12

EL SOL SE ESTABA PONIENDO cuando regresamos al coche.

– Posiblemente ésta haya sido la mejor pizza que he comido en mi vida -dije a Ranger-. En general ha sido una experiencia aterradora, pero la pizza estaba buenísima.

– La hace el mismo Shorty.

– ¿También trabaja para ti?

– Sí. Sirve todos los cócteles que doy.

Otra broma de Ranger. Al menos estaba bastante segura de que era broma.


Ranger llegó a la avenida Hamilton y se volvió a mirarme.

– ¿Dónde vas a pasar la noche?

– En casa de mis padres.

Enfiló hacia el Burg.

– Le diré a Tank que te lleve un coche. Puedes utilizarlo hasta que sustituyas el CR-V. O hasta que te lo cargues.

– ¿De dónde sacas todos esos coches?

– No lo quieres saber de verdad, ¿no?

Me tomé un instante para pensar.

– No -dije-. Supongo que no. Si lo supiera tendrías que matarme, ¿verdad?

– Algo por el estilo.

Paró delante de la casa de mis padres y ambos miramos a la puerta. Mi madre y mi abuela estaban allí, de pie, mirándonos.

– No estoy muy seguro de sentirme cómodo con la manera en que me mira tu abuela -dijo Ranger.

– Le gustaría verte desnudo.

– Ojalá no me lo hubieras contado, cariño.

– Todas las personas que conozco quieren verte desnudo.

– ¿Y tú?

– Nunca se me ha pasado por la cabeza -contuve la respiración después de decir aquello y esperé que Dios no me fulminara con un rayo por mentirosa. Me apeé del coche y corrí a casa.

La abuela Mazur me esperaba en el vestíbulo.

– Esta tarde me ha pasado una cosa de lo más rara -dijo-. Volvía de la panadería, cuando se me acercó un coche. Y dentro había un conejo. Era quien conducía. Y entonces me entregó uno de esos sobres de correos y me dijo que te lo diera a ti. Todo sucedió muy rápido. Y en cuanto se alejó, me acordé de que tu coche lo había incendiado un conejo. ¿Tú crees que podría ser el mismo?

Normalmente habría hecho algunas preguntas. Como qué clase de coche era y si había logrado ver la matrícula. En esta ocasión las preguntas eran inútiles. Los coches eran siempre diferentes. Y siempre robados.

Cogí el sobre cerrado, lo abrí con cuidado y miré su interior. Fotos. Unas instantáneas en que yo aparecía dormida en el sofá de mis padres. Estaban tomadas la noche anterior. Alguien había entrado en la casa y me había estado observando mientras dormía. Y me había hecho unas fotos. Sin que yo me enterara. Quienquiera que fuese había elegido una buena noche. Había dormido como un tronco gracias al margarita gigante que me había tomado y a que había pasado la noche anterior en blanco.

– ¿Qué hay en el sobre? -preguntó la abuela-. Parecen fotos.

– No es nada interesante -dije-. Me parece que el conejo estaba de cachondeo.

Mi madre me miró como si supiera algo más, pero no dijo nada. Al final de la noche tendríamos un nuevo cargamento de galletas y se habría despachado todo lo que hubiera para planchar. Ése es el sistema de mi madre para luchar contra el estrés.

Pedí prestado el Buick y me acerqué a casa de Morelli. Vivía nada más salir del Burg, en un barrio muy parecido a éste, a menos de medio kilómetro de la casa de mis padres. Había heredado la casa de su tía y resultó ser un buen legado. La vida está llena de sorpresas. Joe Morelli, el gamberro del instituto de Trenton, motero, mujeriego, camorrista de bares, era ahora un semirrespetable propietario. A lo largo de los años, Morelli había ido madurando. Lo que no era poco para un varón de su familia.

Bob vino hacia mí corriendo cuando me vio en la puerta. Se le alegraron los ojos y meneó la cola. Morelli estuvo más contenido.

– ¿Qué pasa? -me dijo, con la mirada fija en mi camiseta.

– Me acaba de ocurrir algo espeluznante.

– Vaya, ¡qué sorpresa!

– Más espeluznante de lo habitual.

– ¿Debería tomarme una copa antes de que me lo cuentes?

Le di las fotos.

– Muy bonitas -dijo-, pero ya te he visto dormida en varias ocasiones.

– Me las sacaron anoche sin mi consentimiento. Un conejo gigante paró hoy a la abuela en la calle y le pidió que me las entregara.

Levantó la mirada hacia mí.

– ¿Me estás diciendo que alguien se coló en casa de tus padres y te hizo estas fotos mientras estabas dormida?

– Sí -había intentado mantener la calma, pero por dentro me sentía destrozada. La idea de que alguien, tal vez el mismo Abruzzi, o uno de sus hombres, hubiera estado observándome mientras dormía me ponía los nervios de punta. Me sentía violada y vulnerable.

– Este tío tiene un par de pelotas -dijo Morelli. Su voz al decirlo era tranquila, pero las líneas de su boca se tensaron y me di cuenta de que estaba luchando para contener la rabia. Un Morelli más joven habría arrojado una silla por la ventana.

– No quiero criticar a la policía de Trenton -dije-, pero ¿no te parece que alguien tendría que detener a ese conejo? Va por ahí tan tranquilo, repartiendo fotos.

– ¿Anoche teníais cerradas las puertas?

– Sí.

– ¿Con qué tipo de cierre?

– Con llave.

– A un experto no le cuesta mucho abrir una cerradura. ¿Puedes convencer a tus padres de que pongan una cadena de seguridad?

– Puedo intentarlo. No quiero asustarles con estas fotos. Adoran su casa y se sienten seguros en ella. No quiero privarles de esa sensación.

– Sí, pero tú estás amenazada por un loco.

Estábamos de pie en el diminuto vestíbulo de entrada y Bob se frotaba contra mí y me olisqueaba la pierna. Bajé la mirada y vi una gran mancha de humedad formada por la baba de Bob justo encima de mi rodilla. Le rasqué la cabeza y le sacudí las orejas.

– Tengo que irme de casa de mis padres. Y ahorrarles toda esta movida.

– Ya sabes que puedes quedarte aquí.

– ¿Y ponerte a ti en peligro?

– Estoy acostumbrado a ponerme en peligro.

Aquello era cierto. Pero también había sido el motivo de casi todas nuestras discusiones. Y fue la causa principal de nuestra ruptura. Aquello y mi incapacidad para comprometerme. Morelli no quería casarse con una cazarrecompensas. No quería que la madre de sus hijos fuera por ahí pegando tiros. Supongo que no se lo puedo reprochar.

– Gracias -añadí-. Quizá acepte tu ofrecimiento. También le puedo pedir a Ranger que me esconda en uno de sus pisos francos. O puedo volver a mi apartamento. Si vuelvo a mi apartamento tengo que instalar un sistema de seguridad. No quiero encontrarme ni una sorpresa más al volver a casa.

Desgraciadamente no tenía dinero para un sistema de seguridad. Claro que tampoco importaba mucho, porque no me sentía capaz de acercarme a menos de quince metros del sofá del mal fario.

– ¿Qué vas a hacer esta noche?

– Voy a quedarme en casa de mis padres y a cerciorarme de que nadie vuelva a entrar. Mañana me mudaré. Supongo que una vez que me vaya estarán seguros.

– ¿Te vas a quedar despierta toda la noche?

– Sí. Si quieres, puedes pasarte más tarde y jugaremos al Monopoly.

Morelli sonrió.

– Monopoly, ¿eh? ¿Cómo podría resistirme? ¿A qué hora se va tu abuela a la cama?

– Después de las noticias de las once.

– Me presentaré alrededor de las doce.

Jugueteé con una oreja de Bob.

– ¿Qué? -preguntó Morelli.

– Estaba pensando en nosotros.

– No hay un nosotros.

– Pues parece que somos un poco nosotros.

– Lo que yo pienso es que somos tú y yo, y que a veces estamos juntos. Pero no somos nosotros.

– Resulta un poco triste.

– No lo pongas más difícil de lo que es -dijo Morelli.

Me metí en el Buick y me fui a buscar una tienda de juguetes. Una hora después estaba volviendo a casa en el coche, con las compras hechas. Me paré en un semáforo en Hamilton y al cabo de una fracción de segundo me dieron un golpe por detrás. No fue un gran golpe. Sólo un toque. Suficiente para hacer que el Buick se tambaleara, pero no para zarandearme a mí. Mi primera reacción fue pensar en la frase que mi madre utilizaba ante cualquier cosa que le complicara la vida: «¿Por qué a mí?». Dudaba que hubiera muchos desperfectos, pero de todas maneras iba a ser un coñazo. Tiré del freno de mano para inmovilizar el Buick. Seguramente tendría que salir para el rollo de comprobar las posibles abolladuras. Lancé un suspiro y miré por el espejo retrovisor.

No se veía demasiado en la oscuridad, pero lo que vi no me gustó. Vi unas orejas. Unas grandes orejas de conejo, que llevaba el sujeto que conducía. Me di la vuelta sobre el asiento y miré por la ventanilla trasera. El conejo retrocedió unos metros con el coche y se lanzó otra vez sobre mí. Esta vez con más fuerza. Lo suficiente para hacer que el Buick pegara un salto.

Mierda.

Solté el freno, metí la marcha y salí lanzada, saltándome el semáforo en rojo. El conejo me seguía de cerca. Giré en la calle Chambers y fui callejeando hasta detenerme delante de la casa de Morelli. No vi las luces detrás de mí, pero eso no me garantizaba que el conejo se hubiera ido. Podía haber apagado las luces y estar aparcado. Salí del Buick de un salto y corrí hacia la puerta de Morelli y llamé al timbre; luego llamé con los puños; luego grité: «¡Abre!».

Morelli abrió la puerta y entré de un salto.

– Me sigue el conejo -dije.

Morelli asomó la cabeza y recorrió la calle con la mirada.

– No veo ningún conejo.

– Iba en coche. Me dio un golpe por detrás en Hamilton y luego me siguió hasta aquí.

– ¿Qué coche era?

– No lo sé. No podía verlo porque estaba oscuro. No podía ver más que las orejas saliendo por encima del volante -el corazón me iba a cien por hora y me costaba recobrar el aliento-. Me estoy volviendo loca -dije-. Este tío me está sacando de quicio. Un conejo, ¡por Dios bendito! ¿A qué demente se le ocurriría hacerme acosar por un conejo?

Claro que, al mismo tiempo que despotricaba contra el conejo y la mente diabólica que lo había mandado, recordé que en parte era culpa mía. Yo le había dicho a Abruzzi que me gustaban los conejitos.

– No hemos dado publicidad al hecho de que uno de los sospechosos del asesinato de Soder iba de conejo, de manera que las posibilidades de que sea un imitador son muy escasas -dijo Morelli-. Si seguimos suponiendo que Abruzzi está detrás de esto, la mente en cuestión es muy aguda. A Abruzzi no se le conoce por ser precisamente estúpido.

– ¿Sólo loco?

– Como una cabra. Por lo que me han contado, colecciona objetos que luego se pone mientras juega a la guerra. Y se disfraza de Napoleón.

La imagen de Abruzzi vestido de Napoleón me hizo sonreír. Estaría ridículo; sólo lo superaría el fulano del traje de conejo.

– El conejo debe de haberme seguido desde la casa de mis padres -dije.

– ¿Dónde fuiste al salir de aquí?

– A comprar un Monopoly. Tengo la versión clásica del juego. Y quiero tener el coche de carreras.

Morelli descolgó la correa de Bob de un gancho y agarró una cazadora.

– Voy a ir contigo. Pero si la abuela quiere jugar, me tienes que ceder el coche de carreras. Es lo mínimo que puedes hacer por mí.


A las cuatro en punto me desperté sobresaltada. Estaba en el sofá con Morelli. Me había quedado dormida sentada, con su brazo rodeándome. Había perdido dos partidas de Monopoly y luego habíamos puesto la televisión. Ahora la televisión estaba apagada y Morelli estaba arrellanado en el sofá, con la pistola encima de la mesa de centro, junto al teléfono móvil. Las luces estaban apagadas, con la sola excepción de la de la cocina. Bob dormía profundamente en el suelo.

– Hay alguien ahí fuera -dijo Morelli-. He llamado para que venga un coche.

– ¿Es el conejo?

– No lo sé. No quiero acercarme a la ventana y asustar a quien sea hasta que lleguen refuerzos. Han intentado abrir la puerta y, luego, han dado la vuelta a la casa y han intentado abrir la de atrás.

– No oigo sirenas.

– No vendrán con las sirenas encendidas -susurró-. He hablado con Mickey Lauder. Le he dicho que venga en un coche sin distintivos y que se acerque a pie.

Se oyó un ruido sordo en la parte de atrás, seguido de varios gritos. Morelli y yo corrimos hacia allí y encendimos la luz del porche. Mickey Lauder y dos polis de uniforme tenían a dos personas inmovilizadas en el suelo.

– ¡Dios! -exclamó Morelli con una sonrisa-. Son tu hermana y Kloughn.

Mickey Lauder también sonreía. Había salido con Valerie cuando iban al instituto.

– Lo siento -dijo, ayudándola a levantarse-. No te he reconocido a la primera. Te has cambiado el pelo.

– ¿Estás casado? -preguntó Valerie.

– Sí. Y me va muy bien. Tengo cuatro niños.

– Era sólo por curiosidad -dijo Valerie con un suspiro.

– Estoy casi seguro de que no ha hecho nada ilegal -intervino Kloughn, que seguía en el suelo-. No podía entrar. Las puertas estaban cerradas con llave y no quería despertar a nadie. Eso no será allanamiento de morada, ¿verdad? No se puede allanar la casa propia, ¿verdad? O sea, que eso es lo que uno hace cuando se olvida las llaves, ¿verdad?

– Si te he visto irte a la cama con las niñas -dije a Valerie-. ¿Cómo es que estabas fuera?

– Igual que hacías tú para escaparte cuando estabas en el instituto -explicó Morelli con una sonrisa cada vez más amplia-. Por la ventana del cuarto de baño al tejado del porche y de éste al cubo de basura.

– Debes de ser algo impresionante, Kloughn -dijo Lauder, cada vez más divertido-. Nunca conseguí que se escapara de casa por mí.

– No me gusta fanfarronear -respondió Kloughn-, pero sé lo que me hago.

La abuela apareció detrás de mí, envuelta en su albornoz.

– ¿Qué está pasando aquí?

– Han detenido a Valerie.

– ¿En serio? -dijo la abuela-. Bravo por ella.

Morelli se guardó la pistola en la cintura de los pantalones.

– Voy por mi cazadora, y le voy a pedir a Lauder que me lleve a casa. Ahora ya no va a pasar nada. La abuela puede quedarse contigo. Siento lo del Monopoly, pero es que eres una jugadora desastrosa.

– Te he dejado ganar porque me estabas haciendo un favor.

– Sí, claro.


– Perdona por interrumpirte el desayuno -dijo la abuela-, pero hay un fulano gigantesco y con una pinta que da miedo en la puerta, y dice que quiere hablar contigo. Dice que te trae un coche.

Tenía que ser Tank.

Salí a la puerta y Tank me entregó un juego de llaves. Miré detrás de él, hacia la calzada. Ranger me había conseguido un CR-V negro nuevo. Muy parecido al coche que había volado por los aires. Ya sabía, por experiencias anteriores, que sería mucho mejor en todos los sentidos. Y probablemente tendría algún dispositivo para localizarme, escondido en algún lugar en el que a mí nunca se me ocurriría mirar. A Ranger le gustaba tener controlados sus coches y su gente. Un flamante Land Rover negro con chofer esperaba detrás del CR-V.

– Esto también es para ti -dijo Tank, ofreciéndome un teléfono móvil-. Está programado con tu número.

Y se marchó.

– ¿Era de la empresa de coches de alquiler? -preguntó la abuela, al tiempo que lo seguía con la vista.

– Algo así.

Regresé a la cocina y me tomé el café mientras escuchaba el contestador de mi apartamento. Tenía dos llamadas de la compañía aseguradora. La primera decía que me mandaban unos formularios por correo urgente. La segunda era para decirme que cancelaban mi póliza. Había tres llamadas en las que sólo se oían resuellos. Supuse que sería el conejo. El último era de la vecina de Evelyn, Carol Nadich.

– Hola, Steph -decía-. No he visto ni a Evelyn ni a Annie, pero aquí está pasando algo raro. Llámame tan pronto como puedas.

– Me marcho -dije a mi madre y a mi abuela-. Y me llevo mis cosas. Voy a quedarme con una amiga un par de días. Pero dejo a Rex aquí.

Mi madre levantó la vista de las verduras que estaba picando para hacer sopa.

– No te irás a vivir con Joe Morelli otra vez, ¿verdad? -preguntó-. No sé qué decirle a la gente. ¿Qué les digo?

– No me voy a vivir con Morelli. No le digas nada a la gente. No hay nada que decir. Si me necesitas, puedes localizarme en el móvil -me paré junto a la puerta-. Morelli cree que deberíais poner cadenas de seguridad en las puertas, que tal como están no son seguras.

– ¿Qué va a pasar? -dijo mi madre-. No tenemos nada que puedan robar. Éste es un barrio respetable. Aquí nunca pasa nada.

Llevé mi bolsa hasta el coche, la tiré en el asiento trasero y me senté al volante. Sería mejor hablar con Carol en persona. Tardé menos de dos minutos en llegar a su casa. Aparqué y observé la calle. Todo parecía normal. Llamé una vez y ella abrió en seguida.

– Qué tranquila está la calle -dije-. ¿Dónde está todo el mundo?

– En el partido de fútbol. Todos los padres y todos los hijos de esta calle van al fútbol los sábados.

– ¿Y qué es lo que pasa?

– ¿Conoces a los Pagarelli?

Negué con un movimiento de cabeza.

– Viven en la casa de al lado de Betty Lando. Se mudaron hace unos seis meses. El anciano señor Pagarelli se pasa todo el día sentado en el porche. Es viudo y vive con su hijo y su nuera. Y la nuera no le deja fumar al pobre viejo dentro de casa, por eso está siempre en el porche. Total, Betty me dijo que el otro día estaba hablando con él y que se puso a presumir de que trabajaba para Eddie Abruzzi. Le contó a Betty que Abruzzi le paga por vigilar mi casa. ¿No te parece escalofriante? Quiero decir que ¿a él que le importa que Evelyn se haya ido? No veo cuál es el problema mientras le siga pagando el alquiler.

– ¿Algo más?

– El coche de Evelyn está aparcado a la entrada de su casa. Ha aparecido esta mañana.

Aquello me desinfló un poco. Stephanie Plum, experta detective. Había pasado junto al coche de Evelyn y ni me había dado cuenta.

– ¿Lo oíste llegar? ¿Viste a alguien?

– No. Fue Lenny el que se dio cuenta. Salió a por el periódico y se encontró con que el coche de Evelyn estaba ahí.

– ¿Has oído a alguien en la casa de al lado?

– Sólo a ti.

Hice una mueca.

– Al principio vino cantidad de gente preguntando por Evelyn -dijo Carol-. Soder y sus amigos. Y Abruzzi. Soder solía entrar directamente en la casa. Supongo que seguía teniendo una copia de la llave. Abruzzi también.

Miré hacia la puerta principal de Evelyn.

– ¿Crees que Evelyn estará en casa ahora?

– He llamado a la puerta y he mirado por la ventana de atrás y no he visto a nadie.

Pasé del porche de Carol al de Evelyn y ella me siguió pisándome los talones. Llamé a la puerta, con fuerza. Pegué la oreja a la ventana. Me encogí de hombros.

– Ahí dentro no hay nadie -dijo Carol-, ¿verdad?

Fuimos a la parte de atrás de la casa y miramos por la ventana de la cocina. No habían tocado nada que yo pudiera notar. Intenté abrir el picaporte. Seguía cerrado. Qué lástima que ya hubieran arreglado el cristal. Me habría gustado entrar. Me encogí de hombros por segunda vez.

Carol y yo volvimos al coche. Nos paramos a un metro de distancia.

– No he mirado dentro el coche -dijo Carol.

– Pues deberíamos mirar.

– Tú primero -dijo ella.

Respiré profundamente y di dos pasos gigantes hacia adelante. Miré dentro del coche y solté un profundo suspiro de alivio. No había muertos. Ni miembros desgajados. Ni conejitos. Aunque, ahora que estaba tan cerca, no olía precisamente a rosas.

– A lo mejor deberíamos llamar a la policía -dije.

Ha habido momentos en mi vida en los que la curiosidad ha vencido al sentido común. Este no era uno de ellos. El coche estaba junto a la entrada, sin cerrar y con las llaves puestas en el contacto. Me habría sido muy fácil abrir el maletero y echar una mirada a su interior, pero no tenía ninguna gana de hacerlo. Estaba casi segura de saber a qué correspondía aquel olor. Encontrar a Soder en mi sofá ya había sido bastante traumático. No quería ser yo la que descubriera el cadáver de Annie o de Evelyn en el maletero de su coche.

Carol y yo esperamos muy juntas a que llegara el coche patrulla. Ninguna de las dos estaba muy dispuesta a decir lo que pensaba. Era demasiado espantoso para expresarlo en voz alta.

Me levanté cuando llegó la policía, pero no salí del porche. Vinieron dos coches patrulla. Costanza iba en uno de ellos.

– Estás muy pálida -me dijo-. ¿Te encuentras bien?

Asentí con la cabeza. No confiaba demasiado en mi voz.

Big Dog estaba junto al maletero. Lo había abierto y lo miraba con las manos en las caderas.

– Tienes que ver esto -dijo a Costanza.

Costanza fue hasta allí y se colocó al lado de Big Dog.

– Caray.

Carol y yo teníamos las manos agarradas para darnos ánimos.

– Cuéntame -pedí a Costanza.

– ¿Estás segura de que quieres saberlo?

Asentí con la cabeza.

– Es un tío muerto, vestido de oso.

El mundo se detuvo durante un instante.

– ¿No son ni Evelyn ni Annie?

– No. Ya te lo he dicho: es un muerto vestido de oso. Ven a verlo tú misma.

– Me basta con tu palabra.

– Tu abuela se va a sentir muy decepcionada si no echas un vistazo. No se ve todos los días un muerto disfrazado de oso.

Llegaron los de la ambulancia seguidos por un par de coches sin distintivos. Costanza acordonó la escena del crimen con cinta de la policía.

Morelli aparcó al otro lado de la calle y se acercó andando con calma. Miró el interior del maletero y luego me miró a mí.

– Es un tipo muerto disfrazado de oso.

– Eso me han dicho.

– Tu abuela no te perdonará nunca que no vengas a verlo.

– ¿De verdad crees que debería verlo?

Morelli observó el cadáver del maletero.

– No, probablemente no -dijo, acercándose a mí-. ¿De quién es el coche?

– De Evelyn. Pero nadie la ha visto. Carol dice que el coche ha aparecido esta mañana. ¿Llevas tú este caso?

– No -contestó Morelli-. Lo lleva Benny. Yo sólo estoy de visita. Bob y yo íbamos de camino al parque cuando oí el aviso.

Bob nos observaba desde la camioneta de Morelli. Tenía la nariz aplastada contra la ventanilla y jadeaba.

– Estoy bien -dije a Morelli-. Te llamo cuando acabe con esto.

– ¿Tienes teléfono?

– Me han dado uno con el CR-V.

Morelli miró el coche.

– ¿Alquiler?

– Algo así.

– Mierda, Stephanie, no le habrás aceptado este coche a Ranger, ¿verdad? No, no me digas nada -levantó las manos-. No quiero saberlo -me miró de soslayo-. ¿Alguna vez le has preguntado de dónde saca todos estos coches?

– Me dijo que me lo podía contar, pero que entonces tendría que matarme.

– ¿Alguna vez se te ha ocurrido pensar que a lo mejor lo dice en serio?

Entró en la camioneta, se puso el cinturón de seguridad y encendió el motor.

– ¿Quién es Bob? -preguntó Carol.

– Bob es el que está sentado en la camioneta, jadeando.

– Yo también jadearía si estuviera en la camioneta de Morelli -dijo Carol.

Benny se nos acercó con el cuaderno en la mano. Tenía cuarenta y tantos años y probablemente estaría planteándose la jubilación para dentro de un par de años. Seguro que un caso como éste hacía que la jubilación pareciera más apetecible. No conocía a Benny personalmente, pero había oído a Morelli hablar de él de vez en cuando. Por lo que sabía, era un poli bueno y equilibrado.

– Tengo que hacerte unas preguntas -dijo.

Empezaba a saberme aquellas preguntas de memoria.

Me senté en el porche, de espaldas al coche. No quería ver cómo sacaban al fulano del maletero. Benny se sentó frente a mí. Detrás de Benny podía ver al viejo señor Pagarelli observándonos. Me pregunté si Abruzzi nos estaría observando también.

– ¿Sabes una cosa? -dije a Benny-. Esto empieza a ser aburrido.

Me miró como pidiéndome perdón.

– Casi hemos acabado.

– No me refiero a ti. Me refiero a esto. Al oso, al conejo, al sofá, a todo.

– ¿Te has planteado alguna vez cambiar de profesión?

– Cada minuto del día -aunque el trabajo tiene sus momentos-. Tengo que irme -dije-. Tengo cosas que hacer.

Benny cerró su libreta de policía.

– Ten cuidado.

Eso era exactamente lo que no iba a hacer. Me metí en el CR-V y sorteé los vehículos de urgencias que bloqueaban la calle. Aún no era mediodía. Lula estaría en la oficina. Tenía que hablar con Abruzzi y era demasiado cagueta para hacerlo yo sola.

Aparqué junto a la acera y crucé la puerta de la oficina.

– Quiero hablar con Eddie Abruzzi -dije a Connie-. ¿Tienes idea de dónde puedo encontrarle?

– Tiene un despacho en el centro. No sé si estará allí, siendo sábado.

– Yo sé dónde puedes dar con él -gritó Vinnie desde su santasantórum-. En las carreras. Va a las carreras todos los sábados, aunque caigan chuzos de punta, mientras los caballos corran.

– ¿A Monmouth? -pregunté.

– Sí, a Monmouth. Estará en la barrera.

Miré a Lula.

– ¿Te apetece ir a las carreras?

– Hombre, claro. Hoy me siento con suerte. Puede que apueste y todo. Mi horóscopo decía que hoy iba a tomar decisiones acertadas. Pero otra cosa: tú tienes que tener cuidado. Tu horóscopo de hoy era una mierda.

Aquello no me pilló por sorpresa.

– Veo que ya llevas un coche nuevo -observó Lula-. ¿De alquiler?

Apreté los labios.

Lula y Connie intercambiaron miradas de complicidad.

– Chica, lo que vas a pagar por ese coche… -dijo Lula-. Quiero enterarme de todos los detalles. Será mejor que tomes notas.

– Yo quiero medidas -dijo Connie.


Hacía un día agradable y el tráfico estaba bien. Íbamos en dirección a la costa y, afortunadamente para nosotras, no era julio, porque en julio toda la carretera sería un aparcamiento.

– Tu horóscopo no decía nada de decisiones acertadas -dijo Lula-. Por eso creo que hoy debería tomar las riendas yo. Y acabo de decidir que deberíamos apostar a los caballos y olvidarnos de Abruzzi. Además, ¿de qué demonios tienes que hablar con él? ¿Qué le vas a decir a ese tipo?

– No lo tengo pensado del todo, pero irá más o menos en la línea de «vete a tomar por culo»…

– Ay, ay, ay -dijo Lula-. A mí no me parece una decisión muy acertada.

– Benito Ramírez se alimentaba del miedo. Me da la impresión de que Abruzzi también es de ésos. Quiero que sepa que no le va a funcionar conmigo -y quiero saber qué es lo que busca. Quiero saber por qué Evelyn y Annie son tan importantes para él.

– Benito Ramírez no sólo se alimentaba del miedo -dijo Lula-. Eso era el principio. Era el calentamiento. A Ramírez le gustaba hacer daño a la gente. Y le gustaba hacerlo hasta que morías… o deseabas estar muerto.

Estuve pensando en aquello los cuarenta y cinco minutos que tardé en llegar al hipódromo. Lo peor era que sabía que era verdad. Lo sabía por experiencia propia. Había sido yo la que había encontrado a Lula después de que Ramírez hubiera terminado con ella. Lo de encontrar a Steven Soder había sido una fiesta comparado con el estado en que hallé a Lula.

– Ésta es mi idea del trabajo -dijo Lula mientras entraba en el aparcamiento-. No todo el mundo tiene un trabajo tan bueno como el nuestro. Es cierto que de vez en cuando nos pegan un tiro, pero, mira, hoy no estamos encerradas en un asqueroso edificio de oficinas.

– Hoy es sábado -dije-. La mayoría de la gente no trabaja.

– Bueno, sí. Pero esto lo podríamos hacer un miércoles si quisiéramos.

Sonó mi móvil.

– Apuesta diez dólares por Roger Dodger en la quinta -dijo Ranger, y colgó.

– ¿Qué? -preguntó Lula.

– Ranger. Quiere que apueste diez dólares a Roger Dodger en la quinta.

– ¿Le habías dicho que veníamos a las carreras?

– No.

– ¿Cómo lo hace? -preguntó Lula-. ¿Cómo sabe dónde estamos? Si te digo que no es humano. Es un alienígena o algo por el estilo.

Miramos alrededor para ver si nos seguían. En aquella ocasión, ni se me había ocurrido pensar que podía haber alguien pisándonos los talones.

– Probablemente le ha puesto un chivato electrónico al coche -dije-. Como el satélite OnStar, con la diferencia de que éste manda la información a la Baticueva.

Atravesamos la verja de acceso, siguiendo la marea de gente que entraba al interior del hipódromo. La primera carrera se acababa de terminar y en la zona de apuestas el ambiente estaba todavía impregnado del olor a sudor nervioso. El aire era denso, por la ansiedad colectiva, la esperanza y la energía frenética que bulle en las carreras.

A Lula, los ojos se le iban de un lado a otro, sin saber hacia dónde ir primero, sintiendo la llamada irresistible de los nachos, la cerveza y las ventanillas de apuestas.

– Necesitamos un programa de carreras -dijo-. ¿Cuánto tiempo tenemos? No quiero perderme la próxima. Hay un caballo que se llama Decisivo. Es una señal del cielo. Primero mi horóscopo y ahora esto. Estaba escrito que tenía que venir hoy aquí y apostar a ese caballo. Quítate de en medio. Me estás bloqueando el paso.

Me quedé esperando mientras Lula hacía la apuesta. A mi alrededor la gente hablaba de caballos y de jockeys, vivía el momento y disfrutaba. A mí, por el contrario, la diversión me estaba vetada. No podía quitarme a Abruzzi de la cabeza. Me sentía acosada. Estaban jugando con mis emociones. Mi integridad estaba amenazada. Y me sentía furiosa. Estaba hasta la coronilla de aquello. Lula tenía toda la razón sobre Benito Ramírez y su crueldad sádica. Y probablemente también tenía toda la razón respecto a que hablar con Abruzzi era un error. Pero iba a hacerlo de todas formas. No podía evitarlo. Claro que, antes, tenía que encontrarle. Y no iba a ser tan fácil como había creído en un principio. Había olvidado lo grande que era la zona de barrera y la cantidad de gente que se congregaba allí.

Sonó el timbre que anunciaba el cierre de las ventanillas y Lula se me acercó apresurada.

– Ya está. He llegado justo a tiempo. Tenemos que darnos prisa y conseguir asientos. No quiero perdérmelo. Estoy completamente segura de que este caballo va a ganar. Y es una oportunidad única. Esta noche salimos a cenar. Yo invito.

Encontramos unos asientos en las gradas y nos dispusimos a ver la carrera. Si hubiera tenido mi propio CR-V, habría unos prismáticos en la guantera. Desgraciadamente, ahora los prismáticos serían una masa informe de cristal y plástico derretidos, reducida al espesor de una moneda.

Observé metódicamente a la gente que ocupaba la barrera, intentando localizar a Abruzzi. Los caballos tomaron la salida y la multitud se lanzó hacia adelante, gritando y agitando los programas. No se veía más que una masa difusa de colores. Lula gritaba y daba saltos a mi lado.

– ¡Corre, pedazo de cabrón! -aullaba-. ¡Corre, corre, corre, maldito hijo de puta!

Yo no estaba muy segura de lo que quería. Por un lado quería que ganara, pero me temía que si ganaba se pondría insoportable con el rollo del horóscopo.

Los caballos cruzaron la línea de meta y Lula no dejaba de saltar.

– ¡Sí! -gritaba-. ¡Sí, sí, sí!

La miré.

– Has ganado, ¿verdad?

– Puedes apostar el culo a que sí. Veinte a uno. Debo de ser la única genio en todo este puñetero sitio que ha apostado por esa maravilla de cuatro patas. Voy por mi dinero. ¿Vienes conmigo?

– No, me voy a quedar aquí. Quiero buscar a Abruzzi ahora que esto se va despejando de gente.

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