11

Lo que Gundersen contemplaba era aparentemente humano y, con toda probabilidad, antaño incluso había sido Jeff Kurtz. La absurda longitud del cuerpo parecía, sin duda, la de Kurtz, ya que la figura que yacía en la cama parecía medir un hombre y medio de largo, como si hubiesen empalmado una sección extra de vértebras y quizás un segundo par de fémures. Evidentemente, el cráneo también correspondía al de Kurtz: imponente cúpula blanca y lomos de las cejas unidos. Éstos destacaban aún más de lo que Gundersen recordaba. Se elevaban por encima de los ojos cerrados de Kurtz como barricadas que lo defendieran de alguna invasión norteña. Pero las tupidas cejas negras que habían cubierto esos lomos ya no existían. Lo mismo ocurría con las pestañas frondosas y casi femeninas.

A partir de la frente, el rostro era irreconocible. Era como si se hubiese calentado todo en un crisol y se hubiese dejado derretir y correr. La delgada nariz de puente alto de Kurtz era ahora una mancha correosa, tan semejante a un hocico que Gundersen se sorprendió por su parecido con el de un sulidor. Su boca ancha ahora tenía labios fláccidos y pendulares que caían hasta separarse y mostraban encías sin dientes. Su mentón pendía al estilo pitecantropoide. Los pómulos de Kurtz eran chatos y anchos, lo cual alteraba totalmente los planos de su rostro.

Seena apartó el cobertor para mostrar el resto. El cuerpo que yacía en la cama era lampiño: una cosa larga, rosada y como hervida que parecía una babosa gigantesca. Toda la carne superflua había desaparecido y la piel cubría como una mortaja las costillas y los músculos claramente visibles. Las proporciones del cuerpo eran incorrectas. La cintura de Kurtz se encontraba a una distancia inenarrablemente lejana de su pecho y las piernas, aunque largas, no eran ni remotamente lo largas que debían ser; los tobillos parecían apiñarse con las rodillas. Los dedos de los pies se habían fusionado, de modo que éstos acababan en unas patas bestiales. Quizá por compensación, los dedos de las manos contaban con coyunturas extras y eran grandes cosas semejantes a arañas que se doblaban y se cerraban irregularmente. La unión de los brazos con el torso parecía extraña, pero sólo cuando vio a Kurtz girar lentamente el brazo izquierdo hasta un ángulo de trescientos sesenta grados, Gundersen comprendió que la axila debió reconstruirse en una especie de machihembrado adaptable.

Kurtz se esforzaba desesperadamente por hablar y escupía palabras en una lengua que Gundersen jamás había oído. Los globos oculares se movían notoriamente bajo los párpados. Sacó la lengua para humedecerse los labios. Algo semejante a una nuez de tres lóbulos subió y bajó por su garganta. Encorvó fugazmente el cuerpo y tensó la piel sobre los huesos extrañamente ensanchados. Siguió hablando. De vez en cuando surgía una palabra inteligible en inglés o en nildororu, palabra encajada en un galimatías:

—Río… muerte… perdido… horror… río… caverna… calor… perdido… calor… aplastar… negro… ir… dios… horror… nacido… perdido… nacido…

—¿Qué dice? —preguntó Gundersen.

—Nadie lo sabe. Aunque comprendamos las palabras, lo que dice carece de sentido. La mayoría de las veces ni siquiera entendemos las palabras. Habla en el idioma del mundo en el que debe vivir ahora. Es un idioma muy personal.

—¿Ha recuperado el conocimiento en algún momento desde que está aquí?

—En realidad, no —respondió Seena—. A veces tiene los ojos abiertos, pero jamás responde a nada de lo que le rodea. Ven, mira.

Seena se acercó a la cama y abrió los párpados de Kurtz. Gundersen notó que el blanco de los ojos no existía. De borde a borde, las superficies brillantes eran de un color negro profundo y lustroso, moteadas por asimétricas manchitas de color azul claro. Paseó tres dedos ante los ojos moviendo la mano de un lado a otro. Kurtz no reparó en nada. Seena soltó los párpados y los ojos continuaron abiertos incluso cuando Gundersen acercó al máximo las puntas de los dedos, separando después la mano lentamente. Kurtz alzó su mano derecha y aferró la muñeca de Gundersen. Los dedos grotescamente alargados rodearon por completo la muñeca, se encontraron y volvieron a cercar la mitad de ésta. Lentamente y con una fuerza tremenda, Kurtz empujó a Gundersen hasta que éste se arrodilló junto a la cama.

En ese momento Kurtz sólo habló en inglés. Al igual que antes, parecía sufrir una angustia desesperada y obligaba a las palabras a salir de algún hueco de pesadilla, sin acentuación ni puntuación perceptibles:

—Agua dormir muerte salvación dormir dormir fuego amor agua sueño frío dormir plan subir caer subir caer subir subir subir. —Hizo una pausa. Unos instantes después agregó—: Caer.

Kurtz siguió pronunciando sílabas sin sentido y los dedos soltaron la muñeca de Gundersen.

—Parecía decirnos algo —opinó Seena—. Nunca le oí pronunciar sucesivamente tantas palabras inteligibles.

—¿Pero qué decía?

—No lo sé. De todos modos, esas palabras contienen un significado.

Gundersen asintió con la cabeza. El atormentado Kurtz había entregado su testamento. Su bendición: Dormir plan subir caer subir caer subir subir subir. Caer. Quizás hasta tenía sentido.

—Además, reaccionó ante tu presencia —agregó Seena—. ¡Te vio y te cogió del brazo! Dile algo. Procura volver a llamar su atención.

—¿Jeff? —susurró Gundersen mientras se arrodillaba junto a la cama—. Jeff, ¿te acuerdas de mí? Soy Edmund Gundersen. He regresado, Jeff. ¿Oyes lo que digo? Jeff, si me entiendes, vuelve a levantar la mano derecha.

Kurtz no levantó la mano. Emitió un gemido entrecortado, suave y aterrador; después sus ojos se cerraron lentamente y cayó en un rígido silencio. Los músculos ondeaban bajo su piel alterada. De sus poros salieron gotas de sudor acre. Poco después Gundersen se levantó y se apartó.

—¿Cuánto tiempo estuvo en el norte?

—Cerca de medio año. Lo di por muerto. Más tarde lo trajeron dos sulidores en una especie de camilla.

—¿Ya había sufrido estos cambios?

—Sí. Y aquí yace. Ha cambiado mucho más de lo que imaginas —explicó Seena—. Por dentro, todo es nuevo y distinto. Prácticamente carece de sistema digestivo. Los alimentos sólidos están al margen de sus posibilidades, por lo que le doy zumos de frutas. Su corazón tiene válvulas adicionales. Sus pulmones tienen el doble del tamaño normal. El diagnostat no pudo decir nada pues él no se correspondía con ninguno de los parámetros de un cuerpo humano.

—¿Todo esto le ocurrió durante el renacimiento?

—Sí, durante el renacimiento. Ingieren una droga que los modifica. También cambia a los humanos. Es la misma droga que se utiliza en la Tierra para la regeneración de órganos, el veneno, pero aquí emplean una dosis mayor y el cuerpo se desprograma. Edmund, si vas al norte, esto es lo que te ocurrirá.

—¿Cómo sabes que fue el renacimiento lo que le produjo esto?

—Dijo que iba para ello. Los sulidores que lo trajeron explicaron que se había sometido al renacimiento.

—Quizá mentían. Quizás el renacimiento es una cosa, algo bienhechor, y hay otra cosa, algo dañino que administraron a Kurtz por haber sido tan perverso.

—Te engañas a ti mismo —afirmó Seena—. Sólo hay un proceso y éste es el resultado.

—Entonces es posible que personas distintas respondan de manera diferente al proceso. Si es que hay un único proceso. Pero insisto en que no puedes estar segura de que fuera el renacimiento el que realmente le hizo esto.

—¡No digas tonterías!

—Hablo en serio. Quizás algo que estaba dentro de Kurtz lo hizo transformarse de este modo y yo me transformaría de otra manera. De mejor manera.

—Edmund, ¿quieres ser cambiado?

—Correré el riesgo.

—¡Dejarás de ser humano!

—Durante mucho tiempo he intentado ser humano. Tal vez haya llegado la hora de intentar otra cosa.

—No te dejaré partir —agregó Seena.

—¿No? ¿Qué derecho tienes sobre mí?

—Ya he perdido a Jeff a manos de ellos. Si tú también te vas…

Seena vaciló.

—Está bien. No tengo modo de impedírtelo, pero no vayas.

—Tengo que hacerlo.

—¡Eres como él! Engreído por la importancia de tus supuestos pecados. Imaginas la necesidad de algún tipo de redención espectral. Es enfermizo, ¿no te das cuenta? Necesitas hacerte daño a ti mismo del peor modo. —Sus ojos resplandecieron aún con más brillo—. Escúchame, si necesitas sufrir, te ayudaré. ¿Quieres que te azote? ¿Que te pisotee? Si necesitas ser masoquista, yo seré tu sádica. Te aplicaré todos los tormentos que necesites. Puedes revolearte en ellos, pero no vayas a la región de las brumas. Edmund, eso es llevar el juego demasiado lejos.

—Seena, no comprendes.

—¿Y tú?

—Quizá comprenda cuando regrese.

—¡ Regresarás como él! —gritó. Corrió hacia la cama de Kurtz—. ¡Míralo! ¡Mira esos pies! ¡Mira sus ojos! ¡Su boca, su nariz, sus dedos, todo él! Ya no es humano. ¿Quieres yacer como él… murmurando tonterías y sumido todo el tiempo en un ensueño extraño?

Gundersen titubeó. Kurtz era aterrador. ¿Acaso su obsesión era tan poderosa que quería someterse a la misma transformación?

—Tengo que irme —dijo Gundersen con menos firmeza que antes.

—Él vive en el infierno —aseguró Seena—. Tú también estarás allí.

La mujer se acercó a Gundersen y se apretó contra su cuerpo. El hombre sintió que los duros y cálidos pezones de ella rozaban su piel, que sus manos abrazaban desesperadamente su espalda y que sus muslos se entrelazaban. Le dominó una inmensa tristeza por todo lo que otrora Seena había representado para él, por lo que ella había sido, por aquello en que se había convertido y por cómo debía ser su vida teniendo que atender a ese monstruo. Quedó estremecido por la visión del pasado perdido e irrecuperable, del presente sombrío e incierto, del futuro desierto y aterrador. Volvió a titubear. Luego la apartó con delicadeza.

—Lo siento —dijo—. Me voy.

—¿Por qué? ¿Por qué? ¡Qué inutilidad!—Las lágrimas caían por sus mejillas—. Si necesitas una religión, elige una religión terráquea. No hay motivos por los que tengas que…

—Hay un motivo —puntualizó Gundersen.

La acercó a él y le besó ligeramente los párpados y los labios. Luego besó la hondonada de sus pechos y la apartó. Se acercó a Kurtz y le observó unos instantes, intentando asimilar la estrafalaria metamorfosis del hombre. Ahora reparó en algo que no había notado antes: la textura engrosada de la piel de la espalda de Kurtz, como si unas placas pequeñas y oscuras brotaran a ambos lados de la columna vertebral. Sin duda alguna también se habían producido muchos cambios más que sólo eran evidentes en una inspección a fondo. Los ojos de Kurtz se abrieron una vez más y las órbitas negras y brillantes se movieron, como si buscaran la mirada de Gundersen. Éste los observó y se fijó en el dibujo formado por los puntos azules sobre el fondo sólido y brillante. En medio de muchos sonidos que Gundersen no logró comprender, Kurtz dijo:

—Bailar… vivir… buscar… morir… morir.

Había llegado la hora de partir.

Gundersen pasó junto a la inmóvil y rígida Seena y se retiró de la habitación. Se asomó a la terraza y vio que sus cinco nildores estaban reunidos junto a la estación. Un robot los vigilaba inquieto por temor a que arrancaran las preciosidades del jardín para alimentarse. Gundersen llamó y Srin'gahar le miró.

—Estoy preparado —dijo Gundersen—. Podemos salir en cuanto recoja mis cosas.

Encontró su ropa y se dispuso a partir. Seena se acercó a él: vestía una ceñida túnica negra y tenía el resbalador enroscado en su brazo izquierdo. Su expresión era de frialdad.

—¿Quieres que transmita algún mensaje a Ced Cullen si lo encuentro? —preguntó Gundersen.

—No tengo mensajes para nadie.

—Está bien. Seena, gracias por tu hospitalidad. Fue muy agradable volver a verte.

—La próxima vez que te vea —dijo ella—, no sabrás quién soy. O quién eres tú.

—Es posible.

Se separó de ella y se acercó a los nildores. Srin'gahar aceptó en silencio su carga. Seena permaneció en la terraza y los vio partir. Ella no saludó con la mano y él tampoco. La caravana avanzó a lo largo de la orilla del río donde, tantos años atrás, Kurtz había bailado toda la noche con los nildores.

Kurtz. Gundersen cerró los ojos y vio la mirada vidriosa y ciega, la frente alta, el rostro achatado, la carne consumida, las piernas retorcidas, los pies deformados. Contrapuso a estas imágenes sus recuerdos del Kurtz pretérito, aquel hombre airoso y extraordinariamente guapo, tan alto y esbelto, tan dueño de sí mismo. En definitiva, ¿qué demonios había impulsado a Kurtz a entregar su cuerpo y su alma a los sacerdotes del renacimiento? ¿Cuánto tiempo había llevado la remodelación de Kurtz? ¿Había sentido dolor durante el proceso? ¿Qué conciencia tenía ahora de su propio estado? ¿Qué había dicho Kurtz? ¿Soy Kurtz, el que jugó con vuestras almas y ahora os ofrezco la mía? Gundersen nunca había oído hablar a Kurtz en un tono que no fuese el de una irónica objetividad. ¿Cómo pudo mostrar Kurtz auténticas emociones, temor, remordimiento, culpa? Soy Kurtz el pecador, tomadme y haced conmigo lo que queráis. Soy Kurtz el caído. Soy Kurtz el condenado. Soy Kurtz y soy vuestro. Gundersen imaginó a Kurtz yaciendo en un brumoso valle norteño, con los huesos reblandecidos por los elixires de los sulidores, mientras su cuerpo se disolvía, se convertía en un amasijo rosado parecido a la jalea que ahora tenía la libertad de buscar una nueva forma, de esforzarse hacia una condición alterada de sí mismo que quedaría purificada de sus viejas impurezas satánicas. ¿Era presuntuoso imaginarse a sí mismo como perteneciente a la misma clase que Kurtz, reconocer los mismos defectos espirituales, avanzar para encontrar el mismo destino terrible? ¿Acaso Seena no tenía razón cuando decía que todo era un juego, que meramente interpretaba una dramatización masoquista y se erigía en héroe de un mito trágico, agobiado por la obsesión de acometer una peregrinación ajena? Pero a él la compulsión no le parecía una mistificación sino algo muy real. Iré, se dijo Gundersen. No soy Kurtz, pero iré porque es mi deber. A lo lejos, perdiéndose pero potente, aún resonaba el estrépito y el palpitar de las cataratas y, a medida que se precipitaban por el acantilado, las aguas torrentosas parecían tamborilear las palabras de Kurtz, la advertencia, la bendición, la amenaza, la profecía, la maldición: agua dormir muerte salvación dormir dormir fuego amor agua sueño frío dormir plan subir caer subir caer subir subir subir. Cae.

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