9


CUANDO LLEGUÉ AL COCHE, volví a repasar el expediente de Evelyn. Algunos datos me parecieron indiscretos, pero estamos en la era de la información al alcance de todos. El expediente contenía informes bancarios y el historial médico. Nada de aquello me pareció de gran ayuda.

Unos golpecitos en la ventanilla del copiloto me distrajeron del informe. Era Morelli. Le abrí y se sentó a mi lado.

– ¿Resaca? -preguntó, aunque era más una afirmación que una pregunta.

– ¿Cómo lo sabes?

Señaló la bolsa de comida rápida.

– Coca-Cola y patatas fritas de McDonald's para desayunar. Círculos oscuros debajo de los ojos. Y un pelo infernal.

Me examiné el pelo en el retrovisor. Ay.

– Anoche me pasé con el vino.

Se quedó asimilándolo. No dijimos nada durante unos segundos. Yo no quería contarle nada más. El no preguntó.

Miró el expediente que llevaba en la mano.

– ¿Te vas acercando a Evelyn?

– He hecho algunos progresos.

– ¿Te has enterado de lo del bar de Soder?

– Ahora vengo de allí -dije-. Tenía mala pinta. Afortunadamente no había nadie en el edificio.

– Sí, pero, de momento, no sabemos dónde está Soder. Su chica dice que no volvió a casa.

– ¿Crees que podía estar en el bar cuando empezó el incendio?

– Los chicos están revisándolo todo. Tienen que esperar a que se enfríe el edificio. Hasta el momento no hay ni rastro de él. He pensado que te gustaría saberlo -Morelli tenía la mano en la manilla de la puerta-. Ya te diré si le encontramos.

– Espera un minuto. Tengo que hacerte una pregunta teórica. Imagínate que estuvieras viendo la televisión conmigo. Y que yo me tomara un par de vinos y me quedara dormida. ¿Intentarías hacerme el amor de todas formas? ¿Harías una pequeña exploración mientras estuviera dormida?

– ¿Qué estábamos viendo? ¿La final?

– Ya te puedes ir -dije.

Morelli sonrió y salió del coche.

Marqué el número de Dotty en mi móvil. Estaba deseando contarle las noticias sobre el bar y la desaparición de Soder. El teléfono sonó varias veces y saltó el contestador. Le dejé un mensaje para que me devolviera la llamada y lo intenté en el número del trabajo. Allí me salió su buzón de voz. Dotty estaba de vacaciones y volvería dentro de dos semanas.

El mensaje del buzón de voz me produjo una extraña reacción en el estómago. Busqué un nombre para aquella reacción y el único que se le aproximaba era el de inquietud.

En menos de una hora estaba delante de la casa de Dotty. No se veía ni rastro de Jeanne Ellen. Y en la vivienda no había ni rastro de vida. Ni coche en la entrada. Ni puertas ni ventanas abiertas. No tiene nada de raro, me dije a mí misma. Los niños deberían estar en el colegio y en la guardería a esas horas. Y Dotty probablemente habría ido a hacer la compra.

Me acerqué a la puerta y llamé al timbre. No hubo respuesta. Miré por la ventana de la fachada. La casa parecía serena. No había ni una luz encendida. La televisión no emitía su alboroto. No había niños corriendo. Aquella rara sensación volvió a apoderarse de mi estómago. Algo iba mal. Rodeé la casa y miré por la ventana de atrás. La cocina estaba limpia. No había restos de desayuno. No había cuencos en el fregadero. Ni cajas de cereales abandonadas. Intenté girar el pomo de la puerta. Cerrada. Llamé con los nudillos. No obtuve respuesta. Y de repente me di cuenta: no estaba el perro. Tendría que estar correteando por ahí, ladrándole a la puerta. La casa era de una sola planta. La rodeé por completo mirando por todas las ventanas. El perro no estaba.

Bueno, o sea, que está paseando al perro. O a lo mejor se lo ha llevado al veterinario. Probé con las dos vecinas más próximas a Dotty. Ninguna de ellas sabía qué había sido de Dotty y el perro. Ambas habían notado su ausencia aquella mañana. Había un consenso general en que Dotty y su familia habían dejado la casa durante la noche.

Ni Dotty. Ni el perro. Ni Jeanne Ellen. Ahora tenía otro nombre para la sensación del estómago: pánico; miedo. Y un poco de náuseas, por la resaca.

Volví al coche y me quedé un rato delante de la casa, intentando asimilar todo aquello. En un momento dado miré el reloj y me di cuenta de que había pasado una hora. Me imagino que tenía la esperanza de que Dotty regresara. Y me imagino que sabía que no iba a ocurrir.

Cuando tenía nueve años convencí a mi madre de que me dejara comprar un periquito. Mientras volvía de la tienda de animales a casa, no sé cómo, la jaula se abrió y el pájaro escapó volando. Esto me producía la misma sensación. Tenía la impresión de haber dejado la jaula abierta.

Puse el coche en marcha y volví al Burg. Me encaminé directamente a la casa de los padres de Dotty. La señora Palowski me abrió la puerta y el perro de Dotty salió corriendo de la cocina sin dejar de ladrar.

Le dediqué a la señora Palowski la mayor y más falsa de mis sonrisas.

– Hola -dije-. Estoy buscando a Dotty.

– Ya no está -dijo la señora Palowski-. Se pasó esta mañana temprano a dejarnos a Scotty. Vamos a ocuparnos de él mientras está de vacaciones con los niños.

– Necesito hablar con ella urgentemente -dije-. ¿Tiene usted un número de teléfono en el que la pueda localizar?

– Pues no. Me ha dicho que se iba al campo con una amiga. A una cabaña perdida en el bosque. Aunque quedó en que ella se pondría en contacto conmigo. Podría darle un mensaje.

Le di mi tarjeta a la señora Palowski.

– Dígale a Dotty que tengo que darle una información muy importante. Y pídale que me llame.

– No estará metida en algún lío, ¿verdad? -preguntó la señora Palowski.

– No. Se trata de una de sus amigas.

– Es Evelyn, ¿no es cierto? He oído que Evelyn y Annie han desaparecido. Qué pena. Evelyn y Dotty eran tan buenas amigas…

– ¿Siguen viéndose todavía?

– Hace años que no. Evelyn se aisló mucho después de casarse. Creo que Steven le ponía muy difícil tener amigas.

Le di las gracias a la señora Palowski por su interés y regresé al coche. Repasé el informe de Evelyn. No se mencionaba ninguna cabaña escondida en el bosque.

Mi teléfono sonó y no supe muy bien qué podía esperar de aquella llamada… Una cita estaba muy arriba en la lista de expectativas. Lo siguiente podría ser alguna noticia de Soder o una amigable llamada de Evelyn.

Entre las últimas cosas de la lista estaba una llamada de mi madre.

– Socorro -dijo.

Entonces se puso al teléfono mi abuela.

– Tienes que venir a ver esto -dijo.

– ¿A ver qué?

– Tienes que verlo con tus propios ojos.

La casa de mis padres quedaba a menos de cinco minutos. Mi madre y mi abuela estaban en la puerta, esperándome. Me abrieron paso y me hicieron gestos para que entrara en la sala. Allí estaba mi hermana, desmoronada en el sillón favorito de mi padre. Iba vestida con un camisón largo de franela todo arrugado y zapatillas de peluche. No se había quitado el rímel del día anterior, que se le había corrido mientras dormía. Llevaba el pelo revuelto y enredado. Una mezcla de Meg Ryan y Bitelchús. La chica de California pasada por Transilvania. Tenía el mando de la televisión en la mano y la atención puesta en un concurso. A su alrededor, el suelo estaba cubierto de envoltorios de chocolatinas y latas vacías de refrescos. Ni siquiera notó nuestra presencia. Eructó, se rascó una teta y cambió de canal.

Ésta era mi hermana perfecta. Santa Valerie.

– He visto esa sonrisa -dijo mi madre-. No tiene gracia. Lleva así desde que se quedó sin trabajo.

– Sí, hemos tenido que pasarle la aspiradora alrededor -dijo la abuela-. Me acerqué demasiado y casi le aspiro una de esas zapatillas de conejito.

– Está deprimida -concluyó mi madre.

No jodas.

– Hemos pensado que a lo mejor podrías ayudarla a encontrar trabajo -dijo la abuela-. Algo que la obligara a salir de casa, porque es que nosotras nos estamos empezando a deprimir de verla a ella. Ya tenemos suficiente con tener que ver a tu padre.

– Tú eres la que siempre sabe si hay trabajos -dije a mi madre-. Siempre sabes cuándo contratan gente en la fábrica de botones.

– Ha agotado todos mis contactos -respondió-. No me queda nada más. Y el desempleo está subiendo. No puedo conseguirle ni un trabajo de empaquetadora de tampones.

– Quizá podrías llevártela a un arresto -sugirió la abuela-. A lo mejor eso le levanta el ánimo.

– De ninguna manera. Ya intentó ser cazarrecompensas y se desmayó la primera vez que le pusieron una pistola en la cabeza.

Mi madre se santiguó y dijo:

– Dios bendito.

– Bueno, pues tienes que hacer algo -insistió la abuela-. Me estoy perdiendo todos mis programas favoritos. Intenté cambiar el canal y me gruñó.

– ¿Te gruñó?

– Fue aterrador.

– Oye, Valerie -dije-. ¿Tienes algún problema?

No hubo respuesta.

– Tengo una idea -dijo la abuela-. ¿Por qué no le damos una sacudida con tu pistola eléctrica? Y una vez que esté frita le podemos quitar el mando.

Pensé en la pistola eléctrica que llevaba en el bolso. No me vendría mal ponerla a prueba. Ni siquiera me importaría darle una descarga a Valerie. La verdad era que llevaba pensándolo en secreto desde hacía años. Eché una mirada a mi madre y me sentí inmediatamente disuadida.

– Quizá pueda conseguirte un trabajo -dije a Valerie-. ¿Estarías dispuesta a trabajar para un abogado?

Mantuvo la mirada fija en el televisor.

– ¿Está casado?

– No.

– ¿Gay?

– No lo creo.

– ¿Qué edad tiene?

– No estoy muy segura. Unos dieciséis años -saqué el móvil del bolso y marqué el número de Kloughn.

– ¡Guau, sería genial que tu hermana trabajara para mí! -dijo Kloughn-. Podría tomarse todo el tiempo que quisiera para almorzar. Y podría hacer la colada en el trabajo.

Corté la comunicación y me volví hacia Valerie.

– Ya tienes trabajo.

– Qué faena -dijo Valerie-. Estaba empezando a cogerle el gusto al rollo este de la depresión. ¿Tú crees que él tío ese se casará conmigo?

Levanté los ojos al cielo mentalmente, escribí la dirección de Kloughn en un trozo de papel y se la di a Valerie.

– Puedes empezar mañana a las nueve. Si llega tarde, le esperas en la lavandería. No te costará mucho reconocerle. Es un tío que lleva los dos ojos morados.

Mi madre se volvió a santiguar.

Rapiñé de la nevera un par de lonchas de mortadela y una de queso y me dirigí a la puerta. Quería irme de casa antes de tener que contestar más preguntas sobre Kloughn.

El teléfono empezó a sonar cuando ya me iba.

– Espera -me dijo la abuela-. Me llama Florence Szuch para decirme que está en el centro comercial y que Evelyn Soder está comiendo en la zona de restaurantes.

Salí corriendo y la abuela se vino detrás de mí.

– Yo también voy -dijo-. Tengo derecho, ya que ha sido mi confidente la que ha llamado.

Entramos en el coche y salimos disparadas. El centro comercial estaba a veinte minutos, con buen tráfico. Esperaba que Evelyn comiera despacito.

– ¿Estaba segura de que era Evelyn?

– Sí. Evelyn y Annie con otra mujer y sus dos hijos.

Dotty y sus niños.

– No he tenido tiempo de coger el bolso -dijo la abuela-. O sea que no llevo pistola. Voy a sentirme muy decepcionada si hay un tiroteo y soy la única sin pistola.

Si mi madre supiera que la abuela lleva una pistola en el bolso le daría un soponcio.

– En primer lugar, yo tampoco llevo pistola -dije-. Y en segundo lugar, no va a haber ningún tiroteo.

Tomé la autopista 1 y pisé el acelerador a fondo. Así entré en el flujo del tráfico. En Jersey consideramos que el límite de velocidad no es más que una mera sugerencia. En Jersey nadie se tomaría en serio respetar el límite de velocidad.

– Deberías ser piloto de carreras -comentó la abuela-. Serías muy buena. Podrías participar en una de esas carreras NASCAR. Yo me presentaría, pero seguro que te exigen el carné de conducir, y yo no lo tengo.

Vi el indicativo del centro comercial y tomé la salida lateral con los dedos cruzados. Lo que había empezado como un favor a Mabel se había convertido en una cruzada. Necesitaba hablar con Evelyn. Era decisivo para acabar con aquel juego de guerra. Y acabar el juego de guerra era decisivo para que no me arrancaran el corazón.

Conocía el centro comercial al milímetro y aparqué en la puerta más cercana a la zona de restaurantes. Pensé decirle a la abuela que se quedara en el coche, pero habría sido una pérdida de tiempo.

– Si Evelyn sigue ahí, tengo que hablar con ella a solas -dije a la abuela-. Tú vas a tener que mantenerte al margen.

– Claro. No hay problema.

Entramos juntas en el centro comercial y nos encaminamos, apretando el paso, a la zona de restaurantes. Mientras caminábamos, iba mirando a la gente, buscando a Evelyn y a Dotty. El centro estaba moderadamente concurrido. No abarrotado, como los fines de semana. Con gente suficiente para esconderme. Contuve la respiración cuando vi a Dotty y a los niños. Había memorizado la foto de Evelyn y Annie, y ellas también estaban allí.

– Ahora que estoy aquí no me importaría comerme una rosquilla de las grandes -dijo la abuela.

– Tú vete a por la rosquilla y yo voy a hablar con Evelyn. Pero no salgas de la zona de restaurantes.

Me separé de la abuela y, de repente, la luz se desvaneció delante de mí. Era la sombra de Martin Paulson. Su aspecto no era muy diferente del que tenía en el aparcamiento de la comisaría, cuando rodaba por el suelo con las esposas y los grilletes. Pensé que cuando uno tiene las formas de Paulson sus opciones respecto a la moda quedan muy reducidas.

– Vaya, mira quién está aquí -dijo Paulson-. Es la querida Miss Gilipollas.

– Ahora no -dije sorteándole.

El se movió a la par, bloqueándome el paso.

– Tengo un asunto pendiente contigo.

Vaya suerte tengo. Cuando por fin encuentro a Evelyn, se me cruza Martin Paulson buscando pelea.

– Olvídalo -dije-. ¿Y tú que haces aquí?

– Trabajo aquí, en la droguería, y ésta es mi hora de comer. Fui acusado erróneamente, ¿sabes?

Sí, ya.

– Quítate de en medio.

– Quítame tú.

Saqué la pistola eléctrica del bolso, la pegué a la enorme barriga de Paulson y la activé. No pasó nada.

Paulson bajó la mirada a la pistola.

– ¿Qué es esto? ¿Un juguete?

– Es una pistola eléctrica -Una pistola eléctrica de mierda que no sirve para nada.

Paulson me la quitó y la miró con curiosidad.

– Mola -dijo. La apagó y la volvió a encender. Luego me tocó el brazo con ella. Vi un fogonazo en mi cabeza y todo se oscureció.

Antes de que la oscuridad volviera a ser luz, empecé a oír voces lejanas. Me esforcé por escucharlas y se fueron haciendo más claras y perceptibles. Logré abrir los ojos y algunas caras empezaron a dar vueltas en mi campo de visión. Parpadeé para disminuir el aturdimiento y fui adquiriendo dominio de la situación. Estaba tumbada boca arriba en el suelo. Médicos de urgencia inclinados sobre mí. Máscara de oxígeno en la cara. Tensiómetro en el brazo. Detrás de los médicos, la abuela tenía cara de preocupación. Detrás de la abuela, Paulson observaba por encima de su hombro. Paulson. Ahora recordaba. ¡Aquel hijo de puta me había dejado fuera de combate con mi propia pistola eléctrica!

Me incorporé de un salto y me lancé hacia él. Las piernas me fallaron y caí de rodillas.

– ¡Paulson, pedazo de cerdo! -grité.

Yo trataba de quitarme la mascarilla de oxígeno y los médicos intentaban que no me la quitara. Era como si se repitiera el ataque de los gansos.

– Creí que estabas muerta -dijo la abuela.

– Ni por asomo. Me di una descarga con la pistola eléctrica sin querer.

– Ahora te reconozco -dijo uno de los médicos-. Eres la cazarrecompensas que incendió la funeraria.

– Yo también participé -intervino la abuela-. Tenían que haber estado allí. Fueron como fuegos artificiales.

Me levanté y comprobé que podía andar. Me sentía un poco inestable, pero no me caí. Era buena señal, ¿no?

La abuela me pasó mi bolso.

– Un gordito encantador me dio tu pistola eléctrica. Supongo que se te cayó en medio del follón. Te la he metido en el bolso -dijo.

A la primera oportunidad que se me presentara iba a tirar la puñetera pistola al río Delaware. Miré alrededor, pero Evelyn había desaparecido.

– ¿No habrás visto por casualidad a Evelyn y a Annie? -pregunté a la abuela.

– No. Me estaba comprando una de esas rosquillas blanditas y grandes, y les pedí que me la bañaran en chocolate.


Dejé a la abuela en casa de mis padres y me fui a mi apartamento. Estuve un rato parada en el descansillo antes de insertar la llave en la cerradura. Respiré hondo, abrí la cerradura y empujé la puerta. Entré en el pequeño recibidor y canturreé muy bajito: «¿Quién teme al lobo feroz?…». Me asomé a la cocina y experimenté una sensación de alivio. Allí todo parecía en orden. Pasé a la sala y dejé de cantar. Steven Soder estaba sentado en mi sofá. Se le veía ligeramente inclinado a un lado, con el mando a distancia en una mano; pero no estaba viendo la televisión. Estaba muerto, muerto, muerto. Tenía los ojos lechosos y ciegos, los labios separados, como si le hubieran dado una sorpresa, la piel de una palidez fantasmagórica, y presentaba un agujero de bala en medio de la frente. Llevaba un jersey ancho y pantalones caquis. Y estaba descalzo.

Zambomba, ¿es que no es suficiente tener un tío muerto sentado en el sofá? Además, ¿tiene que estar escalofriantemente descalzo?

En silencio, salí reculando de la sala y del apartamento. En el descansillo intenté llamar al 091 desde el móvil, pero me temblaban las manos y tuve que intentarlo varias veces antes de lograrlo.

Me quedé en el descansillo hasta que llegó la policía. Cuando el apartamento estaba repleto de policías, entré sigilosamente en la cocina, envolví con mis brazos la jaula de Rex y lo saqué del apartamento para que estuviera conmigo en el descansillo.

Aún estaba en el descansillo con la jaula del hámster en brazos cuando llegó Morelli. La señora Karwatt, la vecina de enfrente, e Irma Brown, del piso de arriba, me estaban haciendo compañía. Detrás de la puerta del señor Wolesky se oía un capítulo de Regis. El señor Wolesky no se perdería Regís ni por un homicidio. Aunque fuera una reposición.

Yo estaba sentada en el suelo, apoyada en la pared, con la jaula del hámster en el regazo. Morelli se agachó a mi lado y miró a Rex.

– ¿Se encuentra bien?

Asentí con la cabeza.

– ¿Y tú? -preguntó Morelli-. ¿Te encuentras bien?

Los ojos se me llenaron de lágrimas. No, yo no me encontraba bien.

– Estaba sentado en el sofá -dijo Irma a Morelli-. ¿Te lo imaginas? Ahí sentado, tan tranquilo, con el mando en la mano -sacudió la cabeza-. Ahora ese sofá tiene el mal fario de la muerte. Yo también lloraría si mi sofá tuviera el mal fario de la muerte.

– El mal fario de la muerte no existe -dijo la señora Karwatt.

Irma la miró.

¿Usted se sentaría ahora en ese sofá?

La señora Karwatt apretó los labios.

– ¿Y bien? -preguntó Irma.

– Quizá, si se lavara muy bien.

– El mal fario no se puede lavar -dijo Irma. Se acabó la discusión. La voz de la autoridad.

Morelli se sentó a mi lado, también con la espalda apoyada en la pared. La señora Karwatt se fue. Y luego Irma. Nos quedamos solos Morelli y yo, y Rex.

– ¿Y tú que piensas del mal fario? -preguntó Morelli.

– No sé qué cono es el mal fario, pero estoy lo suficientemente aterrada como para querer deshacerme de ese sofá. Y voy a hervir el mando y a meterlo en lejía.

– Esto se ha puesto muy mal -dijo Morelli-. Ya ha dejado de ser un juego. ¿La señora Karwatt oyó o vio algo raro?

Negué con la cabeza.

– La casa de uno tiene que ser un lugar seguro -dije a Morelli-. ¿Adonde puedes ir cuando sientes que tu casa ya no es un lugar seguro?

– No lo sé -dijo Morelli-. Nunca he tenido que planteármelo.

Pasaron horas antes de que se llevaran el cadáver y precintaran el apartamento.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Morelli-. No puedes quedarte aquí esta noche.

Nos miramos a los ojos y los dos pensamos en lo mismo. Un par de meses antes Morelli no habría hecho esa pregunta. Habría pasado la noche con él. Ahora las cosas habían cambiado.

– Me iré a casa de mis padres -dije-. Sólo por esta noche. Hasta que se me ocurra qué hacer.

Morelli entró en el apartamento a recoger algo de ropa y puso lo más esencial en una bolsa de deporte. Nos metió a Rex y a mí en su furgoneta y nos llevó al Burg.


Valerie y las niñas ocupaban la que había sido mi habitación, así que dormí en el sofá, con Rex a mi lado en el suelo. Tengo amigos que toman Xanax para dormir. Yo tomo macarrones con queso. Y si me los hace mi mamá, mucho mejor.

Comí macarrones con queso a las once y caí en un profundo sueño. Comí más macarrones a las dos y otra vez a las cuatro y media. El microondas es un invento maravilloso.

A las siete y media me despertó un griterío que venía del piso de arriba. Mi padre estaba provocando su habitual atasco en el cuarto de baño.

– Tengo que cepillarme los dientes -decía Angie-. Voy a llegar tarde al colegio.

– ¿Y qué pasa conmigo? -quiso saber la abuela-. Soy vieja. No puedo esperar eternamente -golpeó la puerta del baño-. ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo ahí dentro?

Mary Alice relinchaba como un caballo, galopaba sin moverse del sitio y coceaba la puerta.

– Deja de galopar -gritó la abuela-. Me estás levantando dolor de cabeza. Baja a la cocina y cómete unas tortitas.

– ¡Heno! -replicó Mary Alice-. Los caballos comen heno. Y yo ya he comido, tengo que cepillarme los dientes. Es muy mal asunto que un caballo tenga caries.

Se oyó la cisterna del baño y la puerta se abrió. Hubo un pequeño alboroto y la puerta se cerró de un portazo. Valerie y las niñas rezongaron. La abuela las había vencido en la lucha por el cuarto de baño.

Una hora más tarde, mi padre se iba a trabajar. Las niñas se habían ido al colegio. Y Valerie estaba de los nervios.

– ¿Esto es demasiado provocativo? -preguntó, plantándose delante de mí con un vaporoso vestidito de flores y sandalias de tacón-. ¿Sería mejor un traje?

Yo estaba examinando el periódico en busca de alguna mención de Soder.

– Da igual -contesté-. Ponte cualquier cosa.

– Necesito ayuda -dijo Valerie sacudiendo los brazos-. No puedo tomar esta decisión yo sola. ¿Y qué me dices de los zapatos? ¿Llevo estos rosas de tacón o los Weitzmans retro?

Me había encontrado un muerto sentado en el sofá la noche anterior. Tengo un sofá con mal fario y Valerie quiere que le ayude a elegir los zapatos.

– Ponte los chismes rosas esos -dije-. Y lleva todo el cambio de que dispongas. Kloughn siempre necesita cambio.

Sonó el teléfono y la abuela se apresuró a contestar. Las llamadas empezaban ahora pero podían no parar en todo el día. En el Burg siempre gusta un buen asesinato.

– Tengo una hija que se encuentra muertos en su sofá -exclamó mi madre-. ¿Por qué a mí? La hija de Lois Seltzman nunca se encuentra muertos en el sofá.

– Esto es increíble -dijo la abuela-. Ya han llamado tres personas y todavía no son ni las nueve. Puede ser mejor que cuando el camión de la basura te despachurró el coche.


Le pedí a Valerie que me llevara a mi apartamento de camino al trabajo. Necesitaba el coche, que estaba aparcado en el estacionamiento del edificio. El apartamento estaba precintado. No me importaba. No tenía ninguna prisa en volver a ocuparlo.

Me metí en el CR-V y me quedé allí quieta, un momento, escuchando el silencio. El silencio era un bien escaso en casa de mis padres.

El señor Kleinschmidt pasó a mi lado en dirección a su coche.

– Muy bueno, chiquilla -me dijo-. Siempre podemos contar contigo para no aburrirnos. ¿De verdad encontraste un muerto en tu sofá?

Asentí.

– Sí.

– Chica, debió de ser impresionante. Me gustaría haberlo visto.

El entusiasmo del señor Kleinschmidt me arrancó una sonrisa.

– Puede que la próxima vez.

– Sí -dijo alegremente el señor Kleinschmidt-. La próxima vez llámame a mí el primero.

Me saludó con la mano y siguió caminando hacia su coche.

Mira, aquél era un nuevo punto de vista en cuanto a los muertos: los muertos pueden ser entretenidos. Lo pensé durante un par de minutos, pero me costaba mucho asimilar aquel concepto. Lo único que podía hacer era admitir que la muerte de Soder simplificaba mucho mi trabajo. Evelyn ya no tenía motivos para huir con Annie, ahora que Soder había desaparecido del mapa. Mabel podría quedarse en su casa. Annie podría volver al colegio. Evelyn podría reanudar su vida.

A no ser que parte de la razón de que Evelyn se escondiera fuera Eddie Abruzzi. Si Evelyn había huido porque tenía algo que Abruzzi quería, todo seguiría igual.

Miré el coche patrulla y la furgoneta de la policía que había en el aparcamiento. Lo bueno de todo esto era que, al contrario que en el caso de las serpientes del descansillo y las arañas de mi coche, éste era un crimen serio y la policía se esforzaría por resolverlo. Y ¿cuánto les podía costar resolverlo? Alguien había arrastrado un cadáver por el portal, lo había subido un tramo de escaleras y lo había metido en mi apartamento… a plena luz del día.

Marqué el número de Morelli en mi móvil.

– Tengo que hacerte algunas preguntas -dije-. ¿Cómo metieron a Soder en mi apartamento?

– ¿Seguro que lo quieres saber?

– ¡Sí!

– Vamos a quedar para tomar un café -dijo Morelli-. Hay una cafetería nueva frente al hospital.


Pedí un café y un cruasán y me senté enfrente de Morelli.

– Cuenta -dije.

– Cortaron a Soder por la mitad.

– ¿Qué?

– Alguien cortó a Soder por la mitad con una sierra mecánica. Y lo volvieron a juntar en tu sofá. El jersey ancho ocultaba que habían pegado a Soder con cinta de embalar.

Se me durmieron los labios y noté cómo la taza se me resbalaba de las manos.

Morelli alargó las manos y me hizo agachar la cabeza, poniéndomela entre las piernas.

– Respira -dijo.

Las campanas dejaron de sonar en mi cabeza y las luces desaparecieron. Me incorporé y bebí un poco de café.

– Ya estoy mejor -dije.

Morelli soltó un suspiro.

– Si pudiera creerte…

– Bueno, lo cortaron por la mitad y ¿qué?

– Creemos que lo llevaron en un par de bolsas de deporte. Puede que en bolsas de hockey. Una vez que te has repuesto de la parte más siniestra, el resto de la historia es realmente ingeniosa. Dos tipos disfrazados, con bolsas de deporte y globos, fueron vistos entrando en el edificio y cogiendo el ascensor. En aquel momento había dos vecinos en el vestíbulo. Nos contaron que creyeron que iban a entregar a alguien uno de esos regalos de cumpleaños cantados. El señor Kleinschmidt cumplió ochenta años la semana pasada y alguien le mandó dos bailarinas de striptease.

– ¿De qué iban disfrazados aquellos dos sujetos?

– Uno iba de oso y el otro de conejo. No se les veía la cara. Medían como uno ochenta de altura, aunque es difícil decir con los disfraces. Encontramos los globos en tu armario, pero se llevaron las bolsas.

– ¿Les vio alguien salir?

– Nadie del edificio. Aún estamos peinando el vecindario. También estamos investigando en las casas de alquiler de disfraces. Hasta el momento no hemos averiguado nada.

– Fue Abruzzi. El me dejó las serpientes y las arañas. Él puso la figura de cartón en la escalera de incendios.

– ¿Puedes probarlo?

– No.

– Ese es el problema -dijo Morelli-. Y lo más probable es que Abruzzi no se manchara las manos personalmente.

– Hay una conexión entre Abruzzi y Soder. Abruzzi era el socio que se quedó con el bar, ¿verdad?

– Abruzzi le ganó el bar a Soder en una partida de cartas. Soder estaba jugando partidas con apuestas muy altas y necesitaba dinero. Le pidió un préstamo a Ziggy Zimmerli, y Zimmerli es subalterno de Abruzzi. Soder perdió mucho en el juego y no pudo pagarle la deuda a Zimmerli, así que Abruzzi se quedó con el bar.

– Y ¿por qué incendiaron el bar y se cargaron a Soder?

– No estoy seguro. Probablemente Soder y el bar pasaron de dar beneficios a dar pérdidas y los liquidaron.

– ¿Habéis encontrado alguna huella en mi apartamento?

– Ninguna que no tuviera que estar allí. Con la excepción de la de Ranger.

– Trabajo con él.

– Sí -dijo Morelli-. Ya lo sé.

– Supongo que Evelyn no es sospechosa -dije.

– Cualquiera puede contratar a un oso y a un conejo para que descuarticen a un tipo -replicó Morelli-. Todavía no hemos descartado a nadie.

Pellizqué el cruasán. Morelli tenía puesta la cara de poli y no dejaba traslucir nada. Pero yo tenía el presentimiento de que había algo más.

– ¿Hay algo más que no me has contado?

– Hay un detalle del que no hemos informado a la prensa -respondió.

– ¿Un detalle escalofriante?

– Sí.

– Déjame que intente adivinarlo. A Soder le habían arrancado el corazón.

Morelli se me quedó mirando un par de minutos.

– Ese tío está como una cabra -dijo por fin-. Me gustaría protegerte, pero no sé cómo. Podría encadenarte a mi muñeca. O encerrarte en el armario de mi casa. O podrías tomarte unas largas vacaciones lejos de aquí. Desgraciadamente, me temo que no vas a aceptar ninguna de esas opciones.

La verdad es que todas aquellas opciones me resultaban bastante atractivas. Pero Morelli tenía razón, no podía aceptar ninguna de ellas.

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