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ÚLTIMAMENTE HE DEDICADO mucho tiempo a rodar por el suelo con hombres que creen que tener una erección representa un crecimiento personal. Esos revolcones no tienen nada que ver con mi vida sexual. Esos revolcones son lo que termina pasando cuando una detención sale mal y una intenta, con un último esfuerzo físico, reducir a un tipejo rudo y malvado que sufre una disfunción congénita del lóbulo frontal.

Me llamo Stephanie Plum y me dedico a la persecución de fugitivos… Trabajo para mi primo, Vinnie, como agente de cumplimiento de fianzas, para ser exactos. No sería un mal empleo, si no fuera porque la consecuencia inmediata de la violación de una fianza es el encarcelamiento, y a los fugitivos no les suele gustar la idea. Lógico. Para persuadir a los fugitivos de que vuelvan al redil, normalmente les convenzo de que se pongan esposas y grilletes en los tobillos. Esto funciona bastante bien la mayor parte de las veces. Y si se hace como tiene que ser, suele evitar el rollo de los revolcones por el suelo.

Desgraciadamente, hoy no ha sido uno de esos días. A Martin Paulson, de ciento treinta kilos de peso y uno ochenta de estatura, le arrestaron por estafa con tarjeta de crédito y por ser un tipo absolutamente impresentable. No había comparecido ante el juez la semana anterior y eso le había puesto en mi «Lista de los más buscados». Dado que Martin no tiene demasiadas luces, no había sido muy difícil dar con él. De hecho, Martin estaba en su casa haciendo lo que mejor sabe hacer: robar artículos por Internet. Había conseguido ponerle las esposas y los grilletes y meterle en mi coche. E incluso había conseguido llevarle hasta la comisaría de policía de la avenida North Clinton. Lamentablemente, cuando intenté sacar a Martin del coche se tiró al suelo y en aquel momento rodaba sobre la barriga, atado como un pavo en Navidad, incapaz de ponerse de pie.

Nos encontrábamos en el estacionamiento adyacente a las oficinas municipales. La puerta trasera que conducía al oficial de guardia estaba a menos de quince metros. Podría gritar pidiendo ayuda, pero me convertiría en el blanco de las bromas de los polis durante días. Podría quitarle las esposas o los grilletes, pero no me fiaba de Paulson. Estaba muy cabreado, con la cara congestionada, profiriendo maldiciones y soltando amenazas obscenas y espeluznantes gruñidos animales.

Yo estaba de pie, observando el forcejeo de Paulson mientras intentaba decidir qué demonios iba a hacer, porque para levantar del suelo a ese tipo iba a hacer falta una grúa como mínimo. Y en ese momento Joe Juniak entró en el aparcamiento. Juniak, antiguo policía, es ahora el alcalde de Trenton. Es unos cuantos años mayor que yo y unos treinta centímetros más alto. Un primo segundo de Juniak, Ziggy, está casado con mi prima política, Gloria Jean. O sea, que somos casi parientes… muy lejanos.

La ventanilla del conductor se abrió y Juniak me sonrió haciendo un gesto con los ojos hacia Paulson.

– ¿Es tuyo?

– Sí.

– Está mal aparcado. Tiene el culo encima de la línea blanca.

Toqué a Paulson con la punta del pie y él empezó a balancearse otra vez.

– Está averiado.

Juniak salió del coche y levantó a Paulson por los sobacos.

– No te importará que adorne esta anécdota cuando la cuente por toda la ciudad, ¿verdad?

– ¡Claro que me importa! Recuerda que voté por ti -dije-. Y además somos casi parientes.

– No cuentes conmigo, cariño. Los polis vivimos para estas cosas.

– Ya no eres poli.

– Cuando eres poli lo eres para toda la vida.

Paulson y yo nos quedamos mirando cómo Juniak se volvía al coche y se largaba de allí.

– No puedo andar con estos cacharros -dijo Paulson, mirando a los grilletes-. Voy a caerme otra vez. No tengo muy buen sentido del equilibrio.

– ¿Nunca has oído el lema de los cazarrecompensas: «Tráelo… vivo o muerto»?

– Claro.

– Pues no me tientes.

La verdad es que llevar a alguien muerto es una de las cosas más desaconsejables, pero me parecía que era el momento oportuno para lanzarle una falsa amenaza. Era última hora de la tarde. Estábamos en primavera. Y yo estaba deseando seguir con mi vida. Pasarme otra hora intentando convencer a Paulson de que cruzara el aparcamiento no era lo que más me apetecía hacer.

Quería estar en alguna playa sintiendo como el sol me chamuscaba la piel hasta que pareciera una corteza de cerdo frita. Cierto es que en esta época del año eso tendría que ser en Cancón y Cancón no entraba en mi presupuesto. Aun así, la cuestión principal era que no quería estar allí, en aquel estúpido aparcamiento, con Paulson.

– Lo más seguro es que ni siquiera tengas pistola -dijo Paulson.

– Oye, déjame en paz. No puedo quedarme aquí todo el día. Tengo otras cosas que hacer.

– ¿Como qué?

– No es asunto tuyo.

– ¡Ja! No tienes nada mejor que hacer.

Yo llevaba vaqueros, camiseta y botas negras marca Caterpillar, y sentí una incontrolable necesidad de darle una patada en la corva con mis Cats del número siete.

– Contesta -dijo.

– He prometido a mis padres que estaría en casa a las seis para la cena.

Paulson soltó una risotada.

– Es patético. Es patético, joder.

Su risa se transformó en un ataque de tos. Paulson se inclinó hacia adelante, se tambaleó de un lado a otro y cayó al suelo. Intenté detener su caída, pero era demasiado tarde. De nuevo yacía sobre la barriga, haciendo su imitación de una ballena varada.


Mis padres viven en una diminuta casa adosada, en una zona de Trenton que llaman el Burg. Si el Burg fuera una comida, sería pasta: macarrones, fetuchinis, espaguetis y lacitos, bañados en salsa marinara, de queso o mayonesa. Una comida buena, sencilla, que gusta a todos, que te dibuja una sonrisa en la cara y te acumula grasa en el culo. El Burg es un vecindario sólido, en el que la gente se compra una casa y vive en ella hasta que la muerte los saca de allí. Los patios traseros se usan para poner el tendedero, almacenar los cubos de la basura y proporcionar al perro un lugar para evacuar. A los habitantes del Burg no les van las terrazas de fantasía ni los cenadores. Prefieren sentarse en los pequeños porches de delante o en las escaleras de entrada. Son mejores para ver discurrir la vida.

Llegué justo cuando mi madre sacaba el pollo asado del horno. Mi padre ya estaba sentado a la cabecera de la mesa. Tenía la mirada perdida al frente, los ojos vidriosos, los pensamientos en el limbo, y el tenedor y el cuchillo en la mano. Mi hermana Valerie, que había vuelto a casa recientemente, después de abandonar a su marido, estaba atareada haciendo puré de patatas en la cocina. Cuando éramos pequeñas, Valerie era la hija perfecta. Y yo era la hija que pisaba caca de perro, se sentaba en los chicles y se caía constantemente del techo del garaje intentando volar. Como último recurso para salvar su matrimonio, Valerie había renegado de sus genes italo-húngaros y se había convertido en Meg Ryan. El matrimonio se fue a pique, pero el pelo rubio a lo Meg sigue ahí.

Las niñas de Valerie estaban sentadas a la mesa con mi padre. Angie, de nueve años, estaba correctamente sentada con las manos cruzadas, resignada a soportar la cena, como un clon casi perfecto de Valerie a su edad. Mary Alice, de siete años, la niña del exorcista, llevaba dos palos sujetos en la cabeza.

– ¿Y esos palos? -pregunté.

– No son palos. Son cornamentas. Soy un reno.

Aquello me sorprendió, porque normalmente es un caballo.

– ¿Qué tal te ha ido el día? -me preguntó la abuela, poniendo una fuente de judías verdes en la mesa-. ¿Le has disparado a alguien? ¿Has capturado a algún delincuente?

La abuela Mazur se vino a vivir con mis padres poco después de que el abuelo Mazur se llevara sus arterias atascadas de grasa al buffet que hay en el cielo. La abuela tiene setenta y tantos años y no aparenta ni un día más de noventa. Su cuerpo envejece, pero su cerebro parece ir en dirección contraria. Iba con zapatillas de tenis blancas y un chándal de poliéster color lavanda. Llevaba el pelo gris acero muy corto y con una permanente de rizo muy pequeño. Tenía las uñas pintadas de color lavanda para hacer juego con el chándal.

– Hoy no le he disparado a nadie -dije-, pero he entregado a un tipo buscado por estafar con tarjetas de crédito.

Se oyó un golpe en la puerta principal, y Mabel Markowitz asomó la cabeza y gritó «Yuju».

Mis padres viven en un pareado. Ellos tienen la mitad sur, y Mabel Markowitz ocupa la parte norte de una casa dividida por un muro común y años de desacuerdo sobre la pintura de la fachada. Empujada por la necesidad, Mabel hizo del ahorro una experiencia religiosa, sobreviviendo gracias a la Seguridad Social y los excedentes gubernamentales de mantequilla de cacahuete. Su marido, Izzy, era un buen hombre, pero se mató a una edad temprana a base de beber más de la cuenta. La única hija de Mabel murió de cáncer de útero hace un año. Su yerno murió un mes después en un accidente de coche.

En la mesa cesó toda actividad y los comensales miramos a la puerta, porque en todos los años que Mabel llevaba viviendo en la casa de al lado, nunca se había presentado con un «yuju» durante la cena.

– Siento interrumpiros -dijo Mabel-. Sólo quería preguntarle a Stephanie si podría pasar un momentito después. Tengo que preguntarle una cosa sobre eso de las fianzas. Para una amiga.

– Por supuesto -dije-. Me paso cuando acabe de cenar -supuse que sería una conversación breve, porque todo lo que sé sobre fianzas se puede decir en dos frases.

Mabel se fue y la abuela se inclinó hacia adelante poniendo los codos sobre la mesa.

– Apostaría a que eso de que quiere consejo para una amiga es mentira. Seguro que han detenido a Mabel.

Todos pusimos los ojos en blanco al mismo tiempo.

– Bueno, vale -dijo-. A lo mejor quiere trabajar. A lo mejor quiere ser cazarrecompensas. Ya sabéis que se pasa la vida fisgoneando.

Mi padre se llenó la boca de comida, con la cabeza gacha. Se estiró para alcanzar el puré de patata y se sirvió otra ración.

– Dios… -murmuró.

– Si hubiera alguien en esa casa que pudiera necesitar una fianza sería el ex nieto político de Mabel -dijo mi madre-. Ha acabado enredándose con mala gente. Evelyn hizo bien en divorciarse de él.

– Sí. Y el divorcio fue realmente asqueroso -me dijo la abuela-. Casi tan asqueroso como el tuyo.

– Dejé el listón muy alto.

– Fuiste dura de pelar -dijo la abuela.

Mi madre volvió a poner los ojos en blanco.

– Fue una desgracia.


Mabel Markowitz vive en un museo. Se casó en 1943 y todavía tiene su primera lámpara de mesa, su primera olla y su primera mesa de cocina de fórmica y metal cromado. Y la última vez que cambió el papel pintado de la sala fue en 1957. Las flores se han borrado, pero el engrudo resiste. La moqueta es oriental y oscura. Los muebles tapizados muestran ligeros huecos en el centro, causados por traseros que hace tiempo se fueron… bien con Dios, bien a Hamilton Township.

Desde luego, si hay una huella que no aparece en los muebles es la del trasero de Mabel, puesto que ella es un esqueleto ambulante que nunca se sienta. Mabel cocina y limpia y va de acá para allá mientras habla por teléfono. Tiene los ojos brillantes y se ríe con facilidad, dándose palmadas en el muslo, o secándose las manos en el delantal. Su pelo es fino y gris, corto y rizado. Lo primero que hace por la mañana es darse en la cara unos polvos blancos como la tiza. Lleva un lápiz de labios rosa que renueva cada hora y que se le corre por las profundas arrugas que bordean sus labios.

– Stephanie -dijo-, me alegro de verte. Entra. He hecho bizcocho de café.

La señora Markowitz siempre tiene bizcocho de café. Así son las cosas en el Burg. Las ventanas limpias, los coches grandes y siempre un bizcocho de café en casa.

Me senté a la mesa de la cocina.

– La verdad es que no sé mucho de fianzas. El experto en el tema es mi primo Vinnie.

– No se trata realmente de fianzas -dijo Mabel-. La cuestión es encontrar a una persona. Y he mentido en eso de que era para una amiga. Me daba vergüenza. Lo que pasa es que ni siquiera sé por dónde empezar a contarte la historia.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Partió un trozo de bizcocho de café y se lo metió en la boca. Furiosa. Mabel no era del tipo de personas que se dejan llevar fácilmente por las emociones. Ayudó a bajar el bizcocho con un trago de un café que era lo bastante fuerte como para disolver la cucharilla si la dejabas un rato dentro de la taza. Nunca aceptéis un café de la señora Markowitz.

– Me imagino que ya sabes que el matrimonio de Evelyn no salió bien. Ella y Steve se divorciaron no hace mucho y fue bastante desagradable -dijo por fin Mabel.

Evelyn es la nieta de Mabel. Conozco a Evelyn de toda la vida, pero nunca fuimos amigas íntimas. Ella vivía a varias manzanas de distancia e iba a un colegio católico. Nuestros caminos sólo se cruzaban los domingos, cuando venía a comer a casa de Mabel. Valerie y yo la llamábamos Risitas, porque se reía por todo. Venía a casa a jugar juegos de mesa vestida con su ropa de domingo y se reía al tirar los dados, se reía cuando movía la ficha, se reía cuando perdía… Se reía tanto que le salieron hoyuelos. Y cuando creció fue una de esas chicas que los hombres adoran. Evelyn era toda curvas suaves, hoyuelos y energía vital.

Últimamente casi no veía a Evelyn, pero, cuando la veía, no le quedaba mucho de aquella energía.

Mabel apretó los labios.

– Durante el divorcio hubo tantas peleas y tanto resentimiento que el juez le impuso a Evelyn una de esas nuevas fianzas de custodia infantil. Supongo que temía que Evelyn no dejara que Steven viera a Annie. En fin, la cosa es que Evelyn no tenía dinero para pagar la fianza. Steven se quedó con el dinero que Evelyn recibió al morir mi hija y no le dejó disponer de nada. Evelyn era como una prisionera en aquella casa de la calle Key. Soy prácticamente la única familia que les queda a Evelyn y a Annie, de modo que puse mi casa como aval. Evelyn no habría conseguido la custodia de no ser así.

Todo aquello era nuevo para mí. Nunca había oído hablar de fianzas de custodia. Las personas que yo perseguía habían violado la libertad bajo fianza.

Mabel recogió las migas de encima de la mesa y las tiró al fregadero. A Mabel le costaba estar sentada.

– Todo iba bien hasta que la semana pasada recibí una carta de Evelyn en la que me decía que ella y Annie se iban algún tiempo. No le di demasiada importancia pero, de repente, resulta que todo el mundo está buscando a Annie. Steven se presentó en mi casa hace un par de días, dando voces y diciendo cosas terribles de Evelyn. Decía que no tenía derecho a llevarse a Annie así, alejándola de él y haciéndole abandonar el curso en el colegio. Y dijo que iba a recurrir a la fianza de custodia. Y esta mañana recibo una llamada de la agencia de fianzas y me dicen que me van a quitar la casa si no les ayudo a encontrar a Annie.

Mabel recorrió la cocina con la mirada.

– No sé lo que haría sin mi casa. ¿De verdad me la pueden quitar?

– No lo sé -dije-. Nunca he trabajado en un caso como éste.

– Entre todos han conseguido preocuparme. ¿Cómo sé si Evelyn y Annie están bien? No tengo forma de ponerme en contacto con ellas. Y sólo me mandó una nota. Ni siquiera hablé con Evelyn en persona.

A Mabel se le volvieron a humedecer los ojos y yo deseé en lo más profundo que no se pusiera a llorar abiertamente, porque no soy muy buena con los grandes despliegues de sentimentalismo. Mi madre y yo nos demostramos nuestro afecto mediante velados elogios a la salsa.

– Me siento fatal -dijo Mabel-. No sé qué hacer. He pensado que, a lo mejor, podrías buscar a Evelyn y hablar con ella… comprobar que Annie y ella se encuentran bien. Podría soportar perder la casa, pero no quiero perder a Evelyn y a Annie. Tengo algún dinero ahorrado. No sé lo que cobras por este tipo de trabajo.

– No cobro nada. No soy investigador privado. No me ocupo de casos particulares como éste – ¡Joder, si ni siquiera soy una cazarrecompensas especialmente buena!

Mabel se agarró al delantal; las lágrimas le caían por las mejillas.

– No sé a quién más recurrir.

Ay, madre, no me lo puedo creer. ¡Mabel Markowitz llorando! Era una situación tan cómoda como hacerse un examen ginecológico en medio de la calle Mayor a pleno día.

– Vale -dije-. Veré que puedo hacer… como vecina.

Mabel asintió con la cabeza y se secó los ojos.

– Te lo agradecería -tomó un sobre de encima del aparador-. Tengo una foto de Annie y Evelyn para ti. Es del año pasado, cuando Annie cumplió siete años. Y también te he escrito la dirección de Evelyn en un papel. Y los números de su carné y de la matrícula de su coche.

– ¿Tienes la llave de su casa?

– No -dijo Mabel-. No me la dio nunca.

– ¿Tienes alguna idea de adonde puede haber ido Evelyn? ¿Cualquier idea?

Mabel negó con la cabeza.

– No me imagino adonde puede haber ido. Se crió aquí, en el Burg. Nunca ha vivido en ningún otro sitio. No fue a la universidad fuera. La mayoría de nuestros parientes están aquí.

– ¿La fianza la presentó Vinnie?

– No. Es otra compañía. Lo apunté -rebuscó en el bolsillo del delantal y sacó un trozo de papel plegado-. Es la True Blue Bonds y el hombre se llama Les Sebring.

Mi primo Vinnie es dueño de la Oficina de Fianzas Vincent Plum y lleva su negocio desde un despacho de la avenida Hamilton. Hace tiempo, cuando necesitaba un empleo desesperadamente, chantajeé a Vinnie para que me contratara. Desde entonces, la economía de Trenton ha mejorado y no estoy muy segura de por qué sigo trabajando con Vinnie; quizá sea porque la oficina está enfrente de una pastelería.

Sebring tiene sus oficinas en el centro y el dinero que mueve hace que el de Vinnie parezca calderilla. No he tenido la oportunidad de conocer a Sebring, pero he oído hablar de él. Se dice que es extremadamente profesional. Y se rumorea que tiene unas piernas sólo superadas por las de Tina Turner.

Le di a Mabel un torpe abrazo, le dije que me enteraría de lo que pudiera y me fui.

Mi madre y mi abuela estaban esperándome a la entrada de la casa de mis padres, con la puerta entreabierta y las narices pegadas al cristal.

– Chist… -dijo mi abuela-. Entra deprisa. Estamos que nos morimos de curiosidad.

– No os lo puedo contar -contesté.

Las dos mujeres resollaron. Aquello era contrario a las leyes del Burg. En el Burg, la sangre siempre manda. La ética profesional no servía para nada cuando se trataba de un jugoso cotilleo entre miembros de la familia.

– Muy bien -dije, entrando-. Da lo mismo que os lo cuente. Os vais a enterar de todas maneras -en el Burg también somos muy reflexivos-. Cuando Evelyn se divorció le impusieron una cosa llamada «fianza de custodia infantil». Mabel puso su casa como garantía. Ahora Evelyn y Annie han desaparecido y a Mabel la está agobiando la compañía de fianzas.

– Oh, Dios mío -dijo mi madre-. No sabía nada.

– Mabel está preocupada por Evelyn y Annie. Evelyn le mandó una nota diciéndole que se iba a ir con Annie durante algún tiempo, pero no ha sabido nada más de ellas desde entonces.

– Si yo fuera Mabel estaría preocupada por mi casa -dijo la abuela-. A mí me parece que puede acabar viviendo en una caja de cartón debajo del puente.

– Le he dicho que la ayudaría, pero la verdad es que esto no es lo mío. No soy investigador privado.

– Podrías pedirle ayuda a tu amigo Ranger -dijo la abuela-. En cualquier caso estaría bien; con lo bueno que está, no me importaría verle pasearse por el vecindario.

Ranger es más un socio que un amigo, aunque también supongo que hay un cierto componente de amistad. Además de una tremenda atracción sexual. Hace unos meses hicimos un trato que me ha tenido obsesionada. Otra de esas cosas mías como lo de saltar desde el tejado del garaje a ver si volaba, sólo que en esta ocasión afectaba a mi dormitorio. Ranger es un cubano-norteamericano con la piel de color café con leche, más bien largo de café, y un cuerpo que sólo puede describirse como «ñam-ñam». Tiene una amplia cartera de clientes, un interminable y misterioso surtido de coches negros de lujo, y unas habilidades que dejan a Rambo a la altura de un aficionado. Estoy bastante segura de que sólo dispara contra los malos y creo que sería capaz de volar como Superman, aunque esta última parte nunca se ha confirmado. Ranger se dedica a la recuperación de fianzas, entre otras cosas. Y Ranger siempre consigue detener a sus fugitivos.

Mi Honda CR-V negro estaba aparcado junto a la acera. La abuela me acompañó hasta el coche.

– Si hay algo que pueda hacer no dejes de decírmelo -se ofreció-. Siempre he pensado que sería una buena detective, dado lo chismosa que soy.

– A lo mejor podrías indagar por el barrio.

– Por supuesto. Y mañana podría ir donde Stiva. Es el velatorio de Charlie Shleckner. He oído que Stiva ha hecho un gran trabajo con él.

Nueva York tiene el Lincoln Center. Florida tiene Disney World. El Burg tiene la Funeraria de Stiva. La Funeraria de Stiva no sólo es el centro de entretenimiento más importante del Burg, también es el centro neurálgico de la red informativa. Si no consigues enterarte de algún chismorreo en la Funeraria de Stiva, es que no hay ningún chismorreo.


Todavía era temprano cuando salí de casa de Mabel, así que pasé con el coche por delante de la casa de Evelyn en la calle Key. Era un pareado muy parecido al de mis padres. Un pequeño porche en la fachada, un pequeño patio detrás y una casa pequeña de dos pisos. En la parte de Evelyn no se veían señales de vida. Ningún coche aparcado delante. Ni luces encendidas detrás de las cortinas corridas. Según la abuela Mazur, Evelyn había vivido en aquella casa mientras estuvo casada con Steven Soder, y se había quedado en ella con Annie cuando él se fue. La propiedad es de Eddie Abruzzi, que alquila los dos domicilios. Abruzzi tiene varias casas en el Burg y un par de edificios de oficinas en el centro de Trenton. No le conozco personalmente, pero tengo entendido que no es precisamente el tío más encantador del universo.

Aparqué y me acerqué andando al porche de la casa de Evelyn. Golpeé ligeramente en la puerta. No hubo respuesta. Intenté espiar por la ventana del salón, pero las cortinas estaban bien cerradas. Me dirigí a un lado de la casa, poniéndome de puntillas para curiosear. No tuve suerte con las ventanas laterales del salón ni con las del comedor, pero mi insistencia fue recompensada en la cocina. Allí las cortinas no estaban corridas. En la encimera, junto al fregadero, había dos boles de cereales y dos vasos. Todo lo demás parecía recogido. Ni rastro de Evelyn ni de Annie. Regresé a la fachada principal y llamé a la casa de los vecinos.

La puerta se abrió y Carol Nadich me miró desde el interior.

– ¡Stephanie! -dijo-. ¿Qué tal estás?

Carol y yo fuimos al instituto juntas. Cuando nos graduamos, consiguió un trabajo en la fábrica de botones y dos meses más tarde se casaba con Lenny Nadich. De vez en cuando nos encontramos en la carnicería de Giovichinni, pero, aparte de eso, hemos perdido el contacto.

– No sabía que vivías aquí -dije-. Venía a preguntar por Evelyn.

Carol levantó los ojos al cielo.

– Todo el mundo está buscando a Evelyn. Y, para serte sincera, espero que nadie la encuentre. Salvo tú, claro. No le desearía a nadie que le encontraran los otros capullos.

– ¿Qué otros capullos?

– Su ex marido y sus amigos. Y el casero, Abruzzi, y sus esbirros.

– ¿Evelyn y tú erais amigas?

– Tan amigas como era posible serlo de Evelyn. Nosotros vinimos a vivir aquí hace dos años, antes del divorcio. Se pasaba el día tomando pastillas y por las noches bebía hasta que perdía el sentido.

– ¿Qué clase de pastillas?

– Unas que le recetaba el médico. Para la depresión, creo. Comprensible, puesto que estaba casada con Soder. ¿Le conoces?

– No mucho.

Vi a Steven Soder por primera vez hace nueve años, en la boda de Evelyn, y me cayó mal de inmediato. En los breves contactos que pude mantener con él a lo largo de los años siguientes, no encontré nada que hiciera cambiar mi primera mala impresión.

– Es un hijo de puta manipulador. Y maltratador -dijo Carol.

– ¿Pegaba a Evelyn?

– Que yo sepa, no. Sólo la maltrataba psicológicamente. Le oía gritarle a todas horas. Le decía que era estúpida. Estaba un poco rellenita y él la llamaba «la vaca». Y un día, de repente, la dejó y se fue a vivir con otra mujer. Joanne no sé qué. Fue lo mejor que le pudo pasar a Evelyn.

– ¿Tú crees que Evelyn y Annie estarán bien?

– Por Dios, espero que sí. Las dos se merecen un respiro.

Dirigí la mirada a la puerta de Evelyn.

– Supongo que no tendrás la llave.

Carol negó con la cabeza.

– Evelyn no se fiaba de nadie. Estaba muy paranoica. Creo que ni siquiera su abuela tenía llave. Y no me dijo adonde se iba, en caso de que ésa fuera la siguiente pregunta. Un día simplemente cargó un puñado de bolsas en el coche y se largó.

Le di a Carol una de mis tarjetas y me dirigí a casa. Vivo en un apartamento de un edificio de ladrillo de tres plantas, a unos diez minutos del Burg… cinco si llego tarde a cenar y pillo bien los semáforos. El edificio se construyó en un momento en el que la energía era barata y la arquitectura estaba inspirada en la economía. Mi cuarto de baño es naranja y marrón, el frigorífico verde aguacate y las ventanas fueron fabricadas antes del Climalit. A mí me vale. El alquiler es razonable y los otros inquilinos no están mal. El inmueble está habitado mayoritariamente por ancianos de rentas modestas. Los ancianos son, por regla general, buena gente… siempre que no les dejes ponerse al volante de un coche.

Aparqué en el estacionamiento y entré por la puerta de doble acristalamiento que da paso a un pequeño vestíbulo. Me sentía rellena de pollo, patatas, salsa, pastel de chocolate y bizcocho de café de Mabel, así que me salté el ascensor y subí las escaleras en penitencia. Vale, sólo es un piso, pero por algo se empieza, ¿no?

Cuando abrí la puerta del apartamento, mi hámster, Rex, me estaba esperando. Rex vive dentro de una lata de sopa instalada en un acuario de cristal que tengo en la cocina. Dejó de correr en su rueda cuando encendí la luz y se me quedó mirando con los bigotes temblorosos. Me gusta pensar que con ello quiere decir «bienvenida a casa», pero seguramente es más «¿quién cono ha encendido la luz?». Le di una pasa y un pedacito de queso. Se metió la comida en los carrillos y desapareció dentro de la lata de sopa. Y hasta ahí llega la relación con mi compañero de piso.

Hubo un tiempo en que Rex compartía su condición de compañero de piso con un poli de Trenton llamado Joe Morelli. Morelli es dos años mayor que yo, quince centímetros más alto y tiene una pistola más grande que la mía. Empezó a mirar debajo de mi falda cuando yo tenía seis años y nunca ha conseguido librarse de esa fea costumbre. Últimamente hemos tenido algunas diferencias de opinión y, en la actualidad, el cepillo de dientes de Morelli no está en mi cuarto de baño. Desgraciadamente es mucho más difícil sacar a Morelli de mi corazón que de mi cuarto de baño. Aunque hago lo que puedo.

Saqué una cerveza del frigorífico y me tiré delante del televisor. Recorrí todas las cadenas buscando algo interesante, pero no encontré nada. Tenía la foto de Evelyn y Annie delante de mí. Estaban juntas, de pie, con aire de felicidad. Annie tenía el pelo rizado y rojizo, y la piel clara de las pelirrojas naturales. Evelyn llevaba el pelo castaño recogido hacia atrás. El maquillaje, clásico. Sonreía, pero no lo suficiente como para que se le marcaran los hoyuelos.

Una madre y su hija… y yo tenía que encontrarlas.


Cuando, a la mañana siguiente, entré en la oficina de fianzas, Connie Rosolli tenía un donut en una mano y una taza de café en la otra. Empujó la caja de donuts con el codo por encima de su mesa y el azúcar glaseado del que se iba a comer le cayó sobre las tetas.

– Cómete un donut -dijo-. Tienes pinta de necesitarlo.

Connie es la secretaria de dirección. Se encarga de los gastos menores y lo hace muy sensatamente, comprando donuts y carpetas de archivo, y financiando alguna excursión esporádica a Atlantic City para apostar. Eran las ocho y unos minutos y Connie estaba lista para empezar el día: los ojos delineados, las pestañas cubiertas de rímel, los labios pintados de rojo brillante y el pelo rizado formando un gran matojo alrededor de la cara. Yo, por el contrario, dejaba que el día me fuera ganando la partida. Llevaba el pelo recogido en una coleta desmadejada y mis ya habituales vaqueros, camiseta y botas. Aquella mañana me había parecido que acercarme el cepillo de rímel a los ojos podía resultar una maniobra peligrosa, así que iba con la cara lavada.

Tomé un donut y miré alrededor.

– ¿Dónde está Lula?

– Llega tarde. Ha estado llegando tarde toda la semana. Aunque tampoco es que importe mucho.

Contrataron a Lula para que se encargara del archivo, pero la verdad es que hace lo que le da la gana.

– Oye, que te he oído -dijo Lula entrando por la puerta-. ¿No estarás hablando de mí? Llego tarde porque estoy yendo a la escuela nocturna.

– Vas un día a la semana -dijo Connie.

– Sí, pero tengo que estudiar. No es nada fácil esa mierda. Además, no se puede decir que mi experiencia como puta me ayude especialmente. No creo que el examen final vaya a tratar de cómo hacer trabajitos manuales.

Lula es unos centímetros más baja que yo, y un montón de kilos más gorda. Se compra la ropa en el departamento de tallas pequeñas y luego se embute en ella como puede. En otras no resultaría bien, pero en Lula sí. Lula se embute en la vida.

– ¿Qué hay de nuevo? -dijo-. ¿Me he perdido algo?

Le entregué a Connie el recibo de la entrega de Paulson.

– Chicas, ¿alguna de vosotras sabe algo de fianzas de custodia infantil?

– Son relativamente recientes -dijo Connie-. Vinnie todavía no las gestiona. Son muy arriesgadas. Sebring es el único que las acepta en esta zona.

– Sebring -dijo Lula-. ¿No es el tío de las piernas estupendas? He oído decir que tiene unas piernas como las de Tina Turner -se miró las piernas-. Mis piernas son del color apropiado, sólo que tengo más cantidad.

– Las piernas de Sebring son blancas -dijo Connie-. Y creo que le van bien para correr detrás de las rubias.

Le di el último bocado a mi donut y me limpié las manos en los pantalones vaqueros.

– Tengo que hablar con él.

– Hoy estarás a salvo -dijo Lula-. No sólo no eres rubia; además hoy no estás precisamente arrebatadora. ¿Has pasado una mala noche?

– No se me dan bien las mañanas.

– Es por tu vida amorosa -dijo Lula-. Como no tienes vida amorosa, no hay razón para que sonrías. Te estás abandonando, eso es lo que pasa.

– Podría tener mucha si quisiera.

– Y, ¿entonces?

– Es difícil de explicar.

Connie me dio un cheque por la captura de Paulson.

– No estarás pensando en irte a trabajar con Sebring, ¿verdad?

Les conté lo de Evelyn y Annie.

– Quizá debería acompañarte a hablar con Sebring -dijo Lula-. Puede que consigamos que nos enseñe las piernas.

– No hace falta -dije-. Puedo arreglármelas sola.

Y no tenía ningún interés en verle las piernas a Les Sebring.

– Fíjate. Ni siquiera he soltado el bolso -dijo Lula-. Estoy lista para salir.

Lula y yo nos miramos fijamente un instante. Yo iba a perder. Lo veía venir. Lula había decidido venirse conmigo. Probablemente no quería quedarse en el archivo.

– Vale -dije-, pero nada de tiros, nada de empujones y nada de pedirle que se levante la pernera del pantalón.

– Pones demasiadas condiciones -dijo Lula.

Atravesamos la ciudad en el CR-V y aparcamos cerca del edificio de Sebring. La oficina de fianzas estaba en la planta baja y Sebring tenía su despacho encima.

– Igual que Vinnie -dijo Lula mirando con admiración el suelo enmoquetado y las pareces recién pintadas-. Sólo que aquí parece que trabajan seres humanos. Y mira qué sillas para que se siente la gente… ni siquiera tienen manchas. Y su recepcionista tampoco tiene bigote.

Sebring nos acompañó a su despacho privado.

– Stephanie Plum. He oído hablar de ti -dijo.

– El incendio de la funeraria no fue culpa mía -dije-. Y casi nunca disparo a la gente.

– Nosotras también hemos oído hablar de ti -intervino Lula-. Nos han dicho que tienes unas piernas estupendas.

Sebring llevaba un traje gris plata, camisa blanca y corbata de rayas rojas, blancas y azules. Emanaba respetabilidad desde la punta de sus brillantes zapatos negros hasta la coronilla del pelo blanco y bien cortado. Y detrás de su cortés sonrisa de político, tenía pinta de no pasar ni una tontería. Hubo un momento de silencio mientras observaba a Lula. Luego se levantó la pernera de los pantalones.

– Fíjate bien en estos remos -dijo.

– Seguro que vas al gimnasio -dijo Lula-. Tienes unas piernas excelentes.

– Quería hablar contigo de Mabel Markowitz -dije a Sebring-. La has llamado respecto a una fianza de custodia infantil.

Asintió.

– Lo recuerdo. Hoy he mandado a otra persona para que hable con ella. Hasta el momento no ha colaborado mucho.

– Vive al lado de mis padres y no creo que sepa adonde han ido su nieta y su bisnieta.

– Mal asunto -dijo Sebring-. ¿Sabes algo sobre las fianzas de custodia infantil?

– No mucho.

– La AAFP, que como sabes es la Asociación de Agentes de Fianzas Profesionales, colaboró con el Departamento de Niños Desaparecidos y Explotados para poner en marcha una normativa que evitara que los padres secuestraran a sus propios hijos. Es una idea muy sencilla. Si se cree que existe la posibilidad de que uno o ambos padres vayan a llevarse a sus hijos a paradero desconocido, el tribunal puede imponer una fianza en efectivo.

– O sea, que es como una fianza de comparecencia, pero es al niño al que se considera en peligro.

– Con una gran diferencia -continuó Sebring-. Cuando un avalista se hace cargo de la fianza de un delincuente y el acusado no se presenta al juicio, la fianza se paga al tribunal. Luego, el avalista puede perseguir al acusado y entregarlo al tribunal y, con un poco de suerte, éste le reembolsará la fianza. En el caso de la fianza de custodia infantil, el avalista tiene que entregar la fianza al padre o madre engañado. Presuntamente, el dinero se utilizará para buscar al niño.

– De manera que, si la fianza no es suficiente para disuadir a los padres de la idea del secuestro, al menos hay dinero para contratar a un profesional que busque al niño -dije.

– Exactamente. El problema es que, al contrario que en las fianzas de comparecencia, el agente de la custodia infantil no tiene derecho legal de buscar al niño. El único recurso que tiene el agente de fianzas de custodia infantil para recuperar su pérdida es embargar las propiedades o el dinero que se haya puesto como aval de la fianza. En este caso, Evelyn Soder no tenía dinero en efectivo para avalar su fianza. Por eso acudió a nosotros y ofreció la casa de su abuela como garantía de nuestro pago. Nuestra esperanza es que cuando llamemos a la abuela y le digamos que empiece a hacer las maletas, ella revelará el lugar en el que se encuentra la niña desaparecida.

– ¿Le han entregado ya el dinero a Steven Soder?

– Se le hará entrega del dinero dentro de tres semanas.

O sea, que me quedaban tres semanas para encontrar a Annie.

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