La calamidad

Y ¿cómo sabrás qué es la calamidad?

El día que los hombres parezcan mariposas dispersas

y las montañas copos de lana cardada.

Al carea, 3-5


1

Tras un mes de navegar por el mar Tenebroso, siempre hacia Poniente, los gritos del vigía anunciaron que al fin tenían algo frente a ellos.

Era la puesta del sol, y Lisán, esforzando los ojos, apenas logró distinguir una silueta oscura recortarse contra el ocaso. Distaba unas veinticinco leguas de su posición y podía tratarse sólo de una gran masa de nubes. Últimamente habían visto turbiones tan espesos que parecían de granito, pero éstos, en ocasiones, podían señalar la presencia de tierra, por lo que valía la pena investigar un poco más.

Trajeron una de las jaulas llenas de pájaros y los soltaron. Inmediatamente volaron en aquella dirección, lo que les demostró que allí, realmente, había algo. Navegaron durante toda la noche y con las primeras luces pudieron confirmar que se trataba de una costa. Lisán se preguntó si era la de aquel Otro Mundo hacia el que se encaminó Talos el Rojo.

Habían recorrido más de tres mil millas a través del océano desconocido, estaban al límite de sus fuerzas y con la moral tan agotada como sus cuerpos, por eso no fue extraño que las voces de alegría se transformaran en gritos de furia cuando el mameluco dio la orden de mantenerse lejos de aquella playa desconocida. Por un momento, Lisán creyó que la fidelidad con la que los turcos acataban cada orden de Baba iba a acabar en ese preciso instante. Obedecieron, como tantas otras veces, pero con malos gestos y murmuraciones.

– ¿Qué pasa? -le preguntó al mameluco.

– Fíjate en eso -señaló-. Arrecifes.

Lisán distinguió varias manchas de espuma blanca sobre la superficie verde oscuro del mar. Sin duda estaba algo picado, pero no parecía haber peligro.

– Podemos sortearlos. Los hombres necesitan pisar tierra firme.

El mameluco alzó los ojos hacia el cielo y dijo:

– Se prepara una gran tormenta. Nada comparable a las que hemos sufrido hasta ahora. Nuestra única oportunidad está en mar abierto, cerca de una costa seremos destrozados cuando las olas nos lancen contra los arrecifes.

El faquih estudió los cúmulos de nubes que se iban formando sobre sus cabezas, como gordos y negros intestinos retorciéndose entre espasmos. A lo lejos se abatían algunos rayos sobre el mar.

– Si la situación es tan grave, deberíamos atracar… ¿No crees?

– En ese caso perderemos la nave y quedaremos varados en esa costa para siempre. Y es posible que se trate sólo de una isla.

– ¿Por qué piensas eso?

– Es Piri quien lo cree, por la forma del banco de nubes que hay prendido a ella. Y yo también tengo esa sensación.

Lisán dio unos pensativos pasos por la cubierta antes de decir:

– ¿Cuánto tiempo calculas que tenemos antes de que empiece la tormenta?

– Es difícil saberlo, pero no más de seis horas.

– Iré con unos hombres en el batel. Buscaremos agua y víveres frescos. Eso los tranquilizará.

– Es posible -dijo Baba-. Pero tú no irás.

– ¿Por qué?

– Si la tormenta nos alcanza antes de lo previsto, o la cosa empieza a ponerse realmente mal, me dirigiré a alta mar y abandonaré a los que hayan bajado. No puedo permitirme perderte a ti.

– Debo ir yo -dijo Lisán con tozudez-. Debo comprobar si hemos llegado o no a nuestro destino.

Al cabo de un buen rato de discusión, Baba aceptó que el faquih fuera hasta la playa, pero se aseguró de que Dragut lo acompañara para cuidar de él.

Acercaron el batel hasta el costado de la carraca ayudándose de unas pértigas. Bajaron seis turcos y cuatro Sarray, que fueron tomando los remos. Lisán se situó en el timón.

Poco a poco la carraca fue quedando atrás. Al volverse hacia ella, vio la delgada figura de Baba, apoyada sobre uno de los gerifaltes, que los observaba desde el alcázar. El mar se había ido picando y su estrecha barca era arrastrada arriba y abajo por el oleaje, haciendo que la playa apareciera y desapareciera como por arte de magia ante sus ojos. Sobre ellos pendían grandes y desgarrados jirones de nubes. El tiempo estaba empeorando rápidamente.

Saltaron a la playa y caminaron con torpeza sobre la arena. Les costaba mantenerse rectos, ahora que el suelo no se bamboleaba bajo sus pies. La isla estaba rodeada por una espesa barrera de nubes que ocultaban por completo el sol. Un calor húmedo los obligaba a respirar pesadamente. Frente a ellos, la selva rezumaba vapores, como el cuerpo de un enorme animal en descomposición, la masa verde y humeante llegaba hasta el mar y se apoderaba por completo de la arena.

¿Qué lugar es éste?, se preguntaba Lisán, sin dejar de mirar aquella vegetación que les cerraba el paso como una empalizada oscura.

Silencio. Un silencio que era más inquietante que la vibración de un volcán. Hasta que Dragut aplastó un mosquito contra su cuello sudoroso y el ruido los sobresaltó a todos.

Apartándose de los demás, Lisán caminó hacia el linde de la jungla. Se asomó a su interior, apoyando sus manos contra una palmera. Incluso a pleno sol sería un lugar muy oscuro, la vegetación era tan tupida que impediría que los rayos de luz llegaran hasta el suelo, pero con aquel cielo encapotado era como mirar en las entrañas de una cueva profunda y negra.

Tras él, los hombres deambulaban por la playa invadida por las palmeras. Había multitud de cocos esparcidos por aquella arena como polvo de diamante. Dragut partió uno con un mandoble de su cimitarra y bebió el agua de su interior. De repente se quedó quieto con su mano sujetando el coco en lo alto. Se volvió hacia el mar y entrecerró los ojos. A lo lejos, la carraca aparecía y desaparecía de su vista, bamboleada por un oleaje cada vez más intenso.

¿Había oído un grito desde la Taqwa? Con el ruido de las olas era imposible decirlo. En ese momento vio el fogonazo de uno de los gerifaltes al ser disparado, y al cabo de un instante le llegó el estampido.

– ¡Debemos regresar! -gritó a sus compañeros.

Todos se dirigieron hacia el batel, excepto Lisán, que permaneció donde estaba, en el mismo borde de la jungla, mirando hacia su interior. Había sido como un relámpago, muy breve, pero podría jurar que había visto unos ojos grandes y amarillentos abrirse, mirarlo fijamente, para luego cerrarse y desaparecer. Se preguntó si sería una bestia peligrosa y sintió el impulso de echar a correr. Pero una morbosa fascinación ante aquella mirada amarilla desde la oscuridad, lo retuvo allí donde estaba. Alguien lo cogió del brazo y tiró de él. Se volvió y se enfrentó al rostro hosco y sudoroso de Dragut.

– Vamos -dijo el turco.

Lisán intentó soltarse.

– No. Hay algo ahí dentro… Debemos investigar…

Eso no le importaba al turco en absoluto.

– Ahora debes venir con nosotros.

Los Sarray los rodearon indecisos. Lisán también dudaba qué hacer. Su primer impulso fue resistirse, aunque era evidente que Dragut no tenía intención de ceder. Y, a pesar de su delgadez, era tan fuerte que muy bien podría cargarlo sobre su espalda y llevarlo así hasta la orilla. Pero no fue necesario, porque en ese momento algo revoloteó hacia ellos.

Era una mariposa enorme, con unas alas tan amplias como las dos manos de un hombre juntas. Al abrirlas, mostró esos fascinantes ojos amarillos dibujados en ellas. La mirada que Lisán había visto relucir en la oscuridad.

– ¡Vamos! -insistió Dragut, tirando de nuevo de su brazo.

– De acuerdo. Vamos -dijo el faquih sintiéndose estúpido.

Con dificultad remaron hacia la carraca, a través de una mar que se iba embraveciendo por momentos. Cuando ya estaban junto a ella oyeron los gritos de sus compañeros amontonados junto a la borda.

– ¿Qué sucede? -preguntó.

– ¡Rápido, subid!

Les largaron una red de cabos para que treparan por ella. Una vez arriba, Lisán se encontró con Ahmed en primer lugar.

– ¿A qué vienen tantos gritos? -le preguntó.

– ¡Hermano! -Ahmed lo abrazó. Parecía a punto de llorar-. Ese loco estaba dispuesto a partir sin vosotros… ¡Iba a dejaros en la isla!

Lisán alzó la vista y vio a Baba en la borda de estribor, de espaldas a ellos, recortándose su delgada silueta contra una mancha de tinta negra que estaba tragándose el cielo.

– ¡Allah misericordioso! -exclamó Lisán.

– Uno de los vigías la divisó a lo lejos -le explicó Ahmed-. ¡Y se mueve muy aprisa!

Lisán se acercó a la borda. Varios Sarray también contemplaban cómo se aproximaba.

Sin apartar la vista, Baba se dirigió a Lisán:

– Nunca he visto nada igual, faquih…

– Yo tampoco -admitió éste.

Era algo terrorífico. Una pared de nubes en rotación, con sus límites bien definidos, arrastrándose sobre el mar hacia ellos. Un torbellino nublo, salpicado por los chasquidos de relámpagos que recorrían toda su superficie, iluminándola con sus fogonazos. En el cielo, las nubes se estremecían al paso de aquel monstruo, se estiraban y se fundían con sus límites superiores. Mientras se acercaba, el mar se agitaba más y más, y la cubierta de la Taqwa se bamboleaba y crujía de un modo horrible. Pronto llenó todo su campo de visión, como una losa de piedra negra lanzada contra ellos para aplastarlos.

– Pero… ¿qué es?

– Es una tormenta, faquih. Sólo eso -dijo Baba-. Pero si no conseguimos ganar más profundidad esas olas nos van a destrozar.

Piri empuñaba la caña del timón y gritaba sus órdenes a los turcos.

Algunos marinos ayudaban desde el batel a izar el ancla, otros trepaban a los mástiles que se bamboleaban entre el mar y el cielo tormentoso, descalzos por las cuerdas frías y resbaladizas, para desplegar algunas de las velas menores. La idea era alejarse lo antes posible de la costa para evitar que el oleaje los lanzara contra las rocas. Pero el viento estaba aumentando su velocidad y podía destrozar las velas en un instante. Ya había algunas rifaduras que amenazaban con extenderse y rasgarlas.

Lisán contempló todos estos trabajos, sus ojos saltando de un hombre a otro, sintiendo cómo la tensión aumentaba en la cubierta de la Taqwa. Entonces algo lo golpeó por la espalda y lo lanzó de bruces contra el suelo. Se puso de rodillas y comprendió que había sido una ráfaga de viento que se había estrellado contra ellos a una velocidad inconcebible. Su espalda sentía, en ese momento, los aguijonazos de las gotas de lluvia empujadas por aquel vendaval. Cubriéndose los ojos con las manos, para protegerse, se volvió hacia la tormenta. No la vio. Sólo oscuridad brumosa. Estaban dentro de ella.

La Taqwa fue alcanzada entonces por una gran ola que la hizo escorarse hasta que su velamen rozó la agitada superficie del océano. Las cuadernas de la nave emitieron un largo crujido que sonó como el lamento de un animal herido. Sus tripulantes también gritaron, pues el crujido había sonado como si el casco fuera a partirse en dos. Y eso es lo que sucedería si la obra viva de la nave llegaba a quedar en seco. Otro golpe de viento destrozó varias velas, que se rasgaron con un estampido seco, semejante al de un barril de pólvora reventando. Sus restos colgaron hechos jirones, como pellejos en los brazos de un cadáver. Olas de tres veces la altura del palo mayor lavaban la carraca de popa a proa. La lluvia azotaba la cubierta con torrencial regularidad. Los truenos se sucedían, simultáneamente con los rayos que caían a su alrededor. Sus ecos hacían retumbar la atmósfera, como si navegaran bajo el techo de una caverna a punto de derrumbarse. Lisán sintió que la tormenta era un gran monstruo. Los había tragado y ahora los llevaba en el interior de su estómago.

2

Pasaban los días, todos iguales. Las olas devastadoras y el viento desatado los arrastraban sin que pudieran tener ningún control. Todos estaban más allá del límite de sus fuerzas y se turnaban en las bombas para achicar agua, que era lo único que mantenía la nave a flote. Cada golpe de viento hacía que la Taqwa se escorara de un lado a otro y estuviera a punto de darse la vuelta. Piri había ordenado despejar las cubiertas de cualquier objeto que dificultase la maniobra. Fueron arrojadas al agua las cosas más pesadas y las más elevadas. Por ello fue necesario cortar las superestructuras de la toldilla, el alcázar y el castillo de proa.

Lisán contempló, desesperado, cómo se perdían sus documentos y los delicados instrumentos de medición que él mismo había fabricado. Todo fue a parar al agua, junto a los restos de la toldilla. La nave se estaba deshaciendo. Las vías de agua se multiplicaban y era necesario taponarlas con trozos de vela embreados que se aplicaban como auténticos vendajes por el exterior. Los turcos realizaban estas reparaciones colgando de una cuerda por la borda, mientras las olas los golpeaban contra el casco. Muchos perecieron de esa forma, pero no era hora de llorar a los muertos, sino de seguir luchando contra el mar.

Al cuarto día que llevaban envueltos en aquella mortaja de oscuridad, sólo rota por los relámpagos, fue necesario ceñir el casco con los cables de las anclas, para intentar reforzarlo y evitar que se resquebrajara. Pero todos eran conscientes de que el siguiente golpe de mar podía hacerlos reventar en mil pedazos. La situación era más desesperada a cada momento que pasaba, y los tripulantes cada vez tenían menos fuerzas para enfrentarse a ella.

Las rachas de viento se volvían más duras y zamarreaban a su gusto los mástiles. Como éstos descansaban sobre la quilla, Piri temió que abriesen brecha en el casco y ordenó que cortaran el palo mayor. Un par de turcos empezaron a darle hachazos, como si talaran el tronco de un gran árbol.

– ¡Vamos a tener que cortar los otros palos! -gritó hacia donde estaba el mameluco.

– ¡No! ¡En ese caso estaremos condenados!

– ¡Mira a tu alrededor, Baba! ¡Ya estamos perdidos!

Empezó a caer el palo mayor, arrojando cabos y aparejos en medio de una asombrosa confusión. Una de las vergas se soltó y se abatió sobre la cubierta, alcanzando a uno de los hombres que manejaban las hachas. Le reventó el cráneo.

– ¡No debes derribar los otros palos! -le gritó Baba al joven capitán-. ¡Antes de eso, más valdría que nos arrojáramos todos al mar!

Sus ojos se habían vuelto extraños, extraviados, miraban algo que estaba más allá de todo aquel caos. Le dio la espalda a Piri y se dirigió hacia la proa. Allí se encaramó sobre los restos astillados del castillo y abrió los brazos frente a la tormenta.

Lisán apartó el agua de sus ojos enrojecidos por el salitre y contempló atónito a Baba, con la certeza de que finalmente había enloquecido. El mameluco se mantenía en la proa, en un precario equilibrio, mientras las olas golpeaban como un ariete y la espuma saltaba por encima de su cabeza. Sus ropas daban trallazos agitadas por el viento, mantenía los brazos abiertos y la cabeza echada hacia atrás. Las venas de su cuello hinchadas, mientras gritaba hacia el vendaval en una lengua desconocida.

– Allah clementísimo y misericordiosísimo -musitó Lisán con un estremecimiento que lo recorrió de pies a cabeza-, ayúdanos.

Piri y dos de sus hombres sujetaban con fuerza la caña del timón. Aunque ya les dolía todo el cuerpo no aflojaron su presa. Allí, desde donde aguantaba el joven capitán, había contemplado la extraña acción del mameluco. Escupió el agua salada que cubría su rostro y había penetrado en su boca y siguió luchando contra el mar.

La calma llegó tan rápida e inesperada como había llegado la tormenta. De repente, el viento y la lluvia cesaron por completo.

Lisán miró a su alrededor y vio a los hombres destrozados por el agotamiento. Siete de los tripulantes turcos se habían perdido en las aguas, mientras intentaban reparar las grietas que se iban abriendo en el casco. Quizá ya era demasiado tarde, porque ni siquiera entonces se podía bajar el ritmo de achique de agua por las bombas. La Taqwa estaba resquebrajada y tenía varias vías que era imposible sellar. A popa se alejaba la pared de la tormenta. Seguían rodeados de nubes por todos lados, pero estaban en medio de una calma asombrosa.

– Estamos dentro -dijo Baba-. Aún no hemos salido de ésta.

Lisán se volvió hacia él y le preguntó:

– ¿Qué quieres decir?

– Mira. -Baba señaló a su alrededor con el brazo extendido, hacia donde la barrera de nubes trazaba una nítida curva sobre el mar-. La tormenta nos rodea, estamos en su centro. Pero, por algún milagro, aquí reina la paz.

– ¿Crees que podemos escapar de ella? -Los ojos se le cerraban.

Durante los cinco días que permanecieron en continua alerta, apenas había podido dormir unas pocas horas refugiado en una sentina medio inundada, aunque consideraba que más que sueño fueron desvanecimientos de puro cansancio.

– Nos estamos hundiendo, faquih. Ésa es la verdad. ¡Quién sabe hasta dónde hemos sido arrastrados durante estos días a la deriva! ¿Tienes tú alguna idea?

– No.

– En ese caso estamos perdidos y sin poder salir de este anillo de nubes y vientos que nos rodea. La situación no es buena, pero vamos a seguir luchando.

El andalusí tenía muchas cosas que preguntarle, pero se sentía demasiado agotado y apenas podía seguir despierto. Buscó un rincón tranquilo y se echó a dormir.

Al día siguiente, debido al poco viento, se decidió cambiar la vela gavia de los dos masteleros menores por otras mayores que llevaban empaquetadas en la sentina. Fueron ceñidas dos perchas cortas que, una vez unidas por medio de cabos, pasaron a formar la nueva verga. Los cabos fueron ajustados y se dejaron listos para recibir a las nuevas gavias, mucho más anchas que las anteriores para compensar la del mástil que había sido derribado. Se izaron las velas y se sujetaron a los masteleros con unas racas.

Desde los restos del alcázar, Lisán observó fascinado estas operaciones, preguntándose si iban a tener una esperanza después de todo. La idea era aprovechar el tenue viento para dirigirse hacia el centro de la tormenta. Si conseguían mantenerse allí, quizá sobrevivirían.

– No va a ser fácil -le dijo Baba, que parecía haber leído sus pensamientos.

Lisán se volvió hacia él. El mameluco estaba demacrado, pálido, con las mejillas hundidas por el cansancio. Sus ojos estaban rodeados de manchones oscuros.

– Esas nuevas velas parecen funcionar bien… quizá…

– Estamos en el centro de la tormenta, faquih -dijo Baba-, y ésta se mueve mucho más rápido que nosotros; tarde o temprano seremos alcanzados por esa pared de nubes que nos rodea y entonces será el fin para la Taqwa. El casco ya no puede soportar más castigo. Nos hundiremos.

Lisán asintió con amargura, pero su pensamiento fue para Ahmed, su hermano, al que había arrastrado a aquella desdichada aventura.

– Están pasando cosas muy extrañas -dijo-, debe de haber una explicación para todo esto. Esta calma, por ejemplo, cuando estamos rodeados por ese torbellino de vientos y lluvia.

– Lo ignoramos todo sobre la naturaleza en esta zona del mundo.

– Te vi durante la tormenta, cuando te situaste en la proa -dijo Lisán-. Ahora sé que eres un brujo. ¿Era ése tu secreto?

Baba lo contempló durante un momento antes de decir:

– No sé a qué te refieres.

– Durante la tormenta. Encaramado en la proa, gritabas algo en una lengua incomprensible. Todos te vieron…

Baba lo interrumpió. Su mirada se perdía en el horizonte.

– Mira -siguió diciendo al cabo de un rato-, la tormenta nos gana terreno, pronto nos alcanzará…

– Ahora no me importa si eres un mago o si tu alma ha sido poseída por un demonio. Sólo me interesa saber si eres o no capaz de sacarnos de aquí.

El mameluco utilizó un tono burlón:

– El sagrado Corán dice: «El mago no prosperará, venga de donde venga». ¿Aceptarías ser salvado por la magia?

– Hay muchos hombres aquí que no merecen morir por mi locura. ¡Ya basta de acertijos y de mentiras! ¿Puedes o no puedes salvar esta nave?

– No. Lo siento mucho, pero no puedo.

– ¿Quién eres? -le preguntó Lisán, desilusionado-. ¿Por qué has querido acompañarme en este viaje?

– Sí, faquih. -Baba asintió-. Es justo que te lo diga ahora.

3

– Como bien has deducido, no soy mameluco. Nací en la Tara Romaneasca, en el seno de la familia boyarda que engendró a los príncipes gobernantes de mi nación. Éramos la frontera y éramos débiles. Tú sabes perfectamente a lo que me refiero porque tu país se encuentra ahora en una situación similar. Sólo gracias a las artes de la negociación podíamos sobrevivir. Mi abuelo Mircea era un maestro en ella, les pagaba tributos a los turcos y, a la vez, intentaba mantener buenas relaciones con los húngaros. Así logró conservar cierta independencia. Para sostener esta situación, cuando yo aún era un niño, mi padre se vio obligado a entregarnos a mí y a mi hermano Radu como rehenes a los otomanos. Fuimos llevados a Egrigöz, una remota fortaleza en las montañas al oeste de Anatolia, en la región de Katahya. Allí aprendí el osmanlí y la lengua del Islam, y muchas otras cosas…

Baba entrecerró los ojos y suspiró profundamente mientras su memoria invocaba imágenes remotas.

Lisán lo estudió en silencio durante un rato, y le preguntó:

– ¿Cuál es tu verdadero nombre?

– Eso carece de importancia. ¿No afirmáis los sufíes que sólo en un papel en blanco se puede escribir un nombre que reconozcas como tuyo? Pues yo tuve que esforzarme en borrar todas las huellas de mi pasado y transformarme en ese papel blanco. Ser Baba ibn Abdullah, el nombre que elegí para ocultarme y que ahora me parece más real que aquel con el que me bautizaron.

– ¿Por qué te escondes?

– Porque el mundo, faquih, vive en guerra desde tiempo inmemorial. Una lucha que tiene poco que ver con los pequeños conflictos entre las naciones de los hombres. Una batalla desesperada contra demonios de aspecto humano, que caminan como nosotros pero que se alimentan de nuestra carne y nuestra sangre… y que adoran a dioses olvidados.

Lisán se estremeció al recordar en ese momento los sangrientos sacrificios a Baal practicados por Talos el Rojo.

– ¿Quiénes son esos seres? -preguntó.

– Siempre los he considerado como simples demonios, pero en el Corán se les da el nombre de «ÿinn», y así es como los denominan los turcos de Egrigöz. Y ellos los conocen bien, pues han sufrido sus ataques durante generaciones, desde que llegaron mezclados con las hordas mongolas y asolaron su país. Ejércitos de criaturas con aspecto de hombres, pero que se transformaban en lobos o en osos. Destruyen aldeas y ciudades, dejando sólo horror y desolación a su paso.

– Tú, personalmente, ¿has sido testigo de esos hechos?

– Con estos ojos. -Los señaló formando una V con sus dedos índice y medio-. Y también he combatido contra los ÿinn y sus siervos humanos. Son muy poderosos, pero incluso ellos pueden morir. Aprendí de los turcos la forma de destruirlos.

– ¿Aprendiste a matar a los ÿinn?

– Ciertamente. La dificultad estriba en que su alma no es como la nuestra, sino de una sustancia extraña y maléfica, semejante a un gran coágulo de sangre… De este tamaño más o menos. -Juntó sus dos puños frente a él-. El cuerpo que envuelve esta sustancia se transforma con los años en algo muy duro, casi indestructible. Pero, si finalmente sucumbe, al corromperse, engendra una peste que se extiende por regiones enteras, arrasando todo rastro de vida. La única forma de destruir sin peligro a estas criaturas es impedir que sus cuerpos toquen el suelo al morir.

– ¿Y cómo se puede evitar eso?

– Los turcos los clavaban en el extremo de largos palos y dejaban que sus carnes emponzoñadas se secaran al sol. De esta manera, sus almas con forma de coágulo no logran arrastrarse hasta penetrar en la tierra, pues sólo pueden sobrevivir un instante fuera de un cuerpo vivo… -Un rápido rictus, que podía ser tanto una sonrisa como una mueca de asco, cruzó por el rostro de Baba-. He averiguado que los romanos también conocían a estas criaturas, a las que situaban en los confines de su imperio, y a las que temían. Quizás ése sea el origen de su costumbre de crucificar a los condenados de más allá de sus fronteras.

Lisán observaba a aquel hombre detenidamente, preguntándose qué había de verdad y qué de falso en sus palabras. Por supuesto, no dudaba de la existencia de los ÿinn, pues el propio sagrado Corán confirmaba la presencia de esas criaturas en la Tierra. Se decía que fueron creadas por Allah antes incluso que los seres humanos. Y que, al igual que los hombres, poseían intelecto y voluntad, pero, además, tenían grandes poderes que les permitían hacer prodigios imposibles para los hombres.

– ¿Qué pasó luego? ¿Te dejaron los turcos en libertad?

– Así es, faquih. Logré regresar a mi patria y, gracias a mis aliados otomanos, recuperé mi posición como príncipe. Entonces tuve ocasión de poner en práctica lo aprendido, pues los ÿinn y sus esbirros humanos ya habían penetrado en la Tara Romaneasca. No me siento orgulloso de muchas de las cosas que hice entonces… Dicen que para vencer a los monstruos debes convertirte en uno de ellos… y yo tuve que enfrentarme a circunstancias extremas: mi patria estaba atrapada en medio de la guerra entre húngaros y turcos, y los ÿinn asolaban mis tierras mezclados con los hombres de ambos ejércitos… Dios me dio la misión de acabar con ellos y tan sólo he cumplido Su Voluntad.

– ¿Qué quieres decir?

– He luchado contra los demonios y lo sigo haciendo. Ésa es la misión para la que he sido elegido…, por la que estoy aquí.

– ¿Qué tiene todo eso que ver con este viaje? -preguntó Lisán, mientras una sensación de profundo terror se iba apoderando de él.

– Tuvo que morir mucha gente inocente -dijo Baba-, pero finalmente logré atrapar a un ÿinn. Era una criatura muy vieja y su cuerpo parecía hecho de cuero seco. Durante años lo mantuve prisionero en la Torre del Ocaso, encerrado en una jaula de hierro.

– ¿Fue esa criatura la que te enseñó la lengua de los antiguos egipcios?

– Sí, ella misma. Me dijo que había visto construir las primeras pirámides y que más tarde, a lo largo de milenios, había sido el mago de interminables generaciones de reyes egipcios… Aprendí muchas otras cosas de él.

– ¿Aprendiste a hacer magia?

Se decía que algunos ÿinn habían comunicado a los hombres determinados conocimientos maléficos, y que también les habían dado fórmulas de encantamiento y poderes mágicos. Pero Baba eludió responder a esto.

– Cuando pensé que ya no podía obtener más información de él, clavé su cuerpo reseco en el extremo de un tronco y dejé que se consumiera bajo el sol. Pero antes de morir, mientras reía como un loco, me dijo que al otro lado del mar, allí donde «el sol muere», vivía el ÿinn más poderoso de todos los que jamás han existido, y que algún día regresaría para asolar nuestros reinos. Entonces se produciría su venganza y la victoria final sobre los hombres. Luego murió, y debo decir que no se produjo ninguna epidemia.

Lisán notó el incómodo peso en el cuello y consideró que si aquel medallón había pertenecido a un ÿinn bien podría haberles traído la desgracia que ahora padecían. Sintió el fuerte deseo de arrancarse el disco de oro y arrojarlo por la borda, pero se contuvo. Aquello era superstición, y por lo tanto ignorancia. Sólo la voluntad de Allah era decisiva.

– Me has utilizado para llevar adelante tus planes -dijo.

– Tanto como tú a mí. Supe de ti y del fantástico viaje que planeabas hacia el otro lado del mundo. Y decidí ayudarte porque creo que el Talos de tus planchas plúmbeas es ese ÿinn que huyó hacia el otro lado del mar Tenebroso.

– ¿Qué pensabas hacer? ¿Ibas a enfrentarte a él con estos pocos hombres?

Baba lo miró con intensidad antes de continuar.

– Es difícil encontrar gente en la que confiar. Descubrí que los siervos de los ÿinn están en todas partes. Mi propio hermano cayó bajo su poder y se alió con los húngaros contra mí. También están en algunos albergos genoveses. Por eso tuve que huir para salvar mi vida y por eso adopté el disfraz de mameluco. Durante estos años he aprendido mucho, y sabré cómo enfrentarme a ese ÿinn del otro lado del mundo cuando llegue el momento.

Lisán se sentía confuso, le dolía la cabeza como consecuencia del cansancio y lo que aquel hombre le acababa de contar era como niebla en su cerebro.

– ¿Cómo piensas derrotar a un ÿinn? ¿Hasta dónde llegan tus poderes sobrenaturales?

Quizás iba a responder a su pregunta, pero Baba fue interrumpido cuando sonó la voz de uno de los vigías:

– ¡Tierra!

Se volvió en la dirección que señalaba el vigía y entrecerró sus ojos de halcón.

– Quién sabe, faquih -dijo-, quizás aún tengamos una esperanza.

Luego corrió hacia la borda.

Lisán se quedó solo y contempló durante un instante el medallón. Alzó la vista y sus ojos se encontraron con los del joven Piri. ¿Ha estado escuchando la conversación?, se preguntó. Estaba muy lejos y quizás aquel encuentro de miradas era casual, pero observó al capitán turco intentando descifrar la expresión de su rostro.

4

Allí donde alcanzaba la vista, las brumas huían hacia el Poniente y se desgarraban contra las palmeras. Aquella nueva costa, azotada por la tormenta, se distinguía con dificultad entre la niebla y las cortinas de lluvia. Era como un espectro de vegetación ondulante y negras formas que apenas se intuían. Sin embargo, cuando la tempestad siguió avanzando, la playa entró en su círculo central de calma y empezó a dibujarse nítida. Desde la distancia a la que estaban, distinguieron un lugar devastado por los vientos que habían arrancando árboles enteros y esparcido sus hojas por la arena.

Baba se dirigió hacia la popa y estudió el avance del muro de nubes.

– No llegaremos -decidió al fin-, el viento es demasiado tenue y no conseguiremos alcanzar la costa.

– ¿Ahora quieres llevar la nave hasta la orilla? -le increpó Yusuf ibn Sarray, que no andaba muy lejos-. ¿Por qué no lo hicimos cuando tuvimos oportunidad? Tu error nos va a costar muy caro a todos.

Baba no le respondió, pero Lisán preguntó a su vez:

– ¿Pretendes que nos dirijamos hacia allí con este oleaje? ¿Ya no temes los arrecifes?

– Ahora son nuestra única oportunidad. Esta nave no aguantará más embates. Si conseguimos embarrancar la Taqwa, tal vez podamos llegar a tierra firme…

– Pero perderemos la nave.

– En estos momentos, es eso o la muerte.

– Tanto sufrimiento para acabar en el punto que dejamos atrás -dijo Yusuf lleno de ira-. Ahora estaríamos a salvo, de no ser por tu obstinación.

Baba dirigió al capitán de los Sarray un gesto despectivo.

– No te preocupes, puede que ya ni siquiera tengamos esa posibilidad. Estamos demasiado lejos, nos movemos demasiado lentos… -de nuevo miró hacia la popa- y esa tormenta avanza hacia nosotros como un caballo enloquecido. Guarda tus fuerzas para salvarte a ti mismo en lugar de enfurecerte conmigo. Lo hecho, hecho está.

Baba le dio la espalda y habló con Piri. Estuvo de acuerdo en dirigirse hacia la playa.

– Al menos lo intentaremos -dijo.

Largaron todas las velas y las enfocaron cuidadosamente hacia el tenue viento, pero al cabo de un instante se hizo evidente lo inútil del esfuerzo. La tormenta seguía ganándoles terreno. Baba dio un golpe en la borda y exclamó:

– ¡Demasiado lentos!

– Algo debemos hacer -dijo Yusuf-. No podemos rendirnos ahora.

– Sólo necesitamos un poco de viento… Unas míseras ráfagas y lo lograríamos -dijo Piri.

– Lo malo -señaló Baba- es que vamos a tener más viento del que podamos desear, pero entonces será demasiado tarde.

Entonces, Lisán tuvo una idea.

– Usemos el batel -propuso-. Podemos arrastrar con él a la Taqwa y ganar así la costa.

Piri dio un puñetazo en la borda y dijo con entusiasmo:

– ¡Bien dicho, faquih!

– ¿Crees que puede funcionar? -le preguntó Baba.

– No tengo ni idea, pero vamos a intentarlo. La esperanza, o va acompañada por la acción, o es una veleidad. ¡Hagámoslo!

Baba organizó inmediatamente a sus turcos y escogió a aquellos que eran más fuertes, Jabbar y Dragut entre ellos. En total doce hombres que bajaron con Baba hasta el batel.

– ¿Qué pretenden hacer? -preguntó Ahmed a su amigo.

– Van a remolcarnos hasta la playa.

– Parece una medida desesperada.

– Lo es.

– ¿Vamos a morir, hermano? -Su voz era temblorosa.

– Ciertamente, ésa es una posibilidad en nuestro futuro inmediato.

Ahmed agitó la cabeza.

– Hermano -gimió-, al menos de ti esperaba unas palabras de aliento.

Lisán sonrió y dijo:

– Está escrito que quien muere por amor a este mundo tendrá que luchar consigo mismo; quien muere con el anhelo del Paraíso es un asceta; pero quien muere enamorado de la Verdad es un sufí. Nunca te he mentido y no lo voy a hacer ahora.

– Vamos a morir.

– Quizá sí; pero también podemos salvarnos si ésa es la voluntad de Allah. Mira, todos van a estar ahora muy ocupados intentando salvar la nave del naufragio y no van a tener tiempo para rezar. Ésa va a ser nuestra misión.

– Sí, hermano -asintió rápidamente Ahmed-. A nosotros nos toca rezar. Voy a empezar ahora mismo…

– Con todas nuestras fuerzas…

– Así lo haré, hermano -dijo Ahmed mientras buscaba su takbir-. Entre todos salvaremos la nave. Allah no nos ha de abandonar en un momento como éste.

Baba se situó en el timón y sus turcos se apretaron de dos en dos frente a los remos.

– Preparaos ahora… suavemente al principio -dijo-, así. Remad.

El batel se fue alejando con parsimonia, mientras los remos batían rítmicamente el agua. Hasta que la cuerda que los unía con la Taqwa se tensó. Los turcos clavaron entonces sus palas con fuerza, para mantener aquella tirantez.

– ¡Atención ahora! -gritó Baba-, con todo vuestro hígado… ¡Remad!

Los hombres bogaron, empujándose contra la superficie líquida. Una y otra vez, con más fuerza en cada ocasión. Baba les marcaba el ritmo y, en apenas un instante, los doce remeros sudaban copiosamente.

– ¡Vamos, vamos!

Desde la Taqwa, el resto de los turcos y los Sarray les gritaban para darles ánimos. Ignacio paseaba entre aquellos hombres mirándolos atónito, incapaz de comprender todo lo que estaba pasando a su alrededor.

– ¡Nos movemos! -gritó Ahmed. Su joven mawla se había colocado junto a él-. Alabado sea Allah, el misericordiosísimo.

Lisán se volvió hacia la popa. El límite de la tormenta estaba más cerca cada vez que miraba y la playa parecía mantenerse a la misma distancia. A proa, al otro extremo del cable, el batel continuaba su carrera desesperada. Los turcos seguían doblando la espalda sobre los remos. Imaginó la tormenta como un gran tonel girando a toda velocidad. Ellos navegaban por su interior, pero una de las paredes se les iba acercando peligrosamente… Y cuando los alcanzara sería el final de aquella carrera.

En el batel, Dragut y el resto de los remeros estaban cubiertos de sudor. El aire era denso y caliente, quemaba los pulmones cuando entraba por sus bocas. Pronto sus respiraciones empezaron a sonar como jadeos. Pero el ritmo no bajó mientras arrastraban a la Taqwa hacia aquella playa desconocida.

– ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! -seguía gritando Baba a sus hombres.

Entonces sintió un violento tirón del cabo con el que arrastraban a la carraca. La gruesa cuerda, densamente tejida de cáñamo, zumbó como si estuviera llena de avispas. Se volvió para mirar sobre su hombro, hacia la nave…

La tormenta los había alcanzado al fin. Estaba sobre la Taqwa y la sacudía como un mastín zarandearía a una rata que acabara de atrapar entre sus fauces.

Baba apretó los dientes, comprendiendo que todo había terminado, que ya no tenían salvación posible. Pero se volvió hacia sus hombres y les gritó:

– ¡Seguid!

5

La carraca se estremeció y exhaló un crujido interminable, que surgía desde cada uno de los palos hasta la última de sus cuadernas. Cada parte de la nave gritaba al unísono, como el lamento de una manada de bestias heridas de muerte.

Aterrorizado por aquel sonido espantoso, Ahmed abrazó con fuerza a Jamîl y se encomendó a la misericordia de Allah.

Lisán estaba junto a ellos, más desconcertado que asustado. El tiempo parecía fluir lentamente ante sus ojos. Se sentía como un espectador ajeno a los terribles acontecimientos que se iban produciendo a su alrededor.

Un golpe de viento arrancó de cuajo una de las improvisadas velas gavia y rasgó por la mitad a la otra. Eso mismo les dio un impulso lateral y, por un instante, sintieron que volaban horizontalmente sobre las aguas. La amarra que los unía al batel se sacudió con un violento tirón que lanzó a la pequeña nave de un lado a otro. Lisán vio saltar uno de los remos mientras los hombres que iban a bordo gritaban y dos de ellos caían al agua.

Estaba en medio del caos. El palo que sujetaba la vela gavia se desplomó contra la cubierta, aplastando hombres, barriles y aparejos, en una confusión de cuerdas, astillas de madera y aullidos de dolor; enredando a unos y atrapando a otros en su maraña de cabos. La lluvia, los relámpagos, el viento… Todo se sucedía a la vez a su alrededor, pero sentía una extraña claridad en su mente, como si fuera capaz de separar cada acontecimiento.

Estaban envueltos por las nubes y la niebla. La playa había desaparecido y apenas se veía ya al batel y a sus tripulantes, que eran sacudidos salvajemente al extremo de la soga. El mástil caído se fue al agua, arrastrando con él a los desdichados atrapados entre sus cuerdas.

Lisán notó que sus piernas se doblaban. La nave se escoraba en un ángulo brusco hacia la proa. Se volvió y no vio a Ahmed, que había desaparecido junto con el muchacho. Los hombres rodaban por la cubierta. Él se dejó caer de espaldas. Separó los brazos y clavó sus uñas en las grietas del tablazón. Sintió el vértigo en sus entrañas y la desconcertante sensación de que la nave era impulsada a gran velocidad hacia delante.

En el batel, Baba intentaba cortar el cable que aún los mantenía sujetos a la Taqwa. Le dolían todos los huesos del cuerpo y la cabeza le daba vueltas. Apenas veía su mano sujetando el cuchillo. Las olas los golpeaban con encono. Los hombres que estaban junto a él se agarraban desesperados a la borda de la embarcación, que era sacudida de un lado a otro como un medallón colgando del cuello de un gigante. Gritaban llenos de terror. Baba escupió el agua que había entrado en su boca y los maldijo mientras seguía cortando.

Una ola alzó el batel, lo columpió un instante en el aire y lo hizo deslizarse como un juguete incapaz de ofrecer resistencia a su poder. Dos hombres más cayeron por la borda y Baba no hizo ademán alguno de auxiliarlos. En sus tripas la sensación de caída no acababa. Sentía que se precipitaba en un agujero sin fondo y supuso que el batel se hundía en el profundo valle de una gran ola.

Alzó la vista y la vio. Enorme, diez o doce veces más alta que el antiguo palo mayor de la Taqwa. Y, subiendo lentamente hacia la cresta de ella, distinguió a la vieja carraca, deshaciéndose en decenas de fragmentos y goteando hombres. Dejó caer su cuchillo. Ni siquiera tuvo tiempo de abrir los labios para advertir a los otros sobre lo que iba a pasar. El inmediato tirón de la soga arrancó la quilla del batel y partió en dos la pequeña nave.

Se había sujetado con correas al bastidor de madera, seda y plumas. Ahmed lo había alzado sobre su cabeza y él había gateado hasta ocupar la posición adecuada. Después, ayudado por su amigo, había atado las correas una tras otra, con un minucioso cuidado que había hecho impacientarse a todo el público que se había reunido a su alrededor. No importaba, aquel Lisán adolescente estaba disfrutando de la atención, y no iba a pasar nada porque alargara un poco más ese momento.

Finalmente, la última correa estuvo atada. El joven inventor se incorporó y sujetó el armazón sobre sus hombros. Era pesado, más de lo que había imaginado y una ráfaga de viento lo hizo tambalearse. Se escucharon las primeras risitas por parte del público.

– Lisán -le dijo Ahmed con un susurro-, no sé yo…

– Vamos. Cuanto antes mejor.

Lisán había sentido el deseo de volver a desatar las correas y desistir de su empeño. Pero esas risitas… el miedo al ridículo era entonces más que suficiente para hacerlo seguir adelante. Sujetó el armazón con sus manos y lo separó del suelo. Ahmed seguía a su lado, intentando ayudarlo a mantener el equilibrio, pero él le pidió que lo soltara.

Empezó a correr colina abajo. Notó el viento en la cara y la arena y los guijarros resbalando bajo sus pies. El armazón crujía rítmicamente. Él jadeaba mientras corría y sujetaba aquella pesada vela cubierta de plumas. A lo lejos, en el valle, se desparramaban los tejados rojos de Granada como una mancha de sangre seca. En el límite inferior de su visión, sus pies aparecían y desaparecían rítmicamente. Se acercaba al borde del barranco y trotaba cada vez más deprisa. Esto es estúpido, pensó de repente con una claridad estremecedora. Pero ya era demasiado tarde. Estaba en el mismo borde del barranco. Saltó con todas sus fuerzas y se sujetó firmemente al armazón. Éste crujió de nuevo pero con mucha más intensidad, como si fuera a partirse en ese preciso momento… Y de repente no había suelo bajo sus pies. ¡Estaba volando!

Fue un vuelo muy corto y siempre en la misma dirección descendente. Vio cómo el suelo se venía contra él a toda velocidad y encogió su cuerpo ante el impacto inevitable.

Me voy a matar, pensó con una extraña tranquilidad.

Una pared de agua negra se estrelló con fuerza contra su cuerpo. Aturdido por el golpe, no pudo evitar que una amarga bocanada de líquido se le metiera a presión por la boca y le llegara a los pulmones. Intentó toser y tragó más agua.

Es el fin, pensó.

Había sentido en sus propias tripas cómo la nave se desintegraba a su alrededor. La Taqwa alcanzó la cresta de una ola gigantesca y desde allí se descolgó para estrellarse contra la superficie del océano. El golpe de plancha contra el agua le desgarró el casco debilitado y reventó sus cuadernas como una maza aplastando un viejo costillar carcomido.

Lisán no sabía si su cabeza estaba hacia arriba o hacia abajo. Giraba en medio de un torbellino de burbujas mientras las astillas y los trozos de aparejos destrozados golpeaban con saña sus costados y se enredaban con sus piernas, como los tentáculos de un monstruo que pretendiera devorarlo y tragarlo hacia la oscura profundidad del mar. Un velo rojo danzaba frente a sus pupilas, sus pulmones se expandían reclamando aire, golpeando ansiosos contra sus costillas… ¡Dame aire! Él apretaba con fuerza la boca y se negaba a ceder al impulso irracional de intentar aspirar una bocanada de agua. ¡Aire… ahora!

Empezó a bracear, a sacudir sus piernas como lo haría una rana enloquecida. Apostó por una dirección y nadó hacia ella, rezando porque fuera la de la superficie. Sus pulmones seguían reclamándole aire a gritos y su frente estaba a punto de reventar de dolor cuando al fin consiguió sacar la cabeza fuera del agua. Pero apenas había diferencia entre la oscuridad líquida de la que había logrado escapar con tanto esfuerzo y las tinieblas de la tormenta en el exterior. Podía oír los lamentos lejanos de sus compañeros, tan desesperados que se percibían incluso por encima del fragor del viento y del mar.

Una ola lo alcanzó y lo hizo girar sobre sí mismo. Tragó más agua, pero sintió un asomo de esperanza, pues no había sido una ondulación sino una verdadera ola rompiendo. Eso significaba que la costa no podía estar muy lejos, y se puso a nadar con todas sus fuerzas en la dirección que le había marcado. Luchó contra el mar agitando brazos y piernas, durante un tiempo que se le hizo interminable… hasta que sus rodillas chocaron contra algo sólido. ¡Suelo firme! Rodó sobre él y se golpeó la cabeza contra la arena. Una ola lo abofeteó y le hizo gritar de rabia. Sacando fuerzas de no sabía dónde, logró ponerse en pie y braceó hacia la costa. La veía ahora a unos pasos ante él, pero podía hallarse al otro extremo del mundo. Otra ola lo atrapó al retirarse e intentó arrastrarlo hacia la profundidad. El mar era como un monstruo dotado de razón que se negara a dejar escapar aquella presa.

Clavó sus pies en el fondo y avanzó con obstinación, un paso y luego otro, inclinando su cuerpo hacia delante. Ya estaba casi fuera cuando vio un brazo alzarse implorando su ayuda. Reconoció a Jamîl, que se debatía entra la espuma mientras intentaba arrastrar el cuerpo de Ahmed hacia la playa. Fue hacia él. El muchacho estaba ya agotado, a punto de rendirse, pero era increíble que su pequeño cuerpo hubiera tenido la energía para llevar a su antiguo amo hacia la salvación.

Ahmed estaba inconsciente y Lisán lo sujetó por debajo de las axilas.

– ¡Vamos, chico! -le gritó al muchacho-. ¡Hacia la playa!

Los dos juntos tiraron entonces de Ahmed, sin mirar más allá de un palmo por delante, concentrándose sólo en llegar. Avanzaron despacio, empujándose como podían contra el blando lecho de la orilla.

Cuando lograron salir del mar se derrumbaron agotados y sin aliento, tosiendo y escupiendo sobre la arena. Lisán alzó un poco la cabeza y distinguió la silueta de varios hombres que gateaban por la playa. Pensó que, gracias a Dios, no eran los únicos supervivientes.

6

Ahmed agonizaba.

Apenas había entreabierto unos ojos consumidos y miraba a su amigo sin reconocerlo. Extendió una mano hacia él y musitó una palabra, el nombre de una mujer. Lisán creyó oír «Fátima», porque así se llamaba su madre, pero no hubiera podido asegurarlo. Había masajeado el pecho de Ahmed, tal y como había visto hacer a los pescadores cuando rescataban a algún náufrago de las aguas. También había soplado aire en sus pulmones, pero todo había resultado inútil, y sentía cómo los latidos de su corazón eran cada vez más débiles. Ni siquiera había recobrado la conciencia y se encaminaba ya hacia otro lugar muy lejano.

Jamîl lloraba angustiado. Tenía el rostro cubierto por la arena de aquella playa extraña, y sus lágrimas y sus mocos se mezclaban con ella.

Lisán apretó a Ahmed contra su pecho y lloró también.

– ¿Qué te he hecho, hermano? -repetía una y otra vez.

Recordaba todos los momentos que había compartido con aquel hombre desde que eran niños: los juegos, las aventuras juveniles, la indestructible amistad que habían sentido el uno por el otro y que les había hecho firmar su contrato de hermandad. No podía aceptar que todo terminara allí, en aquella playa desolada y desconocida a la que él lo había arrastrado.

Jamîl estaba destrozado de dolor y Lisán se dijo que debía mantener su temple ante el muchacho. Depositó a su amigo sobre la arena, con exquisito cuidado.

Tomó una de sus manos y le susurró:

– Prepárate para la muerte, hermano, pues ya viene. Pero no sientas temor, porque siempre has sido obediente y sincero hacia Dios. Pasarás el umbral como un destello de luz o como un viento y tu alma seguirá adelante.

El pecho de Ahmed se elevó en un último suspiro y quedó quieto.

Lisán acarició el rostro de su amigo y cerró sus ojos.

– Oh Allah, él es Tu esclavo, hijo de Tu esclavo y de Tu esclava… -dijo mientras las lágrimas corrían por sus mejillas-. Él solía dar testimonio de que no hay más Dios que Tú, y de que Muhammad es Tu esclavo y Tu Mensajero… Oh Allah, si obró bien, recompensa su buena acción, y si obró erróneamente, no tengas en cuenta sus acciones equivocadas. Te suplico que le otorgues un sello de bondad a mi hermano y que se le dé a beber de la Fuente de la Dicha hasta el Día de la Reunión…

Yusuf ibn Sarray se acercó. Dirigió una única mirada hacia el cuerpo sin vida de Ahmed.

– ¿Vosotros dos estáis bien? -preguntó.

– ¿Qué? -Lisán alzó la vista hacia el Sarray.

Se sentía atontado, incapaz de valorar aún todo lo que había perdido.

– Venid, debemos reagruparnos en una posición defensiva.

– ¿Por qué?

Yusuf señaló hacia el linde de la jungla y dijo:

– No estamos solos, alguien se oculta entre esos árboles. Venid.

– ¡Debemos enterrarlo! -suplicó Jamîl.

– Cuando amanezca nos ocuparemos todos de eso. Hay muchos cadáveres en esta playa que también merecen descansar bajo tierra.

Siguieron en silencio al Sarray. Había que ir con cuidado para no tropezar. Era noche cerrada, casi no veían dónde ponían los pies y la arena estaba repleta de ramas arrancadas por el vendaval y trozos de madera de la desdichada Taqwa. Lisán volvió la cabeza hacia la línea dibujada contra el cielo por las copas de aquellos árboles oscuros, el límite de una jungla espesísima que llegaba hasta la misma orilla del océano. El cielo seguía cubierto de nubes, iluminadas de vez en cuando por lejanos relámpagos, y las olas golpeaban la playa a unos pasos de ellos, pero parecía que lo peor de la tormenta había pasado ya.

Jamîl tropezó con algo y cayó de bruces.

Era el cadáver de uno de los marinos turcos, con el vientre hinchado y los ojos desorbitados. El mar había arrojado algo más que restos de madera en la playa. Lisán dio la vuelta al cuerpo de aquel desdichado y ayudó a levantarse al aterrorizado Jamîl.

– Vamos, hijo -le dijo-. Por la mañana les daremos sepultura a todos.

Llegaron al lugar donde se había congregado el pequeño grupo de supervivientes. Un puñado de hombres de aspecto desdichado que se apretaban sentados en círculo sobre la arena. Lisán contó cinco marinos turcos y siete guerreros Sarray. Piri no estaba entre los turcos. Sí vio, en cambio, al viejo vizcaíno, en el centro del grupo, acuclillado con la cabeza entre las piernas. Recordó a Baba y a los doce que lo habían acompañado en el batel. Era imposible que sobrevivieran cuando la Taqwa fue empujada por aquella ola gigante y los arrastró con ella. Se volvió hacia el mar, al que podía oír pero no ver, y que aquella noche se había tragado a tantos hombres. Luego contempló de nuevo la línea oscura de la selva contra el cielo.

– ¿Dices que alguien se oculta entre los árboles? -preguntó a Yusuf.

– Así es. Shihab distinguió a la luz de uno de los relámpagos cómo se agazapaba una figura entre el follaje.

– Fue sólo un momento -dijo Shihab, que era uno de los Sarray-, pero pude verlo con claridad.

Aquellos Sarray que habían logrado salvar sus espadas las llevaban desenvainadas. El reflejo de sus hojas curvas destellaba de vez en cuando en la oscuridad.

– Si nos han visto y se ocultan, y no han acudido a ayudarnos, es que son nuestros enemigos -dijo Yusuf.

Lisán clavó los ojos en la jungla e intentó que atravesaran aquella oscuridad.

– Quizás era un animal -aventuró.

– Era un hombre -dijo Shihab-. Al menos tenía las formas y los miembros de un hombre.

– Algunos animales de Guinea son en todo parecidos a hombres. Con la diferencia de que tienen el cuerpo cubierto de pelo y unos colmillos que te pueden arrancar la cabeza de un mordisco.

Era Ignacio quien había hablado. Su voz era temblorosa y débil.

– Shihab -dijo Yusuf ignorándole-, ve con Ismail y Hubal. Averigua qué se oculta entre los árboles.

Tres figuras se separaron del grupo de la playa y se encaminaron hacia el límite de la jungla. Avanzaban despacio, empuñando sus espadas, como si fueran talismanes sagrados capaces de protegerlos de cualquier mal. Lisán los vio marchar durante un rato, hasta que las siluetas de sus espaldas se fundieron con la oscuridad.

Desde el centro del círculo de náufragos, Ignacio sollozó:

– Todo es culpa mía… ¡Yo soy único responsable de esta desdicha!

El vizcaíno gateó hacia el lugar donde se sentaban Lisán y Jamîl. Siguió diciendo:

– Mis tres últimos viajes terminaron en naufragio. ¡Y ahora esto!

– ¿De qué estás hablando? -le preguntó Lisán.

– Soy gafe, por eso nadie quería embarcarme cuando me encontraste. No te advertí de ello y ahora estamos aquí perdidos…

– ¿Cómo puedes decir algo semejante? Ha sido un milagro que sobrevivieras mientras tantos hombres jóvenes y fuertes han perecido. Has tenido mucha suerte, dale gracias a Dios por ella.

– No lo entiendes, no. -Ignacio sacudió la cabeza-. Yo siempre he salido con bien de los naufragios, pero los que me acompañaban perecieron. Ésa es mi maldición.

Algunos Sarray se volvieron al oír las palabras de Ignacio y le dirigieron hoscas miradas. Lisán consideró que era una suerte que estuviera hablando en castellano y que los marinos turcos no pudieran entenderle. No era difícil imaginar cómo reaccionarían.

– Esa tormenta no fue cosa tuya -dijo Lisán-. Nunca había visto nada igual. Ningún hombre puede ser responsable de algo así.

Uno de los Sarray se dirigió a Lisán:

– Yo tampoco había visto jamás una tormenta como ésa. Se diría que fue cosa de brujería.

A Lisán no le gustaba el cariz que estaban tomando las cosas. Si el miedo supersticioso se apoderaba de ellos, todo se iba a complicar aún más. ¿Por qué aquel estúpido vizcaíno no cerraba su bocaza de una vez?

– No hay brujería aquí -dijo-. Sólo un mundo que desconocemos.

– Espera, primo -susurró Ismail, deteniéndose de repente-. He visto moverse algo ahí delante.

Shihab, que caminaba al frente del pequeño grupo, se volvió hacia él y dijo entre dientes:

– Vamos, eso es precisamente lo que tenemos que averiguar.

– ¡Es una locura meternos en esa jungla si hay una fiera oculta tras los árboles!

– Tiene razón -dijo Hubal retrocediendo un poco-. Es imposible luchar si apenas vemos a un paso frente a nosotros.

– Los dos habéis oído las órdenes de Yusuf igual que yo. No vamos a entrar en la selva, sólo nos acercaremos al linde para ver si se trata de nativos.

– Si hay alguien ahí y quiere ocultarse -objetó Ismail-, sus motivos tendrá, digo yo.

Shihab sintió que la ira se agolpaba en su garganta. Lo que menos le apetecía en ese momento era ser arrastrado a una discusión de ese tipo. Tragó saliva y comprendió que sentía algo más que ira. Hubal era joven y fuerte; Ismail, fibroso y astuto como una comadreja. Eran dos de los mejores guerreros Sarray, pero evidentemente estaban asustados. Tanto como él mismo. Ninguno de ellos quería estar allí, pero ya no tenían elección. Cuando se es un miembro menor de una familia tan importante como los Banu Sarray se acaba aceptando que el propio destino está en muchas manos, además de las de Allah.

– ¿Por qué no le dijiste eso a Yusuf cuando te ordenó que me acompañaras?

El faquih. Él era el único culpable de toda esta desdicha. Su padre tenía razón cuando le decía que desconfiara de los eruditos, que ellos únicamente habían traído problemas al Islam.

– Sólo intento ser razonable…

– Ya pasó ese momento, ahora limítate a obedecer mis…

Un relámpago surgió de la oscuridad y atrapó a Shihab.

Ismail y Hubal apenas tuvieron una fugaz visión de una piel moteada, unas fauces abiertas y unos ojos llameantes de furia animal. Ni siquiera oyeron gritar a Shihab, la criatura lo rodeó con unos brazos que parecían humanos, pero que acababan en unas garras de fiera, y lo arrastró con ella a las tinieblas. Los dos Sarray contemplaron atónitos la espada de su amigo tirada sobre la arena, la única señal que había quedado de su presencia allí. Se miraron el uno al otro durante un instante, dieron media vuelta y echaron a correr.

No pararon hasta que alcanzaron el apretado grupo de supervivientes. Se dejaron caer en la arena, jadeando sin resuello.

– ¿Qué ha sucedido? -les exigió Yusuf-. ¿Y Shihab?

Hubal estaba tan aterrorizado que no podía articular palabra. Ismail cerró los ojos y luchó por tranquilizarse, aunque sentía su corazón saltándole en el pecho.

– Era un tigre… -dijo-. ¡Un tigre que andaba como un hombre! Estaba oculto en el follaje y cuando nos acercamos… atrapó a Shihab. Fue visto y no visto. No tuvimos oportunidad de ayudarle…, lo agarró y se lo llevó con él. Así, sin más. Desapareció.

Lisán miró hacia la jungla, hacia el muro de tinieblas que se levantaba frente a ellos. El viento agitó las hojas, arrancándoles un murmullo siniestro. De repente, sintió que estaba poblada de espectros y monstruos espeluznantes.

7

La luz del alba apenas se anunciaba por el Oriente. El cielo había quedado despejado por completo de nubes y los náufragos vieron aparecer el tétrico brillo del cometa sobre sus cabezas. Su luz grisácea reveló la selva que se alzaba frente a ellos y le dio el aspecto insólito de una alucinación. El mar se iba llenando de la luz del amanecer y parecía puro y tranquilo. Los horrores de la noche pasada eran ahora sólo turbias pesadillas.

Los náufragos obligaron a levantarse a sus cuerpos maltrechos y entumecidos. Caminaron como almas en pena hacia la orilla, con la intención de realizar el wudú [12] con agua de mar, que era la única que tenían al alcance. Estaba casi media legua más lejos que la noche anterior, y la arena que había quedado expuesta se veía salpicada de pequeñas lagunas dejadas atrás por la marea.

– ¡Venid todos aquí! -gritó Ismail agitando los brazos-. ¡Este charco es de agua dulce!

Lisán pensó que el terror y el cansancio habían acabado por hacerle perder la cordura al Sarray. Pero cuando todos se acercaron al lugar que señalaba, comprobaron que, en efecto, era agua fresca y dulce lo que nacía burbujeando directamente de la arena. Ignacio, que iba con ellos, intentó lanzarse de cabeza a aquel charco, pero Yusuf lo atrapó por el pescuezo y lo empujó a un lado sin contemplaciones.

Sin darse tiempo a considerar cómo ni por qué, Lisán realizó sus abluciones en compañía de sus hermanos en la fe, con aquella milagrosa agua, pura y perfecta. Inmediatamente, andalusíes y turcos empezaron a rezar con el rostro vuelto hacia donde nacía el sol, para darle gracias a Dios por haberles salvado la vida. Cuando terminó el salat, las series de inclinaciones, postraciones y posturas en adoración a Allah, Yusuf se volvió hacia el vizcaíno, que lo miraba con su único ojo reluciendo de resentimiento, y le dijo:

– Ahora puedes beber, infiel.

Todos bebieron como leones abrevando en un oasis, entre risas de incredulidad y gritos de júbilo.

– ¡Es un milagro! -exclamó Yusuf, mientras el agua le corría por las barbas-. El mar ha dejado tras de sí un charco de agua dulce para que podamos realizar correctamente nuestras oraciones. Esto es una señal cierta de que van a ser escuchadas.

– Se trata de un manantial que queda cubierto por el mar cuando la marea sube -dijo Lisán, después de considerarlo un momento-. Ciertamente, Allah no nos olvida y esto nos da una nueva esperanza…

– Si, faquih, pero… ¿dónde estamos?

¿Dónde estaban? Ésa era la cuestión. En aquel Otro Mundo hacia el que Talos se había dirigido, sin duda. Muy lejos de cualquier tierra conocida y sin medios para regresar a su propio Mundo. La Taqwa yacía en el fondo del océano y sin ella no había esperanza de emprender el camino de vuelta. Quizá tendrían que vivir allí hasta el fin de sus días. Era una perspectiva estremecedora, por eso la presencia de aquel charco de agua dulce había significado tantas cosas para muchos de ellos. Significaba que, sobre todo, aquel Mundo no era ajeno a la bondad de Dios. Quizás aquel charco fuese únicamente un afortunado accidente, pero proporcionaba un débil rayo de esperanza a unos hombres desesperados. Dios los amaba y su mano misericordiosa seguía tendida hacia sus hijos, incluso en aquel lejano Otro Mundo.

– ¡Han desaparecido! -gritó Ismail, aterrorizado, y su grito destruyó de inmediato la ilusión de que las cosas estaban empezando a mejorar-. ¡Los cuerpos de nuestros muertos ya no están sobre la arena!

No es posible, se quiso convencer Lisán. Pero era tal y como el Sarray había anunciado. La playa estaba sembrada por los restos del naufragio, que se mezclaban con las ramas y hojas esparcidas por la tormenta. Pero los cadáveres se habían esfumado, como si hubieran regresado a la vida durante la noche para escapar de aquel paraje. Se volvió a un lado y a otro, buscando con desespero a su hermano muerto. Al no verlo, se sintió presa de una profunda desolación. Se dejó caer de rodillas sobre la arena y rezó:

– Porque huimos de los demonios y el mal, pedimos al Creador que nos ayude contra los demonios y el mal…

– ¿Qué está pasando aquí? -inquirió Hubal con una voz entrecortada por el miedo.

Todos tenían el espanto en los ojos y la mente embotada, sin saber cómo reaccionar ante lo sobrenatural. Lisán sentía que el pavor le encogía el corazón. Era el miedo ante lo desconocido e inesperado. Pensó que aquél era el más profundo de todos los terrores que apresaban al hombre, pues era capaz de hacer estremecerse a la propia alma.

¡En el nombre de Allah! ¿Dónde estamos? ¿A qué costa maligna hemos sido arrastrados? De repente experimentaba la horrible certidumbre de que estaban perdidos en un universo que les era hostil, que les arrebataría hasta la menor esperanza de salvación.

El sol, al trepar por el cielo, iluminó con su luz rojiza una jungla apretada y sofocante que los mantenía confinados en la playa. Era una impresionante masa verde que se extendía en desorden a un lado y a otro, produciendo la impresión de que estaba formada por la copa de un árbol único y desmesurado que cubriera la Tierra entera.

Entonces, desde aquellas profundidades verdes, una tremenda algarabía asustó a los centenares de pájaros que aún dormían en las ramas más altas y les hizo emprender el vuelo a la vez. Las cabezas de todos los náufragos se giraron en esa dirección, y un rumor de asombro circuló entre el grupo. Yusuf señaló con voz grave:

– ¡Mirad ahí!

Varias criaturas horripilantes, mezcla de hombre y bestia, con rostros inhumanos, pero que caminaban sobre dos piernas como haría cualquier hombre, surgieron de la jungla y se situaron frente a los náufragos. Iban cubiertos con pieles de tigre moteado, y sus rostros eran una feroz pesadilla, dominados por grandes ojos desorbitados y fauces abiertas que mostraban unos colmillos amarillentos e hinchadas lenguas rojas.

– ¿Es eso lo que visteis anoche? -preguntó Yusuf sin dejar de mirar a aquellos seres espantosos.

Ismail se rascó la barbilla, cubierta por la barba.

– Así es -dijo-. Pero en la oscuridad tenían otro aspecto.

Aquellos rostros de fiera habían sido hechos para inspirar terror, pero eran sólo máscaras fabricadas con pieles de animales, al igual que las ajustadas vestiduras de aquellos hombres. La luz del día ponía al descubierto el engaño. Sin embargo, componían una imagen sobrecogedora. Avanzaron hacia ellos, rodeándolos con actitud amenazante, sin demostrar el menor temor ante aquellos extranjeros. Se protegían con unos escudos redondos, blandían unas anchas palas de madera cuyo borde estaba erizado de algo que parecían afilados trozos de piedra. Llevaban adornos de plumas de colores brillantes por todo el cuerpo, en brazaletes hechos con tiras de piel alrededor de los brazos o formando apretados penachos sobre sus cabezas.

Lisán distinguió a otros nativos que se movían junto a aquellos terroríficos hombres-tigre. Éstos iban casi desnudos, cubiertos sólo con un pequeño taparrabos, pero lucían los mismos brazaletes y adornos que los hombres-tigre a los que escoltaban. Había dos de estos nativos desnudos por cada uno de los otros y eran los responsables de la algarabía, pues hacían sonar caracolas y pitos de hueso, y proferían estruendosos gritos de guerra golpeándose la boca con la mano.

– ¡Banu Sarray! -gritó Yusuf-. ¡Formad para la batalla!

Los guerreros andalusíes se pusieron en guardia como un solo hombre y agitaron sus espadas en el aire. Su aspecto era miserable, sus ropas estaban destrozadas, pero empuñando aquel acero se sentían capaces de enfrentarse a cualquier enemigo. Apenas eran siete, contando a Yusuf, y aquellos siniestros nativos los superaban en número y armamento, pero si Dios los había destinado a morir peleando, se decían, que así fuera. Los turcos no se quedaron atrás. No tenían otra cosa para defenderse que los pequeños cuchillos que siempre llevaban consigo, pero rebuscaron entre los restos del naufragio y todos hallaron algo que usar como arma, aunque fuera un simple trozo de remo.

– Espera, espera… -le dijo Lisán a Yusuf-. ¿Qué pretendes hacer?

– ¿Qué crees, faquih? Ha pasado el momento de las palabras y las oraciones. Ha llegado la hora de luchar.

– ¡No tenemos ninguna posibilidad! Nos superan en número y armamento.

– Tenemos la ocasión de morir peleando. Alabemos por ello a Allah y a Su infinita bondad… Y ahora, faquih, hazte a un lado y deja que sea el acero quien hable.

8

Ignacio hizo aparecer dos cuchillos de entre sus harapos y le tendió uno a Lisán.

– Seguro que no llevas armas -dijo-. ¿Me equivoco?

– No -le respondió el andalusí, aceptándolo-. Gracias.

– No las des -dijo el vizcaíno con desdén-. No te he dado el cuchillo por nada. Quiero que a cambio hagas algo por mí.

– ¿De qué se trata?

Ignacio señaló con su arma hacia los nativos.

– He conocido a muchos salvajes de Guinea y sé cómo las gastan. Si nos atrapan con vida, me rebanas el cuello… ¿Entendido?

– ¿Quieres que… te mate?

– Eso es.

– ¡Allah misericordioso! -exclamó Lisán-. ¿Por qué?

– Ni tu Dios ni el mío tienen nada que ver con esto. Tú sólo di «sí».

Lisán hizo un distante gesto de asentimiento.

– ¡Dímelo, sarraceno! -gritó el vizcaíno mirándolo fijamente con su único ojo-. ¡Dime que puedo confiar en ti!

– Sí -dijo Lisán-. ¡Maldito seas! Ya te lo he dicho.

Se apartó un poco del piloto y atrajo hacia sí a Jamîl.

– Escucha, muchacho -le dijo-, no te alejes de mi lado.

Lisán decidió que si era necesario moriría por el mawla de Ahmed. Se juró a sí mismo que lo haría. Al menos eso le debía a su hermano. Se preguntó una vez más cuál sería la intención de aquellos hombres disfrazados de bestias y si el vizcaíno estaría en lo cierto al sentir tanto miedo por ser capturado vivo. Observó cómo se situaban frente a ellos, agazapados como auténticos depredadores, cómo hacían sonar las caracolas y lanzaban aullidos, y comprendió que estaban ante algo realmente extraño, algo que no tenía ningún punto de contacto con su cultura y cuyo comportamiento era imposible de predecir.

Yusuf caminaba a un lado y a otro frente al miserable grupo de náufragos. Daba grandes zancadas, como un león a punto de ser arrojado a la arena del circo. Agitaba nervioso su espada jineta mientras se preguntaba qué esperaban aquellos salvajes para atacar de una vez, si ésa era su intención.

– ¡Escuchad! -les gritó-. ¡No tenemos necesidad de pelear, hemos venido en son de paz!

No esperaba que sus palabras tuvieran ningún efecto en ellos y no lo tuvieron. Los estudió con cuidado. Habían compuesto una formación en media luna. En los extremos se habían situado los arqueros, que tenían sus dardos preparados. Si empezaban a disparar contra ellos, desprotegidos como estaban en medio de la playa, no iban a necesitar más de una andanada para acabar con todos. Pero, aparentemente, ésa no era su intención. Los arqueros estaban inmóviles como estatuas y del centro de la formación se adelantaron varios de los guerreros cubiertos con pieles de tigre. Avanzaron hacia ellos por la arena, golpeando sus pequeños escudos redondos con sus macanas, desafiándolos a combatir con gestos casi obscenos. El que iba al frente debía de ser el jefe, pues llevaba una especie de mástil de caña atado a la espalda y decorado con penachos de plumas, como un estandarte.

Yusuf se esforzaba por comprender lo que estaba pasando allí. Cada uno de los hombres-tigres iba secundado por dos nativos desarmados y casi desnudos. ¿Sus pajes?… ¿Sus esclavos? Incluso los arqueros tenían al lado a estos lacayos sujetando sus haces de flechas. Los guerreros se habían dispersado un poco, no parecía haber ningún tipo de organización en sus movimientos.

– Buscan combates individuales -dijo en voz alta, comprendiendo.

– ¿Qué? -le preguntó Ismail.

– Fíjate, los arqueros de los extremos cuidan de que no huyamos, y esos fantoches disfrazados han roto la formación y se preparan para combatir, uno a uno, contra nosotros.

– ¿Qué forma de hacer la guerra es ésa?

– No lo sé, pero quizá nos convenga. ¡Que nadie se mueva de donde está! -gritó-. Dejemos que sean ellos los que den el primer paso.

No se hicieron esperar mucho. El hombre-tigre que llevaba el estandarte de plumas a la espalda lanzó un alarido y cargó contra ellos.

Yusuf retrocedió un poco y dijo sin volverse:

– Hubal…, ve a ver qué tal pelean.

El joven Sarray no lo pensó ni un instante. Se encomendó a Allah mientras aferraba su espada jineta en la mano y se lanzó contra el hombre-tigre. El único sentimiento que tenía en ese momento era el de alivio; después de la larga lucha contra el mar, del naufragio y de los miedos de la pasada noche, por fin se encontraba en un terreno que le resultaba familiar. Era un guerrero de al-Andalus y estaba preparado para luchar hasta la muerte si se terciaba, contra los infieles o contra aquellos fantasmones con disfraz de gato. Tanto daba una cosa como la otra.

Los dos hombres cruzaron a la carrera el terreno intermedio y se encontraron en un punto equidistante de los dos grupos. Hubal fue quien lanzó el primer golpe. Descargó su jineta en un amplio arco descendente hacia su enemigo. Éste paró el acero con su escudo y devolvió el ataque con la macana de madera endurecida al fuego, adornada con plumas y con fragmentos de piedra incrustados en su borde.

Ante la abrumadora ferocidad de la respuesta de su oponente, el andalusí no pudo hacer otra cosa que defenderse y retroceder. Cada una de sus acometidas parecía a punto de alcanzarlo, pero lograba interponer siempre la espada en su camino, desviaba la macana por poco, o conseguía detenerla a poca distancia de su cuerpo. Los ojos de su enemigo llameaban con la borrachera del combate. Cargó contra Hubal con un arrebato sanguinario y lo alcanzó en el costado. Le hizo un buen desgarrón en la piel.

El Sarray se llevó la mano a la herida y retrocedió un par de pasos con el rostro contraído de dolor. Su enemigo sonreía malévolamente bajo la máscara de tigre y él observó, horrorizado, que sus dientes eran cónicos y afilados como los de una fiera.

– Allah, alabado sea, me proteja -musitó con un estremecimiento supersticioso que recorrió su espina dorsal.

No era un hombre cobarde, desde luego que no lo era. Una y otra vez, había recorrido las fronteras del reino de Granada defendiéndolas de las razias de los infieles y había luchado contra ellos en más ocasiones de las que podía recordar. Sin temor, espada contra espada y corazón contra corazón, y que Allah decidiera. Pero esto era diferente. Lo sentía en su alma y sus ojos le confirmaban que aquélla era una situación que no podía entender. Se enfrentaba a un enemigo que estaba más allá de cualquier experiencia que hubiera vivido jamás.

Aferró con ambas manos su jineta y volvió a cargar contra la criatura. Esta vez, espada y macana chocaron en el aire. Saltaron chispas al golpear el acero contra el sílex y el arma de Hubal se partió. El andalusí se quedó paralizado por la sorpresa. Sin detenerse, su enemigo giró sobre sí mismo y lo golpeó en pleno rostro. Esta vez no con los cortantes filos de piedra sino con la parte plana de la macana. Aun así, el golpe fue terrible y Hubal cayó hacia atrás, inconsciente, sangrando por la boca y con la nariz destrozada.

El hombre-tigre pasó sobre su enemigo caído y se encaró con los náufragos. Separó los brazos; su arma en una mano, su pequeño escudo en la otra, y lanzó un grito de victoria hacia los que habían contemplado el combate.

Tras él, los dos nativos semidesnudos que lo acompañaban, sus pajes, según había supuesto Yusuf, se lanzaron sobre Hubal. Mientras uno de ellos le ataba las manos con unas delgadas cuerdas, el otro hacía lo propio con sus tobillos. En un instante, y haciendo gala de una extraordinaria pericia, habían apresado al Sarray como a un cordero. Luego, lo agarraron por los cabellos y lo arrastraron por la arena hacia la retaguardia.

Al ver esto, los náufragos empezaron a gritar y muchos quisieron lanzarse a rescatar a su compañero, pero Yusuf les ordenó que se detuvieran.

– Pero… ¿qué van a hacer con Hubal? -preguntó Ismail con la barbilla temblándole de emoción-. ¿Por qué se lo llevan de ese modo?

Lisán también intentaba encontrarle un sentido a todo aquello. Apretó un poco más a Jamîl contra él y miró a Ignacio. El infiel le devolvió una mirada llena de fatalidad. Fuera lo que fuera, lo que estaba pasando allí no podía tener un buen final.

El jefe de los nativos se volvió hacia los suyos. Agitó su arma y su escudo sobre su cabeza y, ante esta señal, varios nativos se lanzaron a la vez contra el apretado grupo de náufragos. Así empezó un combate individual tras otro. Los hombres-tigre penetraron en las filas de los Sarray y turcos, mezclándose las brillantes plumas y pieles amarillas de su atuendo con las ropas desgarradas y oscuras de éstos.

Lisán miraba a su alrededor, extendiendo el cuchillo del infiel frente a sí, intentando comprender lo que estaba sucediendo en medio de aquella gran confusión de cuerpos y armas, golpes y contragolpes, arena y sangre.

Los Sarray demostraron ser unos dignos rivales. A pesar del agotamiento de sus cuerpos, peleaban con maestría haciendo buen uso de sus jinetas. Los turcos, en cambio, armados tan sólo con cuchillos y palos, resultaron una presa fácil para los atacantes. Fueron rápidamente derribados, y los pajes de los hombres-tigre corrieron entre los guerreros para atar a los caídos y arrastrarlos fuera de la zona de combate. Lisán observó que, aunque se produjeron heridas muy aparatosas, nadie había caído muerto hasta el momento. Los hombres-tigre se cuidaban de no golpear con los filos cortantes de sus armas en las zonas vitales de sus oponentes, tan sólo intentaban dejarlos sin sentido y a merced de los pajes.

– No están guerreando con nosotros… -dijo Ignacio con voz tétrica-. ¡Nos están cazando!

Lisán se volvió brevemente hacia él y comprendió que el vizcaíno estaba en lo cierto.

En medio de la confusión, Yusuf buscaba un oponente. No lo vio hasta que un hombre-tigre lo atacó, silencioso pero exudando violencia y furia. Se trataba del líder, aquel que llevaba el estandarte a la espalda y que había peleado con Hubal.

Yusuf esquivó su embestida y retrocedió rápidamente. No estaba dispuesto a cometer los mismos errores que su primo. Se tenía por uno de los mejores espadachines de Granada y estaba dispuesto a demostrarlo allí mismo. Para empezar, era absurdo intentar parar con su espada el golpe de una de aquellas pesadas mazas de madera y trozos de piedra. Tanto como enfrentar un delgado alfanje a una cimitarra de abordaje. El resultado ya lo había experimentado Hubal para su desdicha: su espada se partió y fue rápidamente derrotado.

El guerrero prudente jamás embiste a su enemigo.

Lo observa, avanza y cede…

Hasta que encuentra el hueco para vencer.

El Sarray colocó sus pies en posición; el derecho delante y el izquierdo detrás, con los talones tocándose. Alzó su jineta nasrí hasta alcanzar un ángulo recto con su cuerpo. Poco a poco fue apartando un pie de otro, mientras flexionaba la rodilla derecha y mantenía la pierna izquierda estirada y firme. Levantó su mano izquierda y le ofreció graciosamente a su enemigo un hueco en su defensa.

El salvaje miraba asombrado la planta del andalusí. Ahora era él quien no entendía la estrategia del extranjero, pero vio claramente aquel hueco y acometió dispuesto a acabar rápidamente con él. Yusuf dio un saltito hacia atrás y fintó hábilmente hacia su izquierda. Con su espada desvió con suavidad la macana de su oponente, que buscaba el centro de su pecho. De inmediato, respondió a su ataque y lo hirió en un costado.

– ¡Te atrapé! -exclamó el andalusí sin poder contener su alegría.

Retrocedió y volvió a adoptar su posición de defensa. Trazó un molinete en el aire con la punta de su jineta e invitó al nativo a que atacara nuevamente.

El hombre-tigre cargó ciegamente contra él. Intentaba alcanzar al Sarray, mientras que éste se limitaba a retroceder y a sortear con asombrosa flexibilidad, esperando el momento apropiado para volver a situar una estocada. Pero, mientras retrocedía, tropezó con un madero y cayó de espaldas. Su oponente saltó sobre él, Yusuf rodó por la arena para esquivarlo y luego gateó hasta donde había caído su espada. La cogió justo cuando el hombre-tigre le descargaba un nuevo golpe. Lo evitó y lanzó arena hacia los ojos de su contrario.

Tuvo el tiempo justo para ponerse en pie. El salvaje se sacudió, atacó con saña silenciosa y Yusuf se vio obligado a recular un poco más. Su enemigo intentó llegarle con un amplio machetazo y puso al descubierto un hueco en su guardia. El Sarray aprovechó para lanzarle otra cuchillada certera que desgarró el peto de piel moteada y la carne del hombre-tigre, hasta dejar el blanco de una de sus costillas al descubierto.

– Esta vez te he tocado bien -dijo el andalusí respirando pesadamente. Ya no había alegría en sus palabras, tan sólo alivio de que el combate fuera a acabar.

Pero aquella herida tremenda no causó ninguna reacción en su enemigo, que continuó atacando. Yusuf se defendió atónito, pensando que quizás aquel hombre estaba bajo una emoción tal que le impedía sentir dolor. En ocasiones había visto este tipo de sucesos en el campo de batalla, pero finalmente la pérdida de sangre siempre obligaba al herido a reaccionar como tal. Siguió sorteando los golpes del nativo, con la esperanza de que cayera al suelo de un momento a otro.

Un hombre-tigre chocó contra Ignacio y lo derribó de un mazazo. El vizcaíno, sangrando por la sien y la boca, gateó hacia Lisán.

– ¡Hazlo ahora! -gritó-. ¡Acaba conmigo, sarraceno!

Lisán se apartó de él y abrazó a Jamîl. En aquel momento de absoluta tensión, no tenía otro pensamiento que proteger al muchacho.

El hombre-tigre puso un pie sobre la espalda de Ignacio y lo dejó sin sentido de un garrotazo con el plano de su macana. Luego, pasó sobre el cuerpo del vizcaíno y se enfrentó a Lisán. Éste alzó torpemente su cuchillo con una mano mientras sujetaba al muchacho con la otra. Con una mueca de desprecio, el hombre-tigre lo golpeó en la muñeca y el cuchillo voló lejos. Lisán se apretó con fuerza los labios de la herida. Su enemigo saltó junto a él y le asestó un puñetazo en el vientre. El faquih se dobló, derrotado y sin respiración.

Yusuf se había cansado de esperar a que el jefe de los hombres-tigre se derrumbara. En realidad, parecía tan fresco como al inicio del combate, mientras que él respiraba con dificultad y notaba las piernas como pesados rollos de trapo. Pasado el primer momento de euforia por la batalla, el cansancio de los días de lucha contra el mar se apoderaba de su cuerpo. Y la furia primitiva del nativo igualaba su destreza con la espada.

Sus movimientos se tornaron más lentos y torpes, y el hombre-tigre estuvo a punto de alcanzarlo. A Yusuf no le quedó más remedio que interponer su acero para detener un golpe que iba dirigido contra su rostro y, tal y como le había sucedido a Hubal antes, su jineta se partió. Yusuf retrocedió, aturdido, sosteniendo la inútil empuñadura de la que sobresalían dos pulgadas de acero. Era el único náufrago que seguía en pie. El resto de sus compañeros yacían sobre la arena, inconscientes o heridos, pero todos atados como borregos. Poco a poco, los salvajes habían ido formando un círculo alrededor de los dos únicos hombres que seguían luchando.

Desconcertado y furioso, arrojó hacia su enemigo la empuñadura con el trozo de espada rota. El nativo la esquivó sin dificultad y contempló al desarmado Yusuf, mientras ladeaba la cabeza con una actitud semejante a la de un lobo asombrado ante el extraño comportamiento de un conejo. Luego le lanzó su macana, que voló por el aire para ir a clavarse en la arena, justo frente al Sarray. Miró fijamente el arma, medio enterrada junto a sus pies, y se agachó lentamente para recogerla. La sopesó: grande e incómoda como había supuesto.

Mientras tanto, otro de los guerreros-tigre le había entregado otra macana a su jefe. Cansado de esperar el ataque de Yusuf, el salvaje le lanzó un patadón de arena y soltó una carcajada desafiante. El andalusí cargó contra el nativo, que detuvo sin dificultad su embestida, interponiendo su pequeño escudo, y respondió con un mazazo demoledor al pecho del Sarray. Yusuf cayó hacia atrás y quedó sentado sobre la arena, tosiendo.

El hombre-tigre se paró frente a él, respirando profundamente. Luego, le dio la espalda y se volvió hacia los otros nativos que miraban el combate. Gritó su victoria agitando los brazos en el aire. Sus compañeros le respondieron con entusiasmo, jaleándolo a su vez con más palabras incomprensibles en su extraño idioma.

En el suelo, Yusuf se apretaba el pecho dolorido. Quizá tenía una costilla rota. Sus ojos llameaban mirando la espalda desprotegida de su enemigo. Por un instante pareció que iba a saltar sobre él. Pero siguió allí, tendido sobre la arena, agotado, hasta que los pajes se acercaron para atarlo de pies y manos.

9

Baba tenía un último recuerdo del batel desintegrándose bajo sus pies. Luego una larga serie de imágenes que eran indistinguibles de una pesadilla, con el agua entrando en sus pulmones, su cuerpo zarandeado por las olas, retazos de un cielo negro cubierto de nubes y relámpagos, momentos de oscuridad absoluta y líquida, mientras sentía que su cuerpo se hundía sin remedio. Y, finalmente, las olas lo empujaron contra la arena, lo hicieron rodar como un tronco cubierto de algas, como una piltrafa arrojada por el mar. Tosió y escupió el agua salada que se le había metido en la garganta. Gateó alejándose de la orilla, sin distinguir nada frente a él, y se dejó caer en medio de la nada, rodeado de oscuridad y silencio.

El sol en su rostro lo despertó y vio que había dos figuras de pie frente a él. El fuerte contraluz únicamente le permitió distinguir unas siluetas negras.

– Estás vivo -dijo una de ellas.

Lo sujetaron por los brazos y lo arrastraron por la arena, hasta una sombra bajo los árboles en el linde del bosque. Eran Jabbar y Dragut, demacrados, con las ropas hechas jirones.

– ¿Sois los únicos supervivientes?

– Eso pensábamos, hasta que te encontramos a ti -dijo Dragut-. Cuando el batel se rompió nos agarramos el uno al otro y el mar nos arrastró. Desde el amanecer venimos caminando por la playa.

– Nunca he visto bosques como éstos -añadió Jabbar con la expresión de desconcierto que era habitual en él.

Baba escudriñó el cielo. Las nubes habían desaparecido y el sol brillaba casi en el cenit. Le escocía la cara. Se llevó las manos al rostro y se tocó con cuidado las mejillas y la frente.

– El sol te estaba quemando, Baba -dijo Dragut.

– Nunca me ha gustado demasiado el sol… y tengo la garganta abrasada por la sal.

Jabbar le ofreció un coco. Los dos turcos conservaban sus cuchillos y con ellos habían practicado un agujero en su corteza para que pudiera beber el agua que contenía. Baba tragó el líquido dulzón con calma y luego se puso en pie para contemplar la playa de un lado a otro. No había ningún resto del naufragio. La arena era muy blanca y estaba sembrada de cocos y ramas desprendidas de las palmeras.

– Parece ser que fuimos arrastrados lejos de la Taqwa -dijo.

– Todos vimos lo que sucedió -le respondió Dragut-. Una ola gigante agarró a la vieja carraca y la lanzó contra la costa como si se tratara de un panecillo. Me pregunto dónde estamos realmente.

– Hemos llegado a una tierra desconocida -dijo Baba-, y lo primero es buscar lo imprescindible para sobrevivir: comida y agua, pues no podremos subsistir mucho tiempo con esas frutas como único alimento. Debemos encontrar una corriente de agua dulce. Después, podemos remontarla e internarnos por su cauce para explorar la selva.

– ¿Qué esperas encontrar? -dijo el turco, que no las tenía todas consigo-. Parece un lugar terrorífico. Antes oímos aullidos que provenían de su interior.

– ¿Quieres quedarte en esta playa para siempre, Dragut?

El aludido negó con la cabeza.

– Entonces tendremos que encontrar nativos que nos ayuden a construir una nueva embarcación con la que regresar a nuestra tierra.

– Yo creo que lo mejor sería intentar capturar un barco de pescadores y obligar a su tripulación a que nos lleven hasta el continente -dijo Jabbar-. Las tropas del sultán no deben de estar muy lejos.

Dragut miró imperturbable, durante un momento, a su compañero. Al parecer dudaba sobre si debía o no aclararle las cosas. Debió de decidir en contra, porque se volvió hacia Baba.

– Quién sabe qué clase de gente vive en este lugar -dijo.

El mameluco alzó la vista. Miles de pájaros revoloteaban frenéticos por encima de sus cabezas, escabulléndose entre las copas de los árboles y lanzándose como piedras con alas hacia el mar. Nunca había visto tantas aves juntas y echó de menos un arco y unos dardos con los que bajar unas cuantas al suelo y poder así comer algo de carne. La boca se le hizo agua con ese pensamiento y le provocó retortijones de ansiedad en el estómago. Golpeó el coco contra el tronco de una palmera y lo partió en dos. Luego alivió en parte su hambre tragando unos buenos trozos de pulpa.

– Mañana iremos a ver -dijo mientras masticaba-. De momento intentaremos encontrar alimento cerca del mar.

Empezaron a caminar por la playa. Apenas habían recorrido media legua cuando vieron un pájaro de gran tamaño parado cerca de la orilla. Tenía un gran pico y lo introducía una y otra vez en el agua, rebuscando algo en la arena. Dragut y Jabbar saltaron hacia él. El ave desplegó sus alas, amplias como dos hombres juntos, y empezó a correr por encima del agua sin acabar de remontar el vuelo. Dragut pronto abandonó la persecución y regresó jadeando para desplomarse en la orilla, pero Jabbar no se dio por vencido hasta que por fin echó a volar y se perdió en las alturas. Baba se acercó al lugar donde había estado escarbando. Metió la mano en la arena, y sacó de ella un verdadero tesoro en forma de caracoles y almejas.

– Quizá no sean alimentos halal [13] -dijo-, pero no se puede negar que nuestra situación es de extrema necesidad.

Así que pasaron el resto de la jornada intentando capturar algo vivo, cualquier cosa que llevarse a la boca en los grandes charcos que la marea abandonaba en su repliegue. Al anochecer, los tres seguían con el mismo aspecto patético y derrotado, pero al menos tenían el estómago lleno con la carne de los mariscos. Desde el borde de la selva, contemplaron cómo el sol se ponía sobre aquella playa que se les antojaba infinita. Miles de aves seguían revoloteando sobre sus cabezas y, a su espalda, oían los alaridos procedentes de animales ocultos en la jungla.

– Ahora me parece buena idea lo de internarnos en el bosque. No me imagino comiendo esta porquería el resto de…

Baba lo había interrumpido colocando la palma de su mano sobre la boca de Dragut. ¿Qué pasa?, preguntó el turco con un gesto.

Baba señaló hacia la playa. Cada vez estaba más oscuro y no venía otra luz del cielo que la de las estrellas y el fantasmagórico cometa. Pero la figura del hombre que caminaba por la orilla, destacada contra el espejo negro del mar, era perfectamente visible. Los tres se dirigieron sigilosamente hacia él. Dragut y Jabbar llevaban sus cuchillos en las manos, Baba se había procurado una rama bastante gruesa y pesada. El hombre de la orilla avanzó unos pasos más antes de advertir su presencia. Entonces se volvió hacia ellos y les hizo frente.

– Tranquilo -dijo Dragut-. No pretendemos causarte ningún mal.

– Pues se diría que son otras vuestras intenciones -dijo el recién llegado.

Baba y los dos turcos se detuvieron asombrados. Habían reconocido sin dificultad aquella voz.

– ¡Piri! -exclamó Baba-. Te dábamos por muerto.

Ofrecieron al antiguo capitán de la Taqwa una cena a base de mariscos crudos y agua de coco. Él les contó cómo había caído por la borda de la carraca cuando ésta fue alcanzada por la gran ola que la estrelló contra la costa. Luego fue arrastrado por la corriente y a duras penas consiguió llegar a tierra firme. Estaba desorientado y separado del resto de sus compañeros. Sabía que muchos perecieron ahogados, pero tenía la esperanza de encontrar a alguien con vida si seguía caminando por la playa.

– Dragut y Jabbar no han dado con restos del naufragio ni con ningún otro superviviente -dijo Baba-. Tampoco hemos hallado algún riachuelo que nos procure agua fresca u otra cosa que comer más que estos miserables caracoles.

– Quizá debamos meternos en la selva, como quiere Baba -dijo Dragut-. Siempre estamos a tiempo de regresar a la playa si nos falta la comida.

El joven turco se tumbó sobre la arena y cerró los ojos.

– ¿Os parece que tomemos mañana esa decisión? He caminado durante gran parte del día y ahora deseo descansar.

– Por supuesto -dijo Baba-, mañana lo hablaremos.

10

Los pajes de los hombres-tigre habían atado a los náufragos, sujetándoles una mano a la cabeza con un cepo retorcido, más incómodo que doloroso, y luego se habían dedicado a atender sus heridas. Con gran habilidad cosieron los cortes abiertos por las armas de sus señores, utilizando para ello la afilada espina de alguna planta y cabellos recién arrancados de sus propias cabezas. Les aplicaron un ungüento de color amarillo que despedía un intenso olor a azufre.

Uno de los nativos unía los labios del corte en la muñeca de Lisán, mientras no dejaba de parlotear en su lengua extraña y gutural. Incapaz de entender nada de lo que decía, el faquih se dedicó a estudiarlo con detenimiento. No aparentaba más de veinte años, aunque ese detalle era difícil de precisar en los rostros lampiños y aniñados de aquellos hombres. Lo que más llamaba la atención eran sus orejas, desgarradas por innumerables cortes, deformadas hasta tal punto que era difícil reconocerlas como humanas.

– ¡Ahora sé! -le dijo Ignacio que estaba a su lado-. Hemos tenido la mala fortuna de ir a parar al mundo de los Inclusi del Anticristo. Su lengua es tan mortífera como las llamas del dragón… Monstruos que no hablan, sino que silban, y que comen serpientes crudas. Cinocéfalos que ladran, aunque sus ladridos parezcan palabras humanas. Se dice que, si aprendes la lengua de los Inclusi, te conviertes también en un demonio. Debemos cerrar nuestros oídos y rezar a Dios para que nuestra vida se acabe antes de que llegue ese momento…

Los hombres-tigre paseaban, observando a los prisioneros mientras éstos eran atendidos por sus pajes. La piel oscura de algunos de los turcos parecía fascinarlos, pero cuando vieron a Jamîl se pararon ante él asombrados. Uno de ellos le ordenó algo a uno de sus sirvientes. Éste se arrodilló de inmediato junto al muchacho negro y, mojando un trozo de tela con saliva, empezó a frotarle la piel de la frente. Jamîl respingó, pero estaba tan aterrorizado que no se atrevió a decir nada.

Otro de los guerreros se detuvo frente a Ignacio y contempló al viejo piloto, ladeando la cabeza como haría un perro curioso. Con una mano, lo agarró por el cepo y lo obligó a ponerse en pie. Acercó su rostro al suyo y estudió fascinado el ojo falso del vizcaíno. Sin ningún reparo, metió un dedo en la cuenca y se lo arrancó. Luego empujó a Ignacio contra la arena. El salvaje rió con la inocencia de un niño al ver aquel ojo de porcelana mirándolo desde la palma de la mano. Enrojeciendo de rabia Ignacio trató de alzarse sobre una rodilla y recuperar lo que su enemigo le había arrebatado. El golpe de plano de una macana entre los omóplatos le hizo escupir sangre sobre el suelo. Apretó los dientes y gritó con el poco resuello que le quedaba:

– ¡Hijo de perra! ¡Devuélveme eso, maldito hijo de puta!

Lisán, que estaba a su lado, intentó calmar la ira del vizcaíno con palabras.

– Ignacio, déjalo -le dijo-. No te pongas en pie.

El vizcaíno no le hizo caso. Trató de incorporarse de nuevo, pero la presa que le inmovilizaba el brazo le provocó una descarga de agonía que corrió por su espalda.

– ¡Malditos hijos de puta! -gritó.

– ¿Te has vuelto loco o quieres que nos maten a todos? -le dijo Yusuf, que estaba arrodillado sobre la arena unos pasos más allá.

Lisán pensó que hasta los animales sabían cuándo era el momento de parar, y rezó para que al vizcaíno le entrara algo de razón en su espeso seso.

Ignacio no escuchaba otra voz que la de su propia furia. Logró alcanzar con sus dedos una de las piernas del hombre-tigre plantado frente a él e intentó apoyarse en ella para levantarse. El nativo apartó la pierna y luego descargó una salvaje patada en las costillas del viejo. Ignacio cayó de bruces sobre el suelo, la cara y la frente manchadas de arena y los cabellos sudorosos.

– Malditos… -dijo, escupiendo sangre, y se derrumbó inconsciente.

Inmediatamente, los pajes revisaron a los prisioneros mientras sus señores vigilaban unos pasos más allá. Encontraron varios cuchillos que algunos turcos habían logrado ocultar entre sus harapos. Los despojaron de ellos y los arrojaron al montón que habían formado con las espadas de los Sarray. El acero fascinaba a los hombres-tigre. Lisán los había visto tocarlo como a algo mágico; y mirar, asombrados, su reflejo en las hojas de las jinetas. Y, sin embargo, conocían el metal, pues algunos llevaban unas pequeñas hachas de cobre colgadas al cinto.

Uno de los pajes se inclinó sobre el faquih y empezó a registrarlo. No tardó en encontrar algo que Lisán ni se había tomado la molestia de ocultar, pues casi lo había olvidado. Era un milagro que no lo hubiera perdido durante el naufragio.

El paje arrancó el disco de oro que colgaba del cuello de Lisán y lo alzó en alto para que su señor lo viera. Varios hombres-tigre se acercaron para contemplar aquel objeto. Uno de ellos lo tomó y lo hizo girar entre sus dedos, estudiando con cuidado cada una de las inscripciones grabadas. Luego se volvió hacia el faquih, atado y arrodillado frente a él, y dijo:

H-uuch-been uinicoob!

Lisán alzó la vista hacia aquel hombre cuyo rostro estaba cubierto por una horrenda máscara de tigre. Ya era de noche y sus ojos brillaban siniestramente en el fondo de unas cuencas rodeadas de piel moteada.

Bix a k'aaba'? -le preguntó.

– No puedo entenderte -dijo cansado, casi sin alzar los ojos.

El hombre-tigre le acercó el disco de oro al rostro y repitió su pregunta. Esta vez el faquih guardó silencio. Cerró los ojos y esperó recibir un trato semejante al que había dejado sin sentido al vizcaíno. Pero no pasó nada. Al abrirlos de nuevo vio que el salvaje había retrocedido unos pasos. Seguía sujetando el disco en su mano derecha, pero ahora tenía la cabeza echada hacia atrás y contemplaba el cielo que se iba llenando de estrellas.

X-ciichpam zac! -gritó señalando al cometa.

Se llamaron a voces entre ellos y el que parecía el jefe indicó el cuerpo inerte del viejo vizcaíno. Sujetándolo por los pies, lo arrastraron por la arena hacia la selva, a la que la noche ya empezaba a transformar en el tétrico muro negro que habían contemplado desde el mar.

No lo volvieron a ver. Los gritos del vizcaíno empezaron unas horas después y se prolongaron hasta casi el amanecer.

Vigilados por los pajes, los náufragos pasaron la noche en vela, tumbados en la arena, con aquellos incómodos cepos, torturados por los alaridos de la inimaginable agonía del vizcaíno. Al lado de Lisán, Jamîl sollozaba lleno de terror.

– ¿Qué le están haciendo, señor? -preguntó al faquih-. ¿Qué le hacen?

Lisán no supo qué decir para calmar al muchacho. Con una de sus manos inmovilizada, ni siquiera pudo taparse los oídos para dejar de oír los lamentos de aquel desdichado.

11

La oscuridad había caído sobre las aguas del Egeo y una brisa fría hizo que Abdul Jabbar se arrimara al hornillo en el que se calentaba un puchero de potaje de habas. Acercó las manos al fuego y las frotó entre sí.

Estaba en la popa de la galera, rodeado por la gente de cabo, los marinos y los jenízaros. Frente a ellos se extendía la crujía donde se alineaba la chusma, doscientos cincuenta galeotes que en ese momento estaban tranquilos en sus bancos. Los remos habían sido alzados y la nave navegaba con buen viento, haciendo uso de sus dos grandes velas triangulares.

Pero todo iba a cambiar a la mañana siguiente.

Durante toda la jornada, Jabbar había visto las decenas de galeras turcas alinearse en el mar, hasta que sus palos formaron un bosque flotante. Sí, iba a ser una gran batalla, la respuesta a las continuas provocaciones de los venecianos. Le habían dicho que sería poco después del amanecer, de modo que buscó un rincón y se tumbó lo mejor que pudo, las piernas dobladas contra el pecho para ocupar el menor espacio posible. Necesitaba dormir para estar fresco para el combate…

La luna en su cuarto menguante estaba suspendida sobre la selva de velas.

Cerró los ojos.

El inconfundible sonido del acero lo despertó, sobresaltado.

Junto a él vio a un hombre afilando un cuchillo contra una piedra. No lo reconoció y rápidamente buscó su propia arma en su cinto. Había desaparecido, y sus ropas se habían transformado en harapos.

– ¿Qué? -dijo Jabbar mirando alrededor, aterrorizado, sin entender nada-. ¿Dónde…?

Estaba en una playa, rodeado de palmeras, y todavía no había amanecido. ¿Cómo era posible?

– Tranquilízate -le dijo el desconocido-. Yo tengo tu cuchillo y te lo devolveré cuando te calmes. Como cada mañana.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Jabbar algo más tranquilo, pues era evidente que aquel hombre era tan turco como él-. ¿Hemos naufragado?

– Sí, y tú recibiste un golpe en la cabeza que te ha hecho perder la memoria.

Se palpó el cráneo rapado y descubrió la larga cicatriz en su parietal. Pero no había sangre ni costras, en realidad parecía una herida muy vieja.

El hombre que estaba junto a él siguió hablando. Su voz se fue transformando en una cantinela, como si refiriera algo repetido muchas veces.

– Desde el último suceso del que tienes memoria han pasado años, pero tu herida te impide recordarlos. Aparte de eso, estás sano. Ahora nos encontramos perdidos en una costa desconocida. -Señaló la playa a su alrededor y a los dos hombres que estaban despertándose un poco más allá-. Ese de ahí es Baba, y ese otro, Piri. Ellos son náufragos como nosotros. Yo soy Dragut.

– ¿Y la batalla?

– Se celebró y ganamos. -Sonrió-. ¿Te empiezas a aclarar? ¿Sí? Ahora voy a devolverte tu cuchillo, te sugiero que le saques filo frotándolo contra una piedra, como hago yo.

– ¿Por qué?

Dragut volvió a señalar.

– ¿Ves esa jungla? En cuanto haya suficiente luz, vamos a intentar abrirnos paso a través de ella.

Mientras Dragut y Jabbar afilaban sus cuchillos, Baba se puso en pie y se desperezó. Echaba de menos la vieja espada de buen acero de Azerbaidzhan que había heredado de su padre, y que había ido a parar al fondo del mar. Allí la imaginó, enredada entre las algas.

El sol empezaba a despuntar tras el horizonte. Durante la noche, una suave lluvia lo había empapado todo de un espeso olor húmedo. La selva aguardaba, como suspendida entre dos mundos, y Baba imaginó millares de ojos ocultos espiándolos desde el follaje. Ojalá tuviera la espada de su padre con él. Durante el día anterior no habían cesado los chillidos y aullidos procedentes de ella. Sin embargo, ahora no se notaba movimiento alguno ni llegaba el más leve sonido, como una bestia inimaginable que acechara, conteniendo la respiración, la entrada del pequeño grupo de humanos.

– ¿Por qué quieres meterte ahí?

Baba se volvió hacia Piri, que seguía tumbado con la espalda contra el tronco de una palmera.

– ¿Cómo dices? -le preguntó.

– ¿No sería mejor esperar aquí, en la playa, hasta que nos encuentren los otros supervivientes? O, mejor aún, buscarlos nosotros.

A pesar de su extraordinaria juventud, Baba siempre había pensado que Piri Muhyi era el más inteligente de los hombres que estaban a sus órdenes. Sin embargo, no le gustaba la forma en que el corsario lo miraba en ese preciso instante.

– ¿Sucede algo? -le preguntó.

– No. Es sólo una cuestión que quisiera que me aclararas.

Baba creyó detectar un tono burlón en las palabras de Piri.

– Considero que es importante que hallemos una fuente de agua dulce. El líquido de esos frutos pronto no será suficiente. ¿Quieres quedarte tú aquí por si llega alguno de nuestros compañeros?

– No. -Piri sonrió de forma leve-. Prefiero acompañarte. Pero pienso que deberíamos dejar a Dragut… Por si aparece alguien.

Baba sostuvo durante un momento la mirada del muchacho, preguntándose hasta qué punto era desafiante.

– Sí, tienes razón -dijo al fin.

Piri asintió:

– Creo que es lo mejor que podemos hacer.

– Vamos entonces. -Dio una palmada-. Veamos que oculta esa jungla.

A Dragut no lo importó demasiado quedarse a la sombra, pero sí el tener que entregar su cuchillo a Piri.

– Lo necesitamos para abrirnos paso por la maleza -le explicó el joven-. Aquí tú no corres ningún peligro.

– ¿Por qué no? ¿Y si aparece una bestia salvaje?

– Entonces poco ibas a poder hacer con ese cuchillo.

– No me gusta quedarme desarmado -repitió Dragut.

– Volveremos antes de que anochezca -le aseguró Baba-. Únicamente vamos a explorar un poco este sitio.

Dragut aceptó de mala gana. Buscó una rama bastante gruesa que pudiera servirle como garrote y fue a tumbarse junto a una de las palmeras.

Paso a paso, sus tres compañeros se internaron en aquella jungla que parecía querer apresarlos como la red de una araña inmensa. Los cuchillos comenzaron a batir, chasqueando como culebras al golpear las telarañas verdes, y su eco empezó a despertar un vendaval de alaridos guturales que se fueron repitiendo por doquier, como si las bestias que los emitían se respondiesen unas a otras.

– Nos rodean muchas criaturas -dijo Piri mirando a un lado y a otro con desconfianza-. Me pregunto cuántas de ellas son alimañas dispuestas a atacarnos.

El bosque era tan oscuro que a quince pasos no podía distinguirse nada. Una tupida red de raíces componía el suelo, la atmósfera estaba saturada por el olor de plantas en descomposición, como un zoco abandonado. La vida se arrastraba y luchaba con desesperación por existir entre aquella tiniebla eterna e innumerables plantas aéreas pendían de la oscura bóveda como candelabros en una catedral. Mientras, por encima de las copas de los árboles, a gran altura sobre las cabezas de los tres náufragos, el sol crepitaba exuberante. Enormes mariposas de color azul revoloteaban, atravesaban los pocos rayos de luz que lograban penetrar el techo de hojas, e iban a perderse en la oscuridad, como visiones temblorosas o reflejos del mar que habían dejado atrás. Más abajo, enjambres de grandes avispas negras zumbaban alrededor de unas extrañas frutas que formaban racimos de color escarlata.

Jabbar arrancó uno de aquellos frutos, de piel encarnada y cerosa. Lo cortó con los dientes y comió la viscosa pulpa interior.

– Si es bueno para las avispas es bueno para nosotros -dijo Piri. Pero ni él ni Baba hicieron otra cosa que mirar a Jabbar mientras masticaba.

Cuando terminó el fruto arrojó el pellejo a un lado y siguió caminando. Sus compañeros lo miraron expectantes, y, al cabo de un instante, tras comprobar que Jabbar no caía muerto, se apresuraron a imitarlo.

12

– Alguien nos sigue -dijo Piri antes de ocultarse, de un salto, entre la maleza.

Sus dos compañeros se quedaron inmóviles durante un instante, y luego se agacharon junto al joven marino.

– ¿Estás seguro? -le preguntó Baba.

Piri se llevó las manos a los labios pidiendo silencio. Los tres escucharon, pero no pudieron descubrir otra cosa que el fondo habitual de aleteos, aullidos y trinos.

– He oído claramente el roce de un cuerpo contra la vegetación -dijo Piri-. Y avanzaba en nuestra dirección.

– ¿Podría ser un animal?

– Sí, podría ser un animal. Pero, en cualquier caso, venía hacia nosotros, no huía de nosotros.

Baba preguntó a Jabbar:

– ¿Tú lo has oído?

– No.

Baba se incorporó y miró alrededor buscando alguna señal, pero era imposible distinguir nada a unos pocos pasos en el interior de aquella jungla tan espesa. Un ejército entero podría rodearlos y no lo verían.

– Bueno, es mejor que sigamos -dijo-. Piri, tú ve a la retaguardia y sigue atento. Sea lo que sea, ya se manifestará.

A partir de ese momento, Jabbar fue abriendo el camino, cortando las lianas con diestros golpes de su cuchillo. De repente se detuvo. Señaló hacia la espesura con los ojos desorbitados y el rostro desencajado de terror.

– ¡Mirad eso! -gritó.

Era una criatura blanca, espeluznante como un demonio. Su cuerpo indescriptible estaba apresado por la vegetación y era una repugnante confusión de rasgos humanos y animales. Su cabeza semejaba la de una serpiente y dentro de sus fauces abiertas asomaba el rostro de un hombre con las facciones retorcidas por el dolor mientras era devorado.

Una estatua, pero la más insana y obscena que ninguno de ellos hubiera visto jamás.

Vieron a sus pies unas grandes losas de piedra, bien alineadas, ligeramente hundidas en el humus, que dibujaban un sendero que se internaba entre los árboles. Caminaron lentamente por él, mientras el terror se iba asentando en lo más profundo de sus almas. En los márgenes fueron apareciendo restos de columnas truncadas y bloques pétreos que apenas asomaban entre la vegetación, labrados con signos desconocidos. Y más figuras pavorosas, semejantes a la que habían visto en primer lugar, representando a serpientes bicéfalas y desconcertantes criaturas híbridas entre lo humano y lo monstruoso.

– Se diría que estamos en las puertas del infierno -dijo Piri-. No hemos encontrado ningún río en esta jungla, ni corriente alguna de agua dulce… y, sin embargo, los árboles crecen tan frondosos que ocultan el sol. Y ahora esas piedras talladas con imágenes hediondas…

Baba se había agachado sobre una de las losas y estudiaba las inscripciones que la cubrían. Pasó los dedos sobre una serie de círculos que habían sido grabados sobre la piedra, con mucha suavidad, como si temiera que pudieran desaparecer.

– ¿Qué significa todo esto? -suplicó Jabbar, más desconcertado que de costumbre-. ¿A qué lugar hemos llegado?

– Al reino de Shaytán -dijo Piri. Se adelantó para señalar a Baba con un dedo acusador. En la otra mano sujetaba el cuchillo de Dragut-. ¡Dínoslo tú, asesino! -gritó-. ¡Tú nos has traído hasta aquí!

– ¿Qué dices? -Baba se volvió, asombrado por la inesperada reacción del muchacho.

– ¡Habla, monstruo! -lo increpó Piri-. ¡Confiesa la verdad, voivoda Kazikli!

Baba alzó las cejas.

– ¿Cómo me has llamado?

– Kazikli. Tu crueldad es legendaria. Se dice que tenías la costumbre de empalar a los prisioneros de guerra junto a sus mujeres e hijos… De organizar comidas a la sombra de los cuerpos mutilados… Tus crímenes son los que te han dado fama, ¡monstruo!

Jabbar miraba a uno y a otro, asombrado por lo que estaba pasando, pero el nombre de aquel odiado enemigo le llegó muy claro.

– ¿Él es el voivoda Kazikli? -preguntó.

Baba miró a su joven capitán a los ojos.

– Hace años que nos conocemos, Piri, y hemos luchado juntos en muchas batallas…

– Siempre pensé que había algo extraño en tu pasado. No le di importancia porque eso es algo habitual entre la gente del mar, pero sabía que mentías sobre tu origen como mameluco. Entonces oí lo que confesabas al faquih tras la tormenta y supe quién eras… Kazikli.

Jabbar reaccionó al fin, y se volvió hacia Piri buscando una explicación:

– ¿Qué estás di…?

Baba aprovechó ese instante. Saltó sobre el corpulento turco y le arrebató el cuchillo antes de que Piri pudiera reaccionar. A continuación, retrocedió unos pasos hasta apoyar su espalda contra una de las columnas de piedra labrada con serpientes y demonios.

– Bueno -dijo-, creo que esto nos iguala un poco.

– ¡Vas a morir, sanguinario! -dijo Piri, y dio un paso hacia él.

– Detente, amigo, porque si te acercas más vas a caer atravesado por este cuchillo. Y te aseguro que puedo vencerte sin dificultad.

Piri apretó con fuerza su arma, pero mantuvo la distancia.

– No me extrañaría nada que intentaras usar trucos mágicos tal y como te vi hacer en la proa de la Taqwa.

– Entonces pretendía salvaros…

– ¡No necesitamos tu ayuda, asesino!

– Pero, no puede ser -dijo Jabbar. Podía recordarlo, pues había sucedido años antes de la batalla de Negroponto-, se dijo que la cabeza de Kazikli fue cortada y exhibida en las murallas del castillo de Topkapi…

– ¡Admite que eres ese sanguinario! -gritó Piri sintiendo que se le revolvía el estómago-. ¡Admite de una vez que eres el voivoda Kazikli!

– Sí -dijo el hombre que tenía enfrente-. Así es como me llamaban los turcos hace años. Pero recuerda que ahora soy Baba ibn Abdullah, tu señor y tu amigo.

– ¡Estás loco!

– No, Piri, no lo estoy. Tú eres el ciego ante el verdadero terror que nos amenaza.

El joven corsario sentía que el suelo se abría bajo sus pies. Había confiado en aquel hombre y, en el mejor de los casos, era un loco. Y en el peor, el mayor asesino que habían conocido los tiempos.

– Nos engañaste a todos durante años -dijo-, pero sabía que había algo muy oscuro en ti. No quise creerlo hasta ahora, pero ya ha quedado muy claro que nos has traído hasta este lugar infernal con engaños.

– Para mí todo esto es tan extraño como para vosotros -dijo Baba-, pero… ¡no des un paso más, Jabbar!

El turco se detuvo. Sus manos estaban extendidas hacia el hombre que le había quitado el cuchillo.

– Escuchad -dijo el voivoda-, vamos a tranquilizarnos todos. Estamos juntos en esto y…

Piri no estaba dispuesto a escucharlo.

– No podrás aguantar así mucho tiempo, Kazikli -dijo-. Tarde o temprano tendrás que dormir.

Baba apoyó un pie contra la columna. Descansó la mano que sujetaba el cuchillo sobre su rodilla. Se sintió más cómodo y siguió hablando:

– Os pido que me dejéis explicarlo todo; luego os devolveré el cuchillo y podréis hacer conmigo lo que os plazca.

– Habla entonces -dijo Piri-, porque me siento impaciente por darte tu merecido.

Baba no se inmutó.

– Sí, soy el voivoda Kazikli. He sido aliado de los otomanos y luego he luchado contra vosotros y he vuelto a ser vuestro aliado… Eso carece de importancia, porque en realidad estoy combatiendo en una guerra mucho más elevada que la que tenéis frente a vuestras narices.

– Sí, eso le contabas al faquih, que luchabas contra los ÿinn… pero fueron turcos a los que torturaste y asesinaste.

– Otomanos, húngaros o la gente de mi país que había sido esclavizada por los ÿinn -dijo el voivoda-. Shaytanes con cuerpos humanos y almas endemoniadas. Pueden cambiar de forma y transformarse en animales, lobos o perros negros preferiblemente, y se alimentan de carne y sangre humana. Vuestro Profeta os advierte sobre ellos, ¿no es así?

– Sí -dijo Piri-, pero eso no significa que toda la gente que tú asesinaste fueran demonios.

– Quizá no toda -admitió-. Pero ellos aprovechan las guerras para confundirse con los combatientes de ambos bandos. ¡Vamos, Piri, seguro que has oído historias sobre esto! Hace doscientos años que vienen atacando vuestra frontera, mezclados con las hordas mongolas.

– Las he oído -admitió el marino-. ¿Por qué nos has conducido hasta este lugar? ¿Qué esperas encontrar aquí? ¿Acaso es éste el reino de los ÿinn?

Baba alzó brevemente los ojos hacia la jungla. Luego volvió a mirar a los dos turcos.

– Quizá. No estoy seguro de eso. Sé que un ÿinn muy poderoso huyó hacia esta Otra Tierra en un pasado remoto… Probablemente en los tiempos de Moisés…

– ¿Y tú has venido para luchar contra él? -preguntó Piri.

– He venido para destruirlo. Un ÿinn que capturé me dijo que algo tenía que suceder en estas tierras. No sé qué es, no pude arrancárselo antes de que muriera, pero sé que va a pasar muy pronto… y que va a ser terrible para todos los humanos. Os guste o no, estamos juntos en esto.

– ¿Y por qué tendríamos que creerte? -dijo Piri.

– Es cierto -dijo el hombre que se hacía llamar Baba-, quizá no soy Kazikli después de todo, quizá lo que os he contado no sea más que una patraña. Quizá me dio demasiado sol en la cubierta de la Taqwa… En ese caso, ¿por qué preocuparse? No somos más que un puñado de náufragos perdidos en una tierra desconocida.

Le dio la vuelta al cuchillo y, sujetándolo por la hoja, se lo entregó a Jabbar.

– ¿Me devuelves el arma? -preguntó éste con una sonrisa malévola-. No he dicho que no vaya a matarte.

Baba se sentó sobre una de las losas de piedra y recogió una ramita seca del suelo. Con ella señaló hacia la jungla.

– Quizás ese asunto de mi muerte tenga que esperar -dijo.

Mientras narraba su historia, había visto cómo aquellas criaturas iban surgiendo de la floresta y se apostaban a su alrededor, ocultándose tras las columnas labradas. Sabía que fuera cual fuera la decisión de los turcos, matarlo o dejarlo con vida, iban a tener que enfrentarse a ellos de inmediato.

Piri y Jabbar se dieron media vuelta y comprobaron que estaban rodeados por aquellos seres. Algunos salieron de sus escondites y se mostraron abiertamente. Eran una mezcla de hombres y pájaros. Sus cuerpos estaban cubiertos de plumas negras y verdes, y sus cabezas semejaban las de águilas con el pico abierto. En el interior de aquellas bocas, asomaban rostros humanos pintados de rojo.

– Su ejecución tendrá que esperar, Jabbar. Ahora lo necesitamos.

Kazikli se inclinó levemente y dijo:

– Aprecio tu gran sentido práctico, Piri, a pesar de tu juventud. Eso me confirma que acerté al elegirte como capitán.

Poco a poco, los extraños fueron descubriéndose y rodearon a los náufragos. Eran una decena, e iban armados con unas palas en cuyos bordes habían clavado unos afilados trozos de roca. Se fueron acercando a ellos. Sin mediar palabra, Jabbar le lanzó una cuchillada al hombre-águila que iba en cabeza. La hoja resbaló sobre las plumas sin causarle el menor daño, pues bajo éstas llevaba un peto de algún material flexible pero muy duro. Intentó entonces apuñalarlo entre los ojos, pero el nativo interpuso su brazo y detuvo el ataque del turco. Luego lo empujó hacia atrás con el plano de su pala.

– Detente, Jabbar -le aconsejó Piri-. No podemos hacer nada, son demasiados.

Pero éste no le hizo el menor caso a su compañero. De pronto se enfrentaba a una situación que podía entender sin dificultad. Habían hablado de demonios y allí estaban, después de todo. Lanzó un patadón hacia el vientre de la criatura que tenía enfrente y ésta detuvo su pie sin dificultad, sujetándolo entre sus manos emplumadas. Entonces el hombre-águila lo lanzó por el aire, contra los escalones de piedra. El turco rebotó y cayó rodando a los pies de sus compañeros. No estaba herido. Confuso y humillado sí. Piri lo ayudó a levantarse.

– Si uno solo de ellos es capaz de hacerle eso al más fuerte de nosotros, entonces no tenemos escapatoria -declaró Kazikli-. Os propongo que esperemos para ver qué quieren.

– ¿Acaso tú no lo sabes? -le dijo Piri.

– Créeme. Estoy tan desconcertado por todo esto como vosotros dos. No sé quiénes son estas gentes ni qué pretenden.

– ¿Por qué tendría que creerte?

– No me creas. Pero ni tú ni yo tenemos ahora mismo otra opción que obedecer las órdenes de estos sujetos disfrazados de pájaros. Te guste o no, somos sus prisioneros.

Los hombres-águila permanecían silenciosos e inexpresivos, como gárgolas revividas. El que había derrotado a Jabbar parecía el líder, y alzó un brazo señalando hacia el este.

– Quieren que los acompañemos -dijo Piri.

Baba se puso en pie y dijo con gesto cansado:

– Pues decide ahora si quieres pelear u obedecer.

Empezó a caminar en la dirección que el nativo les estaba señalando. Piri y Jabbar dudaron un momento, pero cuando uno de aquellos emplumados guerreros se acercó con su maza en ristre, decidieron seguir los pasos de su antiguo comandante.

Los condujeron a través de la selva y desanduvieron el camino que habían hecho, hasta que llegaron de nuevo a la playa. Allí se reencontraron con Dragut, que tenía las muñecas atadas y era custodiado por dos de aquellos seres cubiertos de plumas. En la orilla aguardaban dos estrechas embarcaciones, fabricadas a partir de un único tronco de árbol ahuecado. Fueron empujados hasta ellas.

– ¿Pretenden que subamos en eso? -Piri parecía horrorizado por la perspectiva.

Piri y Baba montaron en una de las piraguas y Dragut y Jabbar en la otra. Los nativos se acomodaron delante y detrás de ellos, tomaron unas largas palas torneadas en madera y empezaron a remar. Poco a poco se alejaron de aquella costa.

13

Tras aquella noche interminable, en la que el vizcaíno había desaparecido para siempre, Lisán y sus compañeros de desdicha fueron obligados a ponerse en pie y caminar por la playa como bueyes uncidos por un yugo.

Pasaron tres días angustiosos, dirigiéndose siempre hacia el sur, rodeando la selva sin penetrar jamás en ella. En cada crepúsculo, los hombres-tigre arrastraban a uno de ellos hacia la oscuridad de la jungla. El primer día fue Ulug, uno de los turcos. Luego le llegó el turno a Hubal, a quien las heridas que había recibido en el combate casi no lo dejaban andar. La tercera noche se llevaron a otro de los turcos, cuyo nombre Lisán no supo recordar. Los que iban quedando intentaban descansar, cerrando los oídos a los terroríficos gritos de sus compañeros a los que no volverían a ver jamás y rezando para que aquellas noches llenas de horror pasaran rápido. Durante las horas de luz seguían caminando torpemente por la arena mientras el día avanzaba inmutable.

– ¿Adónde nos has conducido, faquih? -preguntó Yusuf durante una de estas caminatas, con una voz que era como un lamento agotado-. ¿Qué lugar infernal es éste?

– No lo sé. Allah me perdone, pero no lo sé -respondió Lisán.

Se sentía abatido y sin fuerzas. Una puerta se había abierto en su alma y había dejado entrar una fría brisa de miedo. Pero conforme pasaba el tiempo la brisa se estaba transformando rápidamente en un vendaval. Y la muerte de su amigo Ahmed, y todas las desdichas y horrores que sucedieron después, le habían secado el pecho de esperanzas.

Pronto comprendió que no podía permitirse eso.

– ¿Qué va a ser de nosotros, señor? -le preguntó Jamîl, buscando en sus ojos alguna promesa-. ¿Qué son esos hombres vestidos como fieras y qué hacen con nuestros compañeros?

– No dejes que el miedo te domine -le respondió el faquih-, y confía en Allah, muchacho. Él sigue con nosotros, incluso aquí.

– Pero mi amo era un buen hombre y un buen siervo de Allah -dijo el chico-. No merecía morir. No merecía que su cuerpo no fuera enterrado.

– Nadie merece ser humillado y nadie merece ser ensalzado -dijo Lisán-, pero la vida va de un lado para otro y todas las cosas nos enseñan alguna verdad.

– ¿Crees realmente en eso, faquih? -le preguntó Yusuf con amargura-. El chico tiene razón, hay cosas por las que nadie merece pasar.

– Supera tus propios juicios, Sarray, y piensa: a los ojos de Allah, ¿qué es justo y qué es injusto?

La rabia también se había apoderado de él. Apenas sabía cómo luchar contra ese sentimiento, pero no iba a rendirse. Era precisamente ahora cuando debía acudir a las enseñanzas de sus maestros sufíes. En su bondadosa filosofía estaba el único camino para encontrarle un sentido a todo lo que les sucedía, y debía compartirlo con sus compañeros. Pensó que era afortunado por tener que desempeñar ese cometido en un momento así.

– De acuerdo, todos nos sentimos desdichados. A fe mía que hemos sido golpeados por los acontecimientos… -siguió diciendo. Alzó la voz para que el resto de los cautivos pudieran oírlo-. Es evidente que nuestra situación parece desesperada y nos preguntamos por qué Dios nos envía tantas desgracias… Pero nos equivocamos cuando pretendemos hacer de las señales de Allah una cuestión personal.

– Allah no tiene nada que ver con todo esto, faquih -masculló Yusuf-. Esas criaturas no pueden ser hijas de Él.

– ¡Por supuesto que sí! -exclamó Lisán, cada vez más seguro de sí mismo-. Todo forma parte de Allah. El Mundo y todos sus acontecimientos están ante nosotros para que le demos una serie de respuestas a nuestro Creador. Éstas pueden ser acertadas, en armonía con el Mundo, o no. Si ante la desdicha cortamos nuestro contacto con la vida y nos situamos al margen de Dios, entonces estaremos verdaderamente perdidos… Ésa es la cuestión planteada correctamente. La única actitud, lo único que nos conecta firmemente con la vida, es el agradecimiento a Allah y el deseo de aprender más sobre nosotros mismos.

– ¿Y qué te ha enseñado todo esto, faquih?

– Que no podemos caer en la desesperación, Yusuf ibn Sarray -dijo Lisán, mirándolo fijamente, sintiéndose fuerte por primera vez en mucho tiempo-. Es demasiado fácil. No es digno de nosotros. Tenemos un orgullo que no podemos traicionar. Pase lo que pase.

El Sarray se volvió y comprobó que sus primos estaban atentos a la conversación. Se irguió levemente, todo lo que le fue posible con aquel cepo que le dificultaba los movimientos, y dijo:

– ¿De qué estás hablando, faquih? Ningún Banu Sarray ha dado jamás la menor muestra de cobardía. Si tenemos que morir a manos de estos desalmados, lo haremos con una dignidad que no han de olvidar jamás.

Lisán aprobó las palabras del guerrero. Supera tus juicios, era lo que le decía su murshid. Supéralos, pero no dejes de actuar de acuerdo con ellos.

En la mañana del cuarto día, distinguieron a lo lejos una impresionante construcción, semejante a una pirámide levantada sobre un peñasco escarpado. Se dirigieron hacia ella, caminando a lo largo de la orilla del mar. La arena de la playa era tan fina que se hundían en ella hasta las rodillas. Se veían canoas y útiles de pesca, aparentemente abandonados; pero, entre los manglares cercanos a la playa, Lisán distinguió algunas chozas de barro y palma, y a nativos espiándolos desde la penumbra de la jungla.

Se vieron interrumpidos por un alto promontorio rocoso que se extendía hasta dentro del mar y al que se sujetaba un lienzo de muralla. Un parapeto de piedra, que ahora les tapaba la vista de la pirámide que divisaran desde lejos. El grupo rodeó el muro y dejó atrás la playa. Llegaron a una puerta en forma de arco afilado. Frente a ella montaban guardia dos nativos armados con lanzas y macanas, que contemplaron a los extranjeros con asombro y una curiosidad casi infantil, pero se hicieron a un lado para dejarlos pasar.

Penetraron en la ciudad y caminaron entre policromados edificios, que se levantaban sobre bases de piedra, ordenados a lo largo de calles perfectamente trazadas. La ciudad se extendía aproximadamente una legua a lo largo de la costa y los tres lados que miraban a tierra estaban protegidos por la muralla. Los edificios de su interior tenían paredes blancas hechas de adobes recubiertos de estuco coloreado.

– ¡Esto es la civilización! -exclamó Yusuf mientras miraba a un lado y a otro-. Los salvajes no pueden haber construido todo esto.

– No lo han hecho ellos, sino los demonios -exclamó Ismail.

Lisán vio cómo el joven Jamîl se estremecía ante las palabras del Sarray.

– Son hombres, y si queremos sobrevivir en su mundo debemos dejarnos de fantasías. Ya habéis visto esa muralla que rodea la ciudad…

– Sí, faquih -dijo Ismail-. ¿Y qué?

– Significa que tienen enemigos y que tienen guerras… y lo más importante: que conocen el miedo.

Desde todos los rincones asomaban nativos, hombres y mujeres, que contemplaban asombrados el paso de aquellos extraños desarrapados. Algunos se unían a la comitiva o la seguían a cierta distancia.

Templos, adoratorios y casas nobles se alineaban en perfecta perspectiva para conducirlos hasta la monumental pirámide truncada que colgaba sobre el mar, al borde del acantilado. Ahora que podían distinguir sus detalles de cerca, veían un gran edificio de piedra decorada con complejos bajorrelieves. Por su fachada ascendía una escalinata casi vertical de más de sesenta escalones labrados con todo tipo de horrores: cabezas de serpiente con las fauces abiertas y los ojos encolerizados; criaturas deformes de miembros retorcidos y largas narices como probóscides rizadas; seres que eran como una confusión de rasgos humanos y animales, como monstruos surgidos de inimaginables metamorfosis a medio concluir. Los musulmanes miraban todo esto con un espanto indescriptible. Para ellos, cualquier representación de un ser humano era obscena, pero aquellas repugnantes imágenes estaban más allá de las más horrendas pesadillas.

Tres hombres vestidos de blanco aguardaban al pie de la escalera, en la plaza situada frente a la pirámide. Recordando las atrocidades de Talos el Rojo, Lisán estudió su espeluznante aspecto mientras se iban acercando. Llevaban el rostro pintado de negro y su cabello era largo y enmarañado, como crines de caballo. Vestían rígidas túnicas de algodón acolchado y se adornaban con grandes pendientes, brazaletes y un pesado collar de jade con cuentas que representaban cabezas humanas. Y apestaban. Un olor denso y dulzón se desprendía de ellos conforme se les iban acercando. Advirtió entonces que sus cabellos estaban empapados de sangre, y que ésta resbalaba por las blancas espaldas de las túnicas. Contuvo un estremecimiento. Sangre seca y antigua, sangre fresca y reciente, a eso olían aquellos hombres. Uno sujetaba un pequeño incensario de terracota y los roció con el humo que emanaba de él.

– Se diría que son adoradores de algún ídolo pagano -musitó Yusuf-. ¿Qué piensas tú, faquih?

A Lisán le vino a la mente la palabra «chamán», que usaban las tribus de salvajes turcos, mongoles y manchú-tungus, [14] y que él conocía gracias al famoso rihla de ibn Fadlan. Sabía, por tanto, de su habilidad para realizar sahumerios ponzoñosos, capaces de confundir el espíritu de los hombres, por lo que retrocedió un paso y trató de no respirar aquellos vapores. Observó también que la frente de aquellos «chamanes» era plana, de una forma que no parecía natural, y que sus orejas estaban desgarradas por decenas de pequeños cortes.

– Sí, eso parece -dijo-. El mensaje del Libro no ha podido llegar hasta un lugar tan remoto. Estos hombres siguen viviendo en el Jahiliyya, en la Era de la Ignorancia.

Obligaron a los náufragos a arrodillarse, a hincar la cabeza contra el suelo. El líder de los hombres-tigre entregó al chamán más viejo el disco de oro que había arrebatado a Lisán. Éste lo sostuvo en la palma de la mano y lo hizo girar ante sus ojos, contemplando cada uno de sus detalles.

H-uuch-been uinicoob! -exclamó.

Lisán intentó memorizar aquellas palabras. Estaba seguro de que eran las mismas que había empleado el hombre-tigre en la playa. El viejo sacerdote alzó la vista del disco y preguntó algo al guerrero que se lo había entregado, que señaló a Lisán con su macana. Se acercó a él y caminó a su alrededor, estudiándolo. El olor a sangre era insoportable, casi hizo vomitar al faquih.

Bix a k'aaba'?

Lisán clavó su mirada en el suelo. El viejo volvió a preguntar:

Bix a kaajal?

Yusuf, que estaba arrodillado junto a Lisán, decidió que había llegado el momento de intervenir para señalar que era él quien estaba al mando. Se incorporó un poco y dijo:

– No podemos comprender tus palabras. ¿Acaso entiendes tú las nuestras?

Un golpe en el costado hizo que el capitán de los Sarray volviera a pegar su rostro contra las losas del suelo.

Ch'ench'enki! -le gritó el guardia que lo había golpeado.

– ¡Estáis locos! -bramó Yusuf, encogido por el dolor-. ¿Qué queréis de nosotros?

Otro de los nativos se acercó al grupo. Llevaba un fardo de algodón cargado sobre los hombros. Se arrodilló frente al chamán y lo abrió; en su interior brillaron las espadas y cuchillos de los cautivos.

El viejo se olvidó momentáneamente de Lisán, se colgó el disco de oro al cuello y se acercó para contemplar el botín de acero. Los otros sacerdotes también se aproximaron para curiosear durante un rato entre las armas. Las cogieron y sopesaron entre sus manos, contemplaron el brillo del sol reflejarse en ellas. Uno de ellos se cortó al sujetar un cuchillo con demasiada fuerza por el lado equivocado, pero su reacción fue tan extraña como todo lo que estaba sucediendo. No apartó la mano, estudió el filo con fascinación y, apretando el cuchillo por la empuñadura, se practicó varios tajos bastante profundos en el antebrazo.

Los náufragos lo vieron llenos de terror supersticioso. ¿Qué podían esperar de hombres que despreciaban así el dolor? Pero los sacerdotes, aparentemente, se habían olvidado de su presencia y seguían jugando con las armas de metal. Entonces los hombres-tigre los obligaron a incorporarse y los empujaron hacia la calle que los había llevado frente a la pirámide.

Desanduvieron el camino y se dirigieron hacia un grupo de chozas situadas junto a la muralla. Mientras caminaban bajo su atenta escolta, los náufragos vieron aves negras semejantes a gansos de gran tamaño deambulando por el poblado, despreocupadas, como si carecieran de dueño. Y perros pequeños y blancos, muy mansos y silenciosos, que escarbaban la arena buscando algo que llevarse a los dientes. Había mujeres trabajando frente a las chozas, casi todas amasando algo entre sus manos, vestidas con una larga camisola blanca que ocultaba por completo su figura, pero parecían pequeñas y macizas, como los pajes. Los hombres-tigre y los sacerdotes, en cambio, eran más altos y de miembros largos y musculosos. Aunque no era posible ver sus rostros, ocultos por las máscaras, o la pintura en el caso de los sacerdotes, para comprobar si pertenecían o no a la misma raza. Un puñado de chiquillos corrió a rodear a los desdichados cautivos, entre risas y gritos incomprensibles. Pero no hacía falta conocer la lengua de aquella gente para darse cuenta de que las risas y los chillidos iban dirigidos a su situación y a su pobre aspecto. La burla y la extrañeza se leían sin dificultad en sus ojos.

Llegaron al fin hasta una de las chozas. El hombre-tigre que había capitaneado el grupo se volvió hacia los náufragos y pronunció una larga ristra de palabras en su idioma lleno de sonidos chasqueantes.

– Creo que quiere que entremos -dijo Yusuf-. Yo os propongo que le obedezcamos de momento.

Así lo hicieron.

14

Un par de mujeres venían regularmente a atenderlos, para cambiarles los emplastos, lavar sus heridas y aplicarles en ellas el milagroso ungüento de intenso olor sulfúreo. Eran silenciosas pero los trataban con una amabilidad y un cuidado que hizo que todos recobraran las esperanzas. Quizás aquellos salvajes los dejaran con vida después de todo.

– No se preocuparían tanto de nuestro bienestar si pensaran matarnos, ¿verdad? -decía Ismail. Pero nadie se sentía con ánimos de responderle.

Dos veces al día, esas mismas mujeres los alimentaban con tortas planas, que amasaban con sus manos, y un líquido blanco que no era leche, sino algún tipo de grano fresco triturado.

– Como hembras son apetecibles -afirmó Ismail, admirándolas-. Al menos se intuye carne debajo de esas telas.

Las nativas iban vestidas con las largas túnicas de algodón que eran el atuendo habitual de las mujeres de aquel país. Lucían, además, unos complejos adornos de jade que les taladraban la nariz, y de las orejas les colgaban unos zarcillos dorados.

Yusuf recogió su cuenco con aquel jarabe blanco y las tortas, y gateó hasta situarse junto a Lisán.

– ¿Qué opinas tú, faquih? -le preguntó en tono confidencial-. ¿Crees que esta gente va a respetar nuestras vidas?

– Rezo por ello constantemente a Allah, alabado sea.

El Sarray mojó las tortas en el cuenco, luego se las llevó a la boca y, mientras masticaba pensativamente, dijo:

– No tiene sentido que acaben con nosotros. Como esclavos somos de mayor utilidad… Y mientras hay vida hay esperanza. Ya encontraremos la forma de huir y de regresar a nuestro mundo… -Se detuvo un momento para apurar el líquido bebiéndolo directamente del cuenco. Luego se limpió con el dorso de la mano-. Pero no puedo olvidar lo que les hicieron a nuestros compañeros y a ese vizcaíno… Bueno, no sé qué les hicieron… pero sus gritos…

– Olvida eso. Concéntrate en sobrevivir y en mantener la moral de tus hombres.

– Tú no viste lo que yo vi -susurró Yusuf con voz tétrica-. Mientras peleábamos, alcancé en el pecho a uno de esos guerreros cubiertos con pieles… una herida terrible… cualquier hombre hubiera perdido el sentido, pero él ni se inmutó. No estamos entre hombres, Lisán. Éstos son magos o algo mucho peor…

– Es evidente que poseen una mayor resistencia al dolor que nosotros, fíjate en sus orejas desgarradas por decenas de cortes, y en cómo ese idólatra se ha hecho varios tajos en el brazo sin que eso pareciera importarle. Están acostumbrados al dolor… Pero eso no significa que no sean tan hombres como nosotros. Éste es Otro Mundo, eso es todo.

Una de las mujeres se acercó a Ismail y depositó el cuenco y las tortas frente a él.

– Gracias, mi señora -dijo él con su galante acento andalusí.

En Granada había sido famoso por sus conquistas amorosas y ese talento suyo no tenía por qué dejar de funcionar allí. A fin de cuentas, eran mujeres, ¿no? Quizás esto representara una oportunidad para mejorar su situación. Extendió la mano y acarició su mejilla con suavidad. La nativa alzó los ojos y le sonrió, mostrándole que tenía los dientes limados por los bordes, de forma que su boca se asemejaba a las fauces de un tiburón.

Entre la sorpresa y el espanto, Ismail retiró rápidamente la mano.

Al quinto o sexto día de cautiverio, un grupo de salvajes ataviados con taparrabos de algodón y sandalias de piel vino a sacarlos de la choza. Eran más cortos de estatura que los hombres-tigre y tenían el cráneo más ancho. Llevaban el cabello muy largo, con una especie de tonsura, el cuerpo y la cara pintados de rojo. Esta vez no les ataron una mano al cuello con uno de aquellos yugos, pero era imposible rebelarse o intentar alguna jugarreta contra ellos, porque todos iban armados con macanas.

Caminaron hasta una gran choza que se levantaba sobre una plataforma de piedra y estaba rodeada por una cerca. Sentado en el porche, rodeado de mujeres y niños, los esperaba un nativo gordo y de aspecto pomposo. En su amplio rostro había un gesto altivo, ligeramente despectivo, que se hacía más acusado en el rictus orgulloso de sus labios. Iba adornado con un amplio penacho de plumas rojas y azules, en torno a una diadema de cabezas de serpientes, desprovistas de mandíbulas inferiores, que rodeaba su frente. Sujetaba en su mano derecha un gran bastón, rematado con la talla de una forma humana.

Detrás de él, estaban los tres sacerdotes o chamanes que habían visto en la pirámide. Altos y delgados hasta lo enfermizo, ahora vestían una sencilla camisa blanca de algodón. Pero sus cabellos recogidos a la espalda seguían teniendo un aspecto repugnante, pues la sangre con la que los habían embadurnado se había transformado en una espesa costra al secarse. Lisán descubrió algo más: uno de «ellos» era en realidad una mujer. Con aquella camisa ligera se marcaban perfectamente sus pechos y pezones, aunque el resto de su aspecto era exactamente igual al de los dos hombres: cabellos enmarañados y un rostro pintado de negro que ocultaba sus rasgos, transformando su semblante en una máscara aterradora.

Yusuf se dobló de rodillas cuando sintió en el estómago el golpe de la pala del guardia más cercano. Respiró lentamente, tratando de no mostrar su espanto. El golpe no había sido muy fuerte, apenas una advertencia, pero no deseaba hacer nada que provocara a aquellos salvajes. Sabía que estaban a su merced y lo único que podían intentar ahora era ganar tiempo.

Uno tras otro, los once supervivientes fueron obligados a arrodillarse. Entonces el nativo gordo se puso en pie, extendió las manos y se dirigió a ellos con voz grave, amenazante, usando aquella lengua que les resultaba completamente extraña, como si no aceptara que ellos no podían entenderlo, o no le importara si lo hacían o no. Se señaló a sí mismo y repitió las palabras «Halach Uinich» una y otra vez, por lo que los cautivos supusieron erróneamente que ése era su nombre.

Yusuf se arriesgó a levantar la cabeza y vio que el caudillo descendía majestuosamente del porche y se acercaba a ellos escoltado por los tres sacerdotes.

– Noble señor de estas tierras -logró articular con el tono de voz más humilde que pudo encontrar en su garganta. Algo que no le costó demasiado esfuerzo-. Somos viajeros llegados de un lejano país, allá donde nace el sol. Nuestra nación es sabia y generosa. Yo soy miembro de una familia noble, llena de riqueza, que estará dispuesta a pagar el rescate que tú fijes por nosotros, pero debemos recibir un trato acorde con nuestra posición y dignidad.

El Halach Uinich se detuvo ante Yusuf y lo examinó, midiendo las aristas de su cara y lo hirsuto de sus barbas con la displicencia de quien se dispone a comprar una bestia en una feria. Ante su mirada, el Sarray bajó rápidamente los ojos, pero el caudillo dio una orden a los guardias y éstos, sujetándolo por las axilas, lo pusieron en pie de un tirón. Permaneció así, humillado, inmóvil, mientras el caudillo giraba a su alrededor observando cada detalle de su ahora desastrado atuendo. Luego se acercó a él, cerró la mano sobre su barba y tiró de ella. Yusuf apretó los dientes y permaneció quieto, una lágrima corrió por su mejilla. Los rostros de aquellos nativos eran lampiños, quizás en aquella acción no había más que curiosidad, pero mesar las barbas de un Banu Sarray era uno de los peores insultos que se le podía infligir.

El Halach Uinich paseó entre el resto de los náufragos arrodillados. Yusuf temblaba de ira, pero aún le quedaron fuerzas para mascullar una rápida orden hacia sus primos:

– Que nadie se mueva. Debemos aguantar todo lo que quieran haceros, porque estos hombres no conocen nuestras costumbres.

Uno de los sacerdotes se acercó seguido de un joven acólito con una vasija de cerámica con la forma de la cabeza de un tigre. Tomó un hisopo, lo introdujo en el recipiente y lo sacó con su extremo embadurnado de blanco. Con él tocó la frente de Yusuf ibn Sarray, de Jamîl y del resto de los turcos y los Sarray, marcándolas una tras otra con aquella tintura. Cuando se acercó a Lisán con el hisopo se detuvo. El chamán le tendió entonces al Halach Uinich el disco dorado arrebatado en la playa. El caudillo lo sopesó, fascinado por los símbolos grabados en el metal, luego hizo un gesto hacia el del hisopo, ordenándole claramente que se retirara. De esta forma, todos quedaron marcados de blanco, excepto Lisán.

Concluida la ceremonia, el caudillo se dio media vuelta y regresó con sus mujeres, mientras los náufragos eran devueltos a su encierro.

En la penumbra de la choza, turcos y andalusíes se miraban los rostros demacrados, reconociendo en la mirada de los otros el miedo propio. Jamîl vomitó en un rincón sin poder contenerse y Yusuf, pasmado, apenas pudo hacer otra cosa que llevarse la mano a la frente y mancharse los dedos de aquella tintura blanca como la cal.

– Hemos sido elegidos para algo -murmuró el Sarray, contemplando la pintura que brillaba burlona entre sus dedos-. Pero no puedo imaginar para qué… Es preciso que aprendamos su lengua. Necesitamos comunicarnos con ellos.

– Ya nos hemos comunicado -dijo Lisán-. La violencia con la que actúan es más elocuente que las palabras…

– Piensan asesinarnos, ¿verdad? -gimió Jamîl, controlando las arcadas y calambres que estaban royéndole el estómago-. Es eso lo que planean hacer…

– Todos hemos sido marcados, menos el faquih… -dijo uno de los Sarray, llamado Farid-. Tú te has salvado gracias a ese amuleto.

– ¿Qué sabemos nosotros de lo que hablaban en su idioma? -replicó Lisán-. Quizás os habéis salvado todos vosotros y soy yo quien está condenado.

– No lo creo -dijo Ismail-. Nos han seleccionado a nosotros para morir, tal y como hicieron con nuestros compañeros. ¿Es justo que tú, que nos has arrastrado hasta aquí, seas el único en salvarte?

Lisán no contestó. Enterró el rostro entre las rodillas y le dio gracias a Allah de que Ahmed hubiera tenido una muerte rápida y no estuviera sufriendo las penalidades que a ellos les había tocado vivir. Deseaba con todo su corazón que todo fuera un mal sueño del que pronto despertaría en la habitación de su casa en Granada. Entonces iría a visitar a su hermano y le narraría con detalle aquella extraordinaria pesadilla que le había resultado tan vívida.

¡Era tan real!, le insistiría, estremeciéndose por el recuerdo…

Pero seguía allí, sentado en el interior de aquella choza, rodeado por hombres con el gesto distorsionado por el miedo, algunos de los cuales lo miraban ahora con odio. Odio hacia él, por haberlos arrastrado hasta su pesadilla. ¿Qué hacían allí? ¿Qué sentido tenía tanto sufrimiento? Su hermano había estado en lo cierto desde el principio: todo eso era una locura. Y, sin embargo, ni siquiera él había logrado escapar de ella. Nada hubiera sucedido de no haberse encontrado con aquel falso mameluco. De no ser por él, quizá su deseo de emprender aquel viaje se hubiera quedado en nada. Sería un sueño más que no se había cumplido. Pero una interminable cadena de sucesos, que debía de tener un sentido en la mente de Dios, los había conducido a aquella costa insólita, como un madero arrastrado por la corriente. Y él tenía que aceptarlo sin más, aunque los remordimientos lo estuvieran trastornando.

– Yo creo que no es justo -decía otro de los Sarray con voz tétrica, como si hubiera leído sus pensamientos-. El faquih es el culpable de que nos veamos así.

– ¡Ya basta! -gritó Yusuf-. ¿De qué sirve especular con todas esas cosas? Rezad a Allah, encomendaos a su Misericordia y no penséis más.

Permanecieron en silencio, sintiendo el escozor de la pintura sobre la cabeza y en los dedos, y el pánico revolviendo sus tripas. Dejando pasar el tiempo…

Como un camello desbocado que se dirigiera hacia un abismo.

15

Un estruendo espantoso de tambores, de voces y cánticos los despertó. Antes incluso de que la puerta de la choza se abriera como una boca hambrienta, los once cautivos supieron que había llegado el momento. Andalusíes y turcos apenas tuvieron tiempo de tocarse las manos unos a otros, para infundirse algo de valor, antes de que un puñado de guerreros los sacara a empujones de su encierro.

Fueron conducidos hasta la choza del Halach Uinich, donde fueron recibidos con un coro de gritos y exclamaciones de júbilo. Allí se habían congregado centenares de nativos.

La marea de cuerpos se abrió para dejar paso al caudillo y al grupo de sacerdotes que lo escoltaban. Éstos eran ahora una decena, hombres y mujeres, y era imposible imaginar criaturas más tétricas que aquéllas. Vestían largas túnicas negras y llevaban el cabello pegoteado de costrones de sangre, las sienes marcadas por una repugnante mancha roja. Los rostros que no habían sido pintados de negro tenían la palidez de la muerte, las mejillas hundidas, los ojos extraviados, como si no les quedara una sola gota de sangre en el cuerpo. Causaban terror con sólo mirarlos. Se habían dejado crecer las uñas de sus manos esqueléticas hasta enredarse unas con otras. Una idea asaltó a Lisán al verlos acercarse: aquellos sacerdotes no parecían criaturas nacidas del vientre de una mujer para habitar este mundo.

El Halach Uinich iba ataviado con una deslumbrante capa de plumas encarnadas y azules, que le daban el aspecto de un pájaro humano. De nuevo se dirigió a los cautivos en su idioma incomprensible, pero ahora lo hizo de forma lenta, ceremoniosa, como parte de un elaborado ritual cuyo significado éstos no podían imaginar:

Dza a uol tuculnen… Chen-ti a Uymil; maa… A cha za hac il maa… Loob cun bet bil techil…

Después, les dio la espalda y se puso en marcha. La multitud congregada siguió al caudillo y a los prisioneros por la calle que se dirigía hacia la pirámide truncada.

Se detuvieron al pie del monumento, donde aguardaban los guerreros disfrazados con pieles de tigre. Nada más verlos, Lisán comprendió que sus peores temores se confirmaban. Sintió el deseo de gritar a sus compañeros que lucharan, que intentaran por todos los medios escapar de aquel lugar, pero el miedo se había apoderado de su garganta y sus piernas continuaban arrastrándolo, paso tras paso, ajenas a su voluntad.

Todos los náufragos, menos Lisán, fueron despojados de sus harapos por un grupo de sacerdotes. Luego, les pintaron la mitad superior de la cara de negro con círculos blancos, y el cuerpo, con rayas horizontales rojas y negras. Embadurnaron sus cabellos de alguna mixtura pegajosa y los adornaron con bolas de plumón blanco.

– Allah misericordiosísimo, ¿qué es esto? -sollozó Jamîl, mientras parpadeaba y escupía para librarse de la pintura que le había entrado en los ojos y la boca-. ¿Qué es esto?

Lisán se volvió hacia sus compañeros, que contemplaban atónitos el desarrollo de los acontecimientos. Él era el único que no había sido maquillado de esa forma extraña, pero ninguno de ellos podía imaginar lo que le esperaba.

Dos sacerdotes cayeron de improviso sobre el faquih y lo obligaron a tumbarse de espaldas contra el suelo. Él intentó inútilmente debatirse mientras le arrancaban los trapos destrozados con los que se cubría. Se retorció como una anguila entre sus brazos, pero fue inútil y pronto se vio completamente desnudo. Lo sujetaron y le separaron las piernas. Otro sacerdote se arrodilló frente a él, con un cuenco de madera entre las manos, del que extrajo una mixtura pegajosa, de un intenso color verde, con la que le embadurnó las ingles y los sobacos. Luego lo soltaron y se apartaron.

Lisán se puso en pie, abochornado, intentando quitarse aquel mejunje de sus partes.

– ¡Nuestras manos no están atadas! -gritaba Ismail con los dientes castañeteándole de terror-. Debemos pelear, defendernos…

– ¡Vamos a morir! -lloraba Jamîl sin poder contenerse.

Lisán miró a su alrededor, desesperado, comprendiendo que cualquier intento de resistirse era inútil. Centenares de nativos los rodeaban, los miraban con una intensidad demoníaca y los rostros parecían estar distorsionándose hasta convertirse en máscaras horripilantes de cera que se derritieran bajo un potente sol.

El suelo se movía ahora bajo sus pies, como si se encontrara de nuevo a bordo de la Taqwa, y le costaba mantener el equilibrio. Los testículos le ardían. Al principio, aquella sustancia había despertado una sensación de frescor, viscosa pero no del todo desagradable. Pero ahora se estaba calentando rápidamente y le quemaba allí donde se la habían aplicado, a la vez que llegaban a su nariz los amargos vapores que se desprendían de ella. Respingó y se dio secos manotazos en las partes y en los sobacos. Los golpes dolían, pero aquel dolor le ayudó a mitigar la impresión de que un fuego invisible lo estaba abrasando.

¿Qué es esto, acaso esta sustancia me está envenenando la sangre?, pensó.

Poco a poco, la sensación de ardor se fue aliviando y quedó reducida a un intenso comezón, pero la confusión de su mente continuó.

Mientras tanto, uno de los sacerdotes, el más anciano de todos, se acercó a Yusuf y lo invitó con un gesto a que lo siguiera. El Sarray sintió que el corazón se le detenía en el pecho. Asintió, intentando sacar fuerzas de la nada, rebuscando en el fondo de su alma un último atisbo de valor. Se volvió hacia Lisán y le dijo:

– Reza por mí, faquih.

Lisán contempló a Yusuf caminar tras el anciano. Le parecía ver aquella escena a través de una cortina de agua que lo distorsionara todo. Su mente estaba tan confusa que sólo pudo rogar a Allah para que aquella atrocidad acabara lo más rápido posible para todos ellos.

El Sarray se detuvo en la base de la empinada escalinata y el sacerdote se apartó a un lado. Allí lo esperaban dos hombres-tigre que le indicaron con gestos que debía empezar a subir. Él miró hacia arriba y cerró con fuerza los ojos. Trató de recordar el rostro de sus hijos, la sonrisa de alguna de sus esposas, pero no consiguió ver ante sus párpados cerrados más que la mancha en negativo del disco del sol. Uno de los guerreros lo aferró por el brazo y lo empujó hacia arriba. Empezó a trepar, muy despacio, por los escalones que conducían a la terraza superior de la pirámide truncada. Eran tan estrechos que no parecían haber sido tallados para pies humanos. La algarabía de los tambores, el trino agudo de las flautas, apagaron los rezos y gemidos de los compañeros que habían quedado atrás.

Llegó sin aliento a la amplia plataforma superior. Cinco sacerdotes estaban congregados alrededor de una piedra cubierta de sangre seca, frente a un macizo templo cuadrado. Sobre la puerta de éste había sido tallada la figura de una criatura de aspecto horrendo que, espatarrada boca abajo como un demonio ejecutando una cabriola, le dirigía una mirada maligna con sus abultados ojos de sapo. Uno de los oficiantes se había despojado de su túnica negra y empuñaba en la mano derecha un afilado cuchillo de obsidiana. Su cuerpo, cubierto por un pequeño taparrabos blanco, parecía reseco y ceniciento, enfermizo, salpicado de pequeños cortes y cicatrices. Con un gesto, indicó al Sarray que se acercara.

– Esto no puede ser real -musitó Yusuf estremeciéndose.

Se dio la vuelta y miró hacia abajo. La multitud se arremolinaba en torno a la pirámide. Sus amigos eran manchas pintadas de rojo y negro perdidas entre la masa de carne cobriza. No pudo distinguir a Lisán.

– No es real…

Los ojos de los dos hombres-tigre lo observaban despiadados desde detrás de sus máscaras. Yusuf consideró la proposición de Ismail de luchar por su vida, pero comprendió que no tendría opción ninguna, y que rebelarse ahora sólo haría que su muerte resultara más penosa, y quizá más indigna. Sabía que es en el momento de la muerte cuando las criaturas revelan su verdadera naturaleza. El cerdo chilla y se resiste como si lo poseyeran los demonios, porque es una criatura inmunda. Los corderos en cambio saben que su destino es el sacrificio, porque son seres sometidos a su realidad. Pero él no podía admitir que le estuviera sucediendo algo así. A él, al ahijado de ibn Kumasa. No podía admitir que Dios los hubiera hecho pasar tan largo calvario en el mar sólo para reservarles este destino.

Mientras dudaba si rezar o maldecir, si debatirse o dejarse hacer, los cuatro sacerdotes lo sujetaron por los brazos y las piernas. Intentó entonces resistirse, pero ya fue inútil porque aquellos hombres demostraban mucha experiencia en sus movimientos. Lo levantaron en vilo y lo tumbaron de espaldas sobre el mojón de piedra cubierto de sangre coagulada. Tiraron con fuerza de sus miembros, obligando a su pecho a arquearse.

El quinto se acercó con el cuchillo de obsidiana brillante entre las manos.

Yusuf gritó una súplica para Allah, pero su voz fue apagada por el horrible sonido de la carne al desgarrarse. El chamán había clavado el cuchillo en el lado izquierdo de su pecho y cortaba con destreza hacia el centro del tórax. Dos movimientos rápidos, firmes, llenos de crueldad. Inmediatamente, metió la mano en la herida y extrajo su corazón palpitante. Yusuf pudo oír el repugnante sonido de succión que hizo la víscera cuando fue arrancada de su pecho. Incluso, antes de perder la conciencia, pudo ver con sus propios ojos cómo latía en la mano de aquel salvaje, cómo la sangre resbalaba por su antebrazo.

Luego, la oscuridad.

El chamán elevó su trofeo sanguinolento hacia el sol, ofrendándole los últimos latidos al astro que ocupaba en ese momento el cenit del cielo. Luego, arrojó el corazón al interior del templo cuadrado que estaba tras él y volvió a introducir la mano en el pecho abierto del sacrificado, que daba ya sus últimos estertores. Recogió un poco de sangre en el hueco de su palma y embadurnó con ella sus cabellos.

Los cuatro oficiantes arrastraron el cuerpo sin vida del Sarray hacia el borde de las escalinatas y lo empujaron suavemente hacia abajo. El cadáver rebotó por los empinados escalones, un muñeco agujereado y sangrante, seguido de cerca por los dos hombres-tigre, que parecían querer asegurarse de que nada lo retuviera en su caída. Llegó al suelo, frente a sus aterrorizados compañeros, que no podían dar crédito a lo que acababa de suceder. Nunca habían contemplado un espectáculo tan espantoso. Sus ojos se volvían una y otra vez hacia el cuerpo mutilado. No querían mirarlo, pero no podían dejar de hacerlo. Ismail fue el único en reaccionar. Se volvió hacia uno de los guardias e intentó golpearle en el rostro con sus puños, los dientes rechinándole de pura rabia. Pero un par de guerreros cayeron sobre él y lo inmovilizaron en el acto y sin dificultad, cuidando de no herirlo ni hacerle daño.

Mientras tanto, al pie de la pirámide, la ceremonia continuaba en su horror creciente, sin prestar atención al débil conato de rebeldía. El sacerdote anciano parecía discutir con un grupo de guerreros jóvenes, hasta que señaló a uno de ellos. Éste se acercó al cuerpo del Sarray y con diestros golpes de pala le cercenó la cabeza. La atravesó con una vara de madera y se la llevó al Halach Uinich, que observaba la escena sentado bajo un palio. Los hombres-tigre se ensañaron entonces con el cadáver de Yusuf, golpeándolo con sus macanas como si cortaran las ramas de un tronco caído. En unos instantes lo descuartizaron por completo, y cada uno de ellos se llevó un miembro o un pedazo de carne, como lobos hambrientos repartiéndose los despojos de una presa.

El anciano se acercó entonces a los horrorizados cautivos y señaló a Jamîl.

– ¡No! -gritó el muchacho, mientras se apretaba contra Lisán buscando cobijo-. ¡No permita que me lleven, señor!

Lisán intentó hacerles frente y ayudar al muchacho, pero sus brazos parecían de cera caliente. Sin embargo, abrazó al mawla de Ahmed, con todas sus fuerzas, que ya no eran muchas, hasta que uno de los guardias le golpeó en los riñones desde atrás. El nativo lo empujó contra el suelo y con un pie aplastó el rostro del faquih contra la arena.

Jamîl intentó en vano zafarse de los guardias, que lo sujetaron mientras gritaba e intentaba darles patadas. Al ver que no obedecía, el anciano llamó a dos hombres-tigre que lo agarraron por sus ensortijados cabellos y lo arrastraron sin miramientos escaleras arriba.

Lisán dejó escapar un largo sollozo de desesperación e impotencia, mientras contemplaba, aprisionado contra el suelo, al desdichado muchacho, conducido como una res camino del matadero.

Un poco más tarde, el cadáver de Jamîl caía rodando por las escalinatas. Dividieron su cuerpo en trozos siguiendo el mismo sangriento ritual por el que antes había pasado Yusuf.

Le tocó el turno a uno de los turcos, que sollozaba y gemía, la mirada extraviada, implorando compasión mientras ascendía por aquellas fatídicas escalinatas. Luego le llegó la vez a Ismail… y a Farid… pero Lisán ya no tenía conciencia de estar allí. Seguía tirado en el suelo, con el rostro humillado contra el polvo, aunque ninguno de los guardias nativos lo retenía ya. Las lágrimas y los mocos resbalaban por sus mejillas y él se sentía perdido en una pesadilla de la que no podía despertar.

Cerraba los ojos con fuerza y los volvía a abrir. Una y otra vez. Quería despertar de una vez, pero era imposible. Y cada vez que sus ojos se abrían, una imagen de un horror indescriptible entraba por ellos…

Varias cabezas atravesadas por un palo que les entraba y salía por las sienes…

Dos mujeres recogiendo a brazadas los intestinos que habían quedado desparramados y metiéndolos en un cesto…

Un perro blanco olisqueando un despojo sanguinolento…

El batir de los tambores se había transformado en un trueno continuo, una carcajada burlona que lastimaba sus oídos. Hasta que llegó la noche. La oscuridad quedó rota por las grandes hogueras que se encendieron al pie de la pirámide. Alrededor de ellas hubo cánticos y bailes, y el aroma de la carne y la grasa humana al asarse impregnó el aire como un aceite espeso que se pegara a las narices. En medio de todo, solo, aparentemente olvidado por sus captores, Lisán al-Aysar se balanceaba al borde mismo de la locura. Algo se había roto para siempre en su alma. Empezó a incorporarse. Su conciencia parecía rodeada por almohadones que amortiguaban los sonidos, los colores y las sensaciones. Se sentía como un borracho que apenas empezara a recobrar el sentido.

Un hombre-tigre estaba plantado frente a él. Sus ojos brillaban a través de los orificios de su máscara, su boca estaba abierta y la lengua colgaba a un lado. Jadeaba y un hilillo de saliva resbalaba por entre sus dientes puntiagudos y le mojaba la barbilla. Lo miraba.

Lisán sintió que todo el vello de su cuerpo se erizaba. Aquellos ojos… estaba lo bastante cerca para ver con claridad que ya no eran humanos.

La criatura empezó a cambiar. Lentamente, de modo que únicamente era posible apreciar las mutaciones si apartaba la vista un instante para luego volver a mirar. Pero estaba transformándose. Su cráneo se estiró y los dientes crecieron en su mandíbula con un crujido de huesos astillándose. La proporción de los huesos de las piernas y los brazos varió en relación con el cuerpo, una larga cola se desenrolló a su espalda. Sus manos se transformaron en garras. De repente, el hombre había desaparecido y lo que Lisán tenía ahora ante él era un tigre de piel moteada. Intentó gritar con todas sus fuerzas, pero de su garganta no logró arrancar ni un gemido. Recordó entonces que llevaba horas gritando, enloquecido, y que ya no le quedaba aliento. El tigre avanzó indolente hacia él, cruzó a su lado y siguió su camino sin prestarle atención. No era el único que temía a aquella bestia, los nativos se apartaban de su paso, incluso los perros se escabullían aullando lastimeramente.

Lisán alzó la vista hacia el cielo y rogó a Allah para que su vida acabara en ese preciso momento, para que no tuviera que vivir con el recuerdo de ese día.

En lo alto brillaban las estrellas y la luna llena.

El cometa había desaparecido.

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