Al día siguiente, Emily estaba en la oficina del establo, cuando Tarsy Fields entró volando, como una cometa con el hilo roto.
– ¡Emily!, ¿todavía no lo has visto? ¡Es magnífico!
Tarsy tendía a gesticular en exceso, a exagerar y a mostrar un entusiasmo desbordante hacia todo lo que le gustaba.
– ¿Si he visto a quién?
– ¡Al señor Jeffcoat! Tom Jeffcoat… ¡no me digas que no has oído hablar de él!
– Ah, ese.
Emily compuso un semblante de disgusto, se volvió y siguió preparando la cataplasma de semilla de lino para la pata de Sergeant.
– ¿Trajo a su caballo aquí?
– Somos el único establo del pueblo para alojar caballos, ¿no?
– ¡De modo que lo viste! Y, seguramente, lo conociste. Oh, Emily, qué afortunada eres. Yo sólo pasé junto a él en la acera cuando salía del hotel y no tuve oportunidad de hablarle o presentarme, pero entré y le pregunté el nombre al señor Helstrom. Tom Jeffcoat… ¡qué nombre! ¿No es deslumbrante?
Tarsy unió las manos, estiró los brazos y alzó la mirada hacia las vigas, en un arranque de éxtasis.
¿Deslumbrante? ¿Tom Jeffcoat? ¿El hombre que carecía de mangas y de buenos modales? ¿El sabelotodo vulgar, que se proponía arruinar el negocio de su padre?
– No me fijé -repuso Emily, con acritud, al tiempo que esparcía la espesa pasta amarilla sobre un trapo blanco.
– ¡Que no te fijaste…! -chilló Tarsy, tirándose sobre el banco que estaba junto a Emily, inclinándose por la cintura y echándole el aliento-. ¡No te fijaste en esos brazos musculosos! ¡Y esa cara! ¡Esos ojos! Emily, mi abuela, que tiene cataratas, lo habría notado. Por Dios, esas pestañas… esos límpidos estanques… los párpados caídos… ¡pero si me miró y casi me desmayé!
Fingió un desmayo y cayó sobre el banco de trabajo como una bailarina de ballet que representara una muerte, volcando una botella de ácido fénico con la mano.
– Tarsy, ¿te molestaría desmayarte en algún otro sitio? -Enderezó la botella-. ¿Cómo pudiste fijarte en todas esas cosas, si sólo pasaste junto a él en la acera?
– Una chica tiene que fijarse si no quiere terminar su vida soltera. Francamente, Emily, no me digas que no advertiste lo apuesto que es.
Emily tomó el linimento y se digirió a la parte principal del establo, mientras Tarsy la seguía y continuaba con las alabanzas.
– Apuesto a que tiene cincuenta pestañas por cada una de las de Jerome. Y cuando sonríe, se le forma un hoyuelo en la mejilla izquierda. Y los labios… oh, Emily. -Parecía que iba a fingir otro desmayo, pero se irguió para exigir-: Dime todo lo que sepas de él. ¡Todo! ¿Cuál es su caballo? ¿Qué está haciendo aquí? ¿De dónde vino? ¿Se quedará? -Cruzó las manos sobre el pecho, cerró los ojos y alzó el rostro-. ¡Oh, por favor, Dios, que se quede!
Al entrar al pesebre de Sergeant, Emily dijo:
– Estás perdiendo el tiempo, Tarsy. Está comprometido.
– ¡Comprometido! -gimió-. ¿Estás segura?
Se puso en cuclillas para sujetar el ungüento a la pata de Sergeant y continuó:
– Habló de una novia.
– ¡Oh, maldición! -se enfurruñó, dando una breve patada-. ¡Ahora, me quedaré solterona!
Aunque Tarsy era la mejor amiga de Emily, había ocasiones en que le parecía que no tenía cerebro. Era una coqueta sin remedio y no cesaba de hablar de su miedo a quedarse soltera cuando en realidad era tan poco probable como que Sergeant se pusiera solo el ungüento. Pero le gustaba fingir que sufría ante semejante perspectiva sentada en el porche de la casa de Emily, o ahí en el establo y haciendo gestos como si estuviese al borde de la desesperación, en una representación melodramática donde expresaba lo sola que se sentiría a los cincuenta, cuando fuese una solterona sin hijos, de cabello gris, que viviera cosiendo guantes. Tarsy no tenía la culpa de haber nacido con una necesidad constante de recibir halagos para sentirse feliz, ni de tener inclinación por el melodrama. Esas características para Emily eran sucesivamente divertidas e irritantes, en particular teniendo en cuenta las dotes de Tarsy para seducir a los hombres. Pues ella también tenía cincuenta pestañas por cada una de las de Jerome Berryman y el pobre Jerome estaba prendado de cada una de ellas, igual que otros varones de la vecindad. Tenía abundante cabello rubio, un bello rostro en forma de corazón, realzado por unos ojos castaños, huesos pequeños y una cintura diminuta que atraía las miradas como un campo de trigo sarraceno en sazón atrae a las abejas.
Pero, como de costumbre, quería una abeja más.
– De todos modos, háblame de él, Emily, pooor faavoor.
– Lo único que sé es que se quedará, cosa que no me hace muy dichosa. Ya ha ido a ver a Loucks para comprar una propiedad, y tiene intenciones de construir un establo y competir con papá.
Tarsy dejó de lado su ensimismamiento lo suficiente para cubrirse los labios, espantada:
– Oh, caramba.
– Sí: oh, caramba.
– ¿Qué va a hacer tu padre?
– ¿Qué podemos hacer? Dice que este es un país libre.
– ¿O sea que no está afligido?
– ¡Soy yo la que está afligida! -Emily terminó de curar a Sergeant, se incorporó y se limpió las manos, agitada-. Papá ya tiene bastante que preocuparse con mi madre enferma. Y ahora, esto. -Le contó lo sucedido el día anterior y concluyó-: Por lo tanto, si te enteras de que piensa instalar el establo, te agradecería que me lo hagas saber.
Pero antes de que terminase el día, Emily se enteró por sí misma. Estaba en la oficina, estudiando, sentada al estilo indio sobre el diván, con los hombros contra la pared, una mano sobre el gato dormido y un libro en el regazo, cuando Jeffcoat en persona apareció en la entrada.
Emily alzó la vista y la mirada se tornó helada.
– Ah, es usted.
– Buenas tardes, señorita Walcott.
Observó la pose poco femenina, que ella se negaba a cambiar ante su aparición. Esbozó una sonrisa, levantó el sombrero en gesto de saludo mientras la muchacha maldecía a Tarsy para sus adentros por haber acertado: en efecto, tenía un hoyuelo en la mejilla izquierda y tenía unas pestañas endemoniadamente largas y espesas y una boca tan atractiva que desarmaba. Vestido con la misma camisa sin mangas, los bíceps abultados eran tan evidentes como la línea de las Big Horns. Pero percibió una jactancia en ese atuendo informal, un alarde de masculinidad que un caballero no se hubiese permitido; las botas negras altas remataban unos pantalones de cintura alta con tirantes rojos que resultaban superfluos con los pantalones tan ajustados. Pero, sobre todo, remarcaba los brazos musculosos subrayados por los jirones azules de la manga arrancada. Y, sin duda, no ignoraba qué pose emplear para que todo el conjunto se luciera: los pies separados, las manos en la cintura, como si dijera: "eche un vistazo, señora".
– ¿Qué quiere? -preguntó con brusquedad.
– Mis caballos. Los necesito unas horas.
Emily dejó el libro boca abajo, haciendo saltar al gato. Saltó del diván y fue a zancadas hacia la puerta, sin pedir permiso y obligando a Jeffcoat a saltar hacia atrás para no ser atropellado. Saltó. Silbó, socarrón, y entró en la oficina para echar una mirada divertida a la tapa del libro. La ciencia de la medicina veterinaria, de R. C. Barnum. Su actitud divertida fue remplazada por el interés cuando volvió el libro, inclinó la cabeza y leyó el encabezamiento de la página en que estaba abierto: Enfermedades de los órganos reproductores del caballo y de la yegua. Recorrió con la mirada el sofá, el modesto cubrecama que conservaba la forma del trasero de la muchacha, el manojo de papeles que había tenido junto a la rodilla. Con un solo dedo, los movió y vio lo que parecía un cuestionario ya preparado. Leyó: ¿Cuál es la causa más común de infertilidad en las yeguas y cómo se trata?
Debajo, había completado la respuesta: Una secreción ácida de los órganos genitales o una retención del puerperio. El tratamiento más común se realiza con levadura, de la siguiente manera: se mezclan 2 cucharadas de té, colmadas, de levadura, con medio litro de agua hervida que se mantiene tibia durante 5 o 6 horas. Lavar primero abundantemente la zona afectada con agua tibia, luego, inyecte la levadura. El animal debe aparearse entre 2 y 6 horas después del tratamiento.
Levantó las cejas. ¡Así que la pequeña sabihonda conocía su materia!
Desde atrás, una mano le arrebató los papeles bajo la nariz.
– ¡Esta es una oficina privada!
Tom no se acobardó ni fanfarroneó, sino que se volvió con calma y la vio sepultarlos bajo un libro más grande que estaba sobre el escritorio atestado. Otra vez estaba vestida con los pantalones y la gorra de lana, pero esta vez no tenía el delantal de cuero, cosa que le permitió comprobar que sí tenía pechos del tamaño de ciruelas, aplastados por una espantosa camisa de muchacho con el cuello abierto, del color del estiércol de caballo. Se ocupó de examinar los pechos por completo antes de que Emily se volviese con brusquedad y se enfrentara a él con los brazos en jarras.
– ¡Señor Jeffcoat, es usted un hombre entrometido y grosero!
– Y a usted, señorita Walcott, sus padres podrían haberle enseñado mejores modales.
– ¡No me agrada que las personas metan la nariz en mis asuntos privados y usted ya lo ha hecho por segunda vez! ¡Le agradecería que no vuelva a hacerlo!
Por un momento, pensó en hacer algún comentario sobre el modo de vestir de la joven, felicitarla por lo bien que le sentaba el tono de la camisa al color de la piel, sólo para fastidiarla. Pero en realidad estaba encantadora con los pies separados, los puños apretados, los ojos azules brillantes y furiosos. Encontrar a una mujer tan efervescente y franca en una época en que el ideal femenino estaba representado por una voz dulce y una conducta discreta, era poco común. Emily no poseía ninguna de esas características y eso le fascinaba. Sin embargo, como era probable que alguna vez necesitara su libro de veterinaria, resolvió apaciguarla.
– Lo siento, señorita Walcott.
– Si quiere los caballos, sígame. No veo por qué he de sacarlos yo a los dos, mientras usted haraganea aquí, leyendo correspondencia ajena. -Fue hacia la puerta y, desde ahí, le dijo-: ¿Quiere engancharlos a su carreta?
– En este pueblo, ¿todas las mujeres son tan amistosas como usted? -le preguntó, siguiéndola.
– Le pregunto dónde quiere engancharlos.
– En ninguna parte. Colóqueles los arneses y yo los sacaré.
Emily, con los brazos en jarras, repuso con aire de sufrida paciencia:
– Yo no le coloco los arneses sola, usted me ayudará.
– ¿Para qué le pago?
– Jeffcoat, ¿quiere los caballos o no?
Tomando una cuerda de las que se usan para guiar a los caballos, le arrojó la otra, apartó el travesaño que cerraba un pesebre y le hizo un gesto con la cabeza, indicando el de al lado.
– Ahí está Liza. Sáquela.
"Pequeña mandona", pensó, atrapando la cuerda en el aire. Pero antes de que pudiese decírselo, desapareció, y Tom apartó el travesaño del pesebre de Liza y entró.
– Hola, muchacha.
Le echó una mirada meticulosa, frotándole la cruz y los hombros. Había sido cepillada como él lo ordenó, pues tenía la piel tersa y suave. Si bien la señorita Pantalones tenía lengua de víbora, sabía cuidar a los caballos.
– Liza tiene buen aspecto -la halagó, conduciendo al animal por el corredor, donde Emily ya esperaba con Rex-. Veo que empleó bastante tiempo cepillándola.
El esfuerzo le valió un gesto ceñudo con el que Emily expresaba claramente que sólo un idiota era capaz de maltratar a un caballo. Una vez ajustadas las correas, se volvió con altanería y encabezó la marcha hacia la parte posterior del cobertizo, donde se guardaban los coches y las carretas. En un compartimiento separado estaba el equipaje, colgado de estacas de madera. Entre los dos, bajaron sus pertrechos, ella enfurruñada, él, divertido, y lo llevaron al pasillo principal, donde comenzaron a ensillar en silencio a Rex y a Liza. Cuando terminaron, Emily se encaminó hacia la oficina sin saludar.
– Los traeré de nuevo a la noche -gritó Tom-, pero puede cobrarme todo el día.
– ¡Puede apostar su astrosa camisa que lo haré! -replicó, sin mirar atrás, y desapareció en la madriguera.
Tom se miró los brazos desnudos y pensó: "Muy bien, estamos en paz, muchacho".
En la oficina, con las piernas cruzadas y el libro sobre el regazo, Emily no podía concentrarse. El estómago se le contraía y la lengua le dolía de apretarla tanto contra el techo del paladar. ¡Maldito sea su insoportable pellejo! Cuando intentó leer, las críticas parecían sobreimprimirse a las palabras del libro. ¡Sujeto desagradable e infernal! Lo oyó chasquearle la lengua a la yunta, los cascos de los caballos sobre la tierra dura que se alejaban hacia la calle. Cuando el sonido desapareció, apoyó la cabeza en la pared, cerró los ojos y se sintió agitada como ningún hombre la había dejado nunca. ¿A dónde llevaba los caballos sin la carreta? ¡Y cómo se atrevía a criticar al padre, que ni siquiera conocía! ¡Sus propios modales dejaban bastante que desear!
Después de veinte minutos, había logrado concentrar otra vez la atención en el estudio cuando un chirrido la distrajo. Inclinó la cabeza para escuchar: parecía raspar de metal sobre piedras. ¿Metal sobre piedras? Entró en sospechas y salió corriendo, se detuvo ante las puertas abiertas y se quedó con la boca abierta al ver a Jeffcoat nivelando un solar a menos de treinta metros por la misma calle, del lado de enfrente. Había alquilado la niveladora de Loucks, un monstruoso aparato de acero pintado de verde perejil, que emparejaba las calles en el verano y roturaba en invierno, y que le proporcionaba una suculenta ganancia con cada parcela que vendía. La máquina tenía una especie de nariz larga sobre la que se ajustaba la hoja metálica por medio de un par de ruedas verticales sujetas con cables. Jeffcoat estaba de pie entre las ruedas, sobre una plataforma de metal, y guiaba a su yunta como un gladiador romano fuera de época.
Emily arremetió contra él en el instante en que su ira exploto.
– ¿Qué diablos está haciendo, Jeffcoat? -vociferó, acercándose mientras la máquina se alejaba de ella, haciendo rodar la tierra al costado.
El hombre miró sobre el hombro y sonrió, pero no detuvo a los caballos.
– ¡Nivelando mi tierra, señorita Walcott!
– ¡Sobre mi cadáver!
– ¡No, sobre la niveladora del señor Loucker!
No supo quién chirriaba más fuerte, si las piedras del terreno o Emily.
– ¡Cómo se atreve a elegir este lugar, justo enfrente de mi padre!
– Estaba a la venta.
– ¡Igual que otros treinta solares en las afueras del pueblo, donde no tendríamos que verle!
– Esta es tierra de calidad. Está cerca de la zona comercial. Es mucho mejor que las que están en las afueras.
Llegó al extremo más alejado del terreno e hizo girar la yunta, dirigiéndose hacia Emily.
– ¿Cuánto ha pagado por esto?
– Y ahora, ¿quién mete la nariz en los asuntos ajenos, señorita Walcott?
Mientras hablaba, se concentraba en ajustar las enormes ruedas de metal. Los músculos le sobresalían al tiempo que los cables gemían y la hoja adoptaba el ángulo justo. Cuando pasó ante Emily, la hoja le arrojó un rizo de tierra a los tobillos.
La muchacha saltó para eludirla y gritó:
– ¿Cuánto?
– Tres dólares cincuenta centavos por el primero, y cincuenta centavos por cada uno de los otros tres.
– ¡Otros tres! ¿Es decir que ha comprado cuatro?
– Dos para mi negocio. Dos para mi casa. Es un buen precio.
Se le rió en la cara, mientras Emily andaba a un lado, alzando la voz por encima del fragor del acero sobre la piedra.
– Se los compraré por el doble de lo que pagó.
– Oh, tengo que obtener más del doble pues, a fin de cuentas, este ya fue mejorado.
– ¡Jeffcoat, detenga esa maldita yunta en este instante para que pueda hablarle!
– ¡Ea! -Los animales se detuvieron y, en el súbito silencio, dijo-: Sí, señorita Walcott -enrolló las riendas en un volante y saltó junto a ella-. Para servirla, señorita Walcott.
La forma de decirlo, acompañada por esa sonrisa insoportable, hizo que Emily tuviese aguda conciencia de estar vestida con la gorra agujereada de su hermano y los pantalones. Compuso un ceño amenazador:
– ¡En este pueblo sólo cabe un establo y usted lo sabe!
– Lo lamento, señorita Walcott, pero no estoy de acuerdo. Está expandiéndose con más velocidad que los rumores. -Se enjugó la frente en el antebrazo, se quitó los sucios guantes de cuero y los agitó hacia el extremo norte de la calle Main-. Fíjese en las construcciones que están levantándose. Ayer, cuando hice un recorrido, conté cuatro casas y dos tiendas en construcción y me parece que hay dos fabricantes de guarniciones en el pueblo. Si hay transacciones suficientes para ellos dos, sin duda las habrá para dos establos. Y ya está instalada una escuela y oí decir que, a continuación, se hará una iglesia. A mi juicio, es un pueblo con futuro. Lamento tener que competir un poco con su padre, pero no tengo intención de arruinarlo, se lo aseguro.
– ¿Y qué me dice de Charles? ¡Ya ha hablado con Charles!
– ¿Qué Charles?
– Charles Bliss. ¡Piensa contratarle para que le ayude a construir!
– ¿También tiene objeciones contra eso?
Tenía objeciones contra todo lo que ese hombre había precipitado en las últimas veinticuatro horas. Rechazaba su audacia. Cómo había elegido el terreno. Su sonrisa, su olor a sudor y sus pantalones ajustados, su gallarda apostura y esos estúpidos tirantes innecesarios, el modo en que hacía estremecerse a Tarsy, que arrancase las mangas de las camisas y, lo más perturbador, ¡que ella y su padre tuviesen que ver su maldito establo desde la ventana de la oficina del suyo por el resto de sus vidas!
Resolvió decírselo.
– ¡Señor Jeffcoat, tengo objeciones contra todo lo que usted hace y es! -Acercó tanto la nariz a la de él que se veía reflejada en las pupilas negras-. Y, en particular, a que ponga a Charles en situación de elegir entre dos lealtades. Ha sido amigo de mi familia desde que los dos éramos así de pequeños.
Por primera vez, vio una chispa de furia en los ojos azul oscuro de Jeffcoat. La mandíbula se puso tan tensa como los bíceps y la voz adquirió un tono duro:
– He atravesado miles de kilómetros, he dejado a mi familia y todo lo que me era querido, he llegado a este pueblo de vaqueros con intenciones honestas, dinero honesto y espalda ancha. He comprado tierra y contratado a un carpintero, y pienso llevar adelante mi negocio de manera apacible y convertirme en un ciudadano permanente y respetuoso de la ley de Sheridan. ¡Y mi comité de bienvenida es una moza de boca atrevida, que necesita lavársela con jabón y que le enseñen lo que es una enagua! Entienda esto, señorita Pantalones… -Nariz con nariz, fue haciéndola retroceder a medida que hablaba-. ¡Estoy hartándome de sus permanentes críticas a cada uno de mis movimientos! No sólo estoy cansado de su terquedad, sino que tengo prisa por construir mi negocio y no pienso aceptar más insolencias de una marimacho como usted. ¡Y ahora, señorita Walcott, le agradeceré que salga de mi propiedad!
Se puso los guantes y se alejó, dejándola sonrojada y muda. Con un salto ágil trepó a la plataforma de la niveladora, tomó las riendas y gritó:
– ¡Eh, arriba, vamos!
Y así quedó sellada la enemistad.
Al día siguiente era domingo. Los servicios religiosos se celebraban en Coffeen Hall, el único edificio de la ciudad con lugar suficiente para la cantidad de creyentes adultos de distintos cultos que se congregaban y a los que el reverendo Vasseler, recién llegado de Nueva York para organizar la congregación episcopal, encabezaba en las plegarias. Tenía voz meliflua y un mensaje inspirador y, así, había atraído a una cantidad impresionante de familias a su rebaño. El salón estaba lleno cuando el reverendo Vasseler comenzó el servicio con un himno, "Toda Alabanza, toda Gloria, ahora cantamos". De pie entre Charles y su padre, Emily cantaba con dudosa voz de soprano. En mitad de la canción, sintió una mirada escudriñadora y al volverse halló a Tom Jeffcoat en un asiento, al fondo, cantando y contemplándola. Cerró la boca de golpe y lo miró durante diez segundos completos.
"… adoramos ahora a nuestro Rey de los cielos… "
Cantaba sin ayuda del libro de himnos, con voz tan fuerte y aguda, que la sobresaltó. Estaba preparada para verlo como el Diablo encarnado, pero apareció ante ella bajo una luz por completo diferente al encontrarlo en su propia iglesia, cantando himnos. Volvió su atención al frente y se impuso no echarle ni una mirada más.
El himno terminó y se sentaron. El reverendo Vasseler dio un breve sermón acerca del Buen Samaritano y luego anunció que J. D. Loucks había donado un solar en la calle Loucks Este para construir una iglesia de verdad. Recorrieron el salón sonrisas y murmullos a medida que los miembros de la congregación divisaban al donante y le expresaban aprobación. El ministro convocó a todos los hombres a aportar algo. Bosquejó un plan de construcción según el cual la estructura estaría techada hacia mediados del verano y terminada en el otoño. Joseph Zollinski se ofreció a organizar al equipo voluntario de construcción y Charles Bliss para supervisar el trabajo, y todos los hombres presentes tendrían que presentarse ante alguno de ellos después del servicio para anotarse con un día de trabajo, por lo menos.
Cuando el servicio terminó, Charles se quedó a organizar a los voluntarios mientras Emily salía del salón del brazo de su padre. A mitad de camino hacia la puerta, se topó con Tarsy que la aferró del brazo y le murmuró, agitada:
– ¡Él está aquí!
– Ya lo sé.
– Preséntanos.
– ¡No lo haré!
– ¡Oh, Emily… pooor faaavor!
– Si quieres conocerlo, preséntate sola, pero no esperes que yo lo haga. ¡Sobre todo, después de lo de ayer!
– Pero, Emily, es la criatura más sensual que he…
– Buenos días, Tarsy -interrumpió Edwin.
– Oh, buenos días, señor Walcott. Estaba diciéndole a Emily que es propio de buenos vecinos dar la bienvenida a los recién llegados al pueblo, ¿no cree?
Edwin sonrió:
– Sí.
– ¿Le molestaría presentarme al señor Jeffcoat?
Edwin conocía la conducta frívola de Tarsy y no se preocupó demasiado. Era una persona demasiado benévola para rechazar a nadie, ni a un competidor. Afuera, bajo el sol de una hermosa mañana de verano, Edwin acompañó a Tarsy junto a Jeffcoat, con Emily detrás, fingiendo que no le importaba en absoluto y disculpándose con la excusa de que esperaría a Charles cerca de la puerta.
Pero no quitó la vista de las presentaciones.
– ¡Señor Jeffcoat, acérquese! -dijo Edwin.
Jeffcoat se volvió en mitad de un paso y sonrió, cordial.
– Ah, buenos días, Edwin.
– Parece que tiene prisa.
– Tengo que empezar la construcción. Me temo que no puedo desperdiciar un día como este, sea el día del Señor o no.
Miró el límpido cielo azul.
Edwin lo imitó.
– Lo entiendo. Es un día espléndido.
– Sí, señor, así es.
– Me gustaría presentarle a la amiga de mi hija, la señorita Tarsy Fields.
– Señor Jeffcoat. -Hizo una pequeña reverencia y le dirigió su sonrisa más cautivante-. Estoy verdaderamente encantada de conocerlo.
Jeffcoat conocía lo suficiente a las mujeres para reconocer un intenso interés cuando lo tenía desbordando frente a él. Era más curvilínea, más bonita y más cortés que Emily Walcott, que estaba de pie junto a la puerta, fingiendo indiferencia. Extendió la mano y, cuando atrapó en ella la de la señorita Fields, concedió al rostro la lánguida atención que merecía y sometió a los dedos a la presión que sugiriese un interés similar.
– Debo confesar -admitió Tarsy-, que le pedí al señor Walcott que nos presentara.
Jeffcoat rió y le retuvo la mano más tiempo del que indicaba la cortesía.
– Me alegro. Creo que ayer nos cruzamos frente al hotel, ¿no? Usted llevaba un vestido de color melocotón.
El placer de Tarsy se duplicó. Se tocó el escote y abrió los labios del modo hechicero que había practicado ante el espejo.
Jeffcoat le sonrió, contemplando los sorprendentes ojos castaños con sus propios ojos sorprendentes y se contuvo de mirar más abajo, aunque había notado el favorecedor vestido rosado y el modo en que revelaba todo su apreciable contenido.
– Y yo creo que usted llevaba una camisa sin mangas.
Rió, haciendo relampaguear sus blancos dientes sin fallos.
– Me resulta más fresca así.
En el silencio que siguió, mientras ambos se demoraban y etiquetaban al otro, Jeffcoat reconoció qué clase de mujer era: una coqueta a la pesca de marido. Y bien, estaba dispuesto al coqueteo pero, en lo que se refería al matrimonio, se confesaba remiso y con muy buenos motivos.
– Oí decir que instalará usted un alojamiento para caballos -dijo Tarsy.
– Así es.
Miró a Walcott, que seguía junto a Tarsy, y luego a Emily, que seguía observándolos pero que, cuando la sorprendió, dio vuelta el rostro.
– Y herrero -añadió Edwin.
– Caramba, también herrero. Qué emprendedor. Pero tiene que prometer no obstaculizar el negocio del señor Walcott. -Tarsy tomó el brazo de Edwin y le sonrió, haciendo un gracioso mohín con la nariz-. Después de todo, él estaba antes aquí. -Una vez más, trasladó su sonrisa al joven-. Como mi padre es el barbero del pueblo, estoy segura de que pronto lo conocerá. Hasta entonces, se me ocurrió ofrecerle la bienvenida al pueblo como vecina, en nombre de nuestra familia, e informarle que si hay algo en que podamos ayudarlo para que se instale, lo haremos, encantados.
– Es muy amable de su parte.
– Tiene que ir a la barbería y presentarse. Papá sabe todo lo referido a este pueblo. Cualquier cosa que necesite saber, pregúnteselo a él.
– Lo haré.
– Bueno, estoy segura de que pronto nos encontremos otra vez.
Le extendió la mano enguantada.
– Así lo espero -respondió, aceptándola con otro sugestivo apretón.
La muchacha le dirigió una última sonrisa lo bastante cálida para hacer florecer margaritas en mitad del invierno y Tom le respondió con una sonrisa provocativa mientras hablaba con Edwin.
– Gracias por detenerme, Edwin. Sin duda, ha convertido esta en una mañana memorable.
Cuando se separaron, Jeffcoat sorprendió de nuevo a Emily observando. Le hizo un gesto de saludo y levantó el sombrero. La joven no parpadeó, siquiera, y lo miró como si estuviese hecho de cristal. Esa mañana llevaba puesto un vestido, pero no era bello y colorido como el de Tarsy Fields; también un sombrero plano y pequeño, casi tan poco atractivo como la gorra de muchacho. Tenía el cabello tan negro como el del propio Tom, pero lo usaba recogido en un moño práctico que decía a las claras que no tenía tiempo que perder en fruslerías femeninas. Era de talle largo, delgada y, como siempre, exhibía una expresión agria.
Para sorpresa de Jeffcoat, de pronto sonrió. No a él, sino a Charles Bliss que salía del Coffeen Hall y la tomaba de la mano -no del codo sino de la mano- y conquistaba una sonrisa radiante, de la cual la creía incapaz. Hasta un extraño podía percibir que no era forzada. Ahí no había agitar de pestañas ni poses almibaradas como las de Tarsy Fields y Jeffcoat observó con interés el intercambio.
– Podemos irnos -oyó decir a Bliss, haciendo girar a Emily hacia él-. Lamento haber tardado tanto.
– No me molesta esperar y, además, papá estaba haciendo relaciones. Oh, me alegro tanto de que haya sol, Charles, ¿y tú?
– Lo encargué para ti -dijo y los dos rieron mientras se encaminaban a la calle.
– Buenos días, Tom -saludó Charles, al pasar.
– Hola, Charles, señorita Walcott.
Emily saludó en silencio con un gesto y su mirada se heló. Después que pasaron, Charles dijo levantando la voz:
– Te veré mañana por la mañana, a primera hora.
– Sí, señor, a primera hora -respondió Jeffcoat.
Oyó que Charles le preguntaba a Emily:
– ¿A qué hora paso a buscarte?
Y que ella respondía:
– Dame una hora y media, así puedo…
Las voces se esfumaron, y no oyó nada más. Observándolos alejarse con las cabezas muy juntas, pensó con amargura: "Bien, bien, bien, de modo que el marimacho tiene un pretendiente".
El marimacho tenía algo más que un pretendiente. Charles Bliss era un servidor devoto, capaz de hacer cualquier cosa por ella. Se había enamorado de ella cuando tenían diez y trece años respectivamente, pero espero a declararse hasta que Emily tuvo dieciséis y le informó que se iban a Wyoming.
– Si tú te vas, yo también me voy -había afirmado Charles, sin dejar lugar a dudas.
– Pero, Charles…
– Porque voy a casarme contigo cuando tengas edad suficiente.
– ¿Ca-casarte conmigo?
– Desde luego. ¿No lo sabías?
Quizá siempre lo supo, pues lo miró fijo y después rió y se abrazaron por primera vez y le dijo que se sentía muy, muy feliz de que él se fuera con ellos. Y siguió estando feliz hasta comienzos de ese año, cuando cumplió dieciocho y Charles le hizo la proposición en serio por primera vez. Desde entonces lo hizo dos veces y Emily comenzaba a sentirse culpable por rechazarlo tan a menudo. Sin embargo, Charles se había convertido en un hábito difícil de romper.
Cuando fue a buscarla al mediodía para ir al almuerzo campestre, Emily se sorprendió de estar más que ansiosa por irse con él. Charles lanzó un agudo silbido de aviso mientras cruzaba el patio delantero y entraba sin golpear.
– Eh, Emily, ¿estás lista? ¡Oh, hola todos!
Edwin y Frankie estaban en la cocina. Frankie le lanzó un puñetazo juguetón y fingió ahorcarlo por detrás. Charles se inclinó adelante con el niño a la espalda y dio dos vueltas antes de quitarse la carga de encima.
– ¿Dónde vais los dos? -preguntó Frankie, colgándose de los brazos de Charles.
– Te gustaría saberlo, ¿eh?
– ¿Puedo ir?
– No, esta vez no. -Charles cerró el puño y lo apoyó en el centro de la frente del chico, apartándolo con cariño-. Llevamos almuerzo para dos.
– Oh, Cristo… vamos, Charles.
– No. Esta vez iremos sólo Emily y yo.
Edwin preguntó:
– ¿Está todo en orden en el establo?
– Sí. Dejé la puerta de atrás abierta. No hay nadie. -Charles entraba y salía del establo con tanta naturalidad como de la casa y, por supuesto, cada vez que necesitaba un arreo nadie pensaba en cobrárselo-. ¿Cómo está hoy la señora Walcott?
– Un poco fatigada y abatida. Echa de menos ir a la iglesia con nosotros.
– Dígale que Emily y yo le traeremos flores silvestres, si encontramos. ¿Estás lista, Emily?
Emily se quitó el delantal y lo colgó tras la puerta de la despensa.
– ¿Estás seguro de que no hay nada que pueda llevar?
– Es tu día libre. Tú limítate a bajarte las mangas y sígueme. Tengo todo en el coche.
Era un día perfecto para una salida al aire libre. Los Big Horns parecían múltiples hileras de azul que saludaran al cielo a través de un horizonte claro y ondulante. Se dirigieron hacia el Suroeste, por las faldas de las colinas, hacia Red Grade Springs, siguiendo Little Goose Creek hasta que salieron del valle y comenzaron a subir. Adelante, la cima abrupta de la montaña Black Tooth aparecía y desaparecía, a medida que iban paralelos o rodeaban las colinas verdes. Asustaron a un rebaño de antílopes de grupas blancas y los vieron alejarse saltando sobre una elevación también verde. Molestaron a una liebre, que saltó sobre sus enormes patas y desapareció en una mata de salvia. Llegaron a los vastos bosques en que los leñadores de pinos habían despejado grandes claros y abierto caminos resbalosos. La fragancia era intensa, el camino, silencioso con su lecho de agujas. En Hurlburn Creek vadearon la corriente, tomaron una curva y salieron a un abra debajo de un arroyo de las tierras altas donde el valle casi se curvaba sobre sí mismo. En el centro de ese rizo, Charles detuvo a los caballos.
El sitio silvestre tan perfecto, tan apacible, hizo que Emily se levantara de inmediato. Se puso de pie en el coche, se protegió los ojos y miró alrededor, extasiada.
– Oh, Charles, ¿cómo lo has encontrado?
– Estuve aquí la semana pasada, comprando madera.
– Oh, es hermoso.
– Se llama Curlew Hill.
– Curlew Hill -repitió, para luego guardar silencio, disfrutando del paisaje.
El arroyo bajaba, abrupto, de las montañas, derramándose sobre piedras que relucían como monedas de plata, alisadas por años de erosión. El agua formaba una herradura que encerraba un retazo de espesa hierba azul, salpicada de mechones abundantes, más cerca de la orilla. En algunos lugares, el arroyo estaba bordeado de álamos balsámicos, con sus hojas nuevas de color oliváceo que llenaban el aire de un dulce perfume resinoso. Acurrucados debajo de ellos, matorrales de grosellas silvestres y espinos que estallaban en racimos de capullos rosados. A lo lejos, una espesa franja de flores doradas se extendía a lo largo de la hondonada como una masa amarilla que llevaba el verano hasta la línea de árboles.
– Oh, mira -señaló Emily-. Guisantes amarillos. -Llamaba a las flores silvestres por su nombre común-. Cuando terminemos de comer, tenemos que ir a recoger algunas. Son las preferidas de mi madre.
Charles se apeó de la carreta sobre una hierba que llegaba a media pierna y Emily tras él. Del guardaequipaje que había debajo del asiento sacó un cesto y una manta que, al estirarla, quedó suspendida sobre los tallos verdes. Poniéndose a gatas, la aplastaron riendo y luego se sentaron con las piernas cruzadas en su tibio regazo. Charles abrió el canasto y fue sacando cada cosa con ademanes floridos:
– ¡Salchicha ahumada! ¡Queso! ¡Pan de centeno! ¡Remolachas en conserva! ¡Melocotones en lata! ¡Y té helado! -Apoyó el envase de fruta y admitió-: No será pollo frito ni pastel de manzana, pero los solteros hacemos comidas muy simples.
– Cuando no hay que cocinar, es un banquete.
Comieron los sencillos alimentos mientras un pajarillo desgranaba sus notas oculto en alguna parte, a orillas del arroyo, y encima de sus cabezas cazaba un gavilán planeando en una corriente de aire ascendente, inclinando la cabeza hacia ellos. Cerca zumbaba una mosca de color azul eléctrico. El sol era benigno, cautivo de ese cuenco como un cálido té amarillo en una taza.
Con el estómago lleno, Emily y Charles se pusieron pensativos.
– Charles.
Emily necesitaba hablar de ciertas cosas dolorosas que, de algún modo, parecían más fáciles de abordar allí, donde el sol, la hierba, las flores y los cantos de los pájaros convertían lo terrible en más soportable.
– ¿Qué?
Por unos momentos, guardó silencio jugueteando con un par de migas de pan que quedaban entre los pliegues de su falda. Levantó la vista hacia las flores amarillas, allá a lo lejos, y le dijo en voz queda:
– Mi madre va a morir.
Charles desistió de morder un trozo de pan que estaba a punto de comer y lo dejó.
– Lo imaginaba.
– Nadie lo ha dicho con todas las letras, pero todos lo sabemos. Ya comenzó a escupir sangre.
Estirando el brazo sobre el canasto, Charles le tomó la mano.
– Lo siento, Emily.
– Ha… ha sido bueno poder decirlo, al fin.
No habría podido decírselo a ningún otro que no fuese Charles. Ante nadie, excepto él, habría podido mostrar sus lágrimas.
– Sí, lo sé.
– Pobre papá. -Giró la mano y enlazó sus dedos en los de Charles, porque él entendía la desolación como ningún otro. Alzó otra vez la mirada hacia él-. Creo que es peor para él. Lo vi llorando en el porche, de noche, cuando supone que todos dormimos.
– Oh, Emily.
Charles le estrechó la mano con más fuerza.
De repente, la muchacha forzó una expresión luminosa.
– Pero, ¿sabes una cosa?
– ¿Qué?
– Tendremos un huésped.
– ¿Quién?
Le soltó la mano y dejó su plato en el cesto.
– Fannie, la prima de mi madre, a la que no vio desde el año en que papá y ella se casaron. La esperamos hoy. Es probable que papá esté en la estación para recogerla en este mismo momento.
– ¿Fannie, la de las cartas singulares?
Emily rió.
– La misma. Siento curiosidad por conocerla. Siempre pareció tan mundana, tan… poco atada por las convenciones… Papá asegura que es así. Desde luego, él también la conoce pues los tres crecieron en Massachusetts. Tras tantos años de cartas extravagantes, no sé qué esperar. Pero viene a cuidar a mi madre.
– Qué bueno. Eso te liberará un poco a ti.
– Charles, ¿puedo decirte algo?
– Lo que quieras.
Plegó una y otra vez la tela de la falda, como renuente a expresar lo que pensaba.
– En ocasiones, me siento culpable porque me he esforzado mucho por hacerme cargo de las tareas de mi madre, pero… bueno, no me gusta mucho cocinar ni limpiar. Prefiero estar con los caballos. -Dejó de manosear la tela y se volvió bruscamente hacia Charles, disgustada consigo misma-. Oh, esta parece una actitud demasiado autoindulgente y yo no quiero ser así. En serio.
– Emily. -La tomó de los hombros y la hizo girar de cara a él-. Te gustarán más las tareas domésticas cuando las hagas en tu propia casa.
Contempló en esos ojos tan conocidos y respondió con franqueza:
– Lo dudo, Charles.
En el semblante del joven apareció la desilusión, tragó y preguntó con voz apenada:
– ¿Por qué lo rechazas? ¿Cuántas veces más tengo que pedírtelo?
– Oh, Charles…
Se sacudió del contacto y metió el plato en el cesto.
– No, no eludas otra vez el tema. -Apartó el canasto y se acercó más a ella, cara a cara, cadera contra cadera-. Quiero casarme contigo, Emily.
– ¿Quieres casarte con una mujer que acaba de admitir que odia las tareas domésticas? -Sin poder mirarlo a los ojos, se esforzó por reír-. ¿Qué clase de esposa sería?
– Tú eres la única que siempre querré. -La tomó de los brazos-. La única -repitió con suavidad.
Al oírlo, levantó la mirada:
– Ya lo sé, Charles, pero mi madre está enferma y no creo…
– Acabas de decir que Fannie viene a cuidarla; ¿por qué, pues, tenemos que esperar? Emily, te amo tanto… -Las caricias se hicieron más insistentes-. Doy vueltas en ese enorme caserón, deseando que estés conmigo. Lo construí para ti, ¿no lo sabes?
Lo sabía y no hacía otra cosa que aumentar la presión.
– Quiero verte dentro de esa casa… y a nuestros hijos -rogó, en voz baja y gutural, pasando las manos a los hombros y frotándole el escote con los pulgares.
– ¿Nuestros hijos? -repitió, con una punzada de pánico.
Se sentía capaz de manejar un establo lleno de caballos, pero por completo incapaz de ser madre. Le brotó otro pensamiento y sintió un calor en el pecho que le subió a las mejillas. Trató de imaginarse concibiendo hijos con Charles, pero no pudo, pues lo veía más bien como a un hermano.
– Quiero hijos, Emily, ¿tú no?
– Ahora lo que quiero es el diploma de veterinaria, mucho más que hijos.
– De acuerdo… en uno o dos años. ¿Cuánto tiempo te llevará obtenerlo? Esperaremos a que lo logres para casarnos. Pero, entretanto, anunciaremos nuestro compromiso. Por favor, di que sí, Emily. -Inclinó la cabeza hacia ella y repitió en un susurro-: Por favor…
Las bocas se tocaron, Charles la atrajo hacia él, elevó una rodilla y encerró a Emily en el hueco de sus piernas. Los pechos de la joven se aplastaron contra su tórax y le pasó los brazos por la espalda. Extendió las manos y comenzó a moverlas. El codo rozó el costado del pecho de Emily, provocándole una reacción que se transmitió hasta la punta. Se le puso la piel de gallina en la nuca, que Charles rodeó con los dedos. Emily le apoyó una mano en el pecho, sintió el corazón golpeando contra ella y se preguntó: "Si espero el tiempo suficiente, ¿le pasará lo mismo a mi corazón?".
Entonces, Charles hizo algo completamente inesperado: abrió la boca y la tocó con la lengua, dejando inmóvil el resto de su cuerpo, en espera de la reacción. Ese contacto tibio y húmedo le causó un ramalazo de fuego en los miembros. Charles recorrió con la lengua la unión de los labios, mojándolos como si quisiera disolver una costura invisible que los mantenía pegados. Emily olvidó que el bigote le cosquilleaba cuando la lengua le tocó los dientes y trazó círculos más amplios como dibujando en ellos un mensaje escandaloso. Pero el cuerpo virgen lo recibió. Curiosa, tímida, la lengua de la muchacha se asomó para acariciar también. De inmediato percibió en él la diferencia. Se estremeció y exhaló una gran bocanada de aire contra la mejilla de Emily y la estrechó con fuerza mientras las lenguas se saboreaban por primera vez, aumentando el ardor hasta llegar a una encendida pasión.
De modo que este era el motivo de todas las advertencias veladas, lo que se suponía que sólo los esposos podían hacer. La cabeza de Charles comenzó a moverse, abrió más la boca y acarició con las manos la cintura y la espalda de la joven. Esta lo permitió, participó porque era la primera vez y no esperaba una respuesta tan inmediata. Cruzaron por su mente frases de la Biblia: pecados de la carne, pecado, que ahora entendía. La mano del hombre se acercó al pecho y se apresuró a retroceder.
– No, Charles… basta.
Los ojos del hombre brillaban y las mejillas ardían; un mechón de pelo le caía sobre la frente.
– Te amo, Emily -exhaló, entre ráfagas de aliento entrecortado.
– Pero esto está prohibido. No tenemos que hacerlo hasta que estemos casados.
La sorpresa barrió la pasión del rostro y la reemplazó por el júbilo.
– Entonces, ¿lo harás? Oh, Emily, ¿lo dices en serio? -La abrazó con fervor, la meció y la estrechó hasta que el aire escapó silbando de los pulmones de la chica-. ¡Me has convertido en el hombre más feliz de la tierra! -Estaba extasiado-. Y yo te haré la mujer más feliz.
Así que había aceptado. ¿Había aceptado? Quizá fue un desliz intencional de la lengua, un modo de acceder sin hacerlo. Fuera cual fuese su intención, encerrada en los brazos de Charles, supo que no podía negarse. ¿Cómo podía decirle a este hombre dichoso: "No, Charles, no quería decir eso."? ¿Acaso no lo amaba si le permitió un beso así y sintió un estremecimiento prohibido? ¿No estaba predestinada, casi, a casarse con él? ¿Con quién podía hablar como lo hacía con Charles? ¿Ante quién podía mostrar las lágrimas? Si esto no era amor, ¿qué era?
Sin embargo, mecida en sus brazos, abrió los ojos hacia el cielo azul, vio al águila aún describiendo círculos y sintió un pánico renovado. ¿Qué estoy haciendo, águila? Cerró con fuerza los ojos y desechó la aprensión. Oh, no seas tonta. Si no es con Charles, ¿con quién te casarás?
La besó otra vez, dichoso, le encerró el rostro entre las manos y la miró a los ojos con una adoración tan evidente que ella se sintió abrumada por sus dudas.
– Te amo tanto, Emily, tanto, tanto…
¿Qué otra cosa podía decir?:
– Yo también te amo, Charles.
"Y es cierto", se dijo. "¡Es verdad!"
Charles le depositó un beso leve y reverente en los labios, le apoyó los dedos en el mentón y la miró a los ojos:
– Hace años que sueño con este momento. Siempre estuve completamente seguro. Incluso, cuando tuve trece años, le dije a tu padre que algún día me casaría contigo; ¿te lo dijo?
– No.
Rió, pero la risa le sonó forzada.
– Bueno, pues lo hice. -Él también rió al recordarlo y su semblante adquirió una expresión satisfecha-. Tus padres se pondrán muy contentos.
Eso lo sabía y representaba una gran tranquilidad.
– Sí, es cierto.
– Vamos a contárselo.
– De acuerdo.
Recogieron los restos de la comida e hicieron una rápida incursión al prado de flores amarillas para reunir un ramo antes de dirigirse al pueblo. Charles parloteó todo el camino, haciendo planes. Emily, que llevaba las flores, respondía a las entusiastas preguntas. Pero mucho antes de llegar, advirtió que apretaba los tallos con tanta fuerza que se quebraron y le mancharon las manos de verde.