Luciendo un chándal negro tan refulgente como un lustrado perfecto de zapatos, salió a la tarde. Llevaba zapatillas deportivas blancas recién salidas de la tienda y gafas oscuras, y tenía la tez bronceada y los cabellos plateados, que llevaba peinados hacia atrás; en la farmacia, de la que ahora se ausentaba, lo llamaban el Profesor o el Inglés. Pero era, en realidad, el Decembrista: muy avanzado ya en el mes final de su año. Tenía un rostro distinguido, cuyos rasgos daban la impresión de estar conectados con algo antiguo o con el estudio de algo antiguo…, como la cerámica etrusca o la escritura cretomicénica lineal B.
Pero aquí lo teníamos ahora, en un marco moderno: un establecimiento de alquiler de vídeos, con su vitrina para licores cerrada con candado y su terminal informática. El Decembrista era un hombre de estatura mediana (y que ahora tendía a ser algo menor que la media); no destacaba en un país -los Estados Unidos de América- donde los viejos visten como muchachos. Seguid las evoluciones de un aeroplano sobre un cielo azul durante un rato suficientemente largo, y al final un glóbulo de luz acabará besándolo, cubriéndolo y goteando de él. Así ocurría también con la lustrosa apariencia del Decembrista, con sus resplandecientes tonos negros. Por encima del traje, su bello y martirizado rostro. Por debajo, las manchas blancas de sus zapatillas deportivas. Fuera del establecimiento había una serie de coches esperando, todos en línea, pero diferentes, como un ejército mercenario de máquinas.
Había una nota de precaución en su zancada, pero nada que la hiciera precaria o la detuviera, aunque así ocurrió: una furgoneta turística de varias toneladas de peso dio bruscamente marcha atrás para salir de su aparcamiento, y las manos del Decembrista salieron proyectadas de sus bolsillos mientras se apartaba dando la impresión de levitar en el aire con la facilidad de un ave. Pero el sonido que escapó de él fue más bien equino…, un relincho, de encabritamiento, a través de los dientes.
El conductor de la furgoneta le tomó la delantera; tenía un teléfono móvil apoyado en el hueco de su mano (y al asomarse brillaron a la luz sus cabellos rubios como las monedas con que iba a pagar), y dijo en respuesta a la mirada incrédula del Decembrista:
– ¡Que te jodan!
Tras maniobrar en busca de la salida, la furgoneta arrancó al punto, y la escena se repitió casi de nuevo…, esta vez con el Decembrista teniendo que moverse rápidamente y las ruedas del vehículo rechinando para detenerse a apenas diez centímetros de sus rodillas. Después de unos bocinazos de exasperación, el chófer de la furgoneta dio marcha atrás, cambió de carril y aceleró para seguir su marcha…, no sin antes acompañar sus rítmicas arrancadas y frenazos con una serie de improperios que incluían diversas variantes de la palabra culo.
El Decembrista hizo una pausa, durante la cual sus labios se movieron en silencio, y después siguió caminando hacia su bar alemán.
Días después se hallaba sentado en una silla de respaldo recto junto a la piscina, contemplando sus aguas y los movimientos de vaivén de éstas. La piscina se movía, siempre e inevitablemente, pero el hombre estaba del todo inmóvil, con la cabeza echada hacia atrás, como en un agotamiento agónico. A su alrededor, metros y metros cuadrados de hierba: grama, hierba aplastada, hierba artificial; y el chispear incesante de los aspersores, que susurraban como una monstruosa cigarra… En un solo movimiento se agitó y se puso en pie. Ropa de crucero ahora: camisa suelta, pantalones azules, zapatos de marinero de lona blanca. Llevaba también un cinturón vaquero de fantasía, que en aquel instante se ajustó. Los huecos de la canana estaban vacíos, pero las pistoleras habían sido modificadas para contener dos finas latas de aerosol: una para combatir los mosquitos y otros insectos voladores; la otra, con líquido antihormigas.
Primero, una hora con su contable. Después, una hora con su jardinero. Tras ello, el almuerzo, servido a la sombra del toldo. Se limpió los labios con una servilleta y se puso en pie. La avispa fue zigzagueando hacia él de la forma que suelen hacerlo, como un viejo zurdo animoso, con movimientos aparentemente olvidados, fintas y poderosas acciones de distracción. Él la espantó con la izquierda y la alcanzó de frente. Y la avispa, entonces, se enardeció, erizándose de dolor, de feminidad y de juventud. Iban sinuosamente hacia ti en su mediana edad, pero también ellas fueron jóvenes y tuvieron delicadeza y brillante color. No se quedó a ver sus saltos, espirales y vuelos en formación.
En vez de ello, fue a las cuadras e intercambió allí unas palabras con un joven de aspecto musculoso llamado Rodney Vee.
– Rodney. -Con el ceño fruncido, como instándolo a hacer memoria, le preguntó-: ¿Cuánto hace que…?
– Desde el lunes, señor.
– ¿Y hoy qué es?
– Viernes, señor.
Asintió e hizo un gesto más con un movimiento lateral de su cabeza.
Fueron a la parte de atrás del granero importado y, bajando unos escalones, pasaron a la entrada del garaje, que ahora no se empleaba como tal. De nuevo sacudió la cabeza con impaciencia mientras Rodney abría la puerta interior.
El sonido que se escuchó pareció al principio el resuello de un gran animal, pero enseguida se transformó en el grito ahogado de una bestezuela.
– Esto es todo, Rodney -dijo el Decembrista.
Pasó al interior. En un rincón del fondo había un joven desnudo, al que habían atado a una señorial silla de comedor y le habían cubierto la cabeza con un saco de arpillera. El pecho del joven se agitaba con violentas sacudidas y sus lamentos se arremolinaban con tonos fuertemente nasales.
El Decembrista cogió un taburete. Rebuscó, gruñendo, entre los utensilios de una bandeja que había a sus pies: pinchos, escoplos.
Pasó media hora.
Se puso en pie y levantó el saco de arpillera. Tras lanzar una mirada nerviosa a su alrededor, dejó caer la cabeza y alcanzó sus latas de insecticida, una a su izquierda, otra a su derecha.
El joven había perdido sus cabellos rubios.
– ¡Abre los ojos! ¡Mírame…! ¿Te creías que podías joderme? ¿A mí? -dijo Joseph Andrews.
– Llevaos de aquí a este condenado maricón, metedlo en una condenada saca de correos, e id a…, id a… -A Andrews se le cortó la respiración-. ¡Id a lanzarlo desde el condenado borde más alto de la vieja cantera!
– Así se hará, señor. Así se hará -dijo Rodney Vee, que había cerrado ya la puerta interior del garaje, y añadió-: ¿Lo dice usted en serio, jefe?
– Bueno… Dadle unas pocas horas para que ordene sus ideas. Aunque…, no. ¿Dónde vive?
– En Vermilion Hills, jefe.
– Bien… Decidle que vais a arrojarlo a la cantera, pero llevadlo, en realidad, a ese maldito Vermilion Hills y una vez allí lo sacáis de su jodida furgoneta. En la carretera. Y no os andéis con miramientos. Un golpe, otro golpe, otro más… y ¡zas! Subamos ahora. O sea que Ruthie telefonea a Queenie, ¿es así?
Rodney asintió. Estaban subiendo las escaleras que conducían al sol.
– Y le dice: «¿Mamá? No te va a gustar, pero voy a casarme con Ahmed.» Y Queenie se enfurece: «¿Y eso? Cásate con ese Ahmed, y no se te ocurra volver a poner los pies en esta casa.» «¡Pero es que le amo!», y todo eso. Pasan seis meses. Vuelve a sonar el teléfono. Es Ruthie: «¡Mamá! Ven y llévame contigo… ¡Si supieras lo que me está haciendo…!» «¡Vaya!», le dice Queenie. «¿O sea que por fin te pasan factura tus pecados?» «Vamos, mamá… No te burles…, encima.» «Tranquilízate, cariño… Iré ahora mismo en un taxi. ¿Dónde estás?»
»Se trataba de un edificio muy grande, que parecía una mezquita, en Bishop’s Avenue. Queenie cruzó la verja y subió por el paseo para coches. Llamó al timbre y el mayordomo la condujo a través de cinco salones de recepción, con Picassos, Rembrandts, Cézannes…, hasta llegar a donde estaba Ruthie en un diván, llorando a lágrima viva. Queenie la abrazó, y exclamó, enfadada: “¿Qué ocurre, Ruthie…? Cuéntaselo a tu madre. Estoy segura de que tú y Ahmed podréis arreglarlo.”
»“¡Ay, mamá! ¡Si supieras lo que me ha estado haciendo! Cuando vine a vivir con él, el agujero de mi culo tenía el tamaño de una moneda de cinco peniques…” “¿Sí, cariño?” “Bien…, pues ahora lo tengo como una moneda de cincuenta peniques. Llévame a casa.” Queenie pasea la vista por la habitación, y le dice: “A ver si nos entendemos… ¿Vas a renunciar a todo esto por cuarenta y cinco peniques?”»
»Ah…, aquí llega. Ahí tenemos sus famosas tetas.
Aquí llega: Cora Susan.
Tenía que cruzar un centenar de metros de césped. Vista de lejos, parecía el ideal platónico de una joven madre. Pero… ¿dónde estaban los hijos? Mirando a través de las gotas del aspersor de riego, uno esperaba descubrirlos, ver a los niños a su alrededor, retozando en la hierba a sus pies. Ésa debía de ser la razón de que avanzara tan lentamente, con aire ensimismado (pensándoselo bien antes de dar cada paso), para no adelantarse a los pequeños. Pero no había ningún niño allí… Llevaba, como de costumbre, un vestido de algodón blanco y un amplio sombrero de paja. De su hombro izquierdo colgaban las cintas de un bolso de rafia (¿guardaría en él las toallitas y los pañales, y la media enrollada que mojaría con saliva para limpiezas de emergencia de las bocas infantiles? No; allí no había niños). Una ligera arritmia en el taconeo de sus sandalias: un tiempo de retraso, que se acortaba a media que se aproximaba. Los cabellos de Cora Susan eran largos, lacios y finos, de un gris resplandeciente que te recordaba que el gris era un color, un color como cualquier otro. Contaba treinta y seis años y su estatura era algo inferior al metro sesenta.
– Toma una silla, querida. Paquita te traerá un vaso de vino. Tengo malas noticias.
Ella se quitó el sombrero, pero permaneció de pie en la terraza entoldada. Femenina a todas luces, pero nada maternal. Las esferas de sus ojos grises eran demasiado superficiales y carecían de los defectos y melladuras que ellos te dan…, que los niños marcan en tus ojos. Su boca mostraba una expresión falta de generosidad, algo que resueltamente rechazaba la indulgencia: no se extendía al mundo, al exterior, sino que se quedaba dentro. Y, después, sus caracteres sexuales secundarios: los pechos, sus famosos pechos. Eran, por encima de todo, binoculares: los ojos de una criatura distinta, de un diferente tipo de ser, cuyas cualidades no eran necesariamente compartidas por Cora Susan: candor, inocencia, pureza incluso. Ningún niño los ajaría. Había razones para que así fuera.
Paquita sirvió un vaso de vino a Cora, y dejó la botella dentro de un cubo con hielo en la bandeja. A Joseph Andrews le trajo una bebida isotónica de una conocida marca, Lucozade, traída al por mayor de Inglaterra para él. Cada pocos segundos, Andrews extendía lentamente la mano para tocar a su visitante, y la dejaba apoyada levemente en su codo, en su mano, en su muñeca, con gesto casi médico.
– Se trata de tu padre, querida. ¿Qué puedo decirte? Ha muerto. Ha pasado a mejor vida… No ha sido una gran sorpresa, pero era tu padre, Cora. Y ahora veamos… A ti…, a ti jamás te dijeron la verdad, querida. La versión de tu abuela…, ¿cómo era?
– La que ella me trasmitió -dijo Cora con su voz sin acento y perfectamente educada- fue que papá quedó imposibilitado a consecuencia de una caída en la montaña. Mamá, entonces, se convirtió y fue a Israel. Y yo me fui a Canadá con la abuela Susan. Esta parte es cierta.
– … Mick Meo lo hizo, Cora. Tu propio abuelo le atizó a tu padre.
Ella tomó aire y lo expelió audiblemente.
– Las relaciones entre los Susan y los Meo nunca han sido fáciles. Y no hablo sólo del matrimonio entre tus padres. Sé lo que le hizo Mick Meo a Damon Susan. Aquello le valió una condena de nueve años: por intento de asesinato. ¿Cuánto sabes tú de…?
– ¡Oh, Jo, por favor! Cuéntamelo todo.
– Ése es el espíritu, Cora… ¡Así me gusta!… Tus padres siempre estaban peleándose, incluso antes de comprometerse. La suya era una relación muy violenta. Pero la mala suerte quiso que un buen día tu madre telefoneara a Mick y le dijera que Damon se había tomado ciertas libertades con ella… Unas libertades legítimas.
– ¿Y eso qué significa?
– Nada para escandalizarse, querida…: que se la tiró por la retaguardia.
Sin ningún cambio en el tono ni en la modulación, Cora dijo:
– También a mí me folló por la retaguardia…, y todo eso.
– Sé que lo hizo, querida. -De nuevo apoyó la mano en su muñeca-. Y si Mick lo hubiera sabido, Damon no habría tenido ninguna posibilidad de vivir. No hubiera existido la más mínima posibilidad de semejante intento de asesinato fallido. Eso te lo aseguro.
»No había teléfonos móviles en aquellos tiempos. Leda dejó un mensaje en el cobertizo. Mick está fuera, cortando cables de alta tensión (un trabajo peligroso, que requiere mucha experiencia), pero Mick era un excelente ladrón. Responde a la llamada: «¿Qué te ha hecho?» Pero Mick está fuera, en Stoke, y hay una maldita huelga de mineros y él… El caso es que se las arregló para presentarse allí de madrugada.
– Floral Grove. Stoke Newington.
– Llegó allí al amanecer. Tu madre y tu padre estaban completamente dormidos. En la misma cama. Así que no sé… De alguna forma debieron de haber arreglado las cosas entre ellos. Tu abuelo se enfureció y descorrió las cortinas. Ya sabes: despertar y sentirse deslumbrado por el sol. Por desgracia, Mick llevaba aún puesta su ropa de trabajo: gruesas botas con suelas claveteadas. Y los guantes reforzados… por los cables. Ah, y su casco. Así que enseguida está a horcajadas encima de Damon, dándole cabezazos, golpeándolo y sujetándolo por los brazos con los guantes. Entonces Leda se echa sobre Mick: si me permites decirlo, parece que ha cambiado de sentimientos. Así que Mick se enfurece y la encierra en el cuarto de baño, no sin antes darle un golpecito, unos cuantos, por desgracia… ¡Pero era su propia hija, Cora…!
»Damon sigue allí en un charco de sangre. “¡Maldito seas…! ¡Animal!” Todo eso. Mick se enfurece: “¿Cómo tienes la nariz?” “¿Que cómo tengo la nariz? ¡No puedo ver nada!” Después…, ya sabes, empieza a “razonar” con él… Lo habitual: “¡Eh, Mick…, compañero! Sin resentimiento… Lo justo es justo. Me pasé de la raya. Y me has dado una buena lección. Eso es todo. Aquí acaba todo.” Pero Mick se enfurece: “Es un crimen pasional lo que tenemos aquí, muchacho…” Ni que decir tiene que lleva años queriendo hacérselas pagar a Damon. “Esto aún no es nada, hijo. Aún no es nada.”
»Mick arrastró a Damon al suelo y él se subió a la cama. Más adelante se rompería las piernas. Saltando. Pero entonces, cuando aún podía hacer lo que quería con ellas, tu abuelo encajó de lado las piernas de Damon y se puso a asestarle patadas en los huevos y la chorra. Con sus botas de trabajo, aquello era terrible. Damon ya no se quejaba apenas, pero Leda dio la vuelta, asomó la cabeza por la puerta de al lado y se puso a gritar. Mick, sin embargo, no le prestó atención.
»Cuando le hubo roto los brazos y todos los dedos, lo agarró por los cabellos y lo que le quedaba de las pelotas y, lamentablemente, lo lanzó por la ventana.
– ¿Estaba abierta la ventana en aquel momento?
– Por desgracia, no.
– Estoy tratando de recordar la casa. Estaban en el segundo piso, ¿no?
– No… Era un tercer piso.
– Pero había un prado allí. Había hierba en la parte de atrás.
– Ojalá la hubiera habido. Aquello sí que fue realmente una desgracia. Justo la semana anterior, Damon había hecho sustituir la hierba por rocalla. Y fue a caer en eso. Fue lo que lo fastidió, ya que dio de cabeza contra ella. Estuvo casi un año en Cuidados Intensivos. Y, por supuesto, Mick ya había empezado para entonces a cumplir su condena de nueve años. Es obvio también que podía haber alegado circunstancias atenuantes. «Señoría…, lo hice porque se tiró a mi hija por el culo…» Pero no quiso lanzar semejante baldón sobre ella, así que jamás lo dijo. Luego, la abuela Susan te llevó enseguida a Vancouver. Y tú te alejaste de los Meo para siempre.
– ¿Y mamá?
– No has probado el vino, querida. En cuanto a tu madre, estuvo dando algunos tumbos, y después se arregló con Tony Odgers. Luego a Tony lo enviaron a la cárcel para siete años, por extorsión con amenazas. Entre tanto, soltaron finalmente a Teddy Ambrose, y tu madre se lió con él. Hasta que a Teddy lo hicieron picadillo en una bronca en El Mundo al Revés. Tu madre tuvo que darse el piro por un tiempo; hasta que se recuperó y se entendió con Ian Thorogood. Pero a Ian le atizaron un golpe en la cabeza con una llave inglesa mientras estaba custodiado por la policía. Las cosas iban bastante bien entre tu madre y Frank Purdom, pero en éstas soltaron a Nick Odgers durante una semana: el tiempo suficiente para que éste se cargara a Purdom, con lo que tu madre volvió a las andadas. Keith Room fue muy bueno con ella hasta que le echaron doce años, y después tu madre nos asombró a todos yéndose a vivir con Thelonius Curtly; y cuando colgaron a éste, ella se vino abajo, según pensaron muchos, y unió su suerte a la de Lon Chang You. Pero ya se había dado a la bebida y estaba muy mal por entonces. Para serte totalmente sincero, Cora, su reputación había comenzado a resentirse. Al final, todos la llamaban Culiancha Kath… Un nombre divertido, sí. Aunque jamás supe por qué le añadieron el Kath… ¿Cómo te sientes, querida?
– Oh…, bastante bien.
– Eres una joven dura, Cora. Tenías que serlo. A veces incluso me espanta lo que veo en ti. Pero, en fin… Tu padre no era el mejor de los padres, pero era tu padre. Tu padre natural, querida. Damon hizo lo que hizo. Porque Damon era también como era. Se lió contigo, y no hay excusa para eso. Pero erais una familia, a pesar de todo. Y Mick Meo, con su actitud excesiva y apresurada… Pero, en fin, conozco bien a mi Cora Susan, y sé que no vas a dejarte hundir por todo esto. Sé que vas a querer vengarte de alguien. Y sólo queda vivo uno de ellos: el tío Xan.
– ¡El tío Xan!
– Yo mismo me encargué de que le sacudieran una paliza el otro día… Por algo que no tiene nada que ver con los Susan.
– ¿Y eso?
– Me delató. Y luego fue a los periódicos a decir que él nunca… Y se refirió a mí como un gilipollas loco… -Joseph Andrews sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa de asombrada incredulidad. En la mesa que tenían delante había una carpeta verde. Alargó la mano para alcanzarla-. Mira lo que dice: «… quien me hizo esto en octubre o encargó que me lo hicieran… piensa que he estado contando cuentos ante la Justicia. Y eso es algo que yo no haría nunca… Ya pueden meterme hierros candentes por el culo…, a quien me hizo esto le digo, ven y…» Bueno, pues en ésas estamos -añadió con franca admiración-. No es menos de lo que debería haber dicho, por supuesto. Pero en estos tiempos que corren no es costumbre descubrir el propio juego. Hay mucho de Mick en él, Cora. Como está Mick en ti y en todos los demás.
– Y está el dinero.
– Y el dinero. El dinero de Hebe. El que te quitaron. ¿Volverás para el funeral, supongo…? Léete todo esto. ¿Y del otro asunto?
– Superando todas las expectativas.
– ¡Joder! Voy a tener que darme un sablazo con lo que estamos sacando de esto. ¡Eso sí que es un buen golpe! -Juntó las manos uniendo las uñas-. El doble juego. Te digo una cosa, querida… Si todo esto sale bien, puedes contar con que me retiro. Que te lo dejo todo a ti. ¡Joder…, la satisfacción! ¿No es una maravilla, Cora? Se la hemos jugado buena.
La carpeta verde fue a parar al bolso de rafia, y Cora Susan besó a Joseph Andrews y se alejó por el césped. Se movía con aire ensimismado, como pensándoselo muy bien antes de dar cada paso.
A unos treinta y tantos kilómetros de allí, por el noreste, Clint Smoker se estaba instalando en su mitad de una cabaña levantada en los terrenos de una mansión de estilo moro conocida localmente como La Ponderosa. En la parte de Clint, como en todas las demás, en la pared iluminada por el ventanal había una reproducción a gran tamaño, y vivo colorido, de «La Creación» de Miguel Ángel. Clint escribía:
Jefe: Llegue sin novedad. El hotel es espléndido. Mi acompañante, Kate, está particularmente impresionada por los duendecillos borrachos que se alinean día y noche a lo largo de la avenida de entrada. Aquí se pueden conseguir buenas informaciones. Ya sé que recibiste la orden de mantener la boca cerrada, y espero que eso te haga feliz.
Sí, pensó Clint. Según Jeff Strite, Heaf fue convocado -no precisamente a Downing Street, sino a un sofocante sótano en la FPA [21]-, junto con los demás propietarios de revistas porno, convencionales y electrónicas, de las Islas Británicas. Un hombre del Palacio con apellido compuesto se presentó y les dijo que el material acerca de la princesa era falso y estaba amañado, y que quería que tuvieran la amabilidad de callar acerca de él. Heaf regresó al Lark derramando lágrimas de orgullo.
Creo que vas a tener una merma en los ingresos a causa de tus recientes contactos con la realeza; pero bueno, ya me conoces: soy un cínico. A pesar de ello, aún podemos tocar temas relacionados con la pequeña Victoria, o que guarden cierto paralelismo con ella. Tengo un par de ideas al respecto. De momento, como te prometí, te envío un editorial revisado acerca del pajillero de Walthamstow:
En el pasado mes se ha desarrollado una tragedia en el corazón de Essex.
Durante dos días y dos noches un hombre inocente y herido -al que nos enorgullece calificar como un lector del Lark- ha estado languideciendo en un calabozo de Rotherthithe sin recibir tratamiento alguno, antes de ser puesto en libertad bajo fianza.
Hoy se enfrenta a una acusación de escándalo público.
Y todo eso… ¿por qué?
Los especialistas en sanidad hace tiempo que han convenido en que masturbarse periódicamente es importantísimo para el bienestar masculino.
Como bien sabe cualquier polla, un meneo decente reduce la tensión y te relaja para el resto del día.
Y tampoco hay nada mejor para inducir a un buen sueño nocturno.
Imagínense, pues.
En el aislado retiro de una zona desocupada de unos baños públicos, ese ciudadano sin tacha estaba tratando de aliviarse con la edición diaria del periódico que ahora tiene usted en sus manos.
Pero lo que no podía ni imaginar es que alguien irrumpiría en ese mismo instante en aquel lugar: una cuarentona cargada con cubo y fregona.
¡Enhorabuena, querida!
¡La jodiste bien!
En su confusión, lamentablemente estorbado por su propia ropa, resbaló en las baldosas mojadas del suelo y se causó graves lesiones.
¡Poco se imaginaba que su tribulación -¿o sería más exacto decir «su martirio»?- aún estaba por empezar!
A ese hombre queremos decirle que no le olvidamos.
Le decimos que estamos con él y que seguiremos siempre a su lado.
Y os invitamos a todos a meneárosla en honor del Hombre de Walthamstow.
Clint había echado un breve y admirativo vistazo a su cuarto de baño, pero aún no lo había usado. Ahora levantó el precinto de plástico que ceñía la tapa para sentarse a horcajadas en la taza del váter. Al cabo de pocos segundos notó que experimentaba una gradual despersonalización, como si estuviera a punto de percibir los sones y colores introductorios de una enfermedad capaz de cambiar una vida. Su mirada se movió hacia la izquierda. El lavabo…, ¡qué pequeño era! Su mirada se movió a la derecha: el portarrollos de papel higiénico, las dimensiones actuales del papel de celulosa: reducidas. Y el asiento en el que se acomodaba: pequeño como un orinalito infantil. Cuando te limpiabas, parecía… Sí, el contraste te daba la sensación de haber mejorado algo. Pero te servía de poco.
Regresó, paseando, a su estudio. Ducha y cambio de ropa en un minuto: quitarse la ropa del avión (las impolutas zapatillas de deporte, el aerodinámico chándal) y vestirse con algo elegante. Para las cinco y media estaba fijado un cóctel de inauguración… Para conocer a sus compañeros…, ¿clientes, invitados, huéspedes? ¿Cómo los llamaba el folleto: residentes? No…, ciudatianos. Ciudadanos de la Academia de San Sebastiano para Hombres con Aparato de Inserción corto… La reproducción de la pared que quedaba frente al ventanal… ¡Uf! ¡Qué estado el de aquel Adán…! Vamos…, habría que encajarlo en algún lugar mejor que aquél. No casaba allí con aquel anacardo entre sus piernas.
¿Estaría Miguel Ángel burlándose…, meándose de risa? ¿O sería Dios quien…?
– ¿Qi? ¿Qi? No, no, no… No puedes escribir una q sin su u. Ahora, si tú no juegas, lo haré yo… ¡Juego…! Veamos dónde estamos… Q, i…, vale. ¿Qué significa eso? Bueno…, ya se ve…, todas las q llevan una u detrás. ¡Ah! ¡Ésta no! Bueno…, es una palabra muy rara. Aquí dice que es «la fuerza vital de la persona de un individuo, cuyo libre fluir en el cuerpo se piensa que asegura la salud física y espiritual». Bien…, que Dios nos ayude. ¿Y ahora qué pasa? Yo me llevo los puntos. Si no te importa. Y has hecho eso dos veces. En una palabra que cuenta el triple.
– Sesenta y nueve.
– ¿Sesenta y nueve? Yo tengo trece menos. Y cambio mis letras. ¿Dónde está la bolsa?
– Lo siento, papá, pero… ¿te importa que lo dejemos ahora?
– ¡Oh! No te vayas, querida. Apenas acabamos de empezar. Quédate y tómate un buen tazón de chocolate caliente, por lo menos.
Al minuto siguiente, Enrique preguntó:
– ¿Qué harías tú, Bugger? Estoy tratando de animarla, pero la agoto, y me agoto a mí mismo también. Y cuando intento sacarla de…
– Escribidle, señor -dijo Brendan-. Escribid.
El rey se quedaba despierto hasta tarde, oyendo el mar de Irlanda. Ewelme se encuentra en la punta noroccidental de la península de Gales, al extremo de una carretera de un solo carril de kilómetro y medio de longitud. Su situación, junto con el tiempo, infaliblemente espantoso, espanta a los intrusos y ciertamente a todos los visitantes: ninguno que se hubiera alojado en Ewelme estaba deseoso de volver a hacerlo. Enrique, sentado en su escritorio con el abrigo puesto, sentía vibrar sus oídos cada vez que la campana de la torre daba los cuartos de hora. El viento era de esos que cometen asesinatos en la noche, inesperados raptos, terribles ahogos…
Queridísima hija:
Mi espíritu se duele por ti. De verdad. Jamás te he visto tan profundamente abatida. Incluso después del accidente de mamá, la energía de tu juventud pareció empujarte a seguir. Ahora duermes dieciséis horas diarias y apenas comes nada. (Y cuando estás despierta, te veo siempre enfrascada en el Corán o los Upanishads, o el Targum o Dios sabe que.) Querría que, por lo menos, aceptaras mantener una conversación con Sir Edward.
Hija mía, no sé exactamente qué es lo que te preocupa. Bueno…, tengo una idea aproximada. Y, si bien en todas estas cosas tú eres quien más las sufre, esta ignorancia se le hace a tu padre insoportable. Porque, más que padecer por algo en particular, me siento atormentado por todo. No me atrevo a cerrar los ojos por temor a lo que pueda ver. Te suplico que me expliques qué es lo que sucedió realmente en la Casita Amarilla, querida. (¿Quién te sorprendió allí?) Y creo firmemente que tú misma te darás cuenta de que también es mejor para ti que yo lo sepa. Porque, aunque hubieras tenido algo así como un revolcón con cualquiera de esos apuestos chicos árabes…, ¿qué importaría eso?
Y todos esos buitres… Nuestra postura oficial es que los materiales son falsos. Tú y yo somos conscientes de que, al menos en parte, no son falsos. Mi confianza en eso es menor que la de Brendan. Sin embargo, no ha habido ningún desmentido, ni refutación de la falsedad, por más que esos materiales están presumiblemente en manos de nuestros enemigos. Esto ha sido una gran suerte (pues las cosas se han calmado un tanto). Brendan dice que su silencio refleja cierta incapacidad por su parte. Y hay otra posibilidad muy alentadora, que te comentaré en cuanto te decidas a hablarme.
Acabo de leer todo esto, y lo encuentro como el huevo del cura: «¡Bueno en según qué partes!»…, [22] por más que sea asqueroso en realidad. Trato de expresar el amor incondicional y la simpatía que siento por ti, pero veo que mis palabras suenan egoístas y pomposas. ¡Lo siento, hija…! Es mi triste modo de ser…
Cariño, hija, mi tesoro…, te lo suplico: pasemos esto juntos. Estoy deseando abrazarte y sentir físicamente la presión de tus hombros. Recuérdalo. Somos nosotros dos ahora.
Comandante John Macmanaman: ¿Cómo está nuestro mecánico de vuelo?
Primer oficial Nick Chopko: Se ha dormido.
Macmanaman: Reconozco que ha sido capaz de arreglar el ordenador. Yo lo habría apagado, y habría pasado a control manual… ¿Has visto esas tejas que utilizan en Inglaterra: láminas de pizarra gris?
Chopko: Afiladas como machetes.
Macmanaman: La vio venir… A Rennie le pareció que era un pájaro muerto… Pero giró hacia él. Derecha a su cabeza.
Chopko: ¡Joder!
Macmanaman:… Estaba escrito que Royce Traynor sólo volaría en CigAir cuando estuviera en el estado en que se encuentra hoy.
Chopko: Muerto.
Macmanaman: Muerto. Para él era como una misión. Rennie decía que no había nada -repito, nada- que le gustara tanto como decirle a alguien que apagara un cigarrillo. Era capaz de levantarse en mitad de la noche y llamar un taxi, si existía una buena posibilidad de poder decirle a alguien que apagara su cigarrillo. Y fíjate bien: Rennie estuvo fumando un paquete diario durante cuarenta y tres años, sin que él lo supiera. La hubiera matado. Seguro que la hubiera matado. Pienso que debía de ver algo en él, algo que la hacía sentirse apegada a él. ¿Por qué la gente no se suelta, Nick? ¿Por qué no abandonan a uno sin más?
Chopko: Yo tampoco lo sé.
Macmanaman: Una personalidad adictiva… No me gusta cómo están las cosas aquí. Hay demasiada claridad. No me gusta el aspecto físico de todo esto. La diferencia entre potencia máxima y entrar en pérdida es sólo de un par de nudos. Es como estar patinando sobre hielo negro. Pide permiso para subir a tres siete cero. Aguarda…, la cizalladura del viento: tengo la sensación de que se mueve detrás de nosotros. Es como… Oh, haz que se sienten todos, Nick. Y también las chicas, en cuanto hayan asegurado bien los carritos. Es la tercera vez que la siento llegar. Hay aire poco denso fuera, una turbulencia en aire claro. Esta vez la noto.
Cuatro minutos después, el vuelo 101 descendía mil metros a la velocidad de la gravedad: nueve con ocho metros por segundo cada segundo. El ataúd de Royce Traynor saltó desde el piso de la bodega 3 y golpeó su techo. Tras el golpe, se precipitó hacia abajo de nuevo. Fue a dar de canto contra uno de los bidones de material inflamable. Primero se produjo un fuerte escape de líquido denso rosado, al que siguió una salida continua y regular. Al cabo de veinticinco minutos, el ya dominante charco de líquido rosado comenzaría a despedir vapores.
Joseph Andrews estaba arriba, en su despacho. Dos planchas inclinadas de vidrio, formando un triángulo isósceles con el piso. Podías distinguir cada manchita de su piel, cada pelillo. Tenía en la mano un micrófono: abultado, con cable; el micrófono de un cantante melódico de antaño. El botón de pausa hacía un pequeño clic cada vez que lo soltaba o accionaba.
«[Clic.] Quiero contarle mi vida. De hombre a hombre. Y que me juzgue. Que seas usted quien me juzgue… [Clic.]… ¡Joder! ¿Por dónde iba…? Sigamos, pues. Adelante. [Clic.]
»Yo tenía tal fama de aguantar el dolor que, cuando el dentista de la cárcel se ofreció a ponerme una inyección anestésica, me sentí en la obligación de pegarle un puñetazo.
»Así que él tuvo que ir a ver a su dentista. Y después, claro, los guardias me encerraron en la celda de castigo. Lo normal. Pero seguí siendo el mismo. Cuando el dentista volvió [clic] con su jodida mandíbula en cabestrillo… [Clic] Bueno…, se vengaron. Yo estaba dentro de una camisa de fuerza, con la cabeza en un cepo, y me abrieron la boca con una hoja de sierra. Oh…, aquel dentista… Tuve un absceso y me dieron permiso para volver a visitarlo. ¡Santo cielo! Estaban vigilándome a ver si me estremecía. Pero no lo hice. [Clic.]
»[Clic.] No hay forma de castigo aplicada en las prisiones de Su Majestad que yo no haya padecido. A pan y agua, privación de colchón, bloque de irreductibles… En la enfermería me han administrado medicinas para atontarme y purgarme. Te las echan en el café. Las primeras no son tan malas, sólo hacen que camines como si te fallaran las piernas… Pero los laxantes… Bueno, puedes matar a un hombre con ellos en una semana. He recibido azotes con el látigo y con la vara de fresno. Es una falacia eso de que yo silbara mientras me aplicaban el castigo. Pero al decimotercer golpe, yo solía emitir un simpático bostezo…, lo que hacía que al guardia le entraran prisas por darme los cinco golpes finales. Tratando de hacerme gritar, claro. Pero ni por ésas. La vara es lo peor. Es… atenta más contra la dignidad del hombre porque los golpes te los dan en el culo. Quiero decir que el látigo, cuando hiere, hiere la espalda de un hombre. Pero al que se le azota en el culo se le considera sólo un bebé.
»Éstos son sólo los castigos oficiales. Se han meado en mi té y defecado en mi rancho. Durante cinco semanas me han tenido en la celda atado a un tablón: otro atentado contra mis derechos. Pero ya te puedes quejar… Como cuando mi madre fue a verme a Durham -un viaje de dos días en aquellos tiempos- y se encontró con que una hora antes de su llegada ¡me habían trasladado a Strangeways! Así son de rastreros. Son hombres que viven para ver a otros hombres encerrados. Cuando te sueltan por algún tecnicismo, ves en ellos una risita de complicidad. Ves la mirada que descubre su rostro, y entonces sabes que volverás a verlos. Que sólo es cuestión de cuándo. Y de cuándo te atrapen, por supuesto. Es la realidad de la vida. [Clic.]
»[Clic.] Quiero contarle mi historia, de hombre a hombre. Correcta o no, júzguela usted mismo.
»Como muchas personas, yo fui, en mi juventud, un combativo boxeador. Gané cuatro de mis once primeros combates en Bermondsey Baths. Lo cual quizá no parezca un historial demasiado brillante. ¡Pero jamás perdí ninguno! De hecho, los once acabaron en fuera de combate de mis oponentes. Comprenda…, tenía una desgraciada tendencia a hacer que me descalificaran. En lugar de quedarme con el brazo en alto como vencedor mientras el otro era retirado en camilla, yo seguía arrodillado en la lona atizándole lo que se mereciera. Eran peleas para… Bueno, canalizar mi agresividad. En el undécimo combate tumbé al árbitro y lo dejé como muerto. Y me suspendieron, claro. [Clic.] Y el señor Shackleton, el director de la Asociación de Boxeadores Juveniles, jamás supo qué le golpeó…, tan de improviso lo pillé. [Clic.] Tras esta decisión, no me quedó otra elección que seguir por la senda del crimen.
»Mi primer conflicto con la ley fue por la posesión de un arma ofensiva. No digo defensiva, no: ofensiva. El poli de turno te hace poner de cara a la pared y se produce una…, una de esas típicas conversaciones para besugos: “Veamos… ¿Qué es esto?” “¿Qué va a ser?” “¿Y por qué llevas encima una navaja?” “Siempre la llevo.” “¿Para qué?” “Siempre llevo una navaja.” “Sí, pero… ¿por qué?” “Porque la llevo siempre.” Y bla, bla, bla… Yo tenía ocho años entonces. Así que el asistente social se apresuró a enviarme al reformatorio. De donde, naturalmente, pasé a Borstal. [23] E incluso en mis tiempos de boxeador tuve que cumplir un par de sentencias en la prisión de Pentonville, por robo con fractura…, en la que la fractura solía ser la del cristal de un escaparate. (Romperlo y meter mano: podría ser la definición de un sujetador de cristal, ¿no?) Esto era por los años treinta. Luego vino la guerra… No me interpretes mal. Fuimos unos patriotas y todo eso. En la lucha contra el espectro del nazismo, deseamos a las fuerzas armadas toda la suerte del mundo. Pero no íbamos a ponernos un uniforme sólo para complacer a las personas de orden. Ni hablar. [Clic.] Y si de noche, a oscuras, te cruzabas con un soldado, le dabas buenos motivos para lamentarlo. [Clic.] Es decir, que en los años de la guerra o estabas a la sombra o siempre alerta para evitar que te movilizaran. En 1944, cuando estaba concluyendo mis tres años de condena en la prisión de Wormwood Scrubs, internaron allí a Sir Oswald Mosley, [24] con fama de camisa negra, y a su esposa, Lady Diana. Hubo un plan para cargárselo durante el recreo, pero resultó ser un individuo de lo más razonable, y lo dejamos tranquilo.
»Las cosas empezaron muy bien después de la guerra, a pesar de la austeridad. Nos pusimos a falsificar como locos cartillas de racionamiento y otras cosas así. Entonces, en el año de tu nacimiento, tuve mi primer golpe de suerte decente… y mi primera chica en serio. Muchos cambios y rodeos, después. [Clic. Clic.] ¡Qué curiosa palabra ésta…, bird! Viene de birdlime (liga), que rima con time (tiempo), por lo que sugiere la idea de un tiempo de prisión o condena. La liga, en efecto, era una sustancia pegajosa que se ponía en las ramas de los árboles para cazar pájaros. Dedos pegajosos, es decir, dedos ladrones. Pero son pájaros lo que atrapan, no ramas; así que la comparación no es exacta. Por otra parte, bird significa también “chica”; lo mismo que un richard, que se refiere a Ricardo III, pero que se toma en el mismo sentido por la semejanza entre los sonidos bird y third (tercero). [Clic.] Ambos, en el argot teatral, se refieren también a una sarta de tonterías. [Clic.] Y, sin embargo, he oído decir que la palabra bird proviene originariamente de bride (novia)… En fin…
»El golpe de suerte del que hablo fue el robo del aeropuerto. Del aeropuerto de Heath Row, en dos palabras, como se escribía en aquel entonces. También conocido como el robo del seguro de protección: un cargamento nocturno de diamantes valorado en más de ciento sesenta mil libras…, millones en moneda actual. Se suponía que los guardias iban a ser drogados con un barbital en el café. Pero cuando le di a uno un golpe [clic] con la maldita barra de hierro que llevaba [clic], los otros saltaron y se sumaron a la fiesta. ¡Era la Brigada Fantasma! Bueno…, no sé…, tal vez esperaban ser atacados por colegiales. No habían calculado que seríamos yo, Ginger, Dodger, Gimlet, Whippo, Chick y Yocker, y les hicimos una tremenda carnicería. Cuando salimos, se habían congregado los polis, y nos las hicieron pasar canutas. Yo me dije que más valía poner tierra por medio. Me había deslizado debajo de una furgoneta de policía y estaba agarrado al tubo de escape. Ya puedes imaginar: al primer semáforo en que nos detuviéramos, me largaría. Pero habían conectado las sirenas y fueron corriendo sin detenerse hasta la comisaría de Battersea, a veinticinco kilómetros de allí. Para entonces, yo tenía el pecho y los brazos soldados al tubo de escape. Tuvieron que cortarlo para librarme y meterme en chirona. Aún tengo las cicatrices. Uno de los chicos de la Brigada Fantasma estaba en estado crítico, y cargarse a un poli se castigaba entonces con la pena máxima. Hice incluso que mi madre le enviara unos racimos de uvas… ¡a un poli! Pero ésa es una… [clic] una… [clic] una de las extrañas paradojas a que te ves reducido cuando te has visto implicado y has participado en esa clase de juego.
»Pasé en chirona todas y cada una de las horas de mis catorce años. En aquellos tiempos, si te castigaban, no te aplicaban la menor remisión por las subsiguientes faltas. Así que, la primera semana que permanecen en Winston Green, me dije: “Juégasela al alcaide, y que te condenen al látigo.” Se la jugué al alcaide: le hice una zancadilla en el huerto, cayó y se dio de cara contra mi pala. Los guardias me dieron una buena tunda -a algunos les gané, con otros perdí-, pero, cuando llegó el momento de los azotes, ¡la Secretaría de Interior planteó algunas preguntas sobre mi caso en la Cámara de los Comunes! ¡Y que me aspen si aquello no les devolvió la pelota! Pasé allí horas muy negras, pero nada comparado con aquella mañana en que se presentaron y cancelaron mi castigo. ¡He tenido tantas entrevistas después, en las que siempre han intentado declararme aquejado de problemas mentales…!
»Cuando salí después de mi condena a catorce años… -me sentenciaron en 1949, así que esto debía de ser en 1963-, me encontré en una situación incómoda. Eso es lo que ocurre a menudo cuando sales: que, te guste o no, estás abocado a volver. Mi hermana Polly vivía entonces con Pongo Droy. Poco antes, Pongo había rajado a Noel Shortly… ¡que se había chivado de él! Es decir: Noel había denunciado a Pongo ante la ley. Lo que, para mí… Bueno…, Pongo no iba a aguantar eso, ¿no? Le echaron tres meses, lo que era un poco severo, porque en aquellos tiempos podías despacharte a gusto con una navaja y salirte con sólo una multa de diez chelines. Estando Pongo fuera, su hermano Hughie se cargó a Duncan Shortly, el padre de Noel. Por lo que el sobrino de Duncan, Cecil O’Rourke, puso patas arriba a Hughie en El Mundo al Revés… El maldito Pongo salió y [clic] jodió a… Sí, lo jodió [clic], atacó a Cecil con una botella rota y después fue en busca de Noel…, quien le estaba esperando con una escopeta de cañones recortados. Pongo perdió las dos piernas de rodilla para abajo y Polly vino corriendo a verme. Yo sólo llevaba una semana fuera, y todo aquello no me interesó hasta que me contó que Noel había delatado a Pongo por lo de la navaja. Aquello me sacó de mis casillas. El resultado fue que me echaron ocho años por homicidio involuntario con agravantes.
»No salí hasta 1975, pues cumplí tres años más por mi participación en el llamado “motín del rodillo” en Winston Green. Y por ahora sigo en libertad: ya está bien de condenas. Como bien sabes tú, un hombre tiene que adaptarse y cambiar con los tiempos. Una petición de dos años más por lesiones me ofreció la ocasión de pensar. No llevaba mucho tiempo fuera cuando se me imputó un asesinato [clic] que había cometido realmente [clic], pero el caso fue sobreseído por falta de pruebas. Y Life tenía dieciocho años entonces. No, hijo, me dije a mí mismo. Es hora de pasar página. De empezar un camino distinto. Así que me fui y emigré a la Costa del Sol. Así empezó mi larga, y finalmente trágica, asociación con Keith el Serpiente. [Clic.]
»Métete esto en la cabeza. [Clic.] Usted no sabe nada de mí personalmente, pero mi nombre tal vez le sugiera algo. Dígame… ¿Le gusta leer? Yo jamás he leído mucho. Nunca encontraba el momento… Aunque no…, no era eso. Verá…, en la prisión es una forma más de fastidiarte. “¿Adónde habrá ido a parar tu libro, Jo? Deben de habérselo comido los ratones…” Y, después, una sonrisita. Con lo cual, tú te cabreas, y ellos ya te tienen pillado. Va con la vida allí. Yo nunca me acostumbré a leer en el trullo. No creo en la lectura. Se habla de tipos que han conseguido títulos por el jodido Oxford mientras estaban en chirona. Pero yo nunca soporté eso porque, en cuanto se ponían a leer, les daba por la religión y todo eso. Imagínese a tipos que se han cargado familias de seis miembros caminando con las manos cruzadas a la espalda…, rezando y todo eso. No lo aguanto. Si veo a un tío falso de ésos con una Biblia en las manos, me dan ganas de atizarle un porrazo. Sé bien lo que es verse privado de libertad, encerrado…, pero mis pensamientos son míos. Imagínese a los gemelos Kray [25] diciendo en su libro: “Las flores son sonrisas que Dios nos dedica.”
»Pero un día pasó por delante de mí el carrito de los libros. Y, al pasar, vi el lomo de uno de ellos titulado ¡Joseph Andrews! Mi primer pensamiento fue que alguien se había pasado y me había gastado una buena broma. Que alguien se había tomado la libertad de… de escribir la historia de mi vida sin haberme pedido permiso. Llamé a gritos al guardia, y así me enteré de que el nombre del fulano era Henry Fielding. Bien es cierto que luego me tranquilicé, al enterarme de que Joseph Andrews era una de las primeras novelas inglesas, publicada en fecha tan temprana como 1742. Me puse mis gafas de ver la tele para leerla, aunque reconozco que no le encontré ni pies ni cabeza al lenguaje que, por lo visto, empleaban en aquellos tiempos. Pero se dice algo al principio acerca de un buen hombre que es más… influyente que uno malo. Y son palabras muy sabias…
»Años después di con otro libro, en tres volúmenes, titulado Tom Jones. “Debe de ser la biografía del cantante”, pensé, del famoso autor de It's Not Unusual. Pero no: era sólo un libro del mismo tipo, Henry Fielding. Yo siempre he sido un fan de Tom Jones, y todavía hoy me subiría a un avión para ir a alguno de sus conciertos. It’s Not Unusual fue su mayor éxito, pero mi preferido es aún The Green, Green Grass of Home, sobre todo esta frase: “Me gustaría que pensaras en eso, si quieres: la verde, verde hierba del hogar.”» [Clic.]
Joseph Andrews llamó ahora a su amanuense, Manfred Curbishley: tirantes, una calva en forma de herradura por la parte de atrás de su cabeza, boca y ojos acuosos como ostras… Parecía que nunca hubiera salido de Londres, como si jamás hubiera abandonado el despacho de apuestas de Mile End Road. Y un rostro de bebedor, con su aspecto de acaloramiento: con sus mejillas rubicundas.
– Hay más -le dijo Joseph Andrews indicándole la grabadora con una inclinación de cabeza-, pero ya puedes empezar a traducir todo esto al inglés. Y quitar palabrotas… ¿Dónde está Rodney?
– Ha ido a acompañar a la señorita Susan al aeropuerto, jefe.
– Sí, claro, claro.
La pensativa mirada de Joseph Andrews (con cada trazo de su edad visible en el aire burbujeante) se posó en la carpeta verde, que estaba abierta sobre su mesa. Vio ahora que Cora había subrayado un nombre en uno de los recortes. Se puso las gafas: Pearl O’Daniel. Con un callado murmullo interior, se representó a su padre: Ossie O’Daniel. «Un buen hombre, un hombre de fiar, un hombre de principios: jamás aceptó nada de los guardias. Recuerdo una ocasión en que se presentó a pleno día con las vergüenzas al aire donde estábamos todos. Aquello ocurrió en Strangeways. Nos habían reunido a todos fuera para administrarnos un castigo. Nadie dijo nada acerca de Ossie y de su desnudez, ni siquiera los guardias. Aquella mañana le habían propinado veinticuatro golpes con la vara de fresno, así que era obligada cierta tolerancia; y, con mucho tacto, desviamos la vista para no verlo.»
Brendan Urquhart-Gordon estaba en la cama con su ordenador portátil. Las imágenes que le servía la pantalla procedían de Oughtred; se trataba de duplicar, mediante el uso de «isosuperficies y trasposición volumétrica», el material de la princesa. Afortunadamente, las falsificaciones de las primeras imágenes no se podían distinguir de las originales -al menos, no a simple vista- y el fragmento de cuatro segundos, en el que la princesa se giraba en el baño, era, en apariencia, un simulacro perfecto hasta en las ondulaciones del agua. Pero el intento de modificar la última entrega del enemigo, quitándole la luz y la magia, era un obvio fracaso. Aquí la tecnología se estrellaba contra sus límites estructurales. Brendan podía notar cómo subía su temperatura corporal: el casuista que era en su fuero interno estaba acusando la primera gran brecha en su defensa. Pensó (de nuevo): si el enemigo era capaz de indicar el momento y el lugar -el Château, la Casita Amarilla-, cualquier maldad quimérica podía convenirse en seguida en algo real, algo que hubiera que investigar, y los medios de comunicación…
La nueva imagen, reenviada esa misma mañana anónimamente a la Red, mostraba a la princesa en tres cuartos de perfil. Era una ampliación, y la calidad -la definición- parecía relativamente mala. Sin embargo, algo sí estaba claro: que la princesa no se hallaba sola. No se trataba de una sombra que se cerniera sobre ella: era una presencia implícita, exigida por la actitud de la princesa. Sus manos cruzadas sobre los hombros, el ángulo de su torso levemente apartado de un ser hipotético, su expresión… Esto era algo que la tecnología no podía captar: no podía captar la complejidad de la expresión de la princesa. Se la notaba sorprendida y extrañada también, pero no sobresaltada ni temerosa. Parecía intensamente preocupada, tal vez incluso levemente mareada. Pero la expresión de sus ojos y su penoso intento de mostrarse complaciente, con cortesía y buenos modales, no era algo que pudiera duplicarse.
Conservando puesto su pijama, y poniéndose encima todos sus jerséis, Brendan se vistió y fue a ver al rey. Lo encontró en su vestidor. Sentado delante de la chimenea apagada, con el rostro entre las manos. Sin levantar la mirada, Enrique le indicó algo que había en la mesita auxiliar. ¿Era una pelota de golf? No: una hoja de papel arrugada. A Brendan no le agradó ver cómo el rey la deshacía y alisaba, con el labio inferior tembloroso en pesarosa concentración, y se la pasaba luego con un suspiro que cerró sus ojos. Brendan le pidió y recibió permiso para encender la única resistencia eléctrica de la chimenea.
No me gusta esa coma, pensó al bajar la vista para leerla.
Querido papá,
¿Así que somos «nosotros dos» ahora, eh? A mamá le encantaría oírlo. Pero no lo oirá. Quizá podría haberle contado a mamá lo que ocurrió en la Casita Amarilla, aunque ella se hubiera sentido mucho más horrorizada que tú. Pero no puedo hacerlo… ¿o sí? Porque sólo somos «nosotros dos». Me entristece saber que lo estás pasando mal. Yo, por lo demás, estoy perfectamente. Es muy agradable que todo el mundo te mire con ojos de deseo. Yo no me atrevo a mirar nada así, pero se lo he comentado a mis amigos, hasta que dejé de hacer también eso. El aire parece estar lleno de mí: hasta el viento parece estar diciendo mi nombre. Pero el aire y el viento están corrompidos. Cuando no estoy durmiendo o charlando contigo, o comiendo, me baño. Pero incluso bañarme me infecta de nuevo profundamente ahora. Hasta el agua limpia me parece agua fecal.
Quiero irme lejos, cada vez más lejos de eso que llaman Mundo.
¿Puedo acabar citando algunas frases de tu carta? «… por más que sea asqueroso en realidad… Es mi triste modo de ser… Cariño, pasemos esto juntos.»
¿Y esto?
«No me atrevo a cerrar los ojos por temor a lo que pueda ver.»
¡Oh, vamos, ciérralos! No es nada que no hayas visto antes.
Yo no pedí nacer. No pedí ser…
V.
– Estoy ciego como un gato recién nacido -dijo Enrique arrastrando la voz-. No veo nada. ¿Te parece posible, Bugger, hacer algo realmente espantoso en sueños y no recordarlo después?
Brendan se acercó. Esperaba poder encontrar palabras de consuelo para su señor. Enrique se había fijado en una determinada posibilidad: «Porque, aunque hubieras tenido algo así como un revolcón con cualquiera de esos apuestos chicos árabes…, ¿qué importaría eso?» Ya se presentaría mejor ocasión para decirle que el visitante de la Casita Amarilla no era, precisamente, un muchachito.
Jefe: Esta noche te enviaré por e-mail el artículo piloto para la columna. Te sugiero firmarlo como «Perro Callejero» (con la foto de un perro cruzado de aspecto gruñón). Luego, si alguien pregunta, podemos decir que es una sátira y que está inspirada en Jonathan Swift. (Emplearé siempre casos genéricos, para que nadie pueda querellarse contra nosotros.) Ya sabes, como la Modesta Propuesta de Swift, donde sugería a los irlandeses hambrientos que se comieran a sus propios retoños. Verá… Aquí, en LA, se está tramando una gran historia acerca de Vicky, que podemos desarrollar sin pasarnos ni un ápice de la raya. Se trata de un vídeo porno llamado Princesa Lolita. Un éxito colosal. Oportunísimo. Esta clase de publicidad es impagable. Te cuento más luego. El tiempo aquí se mantiene bajo una alta presión inamovible. Me enteré de que se ahogaron tres personas por las lluvias en el sureste de Inglaterra. Eso es lo que me encanta oír. Clint.
– ¡Eh, borrico! ¿Cuántas son cinco por ocho?
– Cincuenta -respondió Rich.
– ¿Ah, sí? ¿Y cuántas son cinco por diez?
– Cuarenta y siete.
Hubo una carcajada, a la que Clint se sumó. Asistía a una clase en la academia, junto con otros nueve ciudadanos. Rich se hallaba desnudo sobre una tarima al fondo del aula. Estaba dotado de unos atributos ridículamente enormes…, dotado más allá de cuanto podía ser útil (su cabeza y su torso parecían meros detalles de última hora en su diseño corporal: una silla de montar elefantes con su dosel precariamente sujetada al tronco), y se suponía que era un auténtico retrasado mental. En realidad, era una futura estrella del porno, que actuaba según las instrucciones recibidas. El director de la academia, John Working, había empleado en otros tiempos a auténticos deficientes psíquicos, pero era difícil encontrar el personal adecuado, y siempre estaban haciéndose daño o molestando a los ayudantes. Para las cenas nocturnas al aire libre alrededor de la piscina, Working contaba con un antiguo director de colegio de Los Ángeles Centro -un hombre al que le faltaban los dos testículos-, quien pasaba desnudo de mesa en mesa respondiendo con muy buen criterio a las preguntas que se le hacían sobre todo lo divino y lo humano; la futura estrella del porno tenía que estar presente allí también, devorando estúpidamente hamburguesa tras perrito caliente, mientras los ciudadanos de la academia daban buena cuenta de su trucha ahumada y sus ensaladas con queso de oveja.
– Eh, imbécil. Dime, en la Biblia…, ¿Adán y…?
– Uva -respondió Rich.
– ¡Eh, so bobo! ¿Cuántos son los mandamientos?
– Nueve -respondió Rich tras pensárselo mucho.
Clint no quiso dejar de intervenir en el juego.
– Veamos, gilipollas… ¿Quiénes heredarán la tierra?
kerido clint: ¡vaya! ¡t han enviado a calfrnia pra cbrir el fnómno de la princs@ lolita pra el lark! acaba de llegar aquí tmbn, pro solo pueds cnsguirlo en las sex shops y stán muy codicia2; tndré ke cnsguir que mi hermano (bueno, hermanastro) me cnsga uno: to2 hablan de él; dicn ke la actriz s parce muchísma nuestra vicky (apnas tiene 17 años) y realiza los cláscos nmeritos kchon2 con mozos de muls y dplomáticos, pra no mencionar alg1s 69 ¡con una kmarera! eso es lo que yo soy, clint, una simple kmarera…, ¿pasa algo? nunca he visitdo los estados unidos, pero he leído alg1s libros… ¿sgue habiendo rservs indi@s con sus tipis y grands posts-tótem? ¿o s todo muy spañol con pminta picante y nchilad@s? scríbeme y cuéntame todo, kerido, no puedo decirt lo feliz ke m siendo sin orlando. t lo debo a ti. sta noche stoy en csa con mi pdre… ¡tan tranquila…! dat pris@ n volvr a inglaterra. creo ke ya es hora, ¿no t prece? k8.
La mayoría de las chicas que uno conoce en las chat-rooms son meramente virtuales, pensó Clint mientras descansaba en su cabaña. No están allí, en realidad: son rutinarias chapuceras plagadas de afectaciones y monsergas. Pero… ¿y ésta? Un auténtico carácter, una burbujeante personalidad con un sentido del humor a prueba de bomba. Y una chica de buena familia, además, que sabía cuál era su lugar, a diferencia de otras que…
Haciendo crujir sus nudillos, Clint se acercó a la mesa en la que le esperaba el ordenador portátil. Inhaló aire ávidamente, sintiendo una inspiración insólita…, cómo era la frase…, ¿al notar el dictado del cielo?
Diario del Perro Callejero
Digamos, pues, que una monja fue atropellada por un coche robado y quedó sangrando en un paso cebra.
Ahora, antes de que pongamos nuestros calzoncillos en la secadora, consideremos el otro aspecto de la cuestión.
Los polis admitieron abiertamente que el muchacho había bebido unas cuantas copas.
De hecho, su índice de alcoholemia era cuatro veces superior al límite permitido.
Habría sido un milagro que hubiera notado que le pegaba un golpe a la monja. Tanto mejor para un ataque por sorpresa.
¿Y ella?
Treinta años de edad, «esposa de Cristo».
En otras palabras, que había decidido cerrarse de piernas para siempre y consagrarse a sus «buenas obras».
Pasa a alguien la bolsa para el mareo.
Dicen del hospital que ven mal la cosa, o sea que, como mínimo, no podrá pisar las calles en un par de años.
Pero… ¿qué hay de los otros?
Nosotros somos los que tenemos que mirarte, querida.
Nunca sentiste en ti la fuerza de un hombre, y eso se nota.
Así que, cuando vuelvas a mostrarte en público, ve a la peluquería y ponte unos polvos en tu fea cara, al menos.
Hace poco aún, un «árbitro asistente» (linier lo llamábamos en mis tiempos) fue muerto a patadas por jugadores, directivos y público tras una decisión disputada en el derby del Norte-Este, en el Stadium of Light, donde realmente se interesan por su fútbol.
Sí, se interesan.
Eso es I-N-T-E-R-É-S, ¿estamos?
Es verdad que las repeticiones en vídeo dejaron pocas dudas acerca de que la tarjeta roja fue justa y que, dado que la lesión acabó con la carrera deportiva del contrario, una tarjeta amarilla no hubiera sido suficiente.
Pero eso les tiene sin cuidado allá en Tyneside.
Clint siguió trabajando. Después, tras archivar lo escrito, se sentó en el sofá y enchufó la tele y el vídeo. Esperaba poder ver Princesa Lolita. Pero en la academia estaba prohibido el porno normal: tenías que ver los materiales que te proporcionaban ellos como parte del curso. El porno de la academia, ciertamente, tenía mucho en común con el normal: las actuaciones, por ejemplo, carecían por completo de convicción. Así, por ejemplo, cuando el fulano se desnudaba, te dejaba maravillado la gratitud y admiración respetuosa que reflejaba la mirada de la chica. Allí estaba una ahora, derritiéndose a la vista de otra insignificancia, de otro signo de interrogación invertido (¿de qué tamaño?, ¿medio centímetro?). Se suponía que Clint prestaría especial atención a la siguiente secuencia -un cunnilingus de treinta minutos de duración-, pero se encontró a sí mismo buscando el mando a distancia. Y tuvo que dejar en suspenso por completo el antiguo escepticismo cuando, al final, el hombre la penetró: por la forma como ella se retorcía y temblaba y se ponía a canturrear algo de Wagner. Para ser justos, las mujeres de la academia porno se contaban entre las más pequeñas que Clint había visto nunca. No es que fueran jovencitas ni enanas, sino sólo increíblemente pequeñas. Diminutas…
«Emplee la cabeza» era el lema de la academia. Gran parte de la actividad en la clase la supervisaba una antigua estrella del porno, ya retirada, Dimity Qwest, a la sazón respetada activista y terapeuta, quien enseñaba a los alumnos a manejar la falsa vagina que les entregaban a su llegada. Con el tiempo, todos se transformaron en babeantes expertos en el arte del amor oral. Clint se sintió, a buen seguro, por los suelos cuando Dimity le dijo que considerara su pene como un dedo medio sin uña; pero luego se animó al ponderarle ella las posibilidades del placer anal, a cuyas angosturas era legítimamente previsible que tuviera mejor acceso el fulano de menor calibre. Se esperaba que los alumnos practicaran en sus cabañas. El artilugio tenía un «medidor de placer», a medio camino del hipotético ombligo, que te mostraba cuándo te estabas poniendo cachondo.
De haberle preguntado, Clint habría dicho que estaba respondiendo bien al tratamiento. Definitivamente. Después de todo, nadie es perfecto y todo es relativo. Y buen número de los reunidos alrededor de la piscina durante los piscolabis en cueros ni siquiera podían compararse con él. Más aún: varios ciudadanos, durante una sesión en grupo, se lamentaron de la vergonzosa exigüidad de sus eyaculaciones. Clint metió baza diciendo que en aquel tema él era un caso excepcional, y se puso a describir sus heroicidades al respecto con Rehab.
Se cepilló los dientes ahora en el pequeño cuarto de baño, cuyo lavabo no era mucho mayor que un cenicero. Su sonrisa artificial se animó con un breve destello de sinceridad al pensar en las entrevistas pornográficas que había concertado en Lovetown. A la espera de ver el vídeo de Princesa Lolita, tampoco estaba mal echar un vistazo por una vez en su vida a algunas pollas decentes. Conocer a la gemela de nuestra Vicky. A la espera de Kate, la camarera.
Para entonces la hoja de papel que le guiñaba el ojo cada vez que se ponía a la tarea mostraba una serie de arrugas de dobleces que casi la rompían. A través de ellos podía verse el otro mundo…, o así parecía. La carta tenía ahora una semana de antigüedad; y, además, había ocurrido el incidente con la raposa.
Mi querido Xan:
No sería verdad decir que anoche me violaste, pero no mentiría si dijera que intentaste hacerlo. Sé que es una pregunta que debes de estar harto de oír. Pero, aun así, debo hacértela. ¿Qué es lo que recuerdas?
Eran cerca de las dos y veinte cuando apagaste la luz. Después te me echaste encima, aplastándome, y metiste a la fuerza tu lengua en mi boca y tu mano entre mis piernas. Aparte de ser una asombrosa bomba fétida de cigarros, cerveza, curry, vómito y mierda, «apestabas a marica barato», por decirlo con una frase tuya (acababas de ayudarme a salir de un taxi…, es como si hiciera años de aquello). Te golpeé en la cabeza con los puños cerrados, ocho o nueve veces, con todas mis fuerzas. Lo lamento. Tu pobre, tu pobre cabeza… Y enseguida corrí escaleras arriba y me encerré con llave en el cuarto de Baba. Tú me seguiste y te pusiste a aporrear la puerta. Aunque parezca increíble, Baba siguió durmiendo, pero Billie saltó de la cama y fue a sentarse, llorando, junto a la puerta de Imaculada, que también se despertó. Me dijo que, de haber tenido un teléfono en su cuarto, ciertamente habría llamado a la policía.
Estuviste reclamando a voz en grito tus «derechos conyugales». Pienso -¿acaso tú no?- que, en general, cuando uno u otro de los cónyuges invoca los «derechos» del matrimonio, éste se acerca a su fin. No sé…, puede que sólo sea verdad en relación al hecho de dormir juntos. En los últimos cinco años hemos hecho un millón de cosas el uno por el otro, que tal vez sentíamos como deberes, obligaciones o sacramentos, pero ni tú ni yo pensamos jamás que estábamos ejerciendo un derecho.
Nuestro matrimonio no está acabado. Pero, Xan, querido…, estás haciendo que me muera de miedo. ¡Y pensar que hay mujeres a las que supuestamente les gusta vivir muertas de miedo…! Ninguna mujer que valga algo se conformaría con eso ni un instante. ¿Debo explicarte qué es lo que siento? Pues es el deseo más intenso que puedas imaginarte de estar lejos de ti. El deseo desgarrador de que algo se acabe.
Nuestro matrimonio no está acabado. No está acabado. La pasada noche fue un tremendo desastre para nosotros, y se necesitará un esfuerzo increíble para superarlo. Ya sé…, ¿quién desea hacer un esfuerzo increíble, en asuntos del corazón o en cualesquiera otros? Pero eso es lo que te espera, comenzando por horas y horas de Tilda Quant.
Creo saber lo que ha sucedido. Tu pasado es tu pasado, y tú has escapado de él o evolucionado a partir de él. Con los años has perdido tus prejuicios y desarrollado un conjunto de actitudes racionales contemporáneas: ¿recuerdas que alguna vez te he dicho que eras más feminista que yo? Te pasabas un poco de piadoso, en todo caso. Por eso, después de que te golpearon, pensé al principio que habías retrocedido una o un par de generaciones. Ahora veo que es algo más básico, más atávico que todo eso. Tus actitudes y opiniones ya no son actitudes y opiniones: son creencias, y creencias primitivas, puestos a ser sinceros. Si hoy fueras a llevarme a ver los lugares de tu pasado, como hiciste en una ocasión hace cinco años, no me llevarías a ver el club Kropotkin de Worship Street ni a los tahúres del Mother Woolf, ni ese pub llamado El Mundo al Revés: me mostrarías tu cueva… o tu copa de árbol.
Dos cosas más. Has comenzado a comportarte de manera distinta con Billie. Y no me refiero a todas las incomprensibles reglas y regímenes que tratabas de imponerle (nadie podía averiguar qué era lo que se suponía que tenía que hacer con la manzana que la obligabas a llevar cada día: ¿dársela a su profesora?, ¿comérsela?). No, es algo más serio que todo eso. Recuerda… Antes, cuando solía hacer sus «ejercicios», o cuando los hacía durante demasiado tiempo o demasiado a menudo, te incomodabas o irritabas y le decías: «¡Oh, para ya, Billie!», o «¡Sube a tu cuarto a hacerlos!». Pero ahora te quedas como extasiado al verlos. Prácticamente, acercas una silla y la contemplas. Se trata de un cambio cualitativo en ti. ¿Qué puedo decirte…? Pues que me da escalofríos verte. Que esa actitud tuya me pone los nervios de punta. Míralo desde mi punto de vista… Si yo empezara a darte escalofríos, serían escalofríos de mujer, no de hombre. He leído que las mujeres rara vez muestran interés sexual por sus hijos (y mucho menos aún tratan de violar a sus maridos). Tú eres un hombre y siempre tienes a tu disposición una cosa: la fuerza masculina.
Vuelve a ser como antes. ¡Oh, por favor, vuelve a ser el de antes! ¡Por favor, por favor! Vuelve a ser el grandullón calmoso, lento de movimientos, protector, afectuoso…, el hombre que me animaba y aprobaba como antes. Hasta que lo hagas, y eso es lo que vas a conseguir, tú y yo sólo podemos tener una clase de intimidad. Recuerda esa frase que nos hacía tanta gracia: entonar epitalamios. (Acabo de mirarla en el diccionario y se me han saltado las lágrimas…) Yo te era fiel y tú me eras fiel. Fidelidad es lo único que hemos tenido. Quita eso ahora, y no quedará nada. La fidelidad es el epitalamio. Nuestro epitalamio.
El último párrafo aludía a circunstancias tales como la de que Xan se había encontrado con la maleta hecha y encima de ella las llaves del apartamento bajo que tenía al otro lado de la calle y al hecho de que Imaculada le hubiera preparado la cama en él y hubiera aprovisionado ligeramente el frigorífico que tenía allí, entre otras cosas. Cuando leyó la carta por primera vez (y era ya la una y media del día siguiente), el primer impulso de Xan fue causar destrozos en la casa por valor de cincuenta mil libras. Cincuenta mil libras sería una cifra razonable. Pero la presencia, en la cocina, de Billie, Sophie e Imaculada fue suficiente para desbaratar su idea. En vez de ponerla en práctica, se limitó a preguntarle a Imaculada: «¿Cómo puede un hombre violar a su esposa? Porque es su esposa. ¡Y tú querías llamar a la policía, para que me encerraran! ¿Dónde está Russia? ¿Dónde, dónde, dónde?» Y se plantó allí con los puños en alto, tenso…
Más tarde hizo un esfuerzo para reconstruir la noche anterior, y consiguió montar más o menos el rompecabezas con un cargo de tarjeta de crédito de un restaurante indio próximo, un tatuaje temporal en su antebrazo (presumiblemente para permitirle entrar otra vez en algún tugurio o antro del que hubiera salido un rato), un posavasos del Cabeza de Turco y un vale para una colonia barata. En su cuadernillo de notas había escrito, además: «¡En blanco y negro! (un pajarito me lo dijo).» Aparte de una resaca que le duró cuatro días, éstas eran todas las pruebas con que contaba, y ninguna tenía sentido para él… La persona que ha sufrido un traumatismo craneoencefálico no puede recordar los momentos que lo llevaron a recibir el golpe; tal vez se trate de una estrategia de su mente, que le ahorra el dolor de revivirlo. Xan se preguntaba si la amnesia de la embriaguez no sería también un mecanismo autoprotector: si el recuerdo de lo que habías hecho la pasada noche, suficientemente fuerte y nítido, podría matarte en un instante. ¿Por qué recordar el momento en que perdiste todo cuanto tenías?
El apartamento que ocupaba ahora era una planta baja con un jardincito. Incluso en verano parecía una sepultura. Y no estaban en verano. Xan se puso en pie y entró en la cocina, donde había más luz (y hacía más frío). Por un momento creyó ver una figura humana moviéndose en los peldaños de piedra que conducían al descuidado y nada grato patio trasero. Pero no se trataba de una figura humana: era una bolsa negra de basura, en el proceso de cambiar de forma por su propio peso; una forma realmente muy baja en la escala de la existencia y que se inclinaría todavía más como un vagabundo en su chubasquero de plástico, para permanecer después silente e inmóvil en su ya incorregible hundimiento.
Xan se obligaba a sí mismo a releer la carta de Russia por lo menos un par de veces al día. Su penúltimo párrafo (¡por favor, por favor!), lo releía casi cada hora. Estaba en un terreno psicológicamente traicionero, pero se conformaba plenamente con él. Lo entendía, se sentía íntimamente familiarizado con él: con el pensamiento de que Russia, cualquier cosa que fuera lo que estuviera haciendo, estaba siendo fiel a él. Rechazar a Russia era optar por la infidelidad…, una infidelidad que lo seducía más que nunca. Pero Xan aceptaba que lo que ella le decía era cierto. La fidelidad era la norma de su vida, y sin ella sería un hombre al agua, sin ningún punto adonde asirse.
La mujer le telefoneó al octavo día.
– ¿Diga?
– ¿Xan?
– ¿Sí?
– Bueno…, estoy aquí -dijo una voz agradable, educada, sin ninguna clase de acento-. Y he cumplido mi promesa. Estoy tumbada en el sofá de una habitación de hotel espaciosa y cálida, y voy vestida de niña pequeña. Lo que quiere decir que todo lo que llevo puesto es sumamente pequeño. Estas braguitas, en particular, son de lo más ridículas. ¿Cuándo vendrás?
– ¿Y tú quién eres?
– ¿Que quién soy? Soy Karla. Idiota.
– ¿Te conozco?
– ¡Oh, vamos…! -dijo Cora Susan.
Tras un par de días viviendo solo, por su cuenta, en la planta baja con jardín del otro lado de la calle, Xan Meo comenzó a darse cuenta lentamente de una cosa. Antes, había vivido en una casa llena de chicas: dos que ya eran mujeres, otras dos que serían mujeres más adelante. ¿Y ahora? Ahora vivía con un hombre: él mismo; un hombre que se sentía despojado de todo, descubierto en su abyección. Xan no conocía los versos (y en su disposición actual los habría rechazado por inhumanos), pero estaba compartiendo la agonía de Adán tras la Caída: «… cubridme, pinos, cubridme, cedros, con innumerables retoños, ocultadme…». [26] Había caído. Era un septembrista, no un decembrista, pero encontraba muy envejecedora para él su exclusión de la casa con sus mujeres, a pesar de hallarse ésta a menos de cien metros de distancia…, a un minuto a pie. Russia, sin embargo, lo había enviado a un viaje mucho más largo a través del tiempo.
Derecho y con un pie sobre el asiento del váter, Xan se cortaba las uñas de los dedos de los pies…, tan estropeadas y encorvadas. La uña del dedo gordo se partió con un crujido, y las de los dedos siguientes emitieron un tic desafiante cuando las cortó. Sólo la uña del dedo pequeño no hizo sonido alguno. ¡Qué tacto y qué discreción mostró! Se desprendió silenciosamente.
Al leer las instrucciones del paquete de empanada de carne que había comprado en la tienda notó que un signo & mal impreso saltaba de palabra en palabra…, como la pelotita de la tele que salta botando de una sílaba a otra en la cancioncilla infantil para ayudar a que los niños la canten.
Al pasar por delante del espejo, desnudo, le pareció ver un Rubens en el cristal azogado. Aquello le mostró e hizo más acusados los michelines que advertía en su barriga y en los aledaños, pero se dijo que, en el fondo, no se encontraba más que a un par de centenares de movimientos intestinales de retraso. Que a Xan no le pasaba nada que un año en el retrete no pudiera curar. Pero… ¿encontraría ese año? ¿Tendría ese año?
Al despertar y restregarse el rostro, notó que una arruga de la almohada se le había marcado en la mejilla como la cicatriz de un duelo. Acababa de salir de un sueño en el que su cocina era un caos: baldes, posos de café y bolsas de basura volcadas. No había necesidad de limpiar todo aquello, pensó-, no después de los sueños; no hay ninguna necesidad de dejar los sueños tal como esperarías encontrarlos. Pero aquél era el sueño que se refería a un hombre que vivía solo. Por eso no debía permitir que aquella habitación acabara dominándolo: tenía que volver a su casa. Todavía notaba el costurón marcado en su mejilla mientras abría la puerta del frigorífico y almorzaba. Se vio a sí mismo reflejado en el cristal de la puerta del jardín: la viva imagen de un Junker: un cabeza cuadrada, paranoide, sin talento.
Al levantarse de la silla de respaldo recto emitió un gruñido. Al volver a sentarse en ella emitió otro. Cualquier cosa y todo lo hacía gruñir: inclinarse, volverse, pasarse la mano por la frente. Pero los viejos…, los viejos no se pasaban el día gruñendo. Estaban acostumbrados a no hacerlo; y también él se acostumbraría. Nos iremos silenciosamente, como la uña del dedo pequeño del pie. Nos moveremos silenciosamente. No haremos ningún ruido.
Al cuarto día se le permitió ir a casa para una visita de prueba de media hora con las niñas. Russia le saludó con un abrazo de prima y después se retiró, pero sólo tácticamente: miraba al interior de la habitación al pasar, y procuraba hacer ruido al andar, al subir por las escaleras y en el piso de arriba. Lo hacía para dar ánimos a Imaculada, cuyas abatidas miradas sugerían (a Xan, por lo menos) que las desavenencias domésticas eran algo totalmente desconocido en las favelas de Sao Paulo… Billie fue la que se mostró más amable con él, pues al cabo de un rato consintió en que la levantara y la pusiera sobre sus rodillas para mirar un libro; pero entonces apareció Russia que, en voz alta, sugirió alegremente que se sentaran los dos en el sofá (el uno al lado de la otra). Por su parte, Sophie, aunque se echó a llorar en el mismo instante de verlo, se recobró sorprendentemente bien y, en adelante, sólo lloraba cuando él tosía. Porque hay que decir que últimamente Xan tosía bastante. No por un movimiento reflejo inevitable, sino a propósito y con método, tratando de despejar su garganta de los nervios que la agarrotaban.
Con Russia trató de mostrarse la viva imagen de la contrición, que era lo más que podía hacer porque, en realidad, no la sentía. Tal vez estuviera abierto a que lo persuadieran intelectualmente de haber cometido la lamentable incongruencia de violar a la propia esposa. Pero ser persuadido no es lo mismo que convencerse; y, finalmente, la persuasión se vería contrarrestada por el argumento, o la réplica sin matices, de que, al fin y al cabo, tu mujer es tu mujer. Además, todo el mundo sabe que debería extenderse siempre una especial indulgencia a los hombres que, sin ninguna culpa real por su parte, se encontraran excepcionalmente borrachos. Aun así, Xan estaba haciendo un esfuerzo. El esfuerzo de ser o de parecer, por lo menos, razonable: de inclinarse ante la razón como se interpretaba comúnmente. Con Russia, por ejemplo, jamás sucumbía a la omnipresente tentación de pedirle (u ordenarle) que pasara con él al dormitorio. El esfuerzo de controlar o disimular esas necesidades y agravios le producía a veces temblores, que tardaban hasta un minuto en pasársele. Durante uno de esos minutos, Russia se le quedó mirando y pensó fugazmente que estaba reprimiendo la risa.
Pero no ocurrió nada abiertamente terrible, y sus visitas a casa comenzaron a hacerse más largas, más libres y relajadas. Las patrullas de Russia no se acercaban tanto; Imaculada lo dejaba a veces unos momentos solo con Billie, y no tardó en serle permitido ver a las niñas mientras las bañaban… Ver a las niñas era ahora parte del programa diario de Xan, igual que su hora de visita por las mañanas con Tilda Quant, y sus primeras cautelosas sesiones en el Gimnasio Parkway, pero no había nada rutinario en asistir al baño de las niñas. Ciertamente, la experiencia de observarlas era para él un tanto alucinógena, asombrosamente vívida e inestable: nunca sabía lo que ocurriría a continuación. ¿Por qué le producía un placer tan salvaje ver cómo comían? ¿Por qué tenía tanta importancia para él ver el volumen de agua que desplazaban en la bañera? ¿Y por qué tan a menudo sus movimientos le parecían pornográficos: sus lascivas contorsiones, sus tocamientos genitales, sus ruidosos sorbetones al beber, con la barbilla y las mejillas goteando leche o helado de vainilla? ¿Por qué imaginaba siempre que morían, todos los días, todas las noches?
En una ocasión Sophie se quedó dormida temprano, ya que aquella tarde no había hecho su siesta, y la llevaron así a su habitación a las seis menos cuarto. Al ir a salir, Xan le pidió a Russia que le dejara entrar a echarle una última mirada, y entró a verla. La figura arropada le pareció completamente inerte cuando se inclinó sobre ella y apoyó la palma de la mano en su espina dorsal. Transcurrió una evanescente eternidad antes de que sintiera el suave empuje de su respiración, y al momento sintió su propio y silencioso suspiro de alivio.
– Está agotada -dijo. Estaba de pie, con el abrigo puesto, en la puerta de la salita donde Russia veía las noticias-. Muerta para el mundo -añadió.
– Oh, bueno… Se despertará a las cinco.
Russia lo miraba desde su sillón. Observaba atentamente la aerodinámica de su rostro: su delgadez angulosa, a la luz de aquel instante, sugería hambre, ayuno.
– Aclárame una duda -le dijo-. ¿Por qué crees que Billie ha dejado de hacer «ejercicios» cuando tú estás en la habitación? Todavía se masturba delante de Imaculada y de mí. ¿Por qué no delante de ti?
– Quizá porque soy un hombre…
– Antes no le importaba. Tú la has hecho consciente de ello. Y luego está lo del zorro…
– Ya te conté lo del zorro. La raposa. No fue nada. Simplemente, la abracé con demasiada fuerza.
Xan estaba en el cobertizo, recogiendo la manguera del jardín, cuando Billie se reunió con él. Oyeron los arañazos en la claraboya… y allí, sobre sus cabezas, vieron el animal, por la parte del vientre, sus resistentes cuartos traseros, su pelaje erizado de cerdas y púas. Billie gritó («¡Mira!») y Xan la apretó entre sus brazos en el momento en que la raposa giraba sobre sus patas y los miraba, tensa. Xan había esperado un momento de feroz severidad…, un gruñido, una exhibición de los dientes…, pero no el ansioso gesto de súplica que surgió de las profundidades del miedo. Un miedo que ningún ser humano hubiera podido soportar ni un instante. El animal escapó, arañando de nuevo el cristal con sus garras, y allí estaba Billie, debatiéndose y golpeándole las manos.
– Sólo la abracé con demasiada fuerza. Y yo mismo me di un golpe en la rodilla.
– Sí, ya me lo contó: «Papá», me dijo, «se hizo daño en la rodilla también.»
Xan echó el cuerpo hacia atrás unos centímetros y dijo:
– No sé…, con las niñas creo que, de ordinario, me aturullo. Como si volvieran a casa después de haber estado perdidas. Después de oscurecer. Es parte de ello. Estoy esforzándome. Estoy esforzándome.
– Esta última semana… Ha ido todo bien.
– ¿De veras? Me alegra que lo pienses. Sé que me queda un largo camino por recorrer. Mis sistemas de orientación… En cualquier caso, buenas noches.
Los ojos de Russia habían parpadeado y se habían vuelto a la pantalla del televisor. Los de él la siguieron. Estaba subliminalmente preparado para ver algunas imágenes del mundo moderno: la carrocería quemada de un autobús o un camión, una figura envuelta en vendas trasladada a toda velocidad en camilla por el pasillo de un hospital, una mujer gimiendo, con subtítulos… Lo que vio, sin embargo, le pareció más simple: una falange de militares americanos -soldados de infantería, vehículos ligeros- cruzando con pasos ruidosos una pista de aterrizaje barrida por la arena, todos ellos exageradamente equipados de un modo fantástico que les daba el aspecto de hombres orquesta. La yihad de los marines, pensó. Dijo, en tono de sorpresa:
– Semper fi. Sí… Semper fidelis. [27]
– ¿Sabes? -comenzó ella mirándolo de frente-. Te noto ahora mucho más… divertido que antes. En tu forma de hablar. Antes eras mucho más serio. Y me gustaba. -Volvió a observarlo atentamente-. Lo echo de menos. Aún, sí: semper fidelis. Fiel en todas las circunstancias.
– Epitalamio.
– … Epitalamio, sí.
Pero fue al encontrarse solo en el piso por la noche cuando realmente empezó su trabajo con las pequeñas. Estaba tumbado en la cama dando vueltas, encorvándose, retorciéndose, imaginándolas heridas, lastimadas, secuestradas, traspasadas sus carnes, rotos sus huesos y sus cráneos fracturados por el golpe contra el hormigón o el acero. Lo que veía cuando cerraba los ojos tenía la virtud de obligarlo a incorporarse entre las sábanas, darse media vuelta, doblarse de dolor y darse media vuelta de nuevo. Pensaba que algo iba a ocurrirles y que él no podría protegerlas, no iba a poder protegerlas. Y veía entonces sus rostros que pasaban del temor al terror y después al horror, lo que provocaba nuevas convulsiones en él y lo hacía retorcerse más con airadas sacudidas…
Había leído algo acerca de una mujer que decía haber sentido una «profunda calma» mientras su hija era asaltada y acuchillada ante sus ojos. De forma semejante, el sueño no lo vencía hasta que todo aquello había sucedido en su mente y veía ante sí sus cuerpecillos destrozados: cuando flotaba en un lago vidrioso de indiferencia, calado por los medicamentos que actúan en esos momentos y que vienen a transportarte al otro lado. «No puedo protegerlas. Son mías, pero no puedo protegerlas… Si es así, ¿por qué no desgarrarlas? ¿Por qué no violarlas?»
Uno puede vivir como un animal. Ahora le parecía entender por qué un animal devora a sus crías: para protegerlas. Para meterlas nuevamente dentro de sí.
Esa niña que veo pasar por delante de mi ventana… ¿Es ella, o es sólo el fantasma de mi hija?
La mujer le telefoneó al octavo día.
– ¿Cuándo vendrás?
– ¿Y tú quién eres?
– ¿Que quién soy? Soy Karla. Idiota.
– ¿Te conozco?
– ¡Oh, vamos…! -dijo Cora Susan-. Espera un momento. Hay alguien en la puerta. ¡Está abierta…! Póngalo aquí, por favor… Gracias. Muchas gracias… Champán. Para celebrar mi llegada. Tengo media botella en el frigorífico, pero no me gusta la marca y nunca es suficiente, ¿no crees? Ahora mira… Tenía la impresión de que tú y yo habíamos quedado en algo.
– Lo siento. ¿«Karla» has dicho?
– Sí, Karla. ¡Joder! Con k.
– Ah, un momento… El caso es que he tenido un accidente hace como un mes. Y que…
– ¿Un accidente? ¿Qué clase de accidente?
– Un golpe en la cabeza. Mi memoria, ahora, ya no es lo que era.
– ¿No te acuerdas de una mujer llamada Karla? ¡Pues menuda decepción me llevo! Me parecías perfecto para mí. Lo siento mucho…, y todo eso… pero, probablemente, ya no me sirves.
– Servirte… ¿para qué?
Ella suspiró y dijo:
– Empezaré por el principio, entonces. Soy una hermosa mujer de negocios, rica, joven, sana…, que adora el sexo sin amor. De acuerdo…, soy menuda; pero tengo un cuerpo soberbio y estoy morena y en perfecta forma. Suelo pasar por Londres dos veces al año. Se suponía que vendrías a mi hotel una tarde y que me harías todo lo que te apeteciera. Luego yo tomaría un avión y pondría ocho mil kilómetros entre nosotros. Hasta la siguiente ocasión. Pero supongo que ahora tendré que echarle el ojo a otro. Acabo de ver la nota del champán. Me encanta gastar dinero, pero esto es una locura.
– Bueno, yo… La verdad es que no creo haber estado nunca dispuesto a hacer una cosa así…
– ¿No? Pues, cuando lo hablamos, me pareció que la idea te agradaba muchísimo.
– ¿Cuándo fue eso?
– En verano, en casa de Pearl… Bueno…, puedes venir a saludarme, por lo menos. Y, por cierto, Xan… ¿No sería preferible que evitaras una situación muy embarazosa? Porque… ¿y si me entra un ataque de histeria y me presento en tu casa?
– ¿Dónde estás?
Se lo dijo. Él objetó:
– Pienso que sería mejor que nos viéramos en un terreno neutral.
– De acuerdo. Podemos encontrarnos en el vestíbulo, si quieres. Estaré ocupada hasta el viernes: así tendrás tiempo para pensártelo.
– El viernes… Sí. Mañana voy a salir de excursión con mis hijos.
– ¡Fascinante! ¿De verdad no te acuerdas? ¿No recuerdas lo que dijiste acerca de mis pechos…? ¿No los recuerdas? Eso sí es alarmante. ¿Sabes, Xan? Esto tal vez podría ser muy beneficioso para ti… Estoy segura de que, en el instante en que me veas, todo volverá torrencialmente a ti.
Cora llevaba mallas, falda y blusa negras, pero aún no se había puesto los zapatos negros, el top negro y el sombrero negro con su velo negro colgando. Ahora se enfrentaba a la fastidiosa tarea de peinar sus cabellos de un modo muy clásico: el pelo recogido hacia arriba y a un lado, y mantenido así mediante un arsenal de horquillas. Empezó a peinarse en el baño, pero pronto se trasladó más allá de la puerta para completar la operación en el dormitorio. Allí, la activa profusión de espejos, en diferentes ángulos y alturas, la hizo sentirse observada…, sobre todo por el espejo de su visión interior.
Estaba familiarizada con la literatura. Las víctimas de incesto crecen pensando que tienen poderes mágicos. Porque los tienen. Todos los bebés, todos los pequeños creen ejercer la magia: críos de un año, si los has disgustado especialmente, te mirarán tal vez desde sus cunas con carita de asombro viendo que has sobrevivido físicamente a sus anatemas y conjuros. Al crecer, se les pasa. Pero las víctimas de incesto, esas niñas, esas «hermanas extrañas», jamás pierden tal fe. Porque tienen ese poder: pueden pronunciar una frase y hacer que desaparezca una familia.
Las mujeres con las que Cora había coincidido antes en grupos de apoyo y programas de recuperación mantenían persistentemente otra idea: la de que eran capaces de seducir a cualquier hombre. Y era cierto en su caso, a condición de que el hombre fuera un ser violento o inadecuado; a condición de que se tratara de un violador o de un adicto, de un proxeneta o de un gorrón… También Cora se creía capaz de seducir a cualquier hombre, y hasta entonces nada la había sacado aún de su error. Pero, en lo relativo a Xan Meo, su propósito iba más allá de la mera seducción y del evidente desengaño que ello representaría para su esposa cuando se enterara. Aún no sabía cómo. Pero seguro que algo se le ocurriría.
Cinco minutos antes de que estuviera listo su coche, tomó el teléfono, marcó un número y preguntó:
– ¿Oiga? ¿Podría hablar con Pearl, por favor?… ¡Pearl! Tú no me conoces, pero soy un antiguo amor de tu ex marido… De hace ocho años. Sí, así es: de cuando aún estabais casados -Cora mantenía el auricular tan lejos de su boca como se lo permitía la longitud de su brazo-. Espera, espera. Por si te sirve de consuelo, también conmigo se portó muy mal… Por eso…, por eso he pensado que podríamos enterrar el hacha de guerra y tener una agradable conversación en torno a unos gramos de cocaína -siguió.
Minutos después, Cora estaba ya con el abrigo puesto, y lo cerró bien para que no se le abriera mientras iba en busca del tradicional ramo de flores para aquel difunto tan poco respetuoso con las normas sociales.
– Explicádmelo otra vez -les pidió a sus hijos.
– Tu segundo nombre, más el de tu calle, es el de tu estrella de cine -dijo Michael.
– Y el nombre de tu mascota, más el de tu calle, es el de tu estrella porno -dijo David.
– Yo no tengo mascota -objetó Xan.
– ¿Qué era la última mascota que tuviste?
– Un perro. Se llamaba Softy. [29]
– Bueno, pues. Softy St George, entonces.
– A Softy no le iba bien ese nombre -prosiguió Xan-. No era nada «blandito». Al contrario. Era un alsaciano blanco moteado, un animal realmente difícil. De niño pensaba que el motivo de que Softy estuviera siempre furioso era el nombre que le habían puesto.
Los tres volvieron a lo que estaban leyendo. Michael y David leían las páginas de deportes de dos de los principales representantes de la prensa amarilla. Y Xan se leía a sí mismo: Lucozade… Los tres se habían sentado en un establecimiento de comida rápida en Paradise Pier, entre colores de guardería. ¿Y cuáles eran los colores de la clientela? Los típicos colores de los ingleses, sus rosas y grises, serían subsumidos con el tiempo por los colores de lo ultramundano. «¡Y cuánto necesitaban ahora estos nuevos colores!», pensó Xan. En la mesa de al lado un hombre de raza blanca ofrecía un biberón lleno de Pepsi a un niño mulato; la pálida mano del hombre, con un amoratado tatuaje, parecía obtener grandes ganancias de la transacción. La sonrisa que le dirigía su negra esposa también lo distinguía enormemente.
– Le han quitado públicamente a ese impresentable putero de Ainsley Car la medalla honorífica de los Kestrel Juniors -dijo David-. Se dice que irá a parar al Charlton. Cuando salga de la cárcel.
– ¿Al Charlton? Son unos gilipollas.
– Car es un gilipollas. Y también lo es el Charlton. Él es un gilipollas y ellos son unos gilipollas también.
– Bueno…, Car es un gilipollas. Pero los del Charlton no lo son tanto.
– Tonterías. Son menos gilipollas que él, pero, aun así, lo son.
– Chicos, chicos… Tenéis que aprender algunas palabras nuevas para vuestros tacos. Fijaos en gilipollas, por ejemplo… Si lo que queréis decir es «una mierda», vale, porque «mierda» sí significa algo. Y tiene sentido; pero, entonces, decidlo. A nadie llama a engaño. Pero… gilipollas… ¿Qué quiere decir eso? Como palabra, gilipollas es una gilipollez mayúscula.
– Ahí está la cuestión. Gilipollas es algo muy malo.
– Sí. Gilipollas va de coña.
– Yo os diré lo que es una gilipollez -dijo, y pasó las páginas del libro que tenía en la mesa-: es esta mierda.
– … ¿Qué quieres decir, papá?
– No te preocupes. Ya os lo explicaré cuando seáis mayores.
Habían avanzado hasta el último confín de Inglaterra. La roca, las caracolas; la paloma con irisaciones de petróleo en el cuello, las gaviotas esforzándose por alcanzar tierra firme; y el mar, al día siguiente de una galerna, confuso y alterado, como si no supiera qué lugar le correspondía. Todo en el muelle, los soportales, las cafeterías y los bares, con su escasez de cambio y sus escasas raciones, los autos de choque, el tren fantasma, la totalidad de la estructura narrativa, había sido organizada por una amplia -y, en secreto, notablemente próspera- familia suburbial. Aquello era todo cuanto quedaba de la cultura de su infancia.
El jueves por la mañana amaneció luminoso y azul. Dio a los chicos un centenar de libras a cada uno, y después fue a sentarse a solas en las rocas entre los dos muelles, el de la ópera y el del Paraíso. Los marineros hablan de un momento que tiene lugar cada día dos veces: el momento en que las olas «se lo piensan». Algo así parecía estar ocurriendo delante de él, aunque el mar se mostraba más en regla ahora; había vuelto a él la moral, el esprit de corps. Las olas rompían y se retiraban; se desplomaban y retrocedían en la resaca.
Xan se preguntó por las razones de la sensación de alivio que experimentaba. Sus recuerdos del lugar eran estimulantes, vívidos y, sobre todo, abundantes; y su entrega a Lucozade (en la que ahora iba ya por la mitad del libro) parecía prometerle la revelación del misterio que buscaba en él, fuera lo que fuese lo que pudiera costarle. Pero no eran éstas las causas, no. Debían de ser los chicos, los chicos. ¿Era consecuencia esa sensación de alivio de su masculinidad, de lo laxo de sus conversaciones o de la amigable cutredad de la que habrán llenado inmediatamente sus habitaciones en el Crown? No. Era consecuencia de que habían aceptado lo alterado de su estado sin hacer preguntas, y del hecho de que a ellos les fuera imposible juzgarlo. Ellos también estaban viviendo el proceso de abandonar su antiguo ser para acceder a otro. Al igual que su padre, no podían recordar plenamente lo que habían sido ni podían predecir en qué se convertirían. De igual modo, aún ignoraban quiénes eran.
Michael y David lo vieron desde lo alto de la carretera que discurría sobre los acantilados. Las nubes lejanas parecían continentes: por allí iba África, por allá América. El mar estaba en condiciones (mediante todo un día de trabajo) de transformar en guijarros la roca en que se encontraba sentado. Las olas rompían y se retiraban; se desplomaban y retrocedían en la resaca. La línea de espuma parecía un rugido, luego una sonrisa, después otro rugido y una nueva sonrisa: fantasmas de la ópera, fantasmas del paraíso.
– Entonces…, ¿Vicky no ha vuelto aún al colegio? -preguntó Xan.
Estaban en un taxi, camino de la estación, y en el momento de alejarse el coche del paseo marítimo se les ofreció una vista clara de St Bathsheba en lo alto de su acantilado…, unas rocas que se desmoronaban y que no parecían estar más que a uno o dos años de hundirse en el mar.
– No -respondió Michael-. La han puesto a buen recaudo en algún lugar en el campo. ¿Y todo eso por qué? El fulano que lo hizo debió de dejarla preñada.
– Se ha ido hace cuatro meses -dijo David-. Está fuera de aquí.
– Y lo peor está por llegar -dijo el viejo taxista-. El tipo que la preñó es un tipo de color. Y le ha contagiado una enfermedad.
– Si tiene un chico… -dijo Michael-, será uno de esos bastardos pretendientes al trono.
– Bastardo I.
– El rey Bastardo.
Ya en el tren, Xan dormitó, y su corazón y su mente se relajaron en un candor informe. Lo que necesitaba, lo que quería obtener, aparte de venganza, era una reinstauración familiar con todos los honores. Se haría así. Quería que se hiciera así. Porque consideraba que se había portado muy bien con Russia, fingiendo ser el hombre que solía ser antes. Por otra parte, mientras su cabeza salía del sueño y volvía a sumirse en él de un modo que recordaba las oscilaciones de los hilos del telégrafo más allá de la ventanilla, por otra parte… Sus pensamientos volvían a la mujer que le había dicho que lo esperaría en la habitación del hotel y se proyectaban hacia delante impulsados por los recuerdos que ese hecho le traía. Las satisfacciones de la fama: la circular ciclostilada del adolescente ansioso por conseguir autógrafos; la petición de ayudas del grupo de teatro búlgaro; y, de cuando en cuando (aunque de eso hacía ya mucho tiempo ahora), una mujer que se acercaba a él desde más allá de los límites de la realidad. Él era consciente de que estas mujeres distaban mucho de ser fuerzas favorecedoras del bien, de la estabilidad… Pero eran mujeres. Y era agradable sentirte querido, incluso por alguien que pudiera causar tu ruina… Por supuesto, todo dependería, fundamentalmente, de su aspecto. Él estaba decidido a ser fiel…, fiel en toda ocasión; no la tocaría. Aun así, tal vez acudiera a la cita y se quedara allí unos momentos para verla pavonearse en sus bragas. Y después se marcharía tranquilamente.
– Bueno… Una cosa debo decir en favor de Xan Meo: tenía tirón. Entra, entra, sé bienvenida. Era consecuencia de la televisión. Su atractivo no paraba de subir cada minuto que estaba en la pantalla. Oh…, ponlo en cualquier parte. Tienes unas tetas preciosas, querida. Y apuesto a que son naturales, también. ¡Y ese talle! ¡Y tu culo…! ¡Joder…! Cuando te vio, debió de pensar que aquel día celebraba todos los cumpleaños de su vida, y que tú eras el regalo que le hacían por ello… Incluso tu vientre es excepcional… ¿Y cuándo fue eso? Tuviste que ser una maravilla a tus…, ¿qué…? ¿A tus veintinueve, a tus treinta años? No. Apuesto a que estás mejor ahora. Lamento este barullo. Deberías ver las habitaciones de los chicos. Llegan a casa de la escuela y se prueban toda la ropa que tienen. Muy amable de tu parte. Puedo imaginarme bastante bien lo que pasó.
Cora hizo un hueco en la amplia mesa de la cocina para poner allí la lujosa bolsa de compra que contenía la botella magnum de champán, de la cual sacó asimismo una cajita de rapé llena de polvo blanco.
– ¡Oh…! Vamos allá, pues.
Una mirada a la sala, con la exhibición de chales y bufandas extendidos sobre los muebles y los múltiples niveles de objetos depositados por todas partes como por efecto de una inundación, le reveló a Cora que Pearl no tenía secretos. Los regalos domésticos que le había traído estaban de más; no es que fueran mal recibidos, es que eran perfectamente ociosos. El aspecto de Pearl era asimismo muy revelador: las mejillas y la frente lívidas, las raíces de los cabellos irregularmente teñidas de color caoba, la bisutería con que se adornaba, la chaqueta de tonos difuminados, la falda corta… Era esa falda corta la que concentraba los pensamientos de Cora. Vio enseguida que era el centro de gravedad de Pearl: los muslos arqueados, el vacío que enmarcaban. Con cierta emoción, al recordar que todos somos mortales, Cora se dijo que el día en que Pearl decidiera finalmente dejar de llevar faldas cortas sería el peor de su vida. De camino hacia su cita, el taxi de Cora había pasado junto a una anciana que iba por la calle (Cora no estaba acostumbrada a fijarse en las ancianas con que se cruzaba en la calle) y caminaba tremendamente encorvada tratando de mantener el equilibrio. La anciana estaba esperando a cruzar en un paso cebra; el taxista frenó y se detuvo; y ella, antes de echar a andar como un cangrejo enfermo, se quedó mirándolo, por espacio de al menos veinte segundos, con una expresión de desconfiado desprecio en el rostro, como si fuera cosa sabida que los taxis de Londres tienen fama de atropellar ancianitas en los pasos cebra. «Prueba a hacer todo eso yendo con falda corta», pensó Cora.
Pearl tenía los pies en la mesa, y acababa de aspirar su séptima raya de cocaína, cuando Cora introdujo el tema de la sexualidad masculina, refiriéndose particularmente a Xan Meo.
– Es demasiado efervescente, ¿no? -dijo Pearl-. Has de removerlo con un dedo. Así… Y con eso consigues que las burbujas se disipen y puedes bebértelo antes. Bueno… Yo nunca tuve que disfrazarme… Una cosa puedo decir: Xan no era fetichista. Como lo son algunos. Conocí a un tipo que se agitaba espasmódicamente cada vez que oía la descarga del agua del aseo. Otro sólo podía hacerlo si llevaba puesta una máscara, y yo tenía que fingir que era una desconocida…, ya sabes, una persona diferente cada vez. «¡Venga, hombre, deja de hacer numeritos», le dije. Y me replicó: «Es como ser gay: no puedo hacerlo de otra manera.» Xan… A Xan le gustaban las braguitas con volantes y todos esos perendengues, pero dime a quién no le chiflan. Con él, todo era un asunto de poder. Él quería dominarte. Así que, ya sabes, tenías que resistirte y fingir que él no te hacía sentir nada. Que no estabas de humor y que meramente le permitía que se saliera con la suya. Hasta que tú… Eso es lo que le gustaba. Bueno… Ya sabes lo difícil que es tratar con ellos… O se ponen en plan amo, o se encierran con llave en el baño. Para llorar o para hacerse una paja. Remuévelo con tu dedo.
Cora preguntó ahora por las presentes circunstancias de Xan, y le agradó ver que Pearl se estremecía y adoptaba una nerviosa postura altruista: era indicio de que cabía esperar de ella indiscreciones mayores aún.
– Por supuesto que todo ha acabado ahora, desde que le atizaron ese porrazo en la cabeza. -Su voz tenía un tono nasal, por el billete de diez libras enrollado como un canutillo en su nariz-. Siempre fue un calentorro, ésa es la verdad, pero ahora está jodido y no es capaz de pensar en ninguna otra cosa. Russia… Me llevo muy bien con Russia, por teléfono, al menos… Russia tuvo que echarlo de casa después que una noche volvió a las tantas y trató de follársela a la fuerza. Estuvo a punto de ponerle una denuncia. Dice que se comporta como un muchacho retrasado de catorce años. No saben cómo tratarlo. Y parece que puede haber incluso algo peor.
Cora inclinó el cuerpo hacia delante. Y Pearl prosiguió con expresión de justificado pánico:
– Russia me preguntó si… Cuando me estaba divorciando de él, le dije a mi abogado que Xan se portaba de forma impropia con los chicos. Tonterías, sin duda, pero ya se sabe que cualquier puerto vale en caso de tempestad. Pues bien… Russia me preguntó si aquello era cierto. Porque piensa que puede haber tenido algún episodio raro con Billie, es decir, con su pequeña de cuatro años que, según los chicos, es un tanto pizpireta y precoz. No es nada definido, claro, sino la forma como él la mira. En fin… Se supone que es algo que no debería contar a nadie, pero tú ya sabes cómo son estas cosas. Al final acaban saliendo a la luz.
– Oh, no saldrá de mí -dijo Cora-. Por cierto, tu jardín está precioso. ¿Me lo enseñarás antes de que me vaya?
Pearl estaba balanceándose en la puerta de la calle.
– ¡Uf! Este aire fresco me está haciendo mucho bien, realmente. Y fíjate… Tú, en cambio, estás fresca como una rosa. No hemos hablado acerca de ti y del tiempo que pasaste con Xan… Sí, ¡qué tiempos!, ¿eh? ¿Te parece prudente…? ¡Oh, ya veo! Vas a hacerlo, vas a remover un poco las cosas, ¿no? Vas a enredarlo. Yo diría que se va a sentir muy contento. Durante media hora. Sus relaciones con Russia están en la cuerda floja: un resbalón y todo habrá acabado. Hazme saber cómo te las apañas. Yo telefonearé a Russia y le iré con el cuento. ¿O querrás encargarte tú también de eso?
El viernes Xan se levantó a las siete. Desayunó con las niñas y con Imaculada, para compensar o expiar su ausencia luego… si, por alguna razón, se veía retenido en el hotel. Tuvo su hora con Tilda Quant y, después, en el gimnasio, trabajó mucho más duro y más tiempo de lo habitual, con su instructor, Dominic, que le recomendaba ásperamente esforzarse más con los ejercicios en el banco. De vuelta al piso, cuando se disponía a quitarse su apestosa camiseta, se dijo a sí mismo: No te laves. Ve tal como estás. Esto hará que parezcas sincero… Como fórmula de compromiso (lo que tampoco era en él una actitud habitual) se estuvo un cuarto de hora bajo una ducha fría. Tilda Quant habría dicho que el mecanismo puesto en juego era autoflagelatorio: un castigo por anticipado. El infierno no es necesariamente caluroso; puede ser frío también.
Sin duda, tenía la misma idea cuando cedió a la tentación de someterse a una prueba que llevaba posponiendo mucho tiempo: tratar de escribir algo. Tan sólo un par de párrafos -se dijo-: un par de centenares de palabras describiendo las confusiones que lo acosaban desde su accidente. Dejó de escribir al cabo de cuarenta y cinco minutos, y leyó lo que había escrito. Como se temía, aquello valía mucho menos como evocación que como sombría dramatización de su estado. Era, ciertamente, otro síntoma: una disfasia expresiva. Se daba cuenta de que su concentración se veía dificultada, además, por el hecho de seguir pensando en el sexo: en el sexo de media tarde. Para entonces, su imaginación hacía mucho que había agotado todos los actos, acrobacias, posiciones, variaciones… Para entonces, lo único que le quedaba era una pura nostalgie: el mero recuerdo de una adicción. Y Xan sentía que se hundía cada vez más en aquellos melancólicos pensamientos.
Con una sonrisa de dolor, tomó Lucozade, para tratar de acabar su lectura… o, mejor dicho, de acabar «Lucozade», el último y más extenso de sus relatos.
Doce páginas más adelante, se puso en pie diciendo:
– ¿Joseph Andrews?
En aquel instante Mal Bale se encontraba a doscientos metros de distancia e iba directamente en su busca. Bueno…, no era del todo así. Tenía algún asuntillo que resolver en route. Pero no le llevaría más de un minuto. Ese día, Mal tenía una doble misión. No le gustaba la primera cosa que tenía que hacer, y tampoco le hacía ninguna gracia la segunda. Pero las haría. Embutido en su viejo abrigo de cuero (cuyo ancho cinturón era como el fleje metálico de un barril), Mal se acercó a un puesto de perritos calientes en la acera oeste de Prince Albert Road.
– Adelante, pues. ¿Cuánto es? ¡Joder, tú no quieres tener clientes fijos, tío! ¿Cebollas? No. Sin cebolla.
El tipo del puesto, un rasta negro de mediana edad, al que le faltaban la mitad de los dientes y con la cara curtida y amarillenta por medio siglo de fumar grifa, dijo persuasivamente:
– Tienes que comer cebolla, hombre. Hace crecer la polla.
– Ya me crece sin ella, tú. Mira el estado de esas salchichas tuyas. A eso se le llama bioterrorismo; eso es lo que es. ¿Sabes quién soy? ¿Sabes por qué estoy aquí? -¿Por qué estoy aquí?, se preguntó a sí mismo. A mis años, estoy asustando a vendedores ambulantes de perritos calientes. Y éste ni siquiera es un puesto como Dios manda, sino un maldito carro de mano…-. Los primos no van a consentirlo.
– ¡Pero ellos se dedican a los helados!
– Helados, perritos calientes… Todo es lo mismo.
El hombre de las salchichas se quedó inmóvil mirándolo, con el trapo en una mano y la espátula en la otra.
– Mira…, seguro que no querrás ver tu cara aplastada contra esa parrilla, ¿verdad?, o que este carrito te pase por encima y te piquen las cebollas en el pelo. Y que luego te pongan un chorrito de ketchup en una oreja y uno de mostaza en la otra.
– Tengo hijos, hombre.
– Sí, bueno… Todos los tenemos. Lo siento y todo eso que se dice. Pero volveré dentro de un rato y, si aún sigues aquí, ocurrirá lo que te digo.
Mal siguió adelante, dejó atrás la iglesia de St Mark y tomó por St George’s Avenue.
Llamó al timbre y esperó. En el instante en que abrían la puerta oyó un grito feroz proveniente de la calle:
– ¡Oooi!
Miró a su alrededor, volvió a mirar atrás, y después movió los pies, levantó las manos hasta la altura de los hombros y agachó la cabeza. Cualquiera que lo hubiera visto al pasar habría pensado que Mal se disponía a zanjar una discusión -en la esperanza de encontrar un acuerdo común- entre marido y mujer. O eso, o que intentaba separarlos.
– El castigo nunca es proporcional al delito. Eso lo tengo claro. El castigo jamás guarda proporción con el delito. ¡Ah, muy amable! -dijo Mal aceptando la taza de té que había pedido medio disculpándose. Se encontraban los dos en la cocina del apartamento de Meo, alrededor de la mesa, Mal con el abrigo todavía puesto y con un cigarrillo en la mano-. Me dijo: «Pártele la mandíbula de un buen golpe, y veremos si eso le gusta. Quiero que esté una temporada teniendo que comer a través de una paja. Veremos si sigue mencionando mi maldito nombre.» Por la mala leche que tenía, pensé que lo habías delatado…, que pretendías que lo detuvieran. Pero todo lo que habías hecho fue mencionar su nombre en… en un relato. ¿Estás ya bien, colega?
– Sí, colega…
Xan estaba de pie, apoyado en la mesa. Podía sentir todavía las hormonas de violencia que recorrían su cuerpo: voluptuosos anestésicos del dolor y de la realidad. Había visto que un extraño se acercaba a su casa, y después lo había reconocido. Y al instante siguiente subió los pocos escalones que lo separaban de la calle, dispuesto absolutamente a todo… Ahora observaba a Mal, que hablaba apretando los labios, levantando las cejas e inclinando la cabeza ora a la izquierda ora a la derecha, como si tuviera algo en cada mano. Poco a poco se iba tranquilizando y mostrándose casi amable; tenía la sensación de estar acercándose a algo.
– Ni siquiera hice eso -dijo Xan.
– No. Vamos… Aquí está escrito, negro sobre blanco. -Le tendió la revista que traía consigo-. En Punch. Y se menciona el libro y todo. Joseph Andrews.
Xan Meo no era un escritor de temas literarios, pero, en Lucozade, se había permitido recurrir a algunos adornos no habituales en él. El relato hablaba de un guardaespaldas de mediana edad que, en alguna etapa anterior de su carrera, había trasladado su negocio a los ambientes del espectáculo americanos. «Había pasado un año en Las Vegas trabajando para Joseph Andrews», se decía. Y en Lucozade se añadía más adelante que Joseph Andrews vivía retirado en Los Ángeles. Eso era todo.
– En realidad, no me refería a Joseph Andrews -dijo Xan, intentando explicarse-. Hablaba de Tom Jones.
– ¿Tom Jones?
– Sí, ya sabes…, el cantante. El de It’s Not Unusual. Aludía a Tom Jones.
– Bueno…, ¡eso sí que es de lo más inusual! ¿Por qué no pusiste Tom Jones?
– Es que es…, bueno…, una especie de chiste. Tom Jones y Joseph Andrews son dos novelas, escritas ambas por Henry Fielding… Yo no podía poner Tom Jones, así que…
– Bueno… ¡Tampoco podías poner Joseph Andrews! ¡Santo Dios! -Mal, evidentemente horrorizado por tamaña frivolidad, necesitó unos momentos para recobrarse de la impresión. Luego frunció el ceño y murmuró-: «No es inusual que alguien te quiera.» -Después, su frente se ensombreció más y añadió-: «Cada día toco la hierba, la verde hierba del hogar…» Recuerdo que vi esa película, Tom Jones, cuando tenía catorce años. Fue la primera que vi para mayores. Ahora ya puedo, pensé. Orgías y tacos a tutiplén… Pero todo consistía en un montón de pubs, y en chicas con las… con las domingas al aire.
Xan esperó. Desde el principio había quedado claro que había cosas que Mal podía decirle, y cosas que debía callar.
– Ahora no se llama así, Joseph Andrews. Y es muy puntilloso en este aspecto. Como debe ser. -Mal miró ahora a su alrededor-. Tú lo has pagado ya, colega… Lo has pagado con creces. Y el castigo jamás guarda correspondencia con el delito. Te diré una cosa. ¿Qué te parecería esto: cargarte a Snort?
– ¿Cargarme a Snort?
– Sí, cargarte a Snort. El tipo que te sacudió ese golpe en la nuca. Yo me encargaré.
Aguarda, pensó Xan. Tengo que saber bien en qué me meto. Se suponía que uno no debía hacer preguntas, pero objetó:
– ¿Por qué tengo la sensación de que el tal Andrews no ha acabado conmigo?
– ¿Una sensación? Bueno, espero que estés equivocado. Pero lo has sacado de sus casillas, colega. Es un hombre muy desagradable el tal Joseph Andrews. Mi padre trabajó para él durante treinta años hasta que sus enemigos, los hermanos Plutarco, lo dejaron impedido. Daba pena ver a mi padre cuando fue a ver a Jo. Arrastraba una pierna, con el brazo retorcido sobre sí mismo y el cuello inclinado hacia un lado. Y Jo va y le dice: «De acuerdo, los Plutarco se tomaron algunas libertades contigo. Se lo haremos pagar.» Y le dio sesenta libras…, y una patada en el culo mientras salía cojeando de la habitación. -Mal volvió a balancear la cabeza y a enarcar las cejas-. La verdad es que no me extrañaría nada que todo esto tuviera que ver con sus antiguas relaciones con Mick Meo. Tengo entendido que nunca se llevaron bien. Y tú, ¿cómo estás de salud?
– Físicamente, bien. Pero no como antes.
– ¿Y… en casa?
– Estoy a prueba.
– Bueno…, aférrate a ella. Porque es lo más importante de todo. No hace falta que te lo diga. A tu edad, muchacho, uno es un desastre si no tiene esposa. Ni chicos y todo eso.
Xan se levantó y dijo de pronto:
– Tengo que ir a ver a una chica a un hotel.
– Ah. Entiendo.
Y, mientras se ponía de pie, mirándolo y con aire estrictamente práctico, Mal añadió:
– Supongo que ya sabes cuáles pueden ser las consecuencias.
Ven a verme a mi carísimo hotel, le había dicho entre otras cosas. Y Xan estaba sintiendo ahora la atracción de un planeta realmente pesado. Las lúnulas de cristal, los espejos, las distancias que parecían derrochar espacio, la cúpula dorada por encima de la escalera circular: una brochure vivante para Adames. Y abajo, en las calles pavimentadas de mármol, peluquería, masajistas, manicura y pedicura, perfumería, joyas y haute couture. Nada de aquello iba dirigido al espíritu, ¿o sí? Pero lo sentías…, sentías una fuerte presión para vivir deliciosamente. Y antes incluso de probar la comida y el vino, las suaves toallas, las blancas sábanas que olían a limpias.
Preguntó en el mostrador de recepción y lo encaminaron a una hilera de teléfonos…, que bien hubieran podido ser utilizados por los cortesanos de Luis XIV.
– ¿Karla? -dijo-. Soy yo.
– Tengo una suite con bar -le dijo ella-. Sube.
– No…, tal como quedamos. Baja tú, si quieres.
– ¿Cómo, así, con la ropa que no llevo puesta…? Tranquilo, estoy bromeando. Bajo en un minuto.
Tardó algo más que eso. Mientras tomaba posiciones junto al surtidor, a cierta distancia de las puertas de bronce de los ascensores, y sobrevivía a cada nueva hornada de mujeres recién maquilladas, Xan tuvo tiempo para imaginársela arriba, en su habitación, quitándose una prenda para enfundarse en otra. Ni que decir tiene que no tenía grandes esperanzas de que resultara una mujer atractiva. Pero, por el momento, no podía estar seguro de si su aspecto, y mucho menos aún la forma como fuera vestida, supondría alguna diferencia. Tilda Quant no era atractiva (debía de haber estado distraída cuando se repartían todas las cualidades físicas), pero a Xan lo atraía, ciertamente. Y esa misma mañana, horas antes, se había sorprendido a sí mismo extasiándose ante el rostro obstinadamente azteca de la medio dormida Imaculada…
Se abrió otro camarín del ascensor (Xan estaba observando los destellos rojos de las flechas de los diagramas) y salió de él una nueva cuadrilla que enseguida perdió su formación en la atmósfera de apresuramiento que tenía que ver con la hora del día y la proximidad de la tarde. Ella no participó de aquellas prisas. Los demás pasajeros se dispersaron mientras Cora avanzaba lentamente a través de las líneas de fuga de los otros. Caminaba como impedida por la presencia de niños pequeños: pero ya podías buscar a esos niños más allá de ella, debajo de ella, porque no los había… Xan hizo lo que le había visto hacer a Billie: inclinarse un poquito hacia atrás para poder mantenerse un instante sobre la mínima elevación de las puntas de sus dedos. Pero ella no sólo no compartía las prisas, sino tampoco las exquisiteces del hotel. Calzaba sandalias, llevaba un sencillo vestido blanco y un bolso de rafia. Todo lo cual obligaba a fijarse bien en su talle, que él, de entrada, viendo cómo marcaba el istmo de su cintura, atribuyó a la acción del más apretado corsé, por más que su cuerpo se movía con un cimbreo regular que evidenciaba la ausencia de sujeciones. Cuando todavía estaba a unos metros de él, se fijó en que no llevaba maquillaje, y esto le hizo sentir una intimidad contra la cual no podía hacer nada. No conseguía situarla. Pero el hecho era que su cuerpo reconocía haberla visto antes. Xan inclinó la cabeza. Ella se puso de puntillas y lo besó en un ángulo de la boca.
Xan había ensayado dificultosamente su frase, y ahora la pronunció también con dificultad:
– Es mi primera cita a ciegas desde hace treinta años.
– ¿A ciegas? Bueno…, a tuertas más bien. Yo te conozco. ¿Tú no me conoces?
– Yo… Bueno, no sé… Tengo la sensación de que ya… te había visto.
– En la parte de atrás -dijo ella- tienen un bar sorprendentemente bueno. ¿Vamos? -propuso, al tiempo que lo agarraba del brazo.
Xan se encontró de nuevo «esperando» que el bar estuviera bien iluminado y con un número razonable de clientes: sería lo mejor porque así le pondría más difícil a la mujer hacer algo que pudiera no gustarle. El caso es que se sumergió en el Salón Rosa como quien viene directamente de una playa ecuatorial, y que le costó un minuto entero darse cuenta de que eran los únicos clientes allí. Una cita a ciegas, pues, y una cita sorda también, porque la algodonosa oscuridad reinante parecía oprimirle los tímpanos con sus patas mientras iba tras ella como en pos de un pequeño y blanco fantasma hasta un reservado distante: un opulento burdel de terciopelo rojo. Enseguida se presentó un camarero sin rostro, que encendió las velas de la mesa y desapareció de nuevo tras un estudiado gesto de cortesía. Ahora sus caras estaban inestablemente iluminadas, pero nada más lo estaba. Se dijo que en aquel ambiente no parecería particularmente atrevida una fornicación lánguida y metódica. Pero una cita a ciegas es eso: una cita a ciegas. Fue ella quien rompió el silencio.
– Veamos… ¿Déjà vu en sentido propio o en el vulgar? Porque en el sentido vulgar significa, simplemente, «algo ya visto». Contemplamos con una clara sensación de déjà vu que un equipo de fútbol gana un trofeo por segundo año consecutivo. En cambio, en sentido propio significa que tú no me habías visto antes: que sólo tienes la sensación de haberlo hecho. ¿En cuál lo dices tú?
– En el último, creo. Como te he dicho, hay cosas que no andan bien en mi memoria.
– Por supuesto que podría tratarse de «algo ya visto» en sentido realmente vulgar. Supervulgar, de hecho. Pero ya volveremos a eso. ¡Ah…!
A los ojos de Xan, que todavía no habían conseguido adaptarse a la oscuridad, la cara del camarero sin rostro resultó ser ahora inverosímilmente joven: le pareció a punto de recomendarles un vaso de leche.
– Tomaré lo que tú -dijo ella.
Razón de más, pues, para poner orden en aquel océano de azuladas ruinas. A decir verdad, él habría dado cualquier cosa por un trago de alcohol. Habría dado cualquier cosa…, pero no todas las cosas. Por el momento, podía ver como una línea trazada en la arena: a un lado de ella, todo lo que tenía; al otro, todo cuanto podría perder. Leche, sí, o agua, agua pura y cristalina, el líquido desprovisto de cualquier vida. Preguntó si tenían zumo de naranja, y el camarero le dijo que sí.
– ¿Zumo de naranja? -dijo ella-. No, yo no tomaré eso. Un Martini doble con ginebra para mí, por favor, con una rodajita de limón. Oh, no tomes zumo de naranja. Pide un café espresso, por lo menos.
– De acuerdo…, tomaré un espresso.
– Que sea doble… He leído tu libro. Es…
Aquello le agradó…, pero las palabras se le agolparon en la mente y no encontró otra manera mejor de expresarlo:
– ¿Y no se te ha atravesado en el culo? Lo siento. Ya sé que suena terriblemente mal, pero seguro que entiendes lo que quiero decir.
– ¿Te refieres a que te parece adular al lector? Bueno, sí, produce cierta sensación de querer congraciarse con todos. Una especie de deseo de no ofender a nadie. Y das la impresión de sostener un montón de falsas ideas preconcebidas a propósito de los hombres y de las mujeres. Es lo que yo pienso. Como si se hubiera acabado entre nosotros toda suerte de enemistad y estuviéramos bebiendo la leche de la concordia. Y hay algo más aún. ¿Cuál es ese relato que lleva por título un nombre de mujer? «Evie». Sí, ése es. Bueno…, tras treinta páginas de persecución, el narrador consigue finalmente llevarse a Evie a la cama, y entonces, a mi entender, más bien se congratula por no describir el momento. «No, no voy a contar la cosa con pelos y señales», y chorradas así. ¿Qué es eso? ¿Una actitud galante? ¿Evolucionada? ¿Crees que es eso precisamente lo que debería hacer el escritor…, rehuir su tarea para inspirar una actitud? Ya me doy cuenta de que me estoy mostrando injusta, porque no es un problema sólo tuyo. El buen sexo es algo inalcanzable para la narración. Quizá lo único a lo que no llega. Aunque quedan los sueños, claro. Pero, dime, ¿por qué ha de ser así? Hmm. Dispénsame mientras saboreo esta deliciosa bebida.
– Dicen… -alegó Xan-, dicen que el escritor rehúye hablar en nombre de cualquiera que no sea él. Que las peculiaridades aparecen por sí solas. Pero ya no tienen nada que ver con lo universal.
– ¿No pueden ser universales las peculiaridades? ¿No existen cosas que nos gustan a todos?
– Tiene gracia… Yo no suelo narrar historias de sexo, pero es la primera pregunta que me hago a propósito de mis personajes: la de cómo son en la cama.
– ¿De veras? Perdona… ¿Te preguntas «cómo son» o «qué les gusta»?
– Supongo que ambas cosas. ¿O acaso es lo mismo?
– O sea que, si fueras a convertirme en uno de tus personajes, cosa que no te recomiendo, ¿cómo empezarías?
– ¿Por qué dices que no me lo recomiendas?
– Porque nadie cree en las mujeres que son como yo. O ninguna mujer lo hace. A menos que ella sea una víctima también. Las víctimas sí creen.
– Las víctimas… ¿de qué?
– Aguarda… Veo que has evadido mi pregunta. En todo caso, el buen sexo, como cualquier otra cosa, ha de tener cabida en alguna parte. Por eso hay otra forma, otra industria, que se dedica exclusivamente a él.
– La pornografía.
– Pornografía… Porno es una palabreja desagradable, ¿verdad? El aspecto más desagradable de todo el fenómeno. Pero la realidad no es tan mala. En mi mundo, hablamos de la industria del porno. Así la llamas cuando trabajas en ella. Yo estoy en ella… Te dije antes que tal vez me hubieras conocido ya, en el sentido más vulgar de la palabra. Fue hace tiempo, y entonces tenía mis razones…, pero, bueno…, lo cierto es que protagonicé más de un centenar de películas. Películas obscenas, como Karla White. Durante tres años, el único sexo que viví fue el que tuve delante de una cámara. Pero las gentes del porno no son como las que no trabajan en él. Cuando vemos un espectáculo porno, enseguida prescindimos del sexo para concentrarnos en la actuación. Pero eso es una verdadera perversidad.
– ¿Y cuáles fueron esas razones tuyas?
– Ya te conté. ¿De veras no lo recuerdas?
– ¿Cuándo? ¿Dónde?
– Fue en la fiesta de verano de Pearl; el treinta y uno de agosto. Bastante caótica, como suele ocurrir. Y sin que apareciera para nada Russia. ¿Recuerdas? Estuvimos charlando un par de horas, y después pasamos al jardín e hicimos lo que hicimos.
– ¿Qué hicimos?
– Ya llegaremos a eso. Fue entonces cuando te expliqué mis razones. Antes era un cliché, y ahora es una falacia, pero… ¿por qué hacen películas obscenas las chicas? Porque fueron violadas por sus padres. Desde los seis hasta los doce años, inclusive, mi padre me violó a diario… Pero noto algo extraño. Muy extraño… Noto que lo recuerdas.
– ¿Por qué lo dices?
– Pues porque, cuando te lo conté la primera vez, te mostraste indignado por mi causa. En cambio…, mírate ahora. Te has limitado a parpadear una vez. Lentamente.
– No es que recuerde que me lo contaras. Es que…
– ¿Que ya no te parece tan horrible? Muchacho…, realmente te han dado un golpe en la cabeza, ¿eh? Bueno…, está bien. Considerémoslo: ¿es realmente tan horrible? Algunos padres, y no hablo de salvajes criminales en serie, sino de corredores de bolsa y políticos…, algunos padres están convencidos realmente de que el incesto es algo «natural». Me debes el ser, así que puedo tocarte; tu primer hijo debería ser de tu padre…, todas esas cosas. Es un atavismo. Porque librarse del incesto, del creciente incesto, formó parte del avance de la evolución, al igual que lo fue para la mujer librarse del estro.
– ¿El qué?
– El estro. El celo en la mujer. Jamás ha existido una sociedad humana que no observe tabúes con relación al incesto. Pero el que prohíbe las relaciones entre padres e hijas ha sido siempre el más débil. En la Biblia hay prohibiciones de todo tipo: «No descubrirás la desnudez de la hermana de tu padre; es una perversidad, porque es tía tuya.» Pero no se encuentra nada concreto a propósito de los padres y sus hijas.
– Régimen patriarcal.
– Bueno, sí… Pero no: es masculinidad. El incesto entre madre e hijo apenas existe. Se cuentan apenas veinte casos en toda la literatura. Y todas las prohibiciones bíblicas van dirigidas a los hombres. Los hombres hacen eso, y lo mismo ocurre con los animales superiores. Es cuestión de tamaño. De corpulencia masculina. Los hombres lo hacen porque son grandes… Si estás pensando en buscar una justificación, no mires al pasado.
Se inclinó para beber un sorbo y después se separó con las manos sus brillantes cabellos grises. Xan estaba oyendo palabras realmente muy extrañas… ¿Por qué no se lo parecían?
– Mira al futuro. Nosotras, como víctimas, no nos sentimos tan asustadas por cómo es el mundo hoy, ni nos repele tanto el fin de la normalidad. Siempre hemos sabido que no existía ningún orden moral. Así que acuéstate con Billie e introdúcela en el vacío.
– Eso es precisamente lo que es. Es un vacío.
– Es simplificar mucho -respondió ella sonriendo y mostrando unos dientes brillantes, menudos y felinos; luego dijo-: Donde yo vivo tenemos centros de tratamiento para toda clase de vicios, deficiencias y adicciones. A los padres incestuosos les enseñan a sublimar sus tendencias. Visten a sus pobres esposas como si fueran niñas pequeñas.
Xan pensó en Billie, en Sophie…
– ¿Quieres decir uniformes escolares, peleles y pañales?
– No lo tomes tan al pie de la letra. Pero es algo que les gusta a muchos hombres, créeme. Todo lo que tienes que hacer es llevar prendas de una talla bastante inferior a la tuya. Cuando te telefoneé y te dije que iba vestida como una niña, lo hice porque es una forma de desparticularizar… No sé…, de quitar todo énfasis. Piensa en cuando se dice de alguien que tiene una «cara de muñeca». No es una mera sublimación: es introducir una nota de comicidad. ¿Cómo puedes ser seria si tu vestido apenas te llega hasta la cintura?
– ¿Tú crees? ¡Uf, Karla! Déjame que me concentre un momento, y… Sí, te he visto antes. Y no ha sido en el cine.
– ¿Cómo lo sabes?
– Yo no veo películas pornográficas.
– Supongo que lo que quieres decir es que no vas a ver películas pornográficas… ¡Oh! Entonces es que no eres la buena y moderna persona que escribió Lucozade… No es justo. Perteneces a la generación anterior…, la que aún está obligada a rechazar la pornografía. Pasará algún tiempo aún, pero la pornografía está en auge. La industria, ahora, no hace más que insistir en lo respetable que es. Cada vez que un actor o una actriz porno abre un supermercado, la industria se hace lenguas de lo respetable que es. Pero, para eso, hay que decir que la masturbación se ha convertido en algo respetable. Y eso es lo que afirman. «Masturbarse está de moda», leí el otro día. «Hay pajas brillantes.»
– Hacerse una paja es una cochinada. Pero, espera…
Ahora sí miraba pornografía, en el status quo posterior al golpe. Anteriormente le gustaba cuando la veía, pero a la vez la reprobaba; ahora, en cambio, le gustaba mucho, y la aprobaba, y merecía sus bendiciones. Sin embargo, en la presente alteración de su estado, no le servía de ninguna ayuda. Porque incluso la pornografía necesita tu memoria…, y en la suya fallaban demasiadas cosas. Es lo mismo que ocurre con las corrientes de aire o de agua, con diferentes presiones y temperaturas: si no fluyen como solían hacerlo, si la memoria no puede dominarlas… Aunque se daba la correspondiente reacción fisiológica, eso no suponía relajación ni sosiego. Era como si su pasado erótico se hubiera perdido y sus deseos, sin dilución ni contrapeso alguno, se trasladaran al presente y lo real.
– ¡Oh! ¡No seas demasiado duro con las masturbaciones! -Su interlocutora extendió los brazos a la altura de los hombros sobre el fondo oscuro del terciopelo-. No es nada halagador verte olvidada. Te hace sentir merecedora de olvido.
– No es así como funcionan las cosas. Tres semanas antes de que me dieran los golpes en la cabeza, Billie cumplía cuatro años. -Se detuvo un instante, y después continuó apresuradamente-: Cuando fui a recogerla a la hora del almuerzo, lo que no suelo hacer, estaba muy feliz y excitada. Le dijo a su maestra: «Aquí llega mi papaíto a buscarme para ir a casa.» Ya sabes…, como si fuera la guinda del pastel. Siempre me había dicho que jamás olvidaría su cumpleaños, jamás en la vida, pero habían tenido que recordármelo. Lo mismo que el cumpleaños de mi hija pequeña, el de Sophie. Lo había olvidado. Lo he olvidado por completo. Diría que eres inolvidable. Pero, a pesar de todo, te olvidé.
– Entonces, tendré que recordártelo adecuadamente. ¿Me excusas un momento? Cuando vuelva, me encontrarás de un humor muy diferente… Todo lo que haces es… ponerte cosas que son de una talla muy inferior a la tuya, demasiadas tallas más pequeñas. Talla cero. No me sigas con la mirada. Me siento incómoda si me miras cuando me alejo.
Ella, pues, se alejó y él la siguió con la mirada y permaneció luego sentado allí con el rostro entre las manos.
Con el cuerpo inclinado sobre el mármol en el tocador de señoras, y observada por los espejos, Cora Susan se aplicó unos toques de maquillaje.
Recientemente, en los medios cinematográficos, había habido un actor, Randy Rivers, que falsificó su prueba negativa de anticuerpos de sida -en el argot de la industria del cine: su «permiso de trabajo»-, y había contagiado a cinco actrices. Cuando esto se descubrió, algunos tipos violentos fueron en busca de Randy. Todos lo encontraron y todos lo dejaron en paz. La explicación que había oído era que el estado y las circunstancias de Randy no podían ser empeorados de ninguna manera: que ya no había forma de joderlo.
Cora no incluía precisamente a Xan en esa categoría, pero había pensado en Randy Rivers a propósito de Pearl. A propósito de Pearl: era un buen título para ella. Pearl le habría revelado todo sin necesidad de un buen licor, sin necesidad de la cocaína de primera. De forma semejante, Xan parecía un pobre candidato para los polvos de cuerno de rinoceronte y la mosca española: Xan, el desgalichado exhibicionista chismoso, con una sucia gabardina, tal como lo describía Pearl. Pero no se estaba mostrando de esa forma. Ella era una experta en la materia, y la resistencia que encontraba en él era inesperadamente obstinada; confusa y errática, pero obstinada. Seducirlo, por consiguiente, le resultaba ahora una cuestión en la que estaba comprometido su respeto a sí misma, e incluso su propia confianza en sí misma; algo vital para su cultura privada, para sus soles y lunas íntimos. Más tarde, si debía llegar, habría tiempo para el otro y más terrible castigo.
Se acercó a él por la espalda y apoyó las manos en sus hombros, mientras le decía:
– Voy a tomar otra copa de lo mismo…, y te odiaré un poco si tú pides lo mismo también.
– Entonces…, pediré lo que tú estás bebiendo… Te has puesto maquillaje.
– ¿Notas alguna diferencia?
– Pareces un poco más joven. No, mayor. No, mejor dicho, más artificial. Como este lugar. Y menos familiar. Ahora sí que ya no te recuerdo en absoluto.
– Así está bien. ¿Sabes…? Dos cócteles es mi límite. Me divierte ver lo estrictos que son los hombres con las mujeres bebidas…, salvo en el dormitorio. No les gusta que se pongan sentimentales…, salvo en el dormitorio también. A los hombres les encanta hacer el amor con una mujer borracha como una cuba. Supongo que piensan que eso disminuye su responsabilidad. Pero tienes que controlar bien el tiempo.
Les trajeron las bebidas, y ella empezó a tocarlo. Una mano en el brazo, una mano sobre la otra; ambas manos se tocaban.
– Eres un poco duro con la industria, ¿no? Cuando empecé, me parecía que estaba hecha a propósito para trabajar en ella. A medida.
– ¿Porque tú y tu padre…?
– Bueno, sí…, pero quiero decir en sentido físico. -Le tomó la mano y, acercándosela, comenzó a contarle los dedos-: Uno. De acuerdo: mi padre. Dos. Puedo ser sincera contigo, ¿verdad? Dos. Mi…, esto…, mi vello púbico es, por naturaleza, minimalista…, como lo llevan todas ahora. Como lo son ahora todas. ¿Tendrá algo que ver con la evolución? ¿Como el que los hombres hayan dejado de tener barba? Tres. No nací con un tatuaje en forma de beso en la rabadilla, pero tengo una marca de nacimiento en la cadera que recuerda un corazón. Todo lo que me hace falta para completar la imagen es encajarme en el ombligo un pedrusco realmente grueso. O en mi lengua. Cuatro. Mis pechos. Parecen falsos. Pero lo parecen porque les falta simetría. No se mueven como los de silicona, pero inspiran esa sensación. Sensación.
Hasta entonces, las miradas de Xan no se habían fijado en sus pechos. Eran éstos, más bien, los que habían estado todo el rato apuntándole a él. Pero ahora los miró y ellos sostuvieron su mirada. «Sensación»… ¿Qué podía decir él…? ¿Que habría preferido no tocarlos? En lugar de hacer eso, para ganar un par de segundos, replicó:
– No sé qué sensación causan los pechos falsos.
– Sí lo sabes. Has tocado los míos.
– ¿Lo he hecho? Pero los tuyos no son de silicona.
– Pero lo parecen. Tócalos.
Los tocó. Ella retuvo la mano en su lugar con la muñeca, e inspiró profundamente.
– Es como si sacaras la palma de la mano, ahuecándola, por la ventanilla de un coche y midieras la velocidad del aire al pasar… Algunos pechos te ponen a cuarenta y cinco por hora. Algunos a ochenta. Yo diría que los míos alcanzan los ciento veinte; la velocidad límite para los pechos -dijo, y aflojó la presa con que retenía la mano de Xan-. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Cinco. Soy menuda.
– ¿Cómo?
– Es bastante evidente, ¿no? Mido metro cincuenta y dos y una tarjeta de crédito. Peso algo más de cincuenta kilos en remojo. Magnifico al hombre. Soy una pequeña ninfómana… Ahora bien…, esto último guarda relación con lo que ocurrió en casa de Pearl. Te lo voy a describir, y así tal vez sabremos todos dónde estamos. Pero piensa que voy a pedir un tercer Martini. Vas a tener que ayudarme a subir a mi suite.
En la pantalla, los actores parpadean sólo cuando quieren hacerlo; y cuando Xan decidió que quería ser actor, había pasado un montón de tiempo practicando el «no parpadeo». «¡Deja de mirarme fijamente!», solía decirle su madre. «No te estoy mirando. ¡Estoy aprendiendo a no parpadear!» Y ahora, en el lujoso hotel, Xan intentaba no parpadear. Porque, cada vez que lo hacía, le parecía ver a dos mujeres desnudas en el túnel de lavado de su cama… Sí, el mundo estaba escapando, escurriéndose por algún desagüe. Podía oír los ruidos de su cierre, semejantes al último suspiro de un ordenador: un débil rebote, un lejano miau….
– Era como la una de la madrugada. Quedaba todavía un grupo de resistentes en la sala, pero se estaban yendo poco a poco, hasta que se hubieron ido todos a casa… Salvo tú, curiosamente. Tú no estabas bebiendo, pero había otra cosa circulando por la sala, y tal vez hubieras dado un par de caladas; no lo sé. Quedamos en encontrarnos en el jardín. ¿Recuerdas que, en el extremo más apartado, pasado el arco de enredadera, había una cabaña, la casita de Wendy, que de hecho no pertenecía a la finca, pero en la que podías introducirte a través de un hueco en el seto?
– La llamábamos la Casita de los Monos -asintió él confusamente-. Era de las pequeñas que vivían en la casa de al lado. Pero ya se habían hecho mayores.
– Bueno…, el caso es que nos metimos a escondidas dentro. Era una niñería, y al principio lo tomamos a risa. Ya sabes: jugar a los médicos en el cobertizo de la leña. Y entonces ocurrió. Oh, no fue nada demasiado serio. Una mano que baja, otra que sube, y enseguida estabas acariciando todo mi cuerpo. Fíjate…, al poco rato, yo ya me sentía cansada de estar de puntillas y te dije que aquello no era justo, porque tú eras mucho más alto que yo. Y tú, entonces, me levantaste con una mano para colocarme a tu altura. Con una mano me tranquilizabas; con la otra me sostenías.
– ¿Cómo podía hacerlo?
– ¿Cómo? Tenías la mano entre mis piernas.
«Había demasiados monos saltando en la camita. Uno se cayó y se rompió la cabecita. Lo llevaron al médico, que dijo enseguidita: Que los monos no salten, que duerme la niñita…» Xan se empalmó. Aún la sentía allí, como un pedazo de cartílago duro.
– Tal vez podría darse una reconstrucción, una repetición de aquel momento, arriba, en mi suite -estaba diciendo ella-. Me parece que quizá te he alarmado un poco con toda esa charla mía acerca de incesto y pornografía… Son temas resbaladizos, ajenos. Pero, como puedes ver, tengo una salud perfecta, tanto física como mental. Y sigo siendo menuda. Sé que después de un accidente las personas se sienten muy frágiles. Pero no te haré daño. Además…, ¿cómo podría dañar esto a nadie? -dijo encogiéndose de hombros-. Y tú te lo mereces, Xan. Has pasado una época muy dura, y te lo mereces. No tienes que tocar si no quieres. Puedes limitarte a mirar un rato mientras me muevo en ropa interior…, talla cero. Y, después, irte sigilosamente.
Sus recuerdos lo habían conducido a aquello, y ahora tal vez lo librarían. El primer instante, en el vestíbulo, había sido para Xan un coup de foudre sexual; pero aún creía que sería capaz de encontrar alguna forma de contrarrestarlo: que podría evitar la ocasión del pecado. Después había empezado a extenderse lentamente por su cuerpo algo así como un pesado reptil que se centraba en un único propósito y sentido. Él era el perezoso cocodrilo que había estado aguardando al acecho, que llevaba mucho tiempo aguardando y acechando. Y, simultáneamente, por espacio de unos minutos al fin, se había sentido como un cuerpo celeste en el espacio, atraído por otro cuerpo celeste de una fuerza de gravedad mucho mayor: había sentido la atracción celestial. Los demás, las demás cosas, el mundo: todo lo contenido en el universo estaba a punto de desaparecer… Y entonces se produjo un recuerdo. Llegó un recuerdo, como una llamarada, que trajo consigo toda una serie de deducciones forzosas.
Recordó que la tarde de su accidente, cuando se disponía a salir de la casa, de camino hacia el Hollywood…, y al hospital…, le había dicho a su mujer: «No tengo secretos para ti.» Y recordó lo que había querido decirle: recordó el sentido auténtico de su propia veracidad. Porque todo hombre tiene secretos para su esposa: esas cartas, esas fotografías, esos rostros y experimentos mentales que se presentan como invitados fantasmales en el dormitorio conyugal. Pero Karla, con el vestido subido hasta la cintura…: eso sí era un secreto. Xan tenía ahora la esperanza de que ella hubiera dicho la verdad: de que realmente la hubiera levantado hacia sí. Porque era algo que realmente valía la pena hacer… y, si lo habías hecho ya una vez…, ¿qué sentido tenía evitar repetirlo?
– Y, después, por la mañana, tomaré un avión que me llevará a ocho mil kilómetros de distancia.
Xan respondió con brusquedad:
– Y, si no eres una amiga, ¿qué eres? ¿Te suena el nombre de Joseph Andrews?
Dio la impresión de que ella lo tomaba como el golpe mínimo de un mínimo enemigo. Pero su respuesta sonó con voz firme y fría:
– Sí. Está en tu libro. Di por supuesto que era sólo un chiste acerca de Henry Fielding. Como lo del título: Lucozade…, «lo mejor de la vida».
– Gracias. Así lo pensé. ¿Y de verdad no eres mi enemiga?
– ¡Oh, vamos…! Sí, soy tu enemiga, de acuerdo. ¿Qué piensas? ¿Que tengo aquí una cámara sensible a nuestros movimientos, y que mañana por la mañana un mensajero uniformado le llevará a tu mujer una casete de lo que hayamos hecho? Tendría que empezar en el ascensor, así que necesitaríamos emplear una casete vacía… Mira este lugar. Siéntelo encima de ti, toneladas y toneladas: todo él diciéndote que el cuerpo debería disfrutarlo. Te estoy ofreciendo una tentación moderna, sin consecuencias. Vamos arriba. No es más que lo que te mereces.
La tentación, pensó Xan, era tan inconcebiblemente extrema, que sería ridículo no sucumbir a ella. Karla estaba en lo cierto: el lujoso hotel quería que ocurriera. Frente a él, en la mesa, los dos vasos de cóctel eran un par de muslos femeninos, y los dos dedos de licor sin consumir, con la ginebra disipándose en ellos, eran como sus medias… Contra este lujo, él sólo podía oponer el lujo de la fidelidad conyugal…, un lujo meramente mental. Y Russia estaba lejos, muy lejos, tal vez irremediablemente distante; mientras que Karla estaba cerca.
Xan sacudió la cabeza, y enseguida ella pidió la nota.
– En el diccionario -dijo sin ningún énfasis, al tiempo que sacaba del bolso la llave de su suite-, la tercera acepción de tentar es arriesgarse a provocar a una divinidad o fuerza abstracta. Eso es lo que acabas de hacer. En cuanto tentación sexual, no fue nada. Y ahora vas a tener que ver cómo me voy.
– Espera. ¿Cómo puedo…?
– Haz lo que hice yo y llama a tu agente. Ahora vas a tener que ver cómo me voy. Y ya es demasiado tarde para hacerte cambiar de idea…, esta vez. Voy a dejarte con una paradoja visual. Mi madre era muy femenina, pero también lo era mi padre. Y yo soy femenina por partida doble. ¿Qué cómo funciona eso? Caderas que se tocan una a otra, pechos que se tocan el uno al otro, cada uno tocando al otro. Sígueme con la mirada mientras me alejo en mi doble ser. Y vas a pensar: es mi polla que se marcha.
Estaba de pie delante de él: con aquel singular vestido blanco que marcaba sus salientes y entrantes. Ahora giró sobre sus talones, con la cinta del bolso de rafia apoyada en el hombro. Dejó escapar una risa armónica, y dijo:
– ¡Es tan lindo…! Los padres tenéis la ridícula idea de que…
Lo miró por encima del hombro. Xan esperaba encontrar una expresión de disgusto en ella, pero su rostro parecía a punto de desmoronarse y venirse abajo, como pudiera descomponerse el de Billie.
– ¿Sabes…? Si querías dar una naturaleza sexual a la relación con tu hija…, ella habría aceptado. ¿Qué otra cosa podía hacer? No tenía otra alternativa. Cuando se trata de papá, las niñas no tienen más que certezas. Los padres tienen la idea de que si hicieran ademán de acercarse a sus hijas, éstas retrocederían y les darían un bofetón en la cara. Pero te digo una cosa: yo no soy de esa clase de niñas. ¿Por quién me tomas?
Y, dicho esto, se marchó.
Es lo que habría hecho un buen hombre de las cavernas, ¿no? Cuando oye el chasquido de un tallo que se rompe, o la respiración de un animal o un enemigo, desaparece…, aunque la hembra en celo se le esté ofreciendo con los brazos abiertos. El deseo de reproducirse tiene su contrapartida, que es el deseo de seguir vivo.
Pero había otra cosa que lo constreñía: algo muy antiguo, pero a la vez mucho menos primitivo. Ella le resultaba familiar, íntimamente familiar; y, en efecto, la había visto ya en los dos sentidos de la palabra. Xan lo ignoraba, por supuesto, pero el rostro que veía detrás de su rostro era el de su madre. Y el de su hermana, y el de él mismo. La había conocido en el pasado, sí: cuando él tenía veinte años y ella tenía diez; cuando él tenía dieciséis años y ella sólo seis; cuando él tenía diez y ella no era más que un bebé.
No descubrirás la desnudez de la hija de tu hermana; es un pecado, porque ella es tu sobrina.
– ¿Me das algo para beber?
– Sí, claro. ¿Qué te apetece?
– Chocolate Mix.
– ¡Marchando!
– Leí este libro, pero me dormí antes de llegar al final. Ahora lo he empezado por el principio, pero no lo sé otra vez.
A menudo decía «no lo sé otra vez» en lugar de «no lo recuerdo». Pero él entendía lo que quería decir.
– Bueno…, sentémonos y te lo leo bien.
Estaba solo con Billie en la cocina. Imaculada había sacado a pasear a Sophie por Primrose Hill. Y Russia era tan sólo una presencia en algún lugar del piso de arriba. Billie, ahora, ya no lo trataba como a un padre, sino más bien como a un tío del que se podía fiar, razonablemente… Xan estaba haciendo lo que su padre había hecho muchas veces: se estaba mostrando simpático, incluso empalagoso, con una niña, a la vez que alimentaba pensamientos criminales con respecto a otro hombre.
– ¿Te morirás antes que yo?
– Me temo que sí, cariño.
– ¿Morirá mami antes que yo?
– Me temo que sí.
– ¿Se morirá Sophie antes que yo?
– Espero que no.
– ¿Me moriré yo antes que ella?
– No lo sé, cariño. Y ahora leamos el libro.
Xan había pasado la mañana tras la pista de su enemigo. La búsqueda -tan irreal como prosaica- empezó en la sección de Personajes Reales del Crimen, en la librería de High Street. Había un número sorprendentemente elevado de estudios sobre personajes del hampa y las biografías (supuestamente escritas por diversos matones y guardaespaldas) concluían con un índice onomástico; en muchos de ellos aparecía repetidamente mencionado el nombre de «Andrews, Joseph»: el Golpe del Aeropuerto, sus dos largas condenas, las sospechas de asesinato y, algún tiempo después, y un cuantioso fraude fiscal. A Xan lo desconcertó, también lo decepcionó, enterarse de que Andrews era, como mínimo, media generación anterior a la de su padre, por lo que ahora debía de contar más de ochenta años. Cuando volvió al apartamento, tecleó el nombre prohibido en un programa de búsqueda, y al cabo de un momento tenía delante de sí una imprecisa e irritante biografía del personaje, e incluso una fotografía suya de prensa, en la que aparecía sentado en un sillón de plástico junto a una piscina, con aspecto de director de colegio, los mojados cabellos grises peinados hacia atrás y sosteniendo, desafiante, una copa de champán en la mano; tenía sentada en su regazo una adolescente criolla, vestida con la parte inferior de un bikini y una camiseta mojada. Estaba fechada en Brasil, veinte años atrás, y no había ningún dato más posterior.
– ¿Jugamos a los caballos?
– Vale, sube aquí. Así es como montan los niños… Al paso…, al paso…, al paso… Y así es como lo hacen las chicas; al trote, al trote, al trote, al trote. Y ésta es la forma como…
– Tengo que hacer caca.
– ¿Ahora? Vamos, pues.
– De prisa. Se me escapa.
Sin pensarlo al principio, siguió el antiguo protocolo. La ayudó a desabrocharse los botones metálicos de sus tejanos y la colocó en el asiento del váter; luego se retiró y aguardó a que lo llamara cuando estuviera lista para limpiarla. En los primeros tiempos a Xan esta rutina no se puede decir que lo entusiasmara; tras cuatro décadas y media de hacérselo a sí mismo, la acción de limpiarse el propio trasero había perdido gran parte de su magia, y limpiarle el trasero a Billie parecía sólo más de lo mismo. Pero ahora tuvo que admitir íntimamente que prefería ocuparse de ello a no hacerlo. Una admisión que lo condujo a otro pensamiento: creyó comprender por qué algunos animales lamían a sus crías para limpiarlas.
– ¿Papá? -la oyó decir-: Cuando las personas se trasladan, no trasladan sus casas. Trasladan todo lo demás. Se llevan sus alfombras…, sus camas…, sus mesas…, sus juguetes…, sus mantas…
Se hallaba de pie en el pasillo, junto a la escalera, frente al espejo de marco dorado que colgaba de la pared levemente inclinado. Y a este espejo dirigió, con indolencia, lo que quedaba de su torturada vanidad: los abultamientos que se le formaban bajo los ojos, las amenazadoras entradas de sus cabellos (el champú las estaba ampliando más cada año, cada mes). Sí…, pensaba, era una lástima, una tragedia, que Joseph Andrews contara ahora ochenta y cinco años. Le quedaba tan poco susceptible de ser arruinado en la vida. Aunque, por otra parte, cuánto más fácil, cuánto más sonoramente cabía quebrársela…
– … sus lápices…, su nevera…, sus libros…, su televisor… ¡Ya estoy lista, papá!
Entró en el cuarto de baño. El olor le hizo sentir una oleada de placer…, el olor de una defecación infantil… No fue mareo, sino una sensación general de inseguridad física lo que lo entretuvo cuando se inclinó sobre la niña, la limpió y activó la descarga del agua.
– Me duele el chochito.
– No me extraña. Es culpa de los meneos que le das. Quédate ahí.
La sentó en la repisa del lavabo. En los últimos meses, Billie había ido ganando peso de manera uniforme, como capa a capa. Ahora podía ver a través de su camisa las formas preliminares de sus pechos, y su estómago aún infantilmente abultado; y más abajo la vulva, como una uve doble de largos brazos, pero ahora inflamados y enrojecidos…, como marcados en colores rosa y rojo. Xan casi sintió el impulso de llorar, pero no era un impulso sincero, porque tenía que ver, en parte, con sus fútiles tocamientos y retorcimientos de la noche anterior, y en parte le parecía algo tan burdo y falto de ternura, como sonarse la nariz con una felicitación navideña.
– Hará falta que te ponga más crema ahí -dijo.
Salió al pasillo y llamó a Russia. Luego subió hasta mitad del tramo de escaleras y la llamó por segunda vez:
– ¡Russia! ¡Ven, te necesitamos!
Oyó entonces el pesado golpeteo de la ducha un piso y medio por encima de él; Russia estaría debajo del potente chorro, desnuda tras la mampara de vidrio.
– No voy a hacerte daño -dijo.
Se lavó y secó las manos… Sintió cómo los ojos de la niña se posaban sutilmente suplicantes en él, se abrían y a continuación se serenaban y alegraban en lo que interpretó como una muestra de confianza. Sólo entonces el dedo envuelto en crema buscó las partes íntimas de la pequeña.
Billie dejó escapar un suspiro de alivio; era ya cosa del pasado. Pero ahora estaba mirando más allá de él, y Xan, al volverse, vio que Russia, con los cabellos recogidos en una especie de turbante y enfundada en su albornoz, lo observaba inmóvil desde la escalera.
Rory McShane había disfrutado mucho en el pasado en sus tratos con Xan Meo. Lo había recibido en su casa varias veces, primero con Pearl y, más tarde, con Russia. Pero ahora que la carrera de Xan había sufrido obviamente un rudo golpe, Rory lo había transferido a otra parte de su mente, junto con aquellos a los que era mejor seguirles la corriente. Presumiblemente ya no tendría buenas noticias que darle; nunca más.
– ¿Cómo está Russia?
Xan dejó de mirar con el ceño fruncido y dijo, como para sí mismo:
– Me acerco por allí y llama a…, a las autoridades. ¿Puedes creerlo? Vas a tu propia casa y tu propia mujer telefonea a la maldita bofia. ¿Puedes creerlo? -Y se puso a fruncir el entrecejo de nuevo.
Rory se preguntaba si Xan estaría bebido: advertía en él una especie de creciente hostilidad, junto con la promesa de estar desarrollando un cambio nada recomendable en su personalidad. Pero decidió que estas emanaciones, más la mirada fija y la lengua amargada y torpe, eran probablemente consecuencias de haber recibido un fuerte golpe en la cabeza. Aun así, Rory se estaba mostrando especialmente cuidadoso en no provocarlo.
– Hay algún dinero en camino -decía Rory-. He estado haciendo números y todavía tienes que recibir algún dinerillo.
– Tengo dinero. Ése no es el problema. Tengo algún dinerillo, muchacho.
– Ya. De acuerdo. Si no te importa que te lo pregunte (y envíame a paseo, si quieres), ¿de dónde te ha venido ese dinero?
Xan dejó de fruncir el entrecejo y respondió:
– De mamá. De mi madre Hebe. Murió en la habitación que ocupaba en una casa adosada en el E4 de Effley Road. Era de esas ancianas que emplean cinco veces una misma bolsita de té. Sabíamos que tenía una buena suma en el banco. Cuando murió -y aquí volvió a arrugársele la frente, al recordar la tercera auditoría solicitada por Pearl-, resultó que no sólo era dueña de la casa en que vivía, sino de toda la calle. Diecinueve casas adosadas, ocupadas por mil novecientos patels, que es como los llama la policía. Bengalíes de Bangladesh. Una casera de inmigrantes sin recursos. Pero, cuando pusimos todo en orden… y después de tirar un pastón en… reparaciones y todo eso, aún nos quedó una buena tajada. Era un monstruo mi madre, pero yo la adoraba. -Cerró los ojos y añadió-: Una fabulosa mujer de negocios. Así que no es por el dinero, compañero. Es por el trabajo. No puedo escribir y no estoy en condiciones de… salir a escena, de actuar. Estoy acabado. Pero la escena me hará revivir, seguro. Búscame un trabajo.
Y frunció el ceño nuevamente.
– Te noto envejecido…
– Hago gimnasia. Arriba, abajo; arriba, abajo; dentro, fuera. Vamos allá, pues: Karla White.
– Oh, sí… Karla White. Dudaba en hablarte de eso. Pero, sí. Karla White.
– Cuéntame.
– Has tenido una…, digamos, una oferta… de Fucktown…, Lovetown o Sextown, [30] como quieras llamarlo.
– ¿No es allí donde tienen un francotirador?
– Todavía sí. La Asesina de Sextown. Y aún sigue en libertad.
– ¿«La» asesina? -Apenas lo había dicho cuando Xan recordó que ésa era una de las clásicas ocurrencias de Rory. Porque Rory (cincuentón, cabellos largos y muchos divorcios a cuestas) fingía pensar que todos los malhechores eran mujeres. Alguien le decía: «Anoche robaron en mi casa.» Y él preguntaba: «¿Cómo entró la ladrona?» Y si alguno se quejaba: «Me han asaltado cuando venía hacia aquí», su siguiente pregunta era: «¿Iba armada?»
– Tampoco podrán atraparla, además. No pueden. ¿Sabes algo de Lovetown? La gente del porno… Cuando los creyentes de Washington comenzaron a tomar medidas en contra de ellos, la gente del porno encontró una escapatoria legal y trasladaron a toda su banda al valle de San Sebastiano, el Pequeño Hollywood, en el sur de California. Es un estado dentro de un estado. De manera que su Departamento de Policía, que consiste en un único hombre, no puede contar con la ayuda federal. ¿Y a quién le importa, si allí todos los que reciben un balazo son gente del porno? ¿Quién se va a preocupar porque, pongamos, a Coño Casey lo han herido en un brazo? Son los designios de Dios.
– Todo porno.
– Todo porno. Pornotown. Othertown, En cuanto a esa supuesta oferta para ti… Han sido anglófilos durante algún tiempo…, mucho antes del asunto de la princesa. Muchas chicas son inglesas: English Rose, Brit Isles. Greta Britain, Unity Kingdom… Y los hombres se dan a sí mismos nombres que tienen que ver con la escena británica. Y títulos: Sir Phallic Guinness, Sir Polla Tiesa Hopkins, Sir Dork Bogarde, por ejemplo. Lo que les gusta ahora es contratar a destacados actores para que interpreten papeles de «característicos», como los llaman. Algunos de mis clientes más jóvenes lo han hecho.
Y le citó unos cuantos actores que a Xan le resultaban más o menos conocidos.
– Pagan una miseria. Como a una estrella de segunda fila del rock. Pero, para una estrella del rock, tener una amiga porno está considerado como un grandísimo éxito.
– ¿En qué consistiría el trabajo?
– Bueno…, no tendrías que follar en la pantalla, y tampoco que actuar. Supongo que lo tuyo sería un papelito de mirón. Ya sabes: te aprendes tu, llamémoslo, papel en el taxi que te llevará a una villa mora cuyas dependencias serán antros de vicio. Habrán pergeñado una especie de guión en el que tú estarás presente mientras, por ejemplo, Brit y Polla Tiesa follan. -Rory se inclinó sobre la pantalla de su ordenador-. Mmm. Normalmente es como una parodia de una oferta de Hollywood: Prestigio, Ahorro, Presupuesto para cama, Salario de tres cifras. Pero esta oferta parece muy razonable. Más que razonable por un solo día de trabajo. Bueno…, así es Karla White. Es la que hizo Princesa Lolita… La nueva película se llamará Corona de azúcar, y tú harías el papel de Ramsés el Grande. ¿Sabes qué pienso que deberías hacer? -propuso Rory diligentemente-: Participa en algunos talleres. Da algunas clases. Tómatelo con tranquilidad. Y vuelve a ser el de antes.
Al igual que los otros vestidos de oscuro, los que eran atraídos a la ciudad por la mañana y liberados cada día a las siete de la tarde, volvió a su apartamento con una bolsa de plástico que contenía sus compras: provisiones para una persona. Calentó y comió unos cuantos bocados sabrosos, pero sin saber bien de qué eran, y bebió el vino tinto…, aunque no todo. Por espacio de casi una semana, sus mediodías y sus tardes habían sido viajes a la inconsciencia: despertaba en un apartamento donde, en apariencia, la noche anterior habían estado de juerga trece o catorce personas. Pero entonces, una mañana, mientras se exasperaba en el banco de gimnasia bajo los efectos de sus propios gases y ácidos, pensó que estar borracho era una forma de decir que, en tu opinión, el universo no tenía sentido. No, más aún: de decir que pensabas que el universo era una mierda. Y él dudaba de que ésa fuera su idea. Esa noche, pues, permaneció sobrio y se sentó mirando la pared. Estaba sobrio cuando se metió en el dormitorio y miró por la ventana la casa al otro lado de la calle: aquél era su status quo ante; era donde había estado hasta entonces.
– ¿Hola?
– ¿Xan? Mal Bale al aparato. ¿Cómo estás, muchacho?
– Oh, ya sabes. No debo flaquear.
– Bueno, escucha… Con respecto a atizarle a Snort… Ahora no podemos hacerlo. Lo han retirado de la circulación para doce años.
– Lamento oír eso. Pero así aprenderá. ¿Qué ha sido?
– Condenado por causar lesiones intencionadamente. Aunque, por lo que he oído, Snort recibió tanto como dio. Podemos actuar contra él dentro de la cárcel, pero ¿qué satisfacción obtendríamos?
– Ninguna. O sea que aún le debo una.
– Aún le debes una, en efecto.
– He estado dándole vueltas a algo que dijiste acerca de… nuestro amigo. Dijiste que yo lo situé. Exactamente, que lo había «ubicado». Ubicado… ¿dónde? ¿En la página de mi libro, o en Los Ángeles?
– Sin comentarios.
– ¿Está en Los Ángeles?
– Hmm, sin comentarios. Y, si comprendes lo que quiero decir… Porque… me imagino lo que te propones, ¿no, amigo?
– Bueno…, que no está a mi alcance, ¿no es eso? Pero, si no hago algo, me sentiré una mierda para el resto de mi vida. Dime… ¿quién es Karla White?
– ¿Karla White…? No, muchacho… ¿Sigues a prueba, entonces? Sobreviviste a eso, ¿no? ¿A la visita a la chica en el hotel?
– Bueno…, sí y no.
Esa noche se acabó la botella de vino. La necesitaba para superarla; es decir, necesitaba una botella de vino para poder pasar la noche con una sola botella de vino para pasarla.
En la callada discusión con Russia que estaba manteniendo continuamente en su cabeza, y en sus mucho más alborotados encuentros con su subrogada, Tilda Quant, Xan alegaba que había actuado como lo hubiera hecho cualquier padre…, pero era consciente de que su corazón no había actuado del todo bien allí, en el baño, con Billie. «Si querías dar una naturaleza sexual a la relación con tu hija…, ella habría aceptado. ¿Qué otra cosa podía hacer?» Esto había demostrado ser una terrible enseñanza: un desengaño. Deseaba poder olvidarlo; deseaba, por decirlo a la manera de Billie, «no haberlo sabido otra vez». El poder de la niña, sus derechos (¿basados en qué?, ¿en la civilización?) parecían perdidos; mientras que los suyos habían retoñado corrosivamente. Estar solo con alguien que no tenía otra elección: era ese extremo desvalimiento de la pequeña lo que hacía que se le saltaran las lágrimas. Porque todo ello formaba parte de su temor a ser herida, cortada, atravesada, dividida, clavada. Pero, sobre todo y por encima de todo, y por debajo y por debajo de todo, estaba la sensación que él tenía de sus propios títulos y merecimientos, sus privilegios, garantías y creencias, todos aparentemente innegociables: su sensación de lo que le correspondía.
También había dentro de él, en alguna parte de su ser, una criatura completamente desvalida; cada día se preocupaba de ella, y la mantenía y la alimentaba, y cada noche la acostaba en la cama. Pero las cosas estaban más claras ahora, cuando se avergonzaba y retorcía. Todas las señales apuntaban a lo mismo.
Había estado en el hospital. Ahora iría a Hollywood.
– Damas y caballeros -dijo Nick Chopko-, lo que acabamos de experimentar es un fenómeno conocido como CAT, o Clear Air Turbulence: una turbulencia en aire claro. Ha sido una buena caída, pero, bueno…, me complace decirles que estamos en perfecta forma, gracias a la… habilidad y previsión de nuestro comandante, que hoy realiza su último vuelo, ahora que sus cuatro hijas han pasado ya por la universidad. Una de ellas, me enorgullece decirlo, Amy Macmanaman, es mi prometida. Feliciten al comandante… Hemos dado con un viento muy fuerte, cuyo efecto ha sido provocar un diferencial de presión negativa en las alas, conocido también como «pérdida». Parece que todo el mundo tenía el cinturón de seguridad abrochado…, salvo la auxiliar de vuelo Conchita Martínez en clase business, que se mantuvo agarrada a su carrito, pero ha sufrido un golpe en un hombro. Creemos que se restablecerá. Por fortuna, aguantaron las cerraduras de todos los compartimentos de equipaje de mano, salvo las de tres. Y ésos no contenían las mancuernas y bolas de bowling que a algunos de ustedes les encanta meter allí: tan sólo había dentro almohadas y mantas, y un montón de cartones de cigarrillos. El CAT es una emergencia potencial muy infrecuente. Es la primera vez que me ocurre. Y seguro que es también la primera vez para ustedes. Pero no para el comandante. Esperamos que no haya más problemas, pero, por precaución, les rogamos que mantengan los cinturones de sus asientos bien abrochados. Muchas gracias.
– ¿Sabe usted -preguntó el hombre del 2A- cuál es, por término medio, el porcentaje de pasajeros que sobreviven a un accidente de avión?
– Ni idea -dijo Reynolds-. ¿Un tres por ciento?
– En realidad, se acerca más al cuarenta. Puede haber un único sobreviviente, y puede haber una sola víctima. Y cualquier cosa entre una y otra.
– Tiene que ser así, obviamente.
– Ni siquiera sé qué estoy haciendo aquí.
– ¿Cómo dice?
– Yo ni siquiera fumo. Me refiero a este asiento. A esta parte de la cabina. ¡Justo en la zona donde más sufre el fuselaje! Siempre me siento en la parte de atrás, entre los lavabos. Así el resto del aparato hace de parachoques. Tenía reserva en IA, pero en Frankfurt me bonificaron las millas que llevaba recorridas y me ofrecieron cambiar mi pasaje a primera clase. Es una locura. Yo ni siquiera fumo. Y los efectos de inhalar pasivamente el humo me están matando.
– Recuerde el espléndido desayuno que le han servido aquí y piense en las zapatillas con que le han obsequiado. Concéntrese en ello.
Fue entonces cuando, sin ser desmesuradamente violento, ni ruidoso en exceso, ni demasiado claro y nítido, ocurrió todo: la explosión, el desgarrón del motor de estribor; junto con el espeluznante fenómeno de ver catapultados los álabes y radios del rotor como una ruidosa metralla que perforaba el metal.
Mecánico de vuelo Hal Ward: ¡Dios bendito! ¡Mierda!
Primer oficial Nick Chopko: ¿Qué es lo que ocurre?
Ward: ¿Qué demonios han hecho esos operarios en el motor?
Chopko: Corta la potencia.
Comandante John Macmanaman: Vamos allá. Hagámonos con el aparato. Adelante. Hagámoslo volar.
El CigAir 101 comenzó a cabecear, y después, como para honrar a Royce Traynor, empezó a dar bandazos.
La versión un poco más larga y (por todos conceptos) muchísimo más obscena de Princesa Lolita llegó a Ewelme por mensajero. Brendan Urquhart-Gordon estaba cometiendo un delito al aceptar la entrega de la cinta, pero Oughtred le había dicho que el Reino Unido estaba ya inundado de copias del original americano, junto con toda clase de falsificaciones piratas (y que, por otra parte, mediante una complicada y costosa visita a Internet, era posible conseguir una edición abreviada y expurgada de todas las imágenes que no tuvieran un carácter explícitamente sexual). En todo caso, la conciencia de transgresión que tenía Brendan difícilmente habría podido hacerse más patente que en las prisas con que firmó el recibo del paquete y corrió a esconderlo en su cuarto. Aquella noche se retiraron a las diez. Y la impaciencia con que aguardaba Brendan aquella sesión de madrugada satisfizo rápidamente el deseo de su insomnio. Despertó a las tres menos cuarto. Ya había hablado con el capitán Mate y, por extraño que parezca, las tres puertas que tuvo que abrir hasta llegar a la biblioteca estaban equipadas con cerraduras y llaves en perfecto estado de funcionamiento… En Ewelme, el rudimentario sistema de calefacción se apagaba mucho antes de medianoche. Así que, embutido en su pijama, bata, abrigo, calcetines y botas de montaña, Brendan activó la estufa de parafina, deslizó la casete en la ranura de la máquina y se sentó a mirar entre el vaho de su propia respiración. Apagó la luz. Encendió la luz. Volvió a apagarla. Alargó el brazo para tomar el mando a distancia.
Ningún hombre en la tierra -a juicio del propio Brendan- vería Princesa Lolita con más curiosidad que él. Porque, por ejemplo, ¿quién más podía alegar un amor sano por la princesa Victoria, la princesa real, como él lo sentía? En otro orden de cosas, más general, la experiencia le proporcionaría una información esencial. O, como se lo planteaba él mismo, un tanto melodramáticamente, ¿sería él un «josé», uno de esos seres neutros de la naturaleza que bajan humildemente la cabeza mientras Dios les pone los cuernos? ¡Ay, pobre José! ¡Cuán difícil era caminar con la cabeza alta, y pasar por un hombre sabio y sincero! Y, sí…: más difícil aún con la barba… Brendan evocó el gastado recuerdo del beso que le había dado la princesa…, y cómo se había agolpado la sangre dentro de él…
Princesa Lolita empezaba con una foto fija de la partida de nacimiento de Tori Fate, seguida por el golpe de una claqueta fechada, que ofrecía imágenes del primer día de rodaje. Brendan hizo unos cálculos: la actriz tenía apenas una semana más de los diecisiete años cuando la filmación empezó. Una imagen de referencia con la torre de un castillo; y, enseguida, Tori Fate bajo una sábana, en una cama de cuatro postes. Sí, se parecía, se parecía mucho, muchísimo. Y sin artificios, como si se hubiera metamorfoseado la mismísima actriz. Pero incluso el parecido superficial demostró ser engañoso, o meramente cosmético, en el instante en que abrió la boca para dirigirse a su doncella y preguntarle (no con acento de Brooklyn o de Mississippi, sino en un inglés doblado, recortado y añadido, con perfecta dicción; la voz, aseguraría Brendan, de una mujer de la edad del rey) por las artes del amor… La doncella de Lolita -una reluciente amazona con tatuajes ocultos en sus musculosos pechos- empezó a hacerle una demostración. Brendan no tardó en decidir que el disfrute de semejante espectáculo era un test de heterosexualidad masculina que él no superaría. La parte exterior de la lengua contra la interior, la superior contra… Y, de pronto, una sacudida. Cuando el falo postizo apareció en escena como por obra de una conspiración, y le fue tendido a Tori Fate, quien se lo ciñó inmediatamente y lo mantuvo en posición sujetándolo por la base con la mano, Brendan notó una sacudida abyecta, un temblor enfermizo entre sus piernas.
Se movió en su asiento e hizo un ruido destinado a tapar cualquier otro que pudiera salir al exterior… ¡Joder…! La pornografía ponía el mundo patas arriba. Te hacía perder la cabeza y ya no importaba lo que pensara tu mente; ahora eran las partes animales de uno las que ocupaban el asiento del conductor y tomaban las riendas. Cuando Lolita acometió a su amazona por detrás, Brendan aguardó el suplicio de su excitación. Uno preferiría que esto no ocurriera cuando estás viendo en la pantalla imágenes de un sepulturero obseso sexual, de un granjero coprófago, de una mujer asesina de mujeres…, se dijo.
Al llegar a este punto, Brendan se hacía ya a la idea de pasar agitándose y retorciéndose en su asiento los siguientes noventa minutos. Pero sólo le aguardaba una revelación más, insidiosa y acumulativa, como puede serlo la sensación de oír unos pasos a tus espaldas, de noche, en un camino solitario. Muy pronto, las explicaciones para la educación sentimental de Lolita le hicieron recordar aquella única vez que asistió a una corrida de toros en Barcelona: después del tercer toro, la fascinación y el desasosiego que le producía el espectáculo seguían presentes en él, pero a estos sentimientos se había sumado solapadamente el aburrimiento. Mientras la heroína se dedicaba aplicadamente a coquetear… -ora con un grande de España deslumbrante en sus pantalones de montar, ora con un tosco y joven mozo de cuadra, ora con el diplomático lleno de condecoraciones o con el rudo marginado recogido en la calle…-, le parecía a Brendan que los intérpretes, con más prisas que deseo carnal, hacían su trabajo según una lista en la que estaban programados sus cometidos: un poco de esto, un poco de lo otro; y después, esto y aquello, incluyendo algo de tal cosa, pero sin olvidar algo de tal otra; y, después, si acaso, algo de la de más allá…, para acabar con esto al final. Siempre el mismo final: que la princesa Lolita, sonriente, con una sonrisa agradecida, y de rodillas, aguardaba su unción.
Cuando todo hubo acabado, la pasó de nuevo, empleando el mando a distancia. Contemplando pornografía, viendo practicar el sexo a otros (esto lo tenía muy claro), te estabas diciendo a ti mismo constantemente: No, no hagas esto…, haz esto otro, para, no pares, sigue, desiste… El espectador estaba inerme ante las dimensiones espaciales, pero el control remoto le daba poder sobre el tiempo. Haciendo uso de ese poder, Brendan se concentró en congelar los primeros planos del rostro de la actriz. Desde determinados ángulos, sí, se parecía mucho, tenía un gran parecido. Pero era mayor. No sólo un año mayor… Si Princesa Lolita tenía figura o forma, el poder era su leitmotiv. El ejercicio de ese poder era simbólico y demasiado complejo para ser percibido fácilmente: era el marginado que sujetaba a la princesa con un par de esposas de papel; o el noble español que la seguía a cuatro patas, conducido por una correa de gasa. Hasta que llegaba aquel momento final, cuando se rompía el equilibrio. El rostro sonriente, con semen de hombre goteando de él, colgando de él. A Brendan no le gustaba este espectáculo. Pero a su sangre, sí.
Con una dramática sensación de haber caído muy bajo, apretó finalmente la tecla de expulsión de la cinta. Por un instante alentó la absurda certeza de que la máquina retendría la casete (atrapando su contenido para posterior deleite… de Enrique, de Victoria), y él se vería obligado a arrancársela con uñas y dientes. Pero allí estaba, escupida a disgusto en el embaldosado suelo… De camino hacia su habitación, al doblar una esquina casi se dio de bruces con ella: con la princesa. Extendió ambos brazos en dirección a ella, para sostenerla o levantarla, y, al hacerlo, soltó lo que llevaba sujeto bajo el brazo. En clara contravención de todas las leyes de la vida (que exigen que todo objeto caído aterrice en el suelo con la cara más inconveniente hacia arriba), la casete de Princesa Lolita fue a descansar con la carátula boca abajo y casi sin hacer ruido sobre la gruesa piel que servía de alfombra. Aun así le dio tiempo a pensar que su abrigo y batín se abrirían ahora para revelar no ya el complemento obligado de su pijama, sino un par de calzoncillos largos, diligentemente acortados con las tijeras, y con las perneras aseguradas por cintas elásticas, que acaban justo encima de las rodillas.
– Lo siento mucho, señora. Perdonadme.
Victoria apretó contra sí su salto de cama. Era obvio que se dirigía al cavernoso baño que los tres compartían (junto con las conejeras y los arcos deportivos). Brendan esperó, mientras se recuperaba de su desconcierto, y la vio poéticamente pálida, tan pálida como la indecisa alborada que casi había amanecido ya sobre ellos. Pero lucía un rubor desigual y un tono rosado extendido por su labio superior y el tabique nasal que evidenciaba que no se había sentido bien -por supuesto no se había sentido bien- aquellas navidades y aquel largo mes de enero…
– Oh, no tiene importancia -dijo, y dio un paso para dar un rodeo. Pero, ya en la esquina, se volvió diciéndole-: ¿Sabes, Brendan…? Sólo hay una cosa que él pueda hacer.
– No comprendo, señora…
Victoria le hizo un gesto burlón con la mano, y desapareció.
Una hora después, Brendan seguía aún musitando a su almohada… ¿Cómo era la cosa? Oh, sí: trabajo. Es lo que estáis haciendo todos. Plantar cara a la situación, ¿no es eso? Y esforzándoos en salir del forzoso letargo de Ewelme… Trabajar es lo que hacen, y lo que los hace parecer tan viejos: lo que explica el cansancio de sus ojos. ¿Qué es la pornografía? ¿Sólo prostitución filmada? ¿O hay algo en ella más afín a los gladiadores? Los preservativos para protegerse…, al final no los conservan. Y la cara tiene agujeros… Gladiadores… Eran esclavos. Pero podían conquistar su libertad. ¿Qué te ha ocurrido exactamente?, se preguntaba a sí mismo. Me has matado, esclavo. Quédate con mi bolsa, villano. Y, si alguna vez prosperas, entierra mi cuerpo… Tori Fate cumplió diecisiete años el 3 de enero. El rodaje de Princesa Lolita se inició el 12 de enero, y comenzó a distribuirse el 19 de enero, el día después de que la historia de Victoria se reprodujo como por metástasis. Dificultad tras dificultad…, una sobre otra. Y eso explica el fenómeno. En el fondo de la mente, por razones nobles o viciadas, había una princesa virgen. Una muchacha de quince años… en todo su esplendor.
– ¿Lo hiciste, querida? ¿Lo hiciste? ¿Te aseguraste de que mis flores estuvieran bien colocadas? Ah… ¿De verdad? ¿De verdad, querida? ¿Y dices que él va a venir aquí? ¡Espléndido, querida! Que Dios te bendiga.
Joseph Andrews dejó un instrumento y levantó otro. Clic.
«Recordando cuanto he hecho hasta este momento, pienso que tal vez haya podido dar una impresión errónea acerca de mí. Pensará usted que soy un tipo testarudo y todo eso…, y un poco testarudo sí soy a veces, ¡por mi propio bien! Y quizá no esté usted muy equivocado. El último día de mis dieciocho meses por [clic] Jesús… Oh, sí [clic], por alteración del orden público…, viene a verme un tipo y me dice: “¿Echamos una carrera hasta el muro, amigo?” Habían puesto en el patio una mesa del comedor, y debía de medir como unos cinco metros de lado a lado, calculamos. Así que respondí que estaría encantado. Tanto más cuanto que ya me habían dado ropa de paisano. En una funda de almohada. Levantar la mesa junto al muro, subirse a ella y largarse. De hecho, la fuga duró sólo media hora, Y, por supuesto, una vez conseguían enchironarte de nuevo, te cargaban con una nueva condena. ¡Maldita sea…! ¿Adónde va a ir el oso, si no al bosque? Me echaron encima los dieciocho meses, de nuevo, más otros seis por el quebrantamiento de condena, más un año por lo que les hicimos a la pareja a la que le robamos su coche. Pero yo hubiera dicho entonces que echar una carrera hasta el muro era una buena idea, y lo haría otra vez. Has de mantenerte en forma, si quieres jugársela. Tienes que seguir pateando, como decimos allí. Pero entonces llega un día en que… la prisión es como el mar. Ya puedes ser el mejor nadador que haya existido nunca, y seguir pateando, pateando y pateando con todas tus fuerzas hasta tu último suspiro… Pero el mar es el mar. Permanecerá donde está y jamás se cansará. [Clic… Clic.]
»Así que, cuando salí después de cumplir ocho años, me asocié con Tony Eist y Keith el Serpiente. Negocios de importación-exportación en la Costa del Sol. Tony y yo habíamos recorrido un buen trecho juntos a través de Wormwood Scrubs, Borstal, en Centro de Detención y el Reformatorio. Pero el tal Keith el Serpiente era un desconocido para mí. ¿Y sabe una cosa? No me pregunte la razón, pero había algo en Keith el Serpiente que no acababa de… Llámelo un sexto sentido, si quiere. Yo no sabría definirlo, pero había algo en Keith el Serpiente que no era convincente. Un tipo muy elegante, Keith el Serpiente…, nada ostentoso. Listo. Siempre perfectamente atildado.
»Lo que hacíamos era… Bien, ahora bebería gustosamente a su salud, pero personalmente jamás he soportado las drogas. Ofrézcame una aspirina y la arrojaré de su mano. En cuanto a las drogas…, son un peligro para los jóvenes. Pero también en esto tienes que adaptarte e ir de acuerdo con los tiempos, como muy bien sabe; no puedes permanecer pegado al pasado. Teníamos dieciocho lanchas que movían a través de Puerto Banús dos toneladas de heroína al mes. Lo que hacíamos era viajes cortos a Argel -a veces incluso dos en una noche-, adonde llegaba la carga procedente de los pakistaníes y los afganos. Luego teníamos que subir siguiendo la costa y distribuirla a Europa a través de Marsella. Era un negocio muy lucrativo…, pero estaba siempre el elemento humano…
»Ninguno de nosotros éramos ciudadanos modelo, pero Tony Eist…, bueno, él no era normal. En los viejos tiempos habría sido capaz de alegar como coartada que estaba cometiendo delitos diferentes del que se le imputaba. Por ejemplo: “Yo jamás estuve en la guarida de Brink-Mats. Estaba ocupado zurrándole la badana a ese maldito animal de Argie.” O bien: “¿Cómo podría haber participado yo en ese asunto de la joyería de Waterloo? Estaba en el otro extremo de la ciudad, exigiendo dinero con amenazas.” Un hombre muy deshonesto Tony Eist… Así que un día Keith el Serpiente vino a verme a mi villa. Me dijo que había estado haciendo números…, y que Tony llevaba tiempo ¡apartando millones para sí! Bueno…, yo no iba a aceptar eso de buenas a primeras, ¿eh?
»Fui allí y pusimos las cosas en claro. Y me lo cargué. Y después, por si eso fuera poco, quedó destrozado por su propia cortadora de césped. Diesel. De dos plazas. Y su mujer no tuvo la sensatez de decir que ella lo había atropellado accidentalmente, sino que fue ¡y me denunció a los españoles! [Clic.] Sigo, pues. [Clic.] Mire, surgieron factores que lo complicaron todo. Yo no soy partidario de ponerme a echar las culpas a otro, o al impulso, o a como quiera llamarlo. Para mí hay demasiado de eso ya. Pero estamos hablando de hombre a hombre y…, bueno…, yo había estado acostándome con Angie, la mujer de Tony. Porque, si he tenido desde siempre alguna costumbre de la que deba lamentarme, ha sido ésta: la de tirarme a las esposas de mis compañeros. [Clic.] Y a sus hijas y todo, en su momento. La pequeña Debbie… ¡Y ella fue y se lo contó a Angie! [Clic.] Por malicia, diría yo. Oh, sí, fue por resentimiento. Los polis españoles andaban de culo husmeándolo todo, por supuesto; pero ¿qué podían hacer con aquel gran pantano que se extendía delante del césped de Tony y sin rastro de él? Así que yo y Keith el Serpiente arramblamos con todo lo que pudimos y nos largamos a Alicante, vendimos el barco y subimos a bordo de un petrolero rumbo a Belfast.
»[Clic.] Sigamos. Él no es diferente. ¿Él…? ¡Vamos…! [Clic.] Con respecto a eso de… tirarte a las mujeres de sus camaradas. Ahora, en estos tiempos, está mal considerado. Algo que no se hace. Mire…, sólo puedes hacerlo si tú…, si no le tienes miedo a nadie. Porque, de acuerdo, está mal… pero ¿qué va a hacerte el tipo en cuestión? ¿Presentarse y echártelo en cara? No. Le dan a su mujer un puñetazo o lo que sea y ahí se acaba todo. Fin de la historia. Porque, por otra parte, ellas se lo tienen bien merecido. Es el punto flaco de la mujer, eso es. Falta de fuerza. Falta de energía… Yo no me he casado, pero he estado prometido en dos ocasiones. Por una desgraciada coincidencia, las dos me dejaron y se quitaron la vida por razones que sólo ellas supieron.
»Durante el tiempo que pasamos en la…, en la “Isla Esmeralda”, Keith el Serpiente y yo viajamos a Londres en una ocasión. Yo tenía una cuenta que ajustar con un individuo que se había tomado algunas libertades conmigo años atrás, en Strangeways. Un sujeto llamado Mick. Debería haberme limitado a matarlo, ¿no? [Clic] Debería haber hecho picadillo al muy jodido… [Clic] Pero no. En vez de ello, pensé en una pelea limpia. Fui a verlo al patio de su casa [clic] con mis solapas llenas de cuchillas [clic] y llamé para que saliera. Le solté un par de verdades desagradables y demás. ¡Qué agarrada fue aquélla! No sé quién salió peor librado. Aunque yo he seguido activo desde el momento en que dejé la cama del hospital. Y luego vino el único delito que he cometido en suelo británico y por el que nunca pagué mi deuda con la sociedad. Me refiero al asunto del mercado del oro y el IVA. Yo y Keith el Serpiente estábamos convencidos de haber hallado una auténtica laguna legal, porque no había IVA para las monedas que fundíamos y revendíamos a la Casa de la Moneda. Pero Hacienda empezó a manifestar discrepancias. En todo caso, serían unos diecisiete millones en moneda actual. Pero a eso volveré luego.
»En resumen, que Keith el Serpiente y yo trasladamos nuestro negocio a Dublín, y arrancamos de nuevo. Yo me establecí sin encontrar ninguna clase de dificultades. Con respecto a los irlandeses del sur, yo no sé qué piensan ni en qué tienen la cabeza la mitad del tiempo. Demasiado Danny Boy, diría yo. [31] No podían dar crédito a las medidas que Keith el Serpiente y yo estábamos dispuestos a tomar. Comoquiera que sea, pasamos siete años muy felices en Irlanda. Vino luego el negocio con el IRA y la desgraciadísima circunstancia que separó los caminos de Keith el Serpiente y mío.
»Yo jamás he querido publicidad. Hay gente muy notable en el mundo del hampa que siente una terrible debilidad por ella. Pero yo he visto caso tras caso los efectos de la publicidad. Ya sabe… Consigues el poder, quieres que eso se sepa. Todos deseamos ser el perro principal de la casa, el gran hombre, el rey bastardo… Pero las cosas no pueden funcionar de esa manera aquí abajo, donde todo se mueve en sentido contrario… Lo cierto es que yo iba conduciendo mi Mercedes y me distraje un instante. Lo siguiente que supe fue que me había salido de la calzada y había atropellado a una joven -embarazada, además-, que, desgraciadamente, murió enseguida. Bueno…, no fue un final con cánticos y danzas al efecto…, aunque no se te puede culpar por darle un golpe a alguien si vas sobrio, y mi abogado dejó muy claro que hubo algo sospechoso en mi prueba de alcoholemia. Pero entonces salió a relucir lo que era y lo que tenía. Y el IRA se dijo: Ojito con éste.
»Aún estoy en libertad bajo fianza cuando me entero de que hay planeado un secuestro. Lo cual tiene su gracia. Como prisionero de categoría A, he repartido mi pan con todos sus jefes, y no existe la más mínima posibilidad de que se les haya ocurrido secuestrarme. Pero para entonces ya estaba Scotland Yard metiendo las narices en el asunto, así que pensé que era hora de irnos de allí. Se lo dije a Keith el Serpiente: “Keith, muchacho. Es hora de largarnos.” Y él me suelta: “Yo no me he llevado por delante a ninguna embarazada. Lárgate tú.” Justo, sin duda. “Por mí está bien, amigo. Sigue tu camino, y yo tomaré el mío.” [Clic.] Y ésa, ¡ésa es su idea de la lealtad…! [Clic] Y me puse a hacer mis preparativos para emigrar al otro lado del océano.
»Vayamos a la triste conclusión de mi amistad con Keith el Serpiente. Todo arrancó de una locura, en realidad; como tantas otras cosas, supongo. Había bebido, fui a verlo, y le di una paliza. Después fui a verlo y le dije: “Keith, amigo… Te pido disculpas, sinceramente. Lamento mucho lo que ha ocurrido, y espero que puedas perdonarme de corazón.” Luego nos estrechamos la mano y todo eso. Sé que va a costar tiempo arreglar esta diferencia… Apenas había salido del hospital cuando fui a verlo de nuevo y tuvimos otra agarrada. Le hice trizas todos sus trajes y demás. Tejidos espléndidos. De lo mejorcito… Eran mi debilidad en aquel entonces. El alcohol me soltó la lengua y empezamos a discutir. Él insistía en irritarme los nervios. La misma charla estúpida. Le digo: “¿Por qué andas siempre con putas? ¿Por qué no te buscas una mujer como Dios manda?” “¿Para qué? ¿Para que puedas tirártela tú? ¿Por qué te tiras a las mujeres de tus camaradas?” “Bueno…, lo hago siempre.” “Sí, pero… ¿por qué?” “Siempre me tiro a las mujeres de mis amigos.” “Ya, pero ¿por qué motivo?” “Porque lo hago siempre.” [Clic.] “Vamos a ver, Jo… ¿Quieres tirarte a mi mujer para hacerte pasar por mí?” “¡Hey!” “Dime, Jo… ¿No estarás queriendo tirarte a mi mujer para hacerte pasar por ella…?”… Bueno, y ahí acabó todo. [Clic] Una de esas clásicas discusiones en círculo. Mucho bla, bla, bla.
»O sea, que volví a atizarle. Y esto es lo que ocurrió: Yo había dejado que me atara a la cerca del prado (esto ocurría en la granja que tengo cerca de Balbriggan). Y lo primero que se le ocurrió fue decirme que no había sido Tony Eist quien me la había jugado en España. ¡Que había sido él, Keith el Serpiente! Así que le dije: “Eres un traidor. Hazme lo que quieras, compañero. Pero sin navaja, ¿vale?” Y Keith el Serpiente dijo: “Vale.” ¿Y qué crees que fue lo que hizo? Me atacó con la jodida guadaña. Allí, en paños menores, gritando como un poseso. Y me dejó revolcándome en mi propia sangre. Sólo en el pecho tuvieron que darme más de doscientos puntos. Un corte va desde la oreja, cruzando la mejilla, por debajo de la nariz, pasa por encima de la boca, atraviesa la mandíbula y llega hasta el cuello. [Clic.] Me rajó también mis partes, incluso. Hasta tan abajo llegó. ¡Ah, Keith, muchacho…! ¿Qué te sucedió? [Clic.] Jamás entenderé por qué no remató el trabajo, cuando nada se lo impedía. ¿Se volvió loco, o qué?
»Después de una corta estancia en Paraguay, Argentina y Brasil, por fin me he instalado en el sur de California. Y si mi nombre apareció alguna vez en los periódicos, fue por la foto de un vejete sentado junto a una piscina en Río, con una copa de champán en la mano y una fulana mulata en las rodillas. Pero ése es mi hermano Fred, y ningún sujeto lo ha tenido más fácil en la vida que él, con la pensión que le paso. Mi historial aquí, en el sur de California, está absolutamente limpio… y…, bueno, he hecho otra fortuna en la industria del vídeo doméstico. Por completo legítima. [Clic.] Así que, si desea ver a una reina de la belleza metiendo la cabeza por el culo de una jirafa, o al revés, estaría encantado de mostrársela. [Clic.] He dedicado cuantiosos fondos a obras de caridad, y desempeño el cargo de tesorero de la asociación local de ciudadanos.
»Ya ve… No soy un mal tipo, en realidad, una vez sabido y dicho todo. Yo diría incluso que soy el hombre más encantador de la tierra… Ya sabe, a la hora de entrar en el coche, siempre “Después de ti, querida”. En las tiendas, “Buenos días a todos” y “Que Dios los bendiga”. He vivido según mis propias reglas… y, sí, ¡pobre de quien las quebrante! Soy el que soy. Jo es Jo. Éste es el camino que he seguido. El juego al que he jugado. Sí…, justamente el juego al que he jugado.
»Y ahora, hablemos de negocios.»
Un grueso tábano se materializó de pronto entre los moteados nudillos de su mano derecha. Bajó despacio la izquierda hacia la funda con los aerosoles.
– Esto no te va a gustar, no te gustará, amigo…
Inclinó el cuerpo hacia delante para respirar de lleno la fragancia del propelente. Como ocurre con un ambientador barato, trataba de ocultar la esencia negativa de todos los olores. Se le humedecieron los ojos: aquello lo tiraba de espaldas.
Fue como la asfixiante dulzura de una celda nueva a la que acaban de arrojarte. Olor a detergente perfumado, librando una batalla perdida contra los fluidos de otro hombre, el miedo de otro hombre.
Clint Smoker se había sentado, de momento, en un bar-granja del Ignacio Boulevard. Escribió: «Algunas sedicentes quinceañeras se ponen a dar gritos de que han sido violadas después de haber pasado un buen rato retozando en una cuneta con un chico algo mayor que ellas.» Borró lo escrito: tenía que apresurarse… Esperaban su visita, hora y media más tarde, en Producciones Karla White, en Inocencio Drive… No, tenía que reconocerlo: él, Clint Smoker, estaba viviendo la oportunidad de su carrera periodística. Aquella mañana había entrevistado a un macarra llamado DeRoger Monroe en la estación de los autobuses Greyhound de Lovetown, y escribió una admirativa semblanza. Mientras vertía en su Coca-Cola una bolsita de azúcar tras otra, DeRoger le había contado cómo funcionaba la cosa: les decías a todas que iban a ser superestrellas, y, entre tanto, te dedicabas a consumir drogas duras con otros macarras. Luego, cuando las chicas habían perdido hasta el último diente, las “llevaban a Florida”: les daban una paliza final y las arrojaban de un puntapié a la calle… Dentro de un rato, Clint mantendría su entrevista con Karla White. Y, más tarde, tenía la apetecible perspectiva de una hora con Dork Bogarde. Para hacérsele la boca agua a cualquiera.
Pero no se trataba sólo del reportaje de Clint. Habría que mencionar las editoriales que escribiría a su vuelta, los artículos de pensamiento, de «culto virtual», del Perro Callejero, como lo había descrito Strite. Ahora escribió:
• Y por eso alguna espabilada reina del hielo busca compensación al «acoso sexual» tras dejar su trabajo después de un rato de inocentes bromas alrededor del refrigerador de agua.
Ha sacado ya unas pocas libras por su ropa hecha trizas y sus pagos al dentista.
Y ahora pretende llevar a los tribunales a esos nueve muchachos por «daños emocionales».
Bueno…, no va a reconocerlo, ¿o sí?
No va a decir: «¡Me gustó a rabiar!»
El Perro Callejero ha consultado a todas las chicas a propósito de si las chifla recibir una palmada en el trasero.
Y no me digan que hay una sola de ellas que, estando a solas en el ascensor, le haría ascos a un sano pellizco en los pezones.
Anda, aquí llega la vieja Marge, gruñendo y suspirando con su fregona y sus cubos.
Se ha arrodillado sobre sus lustrosas y enrojecidas rodillas, quejándose y gruñendo, con su enorme culo al aire.
Miradla, chicos, y animaos. ¿Dónde está la aguijada para espolear a las vacas?
Clint hizo una pausa y se quedó pensando. Karla White: las mejores tetas de Lovetown. Era cosa sabida. ¿Gafas oscuras? Correcto. Cerró los ojos, hizo otra pausa y siguió escribiendo:
• Y así un par de muchachos sacudieron a una anciana de Hammersmith, al tiempo que le quitaban el dinero de su pensión.
Está bien, muchachos, pero no volváis a hacerlo.
Y dejad en paz su instrumento, ¿vale?
Respetad las viejas fotos de la anciana de los ojos negros que retienen el tiempo.
Tiene sólo 77 años -una niña para los tiempos que corren- y es capaz de aprovechar las oportunidades como la que más.
Además, lleva ya mucho tiempo apestando el lugar, ¿no?
Cuando se ponen así, más les valdría estar muertas. Así que póngase pronto bien, Abuela…, si puede ser. Pero deje ya de quejarse. ¿Vale?
Una lucecita le indicó a Clint que acababa de recibir un e-mail; lo abrió enseguida:
kerido: todo fue maravillosamnt, maravillosamnt, con papá, yo siempre fui su favorit@, ya sabs qando era niñ@, él adrba por donde yo pisaba: y para él brillaba el sol d mi*… stuvo tan puntual cmo siempre y muy galnt con el ramo d flors y los toffes, siempre un prfecto caballro pra mí, llno de divertid@s histori@s acrca de sus amigas. yo le prparé su cmida favrit@ (callos & ssos), con vino a la luz d las vlas, pro luego la bomba, la catástrofe; a mi pdre le han diagsticdo cáncr. stoy absolutamnt dstrozada. k8.
¡Pobre pequeña!, pensó Clint. Aun así, esto puede resultarle ventajoso a un hombre. Hace que des gracias de no estar muerto.
Por una vez en la vida.
– Fucktown -comenzó Karla White-, en su fase actual, que podría estar llegando a su fin ahora con el fenómeno de Princesa Lolita, pudiera muy bien llamarse Hatefucktown. Porque ésta es la forma hoy dominante: el Jodiar. [32] Pero retrocedamos un poco.
– Permítame ver si este trasto…-dijo Clint, que dedicó a su grabadora una malevolente mirada.
– … La pornografía se controló a sí misma hasta la segunda parte de la anterior administración, cuando, como usted ya sabe, nos encontramos todos de pronto con que teníamos un presidente porno. Bajo esta porno-presidencia, la pornografía dejó de regularse a sí misma y entró en su etapa de Salò.
– Perdone, Karla. ¿Salò…?
Karla estudió a su interlocutor preguntándose si tendría algún objeto hablarle de Mussolini y de la República títere de Salò. Era lo bastante americana para conceder entrevistas más o menos automáticamente, pero había leído un sumario informe acerca de Clint; estaba al tanto de su reciente estancia en el centro de John Working en el valle de San Sebastiano; conocía las cifras de tirada del Morning Lark y tenía alguna idea de la naturaleza de su contenido.
– Un compendio de guarrerías -dijo-. Inmediatamente se puso un énfasis abrumador en la sodomía hombre-mujer. Su santo y seña era: «Los coños son mierda.» Se identificaban así por teléfono: «¡Los coños son mierda!» Un director afirmó: «Con el sexo anal, se manifiesta la personalidad de la actriz.» Oh, sí, claro: ¡su personalidad! Se pasaban horas hablando de la virilidad femenina, de la testosterona de la mujer. Lo que resulta extraño considerando la siguiente fase: el sexo por detrás es sucio.
Clint se colocó bien sus gafas oscuras y reanudó su intento de contemplar los pechos de Karla, los cuales le devolvieron la mirada, sin pestañear, irreprochablemente inocentes, y despertaron una sensación de humildad en él. Pensó en lo generoso que era de su parte no ocultarlos, permitir que estuvieran luciendo su cálida presencia. También se le ocurrió que en cualquier momento podrían iniciar una cuenta atrás desde tres, y que él haría exactamente lo que le dijeran.
– Lo esencial del autocontrol tiene que ver con dos áreas: la violencia hombre-mujer y la pedofilia. La violencia hombre-mujer se llamó Ojo a la Funerala y empezó con la conocida serie «Abajo el Hombre». Les decían a las chicas: no os las deis de orgullosas y gritad mientras os hacemos esto. Básicamente, les atizaban, les atizaban de veras. La tendencia pedófila se denominaba, extraoficialmente, Cortos de Vista: las chicas vestían ropa infantil y hablaban con voces infantiles y jugaban con muñecas mientras los abuelos se corrían en sus bocas. Y cosas peores aún. Hablo en serio. Las niñitas no eran tales, por supuesto. Junto con tu prueba negativa del sida, tu partida de nacimiento es tu permiso de trabajo. Has de enseñarlo incluso en un gerontoporno o establecimiento para viejos. Incluso las personas de ochenta y cinco años tienen que probar siempre que son mayores de diecisiete. Así es el porno.
Viejo verde-cipote, pensó Clint. Riman, más o menos.
– Todo esto terminó cuando la nueva administración inició su guerra santa contra el porno. Las líneas Ojo a la Funerala y Cortos de Vista desaparecieron de inmediato. La de Los Coños son Mierda se mantuvo algo más, porque la sodomía hombre-mujer no es ilegal en todos los estados. Pero luego resultó que algunos metomentodos (aguafiestas o metiches, Clint) compraban una cinta de sodomía en Arkansas, donde no es ilegal, y la introducían en Alabama, donde sí lo es, con lo que podían ser encausados en su capital, en Montgomery. Y así en otros casos. Pero los trabajadores del porno son creyentes también. Les fastidian los formalismos. Y no renunciaron. Docenas de productoras fueron borradas del mapa y algunos muchachos de primerísima fila fueron enviados a la cárcel, donde, tratándose de las prisiones de Alabama, puedo asegurarle que no hizo ninguna falta decirles que los coños son una mierda. Después vinieron las lagunas jurídicas que hicieron posible la fundación de Lovetown. Y el género dominante hoy es, sin lugar a dudas, «Jodiar».
Siguieron hablando… del Jodiar, del Manguerazo, del Café con Leche, de la Cara Roja, del Pijama Party… Tras una hora de charla con Karla, Clint comenzó a sentirse vagamente consciente de su entorno; cristal, espejos, mobiliario tubular… Podía haberse tratado de cualquier empresa antigua, salvo por los pósters: de chicas porno, en colores porno, con mohines porno… Caguemos juntos, Carne real, Popa y circunstancia, Ana de las mil folladas, María, Reina de las Putas, Verga tiesa, El rey Culo y Princesa Lolita 2, Princesa Lolita 3, Princesa Lolita 4…
Sintiéndolo un poco distraído, Karla siguió la mirada de Clint, y le dijo:
– Van juntos el porno y los juegos de palabras, ¿verdad? No podría ser de otra manera. Porque la falta de humor es el alma de la pornografía. Una sonrisa auténtica, y desaparecería todo.
– Sin embargo, todo esto está acabado, ¿no?: el vídeo, quiero decir. Ahora está Internet.
– El alquiler de vídeos está de capa caída. A pesar de Princesa Lolita. Fíjese en las chicas: tienen cara de bragas acampanadas. Aspecto de colmena. El futuro es interactivo. Lo que llaman «hecho a medida». Y será el espectador quien mande.
Clint se quitó las gafas de sol y sonrió, decidiendo ejercitar su nueva confianza: la confianza de que gozaba ahora como alumno distinguido de la Academia de San Sebastiano para Hombres con Aparato de Inserción Corto.
– ¿Lo echa usted de menos? La actuación, quiero decir.
– No -contestó Karla, que había respondido a esa pregunta, y a todas las demás, muchas veces antes.
– Usted fue objeto de abusos en la infancia, ¿no es verdad? ¿Lo han sido todas las actrices?
– Algo de eso hay… Es el mito de la creación del porno. Pero el porno es una industria ahora. Los tiempos cambian, Clint. Conozco a una chica que acude con sus padres a la gala de entrega de los premios al vídeo para adultos. Su padre salió mostrando con orgullo la estatuilla concedida a la hija por el Mejor Sexo Anal.
– ¿Hay algo que usted no haría nunca? Como actriz, quiero decir. ¿Fisting, lluvia dorada y esas cosas?
– Yo me retiré antes de que comenzara esa moda. Antes de la etapa de Los Coños son Mierda.
– ¿La apetecerá una copa después?
– ¿Con vistas a…?
– Dígalo usted. Es la profesional. Otro día, otra polla. Usted dirá.
Notó que ella lo estaba mirando con incontrolada fascinación…, con una fascinación en absoluto disimulada. Clint comenzaba ya a sentirse veintisiete mil dólares más pobre…, y eso que Karla aún no había dicho lo que dijo a continuación.
– De acuerdo. Y los hombres a los que estaba yo acostumbrada -dijo de pronto, al tiempo que tomaba el vaso de agua que tenía encima de su mesa- son como esto.
Clint siguió instrucciones: confrontado al incumplimiento, construyó una realidad diferente:
– Bueno… No habría funcionado, en cualquier caso. Tengo que volar a Hawai dentro de un par de horas.
– Pensaba que iba usted a ver a Dork Bogarde.
– Ah, sí… Pero es que está fuera de la ciudad.
– No, no lo está -dijo Karla poniéndose en pie-. Lo espero en Dolorosa Drive mañana por la mañana. Tiene que rodar una escena con Charisma Trixxx. Mañana es el primer día de rodaje de Corona de azúcar.
– Espere… Debo de haberme confundido de día -dijo Clint, y añadió arrepentido-: Kate siempre me está riñendo por eso. Así que tal vez sí pueda…, esto…, lo miraré. Estaré allí.
Con un estremecimiento de difícil interpretación, Karla dijo:
– Encontrará este plató cerrado a cal y canto.
Aquella tarde, después de tres horas de Ojo a la Funerala y Manguerazo en su hotel, Clint alcanzó una sensación de pertenencia: la sensación de ser parte de Lovetown.
Sir Dork Bogarde vivía en una casita porno con un camarada del oficio, Semental Johnsonson, en la zona de Fulgencio Falls, en Lovetown. Cuando Clint llegó y se hicieron las presentaciones, estaban los dos fuera, en el patio porno… Había un jardincillo en el que loros porno sujetos con cadena a sus perchas gritaban tacos y se cagaban alrededor de la piscina porno. Dork descansaba con los pies apoyados en un puff porno y con la cabeza recostaba en cojines porno adicionales; Semental sirvió el vino porno. Parecía, sin embargo, que Dork tan sólo deseaba hablar de una cosa: del dinero porno que cobraría.
– Lo que digo es que estoy la mar de bien aquí -dijo con una indignación no exenta de garbo-, desnudo como vine al mundo. Y que allí, sudando a mares por todos mis poros, por follar a…, a una palurda que acaba de llegar del pueblo…, ¿me van a dar trescientos dólares? Dispénseme. Perdone… ¿Mientras que el tipo que observa la escena desde una butaca…, un gilipollas de la Vieja Inglaterra…, cobra diez de los grandes? ¿Cómo puede proponerme esa «indinidad»? No, no creo. Yo diría que no.
Extrañado sinceramente, y divertido y genuinamente admirado también (había incurrido en otras incorrecciones, aparte de «indinidad»…, pero había que descubrirse ante aquel tipo, con sus pectorales porno, su coleta porno y su monstruosa verga porno, con los que estaban familiarizados todos sus fans), Clint observó:
– Sí, pero usted será el único que se correrá, ¿eh, compañero?
Sir Dork le suplicó a Clint que tuviera en cuenta una cosa: la presión que implicaba el porno.
– ¿Se la has dado ya? -le preguntó a su amigo Semental. Se refería, como le había dicho antes a Clint, a «la cinta de la prueba de Charisma Trixxx follando». Mañana se la iban a presentar, en el plató de Corona de azúcar-. Dígame, Clint. ¿Podría usted actuar con tres descansos para tomar un café y otro para el almuerzo? ¿Y los focos? ¿Y la gente?
– Sí, pero ahora existe una alternativa, ¿no? -Clint pensó con rencor en Karla White y en lo que le había dicho a propósito del porno y el Potentium-: Todos lo emplean y todos dicen que no lo hacen.
– Yo no lo uso nunca -dijo Dork.
Clint recordaba las palabras de Karla. El Potentium -le había dicho- había resultado ser la maldición del rey Midas para el porno masculino. En los tiempos anteriores al Potentium, un gatillazo equivalía a un día y cierta suma de dinero perdidos. En el post-Potentium venía a significar que el hombre estaría listo quince minutos después, con las mejillas encendidas (de ahí lo de Cara Roja) y un dolor de cabeza porno. Pero había menos suicidios y eran menos los que se venían abajo, así que todos empezaron a usarlo. «El cambio provocó controversia», como escribiría Clint más tarde: y debemos recordar, como hace Dork Bogarde, que «esto ocurría por la época de Los Coños son Mierda…». Algunos dijeron que el Potentium era mierda también; era una afrenta para las fuerzas del mercado porque interfería con la realidad de la excitación sexual. Quienes argüían de esta forma resultaron ser puristas…, porque al consumidor no le importaba. «Ser capaz de follar, o de fingir hacerlo, en público», decía Karla, «fue en tiempos una habilidad comercializable. Pero ahora puede hacerlo cualquiera. Los hombres, sus gruñidos, sus erecciones, jamás fueron una atracción. Y ahora no son más que sistemas de mantenimiento vital para una tableta de Potentium.» Karla decía que eso la sorprendía. Decía que siempre había pensado que el consumidor era un tipo con profundas tendencias homosexuales…
Dork le planteó ahora a Clint una paradoja porno:
– Verá, Clint -le dijo-: lo que nos estresa de veras es lo contrario: el Manguerazo. ¿Cómo va a poder un hombre realizar su fantasía cuando tiene pendiente sobre él el espectro del Manguerazo?
Al cabo de un rato, Dork volvió al tema del dinero y de los porcentajes del porno, hasta que Semental confirmó la llegada de la cinta de la prueba de «follaje» de Charisma Trixxx.
– Mire eso -dijo Dork, haciéndole señas acerca de lo que aparecía en la pantalla-. Un culo suave. El monte bien poblado y auténtico. Y no me refiero precisamente a la cresta. Estoy hablando de la presentación…, de todo el chumino.
– Sus gemidos suenan bien -reconoció Semental.
– Se la ve trabajar bien el cuello en la toma desde detrás.
– Y me gusta ese lametón en el canalillo.
Quince minutos después, Semental dijo:
– Ya estamos. Una amable preparación para el facial.
– … ¡Uau! -exclamó Dork-. ¿Ven eso? ¡Directo en el ojo! -Se volvió hacia Semental (ya se había comentado antes que éste había destacado en el porno gay)-. ¿Hace daño eso? Quiero decir…, ¿no quema o algo por el estilo?
– ¿Que si quema? Es un jodido fuego. ¡Y ella ni siquiera ha rechistado!
– No quisiera tener ningún problema mañana. ¿Rechistar? ¡Si ni siquiera ha parpadeado! ¿Había visto usted algo semejante, Clint…?
– Sí, bueno…, muchachos, muchas gracias -dijo Clint-. Por cierto, Dork…, resulta que conozco a una de sus conquistas. -Y pronunció su nombre con evidente placer-: Donna Strange…
– ¿Perdone?
– Donna Strange…
– ¿Cómo dice?
– Una…, una morenaza inglesa. Con una mecha plateada en los cabellos y boca deliciosamente fruncida… Se la chupó a usted a la sombra de una pirámide y más tarde usted la folló por detrás en un globo de helio. Finalmente, aterrizó con ella sobre el Everest y eyaculó en sus tetas.
– … ¿Que me corrí en sus pechos? Así fue. Ocurrió. Tenía usted razón para pensar que lo recordaría.
De camino de regreso al hotel, Clint entró en otra videoteca. Y allí estaba todo de nuevo, ordenado por géneros, como mostrando gráficamente las palabras de Karla White. No el «Jodiar», porque todo era Jodiar, aunque rotulado de otra manera. Pero sí el Manguerazo, el Falso Manguerazo el Cara Roja, el Café con Leche y el Lengua Amarilla. (El Lengua Amarilla, le había explicado Karla, es para los que añoran la habitación del motel, la cámara de vídeo manual, la iluminación morbosa y la mirada sin tapujos sobre las drogas), más una categoría llamada específicamente Princesa Lolita.
Trabajó hasta la madrugada en su semblanza estelar de Dork Bogarde. Luego, para rebajar la tensión, estuvo repasando algunas cosas para el Perro Callejero. Hacia mediodía, hora de Londres, recibió el siguiente mensaje:
kerido: t agrdzco tanto tu consolador mnsaje… no s nada a1, pro las cosas están +s clars ahora, siento como si m hubieran quitdo un gran pso de encma. a1 que mi pdre tenga que kedar hosptalzado en st andrews gravmnt enfermo… ¿sabs ke pienso? ¡pienso ke m stoy enamorando de ti, clint! sí, d ti y d 0 más. clint. d ti, d ti, d ti. ¿stas familrzado con la poesía d ezra pound? mntras t scrbía sto, pnsaba en sus versos («y ahora l digo al niño k entre, d rodillas, y nvío esto a 1.000 km pensando») stoy lca por ti, clint. ven a vrm a tu regrso. solo qando tu y yo estms sgurs y n paz. tiernamnt, k8.
ps: adoro al prro calljro. le pongo velitas al prro calljro. el prro calljro s 1 dios pra mi.
El Perro Callejero se enjugó las lágrimas y se arrellanó en la butaca para ver un par de horas de Lengua Amarilla.
El tercer mensaje (el último) de su topo, el enemigo de su enemigo, consistió en una comunicación, sin una sola huella dactilar, dirigida al ordenador portátil de Brendan. Aquel mismo día, horas antes, un proveedor de servicios igualmente anónimo difundió seis nuevas instantáneas de la princesa, una de las cuales mostraba -como sensacional particularidad- su asustado rostro oscurecido a medias por la sombra del intruso… El mensaje recibido por Brendan decía: «El 10 de febrero se presentará un ultimátum. Aconsejamos obedecerlo de inmediato. Insistan de nuevo en que todos los materiales acerca de la princesa son puro juego de luces y trucos. Sólo luces y trucos.» Con un nudo en el estómago, pero también con la cabeza maravillosamente clara, Brendan redactó un despectivo comunicado de prensa desde Ewelme. Luego tuvo la peor charla de su vida con el rey.
– Tenemos una sorpresa, señor -empezó-. El capitán Mate ha dimitido. Con efecto inmediato.
– Me alegra mucho oírlo, Bugger.
– Pero es un poco extraño, señor. Podríamos…
– Llevo años intentando despedirlo.
– ¿Señor?
– Sí, Bugger. Por su aspecto físico. Pero jamás he podido con él. En fin, despreocúpate de él ahora, y vamos a lo nuestro. Tienes ese resplandor especial en los ojos, Bugger… Sí, lo tienes. Yo diría que me estás preparando para algo horrible…
Enrique miró por la ventanilla del tren real pero no había nada que ver. Dirigirse al norte, al norte de Ewelme, con sus nieblas y espumas parduzcas, y en la peor época del año… El momento de duda, pensó. Tendré que volver a él, que revivirlo. El momento de duda…
– Está bien, Amor. -Enrique aguardó unos momentos, y luego dijo, dirigiéndose a Victoria-: ¿Tú crees en la vida después de la muerte?
– Tratas de cambiar de tema, padre.
– No estoy cambiando de tema. Es prácticamente el único tema que hay. Contigo. Estos días, querida.
– Bueno, sí… Sí creo. ¿Y tú?
– … No.
– ¿Ves? Lo que tú tienes no es fe. Es mera costumbre.
– Fe… La fe es una fuerza. Se debilita a medida que envejeces. Como todas las fuerzas.
– Sí has cambiado de tema. Porque el tema es precisamente éste: distraer la atención de mi…, de mi embrollo en la Casita Amarilla…
– Fuera lo que fuese lo ocurrido allí.
– Sí, fuera lo que fuese. Y, para distraer la atención y ganarte las simpatías de los medios de comunicación y de millones de personas -dijo-, vamos a Escocia a matar a mamá.
– No… digas… tonterías, querida.
Al cabo de un rato, siguió:
– Bugger… Brendan, mejor dicho, me contó que le habías dicho que había algo que yo podía hacer. Interpretó que querías decir que había alguna cosa que yo podía hacer para arreglar las cosas.
– Puedo decirte una que no haría. Asesinar a mamá. Y no puedo ayudarte. Tendrás que arreglártelas tú por tu cuenta.
Se acercaba el crepúsculo. Corrían a su encuentro. Enrique se retrepó en su asiento y trató de consolarse pensando en El Zizhen.
En su dormitorio en Tongue las corrientes de aire lo habían despertado a las cinco y media. Obligó a Amor a saltar de su catre militar dándole una patada y después bebió té con unos buenos chorros de brandy hasta que los dientes dejaron de castañetearle. Un baño con agua simplemente tibia; un afeitado con agua fría… Se puso su traje negro y su abrigo más recio, heredado de su padre, Ricardo IV, y conservado aún como sobrio tributo al poder protector del cachemir y la seda. Y después se adentró en el crepúsculo matinal y el canto del gallo.
A diferencia de su predecesor numérico, que habitualmente agotaba a una docena de corceles en el espacio de una tarde, Enrique IX aborrecía todo cuanto tuviera que ver con caballos (con la única excepción del Royal Ascot); pero Pamela, por supuesto, había sido una excelente amazona durante toda su vida. Eran incontables las veces que Enrique había sacudido la cabeza y se había levantado de su asiento para verla trotar desde la habitación situada a unos nueve metros del suelo… Aquel septiembre, en Tongue, la reina tardaba en volver de su segundo paseo de la tarde. Volvió su yegua, Godiva, pero Pamela no regresaba. El rey tomó una bicicleta del patio y tras muchas indecisiones y rodeos…
A pie ahora, enfundado en su abrigo, Enrique dejó la gravilla y pasó al prado, donde comenzó a seguir nuevamente aquellos pasos.
Recordaba la forma como había cambiado el color del día. Al principio estaba simplemente muy espantado, sobre todo por sí mismo (por la bici), y también bastante irritado (podía imaginar ya los exasperantes plácemes por la normalidad recuperada). Pedaleó por el camino de ceniza hasta pasar al otro lado de la colina y, al volverse, vio a Godiva, sin su jinete, en el patio de las cuadras. Y a partir de ese instante cambió el color del día.
Fue él quien la encontró… Pamela le había hablado del lugar en que se amortiguaba el ruido de los cascos de los caballos en las proximidades de la cantera de yeso, y fue hacia allí…, hasta que, con un horrible frenazo, tuvo que detenerse y hacer un alto para contemplar el asqueroso reptil que se hallaba en mitad del camino; una serpiente gruesa, ya muerta, ya pudriéndose: resbaladiza, húmeda, amarilla. Como el forúnculo reventado de un troll o un genio [33] tutelares… Sí, pensó, se podía perdonar a Godiva que hubiera retrocedido ante semejante espectáculo. Y allí, en la ladera llena de zarzas, yacía Pamela, con sus botas, sus pantalones de montar, su chaqueta de tweed, su casco recubierto de terciopelo, arqueada hacia atrás sobre un peñasco, con los ojos abiertos de par en par. La bicicleta cayó con un breve ronroneo de los radios de las ruedas, Enrique comenzó a bajar por aquel paisaje nevado, un paisaje lunar, del yeso invernal.
– ¡Oh, no, Pemmy! -exclamó, acentuando la segunda y la cuarta sílabas, como lo había hecho muchas veces antes cuando le recordaba algún deber social recurrente, le censuraba que se pusiera un pañuelo chillón en la cabeza, o conseguía una mano decisiva en el ludo o el backgammon.
Y entonces, rítmicamente, como acopiando aire para ese momento, su momento de duda, Enrique dijo:
– Por lo menos, por lo menos, por lo menos… se han acabado ya las condenadas… -Fue entonces cuando empezaron a temblarle los hombros-… ¡Por lo menos, se han acabado ya las condenadas citas a las tres de la tarde!
Y las palabras lo envolvieron como un irreconocible pedo cuando añadió:
– Sí, oh, sí… Ésta eres tú, ésta eres tú.
A bordo ya del helicóptero le descubrieron un levísimo pulso en la ingle, y una hora más tarde estaba ya en la máquina en el Royal Inverness.
Esto había ocurrido hacía dos años. Enfundado en su traje negro, en su abrigo negro, Enrique se hallaba ahora de pie en la tierra blanca del campo de yeso. Era ya hora de despertar a la princesa.
La paciente semejaba una enorme y vieja mujer india, con las pinturas de guerra de la muerte marcadas en su rostro, pero respirando regiamente.
Enrique pasó la mano por abajo a través del aire.
– Mamá está…-dijo Victoria.
Victoria señaló las líneas paralelas que aparecían en la pantalla.
– Pero respira.
Y respiraba ávidamente, codiciosamente. ¿Podría alargar la mano y asirlo, y retenerlo y arrastrarlo allí dentro? Y entonces Enrique volvió a oler su propio rastro, el olor humeante del secreto que lo consumía, como un fuego apagado en ríos de sudor.
– Sólo es la máquina -dijo Victoria-. Sólo es la máquina la que respira.
– Desconéctenla -gritó Enrique-. Apáguenla. ¡Desconéctenla!
Sistema de Mantenimiento de Aeronaves en Vuelo: Uno cero uno heavy, repita, por favor.
Comandante John Macmanaman: Confirmo fallo por explosión en el motor número dos. Perdida la caja de accesorios número dos. Los restos han dañado el estabilizador horizontal y la línea número uno y la línea número tres. Esos sistemas hidráulicos están inutilizados. ¿Entendido?
SAM: Entendido, uno cero uno heavy. Han perdido ustedes la número dos.
Macmanaman: No. Hemos perdido las tres.
SAM: Uno cero uno heavy. ¿Han perdido la número tres?
Macmanaman: Hemos perdido todas.
SAM: Uno cero uno heavy. Conservan aún la número uno, ¿es correcto?
Macmanaman: Se han perdido las tres. Repito. Hemos perdido las tres.
SAM: Uno cero uno heavy. Entendido, entendido. Disponen ustedes de un sistema hidráulico de emergencia.
Macmanaman: Afirmativo. Pero el maldito automático no se suelta. El ordenador de a bordo asume que una sobre tres es una situación ficticia. Inclinación lateral extrema. Cabeceo extremo también.
Mecánico de vuelo Hal Ward: Probad ahora.
Primer oficial Nick Chopko: Sí, pero…
Ward: Intentadlo.
Chopko: ¡… Automático suelto!
Macmanaman: Lo noto. Lo noto. ¡Automático suelto! Recuperamos la presión hidráulica. Volamos ahora manualmente. El morro se levanta. Estabilizándose. Estabilizándose. Se inclina aún, pero no hay cabeceo. Aunque no tendremos flaps.
SAM: Uno cero uno heavy. Despejo la frecuencia y los paso a Detroit.
Chopko: El sistema hidráulico de reserva… ¿Sabe alguien dónde está?
Ward: Donde solía estar en los viejos tiempos. Bajo el suelo de la cabina.
Macmanaman: ¡Entre!
Auxiliar de vuelo Robynne Davis: ¿Está arreglado? ¿Va todo bien?
Macmanaman: Estamos superando el apuro, Robynne. ¿Cómo van las cosas ahí atrás?
Davis: Es como un vomitorio de la antigua Roma. Soportan que el avión se incline, pero aborrecen el cabeceo.
Chopko: Hemos arreglado la inclinación, pero aún nos queda solucionar el cabeceo. ¿Y ahora qué?
Auxiliar de vuelo Conchita Martínez: Lucy dice que el suelo está muy caliente. Que los pasajeros se quejan de que el suelo de la cabina está quemando. Por el lado izquierdo, entre las alas.
Chopko: -¡Joder! ¿Sale humo?
Martínez: ¿Quién podría decirlo?
Macmanaman: ¿Sabéis lo que necesitamos? Lo que nos hace falta es un aeropuerto.
No, no era fácil decir si había humo. Una buena hoguera de hojas húmedas hubiera supuesto escasa diferencia en cuanto a la humareda. En clase turista, 314 personas tenían cigarrillos en sus bocas (no iban a dejar el tabaco precisamente ahora), incluidos los ocupantes de las filas veinticinco a treinta, asientos H, I y J, que, además, habían levantado los pies del suelo y los tenían bajo sus posaderas.
Había humo en la bodega, también, bajo el ala de babor. Pero era un humo de diferente naturaleza. Esta clase de humo (caliente, denso, negro) uno no lo respiraba: lo comía. Y él te comía… Apenas discernible en el palet que daba a la compuerta de carga, Royce Traynor, envuelto en caoba, se hallaba en posición vertical, afirmándose lentamente en su base como si reuniera sus fuerzas. Cuando el avión se ladeaba a estribor, volvía a hundirse y permanecía a la espera apoyado en una columna de maletas apiladas una encima de otra. Pero luego el ala de babor iniciaba su brusco descenso, y Royce, tras erguirse un instante como una ola antes de romper, se hundía hacia delante y golpeaba la manija diagonal del portón de carga. Un portón que no se abría hacia dentro, sino hacia fuera, para aumentar así el espacio de carga y la rentabilidad del transporte, y cuyo sistema de cierre actuaba por la presión del aire. Al inclinarse el aparato hacia la derecha, el féretro vuelve a quedar derecho, apoyado hacia atrás en actitud de aburrida pero determinada contemplación. En estas circunstancias, el tambaleante montón de equipajes pierde su verticalidad y descansa con todo su peso sobre la manija del portón. ¿Y cuál era el peso de eso? ¿Cuál el peso del pasado?
Se comprende por qué Royce tenía que hacer lo que hizo. Cuando los extintores entraron en acción, pudo verse que Royce tenía que hacerlo. No podía abandonarse al fuego. Y todo su empeño fue escapar por la garganta de la aeronave. La descompresión, una descompresión explosiva, era lo que necesitaba para ello, y el colapso, la catastrófica estrangulación, del suelo de la cabina, con todas sus tuberías y venas y arterias. Más inmediatamente, la voladura del portón significaría su propia liberación (sería el primero en salir), su martirio después de la muerte.
Y así, ya sin sangre en sus venas, sino tan sólo cera y formol, Royce se balancea. Tal vez esté mostrando los dientes, la dentadura de un bronceado golfista profesional sureño. Royce se tambalea, pero no por efecto de una borrachera. Descansa, conteniendo la respiración, preparándose implacablemente para el próximo asalto.