Capítulo 6

Faltaban dos horas para que empezaran a llegar los invitados y la casa estaba en perfecto orden. Los canapés estaban cortados, los pasteles con su cubierta azucarada y el ponche de coñac preparado. Tarsy había ido a la casa a cambiarse; Josephine, con el pelo recién lavado, descansaba; en la cocina, Edwin peinaba a Frankie y le daba instrucciones estrictas de que no permitiera a Earl comer más de dos emparedados y que después se fueran a la casa de Earl, donde pasarían la noche.

Arriba, en el dormitorio oeste, Fannie se divertía como nunca desordenando, sacando vestidos de los baúles y formando como un arcoíris sobre la cama y la mecedora de Emily.

– ¿El verde? -Apoyó la prenda de seda contra el cuerpo de la muchacha. Era claro como espuma de mar y adornado con pequeñas cuentas. Emily no alcanzó más que a echarle un vistazo cuando ya había desaparecido-. No, no, este color no te favorece.

Lo arrojó sobre un montón y la mirada de la chica lo siguió con nostalgia.

A continuación, sacó uno que era una explosión de amarillo:

– Ah…, azafrán. El azafrán destacará tu cabello.

Acercó el vestido al cuerpo de Emily, lo sostuvo a la altura de los hombros y la hizo girar de cara al espejo.

A Emily le resultó más tentador que el verde.

– Oh, es hermoso.

– Sí, está bien… pero… -Apoyó un dedo al lado de la boca y la observó, pensativa-. No, creo que no. Esta noche, al menos. Lo dejaremos para otra ocasión. -Allá fue volando el favorecedor vestido amarillo y Emily lo vio caer sobre la cama y deslizarse al suelo como un charco de tela-. Esta noche tiene que ser el atuendo perfecto… -Fannie se golpeteó los labios, contempló el lío que había sobre la cama y, de repente, giró hacia el armario-. ¡Ya sé!

Se puso de rodillas, sacó otro baúl y rebuscó dentro como un perro que desentierra un hueso.

– ¡El rosado! -Levantó en alto una prenda de un color tan genuino como el de las rosas salvajes-. Es el color perfecto para ti. -Se puso de pie, lo apoyó contra las rodillas y luego puso ante Emily la susurrante creación-. ¡Cómo le queda el rosa a esta muchacha! No sé por qué me compré este vestido, que me da el aspecto de una peca gigante. Pero tú, con el cabello negro y el cutis moreno…

Incluso así, arrugado, el vestido era impresionante, con escote bordado de rosas té, maravillosas mangas abullonadas hasta el codo y un adorno similar en la espalda. Al agitarlo, lanzaba un susurro sibilante que parecía hablar de veladas allá, en el Este, donde era costumbre que las damas usaran semejantes vestidos. Era más bello que cualquiera que Emily hubiese tenido jamás, pero al mirarse en el espejo tuvo que admitir:

– Me sentiría demasiado vistosa con algo tan llamativo.

– ¡No seas tonta! -le replicó su prima.

– Nunca tuve uno tan hermoso. Además, mi madre dice que una dama debe vestirse con colores apagados.

– Y yo siempre le dije: "Joey, te haces vieja antes de tiempo". Deja que tu madre use todos los colores apagados que quiera, pero esta es tu fiesta. Puedes ponerte lo que desees. ¿Y ahora, qué me dices?

Emily contempló la creación del color de las fresas, trató de imaginarse llevándola abajo, en la sala, cuando llegaran los invitados. No le costaba imaginar a Tarsy usando un vestido así, con sus rizos rubios, un mohín en la boca, el rostro bonito y la figura indiscutiblemente voluptuosa. ¿Pero ella? Claro que tenía cabello negro, pero no se lo rizaba desde que tuvo edad suficiente para negarse a dormir con rizadores. ¿Y el rostro? Era demasiado largo, moreno, las cejas muy rectas y tan poco atractivas como la marca de un tacón en el suelo. Suponía que los ojos y la nariz eran aceptables, pero la boca era común y los dientes se le superponían en la parte de arriba, cosa que siempre la avergonzó al sonreír. No, la cara y el cuerpo de Emily iban mejor con pantalones y tirantes que con vestidos rosados de mangas abullonadas.

– Creo que es demasiado femenino para mí.

Fannie miró a Emily por el espejo.

– Querías hacer que el señor Jeffcoat se tragase sus palabras, ¿no es así?

– ¡Ese! Me importa un comino lo que piense el señor Jeffcoat.

Fannie agitó el vestido en el aire y le alisó las arrugas con la mano.

– No te creo. Pienso que te encantará aparecer abajo con este modelo y hacerle saltar los ojos de las órbitas. ¿Qué te parece?

Emily lo pensó. Si resultaba, sería mucho mejor que escupirle en un ojo y ella era de esas personas incapaces de resistir un desafío.

– Está bien. Me lo pondré… si estás segura de que no te molesta.

– ¡Cielos, no seas tonta! No volveré a usarlo nunca más.

– Pero está todo arrugado. ¿Cómo…?

– Déjamelo a mí. -Se echó el vestido sobre el hombro y fue hasta la baranda para gritar-: ¡Edwin, necesitaré un poco de combustible… preferentemente queroseno! Si no, el que tengas. -Un momento después asomó otra vez la cabeza por el dormitorio de Emily-. Cepíllate el cabello, enciende la lámpara y calienta las tenacillas de rizar. Enseguida vuelvo. -Desapareció de nuevo, gritando-: ¡Edwiiin!

En minutos, volvió con Edwin a los talones. Sacó de las profundidades del baúl una plancha de acero que les presentó como vaporizador. La sostuvo mientras Edwin la llenaba con kerosene y agua y, una vez encendida, siseando, lo hizo ponerse a la tarea de planchar a vapor el vestido para la hija, mientras ella se ocupaba de las tenacillas de rizar y del peinado.

Emily se sometió a su prima y observó su propia transformación mientras el padre canturreaba contento y se vanagloriaba a medida que las arrugas desaparecían del satén rosado; la madre vino del otro lado del pasillo, ataviada con un elegante vestido de sarga azul medianoche, el cabello pulcramente enrollado, y se sentó en la mecedora a observar. Atrapando un mechón en las tenacillas calientes, Fannie describió los flamantes peinados que se usaban en el Este, rizos y ondas, y le preguntó a Emily qué prefería.

Se decidió por los rizos y, cuando el peinado estuvo terminado, sujeto en la coronilla como un oscuro nido, se miró, incrédula, con el corazón palpitante de excitación. Parada detrás de ella, inspeccionando el resultado de sus esfuerzos, Fannie vociferó:

– Frankie, ¿dónde estás?

Frankie apareció en la puerta:

– ¿Qué?

– Ve abajo, recoge una varilla de impatiens y tráelas aquí… y no me preguntes qué son. ¡Esas florecillas rosadas diminutas que están junto a la puerta de adelante!

Cuando volvió y los delicados capullos quedaron colocados en medio de los rizos esponjosos y tenues sobre la oreja izquierda de Emily, Frankie retrocedió, con los ojos y la boca muy abiertos, y exclamó, atónito:

– ¡Uau, Emily, estás preciosa!

A las ocho en punto, estaba ante el espejo del comedor sintiéndose bonita, pero llamativa. Se inclinó para verse y vio que tenía las mejillas sonrosadas. ¡Por Dios! Era muy impresionante verse a sí misma de rosado y con rizos por primera vez. Se tocó el pecho, en gran parte desnudo, y se contempló con fijeza.

Nunca había perdido tiempo en cuidados femeninos, pues no tenía motivo. La mayoría de las chicas se arreglaban y acicalaban para atraer la atención de los hombres, pero ella contaba con la atención de Charles para siempre. Mirándose, sintió una oleada de culpa, pues no sólo era a Charles a quien quería impresionar sino a Tom Jeffcoat… ese mercenario que la había llamado marimacho. Cuánto placer le daría hacerle tragar sus palabras. Mientras Fannie la arreglaba, Emily se regocijaba imaginándolo.

Pero en ese momento, mirándose en el espejo del comedor, con el estómago trémulo, sintió el temor de ser ella la que se sintiera incómoda en lugar de él. Fannie le había espolvoreado la cara y el pecho con un poco de harina, y le coloreó las mejillas humedeciendo un papel crepé rojo y frotándoselo por la piel.

– Pásate la lengua por los labios -le ordenó-. Ahora, apriétalos con fuerza sobre el papel.

¡Y otra vez… magia! Aunque era una magia muy endeble, pues bastaba un roce de la lengua para quitarla. Emily se miró los labios rosados y se regañó: "¡Si te pasas la lengua antes de que llegue Jeffcoat, te mereces cualquier calificativo que te endilgue!".

– Emily.

Emily se sobresaltó y dio la vuelta.

– Oh, Charles, no te he oído entrar.

La miraba como si nunca la hubiese visto. Se le habían coloreado las mejillas y estaba con la boca abierta, pero sin decir palabra.

Emily rió, nerviosa.

– Caramba, Charles, te comportas como si no me reconocieras.

– ¿Emily? -Tan estupefacto como complacido, exhaló la palabra al tiempo que se acercaba lentamente, como si necesitara permiso-. ¿Qué te has hecho?

Emily se miró, tironeó de la falda voluminosa, haciéndola susurrar como si estuviese hecha de hojas secas:

– Fannie lo hizo.

Le tomó las manos con los brazos estirados y dio vuelta en semicírculo:

– ¿No soy afortunado? Eres la chica más hermosa del pueblo.

– Oh, Charles, no lo soy, deja de mentirme.

– Este vestido… y tu pelo… nunca te vi con un peinado tan bello.

La muchacha se ruborizó intensamente.

Sin soltarle las manos, Charles recorrió con la mirada el pecho enharinado y la cintura encerrada en el corsé, y bajo esa mirada deleitada, Emily se puso más molesta aún.

– Oh, Emily, estás hermosa -dijo en voz suave, bajando la cabeza como para besarla.

Lo eludió.

– Fannie me aplicó color en los labios con papel crepé, pero se quita con facilidad. No quiero dejarte manchado.

Cortés, Charles se apartó pero siguió sujetándole las manos y contemplándola con mirada ardiente, del mismo modo que los hombres solían contemplar a Tarsy. Otra vez, se sintió culpable. Después de todo, faltaban quince minutos para la fiesta de compromiso y el novio no quería más que robarle un casto beso. Y sin embargo, ella lo rechazaba, más preocupada por conservar el color en los labios intacto, para impresionar a Tom Jeffcoat. Apaciguó la culpa diciéndose que, cuando se casara con Charles, lo dejaría besarla todas las veces que quisiera y lo compensaría por todas las que lo había rechazado.

Empezaron a llegar los invitados, y Charles y Emily se reunieron en la sala con la familia, donde mamá insistió en formar una fila de recibimiento. Edwin la transportó, la sentó ante la ventana mirador, y se quedó de pie entre Josephine y Fannie, presentando a esta última a cada recién llegado y anunciando con vivacidad el compromiso de Charles y Emily. Pronto, la casa se llenó de comerciantes y sus esposas, vecinos, feligreses, dueños de las granjas de los alrededores, el reverendo Vasseler, Earl Rausch y sus padres, el señor y la señora Loucks. También había personas jóvenes, todos conocidos de Charles y Emily: Jerome Berryman, Patrick Haberkorn, Mick Stubbs y las chicas que asistieron con los padres: Ardis Corbeil, Mary Ess, Lybee Ryker, Tilda Awk.

Cuando llegó Tarsy, dejó a sus padres junto a la puerta y corrió hacia Emily.

– Oh, Emily, estás sensacional. ¿Ha llegado?

– Gracias. No.

– ¿Mi peinado está bien? ¿No crees que tendría que haberme puesto el vestido lavanda? ¡Creí que mis padres nunca acabarían de arreglarse! Casi hago un agujero en la alfombra esperándolos. Pellízcame si lo ves venir cuando no estoy mirando. Fannie dice que más tarde habrá baile. ¡Oh, ojalá me saque!

A Emily la irritó escuchar a Tarsy entonar alabanzas sobre el maravilloso Jeffcoat y más aún al comprender que ella tampoco podía apartar los ojos de la puerta principal. A las ocho y media, todavía no había llegado. Sentía los labios cansados de tanto sonreír tratando de no rozárselos. Aunque tenía sed y estaba tensa, no bebió la taza de ponche que le llevo Charles. Le picaban las costillas por el corsé que Fannie la obligó a usar, pero tenía miedo de rascarse y que él entrara y la sorprendiese haciéndolo.

¡Ese canalla llevaba treinta minutos de retraso!

¡Jeffcoat, que Dios me ayude, si después de todo esto no vienes, te haré sufrir como yo estoy sufriendo!

Llegó a las nueve menos cuarto.

Emily pretendía tener a Charles junto a ella y a una fila de invitados pasando ante los dos. Pensaba conceder a Tom Jeffcoat los dos segundos de atención que merecía, para luego dirigir su cortesía a los otros que seguían en la fila. Tenía intenciones de demostrarle cuan poco le importaba, tan poco que ni necesitaba seguir siendo cáustica con él.

Pero resultó de otro modo: a las nueve menos cuarto la fila de invitados se había deshecho, Charles estaba en el comedor, de espaldas, los invitados se mezclaban entre sí y Emily estaba en medio de la sala, sola. Tom Jeffcoat la localizó de inmediato.

Durante un incómodo lapso, se midieron mutuamente y luego Tom comenzó a avanzar hacia ella. Sintió un pánico inesperado y el absurdo batir de su corazón… tan fuerte que le pareció que se le saldría del pecho.

¡Por favor, Dios, que no se me caiga!

Lo vio acercarse, sintiéndose atrapada, frenética, traicionada por una suerte cruel que lo hacía parecer más atractivo de lo que deseaba, que lo hacía elegir usar la cara afeitada, que lo dotó con hermoso cabello negro, asombrosos ojos azules, una boca plena y atractiva y un andar flexible. Maldijo a Tarsy por señalárselo, a Charles por abandonarla cuando lo necesitaba, a su propio corazón estúpido que no dejaba de alborotarle en el pecho. Como desde fuera de sí misma, advirtió que el traje de Tom estaba un poco arrugado, en contraste con las botas, nuevas y brillantes, y que Tarsy había aparecido en la arcada del comedor y lo miraba babeando como un perro. Pero los ojos del hombre estaban fijos en Emily mientras cruzaba la sala.

Cuando llegó a ella, sintió que se ahogaba. Se detuvo junto a ella, tan alto que tuvo que echar la cabeza atrás para mirarlo a los ojos.

– Buenas noches, señorita Walcott -dijo, dolorosamente cortés.

– Buenas noches, señor Jeffcoat.

La recorrió de arriba a abajo con la mirada, sin posarla en ninguna parte, pero cuando se encontró con la de ella lucía una débil sonrisa, que Emily deseó borrarle de un bofetón.

– Gracias por invitarme. -Los dos sabían que no lo había invitado ella sino Charles-. Entiendo que le debo una felicitación. Charles me habló de su compromiso.

– Sí -respondió, apartando la mirada de esos ojos que, bajo una superficie amable, parecían reírse de ella-. Nos conocemos de toda la vida. Fijar una fecha sólo era cuestión de tiempo.

– Eso me dijo Charles. Dentro de un año, ¿cierto?

– Mes más o menos.

Emily no era diestra para fingir, y las respuestas le salían bruscas y frías.

– Es una época agradable para casarse -comentó, en tono de conversación, demostrando ser mucho mejor que la muchacha para las frivolidades. Emily sentía la lengua pegada al paladar y no podía fijar la vista en otra cosa que no fuese Tom Jeffcoat. Tras un lapso de silencio, añadió-: Charles está… extasiado.

La pausa dio al comentario una sugerencia dudosa y Emily se ruborizó.

– Cuando quiera, sírvase ponche y canapés, señor Jeffcoat. Será mejor que yo vaya a conversar con otros invitados.

Pero cuando se apartó la tomó del brazo sin apretar.

– ¿Acaso olvida que aún no conozco a su madre?

No había dicho una sola palabra acerca de la apariencia de Emily. ¡Ni una palabra! Lo maldecía por hacerle perder la compostura. Posó la mirada en la mano, que parecía transmitirle una corriente por el brazo y lo perforó con una mirada altanera.

– Está arrugándome la manga, señor Jeffcoat.

– Mis disculpas. -La soltó de inmediato y exigió-: Presénteme a su madre, señorita Walcott.

– Desde luego. -Se dio la vuelta, descubrió que su madre estaba observándolos desde el principio, y por un instante, se congeló. Cuando Jeffcoat le tocó la espalda, se lanzó hacia adelante-. Madre, este es Tom Jeffcoat, el amigo de Charles. ¿Te acuerdas de que papá lo mencionó durante la cena, la otra noche?

– Señor Jeffcoat… -Con aires de reina, Josephine le ofreció una mano frágil-. El competidor de Edwin.

Tom hizo una graciosa reverencia.

– Colega, diría. Si no creyese que en Sheridan hay suficientes clientes para los dos, me habría instalado en otro lugar.

– Esperemos que tenga razón. Por supuesto, cualquier amigo de Charles y Emily es bienvenido en nuestro hogar.

– Gracias, señora Walcott. Es una casa hermosa. -Miró alrededor-. Estoy impaciente por tener la mía propia.

– Desde luego, la construyeron Charles y Edwin.

– Charles también hará la mía, en cuanto esté hecho el cobertizo.

– ¿Qué es eso que oí acerca de una plataforma giratoria?

Tom rió:

– Oh, ¿Charles ha estado hablando?

– Frankie, en realidad.

– Ah, Frankie, nuestro joven aprendiz… -Sonrió con cariño-. Señora Walcott, la plataforma no es otra cosa que un capricho.

Fannie llegó para el final del comentario.

– ¿Qué cosa es un capricho? Hola, Tom.

Cuando el aludido se dio la vuelta, la mujer le tomó las manos.

– Hola, Fannie.

– ¿Ustedes ya se conocían? -preguntó Emily, sorprendida.

– Sí, esta mañana.

Fannie enlazó el brazo en el de Tom, como si fuesen viejos amigos, y este le sonrió.

– Salió a pasear en bicicleta y pasó por mi casa a presentarse.

– Estoy muy contenta de que haya venido. ¿Ha hablado ya con Charles?

– No, ahora iba a acercarme a él.

– Ah, y aquí está Tarsy. Tarsy, ya conoces a Tom, ¿verdad?

La muchacha lanzó la mano con tal velocidad que formó una corriente de aire. El joven se inclinó, galante.

– Señorita Fields, qué agradable volver a verla. Esta noche está hermosa.

– ¿Por qué no te encargas de él y te ocupas de que reciba una taza de ponche? -le sugirió Fannie a la rubia.

Tarsy se apoderó del brazo de Tom y le dirigió una brillante sonrisa mientras se alejaba con él, bromeando:

– Es una vergüenza que haya llegado tarde. Estaba a punto de perder las esperanzas.

Viéndolos dirigirse hacia Charles, Emily se puso furiosa. ¡Señorita Fields, esta noche está hermosa! ¡Pero si ese sujeto exudaba encanto!

Toda la noche observó que tanto hombres como mujeres sucumbían a ese encanto. Se conducía en la casa llena de invitados con sorprendente fluidez, trababa relación con desconocidos sin incomodarse, era rápido para encontrar un tema de conversación, para conquistar palmadas en la espalda de parte de los hombres y sonrisas encantadoras de las mujeres.

El reverendo Vasseler le estrechó las manos con sinceridad y le agradeció por hacer que los más pequeños fuesen a ayudar a la iglesia. Los más chicos, por su parte, lo seguían con ojos ávidos y le preguntaban cuándo estaría lista la plataforma giratoria. Las madres de hijas casaderas lo invitaban a cenar. Los granjeros propietarios de ganado lo invitaban a ver los caballos que tenían en venta. Fannie hacía planes para enseñarle a montar en bicicleta. Charles pasó más tiempo con él que con su futura esposa. Y Tarsy se le colgaba del brazo como un paraguas.

Emily, entretanto, pasó una de las noches más desdichadas de su vida.

Una vez que el tazón de ponche estuvo medio vacío y pasó la primera oleada de intercambio social, Fannie instó a Edwin para que hiciera el brindis de compromiso. Este llenó la copa de Josephine y la suya propia, les alcanzó sus bebidas a Emily y a Charles y permaneció de pie junto al mirador, rodeando a su hija con el brazo.

– Antes de que se acabe la velada -dijo a los invitados-, la madre de Emily y yo queremos comunicarles lo felices que estamos de anunciar el compromiso de Emily. Conocemos a Charles desde… -Dirigió a su futuro yerno una mirada cariñosa-. ¿Cuánto hace, Charles? -Se dirigió otra vez a los invitados-. Bueno, desde que se limpiaba la nariz con la manga.

Todos rieron.

– Les diré a los que no lo saben que sus padres son nuestros queridos amigos de Philadelphia, amigos a los que aún echamos de menos y que desearíamos que esta noche estuviesen con nosotros. -Se aclaró la voz y prosiguió-: Bueno, durante años, Charles y Emily entraron y salieron de nuestro hogar, juntos. Creo que le dimos de comer tantas veces como a nuestros propios hijos. Me parece recordar la época en que me llegaban a la cintura, más o menos, y ella le robó la rana mascota y la dejó en una caja de grillos hasta que quedó chata y dura como un dólar de plata. Si la memoria no me falla, Charles le dejó un ojo negro de un golpe.

Después de otra oleada de risas, prosiguió:

– Pero lo resolvieron y, aunque cueste creerlo, Charles vino a verme cuando me llegaba al mentón y me anunció, muy serio… -Hizo una pausa, como si examinara el contenido de la copa-. "Señor Walcott. -Levantó el rostro como un orador-. Quiero casarme con Emily cuando tengamos edad suficiente." Recuerdo que hice un gran esfuerzo para no reír. -Se volvió hacia Charles con un tinte sonrosado en las mejillas-. Por Dios, Charles, ¿te das cuenta de que tu voz no se había definido, aún, entre bajo y soprano?

Tras otra serie de carcajadas, Edwin se puso serio.

– Bueno, en aquel entonces me pareció una buena noticia y ahora también. A veces, me resulta difícil creer que nuestra pequeña haya crecido. Pero, mi adorada Emily… -Le oprimió los hombros y contempló el rostro de su hija con expresión de adoración-. Dentro de un año, cuando hagamos un brindis por los novios, sabes que tendrás las bendiciones de tu madre y las mías. Ya consideramos a Charles como a nuestro hijo. -Alzó la copa, instando a los invitados a hacer lo mismo-: Por Charles y Emily y la futura felicidad de los dos.

– ¡Bravo, bravo!

– ¡Por Charles y Emily!

Las exclamaciones resonaron en la habitación. Edwin besó a Emily en la sien derecha y Charles en la izquierda. Josephine se estiró desde la silla y le tomó la mano. Cuando se inclinó para besar a su madre en la mejilla, Emily se sintió mísera por haber estado toda la noche tan enfurruñada y se prometió que compartiría el espíritu de la fiesta en lo que quedaba de la velada. Cuando se enderezó, vio a Tom Jeffcoat observándola. Vio que alzaba la copa en saludo silencioso y la vaciaba, mirándola sobre el borde.

Sintió como si le acercaran un fósforo al coñac que tenía en el estómago. Confusa, volvió su atención a Charles.

– Tengo calor, Charles. ¿Podemos salir unos minutos?

Pero, cuando salieron al porche, descubrió que su novio había bebido tanto coñac como para ponerse amoroso. La arrinconó, la aplastó contra la pared y quitó todo resto del esfuerzo de Fannie de los labios de Emily, y después trató de hacer lo mismo con la harina del pecho, pero le sujetó la mano y le ordenó:

– No, Charles, podría salir alguien.

El novio le tomó las manos, las besó con insistencia, con pasión, hasta hacerle comprender que había cometido un error al proponerle salir, así vestida, y después de que Charles estuviera bebiendo. Por último, tuvo que decirle con severidad:

– ¡Charles, he dicho que no!

Por un momento, la miró irritado, frustrado, como si quisiera sacudirla o arrastrarla fuera del porche, de las luces de la ventana, y oficializar el compromiso con algo más que un beso recatado. Vio que intentaba recuperar la compostura hasta que, al fin, retrocedió y exhaló una bocanada temblorosa de aire:

– Tienes razón. Entra, que yo te seguiré en un minuto.

Cuando volvió a entrar en la sala, tenía las mejillas encendidas y había perdido las flores del peinado. Su padre llevaba arriba a su madre, Fannie tocaba el piano y Tom Jeffcoat miraba fijamente la puerta, absorto.

Las miradas de ambos se encontraron y sintió un nuevo ramalazo de atracción hacia él, tuvo la sensación de que podía adivinar todo lo que había pasado en el porche. ¿Tendría los labios hinchados? ¿Se notarían las marcas de las manos de Charles? ¿Tendría un aspecto similar a cómo se sentía, los labios despintados y desenharinada?

Bueno, a Tom Jeffcoat no le importaba lo que hacía con su novio. Levantó la barbilla y se volvió.

Aunque lo evitó el resto de la velada, supo dónde estaba en cada momento, con quién hablaba, cuántas veces reía con Tarsy y cuántas veces con Charles. También, sabía con exactitud cuántas veces observó a la novia de Charles, con su vestido rosa prestado, cuando suponía que la muchacha no lo advertía.

Poco después de medianoche, Fannie se sentó al piano y tocó los melifluos acordes de "Danubio Azul", de Strauss, convocando a todos a bailar. Los casados lo hicieron, pero los jóvenes se abstuvieron, los varones aduciendo que no sabían y las mujeres deseando que aprendiesen. Fannie se levantó de un salto y les regañó:

– Tonterías. Cualquiera puede bailar. ¡Daremos una lección!

Les hizo formar un círculo, mezclando los bailarines experimentados con los novatos y les enseñó los pasos del vals, mientras canturreaba: ¡Da da da da dum… Dum-dum! ¡Dum-dum! Guió los pies de ese anillo de gente primero adelante, luego atrás, izquierda, derecha, hizo que todos canturrearan la conocida melodía del vals vienés. ¡Da da da da dum… Dum-dum! ¡Dum-dum! Y mientras cantaban y bailaban, eligió a un compañero y lo llevó al centro: Patrick Haberkorn, que se ruborizó y se movió con torpeza, pero accedió con buena voluntad.

– Siga cantando -le dijo a Patrick al oído-, y olvídese de sus pies, salvo para fingir que guían a los míos en lugar de seguirlos.

Cuando Patrick empezó a moverse con razonable fluidez, lo puso a bailar con Tilda Awk y realizó el cambio de compañeros. Tomó a los jóvenes, uno tras otro, y les demostró lo divertida que podía ser la danza. Una vez que hubo enseñado a Tom Jeffcoat, lo entregó a Tarsy Fields. Hizo lo mismo con Charles y lo puso ante Emily. Y cuando estaban todos en pareja y sólo quedaba Edwin, le abrió los brazos convirtiéndolo en su compañero, disimulando que el corazón se le expandía al estar, por fin, en sus brazos, y que su risa sólo era una máscara del intenso amor que sentía. Edwin la contentó, haciéndola girar por la sala mientras cantaban a dúo: ¡Da da da da dum… dum-dum!

Bailaron menos de un minuto, hasta que Fannie, aunque a desgana, lo dejó, se sentó al piano y exclamó:

– ¡Cambiar de pareja!

A esto siguió un arrastrar de pies y una confusión y, cuando se aclaró, Emily se encontró en brazos de su padre. Sonriente y con paso elegante, la guiaba.

– ¿Estás divirtiéndote, preciosa?

– Sí, papá. ¿Y tú?

– Como nunca.

– Ignoraba que supieras bailar.

– No bailaba hace muchos años. A tu madre nunca le interesó.

– ¿No crees que estaremos impidiéndole dormir?

– Por supuesto. Pero me dijo que le agradaría escuchar.

– Creo que lo ha pasado bien esta noche.

– Sé que es así.

– Se la veía más fuerte y hasta tenía las mejillas sonrosadas.

– Es por Fannie. Hace milagros.

– Lo sé. Me siento feliz de que esté aquí.

– Yo también.

– ¡Cambio de pareja!

– ¡Uh! -exclamó papá-. Aquí vas.

Emily giró y se encontró con Pervis Berryman, bajo y ancho como una bañera, pero ágil bailarín. La felicitó por el compromiso y afirmó que la fiesta era lo que el pueblo estaba necesitando. Dijo que era grato ver a la gente joven bailando así.

– ¡Cambio de parejas!

Pervis la entregó al padre de Tarsy, que tenía el cabello partido al medio y aplastado con pomada. Olía como su tienda de barbero: algo a jabón, a perfume, y el bigote encerado se agitaba cuando hablaba. Él también la felicitó por el compromiso, le dijo que se llevaba un hombre excelente y que Tarsy estaba tan entusiasmada con la fiesta de esa noche que le había pedido permiso para hacer una al sábado siguiente.

– ¡Cambio de parejas!

Emily se dio la vuelta y se halló en los brazos de Tom Jeffcoat.

– Hola, marimacho -le dijo, riendo.

– Usted es un fastidioso insoportable -repuso la joven, en tono amable.

– ¡Ja, ja, ja! -rió, cara al techo.

– Todavía voy a desquitarme.

– ¿Por qué? Esta noche, ha sido un modelo de buen comportamiento, ¿no es así?

– No creo que sepa lo que es el buen comportamiento.

– Vamos, Emily, no empiece a pelear. Le prometí a Charles que haría todo lo posible por llevarme bien con usted.

– Sabe perfectamente que usted y yo nunca nos llevaremos bien. También sabe que, si no fuese por Charles, ahora no estaría en esta casa.

– ¿Practica para ser tan antipática o le surge con naturalidad?

– ¿Usted practica para ofender a las mujeres o le surge con naturalidad?

– Se supone que las anfitrionas deben ser corteses con los invitados.

– Yo lo soy con mis invitados.

– Charles y yo nos llevamos muy bien, ¿sabe? Tengo la sensación de que estamos destinados a ser amigos. Si va a casarse con él, ¿no le parece que tendríamos que tratar de sonreír y soportarnos mutuamente… por el bien de él?

– Usted ya sonríe más de lo que yo puedo soportar.

– Pero nos encontraremos en ocasiones como esta durante… bueno, quién sabe cuánto tiempo.

En esencia, era lo que Fannie había dicho, pero Tom no tenía por qué saberlo. Jeffcoat siguió diciendo:

– Pongamos por caso la noche del sábado que viene. Tarsy piensa dar otra fiesta y es probable que terminemos bailando juntos otra vez.

– Espero que no. Es usted un pésimo bailarín.

– Tarsy no opina igual.

– No me pise, señor Jeffcoat. Tarsy Fields no ha bailado nunca en su vida, hasta hoy. ¿Cómo puede saberlo?

– Usted tampoco ha bailado hasta ahora. ¿Cómo lo sabe, pues?

– Mire… -Retrocedió y aplastó la falda con la mano-. Ha estropeado la punta del zapato de Fannie.

Tom echó un vistazo y siguió bailando.

– ¿Fannie? Así que de ahí sacó la ropa.

– Pensé que no lo había notado.

– ¿Quería que lo notase?

– ¡Usted es el que me llamó a marimacho!

– Primero, usted me dijo harapiento. Yo me visto así porque es lo más conveniente cuando trabajo.

– Lo mismo hago yo.

Las miradas se encontraron y, aunque a desgana, se concedieron un punto uno a otro.

– ¿Qué opina de una tregua? ¿Por Charles?

Emily se encogió de hombros y apartó la vista con indiferencia.

– Me dijo que usted será veterinaria.

– Así es.

– ¿Esos eran los papeles que vi aquel día, en el establo?

– Estaba estudiando.

– ¿Le parece que tiene suficiente fuerza?

– ¿Si tengo suficiente fuerza?

Lo miró, perpleja.

– Para atender animales de granja. A veces se requiere mucha fuerza.

– En ocasiones, una mano más pequeña y un brazo más delgado pueden representar una ventaja. ¿Alguna vez ayudó a nacer a un ternero?

– No, sólo potrillos.

– Entonces, lo sabe.

Lo sabía y entendió el razonamiento.

– De modo que sabe mucho de animales.

– Supongo que sí.

Tom miró alrededor.

– De todos los granjeros que están aquí, ¿cuál diría usted que cría los mejores caballos?

Le sorprendió que le pidiese opinión, pero estaba serio al observar a los invitados y también ella los observó.

– Es difícil decirlo. El clima de Wyoming produce los mejores caballos de Norteamérica. Tenemos ciento cincuenta pastos diferentes en el estado, a cual mejor para los animales. Los inviernos fríos, el agua limpia y el aire puro dan a nuestros caballos vigor y buenos pulmones. El ejército compra la mayoría de los caballos aquí.

– Eso lo sé. Pero, ¿a quién le compraría?

Antes de que pudiese responder, Fannie exclamó:

– ¡Cambio de parejas!

Cesaron de bailar de golpe, se apartaron y se quedaron vacilantes, comprendiendo que habían sostenido su primera conversación civilizada y que no les había pesado.

– Lo pensaré -prometió la muchacha.

– Estupendo. Y piense también a quién me conviene comprarle el heno. Si quiero instalarme aquí, necesitaré consejo.

Otra vez se asombró de que se lo pidiera a ella. Pero estaba ofreciéndole la rama de olivo por Charles y lo menos que podía hacer era aceptarla.

– Con el heno no es tan importante. Puede comprárselo a cualquiera.

Tom asintió, aceptando su palabra.

La esperaba un nuevo compañero, pero cuando Emily se volvió hacia él, Jeffcoat la tomó del brazo y la hizo girar otra vez hacia él. Sonriente, la miró a los ojos y dijo, en voz queda:

– Gracias por el baile, marimacho.

Estaba muy cerca, con la sonrisa ladeada a escasos centímetros de su frente y le llegaba el aroma de su piel, tibia de la danza; veía con toda claridad los poros de la piel en la barbilla afeitada, el hoyuelo en la mejilla izquierda, los bordes de los dientes, la expresión divertida de los ojos. Sintió que algo se agitaba entre los dos y, como en un relámpago, se preguntó cómo sería que la arrinconase en el porche y que quien le quitara el color de los labios con un beso fuese Tom en vez de Charles.

La locura duró un segundo, hasta que se soltó e ironizó:

– Para la próxima semana, será mejor que practique. Tengo los pies deshechos.

El resto de la noche se eludieron amablemente, mientras Fannie enseñaba a todos la varsoviana, un cruce entre polka y mazurka. Emily se pegó a Charles y Tom, a Tarsy. Antes de que acabase la velada, Tarsy comunicó que su propia fiesta sería a la misma hora, la semana siguiente en su casa y que estaba invitada toda la gente joven. Cuando fue hora de despedir a los invitados, Emily y Charles se quedaron junto a la puerta, recibiendo los buenos deseos de despedida. Charles intercambió un apretón de manos con Tom y Tarsy abrazó a Emily, mientras le murmuraba al oído:

– ¡Me acompañará caminando a casa! ¡Mañana te contaré!

Cuando su prometido se fue, Emily ayudó a Fannie y su padre a limpiar la casa, y se preguntó si Tom estaría arrinconando a Tarsy contra la pared del porche y si su amiga lo disfrutaría.

¡Qué pregunta tan estúpida! ¡Lo más probable era que fuese Tarsy la que lo arrinconara a Tom!

Pensó en los besos y en el motivo de que a algunas chicas les gustaran y a otras no. Recordó lo sucedido consigo misma y con Charles esa noche y cómo se sintió casi ofendida por sus tanteos. Ya estaba comprometida con él y, si podía creer a Tarsy, debería disfrutarlo, hasta desearlo.

Quizá tuviese algún problema.

Subió a la planta alta cinco minutos antes que Fannie y se sentó a la luz de la lámpara, reflexionando preocupada. ¿Acaso una muchacha debía preferir trabajar en un establo a besar a su novio? Seguramente no. Y sin embargo, así era… a veces, cuando Charles la besaba, cuando cedía por puro sentido del deber, pensaba en otras cosas: en los caballos, en emparvar heno, en cabalgar por un campo abierto con el cabello flotando al viento como la crin del animal que montaba.

Desanimada, se quitó el vestido rosado y lo colgó, se soltó el cabello y lo cepilló, contemplándose pensativa en el espejo. Se tocó los labios, cerró los ojos y pasó las yemas de los dedos por el pecho, imaginando que eran los de Charles. Cuando fuese su marido, la tocaría y no sólo ahí sino en otros sitios, de otras maneras. Abrió los ojos y vio su imagen reflejada, sintiéndose pesarosa. Había visto a los caballos acoplándose y era algo sin gracia, vergonzoso. ¿Cómo podría hacerlo con Charles?

Afligida, se puso el camisón y se metió en la cama, oyendo el murmullo de papá y Fannie que subían la escalera y se decían las buenas noches en el pasillo. Entró Fannie, cerró la puerta, se desabotonó el vestido, se desató el corsé y se cepilló el pelo, canturreando.

¡Ah, ser como Fannie…! Lanzarse a la vida sin preocuparse por nada, soltera y feliz de serlo, yendo tras el primer capricho que la atrajera… Emily estaba segura de que ella tendría las respuestas.

Una vez que hubo bajado la lámpara y los resortes de la cama se acallaron, Emily fijó la vista en el techo sintiendo un nudo en la garganta.

– ¿Fannie? -murmuró al fin.

– ¿Qué? -murmuró Fannie por encima del hombro.

– Gracias por la fiesta.

– Ha sido un placer, querida. ¿La has pasado bien?

– Sí… y no.

– ¿No? -Se volvió y tocó el hombro de la muchacha-. ¿Qué pasa, Emily?

Le llevó un minuto entero reunir valor para preguntar:

– Fannie, ¿puedo preguntarte algo?

– Seguro.

– Es algo personal.

– Suele ser así, cuando las chicas susurran en la oscuridad.

– Se trata de los besos.

– Ah, los besos.

– Le preguntaría a mi madre, pero… bueno, ya la conoces.

– Sí. En tu lugar, yo tampoco le preguntaría.

– ¿Alguna vez besaste a un hombre?

Fannie rió con suavidad, se puso de espaldas y se acomodó mejor en la almohada.

– Me encanta besar a los hombres. He besado a unos cuantos.

– ¿Todos besan igual?

– Para nada. Querida, los besos son como los copos de nieve: no existen dos iguales. Hay cortos, largos, tímidos, audaces, provocativos, serios, secos y húmedos…

– Sí, los húmedos. Esos son. Son… yo… Charles… lo que digo es que…

– Son deliciosos, ¿no?

– ¿Sí? -dijo Emily, dudosa.

– ¿O sea que para ti no lo son?

– Bueno, a veces. Pero otras, siento que… bueno, como si no estuviesen permitidos. Como si estuviese haciendo algo malo.

– ¿No te pones como embriagada, impaciente?

– En una ocasión… casi. Fue el día que Charles se me declaró. Pero hace tanto tiempo que lo conozco que me parece más bien un hermano y, ¿a quién le interesa que la bese su hermano?

Se hizo silencio, mientras las dos se sumían en sus propios pensamientos.

Finalmente, Emily habló:

– Fannie.

– ¿Sí?

– ¿Alguna vez estuviste enamorada?

– Profundamente.

– ¿Cómo es?

– Duele. -Se oyó el crujido de la almohada cuando la muchacha volvió con brusquedad la cabeza para observar a la mujer. Pero antes de que pudiese hacer más preguntas, Fannie le ordenó con dulzura-: Duérmete ahora, querida, es tarde.

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