Capítulo 15

Salió de puntillas del dormitorio de su madre y dejó la puerta abierta. Se quedó en el pasillo varios minutos, con la vista fija en el empapelado. Fannie y papá… ¿desde antes de casarse con su madre? ¿Cuántos años tendrían? No eran mucho mayores que ella en el presente. Y su madre, que resistía los avances de su padre, como ella misma hacía con Charles. Le pareció demasiado increíble. Y sin embargo, su madre le confesó que los deseos carnales no debían desdeñarse a la hora de decidir con quién casarse.

Aturdida, Emily fue hasta su propio cuarto y se sentó a los pies de la cama. Cuántas líneas paralelas, y no debía ignorar ninguna. Contempló el reborde de la ventana a través de las cortinas de encaje e imaginó un amor tan fuerte como para durar veintidós años sin disminuir; un respeto lo bastante grande para mantenerse esos mismos años bajo una capa de dudas silenciadas. Qué difícil, tanto para el padre como para la madre. Y aun así, persistieron, y les dieron a los hijos una base tan firme como cualquier religión o credo, pues Emily jamás sospechó que hubiese grietas en la devoción mutua de sus padres.

Y Fannie, la abandonada… cuan vacía debió de quedar su vida. Cuánta angustia ocultaría bajo esa apariencia alegre.

Charles se quedaría como Fannie, abandonado, vacío, con el corazón destrozado si Emily revocaba la decisión de casarse con él, aunque no seguiría siendo cordial a través de los años, como lo fue Fannie con sus padres. Estaría herido, furioso, y sería imposible que los tres vivieran en un pueblo tan pequeño sin resentimientos futuros.

Pasó la tarde; sombras azuladas tiñeron la nieve que cubría el alféizar de la ventana. Abajo, la puerta del horno chirrió cuando Fannie la abrió y la cerró. Emily miró la hora: eran las cuatro y media. En menos de veintiuna horas, debería pararse ante su madre y unir su vida a la de Charles de manera irrevocable.

¿Podría hacerlo?

Más aún: ¿podría no hacerlo?

Intentó imaginar que esa noche, cuando fuese Charles, le decía que había cometido un error, que era a Tom a quien amaba y con quien quería casarse.

Cruzó los brazos y se dobló hacia adelante, con una punzada física de dolor. Había dejado que la cobardía con respecto a Charles fuese demasiado lejos. ¿Cómo podía adoptar semejante decisión, en el último momento?

Se hicieron las cinco y, como estaban en el solsticio de invierno, oscureció por completo; cinco y media, y su madre se levantó y cruzó el pasillo; a las seis menos cuarto, papá llegó a casa haciendo resonar las botas, se lavó las manos y preguntó dónde estaban todos. Frankie, que venía de patinar con Earl y los otros chicos, entró de estampida. Flotó hasta arriba el olor del pollo asado.

Emily se levantó, se alisó la falda y se movió en la oscuridad del cuarto, demorando lo inevitable. No podría eludirlos para siempre. En el corredor un resplandor tenue llegaba desde abajo. Se detuvo en lo alto de la escalera y reunió coraje para bajar el primer peldaño. Todo el trayecto hasta abajo se imaginó el enfrentamiento con papá y Fannie y los supuso cambiados, redimidos por la revelación de la madre. Pero cuando entró en la cocina los vio como siempre: su padre, con las ropas de trabajo, la ropa interior asomando por el cuello y los puños, leyendo el periódico semanal, y Fannie, con un delantal largo, el cabello cobrizo un poco desordenado, afanándose junto a la cocina. Tenían toda la apariencia de cualquier marido y su esposa, y Frankie, poniendo la mesa, podría haber sido el hijo de ambos. Con un sobresalto, comprendió que era posible. Frankie sería el hijo y ella misma, la hija. Pensarlo la hizo sentirse inconstante hacia su madre aunque, quizá, Josephine tuviese razón: Fannie y su padre serían, un día, marido y mujer.

Percibiendo que lo miraban, Edwin bajó el periódico al mismo tiempo que Fannie se daba la vuelta y los dos sorprendieron a Emily observándolos desde la entrada. En el ambiente reinaba la misma sensación de inminencia que predominaba desde que los descubrió besándose.

– Bueno. -Edwin alisó el periódico-. ¿Cómo está tu madre? Estaba a punto de subir.

– Está mejor -respondió Emily, en el tono más gentil que había empleado desde que los pilló.

– Bien… bien. -Se hizo un silencio largo e incómodo hasta que, al fin, Edwin volvió a hablar-: Me he tomado la libertad de invitar a Charles a cenar. Como no tendrás mañana tu cena de bodas con nosotros, me pareció apropiado.

– Oh… magnífico.

Edwin echó una mirada a Fannie, mientras calibraba la súbita docilidad de su hija.

– Fannie ha hecho pollo asado… como te gusta.

– Sí, yo… gracias, Fannie. Pero mamá me pidió que os dijera que le gustaría que comáis los tres juntos en su cuarto.

Edwin sugirió:

– Si está lo bastante fuerte, podría traerla aquí abajo y podríamos cenar todos juntos, por lo menos en esta ocasión.

Frankie, que estaba mirándolos, exclamó:

– ¿Qué os pasa? ¡Estáis ahí abriendo la boca como una bandada de autillos!

Por fin, el comentario rompió la tensión. Emily avanzó y le ordenó a su hermano:

– Trae vasos y servilletas para Fannie y yo le ayudaré a machacar las patatas.

Qué cena, qué velada tan plena de circunstancias fantasmales… Llegó Charles, jovial y excitado. Edwin llevó a su esposa en brazos a la planta baja. Fannie les sirvió una cena deliciosa y comieron como si no pasara nada malo. Pero, dentro de Emily, la tensión parecía impedirle la respiración.

Intentó… con cuánta fuerza, encontrar dentro de sí el modo de encarar a Charles con sinceridad. Pero él estaba demasiado feliz, ansioso, amoroso cuando salieron al porche a despedirse.

La besó con pasión y la acarició como si tratase de no caerse a un precipicio.

– Mañana por la noche, a esta hora -murmuró con ardor-, serás mi esposa. -La besó de nuevo, se estremeció y se apartó para decirle al oído, con voz ronca-: Oh, Emily, cuánto te amo.

La muchacha abrió la boca y comenzó a decir, insegura:

– Charles… yo…

Pero volvió a besarla, interrumpió la confesión y, al final, ella no tuvo valor para aniquilarlo.

Cuando Charles se fue, Emily comenzó a recorrer los confines del dormitorio sintiendo que la desesperación le formaba un nudo en el pecho y le humedecía las palmas de las manos. Sabiendo que no podría dormir, fue en busca de consuelo al establo, con los animales, y allí descubrió otra súplica de Tom, esta vez clavada con tachuelas en la puerta de afuera donde cualquiera podría haberla visto: era un sobre blanco con su nombre, que expresaba con claridad cuan desesperado estaba.

Lo llevó a la oficina y se sentó en la silla torcida, con el corazón acelerado mientras sacaba una tarjeta lujosamente repujada con un ramo de rosas de tonos malva y rosado, rodeado de una cinta que sostenían unos azulejos de cuyos picos flotaban lazos y cintas. En el centro de la tarjeta, más rosas y lazos formaban un hermoso corazón, debajo del cual había un poema escrito en estilizadas letras doradas en bajorrelieve:

Mi mano extraña tu contacto, querida

Tu llamada esperan, cansados, mis oídos.

Necesito tu ayuda, tu risa, tu alegría:

Con el corazón, el alma y los sentidos


Debajo de los versos, Tom había escrito: Te amo, cásate conmigo.

Si lo hubiese enviado Charles, Emily no se habría sentido tan sacudida. Pero viniendo de alguien como Tom, el único que no dejó de provocarla, insultarla y llamarla marimacho, ese ruego apasionado le atravesó el corazón como una flecha del propio arco de Cupido.

Apoyó los labios en la firma, cerró los ojos y se abandonó a la desesperación, lo amó, lo necesitó tanto como expresaba el poema de la tarjeta: con el corazón, el alma y los sentidos. Pero el reloj seguía marcando las horas que faltaban para la boda con otro y se sintió pusilánime, asustada, mientras las lágrimas se deslizaban por su rostro.


En el futuro, habría momentos en la vida de Emily en que contemplaría a su esposo desde el otro extremo de un cuarto iluminado, sentiría una oleada de amor y confirmaría una vez más que el último acto de piedad de su madre fue morir esa noche.

Su padre fue a comunicarle la noticia en las horas previas al amanecer, sentándose en el borde de la cama de Emily y sacudiéndola para sacarla de un sueño breve y tardío.

– Emily, querida, despiértate.

– ¿Qué… eh?

– Emily, querida.

Se incorporó, con la cabeza palpitante de falta de sueño, los ojos irritados e hinchados.

– Papá, ¿pasa algo malo?

– Me temo que sí, Emily.

Edwin tenía una lámpara. A su luz, vio el rastro de las lágrimas en las mejillas del padre y supo la verdad antes de que le respondiese:

– Se trata de tu madre… se nos ha ido.

– ¡No!

Asintió, pesaroso.

– Oh, papá.

– Se ha ido -repitió en voz queda.

– Pero ayer se sentía mejor.

– Lo sé.

– Oh, papá.

Lloró otra vez, se arrodilló en la cama para abrazarse a su padre y fue el primer contacto desde que lo condenó por amar a otra mujer. Sintió que se le sacudía el cuerpo por los sollozos contenidos, silenciosos. Le apoyó las manos en los hombros, asolada por una tristeza inexplicable porque, a fin de cuentas, a su modo había amado a su madre.

– Papá -dijo, en un susurro quebrado-, no llores. Mamá ya es un ángel, estoy segura.

Edwin no lloraba. Pero cuando se enderezó, Emily vio en los ojos enrojecidos una pena más difícil de soportar que el dolor: arrepentimiento. Sin hablar, oprimió las manos de la hija y se levantó de la cama, esperando a que ella también se levantase y se le adelantara camino de la habitación que estaba al otro lado del pasillo.

Allí, a la luz de la lámpara que ya perdía intensidad a medida que subía el sol, Fannie estaba sentada en el borde de la cama, sin lágrimas, acariciando con dulzura el erizado cabello blanco de la frente pálida y arrugada de su prima muerta. Las sábanas, las fundas blancas, al igual que la piel, el cabello y el camisón de Josephine estaban manchados de sangre que se había secado y tenía un tono marrón bermejo.

– Ohhh… -El lamento escapó de la boca de Emily al tiempo que se acercaba al lado opuesto a Fannie de la cama, se arrodillaba y apoyaba las manos con cuidado sobre el colchón, como si todavía pudiese molestar al cuerpo yaciente-. Madre… -susurró, con las lágrimas resbalando silenciosas por sus mejillas.

La certeza de la muerte no aliviaba mucho el dolor. Había llegado y se la arrebataba a aquellos que habían considerado el cambio del día anterior como una señal de mejora. Velaron juntos: Fannie, tocando la mano de su prima; Emily arrodillada al otro lado, frotando la manga de su madre; Edwin, de pie junto a ella. Fannie siguió acariciando el escaso cabello blanco, murmurando:

– Descansa, querida… descansa.

En esos primeros momentos de pena, pensaron en ella no como era sino como había sido en salud, con el cabello negro, los brazos rollizos, los ojos alerta y los miembros ágiles.

– Papá, ¿tú estabas con ella? -preguntó, solemne.

– No. La encontré cuando me desperté.

– ¿No tosió?

– Sí, creo recordar que sí. Pero no desperté del todo.

Otra vez quedaron en silencio, esforzándose por aceptar el hecho de que Josephine estaba muerta y nada de lo que pudiesen haber hecho podría haberlo evitado.

– Papá, ¿qué hacemos con Frankie?

– Sí, tenemos que despertar a Frankie.

Pero ninguno de los dos se movió. Sí Fannie, que sabía qué hacer en esa situación con un chico de sólo doce años. Fue a buscar una palangana con agua y, con un paño suave, limpió con delicadeza la boca y el cuello de la esposa de Edwin, la madre de sus hijos. A continuación, encontró una sábana blanca limpia y la extendió sobre las manchadas, tapando la sangre seca. Cuando terminó, se enderezó y contempló con amor a Josephine. El camisón de la propia Fannie estaba arrugado, estaba descalza y su cabello desafiaba la ley de gravedad pero, aun así, emanaba un innegable aire de decoro. Dijo en voz baja:

– Ahora, ve a buscar a Frank, Edwin.

Emily fue de la mano de su padre, llevando la lámpara. Se detuvieron junto a la cama de Frankie y contemplaron al chico dormido, sin ganas de despertarlo con la horrenda noticia, y se apoyaron uno al otro en esa hora de desesperanza.

Al fin, Edwin se sentó y cubrió la mejilla lozana del hijo con su mano grande de trabajador.

– ¿Hijo?

La palabra se le quedó en la garganta. Emily le apretó el hombro y se acercó a hacer su parte.

– ¿Frankie? -dijo en tono suave y cariñoso-. Despiértate, Frankie.

Cuando se despertó parpadeando y frotándose los ojos, la muchacha tomó para sí la carga del padre y dijo:

– Me temo que esta mañana tenemos una mala noticia.

Frankie se despabiló con desusada rapidez y miró a su padre y a su hermana con mirada despejada, poco común en él.

– Mamá ha muerto, ¿verdad?

– Sí, hijo, así es -dijo Edwin.

Frankie era lo bastante joven para no hacer caso de las embrutecedoras normas del duelo Victoriano y expresó lo que sentía, sin cuidarse de otra cosa que manifestar su reacción sincera:

– Me alegro. No le gustaba estar tosiendo todo el tiempo y estar tan enferma y delgada.

Fue con ellos, se paró, obediente, junto al lecho de su madre, tragó saliva y luego se dio media vuelta y salió de la habitación, para llorar en privado. Los demás se quedaron, intercambiando miradas vacilantes y desearon poder huir también del deber. Pero había que informar a la gente, preparar el cuerpo, cancelar la boda, hacer el ataúd.

Los deudos de Josephine Walcott no tenían experiencia que los orientase para saber qué hacer en las horas inmediatas. Por unos momentos se sintieron vacíos, sin saber qué exigía el protocolo.

Edwin tomó la iniciativa.

– Tengo que ir a alimentar a los caballos y colgar un cartel en la puerta del establo hasta que tengamos festones negros. Emily, ¿puedes ocuparte de que Frankie vaya a la casa de Earl cuando se haya calmado? Puede que la señora Rausch permita que hoy Earl venga a casa de la escuela para hacerle compañía. Yo pasaré por la escuela, informaré a la señorita Shaney y después iré a casa de Charles… a menos que prefieras decírselo tú.

– No -repuso, pues ya sabía quién la necesitaría más-. Me quedaré aquí con Fannie.

– En cuanto a amortajarla… -Echó al cadáver una mirada sombría-. Espera a que yo regrese.

Pero en cuanto se marchó, Fannie se acorazó en una actitud eficiente. Al mismo tiempo que levantaba la palangana y se dirigía a la puerta a paso vivo, replicó:

– Un marido no debe cargar con semejante cruz. Yo me ocuparé de eso.

Cuando pasó junto a Emily, la muchacha estiró la mano como para tocarle el hombro, pero la retiró indecisa y dijo:

– ¿Fannie?

La aludida se detuvo en la entrada. Las miradas se encontraron y las dos comprendieron que, la última vez que habían hablado, el corazón de Emily estaba cargado de hostilidad. En ese momento, su expresión sólo mostraba gratitud por la presencia de Fannie y remordimiento por sus actitudes. Con un tono que suplicaba perdón, dijo:

– Yo te ayudaré… corresponde a la hija ayudar.

– Era tu madre y esto no será grato. ¿No preferirías recordarla como era?

– Así la recordaré. Siempre la recordaré con el cabello negro y los brazos robustos, pero tengo que ayudar, ¿no lo entiendes?

En los ojos de Fannie brillaron las lágrimas y respondió con una voz cargada de amor y comprensión:

– Sí, claro que sí, querida. Lo haremos juntas en cuanto Frankie salga de la casa.

Cuando bajó, Emily se quedó a la entrada de la habitación de Frankie, obligada contra su voluntad a cumplir el papel de madre para el que no estaba preparada. Su hermano estaba acostado de cara a la pared, como si se hubiese arrojado en la cama. Entró y se sentó detrás, frotándole la espalda y los hombros. Hasta cierto punto estaba tranquilo, aunque un sollozo ocasional le interrumpía la respiración.

– ¿Frankie?

No hubo respuesta.

– Así mamá está mejor, como tú dijiste.

Tampoco hubo respuesta por largo rato hasta que, por fin, con la nariz tapada, dijo:

– Ya lo sé. Pero no tengo más madre.

– Tienes a papá, y a mí… y a Fannie.

– Pero ninguno de vosotros es mi madre.

– No, claro. Pero te ayudaremos como podamos. Papá dice si quieres ir hoy a pasar el día con Earl. ¿Quieres que te acompañe?

Aunque tenía doce años, a ninguno de los dos le pareció una pregunta tonta.

Con la vista fija en el rincón, el muchacho respondió con voz monótona:

– Sí, creo que sí.

Se vistieron y fueron caminando a la casa de Earl tomados de la mano. No iban así desde que Frankie tenía siete años y quiso abandonar ese hábito propio de niñas, y desde que los intereses de Emily empezaron a girar en torno de asuntos más importantes como los estudios, el compromiso y el crecimiento. Pero fueron a la casa de Earl tomados de la mano.


En el establo, Edwin dio de comer a los animales y colgó en la puerta un letrero: Cerrado por duelo familiar. Luego fue a la casa de Charles. Cuando le abrió la puerta, le dijo sin preámbulos:

– Tengo malas noticias, hijo. La señora Walcott ha muerto.

Aunque no lo mencionaron, los dos pensaron en lo desdichado de la ocasión. Charles disimuló la decepción y oprimió con fuerza la mano de Edwin, haciéndolo entrar.

– Oh, Edwin, cuánto lo siento. -Permanecieron unos instantes en silencio, sin soltarse las manos, hasta que al fin Charles dijo-: Si me lo permite, me gustaría hacer el ataúd, Edwin. Me agradaría hacer una última cosa por ella.

Se miraron con mutuo afecto y pesar, y Edwin se quebró por primera vez, aferrándose al joven y llorando acongojado sobre el hombro de Charles, más alto que él.

– Era una b-buena mujer, pero nunca fue m-muy feliz. No pude hacerla feliz, Charles. N-nunca p-pude hacerla feliz.

– Oh, Edwin, fue feliz, yo lo sé. Tuvo un buen matrimonio y dos hijos estupendos. Sólo sufrió los últimos años y usted hizo todo lo que pudo para aliviarla. La trajo aquí y la cuidó. Hizo todo lo posible.

Pese al consuelo de Charles, el llanto siguió varios minutos. Al fin recobró la compostura, retrocedió y se secó los ojos en la manga, con la cabeza gacha. Mirando al suelo, dijo:

– No, señor, cuando uno vive con una mujer toda la vida, sabe si es o no feliz, y Josie no lo era. No muy a menudo. -Sacó un pañuelo del bolsillo, se limpió la nariz y admitió, contra el pañuelo-: No hice esto delante de las mujeres, Charles. Perdóname.

– Oh, Edwin, no sea tonto.

– Eres como un hijo para mí, lo sabes, ¿verdad, muchacho?

Charles tragó, luchando con sus propias emociones.

– Sí, lo sé, y usted es como un padre para mí. Lo siento… lo siento muchísimo.

Edwin suspiró y se sintió mejor después de haber llorado.

– Y yo siento mucho que tengáis que postergar la boda… sin que pronuncies una palabra de queja, aunque tendrías derecho. -Oprimió con cariño el hombro del joven-. Ve a hacer el ataúd y gracias.

– Tengo un poco de cedro fino. Ella tendrá el mejor, Edwin.

El hombre asintió y se dispuso a marcharse. Cuando llegó a la puerta, Charles preguntó:

– ¿Cómo lo ha tomado Emily?

– Tan bien como era de esperar, pero sabes lo bien que se sentía Josie ayer… ha sido un golpe para todos nosotros.

Charles asintió y fue a buscar su chaqueta.

– Bueno, será mejor que vaya a ver al reverendo Vasseler a decirle que hoy no lo necesitaremos.

Pero cuando Edwin salió, buscó una excusa para quedarse atrás. Una vez solo, se derrumbó en una rígida silla de la cocina, inerte, con los hombros caídos, desalentado. Un único pensamiento daba vueltas por su cabeza sin cesar: Que Dios bendiga su alma, Señor, pero, ¿cuándo me casaré con la mujer que amo?


Cuando Emily regresó de acompañar a Frankie a la casa de Earl, Fannie había extendido por completo la mesa de la cocina, y la cubrió con una tela encerada y limpia. Horrorizada, Emily fijó en ella la vista mientras se quitaba el abrigo lentamente. Al alzar la mirada, vio a Fannie con el cabello muy ordenado, un delantal limpio, todo almidonado formando picos y planos, con expresión grave y respetuosa.

– En verdad, puedo hacerlo sola, pero tendrás que ayudarme a traerla abajo.

– No, Fannie, será más fácil si lo hacemos juntas. Todo.

Cargaron a Josephine escaleras abajo, compartiendo el indecible horror que les provocaba la indignidad que debía soportar esta mujer que había vivido siempre con inflexible decoro: ser transportada como un mueble en desuso. Cómo hubiesen deseado que apareciera un grupo de ángeles y la depositara con gracia sobre la mesa de la cocina…

Pero los únicos ángeles presentes eran Fannie y Emily.

Tendieron el cuerpo flexionado sobre la mesa y Fannie ordenó:

– Ve al otro lado. Tenemos que enderezarla. Aprieta aquí y aquí.

Pero Josephine había muerto como vivió los últimos meses, sentada, con las caderas flexionadas. En las horas pasadas, el cuerpo se enfrió y se puso rígido, haciendo inútiles los esfuerzos de ambas por enderezarlo.

– ¡Vete! -ordenó Fannie, de pronto.

– ¿Que me vaya? Pero, ¿qué vas a hacer?

– ¡Que te vayas, digo! ¡Afuera, donde no puedas oír!

– ¿Oír? Pero yo…

– ¡Maldición, muchacha! ¿Por qué crees que a esto se le dice amortajar? -La voz de Fannie sonó como un látigo-. ¡Y ahora, vete! ¡Y no vuelvas hasta que te llame!

Cuando Emily se dio cuenta de lo que Fannie debía hacer, palideció, tragó saliva y salió corriendo afuera, donde estaba la dulce nieve limpia, bajo el inmenso tazón del cielo bañado por el sol, al aire puro como rocío. La amenazó una náusea y se dobló hacia adelante, apoyándose en las rodillas, tragando aire. El estómago le dio un vuelco y le brotaron lágrimas. ¡Está quebrando los huesos de mi madre!

Se tapó los oídos, como si el ruido pudiese llegarle atravesando las paredes, se arrodilló en la nieve y lloró, abandonando una parte de la juventud en el instante de comprensión más cruel que una vida podía deparar. Mi madre, la que me dio la vida, me amamantó y me alimentó, me peinó y me bañó, me acompañó a la escuela y me enseñó a comer la comida que no me gustaba. ¡A mi madre están quebrándole los huesos!

Pronto, Fannie se acercó y le tocó con dulzura el hombro:

– Ven, Emily. El resto no será tan duro.

Apuntalando a la mujer más joven, la mayor caminó con ella hasta la casa, hasta la mesa donde ahora el cuerpo de Josephine estaba extendido y había recuperado cierto grado de dignidad.

Qué fue lo que Fannie usó para romperle los huesos, quedó en el misterio, pues Emily no tuvo valor de preguntar ni la prima se lo dijo.

Trabajando juntas, lavaron el cuerpo pálido, de piel marchita, lo vistieron con el mejor vestido de seda negra de Josephine, con cuello blanco de organdí calado. El vestido quedaba holgado sobre el cuerpo consumido, y Fannie le puso relleno en la ropa interior. Le colocó en el cuello su camafeo preferido.

Entre tanto, Emily lavó la sangre del cabello de la madre y lo peinó, tratando de cubrir la zona casi calva de la coronilla.

– Su cabello siempre fue su orgullo -recordó con tristeza.

– Cuánto envidiaba el pelo de Joey -comentó Fannie-. El día de la boda, lo llevaba recogido en un peinado Pompadour, sujeto con peinetas adornadas con perlas. ¡Era impresionante!

– ¿Tú estabas allí el día que se casó con papá?

– Oh, sí. Oh, claro que estaba. Formaban una hermosa pareja.

– Yo vi el daguerrotipo.

– Sí, desde luego. Por eso sabes que tenía una melena envidiable. Cuando éramos niñas, hacíamos guirnaldas de trébol. Contra el cabello de tu madre lucían espléndidas, en el mío, horribles. Entonces, un día, a tu madre se le ocurrió teñirme el pelo de negro, como el suyo. -Fannie rió, nostálgica-. Qué maravillosos días, en qué problemas nos metíamos… Yo dije: "¿Cómo vamos a teñir mi cabello, Joey, qué vamos a usar"? Y me contestó: "Podríamos usar lo mismo que usa mi madre para teñir algodón". Nos escabullimos en la despensa de mi madre, encontramos la receta para teñir de negro, conseguimos los ingredientes… parte de ellos los robamos.

– ¿Mi madre… robando?

A Emily se le dilataron los ojos de asombro.

Fannie rió otra vez.

– Sí, tu madre robando. Si no recuerdo mal, cal y potasa, que sacó del almacén de uno de nuestros padres.

– Pero fue siempre tan… tan…

– ¿Tan obediente?

– Sí.

– Hizo sus travesuras, como todos.

El relato de Fannie, que le revelaba un aspecto inesperado del rígido y estricto que conocía de su madre, arrebató a Emily.

– Háblame del tinte -la instó, mientras encendía la lámpara y calentaba las tenacillas para rizar el cabello de su madre.

– Bueno, pelamos corteza de zumaque y la hervimos junto con potasa. Y algo más… ¿qué era? Creo que caparrosa. Sí, caparrosa. No recuerdo dónde la conseguimos pero era un licor negro asqueroso. Y cuando hirvió, apestaba tanto que no sé cómo tuve el coraje de meter mi cabeza en él. Recuerdo que tu madre me insistió cuando yo sugerí que, después de todo, el cabello rojizo no era tan malo. Me preguntó si quería pasarme la vida con la apariencia de una rata rosada, y, por supuesto, dije que no. Entonces, teñimos mi cabello de negro como un crespón y fijamos el color con agua de cal. ¡Oh, fue un éxito tremendo! Entonces, lo vieron nuestras madres -concluyó, en tono ominoso.

– ¿Qué sucedió?

– Según recuerdo, ninguna de las dos pudo sentarse durante días y yo pasé semanas con un pañuelo atado a la cabeza, bajado hasta las cejas, ¡porque no sólo teñimos el cabello sino también mi frente y mis orejas, y yo parecía una leprosa! -Sacudió la cabeza con expresión nostálgica-. Cielos, lo había olvidado.

La evocación cumplió su propósito: hacerlas olvidar la aversión por la tarea que tenían que realizar. Emily rizó el cabello de Josephine y Fannie le limó las uñas con el mismo esmero que si fuesen doncellas atendiendo a una novia.

– Está muy pálida -observó Fannie, casi como si estuviese viva-. ¿Crees que le gustaría que le pusiéramos un poco de color en las mejillas?

Emily estudió la cara inmóvil de su madre.

– Sí, creo que sí.

Fannie abrió un frasco de salsa de moras y pintó las mejillas de Josie con el jugo. Cuando la mancha se secó, la limpió otra vez y le dijo a la muerta:

– Eso es, querida, así estás mucho, mucho mejor. Yo sé lo discreta que eras siempre con tu apariencia. -Le dijo a Emily-. No demasiado rizado. Siempre odió el cabello encrespado.

– Sólo lo suficiente para mantenerlo apartado del rostro, como lo llevaba siempre.

– Exacto.

Una vez peinada, las manos manicuradas a los costados, los zapatos atados, la ropa rellena, la contemplaron cada una a un lado de la mesa, con cierto alivio en los corazones.

– Eso es, madre -dijo Emily en voz baja-. Así estás bien.

– Creo que Edwin estará satisfecho.

El tono triste de Fannie hizo levantar la vista a la muchacha. Nunca se había tomado la molestia de pensar lo duro que fue ese último medio año para Fannie, con lo mucho que amaba a su madre y a su padre. Y era evidente que había amado a su madre, esa mañana lo demostró sin lugar a dudas. Observando a Fannie, no vio a la mujer que amaba al esposo de otra sino a la que, despojada de todo egoísmo, había aliviado la carga de la familia durante los últimos seis meses. Fannie se comportó como la persona que era: fuerte, alegre, buena. Fue a ese hogar sobrecargado de pesares y alivió esos pesares todos los días, no sólo con buenas acciones sino con un espíritu infatigable. ¿Y quién estuvo cerca para aliviar su espíritu cuando lo necesitaba? Sólo papá. Y ahora, la propia Emily.

– Mi madre me habló de mi padre y de ti -admitió Emily con suavidad-. Quería que yo lo supiera antes de morirse.

Fannie contempló las mejillas pintadas de Josie largo rato, hasta que dijo:

– Si yo hubiese podido amarlo menos, lo habría hecho. Para ella fue una pesada cruz que la tuvo que cargar toda la vida.

– Fannie… -Emily tragó con dificultad-. ¿Me perdonas?

Fannie levantó la vista y en sus ojos había una tristeza tan honda como su amor de toda la vida por Edwin.

– No hay nada que perdonar, querida. Tú eres su hija. ¿Qué podías pensar?

A la chica le ardieron los ojos.

– Quiero que sepas que el último deseo de mi madre fue que te casaras con papá y que yo os diese mi bendición. Eso pienso hacer.

Fannie no respondió. Contempló largo rato a la chica, hasta que al fin se inclinó para recoger el paño de lavar y la toalla que estaban sobre la mesa.

– Tenemos que hacer una almohada de satén para el ataúd, preparar la sala, hacer festones negros y bandas, planchar nuestros vestidos negros y…

– Fannie…

Dio la vuelta a la mesa y tocó el brazo a la mujer. Las dos se miraron a través de las lágrimas, se acercaron y se abrazaron.

– No sé qué habría hecho sin ti esta mañana -murmuró la muchacha-. Lo que todos nosotros habríamos hecho sin ti.

Fannie levantó la vista mientras las lágrimas seguían brotándole.

– Sí, lo sabes. Habrías salido adelante, porque eres muy parecida a mí.


Edwin regresó a la casa con el reverendo Vasseler, y encontró a Fannie y a Emily en la cocina, junto a Josie, fabricando rosas de crespón negro: recortaban pequeños círculos, los estiraban sobre los pulgares y cosían los pétalos diminutos para formar las flores.

Parado cerca de la mesa, el reverendo Vasseler dijo una plegaria por la difunta y otra por los vivos, apoyando las manos sobre las cabezas de Emily y de Fannie, ofreciéndole condolencias especiales a la muchacha cuya boda debió celebrar ese día. Edwin se extasió en la contemplación de su esposa, ya arreglada, agradecido de que le hubiesen ahorrado las tareas funerarias. Bendita seas Fannie, querida Fannie. Mantuvo los ojos secos y fijos, y olvidó la presencia del religioso hasta que este habló en voz queda y le tocó el brazo en gesto de consuelo:

– Ahora ella está en las manos del Señor, Edwin, y El es todo bondad.

El día se desarrolló como una sucesión de cuadros: unas buenas cristianas que fueron a ayudar a fabricar rosas de crespón, se llevaron las sábanas sucias, trajeron flanes, pasteles de chocolate y guisados; Edwin, que acarreaba a la planta alta una bañera de cobre y salía del baño con el traje negro de los domingos, aunque fuese jueves; Frankie, que volvía de la casa de Earl para darse un baño; luego, las mujeres tomando su turno para bañarse; Tarsy, que llegaba con ojos muy abiertos y desusadamente silenciosa, ofreciéndose a planchar el vestido negro de Emily y permaneciendo luego junto a ella toda la tarde; los miembros de la familia inmóviles, mientras Fannie les cosía las bandas de duelo en las mangas; el repique de las campanas de la iglesia tocando a muerto las horas; más tarde, la llegada de Charles en una calesa, trayendo un ataúd de fragante cedro, hecho con tanto amor y cuidado como el aparador que fabricó para Tom Jeffcoat.

Entró en la cocina con el sombrero en la mano, encontró a las señoras sentadas en círculo, cosiendo una docena de rosas para completar la impresionante guirnalda de crespón negro, que estaba apoyada sobre los regazos de las mujeres. Emily levantó la vista hacia el rostro serio de Charles y dejó la aguja. Entre murmullos, las señoras levantaron la guirnalda de las rodillas de la muchacha para que pudiese levantarse a recibirlo. Una de ellas estiró la mano hacia atrás y apretó la muñeca de Charles, ofreciéndole consuelo en voz baja, pero el joven no apartó la mirada de Emily que se levantó y dejó al grupo con movimientos lentos y dignos.

– Hola, Charles -dijo.

Era una extraña de aspecto sumiso, con un vestido negro de cuello alto y el cabello tirante dividido en medio y echado atrás.

– Emily, lo siento -dijo con sinceridad.

– Ven -susurró y, sin tocarlo, lo condujo hasta el comedor, pasando junto al grupo de mujeres de negro que seguían moviendo las agujas.

En la habitación vacía, lo miró.

Aunque la tristeza se reflejaba en su rostro, todas las otras emociones estaban ocultas. Charles se inclinó y la atrajo con delicadeza hacia él. Con la mejilla apoyada en la chaqueta del joven, Emily emitió un sonido que era parte sollozo ahogado, parte gratitud. Le dio sensación de solidez y consuelo, y olía a madera y a invierno.

– He traído el ataúd -dijo Charles, con la boca contra el cabello de la muchacha.

– Gracias por hacerlo, Charles. Papá te lo agradece mucho. Yo también.

– Es de cedro. Durará cien años.

Emily se enjugó los ojos, sonrió con tristeza y apoyó las manos en los brazos de él.

– Lamento lo de la boda, Charles.

– La boda… oh, ¿qué importa? -Por el bien de Emily, adoptó un tono de falsa jactancia-. Podremos hacerlo en cualquier momento.

Al sentirse liberada temporalmente, experimentó un fuerte ramalazo de culpa, viendo que a Charles le costaba un esfuerzo evidente disimular su honda decepción. Incapaz de ocultárselo, bajó la vista y jugueteó con el pliegue del Stetson negro. Estaba ataviado como correspondía a un duelo, con un traje negro y un corbatín sobre una camisa blanca almidonada. Con la vista fija en el pecho de Charles, Emily absorbió la noción de que el período acostumbrado de duelo era de un año entero… y sin duda él también lo sabía.

– Charles -murmuró, cubriéndole la muñeca para aquietarle las manos-. Lo siento.

Charles tragó con dificultad, sin quitar la vista del sombrero e hizo un esfuerzo evidente por dejar de lado las preocupaciones menores hasta un momento más apropiado.

– ¿Estás bien, Em? -preguntó, con voz ronca, siempre más preocupado por ella que por sí mismo.

– Sí. ¿Y tú?

– Hoy me he alegrado de tener que trabajar en el ataúd, de tener las manos ocupadas.

Emily le apretó una mano entre las suyas, exhaló un hondo suspiro y enderezó los hombros.

– Y yo me he alegrado de tener que hacer las guirnaldas.

– Bueno. -Charles alzó la mirada, manoseando inútilmente el pliegue del sombrero-. Será mejor que busque a Edwin para que me ayude a entrarlo. Ve a sentarte, Emily. Será una noche larga.

Así fue como Charles ayudó a Edwin a colocar a Josephine en la fragante caja de cedro, movió por última vez los huesos quebrados y los acomodó sobre la muselina blanca, arregló la cabeza sobre la almohada de satén, entregó a Edwin el libro de plegarias y lo acompañó mientras el viudo lo colocaba entre las manos cruzadas de la difunta. Después llevaron juntos el ataúd a la sala, lo colocaron en el mirador sobre dos sillas de madera y apoyaron la tapa sobre el suelo, contra la caja.

En la cocina, las mujeres cosieron la última rosa negra y la unieron a la guirnalda. Emily la colocó con respeto sobre la tapa de la caja y se unió al círculo de los seres queridos, aferrando la mano de Tarsy a la izquierda y la de Charles a la derecha.

– El ataúd es muy bello, Charles.

Lo era. Y por haberlo hecho, por ayudar al padre a colocar en él a la madre y acompañarlos en ese trance doloroso, Charles conquistó aún más el afecto de la familia.

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