La mujer se llamaba Astrid Landmark y acababa de cumplir cincuenta años. Su marido, Helge, tenía cincuenta y nueve, pero sentado en la silla de ruedas parecía mucho mayor. Su mujer lo había llevado en la silla frente a la pantalla del televisor, pero no seguía el programa. Estaba como adormilado, y el centelleo azulado y la luz le hacían parecer mortalmente pálido.
Astrid estaba de espaldas, planchando alguna prenda. Resultaba difícil mirarlo a los ojos, porque la parálisis le iba subiendo inexorablemente por el cuerpo, como la marea. Pronto no sería capaz de tragar, hablar o respirar. Los dos lo sabían, conocían el desarrollo de la enfermedad hasta el mínimo detalle. El temor a la muerte ya se había instalado en él, y no tenía fuerzas para combatirlo. Ella ya no podía soportarlo. No sabía dónde fijar la mirada ni qué decir. Casi todas las palabras eran peligrosas, casi todo era ya innombrable. Palabras como en la primavera que viene, o las próximas Navidades, o en otra ocasión, eran ya imposibles, porque no habría próxima vez. Deberían hablar de muchas cosas, cosas importantes como la muerte y el entierro. ¿Y qué debería hacer ella con la cabaña de la montaña, que tan cara les había salido? ¿Debía conservarla? ¿Sería capaz de ocuparse del mantenimiento de la casa? ¿Sabría arrancar la máquina cortacésped o la quitanieves en el invierno? ¿Quién daría aceite a la casa? Necesitaba ya una nueva capa. Y habría que podar los frutales, ¿no? Estaba muy acalorada planchando. En realidad no hacía falta planchar, porque las camisas habían pasado por la secadora y estaban suaves y lisas. Pero ella prefería estar haciendo algo, así parecía muy ocupada, y, mientras estaba ocupada, él se mantenía tranquilo, y la verdad, esa terrible verdad, se barría debajo de la alfombra. Ahora se sentía tranquila, porque estaba de espaldas, y entonces él no la molestaría. Luego bajaría al sótano a poner otra lavadora. También tenía planeado hacer masa para pan, fregar el cristal de la puerta de la entrada y pasar la fregona por el suelo de la cocina. Mientras él estaba en la silla de ruedas. Mientras la angustia y el miedo le subían como hormigas. Y cuando ella por fin se sentara en un sillón a su lado a descansar, él se daría cuenta de la desesperación de ella, y no sabría afrontarla. Entonces solía pedirle ayuda para acostarse, y luego la mujer tenía una hora para ella, sola en la penumbra. Él estaría en el dormitorio, llorando contra la pared, mientras ella sollozaba en el sillón delante del televisor.
Colgó las camisas recién planchadas en perchas. Oyó a su marido carraspear débilmente, tal vez tuviera algunas flemas en las vías respiratorias, ya que no tenía fuerza para toser. Por eso quedaban gorgoteando en su garganta. A ella le molestaba ese gorgoteo, le resultaba un sonido repugnante. Como si el hombre tuviera cien años en lugar de cincuenta y nueve. Se encogió un poco sobre la tabla de planchar. Debía ser fuerte y sacrificada, estaría al lado de su marido hasta la muerte, incansable, indulgente y paciente. Lo ayudaría a morir con dignidad. Pero no funcionaba. Había en ella unos aspectos que le eran desconocidos y que ahora emergían a la superficie como monstruos envenenados; Astrid maldecía a Dios y a la vida humana, se maldecía a sí misma y a la muerte. Pero lo peor era que en sus momentos más negros también maldecía a su marido, Helge, que se veía expuesto a esa enfermedad, a ese terrible deterioro. Esto no coincidía con los planes que habían hecho juntos. Él siempre había sido grande y fuerte, risueño y bromista, organizando y arreglando todo. Ahora estaba allí sentado con las piernas viscosas y una piel que ya no parecía piel, era como si el cráneo hubiera sido forrado con un viejo hule. Pensando así y admitiendo su propia miseria, su desmesurada cobardía, se encogió aún más. ¿Y si él supiera lo que en el fondo pensaba ella? ¿Podía notarlo, podía olerlo? ¿Era su traición patente en el salón, oía él los susurros de los rincones? ¿Por eso había dejado de hablarle, aunque todavía era capaz de hablar?
¿En qué estaba pensando en ese momento?
Cuando me muera me meterán en la cámara frigorífica, Astrid, tendré que estar allí varios días. Mis mejillas se quedarán duras como una piedra. Luego arderé, Astrid, a dos mil grados. Hará tanto calor que el esqueleto se encogerá dentro del ataúd. Tengo mucho miedo, Astrid, búscame una solución, ¿no podrías hacer un milagro? ¿Podrías golpearme la mejilla y decir, despiértate, Helge, no es más que una pesadilla?
Astrid cogió otra camisa del montón.
Era azul, con el cuello y los puños blancos, tal vez una de las más bonitas que él tenía. La planchó con todas las reglas del arte, aunque sabía que nunca más la usaría, pues sería demasiado difícil con esos botones tan pequeños. Su garganta ya no gorgoteaba. A ella no le gustaba ese silencio. Cuando miró hacia atrás vio que la cabeza de Helge se le había caído sobre el pecho, como si estuviera dormido. Tal vez esté muerto, pensó, sin que me haya percatado de nada. Entonces lo oyó manipular algo en la mesa, acaso el mando del televisor. Querrá cambiar de canal, había muchos programas que ya no soportaba ver. No soportaba risas, gritos, ni música ruidosa. Lo único que le quedaba era la gravedad. Su mundo se había estrechado y reducido a un pasillo oscuro. En el que solo cabían él, su angustia y el dolor.
En ese instante, Astrid miró por la ventana porque oyó un ruido fuera, tal vez un coche que iba sumamente lento. Se paró junto a la verja unos instantes, y luego volvió a ponerse en marcha y avanzó unos metros más. Astrid soltó lo que tenía en las manos y estiró el cuello. Al parecer el coche quería entrar marcha atrás. ¿Qué significaba aquello? No esperaba a nadie, y, por cierto, ese coche era muy extraño. Permaneció muy quieta observando. Tal vez esté soñando, pensó, esto no puede ser. Un coche negro y grande, con una cruz en el techo, estaba entrando en el patio marcha atrás. Astrid estaba a punto de desmayarse. Tuvo que inclinarse sobre la tabla de planchar, mirando fijamente a su marido. También él había oído el ruido del coche. Ese murmullo bajo del motor. Las ruedas sobre la gravilla. Una puerta que se abría y se cerraba. A Astrid le entró pánico. No entendía nada de lo que estaba pasando, solo le preocupaba una cosa: Helge no debería por nada del mundo ver ese coche. Parecía intranquilo. Puso las manos sobre las ruedas de la silla, no le gustaba que acudiera gente a la casa, no quería que nadie viera lo mal que estaba. Astrid se acercó a la ventana. Tal vez se hubiera equivocado, tal vez ese coche llevara una especie de publicidad en el techo, algo que ella había malentendido. Pero era una cruz. Era un coche fúnebre. Un hombre de traje oscuro abrió la puerta de atrás y se quedó mirando la casa. Parecía prudente y reposado, era un profesional y eso era algo que hacía todos los días para ganarse el sustento.
– ¿Está llegando alguien? -preguntó Helge Landmark, angustiado-. ¿Tienen que entrar?
Su voz era débil.
Astrid se agarró al alféizar de la ventana.
– No -se apresuró a contestar- no van a entrar.
Estaba tan desconcertada que apenas podía hablar. Al mismo tiempo era presa del pánico, porque Helge intentaba maniobrar la silla de ruedas hacia la ventana, aunque costara más fuerza de la que él tenía.
– Se ha equivocado de casa -se apresuró a decir-. Voy a hablar con él.
Corrió hasta la puerta a la vez que vigilaba a su marido, que se movía en la silla, rodando lentamente por el parquet sobre sus grises ruedas de goma.
– ¡No! -gritó ella-. ¡Quédate sentado!
Como si pudiera hacer otra cosa. Pero él notó el pánico de ella, notó que quería mantenerlo alejado de lo que estaba sucediendo, y eso era algo que no aceptaba. Quería acercarse a la ventana. Quería ver lo que ella estaba viendo. Se encontraba a mitad de camino cuando ella abrió la puerta.
El hombre que había fuera tenía la misma edad que ella. Impecablemente vestido con traje oscuro, era muy amable. Le tendió una mano a la vez que se inclinaba profundamente.
– La acompaño en el sentimiento -dijo.
– ¿Cómo? -jadeó Astrid.
El hombre conservó su imperturbable tranquilidad. Tal vez hubiera visto eso antes, esa excitación en los allegados de los fallecidos cuando la muerte acababa de llegar a la casa.
– Soy Arnesen -dijo-. De Memento.
– ¿Arnesen?
– Vengo de Memento -repitió-. De la agencia. Ingemar Arnesen.
Astrid se puso a temblar a la vez que miraba la calle por si algún vecino veía el coche. ¿Y Helge? ¿Estaría ya junto a la ventana viendo lo que estaba sucediendo?
Se dejó caer hacia el marco de la puerta, como buscando apoyo.
– ¿A qué ha venido aquí? -susurró.
Tenía la boca completamente seca.
Ingemar Arnesen, de la Agencia Funeraria Memento, alzó una ceja. Por primera vez intuyó que algo podía ser diferente esta vez, pero no algo que él no pudiera tratar con dignidad, así que conservó la calma.
– Me han enviado -dijo- a recoger a Helge Landmark.
Lo miró directamente a los ojos.
Sus iris eran grandes y verdes.
Eso fue la gota que colmó el vaso para Astrid. Se aferró al marco de la puerta, mirándolo con los ojos abiertos de par en par.
– Helge Landmark no ha muerto -susurró-. En este momento está junto a la ventana mirándonos.
Arnesen cerró los ojos. La avalancha de pensamientos en su cabeza solo se manifestó como una ligera contracción junto a la boca. En medio de todo, Astrid sintió compasión por él.
– Pero ¿quién le ha llamado? -preguntó.
El hombre abrió los ojos y enderezó la espalda. Su mirada vagó hacia la ventana y luego hacia atrás, al coche negro.
– Su médico de familia -contestó.
– ¿El médico de familia?
– El doctor Mikkelsen, del Centro Médico Sandberg. El médico de Helge Landmark. Informó de su fallecimiento hace dos horas.
Ella movió la cabeza sin entender nada.
– No conocemos a ningún doctor Mikkelsen -explicó-. El médico de mi marido se llama Onstad. Martin Onstad. Del Hospital Central.
Astrid miró perpleja al coche abierto, estaba aterrada.
– Alguien nos está tomando el pelo -susurró.
– Eso parece -dijo Arnesen.
– Pero ¿quién es el doctor Mikkelsen? ¿Usted lo conoce?
Arnesen pareció algo confundido. Ella se fijó en la raya de su pantalón, era afilada como un cuchillo. Zapatos negros relucientes. Camisa blanca como la nieve.
– Nos llaman muchos médicos -explicó el hombre afligido-. Siempre hay alguno nuevo. Y luego están los suplentes. Es imposible conocer todos los nombres. Pero él me envió aquí. A esta dirección.
Abrió las manos, desconcertado.
– ¿Es Helge Landmark el hombre de la casa?
– Está enfermo -susurró Astrid.
Se estremeció, porque la puerta del asiento del pasajero del coche negro se abrió, y salió un hombre algo más joven, también él de traje oscuro. Claro que son dos, pensó ella, tienen que cargar. Nerviosa, miró hacia la ventana, pero el brillo del cristal le impidió ver nada.
El hombre más joven se acercó a la escalera. También él saludó a Astrid con una respetuosa inclinación.
– ¿Nos hemos equivocado de dirección? -preguntó.
Había un leve indicio de susto en la joven cara.
– Más bien sí -contestó Arnesen. Su voz era tensa-. Nos hemos equivocado de todos los modos posibles.
– Pero ¿qué dijo? -preguntó Astrid-. Ese hombre que decía llamarse doctor Mikkelsen. Díganme lo que dijo.
– Fue muy breve. Tal vez estaba un poco alterado. Parecía muy joven, pensé que tal vez era un recién licenciado. No dijo gran cosa, solo indicó la dirección. Y el nombre, claro. Dijo que Landmark llevaba enfermo mucho tiempo, y que era un fallecimiento esperado. Le pregunté por el certificado. Si nos lo podía enviar por correo. Dijo que sí, que nos lo enviaría por correo.
– ¿El certificado?
– El certificado de defunción -explicó-. Huelga decir que lo tenemos que tener antes de iniciar nuestra labor. Muchos médicos lo envían por correo.
Astrid reunió fuerzas para volver a entrar en la casa.
– Tenemos que denunciarlo -dijo Arnesen-. Inmediatamente.
– Hágalo usted por mí -le rogó Astrid-. Tengo que volver con Helge.
Helge estaba sentado junto a la ventana.
La luz crepuscular bañaba su cara, más pálida que nunca.
El coche de la agencia funeraria arrancó, pero aún seguía en el patio. El motor apenas se oía, nada más que un rumor de mal augurio.
– ¿Qué están haciendo? -preguntó Helge Landmark.
Astrid lo miró con cara de pena.
– Alguien los ha llamado -explicó-. Es todo pura invención. Vamos a denunciarlo a la policía. Ya sabes que han sucedido cosas extrañas últimamente, esquelas falsas y cosas así. En los periódicos. Y algo pasó con un bebé en Bjerketun, ¿te acuerdas? Seguro que se trata de la misma gente. Tal vez algunos chiquillos para divertirse.
Ella seguía de pie en medio de la habitación, mirándolo fijamente. Sin entender por qué, tenía la sensación de que su marido le estaba echando la culpa de lo sucedido. Como si fuera ella la que había puesto en marcha esa cruel broma. Nos estamos cayendo por el precipicio, pensó, la muerte ha llegado a nuestra casa. Ese invitado del que nunca nos hemos atrevido a hablar.
Helge Landmark se concentró para decir algo. Astrid veía cómo se esforzaba.
– Podría haberme ido con ellos -dijo amargado-. Habría sido lo más práctico.
Salieron de él unos sonidos, unos débiles jadeos. Helge Landmark se estaba riendo. Y su risa era tan amarga que Astrid se sentía muy apenada. Ella entendió enseguida lo que a él le hacía falta, y lo que ella debía hacer: acercarse corriendo a su marido y asegurarle que aún lo necesitaba. Y así era. Necesitaba a Helge Landmark, el mecánico de vuelo, ese hombre erguido y ancho de hombros a quien conoció cuando tenía diecinueve años y con el que se casó luego. Pero no necesitaba a ese pobre hombre en la silla de ruedas. La enfermedad estaba impregnándolo todo, se había instalado en las paredes y en todas las habitaciones. Un sillón váter en el baño. Una cuña en el dormitorio. Una caja con medicinas dosificadas en la cocina. Lo último que ella veía antes de dormirse por la noche era la silla de ruedas. Esa gran rueda de goma gris llenaba todo su campo de visión. Le hacía pensar en una turbina que la aspiraba hacia dentro, haciéndole dar vueltas a una velocidad vertiginosa hasta que ya no sabía lo que era arriba y lo que era abajo. Luego se despertaba con esa misma rueda por la mañana.
– ¿Por qué no se van? -preguntó ella angustiada.
El coche todavía seguía allí.
– Está hablando por el móvil -contestó Helge-. Supongo que ha llamado a la policía.
Acercó la cara al cristal de la ventana para ver mejor.
– Mira el coche -dijo-. Es una limusina.
Los dos miraron al patio.
– Diles que entren -dijo de repente Helge.
Astrid lo miró asustada.
– ¿Qué?
– Ve a pedirles que entren -repitió Helge-. Tengo algo que decirles.
– Pero, Helge -dijo ella-. Ellos no tienen la culpa.
Entonces Helge la miró con insistencia y rozó su brazo con una mano torpe. Era una reacción poco corriente en él, era como si se despertara por primera vez en mucho tiempo.
– ¿Puedes hacer lo que te digo? Tienes las piernas sanas, ¿puedes darte prisa y llegar antes de que se vayan?
Astrid corrió hacia la puerta. Llegó al coche en el instante en que se iban. Los hombres la miraron interrogantes a través de la ventanilla, que se bajó lentamente.
– Mi marido quiere hablar con ustedes -dijo Astrid, resignada-. ¿Les importaría entrar a verlo? Siento molestarles, pero esto resulta muy difícil.
Los hombres de Memento vacilaron. La idea de tener que mirar a los ojos a Helge Landmark les resultaba sumamente incómoda. Pero hicieron lo que Astrid les pedía. Salieron del coche y entraron en la casa tras ella. Se quedaron en medio del salón mirando a Helge Landmark en la silla de ruedas.
– Buenas tardes.
Helge Landmark saludó con la cabeza, y ellos le devolvieron el saludo. Él señaló por la ventana con una mano blanca.
– Les estoy entreteniendo -dijo-, pero se trata de ese coche.
Los hombres lo miraron, pendientes de lo que iba a decir.
– Quiero decir -dijo Landmark- que es un coche realmente cojonudo.
Ambos no pudieron sino sonreír.
– Sí que lo es -confirmó Ingemar Arnesen.
Landmark seguía estudiando el vehículo a través del cristal. Se tocó el pelo despeinado.
– ¿Lo tienen desde hace mucho? -preguntó.
– Desde el mes de mayo.
Landmark miró al más joven de los dos hombres. Era realmente muy joven, y esa situación en la que se veía envuelto le había producido manchas rojas en las mejillas.
– ¿Y tú cómo te llamas? -le preguntó en tono rudo.
– Knoop -contestó-. Karl Kristian Knoop.
Volvió a inclinarse, por si acaso.
– ¿Eres aprendiz? -le preguntó Landmark.
El joven asintió. Se esforzaba por manejar la situación de un modo correcto, con continuas y rápidas miradas a su jefe, que estaba a su derecha.
– ¿Y te han dejado conducirlo?
Knoop contestó modestamente que no con un gesto de la cabeza.
Landmark miró al jefe, ahora con los ojos brillantes.
– Tendrá usted que permitir que lo conduzca -dijo-. Hay que dejar paso a los jóvenes. Aguantan mucho más que nosotros.
Se hizo una breve pausa. Astrid se retorcía las manos, porque no sabía muy bien lo que vendría después. Helge había tomado una decisión, ella lo veía en sus ojos.
– Háblenme entonces del coche -les pidió-. ¿Qué clase de coche es?
Los hombres se animaron inmediatamente, y Arnesen tomó la palabra.
– Es un Daimler -explicó-. Un Eagle Daimler. Modelo del ochenta y siete.
– No está mal -dijo Landmark-. Una maravilla conducirlo, supongo.
– Un encanto -contestó Arnesen con énfasis.
– No se había conducido antes en este país, ¿a que no?
– Lo compramos a Wilcox Limousines -contestó Arnesen-. En muy buen estado. Antes perteneció a una agencia llamada Morning Glory.
– Justo. Ja, ja -se rió Helge Landmark-. Morning Glory. Ya, ya, es una manera de decirlo.
– Ciento sesenta y cuatro caballos.
– Ah.
– Un coche como este fue el que llevó a la princesa Diana -dijo Arnesen-. El que la recogió en el aeropuerto, quiero decir. Cuando volvió a Inglaterra desde París.
– No habrá sido barato -dijo Landmark.
– Cuatrocientas mil -contestó Arnesen-. Tiene cuero y madera noble por todas partes. Y otros lujos. Debería usted ver lo bien que huele por dentro. Digamos que huele a lujo y refinamiento.
– Y no habrá ningún pasajero que dé la lata en el asiento de atrás -dijo Helge con un guiño.
– Así es -carraspeó Arnesen-. No hay nadie que dé la lata. El coche es como un barco en el mar. Un agradable balanceo. Apenas el ruido del motor.
Helge Landmark volvió a mirar el coche, y luego a los hombres.
– ¿Puedo hacer un encargo? -preguntó.
– ¿Un encargo?
Arnesen lo miró interrogante. Knoop tenía la vista fija en un punto del suelo, al parecer había un nudo en las tablas de roble.
– Me gustaría ir en ese coche -dijo Landmark, haciendo un gesto hacia la ventana-. Cuando llegue la hora.
Se hizo el silencio en el salón de los Landmark. Pero ese silencio no duró mucho, porque los hombres atravesaron la habitación y le estrecharon la mano.
– Será un honor y un placer -dijo Arnesen.
– Un honor y un placer -repitió Knoop.
– Muy bien -dijo Landmark-. Y así todo será más fácil para Astrid. Cuando ustedes dos llamen a la puerta, ella ya los conocerá. ¿De acuerdo, Astrid?
Ella dijo que sí con los ojos llenos de agua.
El breve encuentro había acabado. Astrid acompañó a los hombres hasta la puerta y se despidió de ellos. En el momento en que el Daimler de Memento salía lentamente a la calle, Helge Landmark pidió a su mujer una copa enorme de coñac.
Ella lo miró insegura. Hacía mucho tiempo que el hombre no bebía una copa, y a ella le daba miedo que el alcohol con todas las medicinas que tomaba fuera una mezcla explosiva.
– ¿Crees que es aconsejable? -le preguntó con mucha delicadeza-. ¿Mezclar de esa manera?
Landmark dio un puñetazo en el brazo de la silla con las pocas fuerzas que le quedaban.
– ¿Para qué voy a hacer cosas aconsejables, Astrid? ¿Me lo puedes decir?
Ella hizo lo que le había pedido. Se acercó al armario como una niña obediente a buscar la botella, y le temblaban las manos cuando echó el coñac en la copa. Se sentía muy rara. Preocupada y animada a la vez.
Luego se refugió en la cocina a preparar masa para pan. Trabajó vigorosamente la masa con los puños. Mientras estaba ocupada en ello llamaron a la puerta. Pensó que sería la policía, y se apresuró a abrir.
Pero solo era un muchacho desconocido que preguntaba por el camino al Centro Comercial de Sandberg.
Sejer se sentía muy indignado por lo que le había pasado al matrimonio Landmark. Les preguntó si alguna vez habían sido objeto de algún tipo de vejación, si tenían alguna idea de quién podía haber enviado el coche fúnebre. Helge Landmark no tenía fuerzas para responder. Cuando le pidió a su mujer la copa de coñac, se sentía muy repuesto. Casi como un hombre, tras el encuentro con los dos de la agencia funeraria. Los había dejado atónitos, y eso en sí había sido un aliciente. Pero volvió rápidamente a la cruda realidad. El aguardiente lo dejó K.O. Los párpados se volvieron pesadísimos y le zumbaba la cabeza. El coñac francés le había proporcionado un momento de alegría, una intensa y reconfortante embriaguez, un sabor a la vida y a todo lo que era bueno. Pero no lo toleró. Con un estruendo fue devuelto a su silla de ruedas con el catéter, la botella de oxígeno y la falta de fuerzas. También había algo en ese inspector de policía que le hacía sentirse molesto. El hombre era de su misma edad, alto y fuerte, y ancho de hombros. Con todo lo mejor del resto de la vida por delante. Con la posibilidad de envejecer con estilo y dignidad, no gorgoteando y resoplando como él.
– ¿Quién sabe que está usted enfermo? -preguntó Sejer.
Landmark permaneció callado. Astrid se inclinó hacia delante para contestar.
– Mucha gente -contestó-. La familia. Y los vecinos.
– ¿Alguien viene regularmente a la casa?
– No. Nos las apañamos nosotros solos. Al menos por ahora.
Al decir esto último no miraba a su marido. Estaba sentada con las manos entrelazadas y parecía muy desconcertada.
– Pero pasamos mucho tiempo sentados en el jardín cuando hace buen tiempo -recordó de repente-. Entonces todo el mundo puede vernos. Pueden ver cómo estamos.
Sejer se acercó a la ventana y miró al jardín. Estaba lleno de viejos manzanos, arbustos de bayas y plantas perennes. Contra la pared había un conjunto de muebles de madera, y una gran sombrilla blanca. Le pidió a Astrid que intentara recordar el último par de días. Llamadas telefónicas, correo, o gente que había llamado a la puerta. Ella le relató su vida rutinaria, tal y cómo era desde por la mañana hasta por la noche. No recordaba nada extraño, ni ninguna sorpresa.
– Por aquí no viene mucha gente -explicó-. Excepto para vender algo, o preguntar por el camino. Tenemos un hijo, pero vive en Dubái y no está casado. Solo viene a casa por Navidad, y entonces se queda dos semanas.
Sejer los miró a los dos. Helge Landmark parecía inmensamente cansado. La mayor parte del tiempo tenía los ojos cerrados.
– ¿Quién ha preguntado por el camino? -dijo Sejer, mirando a Astrid Landmark-. ¿Ha venido alguien hace poco?
Ella se acordó de que había sonado el timbre mientras estaba trabajando la masa de pan.
– Solo era un chico desconocido que preguntaba por el camino al centro comercial -recordó.
Sejer hizo un gesto con la cabeza.
– Un chico desconocido. ¿Qué aspecto tenía? ¿Puede describírmelo?
Astrid repasó en su cabeza lo que había ocurrido. Buscaba imágenes en la memoria, pero apenas encontró algo más que una voz. Un voz baja y modesta con una pregunta cortés. ¿Quién estaba ante su puerta? ¿Cómo iba vestido? ¿Por qué no acudía nada a su memoria, ningún detalle, ningún recuerdo nítido, si ese chico había estado delante de su puerta mirándola a los ojos?
– ¿Dice usted que era un chico? -preguntó Sejer.
Ella se encogió de hombros, resignada. Ya no estaba segura de nada. Ese coche negro de Memento la había aturdido hasta el punto de borrar de su memoria todo lo demás.
– Parecía joven -contestó-. Pero resulta muy difícil adivinar la edad de la gente… saber si tenía diecisiete o veinticinco.
– Inténtelo -la animó Sejer-. Seguro que usted se ha fijado en algo.
– Creo que ni siquiera lo miré -confesó Astrid-. Es como si solo fuera una sombra. Yo no dije nada, me limité a señalar calle arriba. Pues el centro está justo allí arriba.
– ¿El chico vino en coche?
Una vez más Astrid se encogió de hombros.
– No tengo ni idea -contestó-. De repente estaba ahí. Y cuando cerré la puerta ya no pensé más en él. Solo esperaba que llegara usted.
Helge Landmark levantó su pesada cabeza.
– Yo no vi nada -dijo-, pero tengo buen oído. El que llamó a nuestra puerta desapareció en una moto pequeña.
Lo ocurrido a Helge Landmark levantó polémica en todas las casas. ¿Basta simplemente con hacer una llamada, se preguntaba la gente, para poner en marcha todo ese espectáculo? ¿Aterrar y humillar con solo marcar un número? Sí, así era. Había llamado ese hombre, o chico, al que ahora estaban buscando. Y Arnesen, de la agencia funeraria Memento, que contestó al teléfono, no tuvo ninguna razón para dudar de esa voz educada. Así funcionaba la sociedad, estaba basada en la confianza mutua. Pero ahora surgió la pregunta de que tal vez deberían cambiarse algunas rutinas, sobre todo las que tenían que ver con la muerte y las desgracias. Y aunque Helge Landmark se negara a hablar con los periódicos, la gente obviamente se enteró de que estaba moribundo. Lo desgarrador de todo eso, el que la muerte hubiera llegado de visita preparatoria, que literalmente hubiera entrado marcha atrás hasta su puerta, dejó sin aliento a la mayoría.
Sejer estaba sentado bajo una lámpara leyendo sobre la enfermedad ELA. Esa enfermedad había atacado a Helge Landmark solo unos seis meses antes. Evolucionaba muy deprisa, y al cabo de algún tiempo conducía a la muerte.
«La esclerosis lateral amiotrófica es una enfermedad neuromuscular que ataca las motoneuronas de la médula espinal y del cerebro. La enfermedad no tiene cura y el tratamiento es exclusivamente sintomático.
»Los pacientes de ELA mueren cuando dejan de funcionar los pulmones debido a la desaparición de la musculatura respiratoria. En algunos pacientes los primeros síntomas son dificultades para hablar o tragar. O comienza asimétricamente, por ejemplo con una debilidad o torpeza en una mano.»
Al final se fijó en los nombres de algunos famosos enfermos de ELA: Mao Zedong, Stephen Hawking, Axel Jensen.
De repente le invadió un gran temor, un temor que le llegó por la espalda. ¿Podrían caracterizarse como ataques asimétricos sus pequeños mareos, que daban lugar a unos pasos vacilantes? La mera idea era tan sobrecogedora que le faltó el aliento. Para apartar esos ridículos pensamientos cogió una hoja que estaba al lado del teléfono, y en la que había hecho algunas anotaciones. Había llamado a Gunilla Mork y habían hablado un buen rato sobre muchas cosas. Lo más importante tenía que ver con ese estudiante polaco que había llamado a su puerta a pedir trabajo. Ella se había esforzado por recordar el aspecto del chico, pero admitió que estaba tan alterada por lo del anuncio que acababa de leer y que la había conmocionado de tal manera que no se había fijado en las cosas esenciales. Sejer había hablado luego con la joven esposa de Sverre Skarning. De ella sí había conseguido una buena descripción del hombre que había ido a la granja a comprar huevos. Al parecer se trataba más bien de un chico. También él había acudido en una pequeña motocicleta. Habían charlado un buen rato. El chico tenía una voz amable, dijo ella, muy clara y agradable, y además era muy simpático y prudente. Sejer habló al final un buen rato con Lily Sundelin. Ella se había acordado luego de un episodio en el hospital. Un chico con el brazo en cabestrillo había estado dando vueltas por el pasillo sin dejar de mirarlos fijamente. Sejer se había formado ya una imagen de la persona a la que creía idéntica a la que aterrorizaba a la gente: un chico o un joven delgado y menudo, de entre dieciocho y veinticinco años, con melena corta oscura y ojos marrones, que vestía vaqueros y zapatos de caña alta y se alejaba en una moto pequeña, probablemente roja. Su casco era de ese mismo color. Pero al parecer tenía un carácter amable y prudente, por lo que accedía fácilmente a la gente. Creían en él. Síntomas asimétricos, pensó, tocándose la cabeza. Esos malditos mareos. Como si alguien le diera un golpe en las rodillas de tal manera que las piernas se negaran a llevarlo. No, no tiene nada que ver con parálisis, está en la cabeza. Como si eso fuera mejor, siguió pensando. Intentó buscar cierto sosiego, pero lo había abandonado. Apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y cerró los ojos. El infierno empieza ahora, pensó. Será la edad que viene a por mí, y que me hace pensar en la muerte. Eso es lo que quiere el tipo que está jugando con tanta crueldad. Mi corazón ha trabajado intensamente durante muchísimos años y ahora está a punto de iniciar la cuenta atrás.
Me corresponde un determinado número de latidos, así son las cosas.
Y sabe Dios lo que inventará ese chico la próxima vez.
El Hospital Central era un edificio de trece plantas, construido en 1964. Luego se habían añadido dos alas más. Entrando por la puerta principal se llegaba primero a un ancho mostrador de información arqueado, de madera clara. Junto a información había varios sofás pequeños, tapizados en azul. Allí esperaba la gente, por ejemplo los que acompañaban a alguien a alguna prueba médica o a recibir algún tratamiento. También había una amplia cafetería, un quiosco y una pequeña floristería que vendía ramos ya hechos. En el rincón había una sucursal de la farmacia de la población. El techo alto estaba decorado con un vertiginoso número de bombillas que hacían brillar todas las cosas. Siempre había mucha gente en torno al mostrador de información, un continuo murmullo de voces, tintineos de tazas de café y vasos, y el constante ruido de todos los ascensores que arrancaban y se detenían. A veces sonaba algún teléfono. También se oía el ruido de la puerta doble de entrada, que rugía cuando se abría y se cerraba. En el mostrador de información trabajaban por turnos un total de cuatro personas. Ese día era una de las más mayores, Solveig Groner, la que informaba a la gente. Llevaba un rato inmersa en un montón de papeles cuando algo le llamó la atención y le hizo levantar la cabeza. La puerta doble de cristal rugió, y entró a toda prisa una mujer. Estaba exhausta, como si hubiese llegado corriendo desde el aparcamiento. Solveig Groner soltó lo que tenía en las manos. La recién llegada tendría unos cuarenta años. El pelo, negro y abundante, lo llevaba recogido en la nuca. A pesar de la altura de sus tacones, llegó al mostrador en un tiempo récord.
– Evelyn Mold -dijo, sin aliento.
Pronunció este nombre, «Evelyn Mold», con una especie de expectación. Como si una serie de cosas fueran a suceder entonces y Solveig Groner tuviera que darse cuenta enseguida. Debería acudir gente a toda prisa, y deberían sonar las campanas. Pero nada de eso ocurrió. La mujer puso las manos en el mostrador, blancas en contraste con la madera clara. Tiró una caja de clips, pero hizo como si nada y esperó.
– Evelyn Mold -repitió, un poco más alto esta vez.
Solveig Groner mantuvo la calma. Durante sus muchos años de servicio en el hospital había visto casi de todo, y además era importante no equivocarse en ese edificio lleno de enfermedad y muerte.
– ¿Mold? -preguntó amablemente-. ¿Ha venido usted a visitar a alguien con ese nombre?
La mujer asintió. Se tocó la garganta con una mano. Sus mejillas ya no estaban enrojecidas, pues estaba a punto de quedarse pálida.
– Soy yo -respiró-. Evelyn Mold soy yo.
Solveig Groner no entendía muy bien lo que la mujer quería. Se inclinó hacia ella y bajó la voz, porque se dio cuenta de que algunos de los que estaban sentados esperando en el sofá azul observaban lo que sucedía. La discreción era importante. Era algo que ella siempre tomaba muy en serio.
– ¿En qué puedo ayudarla? -preguntó amablemente.
– Me han llamado ustedes -dijo Evelyn Mold-. ¡Me han llamado para que viniera! Y aquí estoy. ¡Ayúdenme pues! ¡Ayúdenme!
Solveig Groner notó cómo el nerviosismo de la mujer la estaba contagiando. Una cosa cada vez, pensó, cuida de hacerlo todo bien. El nombre y cosas así.
– ¿Ha venido a visitar a alguien? -repitió.
La mujer estaba a punto de derrumbarse. Perdió la paciencia y se estaba enfadando. No entendía por qué no acudía nadie a recibirla, deberían haber llegado corriendo.
– Francis -dijo-. Mi hija, Francis Mold. Conduce una moto pequeña.
Solveig Groner asintió. Moto pequeña, pensó.
– ¿Adónde le dijeron que acudiera? -preguntó.
– Aquí -contestó Evelyn Mold.
– ¿Aquí? ¿A información?
Evelyn Mold se sentía ya tan mal que estaba perdiendo la voz.
– ¿Ha tenido un accidente de tráfico? -preguntó Solveig Groner.
Evelyn Mold se echó a llorar. El pelo, recogido en la nuca, le caía por las mejillas.
– Dijeron ustedes que era grave -sollozó-. He cogido el coche y he venido a toda prisa. ¿Puede usted preguntar a alguien? ¿Indicarme el camino? ¡Tiene que darse prisa, dijeron que era grave!
Solveig Groner descolgó el teléfono y marcó un número. Se sentía muy insegura. Aquello no coincidía del todo con los procedimientos del hospital. Evelyn Mold esperaba. Veía todas las cosas como a través de un túnel de luz. También oía el murmullo creciente y menguante de voces, el tintineo de tazas y vasos en la cafetería, y el repentino y agudo crujido de un periódico, justo el sonido que uno hace para indicar que acaba de decir algo importante. Luego oyó la voz de Solveig Groner.
– Francis Mold. Sí. Accidente de tráfico. Su madre ha llegado. No, es una chica joven. ¿Cómo? ¿Qué dices?
Se hizo el silencio. Evelyn esperaba. La espera le producía dolores en las piernas, tanto esperó que se le saltaron las lágrimas. Pronto vendría alguien, la cogería del brazo y la llevaría hasta la cama de su hija. O tal vez se encontrara ya en el quirófano. ¿Qué se habría lastimado en el accidente? ¿Las piernas o acaso la cabeza? ¿Volvería a ser como antes? ¿Ya no tendría dieciséis sino tres años, habría retrocedido a la etapa infantil, o peor aún: había desaparecido? ¿Era ya solo algo que respiraba por tubos y agujas? Se tapó la boca con una mano, y nerviosa, cambiaba el peso de un pie al otro. Estaba a punto de vomitar sobre el mostrador de información.
Solveig Groner empezó a hablar en voz baja.
– Evelyn -dijo con mucha delicadeza, extendiendo un brazo-. No sé muy bien lo que significa todo esto. Pero aquí no ha ingresado nadie con ese nombre. Y tampoco ha llegado nadie a quien no hayamos podido identificar. ¿Lo entiende?
Evelyn temblaba ya tanto que le castañeteaban los dientes.
– Ustedes me llamaron -sollozaba-. Diciendo que tenía que acudir enseguida.
Solveig Groner buscaba desesperadamente una explicación. El pánico de la mujer estaba a punto de desbordarla. Entonces se le ocurrió otra posibilidad, y se aferró a ella al instante.
– ¿Pudo ser del Hospital General? -preguntó-. ¿Puede usted haberse equivocado de nombre?
Evelyn tuvo que pensarlo. El Hospital General. Estaba a una hora de coche de donde ellos vivían. ¿Podría Francis haber ido tan lejos en su pequeña moto? Pues sí, podría, porque la moto era nueva y ella tenía mucha afición. Pero no era lo que le habían dicho. ¿Podrían haber dicho Hospital General? Intentó recordarlo. ¿Fue un hombre o una mujer quien llamó? ¿Cuáles habían sido las palabras exactas? ¿Por qué era todo un lío? ¿Por qué era incapaz de sacar algo concreto de todo eso? Solo recordaba algo de hospital, algo de Francis, si era su hija, que cuándo había nacido, y algo de un accidente. Que tenía que acudir inmediatamente. Luego ella pidió detalles, que cómo estaba la chica. Entonces le dijeron que no se podían dar detalles por teléfono.
Pero ¿es grave? preguntó. Sí, contestó la voz. Es grave. Es importante que acuda enseguida.
Estaba balanceándose como una enferma, agarrada al mostrador.
– Voy a llamar al Hospital General -dijo Solveig Groner-. ¿Cuál es el nombre completo de su hija?
– Francis Emilie Mold. Nació en el noventa y cuatro. Tiene quince años.
Tras haber pronunciado esas palabras se derrumbó. Esperaba el veredicto. Tenía la sensación de que alguien la había colgado de un gancho, pues ya no tenía contacto con el suelo. Solveig Groner llamó al Hospital General, se presentó y pidió que la pasaran con el responsable del ingreso de accidentados. Cogió un bolígrafo y se agarró a él. Había algo incómodo en esa situación, algo desconocido. No solía tener problemas manejando catástrofes, pero en todo aquello había algo extraño. Cuando le contestaron, se confirmaron sus sospechas. Dio las gracias y colgó. Echó un vistazo sobre el mostrador a Evelyn Mold. Reunió todo su coraje. Tenía la sensación de que ella misma estaba moviéndose al borde del precipicio.
– ¿Tiene su hija un teléfono móvil? -preguntó en voz baja.
Evelyn estaba a punto de derrumbarse.
– Dijeron que era grave -tartamudeó-. No entiendo lo que quiere usted decir.
Solveig Groner sabía que corría un riesgo, pero estaba obligada a hacerlo.
– Le sugiero que intente llamarla -dijo-. Llámela ahora.
– Pero ¿para qué?
– Si no ha ingresado ni aquí ni en el Hospital General tenemos que intentar otra cosa.
Se inclinó sobre el mostrador y miró a Evelyn a los ojos.
– ¿Sabe usted? Han ocurrido muchas cosas raras últimamente.
Evelyn Mold necesitó unos instantes para entender lo que la mujer le estaba diciendo. Era como si su cerebro con todas sus habitaciones estuviera cerrado a todo lo demás, y solo la cámara del terror permaneciera abierta. Sacó el teléfono móvil del bolsillo. Miró sin saberlo al techo y descubrió cientos de lucecitas que ahora brillaban como estrellas. Volvió a oír el crujido de un periódico cerca, como si de una confirmación se tratara.
– ¿Tantas cosas raras? -susurró, con la mirada clavada en Solveig Groner.
– Ya sabe usted, ese tipo que engaña a la gente -le explicó Solveig-. Ese del que todo el mundo habla, el que entrega esquelas y comunicados falsos.
Evelyn marcó el número de su hija. Y mientras esperaba que contestara, alzó la mirada hasta las estrellas del techo.
Llegaron a casa casi al mismo tiempo.
Evelyn vio la moto en el momento de detener el coche.
No se dijeron gran cosa, habían sido empujadas dentro de una habitación desconocida, y ahora estaban buscando la manera de salir de allí, para volver a lo conocido y querido. Lo cotidiano y seguro, con la luz del sol entrando por las ventanas y el canto de los pájaros en los árboles detrás de la casa. El sonido del televisor encendido en un rincón. Y las conversaciones entre ellas, que siempre fluían ligeramente y sin esfuerzo, conversaciones con bromas, cariño y risas. Ahora todo se había detenido y se sentían torpes, porque no sabían exactamente cómo manejar lo que les había sucedido. Evelyn Mold siempre se había considerado una persona fuerte y resistente. Una persona realista. Capaz de encajar algún que otro golpe. Al menos eso era lo que creía. Había hecho rafting por el río Soja, bueno hacía unos años, pero le gustó lo dramático de ese deporte. Había corrido la maratón de Oslo dos veces, también cuando era más joven. Y definitivamente no era de las que se tomaban la vida como algo obvio. Cuando le compró la moto a Francis sintió por dentro un ligero miedo, miedo de que su hija pudiera ser atropellada por un coche. Lo pensó y a continuación apartó ese pensamiento. Era una persona racional. No se preocupaba de antemano. Pero este suceso la había llevado a lugares desconocidos. Cuando entraron en casa y Evelyn hubo cerrado la puerta tras ellas, dio un par de pasos hacia el salón y se derrumbó por completo. Se quedó inclinada sobre la mesa, con las manos plantadas en el tablero, jadeando por falta de aire. Francis siguió sus pasos, un poco torpe ella también. Mamá, estoy aquí. No pensemos más en esto.
Pero a Evelyn le costaba respirar. Nunca había bajado a esos abismos dentro de ella misma, y la sensación era tan sobrecogedora que sentía como si alguien le hubiera pegado. Permanecía inclinada sobre la mesa respirando con dificultad. Y se acordó de que estuvo exactamente así dieciséis años antes, cuando Francis estaba a punto de nacer y le sobrevinieron los tremendos dolores del parto.
– Vamos a por algo de comer -dijo vacilante, porque no se le ocurría otra cosa que decir.
Francis protestó. Cogió a su madre del brazo.
– No. Ahora nos vamos a sentar en el sofá a ver la tele. No tenemos nada que hacer.
Se sentaron muy juntas en un rincón del sofá y optaron por callarse. Al final Evelyn dijo con un hilo de voz que ya había pasado todo y que tendría que tranquilizarse y olvidar aquello. Pero era como si hubiera empezado otra cosa, dijo con voz herida. No sé lo que puede pasar cuando salgas de casa en esa moto. ¿Lo entiendes, Francis?
Francis bajó la cabeza, como haciendo pucheros.
– ¿Quieres que la venda?
– Dentro de dos años podrás conducir un coche -dijo Evelyn-. En un coche irás al menos más protegida.
Más tarde, Sejer preguntó si alguna vez había salido algo en el periódico local sobre Francis. Qué se había escrito, cuántos datos personales se habían incluido en el artículo, y si también habían publicado una foto de la chica.
Francis Emilie se había puesto un chándal color rosa y se había enrollado en el rincón del sofá como un gatito.
– ¿Por qué pregunta eso? -dijo.
– Creemos que es así como él elige a sus víctimas -contestó Sejer-. Al menos a algunas de ellas. Hojea un periódico, se topa con una pequeña historia, anota el nombre y el lugar y luego hace algunas averiguaciones, tal vez en Información. En este país no es nada difícil encontrar a la gente.
Francis fue a por el periódico, porque lo tenía guardado. Volvió y señaló la foto. Luego miró a Evelyn.
– Hace dos semanas -dijo-. Estábamos en una tienda eligiendo la moto. Entonces llegó un tipo de la organización Seguridad Vial. Iba a escribir sobre ese tema, y tuve que responder a algunas preguntas. Al final tomó esta foto. Es una foto horrible -añadió-. Salgo gordísima.
Sejer leyó el breve artículo. La chica acababa de cumplir dieciséis años y la moto era un regalo de su padre, que vivía en el extranjero. Luego leyó el texto de debajo de la foto.
«Francis Mold, de Kirkeby, espera ilusionada formar parte del tráfico. Pero también le preocupa la seguridad, y se ha comprado el casco más caro. Ha prometido que no va a conducir deprisa.»
– ¿Ves? -dijo Sejer-. Ahí pone tu nombre y tu lugar de residencia, de modo que no le ha resultado difícil encontrarte. Pero además ha estado vigilando esta casa. Tenía que estar seguro de que tú estabas por ahí conduciendo la moto en el momento en que llamara a tu madre. Y seguramente lo hizo desde una cabina.
Contempló a las dos mujeres sentadas muy juntas en el sofá.
– Cuando estuvo usted en la recepción del hospital -dijo-, ¿recuerda haberse sentido observada?
Evelyn lo miró con cara interrogante.
– Había mucha gente en la cafetería -dijo-. Y bastantes personas entrando y saliendo por la puerta principal. Pero no reparé en si alguien me estaba observando o no, porque estaba completamente fuera de mí, ¿sabe usted? Ni siquiera si hubiera habido un muñeco de nieve detrás del mostrador me habría dado cuenta. Pero ¿por qué lo pregunta?
– Porque él suele presentarse en el lugar de los hechos -contestó Sejer-. ¿Quién ha llamado a su puerta hoy?
– Nadie. Solo usted.
– Entonces estoy seguro de que estaba en el hospital -dijo Sejer-. Ha estado vigilando esta casa. Vio a Francis arrancar la moto y desaparecer por la verja, y luego se fue derecho al hospital, sabiendo que usted iría allí. Es muy posible que presenciara todo ese dramático episodio muy de cerca.
– No tengo palabras -dijo Evelyn.
– Ese tipo tiene que estar mal de la cabeza -dijo Francis.
Henry estaba dormido cuando Johnny entró.
En el sillón desgastado, con los pies sobre el escabel. Dormía sin hacer ruido, con la boca abierta, dejando ver unos desgastados dientes amarillos en su pálida boca. Johnny se sentó en el puf. Estaba orgulloso de lo que había organizado y opinaba sinceramente que él era algo muy especial. No es que se sintiera muy valioso, no más que un piojo, un ciempiés, o alguna cosa fea que reptaba en la humedad y la oscuridad debajo de las piedras. No tenía más metas o fines en la vida que eso, no ofrecía más soluciones a las cosas, ni más justificación. No se sentía importante o decisivo, y en su vida no había ninguna necesidad. Se sentía arrancado del contexto, como se arranca la mala hierba, que luego nunca echará raíces. La vida y la muerte le eran indiferentes, así como lo que estaba sucediendo y lo que diría la gente. Precisamente por eso podía arrasar como quisiera. No le importaba lo que podía provocar, y tampoco se molestaba en pensar en las consecuencias. Pero sí se sentía atado a ese anciano dormido en el sillón.
¿Adónde iré yo cuando tú hayas muerto?, pensó. ¿A quién visitaré? ¿A quién cuidaré? Este es el único lugar en el que soy capaz de pensar con claridad. Aquí, en este salón caluroso y enclaustrado, sentado en el viejo puf. Te preparo algún sándwich, mato a alguna que otra mosca, voy a por el correo y luego charlamos un rato.
– Abuelo -dijo en voz baja.
Henry parpadeó.
– Sé que estás aquí -gruñó-. Entras en la casa sigiloso como un gato, pero lo noto enseguida.
Johnny se deslizó más cerca del sillón del anciano.
– ¿Ha venido la asistenta? -le preguntó-. ¿La tailandesa esa?
El abuelo levantó una mano que parecía una garra y se limpió una gota de la nariz. Aquella mano, con los dedos torcidos, recordaba a esas armas primitivas que Johnny había visto en el cine, una maza de madera con unos clavos incrustados.
– Mai Sinok -dijo el abuelo-. Se llama Mai Sinok y ha venido a las ocho de la mañana. Traía sopa de coliflor en un recipiente y cuatro melocotones. Me lo he comido todo, no te queda nada.
Abrió los ojos del todo. El iris estaba claro y acuoso.
– Abuelo -repitió Johnny-. ¿Cómo te encuentras hoy? No estás peor, ¿a que no? ¿Te encuentras peor?
El viejo se quedó pensando. Repasó su frágil cuerpo de los pies a la cabeza.
– No estoy peor -contestó por fin-. Pero tampoco mejoro. Tengo los pulmones encharcados, ¿sabes?, además de artritis e insuficiencia cardiaca, Johnny.
Johnny le puso una mano en el brazo.
– Vas a vivir hasta los noventa -le aseguró-. Dentro de veinte años yo seguiré sentado aquí, en el puf. Y tú parecerás una raíz de pino. Podré usarte como gancho para colgar el casco.
Unos gruñidos salieron del viejo, probablemente fueran risas.
– Cuéntame cómo es -le pidió Johnny-. Ser viejo, quiero decir. Con un cuerpo tan cansado como el tuyo. Y eso que apenas comes. No haces más que dormitar. Y casi no hablas con nadie, excepto conmigo y con Mai Sinok. Cuéntame cómo es.
– Al parecer piensas que estoy ya con un pie en la tumba -dijo Henry, apartándose el pelo de la frente-. Tú también lo estás -prosiguió-. ¿Acaso no lo estamos todos?
– Pero si yo solo tengo diecisiete años -objetó Johnny-. Creo que aún tengo por delante la mayor parte de mi vida.
– Eso es lo que a los humanos nos gusta creer. Si no, sería imposible vivir, supongo.
– Pero tienes que contarme cómo es -insistió Johnny-. Si puedes notar que la muerte se está acercando. Si puedes notar que el corazón y todo lo demás trabaja más despacio. Y cómo es vivir así, a paso lento. Háblame de eso.
– Está bien. Es como estar flotando en la marea. Te lleva y te aleja de la playa. Desde por la mañana hasta por la noche. Y te tienes que resignar. No puedes hacer otra cosa.
– Me estás mintiendo -dijo Johnny-. ¡Como estar flotando en la marea!
Se oyeron de nuevo unos gruñidos a modo de risa procedentes del viejo. Agitó un instante su maza de clavos, haciendo a Johnny una torpe caricia.
– Estoy bien, chico -dijo.
– Pero quiero saber cómo es -volvió a insistir Johnny-. ¿Es algo de la luz, o de la acústica?
Henry susurró.
– Supongo que veo lo mismo que tú -contestó-. Todo el mundo vive su vida en su rincón. La vista es la misma. Todo lo demás es mentira.
– ¿Dónde has estado hoy? -preguntó Johnny-. ¿Qué has hecho?
Johnny se acomodó mejor en el puf. A pesar de su liviano peso, el pequeño mueble crujía entre plásticos y costuras.
– No gran cosa -dijo-. He estado en un café y me he tomado un bollo de vainilla. Y luego he ventilado un poco el periódico.
Está claro que me van a pillar, pensó.
Antes o después. Está bien. Y mientras espero a que me cojan, me estoy divirtiendo. Me gusta este juego, siempre gano yo. Pero si llegara a toparme con alguien superior a mí, no me importaría. No me quejaré. Fue divertido mientras duró, y me he hecho notar por todas partes.
Se quedó varias horas con Henry. Hojearon juntos el periódico del día, mientras hablaban de todo y de nada, y a ratos se limitaban a callar en un silencio de gran complicidad muy juntos en la sofocante habitación. Cuando Johnny por fin se levantó para irse, vio a Else Meiner por la ventana, y cuando salió, ella lo vio a él. Estaba sentada a horcajadas sobre la bicicleta azul de marca Nakamura, que parecía encontrarse en perfecto estado. Las cubiertas estaban totalmente nuevas. Johnny arrancó la Suzuki y se puso el casco, luego salió lentamente a la calle. Ella esperaba. Su rostro era una gran sonrisa. Pensó en algo que había dicho su abuelo alguna vez. Que una persona que te martirizaba a menudo era alguien que en el fondo estaba muy interesado por ti, incluso tal vez enamorado. Por esa razón miró con más detenimiento que nunca a Else Meiner. A esa carita puntiaguda de niña con grandes dientes incisivos. ¿Enamorada de él? ¿En el fondo? Prosiguió su camino. Esta vez no desvió la mirada, no miró al volante, ni al cielo, sino que la miró fijamente a los ojos. Ella tampoco desvió la mirada ni un instante. Johnny se dio cuenta de que nunca había mirado de verdad esa sonrisa, en realidad era una sonrisa fresca y burlona. Sabe que soy yo el que le reventó las cubiertas, pensó, eso es lo que intenta decirme. Por esa razón no me gritará como suele hacer, porque ahora estamos en paz. ¡Joder! ¡Por fin estamos en paz! Aceleró y bajó la calle a toda velocidad. Al pasar por delante de ella, Else Meiner levantó el dedo corazón.
– ¡Cara de sapo! -gritó todo lo que pudo.
Su risa tableteaba como dados rodando sobre una mesa.
Johnny se enfureció tanto que le ardían las mejillas.
– ¡Niña estúpida! -gritó, devolviéndole el saludo-. ¡Iré a por ti! ¡Iré a por ti esta misma noche!
Entonces se acordó de que era jueves, lo que significaba que la banda de música del colegio ensayaría en el gimnasio del colegio de Hauger, y que Else Meiner estaría sentada en una silla con su trompeta soplando hasta que se le hincharan las mejillas. Emplearé la navaja suiza, pensó.
Te pincharé ambos pulmones.
Después de eso no habrá mucho sonido en tu trompeta.
Luego se quedó pensando en lo de la banda de música del colegio de Hauger, en que Else Meiner iría en la bici con la trompeta dentro de una pequeña caja sobre el transportín. Estaría sentada en el gimnasio soplando durante dos horas. O una hora y media. No sabía cuánto duraban los ensayos, pero se acercaría hasta allí a mirarlos por la ventana. Antes de irse buscó en el cajón de la cómoda de su habitación una sorpresa para Else Meiner. No quería ir sin estar preparado. Al final metió la mano en la jaula de Butch y lo acarició cariñosamente.
– No es país para viejos -susurró.
Y salió.
El verano estaba tocando a su fin.
La vegetación se estaba secando, no quedaban ya ni colores ni frescura. Nada de optimismo en la naturaleza, nada de fuerza. Era como si un espíritu o un gigante hubiera barrido toda la urbanización Askeland, dejando pesadas huellas tras él. No os volváis a levantar. Ahora llegará el frío, y la oscuridad. Johnny Beskow miraba las casas conforme pasaba, como hacía siempre. Sabía que en Askeland se podía comprar heroína, dos veces lo habían parado para ofrecerle una dosis. La había rechazado con una arrogante sonrisa. Apreciaba demasiado conservar despejada la cabeza, y sabía que era rápido, ligero y agudo. Los yonkis que andaban por Askeland parecían zombis.
Cuando estaba ya cerca del colegio de Hauger, frenó y echó una rápida mirada a su alrededor. El cobertizo estaba lleno de bicicletas, y había algunos coches en el aparcamiento. Una cuerda daba golpes al asta de la bandera como si de un azote se tratara, y oyó un tambor y el mazo que golpeaba a intervalos iguales la piel tensada. Sabía que era el gran tambor, el mismísimo latido del corazón de la marcha, con un ritmo regular y decidido. La banda estaba ya tocando, con batería e instrumentistas de viento. Un flautín gritaba con un sonido chillón por encima de todos los demás. Se bajó de la moto y la empujó el último trecho hasta el cobertizo, porque no quería que Else Meiner lo oyera. Con ella no se sabía nunca, era muy espabilada. Aparcó la moto y dio una vuelta por el patio de recreo observando. En el asfalto había pintadas dos rayuelas y Johnny no resistió la tentación de saltar las dos, aunque le faltaba la piedra. No peso mucho, pensó al saltar, pero soy ágil. Joder, soy un fenómeno saltarín. Esa modesta actividad gimnástica sobre el asfalto hizo que su corazón latiera más deprisa y la sangre bombeara rápidamente por su cuerpo delgado. Se quedó en el patio de recreo contemplándolo todo. Entonces descubrió un sendero para peatones y ciclistas que estaba cerrado con una barrera pintada de rojo y blanco. Él había ido por ese sendero varias veces antes de tener la Suzuki. Era estrecho y estaba asfaltado, y se llamaba el Sendero del Amor. Else Meiner había ido por allí, de eso estaba seguro, porque vivía en Bjornstad. Y cuando la chica volviera a la calle Roland, después del ensayo de la banda, desaparecería por allí en su bicicleta azul Nakamura. Al menos eso creía él. O mejor dicho, con eso contaba al poner en marcha su malvado plan, elaborado minuciosamente en el transcurso de unas vespertinas horas llenas de odio. Animado por esos pensamientos fue andando deprisa hacia la barrera. No tendría ningún problema en atravesarla con la Suzuki. Y luego la esperaría en ese sendero, escondido detrás de unos arbustos, porque aquello era muy frondoso y ofrecía muchos escondites. El corazón le latía aún más deprisa. Estaba lleno de esa cosa tan dulce como la miel, esa cosa llamada venganza. Se quedó un rato pensando junto a la barrera, miró a derecha e izquierda, y estudió la vegetación, que era seca y espesa. Luego volvió al colegio. Fue de puntillas hasta un ventanuco del sótano y miró hacia el interior del gimnasio. Vio al director en medio de la sala agitando tremendamente la batuta blanca, su cuerpo entero se esforzaba al máximo para empujar hacia delante a la banda, y lo hacía con todo, con codos puntiagudos, rodillas oscilantes y gestos intensos de su peluda barbilla. En el lado izquierdo de la sala estaban sentados los instrumentistas de madera. Uno de los clarinetes parecía un pájaro piando. La batería estaba en la parte de atrás. Y delante, a la derecha, estaban los que tocaban instrumentos metálicos de viento. Vio a Else Meiner con su trompeta. Tenía las mejillas abombadas, justo como se había imaginado. Pero, maldita sea, la tía sabía tocar, era la única que sacaba tonos puros, la única que llevaba bien el ritmo. Johnny se hundió sobre el asfalto y luego se quedó sentado con la espalda apoyada en la pared algo alejado de la ventana, escuchando cómo la banda ensayaba una marcha tras otra. Lo que más le interesaba a Johnny era el tambor grande. La maza se movía con precisión y energía, manteniendo a los demás en su sitio, llevándolos por la buena senda, por así decirlo, porque no se podía negar que tocaban campo a través. Se paraban a intervalos regulares, y entonces se oía un sonido agudo. Era el director, golpeando la batuta contra el atril. Cuando la banda llevaba una hora tocando, se hizo de repente el silencio en el gimnasio. Johnny miró con cuidado por la ventana. De repente se dio cuenta de que era una pausa. Los músicos se levantaron, dejaron los instrumentos sobre las sillas y subieron a la planta principal. Los chicos seguramente irían a fumar a escondidas, las chicas jugarían a la rayuela, o tal vez harían alguna virguería con el chicle mientras pudieran. Johnny se levantó bruscamente del asfalto y se escondió tras la esquina del edificio, desde donde los veía salir en grupos. Else Meiner llevaba vaqueros y una chaqueta clara que se había puesto al revés, porque tenía los botones a la espalda, pero bueno, él ya lo sabía, ella tenía mucha cara y era diferente. Estaba confabulada con otras dos chicas, parecían compartir alguna chuchería. Las voces de chicas flotaban por el aire, claras como un carillón. Se apretó contra la pared para vigilarlas, para tomar nota de sus gestos, de cómo actuaban entre ellas. Meiner era la jefa, las demás la escuchaban a ella. Como había imaginado, la pausa duró quince minutos, y de repente entraron corriendo en el edificio, y el patio quedó desierto de nuevo. Cuando vio que todos estaban sentados en sus sillas abajo en el gimnasio, entre espalderas y gordos, entró de puntillas en el vestíbulo. Todavía oía la trompeta de Else Meiner. En la pared de la derecha había un tablón de anuncios; se acercó a leerlos. Ponía lo que él sabía desde hacía tiempo, que el colegio de Hauger ensayaba los jueves, de seis a ocho. Pero había más actividades durante la semana en ese viejo edificio escolar. Aeróbic para principiantes y expertos, los martes. El grupo de ajedrez los miércoles a las siete. Fútbol los lunes. Cursillos de cocina y de manualidades. Vaya, cómo se esfuerza la gente, pensó Johnny Beskow. Dio un breve paseo por el vestíbulo. Bebió ruidosamente un poco de agua fría de una fuente junto a la pared y miró las fotos. Buscaba a Else Meiner y por fin la encontró, disfrazada de abeto. Llevaba algo de franela verde, pero su barbilla puntiaguda la delataba. Participaba en alguna función de teatro. El bosque vivo.
De repente un hombre salió por una puerta, llevaba una bata de nailon gris.
– ¿Estás buscando algo?
Era el conserje. Johnny se largó sin contestar, abrió la puerta de un empujón y cruzó el patio más veloz que el rayo. Cogió la Suzuki del cobertizo, salió del patio empujándola, atravesó la barrera y siguió por el sendero de peatones y ciclistas. Se detuvo para tranquilizarse y recobrar el aliento. La banda ensayaría hasta las ocho. Luego charlarían un poco antes de despedirse, colocarían los instrumentos en sus respectivas cajas, se levantarían, subirían, cogerían sus bicis y se irían. A las ocho y cuarto, pensó Johnny. Entonces aparecerá ella en su bicicleta azul. Iba despacio por el Sendero del Amor, buscando un buen escondite. Tendría que haber suficientes matorrales como para esconderlos a él y a la moto. Y cuando hubiera cometido su fechoría, tendría que permanecer escondido hasta que ella hubiese desaparecido. Mientras caminaba, se le ocurrió un pensamiento completamente idiota. La mera idea lo hizo ponerse colorado desde el pelo hasta el cuello. Tuvo que pararse. Luego se quedó inclinado sobre la moto, sonrojado y ardiendo de vergüenza. ¿Qué posibilidades había en realidad de que Else Meiner apareciera montada en su bicicleta por ese sendero? Podría elegir la carretera principal. El trayecto era más corto y había más tráfico, pero podría elegirlo. Y luego: ¿qué posibilidades había de que fuera sola? ¿No había al menos treinta chiquillos en esa maldita banda? Tal vez fueran cuatro o cinco juntos. El ataque de vergüenza le duró más de un minuto. Era incapaz de moverse. ¿Y si alguien supiera lo tonto que era? Recapacitó con un gran esfuerzo, enderezó los hombros e irguió la cabeza. Soy rápido, pensó, y ellos se quedarán todos como estatuas. Tampoco me reconocerán, pensó. Y empujó la moto otro trecho. Al cabo de un rato el sendero se dividía en dos. Eligió el de la izquierda, porque pensó que iba en dirección sur, hacia Kirkeby. Algunos seguirán por el otro camino, pensó, con lo que quedarán solo dos o tres. Y tal vez haya otro cruce de caminos. Sí, lo había, unos minutos después. Ese sendero iba hacia la derecha, hacia Sandberg. Allí se despediría alguno más. Ya solo quedarán dos chicas, pensó. A dos chicas sí puedo manejarlas. Al cabo de otro par de minutos vio unos espesos matorrales a la izquierda. Empujó la moto fuera del sendero, la escondió entre la maleza y se sentó a esperar a Else Meiner.
Los matorrales estaban llenos de ortigas y helechos.
En la mano llevaba la navaja suiza.
Ella eligió el Sendero del Amor.
Iba sola y cantando una de esas canciones que se oían en Radio 4 varias veces al día, no recordaba exactamente cuál, pero le irritaba. La bici azul brillaba, seguro que se la ha comprado su papá, pensó Johnny, y también sería su papá el que se había ocupado de comprarle nuevas cubiertas. Porque la persona que tiene un padre también tiene a quien acudir cuando algo se rompe. Johnny salió lentamente a cuatro patas de los matorrales, y serpenteó por el suelo como un reptil. Su plan era aparecer de repente, levantarse y abalanzarse sobre ella por detrás, habría que aprovechar el factor sorpresa en la medida de lo posible. Aprovechar esa parálisis que según sus cálculos se apoderaría de la chica. Tuvo suerte. La chica se acercaba lentamente sobre las suaves cubiertas de goma. Seguía cantando y haciendo ruido. Johnny se sacó la navaja suiza del cinturón, desplegó la hoja más larga, y empezó la cuenta atrás. Estaba temblando de excitación, los temblores lo pusieron rabioso, y la rabia le devolvió la calma. Ya no podía esperar más. Se levantó y se tiró hacia delante con una enorme fuerza. Se lanzó sobre la bicicleta y se agarró al transportín de la chica de tal manera que la caja de la trompeta cayó al asfalto con un estallido. La chica puso los pies en el suelo desconcertada, su frágil cuerpo se estremeció. En el instante en que ella intentó girarse, él se acercó por detrás, le puso un brazo alrededor del cuello y tiró. El cuello de la chica era tan fino como el tallo de una cereza, y las venas verdes parecían finos hilos. Ella se fue al suelo, igual que la bici, y Johnny perdió el equilibrio y se cayó, la sangre le bombeaba el cuerpo como golpes duros. Permanecieron en el suelo luchando, y en el fragor de la lucha Johnny se sintió extrañado. Ella ni gritó ni se quedó paralizada, sino que se puso a patalear con una fuerza tan enorme que él se sentía extenuado. Solo tenía libre el brazo izquierdo, porque con el derecho empuñaba la navaja, y ella pataleaba como un burro. Se retorcía como un gusano, serpenteaba como una víbora. Luego le clavó los dientes en el antebrazo con una gran fuerza. El dolor hizo que se le saltaran las lágrimas y por unos instantes estuvo a punto de perder el control. Ella aprovechó el susto del otro y se volvió para verle los ojos. A través de la pequeña máscara de gorila él vio perfectamente la pecotosa cara de Else Meiner, esa pesada que le envenenaba la existencia, ese dragón que siempre salía de su gruta cuando él pasaba por delante. Iba a humillarla de una vez por todas. De modo que apretó los dientes, la empujó contra el asfalto, se sentó a horcajadas sobre su estrecha espalda, agarró su pelo rojo y levantó la navaja. Con un único y rápido movimiento le cortó la trenza como si fuera una cuerda. Se metió jadeante la trenza en el bolsillo sin soltar a la chica, como para hacerle saber que si quería también podía cortarle el cuello si no se comportaba. Por fin la chica dejó de moverse. Johnny le clavó una rodilla en la espalda, la agarró del pelo que le quedaba y tiró con fuerza un par de veces, dándole un último empujón de advertencia. Se levantó y volvió a esconderse en los matorrales. Corrió en zigzag hacia dentro y se agachó hasta quedarse sentado escondido entre los helechos, observándola mientras ella intentaba sobreponerse. Parecía ligeramente fuera de sí. Dio unos pasos al tuntún, tenía las mejillas pálidas. Pero consiguió enderezar la bicicleta y colocar la trompeta sobre el transportín. Luego levantó la mano en busca de su trenza en la parte posterior de la cabeza. Johnny, encogido en la hierba, apenas se atrevía a respirar. Se había restregado con unas ortigas, se había pinchado con unos cardos, y Else Meiner le había mordido el brazo. Pero él contenía el aliento. Esto no es más que un aviso, pensó. La próxima vez te corto las orejas.
Meiner vivía en la calle Roland, en un chalet amarillo muy grande. Sejer y Skarre se fijaron en que había varios destartalados y viejos Mercedes en el patio. Permanecieron unos instantes observando la casa a distancia.
– La gente de este lugar al menos ya tiene una cabeza de turco -dijo Sejer-. Si esta noche se quema una casa en Kirkeby, le echarán la culpa a él. Aunque su verdadero talento reside en aterrorizar a la gente a distancia. De manera que no sé muy bien qué pensar de esto. ¡Vamos! -exclamó, echando a andar hacia la casa-. Entremos a ver a Else Meiner.
Fue su padre, Asbjorn Meiner, quien abrió la puerta. Meiner era grande y robusto, llegó dando portazos y era obvio que estaba muy alterado por lo sucedido.
– ¡Else! -gritó hacia el interior de la casa-. Ya están aquí.
Y cuando la chica no apareció inmediatamente, repitió:
– ¡Else! ¡La policía!
Esperaban encontrarse con una chica aterrada, sentada tal vez en el rincón del sofá, con las rodillas encogidas junto a la barbilla. Una chica con manos nerviosas y voz apenas audible, ofreciendo su explicación con frases cortas y susurrantes. Pero Else Meiner no era ese tipo de chica. Salió de una puerta que daba a la entrada, vestida con unos vaqueros descoloridos y un top con tirantes finos. Su corto pelo rojo, que ya no estaba recogido en una trenza, se erizaba por todos lados. Sobre todo parecía una troll gamberra.
Asbjorn Meiner se colocó como el capitán de un barco, con las piernas separadas y las caderas hacia delante.
– Fíjense la pinta que tiene -dijo resignado.
Else Meiner se apoyó en la pared.
– Tiene una pinta estupenda -dijo Sejer-. Permítanme decirlo.
Esto hizo sonreír a la pequeña Else. Su pelo parecía un incendio sobre su cabeza, y tenía unas orejas pequeñas y puntiagudas, como los elfos de los cuentos.
– El pelo le llegaba hasta el culo -dijo Meiner, muy dramático, gesticulando con sus largos brazos.
Sejer y Skarre hicieron sendos gestos con la cabeza.
– Pues sí -dijo Skarre-. Supongo que lleva mucho tiempo conseguir un pelo tan largo.
Meiner los condujo a un espacioso salón, pero Else se quedó en la puerta observándolos. Iba descalza, y tenía las uñas de los pies pintadas.
– Else -dijo su padre-. No te quedes ahí parada. ¡Tienes que colaborar!
La chica se encogió de hombros. Cruzó lentamente la alfombra y se sentó. Sejer siguió la pequeña figura con la vista. Else hizo lo que su padre le había ordenado, aunque no le tenía ningún respeto, solo que Asbjorn Meiner no lo sabía.
– ¿Estás bien? -preguntó Skarre con gran amabilidad.
Ella levantó la vista.
– Claro que sí. No es más que pelo -contestó.
– ¿Utilizó unas tijeras?
– No, una navaja.
– ¿Viste la navaja?
Ella asintió.
– Era un cuchillo pequeño con una hoja corta y un mango rojo -explicó-. Una especie de navaja.
– ¿Una navaja suiza? -preguntó Sejer-. ¿Sabes lo que es eso?
– Sí, porque tenemos una de esas en el cajón de la cocina.
Asbjorn Meiner cerró los ojos. Se dio cuenta de que los dos hombres de la policía tenían una línea abierta hasta su hija que él nunca había tenido.
– ¿Te asustaste? -preguntó Sejer.
– Me sobresalté -contestó ella sin más.
– ¿Viste algo?
– Uno de sus brazos. Intenté morderle. Él estuvo a punto de perder el control.
– ¿Viste algo más?
– Solo sus piernas cuando salió corriendo. Piernas rápidas -añadió.
Se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.
– ¿Qué clase de calzado llevaba? -preguntó Sejer.
– Zapatillas de deporte de caña alta -contestó Else-. Con rayas negras. Viejas y desgastadas.
– ¿Te fijaste en algo más?
– La máscara que llevaba olía bien -dijo-. A caramelo. Digo yo que acabaría de comprarla.
Sejer asintió. Esa chica tenía algo especial, algo fresco y desafiante. Con ese pelo tan salvaje y despeinado y los vaqueros parecía más bien un chico un poco gamberro. No era de complexión fuerte, pero parecía segura. Era taciturna, pero no tímida. Llevaba las uñas pintadas, pero no parecía una cursi.
– ¿Lo oíste decir algo cuando te atacó? -quiso saber Skarre-. Quiero decir, antes o después de atacarte. ¿Dijo algo? ¿Oíste alguna moto o algo que arrancara? ¿Cómo escapó él luego?
– Desapareció entre los matorrales -contestó Else-. No oí nada, solo que respiraba muy deprisa.
– Ya, me lo puedo imaginar -intervino Asbjorn Meiner.
– ¿Sabes qué edad podía tener? ¿Crees que era un hombre o era un chico?
– Intenta adivinar la edad de un gorila -contestó Else.
Asbjorn Meiner, que se sentía algo ignorado, tomó de nuevo la palabra.
– Está bien que quieras mostrarte fuerte y valiente, Else -dijo-, y es maravilloso que no te hicieras pis en los pantalones. Pero tendrás que ayudar algo para que podamos coger a ese vagabundo de una vez por todas.
– No creo que sea un vagabundo -dijo ella con dulzura.
– ¿Dijo algo? -preguntó Sejer-. ¿Te amenazó?
– Solo quería la trenza -contestó ella.
Sejer observaba a Else Meiner con creciente entusiasmo. La piel de la chica era blanca como la leche; sus pestañas, relucientes como la seda. Tenía los ojos grandes e inusualmente oscuros para esa piel tan blanca, y la boca minúscula. Recordaba a una marioneta de un teatro de títeres, pensó, pero seguro que a Else Meiner nadie la dirigía con un hilo. Ella decidía su propia vida. Llegarás a destacar algún día, pensó. De una u otra manera.
Se levantó y se acercó a la ventana para echar un vistazo a la calle Roland. Luego se dirigió de nuevo a la chica.
– ¿Alguien te ha estado persiguiendo últimamente? -preguntó-. ¿Alguien te ha molestado o provocado? ¿O amenazado?
– No -contestó ella con firmeza.
– ¿Quiénes viven en las otras casas? -preguntó Sejer.
Asbjorn Meiner se acercó a él.
– Gente muy normal -intervino-. Aquí no van a encontrar ustedes nada extraño. A la derecha viven los Nome, en ese chalet marrón de estilo suizo. Al lado de ellos viven los Reinertsen y los Green, que son primos hermanos, por cierto. Como pueden ver, se trata del mismo arquitecto. Un poco ostentosas esas casas, en mi opinión. Luego están los Rasmussen, los Lie y los Medina. En nuestro lado de la calle viven los Hakonson, los Lie y los Glaser. En esa casa de cemento viven los Krantz.
– ¿Y la casa vieja al final de la calle? -preguntó Sejer señalando-. Es distinta.
Asbjorn Meiner asintió. Y cuando lo hizo, el movimiento se propagó por su enorme cuerpo como una ola.
– Pues sí, no es muy bonita -dijo-. Pero esa casa estaba allí mucho antes de que nosotros empezáramos a construir. De modo que tiene derecho a estar aquí. Esa casa se construyó cuando se utilizaban tablas de asbesto. En ella vive un hombre mayor, se llama Beskow. Henry Beskow. Pero no lo vemos mucho, porque no sale nunca. Lo atiende una asistente social. Viene por la mañana a ayudarlo a levantarse. Luego suele venir un adolescente en moto. Creo que es su nieto. Viene muy a menudo. ¿Quién es ese chico, Else? -preguntó, dirigiéndose a su hija.
– Ni idea -contestó Else Meiner.
Sejer se volvió al ver que ella se iba. La chica desapareció de repente por el vestíbulo y se metió en su habitación, pero dejó la puerta abierta. Sejer la siguió, porque se le antojó que ella quería que lo hiciera. La puerta abierta era como una especie de invitación. Se acercó y echó una mirada adentro. Se fijó en un instrumento dorado sobre la cama.
Ella se había sentado junto a su pequeño escritorio y había abierto un libro.
– ¿Fue alguien que conoces? -preguntó él.
Ella ladeó la cabeza y se tocó el pelo corto.
– No hay gorilas entre mis amigos -contestó.
Sejer se rió por lo bajo. La chica le gustaba cada vez más. Esa frescura y ese sentido del humor tan especial.
– ¿Se te da bien tocar la trompeta? -preguntó con un gesto hacia el instrumento de la cama.
– Sí, más o menos.
En las paredes Else tenía fotos y posters. Sejer reconoció a algunos de los personajes; entre otros, Orlando Bloom y DiCaprio. Tenía también una foto del cantante danés Jokeren, con la cara blanca y la boca roja, y un par de fotos suyas con el uniforme de la banda de música, chaqueta azul oscuro, falda blanca corta y gorra. Sobre la cama había un montón de cojines, uno de ellos rojo con forma de corazón y un mensaje pulcramente bordado: «I love Johnny».
– ¿Para qué crees que quería tu trenza? -preguntó Sejer.
Ella hizo un gesto con la cabeza.
– Supongo que las colecciona. Seguro que la tiene metida en un cajón junto con otras negras, rubias y castañas. Tal vez se ponga a olerlas por las noches.
La respuesta de la chica lo confundió. ¿Todo eso era pura imaginación, invenciones suyas para llamar la atención? Había chicas que hacían esas cosas. Chicas necesitadas de teatro y sensaciones. Pero no le parecía que fuera el caso de Else Meiner.
La chica se levantó, se acercó a la pared y descolgó una foto suya con la trenza intacta.
– Se llevó un buen trofeo -dijo Sejer.
Le dio las gracias, salió de la habitación, y volvió donde estaban Skarre y Meiner.
– Alguien le reventó las cubiertas de la bici el otro día -dijo Meiner-. Arriba, donde el lago Sparbo. Así que no sé muy bien lo que está pasando. Quiero decir, ¿a cuántos chiflados tenemos que buscar? Esto empieza a ser preocupante.
– ¿A qué se refiere en concreto? -preguntó Skarre.
– Alguien ha decidido cebarse con nosotros -dijo Meiner-. Algún asqueroso cabrón. Cójanlo, y procuren darle una buena paliza.
– Usted cuide de Else -le recomendó Sejer.
Camino del coche, Sejer recibió una llamada de Francis Mold.
Hablaba deprisa y agitada, estaba muy preocupada por su madre, Evelyn.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Sejer, sosegado.
– Creo que todo esto ha sido demasiado para ella -contestó Francis-. Le ha dado un ataque de ansiedad, el corazón empezó a latirle muy deprisa y de un modo irregular. Está ingresada en el hospital. Tienen que hacerle pruebas.
Mientras Gunilla Mork andaba por la casa filosofando sobre la vida y la muerte, mientras Evelyn Mold intentaba recuperarse del susto, mientras Astrid y Helge Landmark iban aceptando lentamente el estado de las cosas, Karsten Sundelin reflexionaba sobre su vida, sobre sus elecciones y sus motivos.
¿Por qué me enamoré de Lily?, pensaba, ¿por qué nos casamos? Sentía cierta debilidad por ella porque tenía antepasados franceses, y porque esa parte francesa me resultaba atractiva. Por ejemplo cuando me susurraba en ese idioma tan exótico cosas cuyo significado yo solo podía adivinar, pero que hacían que me hirviera la sangre, y me llenaban de calor y esperanza.
Mi flor de lis.
Nos casamos, pensaba, porque llevábamos ya mucho tiempo juntos, porque los dos teníamos nuestros años y porque el matrimonio era una consecuencia natural. Yo me había quedado solo y necesitaba a alguien. La gente de nuestro alrededor empezaba a darnos la lata, padres y amigos, que se daban cuenta de que yo lo había pasado mal y no soportaban verme así. Me enamoré, pensaba, porque ella es menuda y bonita, porque se mueve por la habitación con la elegancia que un pez de cola en abanico se mueve bajo el agua. ¿Por qué tuvimos a Margrete? ¿Lo pensamos bien? ¿Era una consecuencia natural? ¿Y qué será de ella en la vida? ¿Es mi responsabilidad la Margrete quinceañera, la Margrete a los treinta y la Margrete a los cuarenta? Si ella se las arregla mal, ¿será por mi culpa? ¿Y cómo, pensaba Karsten Sundelin, cómo podré salir de todo esto?
El tiempo transcurrido tras los sucesos con Margrete le había dejado huella en varios aspectos. Habían salido algunas grietas en los cimientos, pequeños resquebrajamientos que seguían aumentando y que contribuían a que su vida estuviera a punto de derrumbarse. Era un hombre de mucho carácter, lo que se notaba en su manera de andar y en sus modos algo irascibles y rudos, ahora cerraba las puertas con más dureza. Alguna vez, cuando se sinceraba consigo mismo, por ejemplo por las noches tras unas cervezas, notaba que ya no quería tanto a Lily como antes. No, peor que eso. Había empezado a sentir cierta aversión hacia ella. Él ya no era capaz de manejar lo femenino, todo ese miedo y vulnerabilidad. Al pensar eso se sentía siempre muy descorazonado, porque tal vez fuera él el que había fracasado.
No había sido capaz de protegerlas.
Un desconocido se había interpuesto entre ellos y había dinamitado su relación.
Cada vez que llegaba a este punto en sus pensamientos, tensaba todos los músculos y se ponía a hacer algún trabajo físico en el que pudiera emplear sus fuerzas: clavaba tablas sueltas en la valla de madera alrededor del jardín, empleando toda su fuerza con el martillo, o bien cogía el hacha y cortaba leña a gran velocidad. Lily lo veía por la ventana. Solo una pequeñísima parte de su conciencia entendía lo que realmente estaba pasando, pues al fin y al cabo lo que más le preocupaba a ella era la niña. Margrete había engordado mucho. Lo había comentado la puericultora del Ayuntamiento cuando fue a visitarla a casa. Al oír aquello, Lily Sundelin se sorprendió a sí misma y a la otra levantándose tan bruscamente que la silla se volcó. A continuación dio un puñetazo en la mesa.
Karsten Sundelin empezó a retrasarse al finalizar la jornada de trabajo. Solía pasarse por casa de algún amigo, a veces iban a tomar una cerveza a un pequeño pub junto a la gasolinera Shell de Bjerkas. En esos casos volvía a casa en taxi algo tarde. No veía ninguna señal de irritación en Lily, aunque llegara tarde y bastante bebido.
Pues ella estaba ocupada con la niña.
Pero lo peor eran las noches.
En la cama, uno al lado del otro, con Margrete en medio. A veces Karsten extendía el brazo para tocar ligeramente el hombro de Lily, o su pelo. Como antes acostumbraba hacer. No recibía respuesta. Solo un desganado gesto de la mano, como si el roce la molestara.
Ella había introducido una serie de nuevas reglas.
Y él se esforzaba por entenderlas.
A veces se quedaba despierto por las noches, con las manos debajo de la cabeza, imaginándose otra mujer y otra vida. Una mujer fuerte e independiente. Una mujer de rompe y rasga. Una que gustosamente se tumbara boca arriba, que se riera con facilidad, capaz de dejar de lado las cosas insignificantes, y que volviera a levantarse si por algo se derrumbaba. Alguien que consiguiera continuar su camino. Que gritara y regañara en lugar de matar el tiempo con el silencio. Claro que podía marcharse. Claro que podría encontrar a una mujer así, porque él era atractivo, ancho de hombros y de lenguaje directo, con caderas estrechas y piernas largas. Pero también era un hombre decente. Sus escrúpulos morales lo tenían aprisionado, cerrándole la puerta a la buena vida, en la que podría vivir plenamente. Se había convertido en el enfermero de dos enfermas. Había que moverse en silencio, estar siempre dispuesto, acudir corriendo cuando una de las dos abría la boca. Los feos pensamientos le comían la cabeza y lo mantenían despierto. Lo agotaban, y lo conducían a sentir una mezcla de rabia y desprecio por él mismo, y así se alternaban los sentimientos en él constantemente. Daba vueltas en la cama, cediendo bajo su pesado cuerpo.
– Estate quieto -decía Lily en esos casos-. Vas a despertar a Margrete.
Jacob Skarre acababa de volver a casa. Había tenido guardia, y era por la tarde cuando abrió la puerta de su piso. Había comprado algunas cosas de camino a casa. Dejó las bolsas de la compra en la encimera de la cocina, estaban llenas de víveres. No había mucho espacio en la encimera de Skarre. Junto a la pared tenía toda clase de aparatos eléctricos, un robot de cocina, marca Braun, una cafetera eléctrica, un molinillo de café, una plancha y un tostador. Y también un centrifugador de lechuga que no cabía en el cajón. Justo cuando estaba a punto de colocar la compra, le sonó el teléfono móvil.
No conocía el número.
– Hola, Jacob -dijo alguien-. Soy Britt.
Era una voz de chica espabilada y agitada, pero él no conocía a ninguna Britt. Ahora bien, Skarre se había criado en la casa del párroco, y una parte importante de su educación había consistido en enseñarle a tratar a las personas con un talante indulgente y amable.
Siempre, y en toda clase de situaciones.
Mostrarse abierto y atento.
– Buenas tardes, Britt -contestó-. ¿En qué puedo ayudarte?
Britt gorjeaba como una golondrina. Y aunque él no podía verla, se formó una imagen de algo pequeño, dulce y muy peripuesto. Skarre sacó un pepino de la bolsa mientras rebuscaba en su memoria, por si la tal Britt pudiera proceder de algún episodio de su vida, tal vez de alguna noche tras unas cuantas cervezas, porque no se podía negar que Skarre despertaba cierta admiración entre el sexo opuesto, con esos rizos rubios, y con la educación que había recibido como hijo de pastor de la Iglesia en la parte sur del país.
– Acaba de estar aquí otra vez -dijo Britt-. Y creemos que volverá, porque se ha dejado los guantes.
Esa información fue presentada con gran dramatismo. La joven hacía chasquear la lengua entre palabra y palabra, como si tuviera un delicioso caramelo en la boca, pero Skarre seguía sin saber de quién se trataba. Llevaba más de ocho horas de guardia en la sección criminal, y había hablado de tantas cosas con tanta gente que su cabeza era un hervidero de pensamientos. Sacó de la bolsa un cartón de huevos y lo empujó hacia la pared. Seguía excavando en su memoria.
– ¿Que volverá? -preguntó, sin entender.
Sacó un queso brie francés y una tableta de chocolate negro y amargo mientras escuchaba a esa pequeña golondrina al otro lado del teléfono.
– Son guantes de moto -explicó Britt-. Negros con calaveras rojas. Nunca había visto unos guantes como estos. A decir verdad, o son muy cutres o son la leche. No logro decidirme del todo. ¡Calaveras nada menos! ¡No está mal!
Skarre sacó de la bolsa un bote de cerveza y lo puso sobre la encimera. Por fin empezó a hacerse la luz en su cerebro, como si de la primera luz de la madrugada se tratara.
– ¿Britt? -dijo a modo de pregunta-. ¿Del supermercado Spar?
Dejó la compra, cogió una silla y se sentó.
– Del supermercado Spar junto al lago Skarve -contestó ella-. Recuerdas que estuviste aquí, ¿no? Me diste tu tarjeta y todo. He hablado con las otras chicas como acordamos. Con las cajeras, me refiero. Me pediste que te llamara. Me olvidé de Ella Marit. Ella Marit ha estado de baja, siempre está enferma de algo, pero ahora está de vuelta en el trabajo. Recuerda un chico que llegó a la caja con uno de esos bloques de sangre de buey congelada. Aquel día no se fijó mucho; además, el chico llevaba puesto el casco dentro de la tienda. Pero se acordaba de sus guantes, con calaveras, porque es algo que no se ve todos los días. Y esos guantes están ahora en la trastienda, porque el chico acaba de estar aquí comprando y se los ha dejado olvidados. Estaban sobre la cinta cuando se marchó. Suponemos que volverá a por ellos, porque parecen caros -explicó Britt.
Skarre se levantó lentamente de la silla. De nuevo fue hasta la encimera, puso la mano sobre el bote helado de cerveza y le entraron unas ganas casi irresistibles de bebérsela de un trago. Pero optó por coger las llaves del coche y salir de casa.
Las chicas lo estaban esperando sentadas en un banco delante de la tienda. Ella Marit, que era la mayor, se había encendido un cigarrillo liado, y Britt estaba chupando un polo. Las dos llevaban sus uniformes verdes de Spar, y además se habían arreglado lo que habían podido, porque a su edad esas cosas son muy importantes. Al ver acercarse a Skarre, intercambiaron unas palabras en voz baja y se levantaron del banco de un salto para acompañarlo al interior de la tienda. Lo condujeron a la trastienda, que era donde se sentaban cuando les tocaba descanso. Era un cuarto muy poco acogedor, con una estrecha ventana en lo alto y paredes desnudas de cemento con grietas. Había una cafetera eléctrica y un pequeño frigorífico, una mesa y sillas para cuatro, además de una pila de fregar de acero.
Britt fue a por los guantes y se los enseñó.
Estaban hechos de una piel negra muy suave.
– Son pequeños -comentó Skarre.
Intentó ponerse uno, pero fue imposible.
– El chico no era muy grande -explicó Ella Marit colocándose delante de Skarre con los brazos en jarras-. Un adolescente, creo. Y flaco como un junco.
Skarre estudió minuciosamente los guantes. Se podían ajustar a la muñeca con un fuerte cierre a presión. Por dentro había una etiqueta sedosa, en la que ponía «Made in China». La calavera era roja, y estaba grabada en la piel de la parte superior del guante.
– ¿Qué aspecto tenía? -preguntó Skarre.
– De ángel -contestó Ella Marit-. Con el pelo moreno y bastante largo, era guapo.
– ¿Cómo iba vestido?
– Llevaba vaqueros y una camiseta con un texto, pero no pude ver lo que ponía. Qué pena.
– ¿Oíste su voz? ¿Dijo algo?
– No.
– Tenéis un tablón de anuncios en la entrada -dijo Skarre-. Haced un pequeño cartel y colgadlo en él. Podéis decir que habéis encontrado un par de guantes. Por si él no supiera que se los ha dejado aquí. Cuando el tipo aparezca tenéis que colaborar. Una puede ir a recoger los guantes, tomándose el mayor tiempo posible, mientras la otra sale a ver cómo es la moto. Tomad nota de la matrícula. Y llamadme enseguida.
Britt y Ella Marit asintieron.
– La primera vez que lo viste llevaba puesto el casco -dijo Skarre-. ¿De qué color era?
– Rojo -contestó Ella Marit-. Con unas pequeñas alas doradas a cada lado. Debe de ser bastante presumido, me parece a mí.
– Para terminar, quiero decir algo muy importante -añadió Skarre-. Han sucedido una serie de cosas desagradables, tanto aquí en Bjerkas como en Sandberg y en Kirkeby. Pero solo queremos hablar con él. No sabemos nada seguro. Así que no debéis hacer circular rumores que puedan perjudicarle.
Britt tomó la palabra.
– Aquí en Bjerkas hay mucha gente que va en moto -explicó-. El servicio de autobuses para ir a la ciudad es malo. Por eso hay motos por todas partes, me refiero a esas que pueden conducir los menores de dieciocho años. Porque todos los que tienen dieciocho tienen coche. Me pondré nerviosísima cuando aparezca -añadió-, si se presenta de repente en la caja preguntando por esos guantes.
Ella Marit se reclinó en el banco. El uniforme de Spar le quedaba estrecho, y revelaba bastante sobrepeso. Cuando hablaba lo hacía con un tono melodioso que podía tener su origen en Finnmark, al norte de Noruega. Tenía unos espabilados ojos negros y facciones laponas, y en la mano derecha llevaba un anillo de plata enroscado alrededor del dedo.
– Dios sabe lo que pasará cuando lo cojan -dijo-. Cuando la gente descubra quién es. Pienso bastante en ello. Entonces tendremos película de suspense en Bjerkas.
– Exactamente -sonrió Skarre-. Película de suspense.
Era a mediados de septiembre.
Del cielo caía una lluvia tan suave y fina que recordaba al humo de una cascada. La humedad proporcionaba un resplandor propio a todas las cosas, a los tejados y fachadas de la ciudad, al asfalto azul, a los contenedores de basura y a los soportes para bicicletas. Al cabo de un rato, el sol apareció por entre las nubes. También los arbustos y árboles tenían su propio resplandor, como algo limpio y renovado. Sejer paseaba por las calles con su perro Frank. Andaba a paso ligero y sin esfuerzo, pensando en su infancia. Había tenido todas las cosas importantes, las que debían ser un derecho para todo el mundo. Había tenido seguridad, el pilar necesario para salir adelante en la vida. Esa seguridad se la había aportado su madre, que cuando ocurría algo, un accidente o una enfermedad, estaba siempre cerca de él para asegurarle que todo iría bien. Todo irá bien, dijo ella aquella vez que él se precipitó sobre el manillar de la bicicleta y se fracturó la muñeca. Luego irá mejor, le dijo cuando murió su perro y apenas podía soportarlo. Luego todo irá mejor, estoy segura. Las palabras iban siempre acompañadas por sus abrazos y por su voz, que era cálida y segura, porque ella era una adulta y sabía cómo era todo. Así la seguridad estaba anclada en el fondo de su ser, unos cimientos sobre los que se apoyaba toda su vida.
Otros niños tenían otras cosas. Madres que se tapaban la cara lamentándose, ¡Dios mío, qué va a pasar ahora! Los lamentos daban lugar al miedo, y el miedo daba lugar a que los cimientos desaparecieran bajo sus pies. Luego se pasaban la vida entera buscando algo a qué agarrarse. Así estaba el mundo lleno de chiquillos descarrilados.
Paseaba despacio por las calles brillantes, parándose de vez en cuando para que Frank pudiera realizar sus investigaciones. Le vino a la memoria la casa blanca de la calle Gamle Mollevej, en la ciudad danesa de Roskilde, donde se crió, donde la malvarrosa trepaba por las paredes, y las pequeñas gallinas blancas andaban por el césped, donde había sido niño, jugando entre los árboles del jardín, cogiendo grosellas ácidas y gastando bromas con su amigo Ole. Se reían con cualquier cosa, y, al acabar el día, él podía entrar sin miedo en casa, y ser recibido como algo único, algo amado. Como si él, el pequeño Konrad, fuera un acontecimiento en sí que por fin volvía a casa tras una larga ausencia. Pero la vida no es así para todo el mundo, pensó. Hay niños que abren la puerta de su casa con miedo, que se encogen y entran en ella de puntillas, que no saben lo que les espera. Que se refugian en la calle porque lo que ven en sus casas no se puede soportar. Borracheras. Maldiciones. Violencia. O todas estas cosas en una diabólica y destructiva mezcla. Volvió a pensar en su amigo de la infancia, Ole, que no era más que un huésped en la casa de su propia madre. No, ahora no podéis estar dentro, decía ella, hace bueno fuera. No, hoy no, estoy haciendo limpieza. Una amiga mía ha venido a verme. Tengo jaqueca. Tenéis que estar fuera. Sal ya. Sal. ¡Fuera! Y Ole salía. A la lluvia, a la tormenta y al frío. Por las noches volvía a entrar a escondidas en su casa, se preparaba cualquier cosa para cenar y luego se iba a la cama como un perro sin dueño. En su casa nadie le pegaba, ni nadie se emborrachaba. Pero nadie lo amaba tampoco. Sejer se agachó y acarició a Frank. Algunos decían que no se podía culpar a las madres por las desgracias que sucedían a los hijos. Él disentía profundamente de eso. Se podía culpar a las madres de bastantes cosas. El niño está sometido a sus caprichos, sus enfados, su desesperación, su amargura y sus carencias. También está sometido a la desesperación del padre, a su ausencia y a su falta de participación.
Frank se había detenido a husmear un bollo mordisqueado. Al acabar, levantó la pata y meó sobre una valla vieja y oxidada. Luego, el hombre alto y canoso y el pequeño perro arrugado prosiguieron su paseo por la ciudad. Creo que mis pasos son algo más pesados que unos años atrás, pensó Sejer. Pero también soy mayor y más sabio. En ese momento le sobrevino de nuevo uno de esos repentinos y pasajeros mareos. La ciudad y los edificios daban vueltas ante sus ojos. Por si acaso, se acercó a la pared de un edificio y se apoyó. Cerró los ojos y esperó a que el ataque pasara. También Frank se detuvo. Miró a su amo con sus ojos negros. Acabo de caerme un par de pasos hacia la izquierda, pensó Sejer. Siempre me caigo hacia la izquierda. Es una especie de simetría, ¿no? No, no, déjalo ya, se dijo a sí mismo, supongo que tengo algunas venas calcificadas en la nuca. Tal vez tenga anemia.
Prosiguió su camino.
Sonó el teléfono en su bolsillo interior.
Reconoció el número de la pantalla y oyó el informe de Skarre sobre los guantes olvidados en la caja del supermercado Spar. Cuando estaban a punto de acabar la conversación, Skarre mencionó algo que se había guardado para el final.
– Helge Landmark ha empeorado -dijo-. Está ingresado y conectado a un respirador.
Johnny Beskow soñaba a veces que todo el mundo lo estaba buscando. Que la policía había enviado a un montón de hombres con pastores alemanes con las fauces abiertas a perseguirlo por el bosque. Era noche cerrada y buscaban con linternas. Podía ver los haces de luz entre los troncos de los árboles, y oía amenazas, gritos, y perros que jadeaban, pero era más rápido y más listo que ellos.
Se escapaba como un lince.
Encontraba una cueva donde esconderse, y se sentaba muy quieto y encogido junto a la roca escuchando. Luego se subía veloz como el rayo a un árbol y los observaba desde lo alto a través de las hojas. Después vadeaba un río para que sus perseguidores perdieran su rastro.
Tenía ese sueño constantemente. Siempre se despertaba con una sensación de júbilo porque no era una pesadilla, sino una especie de juego que él ganaba siempre.
No me capturan ni siquiera en los sueños.
Porque yo soy más rápido, pensó.
Soy Johnny Beskow, y soy invencible.
La Suzuki se negó a arrancar. Expulsó un par de toses secas y se apagó. En el depósito apenas había gasolina, pero, como Johnny no tenía dinero, se fue andando. Tenía buenas piernas y llevaba buen calzado, y en su casa no quería estar. Mientras andaba, se acordó de que había perdido los guantes, y se le ocurrió que tal vez se los hubiera dejado en el supermercado del lago Skarve. Puede que se los hubiera quitado y los hubiera puesto en la cinta al ir a pagar para salir pitando, dejándoselos olvidados. Podría haber sucedido así, entonces tal vez alguien los hubiera guardado. Decidió acercarse a la tienda a preguntar por ellos, así que tomó el camino que conducía al lago. Andaba deprisa. El calor le llenaba el cuerpo de los pies a la cabeza, haciéndole sentirse ligero y bien. Antes de entrar, se dio un paseo por la playa, admirando los patos y esos hermosos círculos en el agua. Al cruzar el aparcamiento y acercarse al supermercado, se quedó unos instantes vacilando. Algo sonó en su conciencia, como un reloj de alarma. Se sentía observado. En ese instante divisó un cartel en el escaparate que decía que se habían encontrado un par de guantes negros y rojos.
Pregunten por Britt.
Abrió la puerta, entró, aún algo vacilante, y se acercó a la caja, donde había dos chicas mano sobre mano, mirándolo fijamente con ojos grandes y redondos.
Cuando más adelante pensó en ese momento, reparó en que las chicas se habían comportado de un modo muy extraño. La sencilla pregunta de si podían darle los guantes había dado lugar a un nerviosismo que él no entendía. Abrieron los ojos de par en par e intercambiaron rápidas miradas. Una de ellas desapareció al instante dentro de la trastienda, y tardó una eternidad en volver. La otra salió disparada al aparcamiento y se puso a dar incomprensibles vueltas. Como si estuviera buscando algo. De vez en cuando se paraba y miraba extrañada a su alrededor, como si algo faltara allí fuera. ¡Joder! Está buscando la Suzuki, constató Johnny para sus adentros. Lo del depósito vacío de gasolina había sido una suerte. Entonces la otra volvió por fin de la trastienda y le dio los guantes. Johnny salió disparado y emprendió el camino hacia Bjerkas.
Volvió a pensar en el sueño que había tenido esa noche. Tal vez lo divertido esté llegando a su fin, pensó. Tal vez estén sobre mi rastro. Tal vez lo mejor sea que haga algo espectacular mientras aún queda tiempo.
Encaminó sus pasos hacia la calle Roland.
Caminaba bajo el sol y la suave brisa de septiembre, rodeado de flores silvestres y verdes prados. Mientras andaba, iba canturreando una canción: «Hermann es un tío alegre». Cuando llegó a casa de su abuelo gritó para que el viejo supiera que había llegado.
– ¿No vienes en moto? -preguntó Henry Beskow-. No te he oído llegar.
Johnny le explicó que el depósito estaba vacío. Lo dijo en un tono indiferente, como de pasada, porque él no era de los que mendigaban, y además, tenía buenas piernas.
– Estoy más ágil que una gacela -dijo en voz alta-. Viene muy bien andar un poco.
– En el cobertizo hay un viejo bidón de plástico verde, Johnny. Puedes llenarlo de gasolina. Coge dinero del frasco de la cocina. Tienes que tener la moto a punto, es importante que puedas pasearte por ahí.
Johnny se ocupó de preparar comida y bebida para los dos. Hizo sándwiches y mezcló limonada en una jarra. Luego lo llevó todo al cuarto de estar, donde lo puso encima de la mesa, junto con la taza de dos asas. De repente se le ocurrió una idea. El cuarto estaba siempre al rojo vivo de tanto calor. Se acercó a las ventanas. Ambas estaban cerradas. Las estudió minuciosamente, siguió el marco con un dedo, miró la calle con los ojos entornados, y casi lo ciega el sol bajo.
– Necesitas aire fresco -dijo en voz alta.
– No puede ser, por las avispas -protestó el viejo.
Johnny se volvió y lo miró. Quería ser el jefe, así que separó las piernas y cruzó los brazos.
– Entonces buscaré un carpintero para que nos haga uno de esos marcos de tela metálica contra insectos -dijo-. Uno para cada ventana. Así podrán estar abiertas todo el verano, y tú te despejarás y no estarás tan pesado y adormilado como ahora.
– ¡Qué chico tan descarado! -gruñó el abuelo.
– ¿Tienes un metro? -preguntó Johnny-. Voy a medirlas.
El abuelo le dijo que buscara en un cajón de la cocina. El metro era viejo pero fuerte. Johnny midió las ventanas dos veces.
– Noventa y ocho por uno diez -dijo satisfecho-. Buscaré un carpintero en las páginas amarillas.
– Tendrás que preguntar lo que va a costar -dijo Henry-. ¿Eres capaz de regatear?
– Diré que eres pensionista -sugirió Johnny.
Miró en la guía telefónica y eligió un carpintero que vivía en el distrito. Le explicó la situación y acordó el precio y la entrega.
– Si todos fueran como tú, Johnny -dijo Henry-, el mundo sería un lugar mejor.
Johnny le acarició brevemente la cabeza casi calva.
– Ya lo sé -dijo-. Soy un hombre de acción.
Luego charlaron un rato de todo y de nada, como solían hacer. Transcurrieron un par de horas en un santiamén. Henry se sentía privilegiado por recibir tantos cuidados y cariño, y Johnny se sentía indispensable.
– Somos nosotros dos contra la escoria -le dijo a Henry.
Luego llevó los vasos y el plato a la cocina y lo dejó todo sobre la encimera. Fue a por el bidón verde al cobertizo, y, mientras iba andando hasta su casa en Askeland con el pesado recipiente en la mano, jugaba a un juego. Jugaba a que su madre, tal vez ocupada en alguna manualidad, levantaba la vista cuando él entraba en el cuarto de estar, le sonreía y le decía, qué bien, por fin estás aquí, llevo mucho tiempo esperándote. ¿Tienes hambre? ¿Quieres que te prepare algo de comer? ¿Qué te apetece, Johnny, cariño?
Le gustaba ese juego, de modo que dejó que sus pensamientos volaran un poco más.
He hecho un bizcocho, diría tal vez. Está en la cocina enfriándose.
Tiene una capa de almendras y azúcar.
Ahora nos vamos a sentar a comérnoslo y pasárnoslo bien.
Cuando por fin llegó a casa tras la larga caminata, y el bidón de diez litros le había entumecido el brazo derecho, llenó el depósito de la Suzuki. Resultó difícil vaciarlo del todo, algo quedaba en el fondo. La idea del dulce bizcocho se esfumó y fue sustituida por amargos pensamientos. Si está tumbada en el sofá borracha, pensó, le echo los restos de gasolina encima y le prendo fuego.
La vieja convertida en fuego y llamas, pensó.
Se notaría un olor a hiena asada por todo Askeland.
Entró en la casa.
Nadie estaba cocinando en la cocina eléctrica.
No había ningún bizcocho caliente enfriándose sobre la rejilla. Se volvió y fue al cuarto de estar. Se paró en la puerta a mirar. Su madre estaba en el sofá. La tensión entre los dos era notable, el ambiente se podía cortar.
– Vaya, vaya -dijo ella-. Supongo que vienes de casa del viejo. ¿Y cuál ha sido hoy el beneficio obtenido?
Johnny agachó la cabeza. En el fondo ella tenía razón, el abuelo le había dado dinero. Pero no se lo había pedido. Solo había dicho que el depósito estaba vacío. Lo había dicho sin lamentarse, solo a modo de explicación.
– No te quedes ahí mirando como un tonto -prosiguió su madre-, me pones nerviosa. Tienes una mirada muy fija, ¿lo sabes? Vete a tu cuarto.
Johnny hizo lo que le dijo y se fue a su habitación. Sacó a Butch de la jaula, se tumbó en la cama y cerró los ojos, dejando que el hámster se paseara por el edredón con sus minúsculos pies de relámpago. Le llegaron unos lejanos sonidos procedentes de la cocina. Tal vez su madre estuviera preparándose algo de comer, Johnny oía cajones y armarios que se abrían y se cerraban, y pasos arrastrándose por el suelo. Ruidos de cubiertos. Muy bien, pensó, la hiena está buscando algo que comer. Un pensamiento se entrometió en el silencio, entrando sigilosamente en su habitación, un pensamiento malvado y tortuoso. La policía estaba ya sobre la pista, cada vez más cerca de él, había que aprovechar el breve tiempo que le quedaba. Permaneció tumbado en la cama, escuchando los sonidos procedentes de la cocina, luego registró algunos paseos por el cuarto de estar, y luego la vuelta a la cocina. Así estuvo su madre bastante tiempo. Abría y cerraba el grifo de la pila y sonaban constantemente las puertas de los armarios. Por fin, veinte minutos después, la oyó ir al baño. Rápido como el rayo, Johnny se levantó de la cama, y sacó tirando con mucha fuerza un cajón de la cómoda. Escondido en una vieja camiseta tenía guardado el raticida. Abrió el paquete y estudió los granos de color rosa. Tenían una pinta muy apetitosa si no se sabía que eran mortales. Aguzó el oído en dirección al baño y escuchó. Hay que actuar deprisa, pensó, ahora mismo, que soy el más malvado de los malvados, en este instante, que no me importa nada lo que me pueda pasar, que no me importa nada la noche que va a llegar o el día de mañana, que me importan un bledo las consecuencias. Fue de puntillas a la cocina. En la placa había una cacerola hirviendo y en la encimera un cucharón. En la cacerola había carne y verduras, todo mezclado en un caldo oscuro. Johnny actuó. Echó toda la caja de raticida en la cacerola y la revolvió con el cucharón. Resultaba complemente imposible distinguir los minúsculos granos mezclados con todo lo demás. Esto va a ser explosivo, pensó, revolviendo la mezcla mientras escuchaba por si ella salía del baño. Luego se metió la caja vacía debajo del jersey y volvió corriendo a su habitación. Toda la maniobra no había durado más de unos segundos. Entonces oyó a su madre tirar de la cadena en el baño. Se levantó de un salto y fue a la entrada, con las mejillas al rojo vivo.
Ella lo oyó y fue hacia él a toda prisa.
– Así que te vas -dijo-, ahora que estoy preparando comida para los dos.
– Ya comeré más tarde -contestó él-. No me esperes. Tú come cuando quieras.
La madre se dio la vuelta y se dirigió a la cocina, donde se puso a dar vueltas con el cucharón la olla envenenada. Lo único que Johnny veía de ella eran sus piernas con venas azules.
Johnny Beskow estuvo fuera muchas horas.
Estaba acalorado, sofocado y agitado por lo que acababa de hacer. Ya no había vuelta atrás. La imaginación lo llevaba a lugares de locura, creando imágenes dramáticas en su cabeza, imágenes de su madre comiendo de la olla envenenada. Se imaginó que ella comía directamente del cucharón y que le chorreaba comida por la barbilla, se imaginó que vaciaba la cacerola y lamía el fondo. Vio imágenes de su madre con espasmos, vio cómo los dientes le castañeteaban en la boca. Un momento se derrumbaba sobre la mesa, y al siguiente daba tumbos por la cocina, mientras gritaba como si se estuviera muriendo, con los ojos sanguinolentos y espumarajos alrededor de la boca. Emitía sonidos estertóreos, gritaba mientras se le caía la baba, pero luego se levantaba de nuevo y se ponía a dar vueltas por las habitaciones. Corría al teléfono a pedir ayuda, pero su visión ya estaba distorsionada, era incapaz de ver claramente. Intentaba abrir una ventana para llamar a la gente que pasaba por la calle, pero sus dedos no la obedecían, no conseguía abrir, además, se había quedado sin voz. Porque había sido envenenada. Sus brazos y piernas estaban envenenados, el corazón y el cerebro estaban envenenados, y el veneno recorría todo el cuerpo con la sangre y encontraba hasta el lugar más recóndito, con su efecto mortal. Por fin su madre se desplomaba, tal vez arrastrando algo consigo en su caída, y haciendo muchísimo ruido. Porque ella no moriría pacíficamente, sino que abandonaría este mundo con dolor y gritos.
Eso pensaba Johnny Beskow. Fue en la moto hasta la laguna Sparbo. Aparcó la Suzuki contra el tronco de un abeto y dejó los guantes dentro del casco. Dio diez pasos sobre el muro de contención de la presa y se sentó. El agua bramaba y espumeaba camino de la tubería. Estuvo fuera mucho tiempo, esperando a que el veneno hiciera efecto. Daba vueltas nerviosas por los senderos del bosque, iba de acá para allá en la Suzuki, controlando el tiempo. Tras cuatro horas pensó que todo habría acabado. Entonces se dirigió hacia su casa, entró en el patio empujando la moto y aparcó.
Se quedó escuchando.
La casa nunca había estado tan silenciosa.
Se la imaginó tumbada en el baño.
Boca abajo en el suelo, con la cara contra los viejos azulejos amarillos. O se había desplomado delante del sofá, en un intento de tumbarse en él. O tal vez se hubiese arrastrado hasta su dormitorio para echarse sobre la cama. Johnny permaneció muy quieto en la entrada, no se oía ni un soplo. De allí se fue al baño, y del baño al cuarto de estar. Allí estaba ella, rebuscando en un cajón del escritorio. Se sobresaltó al verlo.
– ¿Qué te pasa? -le gritó-. ¿Por qué vas por la casa como un ladrón? Dios mío, qué susto me has dado. ¿Por qué me miras de esa forma? -añadió-. ¿Has visto un fantasma o qué?
Agitaba vigorosamente las manos y estaba viva y coleando. Tenía pulso y sonido. Aún era capaz de pensar, de componer palabras y formar malvados pensamientos como también él había hecho. Y también seguía siendo capaz de llenarse de vodka. Johnny se quedó tan perplejo que perdió el habla. Su madre no parecía estar en absoluto enferma. Incluso había en sus mejillas un atisbo de color.
Johnny se fue a la cocina, se sentía muy confuso. La olla seguía sobre la placa, pero estaba vacía. Su madre había metido la comida en un gran recipiente de plástico azul con tapadera. En ese momento entró en la cocina y lo vio mirar la comida.
– Come lo que quieras -dijo-. Mete el resto en el congelador. Así tenemos para otra vez.
Johnny se refugió en su habitación pesado, triste y decepcionado por no haber organizado algo espectacular, y no haberse podido librar de ella de una vez por todas, como se había imaginado. Permaneció toda la tarde sentado en la cama meditando, mientras Butch correteaba sobre el edredón. Lo más probable era que su madre no hubiese comido la suficiente comida envenenada, o no hubiese comido nada.
Llegó la noche y se acostó.
Oyó a su madre zascandilear en su cuarto. Entonces se le ocurrió una idea lógica. Podía ser que hubiese comido, incluso podía ser que hubiese comido bastante. Pero claro, el raticida era de efecto lento. Lo ponía en la caja, que había que dar a las ratas varias dosis antes de que estas respiraran por última vez. Tal vez la hiena tardara en morir. Se excitó con la idea de que la tortura tal vez durara varios días. Pensó en el envenenamiento como en una guerra, que los granos atacaran conforme a un determinado sistema. Primero atacarían el hígado y los riñones, luego se desplazarían a los pulmones y al corazón.
Se abrigó bien con el edredón, que se convirtió en una cálida cueva de plumón y tela.
Intentó hacer algunos planes para el día siguiente. Debo cometer alguna locura, pensó, mientras espero a que el veneno surta efecto. Mientras espero a que la hiena se arrodille.
El pequeño Theo Bosch llevaba mucho tiempo sentado frente al televisor con una bolsa de Pop Delight en las manos. Los Pop Delight solo contenían un nueve por ciento de grasa y eran por ello aprobados por su madre, Wilma, a la que preocupaban mucho esas cosas. Theo estaba sentado muy concentrado en el sofá. Había puesto un DVD, y seguía muy atento lo que sucedía en la pantalla. Vio la canoa verde de Lars Monsen surcar las aguas. En el fondo, Lars Monsen parece un salvaje, pensó Theo, con tanto pelo y tanta barba. Lars Monsen pescaba truchas. Lars Monsen hacía una hoguera, y Lars Monsen se echaba a dormir bajo el cielo raso. Aunque el lobo aullara en la oscuridad, él no tenía miedo, porque solo era un lobito bueno reuniendo su camada. Lars Monsen era un hombre sin temores. Se abría camino en tierras vírgenes con una naturalidad que hacía soñar a Theo. Después de ver dos episodios completos se levantó de un salto del sofá y fue corriendo a buscar a su madre. Pero no la encontró ni en la cocina ni fuera en el jardín. Su padre, Hannes, entró mientras Theo la estaba buscando.
– Se ha tumbado un rato -le dijo-. Le dolía la cabeza. Ya sabes, cosas de mujeres. Se las arreglan para tener sus cuartitos donde poder estar en paz.
Theo se apresuró hasta el dormitorio de sus padres en la planta de arriba. Allí estaba su madre, tumbada en la cama de matrimonio con la cara vuelta hacia la pared. Hacía mucho calor. Se había quitado la ropa y se había tapado solo con una sábana, pero la sábana se había escurrido, de modo que su gran culo blanco lucía en la habitación en penumbra.
Theo se quedó mirando con un dedo en la boca.
Hannes se acercó sigilosamente y se colocó en la puerta, mirando él también.
– ¿Has visto? -dijo-. Ese culo es como dos enormes peras en lata.
Luego se rieron entre dientes como suelen hacer los chicos.
– ¿Me dejas ir solo hasta el lago Snelle? -preguntó Theo.
Hannes Bosch arrugó la frente. Volvió a mirar una vez más el tentador culo de su mujer y luego a su hijo. Theo era un niño obediente. Era educado y dócil, pero era tan insistente que solía conseguir lo que quería.
– ¿Hasta el lago Snelle? ¿Tú solo? ¿Quieres decir ahora mismo? -preguntó Hannes.
Theo asintió. Miró a su padre con insistencia. Su cabeza, y también su corazón estaban repletos de la vida en la naturaleza salvaje. Oía cómo cantaban los grandes abetos. Quería ir al bosque a escuchar el canto de los pájaros, quería ir a los lagos para ver saltar los peces en la superficie. Quería ser Theo, el aventurero.
– Me llevaré comida -dijo en voz baja-. Puedes ayudarme a hacer la mochila para que todo esté en orden.
Hannes Bosch miró el reloj. Aún era temprano. Puso una mano en la cabeza de su hijo. Theo no era más que un chiquillo, pero tenía la cabeza en su sitio y no era nada cobarde. Hasta el lago Snelle, pensó. Sobre esas piernas tan cortas. Le llevaría una hora. Luego estaría unos veinte minutos sentado junto al lago antes de volver a casa, en total serían dos horas y veinte minutos, lo que era mucho tiempo para un niño tan pequeño. Hasta el lago Snelle. Y completamente solo. Hannes se acercó a la ventana a echar un vistazo. Hacía buen tiempo, y faltaba mucho para que se hiciera de noche. Había algo de tráfico en el camino hasta el lago. Los agricultores tenían a menudo cosas que hacer por allí, ir a ver a sus ovejas y vacas, colocar los saleros y examinar las vallas. Había también paseantes y ciclistas, además de gente que iba a coger bayas. Pero Theo solo tenía ocho años. Por otra parte, pensó Hannes, estará más seguro en el bosque que en cualquier otro lugar. Eso era algo que habían acordado hacía mucho.
– Seguro que mamá dice que no -susurró a su hijo.
– Entonces mejor no se lo preguntamos -dijo Theo, sabiondo, mirando de reojo a su padre.
Salieron del dormitorio de puntillas.
Hannes puso una mano sobre el hombro de su hijo.
– Si de verdad vas a irte de excursión tendrás que planificarla un poco -le dijo-. La planificación es muy importante. Lars Monsen nunca se va a ningún sitio sin planificarlo primero. Hasta el mínimo detalle. Alimentación. Equipamiento. Ropa. Todo eso.
Theo asintió.
– Tienes que vestir para la ocasión -dijo Hannes-. No cojas las sandalias. Ponte otro tipo de calzado.
– Pantalón corto -dijo Theo-. Porque hace calor. Y zapatillas de deporte. Un jersey en la mochila, por si acaso. Comida y bebida.
Hannes asintió.
– Y tienes que llevar una buena navaja -dijo-. No puedes internarte en el bosque sin navaja. Te dejaré la mía de cazador. Pero no se lo digas a mamá. ¿Sabes? Mujeres y navajas… ellas pierden los nervios por completo.
Theo corría por la casa reuniendo lo que necesitaba para una excursión a la naturaleza salvaje. Estaba sonrojado de emoción. Cuando fuera mayor y se hubiera convertido en un famoso explorador, como Lars Monsen, los periodistas le preguntarían por la primera excursión de su vida. ¿Mi primera excursión? diría, pues la hice cuando no era más que un niño. Fui andando hasta el lago Snelle y luego de vuelta a casa. Me sentí muy orgulloso.
Hannes fue a prepararle la merienda a su hijo. Mientras, pensaba en unos buenos argumentos que sabía harían falta para cuando Wilma se despertara y se enterara de que su hijo iba camino del lago Snelle solo. Con una gran navaja de caza en el cinturón.
Pero por Dios, Wilma, el chico tiene ocho años. Ya sabes cómo está con Lars Monsen. Es y será un aventurero, no podrás detenerlo. Creo que debemos estar contentos y orgullosos. Hay demasiados niños que ni se mueven del sofá. ¿Qué dices? ¿Perderse? Pero si va al lago Snelle, Wilma, irá por el camino, ha recorrido ese camino cientos de veces. Hace muy buen tiempo, y dentro de un par de horas estará de vuelta en casa. O digamos, en dos horas y media. Piensa en lo orgulloso que se va a sentir. Va a tener fe en sí mismo, eso es algo muy importante, Wilma, en eso tienes que darme la razón.
Puso salami en la primera rebanada de pan.
Que sí, me ocuparé de que se lleve el móvil. Así estará muy cerca. Podrás llamarle para darle la lata cada cuarto de hora. Si quieres, estropéale la experiencia al pobre.
Puso mortadela en la segunda rebanada y queso en la tercera, para que el chico tuviera variedad.
Preparó un zumo de grosella y agua y lo echó en un termo. Theo entró en la cocina. Había ido a por su mochila, y en ella había metido su juguete favorito, Optimus Prime.
– Cógete un cinturón -dijo Hannes-, para que puedas colgar la navaja. Ya sabes que tiene que estar en un sitio de fácil acceso. Por si llegan los indios -dijo guiñando un ojo.
Theo se fue corriendo a buscar un cinturón. Se puso sus zapatillas deportivas y las ató con un nudo doble. Estaba tan agitado que las mejillas se le habían puesto rojas, y tenía pinta de hombretón, de apuesto adulto.
– Te acompañaré hasta la barrera -dijo Hannes.
– Vale -contestó Theo.
Cerraron la puerta con llave tras ellos. Primero caminaron un rato a lo largo de la carretera nacional. Tardaron un cuarto de hora en llegar a la barrera de Glenna. Allí se pararon e intercambiaron unas últimas palabras.
– Ponte el jersey si tienes frío.
– Sí, papá -contestó Theo.
– Y no dejes nada de basura en ninguna parte. Mete el papel de la merienda en la mochila cuando hayas comido.
– Sí, papá, lo dejaré todo limpio.
– Y si usas la navaja, hazlo con cuidado, sabes que está muy afilada.
– Tendré mucho cuidado, papá, te lo prometo.
Le dio la espalda y se marchó. Había heredado los grandes pies de su padre, y contoneándose sobre las enormes zapatillas recordaba a un pequeño pato macho.
Hannes se quedó quieto, siguiendo a su pequeño con la vista hasta que desapareció en una curva, como si hubiese sido devorado por el bosque.