Capítulo 5

El lunes por la mañana, Tom Jeffcoat se despertó en su cuarto del hotel Windsor y se quedó mirando el techo, pensando en Julia. Julia March, con su rostro en forma de corazón y los ojos almendrados, el cabello de un rubio caramelo y sus manos de hada. Julia March, que llevó el broche que le dio como regalo de compromiso más de medio año. Julia March, que lo dejó por otro.

Cerró los ojos con fuerza.

¿Cuándo dejaría de doler el recuerdo?

Ese día, no. Seguramente, no ese día, cuando no eran más que las cinco y media de la mañana y ya la tenía en mente.

Se terminó. ¡Métetelo en la cabeza!

Apartó las sábanas, saltó de la cama y se calzó los pantalones, dejando los tirantes colgando a los costados. Tomó la jarra de porcelana blanca del lavabo, salió descalzo al vestíbulo y se sirvió una generosa cantidad de agua caliente de un recipiente de metal que estaba puesto en un trípode.

Diablos, el Windsor no estaba nada mal. Era limpio, la comida decente y había agua caliente según lo prometido. Además, no estaría mucho tiempo ahí. Tenía toda la intención de tener su propia casa antes de que nevara.

¿Y entonces, qué? ¿Se sentiría menos solo? ¿No echaría tanto de menos a la familia? ¿A Julia?

Julia ya está casi camino del altar. Quítatela de la cabeza.

Pero era imposible. Como estaba mucho tiempo solo, podía pensar, y Julia llenaba su mente día y noche. Incluso en ese momento, mientras se lavaba de la cintura hacia arriba, se miraba en el espejo preguntándose qué le había gustado más de Hanson. ¿El cabello rubio? ¿Los ojos marrones? ¿La barba? ¿El dinero? Bueno, Tom no era rubio y sí tenía ojos azules, no le agradaba la barba y no era rico, para nada. Estaba tan lejos de ser rico que tuvo que pedirle dinero prestado a la abuela para venir a este pueblo. Pero se lo devolvería y se convertiría en alguien allí. ¡Ya vería Julia! Hasta podía volverse rico como un gran señor y, cuando lo fuese, no compartiría ni un centavo con ninguna mujer sobre la tierra. ¡Mujeres! ¿Quién necesitaba a esas perras mercenarias y veleidosas?

Vertió agua caliente en la jarra de afeitarse, formó espuma y alzó la brocha hacia la cara. Pero se detuvo vacilante, pasándose los dedos por la mandíbula áspera, dudando si debía dejarse crecer la barba. ¿Sería cierto que a las mujeres les gustaba? Si hasta esa marimacho Walcott elegía a un hombre con barba. Pero ya lo había intentado y le resultó calurosa, peligrosa para usar en la herrería, y le molestaba cuando crecía formando una curva tensa y le pinchaba la parte de abajo del mentón. Decidido, se enjabonó y se afeitó la cara, para luego observar con ojo crítico su pecho desnudo. Demasiado oscuro. Demasiado velludo. Color de ojos inadecuado. Pestañas muy cortas. El hoyuelo en la mejilla izquierda, ridículo sin compañero en la derecha.

De pronto, arrojó la toalla y dejó escapar un resoplido desdeñoso.

Jeffcoat, ¿qué diablos estás haciendo? Nunca te importó lo más mínimo lo que opinaban de ti los demás.

Sin embargo, el rechazo de una mujer minaba la autoestima de un hombre.

En el comedor del hotel comió un desayuno opíparo consistente en bistec y huevos, y después se encaminó a la calle Grinnell a buscar la carreta, disgustado ante la perspectiva de toparse con Emily Walcott con ese estado de ánimo. Si esa maldita mocosa estaba ahí, le convendría coserse la boca pues, de lo contrario, le envolvería la cabeza con el delantal de cuero y le pondría una herradura en el cuello.

No estaba. Estaba Edwin. Este Walcott era un hombre agradable, cordial incluso a las siete de la mañana.

– Me he enterado de que esta mañana se encontrará con Charles e irán al aserradero a buscar madera.

– Así es.

Edwin esbozó una sonrisa satisfecha:

– Pues pasará usted el día con un hombre dichoso.

No aclaró más, pero minutos después, cuando Jeffcoat se detenía frente a la casa de Charles, Bliss salió con una sonrisa:

– ¡Buenos días! -exclamó.

– Buenas -respondió Tom.

– ¡Es una mañana espléndida!

A decir verdad, era más fea que la vestimenta de un cuáquero.

– Pareces feliz.

– ¡Lo estoy!

Charles subió a la carreta.

– ¿Por algún motivo en particular?

Mientras el vehículo empezaba a andar, Charles se palmeó las rodillas y las apretó con firmeza.

– La cuestión es que voy a casarme.

– ¡Vas a casarte!

– Oh, dentro de un año, o más, pero ella al fin aceptó.

– ¿Quién?

– Emily Walcott.

– Em… -A Tom se le saltaron los ojos de las órbitas y echó la cabeza hacia adelante-. ¡Emily Walcott!

– En efecto.

– ¿Te refieres a esa Emily Walcott de los pantalones y el delantal de cuero?

– La misma.

Jeffcoat puso los ojos en blanco y musitó:

– Jesús.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Bueno, quiero decir… es…

Hizo un gesto vago.

– ¿Qué?

– ¡Es una arpía!

– Una arpía… -Para su sorpresa, Charles rió-. Es un tanto impulsiva, pero no es ninguna arpía. Es inteligente, se interesa por las personas, es trabajadora…

– Y usa tirantes.

– ¿Lo único que te importa es lo que usa una chica?

– ¿A ti no?

– Para nada.

Tom se sintió generoso.

– ¿Sabes, Bliss?, aunque me agradas, tengo la sensación de que debo ofrecerte condolencias en lugar de felicitaciones.

Charles replicó, afable:

– Y yo no sé por qué no te tiro del asiento de un puñetazo.

– Lo lamento, pero esa chica y yo nos llevamos como un par de gatos en un saco.

Se sopesaron mutuamente y comprendieron que se habían comportado con una sinceridad que los amigos, incluso los de toda la vida, rara vez lograban. Era una buena sensación.

De repente, rompieron a reír, Tom le dedicó al nuevo amigo una sonrisa ladeada y dijo:

– Está bien, háblame de ella. Intenta hacerme cambiar de opinión.

Charles lo hizo con gusto.

– Pese a lo que piensas de ella, Emily es una muchacha maravillosa. Como nuestras familias eran amigas ya en Philadelphia, la conozco de toda la vida. Cuando yo tenía trece años, supe que quería casarme con ella. Se lo dije a Edwin como de pasada y él, prudente, me aconsejó que esperara un tiempo para pedírselo. -Los dos rieron entre dientes-. Se lo propuse por primera vez hace más o menos un año y tuve que repetirlo cuatro veces antes de que accediera.

– ¡Cuatro veces! -Jeffcoat alzó una ceja-. Tal vez tendrías que haber renunciado cuando todavía le llevabas ventaja.

– Y tal vez, después de todo, te voltee del asiento.

Jugando, Charles trató de hacerlo dándole un puñetazo en el brazo que lo hizo tambalearse de costado.

– ¡Bueno, pero cuatro veces…! Por Dios, hombre, mucho antes yo habría preferido tratar con quien me aceptase.

Charles se puso serio.

– Había cosas que Emily quería hacer antes. Está siguiendo un curso por correspondencia de veterinaria y tendría que terminarlo el verano próximo.

– Ya lo sé. Edwin me lo dijo. Además, cometí el error de espiar sus papeles la primera vez que entré en la oficina del establo. Como de costumbre, me regañó. Si no recuerdo mal, en esa ocasión me dijo grosero y entrometido.

El tono no dejaba dudas de que ese había sido un altercado entre muchos.

Charles no le demostró simpatía.

– Me parece bien. Tal vez te lo merecías.

Rieron de nuevo y después permanecieron en un cómodo silencio.

Jeffcoat pensaba: "Es extraño cómo uno puede conocer a una persona y sentir una aversión instantánea hacia ella, y con otra, sentir que dentro de uno había un lugar vacío pronto a colmarse". Eso era lo que le hacía sentir Bliss.

– Escucha -Charles interrumpió los pensamientos de Tom-, sé que Emily no fue de lo más cordial contigo cuando llegaste al pueblo, pero…

– ¿Cordial? Me echó. Fue a mi terreno y caminó junto a la niveladora insultándome.

– Lo siento, Tom, pero tiene muchas preocupaciones. Es una hija realmente devota y pasa casi tanto tiempo en el establo como el padre. Es natural que se ponga a la defensiva. Pero no se trata sólo del establo. En estos momentos, las cosas no andan nada bien en esa casa. La madre está muriendo de tuberculosis, ¿sabes?

Tom sintió una leve punzada de remordimientos. La tisis no sólo era incurable sino que no era grata de ver, en especial cerca del final. Por primera vez, se ablandó hacia esa marimacho.

– Lo lamento, no lo sabía.

– Claro que no lo sabías. Ahora ha empeorado. Tengo el presentimiento de que la señora Walcott decae rápidamente. Ese es otro motivo por el cual quería que Emily me diese el sí. Porque creo que su madre morirá más apaciguada si sabe que la hija está casada conmigo, segura.

– Entonces, ¿los Walcott se han alegrado con la noticia?

– Oh, sí, y también Fannie. No te he hablado de Fannie. -Le explicó todo lo relacionado con la prima de la señora Walcott que había llegado desde Massachusetts para ayudar a la familia-. Fannie es distinta -concluyó-. Ya verás, cuando la conozcas.

– Quizá no la conozca. Por lo menos, mientras viva en la casa de tu novia.

– Oh, sí. De algún modo, todos seremos amigos, lo sé.

Siguieron viajando en silencio un tiempo hasta que Tom preguntó:

– ¿Cuántos años tienes?

– Veintiuno.

– ¡Veintiuno! -Se irguió y observó el perfil de Bliss-. ¿Nada más? -Parecía mayor: sin duda, debía de ser la barba. Y además, se comportaba como si lo fuese-. En cierto modo, te envidio, ¿sabes? Sólo tienes veintiuno y ya sabes lo que quieres de la vida. Es decir, abandonaste a tu familia y viniste a establecerte aquí. Tienes un oficio, un hogar y has elegido una mujer. -Reflexionó unos instantes, con la vista fija en la cima de una montaña, envuelta en niebla-. Yo tengo veintiséis y lo único que sé es lo que no quiero.

– ¿Por ejemplo?

Miró de soslayo a Bliss:

– Para empezar, una mujer.

– Todo hombre quiere una mujer.

– Quizá debí decir una esposa.

– ¿No quieres casarte?

Charles parecía estupefacto.

Una expresión cínica apareció en el semblante de Tom:

– Hace un año, me comprometí con una mujer a la que conocía hacía mucho tiempo. El sábado que viene, se casará con otro hombre. Tendrás que perdonarme si, en este momento, mi opinión sobre el bello sexo no es demasiado elevada.

Charles le demostró cierta simpatía y susurró:

– Maldición, eso es duro.

En tono áspero, Jeffcoat comentó:

– Las mujeres son volubles.

– No todas.

– Es natural que digas eso, pues en este momento estás hechizado.

– Bueno, Emily no lo es.

– Yo creía lo mismo de Julia. -Lanzó una risa amarga y miró adelante-. Creí que la tenía asegurada, garantizada y que era mía, hasta que una tarde entró en la herrería y me anunció que rompía nuestro compromiso para casarse con un banquero llamado Jonas Hanson, quince años mayor que ella.

– ¿Un banquero?

– Así es. Heredó dinero… montones de dinero.

Charles digirió la información mirando a Tom con disimulo, mientras este contemplaba, pensativo, las grupas de los caballos. Por un rato, ninguno de los dos habló hasta que Tom dejó escapar un pesado suspiro y se reclinó:

– Bueno, tal vez haya sido mejor que lo descubriera de antemano.

– ¿Por eso viniste aquí? ¿Para alejarte de Julia?

Tom echó una mirada a Charles y dibujó una sonrisa lánguida.

– No estaba seguro de contenerme y no irrumpir en su dormitorio, tirar de la cama al viejo "Sacos de dinero" y ocupar su lugar.

Bliss rió, se rascó la mejilla barbuda y admitió:

– Para serte sincero, yo también pienso en dormitorios, últimamente.

Sorprendido, Jeffcoat miró interrogante a su nuevo amigo. ¿Cómo era posible que un hombre se sintiera atraído por una muchacha que se vestía como un herrero, olía a caballos y quería ser veterinaria? La curiosidad lo impulsó a preguntar:

– ¿Y ella?

Bliss lo miró con calma.

– ¿Qué?

– ¿Piensa en dormitorios?

– Por fortuna, no. ¿Y tu Julia, lo hacía?

– Creo que en ocasiones se sintió tentada, pero nunca llegué más allá de las ballenas del corsé.

– Emily no usa corsé.

– No me sorprende. Claro que con ese delantal de cuero, no lo necesita.

Rieron juntos otra vez y siguieron andando en silencio unos minutos. A la larga, Tom comentó:

– Esta es una conversación de lo más extraña. Allá, en Springfield, yo tenía amigos que conocía de muchos años y no podía conversar con tanta facilidad.

– Sé a qué te refieres. Yo nunca he hablado de este tipo de cosas con nadie. De hecho, creo que un caballero no debería hacerlo.

– Tal vez no, pero aquí estamos, y no sé qué pasará contigo, pero siempre me he considerado un caballero.

– Yo también -admitió Charles.

Charles observó las nubes y dijo:

– Bueno, digámoslo de este modo… no me gustaría que Emily descubriese lo que digo. Pero, por otra parte, es bueno saber que a otros hombres les pasa lo mismo cuando están comprometidos.

– No te preocupes. Nunca lo descubrirá por mí. Si quieres saber la verdad, tu mujer me asusta un poco. Es una fiera y no quiero enfrentarme a ella más de lo necesario. Sin embargo, de algo estoy seguro: con semejante mujer, la vida jamás será aburrida.

Cuando llegaron al aserradero, Charles lo presentó como su nuevo amigo Tom Jeffcoat y estaba diciendo la verdad. El resto del día y los que siguieron, mientras trabajaban hombro a hombro, la espontaneidad que había entre ellos fue convirtiéndose en un sólido vínculo de amistad.

Desde el principio, Charles hizo todo lo posible por suavizar la adaptación de Jeffcoat en el pueblo, entre personas que no conocía. En el aserradero, convenció bromeando al dueño, Andrew Stubbs y su hijo Mick, de que vendiese la madera a Tom por un precio mejor. En el pueblo, lo llevó personalmente a la ferretería de J. D. Loucks y lo presentó a los vecinos mientras Tom compraba clavos. Comenzaron juntos a construir el armazón del establo, y cuando el esqueleto de las paredes y los cabrios del techo estaban tendidos en el suelo, Charles fue hasta la calle Maine y regresó con nueve vecinos dispuestos a ayudar a levantarlos. Fueron con él el carnicero, Will Haberkorn y su hijo Patrick, los dos aún con los delantales blancos manchados. Con ellos fue Sherman Fields, el padre de Tarsy, un sujeto agradable y vivaz con el cabello peinado con raya al medio y un bigote fijado con cera. También estaba Pervis Berryman y su hijo Jerome, que compraba y vendía cueros, y hacía botas y baúles. El robusto polaco Joseph Zollinski, ebanista, al que Tom reconoció por haber visto en la iglesia. J. D. Loucks apareció con Helstrom, el propietario del hotel, que dijo a su huésped:

– Usted me apoya a mí, yo a usted.

Y Edwin Walcott, en una genuina manifestación de bienvenida, cruzo la calle. Charles presentó a Tom a todos los que aún no lo conocían y organizó una bienvenida pronta y sincera, que adoptó la forma de ayuda para levantar las paredes.

Loucks había llevado cuerda nueva de su tienda, y minutos después de que el grupo se reuniera, los músculos se tensaron bajo el sol estival. Al acercarse el final del día, el esqueleto de la construcción se recortaba contra el cielo del atardecer.

– No sé cómo darte las gracias -le dijo Tom a Charles cuando todos se habían ido y quedaron solos, levantando la vista hacia los ángulos agudos del tejado.

– Los amigos no necesitan agradecimientos -respondió con sencillez.

Pero, de todos modos, Tom palmeó el hombro del amigo:

– Este amigo lo agradece.

Mientras recogían las herramientas, Charles dijo:

– Fannie insiste en dar una fiesta de compromiso para Emily y para mí, el sábado por la noche. Tal vez sea justo lo que necesitas para olvidar esa otra boda que va a realizarse allá, en el Este. ¿Vendrás?

Tom pensó negarse, en beneficio de la señorita Walcott. Pero las noches eran largas y solitarias, y estaba ansioso por relacionarse con gente joven, entre los cuales estarían sus futuros clientes. Y lo más importante, Charles, su amigo, también formaba parte. Quería ir, fuese en la casa de Emily o no.

Con una mueca, preguntó:

– ¿Irá Tarsy Fields?

Charles le dirigió una sonrisa de hombre a hombre:

– Con que Tarsy, ¿eh?

Tom se concentró en cerrar bien el barrilete de clavos.

– Hay veces en que un hombre recibe un mensaje de una chica en cuanto la conoce. Creo que yo he recibido uno de Tarsy.

– Es un regalo para la vista.

– En efecto.

– Y divertida.

– Así parece.

– Y tan cabeza hueca como quedará ese barril de clavos cuando terminemos el cobertizo.

Jeffcoat rió con ganas, palmeó el hombro de Bliss y declaró, enfático:

– ¡Diablos, Bliss, me agradas!

– ¿Lo suficiente para asistir el sábado a la noche?

– Desde luego -afirmó Tom, esperando que él y Emily Walcott pudiesen comportarse civilizadamente el uno con el otro.


A la mañana siguiente, Tom y Charles comenzaron a cerrar el techo y los lados del establo, pero el día siguiente lo dedicaron a la iglesia, que se encontraba en una fase similar de construcción. Eso fue, más que ninguna otra cosa, lo que ganó a Tom la aprobación de las señoras del pueblo. Comentaban en las aceras que, teniendo su propio edificio a medio hacer, el joven donaba un día entero para ayudar a levantar la nueva iglesia. ¡Ese era un ejemplo para que lo siguieran los más jóvenes!

Uno de esos jóvenes adoptó la costumbre de estar al tanto de todo lo que sucedía en el nuevo solar de la calle Grinnell. Frankie Walcott era el primero que aparecía por la mañana, atraído por su ídolo, Charles, y al día siguiente se encontró con que tenía dos ídolos. Lo hicieron trabajar y lo hizo con buena voluntad, acarreando, midiendo y hasta martillando. Cuando fueron a la iglesia a ofrecer el día de trabajo, Frankie fue con ellos, igual que su gordo amigo, Earl Rausch. Earl sentía una voracidad incontenible con las golosinas, y pasó buena parte del tiempo hurtando rosquillas y bizcochos que las esposas mandaban a los trabajadores. Pero el ídolo de Earl era Frankie y lo imitaba en todo. Llevó de beber a los hombres en el cazo, cumplió diversas tareas que le encomendaron y enderezó clavos torcidos. Cuando las matronas del pueblo se enteraron de que Frankie y Earl habían ofrecido tiempo para ayudar en la iglesia, alistaron a sus propios hijos para que hicieran lo mismo.


Frankie Walcott se divertía como nunca. En Sheridan, nunca hubo tanta animación. Podía estar todo el día con Charles y el nuevo tipo, Tom. Le gustaba Tom. Reía mucho, bromeaba y su establo sería algo digno de verse.

Durante la cena, parloteaba constantemente acerca de la construcción en la calle Grinnell.

– Tom ha traído las ventanas desde Rock Springs: ¡son veinticuatro! ¡Y hará un suelo de ladrillos verdaderos! ¡Ya los ha encargado a Buffalo!

Emily no levantaba la vista para no sumarse al entusiasmo de su hermano.

– ¿Sabéis que me ha traído? Esa… esa cosa. Esa plataforma giratoria. La instalará en medio del establo, de modo que haga girar las carretas y las oriente hacia la puerta con tanta facilidad como yo puedo girar. La trajo desde Springfield en tren y desde Rock Springs hasta aquí en su carreta. Tom dice que allá, en el Este, todos los depósitos de locomotoras y de máquinas tienen esa clase de plataforma y que las usan para hacer girar los trenes.

– ¡Eso es lo más estúpido que oí jamás! -exclamó Emily, incapaz de contener la lengua por más tiempo-. En el Este, que está demasiado poblado, necesitan plataformas. Aquí, que tenemos tanto espacio abierto, no es más que un despilfarro.

– A mí no me lo parece. Creo que ha sido astuto por tenerlo en cuenta y Tom dice que, en cuanto esté instalada, Earl y yo podremos subirnos.

Emily se levantó de golpe.

– ¡Tom dice, Tom dice! -Tomó dos cuencos vacíos y los quitó con furia de la mesa-. En serio, Frank, estoy hartándome de oírte hablar de ese sujeto. ¡Sin duda deben de suceder otras cosas en este pueblo además de esa maldita construcción!

La mirada pensativa de Fannie se posó sobre la muchacha, que se volvía hacia el fregadero de granito, apoyaba los cuencos con estrépito y comenzaba a bombear agua, con movimientos furiosos. Apoyó con calma la cuchara en el plato y comentó:

– Parece emprendedor.

– ¡Es grosero y habla demasiado! -exclamó Emily, bombeando con más bríos.

– ¡No lo es! -replicó Frankie-. Es tan bueno como Charles y a él también le agrada. ¡Pregúntaselo!

– ¡No preguntaré nada acerca de él! -estalló su hermana, mirándolo sobre el hombro-. ¡Ese sujeto compite con papá!

Fannie eligió ese momento para informar a su sobrina:

– Charles lo ha invitado a la fiesta de mañana por la noche.

Emily giró con tal brusquedad que salpicó.

– ¡Qué!

– Ha invitado al señor Jeffcoat a tu fiesta de compromiso de mañana. Y él ha aceptado.

– ¿Por qué no me lo has dicho?

Fannie tomó con calma una cucharada de puré de manzana y respondió, como de pasada:

– Creí que te lo había dicho.

– ¡No estaré presente!

– Vamos, Emily… -intervino Edwin.

– ¡No estaré, papá! ¡En este mismo instante, está construyendo un… un establo!

– Pero lo invitó Charles y él también tiene derecho. Parece que se han hecho muy amigos.

Emily acudió a su prima:

– Haz algo, Fannie.

– Muy bien. -Fannie se levantó sin prisa, llevando sus platos sucios al fregadero-. Mañana subiré a la bicicleta, iré a verlo y le diré que, en realidad, no está invitado a la fiesta. Le explicaré que en la sala no hay espacio para la cantidad de personas que aceptaron la invitación y tendremos que reducirla. Estoy segura de que lo comprenderá. Charles también. ¿Sacamos pajas para ver quién lava la loza?

– Fannie, espera.

Fannie se detuvo en mitad del movimiento y miró a su sobrina con expresión inocente.

– ¿Tienes algo más que decirle?

Emily se derrumbó en la silla y adoptó un aire enfurruñado, con las manos balanceándose entre las rodillas.

– Que venga -refunfuñó, de malhumor.

Fannie se detuvo ante la muchacha y le arregló unos mechones de cabello negro, quitándoselos de la frente como si estuviese devanando una madeja de hilo de bordar. A continuación, habló en un tono cargado de sensatez:

– Piensa vivir aquí mucho tiempo. Seréis, digamos, contemporáneos. En los años venideros, os tropezaréis muchas veces, tanto en situaciones sociales como comerciales. Eres muy joven, querida. Joven y obstinada. Todavía no has aprendido que la vida está llena de compromisos. Pero créeme, te sentirás mejor si decides recibirlo con amabilidad y haces que se sienta bienvenido. Si tu padre y Charles pueden, tú también podrás. ¿Qué dices?

Emily alzó la vista, con expresión indignada:

– ¡Me dijo marimacho!

Fannie sostuvo el mentón de la muchacha en el hueco de la mano.

– Ah, de modo que ese es el motivo de tu enfado. Bueno, tendremos que demostrarle que no lo eres, ¿no es cierto?

Emily la miró, todavía con expresión empecinada.

– No quiero demostrarle nada.

– ¿Ni siquiera que un marimacho puede transformarse, por arte de magia, en una dama?

La mujer vio que había despertado el interés de la chica y, antes de perderlo, se volvió hacia Frankie:

– Y tú, jovencito… -Mirándolo desde el mismo nivel, le advirtió-: Ni una palabra a nadie de esta conversación, ¿me oyes?

Todos los presentes sabían que Frankie quería correr al otro lado de la calle Grinnell a escupir lo que había oído, pero nadie contradijo a Fannie.

– Sí, señora -farfulló Frankie, decepcionado.


Era comprensible que a Fannie le hubiese picado la curiosidad. ¿Cómo sería el hombre capaz de encolerizar a Emily hasta ese punto? Había observado a la muchacha toda la semana, y cada vez que se mencionaba el nombre de Tom Jeffcoat, se ponía furiosa. Pero, al mismo tiempo, se ruborizaba y no miraba a nadie a los ojos. ¿Esa era la reacción ante un hombre al que odiaba?

El sábado por la mañana, después de poner a hervir la avena para el desayuno, Fannie sacó la bicicleta del patio trasero del cobertizo y salió a pasear. Era temprano, las seis y media. Dejó atrás la casa dormida pero, desde algún punto del pueblo llegó el ruido de un martillo. Sheridan era pequeño y Edwin vivía a sólo cinco manzanas de la calle Main, y a seis del establo, en Grinnell. Cuando tomó por esta calle, el sol doraba el contorno de la pradera este como una naranja en llamas. Contra ese fondo se recortaba el esqueleto del nuevo establo en construcción, con el tejado ya cerrado. Pasó el de Edwin a su izquierda. Uno de los caballos lanzó un suave relincho de saludo. Las ruedas de la bicicleta crujían sobre la calle arenosa, y la brisa soltaba mechones del cabello recogido flojamente y le rizaba los pliegues del bombacho de lana áspera contra las piernas. A lo lejos, cantó un gallo y el martillo de Jeffcoat resonó como un látigo, reverberando contra las paredes del valle.

Se sintió feliz como nunca en la vida. Estaba viviendo en la casa de Edwin, compartiendo su vida, trabando relación con sus hijos, familiarizándose con sus caballos. Cocinaba su comida y le servía el café de la mañana; enrollaba la servilleta con que se había limpiado los labios, lavaba y planchaba la ropa que había rozado su piel. Si existía la menor posibilidad de que Emily pensara hacer eso para un hombre de apellido Bliss, cuando tendría que hacerlo para Jeffcoat, Fannie se ocuparía de descubrirlo antes de que fuese demasiado tarde.

Frenó ante el establo, se quedó a horcajadas en la bicicleta, se hizo sombra sobre los ojos y escudriñó a la figura que, allá en la altura, clavaba clavos.

– ¿Señor Jeffcoat?

El martilleo cesó y el hombre miró sobre su hombro.

– ¡Bueno… buenos días!

Le gustó cómo lo dijo, dándose media vuelta y dando un papirotazo a la gorra que la echó para atrás. El tejado era empinado; tenía una cuerda amarrada a la cintura, anudada a una polea del lado contrario. Se equilibró, acuclillado, con la bota enganchada en un travesaño provisorio que había clavado en la pronunciada pendiente que tenía debajo.

– ¡Soy Fannie Cooper!

– Lo imaginaba. Espere un minuto.

Bajó del techo como un escalador de montañas, pataleando en el aire, cayendo con enviones que quitaban el aliento, deslizándose por la cuerda hasta que llegó a la escalera apoyada contra la construcción. Bajó la escalera con agilidad, bajo la observación de la mujer que admiraba la gracia y las formas del hombre y su manera extravagante de vestir: pantalones demasiado ajustados, tirantes rojos y la camisa despojada de las mangas. Antes de que hubiese llegado hasta ella, se quitó un guante y le ofreció la mano.

– Hola, Fannie. Soy Tom Jeffcoat.

– Lo sé.

– Usted es la prima de Emily Walcott.

– En cierto modo. Prima segunda, para ser exactos. Y usted es el competidor de Edwin.

El joven sonrió:

– No era mi intención.

Le gustó la respuesta. Le gustó el hoyuelo. La persona. Fannie no era la típica mujer victoriana, que fingía indiferencia hacia los hombres. Cuando conocía a uno que merecía su aprobación, se sentía justificada en expresar esa aprobación de cualquier manera que le sugiriese la fantasía. A veces, coqueteando, otras elogiando, a menudo eludiendo con habilidad una respuesta directa.

– Sin embargo, parece usted un pájaro madrugador… ¿buscando la lombriz, quizá?

Rió otra vez con actitud muy masculina, echándose atrás desde la cintura y liberando su risa hacia el cielo matinal.

– ¿No debería estar usted preparando dulces y exprimiendo jugos de fruta para esta noche?

– No ofreceré dulces, sino pequeños emparedados. Para una fiesta de compromiso no es apropiado servir ponche de frutas, de modo que no se ponga descarado conmigo, señor Jeffcoat.

– No fue mi intención ponerme descarado. -Colocándose otra vez el guante, hizo una reverencia juguetona-. Discúlpeme.

Fannie lo examinó. Observó el gran tejado a medio cubrir.

– El edificio está progresando bien. Ha encargado ladrillos para el suelo.

– Sí.

– Y veinticuatro ventanas.

– Dios mío, cómo vuelan las noticias.

– Frankie se encarga de eso.

– Ah, Frankie, me gusta ese chico.

– Su establo será algo grandioso. Emily está celosa.

El semblante no reveló los sentimientos del dueño. Poseía una sonrisa fácil, que no se alteró en lo más mínimo al comentar:

– A Emily le gustaría que yo estuviese en un velero, con el mástil principal roto, doblando el Cabo de Hornos. Trato de no irritarla.

– He oído decir que también ha traído una plataforma giratoria para los carros.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Una curiosidad, nada más. Un capricho. De niño, me gustaban los trenes y, en especial, las plataformas giratorias. Una vez, un maquinista me dejó dar una vuelta en una de ellas y, desde entonces, quise tener una.

– ¿Eso quiere decir que es impetuoso, señor Jeffcoat?

– No sé. Nunca he pensado en ello. Usted, ¿es impetuosa, señorita Cooper?

– Con toda seguridad.

– Lo imaginé al ver la bicicleta y los… -Se echó atrás para observarle las piernas-. ¿Cómo se llaman?

– Bombachos. ¿Le gustan? ¡No responda! De cualquier modo, son cómodos y hay mujeres que usan lo que les resulta cómodo, les agrade o no a los hombres.

– Me he dado cuenta de eso desde que estoy en Sheridan.

Fannie le dirigió una sonrisa fugaz, y luego, con su característica volubilidad, cambió de tema:

– ¿Baila usted, señor Jeffcoat?

– Lo menos posible.

Fannie rió y le aconsejó:

– Bueno, prepárese. Esta noche habrá baile, entre otras diversiones. Estamos contentos de que asista. Bueno, debo volver a preparar el desayuno. Observe mi técnica para poner en marcha este artefacto y no lo tome a la ligera. Arrancar y frenar son las partes más difíciles. Me llevó tres semanas aprender a arrancar sin caerme de boca y estoy bastante orgullosa. -Dio empuje a la bicicleta y se montó con perfecto equilibrio-. Me alegro de conocerlo, señor Jeffcoat.

– Y yo a usted, señorita Cooper.

– ¡Entonces, llámeme Fannie!

– ¡Y usted a mí, Tom!

Sonrió mientras la veía pedalear por la calle.


Aunque era un día turbulento, Fannie tenía todo bajo control. Le comentó a Josephine lo atestado de la sala y le sugirió que corriesen el piano hacia la pared, para despejar parte del amontonamiento de modo que los jóvenes tuviesen espacio para bailar. Josephine aceptó. Hubiese aceptado cualquier cosa, pues estaba más feliz de lo que había estado durante meses: a ella también la pusieron a trabajar y sentirse útil otra vez la vivificaba. Sentada al sol, en la galería de arriba, lustraba la platería.

Abajo, volaba el polvo. Tarsy había ido a ayudar, según lo prometido. Preparaba el relleno de los emparedados, mientras Frankie fregaba los peldaños de la escalera, llevaba los helechos al patio y azotaba las alfombras. Emily envolvía y guardaba los adornos, y Fannie encontró sitios para ocultar las pesadas fundas de los muebles, las tallas, chucherías turcas, plumas de pavo real y bustos de yeso. Lavaron las ventanas y las lámparas de las chimeneas, y corrieron el piano hacia la pared, que era donde debía estar. Limpiaron los suelos, los dejaron desnudos y relegaron los incómodos muebles al porche, dejando sólo en la sala suficientes sillas y mesas para darle gracia y equilibrio. Según Fannie, un exceso de sillas impulsaba a los invitados a quedarse sobre sus traseros en lugar de bailar y divertirse. ¡Cuántas menos sillas, mejor!

Frankie limpió las teclas del piano, Tarsy sacó el cuenco del ponche, Emily colgó las cortinas de encaje limpias (y dejó guardadas las pesadas colgaduras de borlas) y Fannie eligió unos pocos objetos para adornar la habitación.

Cuando terminaron, los cuatro contemplaron cómo había quedado, limpio y brillante, y Fannie dio una palmada y declaró:

– Esto merece una celebración. ¡Una celebración musical!

De repente, se sentó en el taburete del piano, giró de cara a las teclas e interpretó una versión animada de "La mosca de cola azul".

Las notas subieron a la planta alta, atravesaron el dormitorio principal y llegaron hasta la galería donde Josie sonrió, interrumpiendo la tarea. Apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y cerró los ojos, tamborileando sin darse cuenta una cuchara contra la rodilla, al ritmo de la música.

Cuando abrió los ojos, Edwin volvía a la casa por la calle, allá abajo. Estaban entre el almuerzo y la cena, y sintió una oleada de alegría al verlo llegar a esa hora insólita. Lo saludó con la mano, él le devolvió el saludo y le sonrió. Lo vio cruzar el patio, desaparecer en el porche de abajo mientras la música continuaba y, con ella, la voz de Fannie:

"… el diablo atrapó a la mosca de cola azul. Jimmy muele maíz y a mí no me importa…"

Abajo, Edwin entró en la sala y la encontró transformada. El sol entraba a raudales por las blancas cortinas de encaje, haciendo brillar el suelo lustrado que tenía el color del té fuerte. Había menos muebles y los que quedaban estaban sin sus cubiertas, y sólo los adornaban unas pocas figurillas y adornos, y un solo helecho junto a la ventana arqueada. El piano, con la parte trasera contra la pared y la tapa despojada de todo, salvo una lámpara de aceite y los retratos de la familia, estaba sonando mientras Tarsy palmoteaba y los chicos bailaban, risueños, una desordenada polka.

Fannie estaba al piano, aporreando las teclas de marfil y cantando a gritos. Tenía la cabeza cubierta con una toalla blanca anudada en la coronilla y de ella escapaban mechones finos de rizos rojizo claros. Tenía la falda y el delantal subidos hasta las rodillas y mostraba los zapatos negros de tacones que golpeaban los pedales con fuerza suficiente para que se sacudiera la lámpara. Vio entrar a Edwin por el reflejo en la madera pulida del frente del piano y le echó una mirada sobre el hombro, sin dejar de cantar y tocar con bríos.

"Ese caballo corrió, saltó, lanzó, arrojó a mi amo a la zanja…"

Al llegar al estribillo, los, chicos se sumaron y Edwin rió.

– ¡Canta, Edwin! -ordenó Fannie, deteniéndose sólo un segundo para luego lanzarse de nuevo a la canción.

Sumó su inexperta voz de tenor y los cinco hicieron el alboroto suficiente para hacer caer el hollín de la chimenea de la cocina. Mientras bailaban, Emily pisó a Frankie. Rieron, recuperaron el equilibrio y continuaron bailoteando por el cuarto con tanta gracia como un par de leñadores.

Al llegar al estribillo final, Fannie alzó la cara hacia el techo y vociferó:

– ¿Estás cantando, Joey?

En ese instante, Edwin sintió una renovada ola de amor hacia Fannie.

Subió los escalones de en dos, antes de que terminase el estribillo y, en efecto, encontró a Josie cantando quedamente para sí en la galería, al sol, con una sonrisa en la cara.

Al sentirlo detrás, se interrumpió y le sonrió, mirando sobre el hombro.

– Edwin, llegas temprano.

– Dejé una nota en la puerta del establo. Pensé que necesitarían mi ayuda aquí, pero me parece que no. -Salió a la galería y se apoyó en una rodilla, junto a la silla, apretándole la mano que seguía sujetando el paño de lustrar y la cuchara-. Oh, Josie, es maravilloso oírte cantar.

– Me siento mucho mejor, Edwin. -La sonrisa confirmaba sus palabras-. Creo que esta noche podré ir abajo… al menos por un rato, y recibir a los invitados de Emily.

– Eso es magnífico, Josie… -Le apretó la mano ostra vez-. Magnífico.

Mirándola a los ojos, recordó la fiesta de compromiso de ellos dos. Lo desesperado que estaba y cómo lo había ocultado. Pero, a fin de cuentas, la vida juntos no había sido tan mala. Pasaron veinte años de buena salud hasta que su esposa enfermó y de esos años tenían dos hermosos hijos, una casa preciosa y un profundo respeto mutuo. Y si la relación no fue todo lo íntima o demostrativa que hubiese querido, tal vez en parte era culpa del propio Edwin. Tendría que haberla admirado más, elogiado más, cortejado, acariciado más. Como nunca lo había hecho, lo hacía ahora.

– Aquí, sentada al sol, estás adorable. -Le quitó la cuchara de la mano y unió su palma a la de ella, enlazando los dedos-. Me alegro de haber llegado temprano a casa.

Josie se ruborizó y bajó la vista. Pero la alzó sorprendida cuando el esposo giró la cabeza y le besó la palma. Con la mano libre, le acarició tiernamente la mejilla barbuda.

– Edwin querido -dijo, cariñosamente.

Abajo, la música cesó y las voces risueñas se trasladaron a la cocina. Por un rato, Edwin y Josephine fueron más felices de lo que lo habían sido durante años.

Загрузка...