Wilma Bosch no se mostró nada condescendiente.
Esas peras en lata tan admiradas por Hannes y su hijo Theo estaban ya dentro de un par de pantalones vaqueros claros, aunque seguían siendo atractivas. Pero era lo suficientemente sensato como para no acercarse a ellas, porque en ese momento Wilma estaba a la defensiva.
– ¿Cómo se va a manejar si le pasa algo? -preguntó.
– ¿Qué quieres decir con si le pasa algo? -preguntó Hannes-. En el bosque no pasa nada. No hay más que liebres y ardillas por todas partes. ¿A qué tienes miedo?
Wilma se acercó a la ventana que daba al camino. Sus zuecos golpeaban contra las tablas del suelo. Aunque no podía ver a Theo desde donde estaba, era un intento de acercarse a él.
– Me preguntas que qué puede suceder -dijo-. Todo puede suceder, Hannes. Un niño de ocho años está muy expuesto. Puede resbalar en las rocas, darse un golpe en la cabeza y caerse al agua. También hay víboras allí dentro; la gente que anda mucho por el bosque dice que este año son muy grandes. También hay vacas pastando, y muchos alces. A veces los alces atacan a las personas -dijo-. Cuando tienen crías, ¿sabes?
Durante unos momentos, Hannes intentó digerir lo que su mujer acababa de decir.
– Lo que pasa es que temes que el chico tenga miedo -dijo.
– Sí. ¡Porque solo tiene ocho años!
– Pero todo el mundo tiene miedo de vez en cuando -señaló Hannes-. Tal vez oiga algún ruido entre los abetos y su corazón lata un poco más deprisa. También le ocurre al mío, y tengo treinta y ocho años. También yo puedo resbalar en las rocas y darme un golpe en la cabeza. Y necesitar un respirador para el resto de mi vida. Sin contacto con el resto del mundo… Si quieres seguimos hablando de todo lo que puede ocurrir.
Wilma se dejó caer sobre una silla con tanta brusquedad que el mueble se desplazó varios centímetros.
– A veces esa admiración que siente por Lars Monsen me parece exagerada -dijo.
Wilma estaba enfurruñada. Tenía las manos entrelazadas sobre las rodillas. Hannes se fijó en los restos de esmalte color carmesí. Parecía como si gotitas de sangre hubiesen rezumado por entre las uñas. Hannes le acarició levemente el brazo. Luego se metió rápidamente la mano en el bolsillo de la camisa y cogió el teléfono móvil, marcó un número y esperó. Pulsó la tecla del altavoz para que Wilma pudiera oír.
– Hola, Theo -dijo-. ¿Por dónde vas ya?
Wilma escuchó la breve conversación, y se imaginaba a su hijo internándose en el gran bosque.
– ¿Has pasado Granfoss? -preguntó Hannes-. Muy bien. ¿Te has encontrado con algún conocido? ¿Con nadie? ¿Y animales, has visto alguno? Vale. No pasas frío, ¿no? Muy bien. Ponte el jersey si se nubla. Te falta el aliento -añadió-. ¿Estás subiendo las cuestas de Myra, o qué?
– Más o menos a medio camino -jadeó Theo-. Tal vez tenga que descansar un poco.
– No hace falta que te des tanta prisa -le dijo Hannes-. Tienes toda la tarde por delante. Mamá quiere asegurarse de que todo va bien. Ya sabes cómo son las mujeres.
La voz de Theo se oía claramente por el altavoz del teléfono.
– Todo va bien.
– Y no tienes miedo, ¿verdad? No te han llegado ruidos tenebrosos del bosque, ¿a que no?
La risa de Theo sonó como perlas rodando por la habitación.
– Ningún ruido tenebroso del bosque y no tengo nada de miedo -dijo riéndose.
La voz del niño era suave y clara.
– Danos un toque cuando llegues al lago -dijo Hannes.
– Sí, señor capitán -contestó Theo.
Hannes dio por terminada la conversación y dejó el teléfono móvil sobre la mesa.
– Te diré una cosa -dijo Wilma-. Se han visto osos en terrenos tan bajos como Ravnefjell. Lo ponía en el periódico.
Hannes Bosch se tiró del pelo.
– Vale, en Ravnefjell… Pero el chico solo va al lago Snelle. En serio, Wilma -dijo, cogiendo las manos de su mujer-. ¿De verdad tienes miedo de que Theo vaya a toparse con un oso? No cambiarás nunca, ¿eh? ¿Has tomado demasiados analgésicos?
No pudo sino reírse, porque le parecía que su mujer se estaba pasando bastante. Ella apartó sus manos de las de él.
– Odio que se aleje de casa -admitió- que esté fuera de mi control. Me pone enferma.
Hannes acarició la mejilla de Wilma.
– Lo sé -dijo en voz baja.
Al mismo tiempo no pudo evitar cierta frivolidad.
– Este es un mundo peligrosísimo -dijo-. La gente muere como moscas. Vamos a sentarnos en la terraza y a tomarnos una botella de vino antes de que lo pille el oso.
Cuando Theo llegó a la fuente de San Olav se detuvo.
El agua, fresca y plateada, resplandecía.
En la fuente de San Olav había un cartel con una breve explicación. Su padre se lo había leído un montón de veces. Se quedó unos instantes muy firme, porque el agua de la fuente era sagrada, y a él le parecía que la superficie tenía un resplandor muy especial. San Olav era un hombre sagrado, pensó Theo, y esta agua es sagrada. Así que si bebo de ella seré sagrado yo también. Bebió un largo trago del agua sagrada. Opinaba que sabía muy bien. Algunos pensaban que esa agua tenía poderes curativos. También él lo pensó, pues al beberla se repuso enseguida del cansancio.
Luego prosiguió su camino. El agua sagrada le había dado nuevas fuerzas, estaba convencido de ello. Mientras andaba, usaba constantemente sus ojos y sus oídos, pero todo parecía tranquilo y somnoliento. Al parecer, la naturaleza estaba descansando, y no hacía ningún caso al chiquillo de pies grandes que venía andando por el camino forestal. En el suelo había excrementos de ovejas y vacas, y él andaba todo el rato en zigzag, canturreando una canción. Se preguntó si debería llamar a su padre para charlar un poco, pero cambió de idea en el último momento. Ya está bien, pensó. Lars Monsen no está llamando a todas horas cuando se encuentra en tierras salvajes. ¡Eso es! pensó, y aceleró el paso. Uno, dos, tres, y luego al revés. Que vengan las víboras, yo llevo zapatos gruesos.
Había encontrado su ritmo, y ya no era capaz de abandonarlo. Marchaba bosque adentro a buen paso. El ritmo lo mantenía cogido, proporcionándole velocidad y fuerza, y sus pensamientos estaban centrados en una sola cosa: llegar al lago. Resulta muy fácil ser un explorador, pensó, lo único que hace falta es decidirse. Y el equipamiento tiene que ser bueno. En ese momento se sobresaltó un poco porque un pájaro levantó de repente el vuelo del bosquejo. Eso dio lugar a un pequeño alboroto en su pequeño corazón de niño, pero pasó rápidamente.
Anduvo descalzo los últimos metros.
Pasó por encima de las rocas y bajó hasta el lago. Encontró un lugar estupendo, dejándose deslizar hasta que sus dedos blancos se toparon con el agua.
Joder, qué agua tan fría, pensó, porque eso era lo que habría dicho su padre si hubiera estado sentado a su lado con los dedos de los pies en el agua. Las zapatillas de deporte estaban ordenadamente aparcadas junto a él, con los calcetines dentro, como dos pelotas de algodón blanco. Se quitó la mochila de la espalda, la abrió, y colocó el paquete con las tres rebanadas de pan junto a los zapatos. A su lado colocó el termo con el zumo, y al final el transformer negro Optimus Prime. Respiraba un poco deprisa, porque había corrido el último trozo.
Estoy en la naturaleza salvaje, pensó, y soy bastante duro.
Por el camino había cortado una rama de un gran sauce, y ahora cogió la navaja del cinturón. Tuvo que esforzarse un poco para sacarla. Todo estaba tan tranquilo que incluso las cosas más pequeñas se percibían muy nítidas, un mosquito zumbando sobre el agua, hojas y brezo que crujían. Seguro que no es una víbora, pensó, mirando a su alrededor, porque se había quitado las zapatillas y sus dedos color rosa a lo mejor resultaban tentadores, redondos y parecidos al mazapán. Pero nadie lo molestó mientras estaba sentado junto al lago. Todo era bonito y tranquilo. Tallaba la rama sin cesar. La madera olía muy bien. En realidad, todo el bosque es comestible, pensó, las hojas, la hierba, el brezo, la corteza de los árboles y las bayas. Entonces oyó un ruido. Se levantó inmediatamente y miró hacia el camino. El sonido procedía de la lejanía y era cada vez más fuerte. Comprendió que era un motor. Un tractor, o tal vez un coche. El sonido iba y venía, y la imaginación de Theo se puso a trabajar. No trabajaba así cuando andaba por la carretera principal, porque entonces no paraban de pasar coches. Eso pensaba el pequeño Theo. Volvió a sentarse. Dejó la rama, se metió la navaja en el cinturón y se lanzó sobre la merienda. En el bosque había más gente aparte de él, no tenía por qué preocuparse. Al instante oyó voces, al parecer procedentes de unos hombres que llegaban en bicicleta por el camino forestal. Theo se levantó a mirarlos, uno de ellos lo saludó con la mano. Theo le devolvió el saludo. Vaya, pensó Theo, esto está lleno de gente.
Volvió a sentarse y comió con gran apetito. Su madre, Wilma, había hecho el pan, y lo mejor era la corteza. Aunque se había quedado más que satisfecho con las dos primeras rebanadas con salami y mortadela, se obligó a comerse la tercera. Estando de excursión necesitaba calorías, pensó. Volvió a sacar la navaja y se puso de nuevo con la rama. Hizo una lanza con una punta que parecía un punzón. Debería tener cuidado para no cortarse un dedo, ni clavarse la punta de la lanza en el muslo, porque sabía que, si algo así ocurría, nunca le permitirían hacer otra excursión por su cuenta. Lo que más ilusión le hacía era volver a casa y contar a sus padres todas sus vivencias. No es que hubieran sucedido muchas cosas durante el paseo hasta el lago Snelle, pero todavía existía la posibilidad de que ocurriera algo. Y si no pasaba nada, siempre podía inventarse un pequeño episodio, como de adorno. ¿No era un águila aquello que daba vueltas cazando muy arriba en el cielo? ¿No era una enorme trucha lo que nadaba en la superficie del agua allí a lo lejos? Con toda claridad podía ver los círculos en el agua agrandándose despacio y de un modo muy bello sobre el lago. En realidad, puede ocurrir de todo, pensó Theo, agitando el puntiagudo palo. Removió el agua como se remueve un guiso en una cacerola. El silencio junto al lago y los círculos que se agrandaban lo sumieron en una especie de somnoliento trance. Salió de la realidad para entrar en un paisaje diferente, de ensueño, que le resultaba tan familiar como el otro. También allí había un pequeño lago en el bosque, y también allí nadaban las truchas en la superficie del agua. Pero de repente llegaba un hombre remando en una canoa. Theo tuvo que parpadear varias veces, porque no se creía lo que estaba viendo.
¿Ese hombre no era Lars Monsen en su canoa verde?
Lars sacó el zagual del agua. La canoa siguió moviéndose sin ruido, como un cuchillo cortando el agua, hacia la orilla donde estaba sentado Theo. El pelo rizado le había crecido a lo salvaje, sus ojos eran como estrechas rayas, y dentro se veía el iris, afilado y negro como el sílex. La canoa golpeaba suavemente contra la roca.
– Por lo que veo estás de excursión -dijo Lars Monsen-. ¿Llevas mucho tiempo aquí?
Theo negó con la cabeza. Estaba sentado con la lanza sobre las rodillas, mirando con devoción a su gran héroe.
– Tenía pensado ir a Ravnefjell -dijo con voz resuelta-. Pero me he quedado sin víveres.
Señaló el papel arrugado sobre la roca. No quedaban más que unas migas.
– Mala planificación -dijo Lars Monsen, riéndose entre dientes.
Sus dientes eran afilados y blancos.
Theo asintió. La canoa verde tenía unas profundas grietas en la proa, de tanto rozarse contra la roca. Dentro de la canoa había dos bolsas de cuero, además de un rifle y una caña de pescar.
– ¿Has pescado alguna trucha? -preguntó Theo.
– Sí señor -contestó Lars Monsen-. Pesqué dos enormes un poco más arriba esta mañana.
Callaron durante un buen rato. Lars Monsen llevaba una gorra en la cabeza. Tiró de la visera para que sus ojos quedaran en oscuridad.
– Así que estás de regreso a tu casa -dijo.
– Sí -contestó Theo-. Espero estar en casa dentro de una hora. Mañana haré una excursión más larga. Y me traeré más comida -añadió.
– ¿Y dónde tienes tu tienda? -preguntó Lars, guiñándole un ojo.
– Bueno, la tienda… -tartamudeó Theo- esto no es más que una excursión de día -dijo, un poco avergonzado-. Pero conseguiré una tienda. Y una canoa -se apresuró a añadir-. Una como la tuya.
Metió el papel de la merienda en la mochila, pues él no era de los que ensucian la naturaleza.
– Me encontré con un oso allí arriba -dijo Lars Monsen señalando.
Theo se quedó boquiabierto de miedo.
– ¿Qué? ¿Un oso?
– Sí señor -contestó Lars Monsen-. O mejor dicho, unos osos. Una enorme osa con dos crías. Joder, qué tamaño, deberías haberla visto. Peluda como un abejorro, pesada como un hipopótamo. Y mierda fresca de oso por todas partes.
El corazón de Theo, que había sido un pequeño músculo duro, se convirtió en algo caliente y fluido que le corría por el cuerpo.
– Le eché un par de maldiciones -dijo Lars Monsen, riéndose entre dientes-. Fue demasiado para mamá osa. A las damas no les gustan los tacos -añadió-. Estaban arriba, en Ravnefjell. No vas por allí, ¿verdad? Supongo que vas hacia el sur, a Saga, y luego bajarás por Glenna, ¿no es así?
Theo levantó la lanza que tenía sobre las rodillas.
Se sentía inseguro.
– Tengo una lanza -dijo-. Y navaja de cazador.
Sacó la navaja de la funda y la agitó en el aire. Entonces vio el rifle de Lars en la canoa verde. Uno de esos debería haber tenido él. Y podría haber enviado a paseo a la osa y sus crías.
Lars Monsen soltó una carcajada. Echó su rizada cabeza hacia atrás, riéndose tan ruidosamente que sonaba por todo el lago, espantando a pájaros y ardillas.
– ¿Así que le vas a clavar un palo a la osa? -dijo-. ¿Acaso lo has hecho en manualidades en el colegio? Ja, ja -se rió Lars Monsen-, qué divertido. La osa se asustará, ya lo creo que sí. Ja, ja.
Agarró el zagual con ambas manos. La canoa verde tomó velocidad. Theo pudo oír las risas del explorador hasta que la canoa desapareció tras el cabo. Tengo que irme a casa, pensó alterado, y recogió sus cosas. Se puso los calcetines y las zapatillas de deporte. Metió todo lo demás en la mochila. No puedo perder más tiempo. ¿Lars Monsen? Bueno, impresionante encontrarlo remando por el lago Snelle. Y sin embargo, pensó Theo, aunque solo se tratara de una de sus muchas fantasías, Lars Monsen no debería haberle asustado de esa manera. Hablarle de osos, cuando todo el mundo sabía que no había osos tan al sur. Theo se puso la mochila a la espalda y volvió al camino forestal. Intentaba andar tranquilamente, pero esta vez no consiguió adoptar un ritmo fijo. Empezó a correr campo a través, y de repente empezó a soplar un viento frío que puso el bosque en movimiento. Theo perdió la calma, estaba convencido de que alguien estaba a punto de atraparlo por atrás. Alguien lo estaba observando por todos lados, y algo terrible lo esperaba más adelante.
Hannes Bosch era óptico, como lo había sido su padre, Pin, antes que él, y le gustaba todo lo que tenía que ver con la luz, las refracciones y lo que alegraba la visión. Levantó la copa de vino hacia el sol para admirar el profundo color burdeos a través del cristal. Wilma tenía un periódico en la mano. Miró a su marido, colocado con las piernas sobre la mesa.
– Esos pies tan enormes que tienes parecen panes integrales -comentó.
Hannes asintió y brindó.
– Sí -dijo- son tan grandes que puedo dormir de pie.
El vino lo había dejado aturdido. Se sentía feliz y a gusto.
– En lo que se refiere a ti y a tus excelencias, me voy a callar -dijo riéndose-. Porque no soy tonto.
– Tú nunca tienes miedo -dijo ella, volviendo la cabeza para poder ver sus ojos grises de buena persona.
Él le tiró del pelo. Era un pelo abundante, de color rubio rojizo, y olía a jabón.
– No hasta que es completamente necesario -contestó él tranquilamente-. Y ahora no lo es. Estoy aquí, sentado contigo al sol, y bebiendo vino en una copa de cristal de bohemia.
– Pero ¿por qué no ha llamado? -se quejó Wilma.
Hannes se enroscó en el dedo un rizo del pelo de su mujer.
– Tal vez intente indicarnos algo. Decirnos que él tampoco tiene miedo. Es una manera de manifestarse. No debemos estropeárselo dándole la lata.
Wilma se acurrucó en los brazos de su marido.
– Estás tan seguro de todo… -dijo-. Me alegro por ello. Por eso quiero estar contigo para siempre. Pero tú tampoco eres más que un ser humano, y puedes equivocarte.
– No me equivoco a menudo -dijo Hannes, dejando que la suave embriaguez del vino tinto lo transportara a otros lugares. El rizo de Wilma era como una correa sedosa entres sus dedos.
– Imagínate que en el fondo tiene miedo -dijo Wilma-. Pero a lo mejor es demasiado orgulloso para admitirlo. Y entonces anda por ese camino forestal con el alma en vilo queriendo hacerse el duro ante nosotros. Y a lo mejor está deseando que lo llamemos porque así le ahorramos esa humillación. También podría pensarse eso.
Entonces Hannes se levantó del balancín. Dio un par de pasos por la terraza, y una mezcla de voluntad y peso hacía que las tablas crujieran a cada paso que daba. Se sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de su hijo. Mientras esperaba, se puso a cantar con una voz impresionante:
– Joy to the world, the Lord is come. Let earth receive her king!
– ¿Por qué estás armando tanto escándalo? -preguntó Wilma. No pudo más que reírse de su marido bramador.
– Es la melodía de su móvil -explicó Hannes-. Es del Mesías de Händel, creo. Joy to the world. La conoces, ¿no?
Dio varias vueltas por el suelo de madera. Wilma lo seguía con la mirada.
– ¿No contesta? -preguntó.
– Tranquila -dijo Hannes-. Seguro que el móvil está en el fondo de la mochila. Ya sabes que es un poco torpe.
Esperaron. Hannes oía la señal.
– ¿No contesta? -repitió Wilma, levantándose bruscamente del balancín, que se meció un par de veces antes de dejar de moverse.
– Supongo que lleva el móvil en el bolsillo de atrás -opinó Hannes-. Y que lo está buscando con sus manitas. O está muy ocupado en otra cosa. Tranquila, cariño, volveremos a intentarlo.
Fue Skarre quien informó a Sejer.
Estaba tan agitado que le fallaba la voz. En el transcurso de los años habían visto muchas cosas, gente flotando en el mar, gente colgando de vigas del techo. Habían presenciado pequeñas y grandes tragedias, y habían encontrado su manera de mantener la calma. Esto era algo diferente, algo aterrador.
– ¡Tienes que venir enseguida!
Sejer se apretó el teléfono móvil contra el oído.
– ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Dónde estás?
Se palpó automáticamente el bolsillo en busca de las llaves del coche, porque sabía que tenía que acudir. Oyó a Skarre respirar, y voces bajas cerca. También ese murmullo de fondo resultaba fatídico.
– ¿Dónde estás? -repitió.
– Estamos en Bjerkas -respondió Skarre-. En dirección a Saga, por ese camino que llaman Glenna. Tienes que venir ya. Sverre Skarning ha abierto la barrera, puedes pasar con el coche. Estamos en el primer cruce, en Skillet. Hay un enorme cartel de madera con un mapa. Vas a vernos enseguida -añadió.
– De acuerdo, ¿y de qué se trata? -preguntó Sejer.
– No lo sabemos muy bien -tartamudeó Skarre-. No entendemos lo que ha pasado. Pero entre tú y yo: aquí ha pasado algo horrible.
– ¿Podrías ser un poco más explícito? ¿De qué se trata?
– Por lo que podemos ver, se trata de los restos de un niño.
Treinta minutos más tarde, Sejer llegó a Glenna.
Vio un grupo de gente al final del camino. Unos daban vueltas, otros se llevaban las manos a la cabeza, otros se habían sentado en unos troncos en el borde, como si no soportaran estar de pie. Una agente de policía lloraba tapándose la cara con las manos. Un coche patrulla y una ambulancia estaban aparcados al borde del camino. Sejer abrió la puerta del coche y salió, vio el gran cartel de madera y el mapa con caminos y senderos señalados. Había algo en el suelo en medio del camino un poco más adelante. Enseguida se sintió intranquilo, notaba como un enorme hoyo en el estómago. Sin quererlo, el corazón empezó a latirle más deprisa. Aflojó el paso, mientras miraba fijamente a las personas allí reunidas, unas ocho o diez personas, mujeres y hombres, un grupo de técnicos. Al verlo acercarse, se apartaron para que pudiera pasar.
Sobre el camino había una lona verde.
Solo había una pequeña prominencia en medio, lo que indicaba que cubría un cuerpo bastante pequeño.
– No te desmayes -dijo Skarre-. No es muy agradable.
El fino material sintético crujió cuando alguien retiró la lona.
Sejer contuvo la respiración. Había algo delante de él en el camino, algo incomprensible. Un niño, habían dicho, los restos de un niño. Pero no era más que un caos de miembros, una mano, un pie, un ojo ciego de mirada congelada. El cuerpo se encontraba en una postura imposible. Vio una pequeña mochila con publicidad de chocolates Kvikklunsj, estaba abierta, y algo parecido a un juguete se había caído de su interior. Se veían huesos saliendo de la carne como delgados palitos blancos, el brazo izquierdo había sido arrancado a la altura del codo, faltaba parte del rostro. Unas pequeñas muelas redondas de niño pequeño brillaban en las rojas encías. Sejer vio también un trozo de tela color caqui, que tal vez fuera parte de un pantalón corto, y una zapatilla blanca de deporte. Miró automáticamente en torno suyo en busca de la otra zapatilla, pero no estaba. Tampoco se veía el trozo del brazo arrancado que faltaba. Se le ocurrió, como si de un mero reflejo se tratara, que tenía que alejarse de ese lugar. Estuvo a punto de marcharse. Quería llegar a su coche. Dadme algo de beber, pensó, ¡rápido!
– ¿Alguien lo ha tocado? -preguntó en voz alta.
Todos negaron al mismo tiempo con la cabeza. La agente que estaba sentada en un tronco llorando se esforzó mucho para secarse las lágrimas, pero su rostro estaba lleno de dolor.
– ¿Quién lo encontró?
– Dos ciclistas que estaban entrenando -contestó Skarre-. Los mandamos a casa. Hablaremos con ellos más adelante.
– ¿Adultos?
– Sí, bastante adultos.
– ¿Habían oído algo?
– No. Pero parece que el chiquillo estaba arriba, en el lago Snelle. Lo habían visto al subir. Estaba sentado en la roca merendando.
– ¿Solo?
– Sí -contestó Skarre-. Creían que estaba solo. Pero llevaba consigo a este.
Cogió el juguete del suelo y se lo enseñó a Sejer.
– Optimus Prime -explicó.
Sejer no entendía lo que decía.
– Es un Transformer, ¿sabes? uno de esos muñecos que pueden cambiar de forma y convertirse en otra cosa.
Skarre se quedó un rato con el robot en la mano. En realidad, no sabía qué decir o hacer, porque todo era imposible, y aquello que estaba en el suelo también lo era. Volvió a meter la mano en la pequeña mochila y encontró un termo. Y un trozo de papel arrugado. Y un teléfono móvil. Justo cuando lo tenía en la mano, el aparato emitió una pequeña señal.
«Llamada perdida.»
– Alguien ha intentado llamarlo.
Se quedó con el teléfono móvil en la mano. Sejer tenía todo el rato la sensación de que los hombres lo estaban esperando, esperando una orden, tal vez. Echó una mirada a los restos del niño.
– ¿Qué demonios ha pasado aquí? -preguntó Skarre.
– Perros -contestó Sejer-. Más de uno.
Una pareja llegaba por el camino forestal.
Andaban rápida y resueltamente, como si estuvieran buscando algo. Al ver el grupo de gente en el camino, cambiaron de ritmo, se detuvieron, intercambiaron unas palabras y echaron a andar de nuevo más deprisa esta vez.
A uno de los policías le entró pánico y se puso a gritar.
– ¡No, no! No pueden andar por aquí, tienen que dar la vuelta inmediatamente. ¡Regresen!
No se dieron la vuelta. Se fijaron en esa voz desesperada, aceleraron el paso y se acercaron ya a toda prisa. La mujer iba cogida de la mano del hombre. Los policías volvieron a tapar al niño con la lona y formaron una fila como si fueran soldados de guardia.
– ¡Tienen ustedes que dar la vuelta! ¡No pueden acercarse!
Por fin se detuvieron.
El hombre empezó a gritar.
– ¡Vamos a por el chico!
A por el chico. Lo que había sido su hijo estaba ahora debajo de la lona verde hecho pedazos.
Un brazo ha desaparecido.
Sejer fue a su encuentro. Les tendió la mano para saludarlos.
– Somos los Bosch. Vivimos muy cerca de aquí -dijo Hannes-. Solo vamos a buscar al chico. Salió a dar un paseo. Intentamos llamarlo, pero no contestó. Así que hemos venido a buscarlo, por si acaso. ¿Qué pasa aquí? ¿Ha sucedido algo?
Estiró el cuello para ver mejor. Su mirada se posó en la lona verde, y un aire de espanto cruzó su rostro.
– Un accidente -dijo Sejer-. No podemos permitir el paso a nadie.
Hannes dio un paso al frente. Estaba pálido de preocupación.
– ¿De qué clase de accidente se trata? ¿Tiene algo que ver con nuestro hijo? ¿Qué significa esa lona? ¿Lo han atropellado?
Sejer buscó en lo más hondo de sí mismo compostura y tranquilidad. Las palabras iban y venían, pero las rechazó todas. Y sin embargo, su voz sonaba controlada cuando se dirigió a Wilma.
– Cuéntenos algo de su hijo -dijo.
– Theo -contestó ella-. Se llama Theo Johannes Bosch y tiene ocho años. Está de excursión por aquí, iba al lago Snelle. O, mejor dicho, ahora estará volviendo a casa. Hemos salido a su encuentro. Nada más que eso. No podemos seguir aquí perdiendo el tiempo, tenemos que pasar. ¿Qué ha sucedido? ¿Pueden decirnos algo?
– ¿Qué llevaba su hijo? -preguntó Sejer.
– Una mochila -contestó ella-. Con merienda y termo.
Hannes tomó la palabra.
– Y una navaja en el cinturón. Una navaja de caza. Intentamos llamarlo, porque tiene su propio teléfono móvil, pero no nos contestó, así que hemos venido a buscarlo, por si acaso. Espero que no sea un niño eso que está ahí en el camino. ¿O sí? ¿Es un niño?
Permaneció sin moverse, esperando la respuesta.
Pronto se pondrán a gritar, pensó Sejer. Se pondrán a gritar hasta que el cielo reviente.
Notó que se sentía mareado, y tuvo que dar un paso hacia un lado. Joder, ¿por qué no podían dejar de darle esos mareos?
– Hemos encontrado a un niño -empezó a decir.
Miró hacia atrás, al grupo de personas. Estaban a la espera con rostros graves, mientras observaban lo que se decía. El tener a los padres a solo unos metros de distancia los cohibía terriblemente.
– Creo que puede tratarse de Theo -dijo Sejer-. Pero no podemos precisar lo que le ha sucedido.
– Pero esa ambulancia… -tartamudeó Wilma-. Hay ahí una ambulancia. ¿Está herido? ¿Por qué está tapado? ¿Puede explicarme qué está pasando?
Sejer le puso una mano en el hombro. Nunca en su vida se había sentido tan miserable, nunca había visto nada tan terrible, nunca se había sentido tan limitado como en ese momento.
– El niño que hemos encontrado está muerto -dijo.
Wilma se despegó de Hannes y echó a andar por el camino. Sejer la detuvo.
Entonces se desplomó y cayó al suelo, donde se quedó agitando piernas y brazos, intentando levantarse de nuevo, pero las rodillas no la sostenían.
Hannes Bosch trató de arrojar una pequeña esperanza, que tal vez se equivocaran todos. Había más gente por el bosque y nada era seguro. Se quedó mirando fijamente la lona verde. Buscó en el bolsillo de su camisa, y encontró el teléfono móvil, marcó un número y se puso el teléfono junto al oído, mirando a Jacob Skarre, que todavía tenía el teléfono de Theo en la mano.
Inmediatamente empezó a sonar la frágil melodía.
Joy to the world, the Lord is come. Let earth receive her King.
Los ayudaron a entrar en el coche patrulla y los alejaron del lugar, acompañados por una agente. Los técnicos se pusieron en marcha, tenían por delante un intenso trabajo. Tomaron fotos. Skarre daba vueltas por el camino forestal. De vez en cuando sacudía la cabeza, como si estuviera discutiendo con una voz interior. Luego se acercó al médico forense Snorrason y le preguntó:
– ¿Cuánto tiempo tardó en morir?
Snorrason, que estaba en cuclillas junto al maltrecho cuerpo, levantó la vista y miró a Skarre, muy apenado.
– No puedo contestar a eso -murmuró-. Aún no.
– Esos perros se lanzan derechos al cuello, ¿verdad? -aventuró Skarre-. Cabe la posibilidad de que muriese enseguida, ¿no?
– Puede.
– ¿Qué vamos a hacer si los padres quieren verlo?
– Solo nos quedará rezar -dijo Snorrason.
Sejer llegó andando a paso lento, las piernas le pesaban como si fueran plomo.
– Nunca había visto nada tan horrible -dijo-. Nunca en mi vida he visto nada parecido. Tenemos que averiguar quién es el dueño de esos perros.
Bjorn Schillinger tenía una casa en la cuesta de Saga.
Era una casa grande, pintada de rojo, y con un edificio anexo de cincuenta metros cuadrados. Todo parecía muy idílico y rústico. Detrás de la casa estaba el tupido bosque. Schillinger conocía todos los senderos. Uno iba a Saga, otro a la Fábrica de Cristal, y otros hasta los lagos Snelle y Svarttjern. Había andado innumerables veces por esos senderos, había corrido por ellos de niño y de adulto para mantenerse en forma. Delante de la casa había un patio abierto. El propio Schillinger había construido una mesa y dos bancos de madera para poder sentarse fuera en días buenos como ahora, en el bajo sol de septiembre. Subió la empinada cuesta hasta la casa en su Landcruiser color oro mientras canturreaba una sencilla melodía. La vida no está mal, pensó, al fin y al cabo no está mal. Eso pensaba a pesar de que su mujer, Evy, lo había dejado hacía poco. Pues la vida de soltero era cómoda, aunque la economía se hubiese vuelto algo más difícil. No estaba nada deprimido. Era dueño de su vida, y miraba con voluptuosidad a otras mujeres cuando le apetecía. Tenía mucho contacto con su pequeña hija, June, que era lo que más quería en el mundo. Ahora volvía de su fiesta de cumpleaños, de juegos, canciones, tartas de chocolate y bebidas gaseosas. June, que cumplía seis años, llevaba un vestido rojo con puntitos blancos, y él le había tomado el pelo diciéndole que parecía una pequeña seta envenenada. Los niños tienen algo especial, pensó Bjorn Schillinger. Son tan frescos, sanotes y descarados… Tienen toda la vida por delante, y pueden disfrutar con las pequeñas y grandes alegrías. Como por ejemplo un cumpleaños con regalos. Le había regalado unos patines. Y ella no se los había quitado en una hora. Evy, su ex mujer, se había puesto furiosa, claro, porque le estropeaban el parquet de roble. En eso piensan las mujeres, pensó Bjorn Schillinger. Se preocupan por suelos, muebles, alfombras y papel pintado. Solo Dios sabe de qué están hechas, pues no reparan en lo importante, solo piensan en lo externo, en el aspecto de las cosas.
Y en lo que piensan los demás.
Ya había llegado a la casa.
Entonces frenó en seco. El gran Landcruiser se detuvo tan bruscamente que la gravilla se levantó por las ruedas.
La perrera estaba vacía.
La puerta estaba abierta de par en par. Bjorn Schillinger se quedó completamente aturdido. No entendía cómo era posible y permaneció sentado, agarrado al volante. Aunque parpadeó varias veces y se dio golpes en la frente, la imagen seguía siendo la misma. La perrera estaba vacía. La puerta estaba abierta. Los siete perros habían desaparecido. Alguien tiene que haber estado aquí, pensó. Pero ¿por qué, coño? Era completamente imposible que los perros hubieran salido de la sólida perrera por sus medios, ni de coña, ¿cómo iban a haberlo hecho? Y la puerta estaba en perfecto estado, él se ocupaba de eso, era consciente de su responsabilidad. Porque los perros eran grandes y fuertes. ¿Qué coño está pasando? Pensó. ¿Ha venido alguien? ¿Adónde han ido los perros? ¿Hay algo que haya olvidado? Salió del coche. En ese instante lo vio, junto a la pared de la casa estaba Lazy lamiéndose las patas. Lamía con mucha energía, y tenía la boca ensangrentada y manchada. Schillinger atravesó el patio. Había dejado el coche con el motor en marcha, su corazón latía con dificultad, como si hubiese subido la cuesta corriendo, y no conduciendo su Landcruiser color oro. La perrera estaba vacía. Los siete perros estaban fuera y habían estado cazando. Habían cogido una presa, y los restos de sangre en las fauces de Lazy procedían de ella, que ojalá no fuera un animal doméstico. No debo perder la serenidad, pensó, tiene que haber una explicación. El Landcruiser seguía rugiendo, mientras Schillinger iba hacia la casa. Andaba con los mismos sentimientos que cuando cruzaba aguas heladas en el invierno, repartiendo equitativa y cuidadosamente el peso. Se sentía algo débil. Se detuvo a medio camino, se inclinó y se arrodilló un instante. Lazy interrumpió su actividad y dejó de lamerse las patas. El gran perro esquimal levantó la cabeza y lo miró, Schillinger siguió andando lentamente, grande y seguro con las piernas separadas, sin ceder un milímetro, aunque el perro no se comportaba normalmente. Se levantó y bajó su gran cabeza. Restos de sangre, pensó Bjorn Schillinger. Dios mío, cómo me late el corazón, habrán cogido un gato, pensó. O un zorro. O un perro. Que no sea un perro. En ese momento oyó un gruñido bajo. Lazy le enseñó los dientes. El que el perro ya no se sometiera a él ni lo tratara como el jefe de la jauría lo preocupaba y enfurecía a la vez. Tomó impulso y se abalanzó sobre Lazy, lo presionó contra el suelo, lo agarró fuerte y le abrió las fauces. Estaban llenas de sangre y con restos de piel. Habrán cogido una oveja, pensó, tendré que hablar con Sverre Skarning para calmarlo, y recompensarle por la pérdida del animal. Pagarle muy bien. Mientras estaba de rodillas luchando contra el pánico, y con el perro Lazy de espaldas debajo de él, llegaron dos perros más del bosque, trotando despacio. Vio que uno era Ajax y el otro Maratón. También ellos tenían las fauces llenas de sangre. Por unos instantes se sintió débil, luego sintió náuseas. Quería actuar, pero el cuerpo le pesaba y los brazos se negaban a obedecerle. La perrera. Estaba abierta. ¿Cómo había sucedido? Enfurecido, se inclinó y gruñó contra el cuello de Lazy, gruñó como un salvaje. Por fin el perro se rindió, gañó débilmente, y su cuerpo fuerte se quedó flácido. Bjorn Schillinger fue a por los otros dos y los hizo entrar en la perrera. Se quedaron merodeando allí dentro mirándolo de reojo, moviéndose de un lado para otro con una energía que ya no eran capaces de canalizar. Se habían convertido en unos perros diferentes, por los que él ya no sentía nada, no eran más que grandes fieras con afilados caninos. Les mostró los dientes y no pudo evitar que se le escaparan unas lágrimas. Examinó la puerta de barrotes. No estaba rota ni cortada. El cerrojo y todo lo demás estaba intacto. Es imposible que haya olvidado cerrarla, pensó. Entonces vio más perros llegar corriendo del bosque, también ellos llenos de sangre y comportándose de un modo diferente al habitual. Los pensamientos daban vueltas en su cabeza. También había gente en el bosque esos días tan buenos del final del verano. Algunos iban en bici, otros iban andando hasta los pequeños y numerosos lagos a pescar. Y si esos siete perros… no, no quería ni pensar en algo así. Ahora lo importante era actuar. Consiguió meter a Bonnie y a Yazzi, luego a Attila y Goodwill, cerró la puerta con un estallido, echó el cerrojo y fue a toda prisa a por la manguera.
Los perros habían estado fuera.
Todos estaban llenos de sangre.
Lo importante ahora era mantener la cabeza despejada. Había muchas cosas en juego. Estaba en juego su futuro y el de sus perros. Su nombre y su buena reputación. Su vida entera estaba en juego. Tiró de la manguera, llegaba justo hasta la perrera. Corrió al sótano a abrir la llave, volvió a subir a toda prisa, cogió la manguera y se puso a lavar a los perros. Ellos intentaban escapar buscando los rincones, pero no lograron evitar el duro chorro de agua helada. Los regó hasta que estuvieron completamente limpios, a la vez que estaba atento a posibles ruidos de gente o de coches. Pero si yo cierro siempre la puerta, pensó, les doy de comer y luego cierro la puerta. Tres rápidos movimientos. Cerrar la puerta, echar el cerrojo y bajar el gancho. Además, no soy el único que tiene perros por aquí. Junto al lago Svarttjern vive un tipo que tiene cuatro huskys. ¿Cómo se llama? Ah, sí, Huuse. Tal vez pueda librarme, pensó Bjorn Schillinger. Vale que hayan cogido una oveja. Pero hay tantas ovejas… Y de los perros que yo tengo solo hay siete. Seguía limpiándolos con la manguera, el chorro les alcanzaba por todas partes, en los ojos y en la boca. La sangre corría por el suelo. Lo jodido es que la gente se pone completamente histérica y exige enseguida que se sacrifique a los perros sin tener en cuenta lo que han hecho, pensó Schillinger, si han cogido a un zorro o a un ciervo. Estuvo un buen rato echándoles agua. Los perros estaban chorreando y completamente limpios cuando por fin enrolló la manguera y la tiró al suelo. Volvió a entrar en la perrera y se acercó a Attila, el perro alfa. Se agachó, levantó la cabeza del animal y miró fijamente sus ojos amarillos.
– ¿Dónde habéis estado? -gruñó-. ¿Dónde coño os habéis metido?
Tras la enorme cantidad de agua helada, el perro había vuelto a ese estado de sumisión en el que debía estar, razón por la que lamió la comisura de los labios de su amo. Schillinger le dio un fuerte empujón, profiriendo terribles maldiciones. Acto seguido salió de la perrera y cerró escrupulosamente la puerta.
Cerrar la puerta, echar el cerrojo y bajar el gancho.
Tiró dos veces de la puerta de barrotes para estar seguro.
No puedo haberme olvidado de la puerta, pensó. Alguien tiene que haber estado aquí. Habrán cogido una oveja, y habrá un enorme barullo. La gente no aguanta nada.
De repente se acordó de que el Landcruiser seguía con el motor en marcha, y se acercó a apagarlo. Había un silencio sepulcral. Ya no se oía ningún ruido, ni procedente del bosque ni de los perros. Entró en la casa y se sentó junto a la ventana a esperar. Miraba constantemente la verja, por donde sabía que iban a llegar.
Wilma Bosch perdió el juicio.
Ocurrió cuando le explicaron cómo había muerto su hijo. Que habían sido varios perros, seguramente una jauría entera, que se habían abalanzado sobre él, que le habían arrancado la piel de los músculos, y los músculos del esqueleto. La ingresaron inmediatamente en el Hospital Central, donde recibió un tratamiento por shock. La ansiedad y el dolor la hicieron trizas, sentía los dientes y las garras hasta la médula. Y gritaba. Gritaba como había gritado Theo. Le administraron fuertes tranquilizantes para que se durmiera. Cuando despertó, seguía gritando.
Los restos de Theo Bosch fueron metidos en una bolsa engomada que llevaron al Instituto Forense. A los padres se les recomendó encarecidamente no ver a su hijo. Al principio Hannes insistió, pero luego se retractó, colorado de vergüenza.
Fue por mi culpa, pensó. Fue por mi culpa, y soy un cobarde. Cuando Sejer y Skarre fueron a verlo, estaba sentado en un sillón con Optimus Prime sobre las rodillas. Intentaba convertir al robot en un coche, como hacía siempre Theo con la mayor naturalidad y unos simples trucos. Pero no lo conseguía. Llevaba allí sentado mucho tiempo. Varias veces había oído un pequeño chasquido en la entrada, y pensaba que era Theo que volvía, que se había encontrado con papá Pim al otro lado y que este le había ordenado volver al mundo. Porque mamá Wilma lo necesitaba. Y porque los niños debían mantenerse en la tierra el mayor tiempo posible. Una y otra vez oyó el pequeño chasquido. Pero ningún Theo entraba en la habitación. Estoy perdiendo el juicio, pensó, como le ha ocurrido a Wilma. Luego volvió en sí, y recordó que la policía estaba allí esperando.
– No puedo quedarme en el hospital -murmuró-. Ella no para de gritar. Y no quiere verme.
– Necesitamos una relación de la gente de este lugar que tiene perros -dijo Sejer-. ¿Podría usted facilitarme algunos nombres?
Hannes se quedó pensando. Parecía un infeliz niño gigante, sentado con el robot sobre las rodillas. Formular frases con los pensamientos le costaba un gran esfuerzo.
– Aquí en el campo todos tienen perros -dijo-. Hay bastantes dálmatas. Y un pastor alemán. Y dos abajo, donde está la parada del autobús. Más allá hay dos perros labrador. Son muy grandes. Y hay un tío un poco más lejos que tiene dos boyeros australianos.
– Suponemos que se trata de una jauría -dijo Sejer-. Las lesiones indican que fueron varios.
Hannes reflexionó un buen rato.
– Huuse -dijo por fin-. Y Schillinger. Huuse tiene huskys. Cuatro o cinco. Vive cerca del lago Svarttjern. Pero creo que está fuera. Y ese Schillinger tiene otra raza. Perros esquimales americanos. Hay gente que dice que esos perros no están permitidos aquí en Noruega, así que ha habido algo de discusión con los vecinos.
De nuevo se puso a torcer y a tirar de los brazos del robot. Pero era como si el robot no quisiera obedecerle como había obedecido a Theo.
– ¿No están permitidos? -preguntó Sejer-. ¿Por su carácter?
– No lo sé. Pero alguien lo dijo.
Skarre tomaba notas en una libreta.
– ¿Schillinger?
– Bjorn Schillinger. Vive arriba, en la cuesta de Saga. En la casa roja.
– Pero si tiene varios perros, tienen que estar en una perrera, ¿no?
– Lo están -contestó Hannes, cansado-. A veces los oímos chillar por las tardes. A las siete y media. Que es cuando les da de comer. Entonces suenan como lobos. Y lo serán, supongo.
Calló durante un buen rato. No dejó un solo instante de manosear a Optimus Prime. Le resultaba difícil, porque estaba a punto de derrumbarse.
– Hablen con Huuse -dijo-. Y también con Bjorn Schillinger.
Dejó el robot, y posó la mirada en Sejer.
– El responsable de esto se va a pudrir en la cárcel. Y los perros recibirán una bala entre los ojos.
Estuvieron una hora con Hannes.
A Sejer no le gustaba que el hombre se quedara solo.
– Tiene usted una cama en el hospital -dijo-. Si necesita a alguien cerca.
– No quiero a nadie cerca -dijo Hannes-. No me lo merezco. He perdido todos mis derechos. Pregunten ustedes a Wilma.
Su voz era dura y áspera.
Sejer salió a la terraza. Vio un balancín con cojines de flores. Se le ocurrió que se estaba meciendo suavemente, como si alguien acabara de levantarse. Volvió al salón.
– Sé que es una tontería -dijo a Hannes-. Pero hay medicamentos. Dígame si necesita algo. Aquí tiene mi número de teléfono. No dude en llamarme, ya sea de día o de noche.
Le dio su tarjeta a Hannes, que la recibió con indiferencia.
– Ahora vamos a hablar con Schillinger -dijo-. Lo mantendremos informado.
Se detuvieron delante de la casa roja.
Aparcaron junto al Landcruiser y se acercaron a la perrera, donde se quedaron contemplando a los animales a través de los barrotes. Los perros parecían muy cariñosos, saltaban y bailaban, y de vez en cuando soltaban unos amables ladridos.
Habían vuelto con su amo, y ya no parecían para nada lobos.
Un hombre salió de la casa e iba hacia ellos. Los habría visto por la ventana. Había algo vacilante en su manera de moverse, con pasos cortos y los hombros levantados. Llevaba ropa deportiva verde, pantalón con estampado de camuflaje y unas gruesas botas negras que no había tenido paciencia de atar. Schillinger tenía unos cuarenta y tantos años, y una cara marcada por la vida al aire libre. Entrenaba a sus perros durante todo el año y en toda clase de condiciones climáticas. En la casa anexa guardaba dos trineos y un carro que usaba por los caminos forestales en verano.
– ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Puedo ayudarlos en algo?
Había un tono duro en su voz.
– Tal vez -contestó Sejer, haciendo un gesto en dirección a los perros-. Magníficos perros -añadió.
Schillinger golpeó el suelo con la bota. Tenía la barbilla hacia delante y la espalda encorvada.
– ¿Perros esquimales americanos? -preguntó Skarre.
El otro vaciló.
– Pues sí, sí. Son raros aquí en Noruega -se apresuró a contestarles.
– Raros -dijo Skarre-, ¿y acaso no legales?
Schiller se rascó la nuca.
– Sí, sí que están permitidos. Ya lo creo que lo están. Pero la gente ha inventado unos extraños rumores. El que solo haya unos pocos ejemplares no significa que sean ilegales. Los he importado de forma normal, permítanme subrayarlo. De manera completamente normal. Tengo los papeles, y puedo ir a por ellos, si ustedes quieren. Tengo documentos para cada uno de ellos.
Hablaba más deprisa ya. Se tocó el pelo, estaba sin afeitar.
– ¿Y ahora han estado de excursión? -preguntó Skarre muy serio-. ¿O me equivoco?
Schillinger notó un agujero en el estómago. ¿Y si se han metido en una caballeriza? pensó, se ha dado el caso de que algunos perros van a por los caballos. No, será una oveja. Claro que se lanzan sobre una oveja cuando tienen ocasión, no son caniches, coño. Tomó aliento. Echó una mirada hacia el bosque y luego a los siete perros. Tres de ellos se habían acomodado en el suelo. Los otros cuatro seguían junto a la puerta, husmeando por los barrotes.
– ¿Se ha quejado alguien? -preguntó.
– Sí -contestó Sejer en voz baja-. Alguien se ha quejado.
Schillinger se puso a andar hacia delante y hacia atrás. Evitaba mirarlos a los ojos y daba vueltas como un animal enjaulado.
– Echo el cerrojo en la puerta cuando me ausento para bastante tiempo -dijo-. Esta vez no fue más que una hora. La perrera estaba vacía cuando volví. Simplemente vacía.
Abrió las manos en ademán de impotencia. Sejer y Skarre esperaron a que continuara.
– Entonces, ¿quién se ha quejado? -preguntó-. La gente se pone muy nerviosa con estos perros, al parecer creen que tengo la perrera llena de animales salvajes, o algo por el estilo.
Tampoco a esta observación recibió respuesta. No comprendía por qué los hombres estaban tan callados, se asustó al ver cómo lo miraban. Él continuaba su nervioso paseo.
Sejer señaló la mesa y los dos bancos hechos por Schillinger.
– Creo que debemos sentarnos -dijo.
– ¿Por qué? -preguntó Schillinger, desconfiado.
– Siéntese -le ordenó Sejer-. Lo va a necesitar.
Se acomodaron. Schillinger se puso a arrancar astillas de la madera. Sus manos eran grandes y rudas, con suciedad debajo de las uñas. En el dedo anular derecho tenía una estrecha marca de un anillo que había estado allí mucho tiempo, pero que había dejado de estar.
– Hemos encontrado a un niño -dijo Sejer-. Lo encontramos junto a Glenna. Todo parece indicar que fue atacado por perros.
Schillinger tomó aliento. En solo un segundo se puso mortalmente pálido. Se lanzó sobre las astillas de la mesa, tirando de ellas como si de su vida se tratara.
– ¿Es grave? -preguntó-. ¿Está muy mal?
Y luego, con una mirada hacia la perrera:
– ¿Voy a perder a los perros?
– Va usted a perder a los perros -dijo Sejer-. Y el niño ha muerto.
Bjorn Schillinger enmudeció. La gravedad le alcanzó como un golpe.
– No -jadeó-. No es verdad. Mis perros no. No, no, tienen que hablar con Huuse, ¡tiene cuatro huskys! Mis perros no -repitió.
Sejer y Skarre lo contemplaban en silencio. Les impresionó ver a ese hombretón perder la compostura.
– Huuse se ha llevado a sus perros y se ha marchado a Finnmark -dijo Sejer tranquilamente-. Hemos hablado con gente que tiene casas de verano en Svarttjern. Huuse lleva cuatro semanas fuera.
– No -volvió a decir Schillinger-. Mis perros no. Un niño no. Me niego a creerlo.
Se derrumbó sobre la mesa. Su rostro estaba gris por el miedo.
– Sus perros están mojados -comentó Skarre-. ¿Ha empleado usted la manguera con ellos?
– Tienen calor -se apresuró a explicar Schillinger-. Quería refrescarlos. Con tanto pelo se ponen enseguida al rojo vivo. ¡Jamás me olvido de cerrar la puerta después de darles de comer! -gritó.
Se tapó la cara con las manos. No era capaz de reaccionar ante lo que esos hombres le estaban contando. Un niño. Y esos siete ejemplares detrás de los barrotes. No, no, se negaba a creerlo.
– Siempre cierro la puerta cuando salgo -repitió-. ¡No se me puede responsabilizar a mí!
Dio un puñetazo en la mesa.
– Entremos -dijo Sejer, señalando hacia la casa.
Entraron en el salón de Schillinger. Un pequeño y callado séquito de hombres serios. La casa estaba en penumbra, había pocos muebles. La madera de los suelos estaba astillada por garras de perros. En un rincón había una vieja estufa de leña, y junto a ella un sillón lleno de pelos de perro.
– ¿De quién es ese niño? -preguntó Schillinger sin mirarlos.
Estaba de pie, inclinado hacia delante esperando la sentencia.
– Es el hijo de Wilma y Hannes -contestó Sejer.
– ¿Los holandeses? ¿Los que viven en la casa de troncos de madera?
Sejer asintió. Schillinger perdió su aire terco. Se había puesto pálido y tembloroso, y Sejer no pudo sino sentir compasión por él. Miró la habitación oscura. De las paredes colgaban muchas fotografías, todas de perros. Los nombres estaban escritos debajo de cada foto. Descubrió que había una pared de hembras y otra de machos. Había una Eva Braun y un Grethe Waitz, un Volter, un Bajas, y un Bogart.
– Tengo perros desde hace treinta años -dijo Schillinger-. Sé todo lo que hay que saber sobre ellos. Pregunten ustedes a la gente si alguna vez ha habido algún problema con mis animales, pregunten a la gente si no he sido siempre un dueño de perros responsable y considerado. Cuando salgo de la perrera después de darles de comer, o si les he hecho limpieza de garras o patas, cierro la puerta detrás de mí con un estallido. Luego echo el cerrojo con tanta fuerza que el hierro chirría. Después bajo el gancho con un clic. Eso es todo lo que hay que hacer. Y nunca se me olvida. Es una maniobra que tengo sistematizada y que hago automáticamente. Mi vida son esos perros. Esos perros son todo mi capital. Y ustedes no pueden probar que son mis perros los que han matado al hijo de Hannes. Tal vez se equivoquen. Hay mucha gente por aquí que tiene perros. Y a veces se escapan.
– Los perros serán embargados -dijo Sejer-. Se tomará una muestra de ADN de todos ellos. Así podremos ver dónde han estado y qué han hecho.
Schillinger cerró los ojos. La pesadilla en la que se encontraba lo estaba torturando.
– También se examinará el lugar de los hechos -prosiguió Sejer-. Para averiguar cómo pudieron salir los animales. Puede que lo metan en prisión preventiva mientras se realice la investigación. Pero a ese tema volveremos más adelante.
Schillinger se tapó la boca, a punto de vomitar. Lo que estaba sucediendo a su alrededor no parecía del todo real. El chico de Hannes y Wilma. Maltratado por perros. Por sus perros. Attila y Maratón, Yazzi y Goodwill. Bonnie, Lazy y Ajax. Esos perros que se tumbaban a sus pies por las noches, cuando él añoraba compañía. Esos perros que lo llevaban por las llanuras nevadas y por frondosos bosques con una increíble fuerza, que le soplaban aire caliente en la cara y le daban empujoncitos con sus fríos hocicos, que saltaban y bailaban cada mañana cuando él salía de la casa.
– Tengo una hija -dijo en voz alta-. Hoy cumple seis años. Estaba en su fiesta de cumpleaños cuando los perros se escaparon. No entiendo nada de todo esto.
Su voz estaba a punto de quebrarse.
– La gente me echará del pueblo -susurró-. ¿Entienden ustedes la gravedad del asunto?
– Serán los tribunales los que decidan sobre la culpabilidad -dijo Sejer-. Pero, en calidad de propietario de perros, es evidente que usted es responsable de tener a sus perros donde deben estar.
– ¡Y siempre lo he sido! -gritó Schillinger-. Ahora corro el riesgo de perderlo todo. Sé lo que va a opinar la gente cuando esto se sepa: que se me quite el derecho a tener perros para siempre. Perder a su hijo de esa manera -jadeó-. No puedo soportarlo. No puedo culparme de ello, no puedo, no puedo. No me culpen. No voy a soportarlo. Tiene que tratarse de un sabotaje -dijo-. Alguien ha venido aquí y ha abierto la puerta.
– ¿Por qué iba alguien a soltar sus perros? -preguntó Sejer-. Eso tendrá que explicárnoslo.
– Alguien soltó todas las ovejas de Skarning -dijo Schillinger-. Para divertirse, supongo, qué sé yo. Han pasado cosas muy extrañas aquí este verano. Podrían ustedes empezar por el tipo que envió todos esos falsos mensajes.
Sejer saboreó brevemente esa teoría.
– ¿Ha salido algo sobre usted en el periódico? -preguntó-. ¿Tal vez una pequeña noticia sobre usted y sus perros? ¿Recientemente? Algo sobre la importancia que tienen en su vida. Cosas así.
Schillinger se quedó pensando.
– No -dijo-. No desde el año pasado, cuando participamos en la carrera de Finnmark y conseguimos un buen resultado. El periódico local vino a sacar fotos. Pero ahora no, este año no. ¿Por qué lo pregunta?
– No puedo explicarlo ahora -dijo Sejer- pero es algo que tal vez pueda hablar a su favor.
Cuando hubo terminado ese negro y largo día, y Sejer estaba ya en su casa, se metió en el baño. Miró fijamente en el espejo su apesadumbrado rostro. Se agachó sobre la pila y se echó agua fría en las mejillas, pero no sirvió de nada. Frank saltaba, reclamando su atención. Sejer lo ahuyentó irritado, dándole airado una patada, porque no era más que un perro. En el fondo ninguno de ellos era de fiar. Siguió echándose agua fría en la cara. No sirvió de nada tampoco entonces. El médico forense Snorrason había llamado y habían mantenido una larga conversación. Le había explicado hasta el último detalle los daños sufridos por Theo. Desearía no haberlo visto, dijo Snorrason. No se lo digas a nadie, pero creo que nunca he visto nada peor. Incluso los huesos han sufrido un montón.
Sejer se acostó, pero no podía dormir. En la alfombrilla junto a la cama estaba tumbado Frank, su mascota, el perro de lucha chino, la bestia, con impresionantes caninos y una potencial brutalidad que ojalá él no llegara a ver nunca. La imagen del pequeño Theo, el estado en que lo habían encontrado, se negaban a desaparecer de su retina. Intentó llenar su cabeza con otras cosas. Como por ejemplo algunas imágenes de El lago de los cisnes, y jóvenes con faldas de tul y plumas en el pelo. Hasta cierto punto funcionó. Repasó en su mente su vida profesional y los casos que habían sido responsabilidad suya. Pensó en el efecto que habían tenido sobre él y en lo que había sentido y pensado.
Nada había sido como aquello.
Se acordó de repente de la postal que había encontrado en el felpudo de la puerta con la foto del glotón. Si tú eres el culpable de esto, tenías razón, pensó.
Esto ya no es un juego.
El infierno empieza ya.
Y para Hannes y Wilma Bosch durará toda la vida.
Se inclinó por el borde de la cama para mirar a Frank, que dormía en la alfombrilla, y esa pacífica imagen del pequeño perro arrugado puso en marcha otros pensamientos. Pensamientos sobre la vida, la muerte, y la naturaleza. Sobre lo crudo y brutal que estaba en la base de todo lo vivo.
Si estuviéramos tú y yo de paseo, pensó, y pasara algo… Imagínate que tuviéramos un accidente o que nos quedáramos encerrados en un sótano, en una cueva, o donde fuera. Y nadie nos encontrara. Estaríamos solos tú y yo, Frank, encerrados en esa cueva sin comida ni agua. E imaginemos que a mí me diera un ataque al corazón y tú te quedaras allí dentro con mi cuerpo muerto. Entonces me comerías. Empezarías a roerme, me arrancarías la piel de los huesos, y todo lo bueno que ha habido entre nosotros lo olvidarías. ¿Oyes lo que estoy diciendo, Frank? Me comerías. Cuando estuvieras lo suficientemente hambriento. Porque esa es tu naturaleza y tú sigues tu instinto de supervivencia. También los seres humanos lo hacemos, forma parte de nuestro destino y nuestra grandeza el que nos aferremos a la vida. Pero cuesta. Volvió a apoyar la cabeza en la almohada. Se sentía pesado y cansado, entonces sonó el teléfono móvil, que estaba sobre la mesilla de noche. Sejer reconoció el número del jefe de sección, Holthemann.
– Sé que es tarde -dijo.
– Sí -dijo Sejer-. Es tarde.
– He estado pensando en una cosa. Esos perros de Schillinger. ¿No deberíamos encomendar a nuestros hombres la tarea de matarlos, quiero decir, pegarles un tiro como una potente demostración, por consideración a los Bosch?
Sejer miró a Frank, que se había arrugado sobre la alfombrilla.
– Llevarlos al veterinario es en sí una demostración suficiente -dijo-. Además, sería una dura carga para el hombre que tuviera que cumplir con el encargo. Por cierto, ¿a quién pensabas encargárselo? ¿A Jacob Skarre? Él es creyente. Además, son siete perros. Parecería una masacre. Yo mismo tengo perro -añadió-. No, esto no es una diversión. Esto es algo muy feo.
– ¿No eres un poco blando? -preguntó Holthemann.
– Sí -contestó Sejer-. Supongo que se debe a lo especial que es este caso. Y no me vuelvo más joven con los años.
– Y Schillinger, ¿es de fiar? -preguntó Holthemann-. ¿Lo es?
– Se encuentra en una situación de crisis -comentó Sejer-. Claro que no es de fiar.
– ¿Y la perrera? ¿Cumple con las normas legales?
– Sin duda alguna. Y es imposible que esos perros salgan de ella sin ayuda ajena. Si la puerta estaba bien cerrada, por supuesto.
– ¿Y los perros? -preguntó Holthemann-. He oído decir que no están permitidos en Noruega. ¿Es así?
– Está poco claro -contestó Sejer-. Pero de todos modos es una raza bastante dura. He leído algo sobre ellos en internet. Tienen una enorme energía y una naturaleza muy independiente. Requieren un trato firme y consecuente. Tienen un instinto gregario extremo y luchan constantemente por subir un peldaño en la jerarquía. Además, siempre se lanzan sobre todo lo que sea comestible, allí donde puedan encontrarlo. Consideran todo lo vivo como comida. Y por si eso no fuera suficiente, llegan a medir setenta centímetros de alto. Y pesan más de cincuenta kilos. Theo no tuvo ninguna posibilidad contra ellos.
Holthemann callaba al otro lado. Por fin recobró la voz.
– Será como tú digas -dijo por fin-. Los llevaremos al veterinario. Supongo que será esfuerzo suficiente poner siete inyecciones.
Dieron por finalizada la conversación. Sejer se tumbó de nuevo en la cama, lleno de inquietos pensamientos.
Si supiéramos lo que nos depara la vida, pensó.
Ese día, que era domingo, empezó como todos los demás, con su madre haciendo ruido en el dormitorio. Estaría buscando algo que ponerse, y entre los montones de ropa sucia encontraría cualquier trapo. Porque la hiena estaba totalmente sana, ningún indicio de envenenamiento, pateaba por la habitación más viva que nunca. A juzgar por los sonidos que atravesaban la pared, había allí dentro un gran oleaje, porque su madre se tropezaba constantemente con muebles y otros objetos en su andadura por la habitación. Era como un torbellino sin control, sin orden, cogía algo, lo tiraba a otra parte y luego retomaba su feroz marcha. Por todas partes había cosas tiradas, en los travesaños de la cama, en los respaldos, y en montones en el suelo. Rara vez lavaba ropa. Pero, por otra parte, apenas estaba con otras personas. Nunca iba a trabajar, nunca se exhibía. Excepto cuando iba en busca de dinero, de alguna subvención.
Con ese abrigo manchado.
Johnny Beskow decidió quedarse en la cama hasta que ella estuviera levantada y vestida. Oyó las tuberías del cuarto de baño, que silbaban cuando ella abría los grifos. Luego su madre iría a la cocina, se calentaría una taza de agua, le añadiría café en polvo y se la bebería de pie junto a la ventana. Le temblaban mucho las manos, tenía las mejillas hundidas y las uñas descuidadas. Porque ella siempre necesitaba un vodka antes. Su aspecto estaba marcado por su enfermedad, que le corría por todas las articulaciones como un pus crónico. Seguramente había hecho unos difusos planes para el día. Pero como siempre necesitaba un vodka primero y ese vodka siempre conducía a un segundo, nunca los llevaba a cabo. En lugar de ponerse en marcha, se dejaba caer en un sillón, donde se quedaba sentada reflexionando sobre su mala suerte en la vida y pensando que en realidad era guapa y bien dotada, y que siempre la habían malinterpretado de la manera más escandalosa. Que el destino había sido cruel e injusto con ella, desterrándola a una tierra de nadie, llena de miseria. Por tanto, ¿quién podía exigirle que volviera a levantarse?
Además, se sentía a gusto en la miseria.
Era incapaz de adquirir algún compromiso.
Johnny estaba muy quieto tumbado en su cama esperando. Oyó a Butch corretear en su pequeño laberinto de plástico rojo y amarillo, sus minúsculos pies lo arañaban. Al cabo de un cuarto de hora fue sigilosamente al cuarto de baño, allí se puso los vaqueros y la camiseta, bebió agua fresca del grifo y desapareció. Su madre no tuvo tiempo de notar que se iba, no tuvo tiempo de hacer preguntas. En un periquete estaba sentado en su Suzuki, aceleró y bajó a toda velocidad la calle.
Seguramente ella lo vería por la ventana.
Notó su mirada en la nuca como una espina.
La calle Roland estaba desierta.
No había rastro de la niña Meiner.
Pero puede que también ella lo estuviera viendo por la ventana, tal vez estuviera con la frente apoyada contra el cristal, susurrándole maldiciones y blasfemias. Porque suponía que lo tenía bajo sospecha por lo de su nuevo peinado. A él no le importaba nada que lo maldijeran. ¿No era esa precisamente su tarea en la vida? ¿No era ese el objetivo de su pequeño juego, el que la gente hablara de él?, que dijeran: «¿Quién se cree que es ese puñetero tipo?».
Soy Johnny Beskow, pensó. Nadie puede superarme.
– ¿Eres tú, hijo? -gritó Henry cuando Johnny entró en la casa.
– Sí, abuelo, soy yo.
Se detuvo e inhaló de golpe todos los olores. Olía a limón en la entrada y en la cocina, y a otra cosa en el salón, tal vez a abrillantador para muebles.
– ¿Ha venido alguien a limpiar? -preguntó.
– Ha estado Mai Sinok -contestó Henry-. Ha conseguido meterme en la bañera. Oleré a gel de baño hasta la noche.
– Pero si es domingo -objetó Johnny.
Henry Beskow tuvo que toser y escupir. Se tapó la boca con una mano artrítica, lo que le llevó su tiempo.
– Ya te dije -tosió- que viene también el domingo. Pero eso no lo saben en la oficina de asuntos sociales, no saben que viene todos los días. Le pago un poco más, no se lo digas a nadie, porque ella podría perder el trabajo. Entra, y te enseñaré algo. Ha ocurrido un milagro desde que viniste la última vez. Nunca es demasiado tarde para un viejo esqueleto recibir una sorpresa.
Johnny entró en el salón y se quedó boquiabierto.
– Vinieron el viernes -dijo Henry-. Dos hombres de la Central de Medios Auxiliares. Los dos eran negros como el carbón, me pregunto si tal vez eran tamiles. Pero, como sabes, los músculos negros son tan buenos como los blancos. Si no mejores. Traían una gran caja. Ven, acércate, Johnny, no seas tan lento, tú que eres joven y sano. ¿Te han clavado un clavo en los zapatos o qué?
Johnny se acercó al viejo. Estaba sentado como siempre, con su chaqueta verde de punto y sus zapatillas de pelo de cuadros, pero le habían puesto una especie de cojín en el asiento del sillón de quince centímetros de grosor, y de un color parecido a la arcilla.
Johnny quiso investigar el nuevo cojín. Era blando y gelatinoso. Cuando hundía el puño en él, dejaba un hoyo que lentamente volvía a llenarse. El descubrimiento fue tan fascinante que tuvo que probarlo varias veces. El cojín daba la sensación de vivir su propia vida.
– ¿No te parece magnífico? -le preguntó Henry-. Es Mai la que lo ha organizado todo, y no he tenido que pagar nada.
– Has pagado impuestos durante toda tu vida -comentó Johnny.
Henry torció su viejo cuerpo artrítico para mostrar las cualidades del cojín.
– He oído decir que los astronautas van sentados en cojines como este cuando son lanzados al espacio -dijo-. La gelatina resulta muy útil, porque así no hay presión sobre los huesos. Porque ¿sabes, Johnny?, esa fuerza… ¿cómo la llaman?
– La fuerza G -contestó Johnny.
– Exactamente. Esa fuerza G es increíble. La Seguridad Social paga -añadió-. Este cojín cuesta varios miles de coronas, ¿sabes? Fue idea de Mai. Mi buena Mai, mi pequeña tai -dijo, riéndose-. Siéntate ya. ¿Notas como huelo a gel de baño, Johnny?
Johnny se sentó en el puf, que se hundió bajo su peso con crujidos del plástico, por supuesto, no podía compararse con el modernísimo cojín de gelatina.
– Déjame probarlo -dijo.
Henry se rió contento entre dientes.
– Me figuraba que me lo pedirías. Claro que puedes probarlo. Aunque eres joven y tu esqueleto es flexible como la goma. Espera que me ponga de pie.
Se inclinó con gran esfuerzo hacia delante, dándose impulso. No se movía muy deprisa. Se agarraba todo el tiempo al reposabrazos, y por fin consiguió levantarse, encorvado como una bruja.
– Ya. Ahora siéntate tú, gamberro.
Johnny se sentó en el sillón. Al principio no notó nada y pensó que tal vez pesara demasiado poco. Pero justo cuando iba a expresar su decepción, empezó a hundirse, a la vez que la gelatina se calentaba. El calor le llenó por completo el cuerpo, y sintió como si alguien lo tuviera sujeto con mil manos regordetas.
– Joder -dijo, entusiasmado.
– ¿Entiendes ya lo que quiero decir? -preguntó Henry-. ¿No es todo un lujo?
Johnny devolvió el sillón a su propietario y volvió a sentarse en el puf.
Entonces algo atrajo su atención.
El periódico del domingo estaba sobre la mesa; Mai lo había cogido del buzón. Johnny vio la noticia de portada.
«DESPEDAZADO POR UNOS PERROS.»
Johnny leyó esas dramáticas palabras y contempló la foto de un niño con un flequillo rebelde y rubio. Más abajo, en el artículo, había un titular algo más pequeño.
Se sospecha que se trata de un sabotaje.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó-. ¿Unos perros lo atacaron?
Henry echó un vistazo al periódico.
– Sí, ha ocurrido algo terrible. En Glenna, cerca de Saga. Mai me leyó todo el artículo. Un niño estaba dando un paseo y llegó una jauría de perros.
Johnny se puso a leer. Y mientras leía, se le secó la boca.
– Pero ¿se abalanzaron sobre él así sin más? ¿Sin ningún motivo?
– A veces los perros hacen eso cuando están en jauría -contestó Henry.
– Pero ¿por qué? Esos perros están domesticados, ¿no? Tendrán un dueño.
Siguió leyendo. Su mirada pasaba velozmente por las líneas. Allí lo ponía, en negro sobre blanco, que el niño había sido atacado por siete perros y que murió a causa de las heridas, que fueron considerables. No tuvo ninguna posibilidad de defenderse contra esas fieras.
Henry movió la cabeza.
– Las reglas de los humanos ya no rigen cuando se escapan de esa manera -dijo-. Les sale el instinto cazador. Se vuelven de nuevo salvajes. También las personas se volverían así, ¿sabes? En situaciones extremas. El propietario… ¿cómo se llamaba?
– Schillinger -contestó Johnny.
– Exacto, Schillinger sostiene que se trata de un sabotaje. Opina que alguien fue a su casa y abrió la puerta como diversión. Solo para ver salir pitando a los perros.
– ¿Quién pudo ser?
El viejo clavó los ojos en él. Estaban llenos de una sorprendente intensidad.
– ¿Cómo me haces esa pregunta? ¿No sabes que por todas partes hay escoria inventándose cosas grotescas? Aún no han cogido a ese que va llamando a las casas de la gente, lleva semanas haciéndolo.
Johnny dejó el periódico sobre sus rodillas. Ya no podía estarse quieto, tenía que levantarse y andar. Tras unas vueltas por la habitación, volvió a caer sobre el puf.
– Los perros no son capaces de abrir esa puerta ellos solos -dijo Henry-. Y el dueño jura y perjura que siempre tiene mucho cuidado al cerrar. Si tenemos por aquí a un loco como ese, no es de extrañar que la gente le eche la culpa. Tendrá que cargar con ello, después de varias semanas sembrando el terror.
Daba golpecitos con la mano a su colchón de gelatina.
– Ahora tendrá unas cuantas noches de insomnio. Sea culpable o no. Porque esto puede ser homicidio por imprudencia. Están buscando huellas. ¡Dios mío, lo que van a hacerle sufrir!
– Pero -dijo Johnny con un hilo de voz- ese que llama e inserta anuncios y cosas así solo está bromeando. No es más que una inocente diversión.
– ¿Una inocente diversión?
Henry se estaba excitando un poco.
– ¿Oíste hablar de esa niña que estaba en una exposición con dos gatos de angora? Su foto salió en el periódico. Dos días más tarde alguien había crucificado un conejo de peluche en su puerta. ¿Te parece eso divertido?
Johnny dobló el periódico y lo dejó sobre la mesa con la portada hacia abajo. Luego permaneció un rato con los brazos colgando.
– Es muy cómodo para el tal Schillinger tener a alguien a quien echar la culpa -murmuró.
Henry agitó irritado la mano.
– ¿No estarás defendiendo a ese imbécil? Sabes todo lo que ha estado haciendo. Lo he pensado muchas veces, he pensado que un día irá demasiado lejos, y entonces tendrá que saborear su propia medicina. Ya no será tan divertido. Pero tú, Johnny, eres un chico considerado y atento. ¡Qué sabes tú de esos hijos de puta!
Johnny no hizo ningún comentario al respecto.
– ¿Leíste todo el artículo? -preguntó Henry-. Lo del niño ese es terrible. Un brazo había desaparecido, lo encontraron en el bosque a varios metros del cadáver. Piensa en sus padres. ¡Imagínate cómo estarán!
Empezaron a humedecérsele los ojos, y tuvo que secarse unas lágrimas.
– Cuando yo era niño -prosiguió-, vivía cerca de un criadero de visones. Un grupo de chicos solíamos ir hasta allí y los mirábamos a través de los barrotes. No te puedes imaginar cómo olían, apestaban a kilómetros de distancia, de modo que los vecinos no estaban muy entusiasmados, te lo prometo. Para serte sincero, Johnny, porque tú y yo siempre somos sinceros el uno con el otro, te diré que un par de veces les abrimos las jaulas. Solo para divertirnos. Porque no es que estuviéramos en contra de la cría de animales para peletería, de eso no teníamos ni noticia. Si las tías querían llevar abrigos de piel, a nosotros nos daba igual. Pero era divertidísimo verlos correr de un lado para otro. Entonces instalaron una valla eléctrica y se acabó la diversión. Pero ya ves, son cosas que hacen los chicos.
Carraspeó un poco y prosiguió.
– Cuando voy a la tienda a comprar fresón…
Se calló y volvió a empezar.
– Bueno, ahora ya no voy nunca a la tienda. Pero antes, cuando las piernas me llevaban, solía ir de vez en cuando a la tienda a comprar fresón. Y en alguna cesta había de vez en cuando un fresón malo en la parte de arriba. Entonces yo pensaba que la cesta entera estaba podrida, ¿sabes? Porque así es como funcionamos las personas. No, no -añadió- tal vez sea una mala comparación. Pero creo que entiendes lo que quiero decir. Estás un poco paliducho. Ve a por una Coca-Cola al frigorífico y bébetela.
Johnny se levantó del puf. Fue dando tumbos hasta la cocina y cogió una Coca-Cola. Quitó el tapón y permaneció inclinado sobre la encimera mientras se la tomaba.
– ¡Esa escoria debería ir de puerta en puerta por todo el distrito! -gritó Henry Beskow-. Arrodillarse ante cada puerta y pedir perdón. ¿A ti qué te parece, Johnny?
Johnny se agarró a la encimera. Era como si la habitación diera unas enormes vueltas, y miró a un abismo tan profundo y tan negro que se sentía completamente aturdido.
– ¡Johnny! -gritó Henry desde el salón-. ¿A ti no te parece que debería arrodillarse ante todas las puertas?
– Ya es demasiado tarde, ¿no? -murmuró Johnny-. La gente piensa lo que quiere. Y uno no puede pedir perdón por cualquier cosa.
Gunilla Mork no creía en Schillinger y sus alegatos de sabotaje. No le gustaba esa expresión amargada de su rostro, le parecía que se comportaba de un modo hostil y agresivo, y que le faltaba humildad ante aquello tan aterrador que había sucedido. Gunilla sospechaba que Schillinger se estaba aprovechando de la situación. Ese tipo que los había tenido en vilo durante semanas con un sinfín de dementes inventos tenía al menos cierto estilo, pensaba ella, no se puede negar. Inventivo e imaginativo. Ella había recortado su propia esquela del periódico y la había colgado de la pared en un pequeño marco plateado. Cada mañana, cuando entraba en la cocina, volvía a leerla y pensaba: Ah no, todavía no. Sigo aquí. Ese pensamiento le proporcionaba cierto placer.
Sverre Skarning discutía el suceso con su mujer siria, Nihmet.
– Ese terrorista ha estado por todas partes -dijo Nihmet-. Y ha hecho cosas muy raras. No me extraña que también lo culpen de esto. Es el precio que tendrá que pagar. O tiene que entregarse y explicarse. Si no, pensaremos lo que queramos.
– Bjorn Schillinger se ha criado aquí -dijo Skarning-. Tiene perros desde hace treinta años. En el verano, cuando entrena con el carro, frena y se para cuando se cruza con gente por Glenna. En el invierno se detiene para dejar pasar a los esquiadores. Es considerado y siempre ha sido intachable. Los perros son su mismísimo capital vital. No permitiría nunca nada así. ¡Olvidarse de cerrar la puerta! ¡Jamás!
La verdad era que resultaba incomprensible, desde cualquier punto de vista.
– Ese hombre no me gusta -dijo Nihmet-. Conduce como un animal su Landcruiser. Es un bruto, Sverre. Y además hay algo en su mirada. Algo salvaje. ¿No te has fijado?
Francis y Evelyn Mold seguían muy dolidas con esa persona que les había hecho pasar por el peor de los temores, pero también ellas tenían sus dudas respecto a la historia de la perrera. Les parecía extraño que alguien hubiera ido a sacar a los perros. Astrid Landmark ya no tenía con quién discutir. Su marido, Helge, había sido desconectado del respirador, y luego transportado elegantemente en el Daimler de Memento, rodeado de cuero, caoba y nogal, hasta su último lugar de reposo.
La pequeña Else Meiner no dejaba de darle vueltas.
– ¿No es exactamente lo que yo dije? -bramaba su padre Asbjorn-. Un día irá demasiado lejos. Ese indeseable ya tiene lo que se merece. Tendrá que vivir con esto el resto de sus días. Un niño. No tengo palabras. ¿Sabes lo que hará ahora, Else? Desaparecerá. Y nunca lo cogerán.
Else no contestaba. Estaba sentada en su habitación junto al escritorio, pintándose las uñas. De vez en cuando miraba por la ventana para ver si llegaba la Suzuki roja que tan a menudo se metía por la calle Roland para ir a la casa de Henry Beskow.
Y sin embargo algunos sí creían la versión de Bjorn Schillinger sobre el sabotaje. Es decir, que alguien había ido a soltar los perros. Había mucho gamberro en Bjerkas, eso todos habían podido comprobarlo, y no a todo el mundo le gustaban esos enormes animales que aullaban tan terriblemente por las tardes. Con esas fieras fuera podrían perder de vista tanto a ellas como a su dueño de una vez por todas. Uno de los que creía la versión de Schillinger era Karsten Sundelin.
Un día entablaron conversación.
Se encontraron en la gasolinera de Bjerkas, fue un encuentro repentino y casual. Congeniaron enseguida, porque los dos estaban amargados, y los dos tenían necesidad de devolver los golpes.
– No puedo entenderlo -dijo Schillinger-. ¿Por qué no consiguen cogerlo, joder? Tanto tiempo trabajando en este caso y no son capaces de resolverlo. Voy a perderlo todo.
– Mi mujer se ha ido de casa -contó Sundelin-. Cogió a Margrete y se fue a casa de sus padres. Estoy completamente agotado. Nos han destrozado la vida, y yo no puedo hacer nada. ¿Y tú? ¿Has conseguido un buen abogado?
Schillinger llenó el depósito del Landcruiser, colocó la pistola de la manguera con un estallido y apretó bien el tapón.
– Sí, ya tengo abogado. Pero, en cuanto a justicia, no estoy seguro de que las autoridades me la vayan a proporcionar. Tienen demasiadas reglas que seguir, tantas consideraciones…
Callaron unos instantes. En el silencio que surgió fue como si se buscaran el uno al otro, como si se unieran en torno a algo que no se podía decir en voz alta. Pero los dos sabían en qué consistía ese entendimiento mutuo.
– ¿Quieres que nos tomemos una cerveza esta noche? -preguntó Schillinger.
– De acuerdo -contestó Sundelin-. Tomemos una cerveza.
En los días y semanas siguientes los dos fueron vistos juntos a menudo. Conversando en el fondo de un rincón del pub local.
Voces profundas hablando en voz baja.
Las cabezas muy juntas.
Acabaron los anuncios falsos y las diabólicas llamadas telefónicas.
Algunos opinaban que eso en sí era señal de culpabilidad, que el desconocido terrorista se había retirado, asustado y avergonzado. Otros pensaban que se había cansado de su macabro juego, sin sentirse culpable por lo que le había pasado al pequeño Theo Bosch.
¿Y cómo iban a cogerlo? Sembraba el terror a distancia, sin dejar nada tras él, ninguna huella, ningún hallazgo técnico, solo horror y espanto.
Un día a mediados de septiembre Sejer y Skarre fueron a Bjornstad tras haber recibido noticias de una muerte sospechosa.
Un coche patrulla había llegado antes que ellos, estaba aparcado junto a la valla de una casa al final de la calle Roland, con las puertas abiertas. Un par de técnicos estaban haciendo investigaciones en el exterior de la casa.
– Un caso bastante feo -dijo uno de ellos-. Al principio pensamos que alguien le había atacado con un bate. Pero todo está en orden dentro, no hay rastro de vandalismo o robo.
Sejer y Skarre entraron. Se fijaron en el nombre de debajo del timbre. Henry Beskow. El apellido hizo a Sejer girarse y mirar hacia la casa de Meiner, que estaba un poco más abajo en la misma calle. Él llegó el primero, había dicho Meiner. Tiene todo el derecho del mundo a estar aquí.
Atravesaron el estrecho recibidor y entraron en la cocina, donde había una mujer menuda y morena sentada en una silla. Se había envuelto en un chal y parecía tener frío, aunque no hacía nada de frío en la casa de Henry Beskow. Hacía más bien ese calor bochornoso que hace a menudo en casa de la gente muy mayor. La mujer se presentó como Mai Sinok. Señaló hacia el salón con mano temblorosa. Allí estaba sentado el anciano con un pie sobre un escabel. El otro lo tenía plantado en el suelo, y la parte superior de su cuerpo colgaba sobre el reposabrazos. A lo mejor había intentado levantarse o escapar, pensaron, pero no había tenido suficientes fuerzas. Tenía sangre alrededor de la boca y sobre el pecho, y algo había chorreado hasta el suelo. Llevaba una vieja chaqueta de punto verde. Los pantalones, que le estaban muy grandes, seguramente porque había perdido peso, los llevaba sujetos con un cinturón, en el que se había hecho un agujero de más. Uno de los técnicos se había dejado una caja con guantes de látex. Sejer sacó uno, se lo puso, se agachó sobre el anciano y le abrió cuidadosamente la boca con dos dedos.
Los dientes estaban enteros.
– Creo que ha vomitado -dijo.
– ¿El qué? -preguntó Skarre.
– Creo que ha vomitado sangre.
Mai Sinok entró. Se detuvo a cierta distancia, mirando asustada de reojo a Beskow.
– Empezó a sangrar por la nariz hace un par de días -explicó-. No quiso llamar al médico, no por una cosa así, decía. Era terco como una mula. Decía que no era más que la naturaleza que seguía su curso. Entonces también empezaron a sangrarle las encías, y eso me asustó un poco. ¿Puedo marcharme ya? -suplicó.
Se acercó y puso una mano en el brazo de Sejer.
– Por favor, ¿puedo marcharme? Llevo mucho tiempo aquí sentada, y me encuentro muy mal. Me gustaría irme a casa a tumbarme un rato.
Sejer fue a la cocina. Cogió un vaso del armario, lo llenó de agua del grifo y se lo ofreció. Ella lo agarró con las dos manos y bebió, manchándose como un niño pequeño.
– ¿Quién suele venir a esta casa? -preguntó Sejer-. ¿Aparte de usted?
– Casi nadie -contestó ella-. Solo su nieto, él sí viene a menudo.
– Está bien. Tenemos que avisarlo. ¿Dónde vive? -quiso saber Sejer.
– En Askeland -contestó la mujer-. Vive con su madre.
– ¿Cuánto tiempo lleva usted asistiendo a Beskow?
– Un año. Vengo todos los días. Es un anciano muy noble -dijo Mai Sinok. Bebió un trago de agua fría-. Los cuidados que ha recibido Henry han provenido siempre del chico -dijo-. Son el alma de amigos.
– ¿Querrá usted decir amigos del alma? -la corrigió Sejer.
Mai Sinok sonrió, pero enseguida volvió a entristecerse.
– ¿Puedo irme? -repitió-. Me siento muy débil.
– Podrá marcharse enseguida. Pero luego necesitaremos hablar más con usted. Estoy seguro de que lo comprende. Nuestra gente la llevará a su casa.
Ella lo rechazó. Tomaría el autobús como siempre. Paraba abajo en la calle Roland y pasaba a menudo.
Sejer daba vueltas por el pequeño salón de Beskow.
– No entiendo lo que ha pasado -dijo Mai Sinok-. De repente se puso a sangrar por todas partes. Se le tiene que haber roto algo por dentro.
Sejer contempló algunas fotografías colgadas en la pared de un niño pequeño.
– ¿Es ese su nieto? -preguntó-. ¿El niño del triciclo?
– Sí, ese es. Mire lo rubio que era de pequeño. Ahora es moreno.
– Y el que lleva la mochila del colegio, ¿también es él?
– Sí. Y el de la pequeña moto. Con guantes, casco y todo. Henry le regaló la moto. Porque Henry es muy generoso.
– Parece una Suzuki -comentó Sejer-. ¿Cómo se llama el chico?
– Se llama Johnny -contestó Mai-. Johnny Beskow.
I love Johnny, pensó Sejer, echando un vistazo por la ventana hacia la casa amarilla de Asbjorn Meiner.
– Imagínate que hubiera alguna relación -murmuró.
– ¿Cómo? ¿Relación? -preguntó Skarre, mirando al inspector jefe.
– Entre todo lo sucedido.
– Nunca existen relaciones de este tipo -opinó Skarre-. Al menos no en la vida real. ¿A qué te refieres en concreto?
– Buscábamos a un chico con una moto roja -dijo Sejer-. Aquí está, en esta foto de la pared. Averigua si Johnny Beskow tiene teléfono móvil.
Skarre se puso en contacto con Información y anotó el número.
Sejer se dirigió a Mai Sinok.
– Ahora quiero que llame usted a Johnny Beskow -dijo-. Dígale que tiene que venir inmediatamente aquí, a la calle Roland. Dígale que es muy importante. Pero no mencione nada de nosotros y tampoco de lo que ha sucedido. No le diga que la policía está aquí.
Le dejaron usar el teléfono de Skarre, y Mai Sinok cumplió con su sencilla tarea sin protestar ni hacer preguntas. Luego Sejer la cogió del brazo y la acompañó fuera.
En ese instante, Sejer divisó a una chica sentada sobre un peñasco algo más arriba de la calle, que los seguía con la mirada. Tal vez llevaba tiempo observando los dramáticos acontecimientos en la casa de Beskow. Sejer la saludó con la mano, y Else Meiner le devolvió el saludo. Mai Sinok dijo adiós con una pequeña mano blanca.
Sejer se acercó al peñasco y miró hacia arriba.
– Else Meiner -dijo- ¿Cómo estás?
– Normal. Lo del pelo es bastante duro.
Sejer asintió.
– Sí, debe de serlo. ¿Has visto algo sospechoso aquí en la calle? -preguntó.
Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de la chica.
– Johnny viene a menudo -dijo-. Varias veces por semana. Pero él no es sospechoso.
– Justo -dijo Sejer-. Johnny Beskow.
– Es el nieto de Henry -explicó ella.
– Exactamente. El chico de la pequeña moto roja. Lo estamos esperando. Viene de camino. ¿Alguien más que suela venir?
– La pequeña tailandesa que acaba de pasar por aquí. No sé cómo se llama, pero creo que se ocupa de él. Viene todos los días en el autobús de las ocho. También viene los domingos. A lo mejor no sabe que el domingo es día libre.
Hizo un gesto hacia el coche de la policía y los dos técnicos junto a la pared.
– ¿Henry ha muerto? -preguntó.
– Sí -contestó Sejer-. El viejo Henry Beskow ha muerto. ¿Has visto a alguien más ir o venir? ¿Conocidos?
Else Meiner asintió.
– Vino un hombre hace unos días -dijo- con unos marcos de ventana. De esos que se usan para poner tela metálica contra los insectos. Y luego apareció hace tres o cuatro días una mujer. Bueno, no es exactamente desconocida, porque la he visto un par de veces antes. Llevaba uno de esos abrigos de piel como manchados, y creo que no estaba completamente sobria. Vaya pinta que tenía…
– ¿Sabes quién es? -preguntó Sejer.
– Es la hija de Henry Beskow.
Sejer tomó nota de toda esa información e hizo una profunda inclinación ante Else Meiner. Luego volvió a entrar en la casa. Pasó por la cocina y fue derecho al salón, donde estaba el anciano. Se quedó contemplándolo, como extrañado de que un cuerpo tan delgado pudiera contener tanta sangre. Por razones para él incomprensibles, la sangre le había salido a chorros, cayendo al suelo. De la boca y de la nariz, impregnándole la ropa.
– Parece que murió mientras comía -dijo Skarre, señalando un recipiente azul sobre la mesa. Quedaban restos de comida en el fondo, y la tapadera estaba al lado, junto con una cuchara.
– ¿Qué coño ha pasado aquí? -preguntó.
– No lo sé -contestó Sejer-. Habrá que esperar a lo que nos diga Snorrason. Viene de camino. Él lo averiguará.
Cogió una silla, se sentó en ella y se puso a observar la habitación.
– Tiene que tratarse de algún fenómeno médico -dijo-. Claro que he oído hablar de hemorragias internas. Pero es como si esto fuera algo más. Sangró también por las encías, ha dicho la asistenta. ¿Qué demonios puede significar esto?
Permanecieron un buen rato inmersos en sus pensamientos, escuchando a los técnicos que andaban fuera por debajo de las ventanas buscando huellas en la hierba. La muerte alguna vez puede ser hermosa, pensó Sejer, contemplando al anciano sentado en el sillón, boquiabierto, manchado de sangre, y con la mirada fija. Sucede, pero no es frecuente, ya lo creo que no.
Transcurrió media hora. Entonces oyeron una moto entrar por la calle Roland. Sejer se acercó a la ventana a mirar. Vio a un chico atravesar el patio. Este miró insistentemente a los coches de la policía allí aparcados, vaciló unos segundos y se quitó el casco rojo. Lo colgó del manillar y permaneció algo confuso, mirando a su alrededor.
– Aquí llega Johnny Beskow -dijo Sejer-. Casco rojo. Con una pequeña ala a cada lado.
Salieron a recibirlo.
Sejer se fijó en varias cosas. La moto era de la marca Suzuki Estilete. El chico que tenía delante era bajo y delgado, con pelo oscuro y media melena. Tenía la piel pálida, un poco como papel, y ojos grandes y oscuros, que parecían muy tristes.
– Así que tú eres Johnny Beskow -dijo Sejer-. Y Henry es tu abuelo, ¿verdad?
El chico no contestó. Se dirigió directamente a la puerta, queriendo entrar.
– No entres si te mareas con facilidad -dijo Sejer-. ¿Oyes lo que te estoy diciendo? Lo encontró la asistenta -añadió-. ¿Sabes si estaba enfermo?
Johnny Beskow entró en la casa. Pasó rápidamente por la cocina y fue derecho al sillón del anciano, donde se quedó quieto, tapándose la boca con una mano.
– Murió mientras comía -dijo Sejer-. ¿Hay más personas, aparte de la asistenta y tú, que vengan a verlo? -añadió.
Johnny Beskow lo miró con una mirada extraña e iluminada.
– Alguien le ha traído comida -contestó-. Conozco ese cacharro azul.
– ¿De qué lo conoces?
– Es de mi madre -susurró-. Es la olla de carne que hizo mi madre. Y él se la ha comido casi toda.
– ¿No debería haberlo hecho? -preguntó Sejer.
Johnny Beskow se acercó a la ventana, y se apoyó en el marco.
– Ella iba detrás de su dinero -contestó-. Mi madre siempre iba detrás del dinero del abuelo. Y ahora ha venido a traerle comida.
– Johnny -dijo Sejer-. Tú y yo tenemos que hablar. Tenemos que hablar de muchas cosas. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Johnny se apartó de la ventana. Cruzó la habitación y se dejó caer sobre un pequeño puf de plástico junto al anciano.
– Con quien tenéis que hablar es con mi madre -susurró-. Ella es la que ha traído la comida.
Se quitó los guantes y los dejó sobre las rodillas.
– Bonitos guantes -comentó Sejer-. Con calaveras y todo. Te nos escapaste de entre los dedos, Johnny.
– Puedes preguntar lo que quieras -contestó el chico-. Puedes esposarme y podemos hablar hasta mañana. Podemos hablar todos los días durante un año entero y yo lo admitiré todo. Pero no he subido a casa de Schillinger. No solté a esos perros.
Snorrason llamó desde el Instituto Médico Forense.
La comida del recipiente azul contenía grandes cantidades de una sustancia llamada bromadiolona.
– Eso no me dice nada -señaló Sejer-. Traduce.
– Es la misma sustancia activa que la que se encuentra en los raticidas. Impide que la sangre se coagule -explicó Snorrason- y hace sangrar por todas partes. Fácil de encontrar, la venden en las tiendas de comestibles. Y no cuesta casi nada.
Si uno quiere deshacerse de alguien.
Fueron a buscar a Trude Beskow a su casa de Askeland. Luego fue enviada a prisión preventiva, sospechosa de haber envenenado a su propio padre, Henry Beskow.
Nunca había estado sobria tantos días seguidos, y con la sobriedad llegó también una agitada rabia que era incapaz de controlar. Su cuerpo se derrumbó por completo, como un motor que se queda sin aceite. Era incapaz de hacer transcurrir los días, y se quedaba desesperadamente capturada dentro de cada chirriante segundo. Entre los vigilantes del pasillo le habían puesto el apodo del Ciclón. Le gustaba hacer ruido con los muebles de la celda, mientras chillaba a la vez. Sostenía tercamente que era inocente. Decía que tenía que haber sido la asistenta, Mai Sinok, la que había echado veneno en la comida de Henry.
Seguro que él le habrá prometido dinero, decía. O le habrá prometido la casa, es lo que hacen los viejos cuando alguien se compromete a echarles una mano.
– No tenemos ninguna razón para pensar eso -dijo Sejer-. Ella no figura en su testamento, pero usted sí.
Nombraron un defensor para Johnny Beskow. A Sejer le gustó que la letrada fuera una mujer, pues sabía que ella tenía un hijo de la edad de Johnny. Al ser tan joven, Johnny se libró de la prisión preventiva. Pero tenía que presentarse tres veces por semana en la comisaría, y siempre era puntual. Después de presentarse ante el guardia, iba directamente al despacho de Sejer y allí estaban un rato charlando, mientras bebían agua mineral. Johnny Beskow puso todas las cartas sobre la mesa, y admitió que le había divertido espantar a la gente. Pero no era más que un juego, dijo.
– Lo que yo quería era un poco de juerga y diversión. Nunca he hecho daño a nadie.
– Sí que has hecho -señaló Sejer muy serio-. Has hecho daño a varias personas. Los has lastimado seriamente, tal vez para toda la vida. Y aunque no lo entiendas ahora, tal vez lo entiendas más tarde, cuando seas mayor.
Miró fijamente a los ojos del chico.
– ¿Cómo ha sido tu vida? -preguntó-. ¿La vida con tu madre en Askeland?
La mirada de Johnny se ensombreció, y un gesto amargo se dibujó en su boca.
– Nunca está sobria -explicó-. Y todo ha repercutido en mí. Es jodidamente injusto.
– Sí -dijo Sejer- es injusto. Pero ¿y tú? ¿Tú has sido justo? Quiero decir, ¿has sido justo con Gunilla? ¿O con Astrid y Helge Landmark? ¿Con Francis y Evelyn? ¿Fuiste justo con Karsten y Lily Sundelin?
Johnny se levantó de un salto de la silla y se puso a dar vueltas por la habitación, mientras lanzaba iracundas miradas a Sejer, profundamente ofendido.
– ¿Por qué tengo yo que ser justo si nadie más lo es? -preguntó.
– ¿Conoces a todo el mundo? -preguntó Sejer a su vez.
Johnny no contestó. Siguió dando vueltas por la habitación en enojados círculos.
– Yo siempre he sido justo -dijo Sejer- durante toda mi vida. Y nunca me ha resultado difícil.
– Fanfarrón -dijo Johnny.
– Hablemos un poco de Theo -propuso Sejer-. Sobre lo que le pasó. Dijiste que nunca habías subido a la casa de Bjorn Schillinger. Así que sabes que su casa está al final de una cuesta, ¿verdad? ¿Cómo lo sabes?
Entonces Johnny Beskow dejó de dar vueltas. Se inclinó sobre la mesa, agarró a Sejer por la corbata color Burdeos, y tiró de ella.
– Vive en la cuesta de Saga, lo que significa que está en lo alto. Puedes echarme la culpa de todo -añadió-. ¡Pero no de lo de los perros! Te diré algo: mi vida no vale gran cosa. Y si lo de los perros hubiera sido por mi culpa, me habría ahogado.
Y de ahí no lo sacaba nadie.
Como si la verdad le hubiera proporcionado nuevas fuerzas.
Miraba fijamente a los ojos de Sejer sin desviar la mirada ni un instante, enseñándole las manos para mostrarle que estaban limpias.
Su voz era fuerte y firme.
– No me eches la culpa de lo de Theo.
Surgió entre ellos una tranquila simpatía. Sejer no tenía nada en contra de representar el papel de figura paterna ante ese chico desesperado, y Johnny había perdido lo único en la vida que había significado algo para él. Ambos se encontraban regularmente debido a la obligación de Johnny de presentarse en la comisaría. De vez en cuando Sejer compraba un poco de comida, que calentaba en el microondas.
– Tendrás que conformarte con comida precocinada -se disculpaba-. Soy un mal cocinero.
– Bueno, abuelo -decía Johnny-, pero eres bueno de cojones calentándola.
Se metió un montón de comida en la boca y miró de reojo a Sejer.
– ¿Todo esto forma parte de un plan o qué? ¿Para que yo haga más confesiones? Ponme una trampa si crees que puede servir de algo, pero no caeré en ella.
Se llevó el dedo índice a la sien.
– Aquí dentro las cosas funcionan como tienen que funcionar.
– Estás demasiado delgado -comentó Sejer-. Es por eso.
Un día que llevaban mucho tiempo hablando, Johnny se inclinó sobre la mesa y preguntó con gran interés:
– ¿Qué va a pasarle a mi madre?
– Es demasiado pronto para saberlo -dijo Sejer- pero su pronóstico no es bueno.
– Nunca va a confesar nada -dijo Johnny-. Lo negará hasta el día que se muera. Pero no es en absoluto de fiar. ¿La condenarán a cadena perpetua? -preguntó esperanzado-. ¿A solo pan y agua? ¿Con la luz encendida toda la noche? ¿Inspección de la celda cada hora?
– ¿Te gustaría que fuera así? -preguntó Sejer.
– Me gustaría verla en la silla eléctrica -contestó Johnny-. O en la horca. O en el garrote vil.
– Esos métodos medievales ya no se usan, gracias a Dios -comentó Sejer.
– Todo el mundo echa la culpa a la Edad Media -dijo Johnny-. Dicen que entonces todo era mucho peor. Pero el garrote vil se empleó hasta 1974, no te jode.
– ¿Y dónde ocurrió eso? -preguntó Sejer, algo sorprendido.
– En España.
– ¿Cómo sabes tú esas cosas?
– Sé todo sobre esas cosas -contestó Johnny-. Pienso en esos términos.
Sejer lo miró muy serio.
– Respecto a lo que le ocurrió a tu abuelo, vamos a seguir hablando de ello. Quedan muchas cosas por averiguar sobre ese asunto. Tienes que estar preparado para muchas y largas conversaciones, porque esto debe hacerse correctamente y tenemos que encontrar la verdad.
– Si a mi madre la condenan, la desheredarán, ¿no?
– Supongo que sí -contestó Sejer-. ¿Eso también te gustaría?
– Sí, y a mi abuelo también.
Johnny Beskow parecía algunas veces indiferente e insensible, otras juguetón e infantil, para acto seguido aparecer como un adulto muy maduro para su edad. Nadie le había enseñado las reglas que rigen entre los seres humanos. No conocía ni las leyes escritas ni las no escritas. Pero otras veces se ponía sentimental, como cuando hablaba del viejo Henry. Mai Sinok confirmó una y otra vez el cariño que el chico sentía por su abuelo. Contaba cómo acudía cada dos por tres a la casa de la calle Roland en su Suzuki roja, atento y preocupado por el viejo. Sejer esperaba que el aparato judicial fuera clemente con él, teniendo en cuenta su juventud y el que nunca antes hubiera sido acusado de nada, además de la infancia sumamente desafortunada que había vivido.
El destino de Theo era otra historia.
Schillinger fue interrogado en numerosas ocasiones. Pero, por mucho que lo presionaban, él se mantenía en sus trece con la misma intensidad con que lo hacía Johnny Beskow.
No, no me olvido nunca de cerrar esa puerta. Ni una sola vez en la historia me he olvidado de cerrarla al salir de la perrera. No intento librarme de la responsabilidad, pero tiene que haber algo de justicia en todo esto, y me niego a asumir la culpabilidad de otros. ¿Van a dejar que un chico de mierda me arruine la vida?
Pues el rumor se extendió rápidamente, un rumor que decía que un adolescente de Askeland era la persona que estaba detrás de todo el terror que los había asolado durante semanas.
Llegó octubre, y Matteus se había ido a hacer la prueba para el papel de Sigfrido en El lago de los cisnes, una oportunidad única de exhibirse ante las personalidades más importantes del ballet, tanto nacionales como internacionales. La misma tarde que había tenido lugar la prueba final, Matteus llamó a la puerta de Sejer, con su bolsa Puma al hombro. Había algo prometedor en su sonrisa y en sus ojos.
– ¿Cómo ha ido? -preguntó Sejer-. Pasa. ¿Te han dado el papel? Dímelo enseguida. No me tortures.
Matteus entró.
La bolsa acabó en el suelo con un pequeño chasquido.
– Se lo han dado a Robert Riegel -contestó.
Sejer lo miró asustado.
– ¿Robert qué? ¿Qué estás diciendo?
– Riegel -repitió Matteus.
Se agachó para acariciar la cabeza de Frank. Parecía que todo le importaba poco. Esas manos oscuras tenían una sensibilidad especial cuando acariciaba al perro.
– ¿Y quién es ese? -preguntó Sejer.
– Bueno, es un bailarín fenomenal, creo -contestó Matteus, sin mirar a su abuelo a los ojos.
– Vale, pero ¿es mejor que tú? ¿Me estás diciendo que es mejor que tú?
– Obviamente -contestó Matteus, poniéndose de pie-. Al menos es Robert Riegel el que se va a tirar al lago con Odette en el cuarto acto.
– ¿Así es como acaba? -preguntó Sejer algo apagado.
– Sí, señor. Se tiran al lago.
Fue hacia el salón. Andaba con esa naturalidad y seguridad propias de un cuerpo fuerte y atlético. Sejer lo siguió. En el fondo se sentía viejo y con las rodillas algo inestables.
– ¿No podrías estar un poco alterado? -dijo-. Pareces tan indiferente… Quiero decir, ¿no podrías soltar al menos algunas maldiciones?
– No estoy indiferente -respondió Matteus-, pero el autocontrol es una virtud.
Se dejó caer sobre una silla. Sacó del bolsillo una pastilla de menta y se la puso en la lengua como una hostia. Se derritió inmediatamente.
– Lo he aprendido de ti -añadió-. Tú estás siempre muy tranquilo. Y yo no puedo permitirme el lujo de malgastar mi energía, tengo que conseguir nuevas metas.
Sejer también se sentó. Frank se acomodó a sus pies.
– Yo creía que Riegel era un tipo de chocolate -murmuró-. Cuando yo era niño no valía más de treinta ore.
– No sigas ofendido -dijo Matteus-. ¿Qué tal le va a Johnny Beskow?
– Su madre está en prisión preventiva -contestó Sejer-. Pero Johnny está en su casa. Hasta el juicio. Su única compañía es un pequeño hámster. Pero tiene que presentarse en la comisaría tres veces a la semana. Es un chico muy listo. Algo retorcido, claro, pero me gusta bastante. Podrá llegar a ser buena persona, si le damos tiempo, si alguien se tomara la molestia de enseñarle algunas sencillas reglas de convivencia.
– ¿Y qué hay de los perros? -preguntó Matteus-. ¿Lo has averiguado?
Sejer contestó que no con un gesto. Todavía sentía por dentro la decepción porque Matteus no hubiera sido considerado digno del papel de príncipe, y tuvo que esforzarse por cambiar de tema y olvidarse de la gran injusticia que se había hecho con su nieto.
– Lo niega todo -dijo.
– ¿Le crees?
– En el fondo sí.
– ¿Por qué le crees? -preguntó Matteus.
Sus oscuros ojos eran casi negros a la sombría luz del salón.
– Más bien lo siento.
– ¿Y te fías de ese sentimiento? El chico lleva semanas mintiendo. ¿Por qué vas a creer en él ahora?
Sejer se encogió de hombros.
– La intuición es importante -dijo-. Y opino que la mía es excepcionalmente aguda. Tras muchos años en la policía y en mis encuentros con personas de todas las capas. Creo que la gente usa su intuición mucho más de lo que pensamos. Creo que es ella la que nos dirige por la vida.
– Pero la policía tiene que regirse por hechos, hallazgos y cosas así, ¿no?
– Claro que sí. Y hemos hecho algunos hallazgos en el lugar que indican un sabotaje. Es la palabra de uno contra la del otro.
Matteus miró un buen rato a su abuelo materno.
– Yo creo que te está tomando el pelo -dijo.
– Ah, ¿sí? ¿Por qué crees eso?
– Porque ese es su gran talento. Eso es lo que ha hecho durante todo este largo verano, y es algo que sabe hacer muy bien.
– Pero tengo juicio -protestó Sejer-. Me atrevo a decir que reconozco la mentira cuando me la presentan. Tiene, en cierta manera, su propio sonido.
– Con que sí, ¿eh? ¿Su propio sonido?
– Como un clavo oxidado en una lata vacía -contestó Sejer-. Bueno, solo es una metáfora, claro.
– Exactamente -dijo Matteus-. Te estás volviendo muy poco imparcial. Escucha esto. El papel de El lago de los cisnes es mío, claro. Te estaba tomando el pelo.
– ¿Qué me dices? ¿De verdad?
Sejer se quedó boquiabierto de asombro.
– Si alguien nos gusta, creemos en lo que dice -señaló Matteus-. Piensa un poco en ello cuando estés sentado en tu despacho hablando con Johnny Beskow.
Una tarde, Sejer recibió un comunicado del oficial que estaba de guardia.
Johnny Beskow no había cumplido con su obligación de presentarse en comisaría, y no cogía el teléfono. Un joven agente que estaba patrullando se dio una vuelta por la casa de Askeland. No había nadie. La Suzuki había desaparecido. Pero la puerta estaba abierta. Solo el pequeño hámster daba neuróticas vueltas en su laberinto de plástico amarillo y rojo.
– Estoy preocupado -dijo Sejer.
– ¿Por qué? -preguntó Skarre.
– Hasta ahora ha sido muy puntual. Y tiene mucho sobre su conciencia. Tal vez deberíamos haberlo metido en prisión provisional a pesar de todo, así podríamos haberlo vigilado un poco.
Esperaba una llamada, una llamada que le informara de que ese día solo había hecho pellas. Pero ese mensaje no llegaba. Intentó cumplir con sus obligaciones profesionales, pero le faltaba concentración. Como si fuera responsable, pensó. Y no lo soy en absoluto. Pero el chico me llama abuelo, y eso impresiona. Al terminar la jornada laboral sin haber recibido ninguna llamada de Johnny Beskow, Sejer fue a ese centro médico donde por fin había pedido hora. Por esos mareos que le daban y que seguían preocupándole.
Entró y se sentó entre los demás pacientes. Cogió una revista y se puso a leer. Pero era incapaz de concentrarse, y le vinieron a la cabeza pensamientos sobre los males que tal vez sufría. Acaso algunas venas obstruidas en la parte de la nuca, que impedían el riego de sangre al cerebro. Y en ese caso, ¿qué hacen para curarlo? se preguntó. ¿Pueden desatascarse de nuevo para que la sangre pueda moverse mejor? Recapacitó y se regañó a sí mismo con una severa voz interior. Bueno, ahora vamos a averiguarlo de una vez por todas, pensó. Estoy aquí y pronto dictarán la sentencia. Ingrid se pondrá contenta.
De nuevo intentó leer. Las letras se movían ante sus ojos como hormigas. ¿Cuánto tiempo hace que los tengo?, se preguntó, ¿esos mareos repentinos? ¿Esa sensación de que todo me da vueltas y de que el suelo está inclinado? El médico me lo va a preguntar, pensó. Y debo saber qué contestar. También me preguntará por las enfermedades de mi familia. Llegó a la conclusión de que en su familia no había habido ninguna enfermedad repetida o grave. Todos habían sido fuertes, habían gozado de buena salud, y se habían hecho muy viejos. Pero tendrán que hacerme análisis, pensó, y tendré que esperar los resultados durante dos o tres semanas, porque esos análisis los envían a los laboratorios. Luego tendré que moverme dentro de este espacio vacío mientras la imaginación trabaja. Dios mío, cómo trabaja. ¿Podría tratarse de un tumor cerebral?
Llamaron a alguien, y una mujer se levantó aliviada de su silla. Bueno, bueno, pensó Sejer, mirando el reloj, aún me queda una hora de espera. Se levantó y cogió agua de un refrigerador junto a la pared, estaba buena y fría. Cuando había vuelto a su silla, oyó sonar el teléfono móvil en su bolsillo interior. Se levantó y cruzó la sala de espera. La voz de Skarre sonaba falta de aliento.
– Hemos encontrado a Johnny -dijo-. Está arriba, en la laguna Sparbo.
Sejer empujó la puerta que daba hacia fuera. El aire fresco le llenó los ojos de agua.
– Bueno, ¿y qué hace allí arriba? ¿Ha sucedido algo?
– Está flotando boca abajo.
Sejer permaneció callado varios segundos.
– ¿Se ha ahogado? ¿Es eso lo que estás diciendo?
– Aún no lo sabemos, pero creemos que ha sucedido hace muy poco tiempo. Su Suzuki está aparcada contra un árbol -dijo Skarre-. Lo encontró un hombre del Ayuntamiento que iba a comprobar la compuerta de la presa. Por cierto, ¿dónde estás? ¿Estás ocupado? ¿Puedes venir?
Sejer se volvió y miró al centro médico, a esa ancha puerta doble de cristal mate que impedía ver hacia dentro. ¿Qué le había dicho su yerno Erik, que era médico, sobre sus mareos? Había mencionado unos posibles diagnósticos, y ahora Sejer intentaba recordarlos. El mareo podía ser un efecto secundario de ciertos medicamentos. Pero él no tomaba medicamentos. Podía tratarse de una repentina bajada de tensión cuando llevaba mucho rato sentado y se levantaba demasiado rápido. Y luego había algo que se llamaba vértigo posicional, que al parecer era una enfermedad del oído interior. Por no hablar de la enfermedad de Ménière, que era crónica y con fuertes episodios de mareo, seguidos de pérdida de oído y zumbidos.
Pero no será más que un virus, pensó. En el nervio del equilibrio que va y viene. Lo averiguaremos en otra ocasión.
Fue hacia el coche.
Daba pena ver a Johnny Beskow.
Un cuerpo flaco y azulado, con largos mechones de pelo mojados en la frente y en la cara. Manos pequeñas con las uñas mordidas. Ropa de mala calidad. Sejer iba por la orilla de la presa en busca de señales que indicaran si había habido gente en el lugar, si había ocurrido algo dramático.
– Tal vez haya hecho equilibrismos sobre el muro de contención -dijo Skarre-. Y cayera al agua. Puede que no supiera nadar.
Sejer miró fijamente la compuerta en medio de la presa, donde el agua pasaba a gran presión por la tubería negra.
– ¿Por qué iba a hacer equilibrismos sobre el muro de contención? -preguntó.
– Por lo visto es una especie de deporte aquí arriba -explicó Skarre-. Entre los estudiantes que celebran la graduación al final del bachillerato. A mediados de mayo.
– Johnny no era bachiller. Y estamos a mediados de octubre -objetó Sejer.
Skarre contempló el sombrío aspecto del inspector jefe.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó.
– Aquí termina el cuento sobre Johnny Beskow -contestó Sejer.
– Y nadie en el mundo va a echarlo de menos -comentó Skarre.
– No digas eso -dijo Sejer.
– Tal vez el arrepentimiento acabó con él -dijo Skarre.
En ese instante sonó el teléfono móvil de Sejer, con una alegre melodía. Lo dejó sonar.
– No creo en esa teoría -dijo-. Porque no se arrepintió. Pero queda otra posibilidad.
– ¿Que alguien le haya ayudado a caerse por el borde? -sugirió Skarre-. ¿No vas a coger el teléfono?
– Sí. No seas pesado. ¿Cuándo se celebra el juicio de Schillinger?
– En enero -contestó Skarre-. Espera contar con una duda razonable a su favor. Si lo consigue, podrá hacerse con nuevos perros. Coge ya ese teléfono. Tal vez sea algo importante.
Sejer fue hasta un abeto y se apoyó en el tronco. Permaneció allí un rato, con la mirada fija en el cuerpo muerto sobre la camilla, mientras el teléfono continuaba sonando con su alegre melodía.
– Se llevará algún que otro secreto a la tumba -dijo-. ¿O qué opinas tú?
Skarre asintió.
– Y allí estarán bien.
– No es imposible que alguien lo haya ayudado a caer -indicó Sejer-, mientras sacaba el móvil. Se lo acercó al oído y miro fijamente a Skarre.
– Me puedo imaginar a más de uno con un poderoso motivo. Pero ¿sabes qué?, eso es algo que jamás podremos probar.
De lejos parecía un niño con ese pelo corto y rojo. Ella no conocía a aquellos dos hombres, pero se fijó en cómo iban vestidos y en cómo eran. Cuando volvían del lago, se alejó volando y se escondió detrás del tronco de un abeto. Se quedó en cuclillas hasta que le dolían los muslos, y apenas se atrevía a respirar, pero se fijó en la marca del coche. Un Toyota Landcruiser. La pintura brillaba como oro al sol. Los hombres no dijeron nada, pero miraron detenidamente a su alrededor antes de meterse en el vehículo. Por fortuna no vieron su bicicleta, que estaba tumbada en el brezo a cierta distancia. Se encogió, haciéndose minúscula. Tenía la sensación de que el corazón estaba a punto de estallarle y de que la sangre por dentro le fluía con tanta fuerza que tendrían que oírla a pesar del bramido del agua que caía por la compuerta de la presa.
Pero no oyeron nada.
Desaparecieron en el coche y todo volvió a quedar en silencio.
Y Else Meiner se subió a su bicicleta azul, marca Nakamura.