Capítulo 1

El bebé estaba durmiendo en un cochecito detrás de la casa.

El cochecito era de la marca Brio, y el bebé era una niña de ocho meses. Estaba tapada con una mantita de ganchillo y en la cabeza llevaba un gorro también de ganchillo, atado por debajo de la barbilla. El cochecito reposaba a la sombra de un arce, y detrás del árbol se elevaba el bosque como una pared oscura. Su madre se encontraba en la cocina. No podía ver el coche desde la ventana, pero no se sentía nada intranquila por la niña dormida.

Realizaba satisfecha sus quehaceres, se movía ligera como una bailarina, y en su corazón no cabía preocupación alguna. Tenía todo aquello con lo que sueñan las mujeres. Belleza, salud y amor. Un marido, una hija, una casa y un jardín con rododendros y exuberantes flores. Tenía el mundo a sus pies.

Miró un instante las tres fotografías de la pared de la cocina. Una era de ella misma, tomada debajo del arce, ataviada con un vestido de flores. Otra era de su marido, Karsten, en el porche delante de la casa. Y la última era de ella y de su marido, muy juntos en el sofá con el bebé entre ambos. La niña había recibido el nombre de Margrete. El trío colgado de la pared le levantaba el ánimo. Uno más uno son, por increíble que parezca, tres, pensó, como un milagro. Ahora veía el milagro por todas partes. En el sol que entraba por la ventana, y en las finas cortinas blancas que temblaban con la corriente.

Estaba ante la encimera amasando enérgicamente. Notaba la masa lisa y tibia entre las manos. Iba a hacer un pastel y a rellenarlo de pollo y níscalos, mientras Margrete dormía bajo el arce con el gorrito en la cabeza. También ella estaba lisa y tibia debajo de la manta. El pequeño corazón bombeaba una modesta cantidad de sangre por su cuerpo, y la sangre coloreaba sus mejillas de rosa. Olía a una mezcla de leche agria y jabón. Era su abuela materna francesa la que había hecho a ganchillo la manta y el gorro.

Dormía profundamente con las manos abiertas, como solo duermen los bebés.

La madre extendía la masa del pastel sobre el mármol. Su cuerpo se mecía cuando movía el rodillo, y la falda ondeaba sobre sus piernas, como una danza ante la encimera.

El verano ya estaba avanzado y hacía calor, ella iba descalza. Colocó la masa en un molde, pinchó el fondo con un tenedor y recortó los bordes que sobresalían. Luego puso el pollo ya asado sobre el mármol. Pobres bichos, pensó, arrancándole los muslos. Le gustaba ese sonido crujiente del cartílago al romperse. La carne era clara y tierna, se desprendía fácilmente de los huesos, y ella cedió ante la tentación de meterse un trozo en la boca. Delicioso, pensó, en su punto en cuanto a especias, y además la carne era magra. Llenó el molde hasta arriba y puso queso cheddar por encima. Miró la hora. No estaba preocupada por el bebé. Sabía que si la pequeña estornudaba, ella la oiría inmediatamente. Si tosía, tenía hipo, o se ponía a llorar, ella, su madre, lo sabría enseguida. Porque entre ellas había un lazo más fuerte que un cable de amarre. La mínima sacudida le llegaría como una vibración.

Tengo a Margrete en la cabeza, pensó, en la sangre y en los dedos.

Tengo a Margrete en el corazón.

Si alguien intenta hacerle daño, lo notaré, pensaba, mientras seguía tranquilamente con sus quehaceres. Pero por la parte de atrás de la casa salió alguien. Apartó la manta y ella, la madre, no notó nada.


* * *

El pastel se estaba dorando.

El queso se había fundido y hervía como lava. Miró por la ventana y vio a Karsten, su marido, que justo en ese instante estaba aparcando su CT-V rojo delante de la casa. Había puesto la mesa con una vajilla antigua y elegante, y en cada copa había colocado una servilleta blanca en forma de abanico. Encendió las velas, retrocedió un paso, ladeó la cabeza y contempló el resultado. Esperaba que su marido notara que se había esforzado, que se esforzaba constantemente. Se alisó la falda y se tocó un instante el pelo con la mano. Otras parejas pueden discutir, pensó, otras parejas pueden divorciarse, pero a nosotros eso no nos pasará, porque nosotros sabemos más. Hemos entendido que el amor es una planta que necesita cuidados. Algunos repetían hasta la saciedad la tontería esa de que el amor es ciego. Pero ella nunca había sabido tanto como sabía ahora, nunca había tenido el entendimiento que tenía ahora. Nunca había visto las cosas con tanta claridad, nunca había tenido un conjunto de valores tan sin concesiones. Se metió a toda prisa en el baño y se pasó un cepillo por el pelo. Tenía las mejillas encendidas y los ojos brillantes. Se debía a la emoción por saber que había llegado su marido, al calor del horno y al del sol bajo de julio que entraba por las ventanas. Cuando él entró en la cocina, allí estaba ella con una botella de agua mineral con gas en la mano y un elegante ángulo de cadera. Él traía un montón de correo, periódicos y algunos sobres con ventanilla. Los dejó sobre la encimera. Luego se acercó al horno, se arrodilló y miró por el cristal.

– Qué buena pinta -dijo-. ¿Ya está listo?

– Sí -contestó ella-. Margrete está dormida en el cochecito. Lleva bastante tiempo durmiendo. Supongo que deberíamos despertarla, o no va a dormir esta noche.

Cambió de idea y miró de reojo a su marido a través de sus tupidas pestañas negras.

– O mejor esperamos hasta después de comer, y así tenemos paz y tranquilidad. Pollo y níscalos. -Lo tentó, señalando hacia la puerta del horno.

Se puso las manoplas y sacó el pastel del horno. Luego lo colocó sobre una rejilla.

Estaba ardiendo.

– La niña nos perdonará -dijo el marido.

Su voz era profunda y áspera. El hombre se levantó, rodeó con los brazos la cintura de su mujer y la elevó por los aires. Los dos se rieron, porque ella llevaba manoplas, y él tenía esa mirada que a ella tanto le gustaba, esa mirada provocadora que era incapaz de resistir. La llevó al salón, y camino del sofá pasaron por la mesa del comedor.

– Karsten -susurró ella.

Pero fue una protesta débil. Se sentía como una masa blanda entre sus manos, se sentía amasada, extendida y pinchada.

– Lily -susurró él, imitando el tono de ella.

Cayeron sobre el sofá.

Del bebé debajo del árbol no llegaba sonido alguno.

Luego comieron en silencio.

Él no hizo ningún comentario sobre la comida ni sobre la mesa, de cómo estaba puesta y adornada, pero miraba constantemente a su mujer con aprobación. Lily, decían sus ojos, cuántas cosas sabes hacer… Sus ojos eran verdes, grandes y claros. Ella intentó no comer demasiado, pues estaba delgada y quería seguir estándolo. Karsten también estaba delgado, con los muslos duros como rocas. Tenía el pelo castaño y muy poblado, demasiado largo a la altura de la nuca, lo que le daba un aspecto algo descarado que a ella le volvía loca. A Lily le costaba creer que su marido alguna vez fuera a engordar y a perder la figura y luego el pelo, como les pasaba a muchos hombres al acercarse a los cuarenta. Ella veía que eso les pasaba a otros, pero no iba con ellos. Nada podría estropear lo que ellos compartían, ni la ley de la gravedad, ni el paso del tiempo.

– ¿Recoges tú la mesa, y yo voy a por Margrete? -dijo ella cuando habían acabado de comer.

Él se puso enseguida a recoger platos y vasos.

Era rápido, con movimientos algo bruscos; la porcelana tintineaba entre sus manos, y ella contuvo la respiración, pues la vajilla era una herencia de la bisabuela francesa de Margrete. Lily fue a la entrada y se calzó. Abrió la puerta y notó el calor del sol, a la vez que una suave brisa, y todos los olores de la hierba y del bosque. Dobló la esquina y se acercó al arce.

De repente un terrible sentimiento la sobrecogió.

Había excluido a la pequeña de su conciencia.

Para remediarlo, apretó el paso. El cochecito tenía algo raro, pensó, estaba en el sitio donde lo había dejado, pegado al tronco del arce, pero la manta estaba hecha un gurruño. La niña se la habrá quitado con los pies; estos pequeños seres se mueven tanto, pensó, mientras luchaba contra el miedo. Porque en ese instante vio la sangre. Cuando apartó la manta se quedó lívida de miedo. La niña estaba empapada en sangre. Lily se desplomó en la hierba y se quedó pataleando en el suelo, incapaz de levantarse. Quería vomitar, notó que algo agrio le subía por la garganta, y dio un terrible grito.

Karsten llegó a todo correr por la esquina. La vio tumbada en el suelo, y vio la sangre, brillante y casi negra. En dos zancadas llegó al cochecito, cogió a la niña y se la puso contra el pecho, gritando a Lily que sacara el coche del garaje.

– ¡Rápido, Lily! -gritó-. ¡Rápido!

Ella solo podía gemir. Él gritó más alto. Bramó como un animal salvaje, y sus bramidos la hicieron por fin reaccionar. Consiguió levantarse y corrió hacia el garaje, se acordó de que necesitaba las llaves, entró en la casa y las encontró en un rincón de la entrada. Luego se puso al volante. Mientras salía marcha atrás, Karsten abrió la puerta del coche violentamente y se metió dentro con la niña en brazos. Tocaba el cuerpo de la pequeña, buscando debajo de la ropa.

– Creo que está sangrando por la boca -jadeó-. ¡No lo entiendo, no soy capaz de parar la sangre! ¿No puedes ir más deprisa? ¡Ve más deprisa, Lily!

Luego ninguno de los dos sabría decir el tiempo que les costó llegar al Hospital Central. Karsten tenía un vago recuerdo de haber corrido por la recepción y empujado las puertas de cristal. Una desbocada carrera por los pasillos con la niña sangrando en los brazos, en busca de ayuda. Lily no se acordaba de nada. La Tierra daba vueltas tan deprisa que se mareaba. Corría detrás de Karsten por los pasillos, corría como lo hace una liebre cuando huye del cazador, aunque sabe que no tiene escapatoria.

Por fin los pararon dos enfermeras. Una de ellas cogió a Margrete y desapareció por una puerta.

– ¡Quédense aquí! -gritó.

Era una orden.

Y desapareció.

La puerta tenía unos pequeños cuadrados de cristal rugoso que impedía ver al otro lado. Al final del pasillo había unos sillones. Se sentaron. No había nada que decir. Tras unos minutos, Karsten se acercó al surtidor de agua que había debajo de la ventana. Tiró de los vasos de cartón, cogió uno, lo llenó y se lo ofreció a Lily. Ella lo rechazó gritando y gesticulando, y el vaso cayó al suelo.

– Pero si se la oía -intentó decir él-. Tú la oíste. Margrete respiraba, Lily, estoy seguro.

Dio una vuelta por la habitación.

– ¡Lograrán detener la hemorragia! -gritó-. Le harán una transfusión de sangre. Nos hemos dado mucha prisa.

Lily no contestó. Un chico con un brazo en cabestrillo daba vueltas por el pasillo mirando con una curiosidad desmedida el drama que se estaba desarrollando a solo unos metros de él.

– ¿Por qué no vuelven? -susurró Lily-. ¿Qué están haciendo?

Era como si estuviera dentro de un tambor.

El tambor rodaba a toda velocidad. Aquello no era la vida, ni tampoco la muerte. Luego los dos hablarían de esos minutos como de un verdadero infierno, un infierno que se acabó de repente cuando una enfermera salió por la puerta de cristal con Margrete en brazos. La niña estaba envuelta en una manta blanca. Para su asombro, Karsten vio que la pequeña movía las manos enérgicamente.

– Está completamente ilesa -dijo la enfermera.

Karsten cogió a la niña. Sintió el pequeño cuerpo, estaba caliente.

Karsten se puso a desenvolver la manta con manos nerviosas. Margrete llevaba un pañal de papel; por lo demás, estaba desnuda bajo la manta.

– Está completamente ilesa -repitió la enfermera-. La sangre no era suya. Hemos llamado a la policía.


* * *

Karsten y Lily Sundelin fueron acompañados hasta otra sala, donde podrían esperar sin ser molestados. Lily quería irse a casa. No tenía ganas de hablar con nadie, quería volver a casa y meterse en un rincón del dormitorio. Quería sentarse en la cama de matrimonio junto a su marido y su hija y no volver a salir de allí nunca más. La niña jamás volvería a dormir bajo el arce sin vigilancia. Nunca más la excluiría ni un instante de sus pensamientos.

Pero tenían que esperar.

– ¿Qué vamos a decir? -preguntó ella, preocupada-. Estoy muy nerviosa.

Karsten Sundelin miró a su mujer sin entender. Al contrario que Lily, que estaba llena de temor, él estaba sobre todo enfurecido. La amabilidad y comprensión que hasta entonces había sentido hacia otras personas desapareció de golpe, dejándolo jadeante y a punto de estallar. En el fondo nunca había sentido mucha simpatía por la policía, aunque no había tenido ninguna relación con ella. En su esquema mental eran personas simples y vulgares que andaban por ahí con botas negras de cordones y unas ridículas gorras en la cabeza. Le recordaban a esos fornidos trabajadores manuales que llevaban un montón de herramientas colgando del cinturón. Eran jóvenes sin estudios que poco sabían de los matices de la vida. De los detalles, pensó Karsten Sundelin; algo que convierte este delito contra Margrete y contra nosotros en algo muy grave. No lo entenderán. Lo considerarán una gamberrada. Y si el culpable es un cabroncete adolescente, se librará con una amonestación porque ha tenido una vida difícil, pobrecito. Pero yo les contaré algunas verdades, pensó, bebiéndose ruidosamente el amargo café que la enfermera le había servido.

Lily apretaba a la niña contra su pecho con tanta ternura que hasta temblaba. Observó los cuadros de la pared. Eran fotografías artísticas. Una de unos nenúfares en tonos pastel flotando en un charco, y otra del macizo central noruego con montañas azuleando. Sobre una mesa había varias revistas de salud. Trataban de lo que había que evitar, de lo que se debía comer y beber, o no comer y no beber, y de qué tipo de vida se debía llevar si uno quería vivir muchos años.

Karsten no paraba de dar vueltas por la habitación, estaba muy impaciente, como un toro bravo. La comisaría se encontraba a unos minutos de distancia, pero evidentemente había una inercia en el sistema que hacía que todo se demorara mucho.

– Primero tendrán que redactar un informe -dijo Karsten con un sarcasmo cansino en la voz, mientras se colocaba frente a Lily con las piernas separadas y los brazos en jarras.

– Lo redactarán después, ¿no? -preguntó Lily.

Ella acariciaba la mejilla del bebé. Margrete dormía profundamente, ajena a todo aquel jaleo.

Por fin llegaron dos hombres por el pasillo. Ninguno de ellos llevaba uniforme. Uno era alto y canoso, seguramente de cincuenta y bastantes años, el otro era más joven y con el pelo rizado. Se presentaron como Sejer y Skarre. Sejer echó un vistazo a la niña dormida. Luego sonrió a Lily.

– ¿Cómo se encuentran? -preguntó.

– No volverá a dormir en el jardín -contestó Lily.

Sejer asintió.

– Lo entiendo -dijo-. Poco a poco todo se irá normalizando.

Skarre sacó un pequeño cuaderno del bolsillo y buscó una silla. Parecía joven, despierto y diligente, pensó Lily, como si estuviera constantemente al acecho.

– Nuestra obligación es preguntar y husmear -dijo.

– Pues sí, eso espero -dijo Karsten Sundelin-. Porque los que estén detrás de esto lo pagarán caro. Aunque tenga que ocuparme personalmente de ello.

Esta declaración hizo que Skarre levantara la vista y el inspector jefe, Sejer, alzara una ceja. Karsten Sundelin era alto y bien formado, con manos fuertes, y el genio se le notaba en la mirada y en la voz vibrante. La joven madre estaba encogida en el sillón, cerrada al mundo. Al cabo de un segundo, Skarre tenía claro el reparto de poderes entre los cónyuges. Fuerza bruta contra vulnerabilidad femenina.

– ¿Ha estado casada antes? -preguntó amablemente, mirando a Lily Sundelin.

Ella lo miró sorprendida. Luego hizo un gesto negativo con la cabeza.

– ¿Algún novio? ¿Convivió con alguien?

Ella se mostró ligeramente incómoda.

– Bueno, algún que otro novio sí he tenido -admitió-, pero también tengo criterio.

Seguro que sí, pensó Skarre, pero la vida nos depara sorpresas.

– ¿Y usted? -preguntó, dirigiéndose al marido-. ¿Podríamos encontrar algo en una relación anterior? Estoy pensando en celos, por ejemplo. O sed de venganza.

– Estuve casado antes -dijo Karsten, circunspecto.

– Entiendo.

Skarre hizo una anotación. Luego volvió a levantar su mirada azul.

– ¿Se separaron ustedes como amigos?

– Murió -contestó Karsten-. De cáncer.

Skarre recibió la información con serenidad. Se tocó los rizos con una mano, creando cierto caos en ellos.

– ¿Alguno de los dos ha tenido algún conflicto con alguien? -preguntó-. Recientemente, o hace más tiempo.

Karsten Sundelin se colocó junto a la pared, como si quisiera a toda costa jugar con ventaja. Igual que el inspector Sejer, era impresionantemente alto y ancho de hombros. Bajó la mirada y observó a Lily y Margrete, de las que se sentía responsable. Algo le subió por el cuerpo, algo que jamás había sentido. Le gustó la sensación, le gustó la embriaguez. Supongo que habrá sido un niñato de mierda, pensó. Pobre de él cuando lo coja.

– Nosotros no nos peleamos nunca con nadie -dijo en voz alta.

Algunos llegan rápidamente al punto de ebullición, pensó Skarre.

Sejer fue a buscar una silla y se sentó al lado de Lily. Parecía amable, y a Lily le gustaba. Daba la impresión de ser una persona íntegra y segura de sí misma, pero no de un modo desagradable: inspiraba confianza, como un modo de decir que él se ocuparía de todo.

– ¿Dónde viven ustedes? -preguntó.

– En Bjerketun -respondió ella-. En la urbanización.

– ¿Conocen a los vecinos?

– Los conocemos bien -contestó Lily-. Hablamos con ellos todos los días. También conocemos a sus hijos. Juegan en la calle. Los mayores pasean a Margrete en el cochecito por delante de nuestra casa, para que yo pueda verlos desde la ventana.

Sejer asintió con un gesto. Levantó la mano, se inclinó sobre Margrete y le acarició la mejilla con un dedo.

– Yo también tuve un bebé como este -dijo, dirigiendo a Lily una mirada especial-. Hace muchos años, porque crecen. Pero no crea usted que me he olvidado ni un instante de cómo era.

A Lily se le arrasaron los ojos de lágrimas. Le gustaba la voz profunda de aquel hombre, su seriedad y su comprensión. Se dio cuenta de que también los policías eran seres humanos que tenían problemas y penas, como todo el mundo. Que también a ellos les ocurrían cosas, y que tenían que actuar y quedarse en lugares de donde otros se retiraban asustados.

– Cuando llegue a casa -dijo Sejer-, quiero que lo anote todo. Esta noche, cuando la niña esté dormida y ustedes dos se hayan tranquilizado, siéntese y anote todo lo que se le ocurra. A partir del día de hoy. Desde que se levantó, todo lo que hizo y lo que pensó. Si alguien pasó por delante de su casa en coche, si alguien llamó por teléfono, alguien que tal vez colgó cuando usted contestó. Si recibió correo o si alguien pasó andando despacio por delante de la casa. O si de alguna manera se ha sentido observada. Si se acuerda de algo sucedido hace mucho tiempo, una disputa o algún conflicto. Apúntelo todo. Iremos a verlos, porque tenemos que examinar la parte de atrás de su casa. La persona en cuestión puede haber dejado algo, y en ese caso tenemos que buscarlo urgentemente.

Sejer se levantó, y lo mismo hizo Skarre.

– ¿Cómo se llama la pequeña? -preguntó.

– Margrete -contestó Lily-. Margrete Sundelin.

Sejer los miró a los dos. A Lily debajo de los nenúfares y a Karsten debajo de las montañas. Y a aquel bultito en pañales.

– Esto es algo que consideramos muy grave -dijo-, porque es una acción de muy mal gusto. Pero permítanme recordarles algo: Margrete no sabe nada.


* * *

Más tarde ese mismo día, cuando Sejer y Skarre estaban ya de vuelta en la comisaría, se pusieron inmediatamente a hacerse una composición de lugar del delito. Porque estaba claro que se trataba de un delito, algo mucho peor que una broma cruel. Era descarado, calculado y perverso, y no se parecía a nada de lo que habían visto hasta entonces. Los rumores sobre el bebé encontrado bañado en sangre se propagaron como fuego por los pasillos. Por fin llegaron al jefe de la sección, Holthemann, que entró ruidosamente en el despacho de Sejer con su bastón en la mano derecha, dando airados golpes para mostrar su repulsa. Por qué había empezado a usar bastón era un misterio para todos los que trabajaban en la comisaría. Un alma benévola le había preguntado en una ocasión si se trataba de algo duradero, es decir, si necesitaría el bastón para el resto de su vida. Llevaré este bastón a cuestas mientras sea necesario, gruñó, y si necesito apoyo para el resto de mi vida, no creo que haya nada malo en ello, ¿no?

– Pero ¿qué le han hecho a esa criatura? -se quejó-. ¿No pueden limitarse a robar coches o atracar un banco? Eso es comprensible. ¿Y los padres? -preguntó a continuación-. ¿Son personas de recursos, o se trata de gente que va a venir a darnos la lata a todas horas?

– El padre es fuerte, está indignado y enfurecido -dijo Sejer-. La madre es asustadiza como un corzo.

– Habrá sido algún conocido -dijo Holthemann, dando golpes con el bastón-. Hay muchos líos entre la gente. Acoso y otras miserias. Terror y omisiones. Tal vez encontréis algo en su pasado. Algo que han olvidado, o cuyo significado no entienden.

Retiró una silla con la que arañó el suelo. Luego se dejó caer pesadamente sobre ella. No cabía duda de que el hombre tenía una vena dramática, e iba por buen camino. El suceso no tenía ninguna gracia. El bebé del cochecito daría que hablar durante mucho tiempo.

– ¿Tienes algo de beber en esa nevera? -preguntó, señalando con el bastón.

Sejer sacó una botella de agua mineral. Skarre se apresuró a imprimir un mapa que luego colgó en una pizarra. Hizo algunas marcas con un rotulador. Habían ido a echar un vistazo a casa de los Sundelin, y habían reparado en algunos detalles. Bjerketun era una urbanización de principios de los noventa, con casas bonitas y bien conservadas. La mayor parte de ellas tenía jardín y garaje doble, y una espaciosa terraza delantera. La urbanización se encontraba a cuatro kilómetros del centro urbano de Bjerkas, y constaba de sesenta casas; algunas de las que lindaban con el bosque habían sido ampliadas. Lily y Karsten Sundelin no habían ampliado la suya, pues preferían mantener un espacio abierto en la parte de atrás, pensando que Margrete jugaría allí cuando creciera. Tal vez chapoteara en una piscina, saltara en una cama elástica, o se tumbara en una manta a leer. Detrás de la casa de los Sundelin había un tupido bosquecillo, y al otro lado de ese bosquecillo había otra urbanización más grande llamada Campo de Askeland. Constaba de setenta y cuatro casas. Era una urbanización más vieja; las casas se habían construido en la década de los sesenta, y parecían grandes y descoloridas incubadoras. El Ayuntamiento disponía de una tercera parte de ellas para usuarios de Asuntos Sociales, lo que llevaba a una inevitable y creciente decadencia.

Sejer estudió el mapa y siguió con el dedo índice la carretera nacional desde Bjerkas, donde vivían unas cinco mil personas, primero hasta Bjerketun, y a continuación de Bjerketun a Askeland.

– Habría resultado muy obvio si el tipo hubiera venido desde aquí -dijo, señalando la urbanización Askeland-. Puede haber seguido un sendero a través del bosquecillo. Con un recipiente de sangre escondido bajo la chaqueta. Una botella, o una bolsa, no sé qué habrá inventado o dónde lo habrá conseguido. Puede que estuviera escondido detrás de un árbol vigilando el cochecito. Luego regresaría por el mismo sitio. Supongo que el laboratorio averiguará lo de la sangre, si se puede comprar en la carnicería, o dónde. En cualquier caso creo que estamos hablando de un adulto, alguien que pueda documentar para qué va a usarla. Esperemos que no haya sacrificado a ningún ser vivo para llevar a cabo su plan. Un perro, o un gato. ¿Tú qué crees?

Skarre estaba muy pensativo estudiando el mapa. Los que lo conocían sabían que su padre había sido pastor de la Iglesia y que la educación que había recibido se ajustaba a la profesión del hombre: justa, sólida y sumamente exigente. Y sin embargo había conservado un rasgo aniñado y juguetón que atraía a todo el mundo, y en particular a las mujeres. Skarre no estaba casado ni tenía hijos, al menos conocidos. Pero había visto de cerca a Margrete Sundelin, con sus mejillas redondas. La había visto dar saltos sobre las rodillas de su madre, como un bacalao recién pescado.

Había notado el olor a leche y jabón.

– Esto ha sido minuciosamente planeado -dijo-. El tipo ha estado vigilando la casa y ha tomado buena nota de las rutinas. Sabía en qué momento del día solía dormir Margrete, y tal vez lo sepa desde hace mucho. Tal vez estuviera escondido detrás de un árbol cuando Lily salió, y tal vez disfrutara viendo su reacción. ¿Sabes? -dijo furibundo Skarre al inspector-. Esto es pura maldad. No tengo palabras.

Sejer, que tenía hija y nieto, estaba totalmente de acuerdo.

– Tal vez tengas razón, Holthemann -dijo, dirigiéndose al jefe-. Puede que el matrimonio Sundelin haya ofendido a alguien sin saberlo. Son personas agradables y decentes, pero todo el mundo comete errores. Karsten Sundelin es un hombre terco e intransigente, enseguida me di cuenta. Pero también puede ser que nos encontremos ante una persona alienada. Una mujer que haya perdido a su hijo en circunstancias dramáticas. O algo por el estilo. Alguien que haya visto a Lily Sundelin pasear a Margrete en el cochecito. Ya sabes, felicidad de madre. Puede tratarse de un alma maltratada que decide vengarse, y que lo hace de una manera totalmente arbitraria. El que ha sido maltratado y acosado suele maltratar y acosar a su vez. Esa es una psicología maldita, pero muy conocida. Puede ser muy duro contemplar la felicidad de los demás.

– De acuerdo -dijo Skarre-. Venganza. O celos. Necesidad de llamar la atención. O enfermedad mental. O maldad pura y dura.

– Al menos es metódico -dijo Sejer-. No actúa por impulso, sino que cuida la puesta en escena. ¡Y qué escena! Nunca he visto nada parecido.

El jefe de la sección había permanecido en silencio, escuchando.

– ¡Averígualo! -ordenó.

Dio las gracias y desapareció por la puerta. Oyeron su bastón golpear el suelo del pasillo, una figura triste al borde de la jubilación.

Skarre dejó por fin el mapa. Abrió un termo de café, llenó una taza hasta arriba y dio varios sorbos ávidos. Luego se acercó a la ventana y miró abajo, a la plaza que había delante de la comisaría. Un grupo de personas se había congregado junto a la entrada principal, zumbando como avispas.

– La prensa está esperando -informó-. Esto es una golosina para ellos. ¿Qué vas a decirles?

Sejer se lo pensó.

– Que mantenemos abiertas todas las posibilidades. Y que vamos a ser tan metódicos como el malhechor. Espero poder librarme con tres o cuatro frases -añadió-. Luego haré un gesto cortés con la cabeza y volveré a entrar. Ahora lo mejor es ser un poco reservado. Si no, todo se nos va a ir de las manos.

– Preguntarán si estamos esperando más ataques -dijo Skarre-. De la misma clase. ¿Qué vas a contestar a eso?

– Sin comentarios -respondió Sejer.

– ¿Y qué vas a contar aquí dentro? -preguntó Skarre-. Me refiero a sobre quién ha sido y qué le ocurre a ese tipo.

– A lo mejor debería callarme en lugar de estar haciendo especulaciones. No sirve de nada -contestó Sejer.

– Yo por ahora no me limito a ninguna idea fija, pero tú debes aprovechar toda tu experiencia e intuición -dijo Skarre-. Y esa gran cantidad de conocimientos que tienes sobre el ser humano, y que todo el mundo sabe. Conociéndote, seguro que tienes ya el perfil del tío. Siento una gran curiosidad. Yo también tengo algunas ideas sobre quién puede ser, sobre lo que significa todo esto -añadió, levantando las manos-, aunque todavía no he anotado nada -prosiguió con una sonrisa.

– Es un hombre -afirmó Sejer, dejándose caer sobre una silla.

– ¿Por qué un hombre? -preguntó Skarre.

– Es lo más probable -contestó Sejer.

Se remangó y se rascó el codo. Sufría de soriasis, que empeoraba cuando se implicaba mucho en algún asunto, o cuando hacía mucho calor, como era el caso. El final del verano estaba siendo muy caluroso.

– Hay muchas cosas que indican que es como sigue -añadió Sejer-. Se trata de un hombre de entre diecisiete y setenta años. Es una persona abandonada e ignorada. Es taciturno y retraído, pero puede que se haya hecho notar torpemente en algunas ocasiones. Intenta que los demás lo respeten, pero no lo consigue. Es creativo, está amargado y se siente humillado. Tiene un trabajo fácil y unos ingresos relativamente bajos, o está en paro o de baja por enfermedad. No tiene ningún amigo íntimo. Es inteligente e intuitivo, pero emocionalmente muy inmaduro. No bebe ni consume drogas. No le interesan mucho las chicas. Vive modestamente, tal vez en una habitación alquilada o en un pequeño piso, o bien con su madre. Y puede que tenga algún animal enjaulado.

– ¿Cómo? -exclamó Skarre, incrédulo-. ¿Un animal enjaulado?

– Bueno, esto último era una broma -dijo Sejer con una sonrisa-. Suponía que te darías cuenta. Pensaba en una rata o algo por el estilo. Me has pedido que aprovechara mis capacidades -se defendió-. Por eso he recurrido a mi imaginación.

Se acercó a la ventana y miró el montón de periodistas que se había congregado delante de la entrada.

– Parecen tener un hambre voraz -dijo-. ¿Les echamos un poco de pan seco?

Skarre se colocó a su lado. También él miró al montón de periodistas que se movían por todas partes con grandes micrófonos peludos. Le recordaban a niños pequeños, cada uno con una gigantesca piruleta.

– No me extraña que acudan -dijo-. Este asunto lo tiene todo. Drama. Originalidad. Y sorpresa.

– Tal vez lo estemos haciendo todo mal -dijo Sejer-. Tal vez la sociedad adopte una postura completamente estúpida ante la delincuencia. Los periódicos dan mucho protagonismo a casos como este, y el causante consigue lo que busca. Tal vez sería mejor ignorarlo, echar tierra sobre el asunto, silenciar a todos los criminales hasta que se callen.

– Pero ¿qué hará si lo ignoramos? -preguntó Skarre-. También ese es un factor que debemos tener en cuenta. Si pretende llamar la atención y no ve ninguna reacción, se volverá más peligroso y se pondrá aún más furioso. Hay algo explosivo en todo esto. Estamos hablando de un bebé. Una monería que huele a leche y jabón y que solo pesa unos siete u ocho kilos.

– Puede que tengas razón -dijo Sejer-. Necesita público. Pero lo importante es que procuremos mantener el equilibrio. Lo presentaré como una persona con sentimientos para que se crea comprendido. ¿No te parece? Ese tipo no debe sentirse ofendido.

El inspector dio la espalda a la ventana y se sentó un instante junto a su escritorio. Era un hombre tímido y no le seducía la idea de tener que salir y exponerse al espacio abierto, al sol, al calor y a la curiosidad de periodistas tremendistas. Pero su puesto de inspector jefe implicaba la obligación de actuar como la imagen de la comisaría de cara al exterior, de informar y dar parte, a su manera reposada.

– ¿En qué estás pensando? -le preguntó Skarre en voz baja y tono confidencial.

– A decir verdad, en este momento estoy pensando en mi nieto -confesó Sejer-. Matteus, ya sabes. Estudia en la escuela de ballet de la Ópera. Acaban de enterarse de que uno de los alumnos podrá actuar en la sala principal. En la primavera, en abril.

– ¿Y van a hacerle una prueba? -preguntó Skarre.

– Exactamente -contestó Sejer-. El diez de octubre hará una prueba para el papel de Sigfrido. De El lago de los cisnes, creo.

– El príncipe -apuntó Skarre.

– Sí -contestó Sejer-. Se juega mucho. Está obsesionado con conseguir ese papel. Pero hay muchos muy buenos.

Se quedó mirando fijamente el vade que tenía sobre la mesa, un mapamundi. A su nieto de dieciocho años, hijo de su hija, lo habían adoptado en Somalia, y Sejer puso el dedo índice en ese país, reproducido en amarillo en el mapa. Matteus tenía cuatro años al llegar a Noruega. Ahora era un bailarín de gran talento de la escuela de ballet de la Ópera, con un físico impresionante y unos durísimos músculos color café.

– ¿Crees que querrán elegir un príncipe negro? -preguntó de repente, un poco preocupado-. Me parece que hay ciertos papeles que jamás se ven en versión negra.

– Ponme un ejemplo -le pidió Skarre.

– Robin Hood -contestó Sejer-. Peter Pan.

– Te preocupan los prejuicios de la gente. Pero eres tú quien los tiene.

Sejer miró a su colega más joven como queriendo pedir perdón.

– Se trata de una preocupación de muchos años que nunca me abandona. No ha sido siempre tan fácil. En el transcurso de estos años, Matteus se ha pasado mucho tiempo solo en el patio de recreo; ha habido momentos muy duros. Y ahora El lago de los cisnes -prosiguió-. Y luego el príncipe. Serán muchos disputándose el papel. Bueno, el tiempo lo dirá. No voy a darte más la lata con este tema.

Se dispuso a salir al encuentro con la prensa. Se enderezó y se miró el nudo de la corbata. Estaba tenso y liso.

– Estás pensando en todas esas chicas-cisne -bromeó Skarre-. Con plumas y tules. Y tienes miedo de que Matteus destaque. Pero incluso los cisnes aparecen en versión negra, ¿sabes?

– ¿De verdad? -dijo el inspector.

– Junto a la catedral de Palma hay un lago con cisnes negros -explicó Skarre-. Evidentemente, son mucho más elegantes que los blancos. Además, son más raros -añadió.

Sejer salió al sol, a encontrarse con los periodistas.

La conversación con Skarre lo había puesto de mejor humor.


* * *

Esa misma tarde estaba sentado frente al televisor en un cómodo sillón junto a la ventana, con un cojín a la espalda.

Su perro, un shar-pei chino al que llamaba Frank y que era, como suelen ser los chinos, digno, inaccesible y paciente, se había tumbado junto a sus pies. Frank tenía unas orejas minúsculas y cerradas, razón por la que oía bastante mal. Con su arrugada piel gris parecía una gamuza. Muy adentro de todas esas arrugas estaban los ojos, negros y penetrantes, pero con una vista algo reducida. El asunto del bebé de Bjerketun ocupaba mucho espacio en el telediario. Será lo dramático y lo descarado lo que tanto atrae, pensó Sejer. La gente se queda espantada. Y eso será lo que él pretende.

Estuvo mucho tiempo sentado frente al televisor. Primero se vio a sí mismo en las noticias del canal TV Noruega. Luego en las del canal estatal a las siete, y más tarde en el resumen de noticias de la noche a las once. De canal en canal iba repitiendo las mismas palabras.

Esto es algo que nos tomamos muy en serio.

Su nombre, y el título, «inspector», aparecían en el extremo inferior izquierdo de la pantalla. Observó su intervención con una mezcla de sentimientos. Vio que los años habían dejado sus huellas, estaba más canoso, con las facciones más marcadas, y algo más flaco. Los pómulos y la mandíbula sobresalían claramente, y los ojos de color pizarra estaban más hundidos. Pensó sin querer en la muerte. En que la muerte crecía desde dentro, ocupándose lentamente de todos sus rasgos.

Aquí vengo yo. La Muerte.

Se inclinó y acarició la cabeza de Frank. Apartó los pensamientos siniestros. Luego pensó en su nieto, Matteus, el bailarín. Parpadearon en su interior oníricas imágenes de El lago de los cisnes que alguna vez había visto en la televisión. Las menudas bailarinas con plumas en la cabeza dando ligeros saltos por el suelo, la música nostálgica. Un Sigfrido negro. Bueno, pensó. Si es lo suficientemente bueno, le darán el papel. Así es como funciona. Hay justicia en el mundo, al menos en nuestra parte del mundo, porque tenemos recursos, y la justicia cuesta dinero. Algunos reciben lo que se merecen. Unos cuantos años en la cárcel si su delito es muy grave. O el papel de príncipe en El lago de los cisnes en la Ópera si son unos bailarines excepcionales. Su nieto Matteus lo era. Al menos Sejer tenía entendido que era excepcionalmente bueno. Negro, fuerte y exótico, lleno de empuje y tremendamente capaz. Permaneció sentado en el sillón descansando un rato. La cabeza apoyada en el respaldo, las manos sobre los reposabrazos. Sus pensamientos se centraron en el bebé Margrete Sundelin. Alguien lo planificó todo minuciosamente, pensó, y en solo unos segundos creó una situación de terror para los padres. Una sacudida que sentirían en el fondo de su alma, y que recordarían el resto de su vida. Pero ¿por qué Margrete? ¿Por qué la pareja Sundelin?

A medianoche se levantó del sillón y apagó todas las luces. Dejó a oscuras el salón, luego el comedor, la cocina y el baño. Permaneció unos instantes de pie en medio del piso contemplando el contorno de los pesados muebles de roble. Heredados de sus padres. Eran como pacientes amigos que siempre habían estado allí. De vez en cuando, solo en la oscuridad de su propia casa, jugaba a un pequeño juego que nadie conocía excepto él. Jugaba a que su mujer, Elise, estaba sentada en el alto sillón junto a la ventana, susurrando: Vete a dormir, enseguida voy yo. Pero hacía mucho tiempo que ella no se sentaba en ese sillón. Elise murió de cáncer, él se quedó viudo joven, y su vida no fue lo que él había pensado. Tardó mucho tiempo en encontrar otra senda, otro camino en la vida. Pero eso le pasa a mucha gente, pensó. Su perro Frank lo acompañó de habitación en habitación. Era lento y juicioso como el propio Sejer, con una elegante inaccesibilidad muy propia de él. Cuando todo el piso se quedó a oscuras, caminó hasta el dormitorio con sus piernas algo cortas y se tumbó en la alfombrilla junto a la cama, donde permanecería toda la noche vigilando a su amo, alerta como solo puede estarlo un perro chino de pelea. Sejer se quedó escuchando en la oscuridad. Le pareció oír un zumbido lejano. Podría ser el ascensor, pensó, pero era muy tarde, y no había mucho tráfico en el edificio a esas horas, alrededor de medianoche. Luego se acordó de que Elna, la vecina de enfrente, trabajaba muchas veces de noche. Era limpiadora en el Muelle de Aker y sus jornadas eran largas y duras. Entró en el dormitorio y empezó a desabrocharse la camisa blanca por el cuello. En ese momento alguien llamó a la puerta. Frank se levantó al instante, fue hasta la entrada de un salto y se colocó delante de la puerta, donde enseguida se puso a gañir, metido en su papel de guardia fronterizo. Sejer pensó inmediatamente en su hija Ingrid y en Matteus, en si les había pasado algo y lo necesitaban. Pero habrían llamado por teléfono. Vaciló un par de segundos, pero ni se le ocurrió pensar en no abrir, pues alguien quería hablar con él, y él quería prestar su ayuda, esa era su forma de ser. No había nadie fuera. Solo el pasillo vacío con paredes grises de piedra, una caja de emergencias con un hacha dentro, y la barandilla de hierro forjado. Oyó que el ascensor estaba bajando y siguió la luz naranja con la mirada. Entonces descubrió algo sobre el felpudo. Era un pequeño sobre gris. Lo cogió y volvió a entrar en la casa, corrió hasta la ventana del salón y se puso a esperar. Al cabo de aproximadamente un minuto vio a una persona cruzar el aparcamiento corriendo. Joven, pensó, y muy rápido. Definitivamente, un hombre. De complexión delgada. Menos de cuarenta años, probablemente menos de treinta. La figura desapareció por el sendero y se la tragó la oscuridad. Sejer estaba convencido de que ese hombre que corría era el que había dejado el mensaje sobre su felpudo. Fue a la cocina y encendió la luz. Examinó el sobre. Era de papel reciclado, C 5, sin nombre. Abrió el cajón de la cocina, cogió un cuchillo afilado y rasgó el sobre. Dentro había una postal con la foto de un animal. Un animal negruzco con un rabo grande y desaliñado. Sostuvo la postal con mucho cuidado. Le dio la vuelta y leyó en el reverso: «Animales noruegos de presa. Glotón. Fotógrafo: Goran Jansson».

A continuación leyó el breve mensaje.

El infierno empieza ya.

Miró a su perro Frank, que le había seguido como una sombra.

– Un glotón -dijo-. No está mal.

Apagó la luz de la cocina. El perro volvió sigilosamente al dormitorio y se tumbó junto a la cama. Sejer dejó la postal apoyada en la lámpara de la mesilla de noche.

Se quedó despierto un buen rato, mirando fijamente al glotón. Mi cara en la pantalla, pensó, en tres canales.

Mi nombre abajo a la izquierda.

No ha sido difícil encontrarme.

Estoy en la guía telefónica.

Por fin apagó la luz. Pensó en la niña Margrete y en todo lo que había sucedido, y que tal vez sucedería.

El infierno empieza ya.


* * *

Su madre no había parado de beber en todo el día, ahora estaba dormida en el sofá, con la boca abierta. Se le veía hasta la garganta pálida y seca. Todo lo que llevaba encima era una bata negra de una tela sedosa y lisa, que se le había abierto por delante, dejando a la vista uno de sus pechos.

El pezón marrón le recordaba a un pequeño excremento seco.

Él se llamaba Johnny Beskow y físicamente no era gran cosa. Más bien se le podría describir como un chico flacucho y bajito. Pero tenía un gran talento para inventar maldades, y ahora lo puso en práctica. Contemplaba a su madre con una mirada fría y despejada. Dio rienda suelta al asco que sentía, ya que al menos le hacía sentir algo, que estaba vivo y que la sangre le fluía más libremente por el cuerpo. Miró fijamente a la mujer tumbada en el sofá, y sintió desprecio. El desprecio le hacía respirar con dificultad, y notaba que la cabeza se le había calentado. El desprecio la abarcaba a toda ella, a cómo era, al aspecto que tenía y a cómo se comportaba siempre. A sus sonidos y olores. Era delgada, pálida, demacrada y de aspecto desaliñado, miserable y alcoholizada, y él la despreciaba. Se sentía mal al pensar que había salido de su cuerpo. No soportaba pensar en ello. Un día, muchos años atrás, esa mujer había gritado, empujado y lo había expulsado de su cuerpo con un largo y agónico grito. Sin alegría, sin ilusión.

Su pelo era largo y negro, y su piel pálida. Para ella, los años no habían pasado en balde, tenía una red verdosa en las sienes y en las muñecas. Sus pies eran cortos y estrechos, con la piel seca y dura como gruesas cortezas grisáceas alrededor de los talones.

– ¿Quién es mi padre? -le preguntó-. Dímelo ya.

Ella no lo escuchaba, claro, se encontraba sumida en una profunda borrachera de vodka, y así permanecería durante muchas horas. Por fin, cuando se acercara la noche, se levantaría del sofá, parpadearía un par de veces y lo miraría extrañada. Como si hubiera olvidado que tenía un hijo de diecisiete años que también vivía en la casa.

Johnny desvió la mirada hasta la pared, donde colgaba una fotografía en blanco y negro de su madre cuando era joven. Siempre que miraba esa foto y luego la miraba a ella tumbada en el sofá, pensaba: ¿Qué fue de esa otra? ¿De la que se ríe allí en la pared, con los ojos brillantes?

Muchas veces durante su infancia y adolescencia él le había preguntado por su padre.

¿Dónde está?, decía, poniéndose pesado, ¿dónde está mi padre? ¿Está en el extranjero?

¿Tu padre?, contestaba ella llena de amargura. No me des la lata con eso. Está muy lejos. Más allá de todas las colinas.

Johnny se imaginaba todas aquellas colinas. A un hombre corriendo dentro de la imagen, cruzando un prado verde, para luego desaparecer y volver a aparecer en lo alto de la siguiente colina. Así se metía dentro del paisaje, de colina en colina, hasta desaparecer.

Estaba sentado muy quieto en el sillón. Seguía mirando fijamente a su madre con ojos fríos. O, como le gustaba pensar: la miraba con ojo de pez. Podré hacer que te despiertes, si eso es lo que quiero. Un día, cuando se haya alcanzado el límite, haré que te despiertes en un periquete. Y te levantarás de un salto de ese sofá gritando, con las manos en la cabeza. Puedo poner a hervir una cazuela de agua, pensó, y echártela a la cara. O manteca hirviendo, que es más eficaz, pensó a continuación. La manteca sigue quemando la piel durante bastante rato, no se evapora como el agua. Pero se acordó de que probablemente no tenía manteca en casa. Se levantó, fue a la cocina y abrió la nevera. En la puerta había una botella de aceite. Podría valer. Cuando algún día quisiera levantarla rápidamente de ese sofá y darse a conocer de una vez por todas. Porque yo también tengo un umbral de dolor, pensó, y si ella me hace sobrepasarlo, entonces recibirá su merecido, vaya si lo recibirá.

Volvió al salón y se colocó delante de la ventana. Miró al patio. Nadie tiene tantos trastos y tanto desorden, pensó. En las demás casas hablan de nosotros, allí viven esa loca y ese chico flacucho. En el patio había varios sacos de plástico hasta arriba de basura y unas viejas latas de pintura, una carretilla oxidada llena de agua de lluvia, un montón de leña para quemar bajo una lona negra, arbustos y mala hierba amenazando con meterse dentro de la pared con esa fuerza que solo puede desarrollar la naturaleza. La casa, descuidada, parecía a punto de derrumbarse. Y su moto Suzuki Estilete estaba aparcada junto a la escalera. Volvió a sentarse. Intentó imaginarse a su padre; ese hombre que ella no quería mostrarle. Si al menos le diera una pista… Un nombre, o algo con lo que pudiera hacerse una idea de quién era. O de dónde estaba. Y si estaba muerto quería saber dónde estaba enterrado. Para ver el nombre grabado en piedra. ¿Ella bebía tanto que hizo que te fueras de casa?, pensó. ¿Encontraste a otra? ¿Tuviste más hijos con ella? ¿Hijos mejores que yo, con los que prefieres estar? ¿Sabes que estoy aquí sentado? ¿Me ignoras como a un leve dolor de muelas? Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Pensó en el bebé bajo el árbol. Tú debes de estar muy bien, pensó. Tu madre y tu padre cuidan de ti constantemente, no te pierden de vista ni un instante, ni de día ni de noche. Los veía en su imaginación muy juntos, esa pequeña trinidad. La sagrada unión, aislada del resto del mundo, envuelta en felicidad y excelencia. A partir de ahora todo podía suceder. Cada pequeño paso entrañaría un riesgo, todo fuera de la casa sería zona de peligro. Y era él quien les había proporcionado esa nueva perspectiva. Era él, Johnny Beskow, quien les había mostrado la realidad.

Permaneció sentado durante mucho rato disfrutando con todos esos pensamientos, sin parar de contemplar a su madre con ojo de pez.


* * *

La semana anterior a los sucesos, en el periódico local había salido una foto de la niña Margrete, en la columna «El rompecorazones de la semana». Karsten Sundelin había sacado la foto con su vieja cámara Hasselblad. La niña estaba sentada en la mesa de la cocina desnuda, salvo un gorrito blanco atado por debajo de la barbilla, y su cuerpo tenía el mismo color que el mazapán de la fábrica Anthon Berg. Ahora la pequeña Margrete estaba dormida en medio de la cama de matrimonio de sus padres, recién bañada y envuelta en un edredón rosa. Lily había echado unas gotas de aceite para bebés en el agua, lo que hacía que su cuerpo brillara y oliera maravillosamente bien. Estaba demasiado caliente, pero Lily no se decidió a quitarle el edredón. El pequeño bulto en medio de la cama parecía un capullo, y la madre deseó que la niña nunca se abriera, se levantara y se marchara.

Fuera de la habitación, fuera de la casa, para internarse en el mundo.

Su marido, Karsten, había ido al vertedero a tirar el cochecito. La sangre había penetrado en el colchón y fue imposible quitar las manchas. La sangre era resbaladiza como el aceite, y desprendía un olor asqueroso, como a pescado. Se trataba además de un coche usado, heredado de una familia de la vecindad. Karsten acababa de comprar uno nuevo de terciopelo azul oscuro, el más caro de la tienda. A partir de ahora solo lo mejor para Margrete, pensaron, después de todo lo que había sucedido.

– Ahora podrá dormir en el porche, ¿no? -sugirió Karsten-. Así podrás verla desde la ventana.

Lily acarició la cara de la niña. El roce provocó una pequeña vibración del párpado de la pequeña.

– Ya veremos -se limitó a decir.

Estaban acostados uno a cada lado de la niña. Los dos se habían incorporado sobre el codo, formando una pared protectora contra el mundo, y la niña yacía entre ellos como un guisante en su vaina.

Respiraba ligera y rápidamente.

No había en el mundo entero nada como ella.

– ¿Sabes lo que le haré si lo encuentro? -preguntó Karsten.

Hablaba con los dientes apretados. Lily no quería escuchar. Colocó el edredón rosa, tenía que estar liso y bien ajustado. No contestó a la pregunta de su marido. Algo malvado había llegado por el bosque, y ahora también estaba creciendo en el hombre con el que se había casado.

– Le arrancaré los brazos -dijo Karsten-. Y las piernas. No vale más que un insecto.

Lily se puso boca arriba, mirando fijamente el techo, el globo de la lámpara, y vio que había algunas moscas muertas.

– ¿Puede haber algo de lo que nos hayamos olvidado? -susurró-. ¿Algo que hayamos hecho o dicho?

También Karsten se dio la vuelta con un vuelco en la cama. El movimiento hizo suspirar a Margrete, y la cama crujió un poco por el peso del hombre.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó-. ¿Que nos lo hemos buscado nosotros?

Lily se estaba mordiendo un nudillo. El primer susto ya había pasado. Estaban de vuelta en casa y había transcurrido algo de tiempo. Margrete estaba entera, vivita y coleando. Pero ahora le venían otros pensamientos para los que no estaba preparada. ¿Por qué precisamente aquí, pensó, en nuestra vecindad? ¿Y por qué nuestra hija? Algo tan cruel no podía ser casual, porque si lo fuera sería incomprensible.

– No buscado -contestó Lily-. Pero me pregunto si hemos hecho algo en lo que alguien se haya fijado.

– Vivimos nuestra vida -dijo Karsten-. Hacemos las mismas cosas que los demás. Somos gente decente.

Lily intentó respirar tranquilamente. Si consiguiera controlar la respiración, también su corazón se tranquilizaría, pero no lo lograba.

– Quizá el tío estuviera observándonos -susurró-. ¿Has pensado en eso? Tal vez estuviera escondido detrás de un árbol mientras yo estaba pataleando. No miré por entre los árboles. No se me ocurrió.

Volvió a incorporarse sobre el codo.

– ¿Tú viste algo? ¿Oíste algo?

Karsten repasó aquellos segundos paralizantes. Escuchó sus propios recuerdos, como si entre ellos hubiera algo que pudiera repescar, algo que pudiera proporcionarle una pista.

– Sí -recordó-, sí que oí algo. Algo que arrancó dentro del bosque. Por allí dentro pasa un camino que va hasta Askeland, lo usan los obreros forestales. Puede haber sido una motosierra.

– ¿Una motosierra? -preguntó ella decepcionada-. Eso no nos ayuda nada.

Karsten cambió de idea y chasqueó los dedos.

– No, tal vez no -dijo-. Una motosierra no. Tal vez fuera una pequeña motocicleta.


* * *

La postal que Sejer había encontrado sobre el felpudo de su puerta era una tarjeta pequeña, barata, con la superficie brillante. La foto del glotón le fascinaba. En sus estantes tenía los trece volúmenes de la Gran Enciclopedia Noruega de las editoriales Aschehoug y Gyldendal del año 1984, y supuso que el glotón figuraría en la misma con imagen y texto.

Lo encontró en la página 495.


Glotón. Gulo gulo, nuestra especie más grande de la familia de los mustélidos. El glotón es plantígrado, con cabeza corta y rabo pequeño y espeso. El pelaje es oscuro, casi negro, con una franja amarilla en los costados. De altura es parecido a un perro de muestra y posee una gran fuerza. El glotón se encuentra en las regiones de alta montaña, pero los expertos sostienen que antaño fue un animal de bosque.

El glotón es un cazador listo y precavido. En invierno se alimenta de renos, en verano probablemente también de ovejas, además de pequeños roedores. Rara vez también de liebres y zorros, perdices y urogallos. En febrero o marzo suele parir dos o tres crías. Su madriguera se encuentra por regla general en montones de nieve dura junto a montañas, en terrenos accidentados. En 1964 la población se estimó en ciento cincuenta ejemplares. En el sur de Noruega el glotón está vedado hasta la provincia de Sor-Trondelag.


Al final Sejer estudió con gran interés la fotografía en color.

El glotón recordaba un poco a un perro, otro poco a una marta y otro poco a un gato. ¿Es así como el tipo quiere presentarse?, se preguntó. ¿Cómo un raro y vedado carnívoro en vías de extinción? ¿Un cazador listo y precavido? Cerró la enciclopedia, colocó el volumen en la librería y se sentó junto al teléfono para llamar. Karsten Sundelin contestó enseguida. Se había tomado unos días libres en el trabajo para estar con su mujer y su hija. Los dos estaban mareados y aturdidos después de lo sucedido.

– ¿Cómo se encuentran ustedes? -preguntó Sejer.

– ¿Usted qué cree? -respondió Karsten Sundelin.

Su voz sonaba amargada y chirriante como una sierra.

– Lily ya no se siente nada segura -dijo-, y Dios sabe si alguna vez volverá a sentirse como antes. Hay muchas cosas que se han roto, por decirlo así.

– ¿Y Margrete? -preguntó Sejer con prudencia.

– Pues supongo que ella también lo acusará -contestó Karsten Sundelin-. De una manera u otra. Toda esa inquietud contagiará a la niña, ¿no cree?

Sejer se quedó meditando unos instantes.

– ¿Hay alguna papelería o librería donde viven ustedes? -preguntó.

– No -contestó Sundelin-. No hay ninguna librería. Tenemos que ir al centro comercial, que está en Kirkeby. Aquí solo hay un supermercado Spar. Está abajo, junto al lago Skarve. Venden un poco de todo. Me refiero a que tienen medicinas, algunos juguetes y cosas así.

Sejer lo anotó todo en una libreta.

– ¿Cómo puedo llegar hasta allí?

– Hay que ir al centro de Bjerkas -explicó Sundelin-. Y luego girar a la derecha. Verá la tienda en cuanto llegue al lago. Han puesto unas ridículas banderas delante.

– ¿Y los que viven en la urbanización Askeland? -preguntó Sejer-. ¿También ellos compran en el supermercado Spar?

– Antes tenían una tienda, pero la cerraron -contestó Sundelin-. Así que ahora vienen a comprar donde nosotros. Pero cada vez más gente va al centro comercial de Kirkeby, porque hay más donde elegir. Antes teníamos de todo -añadió-. Panadería, peluquería, café y banco. Pero todo va desapareciendo poco a poco. Ya solo nos queda el supermercado y la gasolinera. Y un pequeño pub. Está al lado de la gasolinera.

Sejer le dio las gracias y colgó. Aún era pronto. Metió a Frank en el coche y condujo los veinticinco kilómetros hasta Bjerkas. Luego giró hacia la derecha, como le había explicado Sundelin, y enseguida avistó las banderas que ondeaban junto al lago. Un estrecho camino asfaltado conducía a una hermosa playa, pero al salir del coche se dio cuenta de que no era tan atractiva como parecía a primera vista. No había nada de arena, solo grandes y afiladas piedras reunidas en el bajío como una barrera infranqueable. Tal vez eso explicara que la cadena Spar hubiera conseguido licencia del Ayuntamiento para poner una tienda en un lugar como ese. Pues allí era imposible bañarse. Al fondo de la cala vio algunas barcas subidas a tierra, algunas de ellas boca abajo. Echó a andar. No había nadie más andando por la playa, y por eso soltó a Frank. El perro corría delante de él, consiguió torpemente pasar las grandes piedras y se metió en el agua, pero salió rápidamente y volvió a la playa.

– Vaya, Frank -dijo Sejer-. Hoy el agua está demasiado fría, ¿a que sí?

El lago estaba reluciente, sin una sola onda en la superficie. Se sentó sobre una de las barcas que estaban boca abajo y se fijó en la familia de patos. Frank estaba en el borde del agua gruñendo, con las orejas hacia atrás y una arruga sobre el hocico.

– No hagas eso -dijo Sejer-, déjalos en paz. Ellos viven aquí.

Los patos se alejaron nadando, dejando tras ellos finas rayas en el agua.

Sejer se levantó de la barca y miró hacia la carretera principal. Bjerkas tenía unos cinco mil habitantes, y en otros tiempos había habido allí una empresa de productos lácteos. Se había fijado en el viejo edificio de ladrillo rojo al bajar al lago. Al mirar hacia el otro lado de la cala, avistó un gran edificio blanco en la colina. Sabía que era un antiguo convento. En él había una pequeña capilla en la que se organizaban conciertos y recitales. Llamó a Frank, volvió al aparcamiento y subió al perro al coche. Luego entró en la tienda. Olía bien, a algo recién hecho en el mostrador de productos frescos, y Sejer fue hacia allí como un perro hambriento. Tras pensárselo un poco, pidió dos hamburguesas.

Luego deambuló por la tienda con la bolsa de aluminio caliente en la mano. Cuando llegó a la caja encontró lo que estaba buscando. Un soporte de postales. Había imágenes de gatitos, cachorros y caballos, y pequeños paquetes de tarjetas de agradecimiento y de felicitación. Una de las postales captó inmediatamente su atención. La cogió y leyó en la parte de atrás: «Carnívoros noruegos. Lince. Fotógrafo: Goran Jansson».

Este descubrimiento le hizo mirar de nuevo a su alrededor. Ha estado en esta tienda, pensó. Vive aquí, en Bjerkas, o tal vez en Askeland. Es muy posible que compre en este establecimiento. Puso la bolsa de las hamburguesas sobre la cinta. Luego cogió tres periódicos y saludó a la cajera.

– ¿Tenéis más postales de estas? -preguntó-. ¿Con fotos de otros animales?

La joven echó un vistazo a la foto del lince, y negó con la cabeza, apartándose un flequillo blanco y negro, y dejando al descubierto una pequeña espada que le atravesaba la ceja.

– Ni idea. No estoy muy al día en estas postales -dijo.

– ¿De modo que no podrías acordarte de una postal como esta con la foto de un glotón? -preguntó Sejer.

– ¿Un glotón?

Al parecer, la joven no conocía el glotón, y se mostró insegura. Pero era muy joven, pensó Sejer, mirando el uniforme verde de Spar. Llevaba un distintivo que indicaba que se llamaba Britt. Marcó en la caja la compra de Sejer, los periódicos y la bolsa con las dos hamburguesas. Por el lince pagó siete coronas y cincuenta ore. Ya dentro del coche le dio una de las hamburguesas a Frank. Se sentó y hojeó rápidamente los periódicos.

«Encuentran a su bebé ensangrentado en el jardín.»

«Broma de mal gusto en Bjerketun.»

«Bebé dormido empapado en sangre.»

A este tipo le gusta estar ante los focos, pensó Sejer. Ahora está recibiendo sus aplausos.

Se comió la hamburguesa mientras contemplaba el agua. El lago Skarve parecía un espejo. Los patos se mecían imperturbables a lo lejos en el agua.

– Esta hamburguesa está buenísima, Frank -le dijo al perro.

A continuación sacó el teléfono del bolsillo y marcó el número de Skarre.

– Habrá más incidentes -dijo-. Estamos ante un carnívoro.


* * *

Johnny Beskow sacó la Suzuki a la calle.

Metió la marcha y salió zumbando. Tenía la cabeza ligera y se sentía libre como un pájaro. Llevaba puesto el casco rojo, decorado con una pequeña ala dorada a cada lado. De su cinturón colgaba una navaja suiza con la que podía pinchar y cortar, abrir una botella de Coca-Cola, o cortarle la lengua a su madre, si le pillaba en un mal momento. No iba a ninguna parte sin esa navaja. Fue un alivio abandonar la casa, dejar atrás el olor que había allí dentro, todo ese desorden y caos, y a ella, que daba vueltas por la casa hablando con lengua de trapo. A él le gustaba sentarse sobre su pequeña moto, le agradaba la velocidad y notar el viento en la cara. Mientras conducía, se imaginaba las caras de la gente mientras leían sobre lo sucedido en Bjerketun. Se imaginaba todo un registro de terror, espanto e indignación. Hombres cabreados, mujeres asustadas, viejos furiosos. La idea le hizo sonreír. Estuvo a punto de juntar las manos y aplaudir, pero comprendió que era mejor dejarlas sobre el manillar. La gente no debe pasar por la vida considerándola algo natural, pensó, no deben dar por sentado que lo bueno va a durar siempre.

La muerte llega a todo el mundo.

Yo se lo enseñaré, joder.

Se detuvo en la gasolinera Shell en Bjerkas a comprar periódicos. Junto a la gasolinera había un pequeño pub local, con mesas de formica y máquinas tragaperras. Le gustaba sentarse allí con una Coca-Cola. Era agradable andar por el mundo sin que la gente supiera quién era, ser el personaje del que todo el mundo hablaba, estar entre ellos y al mismo tiempo ser anónimo. Se sentó en un banco delante de la gasolinera y hojeó rápidamente los periódicos. Karsten Sundelin, de Bjerketun, había concedido una entrevista al periódico nacional VG, donde afirmaba que la persona que estaba detrás de ese abominable ataque a su familia no debería sentirse seguro un solo instante ni de día ni de noche.

– ¿Qué quiere usted decir con eso? -preguntaba el periodista de VG.

– No es muy apropiado para ser impreso en un periódico.

Johnny dobló los periódicos y los metió en el compartimiento de debajo del asiento de la moto. Arrancó y prosiguió su camino. No apropiado para ser impreso. ¡Ja ja! pensó ¡qué miedo me das! Tras unos kilómetros llegó a la laguna Sparbo. Giró a la derecha y condujo el último tramo sobre un estrecho camino forestal, se bajó de la moto y la apoyó contra el tronco de un abeto. Luego bajó hasta el agua. La laguna Sparbo era una presa. Un muro de contención atravesaba el embalse. En medio del mismo se veía una compuerta por la que el agua fluía hacia dentro a través de una tubería negra. Se oía la fuerza del agua como un potente y permanente zumbido. Se decía por ahí que en una ocasión un chico se había balanceado sobre ese muro de contención. Al parecer fue en el mes de mayo, cuando los bachilleres celebraban la graduación. Se cayó por el borde y la tubería lo llevó hacia la corriente. Encontraron luego su cuerpo a varios kilómetros de distancia, abajo, en el valle. Johnny permaneció un rato junto a la orilla contemplando el paisaje, el agua resplandeciente, el bosque callado. Dio unos cautelosos pasos sobre el muro. Medía cuarenta centímetros de ancho, y se podía balancear otro trecho sin problemas, pero si se iba demasiado lejos, por ejemplo hasta la compuerta en medio del embalse, era más complicado. La compuerta de la presa estaba dentro de una jaula con rejas, y la jaula estaba siempre cerrada. Solo tenían llave los que se ocupaban del mantenimiento de la presa. Ahora bien, no era imposible trepar por encima de la jaula y llegar al otro lado. Es decir, si uno soportaba el ruido del agua sin perder la compostura. Johnny bajó la vista y miró fijamente el agua negra. Se sentía animado pensando en todo lo que había desencadenado. Era increíble que un enclenque como él tuviera tanto poder, pues era muy delgado, solo tenía diecisiete años y carecía por completo de músculos. ¡Pero poseía cierto talento! Y qué bueno era eso de crear indignación en la gente.

Se sentó en el muro y contempló la presa. Oía el agua que bramaba a través de la compuerta y desaparecía por la tubería. Estuvo allí un cuarto de hora, luego se deslizó hacia atrás y consiguió llegar a la tierra seca. Sabía que la laguna Sparbo era fuente de agua potable para miles de personas, y que el agua que corría con tanta fuerza por la tubería negra acababa en los grifos de la gente, razón por la cual meó en el embalse antes de marcharse.


* * *

El abuelo materno de Johnny Beskow vivía en Bjornstad.

Se llamaba Henry Beskow, y vivía en una calle sin salida llamada Roland. Junto a la casa de su abuelo, que era la de más adentro y la más vieja, había un pequeño peñasco, y sobre ese peñasco había sentada una niña que lo observaba llegar en la moto. Él la había visto muchas veces allí sentada, comportándose de un modo muy desagradable con todo el que pasaba. Al parecer pensaba que era su calle, su territorio. Era menuda y pálida y tenía pecas, él le echaba unos diez años. Lo más impresionante de la niña era su trenza de color rojo encendido que le llegaba hasta el culo. Le sonreía despectivamente desde el peñasco, con los dientes incisivos como terrones de azúcar.

– ¡Cabeza de grosella! -gritó la niña, refiriéndose al casco rojo.

Johnny frenó y se detuvo. Levantó la vista y la miró con los ojos entornados, concentrando la mirada en un solo rayo amenazador. Pero ella parecía no tener miedo a nada. Es porque no sabes lo que te puede pasar, pensó Johnny. Volveré a por ti, pequeña pecosa de mierda. La ignoró y prosiguió hasta la casa de su abuelo, aparcó la moto y colgó el casco del manillar. Se limpió los zapatos en el felpudo y entró en la pequeña casa. El viejo, al que le fallaban las piernas, estaba sentado en un sillón de orejas junto a la ventana. Sus pies reposaban sobre un escabel y estaba envuelto en una manta de pelo. El reumatismo había convertido sus dedos en doloridas garras.

Johnny Beskow cogió un puf, que acercó al sillón de su abuelo.

– Hola, abuelo -saludó.

Henry volvió la cabeza. Sus ojos solían gotear, y algunos capilares se le habían reventado.

– Hola chico, cuánto me alegro de verte.

– ¿Has comido algo hoy? -le preguntó Johnny.

Henry hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Mai ha venido esta mañana -contestó.

Johnny intentó acomodarse en el blando puf de plástico.

– ¿Qué tal es? ¿Hace lo que tiene que hacer? ¿Se porta bien contigo?

– Mai es un ángel -contestó Henry Beskow-. Que quede claro. Tiene la piel muy oscura y habla un poco mal el noruego, porque viene de Tailandia. Y los tailandeses son gente amable, ¿sabes? Todo lo hacen con una sonrisa. No podría haber conseguido a nadie mejor que Mai. A veces tengo miedo de perderla -dijo, repentinamente preocupado-. No te puedes fiar de la gente del Ayuntamiento. Siempre están reorganizándolo todo para ahorrar dinero.

– ¿Te has tomado las medicinas? -preguntó Johnny.

– Sí, sí -contestó el viejo-. Me las he tomado. Soy como un perro obediente, ¿sabes? No tengo fuerzas para protestar. El que depende de otros para todo se vuelve más manso que un cordero.

Sus dedos deformados tocaban la manta, tirando un poco de los flecos.

– ¿Quieres que te lea el periódico? -le preguntó Johnny, señalando la mesa donde estaba el periódico local.

– Sí, por favor.

Johnny cogió el periódico y se acomodó de nuevo en el puf. Leyó noticia tras noticia con voz clara y contundente, y echando rápidas miradas al viejo para ver si lo seguía. Sí, lo seguía. Primero le leyó una historia sobre un caballo que había perdido el control durante una carrera, y cuando intentaron detenerlo le mordió el brazo a uno de los funcionarios. Luego había un largo artículo sobre las malas condiciones de trabajo de los polacos, y otra noticia que se apresuró a saltarse, porque trataba de ciertos fallos en las rutinas del Hospital Central sobre el tratamiento de los muertos. A veces los tenían allí un mes antes de mandarlos a incinerar. Leyó el parte meteorológico. Seguiría el calor, y el peligro de incendio era grande por todo el este del país. También mencionó algunos de los programas que se emitirían en la televisión esa noche, y que pensaba podrían gustarle al viejo. Al final leyó la noticia sobre el bebé del cochecito. Mientras la leía, miraba de reojo a su abuelo, pero no logró descifrar lo que el hombre estaba pensando.

Dobló el periódico y lo dejó sobre la mesa.

Por unos instantes reinó un silencio absoluto en la pequeña habitación.

– Tú no tienes una vida muy fácil -dijo por fin Henry-. Ya lo creo que no. Pero al menos sabes cómo no debemos comportarnos con los demás. El estúpido que ha organizado todo ese lío se merece unos azotes. ¿No estás de acuerdo, Johnny?

– Sí, abuelo -contestó mansamente-. Incluso podríamos romperle los dedos meñiques.

– Así es -contestó Henry-. ¿Cómo van las cosas por casa? Dime la verdad. No quiero que mientas para no preocuparme.

– Pues no van muy bien. Ella está siempre tumbada en el sofá. Solo se dedica a beber vodka. ¿Necesitas algo de la tienda? Puedo acercarme ahora mismo.

– Haz una lista -dijo Henry-. Coge papel y lápiz. Hay en el cajón de la cocina.

– No necesito papel, abuelo. Uso el móvil, ¿sabes? Puedo escribir en él.

– No es fácil de entender -dijo el abuelo, con un gesto de agradecimiento. Estaba sentado sin moverse en el sillón mientras la lista de la compra era tecleada en el teléfono móvil.

La niña de la trenza roja seguía sentada en el peñasco cuando él pasó a toda velocidad.

– ¡Tonto bamboleante! -le gritó.


* * *

A la vuelta colocó la compra en la despensa, que era un cuartito al lado de la cocina. Allí el abuelo guardaba de todo. Vio que había muchas cosas caducadas, los frascos de mermelada tenían una capa de moho encima. Se pasó un rato ordenando los estantes. Tiró lo que era para tirar y luego les pasó un trapo húmedo. Quedaron muy bien, limpios y ordenados. Una caja roja al fondo de la despensa atrajo su atención, era tentadora. La sacó para verla más de cerca, por si era una nueva clase de mezcla de cereales para el desayuno. Pero descubrió que contenía raticida. Una caja llena. La abrió y examinó los granos de color rosa. Tenían pinta de estar muy buenos, a pesar de ser mortales. El hecho de que fueran mortales le fascinaba. Se acercó la caja a la nariz, no olían a nada, y tampoco podía imaginarse a qué sabían. Tal vez a granos dulces, o a golosinas. Luego leyó detenidamente las instrucciones de uso.

«Las ratas se duermen dulcemente para nunca más volver a despertar», ponía en la caja.

Qué cosas, pensó Johnny Beskow.

Después de meditar un buen rato, salió sigilosamente al patio y escondió la caja debajo del asiento de la Suzuki. Algún día ese raticida podría serle útil, le gustaba tener algo de reserva para situaciones futuras. Volvió junto a su abuelo. Henry se había dormido en el sillón. Johnny se sentó en el puf y esperó pacientemente a que el viejo se despertara. Lo hizo al cabo de unos minutos.

– ¿Te preparo un termo con café, abuelo?

– Gracias. Pon un poco de azúcar, por favor, y no aprietes demasiado la tapa, porque luego no soy capaz de abrirlo.

Johnny se fue a la cocina y lo preparó todo. Hirvió el agua, filtró el café, y le puso unas cucharaditas de azúcar. Sacó una taza del armario, la que el abuelo utilizaba siempre, una taza azul con un asa a cada lado. La llevó al salón y la colocó en la mesa al lado del viejo. Luego se acercó a la ventana y miró hacia fuera.

– ¿Quién es esa niña pelirroja? -preguntó.

Henry tosió y carraspeó, porque le había entrado algo en la garganta.

– Es la pequeña de los Meiner, creo. Se llama Else. Viven en esa casa amarilla de allí abajo. ¿Ves todos esos coches para el desguace? Llevan ahí quince años. Supongo que Meiner tendría intención de repararlos para luego venderlos, pero nunca llega a hacerlo.

– Esa niña no es nada simpática -dijo Johnny hacia la ventana.

Su aliento produjo una pequeña mancha de vaho, en la que dibujó una calavera con el dedo.

– ¿Te refieres a Else? Es buena. Es como una perrita guardiana -dijo Henry-. Controla a todo el mundo que entra en la calle Roland. Exige saber a qué vienen. Luego se sienta y grita tras ellos cuando se vuelven a marchar. Voy a decirte una cosa: si a mi casa llega alguien con malas intenciones, Else Meiner dará parte de ello inmediatamente. Tiene ojos de halcón, y grita como una urraca.

Johnny volvió a sentarse en el puf.

Henry calló durante un buen rato.

– Pido perdón por estar tan viejo -dijo por fin, con un gran suspiro-. Pido perdón por ser tan lento y tan inútil, y tan incapaz de hacer nada. Y esto no irá a mejor.

– No digas tonterías -dijo Johnny con severidad.

– No tengo miedo a morir.

– Ya lo sé.

– ¿Acaso tú tienes miedo de acostarte por la noche? No es peor que eso. Nos acostamos y navegamos hacia otra parte.

Levantó una mano torcida y se quitó de la frente unos ralos mechones de pelo. Sus labios eran estrechos y descoloridos, como si la vida estuviera abandonándolo lentamente, llevándose el color y el brillo.

– Falta mucho para que mueras -dijo Johnny convencido.

La mera idea lo torturaba, porque apreciaba al viejo y no tenía otro sitio adonde acudir. Nadie que lo esperara, nadie que lo necesitara para nada. Henry estaba a punto de quedarse dormido otra vez. Johnny le cogió la mano reumática y la mantuvo apretada.

– Abuelo -susurró-. ¿Quieres que abra una ventana antes de irme? Hace mucho calor aquí. Tendrás la cabeza muy cargada.

El viejo abrió un ojo.

– Podría entrar alguna avispa.

– ¿Tienes ratas en el sótano? -preguntó Johnny.

– Antes sí. Ahora ya no. Mai se ocupa de esas cosas.

Johnny soltó la mano de Henry. Se levantó y alisó la manta.

– Abuelo, ¿cuándo empezó a beber mi madre? -preguntó.

– Justo antes de nacer tú -contestó el viejo-. No fue fácil para ella, ¿sabes? Ocurrieron tantas cosas terribles…

– Ella no quiere contarme nada relacionado con mi padre -se quejó Johnny-. No consigo saber de dónde vengo.

– Dejad las cosas como están -dijo Henry. Dirigió la cara hacia otra parte y volvió a cerrar los ojos-. La verdad no es siempre la mejor solución. Créeme.


* * *

Lily Sundelin empujaba el cochecito con Margrete dentro, y su marido Karsten andaba tranquilamente a su lado. Ella iba agarrada al coche, él al brazo de ella, más juntos no podían estar. Era por la tarde y el sol estaba bajo y les quemaba la nuca. Margrete llevaba un resplandeciente mono de rayas rojas y blancas que quedaba muy bien en su nuevo coche.

Salieron de la urbanización y tomaron la carretera principal. Se detuvieron ante un coche.

– ¿Sabes lo que he pensado esta mañana nada más levantarme? -dijo Lily-. Me vino a la cabeza como un rayo.

– ¿Qué? -preguntó Karsten, apretando el brazo de su mujer.

– El chupete -contestó Lily-. Había desaparecido. El chupete rosa.

Se agachó y acarició la mejilla de Margrete.

– ¿Estás segura?

– Sí. Por alguna razón el tipo se llevó el chupete. ¿No te parece un poco morboso? Quiero decir, ¿quién roba un chupete? No lo entiendo.

Karsten no tenía respuesta. Pero Lily vio que apretaba la boca. Lo sucedido había provocado algo en su marido, en parte bueno, pero había algo en ello que le daba miedo, como esa repentina ira. Su voz había adquirido un tono áspero, lo notaba cuando hablaba por teléfono. Estaba siempre alerta, siempre a la ofensiva por si sucedía algo. Lily nunca había visto ese rasgo en él, y quería que lo ocultara, porque tenían que seguir adelante. Pero a la vez estaba emocionada de verlo tan protector con ellas, las protegía con su cuerpo y su alma. Nunca había sido tan grande y tan ancho como entonces, y su voz nunca había sido tan áspera.

– ¿Crees que nos está siguiendo, vigilando lo que hacemos? -preguntó ella.

Karsten miró la carretera y las casas.

– No digas tonterías. Pero tal vez piense en nosotros. Tal vez esté orgulloso de lo que ha hecho, tal vez esté planeando nuevas fechorías. Acércate más al borde, Lilly, viene un coche. Joder, cómo conducen.

Se quedaron allí parados mientras el coche los pasaba a toda velocidad.

– Schillinger -dijo Karsten.

– ¿Quién?

– Bjorn Schillinger, ¿sabes?, ese de los perros groenlandeses. Vive arriba, en la cuesta de Saga. ¿Te has fijado en su coche? Es un Landcruiser. Cuando cambiemos el Honda, compraremos un Landcruiser.

– ¿Por qué?

– Es más grande y más fuerte -explicó-. Y más resistente. Ocho cilindros. Doscientos ochenta y seis caballos. ¿Hasta dónde quieres andar? Hace mucho calor. Margrete está roja como un bogavante hervido.

Lily se quedó pensando un instante. Llevaba buen calzado y la niña estaba dormida.

– Vamos hasta Saga -contestó-. Luego podemos dar la vuelta en el puente.


* * *

Tardaron veinte minutos en llegar al puente.

En ese momento pasó un autobús, y tuvieron que apretarse contra la barandilla. El vestido de Lily aleteó alrededor de sus piernas al pasar el autobús. El bramido del agua hizo que se agarrara con fuerza al cochecito, como un mero reflejo. Se inclinó sobre la barandilla para contemplar el agua. Era de color óxido, con algo de espuma amarilla. En un entrante de la montaña vio restos de una hoguera, una lata vacía de cerveza tintineaba contra las piedras. Karsten le puso un brazo alrededor del hombro, y ella se inclinó contra su ancho pecho.

– Esa agua tiene mucha fuerza -dijo él-. Escucha, ruge como un motor. Antes la gente se apañaba con la fuerza del sol, del viento y del agua. Ahora nos estamos cargando el planeta.

– ¿Y por eso quieres cambiar el coche por un Landcruiser? -le dijo Lily riéndose.

Karsten gruñó algo incomprensible como respuesta, y Lily se puso seria de nuevo. Notaba cómo el pecho de su marido subía y bajaba, y se sentía extraña. Era vulnerable de una manera nueva después de todo lo sucedido. Porque era incapaz de superarlo, incapaz de olvidar lo que le había pasado a Margrete. Algo terrible allí fuera se había fijado en ellos, los había señalado con un dedo tembloroso, y algo se había roto. Pasaba algo con la luz, algo con el ritmo mismo de la vida, que ya no funcionaba. Miró las piedras del fondo del riachuelo, eran redondas y lisas. Luego vio también otra cosa, algo parecido a una rueda.

Apretó el brazo de Karsten.

– ¿Aquello es un triciclo? -preguntó asustada.

Karsten se esforzó por ver. Vio algo rojo. Una especie de manillar. También vio una rueda, y algo de caucho negro.

– La rueda es demasiado grande -dijo.

– ¿Un cochecito de niño? -aventuró Lily preocupada-. Dios mío. ¿Es un cochecito de niño, Karsten?

Karsten Sundelin se inclinó sobre la barandilla. Ese objeto en el agua le parecía familiar. Era algo que había visto muchas veces, pero no entendía cómo había podido acabar en el riachuelo.

– Es rarísimo -dijo-. Es un andador.

– ¿Un andador? ¿Cómo ha acabado en el agua?

– Ven -dijo él-. Volvamos a casa.

– No habrá una persona en el fondo, ¿no? -preguntó Lily-. ¿Alguien que se haya caído del puente?

– No digas chorradas -contestó Karsten.

Giró el coche de la niña y emprendieron el paseo de vuelta. Margrete se despertó y los contempló con sus ojazos de color azul oscuro. Luego se puso a lloriquear. Lily no soportaba ese lloriqueo, la torturaba como gravilla en una herida abierta. Se apresuró a tocarle la carita.

– Siempre hay algo en el fondo de ese riachuelo -dijo Karsten-. Bicicletas. Y carros de la compra, seguramente robados de algún patio. Luego los tiran por la barandilla. La gente hace cosas muy raras para divertirse.


* * *

Johnny estaba sentado en el borde de su cama escuchando los sonidos que llegaban de la cocina.

Era su madre, que estaba abriendo y cerrando armarios y cajones. Se había levantado y estaba vestida. Algunas veces recapacitaba haciendo un gran esfuerzo, y preparaba comida caliente.

La esperanza es lo último que se pierde, pensó Johnny Beskow. No estaba acostumbrado a que le sirvieran nada. Oyó los pasos de su madre. De repente ella abrió la puerta y miró fijamente a su hijo, sentado en el borde de la cama.

– Traías una bolsa -dijo-. ¿Qué has comprado?

– Un par de películas -contestó-. En la tienda de vídeos.

– Ah, ¿sí?, ¿y tenías dinero?

– El abuelo me lo dio -explicó Johnny.

– Dios mío, tú siempre tienes dinero -se quejó ella-. Algunos tienen más suerte que otros.

Vio que él había dejado la bolsa sobre la mesilla de noche. La cogió con un gesto arrogante, sacó los dos DVD y leyó el texto de la parte de atrás.

– Supongo que es una porquería -dijo, escéptica.

– Sí -contestó Johnny-. Es una porquería. Pero es una porquería entretenida.

La madre salió de la habitación. Por si acaso, hizo algo de ruido con la puerta; solía hacer cosas así para llamar la atención.

Estoy todavía aquí. No creáis que no.

Al cabo de un rato le llegó el olor a pizza. Reparó en que tenía hambre, y que estaba algo extenuado, porque a menudo se olvidaba de comer. Sobre todo cuando tenía la cabeza ocupada en diversos asuntos, como en ese momento, que estaba tan creativo y tan metido en toda esa diversión. Mientras esperaba la comida, fue al cuarto de estar y cogió el periódico local de encima de la mesa, luego volvió rápidamente a su habitación y lo abrió. Leyó varios artículos de distintas páginas y estudió las fotos mientras creaba pequeñas construcciones en su cabeza que volvían a derrumbarse al instante, porque le faltaban todavía algunas piezas. Pero era un chico paciente, y había hecho ya sus planes. La gente pierde el trabajo, pensó. La gente tiene accidentes de coche, y la gente se ahoga. La gente se pelea, atraca bancos y arma escándalos. La gente se casa, tiene hijos y cumple años. Cincuenta, sesenta, setenta. Todo eso sale en el periódico. Qué enorme necesidad de darse a conocer, pensó. Repasó los textos con gran minuciosidad y al final se fijó en un anuncio. Lo leyó varias veces, lo arrancó y lo metió en el cajón de su mesilla de noche, junto al chupete rosa. Para más adelante, pensó. Luego se acercó a la estantería de debajo de la ventana, donde estaba la jaula de la cobaya. Sacó al animalito y se tumbó en la cama. La cobaya se llamaba Bleeding Heart, y se puso a trepar por el pecho y la tripa de Johnny con sus pequeños y rapidísimos pies. Tras unos cuantos paseos se refugió junto al cuello de su amo. A esa tía de la cocina no le vendría nada mal despertarse un poco, pensó. ¿Qué te parece? ¿Bajamos al lago Skarve a pescar lucios? Luego los traemos a casa en un cubo y se los metemos por la garganta mientras siguen vivitos y coleando. Así le cerraremos la boca por algún tiempo. ¿Te lo imaginas?

Se puso la cobaya junto a la mejilla, y Bleeding Heart le tiraba de la oreja con sus puntiagudos dientes. La cabeza de Johnny se llenó de una serie de imágenes divertidas: su madre con la cola de un lucio saliéndole por la boca, su madre arrodillada, jadeante y sin aire. Acarició la cabeza de la cobaya. Le gustaba el olor de ese animalito peludo, y le gustaban sus ojos, que eran como perlas negras.

La madre volvió a asomarse.

– Mete a esa rata en su jaula -dijo-. La pizza está lista.


* * *

Estaba completamente sobria y vestida.

Johnny sabía que no duraría. Solo se trataba de unos breves momentos en los que se levantaba con el fin de respirar y comportarse de un modo decente, como si quisiera mostrarle que también ella tenía derecho a vivir. Estando sobria parecía percatarse de la presencia de su hijo, y de que tenía que decirle alguna que otra cosa.

Odiaba que ella bebiera. Que siempre estuviera tumbada en el sofá dormida y roncando como una motosierra. Pero cuando estaba sobria, él perdía el control sobre su madre, y ella se abalanzaba sobre él con una fuerza abrumadora. Eso sí, la pizza estaba rica. Él la miraba hincar los dientes en la masa y veía cómo su lengua gris trabajaba enérgicamente las bolitas de carne. Y aunque estaba sobria, aunque estaba sentada erguida en la silla, notó que su madre añoraba ese veneno del que se había hecho tan esclava. Era una necesidad que tiraba de ella, dejándola con manos temblorosas y nerviosas.

– Tienes que buscarte un trabajo -dijo ella-. No puedo mantenerte eternamente, Johnny. ¿Por qué tienes que andar por ahí sin dar golpe, si eres joven y fuerte?

Tú también podrías buscarte un trabajo, pensó Johnny. Pero no lo dijo en voz alta. Ella recibía una pensión de invalidez desde hacía muchos años. Cuatro mil setecientas veinte coronas. Además de mil ochocientas destinadas a él. Y algo de ayuda para la vivienda. Eran dos personas a repartirse esas miserables sumas. Somos pobres, pensó Johnny Beskow, deprimido, mientras masticaba la pizza. La idea de buscarse un trabajo no le resultaba nada tentadora, porque eso significaría tener que recibir órdenes de otras personas. Eso era algo que no soportaba, se le ponía la piel de gallina solo de pensarlo. Quería ser independiente, ir sobre su Suzuki, libre. Además, solo tenía diecisiete años. No podía trabajar como cajero, no podía conducir. A mí nadie me quiere, constató con satisfacción.

La madre se sirvió otro trozo de pizza. Quitaba los hilos de queso con sus largos dedos blancos, y él se fijó en que tenía las uñas sucias.

– Cuando tú naciste -dijo ella, mirándolo por encima de la mesa-, cuando tú naciste, primero perdí la figura. Luego el sueño por las noches, y el contacto con los demás. Es complicado eso de tener niños, Dios sabe que estáis siempre ahí, cada hora del día y de la noche.

– Pronto me mudaré de casa -aventuró Johnny.

– Ah, ¿sí? -dijo ella tronchándose de risa-. ¿Adónde, si me permites la pregunta? ¿Qué vas a comer, y con qué vas a pagar la comida?

Johnny tenía un trozo de pizza en la mano. Estaba caliente y le quemaba los dedos, pero no le importaba. Johnny sabía que en el fondo su madre tenía miedo de quedarse sola. Si él llegara a cumplir sus amenazas, si metiera sus cosas en una mochila y abandonara la casa, ella se quedaría sentada en un sillón con la botella en la mano, mirando la pared. No tendría a nadie a quien esperar, nadie a quien quejarse, nadie de quien echar pestes. No habría ningún sonido en la casa, solo sus propios pensamientos estridentes.

– Me voy a ir a vivir con el abuelo -amenazó Johnny.

Ella dejó de comer y lo miró. Era obvio que la idea le molestaba.

– El abuelo tiene una habitación vacía -prosiguió Johnny.

– ¿Para qué quieres irte con él? -preguntó la madre-. Ya no sirve para nada. Hay gente entrando y saliendo de su casa todo el día, y él está ahí, sentado con los pies en un escabel, esperando que le sirvan. Allí no serías más que un estorbo.

– Mai va una hora por las mañanas -informó Johnny-. Y luego va un enfermero por la tarde a darle las medicinas. Suele estar cinco minutos. Eso es todo lo que le sirven.

La madre puso los codos en la mesa, ahora con expresión enfurruñada.

– Bueno, es mucho más de lo que recibo yo -dijo.

– Pero tú no tienes artrosis -respondió Johnny-. Estás sana.

No se atrevió a mirarla al decirlo, porque sabía que esa afirmación la pondría furiosa.

– ¿Sana? -gritó ella-. ¿Qué sabrás tú? ¿Que estoy sana, dices? ¿Crees que me paso el día tumbada en el sofá porque me da la gana?

Johnny decidió que sería mejor callarse, pero cerró el puño por debajo de la mesa y se permitió una pizca de desprecio. El desprecio le calentaba y hacía que sus ojos resplandecieran.

– Pero cuando muera al menos nos dejará una pequeña herencia -dijo ella de repente-. Tiene algo de dinero.

Estaba masticando la pizza y la idea del dinero le coloreó la cara.

– No sé exactamente cuánto tiene -dijo-, pero ahorra. No es capaz de ir a la tienda, ¿sabes? Y eso nos favorecerá a ti y a mí. Ya verás.

Johnny la miró espantado. Él quería a aquel viejo lento con los dedos deformados. Era incapaz de imaginarse la vida sin el refugio de la calle Roland, aquella casita donde siempre hacía calor, y sin las conversaciones que mantenía con el viejo sobre la vida y todo lo que ocurría en el mundo.

La madre se inclinó sobre la mesa como si quisiera ser su confidente; la avaricia brillaba en sus ojos mareados.

– Tú que tanto vas por su casa -dijo-, ¿por qué no le sonsacas de cuánto puede tratarse? Me refiero a cuánto tiene en esa cuenta de ahorro.

Había bajado la voz y los pesados párpados.

Johnny hizo un gesto negativo con la cabeza. Tanto hablar de la herencia le molestaba. Además, estaba lleno. Se levantó de la mesa y se fue a su cuarto. En la puerta había una placa de metal que había comprado en una tienda de segunda mano por doscientas cincuenta coronas. Era una placa metálica blanca con letras azules: «Silence is security».

– ¡Gracias, estaba muy rica, mamá! -gritó su madre tras él.

Johnny volvió a abrir la puerta de su cuarto y se sentó en el borde de la cama. Sacó del cajón de la mesilla el recorte del pequeño anuncio del periódico.


Erik y Ellinor Mork, de Kirkeby, envían un cariñoso saludo a su madre, Gunilla Mork, con motivo de los setenta años que cumple en el día de hoy. Nos hace mucha ilusión celebrar este día contigo. Te agradecemos todos los buenos años que hemos pasado juntos, y te deseamos lo mejor para los venideros.


Miró la portada del periódico para ver la fecha. Luego volvió a leer una vez más el pequeño anuncio. Más tarde, cuando echó un vistazo dentro del cuarto de estar, vio a su madre sentada frente al televisor con una lata de cerveza en la mano, y más tarde aquella misma noche, cuando ella ya estaba de vuelta en el sofá, él salió sigilosamente de la casa. Fue hasta la Suzuki y cogió la caja de raticida escondida debajo del asiento.


* * *

El jefe de la sección, Holthemann, llevaba muchos años en la policía, y era un hombre agudo y analítico. Era el responsable de los presupuestos, obligado, por lo tanto, a defender y explicar en qué se gastaban los modestos recursos del cuerpo de policía.

– Ese tipo que ha ultrajado a la familia Sundelin -dijo-, ¿es realmente un hombre peligroso? ¿Volverá a aparecer en escena? ¿Vamos a darle prioridad?

– Obviamente está herido -dijo Sejer-, de una u otra manera. Vaticina un infierno. Supongo que le gusta jugar con fuego. Puede resultar muy peligroso si se acerca a algún explosivo.

– ¿Por qué hablas de explosivos? -preguntó Holthemann.

– Karsten Sundelin -explicó Sejer-. Está a punto de estallar.

Holthemann se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa. Era un hombre severo y muy poco dado a sentimentalismos, y carecía de esas cualidades humanas por las que Sejer era tan conocido. Como administrador era insuperable, pero en el contacto con otras personas, tanto malhechores como víctimas, le faltaba habilidad.

– ¿Por dónde tienes pensado empezar? -preguntó-. Tendremos que atrapar a ese bromista, y pronto.

De repente se acordó de una historia de su infancia. Unos sucesos que tuvieron lugar en el norte cuando él tenía unos ocho años y que contó a Sejer.

– Un hombre andaba por los jardines de la gente por las noches -explicó-, con unas enormes tijeras. Y cortaba en pedazos la ropa interior de mujer colgada en las cuerdas. En realidad, era un delito más bien modesto, pero te puedes imaginar el terror que sembró por ahí con esas tijeras. Las mujeres de la vecindad estaban completamente histéricas.

– ¿Lo cogieron? -preguntó Sejer.

– Sí, lo cogieron. No era más que un bobalicón inofensivo. No fue capaz de dar ninguna explicación, ni de sí mismo ni de sus motivos. En el caso de Bjerketun, ¿crees que se trata de un bobalicón?

– No -opinó Sejer-. Me temo que este es más listo. Al menos eso creo. Digo lo que habría dicho mi abuela danesa, tras unas botellas de Tuborg y una copita de aguardiente: «Lo más probable es que sea un pequeño diablo elegante».

Rebuscó entre sus papeles y sacó una hoja escrita con muchas letras.

Era la descripción sumamente detallada de Lily Sundelin de aquel nefasto día.

Agitó la hoja.

– Había desaparecido el chupete -dijo-. Divertido, ¿verdad? Fíjate qué trofeo.

– Enséñame otra vez esa postal -pidió Holthemann.

Sejer buscó al glotón en el cajón del escritorio, y Holthemann estudió la foto y la breve amenaza.

– Joder, esto está todo planeado -dijo-. Y también es tener mucha cara presentarse de esa forma ante tu puerta. Según tengo entendido, lo viste a través de la ventana. ¿Te dio tiempo a ver algo?

– Que era joven y rápido -contestó Sejer-. Creo que vive en Bjerkas y que había comprado la postal en el supermercado Spar, junto al lago Skarve. Es una posibilidad.

– No dejes que esta postal llegue a manos de la prensa -ordenó Holthemann-. Tanto placer no le vamos a proporcionar al tío. Entonces se convertiría en algo así como «El carnívoro de Bjerkas» o algo peor, y entonces su regocijo sería aún mayor. A ese cabrón no le vamos a dar nada gratis. ¿Has investigado a fondo a los Sundelin? ¿Han podido herir de muerte a alguien?

– No -respondió Sejer con decisión-. No tengo ninguna razón para pensar eso.

Holthemann le dio las gracias y abandonó el despacho. La puerta se cerró tras él con un estallido, su bastón iba dando monótonos golpes por el pasillo. Sejer se acomodó en la silla a leer el informe de Lily Sundelin. Ella había descrito en detalle toda la jornada, y él tomaba alguna que otra nota mientras leía. Se fijó por ejemplo en que el marido, Karsten, había oído un ruido que podría haber sido una moto. Y que el ruido venía del claro del bosque detrás de la casa. Por allí pasaba un camino forestal que iba hasta la urbanización Askeland. Decidió tomarse su tiempo y seguir el camino en cuestión.

El carnívoro de Bjerkas, pensó.

Te habría gustado ese apodo.


* * *

Condujo directamente hasta Askeland.

Pero no resultó fácil encontrar el camino forestal que conducía a Bjerketun. Después de buscar y rebuscar durante mucho rato, salió del coche al llegar a un pequeño campo de deportes donde un grupo de chicos estaba jugando al fútbol.

– Policía -dijo-. Estoy investigando esa historia del bebé de Bjerketun. Habéis oído hablar de ello, ¿verdad?

Los chicos acudieron corriendo. Un par de ellos eran de piel oscura como Matteus, los demás eran rubios, y todos andaban por los ocho años. Lo llevaron detrás de una especie de barracón que funcionaba como sede del club de fútbol. Desde allí le mostraron un estrecho sendero bosque adentro.

– Al cabo de cinco minutos llegará al camino forestal -le explicaron-. Para ir a Bjerketun tiene que mantenerse a la izquierda. Se tarda media hora andando.

– ¿Por ese camino puede ir una moto pequeña? -preguntó Sejer.

– Si -contestaron-. Pero es mejor ir en moto de cross. La gente viene incluso desde Kirkeby. Pero en realidad está prohibido.

– ¿Por el ruido? -preguntó él.

– Sí, esas motos hacen mucho ruido. Y destrozan el camino.

Sejer les dio las gracias y echó a andar. Había sobre todo árboles de hoja caduca, pero junto al camino forestal predominaban los recios abetos. Hasta donde podía ver se erguían en fila recta bosque adentro. Todo estaba seco y hermoso, y olía a agujas. Tras andar un rato avistó una cabaña arriba en un árbol, parecía endeble, seguro que ya nadie la usaba. Pero tiempo atrás debía de haber sido un lugar secreto de encuentro de alguien. Despertó en él viejos recuerdos de infancia. El tipo pudo venir por este camino, pensó, para dirigirse a Bjerketun, a casa de Karsten y Lily. Se movería sigilosamente por aquí con su malvado plan. Tendría el pulso acelerado y estaría ardiendo por la emoción. Escucharía y miraría por todas partes, muy orgulloso de sí mismo y de su lugar en el mundo, como hacen a menudo los delincuentes. Pensando que son únicos. Que las reglas que rigen para todos no rigen para ellos. Que los más listos son los que hacen lo que les da la gana y sin embargo siempre sobreviven.

Tras media hora de caminata avistó unos tejados rojos entre los troncos de los árboles. Reflexionó unos instantes, y giró hacia la izquierda. Al cabo de muy poco tiempo se encontró con la casa de los Sundelin. Vio el jardín y el gran arce con su enorme copa, donde había estado el cochecito del bebé. Se imaginó el placer que supondría para ese tipo descubrir aquel cochecito. Tal vez hubiera visto algún movimiento debajo de la manta, o los pequeños pies del bebé pataleando al aire.

Sejer permaneció varios minutos observando la casa.

El CR-V de los Sundelin estaba aparcado en el patio.

A causa del calor, todo estaba somnoliento y tranquilo.

Como si esa pequeña familia herida se hubiese acurrucado en un rincón dentro de la casa.

Permaneció otro rato observando fijamente la casa, sintiéndose como un mirón. Por esa razón dejó de hacerlo y regresó a través del bosque. Iba mirándolo todo mientras andaba, examinando minuciosamente el camino, pero no encontró más que piñas de los árboles. Al llegar a la sede del club deportivo se detuvo. Los chicos seguían jugando al fútbol y de repente le apeteció acompañarlos. No le costó mucho esfuerzo, pues estaba en buena forma, medía casi dos metros y tenía las piernas muy largas. Marcó un gol casi enseguida, para gran entusiasmo de los chicos, que lo rodearon como abejas zumbando. Luego se sentaron en la hierba a charlar, los chicos formaban un semicírculo de devotos delante de él.

– Y todos esos que andan sueltos -dijo uno de ellos-. Esos canallas que no consigue coger. ¿No le irritan?

Pues sí, Sejer tuvo que admitir que lo irritaban a menudo. Pero que a ese que había visitado el jardín de los Sundelin sí lo atraparían.

– ¿Tiene alguna pista? -quisieron saber los chicos.

– No muchas -tuvo que admitir-. Por ahora no. Pero antes o después acaban cometiendo algún fallo, sobre todo cuando llevan actuando algún tiempo, porque al final se vuelven descuidados.

– Pero lo del bebé no fue más que una tontería, ¿no? -preguntó el pequeño de piel morena-. ¿Tendrá que ir a la cárcel por ello?

– No es ninguna tontería -explicó Sejer-. Voy a deciros una cosa.

Los miró con semblante serio, uno por uno.

– Lo considero un grave ataque. A los padres les han robado la seguridad, y eso es muy grave. Porque sin seguridad la vida resulta muy difícil.

Los chicos meditaron muy serios sobre lo que Sejer acababa de decir. Cuando se disponía a marcharse, lo siguieron hasta el coche, apiñándose en torno a él y levantando las manos para despedirlo.

– Portaos bien, chicos -les aconsejó, y arrancó.


* * *

Una noche, un par de semanas después del ataque a Margrete, Karsten Sundelin se despertó una madrugada a las tres y media. Permaneció un buen rato escuchando. Una cortinilla azul de resorte impedía la entrada de la luz, pero enseguida se dio cuenta de que Lily no estaba. Encendió la lámpara de la mesilla de noche y descubrió que también la cama de Margrete estaba vacía. Se incorporó y se frotó los ojos. Sabía que en los últimos tiempos Lily tenía problemas para dormir. Cuando él pensaba en todo lo que había sucedido, en todo lo que habían perdido, apretaba los puños. Algo había entrado en casa, algo extraño y desconocido. A veces lo sentía como una tensión en la convivencia entre ellos, como si un tercero estuviera escuchando y entrometiéndose, pero sin palabras, solo como una sombra, algo indefinido. Salió de la cama y entró sigilosamente en el salón. Allí las encontró, en el sofá. Lily estaba sentada con Margrete en brazos. Pensó que estaba dormida, pero Lily se percató de la presencia de su marido y abrió los ojos. Karsten se dejó caer en un sillón. Lily no había encendido ninguna lámpara, solo había una exigua luz gris en la habitación. La niña estaba dormida. Permaneció mucho tiempo mirándolas a las dos en el sofá. Entendió que el temor se había apoderado de Lily, un temor que no hacía sino crecer y que le estaba quitando el sueño y todo aquello que antes habían considerado como algo evidente y natural. Apretó los brazos del sillón.

– No podemos seguir así -dijo en voz alta.

Oyó un profundo suspiro que llegaba del sofá. Le pareció ver a Margrete mover una mano, pero por lo demás dormía despreocupada.

– ¿Cómo tenemos que estar, entonces? -preguntó Lily con voz cansada.

Meció lentamente a Margrete en sus brazos.

– Como estábamos antes -respondió él.

– Tienes que entender que eso no es posible -protestó ella.

Él reprimió otra protesta y encendió la lámpara de pie que había al lado del sillón.

Lily se había puesto un albornoz y se había tapado las rodillas con una manta. En este momento controlas, pensó Karsten. Pero no puedes seguir siempre ahí sentada. Tenemos que dormir. Tenemos que ir a trabajar. Hay que criar a Margrete. No lo dijo en voz alta, pero se levantó y fue a la cocina, diciendo que se iba a hacer una taza de té. ¿Quería también ella una taza?

– No, no quiero nada.

Sonaba como una vieja amargada. Karsten Sundelin se apoyó en el banco de la cocina. Apretó los puños mientras profería para sus adentros unas cuantas maldiciones. Luego llenó de agua un cazo.

Volvió al salón mientras esperaba a que hirviera el agua. Le diría a Lily algo tranquilizador, algo que la pusiera de buen humor.

– Antes o después lo cogerán -dijo-. Y le harán un juicio. Entonces las cosas recuperarán el equilibrio, ¿a que sí?

La respuesta de Lily fue una mirada herida, que enseguida se convirtió en animosidad, como si ese rincón que había encontrado en el sofá, con una manta sobre las rodillas y la niña en brazos, fuera un lugar que jamás abandonaría. Había en todo aquello algo inquietante. Lily había entrado en un estado donde él no la alcanzaba de la manera en que estaba acostumbrado. No importaba lo que dijera o hiciera, ya no fluía energía entre ellos, ella lo había excluido.

Oyó que el agua empezaba a hervir en la cocina.

– Lo que quiero decir es que algunos pierden a sus hijos de verdad. ¿Has pensado en eso?

Apenas se atrevía a pronunciar esas palabras en voz alta, pero fue incapaz de callarse. Porque Margrete dormía en los brazos de su madre, sana y salva y preciosa. Lily levantó la vista y dejó escapar un extraño sonido, como el bufido de un gato herido. Karsten se levantó porque el agua para el té ya estaba hirviendo. Pero cuando entró en la cocina, apartó la cacerola del fuego y abrió el frigorífico. Luego volvió al salón con una botella de cerveza en la mano. Lily lo miró asombrada.

– ¿Vas a beber cerveza a estas horas?

Karsten se llevó la botella a la boca. Se sentía muy deprimido.

– Imagínate que tuviéramos que coger el coche -dijo ella, escandalizada.

Él vació media botella antes de dejarla sobre la mesa con un estallido.

– ¿Y por qué tendríamos que coger el coche? -preguntó.

– Por si pasa algo -dijo ella meciendo a Margrete.

– ¿Y qué iba a pasar ahora? -preguntó él, mirando el reloj-. ¿A las cuatro de la mañana?

Ella se arropó con la manta, como para demostrar su vulnerabilidad.

– Puede pasar cualquier cosa -dijo-. ¿Aún no te has dado cuenta?

Karsten vació la botella de cerveza. Está aterrada, pensó. Y yo estoy furioso. Ella está ahí enfurruñada como una cría, y yo estoy aquí gruñendo como un perro callejero. Esto no puede estar sucediendo de verdad. Tenemos que irnos a dormir. Tenemos que colocar a Margrete en la cama. Tenemos que continuar nuestra vida, hay tantas cosas que hemos dicho que queremos hacer…

– Si sigues sin poder dormir a lo mejor tendrías que tomar algún somnífero -sugirió él.

– ¿Somnífero?

Lily puso los ojos en blanco ante esa indecente sugerencia.

– Entonces no podría controlar lo que sucede.

– Pero si yo estoy acostado a tu lado -objetó Karsten-. Me despierto con el menor ruido, os cuido a las dos.

– Él vino mientras estábamos comiendo -le recordó Lily-. Y no oímos absolutamente nada.

Karsten se inclinó sobre la mesa y la miró insistentemente.

– Sí, Lily. Es verdad. Pero no vendrá más. ¿Estamos de acuerdo en eso? Ven, vamos a dormir. Entiendo que esto es muy difícil para ti, has tenido una terrible experiencia. Pero tienes que superarlo.

Por fin Lily apartó la manta y se levantó del sofá. Karsten apagó la lámpara y la siguió hasta el dormitorio. Ella colocó a Margrete entre los dos en la cama, con un gesto que impidió a Karsten protestar. A continuación encendió la lámpara de su mesilla de noche,

– Voy a leer un poco -dijo-. Tú duérmete, si tienes tanto sueño.

Al parecer quiso decir que debería darle vergüenza, por estar cansado y agotado de todo. A Karsten Sundelin le entraron ganas de pegar. De golpear salvajemente a aquello que les había ocurrido. Lo de Margrete era terrible, él era el primero en reconocerlo. Y el instante en que salió al jardín y se encontró a Lily llorando en el suelo y a la niña gesticulando debajo de la manta, ensangrentada como un animalito de matanza, no lo olvidaría nunca. Pero y el resto de nuestra vida, ¿qué? pensó. Tendremos que volver a la normalidad. Cerró los ojos e intentó dormir, pero le molestaba la luz. Además, oía cada vez que ella pasaba una página del libro. Ese crujido de papel le parecían truenos, y el sonido le golpeaba la cabeza. Quizá nos hayamos vuelto los dos locos, pensó. Y tal vez fuera exactamente eso lo que quería ese tipo, ese que vino por el bosque.

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