4


A VISITANTE DE Mabel se parece a Catwoman -dijo la abuela-. Sólo le faltan las orejas puntiagudas y los bigotes.

Y el traje de gata era de Donna Karan.

– La conozco -dije-. Se llama Jeanne Ellen Burrows y seguro que tiene alguna relación con la fianza de custodia. Voy a hablar con ella.

– Yo también -dijo la abuela.

No. No es una buena idea. Quédate aquí. En seguida vuelvo.

Jeanne Ellen me vio acercarme y se detuvo en la acera. Le ofrecí la mano.

– Stephanie Plum -dije.

Su apretón de manos era fuerte.

– Ya me acuerdo.

– Me imagino que te ha contratado alguien relacionado con la fianza.

– Steven Soder.

– A mí me ha contratado Mabel.

– Espero que no tengamos una relación de adversarias.

– Yo también lo espero -dije.

– ¿Hay alguna información que quieras compartir conmigo?

Me tomé un instante para pensarlo y decidí que no tenía ninguna información que compartir.

– No.

Su boca se curvó formando una sonrisa pequeña y cortés.

– Vale, muy bien.

Mabel abrió la puerta y se nos quedó mirando.

– Ésta es Jeanne Ellen Burrows -dije a Mabel-. Trabaja para Steven Soder. Le gustaría hacerte unas preguntas. Yo preferiría que no las contestaras -empezaba a sentir unas vibraciones extrañas ante la desaparición de Evelyn y Annie y no quería que Annie fuera entregada a Steven hasta haber oído las razones de Evelyn para marcharse.

– Hablar conmigo iría en su beneficio -dijo Jeanne Ellen a Mabel-. Su bisnieta puede estar en peligro. Yo puedo ayudar a encontrarla. Se me da muy bien encontrar a gente.

– También a Stephanie se le da bien encontrar a gente -contestó Mabel.

La pequeña sonrisa volvió a aparecer en la cara de Jeanne Ellen.

– Yo soy mejor -dijo.

Era cierto. A Jeanne Ellen se le daba mejor. Yo confiaba más en la suerte ciega y la insistencia recalcitrante.

– No lo sé -dijo Mabel-. No me siento a gusto actuando contra la voluntad de Stephanie. Usted parece una jovencita muy agradable, pero preferiría no hablar con usted de este tema.

Jeanne Ellen le dio su tarjeta a Mabel.

– Si cambia de opinión, llámeme a alguno de estos teléfonos.

Mabel y yo vimos cómo se metía en el coche y se alejaba en él.

– Me recuerda a alguien -dijo Mabel-. Y no logro saber a quién.

– A Catwoman -contesté.

¡Sí! Eso es, pero sin orejas.

Me fui de casa de Mabel, les conté lo de Jeanne Ellen a mi madre y a mi abuela, cogí una galleta para el camino y me dirigí a casa, haciendo primero una parada rápida en la oficina.

Lula entró detrás de mí.

– Espera a ver las botas que me he comprado. Me he comprado unas botas de motera -tiró el bolso y la chaqueta en el sofá y abrió una caja de zapatos-. Fíjate. ¿Son o no son la bomba?

Eran unas botas negras con gruesos tacones altos y un águila cosida a un lado. Connie y yo estuvimos de acuerdo. Aquellas botas eran la bomba.

– Bueno, ¿y tú qué has hecho? -me preguntó Lula-. ¿Me he perdido algo interesante?

– Me he encontrado con Jeanne Ellen Burrows.

Connie y Lula se quedaron boquiabiertas a la vez. A Jeanne Ellen no se la veía con frecuencia. Casi siempre trabajaba por la noche y era tan escurridiza como el humo.

– Cuenta -dijo Lula-. Necesito enterarme de todo.

– Steven Soder la ha contratado para que encuentre a Evelyn y Annie.

Connie y Lula intercambiaron miradas.

– ¿Lo sabe Ranger? -preguntó Connie.

Corrían muchos rumores sobre Ranger y Jeanne Ellen. Uno de ellos decía que vivían juntos en secreto. Otro aseguraba que eran mentor y pupila. Estaba claro que en un momento u otro habían mantenido cierta relación. Y yo estaba bastante segura de que ya no existía, aunque con Ranger era difícil estar segura de nada.

– Esto va estar muy bien -dijo Lula-. Ranger, tú y Jeanne Ellen Burrows. Si yo fuera tú, me iría a casa a arreglarme el pelo y a ponerme un poco de rímel. Y pararía en la tienda Harley para comprarme unas botas de éstas. Necesitarás un par de botas de éstas para pisarle el terreno a Jeanne Ellen.

Mi primo Vinnie asomó la cabeza por la puerta de su despacho.

– ¿Estáis hablando de Jeanne Ellen Burrows?

– Stephanie se la ha encontrado hoy -dijo Connie-. Están trabajando en el mismo caso, en terrenos contrarios.

Vinnie me sonrió.

– ¿Te vas a enfrentar a Jeanne Ellen? ¿Estás loca? ¿No se tratará de uno de mis NCT (No Compareciente ante el Tribunal), verdad?

– Es una fianza de custodia infantil -dije-. La bisnieta de Mabel.

– ¿La Mabel que vive al lado de tus padres? ¿Esa Mabel más vieja que la pana?

– Esa misma. Evelyn y Steven se divorciaron y ella se ha llevado a la niña.

– Y Jeanne Ellen está trabajando para Steven Soder. Lógico. Seguramente el depósito lo hizo Sebring, ¿verdad? Sebring no puede ir tras Evelyn, pero puede aconsejarle a Soder que contrate a Jeanne Ellen. Además, es exactamente el tipo de caso que ella aceptaría. Una niña desaparecida. A Jeanne Ellen le encanta tener una causa que defender.

– ¿Cómo sabes tanto de ella?

– Todo el mundo la conoce -dijo Vinnie-. Es una leyenda. Madre mía, te van a dar para el pelo.

Aquel rollo con Jeanne Ellen empezaba a fastidiarme.

– Me tengo que ir -dije-. Tengo mucho que hacer. Sólo he venido a llevarme un par de esposas.

Las cejas de todos los presentes se alzaron un par de centímetros.

– ¿Necesitas otro par de esposas? -dijo Vinnie.

Le lancé mi mirada de síndrome premenstrual.

– ¿Supone algún problema para ti?

– No, por Dios. Voy a pensar que se trata de sadomasoquismo. Voy a imaginarme que en algún sitio tienes a un tío encadenado y en pelotas. Es más tranquilizador que pensar que uno de mis fugitivos anda por ahí con tus esposas puestas.

Aparqué al final del estacionamiento, cerca del contenedor de basura, y recorrí andando la corta distancia que me separaba de la entrada trasera del edificio de apartamentos donde vivo. El señor Spiga acababa de aparcar su Oldsmobile de hace veinte años en uno de los codiciados espacios para discapacitados, cercano a la puerta, con su tarjeta de discapacitado orgullosamente expuesta en el parabrisas. Tenía setenta años, estaba jubilado de su trabajo en la fábrica de botones y, salvo por su adicción al laxante Metamucil, disfrutaba de una salud excelente. Afortunadamente para él, su mujer es ciega de verdad y está imposibilitada por una operación de cadera que salió mal. En este aparcamiento una tarjeta de discapacidad no es que sea gran cosa. La mitad de los habitantes del edificio se han sacado un ojo o han metido el pie debajo de un coche para conseguir la calificación de discapacitado. En Jersey, muchas veces el aparcamiento es más importante que la visión.

– Bonito día -dije al señor Spiga.

Sacó una bolsa de la compra del asiento trasero.

– ¿Has comprado carne picada últimamente? ¿Quién pone estos precios? ¿Cómo puede la gente permitirse el lujo de comer? ¿Y por qué es tan roja la carne? ¿Te has fijado alguna vez que sólo es roja por fuera? La rocían con algo para que parezca fresca. La industria cárnica se está yendo al carajo.

Le abrí la puerta.

– Y otra cosa -dijo-: A la mitad de los hombres de este país les están creciendo los pechos. Te digo que es por todas las hormonas que les dan a las vacas. Bebes la leche de esas vacas y te crecen los pechos.

Ay, pensé yo, si fuera tan fácil…

Las puertas del ascensor se abrieron y la señora Bestler asomó la cabeza.

– Sube -dijo.

La señora Bestler tenía unos doscientos años y le gustaba jugar a ascensorista.

– Segunda planta -dije.

– Segunda planta, bolsos de señora y trajes de vestir -canturreó, dándole al botón.

– Caray -dijo el señor Spiga-. Este sitio está lleno de chalados.

Lo primero que hice nada más entrar en mi apartamento fue mirar los mensajes. Trabajo con un misterioso cazarrecompensas que me pone como un flan y que me hace insinuaciones sexuales para, luego, no seguir el juego. Y estoy en la fase de apagado de una relación intermitente con un poli con el que creo que me gustaría casarme… algún día, pero no ahora. Ésa es mi vida amorosa. En otras palabras, mi vida amorosa es un cero patatero. No puedo ni recordar la última vez que tuve una cita. Un orgasmo no es más que un lejano recuerdo. Y no había mensajes en el contestador.

Me derrumbé en el sofá y cerré los ojos. Mi vida se iba al garete. Dediqué una media hora a la autocompasión y estaba a punto de levantarme para darme una ducha, cuando sonó el timbre. Fui hasta la puerta y atisbé por la mirilla. No había nadie. Me di la vuelta e iba a alejarme de allí, cuando oí unos ruidos como de siseos al otro lado de la puerta. Volví a mirar. Seguía sin haber nadie.

Llamé por teléfono a mi vecino de enfrente y le pedí que abriera su puerta y me dijera si había alguien. De acuerdo, es algo despreciable por mi parte, pero nadie quiere matar al señor Wolesky y a mí sí me quieren matar de vez en cuando. No está de más ser cautelosa, ¿verdad?

– ¿Estás loca? -dijo el señor Wolesky-. Estoy viendo La tribu de los Brady. Me has llamado en mitad de La tribu de los Brady.

Y colgó.

Seguía oyendo los ruidos detrás de la puerta, así que saqué la pistola del bote de las galletas, encontré una bala en el fondo del bolso y abrí la puerta. Del picaporte colgaba una bolsa de lona verde oscura. La bolsa estaba cerrada en la parte superior con un lazo corredizo y algo se movía dentro de ella. Lo primero que pensé fue que se trataba de un garito abandonado. Descolgué la bolsa del picaporte, solté el cordón y miré en su interior.

Serpientes. La bolsa estaba llena de serpientes grandes y negras.

Solté un chillido, dejé caer la bolsa al suelo y las serpientes salieron reptando. Entré en el apartamento de un brinco y cerré la puerta. Pegué el ojo a la mirilla. Las serpientes se dispersaban. Mierda. Abrí la puerta y le disparé a una. Ya me había quedado sin balas. Mierda otra vez.

El señor Wolesky abrió la puerta.

– ¿Qué demo…? -dijo, y cerró la puerta de golpe.

Corrí a la cocina en busca de más balas y una serpiente entró detrás de mí. Con otro chillido me encaramé a la encimera de la cocina.

Cuando llegó la policía, todavía seguía subida allí. Eran Cari Costanza y su compañero, Big Dog. Yo había ido al colegio con Cari y éramos amigos de una manera peculiar y algo distante.

– Hemos recibido una llamada muy extraña de un vecino hablando de serpientes -dijo Cari-. Puesto que hay una reducida a papilla de un tiro en tu puerta y tú estás subida en la encimera, me imagino que no se trata de una broma.

– Me quedé sin balas.

– A ojo de buen cubero, ¿cuántas serpientes calculas que había?

– Estoy completamente segura de que había cuatro en la bolsa. Yo me he cargado una. He visto a otra corriendo por el pasillo. Otra se ha metido en mi dormitorio. Y la otra estará Dios sabe dónde.

Cari y Big Dog me sonreían.

– ¿La gran cazarrecompensas tiene miedo a las serpientes?

– Encontradlas, ¿vale? - jodeeeeer.

Cari se ajustó la cartuchera y salió contoneándose, con Big Dog siguiéndole a un paso de distancia.

– Eh, serpientita, serpientita, serpientita -canturreó Cari.

– Creo que deberíamos mirar en el cajón de las braguitas -dijo Big Dog-. Si yo fuera serpiente me escondería allí.

– ¡Pervertido! -grité.

– Aquí no se ve ninguna serpiente -dijo Cari.

– Se meten debajo de las cosas y se esconden en los rincones -dije-. ¿Habéis mirado debajo del sofá? ¿Habéis mirado dentro del armario? ¿Y debajo de la cama?

– Yo no voy a mirar debajo de tu cama -dijo Cari-. Me da miedo encontrarme un maníaco asesino escondido.

Esta observación obtuvo una risotada de Big Dog. A mí no me pareció divertido, dado que es uno de mis temores habituales.

– Oye, Steph -gritó Cari desde el dormitorio-, hemos buscado por todas partes, pero no vemos ninguna serpiente. ¿Estás segura de que ha entrado una aquí?

– ¡Sí!

– ¿Y el armario? -dijo Big Dog-. ¿Ya has mirado dentro del armario?

– Está cerrado. Ahí no podría entrar una serpiente.

Oí cómo uno de ellos abría la puerta del armario y ambos empezaron a gritar.

– ¡Cristo bendito!

– ¡Hostia puta!

– Dispárale. ¡Dispárale!-gritaba Cari-. ¡Mata a esa hija de puta!

Se oyeron varios tiros y más gritos.

– No le hemos dado. Está saliendo -dijo Cari-. Joder, hay dos.

Oí que cerraban de un portazo mi dormitorio.

– Quédate aquí y vigila la puerta -dijo Cari a Big Dog-. Encárgate de que no salgan.

Cari entró en la cocina como una tromba y se puso a rebuscar en los armarios. Encontró una botella de ginebra medio vacía y bebió dos dedos a morro.

– Jesús -dijo, tapando la botella y volviendo a ponerla en la balda del armario.

– Creía que no se podía beber estando de servicio.

– Sí, salvo si encuentras serpientes en un armario. Voy a llamar a Control de Animales.

Yo seguía subida en la encimera cuando llegaron los dos chavales de Control de Animales. Cari y Big Dog estaban en el salón con las pistolas en la mano y los ojos clavados en la puerta de mi dormitorio.

– Están en el dormitorio -dijo Cari a los chicos de Control de Animales-. Y son dos.

Joe Morelli apareció un par de minutos más tarde. Morelli lleva el pelo corto, pero siempre necesita ir a la peluquería. Aquel día no era una excepción. El pelo oscuro le caía en rizos sobre las orejas y el cuello de la camisa, y le tapaba la frente. Sus ojos tenían el color del chocolate derretido. Llevaba pantalones vaqueros y zapatillas de deporte y un forro polar gris verdoso. Bajo la camisa, su cuerpo era duro y perfecto. Afortunadamente, en aquel momento, bajo los pantalones era sólo perfecto. Yo ya había visto aquella parte dura y era realmente fantástica. Debajo del forro polar también llevaba su placa y su pistola.

Morelli sonrió al verme subida en la encimera.

– ¿Qué pasa aquí?

– Alguien ha dejado una bolsa con serpientes en el picaporte de mi puerta.

– ¿Y tú las has soltado?

– Me pillaron por sorpresa.

Miró a la que yo me había cargado, que seguía en el suelo del pasillo.

– ¿Ésta es la que has matado tú?

– Me quedé sin balas.

– ¿Cuántas balas tenías?

– Una.

Su sonrisa se ensanchó.

Los chicos de Control de Animales salieron del dormitorio con las serpientes en un saco.

– Culebras -dijeron-. Inofensivas.

Uno de ellos le dio con el pie a la del pasillo.

– ¿Quiere que nos llevemos también ésta?

– ¡Sí! -dije-. Y hay otra por ahí perdida.

Se oyó un grito al fondo del pasillo.

– Bueno, ahora ya sabemos dónde buscar la serpiente número cuatro.

Los chicos de Control de Animales se fueron con las serpientes y Cari y Big Dog pasaron del salón al recibidor.

– Creo que ya hemos terminado aquí -dijo Cari-. Sería conveniente que revisaras el armario. Me parece que Big Dog ha matado un par de zapatos.

Joe cerró la puerta cuando salieron.

– Ya puedes bajarte de la encimera.

– Ha sido aterrador.

– Bizcochito, tu vida entera es aterradora.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Tu trabajo es una mierda.

– No más que el tuyo.

– A mí no me dejan serpientes en el picaporte.

– Los de Control han dicho que eran inofensivas.

Levantó las manos por el aire.

– Eres un caso perdido.

– Pero bueno, y ¿tú que haces aquí? No sé nada de ti desde hace semanas.

– He oído la llamada por la radio y he sentido una incontrolable necesidad de saber cómo te encontrabas. No has sabido nada de mí porque rompimos, ¿recuerdas?

– Sí, pero hay muchas maneras de romper.

– ¿Ah, sí? ¿Y ésta, de qué manera es? Primero decides que no quieres casarte conmigo…

– Eso fue de mutuo acuerdo.

– Luego sales con Ranger…

– Asuntos de trabajo.

Tenía las manos en las caderas.

– Volvamos a las serpientes, ¿vale? ¿Tienes alguna idea de quién ha podido dejarlas?

– Creo que podría hacer una lista.

– Jesús -dijo-, tienes una lista. No una o dos personas. Toda una lista. Tienes una lista entera de personas que podrían dejarte serpientes en la puerta.

– Los últimos dos días han sido muy intensos.

– ¿Es pizza eso del pelo?

– Me tropecé accidentalmente con el almuerzo de Andy Bender. Él es uno de los de la lista. Un tío llamado Martin Paulson tampoco está muy contento conmigo. Y luego está mi ex marido. Y tuve un desafortunado enfrentamiento con Eddie Abruzzi.

Aquello llamó la atención de Morelli.

– ¿Eddie Abruzzi?

Le conté lo de Evelyn y Annie, y su conexión con Abruzzi.

– Supongo que no me harás ni caso si te digo que te mantengas lejos de Abruzzi -dijo Morelli.

Intento mantenerme lejos de Abruzzi.

Morelli me agarró por la pechera de la camiseta, tiró de mí y me besó. Su lengua tocó la mía y sentí un fuego líquido deslizándose por el estómago en dirección sur. Me soltó y se dio la vuelta para irse.

– ¡Oye! -dije-. ¿Qué ha sido eso?

– Locura transitoria. Me vuelves loco.

Y se fue tranquilamente por el pasillo y desapareció en el ascensor.


Me di una ducha y me puse una camiseta y unos vaqueros limpios. Esta vez decidí ponerme un poco de maquillaje y gomina en el pelo. Era como cerrar la cuadra después de que se hubieran escapado los caballos.

Fui a la cocina y me quedé mirando un rato al frigorífico, pero nada se materializó. Ni un pastel. Ni un sandwich caliente de salchichas. Ni un plato de macarrones con queso apareció mágicamente ante mis ojos. Saqué un paquete de galletas con trocitos de chocolate del congelador y me comí una. Se supone que había que hornearlas primero, pero me parecía un esfuerzo innecesario.

Había hablado con la mejor amiga de Annie y no había logrado gran cosa. Bueno, ¿qué haría yo si tuviera que proteger a mi hija de su padre? ¿Dónde iría?

Si no tuviera mucho dinero tendría que confiar en una amiga o en una persona de la familia. Tendría que irme lo bastante lejos como para que nadie reconociera mi coche y no correr el riesgo de encontrarme con Soder o uno de sus amigos. Esto reducía la zona de búsqueda al mundo entero, salvo el Burg.

Estaba pensando en el mundo cuando sonó el timbre de la puerta. No esperaba a nadie y acababa de recibir una bolsa de serpientes, de manera que no me volvía loca la idea de abrir la puerta. Fisgué por la mirilla e hice una mueca de disgusto. Era Albert Kloughn. Pero, espera un momento, tenía una caja de pizza en la mano. Hola.

Abrí la puerta y eché un vistazo rápido al pasillo, en una y otra dirección. Estaba bastante segura de que en la bolsa había cuatro serpientes… pero no viene mal tener los ojos abiertos por si hay reptiles renegados.

– Espero no interrumpir nada -dijo Kloughn, estirando el cuello para husmear dentro del apartamento-. No tienes visitas ni nada por el estilo, ¿verdad? No sabía si vivías con alguien.

– ¿Qué pasa?

– He estado pensando en el caso Soder y tengo algunas ideas. He pensado que podríamos hacer una especie de tormenta de ideas.

Bajé la mirada a la caja que llevaba.

– He traído una pizza -dijo-. No sabía si habrías comido algo. ¿Te gusta la pizza? Si no te gusta la pizza, puedo ir a por otra cosa. Puedo traer comida mexicana, o china, o tailandesa…

Por favor, Señor, dime que esto no es una cita.

– Estoy medio prometida.

El sacudió vigorosamente la cabeza, arriba y abajo, arriba y abajo, como uno de esos perros que pone la gente en la parte de atrás del coche.

– Por supuesto. Suponía que lo estarías. Lo entiendo. Yo también estoy casi prometido. Tengo novia.

– ¿De verdad?

Respiró profundamente.

– No. Me lo acabo de inventar.

Le quité la caja de pizza de las manos y tiré de él al interior del apartamento. Saqué unas servilletas de papel y un par de cervezas y nos sentamos a la diminuta mesa del comedor a tomarnos la pizza.

– ¿Cuáles son esas ideas que tienes respecto a Evelyn Soder?

– He pensado que estará con una amiga, ¿correcto? O sea, que habrá tenido que ponerse en contacto con ella de alguna manera. Habrá tenido que avisarle que iba. Me imagino que lo habrá hecho por teléfono. O sea, que lo que necesitamos es la factura del teléfono.

– ¿Y?

– Eso es todo.

– Menos mal que has traído una pizza.

– En realidad es una empanada de tomate. En el Burg la llaman empanada de tomate.

– A veces. ¿Conoces a alguien en la compañía telefónica? ¿En el departamento de contabilidad?

– Suponía que tendrías esos contactos. ¿Te das cuenta? Por eso somos un equipo tan bueno. Yo tengo las ideas y tú tienes los contactos. Los cazarrecompensas tienen contactos, ¿verdad?

– Verdad -desgraciadamente, ninguno en la compañía telefónica.

Acabamos la pizza y saqué la bolsa de galletas congeladas de postre.

– He oído que comer masa de galletas cruda da cáncer -dijo Kloughn-. ¿No crees que sería mejor hornearlas?

Yo me como una bolsa de masa de galletas a la semana. Lo considero uno de los cuatro principales grupos alimentarios.

– Yo como masa de galletas cruda todo el tiempo -dije.

– Yo también -dijo Kloughn-. Como masa de galletas cruda sin parar. No me creo ese rollo del cáncer -miró dentro de la bolsa y sacó indeciso un trozo de masa congelada-. ¿Y tú cómo lo haces? ¿La mordisqueas? ¿O te la metes en la boca de golpe?

– No la has comido nunca, ¿verdad?

– No -pegó un bocado a una y la masticó-. Me gusta -dijo-. Está muy buena.

Le eché una mirada al reloj.

– Ahora vas a tener que irte. Hay algunos asuntos pendientes que debo solucionar.

– ¿Asuntos de cazarrecompensas? Puedes contármelo. No se lo diré a nadie, lo juro. ¿Qué vas a hacer? Apuesto a que vas a seguirle la pista a alguno. Estabas esperando a que cayera la noche, ¿verdad?

– Así es.

– ¿A quién vas a perseguir? ¿Es alguien que conozco? ¿Es alguien, cómo decir, relevante? ¿Un asesino?

– No es nadie conocido. Es un caso de violencia doméstica. Un reincidente. Estoy esperando a que pierda el conocimiento por coma etílico y voy a capturarle mientras esté inconsciente.

– Puedo ayudarte…

– ¡No!

– No me has dejado terminar. Puedo ayudarte a llevarle hasta el coche. ¿Cómo vas a meterle en el coche? Necesitarás ayuda, ¿no?

– Lula me ayudará.

– Lula tiene clase esta noche. Recuerda que te dijo que esta noche tenía que ir a la escuela nocturna. ¿Tienes alguien más que te ayude? Apuesto a que no tienes a nadie más que pueda ayudarte, ¿verdad?

Me estaba entrando un tic en el ojo. Unas pequeñas e irritantes contracciones en el párpado inferior.

– Vale -dije-, puedes venir conmigo, pero sí no hablas. Ni una palabra.

– Claro. Ni pío. Mis labios están sellados. Mira cómo me cierro los labios y tiro la llave.


Aparqué a una manzana de la casa de Andy Bender, colocando el coche entre los círculos de luz que dibujaban las farolas halógenas. El tráfico era casi nulo. Los vendedores habían cerrado los coches-tienda por el momento, para dedicarse a su actividad nocturna de robo de comercios y vehículos. Los residentes se escondían tras las puertas cerradas, con una cerveza en la mano, viendo reality shows en la televisión. Un agradable respiro dentro de su propia realidad, que no era en absoluto agradable.

Kloughn me lanzó una mirada que decía: «¿Y ahora qué?».

– Ahora a esperar -dije-. Nos cercioraremos de que no ocurre nada extraordinario.

Kloughn asintió con la cabeza y volvió a hacer el gesto de cerrarse la boca con una cremallera. Como volviera a hacerlo, le iba a dar un pescozón en el cogote.

Media hora de esperar sentados me convenció de que no quería seguir esperando.

– Vamos a mirar más de cerca -dije a Kloughn-. Sígueme.

– ¿No debería llevar una pistola o algo así? ¿Y si hay un tiroteo? ¿Tienes pistola? ¿Dónde está tu pistola?

– Me la he dejado en casa. No necesitamos armas. No consta que Andy Bender lleve pistola -era mejor no mencionar que prefería las sierras mecánicas y los cuchillos de cocina.

Me acerqué a la vivienda de Bender como si fuera mía. Regla de cazarrecompensas número diecisiete: nunca parezcas sigiloso. Las luces del exterior estaban encendidas. Las cortinas de las ventanas estaban echadas, pero no ajustaban perfectamente y se podía mirar entre las rendijas de la tela. Pegué la nariz a la ventana y espié la casa de los Bender. Andy estaba en un sillón súper mullido, con los pies en alto y un paquete de patatas sobre el pecho, muerto para el mundo. Su mujer estaba sentada en un maltrecho sofá con los ojos clavados en el televisor.

– Estoy seguro de que lo que estamos haciendo es ilegal -susurró Kloughn.

– Lo ilegal se puede interpretar de muchas maneras. Ésta es una de esas cosas que sólo es un poco ilegal.

– Supongo que está bien si eres cazarrecompensas. Para los cazarrecompensas existen leyes especiales, ¿verdad?

Claro. Y también existe el ratoncito Pérez.

Quería entrar en el apartamento, pero no quería despertar a Bender. Di la vuelta a la casa e intenté abrir con cuidado la puerta de la cocina. Cerrada. Regresé a la puerta principal y comprobé que también estaba cerrada. Di unos golpecitos con los nudillos en la puerta con la intención de atraer la atención de la mujer sin despertar a Bender.

Kloughn miraba por la ventana. Negó con la cabeza. Ninguno de los dos se levantaba a abrir la puerta. Golpeé más fuerte. Nada. La mujer de Bender estaba concentrada en el programa de televisión. Maldición. Llamé al timbre.

Kloughn se separó de la ventana de un salto y se vino a mi lado.

– ¡Ya viene!

La puerta se abrió y la mujer de Bender se plantó ante nosotros con los pies descalzos. Era una mujer grande, pálida de piel y con una daga tatuada en el brazo. Tenía los ojos enrojecidos y vacíos. El rostro sin expresión. No estaba tan borracha como su marido, pero llevaba el mismo camino. Cuando me presenté dio un paso atrás.

– A Andy no le gusta que le molesten -dijo-. Se pone de muy mal humor cuando le molestan.

– Quizá debería irse a casa de una amiga, para no estar aquí cuando moleste a Andy.

Lo último que quería era que Andy le pegara a su mujer por dejar que le molestáramos.

Ella miró a su marido, que seguía dormido en el sillón. Luego nos miró a nosotros y salió por la puerta, para desaparecer en la oscuridad.

Kloughn y yo nos acercamos a Bender de puntillas y le observamos más de cerca.

– Puede que esté muerto -dijo Kloughn.

– No lo creo.

– Pues huele a muerto.

– Siempre huele así.

Esta vez estaba preparada. Había traído la pistola eléctrica. Me incliné hacia él, pegué la pistola eléctrica contra su cuerpo y apreté al botón de descarga. No pasó nada. Revisé la pistola. Parecía estar en orden. Volví a aplicársela a Bender. Nada. Maldito cacharro eléctrico de mierda. Bueno, pasemos al plan B. Agarré las esposas que llevaba metidas en el bolsillo trasero del pantalón y cerré uno de los grilletes cuidadosamente alrededor de la muñeca de Bender.

Bender abrió los ojos de golpe.

– ¿Qué demonios pasa?

Tiré de la mano atrapada para el otro lado y cerré el segundo grillete en su muñeca derecha.

– Maldita sea -gritó-. ¡Odio que me molesten cuando estoy viendo la televisión! ¿Qué cono estás haciendo en mi casa?

– Lo mismo que hacía en ella ayer. Violación de fianza -dije-. Ha incumplido su fianza. Tienen que volver a darle fecha.

Miró a Kloughn con furia.

– ¿Quién es el niñato ese?

Kloughn le dio a Bender su tarjeta de visita.

– Albert Kloughn, abogado.

– Odio a los clowns. Me dan miedo.

Kloughn señaló su nombre en la tarjeta.

– K-l-o-u-g-h-n -dijo-. Si alguna vez necesita un abogado, yo soy muy bueno.

– ¿Ah, sí? -contestó Bender-. Odio a los abogados todavía más que a los payasos.

Dio un salto adelante y dejó a Kloughn sin conocimiento de un golpe con la cabeza en la cara.

– Y te odio a ti -dijo lanzándose sobre mí de cabeza.

Yo me retiré y volví a probar con la pistola eléctrica. Sin resultado. Corrí detrás de él y volví a intentarlo. Ni siquiera redujo la velocidad. Atravesó la habitación en dirección a la puerta de salida. Le tiré la pistola eléctrica. Le rebotó en la cabeza, soltó un «¡ay!» y desapareció en la oscuridad.

Me sentía indecisa entre seguirle o ayudar a Kloughn. Estaba tirado boca arriba, sangrando por la nariz, la boca abierta y los ojos vidriosos. Era difícil decir si sólo estaba inconsciente o en auténtico coma.

– ¿Te encuentras bien? -grité.

Kloughn no dijo nada. Movía los brazos, pero no conseguía ponerse en pie. Me acerqué a él y me arrodillé.

– ¿Te encuentras bien? -pregunté otra vez.

Sus ojos me enfocaron y alargó la mano hacia mí para agarrarme de la camiseta.

– ¿Le he atizado?

– Sí. Le has atizado con la cara.

– Lo sabía. Sabía que me portaría bien en una situación límite. Soy bastante duro, ¿verdad?

– Verdad – ¡Dios mío de mi vida, me empezaba a caer bien!

Le levanté y le llevé unas toallitas de papel de la cocina. Bender había vuelto a huir, con mis esposas. Otra vez.

Recogí la inútil pistola eléctrica, metí a Kloughn en el CR-V y nos fuimos. Era una noche encapotada y sin luna. El barrio estaba oscuro. Las luces brillaban tras las cortinas, pero no llegaban a iluminar los jardines. Recorrí las calles de aquel suburbio, atenta a cualquier movimiento entre las sombras, escudriñando las escasas ventanas sin cortinas.

Kloughn llevaba la cabeza inclinada hacia arriba y la nariz llena de toallitas de papel.

– ¿Esto pasa a menudo? -preguntó-. Creí que sería diferente. Vamos, que ha sido divertido, pero se ha escapado. Y no olía bien. No me esperaba que oliera tan mal.

Miré a Kloughn. Tenía algo distinto en la cara. Más canalla.

– ¿Siempre has tenido la nariz torcida hacia la izquierda? -pregunté.

Se tocó la nariz nerviosamente.

– Siento algo raro. No creerás que esté rota, ¿verdad? Nunca me he roto nada hasta ahora.

Era la nariz más rota que había visto en mi vida.

– A mí no me parece que esté rota -dije-. Pero tampoco vendría mal que te la viera un médico. Quizá podríamos hacer una paradita en urgencias.

Загрузка...