadían sus humaredas a la inmensidad gris. Más tarde el cielo se tornó de un negro borroso, con costurones brillantes. De vez en cuando incluso aparecería el sol, como el casco de un minero bajando por una chimenea. A las tres y quince encontraron la noche. Y, finalmente, el Kyle de Tongue ciñó su dogal de peñascos en dirección al Mar del Norte.

«No ha habido, por desgracia, ningún cambio en el estado de mamá», siguió escribiendo Enrique, con su elaborada caligrafía hecha todavía más trémula por el traqueteo de las ruedas. «Debo decir que ahora me resultan temibles estas visitas. Lo más descorazonador es que el rostro de mamá sigue sin experimentar ningún cambio, tan sereno y hermoso como siempre.» Se interrumpió con un estremecimiento. «El peluquero sigue atendiéndola una vez al día; le hacen la manicura una vez por semana y, por supuesto, se ocupan de “darle la vuelta” con frecuencia en la cama. Si no fuera por el fantasmal zumbido del respirador, uno esperaría que abriera los ojos en cualquier momento y dijera con su antigua jovialidad: “¡Oh, papá, no te sientes ahí! ¿Dónde está mi tetera?” Como he dicho a menudo, aunque haya habido casos de personas que han salido de un coma profundo tras haber permanecido en él periodos que han durado varios años, debemos continuar fortaleciéndonos para lo peor. El “equipo”, querida, puede quedar reducido de tres a dos, pero seguimos siendo un equipo, tú y yo, hija mía. Tú y yo. Nosotros dos.

»La presencia de los medios de comunicación…» Hizo una pausa. Y continuó: «… reduce y a la vez confunde los sufrimientos de uno. Por supuesto que me siento conmovido, por supuesto que me turba. Pero… ¿debo mostrar mis heridas a la cámara? ¡Y eso aun cuando se muestran de lo más respetuosos! “¡No temáis derramar una lágrima, majestad!” Le entran a uno ganas de vomitar. Cada vez siento más visceralmente que los medios son en esencia unos violadores que envenenan todo cuanto tocan.»

Hizo una pausa. ¿Cómo lo había expresado Bugger? «Debería advertírsele a la princesa», había dicho Urquhart-Gordon, «que tal vez se haya dado una filtración de su privacidad.» No, pensó Enrique: aún es demasiado pronto para eso. Y siguió escribiendo:

«Me parece que deberíamos tener una conversación sobre el tema y sobre la seguridad en general. Yo estaré ahí el sábado (5) y podremos tener una agradable charla en algún hotel que nos parezca conveniente.»

Venía luego un fantástico despliegue de diminutivos y palabras de afecto.

Después Enrique tocó el timbre reclamando la presencia de Amor.


En Royston el tren empezó a reducir velocidad. Enfrente, envuelto en una niebla fina y casi invisible, estaba el apartadero donde aguardaba ahora el providente Urquhart-Gordon con un solitario detective. Y un poco más allá un automóvil negro con su chófer. El tren se movía aún cuando Brendan se encaramó a él.

– Dame primero las malas noticias. Las buenas tal vez se deriven de ellas -dijo Enrique IX.

– La mala noticia, señor, es que la fotografía no es, en realidad, una fotografía -respondió Brendan, que compuso enseguida las finas líneas de su rostro animoso e inteligente-. Es un fotograma.

Se había retirado unos segundos para que Enrique se hiciera cargo de lo que aquello significaba. Y, en efecto, la cabeza del rey estuvo oscilando sobre su base como medio minuto antes de murmurar:

– De una película…

– Sí, señor. De una película.

Brendan escuchó el suspiro de Enrique: largo e inquisidor, con un gemido ahogado al final.

– De una DigiCam 5000 DVD, para ser exactos, señor.

– ¿Sabes, Bugger? Espero que ese cometa, o lo que sea, nos reduzca a todos a añicos.

– No nos hará añicos, señor. Si nos da, nos quemará a todos.

– Mejor aún. Fuego del infierno. No es menos de lo que nos merecemos.

Ahora Brendan observó a su monarca. Parecía una buena respuesta: en una vida tan encorsetada, tan predeterminada, tan cerrada a cal y canto…, se hubiera dicho que no había espacio para ninguna variación individual. Pero Enrique era una anomalía real coronada. A diferencia de su padre, Ricardo IV, de su hermano, el duque de Clarence, y de tantos otros varones de su linaje, Enrique no había pilotado reactores ni helicópteros, no había mandado rompehielos o dragaminas, adiestrado soldados, dormido en las literas de un submarino, simulado tácticas de evasión de aviones de caza o descendido en paracaídas sobre laderas montañosas. Tampoco compartía el entusiasmo de los suyos por la horticultura, la música, la caza, las bromas y las creencias religiosas orientales. Enrique se las había arreglado para pasar con una simple licenciatura de Geografía en Oxford, a la que siguió su inmersión en la vida de sociedad. Aun antes de acceder al trono, por supuesto, su agenda estaba ya plagada de «funciones», de las que después continuó esquivando y rehuyendo tantas como podía. Pero incluso un mínimo de ellas era ya un montón. Brendan pensaba que la mitad del secreto de la existencia regia radicaba en el hecho de que era increíblemente aburrida. Para contrapesar eso, te convertías en un hombre de acción; buscabas el peligro, el esfuerzo, los estados intensos. Y te ocupabas en cosas arcanas con obsesión enfermiza…, buscando cualquier cosa con que llenar tu espíritu. Pero Enrique no tenía nada de todo ello para defenderse. Simplemente, lo soportaba…, soportaba aquel aburrimiento como una dosis diaria de quimioterapia.

A diferencia de su predecesor del mismo nombre, aquel brillante príncipe del Renacimiento que se interesó por la astronomía, la teología, las matemáticas, la ciencia militar, la navegación, la oratoria, las lenguas antiguas y modernas, la cartografía y la poesía, a Enrique IX le interesaba ver la televisión…, o permanecer pasivamente delante del aparato encendido. Dos años atrás, Brendan hubiera dicho que el rey -cincuenta y un años entonces- estaba envejecido de puro aburrimiento. Pero, por alguna razón, su indolencia preternatural le granjeaba el afecto de las masas y a pesar de todo (de sus meteduras de pata, de su insensibilidad, de su insondable ignorancia) había sido siempre muy popular. Les gustaban su ceño fruncido, sus guiños, su tupé de color rubio arena. En la actualidad, su índice de popularidad había bajado un poco de su habitual setenta y cinco por ciento. Al público no le hacía gracia ver a su rey recorriendo pasillos de hospital y manteniendo conversaciones endiabladamente forzadas con enturbantados líderes de distintos grupos sociales. Querían ver cómo se ponía a dormitar enseguida en las carreras.

– Fui a su dormitorio -dijo vagamente Enrique-. Aún sigue siendo un zoo de juguetes de peluche. ¡Es todavía tan niña, Bugger…!

Brendan alargó la mano y abrió la cerradura de su maletín de acero.

– Hemos conseguido avanzar algo con relación al punto en que estábamos, señor. Creemos haber identificado el lugar.

– ¿El lugar?

– Vedlo vos mismo, señor.

De nuevo la fotografía, con el cuerpo de la princesa eliminado de ella con película correctora blanca. Aun reconociendo la conveniencia de aquella eliminación, la nívea blancura de aquel hueco en la foto le hizo sentir a Enrique un instante de ceguera. ¿Adónde habría ido a parar? Ocultada con trazos blancos como una momia, como un espíritu…

– Pensaba que tendríamos que empezar por recorrer todos los baños de todas las residencias regias…, buscando esa bañera, ese espejo, ese lavabo, alineados exactamente así. Pero los expertos han reducido brillantemente la búsqueda. Mirad, señor. A la izquierda de la princesa hay una pastilla de jabón en su jabonera.

Brendan hizo una pausa, dándole tiempo a Enrique para preguntar:

– ¿Me estás diciendo que es el único baño real con una pastilla de jabón en él?

– No, señor. -Brendan rebuscó en su maletín y al instante sacó de él lo que parecía ser un póster o una serigrafía de tamaño cincuenta por cincuenta, brillante hasta el extremo de parecer casi líquida y completamente blanca.

– ¿Y qué es esto, si puedo saberlo?

– La pastilla de jabón, señor. O, más bien, un detalle de ella: la estampación de su cara superior.

Enrique observó la cremosa superficie.

– Está bastante desgastada, señor, pero se ven los entrantes. Una flor. Tres pétalos unidos. La flor de lis. Es la marca que la casa real emplea en Cap d’Antibes. La princesa estuvo allí con vuestra majestad durante sus vacaciones en agosto. Y deduzco que fue entonces cuando fue sorprendida su privacidad.

– Es una curiosa manera de describir lo que yo considero un grave delito, Bugger… Pero, bueno… ¿Y ahora qué?

Brendan jamás había visto algo así: el rey asumiendo un aire auténticamente regio. Respondió, en consecuencia:

– Con vuestro permiso, majestad…, Oughtred y yo volaremos a Niza mañana.

– Traicionada… ¡Oh, pobre niña!

Los dos hombres escucharon cómo el tren se estremecía lentamente y volvía a arrancar… Brendan reflexionó. Naturalmente, la princesa Victoria ya había sido el tema de mucha controversia nacional. La primera se produjo cuando contaba apenas diecisiete días: una niñera despedida alegó que la habían echado porque la reina se negaba a seguir la práctica de alimentar al bebé cuando lo reclamaba, en vez de hacerlo a horas fijas. Seis meses después, de forma semejante, el país se vio dividido acerca de la cuestión de si la princesa estaba o no en condiciones de ser destetada. Y así sucesivamente. ¿Se le debía permitir que aprendiera a montar en bicicleta dentro de casa sin llevar casco protector? ¿Debía permitírsele ingerir comida rápida cuando iba de excursión con el colegio? ¿Debía haber lucido una minifalda así en la malhadada discoteca de Dunsinane? [10] Fue en esta etapa, tras haber cumplido la princesa once años, cuando Brendan se sobresaltó al detectar un carácter lascivo semiconsciente en su fijación nativa. No…, tal vez no lascivo, pero sí indecente, aunque de una indecencia no culpable. Cuando ella cumplió los doce años, se produjo un fuego cruzado de reflexiones sobre las discutibles virtudes a) de las compresas higiénicas, y b) del montar a caballo a la amazona…, en las que, por supuesto, jamás se mencionaba a la princesa. Pero podías intuir lo que se estaba forjando, construyendo; lo que estaba en el espíritu de la gente: que Victoria se hallaba en el límite entre la infancia y la edad núbil. Tanta preocupación, concentrada en el precioso himen de la princesa… Brendan pensaba que la relación entre los ingleses y las personas de la familia real era incestuosa y narcisista, pero esencialmente subliminal (por debajo de un umbral o limen). Allí todo era oscuro: un cielo sin luna ni estrellas.

– Encárgate de que reciba esto hoy, Bugger.

Enrique se puso en pie y fue a su escritorio donde, empleando un pincel de marfil y un platito de plata con agua, humedeció la goma del sobre que contenía su carta a la princesa, al que añadió el sello real con el anillo del dedo medio de su mano derecha.

Brendan recogió sus cosas. Primero la ampliación, la grotesca imagen ampliada al tamaño de un mantel de hule. Después la fotografía. Se alegró de no poder ver en ella el rostro de Victoria, con las pupilas en el ángulo superior izquierdo de sus ojos, que tanto lo turbaba. Creía saber lo que estaba haciendo la princesa en el momento en que fue tomada la foto: estaba escuchando.


El mapa en relieve de la flor de lis, ahora que no era más que un detalle: la marca del jabón. Porque…, ¿quién podría decirlo? Con una pastilla de jabón de ese tamaño, quizá pudiera lavarse toda la maldita ciudad…

Por los lados, el tren real cruzó el norte de Londres y continuó hacia el oeste.

Andy New lo vio pasar. Se hallaba en un lugar por debajo de la vía (su nuevo escondrijo para la hierba) y vio las ventanillas provistas de cortinas de los vagones, los blasones y emblemas. «¡Dinero de los contribuyentes!», pensó. Y no es que And fuera precisamente un contribuyente…

Era un camello: un vendedor de drogas y de pornografía.

Y era asimismo un anarquista, un alborotador callejero y un concienzudo asaltante de restaurantes de comida basura durante los tumultos contra la globalización. Dos años atrás, su pareja de hecho, Chelci, le había dado un hijo: el pequeño Harrison.

Tras saltar la verja, siguió camino arriba por la pendiente de detrás, respondiendo entretanto a la llamada de su hermano mayor, Nigel. Nigel había sido un cachondo en otros tiempos, pero se había vuelto del todo convencional y ahora estaba completamente muerto, como cualquier otro imbécil.

Nigel: No estarás traficando con esa mierda, ¿verdad?

And: Con vídeos y todo eso, claro. Pero no con esa porquería.

Nigel: Porque eso está muy mal visto. Eso es lo que pasa.

And: Definitivamente no es para mí.

Nigel: No es para nadie.

And: No me interesa en absoluto.

Nigel: Estoy preocupado por ti, And. Cuando fuimos en tren a Manchester…

Los dos hermanos habían viajado recientemente a Manchester para ver el partido de fútbol y hacerle una visita a su padre. El edificio del ayuntamiento envuelto en una especie de camiseta de malla verde, la radio de onda corta del taxista al paso por Britannia Ridgeway, Rodger-Rodge, Oxnoble, Tango Three, Midland Didsbury…

Nigel: ¿Recuerdas que nos sentamos en el suelo, entre los compartimentos? De acuerdo, no había ningún otro sitio donde sentarse. Pero te miraba y me decía: «Le encanta estar aquí, en el suelo, con su lata de cerveza.»

And: ¿A qué viene esto, Nige?

Nigel: A que estoy preocupado por ti, And.

And: Bueno, pues más vale que te preocupes por tus jodidos impuestos.

Cuando, rezongando, se disponía a cruzar el puente, una voz lo llamó desde detrás.

– ¡Oiga! ¡Perdone! ¡Joven!

Al volverse, And vio a un hombre de edad entre avanzada y mediana, que vestía traje oscuro de rayitas, con americana de tres botones abrochados, gafas oscuras y borsalino negro.

– Gracias, gracias. Me pregunto si tendría usted la amabilidad de orientarme…

Con alguna dificultad, sacó un sobre del bolsillo interior de su chaqueta.

– ¿Cómo está usted? -preguntó sonriendo cordialmente.

– Muy bien. ¿Y usted?

– Jamás me he sentido mejor en la vida, muchas gracias. Y ahora estoy disfrutando de este tiempo espléndido que hace.

Un acento de ésos… que son más elegantes que el del rey.

– Estoy buscando Mornington Crescent, ya ve. No Mornington Terrace, sino Mornington Crescent….

Andy lo encaminó enseguida hacia allí.

– Ah… Se lo agradezco mucho.

En este punto, con una elegante rotación de la muñeca, el hombre del traje se quitó sus gafas oscuras… para revelar los ojos más extraños que And jamás había visto: brillantes de tan pálidos; de un azul antártico con halos amarillos. Por un instante, Andy se preguntó dónde habría dejado aquel tipo su perro lazarillo.

– Dígame… ¿Es usted por casualidad Andrew New?

– ¿Quién quiere saberlo?

– Me llamo Semen Figner…

Lo pronunció con un acento diferente: eslavo. Y New vio que los ojos azules se habían oscurecido despiadadamente.

– Tu mujer es una mierda -dijo Semen Figner con voz normal-. Tu hijo es una mierda.


14 FEBRERO (10.41 A. M.):

101 HEAVY

Primer oficial Nick Chopko: Eh, eso está bastante bien…

Mecánico de vuelo Hal Ward: ¿Cómo dices?

Chopko: Nos toca los segundos, despegue por la derecha.

Comandante John Macmanaman: Bueno, bueno… El viejo Comet de De Havilland. ¿Mil novecientos cincuenta y cinco? ¿Adónde irá eso?

Ward: ¿A Croydon, tal vez? ¿Al Museo de la Aviación?

Macmanaman Esta espera se va a prolongar hasta mi retiro.

Chopko: Sí. A mí también me gustaría despegar mientras aún soy joven.


Tras los setenta minutos de retraso por el estado del tiempo, el CigAir 101 había dejado su estacionamiento para sumarse a la cola que aguardaba el despegue en la salida nueve. Las normas de vuelo insistían en que se dejara un intervalo de tres minutos entre un despegue y otro. Pero aquel día, por supuesto, todas las tripulaciones transatlánticas tenían que estar en el aire a las once en punto. La torre optó, pues, por fijar un intervalo de emergencia de ciento treinta segundos. Y el comandante avisó tranquilamente a sus pasajeros que estuvieran preparados para encontrar algunas turbulencias debidas a las estelas de los aviones que habían despegado antes; pudiera haber añadido también que, con ellas, los pasajeros se sentirían más marinos que aeronautas, teniendo que afrontar mares embravecidos a doscientas millas por hora.


Torre: Uno cero uno Heavy: autorizado para despegar.

Macmanaman: Recibido.

Torre: Está feo allá arriba.


A las 10.53 el 101 Heavy bajó su morro y corrió en busca de su velocidad de despegue. Reynolds Traynor se hallaba sentada en el asiento 2B, con el cuerpo en posición vertical y el cinturón abrochado. Tenía un cigarrillo en la boca y la palanca de un encendedor esperando bajo la yema de su pulgar izquierdo, ya doblado y a punto para presionarla.


Chopko: V1… V2. Despegamos.


En el instante en que los neumáticos dejaron la pista, el comandante apagó la señal de no fumar.

Un aeroplano que se eleva recibe normalmente el impulso de un fuerte viento de morro; pero el viento de morro al que se encaró el 101 Heavy, si bien no podía ser descrito como de tempestad, con sus cuarenta y seis nudos de velocidad era, sin duda, de fuerte galerna o muy duro. El comandante se enfrentaba, así, a dos peligros inmediatos -uno grave; otro meramente muy serio- que lo eran ya con la turbulencia de estela y su «efecto embudo» o sin ella. El primer peligro estaba en que la aeronave quedara «por debajo de la BUG», o velocidad mínima de vuelo, y a merced de su propio peso (lo que al final resultaría en una breve serie de palabras gruesas grabadas en la caja negra). El segundo peligro era el del «encabritamiento del morro»; en este caso, la fuerza del viento incide sobre el avión en su parte delantera ascendente y lo hace vulnerable a «entrar en pérdida». Este encabritamiento del morro fue lo que le ocurrió al 101 Heavy. En el momento en que encendía un cigarrillo con la temblorosa brasa de la colilla de su predecesor, Reynolds inclinó el cuerpo hacia el pasillo y miró atrás. Las cortinas entre una y otra sección se habían levantado hasta la altura de las cabezas por efecto del aire. Era como mirar hacia el hueco de un ascensor, sólo que un hueco densamente poblado. Las mujeres que podía ver tenían rostros contorsionados, dentaduras desnudas, ceños incrédulos. Y los demás tenían las frentes marcadas por las arrugas infantiles y bovinas de los hombres que aguardan la muerte.

El 101 Heavy se hallaba en un plano divergente veinte grados del horizontal (aunque se sentía más bien como si estuviera a sólo veinte grados de la vertical), y con los motores a su máxima potencia, cuando se encontró con el aire agitado de la turbulencia creada por el avión que había despegado antes de él.

En aquel momento, los cierres que mantenían en su lugar el ataúd de Royce Traynor se soltaron de sus anclajes. Tras caer repetidamente más de diez metros, Royce se precipitó en un mosaico de bicicletas de montaña convenientemente encadenadas a una mampara. El féretro quedó encajado como una cuña contra el portón de carga, y allí permaneció, más o menos vertical, mientras el avión se estabilizaba y continuaba ascendiendo sin gran impulso para alcanzar su altitud de crucero.

– ¿Verdad que es estupendo estar por encima de las nubes? -dijo el pasajero del asiento 2A-. Me gustaría vivir más allá del tiempo atmosférico.

– Sí -asintió Reynolds-. Pero no hoy.

– No, hoy no.

Estaba mirando sus piernas, con ojo crítico, o así le pareció a Reynolds, que estaba orgullosa de ellas. Y luego se puso a mirar sus pies.

– No debería haberse puesto tacones -dijo-. Podría perforar con ellos la rampa hinchable de emergencia…, que podríamos necesitar también como balsa. Y yo diría que lleva usted leotardos, además…

– … Es verdad.

– Tampoco debería. Están hechos, en parte, con fibra sintética, ¿sabe? -añadió-. Al arder se funden y se adhieren a la piel.


En el interior de la bodega de carga, el cadáver de Royce Traynor pareció cuadrarse.

Estaba listo.

CAPÍTULO TERCERO

1. LA DIVULGACIÓN DEL SABER

Para su siguiente entrevista con el médico responsable de Cuidados Intensivos, Russia Meo se había puesto la ropa más cara que tenía: un traje italiano de cachemir negro hecho a medida, guantes y bolso a juego, y zapatos de salón. Pretendía con ello enviar un mensaje muy claro al doctor Gandhi: si algo salía mal, no se libraría de una demanda. Era, también, uno de esos días en que ella decidía instintivamente dejar que destacara su figura. Y así se había puesto una blusa blanca entallada y su sujetador blanco más dinámico. Estos lujosos alardes de seda no estaban destinados al doctor Gandhi (trataban de llamar la atención de algún otro), pero tal vez los elementos del escote oliváceo servirían para manifestar una afirmación básica: la afirmación de la vida, la vida…

El doctor Gandhi había tomado buena nota del aspecto de Russia, y extraído de ella alguna estimulación erudita (concretamente, lo intrigaba sobremanera el tamaño relativo de los pezones), pero no disfrutaba de la segunda entrevista tanto como había disfrutado de la primera. La correlación de fuerzas se había modificado ya, como siempre ocurría. ¡Cuánto mejor había sido, cuánto más apreciado se había sentido cuando nadie sabía nada…, en los tiempos anteriores a la divulgación del saber! Ahora, en lugar de los sudorosos mudos de antaño, te enfrentabas erráticamente a charlatanes que tenían asimiladas a medias historias clínicas, diagnósticos, prácticas de curanderismo. El doctor Gandhi creía que en adelante iba a ser cada vez más difícil conseguir que los médicos fueran tratados con la consideración debida por serlo, con la consiguiente mengua de su satisfacción profesional. Russia Meo era, por supuesto, una mujer educada, una mujer distinguida, incluso, a la que él jamás había esperado poder deslumbrar como un Saturno. Pero hoy en día -se decía- cualquier fracasado y vago de Londres tenía algún primo o sobrino gafudo dispuesto a navegar por Internet en busca de cuanto se supiera… Así que Russia empezó a presionarlo pregunta a pregunta y, puesto que los traumatismos craneales son lo que son, con todas sus laberínticas secuelas, el doctor Gandhi no tardó en encontrarse reducido a un ronroneo de explicaciones equívocas. Sintió que se apoderaba de él una sensación de desorden, aliviada, por un instante, cuando Russia se volvió hacia la blanca hoja de la ventana; su busto tenso le permitió concluir que los pezones tendrían el tamaño correspondiente. Esto suscitó en él un pensamiento sexual, no moderado por el simultáneo recordatorio de que los pezones grandes facilitarían todo lo relacionado con la lactancia, e incluso el propio proceso físico de ésta.

Russia, por su parte, no había disfrutado en absoluto de las muchas horas pasadas delante del ordenador, estudiando el tema de los traumatismos craneoencefálicos. Después de haber leído una frase concreta («Acérquese a su cónyuge como lo haría si se tratara de una relación completamente nueva»), incluso había salido precipitadamente de casa e ido hasta el Jeremy Bentham a comprar cigarrillos. Fumó siete mientras se imbuía del contenido de subsecciones con títulos tales como «Su Nueva Vida Doméstica» y «Su Nueva Vida Social», y otras por el estilo. ¿Qué querían decir con eso de nueva?, pensaba. (¿Y a qué venía eso de su?) Siempre damos por descontado que es mejor estar preparado que no estarlo…, pero no mucho mejor: en algunas eventualidades, estar preparado tampoco sirve de nada… Entre otras recientes adquisiciones y logros, las mujeres han conseguido importantes avances en el dominio predominantemente masculino del egocentrismo. Y, junto con la convicción de que daría lo mejor de sí misma, estaba otra: concretamente, la de que existían algunos (no, muchos) posibles resultados, ampliamente descritos en la pantalla de su ordenador, que ella no podía ni quería aguantar. No se estaba mostrando despiadada, sino meramente moderna: realizada. Pero entonces a Russia se le venía a la mente otra frase, una que la hacía odiarse a sí misma, y llorar, al tiempo que le infundía valor. La frase decía: «Sólo existe un “remedio milagroso”, y es el amor.» Y entonces se exigía a sí misma realizarse, aunque de diferente manera.


Mientras rebullía por tercera o cuarta vez esa mañana, Xan Meo se dio cuenta de la presencia de su mujer, que estaba sentada, esperando, en una silla al lado de la cama. Ella fue la primera en hablar:

– He estado leyendo acerca de ti. Bueno…, no precisamente de ti, sino de las personas en tu mismo estado. Y ahora, Xan, hay algo que quiero decirte: no te tragues el mito ese de «los dos años». Es un cuento chino que ha causado mucho dolor innecesario. Dicen que «pasados dos años» ya no te recuperarás. No es verdad, Xan. Puedes tardar muchísimo más en recuperarte. ¡Puede costarte cinco años! ¡Incluso diez! Pregunta a la gente de tu grupo de apoyo y verás que es así.

Xan necesitó más tiempo del que le hubiera gustado para darse cuenta de que quien le explicaba todo esto no era su segunda esposa, sino la primera. Porque no se lo estaba contando Russia, sino Pearl. Quien siguió diciéndole:

– Una cosa así puede hacerte agradecer lo que ya tienes, ¿sabes? Me siento agradecida por haber recibido una cantidad de dinero, en vez de una pensión por alimentos. Porque me imagino que eres consciente de que sólo una cuarta parte de los que han sufrido un traumatismo craneoencefálico están trabajando con normalidad a los tres meses de sus accidentes, ¿no?

Xan enderezó el cuerpo en la cama y se alisó con las dos manos sus escasos cabellos: suponía -y era una suposición motivada o sugerida al menos por la sonrisa de Pearl- que jamás había parecido tan calvo. En términos más generales, sus mejillas y frente parecían marcadas de excrecencias y asperezas, como si, durante su sueño, alguien hubiera cortado y untado rebanadas de pan sobre su cara, dejándola cubierta de migajas y semillas que permanecían fijas por efecto de la mantequilla. Y le alegraba que Pearl no pudiera ver sus rodillas, porque, por su cara interior, a cada lado de la rótula aparecían visibles regueros ondulados y fluidos como gruesas lombrices.

– ¿Dónde están los chicos? -preguntó-. ¿Han venido contigo?

– Están en la cafetería. Esperándome… Una de las cosas para las que te tienes que preparar, querido, es para una disminución de tu cociente intelectual. Lo prueban los estudios. No debería afectarte al actuar, pero no te irá demasiado bien para escribir, ¿verdad? Y no sé qué decirte a propósito de seguir tocando la guitarra rítmica. Aunque… ¿sabes qué es lo que me preocupa realmente?

Xan aguardó.

– Lo que me preocupa de veras es cómo afectará esto a tu relación con Russia. Cuando os sentéis a la mesa el uno frente al otro, no sabrás nunca en qué estará pensando. Y eso fue siempre muy importante para ti en el pasado: su mente. Es lo que solías decir. No importaría tanto si aún siguieras conmigo. Entiéndeme… No digo que te haría mucho caso ahora en tu estado. Pero podríamos pasarnos el rato contemplando los dos la pared. En cambio, con ella….

En un rincón, junto a la puerta, varios jóvenes convalecientes de traumatismo craneal estaban delante del televisor, contemplando la única actividad humana que tiene como meta provocar traumatismos semejantes: el combate de dos tipos en un ring cuadrangular, vestidos con brillantes calzoncillos y con protectores de dientes.

– Estás muy callado, Xan. Espero que se trate sólo del esfuerzo por intentar juntar unas pocas palabras sencillas…

– Oh, no… Puedo hablar perfectamente.

– Sí, ya sé que puedes. Pero no te preocupes por las palabras más largas…, ya sabes, las que tienen dos o más sílabas: poco a poco lo conseguirás.

Para hacerle justicia a Pearl (y Xan, aun sin palabras, ya le había hecho íntimamente esta concesión), debería decirse que, en cuanto se enteró por la prensa del ataque del que había sido víctima, telefoneó al hospital y gritó a varias personas exigiendo, como madre de los hijos de Xan, que le facilitaran un diagnóstico completo y detallado de su estado, que le comunicaron, y del que ella dio cuenta enseguida a sus hijos con la esperanza de que se restablecería. Tal vez no era la ex esposa modélica que uno elegiría para sí. Pero era una buena madre.

– Lo peor es que…, es que… dicen… Lo peor es lo que dicen que puede pasarle a tu vida sexual.

La mujer -como observó otra mujer hace doscientos años ya-… la mujer busca la belleza sólo para sí. El hombre es indiferente a los matices; y las únicas cosas a las que otra mujer responderá con gratitud son señales obvias de pobreza o mal gusto. Pearl no se vestía sólo para sí: se vestía para todos, incluida ella. Hoy llevaba puesta una cazadora de cuero negro brillante y estridente al roce, un jersey de cachemir blanco y una falda rosa estampada con flores llamativamente corta (más botines de bruja, también negros, hasta la altura del tobillo, y calcetines con volantitos blancos). Y había una cosa más. Otro detalle más en su atuendo.

Xan había conocido a Pearl, intermitentemente, desde la infancia, y el mundo perdido de su matrimonio (tal como había dado en imaginarlo) era regresivo o animalístico, o incluso prehistórico: una tierra de saurios. Había cosas que todavía no se atrevía a contarle a Russia, y seguramente nunca lo haría. Por ejemplo, el hecho de que, después de doce años de vivir juntos (años marcados por silencios que podían llegar a durar un mes, separaciones a prueba, vacaciones por separado, frecuentes peleas que llegaban a los puñetazos y constante adulterio), la vida erótica de ambos mejoraba sin cesar…, si es que vale aquí la palabra mejorar. Al final, todo lo demás se había convertido en un horror sin fondo: habían llegado a un estado (como les dijo uno de sus consejeros) de «paranoia conyugal». Los dos chicos estaban ya cansados de pedir de rodillas a sus padres que se separaran. Pero no fue hasta bien entrada la segunda y más seria huelga de hambre de Michael y David (que se prolongó ochenta y cuatro horas), cuando Xan y Pearl reaccionaron y llamaron a sus abogados. Durante todo este periodo, sin embargo, su vida erótica mejoró sin cesar o, por decirlo de otra manera, ocupó más y más parte de su tiempo.

– Pueden pasar dos cosas con tu vida sexual -siguió diciéndole Pearl-: o que no te interese, que es lo que suele ocurrir con más frecuencia, o bien que no te interese ninguna otra cosa. ¿Cómo crees que va a ser?

Xan aguardó.

– Hagamos un pequeño experimento. ¿Listo?

Xan sabía lo que iba a venir, y sabía adónde miraría. Para decirlo claramente: Pearl O’Daniel era una mujer alta y delgada (y llevaba sus cabellos de color caoba cortos y en punta); era estrecha de caderas, pero tenía unos muslos generosos que se separaban por encima y por el lado exterior de las rodillas; con lo que su centro de gravedad quedaba en el espacio entre sus piernas: en aquel espacio en forma de Y mayúscula (o, más bien, en la ausencia triangular que ofrecía…). Ahora bien, una de las cosas que podían decirse del carácter de Pearl era que siempre iba demasiado lejos. Sus mayores admiradores admitirían esto de inmediato: iba siempre demasiado lejos. Incluso en compañía de aquellos que siempre lo hacen, Pearl se excedía y se pasaba cien pueblos. Y ahora, en el hospital de St Mary, Pearl se pasó otra vez. Liberó los muslos, que tenía cruzados, y cruzó en cambio los tobillos para revelarle a Xan el espacio en cuestión. Y Xan, que se hallaba irremediablemente vencido en la cama, tuvo que contemplarlo. Su ex esposa, empero, no había incurrido en el analfabetismo sexual de no llevar ninguna prenda debajo: llevaba algo, sí, y no cualquier cosa. Algo que a Xan le resultaba familiar, elástica, de color blanco nacarado, tachonado de estrellas. La mañana en que se había dictado su sentencia provisional de divorcio, Xan se había llevado aquella liga a la boca, mientras Pearl lo observaba con mirada de aprobación.

– ¿Cuál de las dos es? -le preguntó Pearl-. Responde sin vacilar.

– No sé cuál de las dos es. No tengo ni idea.

– Bien hecho, Xan. Has elegido una respuesta larga: no tienes ni idea. Ah… Aquí vienen los chicos. -Se puso en pie y les hizo señas con las manos. Después, de su insondable y amplio bolso sacó un periódico y le mostró una página, tendiéndosela; había tres fotos en ella: Xan, Pearl, Russia-. A ella no le va a gustar esto -añadió.

Al aproximarse sus hijos, Xan hizo otro esfuerzo para poner derecho su cuerpo y apoyar bien la espalda en los barrotes de la cabecera. Otra vez se atusó, con temblorosas manos, las temblorosas guedejas de sus cabellos. La cama, todo aquel tenderete, lo hacía sentirse como en un muestrario de vejez y de decadencia, de colores cenicientos… Michael y David se situaron a uno y otro lado de él. Miraban a su padre no con solemnidad, alarma o decepción, sino aceptando su estado. Y aquello fue para él un consuelo.

David, el pequeño, le dio un beso en la mejilla y le dijo:

– Lo siento, papá.

Michael, el mayor, le besó en la mejilla y le dijo:

– ¿Quiénes fueron los cabrones que te hicieron esto, papá?

– ¡Michael! -dijo Pearl.

– Bueno, ya se sabe -dijo Xan, que lo recordaba bastante bien-. Uno no se acuerda después.

De hecho, podía recordar el impacto, aunque no los momentos que habían conducido a él. Tilda Quant le había dicho que en el cerebro había un centro del temor: un denso nudo de neuronas profundamente enclavado en ambos hemisferios y asociado normalmente con el sentido del olfato. En él está la torre de control de los horrores y obsesiones de uno. En ocasiones, el cerebro podía suprimir los recuerdos más dolorosos (y, según ella, los científicos militares estaban tratando de copiar el efecto de su acción con una píldora mágica que acabara con toda aprensión). Ahora, pues, su cerebro estaba protegiéndolo de sus recuerdos. Pero él los necesitaba y estaba buscándolos continuamente. Buscaba el olor del recuerdo.

– No temáis, chicos. Pronto saldré de aquí -les dijo (con una voz y un acento que incluso a Pearl le resultó difícil reconocer)- y me ocuparé de que reciban su merecido.

Como alguien que se estuviera trasladando de una vida a otra, Russia caminaba a lo largo de un tubo de vidrio a treinta metros por debajo de la calzada que separaba las dos secciones del hospital. Estaba dejando la teoría para entrar en la práctica.

Su ansiedad, su expectación, estaban dedicadas ahora a un arranque de calumnioso odio contra Natwar Gandhi y todos los médicos en general. Como estudiosa de la historia del siglo XX, tenía conocimiento de la oposición entre la «química» y la «física», de los equipos de interrogadores de la Unión Soviética, de los practicantes de la vivisección japoneses: cuando, en 1941, a los médicos alemanes les dejaron las manos libres para el tratamiento de los enfermos y de los supuestamente locos, la fase siguiente se conocería como la de la «eutanasia salvaje». El talento médico -el de sanar- se movía en estrecha conexión con su opuesto. Hasta el punto de que se diría que, de presentárseles la oportunidad, aquellos cariñosos médicos que te tomaban el pulso y te ponían la mano en la frente para saber si tenías fiebre, serían muy capaces de envolver cabezas infantiles en periódicos viejos y marcharse tranquilamente a sus casas con los paquetes debajo del brazo, con un perfecto espíritu gremial.

No hubiera sido nada nuevo para ellos. Pero por lo que Russia odiaba ahora al doctor Gandhi, hasta el punto de inflamársele el pecho y resoplar con fuerza por las aletas de la nariz, era porque el hombre se negaba a protegerla contra ninguno de sus temores. El pronóstico era bueno, pero, a pesar de ello, él no estaba dispuesto a excluir nada. Y, además, estaba aquella expresión que se extendía por su rostro cuando describía las consecuencias negativas: una mirada de satisfacción por su poder sobre la vida. Sí, seguro que obtenía mucho de aquello en Cuidados Intensivos. Y, mientras él hablaba, Russia no podía menos que imaginarse lo que sus sentidos habían sido entrenados para tolerar: texturas indescriptibles, esquemas fantásticos. Y, del mismo modo, cuando se marchaba, no le era posible desechar el consuelo de que aquel médico, como la mayoría de sus colegas, caería muerto una semana después de jubilarse. Vivían del poder, y cuando éste se acababa, morían.

Apretó el botón. Algo se hundió en lo más íntimo de su ser. Suspiró a la vez que el ascensor suspiraba.


– No, chicos -estaba diciendo Pearl-. Papá volverá a caminar antes de que nos demos cuenta. Y volverá también a sus antiguas costumbres. ¿No es así, Xan?

– Pues claro que sí.

– Seguro que sí. ¡Vaya…! ¡Mira quién llega! Cielos…, ¡ha engordado! ¡Hola, Russia! Estaba admirando tu foto en el periódico.

Ira explosiva e irritabilidad, malos tratos a la familia, pena y depresión, falta de introspección y conciencia, incontinencia de la vejiga y de los intestinos, ansiedad y pánico, problemas sexuales, pérdida de amor, conformidad con la pérdida de amor, abandono… Russia entró en la habitación, irguiéndose. La blusa ceñida, el sujetador dinámico, el escote oliváceo: todo ello se lo había puesto -por si acaso- en atención a Pearl.

2. EL IMBÉCIL DE ELEVADO COCIENTE INTELECTUAL

¿Qué solía ser divertido?, se preguntaba Clint Smoker. ¿Qué es divertido ahora? ¿Qué hay divertido todavía?

Una sala de reuniones en voz baja en el edificio enfermo. Al otro lado de la cerrada ventana, una paloma tuberculosa que aleteaba y se retorcía en silencio. El director se hallaba sentado en su escritorio, con la cara escondida en las palmas de las manos.

Porque el Morning Lark estaba en crisis. Había vuelto Desmond Heaf (quien tenía la costumbre de desaparecer, de desvanecerse entrando y saliendo de los asuntos), después de un vuelo de veinticuatro horas de duración desde el Pacífico sur, para reunirse con sus hombres.

Acababa de decirles:

– Simplemente, no entiendo cómo se ha podido llegar a semejante extremo… ¿En qué estabais pensando? -Luego, echando un vistazo cauteloso y evasivo a la doble página desplegada en la mesa delante de él, exclamó-: ¡Por los clavos de Cristo! Lo que quiero decir es que esto no se da en la naturaleza….

– Cuando vi las primeras fotos -dijo Clint-, pensé que eran de un reportaje de denuncia acerca del refugio para perros de Battersea.

– Sí -asintió Jeff Strite-, o un artículo sensacionalista a propósito de los manicomios rumanos.

– ¿Cuáles son los daños reales hasta ahora?

– Todo el asunto está adquiriendo un tono muy personal -dijo Mackelyne-. Hay mucha irritación entre el público.

– ¿Los estamos perdiendo, Supermaniam?

– A juzgar por mi gente, están muriendo de ataques al corazón.

– ¡Ésta sí que es buena! -dijo Heaf-. Estamos matando a nuestros propios soplapollas.

– Va a ocurrir como el Jueves Negro -dijo Supermaniam.

El miércoles que precedió a aquel Jueves Negro, el Lark había publicado un comentario humorístico acerca del Libro Guinness de los Récords y la nueva categoría celebrando el mayor y más largo miembro viril de la historia. Y en la misma página (con bastante picardía) se incluía la reproducción de una regla de treinta centímetros y (medio en broma) se desafiaba a sus lectores a hacer una comparación envidiosa. Como adicional broma obvia -o así lo veían en el Lark-, la numeración de la regla de treinta centímetros había sido modificada en la ilustración para que pareciera una regla de quince centímetros. Poco después de amanecer comenzó la cosa: se hablaba ya de los suicidas del Jueves Negro.

– Bill…, tú montaste estas páginas… ¿Cómo te las arreglaste físicamente para hacerlo? -preguntó Heaf.

– Cuando llegó el primer grupo de fotos -dijo Bill Woyno-, di por supuesto que se estaban cachondeando. Cuando llegó el siguiente, debí de pensar…: «Bueno, así es…, ése es el aspecto que tienen.»

– Reconozcámoslo, muchachos -dijo Clint-, hemos metido la pata hasta el fondo con ésta. Pero hay una salida, jefe. ¿Me permites hacer un análisis marxista de la situación?

– ¡Faltaría más, Clint! -dijo Heaf poniendo cara de profundo respeto.

– Está bien. El periodismo serio y de calidad se dirige a la clase dirigente y a los intelectuales. La prensa sensacionalista de alta gama apunta a los ricos y a la burguesía. La popular y barata, al proletariado. En cuanto al Lark, nuestro soplapollas tipo es el parado.

– Explica eso, Clint.

– Bien… ¿Quién puede hacer que se te levante cuando estás apuntado al paro? Hemos insultado a todos nuestros soplapollas…, los hemos hecho víctimas de un insulto…, un insulto merecido, pero insulto al fin y al cabo. Estamos diciendo, estamos probando, que las chicas de nuestros lectores, si las tienen, son auténticos monstruos. [11]

Cuatro días antes, el Morning Lark había presentado, con notable pompa, su nueva sección: «Chorbas de Soplapollas». Y las amenazas de muerte habían comenzado a llegar esa mañana.

– «Tus tobillos se sentirán a sus anchas» -citó incrédulamente Heaf- «cuando tu polla se dé un festín con otra tía buenísima, suministrada por alguno de nuestros calentorros…» -Se retrepó en su asiento-. ¡Virgen Santísima! Mirad eso: ese troll en el ángulo superior izquierdo…

– Estoy recibiendo e-mails de tipos que grapan juntas las páginas para no verlas accidentalmente…

– Pues deberías ver los que no recibes. Hasta el menos crítico de ellos te quita años de vida.

– Ya puedes ir preparado, que aun así…

– No hay mucho donde escoger. Y ya se nos está agotando el tiempo.

– Tres coma siete millones de soplapollas -dijo Heaf sopesando el asunto-, y esto es lo mejor que se les ocurre… Bien… ¿Qué vamos a hacer?

– Muy sencillo -dijo Jeff Strite-. Suprimir la sección. Sin comentarios.

– No. Mirad…-dijo Clint-, eso es otro insulto. Y no es lo que quieren -siguió, al tiempo que les señalaba los cuatro montones de protestas impresas-. Tampoco se lo creerían. No nos están diciendo que suprimamos la sección. Nos están pidiendo que les digamos que las cosas no son así.

– ¿Y tenemos alguna salida, Clint?

– Sí, jefe. Podemos darle la vuelta. En pocos días, descartamos a las esposas y comenzamos a remplazarlas por modelos.

– ¿Qué? ¿Nuestras propias chicas? Un poco obvio, ¿no?

– Bueno…, no se trata de poner fotos de las Donnas Strange de este mundo, naturalmente. Hablo de emplear a las que son más del montón. Y, si aparece de vez en cuando algún rostro famoso… Hay que reconocer que su respuesta es bastante lógica, ¿no? Les hemos dado una patada en el culo. Les hemos insultado. Ahora toca halagarlos un poco.

En su esfuerzo por ser el alma ideológica del Lark, Clint Smoker se mostraba siempre vigilantemente radical. A veces daba la impresión de que era el único en el periódico que sabía bien cómo era su lector típico. Ahora prosiguió:

– Se hundirá, de acuerdo. Podríais llenar esa sección con estrellas de cine y poner una banda que diga: soñad, imbéciles, e igualmente seguiría hundiéndose. La segunda cosa que necesitamos es mejorar la decoración. Nada de seguir en esta cochina carbonera. Mirad esa foto del centro, hacia la derecha.

Heaf giró la cabeza noventa grados a la izquierda y después volvió a llevarla lentamente hacia el centro antes de apartar la vista de la página.

– Serviría para ilustrar un artículo acerca de la trata de blancas o el chabolismo en los barrios bajos -siguió Clint-. Todas ellas servirían. No. Tenemos que publicar chicas razonablemente atractivas, en apartamentos de tres habitaciones. O mejor aún: si las ponemos sobre un fondo de entradas a casas señoriales, os aseguro que nuestros soplapollas no se quejarán.

Hubo un silencio que duró medio minuto.

– Gracias por tus palabras, Clint -dijo Heaf-. Que sea así. Otras cuestiones… Veamos… Todos los demás periódicos hablan del NEO, ese asteroide o lo que sea. Estoy convencido de que nuestro instinto era certero cuando decidimos ignorar por completo el tema. Pero, con todos estos terremotos que nos están sacudiendo…, ¿no estamos distrayendo injustamente a nuestro soplapollas de los temas de actualidad? Pienso que, por lo menos, deberíamos mencionar alguna vez las principales guerras y epidemias y hambrunas…, y todo eso. Ya sé que nuestro enfoque es esencialmente doméstico, pero, tal como anda el mundo, me inclino a pensar que deberíamos ser algo menos estrictos con nuestras noticias del extranjero.

– De acuerdo, jefe -asintió Strite-. Yo podría hacerlo pasando otro mes en Bangkok.

Todos rieron, sin que la risa disipara la tensión.

¿Qué es divertido?, pensó Clint. Amable lector. Lector, me casé con él. T. S. Eliot: Guía del Lector. Hypocrite lecteur! Mon semblable, mon frère!


kerido clint: lo k dics sobre tu niñez m ha tocado la fibra. Yo nunca senti k era 1 d la band@. Algunos d nosotros parecmos habr sido elegi2. Somos d alguna manera, spciales & yo no s si ja + encontrare a alguien para pasar con el el resto de mis dias, xk tndria k ser «spcial» también.


Clint había leído recientemente un artículo en una revista que planteaba la emergencia de un nuevo tipo humano: el imbécil de elevado cociente intelectual. Espabilados, carentes de sentimientos y de toda empatía, los imbéciles de alto cociente intelectual, según la autora (una novelista), eran supercontemporáneos en su aceptación de todo cambio tecnológico y cultural: una aceptación, empero, tan falta de rechazo como de sonrisas. De manera que a Clint lo alivió, en cierta manera, encontrarse ahora rechazando y sonriendo, sonriendo y rechazando el estilo autoritario de su nueva corresponsal. En la línea de mensajes de texto, y así sucesivamente, había visto el inglés normativo mucho más desfigurado, pero jamás hasta ese extremo. Nunca, nunca al servicio de la mutua exploración y cortejo…, ni con tan excelente gramática. Porque Clint sabía de gramática. El señor y la señora Smoker eran maestros. Y antiguos hippies también. Viejos -y ahora ya muertos- hippies los dos. Dos hippies muertos… ¡Señor! ¿Qué había ocurrido?

Aun así, Clint no era partidario de la crítica. ¿Clint? ¿Crítico en cuestión de chicas? Privado durante tanto tiempo de cualquier influencia femenina, sentía…, bueno, como si aquellas palabras de su corresponsal fueran un salvavidas para el hombre. Como un salvavidas.

Era consciente de que la distancia entre él y el mundo de las mujeres se estaba agrandando. Cada noche, al entrar en la metrópolis borgesiana de la pornografía electrónica -con sus infinitudes y sus inmortalidades-, Clint no hacía otra cosa que viajar hacia las mujeres. Pero a la vez se estaba alejando de ellas. Y la distancia se iba haciendo cada vez mayor.

¿Qué ocurría? ¿Qué estaba emanando de él, qué estaba despidiendo? Él no era -se decía- menos atractivo (y a estas alturas sí bastante más rico) que el fulano al que podías ver en cualquier parte con su confiada acompañante, siempre dispuesta a darle un besito en la oreja, o acariciarle el vello de la barbilla o mirarse en los cristales de sus gafas oscuras con una pícara sonrisa pidiendo perdón.

Tenía que ser agradable, pensaba Clint, telefonearle cuando vas caminando por la calle, para que todo el mundo se entere. «Hola, amor, soy yo. Estoy en la calle. ¿Qué hay para cenar?» Una velada romántica. Mesa para dos. Ponle un comprimido de Narcopam en el café: que le baje la presión.

Tenía que ser agradable. Pero nunca lo había sido para él. Incluso cuando las cosas se encadenaban favorablemente, Clint siempre sentía el peso, la sensación de hundimiento, una especie de bajón del mercurio dentro de su pecho. Porque sabía muy bien lo que ellas estaban esperando…: aguardaban su oportunidad. En la cama, por supuesto, la eterna batalla era para conseguir que sintieran: para transformarlas con tu fortaleza. Y eso es lo que decían los libros que todas las mujeres trataban de conseguir para hallarse a un paso de estar en paz consigo mismas: la metamorfosis de verse preñadas por el macho más fuerte asequible. Por eso estaban siempre a la espera, calculando, comparando…, siempre listas para menospreciar…

Esto era, en cualquier caso, lo que Clint se decía continuamente a sí mismo (desentiéndete de ellas; son todas iguales, y cosas así…). Pero su inconsciente tenía otros barruntos. Y él, a veces, hacia caso a su inconsciente. Los domingos después de almorzar, cuando se quedaba en la cama jugueteando con la lengua con las esposas en miniatura que colgaban de su nariz, en el miserable pozo que era su casa adosada de Foulness, le oía decir a veces: «No sé, socio. Va a resultar penoso. No sé, socio. Acabará todo en un mar de lágrimas.» Ella era como un salvavidas para el hombre:


mi hombre del momnto ( & digo precisamnt dl momnto) s el tipo «macho», ya sabs; todo el sabado en el gimnasio, futbol el domingo x la mañn@ y tnis x la tard, ¡aburrido! m gusta un tipo k bba cervza frente a la tele…, conmigo en sus rodillas, en la kma, cuando stamos practicando el sxo, gim para k yo también lo haga. le digo: no soy de las k stan siempre a tu disposición para todo, no m vngas con eso. supongo k piensa k gritar = abandonarse, pero yo no kiero abandonarme, ¿tú ya sabes, clint, k la gent emplea el sxo para envanecrse d sí misma?


Aunque el pedazo de papel que tenía en la mano era meramente una copia impresa de un e-mail, Clint se lo llevaba a sus esposadas narices como esperando notar un indicio de su fragancia. Y lo había leído…, bueno, tres o cuatro docenas de veces. «Con ésta no voy a echarlo todo a rodar -se decía-, de ninguna manera.»


el problema es k yo nunca he sido capaz d romper con 1 hombre, d enojar a 1 hombre, no m atrevería, ¿ofender a 1 hombre? así ke tengo k contntarm con disgustarlo un poco (y ya m cuesta mucho) hasta k haga sus maletas y s vaya… ¿como? oh…, tu ya sabes, clint: pekeñas cosas. olvidar elogiarlo tan a mnudo como solía hacerlo. negarm a limpiar el pis que dja en el asiento del váter. lo digo tal como lo pienso. pro lo que estoy diciendo en realidad es: entiend la indirecta, compañero, ¡x la puerta de atras! clint…, estoy cansad@ de esto, déjam ser clar@: odio al «hombre nuevo», tan «atento» en el dormitorio: «¿acabaste ya? ¿te gusto a ti también?» ¡sí! ¡7° cielo! ¡en las nubes! ¿xk las personas no puedn ser ellas mism@s, clint? dmasiado instinto de rbaño, dmasiad® falsedad, dmasiado prejuicio.


ps. 3 hurras por «chorb@s de soplapollas». 1 autntico tonico para 1 sexo + amable: ¡gracias a D!, ¡al hay espranza para todos nosotros!


«Tus mensajes son como una bocanada de aire fresco», pensó Clint mientras meditaba su respuesta. «Ahora has visto ya bastante a menudo mi fea cara en el Lark. Mi aspecto no es nada esnob…, ¡no puedo permitírmelo! Pero me gustaría poder poner un rostro a tus sabias palabras. Y tal vez un nombre también…» ¡Y ella aún no le había dicho si pensaba o no que el tamaño era importante…!

Sólo le preocupaba una cosa. Los estudios de mercado mostraban una y otra vez que el Morning Lark no tenía mujeres entre sus lectores. Así que quedaba pendiente una pregunta: ¿qué tipo de mujer podía ser una lectora del Lark?


Al llegar a este punto hizo una pausa en su escritorio. Clint estaba a punto de empezar a escribir un trabajo. Pero en este momento hizo una pausa.

– … ¿Oiga? ¿Me oye? ¿Está And en casa?

– ¿Quién le llama?

– Esto… Pete.

– No, no esta -dijo una voz mucho menos firme de la que estaba acostumbrado a oír-. Harrison, cariño, ten cuidado… Lo han dado por desaparecido. No, no hagas eso, querido…, pórtate bien. Lo han dado por desaparecido.

Clint dijo que le sabía mal molestar. Pensó: Jesús…, no le digas nada de Joseph Andrews. Y luego: Asómate por allí y dale ánimos. Pero después: No. Déjalo estar. O el proverbial: En otro momento.

– Ah, Clint -le dijo Heaf-. No es nada serio, pero nos acaba de estallar en la cara otra cosa.

– ¿De qué se trata, jefe?

– «Su perversión le costó cara.»

– ¡Ah! El soplapollas de Walthamstow.

– El mismo. Pero ya es suficiente con una crisis diaria, ¿eh? Un par de cosas más, Clint. Hay una palabra en tu columna de novedades de vídeo que me ha llamado la atención. Veamos…

Extendió la página en la mesa de Clint. En el encabezado se leía «Las novedades de vídeo de Blinkie Bob». Y en un ángulo aparecía una foto que parecía extraída de un archivo policial. No de Clint, sino obra de algún proceso de creación de imágenes: un rostro grotescamente estrábico, ladeado, con la lengua colgando y con las manos hacia arriba, mostrándolas velludas.

– ¿Dónde está…? -dijo Heaf-. ¡Ah, aquí!: «… y tened a mano el rollo de papel higiénico para cuando la estrella invitada, Dork [12] Bogarde, bombee su chorro amoroso en las anhelantes tetas de nuestra mismísima Donna Strange.» ¿Puedo preguntar qué es eso de un chorro amoroso?

– Semen, jefe.

– ¡Oh…, oh! Creí que, en el estilo de la casa, lo llamábamos «jugo viril». Pero, bueno…, esta bien, entonces. ¿Sabes…? A veces me repugna lo que hacemos aquí… De veras. ¿Cómo te van las cosas con Ainsley Car?

– Bien…, el plan está en marcha. Ahora hemos de aguardar a que reaparezca, por razones de visibilidad, claro. Pero parece que va bien, ¿no?, con las nuevas acusaciones.

Clint recordó que Heaf no era aficionado al fútbol. Así que prosiguió:

– Quieren trincarlo ahora por amañar partidos. Lo han acusado de aceptar medio millón de un hombre de negocios malayo a cambio de entregar un partido a los Rangers la temporada pasada. Nuestros soplapollas lo aborrecen por eso: es un sacrilegio, jefe. Tal vez podremos conseguir que agreda a Beryl durante el juicio.

– Hazlo como te parezca mejor, Clint. ¿Y decías que te estabas ocupando también de nuestro seguimiento de la familia real?

– Estoy en ello, jefe.

– Es una perita en dulce, ¿no, Clint? Siempre habíamos dado por sentado que la familia real era algo irrelevante para nosotros…, un anacronismo. Y que la pobre reina Pam era un personaje más bien intimidante. Pero ahora lleva ya dos años fuera de la circulación, y con la princesa a punto de alcanzar su sazón, se está produciendo una tremenda oleada de simpatía, como se refleja en las cifras de Mackelyne, en todo el espectro de nuestros soplapollas.

– Sí, bueno…, lo que ocurre es que ahora el hecho de que la princesa Vicky necesite sujetador les recuerda que Enrique aún está a pan y agua. Piensan que ya va siendo hora de que se ponga a follar de nuevo.

– ¿Tú crees?

– Lee lo que escribo el sábado. Un trabajo muy meditado.

– ¿Titulado…?

– «¿Es normal el rey?»

3. EXCALIBUR

Estaba en una situación ridícula.

El día de su nacimiento, los cañones de la Armada Real proclamaron estruendosamente su alegría en todo el mundo. «Hacemos retumbar nuestros sentimientos», como dijo Churchill en la Cámara de los Comunes (cuando aún estaba vivo en la memoria el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial) «por la madre y al padre y, en especial, por el recién nacido príncipe, que llega a este mundo de conflictos y escándalos.» Y aún no tenía unas pocas horas cuando ya protagonizaba titulares de prensa en todas las lenguas y alfabetos. En la escuela descubrió que el rostro de su padre estaba en las monedas con que pagaba sus chuches y en los sellos que empleaba para enviar a casa sus cartas. Antes de su visita, ya con doce años, a Papua-Nueva Guinea, los tam-tanes de la isla estuvieron sonando durante toda la noche. Aún era un adolescente cuando representó a su país en los funerales de Charles de Gaulle, en los que se sentó entre la señora Gandhi y Richard Nixon. Siguieron luego su mayoría de edad, su boda, el atentado terrorista… y la coronación: el juramento, la unción, la investidura, la entronización, el homenaje…

Todos sus dramas personales fueron dramas nacionales. La suya era una situación ridícula. Era el rey de Inglaterra.


Enrique IX se alojaba en la Greater House, su palacio de planta redonda, de trescientas habitaciones imposibles de calentar, en el Hertfordshire. Había cenado à deux con su hermano menor, el príncipe Alfred, duque de Clarence, en el reservado de un restaurante de tres estrellas del Strand.

– El barman de aquí, Félix, es un tipo realmente maravilloso -le estaba diciendo-. Prepara una bebida espléndida llamada Escorpión… Y ahora dime, muchacho… ¿Piensas casarte con esa «Lyn» tuya?

– Ya sabes, viejo… No veo cómo pueda casarme con nadie.

– Pero… ¿por qué no, so bobo?

– Pues porque soy un viejo verde repugnante. Todos lo somos. Excepto tú, claro.

– … ¿Dónde están esos Escorpiones?

El recuerdo de aquellas palabras quedó dentro de él. Y cuando luego se sentó a solas en casa, delante de la chimenea bajo un revoltijo de alfombras y perros, aguardando la llamada de Bugger, Enrique pensó que todo aquello era cierto. ¿Por qué? Pues porque el príncipe Alfred, a sus cuarenta y nueve años, era aún un sátiro hiperactivo: lo había sido desde sus trece años (cuando violó a su primera doncella). Su padre, Ricardo IV, había satisfecho sus apetitos épicos antes de contraer matrimonio tardíamente, y su abuelo, Juan II, era un calavera notorio. Pero… ¿y Enrique IX?

Por la época en que alcanzó sus veinte años, el entonces príncipe de Gales no mostraba más interés por los escarceos sexuales que por el polo o el paracaidismo. Tenía una intensa vida social marcada por las borracheras, y amistad con muchas mujeres. ¿Qué era, pues, lo que le había hecho reducir o ignorar las incontables salidas de tono, que iban desde lo apenas apreciable a lo melodramático, que tendían a caracterizar su estilo como príncipe? Parecía no haber nada más complicado que el temor o el esfuerzo. Un preocupado Ricardo IV, instigado por la reina consorte, había arreglado las cosas para que el príncipe fuera visitado regularmente por una dama de la corte, una joven viuda llamada Edith Beresford-Hale. Edith sorprendió a Enrique una noche en el Kyle de Tongue. El príncipe se había refugiado allí después de una tormentosa noche con los cuarenta o cincuenta oficiales de artillería que se habían presentado para acabar con su retiro. Ni que decir tiene que el propio Enrique nada tuvo que ver con aquello. Pero se comportó animosamente con Edith Beresford-Hale. Ella se debatió con él encima durante un par de minutos; siguió luego un olorcillo que recordaba el de un vestuario masculino después de un partido, y Edith hizo un chiste al respecto.

Después de aquello, el príncipe hizo algo que ni el rey ni la reina pretendían: se enamoró de Edith… o, en todo caso, se limitó a Edith. Aunque la prensa y el público daban por sentado que se acostaba como mínimo con una o dos de las jóvenes beldades con las que se le veía con frecuencia, Enrique fue un hombre fiel durante los siguientes cinco años, en los que visitaba a Edith tres veces al mes. Ella tenía por entonces treinta y un años, una figura agradable y buen carácter. Y, al igual que su madre, tenía debilidad por las faldas de tweed a cuadros y los zapatos resistentes.

Fue entonces cuando Enrique, que ya iba camino de la treintena, comenzó a sentirse atraído por una amiga más joven: la honorable Pamela North. Le regaló a Edith una casa y un crucero alrededor del mundo, le asignó una pensión y empezó a cortejar a Pamela. En el día siguiente a las bodas reales (que, como ya dijera Bagelot, era la edición más brillante de un acontecimiento universal), Enrique escribió a su hermano, el príncipe Alfred: «Todo fue como una seda, lo que es un alivio. ¿Viste cuando la besé en el balcón y la multitud enloqueció por completo? Bueno…, pues así son un poco las cosas en el dormitorio. Sentí sobre mis hombros las expectativas de todo el país, aunque de una manera más bien agradable. Fue como si me animaran. Y todo fue como una seda. Ya sabes lo que quiero decir: ¡fue la mar de bien!» Y ¿cómo podría haber sido de otra forma esa noche, con su sangre vibrante de emoción y desbordando el amor de su pueblo?

Acababa el príncipe de cumplir veintisiete años, cuando Ricardo IV saltó hecho pedazos en un barco de pesca frente a la costa occidental de Irlanda. A bordo viajaba también un primo del rey, que había sido el último virrey de la India (y su primer gobernador general), por lo que fueron muchos los que se atribuyeron el magnicidio: musulmanes, sijs, hindúes, y así sucesivamente, aparte de los sospechosos más obvios y próximos… Aquel periodo, sin embargo, con su emoción magnificada (multiplicada por cincuenta millones), presenció el apogeo erótico de Enrique. Inglaterra celebró su coronación con un espíritu de desafiante coraje y euforia, y la poderosa oleada en favor de la autoridad de Enrique IX llegó hasta el lecho real, con sus postes dorados, sus cuatro orbes que llevaban coronas ducales, su dosel de satén color púrpura bordado de lises, jarreteras y rastrillos, volantes de telas doradas. Durante su segunda luna de miel a bordo del yate real, mientras la pareja se sentaba a la mesa a los acordes de una serenata romántica interpretada por una banda de marines reales, Enrique sonreía severamente a Pamela cuando se acercaba el momento de retirarse al camarote. Desde el punto de vista sexual, la realeza lo había conducido hasta la treintena sin problemas (durante un tiempo uno de sus muchos apodos fue el de Excalibur). Pero para entonces ya estaban tratando de conseguir un heredero…

Tras el nacimiento de la princesa Victoria, la vida amorosa de Enrique dejó de depender del calendario y del ciclo lunar: ahora sólo consultaba su agenda de audiencias. Semejante reparto de funciones se convirtió, para él, en un hábito. Un mal hábito, por supuesto. El amor era por nombramiento regio, como casi todo lo demás. Y el macho, hasta el macho real en su más brillante edición, no podía con eso. No podía controlar, por ejemplo, la expectación…, transformarla en una cita esperada. Y, para colmo, Pamela, al hacerse mayor, se parecía cada vez más a un hombre.

Cierta tarde, a las tres y cinco, la reina consorte le preguntó con áspera extrañeza:

– ¿Qué es lo que está ocurriendo, Hotty? Oh, vamos…, ¡es desesperante…! -Y eso fue todo. Ni un solo segundo de su vida consciente había tenido nada en común con la de cualquier otro, pero la vulnerabilidad de Enrique, por lo menos, era universal; bajó, pues, de la montaña decidido a jugar sus cartas entre sus compañeros los hombres. ¿Qué era lo que estaba ocurriendo? Buena pregunta. A partir de entonces, cada vez que el rey veía en su agenda: «3 pm: Pammy», sentía como una fuerza que oprimía su pecho como un arnés, y que no cedía hasta que la cita en el dormitorio había sido superada de alguna manera. Buscaba en su memoria algún recuerdo precursor de aquella aprensión, porque sabía que tenía que existir alguno. Y sí. Lo encontraba en las horas que precedían a otra entrevista anterior, también programada: cuando iba al despacho de su jefe de estudios para recibir una reprimenda.

Pero la epifanía negativa -el momento más perro de su vida- lo estaba aguardando en el Kyle of Tongue.


Brendan Urquhart-Gordon escuchó. Cesó el sonido del timbre y se oyeron ruidos de esfuerzo; y después -como expresión de sentimientos levemente heridos- llegó un lloriqueo de protesta canina.

– Sal de aquí, Pepper. ¡Beena! ¿Eres tú, Bugger? El maldito, el maldito teléfono ha quedado atrapado debajo de Beena y General Monck. Y ahora está lleno de pelos por todas partes y… mojado con no sé qué repugnante líquido. ¡General! ¡Sal inmediatamente…! ¿Desde dónde llamas, Bugger?

– En este momento me están llevando en dirección noreste desde el Cap al aeropuerto de Niza, señor. Bastante de prisa.

A su derecha, más allá de los aparcamientos de supermercados, hoteles y gasolineras, se veía el tranquilo oleaje del Mediterráneo; a su izquierda, más que verlos, se intuían los colores de las villas, con sus luces, balancines y aspersores. Y junto a él se sentaba el compacto, elegante y ya envejecido Oughtred.

– ¿Y bien, Bugger?

– Tenemos la escena del delito, señor. Y de ello se deducen muchas cosas. Tenemos también indicios sólidos de que el motivo o la intención no sería…

– No me vengas con tus conclusiones, Bugger. Y deja de sentirte tan ufano de ti mismo. Todo esto me pone malo, y no le veo ninguna gracia.

Brendan se reprochó no haber sido capaz de disimular la satisfacción que le habían producido sus éxitos detectivescos. Pidió excusas al punto:

– Ha sido muy poco considerado por mi parte, señor. Os pido disculpas.

– Perdonado. Y ahora sigue con ello, Bugger. ¿Me traería una botella de buen vino tinto, Amor? Y también algo para picar…

– Hemos llegado ya a la pista, señor. ¿Podéis oír el avión…? Tenemos que cortar.

– ¿Hola? ¿Hola?

– Señor…, es preciso que lo sepáis. El motivo, la intención, probablemente no es pecuniaria. Ni un chantaje de los medios de comunicación. Ya hablaremos.

Después de cortar la comunicación y sacudir el teléfono, Enrique volvió a deslizarlo bajo General Monck; y, cuando volvió Amor, le pidió una baraja de naipes.

Imaginen: reyes y reinas… ¿Y qué somos nosotros? ¿Dieces, doses?


Soltero por su parte, Brendan Urquhart-Gordon era un amigo anormalmente observador. Y, en todo caso, Enrique no le planteaba ningún reto para sus poderes de imaginación. Era un libro abierto, un hombre fácil de interpretar.

En un día de «Pammy» -es decir, un día marcado con «otra condenada cita a las tres», como Brendan le había oído decir-, Enrique se pasaría toda la mañana sin dar golpe (incapaz de ordenar sus pensamientos), y a eso de las doce y media empezaría a pedir a gritos que le trajeran brandy. A las tres menos cinco en punto abandonaría el despacho y se iría, para no regresar hasta las cuatro menos cuarto… Si las cosas habían ido razonablemente bien, Enrique, entonces, asumiría un aire de víctima, aunque con marcado estoicismo (era interesante que no mostrara ningún rédito de alivio). Pero, si habían ido mal, el rostro cenceño del rey era la viva imagen de la muerte.

Y así, una tarde, en la biblioteca de la Greater House, Brendan se hallaba consultando un informe elaborado por la Asociación Médica Británica, y dijo casualmente:

– Un paso de gigante para la humanidad, ¿no os parece, señor? El Potentium ese. La varita mágica de la medicina acabará de un plumazo con tanta inseguridad masculina… Ya no habrá más guerras.

– … ¿De qué estás hablando, Bugger?

– Del Potentium, señor. Un medicamento que remedia la impotencia masculina. Probado, patentado y ahora ya de libre administración. Se toma en función de las necesidades, señor. Una sola píldora y al punto se endereza la picha. ¡Se acabaron para siempre las guerras!

Enrique se quedó mirando al vacío durante sus buenos cinco minutos, parpadeando lentamente y con los ojos como una lechuza. Finalmente, se volvió y dijo:

– No, no… Uno no puede funcionar a base de glándulas de mono….

Y ahí se acabaría la cosa. Porque… ¿quién era Brendan para criticarlo? Solía decirle con frecuencia que se sentía perfectamente con sus propias inhibiciones. Pero tal vez fuera sólo propaganda personal, y en todo caso no había manera de probar lo contrario. El hecho cierto es que la cama en la que pasaba tanto tiempo tratando de no pensar en ello tenía un ocupante, y que ese ocupante era un macho pasivo. No, jamás hubo otro hombre tan pusilánime como él. Puesto a elegir entre castidad y la realización de su apodo escolar, Bugger [13] elegía la castidad. Y todo aquello databa de hacía mucho tiempo: de cuando tenía ocho años.


– Después de cuatro horas en el château, señor, me estaba diciendo a mí mismo: «¡Vaya! Esto está helado.» Habíamos examinado los veintisiete cuartos de baño. Por bañeras blancas, no quedaba. Tampoco por falta de pastillas de jabón. Pero las alineaciones, los colores del fondo, no cuadraban… Entonces me acordé de la Casita Amarilla, señor.

– ¿Sí, Bugger?

– Adonde la princesa… iba a menudo a bañarse y cambiarse después del tenis, antes de ir a la piscina. Y fue allí donde se produjo la intrusión, señor. Habían cortado parte de una tabilla de la sección superior del hueco de ventilación, de cara a la bañera. En la repisa de encima del calentador encontramos una cámara, una Vortex DigiCam 5000. Naturalmente, habían retirado de ella el videodisco. Oughtred, que todavía sigue allí, informa que no existen huellas en la cámara y, como era de prever, que los números de registro y demás han sido limados.

– ¿Y qué tenemos que esperar ahora, Bugger? No comprendo qué…

Los dos hombres se encontraban en un vehículo de seguridad en el exterior de Mansion House, donde aguardaban la presencia de Enrique para asistir al banquete de aniversario de la Asociación de Arquitectos Británicos (y donde él pronunciaría más tarde «unas pocas palabras» para recomendarles que velaran por la calidad de sus obras y todo eso). Por un momento el rey pareció ceder a la opresión del entorno: una unidad móvil en la que se amontonaban monitores, transmisores, auriculares. Justo enfrente de su barbilla tenía colgando un micrófono a punto, que parecía un condón de piel sujeto a una varilla. En la mesa había también un tarro de Bovril, encima de cuya tapa se mantenía en equilibrio una cucharilla sucia.

– Hay más cosas, señor. Pero lo que tenemos nos permite ya hacer algunas deducciones. Como la improbabilidad de una motivación pecuniaria. Al principio pensé…, bueno…, la DigiCam 5 vale unas tres mil libras… Consiguieron introducirla en aquel lugar; pero, entonces, ¿por qué no se la llevaron? Esto exonera fácilmente a los miembros del personal de servicio en la casa, como me di cuenta cuando estaba a punto de acorralarlos a todos a preguntas.

– No te sigo.

– Los sirvientes no pueden haber tenido noticia de esa cámara porque, o habrían informado de su descubrimiento, o la habrían robado. Hace apenas una hora, Oughtred me confirmó esta idea de manera un tanto espectacular. La DigiCam 5 es un modelo de lo más portátil, pero no precisamente esta cámara en concreto: esta cámara, señor, tiene incrustaciones en oro

Enrique eructó disimuladamente detrás de su mano.

– ¡Qué mal le sienta todo esto a mi hígado! Tengo la tripa hecha un desastre. Tendré que pronunciar mi discurso sin ponerme de pie. ¿Qué se desprende de todo esto, Bugger?

– Nos dice que se trata de gente ya rica, y que anda detrás de alguna otra cosa. No precisamente de dinero.

– ¿Y qué otra cosa tengo yo, si no es dinero? Soy un monarca constitucional y, por definición, carezco de poder. Gloria mucha, pero no poder.

– ¿Es poder la gloria? -preguntó Urquhart-Gordon. Y añadió para sí, con excitación-: «¿Será un poder negativo?»

A la mañana siguiente, mientras se servía una taza de té con limón (normalmente tomaba para desayunar una buena taza de té inglés, de su marca habitual, más algunos fiambres y pastas), Enrique IX recibió un comunicado de su chambelán:


Para vuestra información, señor. Copiado consultando el libro de visitantes del château. Ruego excuséis la ausencia de formalismos. Presentes durante la estancia de la princesa (por orden cronológico de su llegada):


Enrique R; Bill y Joan Sussex; Brendan Urquhart-Gordon; príncipe Alfred y Chicago Jones; Chippy y Catherine Edenderry; sultán y sultana de Perak; Boy y Emmma Robville; Juliet Ormonde; Lady Arabella Mont; John y Nicola Kimbolton; Joy Wilson; príncipe Mohammad Faed (y esposas); Hank Davies; el emir de Qatar (y esposas); El Zizhen. Nota: en determinado momento hubo en el château 47 menores, incluidos 15 adolescentes.


Ah, El, El, El Zizhen… Justo un año después del accidente de la reina, Enrique se encontró cenando a solas con Edith Beresford-Hale. Aunque fácilmente explicable (y graciosamente excusado), el forzado, tembloroso y jadeante fiasco que siguió bastó para convencer al rey de que aquello se había acabado. Edith era aún viuda, o viuda una vez más, y se habían operado otros cambios en ella. Por ejemplo, que contaba ya sesenta y tres años. Pero Enrique no era nada indulgente, y estaba preparado para huir de la escena de puntillas y con las zapatillas en la mano. «Es la última vez», se dijo apresuradamente a sí mismo. «¿Qué ocurre contigo, Hotty?», le había preguntado la reina en una ocasión semejante al tiempo que le daba a Excalibur un par de fuertes agarrones, antes de apartarlo de sí con impaciencia. «Oh, vamos…, ¡es desesperante!» Bueno, sí… ¿Qué ocurría con él?

Y entonces llegó El…

– ¿Puedo contarte un secreto? -le preguntó en su inglés sin acento, uniéndose a él cuando había salido a fumar un cigarro a un balcón de la embajada de China en París. Enrique se volvió (y advirtió la repentina ausencia de su escolta, el capitán Mate). Su universo era una galería de extraños, y allí estaba otra que lo era por partida doble: la encantadora trenza morena, la asimetría parcial de sus ojos sin párpados (uno feliz, el otro triste), los fuertes dientes clavados sin miramientos en sus presas… Enrique inclinó su rubia cabeza en un ángulo paternal… Para ser claros: durante los pasados doce meses habían tenido acceso a él con regularidad beldades de todo el mundo histórico (mujeres perpetuamente acosadas por llorosos multimillonarios). Muchas sabias lenguas habían restregado -hasta prácticamente secarla- la oreja regia. Y el rey podía haberse resistido, pero siempre se inclinó gustosamente hacia ellas, esperando una respuesta que jamás llegó… El Zizhen, en cambio, caminaba de puntillas. Y se produjo el contacto. Pareció como si una mariposa se hubiera instalado en su tímpano… No, pongamos dos mariposas, apareándose. Y al punto su corazón colateral (tan aletargado, tan holgazán, tan decididamente hipocondríaco) se expandió como un toallero telescópico.

Subliminalmente, en sus ensoñaciones, Enrique estaba preocupado. La coincidencia sexual: él, en el château, con la otredad de El entre sus brazos; y más allá del césped, la princesa sorprendida en la Casita Amarilla.


14 FEBRERO (11.20 A. M.): 101 HEAVY


Primer oficial Nick Chopko: Si está diseñado para hacerlo, lo hará. ¡Joder…, estoy cansado! ¿Qué hay de eso, comandante?

Mecánico de vuelo Hal Ward: Guy me decía que estaba muy cansado del viaje a Honolulu. Que era como si estuviera borracho. No exactamente borracho, sino destrozado por completo.

Comandante John Macmanaman: Estaba leyendo en AUN que los dos pilotos de una línea doméstica se quedaron dormidos a los dos minutos de haber despegado. Ahora, con una cabina sellada, confío que no iréis a…

Chopko: Las azafatas estuvieron gritando y aporreando la puerta. Estaban ya prácticamente en el espacio cuando finalmente despertaron.

Macmanaman: Espero que no sea allí donde deseéis estar hoy… ¿Sabéis cómo llamaban los aztecas a los cometas? «Estrellas que fuman.» Por la cola, supongo. Ya echarás una cabezada, Nick. Pero ahora tendréis que excusarme un segundo. Voy a saludar a un pasajero.


– ¿Te ha resultado molesto el despegue? -preguntó.

– Ah, confío en ti, John -dijo Reynolds.

Vestido con su uniforme, y con la gorra en la mano, se inclinó para darle un beso. El hombre del 2A miró con curiosidad al comandante, pero siguió con la cabeza torcida, mirando hacia atrás por la ventanilla para controlar la posición del ala.

– Bienvenida al mundo de los viudos. ¿Qué tal te va, Rennie?

– Bien… No, me siento muy bien. Notas un vacío, y el final fue horrible, pero no nos engañemos. Conocías a Royce.


En la bodega, el cadáver de Royce Traynor (lleno de cera y formaldehído) aguardaba enseñando los dientes.

CAPÍTULO CUARTO

1. ESO QUE LLAMAN MUNDO

– «El llamado “Hombre del Renacimiento”, Xan Meo, atacado y hospitalizado a finales de octubre» -leyó Russia- «pudo haber sido víctima de su propio pasado, que está enturbiado por el crimen y la violencia.»

Era su primer día en casa, y Xan Meo escuchaba.

– «Su padre, Mick Meo, era un próspero gángster del East End, que cumplió numerosas condenas de cárcel por atraco a mano armada, robo, fraude, evasión de impuestos, extorsión con amenazas y desórdenes públicos.

»“En 1978, cuando ya andaba por la sesentena, Mick Meo fue sentenciado a nueve años de prisión por intento de asesinato, y murió en la cárcel. La víctima fue su propio yerno, Damon Susan, el marido de su hija Leda. Antiguo convicto también, Susan quedó confinado a una silla de ruedas después del incidente. Jamás se recobró de sus heridas, descritas en aquel entonces como ‘inusualmente espantosas’, y vive ahora en un hospital de West Sussex.

– Tú ya sabes esto. No dice nada nuevo.

Russia inhaló aire. Parecía absorber color para su rostro…

– «La primera mujer de Xan Meo, Pearl O’Daniel, figurinista de teatro», oh, sí, seguro, «provenía de un medio similar. Su padre y tres de sus hermanos han estado en prisión por delitos violentos, y ella misma ha sido condenada en dos ocasiones por tenencia de cocaína.

»“Manteniendo la tradición familiar de agredir a familiares próximos, el propio Meo atrajo la atención de la policía tras un incidente con Angus O’Daniel, el hermano mayor de su ex esposa, quien declinó presentar cargos. Y, en su juventud, Meo se vio condenado por una serie de pequeños delitos, incluido el de lesiones materiales.»

– ¿Qué diferencia hay entre materiales y graves?

– Esto…, el alcance de las lesiones. Graves es peor. Materiales son sin importancia.

– «Aunque no hay nada que sugiera, de momento, que el reciente asalto contra Meo tenga alguna conexión directa con su pasado, ya se sabe que la violencia tiende a volver sobre sí misma, duplicada. La violencia engendra violencia. Por lucrativa que pueda haber sido la actividad de Meo trazando retratos de personajes de los barrios bajos en la pantalla y en sus escritos, tal vez esté encontrando ahora que debe pagar por su pasado.»

– No se trata de un «pasado». Es una providencia. Una procedencia, quiero decir.

– «El matrimonio de Meo con O’Daniel fue disuelto hace cinco años, en razón, entre otros motivos, de malos tratos físicos. A los pocos meses, Meo volvió a casarse. Su segunda esposa es…» bla, bla, bla…

– No, sigue. ¿Quién es mi segunda esposa? Recuérdamelo.

– «… La doctora Russia Tannenbaum, que da clases en el King’s College de Londres, y es autora de un conocido estudio universitario sobre los hijos de tiranos.» Notable.

– ¿Qué te parece notable?

– Que no haya errores de bulto.

Russia empujó hacia él, a través del sofá, el voluminoso y releído periódico. Xan vio que el artículo estaba ilustrado para reforzar el tema: la foto de Pearl procedía de un grupo de fotografías que ella había hecho circular durante uno de los más lamentables episodios de su divorcio: con la mejilla izquierda lastimada y el ojo cerrado y amoratado encima del pómulo (en la misma desesperada pelea, Xan había salido con la nariz rota). En cuanto a la foto de Russia, se la habían tomado por sorpresa en alguna calle, y daba la impresión de estar evitando que se la hicieran. Xan estaba representado por un fotograma extraído de una película para la televisión titulada 99 puntadas, en la que interpretaba el papel de Matón McTavish: tenía una botella rota en una mano y un martillo de carpintero en la otra.

– Bueno…, no puedes decir que no estabas…-dijo Xan-. No puedes decir que no estabas avisada.

Ella le miraba. Su rostro ahora parecía llevar una máscara, un revestimiento por efecto de la sustracción hospitalaria del vigor y la luminosidad. Era asimismo, de nuevo, extrañamente leonino: el de un ser que, en la expresión satisfecha de su boca, mostraba hallarse muy arriba en la cadena trófica: una cara que no temía a ningún depredador.

– Iré a verlos otra vez. Al periódico. Hablaré con Rory -dijo-, y le daré mi versión.

Entró Billie, sin la escolta de la niñera. En el último par de meses había conquistado el derecho de dar vueltas por toda la casa sin ir acompañada…, con gran provecho para su vida interior. Era cada vez más frecuente sorprender en sus ojos una fresca mirada de asombro: de nuevas adquisiciones, nuevas incorporaciones a su cerebro en proceso de formación.

– Trae un libro, querida -le dijo Russia-, y papá lo leerá.

– Fíjate en el tamaño de este periodicucho -dijo Xan al tiempo que lo dejaba deslizarse de su regazo al suelo-. Y me han puesto en la página ochenta y seis… Es bueno, en estos tiempos, que hablen de ti los periódicos. Si estás al principio, en las páginas de noticias, te han pillado. Pero, si no, la cosa va bien. Porque no habrá maldita la forma de que lo encuentren.

De una cosa estaba segura Russia: él nunca había hecho eso antes…, maldecir delante de Billie.

– Quiero éste -dijo la niña.

Y Xan volvió su atención a una familia de elefantes elegantemente vestidos, que aguardaban la comida en un comedor palaciego.

– Yo soy éste -dijo Billie-. Y mamá este otro. Y aquél es Baba. Y Lada ese otro.

Xan le indicó la cabecera de la mesa, donde se hallaba sentado el padre.

– ¿Y quién es ése?

– … Nadie.

Ése era nadie. Un elefante vestido con un traje azul, simplemente.


Negación del déficit, deuda energética, fatiga de la dirección: sabían el tipo de cosas con que podían encontrarse. Y las abordaban con sensatez.

El descanso sabático de Russia por maternidad estaba llegando a su fin (y tenía en perspectiva una visita a Alemania para dar una conferencia); también era inminente e imposible de posponer el viaje a Brasil de Imaculada; pero Xan, en su estado, no podía ir a ninguna parte: eso también parecía obvio. Pasaría el tiempo jugando y holgazaneando con las niñas, y se ocuparía de la casa…, en la medida en que le apeteciera hacerlo.

Ambos proyectos resultaron ser excesivos para él.

Muy pronto se vio que no se le podía confiar nada. La espaciosa cocina, donde Xan pasaba la mayor parte de su, de pronto, ilimitado tiempo libre (porque le dio por reafirmar sus habilidades culinarias), se convirtió en un laboratorio donde se amontonaban alocadamente sartenes de hierro fundido, cazos ennegrecidos y cacerolas abrasadas: donde el cubo de la basura estaría disputando su puesto a uno de los cucharones caídos, mientras el microondas trepidaba y se tranquilizaba. Las cosas se escurrían a través de sus dedos: se derramaban líquidos, se rompían. Se abrasaba con la tostadora, se llenaba del polvo que salía del molinillo de café. Incluso el frigorífico se reveló como su declarado enemigo.

Iba dejando por toda la casa huellas de sí mismo, como mensajes enviados de un animal a otro. Un calcetín, un chaleco, un par de calzoncillos en las escaleras, en la sala de estar…, pero también sus desperdicios, sus emanaciones. Cuando Russia se acercaba a la bañera, siempre veía en ella dos palmos de agua sucia con una capa superficial verduzca, y, flotando a medias, toallitas, trozos de pañuelos de celulosa, apelmazados con mucosidades y cerumen. Así como pequeños acúmulos de caspa y recortes de uñas, de piel seca. Pero lo más característico, por supuesto, era que no había forma de persuadirlo de que hiciera correr el agua en el váter; y así, cuando abrías la puerta de la casa, tenías la sensación de entrar en un gallinero del Dorset rural, o en el zoo, o en un lavabo de caballeros del Tercer Mundo. Y ahora, por la noche, sus sobacos despedían olor a coño.

Estaban sentados a la mesa, con las tazas y cacharros del té, y los periódicos. Si le hubieran pedido a Russia que describiera aquella atmósfera, la habría calificado de seudonormal. Entonces él dijo:

– A las chicas les gusta la ensalada.

– ¿Qué?

– A las chicas les gusta la ensalada. Hay una diferencia real entre los sexos. A las chicas les gusta la ensalada.

– Tú tomas ensalada…

– Sí, pero a mí no me gusta la ensalada. A ningún hombre le gusta la ensalada. A las chicas les gusta la ensalada. Y puedo demostrarlo.

Ella aguardó.

– ¿Cómo?

– Las chicas comen ensalada cuando están colocadas. A un hombre le apetecería una barrita de chocolate o su snack de galletas; no una porquería con tomate. Una chica come ensalada por la mañana. Directamente del frigorífico. Sólo una chica haría eso. Las chicas son así. ¡Dios! ¿Es el teléfono que suena?

– No, es el frigorífico.

– ¿El frigorífico?

– Es nuevo. ¿No lo has notado? Hace ruido si dejas la puerta abierta. Te has dejado la puerta abierta.

– ¡Cállate, joder! -le gritó al aparato-. ¿Es que acaso soy el primer hombre de la tierra que tiene que decirle a su frigorífico que pare?

Volvió de nuevo el ruido: un chirrido molesto.

– ¡Eh, tú! ¡Deja ya de joder!

– En lugar de decirle que se pare, ¿por qué no vas y lo cierras?

– Ciérralo tú. Y la boca, de paso.

– No me hables así.

– ¿Por qué no? ¿Tienes la regla o algo así? De acuerdo, no me enfadaré. Estás con el disco rojo. Tienes a los pintores.

Éste era el tenor de sus conversaciones.

– Por favor, procura comportarte como Dios manda -le decía Russia.

Al momento siguiente, la cabeza y los hombros de él se hundían y replicaba:

– Eso es exactamente lo que estoy tratando de hacer… Lo estoy intentando. No puedes imaginar lo difícil que resulta intentarlo. Tú no lo entiendes. Pero puedo decírtelo. Es un auténtico coñazo.

Sonó el timbre de la puerta. Russia cerró de golpe el refrigerador de camino para bajar las escaleras.

Mi habitación, pensaba Xan… Fuera hace frío, pero mi habitación está caliente, pero mi frigorífico está frío…

Cuando Russia volvió, vio que su marido estaba haciendo dos cosas a la vez. Semejante ocupación multitarea era rara ahora en él. Hacer una cosa ya le resultaba bastante difícil. Aun así, se había sentado en el sofá, y dormía y lloraba al mismo tiempo.


Las niñas, entretanto, intercambiaban sus opiniones.

Al principio, las dos parecían asombradas, pero estaban encantadas de verlo. El primer día, Billie, que salió a recibirlo a la entrada, le había dedicado una sonrisa tan grande al verlo, que temió que se le fuera a desencajar la cara: las comisuras de su boca desaparecían casi en sus cabellos. No vio a Sophie hasta la mañana siguiente; su carita fue la primera que vio en cuanto abrió los ojos. Pero mientras que Billie, en la misma situación, se hubiera metido entre sus padres como el trazo horizontal de una H mayúscula (H de hogar, tal vez, pero sugiriendo también la idea de una frustrante cuña entre ambos), Sophie se colocó al lado de su madre (a la que estuvo todo el rato dándole ruidosamente la lata, una vez más y sin descanso). Sophie sonreía también. Y cuando Xan volvió a abrir los ojos veinte minutos después, aún seguía sonriendo, y él se dio cuenta de que era la misma sonrisa, que había mantenido mientras dormía. Una sonrisa, la de Sophie, que no tenía el insostenible énfasis de la de Billie. Era leal, agradecida y, sobre todo, con cierto sentimiento de propiedad: le había escrito en su ausencia, y ahora estaba en casa. Él tendió la mano y sintió su brazo. El calor que aquel hecho había creado le llegaba, devuelto, a través de las venitas azules de su muñeca.

Billie cambiaba lentamente. Consentía en que la levantaran del suelo y la abrazaran, pero a los dos segundos se debatía tratando de liberarse con desconcertante vigor. Más adelante, cuando él se agachaba para recibirla, ella se hacía un ovillo y luego lo miraba a través de los dedos entrelazados. Y cuando Xan conseguía que se estuviera quieta junto a él con un libro («Vamos, lee; se está haciendo de noche»), y se inclinaba luego a darle un beso en la raya de sus cabellos, ella se echaba para atrás, se frotaba la cabeza y decía: «¡Oh, papá…!», como si papá no fuera nada más que un nombre que él se daba. Se acercaba a él sigilosamente y le preguntaba, con un murmullo cohibido, si le había traído algún regalo; luego, cuando se ofrecía a bañarla, ella declinaba el ofrecimiento, pero decía que podía quedarse a mirar cómo se bañaba. Había empezado a tratarlo -y él a verlo así- como a un amigo de la familia un tanto enigmático. Billie era de esa raza de niñas pequeñas que, en ciertos aspectos, parecen muchachas de veinticinco años de edad, salidas (y con notable ventaja) de su segundo divorcio. Con esa misma cara, de mujer que lo sabe todo de la vida, lo miraba ahora. Como si él fuera el séptimo u octavo de su lista: el pretendiente dudoso y pesado al que, en contra de su buen criterio, sin duda, había optado por no rechazar definitivamente.

Sophie, cambió de repente. Sophie se transformó en un instante.

Fue al tercer día de haber vuelto a casa. Ciertos problemas de logística habían obligado a Russia a dejarlo solo en la casa con la pequeña, una situación que nunca más se repetiría. Se suponía que Sophie estaba acostada y durmiendo en el piso de abajo (eran ya casi las siete), y él no había pensado gran cosa en ella cuando la oyó gritar en su cuarto. A aquellas alturas, la pequeña había cumplido ya casi un año, así que su llanto tenía una nota de confianza, casi pragmática, como de quien conoce bien el percal. Él lo había oído en anteriores ocasiones, evidenciando una confusión y un desespero mayores. ¿Por qué les costaba tanto a los niños pasar del sueño a la vigilia? ¿Qué era lo que los separaba del despertar y hacía tan difícil el tránsito? Se diría que en el sueño perdían su control del amor y de la vida y que, a veces, cuando se despertaban, no podían sacudirse aquella sensación soñada de caída libre.

Entró en la habitación, la sacó de la cuna y la llevó a la luz. Ella le vio la cara… y fue como si saltaran de pronto todos los perros de Londres. Un grito es un instrumento romo; pero éste fue más semejante a un silbido: penetrante, punzantemente dirigido y enfocado a él… La pequeña comenzó a retorcerse, para acabar calmándose y poniéndose rígida. Después, paso a paso, siguió el proceso a la inversa, llenando sus pulmones de aire con breves boqueadas de asombro: quizá esperando que, obedeciendo a la intensidad de su deseo, su padre se transformara ahora en Russia o en Imaculada. Con todo, al advertir que eso no sucedía, se instaló finalmente en el límite extremo de la desesperación, y a partir de allí ésta fue haciéndose cada vez mayor.

Vino luego un intervalo crucial en el jardín, bajo el manzano. Xan se las había arreglado para llevarla a cuestas al piso de abajo, medio sentada en la barandilla de la escalera y manteniéndola sujeta bajo sus brazos. Así llegaron a la cocina, donde él trató de calmarla con todos los trucos que se le ocurrieron, aunque ninguno funcionó. La llevó, pues, a la puerta de atrás de la casa y la sacó al jardín: dio la impresión de que el aire fresco y el resplandor azulado del crepúsculo tenían el efecto de serenarla, y al cabo de un rato incluso fue capaz de mirarlo a la cara. Sus ojos… Contemplarlos era como flotar en una balsa o en el curso lento de un río. Unas aguas en las que competían diferentes corrientes y sutiles variaciones de temperatura: una de tales corrientes de fondo parecía ser de confianza, y Xan trató de nadar hacia ella, aunque la perdió pronto, dispersada en otras corrientes. Finalmente, optó por renunciar a sus suplicantes murmullos y limitarse a tenerla a su lado mientras él gruñía y se estremecía. Era como en los últimos días de Pearl: con los gemelos abrazados a su pecho, y ahora bajo el cuchillo, en un dolor inseparable. Como una hora más tarde regresó Russia de buscar a Billie. Y diez minutos después Sophie estaba completamente dormida, abrazada lastimera y resignadamente a su patito de peluche.

En adelante Xan se miraría a menudo en los ojos de Sophie, tratando de encontrar en ellos aquel mismo latido de confianza. Pero no conseguía encontrarlo. Y la niña ahora se echaba a llorar en el mismo momento en que él entraba en la habitación. En la cena, cuando la pequeña estaba con ellos, con el asiento como un par de calzones medievales atornillados a la mesa, Xan se veía obligado a comer sólo con una mano, manteniendo la otra sobre la cara como en una especie de congelado saludo para que la pequeña no se la viera.

Pero… ¿y Russia?


Te acordarás de ésta, muchacho… Bien, sí…, lo recordaba. Lo has vuelto a mencionar. Lo has repetido… A mencionar… ¿a quién…?

Se acordaba de los cócteles, los Dickheads, del pato muerto y con las patas arriba en el verdoso canal. De la puesta de sol, como una operación de extinción de incendios. Del gorrión fisgón. (¿Es tu ligue?) ¿Por qué hiciste eso, tío? Lo has vuelto a mencionar. Lo has repetido… Mencionar… ¿a quién?

Xan había leído en los libros, en la literatura sobre los traumatismos craneoencefálicos, que una experiencia necesita tiempo para transformarse en recuerdo. No mucho tiempo…, tal vez sólo un segundo o dos. Pero el golpe se lo habían asestado con tanta rapidez y dureza… A aquel nombre significativo no le había dado tiempo de transformarse en recuerdo. Y quizá (así lo sugerían los libros, por lo menos) aquella pausa en su memoria fuera un reflejo cerebral…, un reflejo de autoprotección. Como si el cerebro no quisiera recordar el golpe.

Pero él necesitaba recordarlo. En su rememoración epiléptica, con los convulsos movimientos de su pluma que corrían en todas direcciones, reproducía sus pasos de aquella tarde de octubre, diciéndose a sí mismo vamos, vamos con una cadencia del East End (a la manera como son jaleados habitualmente en el East End los luchadores por parte de quienes presencian un combate). En ocasiones, el paralelismo podía ir tan lejos como para hacerle percibir el olor del aliento del asaltante, de sus hormonas, ceñido como un pañuelo alrededor de su cuello. Pero no iba más allá. Era como una investigación en los mismísimos inicios del universo, en aquel fragmento de tiempo infinitesimal donde reinaba la oscura violencia de sus condiciones iniciales. Porque uno no podía remontarse jamás al Big Bang…, por más que se empeñara.

Y así, inclinado sobre su escritorio, trabajaba en su diario, como le habían aconsejado que hiciera. Anótalo todo, le habían dicho. Y él lo anotaba todo.


Desperté a las diez. Me levanté a las once. Agua fría en la cara. Luego bajé por la escalera (perdí el equilibrio dos veces). La pequeña, que estaba allí, se echó a llorar. Tomé cereales. Hice el té, y me quemé la mano. Tomé asiento ante el escritorio. Escribí esto.


Se había sentido con ánimo y buena disposición para luchar cuando bajó. Y su cuerpo recordaba esa sensación: pero ahora se sentía tullido, un tullido absolutamente incapaz de luchar.

El exterior era para la gente sana, por eso no salía. Hasta sus visitas al buzón del correo, que se hallaba al final del jardín de delante de la casa (a una distancia de apenas cinco metros) lo ponían al borde de una inmensidad caótica. Esto lo hacía parpadear.

Fuera estaba eso que llaman mundo.


– ¿Le importa si empleo una grabadora? La última vez, si no recuerdo mal, no tuvo usted inconveniente. Rory me dijo que usted quería dejar algo muy claro.

– Sí…, pero, bueno, ya llegaremos a ello. Lo que quiero decir es que deseo hacer llegar un mensaje.

– Muy bien… ¿Cuándo comprendió usted que su padre…?

– ¿Que mi padre era un mal bicho? Cuando yo era pequeño, mi madre solía decirme que estaba enrolado en el ejército. Si tenía que estar fuera durante un año, mamá me decía que estaba en Vietnam. Y cuando yo objetaba que nosotros no teníamos tropas en Vietnam, me decía: «Bueno…, pues tu padre está allí. Es todo lo que sé.»

»Claro que entonces comenzaban a llegarnos todas esas cartas con sobres de papel oscuro, procedentes de Broadmoor y Strangeways, [14] hasta que finalmente se presentaba él, pálido como un pulpo. Todo ello alimentaba mis dudas. Pero por entonces, comprenda…, los delincuentes encontraron un nuevo juguete: la publicidad. Y todos se pusieron a hacer lo que estoy haciendo yo ahora. Conceder entrevistas.

Xan ya había contado anteriormente buena parte de todo esto: en entrevistas. Y las frases, y hasta párrafos enteros, los había expresado ya. Pero ahora había alguna cosa que parecía entorpecer su discurso.

– ¿Los delincuentes? Eso no tiene mucho sentido.

– No, no lo tiene. Pero todos les pagaban por ello. Pensaban que era una nueva y magnífica forma de enrollarse…, ya sabe…, de congraciarse con la poli. Pero esto puede tomarse por ambas partes. No vas a incordiar a un tipo que está pasando un tiempo a la sombra. Así que yo leía noticias sobre él, y después me iba de la lengua a propósito de cómo podían atraparlo por esto o por aquello, con lo que tenía que largarse por algún otro tiempo. ¿Dónde está ahora, mamá? ¿En Mozambique? En cualquier caso, no vas a enchironar a tu propio padre, ¿eh? O tu infancia.

– ¿Se mezcló usted con todo esto al hacerse mayor?

– Yo era el ojito derecho de mi madre, y ella tampoco era trigo limpio, pero estaba absolutamente en contra de la violencia. En cambio, yo era un luchador, recuerde. No me pregunte por qué, pero me encantaba una buena pelea. A veces iba a pubs de fuera; la clase de sitios donde la moqueta del suelo se te pega a los zapatos hasta casi sacártelos de los pies. Entras, pides una caña de cerveza bien grande, te bebes el contenido de un solo trago y después colocas el vaso boca abajo en la barra. Lo cual es como decir: «Quiero tenérmelas con cualquier tipo de aquí.» Siempre salía alguien que me mandaba tres meses al hospital, justo antes de que a papá lo enviaran a la cárcel. Aquello sacaba de quicio a mamá. Y con mi hermana, además, hecha ya una perdida… Pasé directamente del reformatorio a un internado en Littlehampton, en la costa sureste, que parecía un jodido cuartel; básicamente era una academia para pijos marginados. Un par de años de ese régimen y, después, literatura y arte dramático en Sussex. Cambié. Era un hippie. Pero aún era capaz de luchar. Y un hippie capaz de luchar tenía futuro.

– En la universidad fue usted un donjuán…

– Cualquiera podía ser un donjuán para ellas… en aquel entonces. Eran tiempos en que las chicas se iban a la cama contigo aunque no lo desearan en realidad. La presión del grupo, eso es lo que era… Y, si yo estaba por encima del término medio, era porque podía ofrecerles… pacifismo, desde una…, bien, desde una posición de fuerza. Yo andaba lleno de collares y pañuelos floreados, pero cuando aparecía por allí algún grandullón chiflado pisando más fuerte de la cuenta, yo le espetaba: «Huelo a sebo.» O me acercaba a un grupo de skinheads para decirles que eran una panda de jodidos fascistas. Si eres capaz de luchar, no tienes ninguna necesidad de luchar. Ni de acobardarte. Y a las chicas, digan lo que digan, eso les gusta. Ah, mira, muchacho… Me cansa hablar. Lo siento: aún no estoy muy fino.

– Si usted quiere, podemos… ¿Seguro? Una última pregunta, entonces. ¿Podría decirme algo acerca de su padre y de su tentativa de asesinato?

– De acuerdo. El marido de mi hermana Leda, Dios haya acogido su alma, le pegó una soberana paliza. Y papá le ajustó las cuentas. Le dio una buena tunda; dijo que gustosamente pagaría diez años por ello, y ésos fueron los que le echaron. Y, para acabar, voy a decirle otra cosa. El tipo que me envió tres meses al hospital fue él, Mick Meo. ¿Por qué? Yo había salido al patio, y allí estaba él, luchando a muerte con algún otro gilipollas loco. Forcejeé con él, y me sacudió. Tres meses. A la semana siguiente atizó a mi cuñado, que ya nunca volvió a caminar, y se fue a cumplir sus nueve años. Luego escapó, le pegó una somanta al alcaide de Gartree y lo mandaron a una celda de seguridad a que le revisaran los tornillos…

»No…, aguarde, aguarde… Comprenda…, yo rompí con el mundo de la delincuencia, pero esas cosas las lleva uno dentro. Uno sigue siendo un tipo despreciable para la policía. En América, los polis son los héroes de la clase trabajadora. Aquí son los perros de la clase trabajadora. Aquí los consideramos esquiroles, traidores… Aceptan un chelín de los ricos para cuidarles los trastos en la guerra de la propiedad. Se habla de honor entre los ladrones. ¡Chorradas! Pero sí existen reglas… Pues bien…, quien me cascó en octubre…, o hizo que me cascaran…, tengo la sensación de que creía que yo había acudido a la poli a contar historias. Pero eso fes algo que yo no haría nunca. Cuando la poli me… interrogó a propósito de la agresión, yo respondí que no recordaba nada. Y ya pueden seguir viniendo a preguntármelo, porque les diré que no recuerdo nada. No es verdad, pero es eso lo que les diré. Ya pueden meterme hierros candentes por el culo, que no diré otra cosa. ¿Comprende? Soy el tipo más amable del mundo… Ya sabe usted. En el coche, por ejemplo, siempre estoy con… «Pasa tú, querida…», «No, usted primero, por favor» y todo eso… Pero si alguien… Bueno, escupo en los ojos de quien me hizo o encargó que me hicieran eso. Y le digo: ¿Tienes algo contra mí? Oye, ven a decírmelo a la cara… Sí, da la cara, ¡maldito seas!

Incluso dormido, su rostro se desfiguraba y contraía.

Pero había también otros murmullos, como los que salían de detrás de las puertas entreabiertas que rodeaban a los enfermos, los imprevisibles y los violentos.


Pearl, cuando hablaba por teléfono con su marido, se mostraba despiadadamente sincera.

– ¿Querrías hablar con alguno de los chicos? En un minuto le diré a alguien que venga. Pero, primero, Xan, tengo que preguntarte por tu media naranja. Quiero decir, por…, ¿cómo es eso?…, por «la parte de tu relación que no ha sufrido el traumatismo craneoencefálico». Estará de luto, Xan, por la persona que fuiste en otro tiempo. Es muy natural. Aquí dice que los dos tenéis que «despediros» del «antiguo» Xan Meo…, el que era capaz de trabajar y ganarse la vida. ¡Se ha ido, Xan! Y ahora escucha: no temas llorar. Aquí dice que deberías hablar de los buenos tiempos. Mirar viejas fotos y llorar a moco tendido.

Xan no se había ido. Tenía que pensar que no se había ido. La realidad era como un débil sueño matinal. Te haces consciente de la escasa realidad que demuestra el sueño, y, en el curso de una revolución de terciopelo, te levantas; te levantas e intentas tomar el control de la narración falta de sentido…, para guiarla hacia el placer, o alejarla del temor. El sueño era débil, pero también lo estaba el soñador, hasta el punto de que podría llegar otra ola y sumergirlo.


– Hmm -dijo Billie-, agua rica.

Empleó las dos manos para dejar el vaso vacío en la mesa de la cocina, y enseguida salió de la habitación.

– ¿Agua rica? -repitió Xan-. Bueno…, supongo que a un hombre condenado a muerte el agua puede parecerle deliciosa. Y también el aire. Quizá valga para ambas cosas.

Con el periódico en su regazo, Russia lo observaba. Los dos sabían que ahora la conversación enfurecía a Xan. Lo habían comentado, por supuesto. Y mantenido una discusión sobre el tema.

– No puedo creer que hayas dicho eso. Lo has hecho a propósito, ¿verdad? Ha sonado como el gruñido de un animal.

– Es el dialecto de la tribu. Lo entenderán.

– ¿Quién lo entenderá?

– La interesada. ¿Suelto muchos tacos?

– ¿En general o cuando te entrevistan…? No. Aparte de repetir «pequeños bastardos fascistas», «loco gilipollas» y cosas así… No.

– ¿Y qué tal es…? ¿Qué tal es mi inglés?

– ¿Tu inglés? -Se encogió de hombros y dijo-: Puede pasar.

– Pensaba que podría seguir siendo fluido. El tipo debió de refregármelo. ¿Té? -añadió-. El té es una mierda. Quiero café. Tú te has tomado ya dos tazas de café de Colombia y yo estoy aún bebiendo esta porquería. ¿Qué hay para comer?

– Pescado.

– El pescado es una mierda. Quiero carne.

– No puedes tomar carne. Y no puedes tomar café. Todavía no.

– ¿Y qué puedo esperar, entonces? Esta noche, antes de cenar, beberé un par de vasos de sucedáneo de cerveza. Y si la cerveza es ya una mierda…, explícame tú qué podrá ser un sucedáneo de cerveza. Ni siquiera una mierda. Una mierda de mierda. ¿Y después? Una fuente de mierda. Y agua rica.

Russia se puso en pie. Él la siguió hasta la encimera, diciendo:

– Debería mantener cerrada la boca, ¿no es eso? Porque, si a una mujer no le caes bien, tampoco va a caerle bien nada de lo que digas. Ya pueden ser palabras dignas de Hamlet…, que a ella no le van gustar en absoluto.

– ¿Sabes lo que pienso? No es que te hayas transformado en un animal. Estoy pensando que lo has sido siempre.

– Ah, ¡muy bonito!, eso es. Me machacan la jodida cabeza, y ahora nadie me quiere. Las niñas no me quieren. Tú tampoco.

– Lo estás haciendo otra vez. Te estás pegando demasiado a mí.

– No es verdad.

– ¡Diantre! La verdad es que me estás sacando de quicio. Apártate. Y… ¿sabes una cosa?

– ¿Qué?

– Llevas bajada la cremallera de la bragueta.

Sí, es verdad, es verdad… Lo peor de todo era lo que ocurría en el piso de arriba: en el dormitorio del matrimonio.

2. SU VOLUMINOSIDAD

La primera Frase casi lo Hizo caer de espaldas:


kerido clint: ¿ers como los otrs hombrs?


Pero en aquel momento estaba metido dentro de su húmedo saco de dormir en su adosada de Foulness.


(t lo prgunto xk te prguntas si tiene importancia el tamaño.) bueno…, si no ers como los otros hombres, no tpreocupes. mi actual «otro», orlando, tiene una gran polla, d la ke sta inmoderadamnt orgulloso, pro t lo asguro, clint, tú no necsitas para nada la maldita gran 21.


– Una maldita gran… ¿veintiuno? -se preguntó-. Oh, no…, ¡es «herramienta»! [15] Ese 1 es una l.


¡son monstruos@s! ¡l@s odio! ¡y ke efcto tan dsgraciado tienen sobre el ego! el piensa ke tienes ke ponert d rodillas, pro no es el tamño lo ke importa, clint; lo ke importa es el amor. m preguntas también x mi nombre, m da reparo decirtlo. ¡m parece intimar tnto de pronto! el primr acto de entrega, si te parece… quieres sabr mi nombre…, bueno, pues ahí va… m llamo k8. ya lo he dicho, k8; k8… y tu quiers sabr como soy, ade+… 1º, mi tipo… 1 antiguo pretndient mío tuvo la considración d dcirme ke mis «ttas eran 1a birria» y otro aventuró su opinión d ke mi trasro era + birria a1.


Es decir, que a ella también le habían dado muchos plos -palos, maldita sea- observó Clint. ¡Pobre chiquilla!


(¡hst@ ahor@ ningún jovn s ha mostrado tan poco galnte kmo para observar ke mi koño es una birria!); de hecho estoy muy orgullosa d cómo sha dsrollado mi qerpo con los años; no tngo la siluet@ d modlo para rekortr, ni 1 megabusto formidbl d reina dl sxo: soy slo una mdianía sincra. tngo 25 años y stoy sanisim@.


La perfecta diferencia de edades, pensó Clint.


n qanto a mi kra, tngo ojos verdes (¡pero no de envidia!), la mlna rubio aren@; los hmbrs sueln dcir ke tengo 1 carácter sumiso y complacient, al viejo stilo; esencialmnt femenino); mido 1 67, y s ke tú ers + alto ke yo, clint, ke es todo lo ke dbría imxtarm en materia d statura, puesto ke s trata de 1 axioma n rlación con el atractivo.


Y estás en lo cierto. No andas desencaminada. Tienes razón, pensó Clint. ¿Quién sabe por qué? A las chicas les gustan los altos: debe de ser por alguna ley de Darwin…


hac poco trbje como modelo para la empresa de vnta por ktalgo. trbje como locutora y presentadora en un bingo, el Mirage, en King's X, y tienes ke tnr buena presencia para ke t djen hacerlo: incluso sali n las pgs de tu priodico n agsto, ¡a1ke no como piensas! ya t contaré, aguarda y vrás. ¡he de salir ahora! k8.


No en la sección «Chorbas de Soplapollas», gracias a Dios, pensó Clint. Y en aquel momento sonó el timbre de su puerta.

Este hecho, que en la mayoría de las casas carece de importancia, representaba invariablemente en el 24 de The Grove, Foulness, las más terribles emergencias. Hubo un tiempo en el que él se habría limitado a correr escaleras arriba, colocar un espejo de bolsillo entre la pared exterior y el tubo de desagüe, para ver sin ser visto, mediante él y a través del ventanuco del baño, el escalón de entrada de la casa, y tratar al recién llegado según sus méritos. Pero estos tratos libres y fáciles con el mundo exterior pertenecían a tiempos más felices. Ahora Clint se movió subrepticiamente por la casa y fue a encerrarse en el cuarto de baño, donde adoptó una posición fetal entre las baldosas mojadas. El timbre siguió con su sucesión de timbrazos largos y cortos, mientras él se retorcía al oírlos como un ratón de laboratorio. Después vino el silencio, cada vez más denso…, hasta que finalmente el silencio fue a su vez silenciado por un sonido que lo habría hecho bajar corriendo del piso de arriba en mitad de la batalla de Passchendaele: [16] la alarma de coche del Avenger.

Enfundado en su albornoz sin ceñir, y con los calzoncillos teñidos de un gris semejante a tinta de periódico, Smoker se aventuró a desafiar la mañana.

– Hey, ¡mi coche…!

Era uno de esos días en los que el medio oceánico da la impresión de haber tenido fugas e invadido las capas inferiores del aire, originando masas de chorreantes brumas y retazos de nubes bajas que se diría que uno puede tocar y notar sólidas. Allí estaba el Avenger, al fondo de la zona menos visible del jardín, emitiendo lastimeros bocinazos, y a sotavento se hallaba asimismo un tipo corpulento, con el cuerpo apoyado en él, aguardando.

– Este coche es mío…

La voluminosa figura se dejó ver con mayor claridad.

– Ah. Eh…, vale ya -dijo Clint, mostrando las palmas de las manos-. Vamos, amigo. No…, no irás a…, espero que no irás a prescindir de las formalidades. Yo siempre he sido un buen chaval, compañero. Un tipo callado. Jamás…

Mal Bale alzó su rechoncho índice y se lo llevó al labio superior. A Clint lo agradó advertir que su actitud no era, en conjunto, amenazadora: que no era todo pasión justiciera, como lo había sido aquella otra vez en el Támesis, en el exterior del Cocked Pinkie. La actitud de Mal era meramente de pocos amigos, incomodada… Clint reflexionó un instante. Él era un periodista. Llevaba el periodismo en las venas. Días antes, en el despacho, había escrito el nombre prohibido en un motor de búsqueda en Internet, lo que no hacía nunca. Por un instante se había sentido como el físico de ciencia ficción que teme haber podido cancelar el universo pulsando simplemente una tecla.

– No se trata de eso -dijo Mal.

– Entonces…, ¿por qué has venido a verme, compañero?

– Estoy aquí en calidad de representante -dijo Mal-, de la agencia de acompañantes Ébano.


¡Joder! ¡No volvamos otra vez a las señoritas de compañía! Con algunas personas nunca puedes… Una sucia maniobra por parte de mi ex novia, pensó Clint. Aunque…, bueno…, tal vez él se había pasado un poco con aquello de Su Voluminosidad.

La chica, Rehab, lo había humillado a fondo y, por eso, se había merecido a conciencia la lección que Clint le había dado. Fue y lo dejó tirado en una de las «cenas regias» del Lark (eventos celebrados una vez al mes en las habitaciones privadas de algún prestigioso restaurante de Soho). Heaf estaba allí, por supuesto, con su pareja, la señora Heaf; Mackelyne Había acudido con la señora Mackelyne, Strite con una muñeca o bombón, y Supermaniam con una de sus divinidades subcontinentales de múltiples brazos…

Aleccionada, y pagada, para pasar por novia de Clint, Rehab explicó a los demás reunidos que era una señorita de compañía aleccionada y pagada para hacerles creer que era la novia de Clint.

– Damas y caballeros -había dicho Clint-, permítanme que les presente a una persona que se ha convertido en alguien muy especial para mí. Damas y caballeros… Ésta es Rehab.

– Encantado -dijo Heaf-. Siéntese aquí, querida.

Querida, pensó Clint. No podías llamarlas cariño o corazón, pero lo de querida estaba perfectamente bien.

– Y ahora cuénteme, querida… ¿Cuándo tiempo hace que se conocen usted y Clint?

Rehab consultó su reloj de pulsera y dijo:

– Una hora y quince minutos.

Y así salió todo.

Dejando aparte cualquier otra consideración, aquello fue un flagrante incumplimiento de contrato. Previamente habían convenido un presupuesto: tanto por cada recuerdo afectuoso compartido, tanto por cada vez que tomara la mano de Clint entre las suyas; esto por cada beso lanzado con la punta de los dedos, esto otro por cruzarse tiernamente las miradas, y tanto, finalmente, por pasarle ella a él una cucharadita de su crème brûlée.

Después, en su opcional pero no presupuestado regreso al hotel, Clint, empleando todo su encanto personal y la promesa, como mínimo, de una fracción significativa de su factura neta, indujo a Rehab a quitarse la ropa y pasar al baño para meterse en la bañera… Hecho lo cual, cerró la habitación por fuera y se largó del hotel con todas las cosas de Rehab bajo el brazo. Y en eso paró todo. No había existido en este caso la menor sugerencia de los tironcitos de pelo y los pellizquitos en los pezones que tan costosamente habían fastidiado su anterior cita con Scheherezade, de Acompañantes De Luxe. Y todo lo que Rehab tuvo que hacer fue bajar chillando quince pisos por la escalera de incendios, hasta que alguien la vio al pasar por la calle y avisó al portero del hotel.

Además de haber dormido solo durante un par de noches antes, Clint se había preparado para aquella cita con Rehab tomando tres pastillas de Potentium y cinco de Su Voluminosidad. Esto último era otro medicamento de venta por Internet que Clint había comenzado a emplear hacía poco. Estaba pensado, según el prospecto, para aumentar el volumen de las eyaculaciones de uno «a proporciones porno». Y lo hacía. Podías tener dudas acerca de la calidad (el color, la textura, el olor y demás características) de las eyaculaciones, pero de la cantidad no podías quejarte.

Y ahí estuvo el error de Clint… y el motivo de que Rehab se sintiera agraviada. Primero, las copas en el bar, mientras Clint estaba todo el rato pendiente de la servilleta de papel en que iba anotando una por una todas las partidas, para mostrárselas luego. Después, el empuje del ascensor bajo los pies, el pesado momento de meter la llave en la cerradura, la moqueta azul. Las cortinas florales… Con estos precios, el cliente se merece un buen trato…, pero Rehab le había estado estafando aquí y allá. Por eso, cuando llegó el momento, Clint calculó que tenía que comportarse como un Dork Bogarde con la Donna Strange de Rehab. Él había estado apuntando a sus pechos (y no a la parte inferior de su abdomen, como habían negociado), y no había tenido la intención de correrse en su garganta, su cuello y su pelo.

Siguió la escandalera de Rehab pidiendo a gritos por teléfono un secador y más sobrecitos de champú. Llegaron con media hora de retraso a la cena, y ya en el taxi él le mostró la idea que tenía de ella. Era una profesional, ¿no? ¿Dónde estaba su orgullo? Una chica como ella, acostumbrada a tratar con locos, pervertidos e incapaces, ¿y arma un alboroto por un muchacho que resulta tener dentro de sí lo que debe tener un hombre? Se lo repitió una y otra vez: «¿Dónde está tu orgullo?» Y esto quizá explicara también que, en el momento de sentarse a la mesa, Rehab, recientemente herida, estuviera de morros.

¿Por qué tenía que haberse comportado como una chiquilla?, pensó Clint (y fue la segunda vez que en los últimos días se descubrió a sí mismo pensando en críos). Ni siquiera había eyaculado en su cara…, que en aquel instante tenía ella rígidamente vuelta. Durante cincuenta y cinco minutos, dejando aparte aquella breve interrupción, Clint no había pensado en otra cosa que en aquella especie de sujetador que había extendido como un engrudo sobre los pechos persas de Rehab (antes de que perdiera por completo el control de su potente manguera), mientras el Avenger volvía a toda velocidad de regreso a Foulness.


Era precisamente en el Avenger donde estaban sentados ellos dos ahora, Clint y Mal. El motor zumbaba (como una máquina de coser) por efecto del calor y el silencio de la radio. Y Clint, vestido ahora pesarosamente con unos «chinos» y un polo, había sacado a relucir un termo lleno de café. Los dos hombres fumaban con ahínco, tal vez porque el interior del Avenger olía poderosamente a pies humanos. Clint no era capaz de entender el porqué: sus zapatones, provistos de refuerzos y bandas antideslizantes, estaban forrados por dentro con un fieltro de fibra antihumedad y plantillas resistentes al ozono y tratadas para mejorar la eliminación del sudor, con lo que en la adosada no había ningún olor a pies humanos que él hubiera podido detectar. Cuando Mal le propuso que entraran los dos en la casa, Clint le dijo que vivía con su novia, Kate, que era enfermizamente celosa y lo asesinaría si llegaba a enterarse de aquella aventura suya.

– Pero si tienes en casa una mujer así, ¿cómo es que sales con otra pagando por ello?

– Sí, bueno…

– Y ésta no es la primera vez que has tenido problemas por eso, ¿eh, amigo? No comprendo a la gente como tú. Tu novia… ¿Acaso la tratas a golpes?

– Ni hablar. Jamás hago eso -protestó Clint, pero mantenía la cabeza gacha.

– Bien, ahora vas a tener que portarte bien.

Por segunda vez en dieciocho horas, Clint encontró ante sí una factura perfectamente desglosada. Sólo que esta vez no consistía en imaginados favores de costosas caricias…

– ¿Mil libras por la ropa…? -exclamó, echando la cabeza hacia atrás-. ¡Pero si la dejé en una maceta en el pasillo! Estaba en perfecto estado.

– No importa la ropa. Tienes que pagar por el disgusto y la humillación, muchacho. Y deberías dar gracias por estar tratando conmigo y no con alguno de los dos hermanos de la chica, Izzat y Wathan.

– Está bien, compañero… Trato hecho. Y mira…, sin rencores, ¿vale? Y, por cierto, amigo Mal, hay una cosa que deseo que sepas…, que en cuanto a lo otro…

Clint dejó la frase sin concluir y los dos guardaron silencio. Finalmente, Mal dijo:

– Sí, eso… Eso no…, eso no me va.

El Avenger estaba tan alto sobre el suelo, que Mal prefirió saltar de él por el portón trasero. Clint, que había ido dentro en busca del cheque, se asombró de la gran amplitud natural del trasero de Mal, que parecía surgirle a media altura de los muslos para prolongarse sin solución de continuidad hasta la tercera o cuarta vértebra de su espalda. En aquel gluteus maximus se basaban todas las operaciones de Mal; todas y cada una de sus decisiones debían referirse a él. ¿Y Clint? A pesar de su talla y su recia estructura ósea, no había más que un vacío y un pliegue o faldón vergonzante en la culera de sus «chinos» (aunque el carecer casi de nalgas no era óbice para tenerlas llenas de granos y marcas). Cuando se las miraba en el espejo, tenía la impresión de que pertenecían a un hombre mucho más bajito que él, que las mantuviera exageradamente prietas.

– ¿Qué le ha ocurrido al coche, camarada?

– Oh…, en Basildon me salí de la A13 y tomé por las Curvas. Un perro pastor se me echó encima. Di un volantazo, pero…

– ¿Un perro pastor? No fue un perro: fue una oveja. Mira.

– Era parecido a una oveja. Con lanas blancas y rizadas.

– Ah, como un caniche… Pero… ¿qué podría estar haciendo un caniche en las Curvas?

– No lo sé. Pero no era una oveja. Se trataba sólo de un perro.

– Es decir…, que preferirías atropellar a un perro antes que a una oveja.

– No sé si lo preferiría… -Pero sí: Clint se dio cuenta de que subliminalmente consideraba que un perro era inferior a una oveja. Lo cual no tenía mucho sentido. De manera análoga (tal vez) advirtió que no estaba seguro de si tal o cual mujer le resultaba atractiva o no tan atractiva. Era capaz de apreciar la diferencia entre la foto a doble página de una modelo y la de alguna de las chorbas de los soplapollas, pero no tanto, en su opinión, de distinguir grados entre la una y la otra.

– ¿Y eso? ¿Porque crees que la oveja es el mejor amigo del hombre? -prosiguió Mal-. Las ovejas tienen perros pastores. Pero no existen ovejas que cuiden de los perros, ¿o sí? ¿Acaso tienes alguna aquí que te traiga las zapatillas? ¿O que vigile la puerta trasera de tu casa? Has de tener cuidado, Clint.

Clint dirigió un gesto de despedida hacia la espaciosa popa alemana de Mal.

– No sé, compañero -dijo para sí-. Lo cierto es que no sé…

Lejos, hacia el mar, la bruma había alzado una ola aislada, que se precipitaba rota en fragmentos, de izquierda a derecha, como un reguero de pólvora al que se hubiera prendido fuego.

Pero esa oveja, pensó Clint…, apostaría a que esa oveja…

El animal estaba plantado en el arcén, al borde de la carretera, como un viejo personaje rural, temeroso (hasta entonces) del peligro que representaban los coches. Impasible en su empapado y blanco vellón.

Pero, de pronto, la oveja se había precipitado hacia él al pasar. ¡Zas!


– Por desgracia, el soplapollas de Walthamstow -decía Desmond Heaf- acaba de salir del coma y hemos recibido una cartita bastante seria de Tulkinghorn, Summerson y Nice…, nada menos. En tu informe, Jeff, decías que estaba devorando con los ojos a un grupo de niños que se bañaban en la piscina pública. Bien…, según esto, desde la tribuna en cuestión es imposible ver la piscina. Da a unas pistas de squash que no utilizaba nadie entonces. Supongo que no lo comprobaste.

– ¿Comprobar? -dijo Strite-. ¡Pues claro que no lo comprobé! La noticia me llegó del muchacho que tenemos en la comisaría de policía, jefe. ¿Desde cuándo comprobamos las informaciones?

– A Tulkinghorn, Summerson y Nice les ha ofendido también nuestro tono. -Heaf levantó el recorte para mostrárselo a todos y luego leyó un fragmento-. «Así que si pasas caminando por el 19 de Floral Crescent y te sobra un ladrillo, o una lata de gasolina, ya sabes adónde tirarlos.» Una incitación a la violencia contra la familia de un hombre inocente que se encuentra en Cuidados Intensivos…

– ¿Inocente? ¡Estaba haciéndose una paja en público! -protestó Strite, indignado-. ¿Qué hay de inocente en eso?

– Aquí dice que se estaba dando un masaje en la cadera, que le dolía, cuando entró en escena la señora Mop. La pobre tiene setenta y ocho años y está medio ciega.

– Entonces…, ¿por qué echó a correr, con los pantalones alrededor de los tobillos? Si me disculpas, jefe, voy a hablar otra vez con mi informador.

Clint puso cara de circunstancias cuando Strite salió de la sala de reuniones. También él estaba deseando marcharse de allí para ir a la sección de números atrasados. Al llegar ante su ordenador, con su café con leche y su brioche en la mano, Clint había encontrado un nuevo mensaje de Kate: «bueno, eres un pelma. ¡no he cometido ningún error! salí en la famosa página de tu periódico en la fecha tal…» (La indicaba, citando mes y año.) «estaba en el reqadro de enfrente del de la «tí@ cachond@». verás qál de ellas es la mía: las tres principales corresponden a brett, ferdinand y sue. échales un vistazo, y ya me dirás si no estoy la mar de bien.» Ah, sí: la página de respuestas, pensó Clint, despiadadamente. Porque había pocas cosas de las que Clint se fiara más que de una buena página de respuestas. Ahora sí iba a poder ver los rasgos de la mujer a la que, cada vez más, sentía unido su destino. Comentó dirigiéndose a Heaf:

– No es por criticar a Jeff, jefe, pero siempre pensé que estábamos haciendo demasiado hincapié en el tema de ese pervertido.

– Aclara eso, Clint.

En aquel instante volvió a entrar Jeff Strite. Parecía vengado, redimido.

Clint se encogió de hombros y dijo:

– Es un soplapollas.

– ¿Quién es un soplapollas?

– El soplapollas de Walthamstow.

– ¿Quieres decir que es un lector?

– No, jefe. Quiero decir que es un soplapollas.

– Y lo es, en realidad -dijo Strite-. Mi informador dijo que le habían requisado algunos «materiales eróticos». Los tienen almacenados en algún lugar del sótano, y debe de estar buscándolos.

– ¿Veis como tengo razón? Eso es -dijo Clint cruzando los brazos-. A menos que lo que tuviera encima de sus rodillas fuera material específico para pedófilos, claro.

– No te sigo bien, Clint -confesó Heaf.

– No es un pedófilo. Es, simplemente, un soplapollas. Y los soplapollas son las personas para las que se publica el Lark. Los soplapollas son nuestro público.

El jefe miraba de soslayo. La mayoría de las brillantes y radicales opiniones de Clint tardaban días en calar en él.

– ¿Y por eso deberíamos prestarle apoyo ahora? No, no, Clint… Pienso que les estás haciendo a nuestros…, a nuestros soplapollas reales, una clara injusticia. Hay razones serias para sospechar que ese tipo era un pedófilo. Estás olvidando la gran oleada de respuestas de nuestros soplapollas a nuestra campaña de «Acabemos con los pervertidos».

– Tú insistes en eso, jefe. Pero, como a menudo ha señalado Mackelyne, la respuesta a «Acabemos con los pervertidos» pasó virtualmente inadvertida… Tendríamos que haber ido contra la señora Mop.

– Por haberlo dejado en coma.

– Y por fastidiarle su paja. Es a la ventana de esa mujer a la que deberíamos aconsejar que tiraran ladrillos.

Por un instante, el rostro de Desmond Heaf expresó un mal presentimiento y su frente se perló de pronto de menudas gotitas de sudor. Tras diez segundos empleados en recobrar la serenidad, siguió:

– Comunicado real… Me parece que está bastante bien concebido. De una forma más bien emotiva, la forzada castidad del rey está despertando la profunda preocupación de nuestros… Ah, Clint, me gustaría conocer tu punto de vista a propósito de la línea que deberíamos adoptar al referirnos a la tragedia de Cold Blow Lane. ¿Qué va a hacer el rey ahora? Por cierto, Supermaniam…, pienso que rebasaste los límites del buen gusto en ese artículo tuyo… «Chingarla mientras esté caliente». Pienso que el editorial de Clint del día siguiente era mucho más juicioso y adecuado… ¿Cómo era…? «Hora de desenchufar a Pam.»


Clint estaba con los brazos en jarras de pie en el anárquico cuarto de archivadores de números atrasados. Más de novecientos ejemplares del Lark se amontonaban en inestables rimeros, con tendencia a desmoronarse, y los brazos de Clint se habían manchado de tinta hasta los codos para cuando logró reunir los treinta ejemplares de aquel importante mes de junio.

Como los demás tabloides exponentes de la prensa amarilla, el Morning Lark publicaba un recuadro de respuestas en la página contigua a su consultorio. El consultorio del Lark no se parecía al de los otros periódicos, con su típica integración de tópicos como «Mi pareja se corre enseguida» o el increíble: «Llegué a casa y encontré a mi marido en la cama con mi padre», y todo eso. El consultorio del Lark no consistía en la exposición de problemas, sino más bien estaba dedicado a ofrecer singulares regalos a los lectores: era la página dedicada a pornografía, gran parte de la cual estaba escrita por el propio Clint Smoker. Por otra parte, los pasatiempos propuestos consistían en una docena de fotos convenientemente ampliadas con globos o «bocadillos» para expresar lo que decían o pensaban, dramatizando así las dudas de jóvenes de buen ver vestidos/as en su mayoría con ropa interior.

Puesto que necesitaba un poco de calma y equilibrio, Clint echó mano de su teléfono móvil y llamó a Ainsley Car.

– De acuerdo -dijo el atribulado delantero, después de insistirle-. Me cargo a Donna, y después me tiro a Beryl.

– Al revés, muchacho.

– Me tiro a Beryl, y después me cargo a Donna.

– ¡Joder! Te tiras a Donna, y después te cargas a Beryl… Aunque, recuerda…, no tiene que ser precisamente Donna.

– ¿Qué me dices de Amfea…?

Clint recordaba a Anthea: una rubita sonriente que quizá tendría dieciséis años. Muy popular posando con su madre en secuencias comparadas.

– No, muchacho… Anthea se quedó preñada y lo ha dejado correr todo… Y su madre está hecha una abuela a los treinta y dos.

– Bueno, pues… Donna servirá. Me cargaré a Donna.

– Te tirarás a Donna -le corrigió Clint.

Ah, sí… Allí estaban: Brett, Ferdinand y Sue. Y, por un instante, Clint apartó la vista… Cuando entrabas por primera vez en una agencia de contactos y te recibía la madame que coordinaba el negocio, ésta te entregaba el «folleto» y te dejaba a solas con él: aquello te hacía sentir poderoso. En aquel grueso álbum, cada sonrisa, cada escote, cada majestuosa pechuga representaba distintos futuros que, sin embargo, y según variables escalas de pagos, prometían todos un mismo resultado. Ahora, al contemplar a Kate, Clint adoptaría un punto de vista más humilde. Aquello se parecía más a una cita a ciegas entre jóvenes, cuando te acercabas a mirar a hurtadillas desde una esquina y, después, o seguías adelante o huías… Clint observó la foto por el rabillo del ojo, bizqueando… Su mirada bajó de pronto a posarse en ella. Y, después, con deliberada energía, echó atrás la cabeza para apoyarla en la pared, refunfuñando, riendo, suspirando. No era una reina del glamour, ni siquiera del baile, sino una chica encantadoramente sencilla, una chica corriente, como el póster de una persona desaparecida. Y… ¿podía imaginársela? ¿Podía imaginársela él? Verlos a ambos, asidos de las manos: «Hey, desearía que conocieran a una amiga mía muy especial. Damas y caballeros, les presento a…»

Clint regresó a su mesa de trabajo, donde desplegó una lámpara de codo y una lente de aumento. Se trataba de un cuadro de lo más convincente: la historia de un difícil triángulo, como tantos otros, pero de alcance universal. En las fotos iniciales se veía a Sue en casa con su compañero y amante Brett. Luego a Sue barriendo el suelo de la cocina entre lágrimas, mientras un Brett en camiseta la observaba con los puños apretados: en la siguiente, aparecía Brett viendo un partido de fútbol en la televisión, con un par de calzoncillos con la Union Jack encima de la cabeza, mientras Sue planchaba la ropa; seguía Brett, que agarraba unos tacos y una bolsa de deporte y le decía a Sue que salía a dar una vuelta con el coche hasta el pub para jugar unas partidas. Entraba Ferdinand. Y enseguida pensabas…, sabías: ése es Shelley: poeta y soñador, con los cabellos sueltos, sus flores y su galantería; con sus ojos brillantes como estrellas… Sue aparecía desnuda dos veces. En la primera foto, Ferdinand, mostrando los dientes, la penetraba por detrás…, pero el cuerpo de ella estaba eclipsado casi completamente por el «bocadillo» de sus pensamientos: «Jo, ¡ojalá Brett hubiera oído hablar de los juegos eróticos preliminares…!» En la segunda, yacía sobre la espalda y con las piernas separadas, pero su modestia quedaba preservada por los rizos sueltos de Ferdinand, a la vez que por otro «bocadillo» en el que ella decía. «Mmm… Brett piensa que esto es sólo cosa de gays, pero a mí me parece maravilloso.» La fotografía final mostraba a Sue sentada sola en su cama de madera clara, con un codo apoyado en la rodilla y la cara en la palma de la mano, con la mirada levantada hacia el techo: «Sé que Brett tiene sus defectos, pero Ferdinand parece demasiado bueno para ser auténtico. ¿Cómo voy a elegir entre ambos?»

Una pobre imagen de sí, pensó Clint; eso es lo que es. Pero, tras pensarlo mejor, decidió echar una ojeada a los «Consejos de la Experiencia», con los que concluían todos los casos. Donna Strange aconsejaba a Sue que olvidara a Ferdinand y siguiera con Brett.

Una sonrisilla apenada en su rostro. Por supuesto que estaba simplemente actuando. Pero, con aquella limpia mirada en sus ojos, con un mohín filosófico en su labio inferior…, no te la podías imaginar apenándote, socavando tu confianza en ti mismo, empequeñeciéndote… «No te preocupes. Das la talla, querido… Estás la mar de bien. Sí, lo conseguirás.»

3. COLD BLOW LANE

– Necesitaremos al ejército para esto, señor.

– ¿El ejército? No digas tonterías, Bugger.

– Sólo una leve y tranquilizadora presencia, señor. Es una situación de lo más… ingrata. Disculpad el pesimismo, señor, pero ni siquiera puedo imaginar una salida positiva.

– Ni yo. Pero no me pidas que lo reconsidere. No puedo negarle nada a Loulou…, como bien sabe ella. Y ahí está el problema. Después de todo, es mi prima, y no se ha metido en esta operación a propósito. Tendremos que seguir con ello.

– Señor… No me parece que sea un buen momento discutir ahora las ramificaciones de la entente chino-rusa.

– La ramificación número uno sería que yo tendría que renunciar a El Zizhen, supongo. Y si fallan las dos, ¿piensas que tendría su apoyo?

– Os recuerdo, majestad, que nada afecta tanto al humor del pueblo como lo que le cuesta llenar el depósito de gasolina de sus automóviles.

– Lo sé, Bugger, gracias. Ah…

Entró Amor. Los rayos del sol, ya en declive, que se estaba poniendo a sus espaldas encendieron los impresionantes soplillos de sus orejas. Saludó con una inclinación artrítica, y preguntó:

– ¿Estáis dispuesto, señor?

– Ahora mismo voy, Amor. Iré detrás. ¿Qué tenemos hoy, Bugger? ¿Brucelosis? No… ¿Fiebre Q?

– Encefalomielitis equina venezolana, señor.

– ¡Jo! ¿Y eso qué significa en cristiano?

– Inflamación vírica del cerebro y la médula espinal, señor.

Enrique IX se levantó y miró a su alrededor.

– No tenemos un boudoir por aquí, ¿verdad? Vamos, Bugger, espero que no seas roñosa Haz venir a Blaise o a Henri; encárgales que hagan un rápido reconocimiento, y luego gástate algún dinero en hacer lo que digan. Y que traigan algunos muebles decentes de la suite francesa. -Paseó la mirada por la estancia, observándola a través de unos ojos empañados por su desagrado-. Este lugar era bastante bueno para mi abuelo. Pero no es suficientemente bueno para mí. Y, por cierto, Bugger…

– ¿Sí, señor?

– Dudo en decírtelo porque eso hará que te pongas a ahorrar peniques… Sólo emplearé este lugar una vez. ¿Comprendes lo que quiero decir, Bugger?

– Me parece una medida prudente, señor.

– Sería una catástrofe.

– Una absoluta catástrofe.

– Pero no pienso comportarme como un cerdo y no despedirme adecuadamente de ella. Sí, adecuadamente, Bugger. Eso quiere decir que dejaré las cosas claras desde el mismo instante en que entre por esa puerta. Y, si pasa sólo diez segundos en la habitación, será razón de más para hacérselo agradable… No hay muchos hombres que tengan que subordinar sus corazones al precio de la gasolina. Yo soy uno de ellos. Y, francamente, resulta excesivo.

– Yo lo consideraría uno más de vuestros muchos sacrificios, señor.

– El no nos creará problemas. Ella no nos dará ningún problema -dijo Enrique IX.

El chambelán expresó su acuerdo de principio. Brendan, por supuesto, había examinado cuidadosamente a El Zizhen meses atrás: hija del que fuera durante muchos años embajador de China en París, amante durante nueve años de un jefe de Estado escandinavo, probablemente estaba necesitada de unos dinerillos para asegurar su retiro. Y Brendan estaba convencido de que los obtendría.

– Siento cargarte con todo esto, Bugger. No es tu trabajo, pero haces que me sienta seguro.

Brendan se quedó solo en el olvidado cenador. No era su trabajo, pero… ¿cuál era su trabajo? Manejar el escándalo, controlar el escándalo. Los escándalos eran mareas periódicas de alturas y masas variables. En aquel lío con Loulou -Louisa, duquesa de Ormonde-, las aguas no crecerían mucho ni amenazarían con desplomarse, pero sus interioridades podrían verse agitadas con sorprendente malicia. Precisamente en aquellas circunstancias, si se hiciera pública la relación del rey con El Zizhen, el tema ocultaría el sol…, y no pararía, no pararía hasta convertirse en una ola capaz de arrasar pueblos enteros. Y en cuanto a la oleada que podría estar surgiendo a favor de la princesa, podría tener el efecto de un millar de Krakatoas…

Reclinado en el sofá de rayas, Brendan se sentía ahora reconfortado por una sensación de lujo que no guardaba relación con su entorno inmediato. Aquel coquetón y, por supuesto, gélido nido de amor de Juan II le recordaba el tren real antes de que Enrique dedicara millones a su restauración. El confort había sido vaciado de él por obra del silencio…, como notó cuando una gigantesca cortadora de césped, de dimensiones parecidas a las de un camión, atronó el aire bufando como una ballena a su paso antes de que el ruido se perdiera en el silencio de la distancia. Un silencio que, realzado por el festivo canto de un pájaro, le había permitido oír su propio corazón y sentir la tibieza de sus latidos.

Cuando Victoria tenía cuatro años…, se fue un día a la cama sin darle las buenas noches, y Brendan lo había sentido como si la sangre se le helara dentro. Cuando Victoria tenía catorce años… Fue en la última etapa de su viaje por California; se habían acabado las diversiones y lo que la aguardaba ahora era el aburrimiento, un aburrimiento regio…, un aburrimiento incondicionado y pleno. Hacia la mitad de la última tarde se dio cuenta de que la princesa ya no estaba allí: que se había ausentado dejando un doble, un simulacro, una fotografía suya de tamaño natural, para permitir que su espíritu se acurrucara en algún lugar a escondidas mientras ella repartía sonrisas a los extraños…, prodigaba sonrisas a los extraños…, como si tener catorce años no fuera ya suficiente trabajo, pensó Brendan… Más tarde, cuando disculpándose con una inclinación de cabeza Brendan le pedía que eligiera entre tal o cuál detalle de protocolo al aproximarse la siguiente inauguración o investidura, como a quién saludaría o a quién dedicaría un simple gesto con la cabeza…, la princesa dejaba que su lengua se deslizara hasta la comisura de la boca y levantaba ambas manos hacia él con los pulgares e índices formando dos v. Una w: Whatever: «Lo que digas.» Y él había vuelto a sentirlo, íntegramente, con toda la sangre agolpada dentro de él. Las chicas de trece, de catorce, de quince años muestran a veces una expresión de pánico, como si sus ojos estuvieran atrapados en el cambiante rostro: «¿Hacia dónde voy?» Desde niña, la presencia de la princesa había conllevado siempre agitación, un temblor de electricidad…, pero no había ninguna consternación en ella. De momento parecía una fogosa y emocionante criatura del bosque sacada de unos dibujos animados. En cualquier caso, no había ninguna duda a propósito de su destino, que era la feminidad.

Brendan quería protegerla, pero de momento se veía condenado a la pasividad: no podía hacer nada. «Bien…, los escándalos regios…, mejor de uno en uno», pensó. Con gusto hubiera salido a dar una caminata de treinta kilómetros. Pero, en lugar de eso, sacó su ordenador portátil del maletín y se puso a reunir información acerca del motín ocurrido en la prisión de Cold Blow Lane.


A principios de mes, la duquesa de Ormonde había viajado al sur, cruzando el Támesis, hasta Millwall, para cortar allí la cinta inaugural de un nuevo centro comercial y unas instalaciones deportivas en el proverbial y obstinadamente deprimido feudo de la Isla de los Perros. Después de la ceremonia, una furgoneta llena de personal de seguridad de la duquesa se subió inopinadamente a la acera a toda velocidad y embistió accidentalmente a un motorista, un tal Jimmy O’Nione, a quien, en aquel momento, le dejó sólo medio segundo de vida. La Isla de los Perros era lo que era, y, así, la crisis que siguió no pudo verse más que intensificada cuando salió a la luz la carrera criminal del tal O’Nione: repetidas veces encarcelado y con un fascinante récord de delitos, quien aquel mismo día (a juzgar por el botín y las herramientas que llevaba en una bolsa) iba, evidentemente, de un delito a otro. Dos días después de que el centro comercial y las instalaciones deportivas resultaran saqueadas e incendiadas, la oficina de la duquesa anunció su propósito de erigir una placa de mármol en Cold Blow Lane en memoria de O’Nione, que la propia duquesa descubriría («En recuerdo del apreciado miembro de la comunidad James Patrick O’Nione, fallecido trágicamente en este mismo lugar»). Entre tanto, la prisión de Cold Blow había vivido ya un motín: los reclusos, borrachos en su mayoría, se habían instalado en el tejado de la capilla que dominaba el monumento funerario de O’Nione.

El motín de Cold Blow (según leía Brendan ahora) no tenía nada que ver con Jimmy O’Nione…, aunque el difunto, inevitablemente, había pasado un par de años entre sus muros… El motivo desencadenante habían sido las cavilaciones del preso Dean Bull, quien, durante una visita de su novia adolescente, Diana, expresó dudas acerca de la constancia de los sentimientos de la muchacha. «Cuando un joven delincuente se prepara para cumplir una prolongada sentencia», escribía un veterano en la página web de Cold Blow, inmediatamente creada, «uno espera que las relaciones sentimentales sufran cierta tensión.» Por eso Dean temía que Diana, en su siguiente visita, le diría que no se veía con ánimos para esperarle veintitrés años. Estaba en lo cierto. Y eso lo decidió. Brendan gruñó al leer aquello, suspiró y siguió leyendo.

Precedido por su silla metálica, Dean atravesó la separación de plexiglás y agredió el rostro de Diana con una de las astillas. Ahora bien: hasta el último preso de Cold Blow, incluido el propio Dean Bull, aceptaba plenamente que una acción así le valdría una condena suplementaria y la perdida de toda esperanza de reducción. Dean, que entonces tenía veintiún años, obtendría la libertad a mitad de su cincuentena…, lo que ya era una sentencia considerable. Pero lo que más le dolió fue la paliza que le dieron los guardias. Porque Dean, como se comentó, una vez cometida la agresión, se había comportado con notable contención: dejando caer enseguida su arma (después de murmurar «Ya verás como el viernes la gente deja de mirarte en el pub»), levantó las manos en señal de rendición…, antes de que las porras de los guardias lo molieran a golpes y lo derribaran al suelo. Algunos de los más empedernidos románticos que se deslizaban ahora por el tejado de la capilla (habían subido hasta allí un ordenador portátil y varios teléfonos móviles) aducían que Dean no había tenido ninguna otra elección, ya que el hombre estaba realmente enamorado, y… ¿y qué mejor muestra de ello podía ofrecer que doce años de su vida? Otros espíritus más sobrios se mostraban de acuerdo en decir que la cuestión no era ésa. Que lo que había ocurrido era, estrictamente hablando, una cuestión personal entre Diana y Dean. Pero entonces se corrió la voz desde el hospital de la severidad y la duración de la paliza que le habían dado.

Al acompañar a la duquesa al monumento de Jimmy O’Nione, Enrique IX tuvo un detalle muy amable para con su prima: «Era lo que había que resaltar», pensaba Brendan. Un asunto desagradable y una singular coincidencia contribuyeron a hacerlo más difícil aún: Enrique iba a ir a Cold Blow a la mañana siguiente de su última cita con El Zizhen.

Y precisamente ese día Brendan esperaba hacerle llegar al rey un inesperado mensaje relativo al asunto de la princesa.


Descalza y conducida por el coronel Mate, El Zizhen recorrió el pasillo de la nursery en la semipenumbra, para aparecer sola entre los setos en el último tramo del nidito de amor de Juan II. Allí la esperaban ya un tesoro para asegurar su futuro -dos tahalíes con ópalos de fuego- y un rey que tenía ya la mano en los labios, en un gesto de despedida.

Enrique se levantó enseguida de su asiento y escuchó: los pies de El Zizhen sobre las tablas desnudas de la galería… En cierta ocasión le había mostrado los zapatos que llevaba su bisabuela, la concubina del señor de la guerra en Shandong, donde desemboca el río Amarillo en el mar del mismo nombre: parecían las botitas de fiesta de un niño de tres años. Los pies de la mujer habían sido «reducidos» de la forma tradicional: rotos, aplastados y, después, vendados y envueltos. Esto aumentaba notablemente el valor erótico de la mujer (explicó El al horrorizado Enrique): la mujer tullida, al caminar, al estar de pie, evocaba la imagen de un «sauce moviéndose al impulso del viento». Luego, El Zizhen había tratado de imitar los levísimos, agónicos y sutiles pasos de su abuela, y los brazos del rey se habían alzado de inmediato hacia ella. ¿Por qué? ¿Por qué quería abrazar a aquel sauce? El espectáculo lo excitó…, pero no tanto como el sonido, ahora, de los pies de El Zizhen en las tablas de madera, que registraban su forma, su leve peso, el roce de sus plantas húmedas de rocío en las hierbas del suelo, acercándose poco a poco.

Descalza, El Zizhen parecía más menuda ahora, por lo que al rey, cuando la tomó en sus brazos, le sorprendió su peso. Le susurró lo que tenía que decirle, y El le devolvió entre susurros su respuesta. Y le dijo que lo comprendía.

Fue con un sonido, con un murmullo, como lo atrajo la primera vez; y, aunque los alicientes de gusto, tacto, olfato y vista que poseía El estaban razonablemente bien servidos en el juego erótico, ¿qué decir del sentido del oído? En su opinión, el empleo de mots gros o de cochoneries verbales suponía un intento plausible, pero equivocado, en definitiva, de compensar el déficit. El contenido de aquella conversación obscena era sadomasoquismo sin zarandajas; y el rey, obviamente, no era un animal de esa especie. El Zizhen, que gemía tan musicalmente entre los cojines, desplegaba además su artilugio de geisha, las rin no tama; Enrique no lo miraba con detenimiento (parecía tratarse de una esferilla en el interior de otra esferilla suspendida en un líquido), y jamás notó ninguna obstrucción. Aunque, sin embargo, le parecía caminar, acelerar el paso o correr (dependiendo de la carga que ella le hubiera puesto dentro) a través de las aguas someras de una ciénaga tropical. Las bolas tenían otro oficio, al que El se aplicaba ruidosa e incluso ensordecedoramente…, para gran regocijo del rey… En cierta ocasión, cuando se hallaba tumbado en una hamaca de cubierta en el yate real, lo había despertado aquel sonido: un ruido de piscina, agitándose con un chapoteo que desbordaba sus labios: una tormenta dentro de una tormenta en el golfo de Vizcaya. Él había levantado la vista, para encontrarse con una multitud de poderosas gaviotas que parecían gorriones frente a la fuerza de las grandes olas.

Ahora, en la glorieta de su padre, Enrique aguardaba tendido de espaldas, desvalido, como un crío dispuesto a que lo cambiaran. Pronto, pensó, penetraría a El, y ella dejaría escapar un suspiro tan agradable… Y eso sería todo, todo: besarla y repetir su nombre susurrando, El. Que era todo cuando tenía uno que decir… El sonido de su nombre.


– No me pareció cosa mía -dijo Amor con un gesto de preocupación extendido por su cuello y su frente- molestar con eso a su majestad, señor. Y Dios sabe que no nos faltan excéntricos… Pero, por el tono, pensé que…

– Estoy seguro de que hizo usted lo correcto, Amor -dijo Brendan Urquhart-Gordon, intrigado y a la vez animado por el tono intranquilo y preocupado de Amor-. Como siempre.

– Muchas gracias, señor.

Brendan y otros funcionarios se hallaban en la Greater House, y estaban subiendo a sus vehículos. El rey había partido ya en dirección a Cold Blow Lane con el coronel Forster y sus hombres en una caravana blindada.

– ¿Chippy? -llamó Brendan-. ¿Tengo cinco minutos?

– Le espero fuera -dijo Chippy Edenderry, mirando su reloj.

Siguió a Amor a través de la puerta batiente y cambió decididamente una atmósfera por otra más oscura, más tibia, impregnada por un denso olor a sudor, a jabón y a sustanciosas cenas. Brendan lo inhaló y enseguida siguió adelante, al mundo alternativo del subsuelo… Ni que decir tiene que hubiera sido bastante peor en tiempos de Ricardo IV, cuando el servicio doméstico recibía una retribución absolutamente mínima por principio (por aquello de que la gloria era poder, y todo eso), pero la Casa de Inglaterra estaba siempre protegida por los olores y las texturas del vasallaje: siempre esperando tras la puerta batiente que conducía al subsuelo. Brendan sabía que todos los sirvientes odian a sus señores. Hasta Amor, que era leal como el que más…, hasta Amor sentiría este odio. Porque el odio olía también: tenía un olor a ratones. Brendan encontró un inesperado alivio en la contemplación de la oreja izquierda de Amor: un remolino de filamentos de hierro.

Entraron en una sala de tonos marrones, con sillas de recto respaldo alineadas junto a las paredes. Amor, ceremoniosamente, se puso sus guantes blancos, levantando los dedos y moviéndolos para calzárselos, lo que le dio a Brendan la breve pero certera impresión de que estaba a punto de ser examinado por un médico de modesta práctica, pero de habilidades crecientemente desconocidas. Arrojando por encima del hombro una mirada supersticiosa, Amor le señaló una mesita donde había un teléfono de diseño reciente y un contestador de embarazosa antigüedad y volumen.

– Está usted a merced de este artilugio, señor. Es el mensaje final, me temo.

El dedo enguantado de blanco tembló antes de apretar la tecla de Inicio, y Amor salió de la estancia.

No era posible saltarse nada o apresurar el mecanismo. Así que Brendan, sintiendo el creciente peso de la impaciencia de Chippy, no tuvo más remedio que escuchar una serie de torpes instrucciones y preguntas de diversos suministradores y vendedores pueblerinos, más tres largas y reiterativas quejas de un pariente enfermo que esperaba la ayuda de Amor para poder ser trasladado de un sanatorio a una residencia de ancianos. Pero entonces, de repente, la voz se hizo tan grave y distorsionada que Brendan supuso que tenía que ser la incapacidad final…, el último suspiro…, de la vieja máquina.

«A la atención del rey. El último día de este mes, el material sobre las juergas de la princesa es ya público y puede ser visto por cualquiera. Nota bene: Palacio debería insistir, y debería seguir insistiendo en que ese material es falso. Que ha sido obtenido por mero juego de luces y trucos digitales. Y que, por tanto, es falso, falso.»

Brendan cayó en la cuenta del petulante bocinazo de la máquina. Sacó de ella las dos bobinas gemelas, que le entregaron inocentemente su contenido, como escandalizadas del secreto que habían grabado. Luego recorrió el tibio pasillo. La puerta batiente se abrió, le dio paso y volvió a cerrarse a su espalda.


Justo antes del mediodía, Enrique de Inglaterra emergió del helicóptero F1 de la Aviación Real y, con el cuerpo agachado, se apresuró a cruzar el rayado césped del campo de fútbol del Millwall. Llevaba un abrigo de sedosa lana de cachemir, traje oscuro de calle y corbata de seda negra en atención a la memoria de Jimmy O’Nione (la casa real había lamentado ya la muerte del finado en términos generales que evitaban cualquier compromiso; una vida tan llena de energía, cortada en raíz cuando se hallaba en plena floración…, y esto a pesar de la edad ya avanzada de O’Nione). A pie, y bajo una nutrida escolta de policías de paisano, cruzó Lovelynch Road y se sumó a los congregados en la explanada delantera del Juno Estate, donde fue recibido por el miembro del Parlamento por el distrito, los representantes del consejo municipal, varios funcionarios y burgueses temblorosos, y un pelotón de achacosos jubilados de antiguos regimientos llenos de condecoraciones, con sus raídos uniformes rojos, listos para librar su batalla final. La multitud, los periodistas, la policía, la discreta presencia de soldados con equipo de camuflaje, las torretas del centro correccional de su majestad, que dominaban el monumento a O’Nione: todo esto se hallaba algo más allá, a la vuelta de la esquina, aguardando. Pero los coches que bajaban por Cold Blow Lane daban un bocinazo de ánimo y apoyo, al que respondía un grito de los presos desde el tejado de la capilla.

Al oírlo, Enrique preguntó vagamente:

– ¿Por qué no los hacen bajar?

– Están esperando a que el tiempo se encargue de hacerlo por ellos, señor -dijo el miembro del Parlamento-. El tiempo es la mejor policía del mundo. Y el mejor guardián de los presos, también. Pero estos días estamos teniendo un clima desusadamente benigno.

Tal vez el rey notara que la palabra desusadamente había perdido gran parte de su fuerza. En aquellos tiempos, a nadie le importaba la estación del año en que se estuviera. Por encima de sus cabezas vibraban las altas presiones de un cielo intensamente azul que se propagaban por el aire. Enrique estaba acostumbrado a las sensaciones de expansión alucinógena: a la sensación de ser la misma cosa, de tener las mismas dimensiones del Reino Unido (junto con Canadá, Australia y otras tierras más). Ahora, bien dormido, bien desayunado y sexualmente satisfecho aunque también con cierto sentimiento de privación, le parecía que el cielo era también una colonia suya y que él se hallaba en el centro de aquellas vibraciones azules.

Louisa, duquesa de Ormonde, llegó en su gran limusina negra con cierto aspecto de coche fúnebre. Lucía traje y blusa negros, y un sombrero negro con velo caído sobre los ojos, que levantó para besar al rey. Estaban los dos de pie, algo apartados, y Enrique pudo ver en la comisura de su boca un trazo de humedad, como si sus dedos enguantados lo hubieran marcado intencionadamente en su faz. Con un gesto de súplica, le expresó su gratitud por la amabilidad que le demostraba. Y Enrique sintió por una fracción de segundo, el componente erótico de su gratitud. Los dos habían jugado a los médicos a los seis años de edad, y él se había despertado a veces pensando en ella durante sus años con Edith Beresford-Hale, y había habido una velada, no mucho después del accidente de la reina, en que, entre el segundo y el tercer plato de su cena a solas, Enrique había notado que algo vidrioso y reptiliano se había colado entre ambos. Ahora bajó la mirada a sus musculosos tobillos, a sus gruesos zapatos negros. Parecía tan bien asentada en la tierra como Pammy. Y Enrique pensó en los zapatos de la bisabuela de El Zizhen. No…, él no necesitaba ver a una mujer cimbreándose como un sauce al viento. Pero cuando veía a alguna tan firmemente asentada, incluso en la cama, con los pies en el suelo…, le entraban ganas de ponerse a caminar con ellos, como si le inspiraran un grato nerviosismo. No eran así normalmente los pies de El Zizhen: nunca lúcidos, jamás perdidos.

– Oh, bueno… -le dijo ella-. Mejor sigamos.

– Sí. Prosequare.

Brendan Urquhart-Gordon y Chippy Edenderry se sumaron al cortejo en el momento en que éste entraba por Cold Blow Lane. Y así estaba todo: la multitud a ambos lados de la calzada, y directamente enfrente el muro en curva de la prisión, como la popa de una nave…, con los internos encaramados en su arboladura. Con la esperanza de realzar su impacto, la participación de Enrique IX en los actos de aquel día no había sido programada ni anunciada con anterioridad, y hubo al principio una súbita nota de recelo en el rumoreo de la multitud y un breve desistimiento de los abucheos y ensordecedores silbidos de los presos…, muchos de los cuales, después de todo, dependían técnicamente del beneplácito de su majestad para ser liberados. Pero no duró. Brendan, que seguía los pasos de Enrique de Inglaterra y de Louisa, duquesa de Ormonde, mirando a derecha e izquierda, trataba de individualizar a los congregados. Y en particular a aquellos cuyos corazones parecían apenados por Jimmy O’Nione. El fallecido no tenía familia, amigos, ni socios conocidos y ni siquiera cómplices. Era la comunidad, en sí misma, la que lo lloraba y se engalanaba por él. Mirando más allá del cansado y descarnado odio de aquellos rostros, Brendan veía las calles de edificios idénticos que iban subiendo desde Cold Blow: una tienda haciendo esquina, una barbería con su enseña giratoria, un letrero montado sobre una estructura metálica y dispuesto en ángulo sobre la acera. Aquí, pensó, los remolinos de polvo, los pequeños tornados de basura, girarían en sentido contrario, respondiendo a la prisión y a su fuerza de gravedad. El aire olía a espíritus baratos: a los de los muertos en accidentes baratos: accidentes de circulación, aporreamientos, incendios de colchones.

Se detuvieron. La duquesa se adelantó y fue a situarse frente a una mesa cubierta con un paño negro, en la que había un micrófono y una corona. Diez metros más allá de aquel mismo lugar, la moto robada de O'Nione, que traspasaba el límite de velocidad cuando la embistió la furgoneta al girar, había ido a estrellarse contra el alto bordillo -casi hasta la altura de la rodilla- a setenta por hora; velocidad ésta a la que fue lanzado su conductor, desprovisto de casco protector, contra el muro de ladrillo rojo de la prisión de Cold Blow. Precisamente en el lugar donde estaba la placa en la que la duquesa depositaría su corona, conmemorativa de la vida de Jimmy O’Nione.

– Buenos días a todos, y que Dios los bendiga -empezó Louisa, duquesa de Ormonde, acallando con su voz el frágil murmullo-. Nos hemos reunido hoy aquí para despedir a un apreciado miembro de la comunidad: Jimmy O’Nione… «Él se ha alzado sobre las sombras de nuestra noche; la envidia y la calumnia, el odio y el dolor. Y el desasosiego que los hombres llaman erróneamente goce, ya no puede tocarlo ni volver a atormentarlo jamás… [17] No lloréis a O’Nione… Mientras arde como una estrella a través del alto velo de los cielos, el alma de O’Nione nos guía como una estrella hacia donde están los valores eternos.» Muchas gracias. Y ahora depositaré la corona. Observaremos luego un minuto de silencio.»

Oh, no, pensó Enrique. No lo guardarán. Comprende: sólo tienen ruido.

En efecto, todo cuanto podía desprenderse del tejado de la capilla había sido arrojado ya al patio. Lo único que les quedaba era ruido…, y lo emplearían… Incluso antes de que empezaran los gruñidos, los presos le habían parecido ya primates, concretamente monos de Berbería, macacos sin cola, como los que había visto recelosamente en el Peñón de Gibraltar en el curso de un reciente crucero: sus saltos y brincos, su acción de ponerse en cuclillas y descubrir sus dientes, de espulgarse y rascarse… Y aquellos gruñidos de mono, poderosamente concertados, le recordaban, a su vez, un partido internacional de fútbol al que había asistido cinco años atrás: un centenar de miles de voces le habían puesto los pelos de punta y la piel de gallina al entonar con fanática unanimidad el «Dios salve al rey»; pero ¿y cuando empezó el juego y el balón llegó a pies de un jugador negro del otro equipo? El ruido de los presos ahora (como las vibraciones de un titánico bajo profundo) adquirió una connotación meramente sexual mientras la femenina condesa avanzó hacia el muro; al acercarse a la lápida de O’Nione llevaba la cabeza piadosamente ladeada, pero dio también la impresión de encogerse bajo aquel ruido, bajo su golpeteo carnal, de hundirse, hundirse bajo él. Pensativamente, Enrique se adelantó con su abrigo de cachemir y se quedó inmóvil con las manos en las caderas y los codos proyectados hacia fuera.

Brendan descubrió que tenía también los brazos a los costados, en jarras, como si se humillara ante el rey.

En el tejado de la capilla siguió ahora un instante de vacilación y parón. Y en aquel momento Enrique se vio enfrentado al hecho elemental de que los presos eran hombres, no chimpancés ni babuinos (ni las marionetas brutalmente manejadas con las que, alternativamente, le gustaba compararlos). Embutidos en sus camisetas y camisas desabrochadas, con sus esqueléticos miembros disimulados por el aire que hinchaba sus pantalones vaqueros, eran hombres, y hombres poderosos. Con una curiosa clase de poder, pero poder al fin y al cabo: el poder suficiente para despertar la admiración del rey. Y mantenerlo atento. Viendo el borracho e infantil placer que esta atención les producía, Enrique sonrió. Sonrió sin reservas ni descuido…, y la respuesta fue un rugido salvaje. Pero enseguida recuperó la compostura y se volvió hacia la sacerdotal mirada de la duquesa, que ahora se inclinaba reverente ante el cenotafio de Jimmy O'Nione, y comenzó el minuto de silencio…

A pesar de los poco tranquilizantes descubrimientos que había hecho en la habitación que le tenía alquilada a Jimmy O’Nione (objetos robados, pasaportes y cartillas de ahorro, del fantástico escondrijo de ropa interior femenina, y del hallazgo del esqueleto de su desaparecido periquito), la patrona de Jimmy O’Nione se contaba entre la multitud que se había reunido ese día en Cold Blew…, sobre todo para ver a la duquesa (al rey ya lo había visto antes de cerca…, pero… ¡qué inesperado premio adicional era que él se hubiera presentado también…!). Y qué cantidad de groserías se volcaron en aquel minuto de silencio… Ella no había oído nada semejante en su vida. Fue como si aquellos hombres del tejado lo hubieran ensayado previamente. La duquesa retrocedió un poco como si no pudiera dar crédito a sus sentidos. Chupa mi…, Lame mi…, Bebe mi…, Come mi… ¿Y qué ocurrió cuando concluyó el minuto de silencio y pararon? ¡Un minuto de silencio!: fue la gran sorpresa. Pero, después, ella comenzó a alejarse de allí, temblándole las piernas:

¡Enseña tu culo, enseña tu culo, ENSEÑA tu culo a los chicos…, uf!

Bueno…, ¡hay que reconocer que le hicieron un gran recibimiento!


– Lo ves por todas partes -dijo Brendan Urquhart-Gordon-. Sistemas morales que nos resultan ajenos.

– Sí, Bugger, pero nos cargamos a uno de ellos. O así les parece. El tipo que sufrió aquel golpe.

– … Pensaba que el pueblo estaba hoy más a favor que en contra de vuestra majestad. Pero los presos…

– Bueno…, son presos, Bugger.

Era un rasgo muy monárquico: la incapacidad para censurar a cualquiera de sus súbditos. Tendencia a corregirlos, y con dureza, si fuera necesario, pero no a censurarlos. Sería como censurarse a sí mismo. Y, sin embargo, el rey había estado pensando confusamente, mientras corría agachado bajo las batientes palas del helicóptero F1, que el sexo era lo opuesto de la tortura (pensando, en particular, que los sonidos que emitía El Zizhen eran lo opuesto de la tortura). Ambas cosas tenían una intimidad exquisita; y las dos se basaban en el conocimiento carnal. Como los presos y sus gritos a coro, que eran sexo y también tortura. Los presos, campeones de la protesta y del griterío, tan distintos y, no obstante, tan próximos.

– ¿Dices que de una fuente diferente, Bugger?

Enrique y Urquhart-Gordon se hallaban ocupando brevemente un apartamento privado en un club de caballeros de Pall Mall (donde el rey tenía previsto ofrecer un almuerzo). En la habitación contigua, Oughtred estaba recibiendo una grabadora de la BBC; por lo visto, sólo la BBC disponía de una grabadora lo suficientemente antigua. Llegó el segundo comunicado; Enrique sabía lo que tenía que hacer. Se había excusado ya dos veces para acercarse de puntillas hasta el cuarto de baño.

– ¿Quién puede estar seguro, señor? Pero pudiera tratarse de una novedad positiva. Ah. Gracias, Oughtred. Seguiré en contacto con usted.

Los dos hombres dejaron uno de los cuartos para pasar a otro amueblado de forma parecida: un ambiente de cristal y de plata, con revestimiento de madera parda oscura y con un rictus de vejez en él, como una máscara del imperio. Bajo la cautelosa mirada de Enrique, Brendan acercó hacia sí el grueso aparato y comenzó a accionar sus mandos. Escucharon los ruegos y adioses del pariente enfermo de Amor y, después: «A la atención del rey…»

Brendan se dirigió al fruncido y perplejo ceño de Enrique:

– Si no se trata de algún tipo de trampa, señor, puede ser que tengamos un indeciso, si no un topo, en el entorno del intruso.

La bobina se puso a girar. Y escucharon una frase final pronunciada con voz metálica:

«Prepárese. Prepare a la prensa. Prepare a la princesa.»

– ¡Oh, cielos! ¡Bugger, esto va en serio!


14 FEBRERO (12.01 P. M.): 101 HEAVY


Auxiliar de vuelo Robynne Davis: ¿Hay alguien en casa?

Comandante John Macmanaman: Oh, hola, Robynne.

Davis: Aquí lo tienen. El zumo de frutas especial de Robynne.

Primer oficial Nick Chopko: Gracias.

Macmanaman: Mmm. ¿Qué le has puesto?

Davis: Mi receta secreta. Adivina.

Macmanaman: Bueno… Zumo de naranja.

Davis: Lo dices por el color, ¿no?

Chopko: Ah, y… ¿arándanos?

Davis: ¿Y qué más?

Chopko: ¿Lilt? [18]

Davies: Casi. Ting. Ting baja en calorías.

Mecánico de vuelo Mal Ward: Sabría mejor si le pusieras un poco de ron oscuro.

Davis: Sí, es verdad.

Ward: O un chorrito de vodka.

Davis: Sí, ya sé.

Ward: O incluso un poquito de ginebra.

Davis: Sí, de acuerdo.


Ward: O también podría ser una chispa de ron blanco…

Davis: Vale, vale.

Ward: Disculpadme.

Macmanaman:… ¿Adónde va éste ahora?

Davis: A darle un poco de guerra a Conchita en la clase business.

Chopko: No se le puede censurar al muchacho.

Macmanaman: Sí se puede. ¿Cómo está el radar, Nick? ¿Ves lo que se nos viene encima? Vamos a pedir autorización para subir. A tres nueve cero. ¿Robynne? Haz que se sienten todos allá abajo. Las chicas también.

Davis: Enseguida.

Control de Tráfico Aéreo: Adelante, uno cero uno Heavy.

Chopko: Solicito permiso para subir a tres nueve cero.

CTA: Autorizado. Tres nueve cero, uno cero uno Heavy.


El avión mostró al sol su pecho de plata. Al elevarse, un viento cruzado lo empujó violentamente a estribor: una bestia de las capas altas del aire había tratado de agarrarlo, y luego lo había soltado de sus garras como si se tratara de una pastilla de jabón. El movimiento lateral bastó para liberar el ataúd de Royce Traynor del par de bicicletas que lo tenían ligeramente atrapado. Royce cayó sobre su rostro y después fue arrastrado mediante sacudidas intermitentes hacia la abertura del palet número 3. Al acentuarse la inclinación en el ascenso, otro impulso lateral lo hizo saltar en el aire por encima del compartimento inferior. Rodó de lado y fue a dar contra una hilera de bidones que llevaban la indicación peligro. material inflamable: Clase B y Clase C-3: propulsores de dinamita y cohetes motores para los asientos de eyección de aviones de caza.

CAPÍTULO QUINTO

1. EN EL DORMITORIO PRINCIPAL

– ¿Pearl? Soy yo.

Tiene que haber un punto, pensó, a partir del cual ya no puedes seguir diciéndole a tu ex esposa «Soy yo». Tenía que haber un punto en el que el yo se transformaba en algún otro. Cuando tenías que abdicar.

– ¡Eh! ¿Hay algún chico a mano?

– Xan, Xan… Justamente me estaba riendo de una errata en un libro que leo -le respondió calurosamente-. Me moría de ganas de compartirla contigo, porque sabía que cuadraría bien con tu sentido del humor. ¿Lo sigues teniendo? Quiero decir sentido del humor, porque aquí dice que puedes perder eso también… El libro trata sobre los locos y la errata aparece en el capítulo titulado «Psicosis postraumática», en el apartado «Cambios en la sexualidad». ¿Estás listo?

Sus dos hijos tenían teléfonos móviles, por supuesto. Durante un tiempo, el hecho de tener teléfonos móviles parecía haberles conferido mayor seguridad. Los chicos eran como criminales controlados electrónicamente: podías localizarlos, tenerlos controlados siempre que salían. Pero cuando salían siempre eran atacados… por delincuentes que querían robarles sus teléfonos móviles. A Xan, por su parte, cada vez que salía de casa, cosa que se obligaba a hacer regularmente, lo enervaban los teléfonos móviles…, por las voces desencarnadas que surgían delante y detrás de ti, o a un lado o a otro de ti, dando pruebas con semejante iteración de la necesidad que tiene el ser humano de estar conectado, o de su propia debilidad: porque ésas eran las voces de una multitud solitaria, necesitada de juntarse con otras… Nunca ansioso por verse con Pearl, Xan trataba siempre de ponerse en contacto con sus hijos a través de los teléfonos móviles de éstos. Lo que conseguía era un pitido para que dejara un mensaje (al que rara vez recibía respuesta), precedido por cuarenta y ocho compases de odiosa música enlatada, que te incitaba a actuar como si estuvieras loco. En cuanto a las personas que hablaban entre sí y estaban realmente locas, deberían proporcionarles teléfonos móviles; así podrían pasarse el tiempo charlando consigo y nadie pensaría que estaban locas.

– «La sexualidad del varón herido en la cabeza» -leyó Pearl-, y la mayoría de los heridos en la cabeza son hombres, Xan, porque en general son más impulsivos y dados a la fuerza física… Sí: «La sexualidad del varón herido en la cabeza puede verse afectada por importancia.» ¡«Importancia» en lugar de «impotencia»! ¿No lo encuentras increíblemente divertido? ¡Y lo dice con todas las letras…! Me moría de risa al leerlo.

– Sí…, bueno…

– Están fuera los dos. Les diré que has llamado.

Xan era el padre de sus hijos, y Pearl era una buena madre. Se burlaba de su masculinidad -o así le parecía a veces- porque necesitaba saber en qué grado la tenía… y porque, si notaba que no daba la talla en ese aspecto, lo mismo podría ocurrirles a sus hijos, cosa que ella no deseaba. Pero, más concretamente, Pearl esperaba fomentar en Xan el deseo de venganza. En materia de venganza, era irreflexivamente fundamentalista. Y también lo era él, aparentemente; creía no serlo, pero lo era. Pearl entendería -y Russia no, en cambio- que la venganza era algo a lo que él tenía derecho. La querían todos sus sentidos…, la necesitaban. E incluso en sus momentos de mayor debilidad, en los momentos en que sentía el temblor de su fragilidad, estaba seguro de que se le presentaría la hora de la venganza. No podía ser de otro modo. Y sólo por el hecho de vivir, por durar en vez de morir, se estaba acercando a ese instante.

– ¿Yo? -le había dicho a Russia en cierta ocasión-. Yo no mataría ni a una mosca.

Pero eso ya había dejado de ser verdad. Ahora se pasaba como mínimo una hora al día con un matamoscas y una lata de insecticida tratando de matarlas; de matar moscas, sí. A las avispas las dejaba en paz, si las niñas no estaban allí cerca; a las abejas las respetaba, y con las arañas -devoradoras de moscas- se sentía identificado, ya que eran las enemigas de sus enemigas. A las moscas les daba caza: y cuanto más gordas y peludas eran, mayor necesidad tenía de verlas muertas. Algunas parecían blindadas: como aviones de caza del siglo XX. Y cuando se frotaban las patas como lo hacían, ¿qué era? ¿Una anticipación de su ataque, o la satisfacción de la venganza que ya habían cobrado, la venganza de la fealdad? Xan sentía que aquella fealdad lo irritaba. Cuando se frotaban las patas, parecían estar afilando sus cuchillos.

Semejantes criaturas no podían ser despachadas con la fuerza bruta del matamoscas; el disgusto que le inspiraban no podía viajar por la mano y a lo largo del brazo hasta alcanzar la garganta y provocar las náuseas. «Tan potente que las verás caer», decía la leyenda del insecticida. Y él esperaba ese momento. Durante unos segundos zumbaban alrededor de su objetivo, como si la ráfaga fatal fuera algo que pudieran evitar aleteando. Pero estaba ya rodeándolas por todas partes, como la edad, como cualquier aflicción posible. Las alas se les encogían bruscamente, las tensas varillas de sus patas se rizaban como vello púbico. Eran como hombrecillos…, pero no morían como morimos nosotros. En los hospitales, incluso en las cámaras de ejecución, en las habitaciones más recónditas, los seres humanos no corren a estrellarse contra los vidrios de las ventanas o los espejos, ni caen luego al suelo zumbando rabiosamente y dando vueltas sobre sí mismos.

En cualquier caso…, ¿qué estaban haciendo allí, tan avanzada la estación del año? ¿Qué traición atmosférica las mantenía aún vivas? Eran carroña viva…, muertas ya, ya muertas.


A la casa de St George’s Avenue habían acudido pocos visitantes desde la noche de la agresión. Se presentaron tres o cuatro individuos de anchas espaldas y azulada barbilla luciendo trajes brillantes que estuvieron sentados con Xan aproximadamente una hora y no pararon de preguntarle si había molestado a alguien, y si alguno tenía cuentas pendientes con él de que no tuviera noticia. Al oír sus respuestas, los amplios hombros se encogían y las barbillas azuladas temblaban con aire grave. Finalmente, dejaron de ir. Xan tenía amigos entre los actores, amigos entre los directores, amigos entre los productores; estas personas (y Xan lo comprendía en parte, porque era una de ellas) no podían hacerse a la idea de contemplar el fracaso, la desgracia o la humillación de uno de los suyos. Sus amigos escritores quizá tuvieran una actitud diferente, pero, puesto que no tenía ninguno, puede decirse que también los escritores se apartaban de él. Iban a visitarlo los músicos con quienes solía tocar la guitarra; iban y siguieron yendo durante algún tiempo. Al igual que los chicos.

El martes de la tercera semana en casa, Russia llevó a cabo un experimento. Con una resignación no del todo falta de humor, había leído en los libros que a las personas «con lesiones en la cabeza a menudo les resulta más fácil relacionarse con personas ancianas, que tampoco pueden seguir el mismo ritmo rápido que cabe esperar de las personas de la misma edad que el herido». Muy bien, se dijo. Pero ¿qué piensan de esto los viejos? Y se estuvo pensándolo sentada ante su escritorio, con la cabeza inmovilizada entre las manos; se mordió luego el labio inferior y sus pensamientos fueron a posarse en los Richardson, un matrimonio que andaba por la setentena, buenos y viejos amigos ambos. Russia había tenido una larga conversación por teléfono con Margot Richardson; y Margot se había mostrado muy amable, resaltando su inmunidad a todos los extremos de aburrimiento, escándalo y alarma. O sea que siguió adelante con su proyecto.

Los cuatro -los Meo y los Richardson- estaban en la salita de estar del piso de arriba. Poco antes se habían presentado Billie y Sophie, con sus camisones y los cabellos rizados, recién salidas del baño, y habían sido objeto de un caluroso recibimiento. Russia se ocupaba de pasar una bandeja con las bebidas (una solitaria botella de Chardonnay, más todas las cervezas sin alcohol de Xan, sus refrescos, zumos e infusiones), en tanto que su marido estaba sentado de cara a sus invitados, con una expresión especialmente leonina esa noche: la boca curvada hacia abajo en las comisuras, grandes, soñolientas, tolerantes. Margot Richardson, más conocida como Margot Dresler, profesora emérita de Historia Moderna en la Universidad de California, estaba hablando acerca de la situación mundial, con especial referencia a Cachemira.

– Corresponde a Occidente -estaba diciendo en su estilo académico- establecer una cultura de guerra fría en el subcontinente. Comenzando por la fijación de la línea divisoria. Más conversaciones sobre limitación de armas, tratados para impedir pruebas nucleares, canales para el tratamiento de las crisis y el resto de los medios. Estuvimos cuarenta años librando una guerra así. Sabemos cómo hacerlo. Ellos, en cambio, no. Pero está, además, la cuestión de la religión. En el Gujarat te enteras de que un cabecilla local de poca monta se niega a decir «Hail Ram», y la siguiente noticia que te llega es que hay dos mil muertos. De un lado de la frontera está el nacionalismo hindú; del otro, el islam. Imagínense esto: una yihad, una guerra santa nuclear.

– Pakistán es una mierda -sentenció Xan Meo.

– … El término técnico para eso es perseveración -explicó Russia tras una pausa-. No te importa que lo diga, ¿verdad, cariño? Cuando tienes un accidente como el de Xan, puede ser que te quedes enganchado a algunas palabras o ideas. Parece que en nuestro caso es «mierda». -Sí, mierda, pensó, y cualquiera de sus no demasiado numerosos sinónimos-. Hay también un toque de Witzelsucht, o humor inadecuado. ¡Diantre, cómo le encanta a esa gente el término «inadecuado»! Pero ya se le pasará.

– ¡Pero es que Pakistán es realmente una mierda. La India es la India, pero Pakistán es una verdadera mierda. Lo crearon simplemente sobre un mapa. «Pakistán» es una abreviatura. Lo mismo hubieran podido llamarlo Kapistán o Akpistán. Una mierda, sí.

Margot se apresuró a asentir:

– Xan tiene razón en cierto modo. «Pakistán» es un acrónimo. Si perdieran Cachemira, se quedarían sin la ka. [19] Y tendría que ser… Paistán.

– En todo caso, merecería llamarse Krapistán. [20] Pero hay algo que no entiendo a propósito de la Partición. Algo que no comprendo a propósito de Pakistán. Tomas un país y lo transformas en dos países que están destinados a enfrentarse en una guerra. Y esto ocurrió… dos años después de Hiroshima. Que está a la vuelta de la esquina. Geográficamente. No hace falta ser un… ¿cómo se llamaba ese tipo? ¿Cosanostra…?

– Nostradamus.

– Eso. Nostradamus…

Mientras Xan proseguía, Russia tenía los ojos fijos en Lewis Richardson. Como suele ocurrir con muchos maridos de mujeres distinguidas, irradiaba de él una aprobación incesante y silenciosa. Las arrugas de su rostro, mientras hablaba Margot, temblaban levemente con sentimientos de ánimo, afecto y orgullo. Aquello le recordó a Russia que Xan había demostrado en ocasiones algo semejante hacia ella: una aprobación callada, pero expresiva. Un silencioso respeto que ahora ya no manifestaba.

– Sobre el tema de la mujer -estaba diciendo Xan- han ido para atrás. ¿Sabes cuál es el castigo que se aplica en el norte si te violan? Violarte. ¿Sabes una cosa, querida? -siguió dirigiéndose a Russia-, los libros están equivocados. No son los viejos quienes me tranquilizan. Son los jóvenes. Como los chicos. Porque ellos tampoco saben quiénes son.

Russia se sacudió el flequillo de la cara y dijo:

– ¡Qué día he tenido hoy! Ha empezado a las cinco, cuando Sophie se despertó del todo. Luego Billie tuvo que irse a la escuela…, pero no llegó a quedarse allí ni cinco minutos. Y después me han tenido ocupada hasta las dos de la tarde. A continuación he dado tres horas de clase. Y aún no he tocado mi conferencia de Múnich. Supongo que trabajaré en ella esta noche, a menos que Sophie se despierte de nuevo.

– Ah -dijo Xan en tono autoritario-. ¡Me tocará quedarme sin follar!

En el silencio que siguió, añadió:

– ¿Y cuándo llega el cometa, pues?

– Odio el espacio -dijo Russia sin alterarse.

– El cometa es un enviado del cielo -dijo Xan.

Aunque quizá venga para destruirnos.


Entre tanto, en el dormitorio de matrimonio… La noche en que volvió Xan del hospital, Russia se había visto más o menos agradablemente sorprendida cuando él, todavía con el apagado resplandor del linóleo reflejado en sus rasgos, se puso a gatas sobre ella. Russia elogió su esfuerzo, lo calmó, y se hicieron mutuas confesiones. Pensaba que aquello era de lo más… ¿natural? A la noche siguiente ocurrió otra vez, y también a la otra. Y también a la mañana siguiente, y a la otra. Una vez satisfecho, Xan se quedaba tumbado rugiendo sordamente como un motor al ralentí. Russia pensaba en ese motor. Se diría que era el de un potente vehículo al ralentí, pero manteniendo un régimen alto. Y la «palanca» seguía dando sacudidas de vez en cuando y temblando en un intento de no calarse.

– ¿Qué dicen? -preguntó Billie en la cocina durante una merienda con otra niña de la escuela. Su amiga le había traído un par de chapas en las que estaba escrito: «Sólo di No».

– Dicen «Sólo di No».

– Di no ¿a qué?

– No lo explican. No ponen nada más.

Russia había empezado a decir «no». La cosa funcionaba…, pero su efecto no pasaba de media hora. Últimamente Xan había comenzado a perseguirla por toda la casa.

Cuando ella cedía, sentía a menudo, mientras Xan le movía el cuerpo para colocarla sobre la sábana bajera de la cama, que él asumía el papel de su entrenador personal; otras veces se comportaba como un buen tragón que prepara sistemáticamente la mesa para dar cuenta de una comilona… Y cuando, transcurrida una hora o algo así, parecía ya a punto de concluir, de pronto se tornaba tan estático y abstraído como un insecto-palo; y después tenía que volver a empezar como alguien que perrunamente intentara abrirse paso a través de una puerta cerrada. Russia recordaba una frase que Xan había empleado alguna vez anecdóticamente: «La pilló por su cuenta y le dio un buen repaso.» Sí, eso era lo que le estaba dando. La única vez en todo aquel tiempo en que ella se sintió excitada fue en una ocasión cuando él hizo gala de toda su fuerza bruta, y ella pudo decir que se estaba sintiendo violada y no era culpa suya. Pero este pensamiento produjo casi instantáneamente otro contrapuesto, no política ni intelectualmente, sino razonado: algo así como «¿Y para eso saqué yo dos licenciaturas y estudié historia…, para sentirme violada en una caverna?» Al principio fingió sus orgasmos. Luego empezó a fingir jaquecas. Y ahora sus jaquecas eran reales.

– ¿Por qué no vamos a un hotel esta tarde? -no paraba de preguntarle-. Aunque sólo sea para estar un par de horas…

Ella declinaba, risueña: el trabajo, las niñas… Cuando esta respuesta se revelaba incapaz de hacerle cambiar de tema, Russia recurría a salirle con cualquier cosa rara. Era una idea que se le había ocurrido: la vuelta de Xan estaba lejos de haberlo rejuvenecido. Así que le decía:

– No me parece mal una habitación de hotel, vale. Pero no me gusta que tengan espejos en los baños.

Bien es verdad que, antes de cambiar de tema, Xan objetaba:

– Pero es que no hace ninguna falta que entremos en el baño…

Russia, naturalmente, había comentado el tema con Tilda Quant, entre otros. Existía un nombre para aquello: satiriasis postraumática. Tenía algo que ver con el hipotálamo y la liberación de testosterona. Tilda le dijo que había un medicamento que podía darle (o echarle en el café): acetato de cyproterona. Su denominación comercial era Androcur.

Una tarde lo tenía de pie a su espalda mientras ella estaba sentada ante el ordenador en el escritorio, respirando encima de su hombro.

– ¿Qué es eso? -le preguntó.

– Son correos electrónicos.

– Bueno…, ¿éste qué es? ¿Y éste?

– Pornografía -respondió Russia.

Sin decir nada más, se escabulló a su planta baja con jardín al otro lado de la calle…, y regresó dos horas más tarde, oliendo a piscina pública y a descarga eléctrica. Pero, aun así, se subió encima de ella más tarde, cinco segundos después de que apagaran la luz.

Y lo peor era que todo eso no era lo peor. Ya no.


Xan necesitaba irse a la cama con su mujer por dos excelentes razones: ella era su ideal y, además, la tenía a mano. Pero también estaba siempre deseando irse a la cama con todas las demás mujeres. Si hubiera podido persuadir a Russia de que dejara de trabajar para cuidarse de las niñas y se pasara el tiempo libre en ropa interior poniéndose cremas, esto lo habría contentado. Pero Russia no estaba dispuesta a hacer semejante cosa… Cuando, titubeante, sintiéndose como en un juego de la gallina ciega, Xan se introducía a tientas en el denso dédalo de la City y llegaba a la casbah -al zoco- de Britannia Junction, rara vez veía a una mujer, de la edad que fuera, con quien habría rechazado meterse en la misma bañera. Y se daba cuenta de que ellas lo deseaban también, porque, con sutil lascivia, le hacían señas con sus bocas, sus pestañas, sus lenguas. Se vestían para él, incluso mortificaban sus cuerpos para él: todos los entresijos de sus cabezas no eran sino señales cuneiformes que le decían lo que podía esperar cuando llegara el momento. Pero el momento no llegaría nunca, porque él no podía estar seguro (a pesar de dedicar una detenida consideración al tema) de que aquellas mujeres, muchas de ellas jóvenes y fuertes, no le harían daño. Y, en cambio, podía estar seguro de que Russia no se lo haría.

A veces un picor (localizado, pongamos por caso, en el septum nasal) se nos hace mucho más intolerable que cualquier dolor…, tal vez porque tenemos la capacidad de eliminarlo instantáneamente con la simple sacudida de un dedo. Pero Xan no podía hacer eso. Le picaba el corazón, le picaba el alma. Y aquel picor estaba conectado con la necesidad de venganza. La venganza era el único alivio posible de su insoportable humillación. Y así, por la noche, cuando «invadía» a Russia, eso era precisamente lo que estaba haciendo: buscar un alivio para su humillación. De forma más distante, sentía como si alguna injusticia histórica cometida con él hubiera hallado por fin una reparación; como si su dios, inexplicablemente paralizado, volviera a ser de nuevo más poderoso que el dios de sus enemigos.


Clímax.

La jornada de Russia estaba adquiriendo ciertas proporciones. Tras pasarse despierta toda la noche con Sophie (lo cual, ahora, le proporcionaba cierta satisfacción: Xan permaneció de pie en la escalera durante horas, aguardándola), se levantó a las seis y media y desayunó con las niñas, momento en el cual notó los primeros calambres de su ciclo menstrual. A renglón seguido fue a la universidad, acabó, corrigió y dictó su conferencia. A las tres de la tarde volaría de Gatwick a Múnich, donde traduciría directamente al alemán su trabajo y lo presentaría en una conferencia sobre «Geli Raubal y Eva Braun». El único vuelo de regreso posible la llevaría a Manchester, con bastantes posibilidades de poder tomar el último expreso de la noche para Londres. Esperaba poder estar en casa a eso de las doce y media.

Ya avanzada la tarde de ese mismo día, a su marido lo asaltó una idea. Se dio cuenta de que se debía a sí mismo dos copas; dos copas, cuatro cigarrillos (y media hora de dolorosos recuerdos, es decir, si podía arreglárselas para recordar).

«Nunca llegué a tomarme esos Dickheads», se dijo en voz alta. «Iba a brindar con los muchachos, pero entonces…» Y éste fue un momento importante para él: un recuerdo nuevo que lo llevó muy cerca del epicentro. Lo impulsó a intentar algo que llevaba mucho tiempo posponiendo: una recreación del 29 de octubre… Vio cómo Imaculada bañaba a las niñas. A las seis se puso su abrigo.

– Voy a salir -dijo, y abrió la puerta de la entrada. Estaba más oscuro ahora, más avanzando el invierno, con el sol como una bola baja en el cielo. «El cielo está oscureciendo», pensó Xan Meo-. ¿Dónde está el rey? ¿Dónde está el zorro?

Se acercó a la calle principal: a su derecha, jardines (el parque de Primrose Hill, en forma de capota de cochecito de niños); a su izquierda, espacios abiertos y la ciudad. Orilló, pues, la autovía y Camden Lock y tomó por la calle mayor de Camden, bajo las negras horcas de las luces de tráfico. A esa hora del día podías ver tipos bien trajeados que se dirigían a casa con el portafolios en una mano y una bolsa de plástico que había contenido su almuerzo en la otra. «¿Seré yo uno de éstos?», pensaba. Pues no eran sólo las mujeres: miraba también a los hombres, diferenciándolos, sopesándolos, graduándolos según su fuerza…, temiéndolos. Al hablar antes por teléfono con Pearl, se había sentido tan quebradizo como una bombilla cuando ésta le dijo que su hermano mayor, el enorme Angus, estaba sediento de que le diera la revancha. Y ahora, cuando veía (siempre estaban allí) aquellas figuras de hombres en la calle que revelaban una preparación para la violencia (o para su continuación por otros medios), él no podía encontrar una respuesta; y tendría que encontrarla, si quería vengarse… Compró cigarrillos en un BestCost. Hasta los fluorescentes parecían colaborar en el intento de producirle dolor de cabeza.

Xan se asomó por la puerta de la librería de la High Street y al punto se dio cuenta de que Lucozade no se encontraba ya en la mesa de Libros Recomendados. Dobló por Delancey Street y pasó por delante del café donde ya no tocaba la guitarra rítmica los segundos miércoles de mes por la noche. Luego siguió por Mornington Crescent, bajo los concurridos árboles, y de las puntas y los alambres que dominaban más abajo las vías le llegó con el viento un susurro: «¡Harrison! ¡Mueve de una vez tu condenado…!» A veces un aeroplano puede sonar como una nota de advertencia. Había cuatro en el firmamento, pero demasiado lejos para poder ser oídos… Una densa y enmarañada bruma parda se había desprendido de las farolas como la piel de un oso o un mono, pero con una extraña nota de color en ella (tal vez el resultado de alguna confusión química), semejante al caqui o al color de un esparadrapo viejo.

Allí estaba el Hollywood, y Xan entró en él.


– Hola -saludó al barman (un barman diferente)-, tomaré un… ¿Qué ha ocurrido con los Dickheads?

– Un cambio de carta.

– Está bien. Tomaré un Shithead. No: dos Shitheads. Por cierto…, ¿qué diferencia hay entre un Dickhead y un Shithead?

– El Bénédictine. En el Dickhead.

– Bueno…, pues echa un poco de Bénédictine en el Shithead. Porque lo que de verdad me apetece es un Dickhead. Dos Dickheads…

La terraza pavimentada estaba de nuevo desierta; más que desierta, abandonada. No había ningún animal muerto patas arriba en el turbio cauce, ni una puesta de sol semejante a un incendio detrás. ¿Y dónde estaría su pájaro («¿Es tu ligue?»), su gorrión londinense…? Habían pasado seis semanas y, según los libros, se suponía que ahora estaba emergiendo de una etapa de falsa conciencia…, aunque la palabra incredulidad -se dijo- la definía mejor que negación. Ahora se le suponía destinado a experimentar una profundización de su melancolía al calibrar las auténticas proporciones de su empobrecimiento. Pero Xan ya se había sentido más pobre desde el primer momento y lo que ahora temía era una degradación. ¿Qué impedía que su familia lo abandonara? ¿Acaso no veían ahora, como la veía él, la insospechada fragilidad de todas las prohibiciones? ¿Y por qué se ensañaba él con Russia, por qué la torturaba con el arma del sexo? ¿Para atarla a él, de forma que tuviera que quedarse, o sólo para echar un último polvo antes de que lo dejara? ¿O tal vez para castigarse a sí mismo, a sí mismo, y provocar su rechazo? El gruñido que se le escapó de pronto le salió demasiado fuerte, de manera que, si alguien se hubiera parado a escucharlo al pasar, podría haber pensado que Xan Meo estaba a punto de vomitar.

Pasaron unos minutos. Era consciente de que su estado actual le recordaba fisiológicamente la muerte de su hermana y la forma como ésta había afectado a sus propias ganas de vivir. En aquel entonces (y por espacio de un año, más o menos), lo asaltaba un pensamiento: Jamás seremos inmortales. Porque es la muerte de los otros la que nos mata… De pronto, notó como una alteración del aire vibrando en su nuca. Siguió un momento de temerosa tensión, y entonces se volvió… ¡Era ella, era ella (ahora estaba seguro de que era hembra), el gorrión fisgón, con sus locuaces aleteos! Y mientras el pájaro se inclinaba y agitaba, inquieto, a su alrededor, Xan dijo en voz alta:

– ¿Qué ocurrió, pequeña? Tú lo viste. ¿Qué ocurrió?

A diferencia de las tristemente asimiladas palomas (para las cuales el vuelo era simplemente un último recurso), el gorrión fisgón seguía siendo una criatura aérea; era, y se mantenía altivamente, distinto. Antes de cesar en sus gorjeos, fijó por un instante en él la locura neutra de sus ojos. Xan sintió una corriente, o un cambio de temperatura, en su espíritu. Y entonces recordó: «Cuando recuerdes esto, lo lamentarás, muchacho. Lo has vuelto a mencionar. Lo has repetido…, tal como lo escribiste, con todas las letras.» Con todas las letras…

– ¡Dios te bendiga! -exclamó Xan.

Era información nueva. Significaba que había mencionado a su enemigo en algo que había escrito. Y, así, con dedos temblorosos, anotó también eso en el cuaderno en que le habían dicho que anotara todos los detalles de su jornada: las visitas al baño, lo que había comido, las palabras que había intercambiado con Billie, el lugar donde había dejado sus llaves.

El nombre significativo tenía que estar en Lucozade.

Se dedicó ahora a los Shitheads, y durante un rato se sintió muy feliz y orgulloso.


Con sus cambios de humor, sus fallos en el motor (chapurreos y tartamudeos), sus llantinas, su creciente lascivia, su afición a las palabras y acciones que sembraban semillas de pesar, la condición postraumática de Xan le trajo el recuerdo de algo: de la borrachera. Y así, tras unas cuantas copas más en el Hollywood, se le ocurrió -tal vez algo bebido ya- que en su nuevo mundo el alcohol podría aclararle las ideas. Y en un intento de explorar semejante hipótesis, se encaminó a los pubs salvajes de Camden High Street y Kentish Town Road.

– Ahora, en Londres, reina la congestión, la congestión -dijo un delgado joven irlandés apoyado contra la barra en el Cabeza de Turco-. En todas partes. Pero vuelve a casa, aléjate un kilómetro de Dublín, y no verás a un solo pecador en todo el día.

Metiendo a la fuerza el antebrazo por debajo del pecho del otro, Xan inclinó la cabeza y agachó el mentón para alcanzar su tercera jarra de cerveza London Pride. Todos somos pecadores. ¿Qué otra cosa hacemos, sino pecar? Había muchos pecadores en el Cabeza de Turco: muchos que respiraban, pensaban, soñaban… No todo el mundo puede caminar, o hablar, u oír, o ver…, pero todos bebemos y meamos. En cualquier parte hay personas que comen y que excretan. Xan pidió otra jarra de cerveza del alimentador que había detrás del mostrador de madera.

Se había sentado con un grupo de mamones alrededor de una mesa de billar. Y se sentía feliz. Las tías no lo excitaban y los tíos no le daban miedo. Había un sentimiento común en todos: el de formar una especie de hermandad. Algunos cagones se marchaban…, pero meones recién llegados ocupaban su lugar. Cada pedo pagaba una ronda. Así continuó la cosa durante largo tiempo. Luego él se despidió de los gilipollas allí reunidos y siguió adelante.

Más tarde, mientras se encontraba de pie en el trepidante lavabo de un jazz bar en Camden Road, Xan miró su reloj y se sorprendió muchísimo al ver que ya eran las dos de la madrugada. Pero aquello no debilitó la reconcentrada bizquera que lo había asaltado mientras se aflojaba los pantalones. ¿Su objetivo inmediato? Tras haber consumido una notable cantidad de agua de grifo teñida de color parduzco, el objetivo inmediato de Xan consistiría en averiguar si aún era lo bastante hombre para limpiar con su meada la mierda que había dejado en la parte de atrás del inodoro de porcelana. No fue lo bastante hombre para eso, pero es que aquella mierda era realmente algo serio: cordero al curry agrio, kebab de cerdo, pizza cajún, jalapeñas rellenas… Al salir de su retrete, pensando con algún detenimiento en cómo regresaría a casa, la suerte se le volvió de cara. Había una máquina en la pared que, mediante la inserción de una moneda de una libra, dispensaba una generosa cantidad de colonia barata: lo que necesitaba para ahogar el hedor del pub. Tenía un montón de monedas y, vamos…, las empleó para macerarse a conciencia en la dulzona fragancia. Los cigarrillos se le habían acabado hacía rato, pero no importaba, porque había comprado una buena provisión de cigarros baratos.


Tras una larga búsqueda, encontró la salida y el aire fresco. Deteniéndose sólo para dejar una vomitona junto a una alcantarilla, y mascando a conciencia la punta ya deshecha del último cigarro que le quedaba, Xan se encaminó a casa con un plan claro (acababa de concebirlo bajo una farola al dar una vuelta sobre sí mismo): exigiría la escrupulosa satisfacción de sus derechos conyugales.


Y eso no fue lo peor. Lo peor tuvo que ver con Billie.

2. UNA TORMENTA EN UNA TAZA DE TÉ

– Oh, antes de irme, señor… Estuve hablando hace un rato con unos amigos de Madrid. ¿Recordáis un escándalo que hubo hace…, bueno…, hará como unos cinco años, en el que se vio implicado el rey Bartolomé?

– ¿Tendrás la amabilidad de recordármelo tú, Bugger?

– Ciertamente, señor. Tuvo que ver con la existencia de una grabación de vídeo, que circuló entonces ampliamente, en la que el rey aparecía manteniendo una… sesión… con la esposa de un entrenador de polo local.

– ¿Un qué local…? Oh, perdona…, creí que me lo estabas diciendo en español… ¿Y bien?

– Se dio orden de silenciar el asunto, que la prensa acató bastante bien, y la cosa se olvidó en cosa de un año.

– ¿En un año? ¿Y lo dices para animarme, Bugger? Además, el primo Tolo no es un auténtico… No tiene el más mínimo estilo. Aquel asunto suyo fue sólo otro…, otro escándalo suburbano.

– Es verdad, señor…, en cierta manera.

– Victoria es la futura reina de Inglaterra, Bugger. Los ojos de todo el mundo están fijos en la princesa.

– Así es, señor.

– ¡Dios Santo, Bugger…! ¿Qué voy a decir? No, no me lo digas ahora o no dormiré tranquilo. Supongo que me habrás librado de todos esos pelmas a los que tenía que ver mañana.

– Faltaría más, señor. Estáis libre hasta la una. ¿Puedo desearos que descanséis bien?

– Es un deseo demasiado amable, pero puedes. Y te deseo lo mismo, Bugger.


Enrique IX se acomodó en el asiento del váter. A los pocos segundos, irguió el cuerpo para adoptar una postura de intensa indagación, y después se dejó caer una vez más.

– Adelante -dijo-. Sí, por doloroso que sea. ¡Ten piedad de mí, ojete mío! ¡Uf!

Enrique VIII empleaba a un hombre, a un tal Sir Thomas Heneage, que, en calidad de mozo de letrina, tenía el dudoso privilegio de asistir a las evacuaciones regias (con un lienzo húmedo preparado en la mano). Pero Enrique IX estaba solo en ese trance.

– ¡Uf! Ahora sí. Ya, ya.

Sus problemas intestinales se habían visto complicados últimamente por un «eczema de estrés» aparecido en el lugar más inconveniente. Al rey no le había hecho falta la consulta con su ennoblecido cirujano para saber que «la infección secundaria es, por supuesto, inevitable»: Enrique ya tenía muy claro que, en términos generales, su culo estaba muy expuesto al desastre. ¿Cómo podía mantener algo limpio si lo tenía a un dedo de la cloaca máxima? Y tampoco le podías dar un descanso porque, por cómico que parezca, jamás lo tienes ocioso y estás siempre sentado encima de él. Y lo peor era caminar: una acción que desencadenaba un frenesí de fornicación hasta las mismísimas entretelas. E irse a la cama no servía más que para fomentar el calor, y el continuo hormigueo se transformaba en un nido de avispas.

– ¡No te pares, no te pares! ¿Me oyes? ¡No hay derecho! ¡Cabrón! ¡Ah, por fin…!

Con un retortijón de dolor que le hizo zumbar los oídos, Enrique expulsó lo que tenía el tamaño de una pistola de avancarga mediana; aplicó luego un par de cientos de metros de papel higiénico, y realizó el delicado tránsito del váter al bidé. El abominable cosquilleo se había calmado ya. Por fin había sido rascado a fondo por dentro. Pasarían varios minutos antes de que volviera a desear (no demasiado constructivamente, sin duda) ser el muchachito más apetecible en una prisión de Alabama… El váter era una auténtica pieza de museo, con sus balanzas, pesas y ruedas dentadas. Parecía un planetario o un instrumento de recóndita tortura. El bidé era una artesa baja de mármol con venas varicosas, que habría estado perfectamente a tono en un viejo hospital o manicomio.

De allí pasó Enrique a la bañera para darse un buen remojo. Enrique era casi hinduista en su higiene, lo cual era poco usual para un monarca inglés: en las residencias reales inglesas el lujo jamás se extendía hasta los baños, que eran fríos, grandes y estaban repletos de lavadoras, redes de badminton y cestas de gatos. Se ocupaba por sí mismo también de muchas otras cosas, naturalmente. Por ejemplo, entre los artículos de tocador alineados en el estante de debajo del espejo, uno no encontraría el pequeño artilugio, como unos nudillos de peltre, con el que Ricardo IV había apurado sus tubos de pasta de dientes. Enrique era enemigo de la frugalidad y derrochador por naturaleza. Hasta entonces las personas del servicio real que se jubilaban tras medio siglo de trabajo solían recibir una servilleta de té con el monograma real, una alfombrilla de baño o una entrada gratuita para visitar la sala de los Rubens en el castillo de Windsor. Pero, tras la llegada al trono de Enrique, recibían veinte cajas de champán de añada, o un precioso coche nuevo. Les dobló también los salarios a todos… y después, encogiéndose de hombros, se los redujo de nuevo a la mitad tras la revelación al público del astronómico descubierto en sus cuentas. Las gratificaciones y pluses que aún seguía dando estaban siendo financiados ahora a través de ventas secretas de las colecciones privadas de la Casa de Inglaterra: un Tiziano aquí, un Delacroix allá. Brendan Urquhart-Gordon casi pudo oír el crujido de las carretas y el rechinar de dientes de las comadres que hacían calceta alrededor de la guillotina cuando Enrique anunció, haciendo un mohín, que «las navidades no serían navidades» si su presupuesto de regalos no pasaba de las seis cifras.

Podía decirse que, cuando el rey estaba sentado en el váter, se mezclaba con su pueblo. Que se bajaba de su castillo y hacía lo que cualquiera de sus súbditos. Así pues, primero se mezcló. Y, después, se humilló para aplicarse la feroz loción de Lord Fletcher mediante un guante desechable. Mientras lo hacía, se vio asaltado por un pensamiento incontrolable: difícilmente podía pedirle a Victoria, su bondadoso ángel sanador, que lo curara con un beso, para mitigar el picor, todas y cada una de aquellas pequeñas y dolorosas ulceraciones.

Los días recientes habían pasado con implacable rapidez. Ahora tenía por delante tres horas antes de que vinieran a buscarlo: un lapso que, de pronto, parecía casi geológicamente enorme. Sentado ante su escritorio, bebiendo té chino, hizo gala de paciencia y se dedicó a hacer solitarios. Dieron las once y pasaron sin causar la más mínima impresión en su complacencia, y lo mismo ocurrió con las once y media y las doce menos cuarto…, aunque tenía que admitir que sintió un pequeño sobresalto cuando el minutero dio una sacudida igual que si tuviera un tic y avanzó adustamente más allá del mediodía. Cincuenta y nueve minutos aún: una eternidad. A eso de las tres menos diez, Enrique estaba comenzando su vigésimo séptimo solitario. Diez minutos… no, ¡once! Miles de años todavía. La reina roja, el rey negro, el rey rojo, la reina negra. Seis minutos, cinco… A punto estuvo de protestar que aún le quedaban treinta segundos cuando sonó el golpe en la puerta y entró en la estancia Amor.


Brendan sabía guardar un secreto. El Rolls real acababa de ocupar su lugar en el cortejo, y el rey (tras un escueto «buenos días») sacó ostensiblemente de uno de sus bolsillos laterales un ejemplar de Pasatiempos y Rompecabezas24. Estaba ahora enfrascado en un complicadísimo crucigrama… A Brendan siempre lo asombraba afectuosamente la cantidad de tiempo que su patrón era capaz de dedicar -ya fuera sentado al borde de una azul piscina del Caribe o en la terraza de una estación de esquí de los Alpes- a la misma edición de Pasatiempos y Rompecabezas. En el curso de un largo verano pasado en Nueva Zelanda, Australia, África y Micronesia, Brendan había releído las obras completas de Henry James mientras Enrique fruncía el ceño, introducía garabatos y, frecuentemente, pegaba las hojas rotas de su ejemplar de Pasatiempos y Rompecabezas19. Esto había provocado un momento muy delicado cuando, en cierta cabaña construida en un árbol en Kenya, mientras bebían a sorbitos sus gimlets, Enrique había dicho:

– Hay un chiste estupendo en el libro que estoy leyendo… Se trata de un muchacho que va a prisión con una sentencia muy larga. Y que está un poco preocupado acerca de cómo se las arreglará para matar… el tiempo. Alguien le dice que en el carrito que pasan hay rompecabezas. Le dan un rompecabezas. La clase de juego que hacía Vicky cuando tenía…, espera, ahora te cuento… Ya sabes, de madera con una docena de piezas… El caso es que lo acaba, y se lo dice, alborozado, a su compañero de celda: «¡Ya lo tengo!» A lo que el otro le responde: «Sí, pedazo de bruto…, pero has tardado diez meses.» Y nuestro hombre replica: «¡Oh! ¡Pero si en el paquete pone “De tres a cinco años”!»

Los dos alargaron el brazo en el mismo momento para tomar sus respectivos vasos. Y, en el mismo momento, los dos bajaron la vista y vieron, en la mesa entre ambos, el ejemplar de Pasatiempos y Rompecabezas – 19, y, junto a él, el tomo, encuadernado en suave piel de cerdo, de La princesa Casamassima, de Henry James.

– ¡Qué color tan extraordinario se te ha puesto, Bugger!

Y allí estaba Enrique al día siguiente, en el mirador, inclinado sobre un ejemplar de Pasatiempos y Rompecabezas20…

Ahora Brendan se fijaba en los dos cuellos, separados de él por un cristal como ejemplares de una exposición, que ocupaban el asiento delantero: uno largo y fino (el de Rhodes, el chófer más veterano), el otro corto y grueso (el del capitán Mate). Mate tenía el cuello tan curtido y picado de cicatrices de pústulas, que ni uno solo de sus poros parecía haberse librado de ellas: tenía el aspecto de la arena después de la lluvia.

– ¡Oh, qué ingenioso es el tipo que ha hecho esto! -exclamó Enrique mientras ponía las cuatro letras verticales de la respuesta que formaban el ángulo interior derecho de la cuadrícula. Llevaba más de una hora dedicado a su resolución. Al cabo de otros diez minutos más, lo dejó a un lado-. No puedo seguir con esto -dijo-: es condenadamente enredado. Veamos las noticias.

Los pescuezos de Rhodes y Mate desaparecieron ahora de la vista cuando el rey, pulsando hábilmente un botón, interpuso un paño de fieltro negro. A continuación tomó el mando empotrado en el reposabrazos y lo apuntó hacia la pantalla de televisión a la vez que accionaba hábilmente la tecla de conexión…, como si estuviera rivalizando, pensó Brendan, en una batalla de ingenios. La pantalla chisporroteó y despertó al cabo.

– En fin -dijo-. Tengo la impresión de que me he ganado un trago.

Enrique se retrepó en su asiento con su copa de brandy y la levantó con ambas manos como haría una mujer con un recipiente lleno de líquido hirviendo. Fuera, más allá de las ventanillas de cristal blindado, la mañana azul se había estropeado por completo, y la autopista que conducía hacia el sur era un monumental hervidero de metal y neumáticos empapados bajo cielos de color pardo violado… Cuando Enrique accedió al trono, casi una cuarta parte de la población creía aún que había sido elegido personalmente por Dios; bueno, aquel eczema por estrés, con independencia de dónde lo hubiera pillado, seguramente echaba por tierra el derecho divino de los reyes. Aquella dolencia lo había asaltado por primera vez en la semana que siguió al accidente de Pamela. Lord Fletcher extrajo la conclusión obvia; pero Enrique, que se retorcía aún por efecto de su epifánica crisis («Oh, no, Pammy. Pero, por lo menos, esto significa… Por lo menos, quiere decir…»), tenía otra sospecha. No era tanto el accidente como la tarea, inconcebiblemente onerosa, de comunicárselo a la princesa. Enrique, que apenas soportaba ser el causante de la más trivial decepción, que sufría durante semanas si tenía que negarle un último chapuzón, una tercera piruleta o un undécimo cuento más a la hora de darle las buenas noches en su cama… Hubo un paréntesis de dos días (de embargo de noticias) mientras Victoria era enviada a un crucero por las Aleutianas. Entre tanto, a base de pinzas y cauterio, el eczema de estrés seguía poniendo al descubierto las terminaciones nerviosas de las fisuras y defectos más íntimos. Cuando se lo explicó más tarde a la princesa, en la biblioteca de la Greater House, aún se sintió más embarazado por aquella difícil confidencia. Ahora, en cambio, una vez aceptado plenamente el dolor, pasaba horas y horas paseando con ella a la orilla del río, y hablando del tema.

– ¡Cielos! ¿Habéis visto eso? -exclamó súbitamente Brendan.

– Ha desaparecido.

– ¡Vaya por Dios! No lo pasarán de nuevo.

– Ha desaparecido.

En la pantalla del televisor se había encuadrado un instante una escena callejera: una cola suelta de personas impacientes. Y, de repente, una de ellos desaparecía y dejaba en el mundo un hueco del que parecía brotar la muerte.

A los pocos instantes, Brendan dijo:

– Horrorismo. Eso es lo que acabamos de ver, señor: un acto de horrorismo.

Enrique le miró como induciéndolo a seguir. El Rolls real, con su convoy de furgonetas, había dejado la calle principal y entraba en la explanada en forma de concha de la Abadía.

– Angustia, ansiedad, preocupación, inquietud -dijo Brendan, que reconoció la táctica de Enrique: su afán supersticioso de posponer las cosas: no hablar de Victoria hasta que el coche detuviera su movimiento-. Os persigue una bestia salvaje a la que ya teméis -prosiguió-. Una fiera que transforma el temor en terror cuando empieza la caza. Y que convierte el terror en horror cuando ésta concluye. Sentís horror cuando se abate sobre vos, cuando está realmente allí.

Pero ellos no estaban allí, y delante de ellos la explanada se hundía gradualmente.

Sigue, Bugger -dijo, tenso, Enrique. Casi perdiendo pie, Brendan prosiguió:

– El terrorista que pone una bomba… Para el terrorista que pone una bomba, la muerte no es muerte. Y la vida no es vida, tampoco, sino una ilusión. Existe lo que se llama la bomba demográfica…, la bomba de la natalidad. La bomba de la natalidad, la bomba de la muerte.

Comenzaban a subir ahora.

– Es una manera de hablar, Bugger.

– … Bien, señor, sugiero que os limitéis a lo que podemos suponer razonablemente que será pronto materia de conocimiento común.

– Explica eso, por favor.

Brendan lo hizo.

– Mmm… Un lugar perfectamente adecuado. Te necesitaré, Bugger, a las cinco menos diez.

Entre el Rolls real y la doble puerta de la Abadía había ahora dos hileras de hombres que sostenían paraguas.


Querida princesa Victoria:

¿O qué tal si escribo simplemente «Victoria»? Espero que estarás hasta la coronilla de tanta interminable pompa y circunstancia en tu vida. Aquí no encontrarás nada de eso, y cordialmente te invito a que vengas a hacernos una visita cuando te plazca. ¡Sin ceremonias! Nosotros no somos partidarios de las ceremonias.

De ordinario cenamos temprano, a una hora razonable. Una cena buena y sencilla, como la que se ha venido disfrutando en Inglaterra durante siglos. Nuestra caravana tiene dos habitaciones completamente separadas. Una vez que madre se ha acostado, la independencia entre ambas está garantizada por completo.

Tendremos, pues, absoluta tranquilidad para tumbarnos en el diván y pasarnos cuantas horas queramos conociéndonos el uno al otro. Yo empezaré besándote…, despacio. Suave, tiernamente…, cariñosamente. Después, cuando tú me digas que ha llegado el momento y ni un instante antes (a petición tuya, como dicen), izaré mi…


Brendan bostezó y dejó de leer (seguían varias páginas más). Se hallaba en la sala de espera, con su maletín sobre las rodillas, revisando un lote más del correo restringido de la princesa; un correo que a ella jamás le llegaba. Para empezar, Brendan había pensado que el enemigo tal vez hubiera mostrado su firma en algún momento anterior; ahora ya no lo creía, pero seguía perseverando simplemente por la sensación de que aquello lo conducía a alguna parte. Aunque, por supuesto, aquellas cartas de la princesa no procedían del mundo contra el que había que protegerla: eran fruto del mundo de la nostalgia onanista; un mundo de grosera sentimentalidad y sadismo impotente. Incluso en su expresión más violenta, y algunas eran, sí, sumamente violentas, daban la impresión de una inercia gimoteante, de un estancamiento humillado. Unos hombres así no viajarían a Francia con videocámaras de oro…

Tenía su reloj de pulsera medio alzado en la mesa delante de él. Estaba listo. Mientras aplastaba las cartas en su archivador (Correspondencia Restringida), se preguntó a sí mismo por qué había dedicado tanto rato a lo que era una evidente pérdida de tiempo. Reconoció que se permitía fantasías proteccionistas, como la de interponerse entre el mundo y la princesa. ¿Era ése su trabajo ahora, una mera fantasía de protección?


Con una exhibición de dientes empastados en su rostro correoso, el capitán Mate lo hizo pasar a la Galería de Roble…, cerrada aquella tarde para uso del rey. Enrique y Victoria se hallaban sentados en un sofá Chesterfield al fondo de la sala, a unos veinte metros de distancia. Amor y sus ayudantes se ocupaban en aquellos momentos de retirar los restos de lo que parecía haber sido un sustancioso té y, mientras despejaban la escena y se acercaba a ellos, Brendan se sorprendió a sí mismo pensando en los viejos tiempos, cuando padre e hija pasaban días enteros, y hasta semanas, holgazaneando en algún sofá como aquél, mirando la televisión o, simplemente, dormitando e incitándose ocasionalmente el uno al otro a una partida del Juego de los Espías. El rey no había cambiado, pero Victoria se había hecho mayor ahora, en aquel otoño…, se la notaba más erguida y, en su opinión, más inclinada a mantener cierta distancia entre ella y su padre.

– Es un placer verte, Brendan.

– Siempre lo es para mí, señora. Espero que la princesa haya tenido su ración de pastas de té…

– Sí, me han servido un montón.

– ¿Y estaban lo suficientemente apetitosas?

– Oh, sí. Riquísimas.

Siempre voy con retraso, pensó Brendan, no de un año, pero sí de media temporada.

– Perdonad que os haya interrumpido -dijo en voz alta.

– Mi hija estaba hablando acerca del islam -explicó Enrique. Ni que decir tiene que el rey era un hombre religioso, a su manera: una versión estrictamente no ecuménica del Devocionario de la Iglesia de Inglaterra-. Es como discutir con un condenado mulá.

– Oh, vaya… Estaba haciendo enfadar a papá diciéndole que los musulmanes parecen tener más compasión hacia los otros que los cristianos. Existe entre ellos un lazo real que me parece muy atractivo.

– ¿Está sintiendo la princesa cierta atracción por La Meca? -preguntó Brendan en tono intrascendente.

– ¡Cielos, no! Me parece que no creo en nada. Es sólo que encuentro fascinante todo.

Enrique ya no pensaba en las prisiones de Alabama. Había dado con una forma más aristocrática de rascarse: el atizador con el que se castigaba a Ricardo II (por sus delitos de «afeminamiento»). Y después Bolingbroke, el usurpador, tuvo que viajar a Tierra Santa para purgar su culpa por el fuego y la espada… En algún momento, la duquesa de Ormonde había informado a Enrique de que las quinceañeras eran quinceañeras, y que debía dar gracias de que a la princesa le hubiera dado por la religión y no por la anorexia. Al recordarlo, Enrique expresó la misma idea de un modo que en aquellos momentos resultaba un tanto desconcertante:

– Sería mejor que te sirvieras más pastas de té y te olvidaras de La Meca, querida…

Brendan volvió su rostro a la princesa, que sacudió la cabeza con una expresión de satisfecha vacuidad. Y la sonrisa que ella le dedicó luego…, la forma como se extendió hacia arriba a partir de sus labios para alcanzar el marco de su nariz y fijarse en sus ojos, donde quedó prendida en los pliegues de sus párpados… Brendan era un hombre absolutamente fiel a Enrique; pero Enrique, a veces, le hacía sentir como si hubiera sacrificado su vida por una fruslería evanescente: por un platito para mantequilla, decorado con sus iniciales, en un comedor mortalmente lleno de los espíritus de sudorosos arribistas. Pero lo que sentía hacia la princesa era amor. No sabía qué clase de amor, pero sí que era lisa y llanamente amor.

– Las arenas del tiempo, señor -dijo, golpeando la esfera de su reloj con la yema del dedo.

– Sí, sí, Bugger. Lo siento: Brendan. Y qué pasa con las mujeres entonces, ¿eh, querida? Espero que te quedes un poco desconcertada, preciosa, si te sugiero que te pongas un…, un tipi negro para el resto de tus días.

Victoria adelantó el cuerpo en su asiento y se restregó las manos como si procediera a lavárselas. Luego dijo:

– Pues pensad en lo que sufren las mujeres occidentales por causa de su apariencia. La constante comparación con otras que las mantiene siempre inquietas. Esto también es una violencia que se te impone. Una estúpida vanidad que se te mete quieras o no. ¡Qué bendición sería no tener que volver a preocuparse jamás de eso! ¡Y esa gran sensación de privacidad!

– Bueno…, podemos volver a hablar de esto en otro momento. Mira, querida…, tengo que darte una noticia algo preocupante.


En cuestión de un minuto, Brendan temió que el conjunto de su existencia terrestre estuviera al borde de sufrir un colapso cardiovascular. Observaba al rey, y pensaba: ¿No te afecta eso, hombre? ¿Puedes hacer caso omiso de algo así?

Aunque jamás tan dolorosamente como en la presente ocasión, la integridad de Victoria había sido rota y violada muchas veces antes, por supuesto, y, desde niña, ella siempre había reaccionado con la misma rotunda indignación. No había nada regio en esa indignación: por el contrario, en su ceño fruncido y en su cuello tenso había una nota severamente republicana y femenina. Brendan venía preparado, más o menos inconscientemente, para una nueva versión de lo mismo. Pero… ¿y ahora? Mientras su padre, con la mirada decididamente clavada en el techo, se encogía en el sofá y soltaba el preámbulo que ambos habían acordado («Parece que los buitres han vuelto a las andadas»), Victoria no hacía más que suspirar y ponerse rígida. Pero, en cuanto Enrique llevó la conversación a los detalles («el château», «la Casita Amarilla»), descubrió los dientes -que todavía eran demasiado grandes para su cara-, y dejó que la cabeza le fuera cayendo por grados, como rebotando tras cada descenso. Ahora Brendan podía sentir los latidos del corazón de la princesa como si presionaran contra su tímpano. Y pronto notó el lento golpeteo de su pulso, lacerante, subsumido por el suyo propio.

– Bueno, querida…, pronto se olvidará todo -dijo Enrique, que ahora se estremecía como un hombre que tratara de hacerle señales con los pies debajo de una mesa a alguien que no parara de mover las piernas. Estaba prácticamente tumbado de espaldas en el sofá-. En fin…, tendremos que lidiar con ello -dijo al cabo-. Una tormenta en una taza de té, que hará que debamos ponernos todos manos a la obra.

Victoria está deseando desaparecer, pensó Brendan. Querría evitar los clavos y las tuercas y la metralla. Y por eso está deseando hacerlo. Está deseando desaparecer.


– Un lugar perfectamente adecuado -comentó el rey mientras pasaban por el arco de acceso a la Abadía, que parecía un túnel de montaña, y lo dijo como si Brendan y Victoria y el resto de los mortales estuvieran empeñados en mantener lo contrario, encastillados en un tenaz error-. No sé qué pensarás tú, Bugger, pero me parece que se lo ha tomado muy bien.

Brendan no supo qué responderle… Durante la última media hora, pasada en la Galería de Roble, el ambiente había ido ganando claridad progresivamente, como si hubieran comenzado a retirar una tras otras las sábanas que impedían la entrada de una luz cenital; y ahora los actores habían salido al exterior, donde el cielo era azul y caían de los tejados gotas brillantes como si se hubiera iniciado el deshielo. Al pie de la colina estaba la ciudad, que aguardaba palpitante, como un perro que acabara de sacudirse el agua del pelaje para secarse. Era una invitación para el ánimo…, para elevar el espíritu; pero él se daba cuenta de que todo aquello no era más que bruma y lluvia para la princesa…

Ésta se hallaba de espaldas, algo retirada con respecto a su séquito (el patio era ahora un remanso de agentes de seguridad), en una franja de césped que se extendía entre el sendero y un arriate de flores de color rosa. Observando su silueta encorvada, Brendan comprendió de nuevo lo que era tener quince años; cuando sufrías, sufrían todas tus células. La princesa llevaba unos tejanos negros y una cazadora corta de piel, y Brendan se preguntó por qué la intensidad y el dolor de la crisis alcanzaban su máxima expresión en las tensas nalgas de la joven, que parecían inseparables de su pesar.

Brendan se adelantó hacia ella. Al rodearla para verla de frente, estaba preparado para ver sus ojos anegados en lágrimas, pero los tenía serenos y azules como de costumbre. Sin embargo, al igual que en los labios, la serenidad de sus ojos era fruto de productos químicos: la química de la desolación, que se traslucía en un aliento acre.

Tal vez por eso hizo él entonces algo sin precedentes: la abrazó, diciendo:

– El rey os perdonará cualquier cosa que hayáis podido hacer, estad segura. Sin pensárselo dos veces. Y yo lo haré también. Siempre os protegerá, como yo mismo.

– ¿Perdonarme? -dijo. Acentuando todas y cada una de las sílabas, pensó él mientras soltaba su mano y se retiraba.


En el Rolls real, el rey, con un diestro y ostentoso movimiento de su muñeca, activó el televisor y se retrepó en su asiento con un gruñido de satisfacción para seguir una partida de billar durante el resto del viaje.

– Oh…, un toque perfecto… Hacen que parezca tan… Veamos… ¿Tiene el ángulo bueno para la amarilla?

Al cabo de una hora, o algo así, Brendan comenzó a pensar con lógica o, al menos, con consecuencia. Si uno hacía uso de su propia imaginación, se dijo, la reacción de Victoria probablemente se podía explicar con facilidad. ¿Qué solemos hacer en los baños? Nada de lo que podamos sentirnos muy orgullosos. Tal vez alguna mera función fisiológica. Quizá emplear un tampón. O algo todavía más íntimo. ¿Acaso no le había contado una amiga que las chicas jóvenes se referían a la ducha de teléfono como al «hombre-lluvia»? ¡Y ella tenía quince años! Había que recordarlo: la extravagante desproporción de tener quince años, cuando aún estás a la espera de averiguar quién eres.

– ¡Carambola! Y ahora irá por la azul… Oh, no…, se ha pasado… ¡Un fallo!

Lo cual comprende: una sorprendente incongruencia, que nunca debería repetirse, pero que, sin embargo, era un hecho inalterable. Recordaba la trágica amargura del aliento de la princesa. Y la rigidez de su cuerpo, y la rigidez con que había respondido su propio corazón. Con toda la sangre dentro de él; con toda ella.

– Ya hemos llegado. Bueno…, me alegra haber quitado esto de en medio, Bugger. No voy a decir que no haya estado atormentándome por dentro. Pero espero que en un par de semanas todo pase a ser cosa del pasado.

Brendan respondió con sólo unos momentos de reflexión. Necio, necio, pensó. ¿No comprendes que su temor era precisamente la espera…, de este día, de este momento? Y siguió en voz alta:

– No estoy de acuerdo, señor. De hecho, sugiero dar la vuelta aquí mismo y regresar inmediatamente a St Bathsheba. Habría que sacar inmediatamente de la escuela a la princesa y enviarla a…, a Ewelme, por ejemplo. Si el material ilícito va a ser hecho público el día treinta y uno, sugiero que sigamos el consejo de nuestro…, de nuestro topo, e insistamos desde el primer momento en que el material es falso. Es una apuesta infernal, lo sé, pero no volveremos a tener otra oportunidad. Entre tanto, debemos elaborar una estrategia de control de daños con Downing Street. Porque, señor…, esto no será una tormenta en una taza de té.

– Tranquilízate, Bugger. ¿Acaso sabes algo que yo no sepa?

– Es sólo una deducción, pero me parece probable. La princesa no estaba sola en el baño de la Casita Amarilla.

Iba a ser una tormenta en todos los océanos de eso que llamamos «el mundo».

Y entonces pensó…: ¡Dios mío…! ¡Cuánto necesitaría ahora Victoria a su madre!

3. SUDOR DE COCHE

El Avenger familiar se hallaba a la espera bajo el rótulo luminoso de Esso. Haga una pausa y sea bienvenido. Deténgase y compre. Smoker tenía la costumbre de conducir hasta allí y quedarse sentado en el coche o enviando mensajes con su ordenador portátil. Tiene usted 124 mensajes nuevos. La gente entra y sale: es más divertido. Llenas el depósito y lo aparcas cerca de la máquina que cambia billetes. Y entras, si te apetece, a tomar una pizza o lo que sea. En las estaciones de servicio de Esso a menudo te encuentras también con grupos de personas que se ponen de acuerdo para compartir por turno sus coches. Y con mujeres que llaman por teléfonos móviles, mujeres que esperan solas bajo las luces del aparcamiento, en actitud de aguardar algo…, sin hacer otra cosa que aguardar; están así en los parques y zonas de recreo, con una correa de cuero en la mano: aguardando a que el perro haga sus necesidades. Podías bajar la ventanilla del coche y decirles: «¿No se ha presentado el coche que debía llevarte, querida? Sube al mío.» Pero los tiempos del autoestop a ciegas habían pasado. Por los teléfonos móviles, que infundían mayor seguridad. Puedes tener un breve intercambio allí mismo, en la acera. Pasar el rato. Sentir que la sensación de confinamiento se relaja un poco. Es divertido. Deben de pensar: si me monto en ese coche, paso a través del espejo y penetro en un mundo que es reflejo de ese hombre, un hombre que tiene cierto poder, con todas las perversiones y las distorsiones que ello implica. Porque ese hombre puede transformarse. Cada hombre mantiene reprimido un antihombre. Y el tronado vehículo familiar, cuyos intermitentes se encienden y se apagan en el callejón suburbano, tiene su aceite y su refrigerante, su motor oscuro, bajo el reflejo de las hojas y ramas que brillan en el parabrisas.

En el periódico vespertino de Clint había una «impresión artística» de la princesa en su baño. Ya saben: como en un juicio. El artista no era bueno, y su impresión no era nada del otro jueves. Idealizada (y, por así decir, autocensurada por la colocación de sus miembros), la imagen de la princesa podía haber servido para decorar las tarjetas de felicitación enviadas por una madame suburbana a los miembros selectos de su clientela. Reducida a una «impresión artística» en razón de las normas de protección. Un poco tarde ahora, pensó Clint: como cerrar con candado la puerta del establo después de que el cuadrúpedo devorador de grano ha escapado. Todos los habitantes de la tierra estaban ahora mirando embobados las fotos…, en Internet…, en la prensa extranjera… y, por supuesto, en el Morning Lark, que esa mañana no contenía prácticamente nada más. La línea oficial, impuesta desde arriba, afirmaba que, en todo caso, el material era una falsificación: puro software, un falso film, «sin base real». Tenía que ser eso, o bien la acción de un fisgón escondido en el baño durante un mes… Pero lo que Clint no podía entender era a quién beneficiaba todo aquello. Cui bono? Además de al Lark, claro, que había visto agotarse tres ediciones… Clint jamás se había sentido atraído por chicas tan jóvenes. Pero las vírgenes tenían sus ventajas. Probablemente te hacían sentir más… Y, por otra parte, no podían decir que eras una mierda en la cama, puesto que no tenían a otro con quien compararte.

Tiene 125 mensajes nuevos… Alrededor de ciento veinte serían de temas comerciales: invitaciones para que Clint invirtiera dinero en sus genitales…, por diversos medios y para diferentes propósitos. Tres o cuatro serían flirteos de salón de Internet con indiferenciables chicas de carrera, dedicadas todas ellas aparentemente a obtener su siguiente empujón profesional o futuro enchufe. Clint se las imaginaba como una sucesión de descaradas, con los labios fruncidos en incesantes cálculos. Pero, por supuesto, podían ser cualquier cosa: las suyas eran identidades improvisadas y conjuradas a partir del éter. Se decía de la web que sus contenidos eran (por término medio) verdaderos en un sesenta por ciento. Aunque, ¿acaso tú, camarada, dijo para sí, puedes jurar que contribuyes a mejorar ese porcentaje…? Pero allí, entre las demás, estaba la voz que parecía penetrar en su soledad:


clint: ¿como stas, kerido? creí notar 1a nota de mlancolía en tu último e-mail, asi ke pnse ke tal vez podria animart con alg1a pequeña estimulación verbal. me has prguntado mi opinión sobre el sxo an@l y otrs qestions x el estilo. bueno…, pues stoy totalmnt a favor si eso sirv para ke el trbjo se haga con › rapidz. dije ants ke los mjors pitos son los pkeños y blan2, y soy consciente de ke el sxo anal exige + tensión, ¡así ke cada polvo anal vale como una docen y 1/2 de los otros! soy fliz de practicar el sxo oral en todo mmnto. ¿ke si es mi stil? ya sé ke alg1as chicas son meramnt aficionad@s a la herramienta del hombre, y considero ke eso es un «pollicidio». hay ke ir hasta el final. regla: no beses a un hombre después de mamársela; es como llamrlo maricón, y respecto al cunnilingus, tmbién stá verboten.


¡Caray!: ¡es la mujer ideal! Hay que reducir la presión. Con esta chica, las expectativas se reducen a cero… Pero la cosa está la mar de bien así…, así es como es. Todo muy estupendo y grande. Porque el problema está en ti, muchacho. No hay nadie más que lo pueda remediar. Es cosa tuya, compañero. Sólo tuya.

Antes de encaminarse a su adosada de Foulness, Clint llenó el depósito del Avenger en los surtidores. Hablaban a voz en grito a propósito de sexo y de coches; pero fíjense en esto: fíjense en el burdel mecanizado de la gasolinera. En cada hueco, en cada punto de distribución, había un tipo empuñando un enorme pitorro: levantabas la tapa y aparecía una boca escamoteable; y entonces vertías energía dentro del depósito, mientras iban corriendo las cifras. Gruesas gotas de agua caían desigualmente desde el ondulado tejado. Pero no eran de lluvia, sino simples gotas de sudor de coche.


– Entonces…, ¿qué es lo que había en esa «bomba sucia»?

– Desperdicios médicos radiactivos, jefe, más tiña, virus del Nilo occidental, gangrena líquida y todo ello metido dentro de carne de vaca loca.

– ¿Y qué nombre se da a sí mismo ese grupo?

– Esto…, la Legión de los Puros.

¿Tiene gracia esto?, se preguntó Clint. ¿Resulta divertido? ¿Lo fue alguna vez?

– ¿Y se volaron a sí mismos a propósito?

– No, jefe. Fue un accidente. La bomba les estalló en el aparcamiento del aeropuerto.

– ¿Y de quién son seguidores esos tipos?

– Oh, ya sabes… De un desconocido.

– De hecho, jefe, no es tan desconocido -dijo Clint-. Se sabe una cosa de él…, algo divertido. Que, al igual que Hitler, sólo tiene un testículo.

– ¿Fue ése el tipo que entró en el club de striptease?

– Eso tampoco es cierto.

Heaf pareció decepcionado.

– Bueno…, la verdad es que le hemos dedicado bastante espacio a ese asunto. ¿Se acercó alguna vez a ese local de striptease…? En cualquier caso, sólo podemos seguir machacando sobre el tema de las diferencias raciales en los aeropuertos. Esto lo ha escrito Clint en el diario de hoy: «Y en los controles de seguridad, ¿qué es lo que vemos? Una abuela tontorrona a la que amenazan con el puño, mientras que una rata de alcantarilla llamada Zui’zide al-Bomba pasa tranquilamente con su pañuelo en la cabeza y un lanzallamas al hombro. Seguido, para colmo, por sus tres mejores amigos: Sekuestro, Raptho y Trafykante.» -Heaf sacudió la página con las puntas de sus dedos-. A esto lo llamo yo un excelente editorial. Cualquiera que tenga una apariencia remotamente árabe debería ver su vida convertida en un tormento para lo que resta del siglo.

– ¿Qué sucedió con «Mujeres en burka»? -preguntó Donna Strange, que asistía también a la reunión-. Escribí un artículo sobre eso, y jamás lo vi.

– Sí. ¿Qué ocurrió con «Mujeres en burka»?

– ¿«Mujeres en burka»? Nos desentendimos del tema, jefe.

Mackelyne leyó la minuta de la reunión:

– «… tomamos la decisión de no seguir adelante, por deferencia a las convicciones personales más íntimas de nuestros soplapollas.»

– Y porque pensamos que podían ponernos una bomba sucia en el periódico.

– Mmm. ¿Y qué hay del punto de vista del rey? De la lista de peticiones, quiero decir. Porque, en realidad, no habrá llegado a manos del rey, ¿verdad?

– No. La encontraron revoloteando por el aparcamiento.

– Pero el tono en que estaba escrita. Absolutamente ultrajante. ¿Cómo empezaba…?

– «Saludos, Esclavo. Dios, que controla las nubes, que…»

– Sí, sí… ¡Pero eso de «esclavo»…! Quiero decir, que me resulta inconcebible. Dejando aparte el Vaticano, no existe institución en la tierra más antigua que la monarquía… Y hete aquí que se presenta un pequeño encantador de serpientes, un navajero de la casbah…

– Bueno…, así están las cosas, jefe. Así es como nos ven a los no creyentes. Según ellos -añadió Clint, encogiéndose de hombros-, somos una mierda.

– Pero, de eso a decir que el rey es una mierda… -objetó Heaf, que rara vez decía palabrotas-. Quiero decir…, si él es una mierda, si nuestro rey es una mierda…, ¿qué somos nosotros? Deberíamos… ¡Ah…! Pero la religión es algo bien curioso…, ya sabéis, y por eso nosotros siempre hemos evitado problemas con ella. Yo, por ejemplo, soy católico, aunque no practicante, claro. No creo que jamás nos hayamos comprometido al respecto, ¿o sí, Mack? Sabemos todo cuanto hay que saber acerca de nuestro soplapollas típico…, pero lo que crea o deje de creer sigue siendo un misterio para nosotros.

– Un misterio envuelto en un enigma, jefe.

– Los muestreos varían en esto más que en cualquier otra cuestión -siguió Mackelyne-. Sólo hay una cosa que sabemos con seguridad.

– ¿Cuál?

– Pues… que no les caen simpáticas las monjas.

– … Bueno, me alegro de que hayamos entrado en combate por fin. Al menos, ahora se huele a pólvora -aprobó Heaf-. Y ahora veamos… ¿Podemos contar, como mínimo, con un artículo de relleno sobre Rusia-China?


Smoker estaba sentado fumando en la habitación 2011 del Hotel Bostonian, en Meagure Street. Darius, el gigantón de dos metros adventista del Séptimo Día, estaba tumbado, descalzo, en el sofá, y leía la Biblia de Gideon: el libro del Apocalipsis, en concreto… En la habitación contigua, la 2013, Ainsley Car estaba supuestamente ocupado en el proceso de tirarse a Donna, previo a darle una paliza a Beryl.

«Las palabras», tecleaba Clint, «no pueden describir el tormento que estoy pasando», había declarado la noche antes un mareado Auto de Choque en una entrevista exclusiva para el Morning Lark. «No se creería usted las presiones que sufre hoy un futbolista. Yo, como todo el mundo sabe, he tenido una larga y penosa lucha con mis “demonios”. El fútbol no es cuestión de ganar. Ni tampoco de perder. Se trata de tocar la gloria. Y, sí, yo he conocido la fama. Segundo clasificado en la primera división con los Wanderers. Medalla de oro en la copa de los Ivatex Data Systems con el United. Y el premio de consolación: aquel gol con el equipo de Gales en el partido de cuartos de final en el Bernabéu.

»Y Dios sabe que también he tenido mi ración de dolor. Los meses interminables en las salas del hospital y en prisión. La trágica muerte de Sir Bobby Miles apenas diez días después de mi “reto infernal” y la catastrófica demanda civil que siguió. Mi relegamiento al banquillo en el United… Hábleme de todo…, del alcohol, de las chicas, de las peleas… He estado en todo eso. ¿Y quién ha permanecido siempre a mi lado en las duras y en las maduras, en lo bueno, en lo malo y en los momentos de efervescencia? Mi novia de infancia y mi esposa hoy: la pequeña Beryl.»

– «Porque el tiempo se acerca» -dijo entonces Darius dirigiéndose a Clint-. La de ahí dentro es Jezabel… «Y los diez cuernos que has visto y la bestia van a aborrecer a la ramera; la dejarán sola y desnuda, comerán sus carnes y la consumirán por el fuego.»

– Encantador…

– Se acerca el momento, hombre. Llega la hora. «Y he aquí que se produjo un violento terremoto; el sol se puso negro como un paño de crin, y la luna toda como sangre, y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra…»

– ¡Oh…, eso…! ¡El cometa! Vuestra gente erró un poco con el anterior. ¿Correrán a lanzarse anticipadamente contra el próximo desde toda California?

– No mi gente. Mi gente ni siquiera estará aquí, hombre. Será todo vuestro. -Durante unos momentos, Darius rió en silencio-. Pensáis que América es poderosa… Gustad la ira del gran monstruo, hermano. Que vendrá por ti…

– ¿Qué sentido hay en esto? Son sólo fuerzas de la naturaleza.

– No te engañes. El cometa es como yo, hombre. Puro músculo, Músculo de Dios.

La habitación -el hotel entero- era posmoderno, pero sin gracia, de un modo vago. Era como si el mobiliario de bronce estuviera tratando de parecerse al refrigerador, a la televisión, a la caja fuerte. Entre las baratijas que Clint tenía en su mesa, había un intercomunicador de silueta anormalmente ovoide (obsequio de Desmond Heaf, el solitario padre del Lark). Alargó la mano para encenderlo. Y se oyeron, entonces, las voces de Ainsley, de barítono, arrastrando laboriosamente las sílabas, y la atrevida y de contralto de Donna.

por los dos. El cruzado se llama Bena. El alsaciano es Mick. ¿Sabes por qué me gustan los perros?

Dime, cariño.

Los perros no te atacan cuando te ven caído.

Es verdad.

Los perros no te incordian. No te asaltan queriendo joderte. Los perros no vienen con tonterías.

Sí, pero se te cagan.

Bien, sí…, pero… Pero… Los perros no…

– ¡Joder! Espero que, por lo menos, estén metidos en la cama…

– ¿Cuánto tiempo tiene? -preguntó Darius-. Se diría que está comportándose como un capullo. ¿Y qué hace Donna Strange?

«Yo siempre me lo paso muy bien con el Gran Concurso Anual del Descote que organiza el Lark (pp. 19-26)», tecleó Clint. «Es una excelente oportunidad para tomar unas copas, reír y relajarse todo el mundo. Después del almuerzo y el desempate final, nos sentamos en torno a la orgullosa vencedora, Donna Strange, y sirvieron unas bebidas. Reinaba un humor excelente. ¡Y lo difícil que se nos hacía apartar los ojos del escote de Donna! ¡Ríanse del Silicon Valley! Al rato, alguien sugirió que fuéramos al bar a tomar otras copas más. En aquel momento a mí ni se me pasaba por la imaginación hacer nada fuera de lo normal. Soy un hombre felizmente casado. Y, por otra parte, la pequeña Beryl tenía que venir a reunirse conmigo a las siete.

»Después de unas copas, Donna sugirió que fuéramos al restaurante a comer algo, y tomar otras rondas. Llámenme ingenuo, pero no me pareció nada raro cuando Donna se quejó en el vestíbulo de que tenía la boca seca y me preguntó si podía darle un vaso de agua. Subimos a mi habitación, en el piso 21. No sé si me estaba tomando el pelo al decirme que sentía picor en la garganta. Pero así fue. Y a los cinco segundos después de cerrar la puerta a nuestras espaldas, Donna Strage estaba con una formidable carraspera…»

Sorteé a su número dos y me metí en el área. El guardameta se acercó a derribarme, pero yo me escapé y le lancé una vaselina… ¡Empate a dos! La multitud enloquece. En el minuto ochenta y siete, Gibbsy me sirve un pase largo por la izquierda…

– El tiempo apremia.

– Sí, bueno… Donna ya sabe la hora que es.

Durante el siguiente cuarto de hora, Clint escribió a toda velocidad.

«Al final», siguió, «levantó la vista, sonriendo, de mis huevos, que estaban empapados de su saliva. No necesité más invitación cuando se ofreció a desnudarse. Y con la excitación del momento olvidé completamente que…»

– Menos cinco -advirtió Darius.

con un testarazo, justo antes de la media parte. Después, apenas reanudado el juego…

¿Dónde estamos ahora, Auto de Choque? ¿Con los Kestrel Juniors?

¿Los Kestrel Juniors? No, querida, esto fue con los alevines. Muy poco después de…

Mira, cariño…, será mejor que empecemos.

Oh, bueno… No es que esté preocupado.

¿Perdón?

Digo que no es que esté preocupado. Porque Beryl esté a punto de llegar. Pero no deja de ser un poco embarazoso para un hombre que su esposa lo vea con el culo al aire. No te ofendas.

No me ofendo, querido, pero ya sabemos a qué hemos venido, ¿verdad? Mira… Quítate el… Si tengo que… Desnúdate…

– ¡Pero si Ainsley todavía no se ha desnudado! -exclamó Darius.

– Ya lo hará. ¿No me has preguntado qué hace Donna Strange? Pues ponerlo a punto. Lo conseguirá.

Ahora la podían oír, a través del intercomunicador, cuya lucecita roja no cesaba de emitir destellos, y a través de la pared insonorizada: Donna le estaba levantando… la moral.

Ainsley Car había convencido a Clint de que Beryl era una mujer de puntualidad patológica…, especialmente en sus tratos con cosas como la Estación Central de Londres, los espacios públicos y Ainsley Car, cuando intentaba enmendarse… Clint se acercó a la puerta y la abrió un poco. El espejito que tenía en la mano le dio una visión fugaz del pasillo vacío. Asomó luego la cabeza, semejante a la joroba afeitada de un camello. El Bostonian había sido remozado recientemente para trasplantarlo al siglo XXI, pero seguía siendo un hotel anticuado, anárquico, proclive a los incendios; el pasillo se desenrollaba hacia el infinito, como en una visión provocada por el opio. Clint esperó. A las 7.58 la diminuta imagen de Beryl Car comenzó a distinguirse en la lejanía. Seguía tan pequeña y tan torturada por el miedo como siempre. Curiosamente, se acercaba cada vez más, pero no parecía crecer. ¡Qué mierda de mujer!, pensó Clint… Su escasa estatura semejaba un ejercicio de humildad; y sus andares, asimismo, no eran más que una serie de arranques y vacilaciones, sacudidos por invisibles papirotazos de burla o reproche.

Clint retrocedió, muy serio, al interior de la habitación 2011.

– Aguarda -susurró a su compañero-. Primero el llanto. Y, después, ¡zas!, ¡zas!

Con las cabezas gachas y las bocas marcadas por sonrisas de expectación, los dos hombres escucharon lo que habían oído muchas veces antes. Pero sólo en sus televisores: el estremecedor y autocomplaciente cántico natalicio de Donna Strange trasladado con operístico dramatismo a la cama.

Clint dejó pasar un minuto más. Luego se incorporó y abrió la puerta. Su mirada recorrió el pasillo a derecha y a izquierda.

– ¡Mala puta! -exclamó.


Cuando Clint entró en la sala de reuniones, al día siguiente, los presentes le dedicaron una ovación. No era un aplauso triunfal: más bien la expresión de una grave y pensada solidaridad, así como de la sensación de que, aunque era mucho lo ya conseguido, quedaban muchas consecuencias que considerar y de que, aunque el resultado fuera incierto, el intento en sí hablaba por sí solo, y con voz bien alta, de la intrepidez y el espíritu profesional de su protagonista.

– Bueno, muchachos, gracias por vuestro apoyo moral. Y muchas gracias, jefe. Lo valoro mucho. Jamás pensé que fuera a ser fácil lo de anoche, pero yo estaba… «Cargarse a Beryl» era mi proyecto, y no iba a permitir que se fuera al traste. No había peligro de eso.

Era costumbre de Desmond Heaf retirarse entre bambalinas un par de días cuando el periódico montaba uno de sus coups de théâtre. Ahora tenía el aire de un aturdido cabo emergiendo de una trinchera:

– ¿Te importaría explicárnoslo, Clint?

– Sí, claro. Beryl nos la jugó. Sí, señor. Por lo visto, al acercarse a la puerta oyó desde fuera los lloros de Donna, y se largó. Siguió hasta el otro extremo del pasillo y se difuminó en su polvoriento extremo. Había que adoptar el plan B. Saqué a Auto de Choque de debajo de Donna y lo arrastré a la habitación contigua. Una vez allí, le dije: «¿Ya sabes lo que tienes que hacer, muchacho? Has de volver ahí y atizarle a Donna.»

– Casi me pongo a dar saltos cuando lo leí -dijo Heaf. La edición matinal del periódico crujía aún débilmente en su mano-: por qué le aticé a donna, por ainsley car. exclusiva mundial. Auto de Choque pierde la cabeza tras una orgía sexual en un hotel. «¿Por qué le aticé a Donna?»

– «¿Atizarle a Donna?», me pregunta Auto de Choque -siguió Clint-. «¿Por qué debo atizarle a Donna?», y le respondo: «Tú no tienes que atizarle a Donna. Lo que has de hacer es fingir que le atizas. Cuando yo te lo diga, te pones a hacer ruido y a romper muebles; nosotros nos encargaremos del resto.» «¿Y esto para qué?», pregunta, y le digo: «Si lo que necesitas es un motivo, piensa que ha echado a pique tu matrimonio.» Ni que decir tiene que yo ya estaba reescribiendo mentalmente mi artículo. Por ejemplo: «Cuando me di cuenta de que aquellas tres horas de locura podían significar la pérdida de mi pequeña Beryl, mi ira se volvió, como es lógico, contra la maldita furcia que me había llevado por el mal camino.» Etcétera. Y entonces llamé a Marge Fitzmaurice.

Los colegas de Clint escuchaban sus palabras con inquieta solemnidad, mientras sus rostros se ponían cada vez más cenicientos. Hasta Supermaniam se asemejaba cada vez más a Voltaire.

– Le dije a Marge que se trajera consigo su neceser de maquillaje y que viniera enseguida a la habitación del Bostonian… Fue un placer verla trabajar. Si pasas la página, jefe…, ¿ves esas magulladuras en la cara interior del muslo? ¿Y en el pecho? Después le hicimos el ojo morado y el labio partido. Le dije a Auto de Choque que pusiera manos a la obra. Que le daría un minuto y llamaría a seguridad. Bueno…, oí un golpe o dos, no muy fuertes, y volví a mirar: Ainsley estaba en el suelo, y Donna, en bragas, le golpeaba la cabeza con un cenicero de cristal. Me explicó que Ainsley le había atizado un directo con la derecha, y ella se había vuelto. Después, todo lo demás fue pura logística.

– ¿Había estado bebiendo Ainsley?

– ¿Bebiendo? No recuerda nada de lo que le ocurrió desde las doce del mediodía en adelante. Y mirad una cosa: no le atizó a Donna, realmente, y tampoco se la folló. Estuvieron hablando de sus perros y de los Kestrel Juniors. Donna se abrió de piernas para él, y todo eso, en atención a Beryl; pero la cosa fue estrictamente porno suave.

– Bueno, jamás pensé otra cosa -dijo Heaf-. Te felicito, Clint. Has manejado una situación difícil con mucha delicadeza. Y todo ha salido estupendamente, ¿verdad, Jeff?

– Mañana -dijo Strite- publicaremos la historia de Donna.

– ¿Cuál es su versión?

– Bueno…, expresa su profundo respeto por los intensos sentimientos de Ainsley hacia Beryl. Nada en el mundo la inducirá a presentar cargos contra él. Dice que los malos tratos de la pelea son insignificantes en comparación con el tratamiento de cinco estrellas que le dio antes. Ya sabéis: ¿habéis visto el tamaño de su polla?


Hay un consejo para eso. No te preocupes. Pero hay también una palabra que define los sentimientos de los demás de un modo perfecto. Desprecio.

Los hombres en el vestuario mirarán con envidia. Se quedarán boquiabiertos de envidia.

Puedes consultar a todos los psiquiatras, a todos los charlatanes y psicólogos o como quieras llamarlos… Es algo que va calando dentro de ti. Que va calando dentro de ti.

Una le dijo que era una mierda en la cama. Otra le dijo que era una mierda follando. Al principio no lo entendió y respondió de la misma manera: las invitaba a volver y a probar de nuevo cuando hubieran perdido un par de toneladas y se hubieran operado el culo. Pero después comenzó a despuntar la comprensión. «¡Oh, qué pequeña la tienes, Clint!», y eso que, para entonces, él ya se había aplicado una mano de Potentium… De guasa, ¿no? Pero más tarde, esa misma noche, le pagaba con la misma moneda: «Joder», le decía a la mujer cuando se quitaba el sujetador, «si tienes un crío, tendrás que emborracharlo para que se acerque a ese pecho tan pequeño.» Al cabo de un minuto de juegos amorosos, ella le pedía: «¡Ay! ¡Quítate el anillo, por favor!» Y Clint le contestaba: «¿El anillo? ¿Qué anillo? ¡Es mi reloj!» Pero la comprensión empezaba a calar en él. Vamos, ríete, estaba ya murmurando mientras se soltaba el cinturón. Ríete todo lo que quieras. Pero ellas no se reían. Le decían: «Lo lamento, amor, pero no consigo sentirte dentro.» O: «No puedo sentirte, Clint. Lo intento, pero no estás ahí.» ¡No estaba allí! Esos insectos microscópicos llamados ladillas por lo menos muerden. Pero… ¿y Clint? Ni mordía ni se le notaba. Simplemente, no estaba allí. ¿Dónde estaba, si no estaba allí?

Los hombres del vestuario masculino se quedarían boquiabiertos de envidia, se asombrarían de envidia. Había una palabra para eso: desprecio.

Tienes 125 mensajes en el ordenador: la mitad de ellos ofreciéndote vírgenes desvirgadas y abuelas preñadas; la otra mitad con ofertas de productos y estrategias para aumentar el tamaño del pene. Clint los había probado todos.

Satisface el reto de cualquier mujer… Tendrás absoluto dominio en todo momento…, mantendrá tu secreto…, descubierto por el doctor Trofim Frenkel, especialista en medicina… procurar el máximo rendimiento… de su potencial… hierbas procedentes de Polinesia… «me siento muy satisfecho de mí mismo» (P. L., Alemania)…; aromas naturales que transforman a las mujeres en…, 55 millones de consumidores satisfechos…, montaje del émbolo…, muelle de carga fijo…, mecanismo de gatillo para la aplicación…, «el mío mide ya treinta centímetros, pero aspiro a conseguir los treinta y cinco» (R. B., Estados Unidos)…

Pero… ¿por qué detenerse ahí, compañero? ¿Por qué no llegar a los setenta centímetros? ¿Por qué no hasta el metro cuarenta? Seríamos entonces como los hombres de la estación de servicio de la Esso, con sus boquillas de acero, los números subiendo sin parar, los goterones de sudor de coche…

En casa Clint tenía flexores y extensores, curiosos filtros en tarros y tubos, poleas, pastillas, ungüentos y lociones por toda la casa, en baúles y maletas, en cajas de cartón y bolsas de cincuenta litros. Ningún escarificador africano se había sometido a sí mismo a tantas y tan diversas mortificaciones como las vividas allí; allí Clint había vivido todas las metamorfosis posibles, excepto la del crecimiento. Había habido temporales, y aterradores, alargamientos. Pero nada que hubiera deseado conservar…

Existía, naturalmente, una solución radical. Y Clint, en cierta ocasión, y aprovechando un viaje profesional, hasta había llegado a tener hora en la consulta de cierto cirujano, el doctor Christer Ekland, de Estocolmo, donde había estado rellenando impresos durante diez minutos antes de salir a escape por la puerta. Para entonces ya había oído contar suficientes anécdotas horribles a propósito de la Vida después del Bisturí… De cómo la vergüenza…, de cómo la vergüenza estaba siempre predispuesta a hacer sentir aún más vergüenza. Una vergüenza que provenía de recibir, de soportar, la otra cosa: el desprecio.

No sé, compañero, pero esto te va calando. Hablan de psiquiatras, de psicólogos, de embaucadores… Pero Clint siempre había temido someterse a una investigación así: se preguntaba qué más serían capaces de encontrar… Sin embargo, no puedes seguir así, no por ese camino. Tienes que abrirles tu mente y dejarles entrar.


– Hace un tiempo absolutamente espléndido -dijo Heaf-. Hoy Londres va a ser más caluroso que Dubai. Lo que hemos de montar aquí es un café literario. Como en el continente.

– La gran noticia desde el punto de vista del clima, según dicen, es la futura era glacial, que se aproxima. Después de haber tenido, esto…, diez mil años de tiempo decente, habrá que limpiar los iglúes, muchachos, y agacharnos dentro de ellos para sobrevivir durante noventa milenios de frío helador.

– … O sea que, después de todo, podría ser que el calentamiento global no fuera una cosa tan mala.

– Sí…, eso es lo que nos dicen, sí. Pero, si te mojas los calzoncillos al comienzo de una ventisca, no te mantendrán mucho tiempo caliente. Te noto muy animado hoy, jefe… ¿Y eso?

– Sí. Bueno, sí, es verdad. Hoy no puedo sentirme triste.

Todo el mundo se volvió hacia la pantalla. Estaban pasando la cinta de cuatro segundos de la princesa. Cada uno de los presentes la había visto un par de centenares de veces, y la habitación quedó en silencio cuando volvieron a pasarla de nuevo. En el primer segundo: en posición supina en la bañera blanca, la princesa se echa agua rítmicamente en el cuello con la mano izquierda. En el segundo siguiente: hace una pausa como para escuchar; ha cesado el chapoteo, el movimiento del agua. En el tercer segundo: se sienta de pronto. En el cuarto segundo: vuelve la cabeza hacia la derecha mientras su cuerpo rota noventa grados, haciendo que el agua resbale y se arremoline en su cadera encogida. Y después, negro.

– Para nosotros, esto es como un permiso para imprimir dinero -dijo Mackelyne-. Si se da una orden de secuestro. Pueden descargarlo ellos mismos de la red, pero no es igual. Nuestros soplapollas querrán conservar algo…, como recuerdo. Y eso es precisamente lo que les daremos.

– No te entusiasmes, Mack -dijo Heaf, que se llevó las manos a la nuca y dijo con naturalidad-. Donna Strange abrió hoy al mediodía en Belfast una clínica abortiva… Ha habido manifestaciones de protesta, claro, y la televisión local ha cubierto la inauguración. Donna estaba radiante.

– ¿Y el ojo amoratado y el corte en el labio? -preguntó Supermaniam.

– Ni rastro de lo uno ni de lo otro -dijo Heaf, y añadió animosamente-: Siempre podremos decir que ha sido cosa de un excelente maquillaje.

– ¿Qué? ¿Un maquillaje sobre el maquillaje? -preguntó Clint-. Ahora comprendo por qué estás tan tranquilo, jefe. Después de todo, sólo faltan tres meses y medio para el Día de los Inocentes… Podemos decir que nos anticipamos un poco…

Heaf rió a carcajadas echando hacia atrás la cabeza. Tendió la mano a través de la mesa para alcanzar una lujosa carpeta, y dijo:

– De Tulkinghorn, Summerson y Nice, nada menos. Según parece, nos enfrentamos al problema legal de si nuestros pies de fotos constituyen una…, una «incitación a la masturbación». -Mostró un recorte, sosteniéndolo entre el índice y el pulgar-: «¿Te ha puesto calentorro Steffi? Pues, entonces, súbete la manga de la camisa, muchacho, ¡y manos a la obra!» O este otro tomado de «Las Novedades de Vídeo de Blinkie Bob», obra tuya, Clint: «Necesitaréis una caja entera de pañuelos de papel (tamaño grande, por supuesto) para ver éste. Y no estoy diciendo que os vayan a entrar ganas de llorar viéndolo.»

– Tulkinghorn, Summerson y Nice… ¿no son también los representantes del pajillero de Walthamstow? -preguntó Clint.

– Lo son. Comprende… El «material erótico» que el tipo estaba consultando en la piscina pública el fatídico día de autos no era otro que un ejemplar del Morning Lark. O sea que el pervertido de Walthamstow…

– ¡Es un soplapollas de tomo y lomo! Me estás vacilando, jefe… Te diré una cosa. ¿Puedo tomarme un mes de vacaciones, comenzando a partir de mañana?

– ¡Pues claro que puedes, muchacho! Pero la realidad es que nada de todo esto importa, periodísticamente hablando, porque todos dicen que nosotros no somos un periódico. Claro que todo esto está a punto de cambiar.

Heaf se quedó callado. Estaban todos expectantes.

– Se me ha hecho tarde, voy a llegar tarde -canturreó- a una cita muy importante…

– ¿Dónde, jefe?

– En el número 10 de Downing Street. Por orden del rey.

– Te amordazarán. Intentarán amordazarte, jefe.

– Tal vez lo intenten, tal vez lo deseen. Esto… ¿qué tenemos preparado para mañana?

Supermaniam desplegó la maqueta. «Ejemplar de recuerdo. La princesita, fotograma a fotograma. ¿¿¿la futura reina de inglaterra follada en serie ante la cámara???»

– Mmm. Espera mi llamada. Tal vez necesitemos rebajar un poco el tono.

– Si te parece demasiado fuerte, jefe -propuso Clint-, podríamos añadir más signos de interrogación…


Llegó cuando estaba de vuelta en su escritorio, hablando con la gente de la agencia de viajes Virtualmente Allí. Decía:


piso e, 49 m@tock estate, n7


kerido clint: ¡x fin! – las dud@s se van aklarando! orlando no es precisamnt un linc, pero se ha dado cuenta de ke he dejado de hacrle su t. «¿x ke ya no me hacs el t?» y yo le digo: «puedss hacrt tú mismo tu maldito t». pro él es terco como una mula; ésa es la palabra justa para él: mula, el kiere sxo tod@s ls nchs, pero tngo 1 nva stratagm: no lavarm. vrmos hsta qando rsist el hedr… s m sta abriendo 1 nvo ftro, clint. ms pnsamnts y spranzs van hcia alg1, alg1 otr ke no vva a 1000 millas de dnde tu stas, mi keridisimo amgo. ¡en ntra prmra cita, qando pda ser, tl vz el 1 s sinta un pco koibdo y el otrp no! pro eso n db llevmos a hcr otra cosa k drmir, y x la mañna ¡yo hre el t! pinso k sra muy bno para ti hcr 1 viaje a tierrs tn ljanas… para reflxionr. yo stre sprand aki… cmo la mja, 1a nvicia lsta pra convrtrs n tu mjr. ¡Bno, kerido… 1 bso, ke tngas buen viaje y nqentrs la lz! K8


Así, el último domingo antes de viajar en avión, Clint se encaminó en coche al mencionado número 7 de Mattock State, un viaje de reconocimiento del terreno, y tal vez para echar un vistazo. Cuando se hallaba atrapado en el tráfico de la avenida, al mirar fuera del coche, se fijó en una mujer de aspecto elegante, que le pareció atractiva, a pesar del doble cochecito de niño que empujaba. Seguía mirándola cuando la mujer avanzó un poco, se colocó delante de él con los dos pequeños al frente y se agachó para mantener con ellos un animado diálogo. ¡Vaya por Dios! Si hubiera conducido un coche normal, en lugar del Avenger, hubiera podido verle las piernas hasta por encima del borde de la falda. Clint avanzó.


– Empieza otra vez. ¿Qué dices que te hizo? -preguntó Russia Meo.

– Que me abrazó con demasiada fuerza -dijo Billie.

– Dilo de nuevo. ¿Dónde estaba Imaculada?

– En la cocina, con Baba. Yo salí al cobertizo, donde estaba papá, y vimos la raposa sobre el tejado.

– ¿Que visteis una raposa a través de la claraboya? ¿A través del cristal? ¿Y después?

– Yo no podía respirar. Papá me tenía abrazada demasiado fuerte.


14 FEBRERO (12.25 P. M.): 101 HEAVY


El hombre del asiento 2A regresó a su sitio. La mujer del 2B, Reynolds Traynor, le dijo:

– ¿Por qué no deja usted de levantarse? No me parece tan asustado. Me está poniendo nerviosa.

– Es sólo por precaución.

– Relájese. Beba algo. Volar es seguro. Más seguro que caminar.

– Depende de cómo lo calcule. En términos de pasajero/kilómetro, es cierto. Pero, si lo calcula usted por viaje, el índice de siniestralidad es aproximadamente el mismo que el de viajar en moto.

– … Oiga, ¿por qué no para de caminar a tientas, con los ojos cerrados, arriba y abajo por el pasillo? ¿Por qué lo hace?

– Para poder llegar a las salidas de emergencia en caso de que no haya visibilidad. Como si hubiera humo. Sólo que, entonces, tendría que ir avanzando de rodillas. Más gasto de oxígeno. Y habría que evitar la electricidad estática. El veintidós por ciento de las muertes en accidentes de aviación están causadas por el fuego.

– ¡Vaya por Dios!

– Es la segunda causa en orden de importancia, inmediatamente después del traumatismo violento.

Primer mecánico de vuelo Hal Ward: Ah, eso está mejor. Soy un hombre completamente nuevo… Si, como dicen, se puede juzgar el estado de un transporte por la edad de los auxiliares de vuelo, entonces estáis todos en muy buena forma.

Primer oficial Nick Chopko: Dicen eso porque antes de cumplir los treinta y cinco todos están muertos. Estamos hablando de la CigAir, compañero.

Ward: Pues la semana pasada volé con Air K, y las azafatas apenas podían caminar de puro gordas… Ésa que está en clase business, ¿quién es…? ¿Conchita…? ¡Menudo tipazo! ¡Por Dios! No me importaría pillarla por mi cuenta.

Comandante John Macmanaman: No sigas con esa clase de comentarios, ingeniero de vuelo. No me gustan en mi cabina, hijo.

Ward: Lo lamento, capi.

Macmanaman: Olvídalo. Eh, Nick… Comprueba la potencia. Y también la velocidad. ¡Oh, sí! Estamos al máximo, pero parece como si fuéramos a entrar en pérdida. ¿Nick? ¿Hal? ¿Veis lo que yo veo? Las reversas de los motores están extendidas.

Chopko: ¡Santo Dios! No puede ser cierto, ¿verdad?

Macmanaman: ¡Pues claro que es cierto! ¿O piensas que viajamos en un carromato? Si esto es una lectura errónea…, ¿cuántas lecturas erróneas más habrá?


En la bodega número 5 el cadáver de Royce Traynor recomponía su postura. Su barbilla estaba apoyada ahora en uno de los bidones de material inflamable. Iba a hacer falta una nueva y violenta turbulencia para que Royce pudiera moverse de nuevo.

Su ataúd de caoba era de madera sólida y pesada. Como el pasado, su propietario estaba muerto, inoperante. Pero Royce conservaba aún su dureza y su peso: era duro y pesado como antes.

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