14

La bruma se cerró, derramando joyas de escarcha que pendían de todos los árboles, de todas las chozas. Gundersen quemó el cuerpo consumido de Cullen a la orilla del lago plomizo, con una larga e impetuosa ráfaga de la antorcha de fusión, mientras los sulidores miraban mudos y solemnes. El terreno siseó ligeramente al acabar la cremación y la bruma se arremolinó desenfrenadamente a medida que el aire frío ocupaba la zona caliente producida con la antorcha. En la choza había unas pocas cosas de Cullen. Gundersen las revisó con la esperanza de encontrar un diario, una memoria, cualquier cosa que llevara la marca del alma y la personalidad de Cedric Cullen. Pero sólo halló algunas herramientas oxidadas, una caja de insectos y lagartijas muertos y ropa desteñida. Dejó todo donde lo encontró.

Los sulidores le invitaron a una cena fría. Le dejaron comer a solas, sentado en el camastro de madera. Cayó la noche y entró en la choza para dormir. Se-holomir y Yi-gartigok se apostaron como guardias ante la entrada, aunque él no se lo había pedido. Gundersen no les dijo nada. Se durmió enseguida.

Extrañamente, no soñó con el Cullen que acababa de morir sino con el Kurtz que aún vivía. Vio a Kurtz caminando por la región de las brumas, al Kurtz que aún no se había metamorfoseado hasta alcanzar su estado actual: inenarrablemente alto, pálido, los ojos ardientes en el cráneo abovedado, brillando con una extraña inteligencia. Kurtz llevaba un báculo de peregrino y avanzaba incansablemente hacia la bruma. Le acompañaba, aunque en realidad no iba con él, un cortejo de nildores, con los verdes cuerpos manchados de rojo brillante por el barro pigmentado; se detenían cada vez que Kurtz lo hacía y se arrodillaban a su lado; de vez en cuando, él los dejaba beber de una cantimplora en forma de tubo que llevaba. Cada vez que Kurtz ofrecía su cantimplora a los nildores, él, y no ellos, sufría una transformación. Sus labios se unían en un sello uniforme, su nariz se alargaba y sus ojos, los dedos de sus manos y los de sus pies y sus piernas cambiaban y volvían a cambiar. Gaseoso y móvil, Kurtz no guardaba la forma durante mucho tiempo. En una etapa del viaje, se convirtió en un sulidor en todos los sentidos salvo uno: su cabeza calva y abovedada coronaba el imponente cuerpo peludo. Después la piel desapareció, las garras se encogieron y adoptó otra forma, una cosa delgada y saltarina, rapaz y veloz, con codos de doble coyuntura y patas largas y espigadas. Se produjeron más cambios. Los nildores entonaron himnos de adoración, cantaron con cadencia gruesa y monótona de sonido opaco. Kurtz estaba gracioso. Hacía una reverencia, sonreía, saludaba. Ofrecía la cantimplora, que jamás era necesario volver a llenar. Ondeó por un ciclo tras otro de vertiginosa metamorfosis. De la mochila extrajo regalos que repartió entre los nildores: antorchas, navajas, libros, cubos de mensajes, computadoras, estatuas, órganos de color, mariposas, botellas de vino, sensores, módulos de transporte, instrumentos musicales, abalorios, viejos aguafuertes, medallones sagrados, cestas de flores, bombas, cohetes de señales, zapatos, llaves, juguetes, lanzas. Cada regalo producía suspiros y bufidos de placer y mugidos de gratitud de los nildores; retozaron a su alrededor, levantaron los nuevos tesoros con las trompas y se los mostraron entusiasmados. «¿Veis?», gritó Kurtz. «Soy vuestro benefactor. Soy vuestro amigo. Soy la resurrección y la vida.» En ese momento llegaron al lugar del renacimiento que, en el sueño de Gundersen, no era una montaña sino un abismo oscuro y profundo, en cuyo borde se reunieron y esperaron los nildores. Y Kurtz, sometido a tantas transformaciones que su cuerpo fluctuaba y variaba de un instante a otro —ora con cuernos o cubierto de escamas, ora ataviado con relumbrantes llamas—, avanzó mientras los nildores le aclamaban y le decían: «Éste es el lugar, el renacimiento te pertenecerá». Kurtz caminó hacia el abismo que lo envolvió en la noche absoluta. De lo más hondo del abismo llegó un único grito prolongado, un agudo gemido de terror y desesperación tan espantoso que despertó a Gundersen, quien durante horas permaneció sudoroso y temblando a la espera del amanecer.

Por la mañana, se colgó la mochila al hombro e hizo señales de partir. Se-holomir y Yi-gartigok se acercaron y uno de ellos preguntó:

—¿Adónde irás ahora?

—Al norte.

—¿Iremos contigo?

—Iré solo —respondió Gundersen.

Sería un viaje difícil, quizá peligroso pero no imposible. Tenía equipo de orientación, concentrados alimenticios, un suministro de energía y cosas por el estilo. Contaba con el vigor necesario. Sabía que las aldeas de sulidores que aparecieran por el camino le ofrecerían su hospitalidad si la necesitaba. Pero esperaba no necesitarla. Le habían escoltado durante gran parte del trayecto, primero Srin'gahar y después diversos sulidores; sentía que debía concluir la peregrinación sin guía.

Emprendió la marcha dos horas después del amanecer. Era un buen día para iniciar semejante empresa. El aire era estimulante, fresco y límpido y la bruma estaba alta: se sorprendió al poder ver bastante lejos en todas direcciones. Avanzó por el bosque de atrás de la aldea y salió a una colina elevada desde cuya cumbre pudo observar el paisaje. Vio una región escabrosa y tupidamente arbolada, interrumpida a menudo por ríos, corrientes de agua y lagos. Y también logró vislumbrar la cima de la montaña del renacimiento; un centinela dentado al norte. Ese pico sonrosado del horizonte parecía estar al alcance de la mano: bastaba con estirarse, con extender los dedos. Las grietas, los montecillos y las laderas que le separaban de su meta no significaban un desafío. Podía atravesarlos con unos brincos rápidos. Su cuerpo estaba deseoso de intentarlo: pulso constante, visión excepcionalmente aguda, piernas que se movían rítmica e infatigablemente. Presintió un ascenso interior del alma, una elevación contenida pero extática hacia la vida y el poder; los fantasmas que le habían acompañado durante tantos años se desvanecían; en aquella helada zona de bruma y nieve se sintió fortalecido, purificado, templado, dispuesto a aceptar lo que se debiera aceptar. Una energía extraña le recorrió. No le molestaban el enrarecimiento del aire, el frío ni la destemplanza de la región. Era una mañana excepcionalmente clara y la brillante luz del sol caía en cascadas a través de la elevada cobertura de niebla y daba un brillo de ensueño a los árboles y al terreno pelado. Avanzó incesantemente.

La bruma cayó a mediodía. La visibilidad se redujo hasta que Gundersen sólo vio a ocho o diez metros de distancia. Los árboles gigantescos se convirtieron en serios obstáculos: ahora sus raíces nudosas y sus apoyos retorcidos eran trampas para los pies incautos. Caminaba con cuidado. Entró en una región en la que grandes piedras de punta chata sobresalían en ángulo del suelo: eran losas lustrosas y resbaladizas a causa de la niebla que formaban escalones. Tuvo que avanzar reptando, tanteando a ciegas el camino y sin saber de qué altura sería la caída que probablemente encontraría al extremo de cada pedrejón. Saltar era un acto de fe; una de las caídas resultó ser de unos cuatro metros y cayó violentamente, por lo que durante quince minutos le hormiguearon los tobillos. Sintió que las primeras fatigas del día se extendían por sus muslos y rodillas. Pero el estado de éxtasis controlado, sobrio y jubiloso a la vez, seguía dominándole.

Almorzó tarde junto a una laguna pequeña e impecablemente circular, brillante como un espejo, rodeada por árboles altos y de tronco estrecho y cercada por una cerrada faja de bruma. Gozó de la intimidad, de lo recoleto del lugar: parecía una habitación esférica de paredes de algodón, dentro de la cual estaba totalmente aislado de un universo de perplejidades. Allí podía liberarse de las tensiones de la caminata, después de tantas semanas de viajar con nildores y sulidores y de preocuparse constantemente por si los ofendía de un modo desconocido pero imperdonable. Era reacio a partir.

Mientras recogía sus pertenencias, un ruido desagradable rompió su aislamiento: el zumbido de un motor a poca altura. Protegió sus ojos del resplandor de la bruma, alzó la mirada y un momento después divisó un coleóptero aerotransportado que volaba por debajo de la capa de nubes. El pequeño y chato vehículo trazaba un círculo cerrado, como si buscase algo. ¿A mí?, se preguntó Gundersen. Con celeridad, se ocultó detrás de un árbol aunque sabía que al piloto le resultaría imposible verlo aunque estuviese al raso. Instantes después el coleóptero desapareció en dirección oeste, fundiéndose en un banco de bruma. Pero el encanto de la tarde estaba destruido. Ese horrible zumbido mecánico en el cielo aún retumbaba en la mente de Gundersen y dio al traste con su paz recién hallada.

Después de una hora de marcha y al pasar por un bosque de árboles delgados con corteza roja de aspecto gomoso, Gundersen se topó con tres sulidores, los primeros que veía desde que esa mañana se despidiera de Yi-gartigok y Se-holomir. El encuentro inquietó a Gundersen. ¿Le permitirían entrar libremente en esa zona? Era evidente que los tres formaban una partida de caza que regresaba a una aldea cercana. Dos de ellos portaban, amarrado a un largo palo que apoyaban en los hombros, el cadáver empaquetado de un voluminoso cuadrúpedo apacentador de piel negra aterciopelada y cuernos largos encorvados hacia abajo. Sintió un fugaz e instintivo temor al ver a los tres seres gigantescos que avanzaban hacia él entre los árboles; para sorpresa de Gundersen, el temor desapareció casi tan pronto como surgió. A pesar de su semblante feroz, los sulidores no suponían una amenaza. Es verdad que podían matarlo de un golpe, pero ¿para qué? No tenían motivos para atacarle del mismo modo que él no los tenía para quemarles con su antorcha. Y allí, en su hábitat natural, ni siquiera parecían bestiales o salvajes. Grandes sí, por supuesto. Y poderosos. Potentes con sus colmillos y garras. Pero naturales, adecuados, correctos y no tan aterradores.

—¿Viaja cómodo el caminante? —preguntó el sulidor más adelantado, el único que no soportaba parte de la carga de la matanza. Habló con tono suave y cortés, utilizando el idioma de los nildores.

—El caminante viaja cómodo —respondió Gundersen. Improvisó otro saludo—: ¿Es el bosque benévolo con los cazadores?

—Como ves, a los cazadores les ha ido bien. Si tu sendero toca nuestra aldea, te invitamos a compartir esta noche nuestra caza.

—Voy a la montaña del renacimiento.

—Nuestra aldea se encuentra en esa dirección. ¿Vendrás?

Aceptó la invitación porque caía la noche y un viento áspero se colaba a través de la fronda. La aldea de los sulidores era pequeña y se encontraba al pie de un escarpado acantilado a media hora de caminata hacia el noreste. Gundersen pasó una noche agradable allí. Los aldeanos se mostraron atentos si bien algo distantes, pero en modo alguno hostiles; le proporcionaron el rincón de una choza, alimento y bebida y le dejaron en paz. No tuvo la sensación de ser miembro de una despreciada raza de conquistadores expulsados, una raza ajena e indeseada. Al parecer, sólo le consideraban un caminante necesitado de refugio y no se mostraron interesados por su especie. Ello fue alentador. Obviamente, los sulidores no tenían los mismos motivos de resentimiento que los nildores, ya que la Compañía nunca había convertido realmente en esclavos a esos pobladores del bosque. De todos modos, siempre imaginó una furia hirviente y siseante en el interior de los sulidores y ahora su serena amabilidad fue una agradable superación de aquella imagen que, supuso Gundersen, quizá sólo fuera una proyección de sus propias culpas. Por la mañana le llevaron frutas y pescado y después se despidió.

El segundo día de viaje en solitario no fue tan gratificante como el primero. El clima era hostil, frío, húmedo y frecuentemente cargado de nieve mientras la densa bruma colgaba a poca altura casi en todo momento.

Perdió gran parte de la mañana atrapado en un camino sin salida, con una larga serranía a la derecha, otra a la izquierda e, inesperadamente, un extenso lago que intuyó imposible de atravesar. Cruzar a nado era impensable: tendría que permanecer varias horas en las aguas heladas y no sobreviviría. En consecuencia, tuvo que realizar un fatigante desvío hacia el este a través de la serranía más baja, la cual bordeaba el lago, por lo que, después de varias horas, estaba casi en el mismo punto que el día anterior. La visión de la montaña del renacimiento cubierta de nieve le animó a proseguir el camino y durante dos horas de la tarde tuvo la ilusión de que compensaba la demora de la mañana hasta que descubrió que un río rápido y ancho que corría de oeste a este —evidentemente el río que alimentaba el lago que antes le había cortado el paso— le impedía pasar. Tampoco se atrevió a cruzar a nado pues la corriente le arrastraría hasta las lejanas profundidades antes de que llegara a la otra orilla. Dedicó más de una hora a seguir río arriba hasta llegar a un sitio en el que quizá podría vadearlo. Allí era más ancho que aguas abajo, pero el lecho parecía mucho menos profundo y algún cataclismo geológico había desparramado de orilla a orilla una fila de piedras, formando una especie de gargantilla. Sobresalían algunas piedras y el agua blanca se arremolinaba a su alrededor; aunque sumergidas, las demás piedras se divisaban debajo del agua.

Gundersen inició el cruce. Logró saltar de la punta de un pedrejón a la del siguiente, manteniéndose seco hasta cubrir la tercera parte del camino. Luego se vio obligado a vadear con el agua hasta casi las rodillas, resbalando a cada momento. La bruma le rodeaba. Parecía estar solo en aquel planeta: nada hacia adelante salvo ondas de blancura, nada hacia atrás sino lo mismo. No veía los árboles ni la orilla, ni siquiera los pedrejones. Se concentró firmemente para no perder pie, pero pisó mal, resbaló y cayó de bruces, siendo abofeteado por la corriente y quedando tan mareado que durante unos instantes no logró levantarse. Consagró todas sus energías a aferrarse a la angulosa masa de piedra que tenía debajo. Pocos minutos después encontró fuerzas para levantarse y se tambaleó jadeante hasta un pedrejón cuya cara superior sobresalía medio metro del agua; se arrodilló en la piedra, congelado, empapado, aterido, tratando de secarse. Transcurrieron, tal vez, cinco minutos. Como la bruma estaba tan cerca no logró secarse, pero al menos había recuperado la respiración y siguió cruzando. Estiró la punta de la bota a modo de prueba y encontró otra piedra con la cara superior seca. Avanzó hacia ella. Después había otra. A continuación apareció otro pedrejón. Ahora era fácil: llegaría a la otra orilla sin un nuevo remojón. Aceleró el paso y saltó otros dos pedrejones. En ese momento, a través de una grieta de la bruma, logró divisar la orilla.

Algo parecía estar mal.

La bruma volvió a caer, pero Gundersen vaciló antes de continuar sin la certeza de que todo estaba bien. Se agachó cautelosamente y hundió la mano izquierda en el agua. Sintió que el empuje de la corriente venía de la derecha y golpeaba su palma abierta. Mientras se preguntaba si el frío y la fatiga habían afectado su mente, estudió varias veces la topografía y siempre llegó a la misma conclusión aterradora: si cruzo hacia el norte un río que corre de oeste a este, debería notar que la corriente procede de mi izquierda. Comprendió que de algún modo había dado la vuelta mientras luchaba por sujetarse en el agua y desde entonces se había dirigido con gran diligencia hacia la orilla sur del río.

Perdió la fe en su capacidad de juicio. Sintió la tentación de esperar agazapado en la roca a que la bruma se despejara antes de continuar, pero luego comprendió que quizá tendría que pasar la noche o más tiempo allí. También recordó tardíamente que llevaba equipo adecuado para resolver esos problemas. Revisó la mochila, sacó la brújula y apuntó hacia el horizonte, girando el brazo en un arco que concluía donde la brújula emitía su zumbido indicador del norte. Este acto confirmó sus conclusiones respecto de la corriente e inició nuevamente el cruce del río, llegando poco después a los escalones sumergidos en los que había caído. Esta vez no tuvo dificultades.

Una vez que llegó a la otra orilla, se desnudó y secó sus ropas y su cuerpo con el rayo de menor potencia de la antorcha de fusión. La noche había caído. No habría desestimado otra invitación a una aldea de sulidores, pero ese día no apareció ningún sulidor hospitalario. Pasó incómodo la noche, acurrucado bajo un arbusto.

El día siguiente fue más cálido y menos brumoso. Gundersen avanzó cautelosamente, temeroso de que sus horas de ardua caminata pudieran desperdiciarse si se topaba con un nuevo obstáculo, pero todo salió bien y logró atravesar las corrientes de agua o los arroyos ocasionales que se cruzaron en su camino. Allí el terreno estaba acanalado y plegado como si manos gigantescas, una por el norte y otra por el sur, hubiesen unido el planeta. A medida que Gundersen bajaba una ladera y subía la siguiente, también ganaba altura constantemente ya que todo el continente se elevaba hacia la imponente meseta sobre la cual se erguía la montaña del renacimiento.

A primeras horas de la tarde dejaron de destacarse los pliegues este-oeste; ahora el terreno era tan sesgado que caminaba en paralelo a una serie de suaves surcos norte-sur que desembocaban en un amplio prado circular sin árboles. Los grandes animales del norte —cuyos nombres Gundersen ignoraba— pastaban allí en grandes manadas, frotando la nariz contra el terreno ligeramente cubierto de nieve. Parecían pertenecer sólo a cuatro o cinco especies —algunos de patas gruesas y joroba, cual una vaca chapuda, otros semejantes a gacelas demasiado grandes, y otras variedades—, pero había quizá millares de cada una. Hacía el este, al borde mismo de la pradera, Gundersen vio lo que le pareció una reducida partida de caza de sulidores que cercaban a algunos animales.

Volvió a oír el zumbido del motor. El coleóptero que había visto el otro día apareció en ese momento, sobrevolando a poca altura. Gundersen se echó al suelo instintivamente con la esperanza de pasar desapercibido. Los animales se arremolinaron inquietos a su alrededor, perplejos por el ruido, pero no se desbocaron. El coleóptero aterrizó aproximadamente a mil metros al norte. Llegó a la conclusión de que Seena debió salir a buscarlo, con la esperanza de interceptarlo antes de que pudiera entregarse a los sulidores de la montaña del renacimiento. Pero se equivocaba. La escotilla del coleóptero se abrió y salieron Van Beneker y sus turistas.

Gundersen se arrastró hasta quedar oculto por un alto matorral de una planta parecida a los cardos, encima de un montecillo. No soportaba la idea de volver a reunirse con aquel grupo, al menos en esa etapa de su peregrinación, en la que ya se había purgado de tantos vestigios del Gundersen que había sido.

Los observó.

Caminaban hacia los animales, los fotografiaban e incluso se atrevían a tocar a algunas de las bestias más pesadas. Gundersen oyó sus voces y sus risas, que quebraban el congelado silencio; palabras aisladas llegaron hasta él, tan carentes de sentido como el galimatías de Kurtz. También oyó la voz de Van Beneker en medio de la cháchara, la voz que describía, explicaba y exponía. Para Gundersen, los nueve seres humanos que tenía ante él, en el prado, eran tan extraños como los sulidores. Quizá más. Tuvo conciencia de que los últimos días de bruma y frío, la odisea solitaria por un mundo de blancura y silencio, habían producido un cambio en él que apenas comprendía. Se sentía ligero de alma, libre del exceso de equipaje del espíritu, un hombre más sencillo en todos los sentidos pero, a la vez, más complejo.

Aguardó más de una hora oculto mientras el grupo de turistas recorría el prado. Todos regresaron al coleóptero. ¿Adónde irían ahora? ¿Los llevaría Van Beneker al norte para atisbar la montaña del renacimiento? No. No. Era imposible. Como terráqueo que era, Van Beneker temía al renacimiento y no se atrevería a invadir una zona tan misteriosa.

De todos modos, cuando despegó, el coleóptero tomó rumbo norte.

Acongojado, Gundersen le gritó que regresara. Como si lo hubiera oído, el pequeño y brillante vehículo viró a medida que ganaba altura. Van Beneker debió tratar de coger, simplemente, viento de cola. El coleóptero se dirigió hacia el sur. El paseo había concluido. Gundersen lo vio pasar en lo alto y perderse en un elevado banco de niebla. Atragantado de alivio, corrió y ahuyentó a los sorprendidos animales con gritos desenfrenados.

Ahora todos los obstáculos parecían quedar atrás. Gundersen cruzó el valle, atravesó sin esfuerzo una loma nevada, vadeó un riachuelo poco profundo y se abrió paso por un tupido bosque cuyos árboles eran bajos y gruesos rematados en forma cónica. Siguió un ritmo sereno de viaje y ya no hacía caso del frío, la bruma, la humedad, la altura o el cansancio. Estaba en armonía con su empresa. Cuando durmió, lo hizo a pierna suelta; cuando buscó alimento para complementar sus concentrados, encontró aquello que era bueno; cuando se propuso cubrir distancias, las cubrió. La paz del bosque brumoso le llevó a hacer prodigios. Se puso a prueba a sí mismo, buscó los límites de su resistencia, los encontró y los superó en cada oportunidad.

Durante esa etapa del viaje estuvo totalmente solo. A veces veía huellas de sulidores en la delgada costra de nieve que cubría gran parte del terreno, pero no se encontró con ninguno. El coleóptero no regresó. Hasta sus sueños estaban vados: el fantasma de Kurtz que le había acosado ahora no aparecía y sólo tenía confusas ensoñaciones que olvidaba en el momento de despertar.

Ignoraba cuántos días habían pasado desde la muerte de Cedric Cullen. El tiempo había fluido y se había fundido en sí mismo. No sentía fatiga ni estaba impaciente: no deseaba que todo hubiese concluido. Apenas se sorprendió cuando al trepar por un saliente inclinado y uniforme, de unos treinta metros de ancho —rodeado por un muro de carámbanos y salpicado de espesas matas de hierba y árboles delgados—, levantó la mirada y comprendió que había iniciado la escalada de la montaña del renacimiento.

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