Gunilla Mork acababa de celebrar su setenta cumpleaños con sus hijos, amigos y vecinos, y se sentía aliviada de que todo hubiera pasado por fin. El bufé que había encargado a Vangen había resultado magnífico, al igual que el surtido de tartas, al que ella había contribuido con una tarta de almendras. ¿Llegaré a cumplir ochenta?, se preguntó, y echó un vistazo por la ventana de la cocina. Muchos no llegan a cumplirlos. Yo no doy por sentado que vaya a cumplir tantos. Aunque estoy muy ágil. Aunque ando deprisa y tengo la cabeza despejada.
El cielo estaba muy azul, y el sol empezaba a salir. Dios nos regala otro día resplandeciente, pensó, tengo que sacar lo mejor de él. Los humanos estamos obligados a ello, tenemos que esforzarnos y alegrarnos de todas las cosas buenas. Y si no nos alegramos, debemos tener una muy buena razón para ello. Eso pensaba Gunilla Mork sobre la vida y los seres humanos. Pero, como había cumplido setenta años, también había empezado a pensar en la muerte. La rodeaba como una nube oscura que no la dejaba en paz. A veces solo veía esa oscuridad, le llegaba por las noches, entrometiéndose en sus pensamientos. Descorrió la cortina y miró el jardín. Pensando en la muerte se fijó en su mano y vio que ya no era joven y lisa, sino seca y arrugada. Esto la dejó asustada durante varios minutos. Retiró la mano y la miró detenidamente. Luego se la puso contra la mejilla. La notó caliente y agradable, como había estado siempre. Entonces, ¿por qué esos estúpidos pensamientos? A veces era como si el momento reventara, dejando entrar un rayo de escalofriante realidad.
No me queda mucho tiempo de vida.
Era por la mañana temprano. Sonó un pequeño estallido en el patio, y sabía que era el periódico local que había entrado en el buzón. El repartidor de periódicos estaba ya en la siguiente casa. Iba en bicicleta, con un pequeño carro detrás, y con unas fuerzas que ella ya no tenía, el chico subía pedaleando la pequeña cuesta, vestido con su traje rojo de cartero. Ella salió al patio. Levantó la cara hacia el cielo y sintió el sol. Calienta de la misma manera que cuando tenía dieciséis años, pensó, igual de delicioso e igual de dorado. Igual de fortificante. El viento es suave y la hierba de un verde abrumador; podría arrodillarme y comerla, como las vacas. Se acercó al buzón y cogió el periódico. En la primera página vio la foto de un hombre abrazado a una oveja. Leyó el subtítulo: «El mito del granjero noruego, ganadero de ovejas».
Volvió a entrar y dejó el periódico en la mesa de la cocina. Leería ese artículo, claro, porque ella tenía sus propias opiniones sobre los granjeros, pero primero haría café y se prepararía una rebanada de pan. Todo tenía que hacerse en un determinado orden y con cierta lentitud, pues ¿para qué darse prisa, si todo iba en la misma dirección? Ay, creo que me estoy quejando mucho hoy, pensó Gunilla Mork, pero Dios no exige más a una persona de lo que le ha dado. El desayuno le supo bien. La mermelada estaba hecha con frutas de su propio jardín, y no la había estropeado con demasiado azúcar.
Se puso a leer sobre los ganaderos de ovejas.
El mito sobre el granjero noruego y su amor por los animales domésticos sigue vivo, pero es sumamente exagerado. La foto de ese granjero destrozado arrodillado junto al cadáver de una oveja víctima de un oso no tiene que ver con pena o dolor. Se trata exclusivamente de una pérdida económica. Es una actuación teatral al máximo nivel, puesta en escena con el fin de despertar la simpatía de la opinión pública para conseguir mayores ayudas estatales.
Esta opinión procedía de un catedrático cuyo nombre Gunilla no conocía.
Pero el granjero de la foto, que se llamaba Sverre Skarning, aseguraba que adoraba a todas sus ovejas, también a las negras. Gunilla estudió al granjero y a la oveja. Intentó formarse una opinión, pero no sabía muy bien qué pensar. Supongo que sí quieren a sus ovejas, pensó. Le gustaba la foto. Un hombre y una oveja abrazados, le emocionó y la puso de buen humor. Pasó a la página siguiente. Mientras tanto bebía café caliente y fuerte, lo que la espabiló. Tendré fuerzas para hacer cosas hoy también, pensó. Tal vez debería untar aceite en los muebles del jardín, pues se habían resecado mucho en el transcurso del verano. Luego leyó detenidamente sobre las tragedias que siempre ocurrían en las partes pobres del mundo. Ciclones. Terremotos. Guerras y más guerras. Gunilla levantó la cabeza y miró el tranquilo jardín, las flores y los árboles. Era sorprendente que justo ella fuera la afortunada que residía en ese tranquilo lugar del mundo, donde no ocurría nada malo.
Ya había llegado a las esquelas.
Las leía siempre con atención, porque a veces conocía a alguno de los fallecidos. Además, se fijaba en los años de nacimiento, y veía que el suyo se estaba acercando vertiginosamente. Los que ya habían agotado su tiempo habían nacido alrededor de 1930. Ella había nacido en 1939. Pero Gunilla, se dijo a sí misma, déjalo ya. Estás sentada en tu cocina, viva y coleando. El sol brilla por la ventana y el café está bueno. En ese instante dio un respingo de terror. Estaba leyendo su propio nombre. Ponía que Gunilla Mork había muerto en paz. Soltó el periódico y se tocó el corazón con una mano. Le costaba respirar. Seguro que había leído mal. Y si no, sería que había más personas llamadas Gunilla Mork. Miró la cocina para comprobar que todo estaba donde solía estar, que ella no se encontraba sumida en algún tipo de locura. Pero no vio más que su vieja cocina de siempre, con sus cachivaches y cacharros. Leyó la esquela una vez más.
Nuestra querida y cariñosa madre, suegra y cuñada, Gunilla Mork, nacida el 17 de julio de 1939, dejó de respirar hoy, 25 de julio.
Bueno es descansar
cuando fallan las fuerzas.
Tras años de duro trabajo
llega por fin
la noche sagrada
y las sordinas de la eternidad
convierten la pena más amarga
en cientos de violines.
Erik y Ellinor. Amigos y demás familia.
Será incinerada en el Crematorio Este, en la capilla pequeña, el 1 de agosto a las 10.30.
Gunilla Mork se desplomó sobre la mesa.
Tiró la taza de café.
En el periódico ponía que había muerto.
Ponía los nombres de Erik y Ellinor, que eran sus hijos. Y luego ese estúpido poema. Era un poema intolerable; Erik y Ellinor jamás habrían elegido algo tan pomposo, de tan pésimo gusto. El Crematorio Este, pensó a continuación, Dios mío. ¿Qué significaba todo eso, quién podía haber hecho algo tan inconcebible? ¿Podría haberse equivocado el periódico? No era posible. El mundo se había vuelto loco. Se levantó de un salto de la silla y dio una vuelta por la casa. Se detuvo frente al espejo de encima del lavabo. Desde la pared la miraba una vieja con una expresión que nunca antes había visto. Resultaba alarmante. Todos mis conocidos van a leer la esquela, pensó. Tengo que llamarlos. Tengo que llamar a Erik y a Ellinor. Volvió a sentarse mientras se agarraba a la mesa. Tal vez estaba durmiendo y soñando, pensó, pero eso era una tontería. Leyó una vez más su propia esquela. Se había quedado helada e inmóvil junto a la mesa. Alguien la había elegido a ella. La habían encontrado entre muchas personas para llevar a cabo sus malvados planes. Quería levantarse y acercarse al teléfono, quería marcar inmediatamente el número de su hijo Erik, quería enterarse de lo que había sucedido. Pero tardó en levantarse de la silla. Y cuando por fin tenía el auricular en la mano, se echó a llorar.
Johnny Beskow se acercó a la entrada de puntillas, y se quedó escuchando; tenía que armarse de valor. Era evidente que su madre no estaba cocinando, porque no olía a comida, solo se percibía ese viejo olor a ropa de calle, polvo y moho. Entonces estará tumbada en el sofá, pensó, mirando el reloj. Eran las once de la mañana, y no era raro que estuviera borracha ya antes de las once. Una vez la había sorprendido a las siete de la mañana sentada en un sillón bebiendo vodka a grandes sorbos, mientras se agarraba al reposabrazos con la mano libre. Permaneció allí sentada una hora, y luego se metió de nuevo en la cama, debajo del edredón. Así iba cambiando del sillón a la cama, de la cama al sofá y de vuelta al sillón. Y así hasta la tumba, pensó Johnny, ¿por qué no vas hasta la tumba? Yo cavaré el hoyo, y tú no tendrás más que rodar y dejarte caer por el borde. Volvió sigilosamente al salón para observarla. Sí, allí estaba, tumbada en el sofá, tapada con la manta. Johnny fue a su habitación y cerró la puerta tras él. Sacó a Bleeding Heart de la jaula y se tumbó en la cama con el animalito junto a la mejilla. La gente se cree lo que digo, pensó, loco de contento. Puedo llamar a donde sea y decir lo que sea o exigir lo que sea, y la gente hace lo que le digo. Son educados y amables y están dispuestos a ayudarme, es pura magia. Esto me ofrece ilimitadas posibilidades. Soy capaz de trastornar a toda una sociedad, pensó, puedo derribar una ciudad entera, me basta con hacer una llamada telefónica o escribir una carta. Me da poder. Notaba cómo ese poder se le estaba subiendo a la cabeza y rugía por sus venas haciéndolo sentirse enardecido y poderoso, y eso que en el fondo era un canijo. En el colegio lo llamaban el Raquítico de Askeland. Al cabo de un rato volvió a meter la cobaya en la jaula, que estaba llena de serrín y algodón, y también había algunos juguetes de plástico de alegres colores. Todo lo había comprado con dinero que le había dado su abuelo. También la Suzuki. Había sido un regalo de esa confirmación que nunca llegó a hacerse realidad. Su madre no era capaz de mantenerse sobria el tiempo suficiente como para organizar una comida, y tampoco había nadie a quien invitar.
Notó que tenía hambre, y fue a la cocina. No había ninguna cacerola en marcha, así que cogió leche del frigorífico. Luego se sentó junto a la mesa y se comió unos cereales mixtos mientras miraba por la ventana. Su madre no se despertaría de la borrachera hasta por la noche. Entonces se metería en el baño, se cepillaría el pelo, y volvería a entrar dando tumbos en el salón, donde de repente lo descubriría a él, sentado delante del televisor. Desde ese momento y hasta que Johnny se acostaba, ella se metía fugazmente en el papel de madre. Le preguntaba cosas, dónde había estado y qué había hecho. Si había comido. Si no pensaba buscarse algún trabajo, algo que pudiera aportar un poco de dinero a la familia. Luego hablaría largo y tendido sobre sus jaquecas, diciendo que justo ese día se había encontrado peor que nunca, tanto que se había visto obligada a tumbarse un rato. Pero ya estoy un poco mejor, diría. Para justificar el haber estado en coma la mitad de la jornada.
Terminó de desayunar y enjuagó el plato en el fregadero. Volvió al salón y se dejó caer en un sillón. Su madre estaba tumbada boca arriba con la manta hasta la barbilla, la piel de su cara parecía húmeda, como si tuviera fiebre. Los párpados se le habían entreabierto. Ojalá estuvieras muerta, pensó él, ojalá dejaras de respirar en este instante. Si te mueres voy a dar palmas de puro entusiasmo, pensó Johnny, en medio del entierro me pondré a cantar y bailar. Y, cuando por fin estés bajo tierra, acudiré cada noche a mear sobre tu tumba.
Siguió enviando pensamientos a su madre en una continua corriente de maldades. Le gustaba imaginarse que le llegaban de una manera u otra. Que ese odio que sentía por ella la destruiría poco a poco, como un veneno de efecto lento. Se tocó la navaja suiza que llevaba colgada del cinturón, notando cómo el metal se le calentaba en la mano. Te perforaré el ojo, pensó, y el tímpano. Te tiraré a la carretilla y te llevaré al bosque, para que el zorro pueda acercarse a servirse. Y el tejón y todos los gatos.
Se levantó del sillón y volvió a la cocina, pues tenía algo que hacer. Abrió cajones y armarios. Tras buscar un rato encontró una vieja caja de pizza debajo del fregadero, y unas tijeras y un rotulador en un cajón. Con esas simples herramientas se fue tranquilamente a su habitación a hacer un cartel.
Erik y Ellinor Mork llegaron juntos a la comisaría, e iban de parte de su madre, Gunilla. Erik Mork era el mayor de los hermanos y tenía ya canas en las sienes, su hermana era bastante más joven, y tenía el pelo más rubio. Se notaba que entre ellos había una estrecha relación que había ido reforzándose en el transcurso de toda una vida. Y ahora, con este terrible suceso, aparecían como un solo y furibundo individuo. Llevaban consigo el periódico local con la esquela de su madre.
Sejer lo leyó.
– Ella tiene setenta años -dijo Erik Mork-, acaba de cumplirlos. Siempre ha estado muy joven y ágil. Ahora está completamente trastornada. Tendrán ustedes que resolver este caso enseguida, porque es realmente horrible, estará de acuerdo en eso.
Se le veía algo agitado.
– Estoy de acuerdo -contestó Sejer, volviendo a leer una vez más la esquela de Gunilla Mork.
Luego los miró muy serio.
– Intenten ustedes hacer un repaso mental del círculo de amistades de su madre o del resto de la familia. ¿Podría haber allí algo oculto? ¿Alguien que se sienta ignorado y que quiera llamar la atención?
Ellinor hizo un vigoroso gesto negativo con la cabeza.
– No tenemos gente así en nuestra familia -constató-. Y tampoco hay nadie así en su vecindad. Todo el mundo es gente decente.
– ¿Dónde vive ella?
– En Kirkeby -contestó Erik Mork-. En la calle Konvallveien. Es viuda, lleva sola muchos años. Pero nunca ha sido miedosa. Ahora está completamente trastornada, porque no entiende el significado de lo que ha ocurrido. ¿Qué quieren de ella?
Ellinor Mork tomó la palabra.
– La única manera de tranquilizarla es encontrar a los que le han hecho esto -dijo-. Para que puedan explicarnos por qué la eligieron precisamente a ella. Pues eso es lo que no entiende. Y nosotros tampoco. Ella está casi siempre sola, y no llama la atención. Va a la tienda todos los días, trabaja un poco en el jardín. Cosas así.
– ¿Se han puesto en contacto con el periódico? -preguntó Sejer-. ¿Con la sección de anuncios?
– No -contestó Eric-. ¿No son ustedes los que se ocupan de esas cosas?
Sejer empezó a intuir los rasgos de algo incómodo. Un plan minuciosamente meditado, una forma insonora de terror.
– Iré a hablar con su madre -prometió-. Primero me pasaré por el periódico. Si encuentro algo, se lo comunicaré a ustedes.
Erik Mork puso el dedo sobre el anuncio.
– ¿Se ha topado usted alguna vez con algo como esto?
– No -contestó Sejer-. Es realmente una broma nueva y muy grave. Nunca he visto nada parecido. ¿Y ese pequeño poema? -preguntó-. ¿Les resulta familiar?
Ellinor Mork puso los ojos en blanco.
– Ese poema es completamente imposible -contestó-. Mi madre no ha estado nunca enferma. Todo esto es una locura y el teléfono no deja de sonar, la gente se ha quedado aterrada al ver en el periódico que ella había muerto. Y cuando les decimos que todo ha sido una broma, se sienten aún más confusos. Supongo que eso es lo que el tipo pretende. Pues debe de ser un hombre. Quiere que ella se sienta aturdida, ¿verdad?
– ¿Qué le vamos a decir a mi madre? -preguntó Erik Mork-. Tenemos que tranquilizarla de alguna manera.
Sejer se quedó pensando unos instantes.
– Díganle que ha sido elegida al azar. Díganle que se trata de una broma de pésimo gusto que no tiene ningún sentido. Díganle que es un juego.
– ¿Así que eso es lo que piensan ustedes? ¿Que se trata de un juego?
– Por supuesto que no. Pero eso es lo que deben decir a su madre.
Sejer fue a buscar a Jacob Skarre.
Observó a su compañero más joven con una mirada interrogante.
– ¿Cómo habrías reaccionado tú si hubieras visto tu esquela en el periódico? -le preguntó.
Skarre ya había oído hablar de la falsa esquela. Abrió la boca para contestar, pero cambió de idea y se quedó callado, porque era un asunto que requería una valoración más meditada.
¿Qué habría pensado si hubiera visto esas palabras en el periódico una mañana mientras desayunaba?
Nuestro querido Jacob Skarre ha muerto hoy, a los treinta y nueve años. O esta variante: Nuestro adorado Jacob Skarre nos ha sido arrebatado de repente hoy. O, Jacob Skarre ha muerto hoy, tras una larga enfermedad.
– Yo habría reaccionado con horror, espanto y estupor -contestó-. Luego me habría echado a reír histéricamente durante un buen rato. Y habría pensado en todos mis conocidos. Que leerían esa misma esquela. Y que se lo creerían.
Se volvió hacia el inspector jefe.
– Supongo que se trata otra vez del glotón. Es ese animal salvaje de Bjerkas, seguro que sí. ¡Vaya despliegue de creatividad!
– ¿De qué crees que va ese proyecto suyo?
– Pone en marcha cosas -contestó Sejer-. Supongo que significa que tiene carencias. Seguramente es pobre en vivencias y en contacto con otras personas. A veces me imagino que su motivo es muy modesto, y que se trata de una carencia que es común a todo el mundo. Simplemente quiere llamar la atención.
Cuando los condujo a su cocina, Gunilla Mork se sentía incómoda y avergonzada.
– No me gusta molestar -dijo-, pero Erik y Ellinor insistieron en que lo denunciara. Me resulta un poco violento, sabiendo los problemas contra los que tienen ustedes que enfrentarse. Y yo con una miserable esquela en el periódico. Me hubiera gustado poder reírme de todo esto, pero la risa se me atasca en la garganta -explicó.
Se paseaba por la cocina sin saber muy bien cómo comportarse con dos hombres desconocidos en su casa.
– Creía que me quedaban unos buenos años -dijo exasperada-, pero al ver esa esquela en el periódico, todo se me vino abajo. Ahora ya no estoy segura de nada. Pero claro, eso de sentirse segura no es más que un engaño -añadió, con una débil sonrisa-. Pienso a menudo en eso. Pues todo puede ocurrir, y lo mismo hoy que mañana. Y me puede ocurrir a mí, soy muy consciente de ello. Pero los seres humanos somos muy hábiles en no hacer caso de las cosas. Ahora ya no. Es como si hubiese perdido algo. Esa esquela es como un mal presagio.
Por fin detuvo sus angustiados paseos por la cocina.
Sejer y Skarre la observaban mientras quitaba hojas secas de una maceta que había sobre la mesa. Tenía el pelo plateado y corto, y en las orejas llevaba unas minúsculas bolitas de oro. En realidad, ofrecía un aspecto muy juvenil.
– Hemos hablado con la sección de anuncios -dijo Sejer-. Por regla general, la esquela llega por correo electrónico desde la funeraria. Después de haber pasado por los correctores. Pero en este caso ha habido un fallo en las rutinas. Estamos en época de vacaciones, y hay muchos jóvenes suplentes trabajando. Uno de ellos ha cometido un error. Uno que ha querido ser muy amable.
– Bueno, bueno -dijo Gunilla Mork-. He salido en el periódico dos veces en un par de semanas. No está mal.
– ¿Por qué dos veces? -preguntó Sejer.
La mujer seguía quitando hojas de la maceta y se las iba guardando en la mano.
– Acabo de cumplir setenta años -explicó-. Con ese motivo Erik y Ellinor insertaron una simpática felicitación para mí, algo que me resultó tan grato que se me hizo un nudo en la garganta.
– ¿Guarda usted ese periódico? -preguntó Skarre.
Gunilla Mork fue al salón. Rebuscó en una cesta y volvió enseguida con el periódico. Skarre leyó el pequeño anuncio de felicitación y asintió.
– Seguramente fuera así como la encontró -dijo-. Vio este anuncio y se enteró de que usted vive aquí, en Kirkeby. Se enteró de su fecha de nacimiento. Y de los nombres de sus hijos, Erik y Ellinor. Con eso tenía todo lo que necesitaba para enviar la esquela. Esto explica mucho, en mi opinión. Y es positivo.
– ¿Cómo? -preguntó la mujer, incrédula.
– Significa que usted ha sido elegida totalmente al azar -explicó Skarre-. No es a usted en particular a quien intenta herir. Simplemente la encontró en el periódico.
– ¿Usted cree? -preguntó ella angustiada-. Pues ahora me estremezco solo con oír el timbre de la puerta.
– No me extraña -dijo Skarre.
Elegida al azar, pensó Gunilla Mork. No es nada personal. Qué alivio. Volvió por última vez a su maceta a quitar otro par de hojas secas.
– Alguna desgracia tiene que haber en la vida de todo el mundo -dijo-. Los jóvenes no saben en qué emplear su tiempo. Así de simple.
De repente miró asustada a los dos.
– Acabo de acordarme de ese bebé de Bjerketun -dijo-. Ese bebé que estaba durmiendo en el jardín. ¿Puede haber alguna relación?
– No lo sabemos -contestó Sejer.
– Es curioso -insistió la mujer-. Hay cierto parecido. Tal vez algún tonto haya decidido darnos a todos un susto de muerte.
– Aún no podemos sacar esa clase de conclusiones -dijo Sejer-. Sería muy precipitado.
Gunilla Mork se acercó al armario de debajo del fregadero y abrió una puerta. Luego tiró las hojas secas al cubo de basura.
– Bueno, yo tengo mi teoría -dijo-. Aquello también fue un presagio de muerte.
– Por lo demás, ¿ha sucedido algo fuera de lo normal los últimos días que quiera usted mencionar? -preguntó Sejer-. ¿Alguien la ha llamado por teléfono o a la puerta? ¿Se acuerda de algo fuera de lo común?
Ella reflexionó unos instantes y se encogió de hombros.
– Nada que me haya parecido inusual -contestó-. Ellinor se pasa por aquí a menudo. Una amiga viene a verme una vez por semana. Almorzamos juntas. Y de vez en cuando aparece algún vendedor ambulante. Hoy mismo, sin ir más lejos, se presentó un chico joven ante mi puerta, creo que estaba buscando trabajo. Un estudiante polaco que necesitaba ingresos. Pero yo seguía tan alterada por esa esquela del periódico que le cerré la puerta inmediatamente. A decir verdad, me arrepiento un poco, porque seguramente era un buen chico. Hablaba un inglés muy pobre -añadió-, así que se había hecho un cartel de él mismo en una vieja caja de pizza.
Habían empezado a ponerle diferentes apodos.
En las redacciones de los periódicos y en la boca de la gente tenía ya toda clase de nombres ocurrentes, a cual más ingenioso. Niño querido tiene muchos nombres, pensaba Johnny Beskow conforme iba llegando a sus oídos lo que la gente decía de él. Por fin se había convertido en alguien, y la gente se veía obligada a tenerlo en cuenta. Estaba encantado con ese juego que había puesto en marcha. Voy a jugar durante mucho tiempo, pensó Johnny Beskow.
Esperad y veréis.
Se paseaba en su Suzuki roja por todas partes donde había gente, y observaba a las personas con la fascinación del investigador, como si fueran animales exóticos. Le parecían extraños. El final del verano se acercaba y la gente estaba en sus jardines. Johnny Beskow veía a niños saltando en camas elásticas, a mujeres que cuidaban las flores de sus jardines, a hombres que lavaban sus coches en el patio. Un hombre estaba en cuclillas pintando la verja, una mujer recogía la colada de las cuerdas. Le gustaba todo eso. Le gustaba esa vida bulliciosa, esa ropa blanquísima ondeando al viento, y el olor a pintura. Le gustaba, y quería destrozarlo. Todo el mundo vive al borde del precipicio, pensó, y yo los haré caer.
Después de haberse paseado en moto por los barrios de chalets durante un buen rato, se dirigió al centro comercial de Kirkeby. Aparcó, subió en el ascensor hasta la primera planta y buscó la sección de juguetes, donde se puso a mirar los estantes, cogiendo de vez en cuando algún que otro objeto para observarlo más de cerca. En momentos como ese, volvía a ser un niño. Entregado a ese silencioso placer de ver un juguete bonito, un material exquisito, una función divertida. Se quedó un buen rato admirando un coche deportivo rojo, una bolsa con animales africanos de plástico, cajas de Lego y Playmobil. Tras mirar durante un rato, encontró lo que buscaba: máscaras de distintas clases. Las cogió una tras otra, estudiándolas detenidamente. Una máscara de gorila, otra del Pato Donald y otra de una cara de cerdo. Las máscaras estaban hechas de látex, y eran suaves y agradables al tacto. Se acercó la de gorila a la cara, y miró por los estrechos agujeros hechos para los ojos. Impresionaría a cualquiera. En otro estante había una serie de animales de peluche, la mayoría osos, pero encontró también un cerdo y un conejito. Bajó el conejito del estante. Era de peluche blanco y tenía un hocico rosa con un bigote de pelos largos y finos, uno de esos animalitos que encantaban a las niñas y que se llevaban a la cama por las noches. Él sabía que en algún que otro momento le sería útil. Hay que pensar a largo plazo, Johnny, se dijo a sí mismo, sigue tus impulsos y cómprate ese conejito tan mono. Fue a la caja y pagó. Su capital se redujo considerablemente. Después de colocar la máscara de gorila y el conejito debajo del asiento de la moto, siguió camino hasta Bjornstad, hacia la casa de su abuelo. La niña de la trenza pelirroja apareció en el momento en que entró en la calle Roland. Esta vez no estaba sentada en la piedra, sino a horcajadas en una bicicleta marca Nakamura. Johnny se fijó en que la niña llevaba una camiseta con letras en la espalda: «Banda de música del colegio de Hauger». Ajá, pensó, conque tocas en una banda. Muy útil saberlo.
– Cara de pez -le gritó la niña.
Johnny Beskow optó por ignorarla. A pesar de que le costaba un gran esfuerzo reprimir la ira. Nada de oxígeno para este incendio, pensó, aún no. Yo soy especial. Soy paciente. Me ocuparé de esa niñata cuando llegue el momento, y sabe Dios que lo sentirá. Paró delante de la casa de su abuelo y aparcó la moto. Antes de entrar sacó rápidamente el correo del buzón. El viejo estaba sentado en su sillón con los pies sobre el escabel. Hacía un calor sofocante en el pequeño salón.
– Hola, abuelo -gritó-. ¡Aquí está el correo!
Henry levantó la mano a modo de saludo. Tenía la frente cubierta de gotas de sudor. A su manera torpe había intentado quitarse la chaqueta de punto, sin conseguirlo.
– Tenemos que ventilar un poco -dijo Johnny-. Hace mucho calor.
Henry hizo un gesto negativo con la cabeza.
– Si abrimos entran las avispas -se quejó-. Son muy venenosas en esta época del año.
– Entonces tendremos que buscar otra solución -opinó Johnny-. No puedes estar aquí sentado con este calor, te va a doler la cabeza. Mira, el banco te ha enviado el extracto de la cuenta. ¿Lo miramos?
Abrió el sobre y enseñó el papel al anciano.
Había poquísimos movimientos en su cuenta, y una cantidad mensual fija dedicada el ahorro durante muchos años se había convertido en una considerable suma.
– Novecientas setenta y tres mil coronas, abuelo. Joder, todo lo que has ahorrado.
Henry miró fijamente y con los ojos entornados las cifras. De repente parecía preocupado.
– Me alegro de poder dejar algún dinerillo, pero mucho me temo que tu madre se lo gaste todo en vodka. Tengo miedo de que ese dinero no te llegue. Se puede comprar una tremenda cantidad de vodka con novecientas setenta y tres mil coronas.
Permaneció unos instantes sentado con el papel en las rodillas y una profunda arruga en la frente.
– ¿Cómo podemos conseguir desheredarla, Johnny? ¿Se te ocurre alguna idea?
Johnny Beskow meditó un buen rato.
– No podrá ser desheredada hasta que no la palme -dijo desanimado.
Dobló el papel y volvió a meterlo en el sobre. Luego se quedó pensando.
– Por cierto, esa niña tonta ha vuelto a gritarme hoy -añadió-. La tal Else Meiner. Me ha llamado cara de pez.
Henry sonrió con ganas, dejando a la vista todos sus amarillentos dientes.
– ¿Te has mirado en el espejo últimamente? -preguntó.
– ¿En el espejo? ¿Por qué me preguntas eso?
– La pregunta es: ¿te pareces a un pez?
– Pues no -contestó Johnny.
– Justo. Entonces, ¿por qué te enfadas, si sabes que no es verdad?
– Ella toca en la banda del colegio de Hauger -dijo Johnny,
– Lo sé. El sonido de su trompeta llega hasta aquí. Ensaya algunas veces por la noche. He oído bravuras y trozos de muchas piezas conocidas. Es bastante buena, ¿sabes?
– ¿Ensayan en el colegio? -preguntó Johnny-. En el colegio de Hauger, quiero decir.
– Supongo que sí. Suelen ensayar los jueves, creo. La he visto montada en su bicicleta con la caja de la trompeta sobre el transportín, y está fuera un par de horas. Es como tú, va por todas partes con su bici azul. Me parece oír zumbidos aquí dentro -añadió-. ¿Puedes mirar si es una avispa? No suelo equivocarme en lo que respecta a ese sonido.
Johnny se levantó y dio una vuelta por el caluroso salón, mirando en todos los rincones, levantando las cortinas y los cojines del sofá.
– Es un moscardón -dijo-. Grande como una casa. Lo aplastaré. Esos bichos contagian de todo -añadió-. No doy nada por esas defensas tuyas.
– Yo tampoco -dijo Henry.
Johnny encontró un viejo número de la revista de la parroquia, lo enrolló formando un tubo y se puso a dar golpes. Cuando hubo despachado al moscardón, volvió a sentarse en el puf a leer el periódico. Pero se saltó la historia de la esquela falsa, que ocupaba toda la última página. Luego fue a la cocina a preparar unas rebanadas de pan. Puso salami y pepino encima, preparó limonada en una jarra y metió unos cubitos de hielo. Luego abrió a escondidas la ventana de la cocina para que entrara un poco de aire en la casa. Comieron las rebanadas en silencio.
La dentadura postiza de Henry chasqueaba al masticar.
– Te daré un poco de dinero -dijo-. Para gasolina.
– Gracias, abuelo.
– Cuando seas mayor podrás irte de casa -añadió-. A vivir tu propia vida.
– Primero tendré que buscarme un trabajo -contestó Johnny.
Al cabo de un rato el viejo se durmió con la boca abierta y el pecho lleno de migas. Johnny se levantó y dio una vuelta por el salón mirando las fotos de las paredes. Había varias suyas de niño con pantalones cortos, el pelo rubio, y unas minúsculas zapatillas de deporte con cordones rojos. Supongo que fui un niño normal, pensó, no recuerdo haber sido difícil. O tal vez lo fuera sin saberlo. Rebuscó en la memoria buenos recuerdos, pero lo único que podía encontrar era el ruido de puertas que se cerraban. Y luego algunos recuerdos de su madre, que siempre estaba de espaldas, inclinada sobre la encimera de la cocina, angustiada por algo. Recordaba que los pasos de su madre eran duros y decididos, y que hacía mucho ruido con puertas y cajones. Una tormenta eterna que iba asolando de habitación en habitación. Luego estudió la foto de su abuela, que había muerto joven, y a quien nunca había conocido. Pero en la foto parecía buena y dulce. ¿De dónde le venía toda esa maldad? ¿Cuándo empezó a crecer en él? La última era una foto suya, a horcajadas sobre la Suzuki roja, con el casco bajo el brazo. En un pequeño armario con puerta de cristal su abuelo guardaba varios premios que había ganado jugando al bridge, y encima de la estantería de libros había un urogallo disecado que lo miraba fijamente con ojos de cristal negros. De pequeño tenía miedo de que el pájaro cayera sobre él y le hiciera picadillo con su afilado pico. Volvió a sentarse en el puf. Cogió la mano de Henry y la apretó con cuidado. El viejo abrió los ojos.
– Vaya -dijo-, veo que todavía estoy vivo. No está mal.
– ¿Has soñado algo? -le preguntó Johnny.
Henry se quedó pensando.
– No, nada de nada.
– Cuéntame cómo es ser viejo -le pidió Johnny.
Henry Beskow hizo un gesto con una mano y dejó escapar un gruñido de descontento.
– Es pesado -contestó-. Es como nadar en agua espesa.
– ¿Por qué eres alérgico a las avispas, abuelo?
– No lo sé. Es uno de mis defectos.
– ¿Y cómo de alérgico eres? ¿Mortalmente alérgico?
– Pues sí, je, je. Mortalmente alérgico.
– Pero ¿cómo se muere uno en un caso así? -quiso saber Johnny-. ¿Qué es lo que ocurre?
– Se me hincha la garganta -explicó Henry-. Da lo mismo dónde me pique la avispa. Me falta el aire. Cierra la ventana de la cocina antes de irte -añadió-. Sé que la has abierto. Y cógete doscientas coronas del frasco de encima de la nevera. Así tendrás para gasolina. O para esas cosas que los chicos necesitáis.
Johnny le acarició la mejilla seca y arrugada.
No había rastro de Else Meiner cuando salió a la calle.
Lily Sundelin estaba hojeando el periódico.
Al mismo tiempo tenía un ojo puesto en Margrete, que estaba sentada en una pequeña hamaca a sus pies. De vez en cuando levantaba un pie y daba un suave empujón a la hamaca para que se meciera, y entonces el regordete bebé sonreía con sus encías desdentadas. Su marido, Karsten, sentado junto a la mesa del comedor con un crucigrama, las contemplaba a hurtadillas. Han sucedido tantas cosas, pensó. Lily está completamente cambiada. Ahora tiene otra voz, otra mirada.
Otra sensibilidad.
Ella levantó la cabeza, lo miró y señaló el periódico.
– ¿Has leído lo de la falsa esquela?
Karsten dejó el bolígrafo y asintió.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Es que no sabes leer?
Lily dobló el periódico y lo dejó sobre la mesa con gesto irritado. Luego se inclinó sobre la hamaca y acarició la mejilla de Margrete.
– Puede tratarse del mismo tipo -dijo-. El mismo que vino a nuestro jardín. Seguro que es él.
Karsten Sundelin volvió a coger el bolígrafo y escribió una palabra en el crucigrama.
– Exactamente. La gente no habla de otra cosa. Pero en este asunto hablar no sirve de nada.
De nuevo lo invadió una sensación desconocida. Una fuerza que salía desde el fondo de su ser, algo que le impedía respirar. Como si un nuevo Karsten Sundelin estuviera creciéndole por dentro, un Karsten que había estado adormilado y ahora quería salir.
El que no se venga no hace nada bien, pensó. Era un viejo refrán noruego. ¿Por qué ya no estaba vigente? ¿Por qué ahora era el Estado el que tenía que vengarse en su nombre y en el de Lily? ¿Por qué tenían tantos derechos los condenados? ¿Por qué merecían respeto y comprensión? ¿No se habían portado tan mal que se les debían quitar esos derechos?
– Algo terrible le habrá pasado en la vida -opinó Lily- si se comporta de esta manera.
– En todas las vidas sucede algo -dijo Karsten.
Se levantó y se acercó a la hamaca, cogió a la niña en brazos y la apretó contra él. Notó la boquita mojada del bebé en el cuello y el olor a la pequeña se le subió a la cabeza. Algunas veces estaba a punto de llorar, porque Margrete era un milagro. Margrete era su futuro y su vejez, era la esperanza y la luz. Era la última cifra de la clave de la cámara acorazada de lo más profundo de él. Y por fin había tenido acceso a la verdad sobre sí mismo.
Había encontrado a un guerrero.
Volvió a poner de nuevo con mucha delicadeza a Margrete en su sillita, y regresó a su crucigrama.
– La venganza es dulce -dijo de repente Lily.
– Eso dicen -respondió Karsten-. Yo nunca me he vengado de nadie, pero supongo que es verdad.
– Pero ¿por qué dulce? -preguntó ella-. ¿No es una frase muy rara?
– Supongo que las hormonas aparecen a chorros cuando uno por fin puede vengarse. Algo así. No sé, no entiendo de esas cosas.
Se puso las manos en la nuca y estiró sus largas piernas.
Lily pudo ver que su marido estaba pensando en algo, porque sus ojos verdes se habían entornado. ¿Lo amo?, pensó ella de repente. El pensamiento pasó velozmente por su cabeza y se sintió asustada. Supongo que estoy obligada a amarlo, pensó a continuación, pues somos él y yo. Para siempre.
– Cuando reprendes a un perro -añadió Karsten-, lo haces inmediatamente. El perro roba una albóndiga de la mesa de la cocina, y le das un cachete en el hocico. Tienes que hacerlo en ese mismo instante, porque si el perro no recibe el castigo en el transcurso de tres segundos, jamás verá la relación entre la albóndiga y la mano que le pega.
– ¿Por qué hablas de perros? -preguntó Lily.
Karsten vaciló un instante, midiendo cuidadosamente sus palabras.
– Puede que nuestro sistema sea justo -dijo-, pero es demasiado lento. Y lo que es demasiado lento no es eficaz, no surte ningún efecto. Un imbécil comete un delito. Al cabo de un tiempo es arrestado y espera varios meses a que le salga el juicio. Luego viene el litigio, al imbécil por fin lo juzgan y entonces naturalmente, quiere recurrir. Y si es condenado, volverá a recurrir de nuevo. Entonces habrá un nuevo juicio, y lo pondrán en lista de espera porque no quedan celdas libres. ¿Cómo va a ver ese idiota la relación?
Karsten gesticulaba violentamente con las manos.
– Ponle las esposas el lunes, júzgalo el martes y mételo en la celda el miércoles -dijo-. Así dejará de robar albóndigas.
Dio un puñetazo en la mesa para indicar la gravedad del asunto.
– Eso no puede ser -objetó Lily-. No tenemos una sociedad ideal. Y tampoco somos perros -añadió, mirando de reojo a su marido.
Cogió a Margrete y la puso sobre sus rodillas.
– También los delincuentes tendrán cierta capacidad mental -dijo-. Y claro que ven la relación. Lo más importante es que el acto tenga una consecuencia, ¿no? Además, es algo que queda para siempre en su historial. Luego van por la vida marcados -dijo Lily muy dramática.
– ¿Capacidad mental?
Karsten Sundelin resoplaba.
– ¿Tú crees que ese idiota que estuvo en el jardín tiene capacidad mental?
– Sí -contestó Lily-. Lo creo. Incluso puede que sea muy listo. Por eso le tengo miedo. Precisamente por ser tan astuto.
– Pero no debes tenerle miedo -exclamó Karsten-. ¡Tienes que estar furiosa! -añadió, dando otro puñetazo en la mesa.
Lily cerró los ojos. Nunca había estado furiosa por nada. Era incapaz de poner en marcha esa clase de sentimientos. Muy dentro de ella podría arder algo sin humo, pero, en cuanto subía a la superficie, se convertía en un llanto desesperado. Había algo desesperanzador en todo aquello, algo inherente a ella, el que fuera incapaz de gritar o pegar, el que no pudiera rabiar, como rabiaban otros al ser víctimas de alguna vejación. Ella se encogía en un rincón y se lamía las heridas. Soy una víctima, pensó. Iría voluntariamente al matadero si alguien me lo pidiera.
– Sí, sí -dijo en voz alta-. Uno tiene derecho a pensar lo que quiera. Lo más importante es que nosotros seamos mejores personas que él. Que lo demostremos dejando a las autoridades que se ocupen.
– Pero solo lo hacen en parte -objetó Karsten.
La miró con los ojos entornados.
– ¿Qué haremos si no lo cogen?
Lily meció a la niña en sus brazos.
– No hay absolutamente nada que podamos hacer en ese caso -contestó.
Hannes y Wilma Bosch llevaban quince años viviendo en Noruega, y se habían hecho una amplia casa de madera en el camino hacia Saga. En la parte de delante tenían un porche en el que había un balancín con cojines de flores. El pequeño Theo estaba meciéndose en el balancín. Theodor Bosch acababa de cumplir ocho años, y uno de sus grandes héroes era el transformer Optimus Prime, del que tenía un ejemplar. Un robot que mediante un par de giros de la mano podía convertirse en un coche. El otro héroe de su vida era el aventurero Lars Monsen. Theo estaba obsesionado con Lars Monsen. Lo tenía en DVD, en la pared sobre la cama y en la estantería de los libros. En su habitación tenía incluso un enorme muñeco de cartón de Lars Monsen. De tamaño natural. Lo había conseguido suplicando a los de la librería de Kirkeby, y luego lo había transportado él mismo debajo del brazo, bajando por la larga escalera mecánica, hasta el coche de su padre. El famoso aventurero era por tanto lo primero que veía al abrir los ojos por las mañanas. El tal Lars Monsen, con su pelo de salvaje y sus ojos rasgados. Por las noches, Theo soñaba que le habían regalado una caña de pescar como la de Lars Monsen, y que tenía una tienda de campaña y una canoa como las suyas. Soñaba que remaba por los lagos con un rifle a la espalda y un cuchillo en el cinturón. Soñaba que iba por lagos helados, calentándose las manos delante de una hoguera, que asaba truchas en las llamas y que separaba la carne de las espinas con afilados dientes de hombre de tierras vírgenes.
Pero Theo era un chico flacucho de ocho años, y le quedaba mucho camino hasta el mundo de los adultos y la vida en tierras salvajes. Aunque soñar sí se le daba bien. Su imaginación no tenía límites, y a veces lo transportaba a lugares salvajes y extraños. Pero su cuerpo estaba seguro entre los cojines del balancín. Theo se mecía sin parar. Llevaba un pantalón corto color caqui y tenía las rodillas redondas y blancas, como patatas recién lavadas. Su madre, Wilma, estaba preparando la comida en la cocina. El cuerpo de su madre era fuerte y ancho, y le inspiraba mucha seguridad. Wilma Bosch era igual de sólida que el gran escritorio de roble del salón, que el banco de la cocina y que la madera de las paredes.
Eso pensaba su marido, Hannes Bosch.
Estaba en la puerta mirándola, y, cuando giraba la cabeza, también veía a su rubio hijo, que estaba meciéndose en el balancín. El sol de la tarde ardía en las paredes de troncos. Le gustaba escuchar ese susurro del gran bosque, su robusta y rubia mujer junto a la cocina, y su hijo de piernas flacas. Se sentía feliz en ese país fresco y limpio en el que vivían, con verdes abetos. Aquí se criaría Theo. Pasearía por los extensos bosques, se bañaría en los frescos lagos y respiraría el aire limpio. Unos leñadores habían tallado los grandes troncos y les habían levantado esa casa, un poco alejada de la gente. La familia tenía la sensación de tener su propio pequeño país. Detrás de la casa estaban enfilados los árboles, como soldados en guardia.
Theo se estaba retorciendo un mechón de pelo entre los dedos. El sol entraba ya bajo por el porche, el balancín se mecía lentamente. Wilma Bosch abrió el horno y sacó una fuente con un pudín de pescado. La casa entera olía a nuez moscada.
– Dile a Theo que venga -le ordenó Wilma-. Y pon la mesa.
Hannes fue al armario. Sacó tres platos azules de la estantería de arriba y cubiertos del cajón. Luego echó un vistazo al porche.
– ¿Estás dormido? Vamos a comer. Luego iremos tú y yo al bosque.
Theo dio un vuelco en el balancín.
– Tú y yo -repitió-. Y Optimus Prime.
Hannes se puso a cantar mientras ponía la mesa, porque en la radio estaba sonando Kristina de Wilhelmina. Quieres ser mía -chillaba Hannes- mi corazón está ardiendo. Wilma volvió su ancho trasero hacia él. En la cocina se oía el tintineo de botellas, lo que significaba que ella estaba abriendo dos botellas de cerveza para ellos y una Fanta para Theo. Luego se sentaron en torno a la mesa.
El pudín de pescado estaba cubierto por una corteza dorada de pan rallado.
– ¿Hasta el lago Snelle? -preguntó Theo, esperanzado.
– Si aguantas llegar tan lejos -dijo Hannes.
Comieron en medio de una tranquilidad imperturbable.
Luego ayudaron a mamá Wilma a recoger la mesa.
– Los hombres vamos a dar una vuelta por el bosque -dijo Hannes.
Se habían puesto ropa de andar y estaban listos para arrancar. Theo pateaba de impaciencia. Hannes llevaba una pequeña mochila a la espalda.
– ¡Tened cuidado con las víboras! -gritó Wilma.
Primero tenían que andar un trecho junto a la carretera nacional. Había muchos camiones que transportaban troncos y la carretera era estrecha y llena de curvas, razón por la que Hannes cuidaba de que Theo se mantuviera en la parte de dentro. Al cabo de quince minutos llegaron a un camino forestal llamado Glenna. Y poco después estaban junto a la barrera. Había tres coches aparcados en fila en el pequeño aparcamiento.
– Nos lo tomaremos con tranquilidad -dijo Hannes-, porque hemos comido mucho. Mira bien dónde pones el pie, ya oíste lo que dijo mamá: por aquí puede haber víboras. ¿Qué calzado llevas? Sandalias, por lo que veo. Bueno, no creo que las sandalias sean lo más apropiado, a Lars Monsen no le habría gustado nada. ¿Tú crees que Lars Monsen cruza Canadá en sandalias? Pero bueno… Pronto se pondrá el sol -añadió-, y entonces aparecerá el alce. Si tenemos suerte.
Theo miró a su padre con sus ojos azul claro.
– El alce -repitió-. Me apuesto algo a que se larga cuando nos vea a los dos.
Se rió ruidosamente, mirando a su padre para que le confirmara que estarían seguros.
– Claro que se largará -contestó Hannes muy convencido-. Supongo que se queda en algún sitio vigilándonos desde detrás de los árboles. Estamos en su territorio, ¿sabes? Al menos así lo verá él, ¿no crees? Tenemos que comportarnos bien, nada de gritar ni hacer ruido. La naturaleza merece nuestro respeto -dijo Hannes-. Todo el que anda por Glenna debe ser humilde y moverse con ligereza.
De repente se salió del camino y dio unos pasos bosque adentro. Theo lo siguió cuidadosamente, mirando dónde ponía los pies. Le parecía oír crujidos por todas partes. Luego se sentó en un tronco de madera, mientras Hannes cogía el cuchillo del cinturón.
– Todo el que anda por el bosque necesita un bastón para caminar -explicó-. Uno grande para mí y uno pequeño para ti. Para apoyarnos un poco. Y para espantarlas si llegan algunas alocadas vacas. No debes subestimar a las vacas -añadió-, son muy tontas, pero pesan como locomotoras.
Partió una rama de un árbol y se puso a quitarle todas las hojas y ramitas. Al final exhibió un palo con una punta blanca.
– Con esto puedes pinchar las percas cuando lleguemos al lago -dijo, dando el bastón a Theo.
Theo se lo acercó a la nariz, olía muy bien.
– Todo lo que necesitamos se encuentra en este bosque -dijo Hannes-. ¿Has pensado en ello? Comida y agua. Sol y calor. Aquí dentro podemos vivir y trabajar. Podemos cazar. Talar árboles y construir casas. Eso es lo que hacía la gente antiguamente. Fíjate, Theo, qué vida tan buena sería. Despertarse con la luz, dormirse con la oscuridad. Vivir con todos esos sonidos de pájaros y animales.
Theo asintió. Las palabras de su padre le hicieron entrar en un ambiente muy especial, mágico.
Luego Hannes se fabricó un bastón de caminante para él, más largo y más gordo. Theo fue incapaz de controlarse, se puso a saltar y a bailar con su mirada azul fija en las anchas espaldas de su padre. Al cabo de un cuarto de hora llegaron a un cruce de caminos. Había un cartel con varios mapas, y algunas indicaciones del Ayuntamiento:
EL BOSQUE ES PASTO DE LOS ANIMALES.
EL BOSQUE ES EL LUGAR DE TRABAJO DE LEÑADORES, CAZADORES Y PESCADORES.
EL BOSQUE ES RECREACIÓN Y EXPERIENCIA.
MOSTRAD CONSIDERACIÓN LOS UNOS CON LOS OTROS.
Theo leyó los consejos en voz alta y tono solemne. Padre e hijo se miraron y mostraron su acuerdo con un gesto de la cabeza antes de seguir andando. Al cabo de un rato pasaron por delante de la fuente de San Olav, y los dos bebieron un poco de agua fresca. Luego anduvieron cuarenta minutos hasta llegar al lago Snelle. Allí se sentaron en una piedra y contemplaron el lago. Hannes rodeó la espalda de Theo con un brazo.
– Tú y yo tenemos suerte -dijo.
Theo estaba de acuerdo. Sintió la fuerza del cuerpo de su padre y escuchó el susurro del gran bosque y de toda esa vida que los rodeaba.
– He traído algo de beber -dijo Hannes-. Mira.
Rebuscó en la pequeña mochila.
– Puedes elegir entre Fanta y Sprite.
Theo eligió Fanta. Se llevó la botella a la boca y bebió. Las burbujas hicieron saltar las lágrimas de sus infantiles ojos azules.
Hannes volvió a meter la mano en la mochila. Esta vez sacó unos prismáticos. Se los puso delante de los ojos y miró por ellos bastante rato, moviéndolos de un sitio para otro lentamente; primero contemplando el lago, luego las colinas al fondo.
– ¿Ves algo? -preguntó Theo.
– Ovejas -informó Hannes-. Arriba en las laderas. ¿Quieres mirar?
Pasó los prismáticos a Theo, que intentó encontrar las ovejas, pero tardó lo suyo. La imagen se mecía tanto ante sus ojos que se mareaba. Primero solo veía matorrales y una valla de piedra que no paraba de moverse, porque era incapaz de dejar quietos los prismáticos. De repente las encontró, como si se le hubiesen caído encima.
– ¿Tienes una imagen nítida? -preguntó Hannes-. ¿Las ves bien?
Theo asintió.
– Están comiendo -dijo.
– Sí -dijo Hannes-. Se pasan el día comiendo. Igual que las vacas. Vaya vida, ¿eh?
Theo se cansaba de tener los brazos levantados con los prismáticos, pero no quería soltarlos. Tampoco quería volver a casa. Quería estar sentado en ese lugar al lado de su padre para siempre, sobre esa piedra cálida junto al lago Snelle, con los prismáticos delante de los ojos.
– Mamá ya habrá fregado los platos -dijo Hannes.
– Y luego se habrá tumbado en el balancín -dijo Theo.
– Roncando tanto que los pajaritos habrán huido aterrados -dijo Hannes.
Los dos se rieron un buen rato de Wilma, a la que adoraban. Theo volvió a levantar los prismáticos. Las ovejas estaban posadas como bolitas blancas en la ladera verde. También divisó un viejo granero abandonado, y en la parte derecha de su campo de visión se veían unas vacas.
– Hay algo raro en una de las ovejas -dijo.
Hannes esperaba una explicación más detallada.
– Es diferente -añadió Theo.
– ¿Es negra? -preguntó Hannes.
Theo negó con la cabeza.
– No, más bien de color naranja.
– No digas tonterías. ¿Cómo va a ser de color naranja? Ves demasiadas películas.
Hannes se apoderó de los prismáticos. Por los lentes vio una oveja color naranja entre todas las blancas. Se movía normalmente, al parecer ignorante de su chillona singularidad. Lo que estaba viendo era tan poco habitual que se quedó mirando boquiabierto.
– No me lo puedo creer -dijo-. ¿Qué demonios le han hecho a esa oveja? Parece una naranja con cuatro patas.
Hannes soltó una carcajada que retumbó en el lago Snelle. Estuvieron un buen rato contemplando la oveja naranja, intercambiándose todo el rato los prismáticos, y, cada vez que le tocaba a Theo, se ponía muy nervioso con lo que veía. De repente se incorporó y se puso a correr de un lado para otro agitando los brazos. A Hannes le preocupaban los prismáticos, que eran de la gama más cara de la marca Carl Zeiss. No le gustaría que se cayeran a la roca.
– Siéntate -le ordenó a su hijo-. Tenemos que cuidar de nuestro equipamiento.
Theo se sentó obedientemente y devolvió los prismáticos a su padre.
– Alguien se ha despachado a gusto ¿Qué puede ser si no?
Miró otra vez a la oveja, no podía dejar de mirarla. Levantó los prismáticos y los volvió a bajar, mientras sacudía su pesada cabeza holandesa.
– ¿No es ese el color que usa la Dirección General de Carreteras? -preguntó-. Cuando señalan y realizan mediciones en la calzada. Un color de esos que brillan en la oscuridad.
– Las otras ovejas no hacen nada -comentó Theo-. Siguen comiendo como si nada.
– Eso es porque las ovejas son unos animales bastante tontos -explicó Hannes-. Tienen el cerebro del tamaño de una gominola.
Se levantó para ver mejor, y lo mismo hizo Theo. Los dos siguieron con la mirada a la extraña oveja. Luego Hannes sacó el teléfono móvil. Quería llamar al periódico local para informar sobre ese inusual descubrimiento. Mientras su padre llamaba, Theo se llevó la botella de refresco a la boca y bebió. Se sentía muy excitado.
– Me llamo Bosch -dijo su padre-. Hannes Bosch. Mi hijo y yo estamos junto al lago Snelle y nos hemos topado con algo increíblemente extraño. Envíen ustedes un periodista. Con cámara.
Escuchó un buen rato, luego hizo varios gestos con la cabeza, mientras le guiñaba un ojo a Theo.
– Realmente muy divertido -dijo-. No lo creerán hasta que no lo vean.
Theo volvió a dar un trago del dulce refresco. Cogió su bastón, se sentó y lo agitó mientras su padre hablaba con el periodista.
– A lo mejor deberían ponerse en contacto con el dueño de las ovejas y decirle que vaya a por una máquina de esquilar -dijo Hannes-. Habrá que rasurarla hasta la médula. Pero antes tomen la foto, por Dios. Je, je. No, no sé quién es el dueño de este rebaño, pero las ovejas están, como le he dicho, en las laderas de encima del lago Snelle. Unas cincuenta o así. Puede que sean de Sverre Skarning. Podrían empezar por él. Por mis prismáticos puedo ver que una de las ovejas lleva un distintivo amarillo y otro azul, si eso ayuda en algo. O si él pregunta, amarillo y azul.
Theo volvió a meter la botella vacía de refresco en la mochila.
– Podemos quedar con ustedes abajo en Skillet -dijo Hannes-, donde el cartel. Estaremos allí en cuarenta minutos. ¿Puedo prometerle a mi hijo que su foto va a salir en el periódico? Estupendo, se va a poner muy contento. Le facilito un titular provisional -añadió riéndose-. «¡Susto ovejuno en el lago Snelle!»
Se metió el móvil en el bolsillo.
Empezaron el camino de vuelta. Theo saltaba, bailaba y agitaba su bastón de caminante.
– Mamá no se lo va a creer -dijo.
– Lo mismo podríamos decirle que hemos visto un tigre bengalí -opinó Hannes.
Clavó el bastón con tanta fuerza en la tierra que se levantó la arena.
Theo miró entre los troncos, dentro del tupido follaje. Le parecía oír crujidos y susurros por todas partes.
– ¿Hay osos en este bosque, papá?
Hannes le sacudió el pelo.
– No hay osos tan al sur -contestó riéndose-. Solo ovejas de color naranja.
Llegaron a Skillet, donde se pusieron a esperar. Theo se sentó en la hierba, Hannes daba vueltas por el camino forestal, como un guarda.
– Vas a salir en el periódico, Theo. Será algo grande. Mamá se desmayará.
Theo asintió. Pidió a su padre que le sacara a Optimus Prime de la mochila para poder jugar con él mientras esperaban al hombre del periódico, y Hannes le alcanzó el robot. Luego extendió los brazos como alas y se puso a correr dando vueltas por el camino forestal con una enorme energía.
– ¿Qué estás haciendo? -gritó Theo tras él.
– ¡Soy el holandés errante! -gritó Hannes-. ¡Un proscrito sin parientes!
Luego se preparó para el aterrizaje, colocándose delante de su hijo.
– Pero ¿quién ha pintado a esa oveja? -quiso saber Theo.
– Algún estúpido -contestó Hannes-. Alguien a quien le gusta tomarle el pelo a la gente. Tal vez sea ese chiflado del que tanto hablan en el periódico.
– ¿Está aquí en el bosque ahora? -preguntó Theo mirando a su alrededor.
– Qué va -contestó Hannes-. Puedes estar seguro. Noruega es un país muy pacífico. No tenemos de qué preocuparnos. No tenemos guerra ni pobreza. Y el lugar más seguro de todos, Theo, es el bosque.
En ese momento el periodista apareció en la curva. El padre dejó a Theo llevar la conversación. Al final lo colocaron junto a un abeto con los prismáticos Zeiss alrededor del cuello, y fue fotografiado desde todos los ángulos. Más tarde, por la noche, estaba sentado con mamá Wilma en el sofá narrando los sucesos del día.
Sverre Skarning era un hombre de corta estatura, con botas de goma en los pies y una pipa curvada en la boca. Que la autoridad se tomara la molestia de pasar por su casa debido a una oveja color naranja le resultó sumamente divertido. Como tantos agricultores, parecía fuerte y sano, con mejillas sonrosadas y un pantalón de paño con tirantes.
Sejer explicó que se encontraban en las proximidades y que por eso habían ido a verlo. Por si tuviera alguna relación con esos extraños sucesos de los últimos tiempos.
– Bueno, bueno. -Skarning se rió entre dientes-. Al menos no han estropeado la carne. Eso ya es bastante.
– ¿Cómo está la oveja? -preguntó Sejer risueño.
Skarning puso un gesto de desesperación.
– La he metido en el establo. Le lloran algo los ojos, porque esos tipos han usado unos malditos productos químicos, supongo que saben de qué se trata. He guardado la lana. La tengo en el granero en un saco de plástico. Pueden enviarla a analizar -añadió.
Empezó a cruzar el espacio entre la vivienda y los establos. Como le sobraban algunos kilos, andaba de una manera pesada y oscilante, como un ganso.
– Pero lo de la oveja no fue lo peor -prosiguió-. Ese estúpido se dejó abiertas todas las barreras tras él. Mis ovejas andaban extraviadas por todas partes. Tuve que sacar el remolque y recogerlas. Me ayudó un vecino. Es muy peligroso cuando la carretera se llena de ovejas, pues los conductores corren el riesgo de salirse. Ese bobo no usa la cabeza.
Se acercó lentamente al establo. A lo largo de las paredes había maquinaria, y junto a la casa un Chevrolet azul. Entraron en el establo, agachándose y parpadeando con la débil luz. Ya dentro les sobrevino el olor, un olor a animal, excremento y pienso. La oveja se encontraba en un redil en la parte de más al fondo, y estaba completamente rapada. Pero el rabo seguía siendo de color naranja, y también las orejas. Skarre se echó a reír.
– Ni siquiera el lobo va a querer a esta oveja -opinó Skarning-. Si hubiera lobos por aquí. La pobre no está muy hermosa. Parece un animalillo de esos de punto que hacen las señoras de la Asociación de la Salud.
La oveja se puso nerviosa con tantas carcajadas retumbando en el establo. Skarning se metió en el redil. Tiró de las orejas del animal y luego se estudió los dedos.
– Este color solo desaparecerá con el tiempo -explicó-. Han utilizado una cosa muy asquerosa. Algún veneno en spray.
Miró hacia Sejer y Skarre, que estaban apoyados en la puerta del redil.
– Me lo tomaré con filosofía -dijo-. Peores cosas pueden pasarnos a los seres humanos. Pero por ahí anda suelto un bromista, de eso no cabe duda.
Dio un golpecito al trasero de la oveja. Salió del redil y cerró la puerta.
El sol les cegó la vista cuando salieron del establo.
– Deberíamos tomarnos un café -dijo Skarning-. ¿Tienen tiempo? Llamaré a mi mujer. No protesten. Las autoridades policiales no vienen a visitarme todos los días.
Se fue de nuevo hacia la casa, con las maneras prudentes de los campesinos, un poco inclinado hacia delante y con los brazos a la espalda. Sus grandes manos parecían duros tubérculos. Había perdido casi todo el cabello de la parte de arriba del cráneo, donde había una mancha reluciente quemada por el sol. Dejó las botas de goma en la escalera y condujo a los policías a una impresionante cocina. Por todas partes había relucientes ollas de cobre, muebles rústicos decorados con la pintura tradicional, y alfombras antiguas tejidas a mano en alegres colores. En un rincón había un gato dormido, gordo y rayado, como una caballa.
– Siéntense -les pidió Skarning.
Entonces una chica entró en la cocina, descalza y sin hacer ruido. O acaso fuera una mujer, resultaba difícil adivinar su edad, porque un pañuelo le cubría la cabeza y era menuda y con las mejillas muy lisas. Llevaba un fino vestido de verano, y tenía la mano derecha vendada. Al ver a los hombres se detuvo, saludó con la cabeza y murmuró su nombre, algo exótico que ellos no captaron.
– ¿Café? -preguntó Skarning, esperanzado.
La menuda criatura fue hacia la encimera. Debajo de la ventana había una gran máquina de café expreso de diseño moderno que en esa rústica cocina resultaba tan exótica como la chica. Tenía el pelo cubierto por el pañuelo, pero sus ojos eran negros y las cejas finas y delgadas. Manejó la máquina con manos experimentadas, su mano vendada no estaba del todo inmovilizada. Skarning cogió la pipa del cenicero y volvió a encenderla. Pequeñas nubes de un humo blanco y dulzón salían de su boca.
– Me he buscado una pequeña campesina con pañuelo -dijo, riéndose entre dientes-. No está mal, ¿a qué no? Maneja estupendamente esa máquina. De ese cacharro salé un café que no tiene igual. Nada que ver con esa porquería que hacen en los cafés de la ciudad.
Hizo un gesto con la cabeza señalando hacia la Amabilidad, que estaba junto a la encimera.
– Pero a veces tengo que ponerla en su sitio. Cuando se vuelve demasiado exigente. Entonces le meto la mano en el hierro de hacer gofres -explicó-. Y mantengo la tapadera baja mientras cuento lentamente hasta diez. Entonces ella vuelve a su sitio.
El hombre sopló varias nubes de humo blanco y las siguió hasta el techo con la mirada, donde se convertían en hilos que se retorcían en torno a una impresionante araña de hierro forjado.
Sejer se quedó mirando fijamente la mano vendada.
La Amabilidad echó agua en la máquina.
Su espalda era estrecha como la de una niña.
– Y no aprenderá nunca el noruego -prosiguió Skarning-, pero eso no importa. No la quiero para que ande por la casa expresando a todas horas sus opiniones sobre esto y aquello. Bueno, puede opinar sobre algunas cosas, tan mezquino no soy. Pero no tengo por qué estar escuchándola constantemente.
Volvió a chupar la pipa. Pof, pof.
– Tiene que limpiar -dijo-.Y hacerme cafés.
La Amabilidad dejó todo lo que tenía en las manos. Se volvió y los miró con sus ojos negros y almendrados. Luego atravesó la cocina, se colocó tras su marido, y se agachó a besarle la reluciente y quemada calva.
– No asustes a nuestros invitados -dijo ella-. Son de ciudad. No saben cómo son los campesinos. A lo mejor creen que estás hablando en serio. Mi viejo campesino.
Le dio otro beso. Luego se rió de buena gana, mientras agitaba la mano vendada.
– Fui al centro comercial a devolver un vídeo -explicó-. Pero la tienda estaba cerrada y tuve que meter la película por una rendija de la puerta. Después no podía sacar la mano. ¿Toman azúcar?
Sejer y Skarre asintieron a la vez.
Ella cerró el puño y dio un suave empujón a su marido.
– No bales tanto -le dijo-. Pasas demasiado tiempo con las ovejas. Pronto te saldrá lana a ti también.
Skarning dirigió una ancha y enamorada sonrisa a su mujer.
– Vengan a sentarse -les dijo-. Tráete unas cucharillas, y podremos remover todos un poco. Ay, deberíamos haber tenido una copita de aguardiente -añadió-, pero supongo que están ustedes de servicio. Ja, ja, los de la policía siempre están de servicio.
La Amabilidad se sentó junto a la mesa. La porcelana tintineaba cuando todos se pusieron a remover el café.
– Estaba aquí con un comprador de huevos cuando llegaron los del periódico local -dijo ella-. Sverre se fue en el coche con el remolque a recoger la oveja naranja. Y a todas las que habían invadido la carretera.
– ¿Un cliente de huevos? -preguntó Sejer.
– Tenemos unas cuantas gallinas -explicó la mujer-. Y vendemos los huevos que nos sobran. No se lo digan ustedes a nadie, porque no nos da la gana declarar esas míseras coronas, nadie de por aquí lo hace. Vino un hombre y se llevó un cartón entero. Nos quedamos charlando un buen rato. Luego pasó otra media hora y Sverre volvió. Cuando vi lo que traía en el remolque casi me desmayo -añadió.
Se ajustó el pañuelo. Era de color burdeos con flores doradas.
– ¿Quién utiliza por aquí los caminos forestales? -preguntó Sejer.
– Todos los que viven aquí en Bjerkas -contestó Skarning.
Dio unos sorbos del expreso caliente haciendo un ruido de placer que indicaba lo bueno que estaba.
– También viene gente de Kirkeby a montar en bici o a pescar en el lago Snelle. En otoño esto está plagado de polacos que vienen a coger frutos del bosque. Por aquí hay mucho tráfico. Los que vienen en coche aparcan junto a la barrera. Así que ¿qué opinan ustedes? ¿Se trata del mismo chiflado, que ahora quiere mostrarnos que también tiene sentido del humor?
– Es demasiado pronto para decir algo sobre eso -opinó Sejer.
– ¿Cuál es el castigo por pintar una oveja con spray? -preguntó la Amabilidad.
Sejer no supo qué contestar.
– Vayan a por palos al granero y pondremos aquí una picota para exponer al tipo ese a la vergüenza pública.
A la vuelta pasaron por el lago Skarve y entraron en el supermercado Spar a comprarse algo de beber. Anduvieron un rato entre los estantes, y los dos cogieron alguna que otra cosa.
– Parecía una quinceañera -dijo Sejer.
Se estaba refiriendo a la Amabilidad.
Skarre negó con la cabeza.
– No tienes ni idea, Konrad. Como mínimo tiene treinta. ¿Por qué no usas gafas? -añadió-. Estás bastante miope.
Estaban junto al mostrador de congelados. Skarre eligió un paquete, lo estudió y lo volvió a dejar en su lugar.
– También podrías hacerte lentillas -dijo-, o someterte a una operación de láser. Luego verías como una anguila. Cuesta treinta mil, pero te lo puedes permitir.
Cogió un enorme bloque congelado de la cámara. Estaba empaquetado en plástico y era casi negro. Lo sopesó en una mano.
– Vaya, mira lo que he encontrado.
Miró el precio en la etiqueta.
– ¿Sabes lo que es? -preguntó.
– No -contestó Sejer-. Como bien has dicho, soy miope.
– Uno coma dos kilos -leyó Skarre-. Precio: treinta y dos coronas. Fecha de caducidad: octubre de 2008. Es sangre. Sangre congelada. ¿Qué me dices?
– Treinta y dos coronas -dijo Sejer lacónicamente-. Cogió el bloque congelado de la mano de Skarre y lo estudió a fondo.
– Venden sangre -dijo extrañado-. ¿Quién puede comprar esto?
Skarre se encogió de hombros.
– Las mujeres de las granjas, tal vez. Hacen pudín de sangre y cosas así, ¿no?
Sejer fue hacia el mostrador de productos frescos con el bloque en la mano. Allí se dirigió a un tipo robusto con delantal blanco.
– Hemos encontrado este bloque en el mostrador de congelados -explicó-. Y ahora tengo una pregunta: ¿vende usted mucho de esto al cabo del año?
El hombre negó con la cabeza.
– No, no, solo una pequeña cantidad -contestó-. Encargué diez litros en primavera. Por ahora habré vendido dos, creo. Pero tiene que formar parte de nuestra oferta. Pueden decir lo que quieran, pero las cosas hechas con sangre son muy sanas. Y saben bien, aunque no lo crean. Lo que pasa es que la gente tiene miedo a probarlo. No son más que prejuicios -dijo con sensatez.
– ¿Quién compra esto?
– Eso tendrán que preguntárselo a las cajeras -contestó-. Yo no controlo esas cosas.
– ¿Es sangre de buey?
– Exacto.
Sejer se paseó por entre las estanterías y encontró la caja. Puso el paquete de sangre congelada sobre la cinta, y reconoció a Britt, con la pequeña espada perforándole la ceja.
– No lo marques -se apresuró a decir-. Solo quiero hacerte una pregunta. ¿Recuerdas haber vendido un paquete como este hace poco?
La cajera leyó la etiqueta. Vio que era sangre e hizo un gesto negativo con la cabeza.
– ¿Hay más gente aquí que trabaje en la caja? -preguntó Skarre, echando un vistazo a su alrededor.
– Hoy no -contestó la chica-. Pero en total somos tres cajeras. Gunn, Ella Marit y yo. Nos vamos turnando. Hoy estoy yo sola. Ni siquiera puedo comer -dijo algo ofendida, apartándose el mechón blanco y negro de la frente.
Skarre sacó una tarjeta de visita del bolsillo interior y se la dejó en la cinta.
– Habla con las otras dos -dijo-. Pregúntales si recuerdan a alguien que haya comprado sangre de buey. Luego me llamas enseguida y me cuentas los detalles.
Ella asintió, muy interesada. Cogió la tarjeta y la sostuvo un instante en la mano antes de metérsela en el bolsillo de su uniforme verde de Spar. Luego marcó lo que Sejer había comprado: una botella de agua con gas, una Coca-Cola y dos periódicos.
– ¿Sueles fijarte en lo que compra la gente? -preguntó Skarre.
La chica ladeó la cabeza y frunció los labios, haciéndose de rogar.
– A veces. Porque conocemos a la gente. Sabemos lo que comen y esas cosas.
– Ponme algún ejemplo -le pidió Skarre-. De cosas en las que te fijas.
Tal vez le resultara demasiado embarazoso reconocer que tenía mentalidad de espía, de manera que vaciló, debatiendo consigo misma sobre su reputación, mientras miraba de reojo a Skarre.
– Si la gente compra paté de pulmón, me fijo -admitió-. Porque no entiendo que la gente pueda comer pulmones. Tienen una pinta asquerosa, son grises. Un poco esponjosos. Entonces los miro fijamente.
– Yo tampoco lo entiendo -apuntó Skarre-. ¿Quién compra paté de pulmón?
– Los viejos -contestó ella-. Y luego sé quién bebe, claro. Los que vienen aquí a comprar cerveza. Y también sé los que se lo pasan muy bien con las chicas.
Señaló un estante del que colgaban condones. Perfil y El Genio Acuático. Con estrías, colores y sabores.
– Hay una señora que compra paracetamol todos los días. Debe de tener muchos dolores. Le tiemblan siempre las manos. Me fijo en cosas así. Y si alguien comprara sangre, me acordaría. Ni siquiera sabía que la vendiéramos. ¡Madre mía, es más de un litro!
De repente la chica entendió la relación con el bebé de Bjerketun, y puso cara de susto. Skarre metió la compra en una bolsa y se fijó en el distintivo que la chica llevaba con su nombre.
– Entonces me llamas, Britt -le dijo con una sonrisa.
Ella sacó de la bata la tarjeta que él le había dado y la miró más de cerca.
– Vale, Jacob -dijo, sonriente-. Te llamaré.
Más tarde, de camino a su domicilio, Sejer se detuvo junto a la casa de su hija.
Aparcó el Rover en el bordillo y se acercó a la vivienda, se volvió para controlar su aparcamiento, vio que el coche estaba perfectamente aparcado y llamó al timbre.
Ingrid le acarició la mejilla y lo condujo al interior. Cuando su padre estuvo bien sentado en una silla, se puso delante de él con los brazos cruzados.
– ¿Sabes lo que ha pasado? -le preguntó en un tono muy dramático-. A Matteus le ha dado un tirón en un músculo del muslo.
– ¿Qué me dices? -preguntó Sejer asustado-. ¿Es grave? ¿Cuándo ha sido? ¿Se cayó?
– Ayer -contestó su hija, muy seria-. Mientras ensayaba, haciendo el espagat.
– ¿Dónde está ahora?
– Le están dando un masaje. Me pone de los nervios ese cuerpo suyo. Siempre le pasa algo. Así es el ballet. Erik lo dice sin rodeos: es algo muy poco sano.
Erik, el marido de Ingrid, era médico y sabía mucho de esos temas.
Ella se sentó frente a él y puso las manos sobre la mesa. Sejer puso las suyas sobre las de ella como si fuera una tapadera. Cuando era pequeña, jugaban a que las manos eran pajaritos que él encerraba para que no se fueran volando. Luego siempre los dejaba irse, y ella gritaba de gozo cuando su padre intentaba capturarlos de nuevo. Tal vez ella también se acordara, porque le sonrió por encima de la mesa. Luego volvió a ponerse seria.
– Todo gira en torno a su cuerpo -dijo Ingrid-. En cómo funciona, en su capacidad, en sus músculos, en su agilidad y su fuerza. Y en sus debilidades. Es una eterna tortura.
Sejer notó cómo los dedos de Ingrid se movían dentro de las palmas de sus manos mientras hablaba. Le hacían cosquillas.
– Y luego todos los suplementos que necesita -prosiguió-. Vitaminas y minerales para estar siempre en una forma óptima. Y todo lo que no puede comer. O beber. Y lo que no puede hacer. Tanto sacrificio.
Sejer dio un apretón a las manos de su hija.
– Te está tomando el pelo, Ingrid. Ya sabes cómo es. El otro día fuimos a una hamburguesería y se zampó una enorme hamburguesa con queso. Y patatas fritas y salsa.
Ella parpadeó, alterada. Luego se echó a reír, una risa nerviosa.
– ¿Una hamburguesa con queso? ¿De verdad?
Sejer asintió.
– Bueno -dijo ella-, pero lo que cuenta es el día a día.
Puso morros como una niña ofendida.
– Yo me esfuerzo y hago la comida que él me pide aquí en casa. Y luego va y come hamburguesas contigo. Vaya. Qué traidor. Y tú también, ahora que lo pienso.
– Supongo que se trata de un privilegio de abuelo tener derecho a ser la excepción a todas las normas -comentó Sejer sonriendo.
– Algunas veces desearía que se cayera y se rompiera la pierna -proclamó Ingrid.
Sejer abrió los ojos de par en par.
– Porque así se vería obligado a quedarse sentado en una silla. No le quedaría más remedio que descansar. Todos los días durante semanas.
– No conseguirás que Matteus se quede sentado en una silla -dijo Sejer.
Ella suspiró como suspiran las madres cuando se preocupan por pequeñas cosas.
– Piensa en lo que tú hiciste cuando eras joven -le recordó su padre-. Lo dejaste todo para irte a un país en guerra civil. Dejaste atrás las comodidades, el confort y la seguridad. Ni siquiera sé muy bien qué hiciste allí abajo, en África, y casi prefiero no saberlo. Y allí conociste a Matteus y te lo trajiste a casa. A él tampoco le interesan las comodidades y el confort. Se expone a entrenamientos, malestar y dolor. Pero está contento. ¿No está contento, Ingrid?
– ¿Le has visto los pies? -preguntó ella.
– No.
– Bueno, no le pidas que te los enseñe. Es algo terrible de contemplar. La gente no sabe lo que es el ballet. Solo ven a personas que vuelan por encima del suelo; parece muy fácil. Tan puro, bonito y delicioso. Pero luego no hay más que lesiones y agotamiento perpetuo.
– Pero Ingrid -exclamó Sejer.
Su hija fue a la encimera y llenó una jarra de agua.
– ¿Tienes miedo a que no le den ese papel en El lago de los cisnes? -preguntó Sejer.
Ella se encogió de hombros.
– Supongo que sí.
– Entonces ya somos dos -dijo él-. Siéntate conmigo. Algunas zonas del mundo están en guerra. Nosotros no tenemos derecho a quejarnos.
Ingrid echó agua en dos vasos. Luego se rió de sí misma y de su preocupación.
– Y a ti, papá, ¿cómo te va la vida?
Sejer bebió.
– Dime la verdad -dijo ella-. ¿Piensas mucho en mamá?
Él dejó el vaso en la mesa con un estallido.
– No creo que piense mucho en ella -admitió-. Pero el recuerdo está siempre allí, como un ruido de fondo. Me vienen imágenes de cosas que hicimos de jóvenes. Recuerdos de la época en la que estaba enferma. Todo lo que tuvo que sufrir. Es un poco como vivir junto a una cascada -añadió-. Pasan los años y ese murmullo constante me agota. Jamás puedo sacármelo de los oídos. Pero ese ha sido el hogar que me ha tocado en esta vida.
– El hogar junto a la cascada -dijo Ingrid.
Su padre asintió.
– ¿Y tú? ¿Piensas a menudo en mamá? Dime la verdad -dijo, imitándola.
Ingrid se levantó y empujó la silla hacia atrás. Llevaba una rebeca de color lila, y tenía la espalda arqueada, igual que su madre. Sejer hizo un nuevo descubrimiento: intercalados entre los rubios cabellos de su hija vio algunos plateados. Sintió nostalgia. Ingrid, su hija, su niña, tenía ya algunas canas.
– No pienso mucho en mamá -confesó Ingrid-. Yo era muy pequeña.
Él no contestó nada a eso.
– Pero desde que ella murió, yo solo pensaba en ti -prosiguió Ingrid-. En dónde estabas. En cómo estabas. Siempre escuchaba tus pasos, esperando oír tu voz. Para comprobar si estabas vivo, ¿sabes?
Le lanzó una penetrante mirada, como si quisiera decirle algo más que esas palabras pronunciadas en voz alta. Luego se volvió a sentar. Plantó los codos sobre la mesa.
– ¿Sabes por qué tenemos tanto miedo a la muerte? -preguntó.
Sejer no entendía hacia dónde quería llevarle su hija, pero esperó.
– Es porque nos creemos insustituibles -dijo ella-. Pero no lo somos. Todo el tiempo llega gente nueva. Muchas de esas personas son mejores que nosotros. Más eficaces. Más fuertes. ¿Has pensado en eso?
Él asintió.
– Lo que quieres decir es que debería haberme casado de nuevo -dijo.
– Tal vez -contestó Ingrid con una sonrisa-. Tú siempre te contentas con poco.
Él protestó con un gesto de la cabeza. Pensaba que no le faltaba absolutamente nada. Cuando llego a casa me doy una vuelta con Frank, pensó. Luego me siento en el sillón junto a la ventana. Me sirvo un whisky. Me fumo un cigarrillo lentamente, disfrutando cada calada. Y tal vez pongo un cedé de Monica Zetterlund o Laila Dalseth. Luego me acuesto y duermo bien.
¿Qué más puede uno pedir?
Ingrid señaló hacia la ventana. Volvió a ponerse seria.
– Estaba junto a la ventana cuando entrabas con tu coche en la calle -dijo-. Reconocía tu coche y te vigilaba a cada instante. Todo el tiempo, papá. A cada instante.
Su padre asintió y sonrió. Pero en el fondo estaba nervioso ante lo que sabía que llegaría.
– Te vi salir del coche -dijo Ingrid-. Perdiste el equilibrio.
Él buscó algo que decir, algo que pudiera quitarle importancia a todo.
– Tengo la tensión algo baja -aventuró.
– ¿La tensión baja? -resopló Ingrid.
– Siempre he tenido la tensión baja -dijo-. Y cuando llevo mucho tiempo sentado en el coche y me levanto demasiado de repente…
– ¿Mucho tiempo sentado en el coche? ¿No vienes de la comisaría? Es un trayecto de tres minutos.
– Solo me he sentido un poco mareado -murmuró él-. A cualquiera puede pasarle, ¿no?
– ¿Has ido al médico? -preguntó ella.
– No puedo molestar al médico solo porque me maree un poco de vez en cuando.
– Sí puedes -contestó Ingrid-. ¿Acaso te da miedo el médico? -le preguntó desafiante.
– Es mucho lío, Ingrid -dijo Sejer-. Pruebas y todo eso. Tener que pasarse horas sentado en la sala de espera, quiero decir. No tengo tiempo para eso.
Ingrid se resignó. Se sentía un poco perdida. Su padre era sabio, cálido y generoso, pero también era inaccesible cuando se trataba de él mismo.
– Eres tímido -afirmó Ingrid-. No te gusta la idea de tener que desnudarte delante de una persona desconocida. Estar sentado en una camilla. Contestar a preguntas sobre cómo vives.
– Vivo bien -dijo él.
– Ya lo sé. No tienes por qué avergonzarte, porque en el fondo eres un tío magnífico. Pero no es normal que pierdas el equilibrio cada vez que te levantas.
– No me ocurre siempre, Ingrid, solo de vez en cuando.
Ella se inclinó hacia él y le pellizcó la nariz.
– Y si te invito a cenar… -le dijo-. Si te pregunto si quieres quedarte, me dirás que no. Porque tienes que ir a casa a sacar a Frank.
– Lleva solo desde las siete de la mañana -contestó Sejer.
Se levantó y empujó la silla hacia atrás.
– Cuando eras pequeña -recordó Sejer- hacías el puente para conseguir lo que deseabas.
– Y siempre me funcionaba -sonrió ella.
Se oyó la puerta. Matteus entró.
Sejer se fijó en que cojeaba.
Ingrid no mencionó la hamburguesa con queso.
Johnny Beskow no tenía muchas posesiones.
Su madre nunca había compartido nada con él, nunca le había regalado nada. Johnny poseía una Suzuki Estilete, un casco, un par de estupendos guantes de moto adornados con calaveras rojas, dos pares de vaqueros, unas camisetas descoloridas, un suéter con capucha y un par de botines que utilizaba durante todo el año.
Se paró en la puerta abierta de su habitación y se dio cuenta de que faltaba algo esencial.
Bleeding Heart había desaparecido.
Se quedó perplejo al ver la jaula abierta. Se acercó a mirarla más de cerca, metió la mano por la puerta abierta y levantó el pequeño laberinto de plástico, pero no había ninguna cobaya. Se puso a gatear buscando debajo de la cama. Miró detrás de la cortina, debajo del pequeño escritorio, detrás de los cojines y en la papelera del rincón. Bleeding Heart había desaparecido. El descubrimiento le entumeció. Dio la vuelta y fue sigilosamente al salón. Su madre estaba sentada en un sillón, con un montón de facturas entre las manos. Alzó la vista.
– ¡¿Qué has hecho con él?! -gritó Johnny-. ¡Dímelo!
Su madre lo miró con indiferencia. Luego puso el dedo índice en el montón de papeles amarillos con gesto cansado.
– Pronto nos cortarán la luz -murmuró.
– ¿Dónde está Bleeding Heart? -gritó Johnny.
Ella alzó los ojos al cielo.
– ¿Te refieres a esa ratita? -preguntó-. Andaba por aquí dentro. No puedo tener ratas sueltas corriendo por casa. Estaba comiéndose los cables, lo que puede provocar un cortocircuito y que la casa entera se nos queme. Estarías encantado, estoy segura.
A Johnny empezó a temblarle todo el cuerpo. Tras años de malos tratos y desatención se había hecho bastante resistente, pero esta vez se sentía desbordado.
– ¡No estaba suelta! -gritó-. No puede salirse sola de la jaula, porque hay un cierre en la puerta. La has sacado de la jaula, eso es lo que has hecho. La has sacado. ¡Dime ahora mismo dónde está!
La madre recogió las facturas, se levantó y las metió en un cajón. Miró a su hijo por encima del hombro.
– Pues sí, Johnny, ¿qué quieres que hagamos con una rata muerta?
El chico supo enseguida lo que ella había hecho. Estaba a un par de metros de su madre con los puños cerrados, y se dio cuenta de que ella había matado a lo que él más quería en la vida. De la manera que fuera. Y se llenó de maldad. Se volvió tan malvado que sus pensamientos se fueron a lugares terribles. Te clavaré la navaja suiza en la médula, pensó. Y te quedarás paralítica de ambas piernas. Tendrás que arrastrarte sobre los codos mientras yo estoy sentado en una silla explicándote cómo vas a morir. Se preguntó por el punto exacto de la espalda donde debería clavar el cuchillo, con el fin de dar en el nervio deseado.
– La metí en un cartón vacío de leche -dijo ella de repente.
Él respiró hondo. Dio unos pasos hacia ella, abriendo y cerrando los puños.
– ¿Y dónde está el cartón de leche? -preguntó-. ¿En la basura? ¿Estás diciendo que Bleeding Heart está en la basura?
– Sí -admitió su madre-. En el cubo de basura orgánica. No quiero tener ratas por aquí -repitió-. Huelen mal. ¡Esa jaula huele a orín, Johnny!
Johnny Beskow salió lentamente de la casa y fue hasta la verja, donde estaba el contenedor de basura. Lo abrió y miró dentro. Descubrió enseguida el cartón de leche. Ella lo había doblado, y a Johnny le temblaban las manos al abrirlo. Bleeding Heart se había enrollado como una pelota, y estaba empapada. Su madre la había ahogado. Tal vez en el lavabo del baño.
Permaneció un largo rato con la pelota mojada en la mano. Soy capaz de soportar casi todo, pensó. Año tras año he apretado los dientes. Pero llegará el día en que me levante y me vengue de una manera terrible. Ella no lo sabe, pero ese día está peligrosamente cerca. Todo lo que necesito es una buena ocasión. No me importan las consecuencias. La vida no es gran cosa, y tampoco la muerte. La gente podrá decir y pensar lo que quiera el día que me vengue, no me importa nada lo que opinen de mí. Por eso soy superior.
Recapacitó y se dirigió a la parte de atrás de la casa. Allí encontró una vieja pala oxidada. Dejó la cobaya en la hierba y se puso a cavar. Trabajó con mucha concentración y cavó un enorme agujero, metió dentro al animalito y volvió a llenarlo de tierra. Luego buscó una piedra y la colocó encima. Como una pesada tapadera. Espero que lo haya hecho lo suficientemente profundo, pensó, para que el tejón no pueda alcanzarte. Se enderezó y se secó el sudor de la frente. Estaba herido de muerte, pero no tenía intención de quedarse en el suelo. Se acercó a la Suzuki, se puso el casco y salió a la carretera.
Veinte minutos más tarde aparcó delante del centro comercial de Kirkeby, en una de las plazas reservadas para minusválidos, porque le producía siempre un gran placer infringir las reglas. Pues cuando Johnny tenía ocasión de infringir una regla, la infringía, y en ese momento lo único que deseaba era ser insoportable, después de todo lo que había pasado. Subió por la escalera mecánica hasta la primera planta y se metió en la tienda de animales. Una chica lo seguía con la mirada. Estaba manipulando unos papeles detrás del mostrador y mientras tanto vigilaba a Johnny mirándolo de reojo. Johnny fue primero al acuario a admirar los siluros. La chica se le acercó lentamente. Era larga y encorvada, y se mecía con pesados párpados y largas pestañas. Su boca exhibía un grueso labio inferior. Le recordaba a un camello.
– ¿Buscas algún pez?
– No -dijo Johnny-. Quiero comprar una cobaya. Una de esas de tres colores, negro, marrón y blanco. Un macho. No me importa lo que cueste.
– No tenemos cobayas -contestó ella.
– ¿Qué? ¿Ni una sola?
No daba crédito a sus oídos. Estaba en una tienda de animales y no tenían cobayas.
El camello fue hacia una serie de jaulas colocadas junto a la pared, señaló y le explicó lo que podía ofrecerle, lo cual era, a decir verdad, bastante.
– Tenemos conejos enanos -lo tentó-. Y hurones. Ratas encapuchadas. Y también tenemos una gran chinchilla, pero es bastante aburrida, porque duerme casi todo el día.
Johnny Beskow vaciló. No quería volver a casa sin una nueva mascota, así que estudió todos esos animales de compañía con gran interés.
– También tengo un hámster -se acordó la chica camello-. Se ha quedado solo. Sus hermanos se han vendido.
Abrió las jaulas y sacó una pelotita de piel color champán.
– Los hámster son muy bonitos -dijo-. Y mucho más espabilados que las cobayas. Luego se vuelven muy mansos.
Johnny cogió al animal y se lo puso junto a la mejilla.
– Vale -contestó, y volvió a meter al animal en la jaula. No quería precipitarse y estuvo mucho tiempo en la tienda. Las ratas eran chulas, olían a clavo, y eran veloces como el rayo. Una era albina y tenía los ojos rojos, como rubíes. La chinchilla era muy arrogante, apenas parpadeaba de vez en cuando, y los conejos enanos eran más apropiados para niñas pequeñas. Johnny sacó los animales de sus jaulas uno por uno, los sopesó en la mano y se los puso junto a la mejilla, valorando y meditando.
– El hámster -dijo, decidiéndose por fin, y fue hacia el mostrador.
La chica camello fue tras él con el animalito en la mano.
– Necesitarás los accesorios -le explicó-. Jaula, juguetes, platillos para la comida y el agua. Y harías bien en comprar este suplemento vitamínico que tienes que echar en el agua de beber. A los animalitos les encanta hacerse nidos. Puedes comprar estropajo de algodón en la gasolinera de aquí al lado, no cuesta casi nada.
»Aquí están las vitaminas. Y estos polvos con minerales. Hay que echarlos encima de su comida por la mañana. Es para el esqueleto. Es importante que te acuerdes de hacer todo eso.
– ¡No! -protestó Johnny-. No me des la lata con eso, ya tengo jaula y todo lo necesario. No puedo permitirme el lujo de comprar todas esas cosas. Joder, no es más que un hámster. ¡Y mi casa no es un hotel!
La chica metió el hámster en una caja agujereada. Apretó los labios con tanta fuerza que la boca se le quedó como una estrecha raya. Estaba ofendida por las negativas del cliente a escuchar sus consejos de experta.
Pero Johnny estaba contento. Pagó doscientas cincuenta coronas por el animalito, y salió de la tienda con su nuevo amigo bajo el brazo. Si ella ahoga también a este, le meteré en casa una tarántula, pensó.
O una serpiente.
Cuando volvió a casa pudo ver que su madre se había puesto un vestido.
Era algo que ocurría muy rara vez, razón por la que el chico se quedó boquiabierto en la puerta de la cocina. El vestido era azul oscuro con una franja blanca abajo; en realidad, parecía del siglo pasado, pero al menos constituía un cambio, quizá incluso una mejora, pues ataviada con aquella prenda hasta se movía de otra manera. En los pies llevaba zapatos de tacón alto y correa alrededor del tobillo. Los tacones parecían bobinas, estrechos por el centro y gruesos por arriba y por abajo. Se había cepillado su negro pelo, y a primera vista podía pasar por una persona que controlaba su vida, una persona con un alto grado de disciplina, voluntad y capacidad de decisión. Pero, a pesar de todo, su mal quedaba patente. Ese mal, la dependencia del alcohol, se revelaba en un gesto amargado de la boca, en la mirada ofendida. Un temblor de la mano, su forma de tambalearse cuando se movía por la habitación. Quedaba patente que era una persona que había pasado por muchos sufrimientos, que había sido tratada injustamente, y que no era en absoluto responsable de su situación. El hecho de que fuera una víctima del alcohol se debía a algo totalmente ajeno a ella, opinaba su madre, de la misma manera que la gente es alcanzada por un rayo. Se trataba de un ataque contra el que ella no había tenido posibilidad alguna de defenderse. Era una víctima. No tenía elección, escuchaba a su cuerpo, que se llenaba de dolores en cuanto la embriaguez empezaba a abandonarla. Y el malestar era algo que no soportaba. Ella era incapaz de cumplir, de agradar, de servir o de participar, era un naufragio. Se había escorado. Pero ahora se había puesto un vestido, y estaba completamente sobria, al menos eso creía Johnny, su madre había izado las velas. Y el propósito, pensó el chico mientras la miraba, el propósito es dinero. La mujer se bamboleaba sobre altos tacones, y él contuvo el aliento al ver cómo se esforzaban sus tobillos para mantener el equilibrio con su peso.
Apenas podían.
Llevaba la cabeza bien erguida. Se alisó el vestido. A él lo ignoró por completo. Johnny se apretó contra el marco de la puerta con la caja a la espalda. El hámster arañaba la caja y hacía ruido, pero ella no oía nada. Miró por la ventana, vio que estaba nublado y cogió un abrigo de una percha en la pared. El abrigo era viejísimo, de imitación de piel, en tono grisáceo con algunas manchas más oscuras.
Se lo puso delante del espejo de la entrada.
Seguro que va en busca de dinero, pensó Johnny, de alguna subvención que ha descubierto y de la que se cree merecedora. A lo mejor ha leído algo en el periódico sobre leyes nuevas, y es verdad que el gobierno ha prometido ayudar a los pobres. Para eso tiene que estar presentable. Si los tacones de sus zapatos aguantan, si la gente se fija en la franja blanca de la parte de abajo de su vestido. Permaneció callado, apretado contra la pared escuchando los pasos de su madre, el agudo clic clac. Los zapatos hablaban su propia lengua. Tengo derecho a… decían los tacones decididos. No es pedir demasiado, suplicaban, estoy en mi pleno derecho.
Al final cogió un bolso y desapareció por la puerta. Él se apresuró hasta la ventana, y con la caja en la mano la vio andar con dificultad hacia la parada de autobús de Askeland. Allí se colocó. Irá a la ciudad, pensó él, a alguna oficina donde se pondrá a llorar. Luego se secará las lágrimas de un modo teatral. La vio tambalearse por la altura de los tacones. A Johnny le ardían las mejillas porque todo el mundo podía verla, los vecinos y la gente que pasaba en sus coches. El abrigo manchado le hacía parecer una hiena, una hiena en busca de carroña. Sin querer, sintió lástima por ella. Era tan vulnerable ahí fuera con esa luz tan intensa… Eso le molestaba y le preocupaba. La compasión lo rebajaba, haciéndole sentirse pesado, triste y descorazonado, así que intentó convertir sus sentimientos en rabia. La rabia le daba energía y capacidad de acción. Cuando por fin estuvo fuera de su vista, se metió en su habitación para observar más de cerca al hámster. Decidió llamarlo Butch. O, dicho de otra manera, el Carnicero de Askeland. Estaba muy bien. Lo colocó en la jaula, y el animal parecía satisfecho con su nuevo hogar. Después de comerse unos cereales, Johnny volvió a salir y arrancó por segunda vez la Suzuki. Se puso el casco, salió a la carretera y echó un vistazo hacia la parada del autobús.
La hiena había desaparecido.
Johnny comprobó la aguja de la gasolina y aceleró. En las manos llevaba los estupendos guantes de conductor con calaveras. La velocidad le hacía sentirse superior, inatacable, más rápido y más listo que todos los demás. Aquí viene Johnny Beskow, pensó, vosotros podéis levantar vuestras torres, pero yo las derrumbaré. Esa es la clase de chico que soy. Capaz de derrumbar las torres.
El camino atravesaba un paisaje de amarillos campos cultivados, Johnny pasó por delante de la iglesia y el lago Skarve, atravesó el centro de Bjerkas, luego fue en dirección a Kirkeby, y de allí hacia el este, a Sandberg. En esa parte la gente tenía más dinero. Se notaba en las casas, eran más grandes y mejor conservadas que las de Askeland. Chalets de estilo suizo. Garajes dobles. Grandes parcelas. Pequeñas fuentes cursis en los jardines, farolas de células solares. Miraba hacia todas partes mientras conducía la moto. Se estaba acercando al centro de Sandberg. A su izquierda había una ladera de hierba que subía hasta unas instalaciones deportivas, y a su derecha un gran chalet. Se encontraba en la calle Sandberg. El número quince estaba a su derecha. Redujo la velocidad porque avistó algo en el jardín que enseguida captó su atención. Había una pareja sentada al sol, cada uno a un lado de una mesa puesta. El hombre sobresalía en varios aspectos.
Era mayor que la mujer.
Era delgado y encorvado.
Y estaba sentado en una silla de ruedas.
Este descubrimiento hizo a Johnny dar un fuerte frenazo.
Sacó la Suzuki de la carretera y la tumbó en la ladera. A continuación se sentó en la hierba y se puso a mirar fijamente a la pareja del jardín. Ellos lo vieron enseguida. Se sentían observados, porque no dejaban de mirarlo. Johnny sacó el teléfono móvil, hizo como que marcaba un número y se puso el aparato al oído. Entonces la pareja volvió a lo suyo.
Johnny los observaba a escondidas. El hombre de la silla de ruedas llevaba un pantalón corto, sus piernas desnudas eran de un blanco azulado y aparentemente no podían soportar su peso. Tenía el pelo despeinado y ralo. Sus manos reposaban sobre las ruedas, aparentemente también sin fuerza. Tendrá algo más que parálisis de las piernas, pensó Johnny, y mirándolo más de cerca descubrió que el hombre tenía un tubo de plástico que le atravesaba el cuello. Eso significaba que también necesitaba ayuda para respirar, lo que a su vez quería decir que la debilidad ya le había subido por el cuerpo, llegando hasta la musculatura de alrededor de los pulmones. La mujer se movía alrededor de él, cuidándolo, dándole de beber, sujetándole la taza junto a la boca. Le secaba la barbilla y la frente con un pañuelo, le colocó un cojín que el hombre tenía en la espalda. Movió al tuntún una fuente de sándwiches que había sobre la mesa, pero que ninguno de los dos tocaba.
Tras haber observado fijamente durante un buen rato a la pareja del jardín, Johnny dio unos pasos por la carretera. Se detuvo junto al buzón de la casa y leyó el nombre y la dirección. Luego volvió a sentarse en la ladera. Se llamaban Landmark. Astrid y Helge Landmark, calle Sandberg 15. Johnny consiguió su número de teléfono en Información y llamó.
La mujer oyó el teléfono a través de la puerta abierta del jardín y desapareció en el interior de la casa para contestar.
El hombre se había quedado solo en el jardín, abandonado con sus piernas marchitas. Intentó averiguar dónde había ido la mujer, la ayudante de la que tanto dependía. Si ahora necesitaba algo, tendría que gritar. Si fuera capaz de gritar. Una inquietud que apenas era capaz de transmitir físicamente, apenas era visible en su cuerpo viscoso.
Johnny apagó el teléfono móvil. Unos segundos más tarde volvió a salir la mujer, un poco confundida porque alguien la había engañado para que abandonara su puesto. Enseguida se acercó al hombre y le acarició el brazo. Entonces Johnny se sentó en la Suzuki y se marchó. El desamparo del hombre y la preocupación de la mujer le habían dejado sumido en un extraño estado de ánimo.
De camino a casa se pasó por la presa de Sparbo.
Empujó la Suzuki el último trecho a través del bosque, y la apoyó contra el tronco de un abeto. Estaba a punto de llegar a la presa cuando descubrió algo entre los árboles. Alguien había llegado antes que él. Y ese alguien se había colocado sobre el muro de la presa, donde él solía sentarse. Se sintió tan decepcionado que le entraron ganas de gritar, porque era su sitio, su punto secreto junto al agua, y nunca había visto a nadie elegir justo ese lugar. Entonces descubrió una bicicleta. Estaba en el brezo a su derecha, una bicicleta azul. Se escondió detrás de un árbol y miró con tanta intensidad que le escocían los ojos. La bicicleta era una Nakamura. La que estaba sentada en su sitio era Else Meiner, esa estúpida que tanto gritaba. Estaba leyendo un libro. Y no tenía ni idea de que él estaba detrás de un árbol, mirándola fijamente. Se quedó contemplando su trenza pelirroja. El sol la hacía brillar como un grueso cable de bronce. Un empujoncito, pensó, e irás derecha al agua con tu puntiaguda nariz por delante. Volveré a por ti, pensó. Encontraré el momento oportuno, y entonces recibirás tu merecido. Permaneció unos minutos contemplando la estrecha espalda. Luego volvió sigilosamente por el brezo. Se sacó la navaja suiza del cinturón y rajó las dos cubiertas de la bicicleta de la chica. El sol había calentado el caucho, lo que facilitó la penetración del cuchillo. Y luego el viento en la cara, lágrimas en los ojos y júbilo en el corazón.
Su madre aún no había vuelto cuando él entró en el patio.
Fue derecho a su habitación, abrió la puerta de la jaula y se llevó a Butch con él a la cama. Butch era más pequeño que Bleeding Heart, y su cuerpo más redondo, pero tan vibrantemente vivo como lo era la cobaya. Dejó al hámster corretear por el edredón, y, antes de poderlo evitar, el animal había depositado unos minúsculos excrementos en la sábana. Eran secos y duros, y fáciles de recoger. Tal vez debería guardarlos, pensó, para luego mezclarlos con la comida de la hiena. Luego fue de puntillas hasta el dormitorio de su madre. Allí permaneció un rato contemplando sus cosas y su desorden. Aquí vive la hiena, pensó, esta es su madriguera. Voy a hacerme con un cepo para zorras, pensó, y te lo colocaré delante de la puerta. Así caerás en la trampa cuando te levantes y salgas al pasillo. Luego te verás obligada a andar con el cepo puesto hasta que el hierro se oxide y se te pudra el pie.
La gente oirá tus aullidos por toda la urbanización Askeland.
Salió de la habitación, cerró la puerta y fue al salón. Decidió ver un vídeo, rebuscó un poco en el estante y eligió por fin una película de terror que se llamaba Los vivos y los muertos. Se acomodó en el sillón. La película tenía un prometedor subtítulo.
«Un descenso de pesadilla al infierno.»