Xan Meo recaló en Fucktown a las cuatro de la tarde del 2 de febrero, cuando la lanzadera de Fucktown aterrizó en el Helipuerto Internacional Feliciano de Fucktown… Todos los rótulos decían, naturalmente, Lovetown, como el que proclamaba bienvenidos a lovetown, pero la gente, a menudo sin proponérselo, llamaba Fucktown a Lovetown. Lo cual, obviamente, era algo a lo que Lovetown había tenido que acostumbrarse.
De entrada, en el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles (LAX) había sido requerido a recoger su equipaje y pasar con él a través de Inmigración. La espera en el carrusel de equipajes fue, como tuvo ocasión de comprobar, un forzoso interludio de enojosa espera. No era como estar aguardando en una parada de autobús sin nada que leer: el autobús, al llegar, se anunciaría a sí mismo, y había otras cosas que mirar. Pero aquí no; aquí tenías que seguir aguardando, mirando; tenías que desarrollar humildes tareas mentales que implicaban diferenciar formas; tenías que imaginar toda clase de molestas complicaciones, de fastidiosos retrasos. Un inglés larguirucho no paraba de expresar sus temores a través de un teléfono móvil: «Va a dar la vuelta…, va a dar la vuelta… No, no está ahí… Se ha parado al ir a dar la vuelta… Ahora lo hace. No está ahí… No está ahí… Va a dar la vuelta… No está ahí… No está ahí…» Pero, para Xan, este poema al aburrimiento fue como una ducha de descubrimiento de sí. No era capaz de recordar cuándo fue la última vez que se había aburrido, ni a qué se parecía ese sentimiento. Fue como volverse civilizado. Porque… ¿verdad que nunca te aburres cuando estás siempre deseando joder o pelear?
Un coche de cortesía lo trasladó al segundo aeropuerto. Allí, la pequeña terminal, casi en miniatura, contenía una multitud bulliciosa, retozona y nerviosa de chicas multicolores, que se apiñaban anhelantes a la espera de un largo vuelo al sur. Xan se sintió todavía más despersonalizado por el abierto empleo que se hacía allí, con absoluta seriedad, del apodo de Fucktown: como en el rótulo «LA-San Diego con parada en Fucktown», o las preguntas con que fue recibido «¿Qué lo trae a Fucktown?» y «¿Es Fucktown su destino final?» (esta última hecha por un individuo de uniforme). Por un instante, mientras se hallaba parado debajo del ruidoso y bien visible cuadro de información, vio, o pensó haber visto, la indicación 14.05: fucktown última llamada. Pero los dados parpadeantes enseguida se corrigieran por sí mismos, con un rápido aleteo. El otro nombre de Lovetown parecía emplearse tan sólo como una indicación para los francotiradores de la ciudad del sexo…
Ya en el avión, su conciencia de la anomalía, de la lamentable innovación, persistió y se ramificó. Tardó varios minutos en advertir una importante ausencia: la de niños. En todos los aviones hay siempre niños. Pero no en la lanzadera de Lovetown: ni bebés, ni cochecitos, ni bultos debajo del brazo. Bueno…, Lovetown era un lugar sin niños, supuso. Y él era un adulto. Había pasajeros adolescentes a bordo, chicos y chicas, que no parecía que tuvieran un empleo erótico; pero sin duda Lovetown necesitaría chicas de guardarropa, ayudantes de camarero y lavaplatos, como cualquier otro lugar del mundo. Y algunos de los adultos conservaban una pátina infantil: un tebeo, un libro ilustrado. Al volver del aseo notó que algunos hombres y mujeres rejuvenecían, o envejecían, a medida que se acercaba uno a ellos: como cinco años, aproximadamente, por hilera de asientos.
Estaba rodeado de latas de refrescos y batidos, por jóvenes rellenitas embutidas en camisetas de punto sin mangas, con narices demasiado pequeñas, pelambreras excesivas o bocas demasiado anchas, demasiado gruesas, entregadas a risas incesantes, como si los pasajeros compusieran entre todos el auditorio de algún ingenioso vodevil… Con sus vestidos azules, las azafatas parecían más normales, menos afectadas en su semblante y en sus gestos que las intransigentes jóvenes risueñas a las que atendían. El capitán los bajó en Lovetown, y el tubo de sexo enlatado se vació en entregas de tetas, coños y granos.
De nuevo fueron recogidos por un coche de cortesía que los llevó al Hotel U, más allá de los jardines suburbanos de hierba seca y cactus despistados. Xan leyó, en el Lovetown Journal de obsequio, que había sacado de la bolsa trasera del asiento delantero, que el Hotel U pertenecía a una cadena cuyo propietario había ganado setenta y ocho mil millones de dólares al advertir que la w era la única letra no monosílaba del alfabeto inglés. Recortando la supuesta abreviatura, que obligaba a los seres humanos a farfullar nueve sílabas, y remplazándolas por otras tres sílabas elegidas al azar (o incluso utilizando la frase completa «world wide web») el hombre había conseguido ahorrar al mundo de los negocios el equivalente de una década al día…
Al bajar del coche, un goterón de agua de lluvia cayó sobre su calva. Aquello era Lovetown: una tierra de terremotos, de incendios y deslizamientos de barro, de locales de striptease, autopistas y retenciones de tráfico, de Jodiar, Manguerazo y Café con Leche, de Ojo a la Funerala, Número del Abuelete o Lengua Amarilla.
– El Jodiar se desarrolló, en cierta manera, de una forma muy natural -decía la voz de Karla White- porque no había habido nunca el más mínimo amor entre los actores y las actrices. Las chicas ganan cinco o seis veces más que los hombres, y la diferencia sigue aumentando. Como puede imaginar, los guiones para el Jodiar son sumamente monótonos. «Así que éste es el gran tipo, ¿eh?» «Y que lo digas, perra.» «¿Te has tomado hoy tu píldora como un buen chico?» Y así todo. Después, ella le preguntará por el modelo de coche que conduce, si lo tiene, y se pasará directamente a las tomas del tipo cagando en Fulgencio Falls. Luego vino el Manguerazo.
– El Manguerazo -dijo una voz de hombre.
– El Manguerazo -asintió Karla White.
Xan salió al balcón y fumó un cigarrillo. Abajo, en Recepción, le habían hablado del periodista inglés que fue arrestado y encarcelado recientemente por fumar un cigarrillo en su habitación. Le habían entregado también el paquete de Karla: el guión de Corona de azúcar, la cinta de audio («sonido de fondo») y su resguardo para el coche de empresa que a la mañana siguiente lo llevaría a Dolorosa Drive…
– El Manguerazo es un subgénero, o un antigénero, dentro del Jodiar. Muy apreciado por su rareza. Se da cuando el hombre consigue realmente excitar a la mujer…, hasta el extremo de que ella deja de calificarlo de pedazo de mierda y comienza a darle ánimos e incluso a elogiarlo. El vídeo que dio origen al Manguerazo, Despelleja mi culo, amor, fue un éxito incontrolable. Ni de lejos como Princesa Lolita, pero sí un excelente negocio.
»Muy pronto se puso de moda entre los hombres del porno alardear de haberle hecho un Manguerazo a su pareja. «Me hizo un manguerazo» era la queja preferida de la mujer porno. Pero su propia rareza creaba presión, y así se originó otro subgénero, el Falso Manguerazo o Manguerazo de Mierda. El Manguerazo de Mierda se da cuando una mujer porno (usualmente de tercera fila) finge que, después de haberse resistido tenazmente, ha sido objeto de un Manguerazo. Fue entonces cuando un montón de películas porno de hacía diez años comenzaron a ser recicladas porque, en efecto, la existencia del Manguerazo de Mierda sugería lo que había sido siempre el porno: un Falso Manguerazo.
Xan advirtió de pronto que, abajo, en la mitad de los treinta o cuarenta jardincillos que podía ver desde el balcón, la pornografía se estaba practicando ampliamente: cuerpecillos morenos retozando alrededor de azules piscinas.
– Ciertamente el Manguerazo pareció un salvavidas para el porno masculino…, al principio, al menos. Cada mañana, cuando el hombre se dirigía al trabajo haciendo autoestop, alimentaba el sueño de ser recogido por una actriz de primera plana y hacerle un Manguerazo. Y enseguida los pobres diablos comenzaron a cotizarse unos a otros por sus Manguerazos. Ya sabe: estadísticas y promedios…, como en el béisbol. Incluso surgió un actor llamado Manguerazo, Kirk Manguerazo. Por supuesto, no duró mucho… Porque el Manguerazo era otro cáliz envenenado para el porno masculino. Al cabo de algún tiempo, ninguna chica consideraba siquiera la posibilidad de trabajar con un tipo que le había hecho un Manguerazo…, o que se lo había hecho a alguna de sus amigas. Los hombres del porno que tenían algún repertorio de Manguerazo dejaron de recibir llamadas telefónicas. Y después comenzaron a temer el Manguerazo. Una ulterior humillación venía ya en camino en la forma del Desquite.
»Desquite.
»Desquite.
El sol comenzaba a ocultarse ya tras los hombros del edificio. Hojeó las doce páginas del guión de Corona de azúcar. En su única escena, se suponía que Xan intercambiaba algunas palabras con Charisma Trixxx, y después observaba su actuación con Sir Dirk Bogarde (con el siguiente programa: «Mamada. Por delante. Por detrás. Corrida en la cara»). Sus frases no eran ni difíciles ni numerosas, pero aun así le sorprendió la facilidad con que pudo aprendérselas de memoria. Hizo una pausa. «Algo me está ocurriendo», pensó. Hizo otra pausa, escuchó; notaba dentro de sí una gran esperanza a la que no se atrevía a acceder: con ella, o en lugar de ella, podrían sobrevenirle un dolor y una pena igualmente grandes. El firmamento luminoso aparecía desgarrado por estelas de vapor en diferentes estados de disolución: algunas altas, semejantes a escobillas de sólido aspecto para limpiar pipas; otras, como medias blancas, desechadas, flotando en el aire, o como el sueño leve de las primeras horas; otras, finalmente, como rompientes de una playa inconcebiblemente lejana. Volvió a estudiar sus frases, repitiéndolas mentalmente. Las tenía allí.
– Lo cual nos lleva al meollo del asunto. Es sólo mi opinión, por supuesto, pero la mantengo por razones menos obvias que las que podrían decirse. El Desquite. El nombre es incorrecto, creo yo. Y encierra un serio fallo estructural… El Desquite Clásico es, simplemente, una eyaculación prematura provocada por la mujer. Cuanto más prematura, mejor. Ciertamente es muy humillante para el hombre, porque lo obliga a comenzar de nuevo, y ya con sus fuerzas muy disminuidas. Así que se siguen la ducha, la pastilla, la espera, el dolor de cabeza…, el Jodiar. Pero cualquier cosa que se grabe en tales condiciones precederá a la anterior eyaculación. A diferencia del Manguerazo, el Desquite no deja ninguna evidencia filmada de su consumación. Y está luego la cuestión del Facial.
»El Facial.
»El Facial, sí. Hasta el Jodiar más riguroso exige el Facial La tendencia principal del mercado exige el Facial. Y el Desquite ni siquiera ha tratado jamás de presentarse sin él. Así que… ¿qué clase de victoria es ésa? ¿Despedir a la pareja despectivamente y con pullas, una vez que él se ha corrido y te ha llenado de semen hasta la barbilla? El Facial está ahí, siempre, porque el cliente quiere que esté. ¿Y qué quieren los hombres? Quieren el Facial. Es el único acto sexual que apenas existe fuera del porno. Una prostituta tal vez lo practique, pero ¿se imagina a una mujer libre de rodillas? Ésta es otra buena razón para denominar también al Facial como también lo llaman: la Escena por Dinero.
»Comprenda… A veces lo llaman también la Escena de Papá. Jamás la Escena de Mamá. Porque, por un motivo u otro, uno siente esta convicción: es como le habría gustado a papá. La Bella y la Bestia, la inocencia y su opuesto. Y la mujer arrodillada, alzando el rostro para contemplar a alguien mucho más poderoso que cualquier amante…»
Bebió media botella de vino, fuera, en el balcón, acompañando su temprana cena. Notaba cansada su ecuanimidad ahora, y flaqueaba, y las nubes de la tarde le parecían cabellos postizos: bisoñés, pelucas, los caducos oropeles del firmamento. Pero entonces salió Venus, con un halo blanco, como un juego de pestañas de plata que bajaran ante él. Y apareció la luna en su cuarto creciente, dispuesta en un ángulo poco familiar para él, como si llegara de algún lugar de detrás, como un seno platónicamente perfecto.
A las nueve llamaron a la puerta.
– ¿Quién es?
Era el canoso botones, que le ofreció un ramo de las flores más horrendas que hubiera visto en su vida: cara roja y lengua amarilla.
– ¿Quién las envía?
– Joseph Andrews.
Xan lo comprobó: sí, era lo que estaba necesitando.
Durante treinta meses de actividad, el Francotirador de Sextown pareció haber desarrollado un conjunto de reglas o restricciones: nada de emplear balas de alta velocidad, nada de tiros a la cabeza o al corazón, ninguna actuación en autopistas que pudiera provocar más atascos de tráfico, ninguna incursión a Tuxedo Terrace o Dolorosa Drive, donde hubiera podido socavar valiosos títulos de propiedad, nada de notitas sarcásticas que comenzaran «Fastídiate, ciego gusano» o «Soy Dios» dirigidas al alcalde y a las autoridades del Departamento de Policía, ningún disparo a personas de origen mexicano o centroamericano, ningún disparo contra quienes acudían a prestar ayuda del tipo que fuera, ningún blanco a personas muy jóvenes o muy ancianas. Pero si un director de fotografía con barbita en forma de perilla resultaba herido en un tobillo, si un auxiliar o una maquilladora perdían un par de dedos, si Charity Divine quedaba con el pelo chamuscado o Schlong Gielguld recibía un balazo en el trasero…, ¿a quién le importaba? A la gente del porno tal vez, pero a nadie le importaba la gente del porno ni lo que a ésta la importara.
Frente al Hotel U, a las diez y cuarto de la mañana siguiente, la mira del arma del francotirador se movía, apuntando, de una cara a otra; ésta, aquélla. El marco circular contenía un simulacro redondo, como una miniatura conservada en un relicario: rostros de personas amadas y perdidas. Por las finas cruces del visor pasaron el rostro de un portero, el de una estrella del porno recién llegada, el rostro de Xan Meo, el del mensajero que traía una planta con su maceta al hombro.
– Señor…, tengo que haceros una súplica.
– Di de qué se trata, muñeca.
Pero lo primero que necesitaba era que lo llevaran a Dolorosa Drive, y necesitaba saltar del coche de empresa y entrar en la mansión (donde se encontraría con un nuevo equipo de rodaje porno, distinto del de la vez anterior, por venir de otra parte), y saludar con un beso a Karla White…, cosa esta última que, llegado el momento, le resultaría difícil porque la encontraría conversando por teléfono y con el micrófono del aparato rodeándole el cuello como un protector de barbilla… Vestía un traje negro de dos piezas, que centelleaba como si tuviera en el tejido partículas de polvo de carbón, y calzaba zapatos negros de tacón.
– Estás muy bien -le dijo con su voz cálida, profunda y sin acento-. No has cambiado nada. Estás muy bien. Confiaba en que almorzaríamos juntos mañana en mi casa de la playa. Enviaré un coche a buscarte.
– O sea que no tengo que llevar corona o algo así…
– Eres Ramsés el Grande -replicó ella-, pero has llegado a LA en un viaje de vacaciones a través del tiempo, desde el Antiguo Egipto…, con parte de tu corte, claro. Te veo con muy buen aspecto… Pero, ahora, vayamos. Charisma Trixxx lleva un rato esperándonos.
– Todos los demás tienen -decía un hombre vestido con un albornoz blanco-. El noventa y nueve coma nueve por ciento de los demás tienen alguna. ¿Cómo es que yo no digo ni una sola frase?
– Te presento a Dork Bogarde, Xan. Y tú, Dork, no tienes ninguna frase porque haces el papel de mudo.
– Ah. Entonces, ¿por qué…?
Luego Karla siguió, dirigiéndose a Xan:
– En términos narrativos es lo que se conoce como un polvo colateral. Para darle un respiro al muchacho de diecisiete años. -En determinado momento, Karla sacudió ligeramente la cabeza mientras se llevaba el oído el teléfono móvil, diciendo-: ¿Charisma? Charisma…, ¿me oyes? ¿Qué ocurre ahora?
Xan se alejó y se puso a pasear por la habitación. La escena no le resultaba del todo desconocida: la media docena de técnicos, operarios y diversas personas ocupadas en hacer toda clase de ruidos, la chica con la tablilla sujetapapeles, la cafetera, el cuenco de galletas… En un sofá blanco bajo una de las ventanas aguardaba un joven de raza negra de aspecto impresionante, e inclusive heroico: la representación viva del heroísmo. Se puso en pie y se presentó a sí mismo como Burl Rhody: el guardaespaldas de Karla.
– Charisma no se va a presentar -dijo ésta ahora.
– ¿Una incomparecencia de primeriza? -preguntó Dork-. ¿Qué será lo siguiente? ¿Dejarán de acudir a sus jodidos castings?
– Las chicas hablan de una baja por herpes -dijo Karla-, pero la verdad es que va a haber tres días de huelga.
– ¡Charisma! ¿Me oyes? -dijo Dork en voz alta, hablando al aire-. ¡Hay más gente que tú en el planeta, Charisma! ¡Oye! ¡Oye!
– ¿A quién podemos recurrir? -preguntó la chica del tablero con sujetapapeles.
– No importa -dijo Karla-. Lo haré yo.
Por un momento, la cara de Dork pareció un anuncio de dentista. Luego adoptó una expresión solemne, casi litúrgica, y se puso en pie diciendo:
– En tantísimos años como llevo trabajando en la industria, jamás me habían conferido un honor como éste. ¡Una leyenda como Karla White…! Le aseguro, querida señora, que la someteré con… con auténtica sinceridad y respeto.
Dork se quitó su albornoz y se quedó plantado allí… La suya no era exactamente la postura del culturista. Pero tenía el rostro ahora noblemente vuelto de medio lado; la rodilla derecha flexionada hacia dentro, y el pulgar y el índice de cada mano juntos para formar apretados círculos.
Práctica, y desabrochándose ya su chaqueta, Karla dijo:
– Lo siento Dork. Tendrás tus doscientos cincuenta o lo que sea, y encontrarás un coche fuera. -Luego se giró sobre sus talones y dijo-: Burl… ¿Te importaría darte una ducha rápida?
– Señor, tengo que haceros una súplica.
– Di de qué se trata, muñeca. Pero has de saber que podría haberte cegado por dirigirte a mí con los ojos abiertos, muchacha, porque yo soy el Sol.
– Cierto, mi rey… Este joven que está de pie delante de vos no es como los otros hombres. No puede hablar, y aunque, como veis, sus atributos masculinos son perfectos y bellos, no puede emplearlos. ¿Me explico, señor?
– Perfectamente, esclava.
– Tiene que ir, pues, con los eunucos. Se le ha negado la leche de la propagación.
– Que vaya, pues, con los eunucos, sierva. A él no le aguarda ninguna dinastía, necia.
– Puesto que soy la más espabilada de todas las esclavas del harén, como la más instruida en todas las nauseabundas artes, tal vez yo pueda sacarlo de su contumacia.
– Hazlo, inútil.
– Pero aún tengo una súplica más que haceros, gran señor.
– Habla, boba.
– Que como sirva a este joven, así quisiera serviros a vos.
– Empieza, muñeca.
Karla, que llevaba un vestido de malla hecho de monedas, se dejó caer, pero no sobre sus rodillas, sino sobre sus caderas.
A la mañana siguiente la noticia aparecía ampliamente en el Journal, desplazada sólo de la primera página por un nuevo ataque del Francotirador de Sextown (un actor porno de mediana edad llamado Semental Johnsonson, que había sido herido en el pie mientras se hallaba tumbado junto a la piscina de su casa en Fulgencio Falls): rumores de un gran manguerazo en dolorosa drive.
Xan se sentó en el restaurante del hotel con el Journal en su tazón de café. Dos mesas más allá, una pareja joven, con la piel húmeda y reluciente bajo una capa de bronceador, daba cuenta porfiadamente de una comida por todo lo alto (con dos clases de vino), observada por una cámara y un foco. Xan siguió leyendo:
Se creyó inicialmente que el Manguerazo por sorpresa había sido obra de Sir Dork Bogarde, que ha presumido de haber dado varios Manguerazos en tiempos recientes, y que lo había recibido Charisma Trixxx, una actriz primeriza y, por ello, teóricamente vulnerable a un Manguerazo.
Pero fuentes bien informadas han revelado que la atractiva recién llegada no se encontraba presente ayer en Dolorosa Drive. «Creo que ayer se me cruzaron los cables», explica Trixxx. «Yo estaba esperando el momento de ir al trabajo, pero mi agente me dijo que el rodaje se había pospuesto.» Trixxx niega todo conocimiento de un llamamiento a causar baja por herpes, convocado por la controladora Dimity Qwest de la LUWA (ver página 2). Fue imposible localizar a Dork Bogarde para conocer su versión.
Parece ser, con todo, que los artistas implicados fueron Burl Rhody, un temporero de la industria que dejó la empresa hace algunos años, y la legendaria Karla White, hoy de Producciones Karla White. «Juro por mi madre», ha declarado un miembro del equipo que prefiere que no se cite su nombre, «que fue el clásico Manguerazo. Más allá de un simple calentón. Él le soltó un Manguerazo en toda regla.»
página 5: Dolorosa Drive: Una comunidad acepta el Manguerazo Editorial: Sospecha de falsedad en el Manguerazo de Karla White
Había hecho que el chófer lo dejara a una corta distancia de la casa. Mientras tomaba por la avenida de entrada, vio que Burl Rhody (si casualmente o no ya lo decidiría Xan más tarde) bajaba por ella al volante de un descapotable azul. Burl se acercó hasta él.
– Me ha dado el día libre. Y la noche.
Lo dijo con una naturalidad nada forzada en apariencia. Xan vio en el asiento del acompañante un ejemplar del Lovetown Journal.
– Fue un falso Manguerazo -explicó Burl, y se hundió en su asiento un instante.
Xan no era capaz de determinar si Burl se sentía ahora más feliz que de costumbre, pero vio que le sonreía con una adormilada indolencia y añadía:
– ¿Sabes lo que estaba pensando yo hacia el final? Pues pensaba: ¡Joder!, ya estoy viejo. El porno no es para gente holgazana. Dork Bogarde es un notorio imbécil, pero, en general, no son mala gente. Salen en defensa los unos de los otros. Karla -añadió-, la propia Karla se pasa la mitad de la vida velando por los derechos de las chicas y el tema de su salud. Así está de jodida.
Xan preguntó:
– Él no está aquí, ¿verdad? Andrews, Joseph Andrews…
Burl no respondió, pero, por la forma como frunció el ceño, Xan dedujo que no: no, no estaba allí, aún no, todavía no. Burl puso lentamente la primera, como si le resultara agotadora la acción de meter una marcha, y dijo:
– Llevo viviendo cinco años en el apartamento de encima del garaje de Karla White. Y la de ayer fue, para los dos, la primera vez. No digo nuestro primer intento, pero sí la primera vez. ¿Sabes qué hace cuando se excita? Llora.
– ¿Que llora?
– Lágrimas ardientes. Entonces se para todo. Ella lo para. Y tú paras también.
Llevaba puesto su habitual vestido blanco y calzaba sus habituales sandalias planas. El problema era que él pensaba que la quería.
En el balcón del piso alto le sirvió otro vaso de aquel vino tan frío que helaba el cráneo, y preguntó:
– ¿No crees que nos estamos comportando con una frialdad increíble con respecto al cometa?
– ¿Frialdad?
– Las mujeres odian el espacio. Yo odio el espacio. Pero supongo que a ti sí te interesa el cometa…
Él se encogió de hombros para expresar un sí. A los pies de ambos yacía la gran bestia del océano Pacífico.
– Entonces…, la primera cosa que habrás aprendido es que los cometas no son como los asteroides, por lo que no puedes fijar su posición. Porque están sometidos a fuerzas no gravitatorias, como explosiones y sublimaciones. Dicen que no va a darnos.
– O que pasará rozándonos.
– O rozándonos, sí. Tiene el tamaño de la ciudad de Los Ángeles y se mueve a una velocidad cinco veces mayor que la de una bala. La última noticia es que no nos dará por tan sólo noventa kilómetros. Noventa kilómetros.
– No nos dará. No habrían dicho nada al respecto si creyeran que iba a darnos. Han hecho estudios. Anunciarnos el impacto no serviría más que para agravar el costo social. No nos dará.
– Si lo hiciera, el cielo entraría en ignición y después se tornaría completamente negro.
Y eso os gustaría.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó, dolida.
– Perdona…
– Oh, ya… Te refieres a que será el vacío, que no importará nada y estará todo permitido. Yo no creo que sea cierto eso de que no haya nada que importe.
¿Lo pensaba él? ¿Importaba el cometa? Viendo moverse la figura de Karla y pasar de habitación en habitación, pensó que aquello había sucedido ya: el final de todo cuanto llamamos mundo. Cada pocos segundos le pasaba por la imaginación la idea de correr a su encuentro, pero sus brazos, sus manos, se mostraban reticentes y frías.
– Nadie se preocupa por el cometa porque no es culpa nuestra -dijo Karla de pronto, y añadió-: ¡Ojalá no me hubiera mostrado tan desagradable con ese bobo de Dork Bogarde. ¿Quieres comer algo? Yo no tengo hambre. Pero dime si te apetece.
El problema era que él pensaba que la quería. Y el amor no lo había guiado bien en las últimas semanas y meses…, con su mujer, con su hija. ¿Qué clase de amor era? Parecía ocupar en su vida un lugar entre lo que sentía por Russia y lo que sentía por Billie. Lo que caracterizaba más su amor por Karla era la persistencia con que le ofrecía emociones catárticas, como la compasión y el terror. En su presencia, él tenía miedo y se sentía apenado. Deseaba protegerla de todas las cosas, incluido él mismo. Y sus sentidos le dolían… A oleadas. Como las olas que ahora llegaban regularmente, y rompían de pronto cada una de ellas con un asalto oportuno e implacable, para hundirse después por su propio peso, rechinando y llenándolo todo de espuma y envolviéndote con sus dientes. ¡Y qué encarnizamiento era el suyo cuando llegaban hirvientes a los peñascos!: se producía entonces un impacto orgásmico, a partir del cual iban abriéndose camino de oquedad en oquedad encharcadas, provocando ondas que tenían que aquietarse después tras nuevos forcejeos y retrocesos.
Algo estaba ocurriendo dentro de él. Sentía como un flujo en su cerebro: reagrupaciones de corrientes y temperaturas… De pronto el cielo asumió un color oliváceo y el mar se volvió blanco.
– Tormenta -dijo Karla.
– Necesito echarme. Lo siento. No me encuentro bien. Me recuperaré enseguida si me tumbo un rato.
Ella lo acompañó a su dormitorio y lo dejó solo para quitarse algo de ropa. Estaba medio dormido cuando ella volvió.
– Te echaré esto por encima. El principio de las nanas… no se basa en la canción. No es la canción lo que te sosiega y adormece. La cuestión capital es que te da la certeza de que quien canta sigue allí. Yo no sé cantar, pero seguiré dando palmaditas en este chal para que sepas que aún estoy aquí.
Mientras dormía y daba vueltas en la cama, seguía recordando los minutos finales del acto sexual que había presenciado en Dolorosa Drive.
Karla estaba de rodillas. Se hallaba a punto de completar una actividad humana presumiblemente antiquísima. Pero no parecía antigua. Daba la sensación de haber sido inventada horas antes, ese mismo día, o incluso de hallarse, en realidad, en trance de ser inventada. Para el impulso final, tenía enlazados los brazos a la cintura de Burl Rhody, cuyo falo, idealmente negro, parecía constituir un obstáculo: ella no iba a poder rodearlo. No: tenía que pasar a través de él, como si su auténtica meta estuviera en algún lugar dentro de las entrañas del hombre. En el retroceso, las manos de Karla se apoyaban con las palmas en las caderas de él, para conseguir mayor tracción, y cada movimiento concluía con un tremendo chasquido de los labios antes de que el falo de Rhody se viera ruidosamente sepultado otra vez. Luego todo ocurrió apresuradamente, y a los pocos instantes se encontró a sí mismo pensando en un niño tocando un silbato de juguete. Y después allí estaban Billie, e incluso Sophie, con las caras cubiertas de yogur o helado de vainilla.
La conciencia volvió a él. Antes de abrir los ojos, escuchó el sonido de una respiración. Más que eso: oyó el sueño, las parsimoniosas cabezadas que componían el sonido del sueño… Notó que él se hallaba de alguna manera muy metido en la cama, bajo el chal y la sábana, y notó que lo que tenía entre las piernas estaba duro como un pedazo de cartílago. Se volvió; allí estaba Karla, un cuerpo aparentemente sin cabeza y con la insomne e incorruptible interrogación de sus pechos. Se movió hacia ellos.
Pronto oyó su adormilado suspiro de aprobación y notó que las manos de la mujer acariciaban su cuello y su pelo cuando él los apretaba y besaba. Pasó el tiempo.
– Te amo, te amo -repetía ella.
Y cuando ella comenzó a sollozar, él hizo una pausa esperando que ella parara (él hubiera parado también entonces). Pero Karla no paró. Igual que Billie cuando lloraba (levemente incrédula, con elocuente ingenuidad), pensó. Tenía separados los muslos y la mano de Xan comenzó a subir por ellos. Pero, entonces, alcanzó su rostro y se dio cuenta de que tenía las mejillas secas. Se encontraron sus ojos. Todo lo demás le fue sustraído, y él se volvió de lado.
Tras unos cuantos latidos de su corazón, Xan dijo:
– ¿Ves? Al amor no le gusta el temor. Talla cero.
– Oh, supongo que lo que quieres decir es que debería permanecer muy bien arropada mientras tú corres para salvar la vida abajo en la playa… Esto es lo que no está escrito en los libros ni en ninguna otra parte. Con una niña tú eres grande, aun cuando seas pequeño. Deberías seguir adelante con Billie. Podemos superar eso.
– No, tú no puedes.
– No, no podemos -zanjó ella-. Obviamente no.
Y dando un tirón a la sábana, se fue.
Cuando se despertó de nuevo, esta vez por culpa de la tormenta, saltó de la cama y alargó la mano en busca de su ropa, como si fuera las piezas de una armadura. Los truenos aumentaban con un ritmo creciente: descarga de fusilería, cañoneo, artillería pesada, la impresionante catarata del ataque táctico nuclear. Abrió la puerta del dormitorio. En el balcón había una figura fumando.
– Dios está de mudanza hoy. Se romperán cosas -dijo Karla-. No, nosotros no. Nosotros no pasaremos por eso. Obviamente, en la cama ignoramos nuestros derechos.
Obviamente, pensó él. Porque eso es lo que haces cuando haces eso, papá, cuando juegas a ese juego, cuando tomas por ese camino. Los colocas en otra dimensión donde ellos están siempre un paso detrás, un paso más allá.
– ¿Quieres ver a Jo ahora? -le preguntó-. ¿Aún deseas eso?
Xan respondió que sí, pero con una repugnancia y una tristeza que le pareció a él mismo falta de valor.
– ¿Eres mi enemiga?
– Lo era -respondió ella. Y le contó quién era.
– … ¡Dios Santo, Cora!
En la lejanía, artríticos zigzagueos de relámpagos se proyectaban hacia fuera, a los lados, hacia arriba, formando costas con múltiples fiordos. Era como un efecto repetido de iluminación a saltos, con cambiantes retazos de paisaje nocturno.
Cora Susan aguardaba con las llaves.
– Entre usted, querido. No se moje, Xan… Le están esperando, querido. Venga por aquí. Paquita le dará lo que necesite. No le dé apuro.
Joseph Andrews empujó una puerta batiente de cuero rojo, que tenía un ojo de buey en su parte superior. Dentro había una mesa de juego, a cuyo alrededor estaban un individuo grueso y rubicundo con un aparato ortopédico, un hombrecillo muy peripuesto enfundado en un traje oscuro de rayitas y tocado con un borsalino, y una mujer de rasgos chinos con las gafas oscuras prendidas en sus cabellos por encima de la frente, más unos hombros imposibles de reconocer. Cora entró también y la puerta se cerró de golpe a su espalda.
– Se ha tomado usted muchas molestias para llegar aquí, ¿no es así, amigo? ¿Está usted loco o qué? Por aquí: sígame. Sígame.
Xan fue introducido en una habitación larga y baja: su recreación de un típico pub inglés no era totalmente literal, pero había posavasos para la cerveza y relucientes ceniceros de plástico en todas las mesas, redondas, por supuesto, así como una diana para dardos, arneses con hebillas de latón dorado, crines y reproducciones de escenas de carreras de caballos. Un fuego de leña ardía ruidosamente en el hogar, como un enfisema con chisporroteos y salpicaduras adicionales.
– Vayamos al pasado, primero -dijo Joseph Andrews, y exhaló una gran bocanada de aire-. Le diré esto a favor de Mick Meo: tendría usted que haber luchado con Mick Meo. Mire lo que le digo: sabías lo que era una riña cuando reñías con Mick Meo. Y tenías que darle fuerte, porque era una pared, un fajador. Nos las tuvimos en una ocasión en aquellos tiempos, antes de que a él lo encerraran. Y vino después una pequeña jugada que le hice. Seis meses más tarde, cuando se restableció y estuvo en condiciones de caminar, vino a verme y me dijo que no me guardaba rencor. Y él y yo nos tomamos unas copas. En varias ocasiones me invitó a su casa. Insistiendo. Y yo tuve a la pequeña Leda en mis rodillas. Todo esto fue antes de que tú nacieras, hijo.
»Llegó entonces la libertad. Estuvimos los dos en la prisión de Strangeways; él con una condena de tres años por hurto de mayor cuantía, mientras que yo cumplía seis por…, por causar deliberadamente lesiones graves a un tipo. Ahora bien… Nuestro camarada, Tony Odgers, perdió sus derechos a la libertad condicional por haber dado una paliza a dos guardias que habían quemado una carta de su mujer ante su mismísima cara. Y yo le dije a Mick: “Esto es inaguantable. Sacudiré al alcaide.” Y Mick va y dice: “No, le sacudiré yo.” Y yo: “Que no, que es cosa mía.” Pero Mick volvió a la carga: “No lo consentiré. Seré yo quien me encargue de darle una paliza…” En fin, un impasse.
Pronunció esta palabra alargando las eses finales como si fuera un chisporroteo, que se sumó a los chisporroteos del tronco en la chimenea.
– Así que fuimos a dirimir el asunto con el capellán. Y se arregló la cosa. El hombre era un buen árbitro en los problemas de la prisión, siempre con sus manos enguantadas. Era así a veces en aquellos tiempos. Lo elegías con…, con el permiso del alcaide. Y el alcaide no sabía de qué se trataba, naturalmente…
– ¿De qué se trataba? -preguntó Xan.
– ¡Toma! Pues de quién tenía que sacudir al alcaide.
– Ya, pero… ¿quién tendría que hacerlo? ¿El ganador o el perdedor?
– ¿Estás bien de la cabeza, muchacho? Bueno…, lo cierto es que al final tuvieron que venir a retirarnos en camilla a los dos. Nos tuvieron en la misma sala del hospital, pero yo llevé la peor parte porque aproveché la oportunidad para atizarle a uno de los guardias que había intentado separarnos a golpes de porra. A Mick le dieron el alta por la mañana, pero regresó al hospital aquella misma tarde. En un estado horrible. Sólo con verlo pude darme cuenta de lo que había hecho: ¡le había dado una paliza al alcaide! Pero bueno…, yo no iba a consentir eso. Así que en mitad de la noche, me dejé caer de mi cama y me arrastré por el suelo con las manos y las rodillas para llegar a donde estaba él y comenzar a zurrarlo. A raíz de eso me enviaron a Gartree. Y después ocurrió algo curioso: Mick y yo jamás volvimos a estar libres al mismo tiempo. Y nunca, tampoco, en la misma prisión. De manera que, durante veinte años, la libertad enconó el resentimiento entre los dos.
»Más adelante viajé a Londres desde Dublín; por un asunto de negocios. Había oído que estaba en casa y fui a su patio y lo llamé para que saliera. “¿A qué viene todo esto?”, me preguntó. “¿Que a qué viene? Le atizaste al alcaide, animal.” Entonces recordó que, en efecto, había hecho aquello, y más cosas: “¿Y cuando yo estaba en la cama del hospital y viniste de noche a abrirme con tus manazas los jodidos puntos?” Total, que le digo: “Está bien. Querías libertad. Pues bien, ya la tienes. ¿No estás casado con un jodido elefante?”
Andrews hizo una pausa. El fuego de leña escupía, carraspeaba y vomitaba fuego. Aquello era también como Inglaterra: marquesinas en las paradas de autobuses, salas de espera de las estaciones, lavabos de un pub un viernes por la noche…
– ¿Cuándo es tu cumpleaños, chaval?
Xan se lo dijo.
– No, no lo es. El caso es que le digo: “Dices que tu mujer no es una jodida elefanta…, ¿y necesita trece meses para tener un jodido bebé?” Y entonces saco un pedazo de papel del bolsillo -siguió Andrews, descorriendo una cremallera y sacando un papel del bolsillo de su chándal negro-: “Partida de nacimiento.” Y se lo refroté por la cara. “Veamos…, ¿dónde estabas tú hace nueve meses? Te tenían encerrado en el maldito Winson Green. Ahí es donde estabas en esa fecha. Yo vine aquí y me follé a tu mujer y la dejé para el arrastre y todo eso… Tu chico no es hijo tuyo. Es un jodido hijo mío.”
»Reconozco que aquello fue un error… Forcé mi mano, como suele decirse en el póquer… Porque se enfadó mortalmente conmigo; eso es lo que ocurrió, y ya nada…, nada… De manera que se puso a atizarme con las tablas del cobertizo. Y, mientras me hacía ver las estrellas, yo pensaba: “Bueno…, hoy no tienes el día, amigo. Deberías haberte quedado en la cama.” Porque, entiéndeme, lo que es justo es justo. Follar a las mujeres de otros maleantes es algo que se da por descontado. Como el derecho de pernada del señor, podría decirse… Le dicta a uno. “Hazlo.” Y, si se enfada, que se enfade. Y Mick debía de tener ya algún barrunto de la cosa, porque cinco días más tarde dejó tullido a Damon Susan y se fue a cumplir su condena de nueve años, lejos de mi alcance.
»Total…, que aquí me tienes, tomando mis medicinas, como has de tomarlas también tú. Y resulta que hete aquí que apareces tú en escena, tú, so bobo, metiendo las narices en mi vida. Ahora sé que Mick me castiga. Pero es mi castigo, no el tuyo. Y no pienso tolerar eso. ¡Mi propio hijo! La sangre y todo eso… Delataste a tu propio padre… Te veo muy tranquilo aquí.
– Sí, es cierto.
– Oh… ¿Puedo preguntar el motivo?
No había sido falta de valor: había sido desinterés…, o falta de inclinación. Xan se lo explicó:
– ¿Por qué? Pues porque estoy tratando de no estropear la escena, compañero. Eres un viejo bufón, eso es lo que eres, camarada. Mírate: un jodido viejo bufón.
La última vez que tu madre fue a verlo a la cárcel, estaba de ocho meses. Se puso una faja tan apretada, que se rompió cuatro costillas. «Lo he tenido», le dijo. Y él le preguntó: «¿Dónde está?» «Le están curando la ictericia en el Princess Beatrice.» Diez semanas después te llevó a la prisión de Green, y Mick comentó que le parecías un poco canijo pero, por supuesto, les echó la culpa a los médicos… Una mujer terrible, tu madre… Como tu hermana. Le encantaba que me cagara en su cara. ¿Estás ahí aún?
Joseph Andrews se puso de pie… y las terribles manchas blancas de sus zapatillas deportivas, blancas como la luz de la luna, comenzaron a danzar su danza, rozando apenas las losas del suelo.
– Todavía me pirro por una buena pelea. No te preocupes, muchacho. El hospital de aquí es bonito y limpio.
– No veo por qué tú…
– Bueno… Me estoy volviendo desagradable en la vejez… Mírate a ti mismo. Lo he aprendido de ti.
– ¿Cuántos años tienes, Jo? Sí, y mira en qué estado estás. ¡Joder…! Y a eso lo llamas tú libertad, ¿eh? Es un buen puntapié en el culo lo que te han dado los años al pasar. Y no hay venganza posible para eso. ¿Por qué no lo aceptas? Pero no… Te hundes más y esperas más de lo mismo.
Joseph Andrews fue a situarse junto a la puerta. Parecía estar sopesando algo en las manos cuando canturreó:
– El hombre lucha con su culo. La fuerza le llega en forma de ira, que le sube por el culo -sentenció respirando profundamente-. Es la ira justificada del justo. Llega, entra por el culo y sube hasta las entrañas del hombre. Vamos…, ¿dónde la tienes? Veámosla. Suéltala.
Xan observó que Andrews era uno de esos hombres que, cuando se preparan para luchar, no muestran la parte superior de la dentadura, sino la inferior. Se puso en pie y se acercó hacia él, diciendo:
– No voy a luchar. No voy a tocarte. Tienes… Se te cae la baba por la barbilla. Estás fuera de la circulación, viejo payaso. Tú, viejo maricón.
Pensó que la cosa iba a acabar así, hasta que sintió un dolor lacerante en la frente, que pareció parar el tiempo. Pero, aun cuando el golpe le había dado de lleno en la cabeza, no podía haber ninguna duda acerca de la dinámica del futuro inmediato: de las reglas que rigen los movimientos de los cuerpos bajo la acción de las fuerzas. Golpeó a un lado y a otro, repetidamente, y Joseph Andrews se derrumbó a sus pies. Se oyó el crujido de su coxis al dar contra el suelo, y después un débil quejido que no parecía humano, ni siquiera orgánico, como el chirrido del metal forzado. Los troncos y sus gusanos expectoraron y regurgitaron, una vez prendidas las llamas en ellos.
– ¡La cadera! -exclamó valorando los daños-. Se me ha salido la prótesis y tengo que volver a ponerla en su sitio. ¡Ah…! Ya está -dijo, y dejó escapar un ruido sordo, como el hombre que llega del frío y siente por fin el calor del fuego…-. No, Simon, Rodney…, dejadlo pasar. Dejad que se vaya. Pero la cosa no ha acabado, muchacho. No ha acabado aún.
Media hora más tarde, Xan se estaba inspeccionando a sí mismo en el espejo de aumento de su cuarto de baño, dotado de una luz interior. Tenía dos lesiones curvas, como dos hematomas en forma de paréntesis, a unos cuatro centímetros al noroeste de sus ojos.
– ¿Te parece prudente, Cora? ¿No estaremos desafiando al Francotirador de Sextown?
– El Francotirador de Sextown no actúa nunca de noche. Y jamás dispara a la cabeza. No entiendo por qué hay gente que anda por ahí con casco metálico… No ha herido nunca a un amigo mío… Aunque ha estado a un paso. ¿Recuerdas a Semental Johnsonson, el tipo que perdió unos dedos del pie? Comparte un cuchitril con Dork Bogarde. Pondré la capota ahora para tomar la autopista. Mira, deberíamos haber ido por carreteras asfaltadas.
Hacia el frente, el lento río de color carmesí. Y a su izquierda, el lento río de aguas amarillas fluyendo hacia Lovetown.
– ¿Hasta qué punto es homosexual Dork? ¿Hasta qué punto te parece homosexual Jo? ¿Hasta qué punto es homosexual el porno, según tú?
– Bueno…, el porno es completamente homosexual. Pero estamos hablando de algo oculto, ¿no? No es abiertamente homosexual. Digamos que es criptohomosexual. Por ejemplo…, tendrías que ser un poco gay para hacer un doble anal, ¿no te parece? ¿Dos hombres con una chica? Seamos serios. Y un triple anal. En todo caso, muchos de ellos practican el porno homosexual. Ganan más dinero, porque en el porno gay los muchachos son chicas. Aunque no: en el porno gay todos son chicas. Lo llaman «gay for pay». Y en América, ya sabes, en cuanto algo rima o se transforma por aliteración, se convierte en una norma social. En cuanto a Jo…
– Quiere poseerlos, y los posee. Y posee también a sus mujeres.
– Hmm. De ahí su afición al dolor. Se castiga a sí mismo por eso. Realmente ha sufrido mucho dolor esta mañana. Su prótesis. Habrán tenido que encajarle de nuevo la cadera. Ahora estará rabiando de dolor, pero no tocará la morfina. En fin. Bueno…, veamos tu frente.
– Ha tratado de dejarme ciego. ¡A su propio hijo!
– ¿Así que no te ha afectado esa revelación?
– No veo qué diferencia puede haber. En el periódico describí a Jo como «otro gilipollas loco». Otro…, como Mick Meo. No veo qué diferencia puede haber en cuál de los dos sea mi verdadero padre.
– La hay para mí. Digamos que, más o menos, anula el motivo que yo tenía para ir directamente contra ti.
– Es cierto. Y también anula el incesto…, si lo cometimos. Aunque todavía tenemos en común a Hebe Meo. ¡Joder…, mi madre! Pero, bueno… Tenemos que dejarlo estar. No irás a llegar a tu lecho de muerte obsesionada…, obsesionada aún por tu cuna de niña. Claro que para mí es fácil decirlo. Espero que estés bien ahora…, ¿lo estás?
– Sí. ¿Sabes…? Has echado por tierra la visión mágica que tenía de mí misma… La seductora universal… ya no volverá a surcar los aires. Tal vez sea un alivio. Estoy por dejar todo este negocio de la venganza. Y pensando también en abandonar la industria del porno. Ahora que me he hecho rica con ella. ¿Sabes qué es lo que realmente no funciona con el porno? Envejecer una pareja juntos, sexualmente, es tal vez lo más difícil de todo. Pero quizá sea también lo más maravilloso de todo. Y el porno es el enemigo jurado de eso.
– Cora… ¿Crees que Jo me dejará en paz?
– Bueno…, es uno de esos tipos, ¿no? De los que vuelven una y otra vez. A menos que estén muertos, vuelven por ti.
– Anoche… lo llamé maricón.
– ¿Hiciste eso? Entonces, seguro que vuelve por ti. Escucha… Hablaré con él. Está en deuda conmigo.
– No vayas. ¿Sabes…? Yo quería a tu madre. Era una mujer tremenda, pero fue una buena hermana para mí. Me llevé un gran disgusto cuando murió. Y a ti también te quiero. En el buen sentido.
– Gracias. Y yo también te quiero. Por cierto… Hay una cosa que debes saber con respecto al Francotirador de Sextown… No se ha hecho público porque es muy delicado políticamente. Todas las jovencitas montarían una huelga… El Francotirador de Sextown es una mujer.
– ¿Cómo pueden saberlo?
– Oh, es sólo por las cosas que deja en sus escondrijos. Perfiladores de ojos…, recetas de cocina…, patrones para hacer media… ¿Y por qué, si no, querría alguien ir por ahí matando gente?
Y así fue como dejó Lovetown, el hogar de la amable, de la dulce, de la entrañable Francotiradora de Sextown. El vuelo lanzadera sobrevoló Fucktown, que quedó allá abajo como el diagrama de un circuito, y se dirigió hacia Los Ángeles, engalanada como la capa para salir a escena de un viejo cantante de las dimensiones de un cometa.
Cuando sobrevolaban Groenlandia, escribió:
Querida Russia:
Dudaba en escribirte porque temo mucho la recaída: tengo mucho miedo de la desgracia de una recaída. Pero me siento como el hombre que examina con pesadumbre una vieja y dolorosa herida y de pronto encuentra que ya no la tiene.
En los últimos días creo haber descubierto cuáles fueron las consecuencias de mi accidente. Yo ya sospechaba que había desarraigado de mí algunos valores…, más o menos, los valores de la civilización. Bueno…, eso fue lo que hizo. Pero hizo también algo más: estragó mi talento para el amor. Lo arruinó. El amor siguió presente en mí, pero como un amor de naturaleza equivocada. Un amor terriblemente agitado e impotente. Y ahora esa agitación parece haberse retirado, desaparecido, levantado como una niebla.
Las generalizaciones no son mi fuerte, pero aquí tengo una. Los hombres detentan el poder desde hace cinco millones de años. Ahora (donde vivimos) lo comparten con las mujeres. El pasado pesa mucho, aunque nos comportamos como si no pesara sobre nosotros. Nos comportamos como si la transición se hubiera operado a la perfección. Por supuesto no cabe marcha atrás. Pero yo fui hacia atrás. Me hundí en el pasado como a través de una trampilla, y ambos compartimos ese desastre. Lo cierto es que deberíamos reconocer el peso que tiene ese pasado. Inconscientemente, aunque no por mucho tiempo, los hombres añoran a las mujeres tratables, y las mujeres echan de menos a los hombres resueltos, pero no podemos reconocerlo. Lo que estoy sugiriendo es que tal vez se dé una falta de candor (y eso es lo que no cuadra con lo que escribo o he escrito). Sería sorprendente que las mujeres no se sintieran demasiado entusiasmadas por el poder que han conquistado, y los hombres no se sintieran un tanto aturdidos por sus pérdidas. Discutiremos esto, espero, y tú ganarás y a mí no me importará. No, borra eso. Tú ganarás, y a mí me importará, pero probablemente fingiré que no es así. Lo que quiero decir es que se necesitará un siglo para borrar esos cinco millones de años y consolidar el cambio. Fingimos que ya está, pero el cambio no se ha producido del todo y no es aún algo irreversible.
Mi memoria se está llenando de nuevo de recuerdos: ahora puedo recordar a Billie diciendo: «Aquí viene mi querido papá para llevarme a casa» (se puso de puntillas para decirlo). Y es la clase de padre que volveré a ser si me das la oportunidad de demostrártelo. Yo no estaba bien, ni de cabeza ni de corazón. No estaba bien, no estaba bien. La memoria… La única brecha importante ahora me parece el nacimiento de Sophie; todavía no lo recuerdo, pero espero que cualquier día me vendrá de nuevo. No sé por qué esta ausencia me oprime tanto. Por supuesto puedo recordar con toda claridad haber declinado asistir a la cesárea de Billie. Pero he olvidado el nacimiento de Sophie…, y no quiero ser un hombre que nunca presenció cómo nacía una mujer. Naturalmente desearía poder olvidar la criatura que fui, pero no puedo y no lo olvidaré.
Quizá te haya hecho demasiado daño. Quizá te he asustado y disgustado demasiado profunda y duraderamente. Y hay otra cosa que vas a tener que perdonarme: un extraño embrollo de familia. Considerarías prematuro (y alarmante) que te escribiera palabras de amor. Por eso sólo te diré que mi más profunda esperanza tiene que ver con tu generosidad. Eres demasiado generosa para no intentar perdonarme.
Han ocurrido muchas cosas. Te lo contaré todo. No puedo entender por qué quiero ahora contarte todo eso, pero así es. En el pasado, cuando pensaba en mi padre, solía fantasear que a él se le permitía tener ocasionales atisbos de mi vida. Es cierto que murió cuando yo estaba aún casado con Pearl. Pero solía decirme: él lo averiguará, sumará dos y dos y verá que estoy casado contigo ahora, que hemos tenido dos hijas, Billie y Sophie. No creo que pueda hacerlo. Pero sería estupendo y muy justo que se le concediera verlas de vez en cuando…, y que este privilegio expirara después de un par de generaciones, de manera que la historia se borrara discretamente de su memoria cuando las niñas lleguen a los sesenta y cinco años, más o menos. Y que cuando estemos muertos, a mí se me permita velar por los chicos y a los dos, a ti y a mí, velar por las chicas.
Epitalamio.
Con furiosa precisión, el enloquecido cadáver de Royce Traynor asestó su último y contundente golpe y se fue, lejos, girando sobre sí mismo una y otra vez a través de las nubes que azotaban el aparato…
El aire presurizado del 101 Heavy escapó también, convertido en un turbión de polvo y arenilla. La sección media del piso de la cabina se hundió casi instantáneamente, con lo que se cortaron casi todas las conducciones hidráulicas que aún funcionaban.
Reynolds notó el estampido, que retumbó como una carcajada, el viento punzante, la ronca vibración. En un terrible unísono, las máscaras de oxígeno cayeron del techo y quedaron colgando. A los pocos segundos todo el humo de los cigarrillos se vio remplazado por una fina neblina blanca.
Comandante John Macmanaman:… Mira a ver si lo notas, Nick.
Primer oficial Nick Chopko: No…
Macmanaman: No hay ningún impulso…, nada.
Mecánico de vuelo Hal Ward: No es posible hablar de «sensaciones» en un trasto así. Es sólo el ordenador. Se ha ido al carajo.
Macmanaman: Estamos volando sin piloto automático.
Chopko: ¿Y si lo conectamos de nuevo?
Macmanaman: Conseguiremos, a lo sumo, una sensación ficticia. Caballeros…, no tenemos ningún control hidráulico sobre esta aeronave. Está inclinando el morro. Se cae. Reduce, Nick. Si puedes… Ah…, se endereza. Se está enderezando… Estamos dando vueltas aquí arriba. No tenemos flaps, ni alerones. Si podemos hacerlo bajar, vamos a tener que aterrizar a trescientos nudos, sin frenos y sin posibilidad de invertir el impulso. No necesitamos un aeropuerto. Nos hace falta una autopista interestatal. Cinco kilómetros de buen firme. Y que corra en nuestra actual dirección, Nick. Llama al SAM. Hal… Ponte en contacto con toda clase de sistema de rescate y de emergencia que podamos solicitar. Está bajando el morro de nuevo. Anda… ¡Vuelve!
Sistema de Mantenimiento de Aeronaves en Vuelo: Indique su situación, uno cero uno Heavy.
Macmanaman: Estamos volando en grandes círculos en el sentido de las agujas del reloj aquí arriba.
SAM: No querría aumentar sus problemas, señor. Pero tendríamos que empezar a pensar en la trayectoria de entrada del NEO.
Macmanaman: Entendido. Anda, sé obediente… Vuelve… Vuelve a mí.
«Y una chica que dice tener catorce años», escribió, «ha estado quejándose a voces de haber sido violada, tras haber pasado un rato retozando en la cuneta con un muchacho mayor que ella.»
¿Habéis visto a esta chica? (ver foto)
Parece tener dieciséis años como poco.
¿Y cómo cuenta él la cosa?
El tipo admite que tenía unos cuantos años más que ella.
Que se pasó un poco porque su vista ya no es lo que era y dicen que en aquella parte del bosque apenas hay luz…
Clint hizo una pausa. Se dijo que tenía que ser cuidadoso con la medicación. ¿Qué ocurre si te pasas con la dosis de Narcopam? Que enseguida te ves en la recepción del hotel con la chica colgada de tu hombro.
¿Y quién piensa el juez que quiere engañarle?
Él ha tenido la jeta de decir que no hubo «provocación» por su parte.
Siendo así que la chica llevaba uniforme escolar.
¿Por quién nos toma, coño?
Aún faltaban sesenta y seis horas para su cita con Kate; el día de San Valentín (un lindo detalle), y ya podía verse a sí mismo aparcando el Avenger y cruzando la carretera fingiendo despreocupación…, con las manos en los bolsillos. Aunque con la mirada fija en su puerta. En fin…, era como los buenos boy scouts: siempre preparado. El Potentium, Su Voluminosidad (suplementado por un reforzante llamado Control de Volumen), el Valium, el Hellcat (Prohibido legalmente su empleo sin permiso de la Otra Persona), el Narcopam (ya dicho) y el diploma de la Academia. En fin, que el hombre rebosaba confianza en sí mismo por todos los poros.
Joseph Andrews se hallaba sentado ante la grabadora. Parecía que acabara de salir de la piscina, pero tenía la ropa seca.
– Vamos, jefe. Tómese medio Nurofen.
Con la voz forzada y temblorosa, Jo lo rechazó:
– Llévate eso de aquí.
– Ya le han dado anestesia local.
– Contra mi voluntad. ¿Estás listo? Y tú, Manfred, transcribe esto ahora, ¿entendido?
«[Clic.] ¿Es un crimen desear morir en mi propio país? [Clic] Aparte de algún asuntillo familiar y cuatro o cinco tipos que ya sabemos muy bien lo que son [clic], no supongo ninguna amenaza para la sociedad. Y el hecho es que lo tengo a usted entre la espada y la pared, amigo.
»Eh, quita lo de “amigo” y pon…, esto…»
Quería añadir una evocación de su amor por Inglaterra. Pero la esencia de lo que realmente echaba de menos era despertar en un clima frío y con la sensación de tener oxidados los huesos de sus caderas, todos llenos de cables y dispuestos para responder a una imprecisa necesidad de defecar.
– ¿Dónde está Simon? Necesito a mi Simon.
Brendan estaba leyéndolo en voz alta, y había llegado a la última página.
«Y el hecho es que os tengo entre la espada y la pared, Majestad. Soy un buen monárquico, y por supuesto todos nosotros venerábamos a vuestra madre y a vuestro padre. Y me partiría el corazón verme obligado a hacer público el material que os incluyo. Soy sólo un viejo que quiere que sus huesos sean enterrados en la patria de sus padres. Oír las campanadas del Big Ben, quiero oír el sonido del cuero sobre el mimbre en el prado de la aldea, quiero caminar por Worship Street y cruzar las puertas de El Mundo al Revés. Llegaré a Heathrow el 13 de febrero por la tarde, bajo mi auténtico nombre, y desde allí iré a mi granja en el Essex. Y eso será lo último que sabréis de mí. Pero si soy detenido en mi camino, ya conocéis cuáles serán las consecuencias. Respetuosamente, Joseph Andrews, Caballero. PS. Si no os importa que os lo diga, tuvisteis bastante cara al decir que era todo una falsificación, ¿no creéis? Estuve en un tris de hacerlo todo público, allí y aquí, para hacerme respetar un poco. Pero prevalecieron voces más prudentes. Ahora podéis manteneros en vuestras trece, y espero que todo pase rápidamente para la princesa. Incluido lo de su madre. PSS. Veo que su prima se presentó en Cold Blow por lo del pobre Jimmy O’Nione. Yo conocí a Jimmy en Knavesmire, donde nos cargamos juntos a un inspector. Jimmy O’Nione era uno de los mejores.»
Brendan dejó caer las manos en su regazo.
Enrique cruzó y volvió a cruzar las piernas.
– ¿Y qué es eso que envía, Bugger, si se me permite preguntarlo? -dijo.
– Un DVD, señor… Un videodisco digital.
– Bueno, supongo que deberíamos…
Los dos hombres se encontraban en las habitaciones de Brendan en el palacio de St James… No hubiera sido posible visionar aquellas imágenes en ninguno de los palacios de invierno, en los desolados castillos… Brendan observó:
– Me pregunto si es preciso pasar por este trance, señor. Podría explicaros todo lo que necesitéis saber.
– Deja de tratarme como a un niño, Bugger. Llama a Amor y cierra luego la puerta con llave.
Comandante John Macmanaman: Dámelo. Dámelo. No, no, no, no. Espera. Ahora… Tengo que seguir al frente, tengo que seguir al frente. Tengo que pilotarlo. No puedo quedarme atrás.
Servicio de Mantenimiento de Aeronaves en Vuelo: Capitán, dígame cuántas personas lleva a bordo y qué combustible les queda.
Primer oficial Nick Chopko: Tres nueve nueve. Treinta y seis siete, y derramándolo.
SAM: Sólo energía diferencial. Están maniobrando ustedes con los reguladores… ¿Tienen fuera los flaps?
Macmanaman: ¿Flaps? No tenemos flaps. Si conseguimos llegar abajo manteniendo la horizontalidad, tendremos que hacer un aterrizaje forzoso. Estamos descendiendo. Ah, ahora sube el morro. Con cuidado, con cuidado.
Control de Aproximación de Columbia (Carolina del Sur): Informe de su posición, uno cero uno Heavy. La pista tiene tres mil metros de longitud.
Macmanaman: No nos sirve, y no vamos a ir a Columbia. Búscame un lugar donde aterrizar en esta posición. Nick, baja el tren de aterrizaje.
Chopko: ¿Qué?
Macmanaman: Que hagas que baje.
Reynolds se volvió al hombre del 2A y gritó:
– ¿Qué es eso? -dijo-. ¿Qué?… No le oigo. Quíteselo.
– Una máscara antihumo. Me costó dos treinta.
– Damas y caballeros -dijo la voz nerviosa de Robynne Davis-. Como en todos los aterrizajes de emergencia, procederemos a evacuar el avión tan pronto como esté completamente parado. Los pasajeros próximos a las puertas de salida, los que ocupan los asientos…
Un hombre uniformado salió de la cabina. Se agachó sobre la ocupante del 2B y le susurró algo.
– Señora -dijo Hal Ward tras pasar a la cocina-, tenga la bondad de ir al baño y al volver siéntese tranquilamente en el 22D. En clase preferente, órdenes del comandante.
Las cortinas de separación de la cabina estaban descorridas, y el hombre del 2A pudo ver que el nuevo asiento de la señora Traynor era diferente del suyo: un poco más estrecho y de cara al otro lado.
Chopko: Vigila nuestra velocidad.
Mecánico de vuelo Hal Ward: Este tipo de aviones no están diseñados para esta maniobra. Corremos el peligro de partirnos aquí arriba.
SAM: Capitán, en su posición van a poder verlo llegar por la derecha, debajo de ustedes.
Macmanaman: ¿Qué dice esta gente? ¿Treinta y tres, treinta y cuatro?
SAM: El último y mejor dato de la altitud del NEO es de 21.400 pies. Repito, para las 17.43. Si aún no están en tierra, lo notarán. Calor y explosión.
Macmanaman: Y otra cosa. Vigila el morro, Nick. No, no, no… Atrás, atrás, atrás.
En la pantalla, el baño de la Casita Amarilla; el pasillo, la concavidad circular de la bañera, los espejos, las toallas en sus colgadores. Brendan pestañeó al ver que un subtítulo indicaba la fecha y el lugar. Se volvió. En el sofá, el rey miraba la pantalla sin inmutarse.
Entra la princesa con su equipo blanco de tenis. Se acerca sonriendo, divertida o satisfecha, y después desaparece por la derecha. Se oye un suspiro, el chorrillo penetrante de la micción, la suave percusión del papel higiénico al tirar para romperlo. Reaparece con la blusa levantada a medias y la falda bajada también a medias, cojeando como si se quitara de golpe sus zapatillas. Va a los grifos. Hace una pausa de medio minuto, examinando una magulladura en su antebrazo. Luego se desnuda despreocupadamente y se mete en la bañera.
No había temblado el ojo que la vigilaba, estúpido e imperturbable como un monitor de seguridad. Pero al momento siguiente uno se daba cuenta de que había iniciado un zoom gradual y penoso.
Y aquí viene un cambio de expresión de la princesa: cara de prestar atención. El sonido de una puerta que se abre y se cierra, y el rumor audible de unos pasos que se aproximan. Después, la figura blanca, medio tapada por la sombra.
La calidad del sonido, en conjunto, había obligado a aguzar penosamente el oído. Ahora, sin embargo, siguió la súbita presencia de una voz humana.
Vengo del lecho de tu padre. Me envía para que te ayude a bañarte. Era El…, era El… El se quitó su túnica y extendió una mano de manera que la princesa tuvo que levantarse para recibirla. Luego se metió también en la bañera… Le besó el cuello y la garganta, le pasó la esponja por los pechos. Dos cuerpos: uno moreno y grave, el otro pálido y leve… Y dos rostros: uno con su joven asombro y horror, el otro con su antigua crueldad.
Brendan se volvió de nuevo. Enrique tenía los brazos apoyados en el respaldo del sofá y la cabeza ladeada. En torno a sus ojos cerrados había tenido tiempo de formarse ya un pequeño remanso de humedad.
A los pocos minutos, Brendan dijo:
– ¿Señor? Pienso que tendríais que…
Enrique se incorporó y miró la pantalla de nuevo. Una escena distinta, ahora melancólica, lujosa: El Zihen, a medio vestir, acariciaba su propio cuerpo desnudo, que daba una impresión de completo desvalimiento, como el de un bebé a la espera de que le cambien los pañales.
– Si os sirve de consuelo, señor, pienso que puedo deciros una cosa a favor de la señorita Zizhen. Ella era el topo de nuestro enemigo.
– Pues, aunque te sorprenda, Bugger, sí es bastante consuelo. Ahora ha acabado todo. Oughtred por un lado y el primer ministro por otro. Lo que nos queda a nosotros ahora, o me queda a mí, es adivinar qué quiere la princesa. Dime…, ¿qué quieren las princesas?
Su muleta era de las que suben rectas hasta las axilas. Joseph Andrews estaba apoyado de lado en su mesa y, después de unos penosos tanteos, se dejó caer en su sillón giratorio.
– Sime…-dijo, cuando estuvo en condiciones de hablar.
Se dirigía a un hombre bajito de mediana edad, que vestía traje oscuro de raya fina y con unos ojos desagradablemente pálidos alrededor de una pupila azul de póster: Simon Finger.
– Simon, amigo. Todo esto me está jodiendo: el que me amenacen. Yo soy monárquico, hombre. Lo he sido siempre. Pero lo que sé podría hacer que la familia real desapareciera. Y yo no podría vivir con ese peso sobre mi conciencia. Sabiéndolo, no podría descansar en mi tumba. Mañana me enchironan, así que me llevaré mi secreto conmigo. Aunque Cora siempre lo ha sabido, por si se descubría.
Arrastrando las sílabas -con mayor elegancia aún que el rey-, Simon Finger dijo:
– No podría estar más de acuerdo contigo, Jo. Es una gran institución.
– ¿Dónde estamos? Sí… Tendremos que estarles muy agradecidos a Tony Tobin, Yocker Fitzmaurice, Kev Had y Nolberto Drago. Puedes hacer lo que quieras con el resto de escoria, pero a mí déjame a Nobby Drago.
Durante un rato, Joseph Andrews estuvo hurgando asistemáticamente entre los papeles de su mesa. Luego tomó un recorte y lo sostuvo en alto.
– Me llama viejo huevón. En letras de molde. Menciona mi nombre. Me sitúa. Y, por lo que dijo aquí la otra noche, no me tiene ningún respeto. ¡Y se habría marchado tranquilamente si se lo hubiera permitido…! Pero no hubiera podido conmigo. No hubiera podido… ¡Llamarme a mí…! ¡Mi propio hijo! Bueno, eso no lo toleraré. Ella…
– ¿Ella? ¿De quién hablas…?
– Mira… Cora me hizo prometer que no le haría daño. Por eso quiero hacérselo a ella, Simon. A su esposa. Porque no se marchó como le dije. Y ahora estoy obligado. Quiero que le marques la cara, Simon. Quiero que le hagas un buen corte en la cara.
– No. Eso estaría… fuera de lugar. Me parece que sería, sin duda, un peu trop.
– No te comprendo, Simon Finger. Tienes un culo que cuidar. Si viniera contra ti un toro furioso, aguantarías firme. O te echarías de cabeza en una jodida mezcladora de cemento si pensaras que era lo que debías hacer. Acabo de pedirte que liquides a cuatro fulanos, y ni siquiera has pestañeado. Y ahora, en cambio, no quieres… Ah, está bien. Está bien. Pero pégale un buen puñetazo, por lo menos. ¿Querrás hacer eso, por lo menos?
– ¿De qué estamos hablando, Jo? ¿De hacerla echar sangre por la nariz y ponerle un ojo morado…? ¿De arrancarle unos cuantos mechones de pelo y partirle un par de dientes?
Joseph Andrews se inclinó hacia delante y extendió las manos como dándolo todo por zanjado:
– Exactamente. Lo que le haría cualquier marido normal.
Después, Simon Finger ayudó a Joseph Andrews a bajar las escaleras para reunirse con sus amigos en la fiestecilla de despedida: Manfred, Rodney y Dominic, Cora Susan y Burl Rhody, Tori Fate, el capitán Mate… y El Zizhen.
Estaban todos en la reunión de mediodía: Clint, Supermaniam, Strite, Mackelyne, Woyno, Donna Strange… Clint acababa de tener una conversación con Donna Strange acerca de Dork Bogarde. Fue muy semejante a la que había tenido con éste a propósito de Donna Strange: ella tampoco recordaba a Dork. «No había habido buena química», pensó Clint. Sin embargo, tomó aquel sofisticado intercambio como un buen presagio para su cita con Kate, para la que faltaban sólo unas horas. Ya se estaba viendo a sí mismo aparcando el Avenger y cruzando la carretera. Cruzando tranquilamente la carretera…
– Ainsley Car piensa que el de Durham es el mejor centro de desintoxicación en que ha estado nunca -dijo Supermaniam-. Por supuesto lo han tratado como a un dios allí. Y Ainsley y Beryl van a casarse por tercera vez en la capilla de la prisión. Se podría escribir un buen reportaje con eso.
Desmond Heaf arrugó la nariz y dijo:
– Como veis, algunas cosas se están arreglando.
– Sí… Ya sabéis -dijo Clint-: la deslucida y desgraciada leyenda del fútbol, que deja escapar una sonrisa irónica y añade sus sollozos al cubo de mierda que han colocado fuera de su celda. Porque ha llegado el día de su boda.
– Bueno…, yo imaginaba algo en tono más blando. Aunque tomo nota: el fútbol es la religión de nuestro… tiempo -dijo Heaf, al tiempo que consultaba su reloj-. No ocurre a menudo, ni mucho menos, pero de vez en cuando, en la vida de un editor, te encuentras con el trabajo de un periodista que, sencillamente, te deja sin respiración… Precisamente ayer por la mañana le decía a Clint: «¿Sabes, Clint? He recibido una comunicación personal de Palacio, a través de la FPA.» -Heaf agitó en el aire unos instantes una hoja de papel parecida a una octavilla-. Dice que el embargo tácito acerca de las informaciones sobre la princesa se ha levantado oficialmente, pero que nos ruegan que mantengamos cierto tacto y distanciamiento respecto a esta etapa tan dolorosa a que ha conducido el fallecimiento de la reina Pamela. Y, tras explicarle esto, pregunté: «Clint… ¿Cómo tienes ese trabajadlo acerca de Vicky? Algo para la página de opinión editorial. ¡No para Perro Callejero, recuerda! Que se parezca más a tu anterior estilo ligero. Ahora que ha pasado el escándalo, y con su decimosexto cumpleaños ya cerca… Que incluya esta nueva y linda foto suya. Es agradable verla reír de nuevo, ¿no…? Una vuelta de página…, el comienzo de un nuevo capítulo.» Y esta mañana he tenido la ocurrencia de abrir mi ejemplar del Lark en la mesa, cuando me disponía a desayunar en compañía de mi mujer y mis seis hijas… ¿Tenéis la bondad de mirar todos la página treinta y tres: «Las domingas de Vicky»?
«“¡Adiós, hombres!” -leyó en voz alta Heaf-. “Con estas palabras y un beso se despidió de su pandilla la princesa Vicky, que se va a hacer monja, según informaciones recibidas por el Lark. ¡Condenada suerte! Estaba lindando con el ridículo. En los tiempos que corren, las jóvenes británicas están teniendo su primera relación sexual a los doce o los trece años de edad. A estas alturas de su vida, pues, Vicky ya se había (¿qué coño esperaban ustedes?) ya se había subido al alegre tiovivo de quienes han perdido el virgo. Tuvimos ya en este país una Reina Virgen, Isabel I. Así que aflójense ahora los cinturones para la Princesa Cachonda.
»”¿Y quién es, pues, el afortunado muchacho que se la metió? Preñar a la Provocativa Heredera es un delito capital, así que esto tiene que provenir de las alturas. ¿Actuó ella de Virgen María y consintió en que el Señor Dios actuara? ¿O fue un trabajo desde dentro en, como mínimo, dos sentidos? Todos sabíamos que el primer enamoramiento de Vicky sería con alguien encumbrado. Y es bien sabido que su papá llevaba ya más de dos años sin chingar… O sea que a lo mejor fue a verlo y le dijo: ‘Papá… Necesito un noble. Pero que quede en la familia (real).’ Y él respondió: ‘¿En qué dormitorio?’
»”Así que sacad las joyas de la Corona, muchachos, y comenzad a soñar… Ahora que un individuo ha conseguido follarla, la vestal seguirá muy probablemente con ello. Después de todos esos años de vivir bajo la reina Pamela y lo que ya todos los conductores conocen como la salida de Buckingham (RIP), he aquí de nuevo una persona de la realeza que nos la pone tiesa. Mirad la foto de esta página, chicos, y tomad vuestros fusiles. Preparados, apuntad… ¡Y que Britannia babee sobre las olas!” [34]
»Mira, Clint… Jamás pensé que llegaría a decirte esto…, pero… Estás despedido.
Mattock Estate, NW2. Sintecho John y And New se hallaban sentados en la acera.
– No es mal lugar éste -decía Sintecho John-. Puedes ayudar a la gente con sus coches. Por ejemplo: «Eh, amigo… Aquí tienes un ticket. Intenté detenerla, pero la boba esa de ahí me dio uno para ti.»
– ¿Y eso de qué sirve? -preguntó And.
– Bueno…, los prepara. Los previene. ¿De dónde sales tú?
– De una plataforma petrolífera. En el jodido Mar del Norte.
– Oh. Un buen pastón allí.
– Si trabajas como perforador, sí. Pero no si te ocupas de fregar los platos sucios de la gente.
Apareció el Avenger negro, con la cabeza de Clint sobresaliendo del asiento del conductor como la joroba de un dromedario.
Sin levantarse, Sintecho John le hizo a Clint una serie de gestos indescifrables para pedirle que bajara el cristal de la ventanilla.
– Aquí no, compañero. Está reservado a los residentes hasta las diez y media. Retrocede un poco y es ya zona de parquímetro. A partir de la línea amarilla. Más allá de esa línea amarilla.
Clint dio marcha atrás y bajó luego del coche con dos botellas de champán en la mano izquierda, sujetándolas por los golletes, y llevando en la derecha la cesta.
– Hola, muchachos -saludó.
– Hola -dijo Sintecho John-. Estoy lejos de casa esta vez.
Y Clint comenzó a cruzar la calle. Era agradable regresar temprano: hacer el amor a primera hora de la tarde. Caminar por la calle sin rumbo, tranquila, despreocupadamente. Un poco a lo loco, sin agobios. ¿Agobios? No, ninguno; no con Kate. Además, iba preparado para cualquier contingencia: cuando los sacudía, sus bolsillos sonaban como un par de maracas. ¿Conversación? Sí: aireando, por así decir, los últimos cotilleos acerca de la familia real. (Bueno…, mejor que no. Ya se encargarían de eso otros imbéciles.) O divirtiéndola con el relato de las dos noches que había pasado en la cárcel de Lovetown por fumar en su habitación del hotel. Cuando se dispararon todos los extintores de incendios del hotel…
Ciertamente, Kate tenía sus pequeñas manías. Como las relativas a querer ahorrar pulsaciones con el teclado. Algunas de sus abreviaturas le ahorraban, como mucho, una pulsación; o ninguna, si se contaba también la del tabulador. Y con frecuencia su forma de puntuar era, más bien, una simple broma visual. Y algunos manierismos le hacían pensar que quizá era originaria de la condenada Nueva Zelanda… Es verdad también que, inconscientemente, Clint estaba sufriendo una proliferación de dudas en nuevos aspectos: incertidumbres que lo cambiaban todo. Por ejemplo, tenía la sensación de que estaba pasando algo por alto, y no precisamente un detalle. Le había asaltado ya muchas veces la sospecha, más o menos consciente, de que Kate tal vez no estuviera muy bien de la cabeza.
Apretó el botón marcado k8. Apuesto a que se lleva una sorpresa cuando me vea, pensó insensatamente. La puerta de la casa se abrió con una suave risa y un olor a verduras hervidas, y volvió a cerrarse.
Comandante John Macmanaman: Me parece que lo noto algo más aquí. No sé. Tal vez sea que el tren de aterrizaje esté haciendo un poco de timón, o quizá sea el aire…, que es más denso cuanto más abajo.
Mecánico de vuelo Hal Ward: Pues aprovéchalo, si lo tienes.
Macmanaman: ¿Cómo va por ahí, Nick?
Primer oficial Nick Chopko:… Los instrumentos dicen que está bajando el morro.
Reynolds sabía por qué quería el comandante que ocupara un asiento de cara a la cola. Enseguida podías ver que tenías como protección a la espalda una gran sección de elementos de cabina fijos, en lugar del delgado cinturón de seguridad de que gozaba, por ejemplo, el pasajero del 2A. Por otra parte, le resultaba un tanto extraño ocupar aquel asiento. Cuando el avión encontraba alguna resistencia al atravesar las nubes, ella notaba como una especie de aceleración en su espina dorsal. Y, al contrario, cuando el morro se iba para abajo y comenzaban a descender, la maniobra la hacia sentir una especie de empuje hacia atrás.
Pero el aparato no tenía empuje motor alguno, ni hacia delante ni hacia atrás.
Las cuatrocientas personas tragaron saliva cuando el avión se inclinó bruscamente a la izquierda. De repente, con violencia. El movimiento le trajo el recuerdo del papel higiénico que había lanzado al retrete de acero una hora o más antes, absorbido hacia abajo por el vacío con la fuerza de un sonoro estornudo. Y con igual violencia.
La gente no se quejaba ya, ni siquiera con los más bruscos baches o bandazos. Salvo algunas parejas, ya ni tan sólo se tocaban, sino que tenían las cabezas inmóviles y miraban fijamente al frente. Habían dejado de pronunciar aquella interjección que casi todos ellos repetían: «¡Joder!» Los que viajaban solos ya no intentaban comunicarse con sus seres queridos por los teléfonos móviles pegados a sus cabezas para decirles adiós. Ahora se estaban diciendo adiós a sí mismos.
En la mañana del día de San Valentín, Brendan había desayunado temprano con la princesa y mantenido una breve conversación.
– ¿Qué es lo que deseáis, señora?
– Deseo formar parte de la umma.
– ¿De la umma, señora?
– Sí, de la comunidad de los creyentes del islam. Por eso rezan cinco veces al día. Shoruq, al alba; zhur, al mediodía; asr, a media tarde; maghreb, a la puesta del sol; e iska, por la noche. Para comprometerse de nuevo con el cuerpo del islam. Mediante el acto de la postración; primero las rodillas, y después las manos. La frente, la nariz, las dos manos, ambas rodillas y la parte inferior de los dedos deben tocar el suelo, y los dedos de las manos y pies han de apuntar hacia La Meca. La conformidad de estas actitudes es una expresión de la unicidad del islam. La umma.
– Si me disculpáis, señora…
– Vas a ir de excursión… A papá no le gustan las excursiones. Ni siquiera las caminatas.
A Brendan le pareció que su tono era más suave de lo habitual. Más cariñoso… o, como mínimo, menos señorial.
– Papá da paseos. No, mejor dicho: papá da vueltas.
– Sí, señora -dijo él tomando sus guantes-. Confío en poder llegar hasta Gelding’s Mere.
Brendan tomó hacia el norte al salir de la Greater House. En cierto modo estaba sorprendido por su propio sincero laicismo. Porque temía que su amor no pudiera sobrevivir a aquello: a una princesa piadosa de verdad. Podía imaginar su propia respuesta, cada vez más formal y distante. Podía verse a sí mismo desenamorándose. El amor no es ciego, pues, pensaba. O, por lo menos, el mío no lo es. ¿Y qué vendrá, cuando el amor se haya ido…? Trató de calmarse considerando el asunto desde una perspectiva práctica. No le importaba a qué fe pudiera convertirse la princesa; pero su tarea inmediata, por motivos políticos, sería encaminarla hacia… hacia el budismo, por ejemplo.
Las nubes formaban un manto espeso, gris y bajo, como un fieltro. Y él se sentía así, como protegido bajo aquel fieltro.
Hal 9…, Enrique IX… averiguó por fin qué era lo que quería la princesa. Estaban dando un paseo, agarrados del brazo, por la orilla del arroyo de las truchas (Enrique estaba íntimamente convencido del poder sanador del agua corriente). En cualquier caso, Victoria había mejorado mucho después del abyecto comportamiento que había tenido con El Zizhen.
– Si averiguara lo que tú quieres, y te lo diera, ¿de qué forma cambiaría esto las cosas?
– Bueno…, para empezar, dejaría todas estas ideas religiosas.
Parecía dispuesta a ello, pero no porque le resultara atrayente el posible resultado, sino porque su voz, francamente calculadora, era la que él conocía de siempre.
– Entonces…, voy a tener que averiguarlo.
– No lo conseguirás. Y, aunque lo averiguaras, conociéndote, sé que no lo consentirías.
– Oh…, si lo averiguo, ciertamente lo consentiré. Porque, entonces, tú tendrás que volver a mí.
En la pausa de antes del almuerzo, se sentaron los dos junto a una mesita de la biblioteca a jugar un par de partidas de vanishing whist.
– Hay otra cosa a la que tendrás que renunciar -dijo Enrique-: nada de cerdo para los desayunos… ¡Uf! Tres. No, cuatro. Por lo menos.
Y mostró las cartas de la corte, los reyes y las reinas.
– Ninguna por mi parte -dijo la princesa.
Enrique cerró de pronto su mano; se dejó caer de su asiento para ponerse de rodillas y se acercó a ella en esa postura, diciéndole:
– Sí, claro. Por supuesto, por supuesto, querida.
Cuando Brendan volvió, a las siete, oyó voces en el comedor. Llamó a la puerta y entró. Tuvo la impresión, entonces, de que eran extraordinariamente lentos en advertir su presencia: bueno…, estaban a punto de empezar una partida, u otra partida más, de Scrabble. En la mesa había entre los dos una botella vacía de champán, así como una coctelera sospechosamente próxima al vaso del rey, lleno hasta el borde.
– ¡Ah…! ¡La X! -estaba diciendo la princesa-. ¡Justo la que quería!
– Y a mí me ha salido una Y. ¡Vaya…! Ni siquiera me toca empezar. Te va a gustar esto, Bugger. Quiero decir, Brendan.
– ¡Oh, llámalo Bugger, por el amor de Dios!
– Bueno… Esto te va a encantar, Bugger.
– ¿Señor…?
– Ya te veo feliz… Prepárame el documento de abdicación, hazme el favor. Aunque…, ¡no! Prepara dos documentos de ésos: uno para ella y otro para mí. Sí, Bugger…, nos largamos. Tal vez te parezca una debilidad, pero es lo que hay. He enviado una nota al Centro de Prensa y otra al 10 de Downing Street. La decisión está tomada ya. Lo que la princesa desea es dejar de ser una princesa.
– No hace falta que lo hagas, papá… Es demasiado horrible para ti.
– No, no… Todo o nada. Todo por amor y que se vaya el mundo al cuerno. Mira… ¡Fíjate…! Se ha sonrojado… Bueno, no…, si te paras a pensarlo un minuto, ¿no dirías que ya iba siendo hora de que todos nos hiciéramos adultos? La gente tendrá que crecer… Yo lo he hecho ya. Y, si yo puedo convertirme en adulto, ellos podrán hacerlo también. Y Vicky puede hacerse adulta igualmente… Y se habrá acabado el aburrimiento, se habrá acabado la pesadilla… ¿Sabes qué es lo más insoportable de la monarquía, Bugger? Que es tan… Oye, querida…, ve a buscar a Amor y pídele otro cóctel de éstos… Lo más insoportable de todo es… -Interrumpió la frase y guardó silencio hasta que su hija estuvo ya tal vez a un kilómetro de distancia, y añadió luego en un apagado susurro-: es que se trata de…
– ¿De qué, señor?
– De un condenado…
– No entiendo, señor…
– De un maldito…
– ¿De un maldito guiño, señor? -dijo Brendan desesperadamente.
– No, Bugger…, no… ¡De un maldito eructo!
Se escuchó, entonces, en el umbral de la puerta la risa musical de Victoria, y Enrique se volvió hacia un lado tosiendo.
– ¿Pudiste llegar por fin a Gelding’s Mere, Brendan? -preguntó la princesa.
– No, Victoria. Tenía ese propósito, pero…
Brendan miró a Victoria de Inglaterra y en un instante trazó un plan para el resto de su vida. Ella iba a necesitarlo cada vez más ahora…, y Enrique lo necesitaría cada vez menos. La amaría, y ella no llegaría a saberlo jamás. Y así siempre, veinte o treinta inviernos sin un beso, una caricia, una mirada de consideración. Pero este amor suyo sería cien, no…, mil veces más de lo que él merecía.
– bueno, clint, ¿cmo stas? -preguntó k8- s tan agrdble vrt n prsona… ahora pnt cmdo, rlájat y siéntt cmo n tu propia csa…
– Te he traído un regalito -dijo Clint tranquilamente-. Para abrir boca, por así decir.
– ¡ké consdrado ers, clint! ¡y sa csta llna d exkisitcs! dscrcha eso y l hremos ls honors…
El primer pensamiento de Clint fue: Shelley. El Shelley de la foto: los apretados rizos del pelo, los impertérritos globos oculares, los tensos labios… Vestía una camiseta negra ceñida y una minifalda con los colores de la bandera británica; bien es cierto que ella ya lo había prevenido jovialmente acerca de la circunferencia de sus muslos…
– ¿Cómo está tu padre, cariño?
– 10mado. Tdo el intstino, dsd el ciego al rcto.
– Ya se sabe…, nunca llueve a gusto de todos. Pero el tiempo de las lluvias es excelente para los patos.
– ¡Lvnta l culo! ¡Brindemos!
Fue entonces cuando Clint comenzó a sentirse de verdad trágicamente enfermo. Cuando iban del fregadero a los sillones, y ella se alisaba la falda con sus manazas, otro presentimiento gangrenoso pasó lentamente por él.
– 1o, la prgnta del millón, Clint. No ncesitss preocuprt x eso. Srá un alivio pra ti sber esto: nunk he tnido la…, Clint.
– ¿Una qué?… ¿Una regla?
– Nunk he tenido la… eso…, Clint. x eso m srprendió tnto ke inciars la discusión acrk de los hijs, como si yo kisiera tner un chico.
– Y realmente me he sentido aliviado, ¿no?
– xk tu no tnes deseo de tnerlos, ¿verdad, Clint?
– ¿Por qué lo dices?
– ¿xk? In scribendo veritas, Prro Calljro. Todo está + claro k el agua. Me he smtido al bisturí, pero no pra destruir…, ¡sino pra crear! Me hiciern las ttas y me agrandaron el pne, Clint. Agrndan ahra cualquier cosa.
– ¿Qué me estás queriendo decir?
– K me opraron, Clint… Clint…, ¿k stás pensando? -preguntó Kate-. ¿Me lo corto ahra? ¿Me lo corto?
Cuando salió a la calle (no la había tocado; pasó por su lado tapándose con los brazos), encontró una mugrienta furgoneta blanca aparcada en doble fila delante del Avenger. ¿qué tal soy como conductor?, se leía en una pegatina que llevaba adherida al parabrisas. «Un gilipollas», había escrito alguien en el polvo. Tras un rato de dar bocinazos, gritar y tratar de moverse, Clint se subió al bordillo, se llevó por delante el poste de una farola por la izquierda y un trozo de valla por la derecha, y se abrió paso hasta la calle por entre un montón de bolsas de basura negras. Con la pierna totalmente extendida y apoyada en el pedal del acelerador, haciendo rechinar estrepitosamente las ruedas, cruzó a toda velocidad Mattock Estate y fue a dar, derrapando, a Britannia Junction, donde se unió al atasco de tráfico de quince kilómetros que, al cabo, lo llevaría a los Bends y a la carretera despejada por la que estaba suspirando ardientemente. Siguió intentando coger desvíos, metiéndose por callejones sin salida como un avispón en un tarro de mermelada… o como una partícula en un ciclotrón, yendo y viniendo de parachoques a parachoques, perdido, empujado de un lado para otro, llevado a saltos de camino en camino. Fueron pasando por la ventanilla multitud de conversaciones de putillas de pálidos labios…, el ojo maligno, el puño entusiasta; en determinado momento, en un parón desesperante, dio la impresión de que retrocedía, incluso, y se vio adelantado brevemente por una joven pareja montada en una vieja scooter que, por supuesto, lo dejó atrás con toda facilidad: el hombre se volvió incluso para dedicarle la señal de la victoria con la mano enguantada. Llorando casi, retorciéndose, tocando el claxon brutalmente, giró hacia el lateral y cruzó Thamesmead, Hornchurch, Noak Hill…
Hasta que finalmente se encontró en un tramo de carretera despejado. Para entonces, Clint Smoker pesaba cuatro toneladas y media. Tenía una velocidad punta de doscientos cincuenta kilómetros hora. El gran estruendo de su voz (audible en varios kilómetros a la redonda), el gran resplandor de sus faros, que perforaban la creciente oscuridad del atardecer… Hasta los forúnculos de su culo parecían ocupar ahora en él un cuadrado de veinte centímetros.
Se había formado un pequeño comité de recepción en su honor y, por supuesto, Joseph Andrews no había viajado solo. Su gente estaba descargando el Range Rover que Manfred había alquilado, y había otros dos coches bloqueando ahora la carretera, fuera de la villa en el Essex rural, cerca de Gravesend, justo en el desvío de los Bends.
– ¡Jodida bienvenida ésta! -dijo-. Un buen recibimiento al volver al hogar.
Joseph Andrews estaba de pie junto a la verja, medio inclinado en su andador. Tenía los ojos cerrados con fuerza y la boca abierta mostrando la parte inferior de su dentadura, después del largo viaje.
– Vuelvo a mi país -prosiguió, sin dirigirse a ninguno en particular- después de veinticinco años de ausencia… ¿Y qué es lo primero que veo en mi Evening Standard? Nada menos que planes para la supresión de la monarquía. Supongo que lo hacen para mostrarme su desprecio. Estoy pensando en…
Por sus ojos cerrados pasó la imagen de una piscina: un movimiento de sierra de sangre carmesí.
– Eso no está a su altura, jefe -dijo una fugaz figura-. Han sido las presiones sobre la princesa.
– Te has ganado un puñetazo por eso, Manfred Curbihley. Y, cuando menos te lo esperes, lo tendrás. Esta noche te quedas sin whisky. Tienes la cara como un jodido pollo asado al tandoor… ¿Dónde está Simon? ¡Simon! ¿No sería mejor que te pusieras en movimiento de una maldita vez, hijo…? ¡Joder! ¿Y ahora quién está intentando sacarme de mis casillas?
Al principio pensó que se trataba de un insecto, e incluso alargó débilmente el brazo para echar mano de sus aerosoles, que, por supuesto, no iba a necesitar en Inglaterra y en el mes de febrero: pero, en efecto, se escuchaba una especie de quejido zumbante, que incluía una nota de histeria. Joseph Andrews irguió su temblorosa cabeza, sin abrir los ojos.
– Que alguien…, que alguien vaya y vea qué es eso…
Unos pasos bruscos resonaron a su lado. Oyó que el coche cambiaba de velocidad, de tercera a segunda y, después, rechinando, de segunda a primera. Se escuchó luego una voz de «¡Alto!», a la que siguieron un tremendo empellón y una atroz sacudida. Pero lo que hizo que Joseph Andrews abriera los ojos fue el débil maullido que se escuchó en el aire: un sonido que había oído ya hacía mucho tiempo, en Stangeways, cuando un guardián de la prisión se lanzó desnudo desde la torre al patio. Y, finalmente, una explosión, seguida de algo que notó como una ráfaga de lluvia.
Apartó a un lado el andador y dio un paso adelante. Y tuvo la sensación de que jamás había visto a nadie avanzar hacia él a semejante velocidad…, dirigiéndose hacia el límite de la tierra e intentando alcanzarlo.
Mal Bale estaba dentro (llevaba medio día allí, encendiendo y apagando la calefacción) y acababa de despertar de una siestecilla en la butaca del vestíbulo. Lo oyó. Miró al interior de la cocina y les dijo a Manfred y a Rodney que se quedaran dentro.
Desde allí no podía ver nada del sendero de acceso: sólo las luces de los coches y el farol del garaje. Mal siguió avanzando. Y oyó entonces otros sonidos: un chapoteo, un sollozo, un chapoteo, un sollozo.
Había una niebla roja, y su propio coche, el viejo BM, estaba generosamente salpicado de plasma y fragmentos de carne; sobre el capó había un zapato marrón con un tobillo dentro.
Por la izquierda, de donde provenían los ruidos, le cegaban a uno los faros del todoterreno negro. Mal se agachó para evitar el haz de luz y se dirigió hacia la puerta del garaje.
Joseph Andrews yacía muerto en la carretera. Por encima de él, su atacante, ahora con penoso cansancio, seguía propinándole sus últimos golpes con su herramienta…, una llave inglesa o algo por el estilo. Luego la lanzó a un lado y dio la impresión de que intentaba llorar. Pero no podía llorar; y Mal comprendió enseguida el motivo.
– Vamos, chico… Ya has acabado con él. Todo ha concluido. Tranquilo, tranquilo… ¡Joder! Clint, amigo… Levántate, levántate. Vamos a ayudarte ahora. Vamos a ayudarte, a ayudarte.
Mal Bale reflexionó: Así que ésta ha sido la última acción de Joe en la tierra. Con su hábil mano derecha: cegar a Clint Smoker.
Comandante John Macmanaman: Vuelve. ¡Vuelve…! Vuelve a mí. Niveladlo al girar. No, no, no. ¡Enderezad, enderezad…!
Servicio de Mantenimiento de Aeronaves en Vuelo: Bien, John, aquí estoy con mi regla de cálculo.
Macmanaman: Sácame de ésta, Betty.
SAM: El NEO estará a treinta y cuatro coma veintidós kilómetros de ti cuando se precipite en la tierra. Habrá fuegos artificiales y bastante calor, y lo notaréis de inmediato. No creemos que eso sea importante, pero os llegará por sotavento, John.
Mecánico de Vuelo Hal Ward: Bueno, mejor así.
SAM: Lo siento. Lo cierto es que el calor os alcanzará a la velocidad de la luz. Y el viento lo hará a la velocidad del sonido. Así que, cuando notéis el resplandor, tendréis un minuto… nueve segundos. Buena suerte. Aquí estamos todos pendientes de vosotros. Pendientes de vosotros, de veras.
Macmanaman: Gracias, querida.
Primer oficial Nick Chopko: Y ahí abajo está nuestra pista de aterrizaje, caballeros. Si es que cabe llamarla así. ¿La veis?
Macmanaman: ¿Hal?
– Tres minutos -dijo la voz de Hal Ward sin añadir ni una palabra más.
Reynolds sabía que John Macmanaman había vivido ya un accidente de aviación…, cuando niño, como pasajero. Se lo había contado un par de veces. Le decía que era como ver una película muda: en blanco y negro, y sin ningún sonido en absoluto. Que hasta las llamaradas se producían en silencio y en blanco y negro. Y que los muertos, tanto los que morían sin sentirlo como los que estaban quemándose vivos, tenían la misma expresión: cara de asombro.
Se pasó la mano por el cuello para relajarlo, en un intento de librarse de aquellos pensamientos… John decía que de repente se había transformado en un centenar de sujetos diferentes. Se hallaba rodeado de esposas, maridos, hermanos, hermanas, madres, padres, niños… Y después, por último, se planteó la cuestión de la supervivencia. Era, le contaba, como el premio de una mísera lotería… Yo lo sacaré, se prometió a sí misma. Después de casi medio siglo con él, Royce se muere, y tres días más tarde muero yo… Moraleja: no te cases a los diecisiete años.
Los pasajeros que viajaban de cara a la parte delantera del avión estaban ya en la postura de seguridad, con el cuerpo doblado hacia delante y las manos entrelazadas por encima de las cabezas. Reynolds, que miraba hacia atrás, estaba sentada normalmente, limitándose a rodear su cuello con los brazos, a abrazarse el cuello, según las órdenes del comandante.
Y ella sabía, sabía con toda certeza, que, si salían vivos de aquel trance, se casarían los dos.
Se produjo entonces un destello amarillo y sintió que en su labio superior se formaba una gota de sudor.
Ward: ¿Cuánto queda?
Macmanaman: Dieciséis segundos. ¡Santo Dios, justamente ahora, está tan quieto!
SAM: No es mi terreno, pero, si el viento va hacia abajo, tiene que volver a subir, ¿no? Si podéis manteneros ahí arriba…
Macmanaman: Aquí llega. ¡Entra en él! ¡Que nos lleve en volandas!
Ward: ¡Joder! ¡Maldita sea, vamos a capotar!
Macmanaman: ¡Espera!
Ward: ¡Volamos con las alas para abajo!
Chopko: ¡Te quiero, Amy!
Había equipos de rescate y emergencia, a cierta distancia unos de otros, a lo largo de los diez kilómetros que habían sido despejados en la interestatal 95, exactamente al sur de la población de Florence, condado de Florence, Carolina del Sur.
Y esto fue lo que la gente vio y oyó.
Vieron la crucecita del Vuelo 101 que se asomaba en el cielo de las primeras horas de la tarde por encima de la meseta roja. Al principio en perfecto silencio…, hasta que hirió después sus oídos el luctuoso gañido de la máquina averiada. Vieron luego sus resbalones de beodo y sus cambios de dirección, y por último su recorrido final en círculo, boca abajo, con las alas extendidas como brazos colgantes, en sentido contrario al de las agujas del reloj. Mientras se estaba estabilizando, como si fuera a desplomarse, se produjo un gran resplandor por encima de él, y en cuestión de un segundo la cola del cometa fue un río de plata extendido de extremo a extremo del horizonte.
El avión se encontraba tal vez a unos ciento cincuenta pies del suelo cuando la corriente del viento lo alcanzó y lo arrastró en su impulso. Pareció que arrancaba de él un rugido de dolor y de rabia al mecerlo y llevarlo hacia abajo. El ala izquierda rozó el suelo y produjo un torrente de chispas que se extendieron por el fuselaje. Pero entonces dio de lleno en él la corriente de aire ascendente, y el Vuelo 101 se niveló violentamente. Un tremendo rebote del tren de aterrizaje en la autopista, un desgarrón abierto en la parte de la cola por el que salían volando paneles y tiras metálicas, y, por fin, el aterrizaje, con la recuperación de la rigidez del aparato, dejando detrás el rastro ardiente de su estela.
Mientras tanto la alborotada cabellera de trenzas de plata continuaba su curso por encima de sus cabezas siguiendo al cometa hacia Júpiter.
Eran las seis en Londres, y Xan se hallaba solo en la casa con su hija pequeña, Sophie.
Horas antes, cuando estaba almorzando de pie junto al frigorífico en el apartamento del otro lado de la calle, Russia le había telefoneado para decirle que, ya que luego iba a cenar en la casa:
– ¿Podrías venir un rato antes y cuidar de Sophie durante una hora hasta que llegue yo?
– Me encantaría hacerlo. Pero… ¿me dejará cuidarla?
– Pienso que sí. Probémoslo a ver.
– A Baba la noto ahora muy contenta. Y ya no se acuerda… ¿Qué ha ocurrido? Cuenta, cuéntame.
Russia le contó que Billie iba a dormir a casa de unos amigos, que Imaculada tenía la noche libre. Y después le dijo:
– El martes, después de clase, se me acercó un individuo bajito, con un acento como del Foreign Office, y me dijo que tenía algo acerca de los muchachos de Gaddafi, y se ofreció a traérmelo. He quedado con él en el Close a las seis y media. Tiene un nombre desagradable: Semen No Sé Qué. Y unos ojos que te repelen: de un azul casi blanco. Estaré en casa hacia las siete o siete y cuarto. Y gracias por ocuparte de la pequeña.
Eran las cinco en punto cuando fue a la casa. Sophie lo miró con aire indulgente. Hacia las seis se sirvió un vaso de cerveza, se recordó a sí mismo que tenía que contemplar el cometa y después se puso a leerle algunos de sus libros: de esos que dedican una página entera a cada palabra.
Sus relaciones con las niñas habían vuelto a normalizarse. Ahora Sophie se mostraba en ocasiones vergonzosa o tímida. Y él aún no se sentía enteramente libre para tomarla en brazos o tenerla en ellos: la pequeña trataba de escaparse o sonreía como una bobita, y no colaboraba. Pero con Billie había recuperado del todo su posición. En cierta ocasión, para dramatizar un tema sugerido por el libro que le leía a la hora de acostarla, le había puesto una cara que supuestamente debía atemorizarla, pero Billie, tras un breve tartamudeo, le había dicho:
– Tú no puedes asustarme. Eres el tontorrón de mi papá.
Y él mismo había dado buenas pruebas de cambio otro día, cuando Billie, empleando el brazo del sillón, se había embarcado en lo que hasta entonces llamaban sus «ejercicios», ante lo cual él había expresado un suave reproche: «¡Oh, Billie!», y apartado su mirada de ella. (¿Sería que lo mortificaba su propia frustración de sentir disminuida su energía?) Pero entonces sus ojos se cruzaron con los de Russia y vio en ellos una expresión de preocupada esperanza.
Xan estaba esperanzado también. Creía incluso que ese día, la fiesta de San Valentín, pasaría la noche con Russia. Con su aerodinámica estructura ósea, Russia tenía la costumbre de llevar hacia un lado la lengua y succionar ligeramente cuando quería recibir un beso…, con lo cual, no sólo atraía la atención hacia su mejilla, sino que incluso la acercaba también físicamente. Pues bien: ella había empezado a repetir ese gesto desde hacía unas veinticuatro horas ya. Así que, si le pedía que se quedara en la casa, y que se acostara en su cama, no tendría que insistir demasiado. Y lo que estaba pensando él ahora, mientras repetía palabras como «coche», «cerdo» o «tenedor», era en las veladas en que tu mujer se sienta junto a ti por la noche, después de cenar, mientras tú lees, inmóvil como un artefacto, como un viejo maestro, sin entender lo que lees, porque lo único que tienes en la mente es la textura del dibujo.
Observaba a su hija, caminando a gatas y a menudo poniéndose en pie para ir de barrote a barrote de la cuna… En alguna medida, Xan era consciente de que alentaba expectativas ridículas a propósito de Sophie Meo. Era su cuarto vástago y la segunda chica. A veces se sorprendía a sí mismo pensando: Yo ya me he hecho a la idea… ¿Por qué ella no? ¿De verdad va a toser y a llorar y a ensuciarse en todas partes, como hicieron los otros tres, y a caerse a cada paso, y a estarse todo un año diciendo tú, cuando lo que pretende en realidad es decir yo, y media década preguntando por qué, por qué, por qué? Bueno…, esta vez estaba listo, más o menos, para sus ¿por qué? Sólo que, en vez de responderle simplemente «porque», emplearía la fórmula «tal vez porque». Y ya, de paso, deseaba que las leyes del movimiento pudieran ser reescritas con mayor indulgencia, pensando en los niños, para que el darse de bruces con el suelo, al fallar los brazos, fuera un fenómeno más suave y más silencioso, y el llanto consiguiente más suave y más silencioso también, pero sobre todo más breve, y el eventual chichón, menos abultado y de un rojo menos estridente. Sophie, entre tanto, iba de barrote en barrote.
Y Xan seguía preguntándose cuánto le iba a decir a Russia acerca de Cora Susan. En su carta le había prometido una especie de confesión, así que no podría evitarla del todo. Pero una cosa sí sabía ya: que se lo contaría después. Y no inmediatamente después, sino bastante después. Pero esa confidencia, esa intimidad… ¿sería, en realidad, lo que se esperaba de él? Se sentía con cierto derecho a difuminar un poco las cosas. Porque… ¿podía explicar por las buenas: «He besado los pechos de mi sobrina»? ¿No tendría que guardar cierta reserva sobre lo que, en definitiva, era esencialmente una vergüenza para la familia? Claro que quizá Russia podría enterarse de ello a través de Pearl… Y él, entonces, podría decirle: Tienes derecho a vengarte, pero proporcionalmente. ¿Acudirías tú a tu tío Mordecai para…?
A los ojos de Russia Cora estaba marcada con el estigma de la pornografía, lo cual era bastante natural; el propio Xan no escapaba de él, a pesar de su cuidadosa versión de lo ocurrido en Dolorosa Drive. Las objeciones de Russia eran principalmente estéticas…, aunque no por ello superficiales. Dejaba para el final sus objeciones morales: «Esa mujer es, a la vez, una alcahueta y una prostituta.» «Es cierto», respondía él, «pero existen razones que la justifican. Piénsalo.» «De acuerdo, pero cuando me pongo a pensar en la pornografía», replicaba ella, «la imagen que me viene a la mente es la de un tipo con un control remoto en una mano y su polla en la otra.» Bueno…, sí. Y era cierta también la obscenificación de la vida diaria que iba poco a poco asumiéndose. Así lo veía Xan cuando consideraba el asunto. Pero podría ser que a las mujeres no les importara la pornografía si la reproducción se hacía por otros medios: estornudando, digamos, o por telepatía. Nadie se molestaba en poner objeciones a la finalidad alegre de la cosa, supuestamente por la ausencia del otro, del explotado. Pero quizá no fuera eso. Quizá fuera que las mujeres no podían soportar ver travestido el acto de amor que poblaba el mundo.
Trató de telefonear a Cora…, aunque quizá debería esperar un poco, pensó, antes de trasmitirle el paternal consejo que tenia en la mente. Un consejo que no era particularmente de buen gusto, pero que se sentía autorizado a darle porque el parentesco entre ambos lo había hecho casto. Ahora sus pensamientos eróticos acerca de Cora apenas eran un mero recuerdo. Lo que venía a demostrar que el tabú era fuerte, era eficaz, funcionaba. Le diría: «Te va a parecer simple y trillado, pero… ten un hijo. Cuando te miro, busco siempre a tus hijos. Eso es también lo que buscan tus pechos: están esperando unos hijos. Así que consigue que Burl Rhody te deje preñada, y después gasta todo tu dinero en ayudarles.» O algo por el estilo. Ahora Xan se preguntaba también con recelo si Russia no quería tener otro hijo. Él podía permitirse otro hijo, pensó, y no se negaría si ella insistía. Pero… ¿podría soportar otro embarazo de su mujer? Pearl y Russia no habían sido muy diferentes en esto: una etapa maravillosa la primera vez; y luego, la segunda, los aires de superioridad del luchador de sumo, con sus malditas siestas a mediodía con las cortinas corridas, sus pesados andares y los suspiros surgidos de las profundidades en que se convertía su respiración a cada momento. Y ufana de su propio poder, además.
Se daba cuenta de que sus esperanzas, sus ambiciones, estaban ganando fuerza y complacencia, e incluso… Sí, había vuelto…, había regresado a su vida. ¿Y cómo la veía ahora a través de sus propios ojos, ahora tan cambiados? Buena. Aunque había vuelto también a aquello que llamaban mundo. Dos días antes, había ido a recoger a Billie a la salida de la escuela. El patio escolar, al acercarse a él, resonaba con la algarabía de todos los patios escolares: la característica de un pánico generalizado pero nada importante. Y él, entonces, pensó: ¿Y si ese pánico fuera, en realidad, serio? ¡Cuán precioso es todo y, a la vez, cuán frágil! Las ramas desnudas que los árboles alzaban por encima de su cabeza estaban cubiertas de nieve: sus garras se habían trocado en suaves pezuñas. Pero la nieve no tardaría en fundirse.
Voy al Hollywood, pero tú tienes que ir a…
Sophie se le acercó. Se mantuvo de pie apoyando una mano en su rodilla. Los hoyuelos que se formaban en la base de cada uno de sus dedos parecían pros y contras: los pros y contras de los bebés. Pronto caminaría: se advertía ya en sus involuntarias carreritas de apenas tres metros, con los brazos en alto, como si estuviera poniendo a punto las conexiones aún imperfectas de sus miembros y sus tentativas.
Hizo una llamada por el teléfono de la casa y consiguió comunicar con Pearl, que lo trató con amabilidad (tal vez persistiendo aún en algún oscuro ciclo de arrepentimiento) y le permitió hablar luego con uno de los chicos. Cuando éste colgó, oyó sonar dentro de su chaqueta su teléfono móvil.
– ¿Diga?
– ¿Xan? Mal Bale al aparato. Ha muerto.
– ¿Quién?
– Joseph Andrews.
– ¿Cómo ha sido?
– Un accidente de circulación. Y otro viejo bastardo la ha diñado también: Simon Finger. Ha quedado hecho fosfatina. Encima de mi BM. Supuse que te gustaría saberlo. ¿Estás bien?
– Sí, amigo…
Colgó y se sentó un momento con los ojos cerrados, muy quieto.
Cerró los ojos y vio el perro callejero.
Xan había entrado en el patio y oyó un sonido que parecía hecho ex profeso para intranquilizarlo. Un sonido que tenía ritmo, como un acto amoroso criminal: un gruñido primero, después un impacto apagado como de dos cuerpos que chocan y, finalmente, un gemido como respuesta. Y ante todo y sobre todo, el llanto repetitivo del perro callejero. Avanzó y dejó atrás el poste al que se hallaba encadenado el animal.
El patio -con sus tablones amontonados, sus fregaderos y tazas de inodoros, con su negro laberinto de neumáticos viejos- era el lugar donde se había ido formando hasta entonces cuanto sabía sobre los sentimientos. Hasta allí había seguido a su hermana Leda cuando llevaba a sus novios en las noches de verano, y la había espiado cuando se arrodillaba detrás de la vieja mezcladora de cemento, o se apoyaba de pie contra la furgoneta sin ruedas con la falda subida hasta la cintura. Allí estaban también las fotografías de mujeres desnudas, a veces con los labios fruncidos y otras veces con caras de enfado, o las típicas chicas de calendario, clavadas con chinchetas o pegadas en la pared del taller; estaban los perros (otros perros de tiempos pasados) en pleno apareamiento estoico o aguardando la llegada del cubo con comida; y, remontándose aún más, la gallina frenética que se acercaba aleteando al gallo cuyo canto hería el espacio…
Empujó la puerta del cobertizo y, al abrirla, vio a su padre sentado a horcajadas en el pecho de otro hombre, presionándole los hombros con sus rodillas: Mick Meo encima de Joseph Andrews. Vio cómo Mick levantaba su puño ensangrentado y lo dejaba caer luego acompañando el gesto con una exclamación: vio el golpe aplicado al rostro ya sanguinolento y notó la arcada con que reaccionaba su contrincante. ¡Y cuán tedioso era, cuán repugnante y reiterativo! Esto por esto. Esto por esto otro.
– ¡Eh, papá! -había dicho él mientras se le acercaba para poner fin a aquello. Y recordó cómo se había encendido y distorsionado la cara del padre con una nueva ira cuando se levantó para estrechar al chico en sus brazos.
Mientras eso ocurría (aunque él no se acordaba demasiado de ello, porque en un instante se vio levantado en el aire y preocupado intensamente por la naturaleza y la textura de su punto de aterrizaje), podía oír los ladridos del perro callejero. Que gemía, lloraba y meneaba la cabeza como para calmar su cuello dolorido, pasándose la mano por los hombros en un intento de librarlos de aquella cosa que pesaba sobre su espalda.
Casi inmediatamente después de las siete, abrió la puerta del jardín y siguió el paso del cometa con su hijita en brazos.
– ¡Mira! -dijo, indicándoselo, señalándolo como hacen los niños, con la bisectriz entre el pulgar y el índice apuntando en la dirección deseada. El cometa cruzó el cielo hacia el este como una luz blanca: como un fútil empeño, como podría ser el de un hombre terriblemente viejo ocupado en una tarea terriblemente antigua. No debes parar, no debes parar. Y entregado por completo, entregado suicidamente, a la tarea de llegar a Júpiter y ser engullido por su gravedad. Imaginó por un instante que podía oírlo: un débil susurro de maldición. Pero entonces oyó el bocinazo airado de un coche en la calle, y otro con visos de ser una airada respuesta; y al volver la cabeza sonriendo, retornó a las pequeñas preocupaciones locales.
Había ido a buscar agua para Sophie cuando vio a su mujer que pasaba por delante de la casa. Caminaba ligeramente inclinada, con aire de consciente reproche…, como si, habiendo estado fuera demasiado tiempo, ahora volviera subrepticiamente, aunque confiando en ser disculpada y readmitida sin problemas. La oyó subir los escalones de la entrada, la oyó dejar sus llaves en la mesita del recibidor y soltar el bufido de indignación que dejaba escapar cuando alguien, o alguna cosa del mundo exterior, la había fallado.
– Bajo en un minuto -le dijo, y la oyó correr escaleras arriba. Instantes después escuchó el golpeteo del agua de la ducha en el suelo de la bañera.
Se volvió. Ahora había alguien más en la habitación: una persona diferente. Sophie se encontraba de pie junto a un montón de juguetes, no propiamente caminando, pero sí de pie, sin apoyarse…, desconectada de todo salvo del suelo que pisaban sus pies. Estaba encantada, pero encantada por alguna otra cosa -el trozo de papel que tenía en la mano-, porque aún no se había dado cuenta de su gran cambio.
Xan fue hacia ella, y le dijo:
– ¡Baba! ¡Estás…!
Se le ocurrió de pronto. Estaba de pie… ¿Cómo se las arreglaría ahora para bajar? Extendió los brazos hacia el cielo, dobló las piernas por las rodillas… y cayó de espaldas en el montón de los bloques de construcción y los Sticklebricks… Cuando él alargó la mano para levantarla, la pequeña se le agarró al brazo con los dos suyos, y él, entonces, al incorporarla, notó en la oreja el calor de su resoplido…, pero no era serio, no era nada serio, no era serio en absoluto.
Y, con todo, cuando la sentó a su lado en el sofá para consolarla, miró las pestañas de sus ojos, su zigzag reavivado por las lágrimas, y eso le hizo recordar su nacimiento y el zigzagueo del electrocardiógrafo cuando Sophie se esforzaba por salir. Él ya estaba llorando cuando nació (como lo había hecho cuando nacieron los chicos): no por lo que les aguardaba en la vida, sino por lo que ya habían sufrido, solos y tan pequeños. Y minutos después, cuando la enfermera le mostró a su hijita, él contempló por primera vez en la vida una vulva humana, con una lucidez absolutamente falta de puntos débiles… Ahora la niña se separó de él y comenzó a caminar por la habitación, de asidero en asidero. Y a él le vino a la mente, en una muda tautología, aquel proyecto suyo de protegerlos, de proteger a aquellos seres tan penosamente desvalidos, desde su propia pequeñez, desde su insignificancia, desde su diminuto, su mínimo, su minúsculo ser.
Ésta es una obra de pura ficción, pero varios de los temas que aborda me han obligado a realizar alguna somera investigación. Los siguientes libros han sido para mí de especial ayuda, y me gustaría dar las gracias a sus autores (y/o editores).
Royal, de Robert Lacey (Little, Brown) y Henry VIII. King and Court (Jonathan Cape).
Life After Life, de Tony Parker (Seeker & Warburg) y la trilogía de «Mad Frank», de Frankie Fraser (como le fue narrada a James Morton): Mad Frank (Little, Brown), Mad Frank and Friends (Little, Brown) y Mad Frank's Diary (Virgin).
The Tombstone Imperative: The Truth About Air Safety, de Andrew Weir (Simon & Schuster) y The Black Box, editado por Malcolm MacPherson (HarperCollins).
Father-Daughter Incest, de Judith Lewis Herman (Harvard University Press) y Head Injury: The Facts, de Dorothy Gronwall, Philip Wrightson y Peter Waddel (Oxford University Press).
El traductor, por su parte, desea agradecer aquí la ayuda recibida de Juan Carlos Lozano, de la Vocalía Técnica y de Seguridad de Vuelo, del Sindicato Español de Pilotos de Líneas Aéreas (SEPLA), a la hora de revisar la terminología aeronáutica. (N. del T.)