15

A la distancia, la montaña parecía elevarse dramáticamente desde la llanura brumosa en una sola tirada. Ahora que se encontraba realmente en sus laderas inferiores, Gundersen comprobó, de cerca, que la montaña se fragmentaba en una serie de plataformas superpuestas de piedra de color rosa. La totalidad de la montaña era la suma de esas plataformas, pero desde allí no tenía la sensación de una mole unificada. Ni siquiera podía divisar los elevados picos, las torrecillas y las cúpulas que, sabía, debían alzarse a miles de metros por encima de él. Una capa de bruma persistente ocultaba la montaña desde un poco más abajo de la mitad, quedando visible sólo su ancha base. Lo demás, lo que le había guiado durante cientos de kilómetros, podría no haber existido nunca.

La escalada fue sencilla. A derecha e izquierda, Gundersen vio paredes escarpadas, cimas impracticables, frágiles puentes de piedra que enlazaban un saliente con otro; también existía un sendero en zigzag, indudablemente de origen natural, que proporcionaba al escalador paciente acceso a alturas superiores. Los excrementos de incontables nildores cubrían esa larga plataforma de piedra y le demostraba que debía estar en el camino correcto. No podía imaginar que los enormes seres subieran a la montaña por otra ruta. Hasta un sulidor se sentiría abrumado por esos precipicios y hondonadas.

Los munzores parloteantes saltaban de saliente en saliente o atravesaban arrastrando los pies aterradores abismos recorridos por hilos de enredaderas. Bestias parecidas a chivos, blancas y con marcas negras en forma de estrella, corveteaban en los fosos arenosos de laderas inalcanzables y lanzaban resonantes saludos que retumbaban en el silencio. Gundersen ascendió constantemente. El aire era fresco pero vigorizante; a ese nivel sólo había manojos de bruma, lo que le daba una clara panorámica hacia adelante y hacia atrás. Miró hacia atrás y vio que súbitamente las tierras bajas envueltas en niebla quedaban muy abajo. Creyó ser capaz de ver hasta el prado donde había aterrizado el coleóptero.

Se preguntó cuándo le interceptaría algún sulidor.

Al fin y al cabo, aquél era el lugar más sagrado del planeta. ¿No había guardianes? ¿No había nadie que le detuviera, que le interrogara, que le obligase a regresar?

Después de dos horas de ascensión llegó a un sitio donde la pendiente disminuía y la plataforma se convertía en un prolongado paseo horizontal que se curvaba a la derecha y desaparecía más allá de la mole de la montaña. A medida que Gundersen avanzaba, en esa curva aparecieron tres sulidores. Apenas le miraron y siguieron su camino, sin hacer caso de él, como si fuera corriente que un terráqueo subiera a la montaña del renacimiento.

O, pensó Gundersen asombrado, como si le esperaran.

Poco después lía plataforma volvía a ascender. Un saliente de piedra formaba un techo a un lado del camino, pero no constituía un refugio pues los pequeños y cacareantes munzores de cara marchita anidaban en lo alto y arrojaban guijarros y desperdicios. ¿Monos? ¿Roedores? Fueran lo que fuesen, introducían una nota sacrílega en la solemnidad de la gran cumbre, burlándose de los que emprendían el ascenso. Colgaban de sus colas prensiles, sacudían sus orejas largas y copetudas, escupían y reían. ¿Qué decían? «¡Vete, terráqueo, este santuario no te pertenece!» ¿Eso decían? O, tal vez: «¡Abandonad la esperanza, vosotros los que entráis aquí!».

Pasó la noche bajo el saliente. En varias ocasiones los munzores rozaron su cara. Le despertó lo que parecía el llanto de una mujer. Los sollozos, graves e intensos, provenían del abismo inferior. Se asomó al saliente y presenció una estrepitosa tormenta de nieve. Bajo la tormenta volaban delgados animales de las cumbres superiores parecidos a murciélagos, que subían y bajaban con sus cuerpos tubulares negros y sus grandes alas amarillas y correosas; descendían hasta que Gundersen los perdía de vista y volvían a subir hacia sus crías, acarreando trozos de carne cruda en sus picos rojos y puntiagudos. No volvió a oír los sollozos. Volvió a dormirse y descansó como drogado hasta que un brillante amanecer chocó como el rayo contra la ladera de la montaña.

Se bañó en una corriente de agua rodeada de hielo que bajaba por un barranco uniforme y se cruzaba en el camino. Luego siguió ascendiendo y durante la tercera hora de caminata matinal encontró a un grupo de nildores que se dirigían al rehacimiento. No eran verdes sino de color gris rosado, lo que les caracterizaba como miembros de la rara afín: los nildores del hemisferio oriental. Gundersen jamás había sabido si esos nildores contaban con instalaciones para el renacimiento en su propio continente o sí se sometían al proceso aquí. Ahora esa incertidumbre estaba resuelta. Eran cinco nildores que avanzaban lentamente y con gran esfuerzo. Sus pellejos estaban resquebrajados y acanalados y sus trompas —más gruesas y largas que las de los nildores occidentales— colgaban débilmente. El simple hecho de mirarlos le fatigó. De todos modos, ellos tenían buenos motivos para estar cansados; como los nildores carecían de medios para atravesar el océano debieron de tomar el camino terrestre, el terrible viaje hacia el noreste a través del lecho seco del Mar de Polvo. En el desempeño de su trabajo, Gundersen ocasionalmente había visto a los nildores orientales arrastrándose por ese yermo cristalino y al fin comprendió cuál era su destino.

—¡Gozad de la alegría de vuestro renacimiento! —Les saludó al pasar, empleando la concisa inflexión oriental.

—¡La paz te acompañe en tu viaje! —respondió serenamente uno de los nildores.

Ellos tampoco veían nada raro en el hecho de que estuviese allí. Pero él sí. No podía dejar de pensar en sí mismo como en un intruso, un entrometido. Se escondía y acechaba instintivamente, manteniéndose en la parte interior del sendero, como si así fuese menos visible. Suponía que en cualquier momento algún guardián de la montaña le rechazaría, se asomaría súbitamente para impedirle el ascenso.

Por encima de su cabeza, dos o tres curvas más arriba, vio algunos movimientos.

Dos nildores y alrededor de una docena de sulidores se encontraban allí, de pie junto a la entrada de una oscura grieta de la ladera. Sólo podía verlos si se asomaba peligrosamente desde el borde del sendero. Un tercer nildor salió de la caverna y entraron varios salidores. ¿Se trataba de una estación intermedia en el camino hacia el renacimiento? Estiró el cuello para ver mejor pero al seguir adelante llegó a un punto del camino desde el cual ese nivel superior no era visible.

Tardó más de lo que calculaba en llegar a ese lugar. El sendero en zigzag se extendía hacia un costado para rodear una delgada y puntiaguda torre de piedra quebradiza. Gundersen trazó un giro hasta la cara nororiental. Cuando logró volver a ver el nivel de la grieta, caía un hosco crepúsculo y el lugar que buscaba seguía por encima de su cabeza.

Se hizo noche cerrada antes de que llegara a ese nivel. Un pesado manto de niebla lo ocultaba todo. Quizás estaba a mitad de camino de la cumbre. En ese lugar el sendero se ensanchaba en la ladera de la montaña formando una amplia plaza cubierta de fragmentos quebradizos de piedra clara, y sobre el muro abovedado de aquélla Gundersen vio una abertura negra, una enorme V invertida, cuya entrada debía conducir a una imponente caverna. Tres nildores dormían a la izquierda de la entrada y, a la derecha, cinco sulidores parecían conferenciar.

Retrocedió, se apostó tras un pedrejón y se puso a espiar cautelosamente la boca de la caverna. Los sulidores entraron y durante más de una hora no ocurrió nada. Después los vio salir, despertar a uno de los nildores y conducirlo hacía el interior. Transcurrió otra hora hasta que salieron a buscar al segundo. Después de un rato, se asomaron en busca del tercero. Era totalmente de noche. La bruma, compañera constante, se acercaba y se adhería a todo. Los animales de pico grande parecidos a murciélagos y semejantes a marionetas de cuerda, descendían de las zonas más altas de la montaña, chillaban y desaparecían abajo en medio de la niebla arremolinada, para regresar instantes después en un ascenso igualmente veloz. Gundersen estaba solo. Era el momento de atisbar hacia el interior de la caverna pero no se animó a llevar a cabo esa inspección. Titubeó aterido, incapaz de avanzar. Respiraba dificultosamente a causa de la bruma. No veía nada en ninguna dirección; hasta los bichos semejantes a murciélagos eran invisibles, meras reverberaciones sonoras a medida que ascendían y caían. Intentó recuperar parte del valor que había sentido al día siguiente de la muerte de Cullen, cuando emprendió la marcha sin compañía por aquellas regiones invernales. Mediante un esfuerzo consciente al fin recuperó parte de esa energía.

Caminó hasta la boca de la caverna.

En el interior, sólo vio oscuridad. En la entrada no se distinguían sulidores ni nildores. Dio un cauteloso paso hacia el interior. La caverna estaba fresca, pero era un frescor seco, mucho más agradable que el frío empapado por la bruma del exterior. Cogió su antorcha de fusión, emitió una rápida llamarada de luz y descubrió que se encontraba en el centro de una enorme cámara cuyo elevado techo se confundía en las sombras. Las paredes de la cámara eran una fantasía barroca de repliegues, ondas, contrafuertes, aristas y torres de piedra pulida y translúcida, que resplandecieron como cristal retorcido durante el fugaz momento en que la luz las acarició. Delante, flanqueado por dos alas ondulantes de piedra que se separaban como cortinas congeladas, se abría un pasadizo lo bastante amplio para Gundersen pero probablemente difícil para los corpulentos nildores que lo habían atravesado antes.

Se dirigió hacia el pasadizo.

Otros dos fugaces fogonazos de la antorcha y logró llegar al pasadizo, por el que avanzó tanteando la pared, la cual torcía bruscamente a la izquierda y, aproximadamente veinte pasos más adelante, trazaba un ángulo igualmente brusco en dirección contraria. A medida que se acercaba al segundo recodo, Gundersen percibió una débil luz. Un fungoide de color verde claro pegado al techo producía una iluminación mínima. Gundersen se sintió aliviado y súbitamente vulnerable porque, aunque ahora podía ver, también podían verle.

La anchura del pasadizo era el doble que la de un nildor y tres veces su estatura, pues se alzaba hasta la bóveda espigada en la que moraban los fungoides. Se prolongaba a lo largo de lo que parecía una distancia infinita en las entrañas de la montaña. Gundersen notó que a ambos lados se bifurcaban cámaras y pasillos secundarios.

Avanzó y miró dentro de la cámara más cercana.

Contenía algo grande, extraño y aparentemente vivo. En el suelo de una pétrea celda vacía yacía una masa de carne rosada, informe e inmóvil. Gundersen distinguió miembros cortos y huesos y una cola firmemente enroscada en el ancho lomo; no logró ver la cabeza ni ningún rasgo característico que le permitiese asociarla con una especie conocida por él. Podía ser un nildor, aunque no parecía lo bastante grande. Mientras Gundersen miraba, la masa se hinchó con la absorción de aire y después se encogió lentamente. Transcurrieron muchos minutos hasta que volvió a respirar. Gundersen siguió su camino.

En la celda siguiente halló otra mole similar de carne inidentificable y dormida. En la tercera celda yacía otro. La cuarta, situada del otro lado del pasadizo, albergaba a un nildor de la especie occidental que también dormía profundamente. La celda contigua estaba ocupada por un sulidor que yacía boca arriba en una extraña posición y sus miembros se elevaban rígidamente. La siguiente albergaba a un sulidor en la misma posición pero, por lo demás, sorprendentemente distinto, pues se había desprendido de su espesa capa de piel, mostrando unos músculos pavorosos a través de su lustrosa carne gris. Gundersen continuó la marcha y llegó a una cámara que contenía algo aún más estrafalario: una figura que poseía las púas, los colmillos y la trompa de un nildor pero los brazos y las piernas poderosos y el esqueleto de un sulidor. ¿Qué montaje de pesadilla era aquél? Gundersen permaneció despavorido largo rato ante la figura, intentando comprender cómo se habían podido unir la cabeza de un nildor con el cuerpo de un sulidor. Comprendió que semejante unión no pudo tener lugar; simplemente, el durmiente tenía algo de las características de las dos razas en un solo cuerpo. ¿Un híbrido? ¿Una fusión genética?

Lo ignoraba. Pero ahora supo que aquella no era una mera estación intermedia en el camino hacia el renacimiento. Era el lugar del renacimiento.

Más adelante, de uno de los pasillos secundarios salieron algunas figuras que atravesaron la cámara principal: dos sulidores y un nildor. Gundersen se apretó contra la pared y permaneció inmóvil hasta que desaparecieron en alguna habitación lejana. Después siguió internándose por el pasadizo.

Sólo vio milagros. Se encontraba en un jardín de maravillas en el que no existían barreras naturales.

Aquí había una masa redonda y esponjosa de carne rosa y suave de la que sólo sobresalía una característica reconocible: la inmensa cola de un sulidor.

Allí había un sulidor, despojado de su piel, cuyos brazos estaban escorzados y parecían columnas, como los miembros de un nildor, y cuyo cuerpo se había vuelto redondo, pesado y grueso.

Aquí había un sulidor con toda la piel y la trompa y las orejas de un nildor.

Allí había carne pura que no era nildor ni sulidor sino viva y pasiva, una mera cosa que aguardaba la mano modeladora de un escultor.

Aquí había otra cosa que semejaba un sulidor cuyos huesos se hubiesen derretido.

Allí había otra cosa distinta que se parecía a un nildor que jamás hubiese tenido huesos.

Aquí había trompas, púas, colmillos, caninos, garras, colas, patas. Allí había piel y aquí pellejo tierno. Allí había carne que fluía a voluntad y buscaba nuevas formas. Aquí había cámaras oscuras, iluminadas únicamente por el parpadeante resplandor de los fungoides, en las que no existía una clara división de las especies.

Aquí las leyes biológicas parecían en suspenso. Gundersen comprendió que lo que veía no era una insignificante manipulación genética. En la Tierra, cualquier técnico experto en hélices podía rediseñar el plasma genético de un organismo con algunos pinchazos de una aguja y pequeñas dosis de drogas; podía lograr que un camello se transformara en hipopótamo, un gato en ardilla o, también, una mujer en sulidor. Uno se limitaba a realzar las características deseadas dentro de los espermatozoides y los óvulos y suprimía las demás hasta que lograba un facsímil aparente del ser a reproducir. Los elementos genéticos básicos eran los mismos para todas las formas de vida; al reacomodarlos, uno podía crear cualquier tipo de progenie extraña y monstruosa. Pero no era eso lo que se hacía allí.

Gundersen sabía que en la Tierra también era posible persuadir a cualquier célula viviente para que desempeñase el papel de un óvulo fertilizado, se dividiera, se desarrollara y produjese un organismo completo. El veneno de Belzagor era uno de los catalizadores de dicho proceso y había otros. En consecuencia, uno podía inducir al muñón del brazo de un hombre a que volviese a desarrollar dicho brazo; uno podía raspar un fragmento de piel de una rana y generar con él un ejército de ranas; incluso era posible reconstruir un ser humano completo a partir de los restos de su cuerpo devastado. Pero no era eso lo que se hacía allí.

Gundersen comprendió que lo que allí se hacía era una transmutación de las especies, un cambio que no obraba sobre los óvulos sino sobre los organismos adultos. Ahora comprendió el comentario de Na-sinisul cuando le preguntó si los sulidores también se sometían al renacimiento: «Si el día no existiera, ¿podría existir la noche?» Sí. Nildor en sulidor. Sulidor en nildor. Gundersen tembló asombrado. Se tambaleó y se apoyó en la pared. Se había introducido en un universo sin coordenadas definidas. ¿Qué era lo real? ¿Qué era perdurable?

Ahora Gundersen comprendió lo que le había sucedido a Kurtz en esa montaña.

Entró en una celda en la que yacía una criatura en la mitad de su metamorfosis. Más pequeña que un nildor pero más grande que un sulidor; caninos pero no colmillos; trompa en lugar de hocico; piel pero no pellejo; patas planas en lugar de garras; configurado para caminar erguido.

—¿Quién eres? —susurró Gundersen—. ¿Qué eres? ¿Qué fuiste? ¿Hacía dónde te diriges?

Renacimiento. Ciclo tras ciclo tras ciclo. Nildores destinados a una peregrinación hacia el norte, entrando en esas cavernas, convirtiéndose en… ¿sulidores? ¿Era posible?

Si esto es verdad, pensó Gundersen, realmente nunca hemos sabido nada sobre este planeta. Y esto es verdad.

Corrió desenfrenadamente de celda en celda, sin preocuparse de que pudieran descubrirle. En todas confirmó su suposición. Vio nildores y sulidores en todas las etapas de la metamorfosis, algunos casi totalmente nildores y otros inequívocamente sulidores, pero la mayoría de ellos ocupaban posiciones intermedias en ese viaje de un polo a otro; más de la mitad estaban tan inmersos en la transformación que le resultó imposible descifrar adonde se dirigían. Todos dormían. Ante sus ojos, la carne fluía pero nada se movía. En esas cámaras frescas y umbrías, el cambio se producía como en un sueño.

Gundersen llegó al final del pasadizo. Apretó las palmas de las manos contra la piedra fría e inflexible. Jadeante y empapado en sudor, giró hacia la última cámara y entró.

En el interior se encontraba un sulidor que aún no dormía, de pie junto a tres de las lentas serpientes de los trópicos, que se movían a su alrededor trazando suaves espirales. El sulidor era enorme y estaba encanecido por la edad: un ser de presencia y dignidad excepcionales.

—¿Na-sinisul? —preguntó Gundersen.

—Sabíamos que con el correr del tiempo vendrías aquí, Edmund Gundersen.

—Jamás imaginé… no comprendí… —Gundersen se detuvo e intentó recuperar el dominio de sí mismo. Agregó con más serenidad—: Discúlpame si me he entrometido. ¿He interrumpido el comienzo de tu renacimiento?

—Aún me quedan varios días —respondió el sulidor—. Ahora me limito a preparar la cámara.

—Y resurgirás como un nildor.

—Sí —afirmó Na-sinisul.

—¿Entonces la vida recorre un ciclo aquí? Sulidor en nildor en sulidor en nildor en…

—Sí, una y otra vez, renacimiento tras renacimiento.

—¿Todos los nildores pasan parte de sus vidas como sulidores? ¿Todos los sulidores pasan parte de sus vidas como nildores?

—Sí, todos.

¿Cómo había comenzado?, se preguntó Gundersen. ¿Cómo se habían intrincado los destinos de esas dos razas tan distintas? ¿De qué modo toda una especie había consentido en someterse a semejante metamorfosis? Era incapaz de comprenderlo. Pero ahora comprendió por qué nunca había visto a un nildor o un sulidor jóvenes. Preguntó:

—¿En este mundo, se producen alguna vez nacimientos por parte de cualquiera de las dos razas?

—Sólo cuando se necesita reemplazar a alguno que no puede renacer. No ocurre a menudo. Nuestra población es estable.

—Estable pero constantemente cambiante.

—Por medio de un modelo de cambio previsible —dijo Na-sinisul—. Cuando surja, seré Fi'gontor del noveno nacimiento. Mi pueblo ha esperado treinta giros para que me reúna con él, pero las circunstancias me han obligado a permanecer todo ese tiempo en el bosque de las brumas.

—¿Nueve renacimientos es algo excepcional?

—Entre nosotros se cuentan algunos que han estado aquí quince veces. Hay otros que no aguardan cien giros para ser llamados una vez. La llamada llega cuando llega y para aquellos que la merecen la vida no tendrá fin.

—No… tendrá… fin…

—¿Por qué habría de tenerlo? —preguntó Na-sinisul—. En esta montaña somos purgados de los venenos de la edad y en otra parte nos purgamos de los venenos del pecado.

—Es decir, en la meseta central.

—Veo que has hablado con el hombre Cullen.

—Sí —afirmó Gundersen—. Poco antes de su muerte.

—Yo también sabía que su vida estaba acabada —comentó Na-sinisul—. Aquí nos enteramos rápidamente de todo. —¿Dónde están Srin'gahar, Luu'khamin y los demás con los que he viajado? —se interesó Gundersen.

—Están aquí, en celdas cercanas.

—¿Ya han iniciado el renacimiento?

—Hace algunos días. Pronto serán sulidores y vivirán en el norte hasta que se les llame para volver a adoptar la forma de nildor. Renovamos nuestras almas emprendiendo nuevas vidas.

—¿Durante la etapa de sulidor guardáis recuerdo de vuestra vida pasada como nildor?

—Por supuesto. ¿Cómo puede ser valiosa la experiencia si no se conserva? Acumulamos sabiduría. Nuestra comprensión de la verdad se acrecienta viendo el universo ora a través de los ojos de un nildor, ora a través de los de un sulidor. Las dos formas no sólo son distintas corporalmente. Someterse al renacimiento no consiste en entrar meramente en una nueva vida sino en un nuevo mundo.

Dubitativo, Gundersen preguntó:

—Y cuando alguien que no es de este planeta se somete al renacimiento, ¿qué ocurre? ¿Qué tipos de cambios tienen lugar?

—¿Has visto a Kurtz?

—He visto a Kurtz —replicó Gundersen—. Pero no sé en qué se ha convertido Kurtz.

—Kurtz se ha convertido en Kurtz —afirmó el sulidor—. Para vosotros, no puede haber verdadera transformación pues no contáis con una especie complementaria. Es verdad que cambiáis, pero sólo os convertís en aquello para lo que tenéis un potencial. Liberáis las fuerzas que ya existen en vuestro interior. Mientras dormía, el mismo Kurtz eligió su nueva forma. Nadie la concibió por él. Edmund Gundersen, no es sencillo explicarlo con palabras.

—Si me sometiera al renacimiento, ¿me convertiría necesariamente en algo semejante a Kurtz?

—No, a menos que tu alma sea como la de Kurtz, pero eso no es posible.

—¿En qué me convertiría?

—Nadie puede saber estas cuestiones antes de que se produzcan. Si deseas descubrir qué hará en ti el renacimiento debes aceptarlo.

—Si solicitara el renacimiento, ¿se me permitiría someterme a él?

—Cuando nos vimos por primera vez te dije que nadie en este mundo te impedirá hacer algo —le recordó Na-sinisul—. Nadie te detuvo a medida que ascendías la montaña del renacimiento. Nadie te detuvo cuando exploraste estas cámaras. El renacimiento no te será negado si sientes que necesitas experimentarlo.

Afable, serena e inmediatamente Gundersen dijo:

—Entonces solicito el renacimiento.

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