En cuanto aterrizaron, Rose se transformó. Se volvió hacia Marcus con determinación y dijo: -Muchas gracias. Ahora ya puedes dejar de fingir.
– ¿Dejar de fingir?
– Quiero decir… -se ruborizó un poco, pero su decisión aumentó aún más-. Con todo esto de la boda. Hacerme viajar en primera clase, comprarme ropa, tratarme como tu mujer… Ya no necesitas hacerlo, aquí a nadie le importa.
– ¿Cómo dices?
– Lo siento, creo que me he expresado mal. Es que… aquí casi nadie habrá oído hablar de ti, y no les importará si estamos casados o no.
– ¿Me estás diciendo que me vaya? -preguntó Marcus.
– ¿Crees que Charles va a comprobar si estamos juntos?
– Seguro que lo hará.
– Pero, ¿cómo puede hacerlo? -dijo Rose con incredulidad.
– Los detectives privados son relativamente baratos cuando hay una gran cantidad de dinero en juego.
Rose pensó en ello y asintió con la cabeza.
– Muy bien, puede que tengas razón. Pero te quedarás en la casa de Hattie. Mi tía vivía separada de nosotros, aunque la casa también está en la granja.
– ¿No quieres que me quede contigo?
– No tengo habitación de invitados.
– Pero tienes cuatro hermanos. Si tres de ellos no están ahora en casa, ¿cómo no puedes tener una habitación libre?
Rose abrió la boca para contestar, pero volvió a cerrarla. Después sonrió.
– Puedes quedarte en la casa de Hattie -repitió-. ¿Quién va a encontramos aquí?
Los encontró todo el mundo. En cuanto atravesaron la puerta de las aduanas, Rose desapareció entre un montón de cabezas pelirrojas. Sus hermanos, que estaban ansiosos por verla, la envolvieron en un fuerte abrazo, rodeándola, hasta que Marcus la perdió de vista.
Cuando por fin la liberaron, Rose los miró a todos con afecto. Tres de ellos ya medían más de un metro ochenta, y el cuarto era un muchachito lleno de pecas que prometía ser tan alto como sus hermanos.
– Os he echado mucho de menos a todos -les dijo-. Venid a conocer a Marcus.
El mayor, que acababa de salir de la adolescencia, se tensó al oír esas palabras. Tenía la misma mirada que había tenido Rose cuando vio a Marcus por primera vez: de desafío y vulnerabilidad. El chico dio un paso adelante y estrechó la mano de Marcus con fuerza.
– Soy Daniel. Rose llamó y nos contó lo que has hecho por nosotros. Te estamos muy agradecidos.
Y Marcus, un hombre de mundo, sofisticado, enrojeció ante la muestra de gratitud. La de todos, que lo miraban como si fuera su hada madrina.
– Solamente me he casado con vuestra hermana. No ha sido un sacrificio tan grande.
– Bueno, Rose es una mandona -dijo Daniel-. Y también es muy desordenada y no sabe cocinar.
– ¡Oye!-protestó ella.
– Pero es muy buena con la obstetricia animal -intervino Christopher-. Aunque Daniel estudia veterinaria, no querría contar con nadie más que con ella en un parto complicado.
– Éstos son mis hermanos -dijo Rose débilmente-. Daniel, Christopher, William y Harry. Ya te han hecho una lista de todos mis defectos y virtudes -se agachó un poco y volvió a abrazar a su hermano más pequeño-. ¿Me has echado de menos?
– Sí -Harry parecía algo avergonzado, pero se dejó abrazar e incluso devolvió el abrazo antes de que se lo impidiera su vena masculina-. ¿Podemos irnos ya a casa?
– Lo dices como si no te hubiéramos cuidado bien en la universidad-se quejó Daniel.
– ¿No te descubrieron? -preguntó Rose.
– Todo el mundo sabía que estaba allí -dijo Daniel-. Incluso los profesores, pero nadie dijo nada.
– Chicos, supongo que no tendréis tiempo de volver a la granja, ¿no? -pregustó-Rose, y tres de ellos negaron con la cabeza.
– Estamos a finales del trimestre y hay exámenes -le explicó Daniel-. Pero dentro de tres semanas volveremos para la cosecha. A menos que nos necesites antes -le dirigió a Marcus una rápida mirada y el mensaje que quería expresar quedó claro: «A menos que necesites ayuda con este desconocido que has traído a casa»-. Pero mientras… -miró su reloj-. Tengo clase esta tarde, y también los otros. ¿Podemos dejar al enano contigo?
Rose rodeó los hombros de Harry con un brazo y los otros lo miraron con expresiones que decían que ninguno de ellos pensaba que era un enano. Marcus pensó que aquella familia exudaba cariño, y que era una sensación… cálida. Pero ya se había comprometido demasiado con Rose y no pensaba comprometerse con su familia.
– He dejado la camioneta en el aparcamiento -estaba diciendo Daniel-. Pero no cabréis todos.
– Supongo que Marcus alquilará un coche. No creo que quiera quedarse todo el día metido en la granja, esperando mis órdenes.
– ¿No era para eso este matrimonio? -preguntó William.
– William… -el tono de Rose era de advertencia, pero William estaba sonriendo.
Todos se echaron a reír y Marcus no pudo evitar pensar que eran buenos chicos. Formaban una familia muy agradable. Por supuesto. ¿Como podría ser de otra forma si Rose era…?
No. Tenía que centrarse en las cosas prácticas. Un coche. Miró sus documentos de viaje y sí, allí había lo necesario para alquilar un coche, pero.
– Tal vez este coche tampoco sea lo suficientemente grande. Es un coche deportivo. Ruby sabe lo que me gusta…
– ¿Qué tipo de coche deportivo? -preguntó Harry, liberándose de la mano de su hermana un instante.
– Un Morgan 4/4.
– ¿Un Morgan? -a Harry casi se le salieron los ojos de las órbitas-. Rose, ¿te has casado con un tipo que alquila deportivos Morgan?
– No está mal, ¿eh? -Rose miró a Marcus con ojos brillantes-. Bueno, chicos, ¿y si comemos juntos para ponernos al día? Después nos iremos. Yo llevaré la camioneta y Marcus y Harry pueden seguirme en el… ¿cómo se llama? Él Morgan. Venga, vamos.
Una hora después Marcus conducía por la carretera de la costa del sur de Gales con un muchachito que no paraba de hacer preguntas y que estaba encantado con aquel personaje que su hermana había llevado a casa.
Cuanto más se dirigían al sur, más desconcertado se sentía Marcus. Harry parecía haber aceptado la explicación de su matrimonio como un golpe de buena suerte, tal vez por el hecho de ir sentado en un Morgan, y parecía totalmente feliz. Guando al fin se detuvieron, Marcus no tenía ni idea de dónde se estaba metiendo.
Rose había llegado antes que ellos y estaba en el porche de una casa destartalada, rodeada de una jauría de perros. Éstos se lanzaron hacia el coche de Marcus sin dejar de ladrar y Rose los siguió.
Seguía llevando la misma ropa que en el avión, la falda y la blusa que habían comprado en Nueva York, pero parecía diferente. Estaba sonriendo y había algo en aquella sonrisa…
Era felicidad, pensó Marcus. Estaba feliz porque había vuelto a aquel lugar abandonado de la mano de Dios.
Pero pensar aquello no era justo, decidió Marcus. El lugar era precioso. Charles había luchado para conseguirlo, y con razón. El terreno de la granja se extendía junto a la costa, salpicado de magníficos eucaliptos, y al fondo podían admirarse las montañas. Con el sol del atardecer parecía un lugar mágico.
Pero la casa no. Tanto el porche como la vivienda parecían a punto de derrumbarse.
– Bienvenido a la granja Rosella -le dijo Rose, haciéndose oír por encima de los ladridos-. Tranquilos, chicos -pero los animales se alteraron aún más al ver que Harry estaba en el coche. El muchacho, contento, saltó a tierra y terminó rodando por el suelo con los perros.
Marcus seguía mirando la casa.
– ¿De verdad vives ahí?
– Sí. Pero no te preocupes. La casa de la tía Hattie es mejor. Está a unos cien metros más allá, detrás del establo. Ahora te llevaré allí.
– Bien -Marcus bajó del coche y echó una mirada alrededor. Necesitaba familiarizarse con el lugar. Estaba en territorio desconocido y el conocimiento era lo que daba el poder-. Necesito una visita guiada.
– Harry puede enseñarte la granja cuando vuelva mañana de la escuela.
La alegre cara de Harry apareció entre los cuerpos de tos perros.
– Claro que sí, pero nos llevará muchísimo tiempo -afirmó el chico-. Será mejor que no vaya al colegio y que se lo enseñe todo.
– Ni lo sueñes -contestó Rose-. Ya has perdido bastantes días de colegio. Pero puedes enseñarle a Marcus la casa de Hattie ahora.
Marcus frunció el ceño. Harry podía llevarlo a la casa de la tía y así él dejaría en paz a Rose.
– Antes meteré tu maleta en la casa -le dijo a ella.
Rose negó con la cabeza y fue a agarrar la maleta que Marcus había sacado del coche.
– Yo lo haré.
– Pero tu tobillo…
– Estoy bien. Déjala aquí.
– ¿No quieres que vea tu casa? -preguntó Marcus.
– No hay nada que ver.
– ¿No quieres que lleve la maleta a tu habitación? -insistió él.
– Rose duerme en el porche -intervino Harry. Apartó a los perros, se levantó y comenzó a hacer de anfitrión-. Solamente hay una habitación y Rose me hace dormir en ella.
– ¿Rose duerme en el porche?
– Es… fresco -dijo ella.
– Seguro que sí. En invierno tiene que ser muy fresco. ¿Duermes ahí todo el año?
– Todos teníamos que dormir en el porche hasta que papá murió -le informó Harry-. Los chicos y yo teníamos una cama muy grande, y Rose dormía en otra más pequeña, en el otro lado.
– Es increíble -dijo Marcus.
– No es asunto tuyo -le espetó Rose-. Y si estás pensando que a Harry no lo cuidamos bien, te equivocas. Cuando era un bebé dormía conmigo.
Ahora… En casa de Hattie siempre hay comida y leche. Iré mañana a comprar si necesitas algo más. Mientras…
– ¿Qué vamos a cenar? -preguntó Marcus.
Vamos. Aquel «nosotros» implicaba la idea de compartir. Marcas no sabía si era may sensato, pero no estaba dispuesto a irse a otra casa extraña y asaltar él solo la nevera.
– Salchichas -dijo Harry-. Rose siempre hace salchichas. También las quema.
– ¿Habrá salchichas en mi… en la nevera de Hattie?
– Seguro que sí. Rose compra millones de salchichas.
– De acuerdo. Yo cocinaré. Cenamos en mi casa, digamos… ¿dentro de una hora?
– Pero ni siquiera sabes la comida que hay en la casa -objetó Rose.
– ¿Las tiendas están muy lejos?
– Quince minutos en coche.
– Entonces no hay que preocuparse.
– ¡No puedes cocinar! -exclamó Rose.
– ¿Quién ha dicho que no puedo?
– ¿De verdad vas a cocinar? -preguntó Harry con cierta sospecha, pero esperanzado-. ¿En serio?
– Sí.
– Es fantástico -dijo el chico, satisfecho-. ¿Verdad, Rose?
– Tengo que ordenar las vacas -contestó ella.
– ¿Qué? ¿Esta noche?
– No he pagado a nadie para que las ordeñe esta noche. Si no lo hago yo, no habrá beneficios.
– ¿Puedo ayudarte? -preguntó Marcus.
– Me gusta ordeñar sola. Tú ocúpate de las salchichas.
– Pero el tobillo…
– Estoy bien. Y ya has hecho suficiente, no quiero que me ayudes.
La alegría se había desvanecido. No del todo, pensó Marcus, pero también había incomodidad. Era como si Rose se hubiera dado cuenta de que había que pagar por la alegría. Y el precio era… él.
La segunda casa parecía una casa de muñecas. Estaba en mejores condiciones que la primera, y era evidente que la había decorado una mujer.
Era rosa. Muy rosa. El exterior era de ladrillo, pero dentro las paredes eran rosas, igual que los cuadros y los adoraos.
– A la tía Hattie le gustaba el rosa -dijo Harry. Rose los había dejado, así que Harry estaba haciendo de anfitrión.
– Ya lo veo -contestó Marcus con cautela-. Es horrible.
– Sí que lo es. Nuestra casa es mejor, aunque se esté cayendo.
– No te entiendo -Marcus miró a su alrededor-. ¿Cómo puede ser mejor vuestra casa? Porque ésta, si le quitamos el color rosa…
– Ah, te refieres al dinero -dijo Harry con desprecio-. La tía Hattie siempre tuvo más que nosotros.
– ¿Por qué?
– Es fácil. Mi abuelo fue justo.
– ¿Cómo dices?
– Mi abuelo tuvo dos hijos, papá y la tía Hattie.
La tía tuvo un bebé, Charles, cuando era una adolescente, pero siguió viviendo aquí. El abuelo le construyó esta casita. Papá se casó con mamá y tuvieron cinco hijos. Cuando el abuelo murió, le dejó la mitad de la granja a papá y la otra mitad a la tía Hattie, aunque era nuestra familia la que hacía todo el trabajo. Rose dice que papá se enfadó mucho. También dice que ésa es otra de las razones por las que papá odiaba a las mujeres.
– ¿Y…?
– Y todos los beneficios de la granja tenían que dividirse en dos: la mitad para Hattie y la otra mitad para nosotros.
– ¿Quién trabaja la granja? -preguntó Marcus.
– Rose, sobre todo. Nosotros la ayudamos.
– ¿Hattie no la ayudaba?
– La tía nunca trabajó -Harry miró a su alrededor e hizo una mueca-. Excepto para pintar cosas.
– Eso es muy injusto para Rose.
– Sí, es injusto. Pero Charles siempre decía que teníamos dos opciones: hacerlo de esa manera o dejar la granja. Papá nunca quiso marcharse, y mientras tuviera suficiente dinero para la bebida… Creo que no debería haberte dicho eso. Daniel me dijo que no lo hiciera, y Rose se pondría furiosa.
– No se lo diré -Marcus frunció el ceño-. Así que Rose se quedó y sacó la granja adelante. ¿Por qué se fueron tus hermanos?
– Ella dijo que se fueran.
– ¿Por qué?
– Dijo que nunca iba a haber suficiente dinero para que todos fuéramos granjeros y que tenían que estudiar una carrera. Cuando Rose se pone mandona no hay quien discuta con ella.
– En eso tienes razón.
– ¿De verdad vas a cocinar salchichas?
– No si puedo evitarlo. ¿Dónde está la nevera?
– Te la enseñaré. Hattie solía ir a la ciudad y comprar cosas interesantes.
– Vamos a echarle un vistazo -le dijo Marcus-. ¿Sabes cocinar?
– ¡No! -contestó Harry, sorprendido.
– Pues estás a punto de aprender.
Rose se dio una ducha después de ordeñar a las vacas. Estaba muy cansada, pero de nuevo se sentía en casa, En casa. Además, las amenazas a su seguridad, su padre y su primo, habían desaparecido.
Marcus lo había hecho por ella. Le había onecido un gran regalo.
Bajó la vista a la alianza dorada que aún llevaba. Marcus había insistido que en los dos la llevaran durante un año.
– Hagamos esto bien-le había dicho.
Él, desde luego, lo estaba haciendo bien. Y ella lo había enviado a casa de Hattie.
«A lo mejor le gusta el rosa», pensó mientras sonreía. Pero por lo menos estaría cómodo. Y alejado de ella. Su vida podría volver a la normalidad.
– ¿Rose? -Harry la estaba buscando y ella sacó la cabeza de la ducha.
– ¿Mmm?
– Marcus y yo hemos preparado la cena. Date prisa, tienes que venir antes de que se enfríe -el muchacho la esperó con impaciencia mientras ella se ponía unos vaqueros limpios y una camiseta-. ¡Vamos, vamos!
Demasiado entusiasmo para comer unas salchichas…
– ¿No te pistaría cenar solo conmigo esta noche? -preguntó ella.
– ¿Estás bromeando? -contestó Harry, sorprendido-. Marcus es genial.
– Sí, pero…
– Ya verás lo que hemos preparado.
Curry.
Rose abrió la puerta trasera de la casa de Hattie y se detuvo, asombrada. ¡Curry! Nunca había olido algo parecido en aquella casa. Harían falta tres botes de ambientador para disimular el olor. Hattie no lo habría permitido nunca.
Entonces Marcus apareció en la puerta y ella dejó de pensar en su tía. Nunca había visto a Marcus así. Desde que lo conoció, siempre había llevado trajes, ropa muy formal. Pero en aquel momento…había cambiado. Se había puesto unos vaqueros desgastados y una camiseta que se le ajustaba al pecho, marcándole los músculos de los brazos. Tenía el pelo alborotado y una mancha naranja en la mejilla. Y llevaba un delantal.
Era uno de los delantales de Hattie, rosa, con un enorme lazo.
Rose lo miró con sorpresa. Se había preparado para una cena formal y educada, para darle la bienvenida a un invitado. Pero los adjetivos formal y educado no tenían cabida en aquello. No pudo aguantar más la risa y explotó en carcajadas.
– ¿Qué? -preguntó él, haciéndose el ofendido-. ¿No te gusta mi delantal?
– Es… -Rose intentó controlarse, pero no pudo. Reía a carcajada limpia-. Es muy bonito. Y el lazo también. Bien… bien hecho chicos -intentó controlarse una vez más-. Umm… ¿Es curry lo que huelo?
– Así es -contestó Marcus-. Harry dijo que le gustaba.
– Pero… ¿tenía la tía Hattie curry en polvo?
– El curry no se hace con curry en polvo -respondió él-. No cocinas mucho, ¿verdad, señora Benson?
Señora Benson… Rose se mordió el labio inferior e intentó ignorar el comentario.
– Cuanto tenía ocho años, tuve a una profesora muy sensata -empezó a explicar ella-. Un día nos llevó a las chicas aparte y nos dijo que si queríamos llegar a ser algo en la vida, nunca teníamos que aprender a escribir a máquina, a coser ni a cocinar. Yo seguí su consejo al pie de la letra.
– Bien hecho -respondió él, divertido-. Así que curry en polvo, ¿eh?
– Entonces, ¿cómo lo has hecho? -quiso saber Rose.
– Tomas los frasquitos de hierbas que Hattie tiene en su colección Delicias de Gonrmet. Yo creo que los compró para decorar más que para usarlos, pero tiene de todo. Cilantro, comino, cúrcuma, cardamomo… Nunca los abrió, así que todo está bueno. Después tomas la pequeña plantita de chili que hay en el porche, y que seguramente está ahí fuera porque no va bien con el rosa. Tomas dos chilis, un trozo de cordero congelado, una lata de tomate frito, algunos limones del árbol que hay fuera y ¡voilá! ¿Tienes hambre?
¿Que si tenía hambre? Rose inspiró el aroma y el estómago empezó a hacerle cosas extraordinarias. Pero no era sólo por el aroma, pensó. Era por aquella situación. Había un hombre en casa de Hattie. ¡Un hombre en su vida!
Pero ya había bastantes hombres en su vida. Tenía cuatro hermanos a los que adoraba, y había tenido que enfrentarse a un padre negligente y a un primo violento. No necesitaba más hombres.
Pero Marcus le estaba sujetando la silla para que se sentara, un gesto que nunca nadie había hecho por ella. Marcus le estaba sonriendo. Nunca nadie le había sonreído…
¿Se estaba volviendo toca? ¡La gente le sonreía todo el tiempo! Pero nadie como Marcus…
Estaba en casa, se dijo, y la vida tenía que volver a la normalidad. ¿Podría?
Rose y Harry se sentaron frente a Marcus y comieron como si nunca lo hubieran hecho antes, saboreando cada bocado.
Para Marcus, cocinar era su placer secreto. Durante los primeros años de su vida se había alimentado de hamburguesas y Coca-Cola. Pero entonces uno de los novios de su madre la había cortejado contratando a un chef por una noche. A Marcus lo habían enviado a la cama mientras los dos tenían un romántico encuentro, pero los aromas que le llegaban lo habían atormentado. Al día siguiente, los ingredientes sobrantes estaban en la cocina. Marcus había investigado y después había tenido una larga charla con la vecina de al lado.
Aquél había sido el comienzo de una habilidad que hasta entonces no había compartido con nadie. Pero compartir era fantástico, pensó. Rose y Harry habían disfrutado comiendo. Había disfrutado de verdad.
– ¿Donde aprendiste a hacer esto? -preguntó ella.
Marcus se lo contó, sintiéndose extraño al hablar de su pasado con una mujer que parecía interesada de verdad. Incluso parecía que le importara.
Pero no, eso no podía ser, se dijo Marcus. La vida de Rose era la granja. Sin embargo, cuando ella se levantó para irse, Marcus sintió una extraña sensación de pérdida.
– Prepararé café -dijo, pero ella negó con la cabeza.
– Tengo que ordeñar por la mañana. A las cinco. Necesito dormir. Y Harry tiene que ir al colegio.
– Pero… -empezó a protestar Harry.
– Son sólo las ocho -dijo Marcus-. Incluso el príncipe del cuento podía disfrutar un poco más.
– Dejaste a Cenicienta en Nueva York -repuso Rose con firmeza.