La caverna

Y los hicimos dormir en la caverna por muchos años.

Al kahf, 11


1

Un hombre solitario atravesaba la playa en dirección a la ciudad que sus habitantes llamaban «Amanecer». Era un guerrero poderoso y la fama que había dado a su nombre lo precedía. Y éste no era un asunto trivial para los itzá, pues llegaban a tener hasta cuatro nombres diferentes conforme iban transcurriendo las distintas etapas de su existencia.

El curso de su vida había quedado determinado en el momento mismo de nacer, cuando su padre lo entregó a un sacerdote. Éste dio las siete vueltas rituales alrededor de una mesa, en la que habían sido dispuestos diferentes objetos, colocando la manita del bebé sobre cada uno de ellos. De inmediato escogió el xtol che', y sus dedos se cerraron sobre la empuñadura de la macana, el símbolo de la fuerza y la capacidad militar. No dudó ni un instante y esto confirmó la sospecha del sacerdote, que aseguró a su padre:

– Este niño ya ha vivido antes. Y fue un gran guerrero.

Así obtuvo su paal kaba, su primer nombre. Cuando llegó a la pubertad, se le permitió llevar el apellido de su padre, «Chel». Cuando contrajo matrimonio éste fue modificado de nuevo y tuvo el naal kaba, que se componía del prefijo «Na» más el apellido de su madre, seguido por el de su padre. Como muchos itzá tenía un cuarto nombre, el coco kaba, que había ganado gracias a una hazaña guerrera: Koos Ich. Ojo de águila.

Él era todos y cada uno de esos nombres. Su vida se había desarrollado y su cuerpo había cambiado a la vez que sus nombres, para ajustarse al destino que los cielos habían trazado para él. Un destino al que pronto iba a enfrentarse.

Koos Ich se plantó frente a la puerta de la ciudad amurallada de los cocom, dispuesto para cumplir con su misión. Dos guardias situados ante el arco le cerraron el paso.

– Vengo aquí por la voluntad de los dioses, para ofrecer un sacrificio.

Uno de los cocom empezó a reír.

– ¿Eres itzá? -le preguntó-. En ese caso puedes quemar una de tus apestosas bolas de puk ak [15] aquí mismo…

El cocom se detuvo al cruzarse sus ojos con los del recién llegado. No era un estúpido, e inmediatamente comprendió que con aquel hombre no era saludable bromear. Koos Ich sobrepasaba por una cabeza la estatura del guardia. Sus brazos eran musculosos, casi dos veces más gruesos que los de un hombre común, y su pecho estaba labrado con emblemas que lo señalaban como un gran guerrero curtido en muchas batallas. Sin embargo, no llevaba armadura ni aparejos de combate. Tan sólo un sencillo taparrabos de algodón y una macana adornada con plumas que apretaba en su mano derecha. Pero el guardia cocom se equivocaba al temer que sus burlas pudieran ofender a un verdadero guerrero. Mientras Koos Ich sintiera que estaba actuando de acuerdo con su propósito, no encontraría nada ofensivo en sus palabras.

– ¿Qué es lo que buscas aquí? -le preguntó el otro cocom.

– Ya os lo he dicho, vengo a ofrecer un sacrificio… Un sacrificio humano.

Los guardias giraron los ojos a un lado y a otro.

– Y… en ese caso, ¿dónde está tu prisionero?

– Yo soy el sacrificado. Yo me voy a ofrecer a los dioses sobre la piedra de los gladiadores.

Los dos cocom lo contemplaron, asombrados, durante un instante.

Al fin uno de ellos dijo:

– Sígueme.

Mientras su compañero permanecía en la puerta, condujo al itzá a través de la ciudad de piedra hasta uno de los templos, donde fue recibido por el propio Ahuacán. [16]

– No pretendo ofenderte -le dijo Koos Ich al anciano sacerdote-, pero no es a ti a quien vengo a entregar mi sacrificio.

– ¿A quién entonces? -le preguntó el Ahuacán.

– Al Halach Uinich [17] Es con él con quien deseo hablar.

El anciano aceptó, pero dijo que el sol empezaba ya a ocultarse y era demasiado tarde para molestarlo. Por tanto, ordenó al guardia que le diera cobijo y alimento hasta que llegara la hora en que el señor de la ciudad de Amanecer pudiera recibirlo. De esta forma, Koos Ich fue conducido hasta una choza del poblado situado en el exterior de la zona amurallada. Por el camino se cruzó con varios nahual y desvió rápidamente la vista. La noche estaba cercana y ésta les pertenecía. Koos Ich no quería enfrentarse a los engendros allí, no en ese momento. Algún día no muy lejano llegaría esa oportunidad, era inevitable.

Pero no esa noche.

En la choza, varias mujeres le llevaron tortillas de maíz y carne de perro cocinada con flor de calabaza. Luego se retiraron y lo dejaron solo. Koos Ich se sentó en el suelo. Cruzó las piernas bajo él. De una bolsa de cuero extrajo un diminuto trozo de hongo que se llevó a la boca. Cerró los ojos y dejó que su conciencia localizara su punto de anclaje.

Allí estaba. Un tentáculo de luz lechosa surgía del suelo y se introducía en su cuerpo. Con exquisito cuidado, fue envolviendo el engrosamiento del tentáculo, allí donde se fusionaba con su alma individual, con diferentes capas de membranas luminiscentes. Sus recuerdos. Su fe. Su amor… Todo aquello que lo hacía ser una criatura única.

Fue muy cuidadoso, al día siguiente iba a enfrentarse con la muerte y de la precisión con la que realizara aquellas operaciones dependía la permanencia de su ser sobre la Tierra.

Cuando hubo terminado, cortó el enlace y abrió los ojos. El efecto del hongo siempre le dejaba la misma sensación de vacío en su estómago y los alimentos traídos por las mujeres cocom le parecían ahora más apetitosos que antes. Comió hasta sentirse satisfecho, luego se tumbó para esperar la llegada del próximo día.

2

Poco antes de que asomara el sol en el borde del mundo, el Halach Uinich contemplaba pensativo cómo las olas chocaban contra los acantilados que sujetaban su ciudad. La parte posterior de la pirámide truncada colgaba sobre el mar, elevándose sobre el borde de un peñasco alto y áspero, y presentaba una magnifica vista del océano.

Entre sus dedos sujetaba un cigarro que se llevaba a la boca de vez en cuando, para exhalar a continuación una gran vaharada de humo. Distraídamente, vio llegar al Ahuacán acompañado por el guerrero itzá del que ya le habían hablado. Sin hacer demasiado caso a las reverencias que el protocolo marcaba al sacerdote, volvió a concentrarse en el paisaje.

– Es asombroso cómo los dioses mantienen el mundo en funcionamiento -dijo dirigiéndose al Ahuacán-. Si reflexionas un momento, en seguida comprendes cuántos minúsculos detalles es necesario tener en cuenta. Fíjate en esos pájaros que vuelan bajo, casi rozando las olas, y en la marea que sigue su ciclo lunar, y en todos los astros del cielo que acompañan a la luna en sus movimientos. Es turbador pensar en todo eso…

Beey [18] -le respondió el sacerdote-. Los dioses mantienen el mundo, y nuestro sagrado deber es mantener a los dioses. Con nuestra sangre y con nuestra carne.

Era un hombre viejo, tan delgado y reseco como una momia, pero sus palabras y sus gestos estaban cargados de vigor y certeza. Siguió hablando mientras miraba al guerrero itzá:

– Este hombre ha venido a ofrecerse en sacrificio, Halach Uinich, pero desconfío de él. Su pueblo es bárbaro. Los itzá queman puk ak para alimentar a los dioses, un humo miserable, mientras que ellos se atracan de manjares y se embotan la mente con el licor de pulque. El sacrificio es un deber sagrado, sin él la vida misma del universo se detiene.

El «Hombre Verdadero» alzó una mano para pedir a su sacerdote que guardara silencio y se dirigió al guerrero:

– Habla, itzá. Cuéntame qué es lo que te ha traído hasta aquí.

– Yo soy Koos Ich -dijo el gigante-. Soy un guerrero famoso entre los míos. Mi xtol che' jamás ha rehuido beber la sangre de un enemigo.

– He oído hablar de ti y de tus hazañas -dijo el Halach Uinich-. Por favor, acepta mi hospitalidad.

Invitó al guerrero a sentarse junto a él y pidió a las mujeres que le trajeran otro cigarro encendido. Era una delgada caña rematada por un nudo de hojas de tabaco bien apretadas a la que los mexica llamaban acáyetl. Las mujeres trajeron también un gran tazón de fresco chocolatl, con casi dos dedos de espuma. Pero Koos Ich rechazó aquellas golosinas extranjeras y permaneció en pie.

Halach Uinich -dijo-. He venido libremente para luchar sobre la piedra de los gladiadores. No soy un prisionero de guerra, por tanto, tengo derecho a elegir la forma y el momento del sacrificio.

Beey. Ésa es tu prerrogativa.

– Hoy mismo, al mediodía, pues los dioses así me lo han demandado. Si su voluntad es que sobreviva al combate, deseo que me entreguéis al lo'k'in putum que tenéis prisionero.

– ¿Esperas sobrevivir al sacrificio, gladiador? -le preguntó el Halach Uinich, algo irritado por la presunción del guerrero.

– Con la ayuda de Itzamna. Pero debo enfrentarme a tus guerreros y no a los mercenarios mexica que ya he visto que habitan en esta ciudad de piedra. ¿Encontrarás guerreros entre los tuyos con suficiente valor como para luchar contra un itzá desnudo y desarmado?

El Halach Uinich sonrió con desdén y se volvió hacia el sacerdote:

– ¿Qué opinas tú de la extraña petición de este bravo?

El Ahuacán soportó sin pestañear la mirada de su señor. Le estaba demandando una profecía, la obligación formal para iniciar sus acciones. El anciano sacerdote llamó a uno de sus acólitos y le pidió que registrara sobre papel sagrado sus palabras. Cortó un pequeño fragmento de una de sus orejas, dejó que la sangre goteara sobre el papel y dijo:

– El Universo se muere, el Sol agoniza, y el lo'k'in putum, es el mensajero del final. La sangre debe correr para que el Universo siga existiendo y vosotros, los itzá, debéis colaborar con vuestra carne y vuestra sangre para satisfacer el hambre de los dioses. Quizás el sacrificio de un solo itzá ya no sea suficiente, pero es aceptado.

Koos Ich se mostró impasible ante la amenaza del sacerdote, e hizo una petición más:

– Deseo ver al lo'k'in putum antes del combate.

– ¿Por qué motivo? -preguntó el Halach Uinich.

– Así debe ser. Estoy en mi derecho.

El señor de Amanecer se volvió entonces hacia su sacerdote y ordenó que se cumpliera la petición del guerrero.

Cuando el itzá se hubo marchado, el Halach Uinich volvió a concentrarse en el impresionante panorama. El sol trepaba por la pirámide del cielo e iluminaba el mundo. No podía comprender los mecanismos de los que se servían los dioses para mantenerlo en lo alto, pero tampoco había podido descubrir en qué consistía la naturaleza de aquellos extraños que habían sido empujados hasta su costa. El día que llegaron, los estudió con frialdad y atención, pero no supo decidir si eran animales de dos patas, con falso aspecto de hombres, o seres de madera o de maíz blanco como los que habían habitado los mundos anteriores al suyo. Intentó interrogarlos, pero en seguida comprendió que no hablaban una palabra de su idioma. Repitió sus preguntas en la lengua secreta Zuyua, con el mismo resultado descorazonador. No entendían, y esto era en sí mismo asombroso. ¿Mandarían los dioses como mensajeros a hombres de madera, salvajes, extraños, incultos, bárbaros, incapaces de comunicarse de alguna forma? Quizá sí, hacía mucho tiempo que él había renunciado a comprender a los dioses.

Pero en ningún caso osaría enfrentarse a sus designios.

Lo'k'in putum, «hombres de madera». Porque, como se lee en los textos antiguos, en el tercero de los mundos los hombres fueron creados de madera. No sabían pronunciar palabras y por eso mismo fueron destruidos por el Gran Formador. Entonces le mostraron el disco de oro que llevaba uno de ellos, grabado con los caracteres de los dioses, y comprendió el significado de todo aquello, antes incluso de que el Ahuacán se lo interpretara: los dioses habían enviado a aquellos hombres extraños como víctimas para el sacrificio, pero habían preservado a uno de ellos para que les comunicara su voluntad.

Cosa que haría, sin duda, cuando él quisiera.

Había pasado un año tzolkín desde entonces, y el lo'k'in putum aún no había dicho nada de interés, pero la llegada del guerrero itzá abría nuevos interrogantes.

– ¿Qué opinas de ese guerrero? -preguntó al Ahuacán cuando éste regresó.

– Es un hombre osado y valeroso…

– Es un guerrero águila. Un luchador del Sol.

– Eso es evidente, Halach Uinich.

– ¿Qué puede buscar aquí?

– La muerte. Sin duda resulta una víctima muy apropiada para la piedra de los gladiadores. Dejémosle que muera en ella.

– ¿Y si sobrevive? ¿Debemos entregarle al lo'k'in putum?

El anciano hizo un gesto de distensión acariciando los abalorios de jade de su collar, y dijo lentamente:

– Dejemos que los dioses hablen.

3

– Yo soy Lisán al-Aysar ibn al-Barrayan ibn Xahin al-Jatib.

Cada día se obligaba a pronunciar su nombre en voz alta, pues el temor de olvidarse de quién era, de su pasado, era cada vez mayor.

Sus maestros decían que el hombre fuerte es aquel que se regocija de ver cómo su mundo se le escapa entre las manos.

Él no se sentía fuerte en absoluto, pero seguía viviendo.

Los primeros días parecían haberse estirado hasta el infinito. ¿De verdad habían sido días? A Lisán le habían parecido meses, años… En realidad tenía un recuerdo muy vago de ellos. Después de la ceremonia lo habían encerrado, solo, en una choza. Recordaba haber pasado las horas tumbado sobre la paja que cubría el suelo y las lágrimas escurriéndose sin ningún esfuerzo de sus ojos. Habían entrado en la choza para traerle comida en cuencos de barro que habían dejado frente a su rostro. Luego habían regresado a retirar los cuencos, que no había tocado. Y apenas se había movido, con la mejilla pegada al suelo, respirando el polvo mezclado con sus lágrimas y rogándole a Dios que lo librara de una vida que ya no deseaba seguir viviendo. No con el recuerdo de ese día…

– ¡Sobrevive!

Lo había oído con claridad. No podía ser un sueño, Lisán aún sentía en sus oídos el eco de la voz de Ahmed gritándole:

– Sobrevive, hermano. ¡Sobrevive!

Lisán se había incorporado un poco y había aguzado el oído. El interior de la choza seguía oscuro y sólo unos trazos de luz se colaban entre los palos que formaban las paredes. A lo lejos se oían algunas voces parloteando en aquel idioma incomprensible y el cloqueo de las aves gordas que correteaban libres por el poblado… No, él lo había oído claramente. A Ahmed, a su hermano…

¡Sobrevive! Era una señal de Dios, no podía ser otra cosa. Se acercó a uno de los cuencos y estudió su contenido. Introdujo los dedos en él. Era una especie de gacha fría, amarilla y espesa. Se la llevó a los labios y sintió un sabor dulzón, muy aromático, que le pareció delicioso. ¿Cuánto tiempo llevaba sin comer? Rápidamente dio cuenta del contenido de aquel cuenco y tomó otro. Estaba cubierto con una tapa, para que mantuviera el calor. Se lo llevó a la nariz para olerlo. El vientre se le estremeció con una arcada. Arrojó el cuenco bien lejos, que se estrelló contra una de las paredes y se rompió, derramando su contenido. Se tapó la nariz con ambas manos para no olerlo. Era carne. Carne asada. Debía de ser la carne de uno de aquellos pajarracos gordos, pero en realidad a Lisán no le importaba. El olor a la carne humana asándose al fuego se había pegado al interior de su nariz como una costra endurecida. Seguía sintiéndolo, cada vez que respiraba, y el hedor de aquella carne que estaba ahora derramada por el suelo de la choza le parecía insoportable. Intentó taparla, arrojándole puñados de paja, pero seguía oliéndola. Volvió a hacerse un ovillo y a pegar el rostro contra el suelo.

«Sobrevive», le había dicho su hermano.

– De acuerdo, lo haré. Pero dame un poco de tiempo.

Una semana después, los sacerdotes lo condujeron a un edificio anexo a uno de los grandes templos de la ciudad, donde imaginó que iban a prepararlo para su inevitable sacrificio. Caminó con dificultad, pues el golpe que había recibido en los riñones le había hecho orinar sangre durante días, y seguía sintiéndose muy débil. Al atravesar sus puertas de piedra se vio en el interior de un amplio espacio casi vacío. Allí no había muebles de ningún tipo, tan sólo esterillas de algodón donde, como silenciosos buitres, se sentaban otros sacerdotes de rostro arrugado y mirada perdida. Sólo unas tablas de madera decoradas con plumas repartían el espacio interno. El suelo era de tierra rojiza apisonada, y las paredes estaban blanqueadas con cal y decoradas con frescos. A través de las pequeñas ventanas cuadradas apenas entraba la luz, y uno de los rincones estaba iluminado gracias a unas antorchas de madera resinosa. Un sacerdote, casi tan anciano como el Ahuacán, lo esperaba en aquel rincón, sentado tranquilamente sobre una estera. Vestía de negro y tenía los cabellos enmarañados por la sangre seca.

Obligaron a Lisán a sentarse frente a él. El viejo sacerdote tenía en sus manos el disco de oro que un día le diera Baba y que los hombres-tigre le habían arrebatado. Se inclinó hacia Lisán y colgó nuevamente el disco de su cuello. Sin comprender nada de lo que estaba pasando, el andalusí permaneció sentado sobre la estera, con el torso erguido. El sacerdote tenía junto a él un cesto lleno de flores de corola amarilla. Levantó una de ellas ante el rostro del andalusí y dijo, pronunciando muy lentamente, tal y como alguien le hablaría a un niño sordo:

Lool.

Lisán asintió.

Lool… Entiendo que significa algo así como «flor»… o quizá «amarillo»… ¿Qué es lo que pretendes hacer? ¿Enseñarme tu idioma?

No podía imaginar para qué, si su destino era el sacrificio. Pero tampoco era comprensible por qué sus hermanos habían sido cuidadosamente curados para luego ser cortados en trozos por aquellos mismos sacerdotes.

Lool -repitió el anciano. Y con paciencia fue colocando una a una las flores frente al extraño mientras recitaba-: Hun lool, ka'lool, óox lool, kan lool…

Al colocar la quinta se detuvo. Observó el rostro del extraño para comprobar que éste permanecía atento y usó el extremo del mango de su abanico para trazar una línea recta en la arena, bajo las flores.

Y cinco, comprendió Lisán. Bajó la vista hacia su pecho y comprobó que ésos eran precisamente los símbolos grabados junto a las perforaciones del disco de oro. Un punto significaba «uno» y cada raya horizontal tenía un valor de cinco. Miró al anciano y asintió para indicarle que había entendido. El viejo sacerdote apartó las flores y borró con la mano la línea trazada en la arena. Luego, dibujó cuidadosamente una concha y el faquih dedujo, admirado, que aquel símbolo significaba «cero».

Habían empezado a comunicarse.

Más tarde supo que el nombre del viejo sacerdote era Namux, y que era el chilán, el encargado de oficiar las ceremonias de sacrificio. Aquel que embadurnaba con sangre la cara del dios al que se honraba, aquel que tenía derecho a las manos y los pies del sacrificado. Namux pertenecía a la etnia xiu, por lo que a pesar de su gran sabiduría jamás podría llegar a convertirse en Señor Serpiente, ni ocupar un puesto en el Ah Cuh Caboob, el consejo de ancianos. Sin embargo, había sido maestro del propio Halach Uinich, por lo que era respetado por todos. También, y esto era lo extraño, por Lisán, que poco a poco lo fue considerando como una persona llena de dignidad, como un viejo y sabio qadi, que se esforzaba en hacer bien su trabajo. Con el paso de los días, Namux lo fue instruyendo en aquella milagrosa matemática como primer paso para que aprendiera su lengua.

Lisán se entregó en cuerpo y alma a las lecciones. Sobreviviré, Ahmed. Por un tiempo al menos. Mientras estuvieran ocupados enseñándole no lo sacrificarían.

Empezó a vislumbrar el mundo en el que vivían aquellos hombres, y éste era mucho más complejo de lo que pudiera haber imaginado. ¿Cómo había surgido una cultura tan extraña como aquélla? Temible y sanguinaria y, a la vez, sabia y refinada. La sorpresa continuada de aquel mundo le hacía deducir que se hallaba en una tierra desquiciada, donde convivían hallazgos contrapuestos. No había visto, por ejemplo, más que herramientas de piedra, propias de los salvajes más primitivos. Parecían desconocer los metales, excepto el cobre de los collares con que se decoraban. Tampoco había visto ruedas, ni carruajes, ni animales de tiro: los fardos más pesados eran transportados directamente sobre las espaldas. Como sistema de iluminación usaban antorchas, en vez de velas o candiles de aceite. Al mismo tiempo, eran capaces de levantar aquellas increíbles construcciones que desafiaban los secretos de los arquitectos del antiguo Egipto, y sus matemáticas les permitían resolver operaciones que habrían amedrentado a los más sabios de su país.

Además, estaba el recuerdo de lo sucedido aquella noche, tras el sacrificio de sus hermanos, cuando contempló cómo uno de aquellos guerreros cubiertos con la piel de un tigre se transformaba, ante sus ojos, en una bestia. Lisán dudaba de ese recuerdo, no podía creer que fuera otra cosa que una alucinación producida por el terror y la fiebre. Pero si había sido una pesadilla, era tan horriblemente real que esa imagen había quedado marcada en su mente. Casi podía volver a verla cada vez que cerraba los ojos. Empezaba a considerar que quizá fuese cierto todo lo que le había contado Baba sobre demonios que convivían con los hombres.

Y, cuando hubo aprendido lo suficiente de aquel idioma, pudo al fin descifrar las misteriosas palabras que habían sido pronunciadas ante la vista del disco dorado y que él había guardado en su mente. H-uuch-been uinicoob: «Es de los Hombres Antiguos».

El nombre de la ciudad en la que estaba prisionero era Zama, una palabra que significaba «Amanecer»; no en la lengua que estaba aprendiendo, sino en otra más antigua. «Zama» le recordaba el nombre de una ciudad de al-Andalus, pero los hermosos amaneceres que se podían contemplar desde los acantilados le daban la única alegría que tenía cada día: la salida del sol, que le indicaba dónde estaba su mundo, su casa y sus lugares sagrados. El resto del día, las semanas, los meses, se iban desgranando como elotes en las manos de las mujeres nativas. Perdida la esperanza de regresar a su mundo, se fue hundiendo en la monotonía de la existencia. Su mente desconcertada veía pasar los días con indiferencia y aceptaba las lecciones de aquel viejo sacerdote. A veces pensaba en escapar, aunque no podía imaginar cómo. ¿Qué podría conseguir si lograba robar una canoa de entre las muchas que descansaban en la playa? ¿Volver a estar a merced de las olas, cocerse los sesos al sol y morir a la deriva? ¿O escapar hacia la jungla y perderse solo en aquel sudario verde? El mar a la espalda, la selva delante. De aquí no hay huida posible que me asegure el sobrevivir, hermano.

Koos Ich había entrado en la suave penumbra de la choza del lo'k'in putum y lo observaba con detenimiento. Estaba sentado en un rincón, con la espalda contra una de las paredes de palos, la cabeza inclinada sobre el pecho, donde brillaba el disco con los caracteres mágicos. El guerrero descubrió que era más extraño de lo que hubiera podido imaginar. Tenía, en efecto, el cuerpo pálido y cubierto de pelo como un animal, su cara era afilada y sus cabellos desgreñados, de tonos diversos que iban del marrón al blanco. En sus ojos, también de un color imposible, había un odio y un temor que Koos Ich no supo interpretar. Desprendía un olor desconcertante que impregnaba el interior de la choza.

– ¿Puedes entender mis palabras? -le preguntó el guerrero en la Lengua Sencilla.

Lisán alzó la vista y lo miró.

Tenía ante sí a un hombre de impresionante musculatura, mucho más alto que cualquier nativo que hubiera visto hasta ese momento. Su porte era orgulloso y, en cierta manera, distinguido. Como todos los nativos, llevaba el cabello muy largo y muy negro, con una zona desprovista de pelo en la parte alta de la cabeza y el resto cuidadosamente trenzado y enrollado como una corona de la que colgaba una larga cola por detrás. Su pecho estaba decorado con complejos dibujos de color negro y cicatrices coloreadas con alguna tinta grababa su piel. Las palabras sonaban extrañas en sus labios. Hablaba un dialecto ligeramente distinto del conocido por Lisán.

– Te entiendo… -le respondió, poniendo en práctica lo aprendido-. Si hablas lentamente…

– Yo soy Koos Ich -dijo el gigante llevándose la mano al pecho-. Y he venido para sacarte de aquí.

4

Dos horas antes del mediodía, los cocom se presentaron ante la choza de Koos Ich y sacaron de ella al guerrero. Lo sentaron en una silla con andas y lo llevaron en procesión, rodeado por el estruendo de los tambores y el humo del copal.

En la explanada situada frente a la pirámide, los sacerdotes habían colocado una gran piedra de unos diez codos de anchura. Tenía forma de rosquilla y en su gran agujero central encajaba un tronco petrificado, tallado y adornado con plumas, como un pájaro gigante que vigilara los danzantes movimientos de los hombres situados a su alrededor. No eran muchos pues, dado lo apresurado de la ceremonia, apenas se habían reunido allí algunas decenas de guerreros y unos cuantos sacerdotes.

El fuerte ritmo del Holkan Okot marcaba el paso de los cocom, retumbaba continuamente en la tierra y contagiaba el frenesí del baile. Los sacerdotes arrojaban al fuego de un brasero corazones hechos de sangre humana amasada con maíz y resinas aromáticas, mientras invocaban por sus nombres a los dioses del inframundo y el supramundo. Varios nahual contemplaban la ceremonia desde cierta distancia. Koos Ich observó que el lo'k'in putum estaba en medio de ellos. Dos sacerdotes se acercaron al guerrero itzá y pintaron su cuerpo con una espesa tintura azul. Esparcieron flores de balché sobre su pelo, mientras cantaban:

Ah'papal h'muukan uinic ppizan chimalil'

c-yooc loob t-chumuc c'ki uic ut-tial u-h'

ppizu u muukoob-t X-Kolom-ché Okoot.

Tu chumuc c'ki uic yam un-ppel xiib

kaxan tu chum ocom tuniich cici bonan

yetel x-ciihchpam h'ch'oo. [19]

Luego lo condujeron hasta la piedra del sacrificio, ante la que danzaban dos nativos ataviados con una camisa y un calzón cubiertos de plumas de hermosos colores. Eran los gladiadores elegidos por el Ahuacán. Uno lucía sobre la cabeza un tocado que representaba el pico y la cola de un pájaro quetzal de color verde, el otro el de un pájaro azul. Iban armados con macanas y se protegían con rodelas tan pequeñas que apenas cubrían la mano y la muñeca.

Los sacerdotes ataron a la cintura de Koos Ich una larga soga, que estaba sujeta al tronco decorado como un pájaro y le entregaron la macana ritual, en la que los filos de sílex habían sido sustituidos por inofensivas plumas blancas. El itzá pasó un dedo sobre éstas y se permitió una mueca irónica. El combate no iba a ser muy equilibrado; la cuerda limitaba sus movimientos y su arma era prácticamente inofensiva. Por el contrario, los dos gladiadores estaban libres y era de suponer que eran los mejores guerreros de Amanecer. Todo aquello podía tener la apariencia de un duelo, pero no era otra cosa que una forma más de sacrificio.

Hacía calor. El guerrero itzá hincó una rodilla al borde de la piedra en forma de disco y dejó pasar unos instantes para sentir el sol en la cara, abrir los brazos e invocar a sus propios dioses. Sintió que su alma estaba bien amarrada a aquella realidad. Si moría en el combate, regresaría tarde o temprano, eso no le preocupaba; pero sí la posibilidad de fracasar en su misión y que el extraño se perdiera. Los dos cocom disfrazados de pájaros se movían lentamente a su alrededor, expectantes como fieras ansiosas de sangre. Koos Ich los observó con calma y pensó que todo era una ilusión. En realidad estaban tan atados como él, e imaginó los largos y flexibles tendones del chu'lel surgiendo del suelo y extendiéndose hasta el punto de anclaje de cada uno de los gladiadores. Por supuesto, esto era invisible en el plano que percibían los sentidos comunes y un guerrero jamás cometería la locura de tomar el kuuxum antes de un enfrentamiento. Pero estaban allí. Tuvo esa imagen a la vez que comprendía que había llegado el momento. Medita, calcula, reza… y, al final, lánzate hacia la muerte sin que te importe nada, excepto vencer. Se puso en pie, asió con fuerza la empuñadura de la macana, echó la cabeza hacia atrás e hizo una señal para indicar que ya estaba listo para combatir.

El Ahuacán sacrificó a un perro y arrojó su corazón a las llamas. El sonido de una caracola fue la señal de que ya podía comenzar la lucha.

Los gladiadores atacaron a la vez, silenciosos, desde dos direcciones distintas. Koos Ich oyó el susurro de sus plumas mientras se movían y el roce de sus pies contra la arena. Sintió su corazón latiéndole en las sienes. Tenía cierta ventaja por su posición elevada sobre el disco del sacrificio, pero no le iba a resultar fácil mantenerla.

El primer golpe del gladiador azul arrancó astillas del arma ritual de Koos Ich, pero consiguió pararlo. Por el rabillo del ojo vio al verde blandiendo con las dos manos su macana y le lanzó una patada que a punto estuvo de alcanzarlo en pleno rostro. Lo que sin duda lo hubiera puesto fuera de combate.

Así acabó el primer contacto. Los dos cocom retrocedieron unos pasos, agazapados como dos leones hambrientos frente a una presa que parecía peligrosa, a la que era necesario estudiar con más calma para descubrir su flanco más desprotegido antes de volver a atacar.

Pero Koos Ich los sorprendió.

Brincó fuera de la piedra del sacrificio, por encima de sus cabezas, un salto impresionante que lo llevó a aterrizar sobre la arena de la plaza, justo detrás de ellos. Sin detenerse, se lanzó hacia delante hasta que el salvaje tirón de la cuerda al tensarse lo retuvo.

El gladiador del tocado de quetzal fue el primero en reaccionar. Giró sobre sus talones y cargó contra Koos Ich. Una borrosa figura de rutilantes plumas verdes que descargó un feroz mazazo en cuanto lo tuvo a su alcance. El itzá intentó desesperadamente pararlo, interponiendo su macana de madera y plumas, pero el golpe fue tan violento que el arma rebotó contra ella y únicamente consiguió desviar un poco su trayectoria. Los filos de sílex lo alcanzaron y le abrieron varios tajos paralelos, muy profundos, en el pecho.

La primera sangre salpicó y se oyó un alarido de júbilo surgir de los presentes al ver al extranjero herido. Sin embargo, Koos Ich había conseguido lo que buscaba a cambio de esa sangre. Ahora estaba en la posición correcta para realizar la maniobra que había planeado. Esquivó sin dificultad un nuevo golpe lanzado por su atacante verde y, sin molestarse en responderle, giró a su alrededor, lo enredó con la cuerda y lo derribó.

El júbilo de los espectadores se transformó en un murmullo de sorpresa. El otro gladiador tardó un instante en reaccionar. Perdió un tiempo valiosísimo intentando advertir a su compañero cuando comprendió lo que el itzá se proponía. Más que suficiente para que Koos Ich rodeara el cuello del guerrero verde con la soga y lo obligara a ponerse en pie. Se apretó contra su espalda e interpuso su cuerpo como escudo frente al azul.

El cocom que se había transformado tan inesperadamente en prisionero del hombre que pretendía sacrificar parecía desesperado. Soltó la rodela y la macana y se llevó las manos a la garganta intentando introducir los dedos entre cuerda y piel para aflojar el lazo y respirar.

– Relájate -le susurró Koos Ich al oído-. Esto va a acabar pronto.

La tranquilidad de sus palabras aun enfureció más al gladiador, que se debatió con todas sus fuerzas y lanzó patadas hacia atrás intentando alcanzar las espinillas de Koos Ich.

El gladiador azul miraba a los dos hombres, pegados uno contra otro en una extraña danza que parecía casi obscena. No sabía qué hacer. Cómo enfrentarse a aquella situación tan inesperada. Lanzaba titubeantes golpes con su arma, pero Koos Ich interponía con destreza el cuerpo del gladiador verde. A la vez, retrocedía lentamente y obligaba a su presa a seguirlo alrededor del disco de piedra, al que seguía unido por la soga. Los dos gladiadores cocom sentían la mirada de todos los presentes, y la vergüenza y la rabia de haber sido puestos en esa situación.

Hubo un largo intervalo de silencio en el que nadie parecía saber qué hacer a continuación. Todo se había detenido de momento. Koos Ich podía oír la sangre de su pecho salpicando sobre la arena, como las primeras gotas de un chaparrón.

De repente, un feroz alarido de guerra rompió aquel momento de silencio y el gladiador azul arremetió lleno de rabia. Descargó un golpe salvaje, que buscaba partir en dos el cráneo de Koos Ich. Pero éste interpuso a su prisionero y fue él quien lo recibió entre el cuello y el hombro. Un solo golpe, pero que le desgarró las arterias e hizo brotar de ellas un violento chorro de sangre.

El guerrero itzá tuvo una breve visión mientras aquel hombre moría entre sus brazos, lo había visto en un par de ocasiones y lo imaginó allí mismo con nitidez: el tentáculo del chu'lel soltándose de su punto de anclaje en la espalda del agonizante y replegándose a toda velocidad como un luminoso miembro amputado.

El gladiador azul dio un respingo y retrocedió, asombrado por lo que acababa de pasar. Su compañero arrojaba sangre por la boca y su vida se extinguía ante sus ojos. No podía ser. Se quedó mirando el cuerpo derribado, temblando de rabia. La multitud también miraba asombrada, casi en silencio. La respiración agitada de los dos combatientes y el jadeo del moribundo eran el sonido más fuerte.

Koos Ich se deshizo del cuerpo inerte y reculó alrededor del disco de piedra. El gladiador azul saltó sobre el cadáver y se abalanzó tras él. Le dio alcance y le atravesó con un golpe de derecha a izquierda. Los dientes apretados, la hiel en la garganta: ¡Muere!

El itzá levantó la mano izquierda y contuvo el descenso del arma en el aire, sujetándola por el mango. Al mismo tiempo, golpeó con la derecha el costado de su enemigo, con la mísera macana de plumas, por lo que no consiguió hacerle ningún daño. El gladiador se zafó y, con toda la rabia acumulada empujando su brazo, descargó un nuevo machetazo directamente en la garganta del extranjero. La pala de madera trazó un arco silbante y se estrelló contra la macana de plumas interpuesta como escudo.

Esta vez el choque fue tan violento que el arma del itzá se partió en dos. Koos Ich se deshizo de aquel trozo de madera astillado y siguió retrocediendo hasta que sus piernas tropezaron con el borde de la piedra del sacrificio y no pudo seguir haciéndolo. El cocom embistió entonces, con el rostro desencajado. Sus ojos relucían con una maníaca alegría tras la máscara de plumas azules. Había comprendido que el itzá ya no tenía escapatoria.

– ¡Ahora muere, maldito! -gritó.

Pero Koos Ich no estaba dispuesto a ponérselo tan fácil. Se inclinó hacia un lado y dejó que la macana pasara rozándole el costado desnudo. Luego, flexionó las piernas para tomar impulso y dio un espectacular salto. El siguiente tajo del gladiador sólo pudo cortar el aire, mientras el itzá, desequilibrado, caía de espaldas sobre la superficie plana de piedra.

Inmediatamente, rodó para alejarse de su enemigo que ya estaba sobre el disco del sacrificio, dispuesto a perseguirlo hasta el fin. Mostrando los dientes con un gruñido y con los ojos llameantes, el cocom lanzaba machetazos que arrancaban esquirlas de la piedra. Golpe. Golpe. Intentaba cazar a su escurridizo y desarmado oponente, que giraba sobre sí mismo, a toda velocidad, para esquivarlos.

Koos Ich alcanzó el otro extremo del disco y se dejó caer al suelo. Se arrastró frenético sobre el polvo. Su objetivo era la macana con filos del gladiador muerto. La tenía casi al alcance de la mano. Estiró un brazo todo lo que pudo… pero era imposible. No llegaba. Por sólo un palmo, la cuerda se lo impedía.

Tras él aterrizó su implacable perseguidor. Avanzó lentamente, sin prisas, con cierta solemnidad. Sabía que esta vez el itzá iba a morir y quería recuperar un poco de la dignidad que había perdido durante aquel estrafalario combate.

El cocom estaba casi sobre él. Koos Ich se volvió y lo miró directamente a los ojos. Pudo ver los restos de la furia irracional que se había apoderado de aquel hombre, que no esperaba ver morir a su compañero a manos de un sacrificado. Y también observó otra cosa: la cuerda que ataba su cintura estaba ahora entre las piernas del cocom…

La ira te reduce a un ciego manojo de reflejos.

Agarró la soga con las dos manos y tiró de ella con todas sus fuerzas.

La cuerda se tensó y golpeó al gladiador en los testículos. Paralizado por el dolor, cayó de rodillas, sin respiración, con los dientes apretados y las dos manos en la zona dolorida.

Koos Ich se incorporó con calma. El gladiador se retorcía en el suelo. Le robó su macana y de un tajo puso fin a su sufrimiento. Después, cortó la soga que todavía lo mantenía unido a la piedra del sacrificio y se volvió hacia sus enemigos, desafiante, con el arma firme entre sus manos.

A su alrededor se había producido un silencio mortal. Nadie quería creer lo que acababa de suceder. El guerrero itzá no soltó la macana. Avanzó con ella en la mano, lentamente, entre las filas de nativos que se apartaban a su paso, y se dirigió a donde estaban los nahual. La sangre le resbalaba por el pecho hacia el estómago. Ni siquiera miró a los engendros cuando le hizo una seña a lo'k'in putum y le dijo:

– Vamos, estás libre. Puedes seguirme.

Lisán parecía perdido en medio de los nahual, los tétricos guerreros cubiertos con la piel de un jaguar. Dio un tímido paso hacia Koos Ich.

– Ven -lo apremió éste.

El andalusí caminó hasta situarse junto al guerrero itzá. Notaba a su espalda la tensión de los nahual, que vibraban de rabia y ganas de saltar sobre él. Pero ninguno de ellos hizo el menor movimiento para detenerlo.

– Estás… herido -le dijo al guerrero.

– No te preocupes por eso. Ahora sígueme en silencio y no apartes los ojos del suelo. ¿Me has entendido?

Beey!

De esta forma, el guerrero y el faquih dejaron atrás a los nahual y caminaron juntos entre los atónitos nativos que se habían congregado para presenciar el sacrificio.

Cuando llegaron frente al Halach Uinich y el Ahuacán, este último les dijo:

– Los dioses te han favorecido hoy, guerrero.

Koos Ich se detuvo pero no miró al sacerdote.

– Su voluntad es que me dejéis marchar con el lo'k'in putum.

– ¿Conoces tú la voluntad de los dioses?

Lisán apenas notaba la ansiedad en las voces. Se obligó a hacer lo que el guerrero le había indicado y no levantó los ojos del polvo del suelo.

– La conozco a través de los sacerdotes de mi pueblo -dijo Koos Ich-. Ellos me dijeron que vencería en esta batalla y que permitiríais que el lo'k'in putum viniera conmigo.

– Entonces, ¿quiénes son los hombres para oponerse a su voluntad? Ve, guerrero, porque lo que hoy has hecho aquí será largamente recordado.

Koos Ich no miró en ningún momento al sacerdote ni al Halach Uinich. Al escuchar las últimas palabras del Ahuacán, asintió con humildad y empujó suavemente a Lisán para que siguiera caminando. Los dos hombres alcanzaron la puerta de la muralla y salieron de la ciudad.

El Halach Uinich contempló cómo desaparecían y luego se volvió hacia el Ahuacán.

– Los dioses nos enviaron al lo'k'in putum con algún propósito -dijo-. No me gusta verlo marchar sin saber cuál era.

El Ahuacán se volvió hacia el Halach Uinich.

– La guerra de los dioses empezó antes de que el propio mundo existiera -dijo-. Esto es un pequeño acontecimiento en su devenir. Hoy, el final de los itzá está definitivamente más cerca.

5

Salieron de la ciudad de Amanecer y, tras rodear su muralla, llegaron a la playa. La recorrieron en silencio. Durante un trecho fueron seguidos por un grupo de jóvenes guerreros cocom que los increpaban, desafiando a Koos Ich a pelear, aunque éste no hizo el menor caso de estas provocaciones. Finalmente se cansaron, dieron media vuelta y regresaron a su ciudad.

Lisán llevaba horas caminando bajo el sol, junto a aquel nativo que había luchado para rescatarlo y no había cruzado una palabra con él. Marchaba como un autómata, clavando un pie tras otro en la arena, y sin levantar apenas los ojos del suelo, mirando un par de pasos por delante de él, como si allí estuviera dibujado todo su futuro. El camino místico tal y como lo concibe el sufismo es aquel en que el hombre muere a su naturaleza carnal a fin de renacer in divinis y así llegar a estar unido con la Verdad. Quizás él había realizado ya ese camino, aunque más bien sentía que Allah lo había arrojado de cabeza a él.

¿Qué quedaba en ese momento del Lisán al-Aysar ibn Barrayan que había vivido en Granada? Muy poco, a juzgar por lo que le indicaban sus sentidos, apenas unos pies avanzando por la arena… Sentía haber estado dormido durante un año entero y empezar ahora a despertar, lenta y dolorosamente.

– Ahmed, hermano -musitó-, ojalá estuvieras ahora a mi lado…

Koos Ich se detuvo, sorprendido por aquellas palabras que no pudo comprender.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó.

De repente, los huesos de sus piernas parecían haberse transformado en sebo tibio. Lisán se dejó caer de bruces sobre la arena y empezó a llorar de forma desesperada, permitiendo que sus sentimientos, después de tanto tiempo contenidos, aflorasen al fin. El itzá lo contempló en silencio, asombrado por la reacción del lo'k'in putum, pero respetándola.

– Todos mis hermanos -sollozó mientras golpeaba la arena con el puño- fueron asesinados por esos salvajes. Malditos… Malditos sean…

– No debes odiarlos -le dijo Koos Ich-, porque ellos no odiaron a tus amigos. Les dieron la muerte de un guerrero, algo que está cargado de honor.

Lisán alzó el rostro lleno de arena y se quedó mirando a aquel hombre. No estaba seguro de haber comprendido sus palabras.

– ¿Qué dices? ¿Honor? Los mataron como a animales. Los descuartizaron ante mis ojos, y devoraron su carne como si no fueran más que ganado.

– Los hombres somos el alimento de los dioses, y eso es algo sagrado para los mexica y sus aliados cocom. Tus amigos fueron tratados como guerreros o como hombres santos.

– ¿Y por qué no acabaron también conmigo?

– No lo sé exactamente, hombre de madera. Están sucediendo cosas sorprendentes y no soy yo quien debe interpretarlas. Ahora debemos seguir caminando, porque nos esperan y debemos llegar antes de que caiga la noche.

Pero Lisán no se movió de donde estaba.

– ¿Quién me espera? ¿Qué es todo esto? ¿Quiénes eran esas gentes que sacrificaron a mis hermanos? ¿Quién eres tú? No voy a dar un paso más si no me aclaras adónde me llevas. Respóndeme o tendrás que arrastrarme por toda la playa.

– Podría hacerlo, hombre de madera, pero no lo deseo.

– Habla entonces.

Lisán seguía tumbado sobre la arena y el itzá se acuclilló frente a él.

– Tú ya has visto a los nahual -le dijo al andalusí.

– ¿Los nahual?

– Los engendros. Tú los viste en la ciudad amurallada, los hombres-jaguar que deben obediencia a Espejo Humeante, y que al llegar la oscuridad adquieren el poder de transformarse en fieras.

– Entonces es cierto lo que vi -se estremeció Lisán-. No fue una alucinación.

– ¿Viste cómo los nahual se transformaban?

Beey. Uno de ellos.

– No es extraño. Los nahual, al igual que su señor, Espejo Humeante, son hechiceros. Hace incontables generaciones que su señor, al que ellos conocen como Tezcatlipoca, fue derrotado en… -Koos Ich dudó en usar el término en la antigua lengua Zuyua, y finalmente decidió traducirlo-: La-batalla-al-borde-del-mar, por una coalición itzá liderada por el héroe Itzamna. Tezcatlipoca fue vencido, pero no destruido, y liberó su venganza en la forma de miles de jaguares que dominaron la noche. Ahora una nueva guerra está a punto de comenzar, los dioses están sedientos de sangre y los nahual han regresado a nuestras selvas.

– ¿Y cómo encajo yo en todo esto? ¿Por qué los sacerdotes de la ciudad amurallada no me sacrificaron? ¿Por qué luchaste tú para salvarme?

– Soy un guerrero, no un sacerdote. No puedo resolver todas tus cuestiones porque hay muchas cosas que ignoro. Pero alguien te responderá si vienes conmigo. Vamos, ponte en pie y sígueme… o los nahual nos darán caza cuando llegue la oscuridad.

6

El sol se hundía en el mar. Teñía de rojo las piedras de un pequeño y solitario templo que se divisaba a lo lejos, en medio de la playa. Lisán distinguió dos estrechas canoas descansando sobre la arena. Junto a ellas, una decena de hombres los esperaban. Salieron a su encuentro y se arrodillaron respetuosamente frente a Koos Ich. Todos iban armados con macanas, vestían taparrabos y petos de algodón y lucían una tonsura semejante en el cráneo.

Cumpliendo con algún ritual, cambiaron el calzado del gigante por unas sandalias hechas de piel seca sin curtir, que quedaron sujetas con dos cuerdas, una que pasaba entre el primero y segundo dedo del pie y otra que lo hacía entre el tercero y el cuarto. Luego le colocaron un nuevo taparrabos cuyos extremos colgaban por delante y por detrás, hasta las rodillas. Estaba ricamente adornado con plumas de colores, y la parte que se enrollaba en torno a su cintura llevaba incrustados ornamentos de jade.

Lisán contempló todas estas acciones con asombro.

– ¿Qué eres? -preguntó-. ¿Una especie de rey o algo así?

El guerrero señaló hacia el templo y Lisán se volvió a tiempo de ver a una figura femenina salir de su interior.

– Ella es una sacerdotisa -dijo- y sabrá responder a tus preguntas.

Mientras la mujer se acercaba a ellos con pasos cortos y elegantes, Koos Ich se anudó una gran manta de algodón alrededor de los hombros y, caminando solo por la orilla, se apresuró a apartarse del grupo. La sacerdotisa se detuvo un momento, para darle tiempo al guerrero de alejarse. Luego avanzó en línea recta hasta el andalusí. Sus movimientos eran suaves y felinos, llenos de gracia y fuerza a la vez. Llevaba el rostro orgullosamente alzado y vestía una sencilla camisa blanca de algodón bordada con flores rojas en el pecho.

– Tú eres el dzul [20] que ha llegado desde el otro lado del mar -dijo-. ¿Eres hombre de madera o dios?

Vive en este mundo como un extranjero o un viajero, aconsejaba un viejo dicho sufí, pero él jamás hubiera podido imaginar una sensación de extrañeza tan absoluta como la que sentía desde su llegada a aquel Otro Mundo. ¿Quién era realmente?

– Soy Lisán al-Aysar ibn Barrayan ibn Xahin -dijo-. Un hombre, señora, pues sólo hay un Dios Único y Verdadero.

La mujer estudió detenidamente su insólito aspecto. Los sacerdotes de Amanecer le habían dado una túnica negra, larga y algo desgastada, que se confundía con el pelo oscuro que le cubría el rostro. Sus ojos, por contraste, eran de un increíble color azul.

– ¿Un dios para controlar todo el Universo y le rezas a él?

Beey.

– Pues debe de estar muy ocupado, Lisán al-Aysar. No creo que tenga mucho tiempo para atender tus plegarias.

Lisán guardó silencio. Qué distinta le parecía aquella mujer de las hembras que había visto en Amanecer, siempre con los ojos bajos, encorvadas sobre el xamach caliente en el que cocían las tortillas de maíz. Ella lo tomó por el brazo y lo condujo hasta la puerta del pequeño templo. Tenía una planta rectangular, con su puerta principal dividida por tres columnas, y sobre éstas un nicho que contenía una figura tallada. En un brasero ardían formas antropomórficas, hechas con incienso y resinas, y su luz iluminaba la talla de piedra; una monstruosidad con forma vagamente humana pero con cola y alas de águila, representada cabeza abajo, como dispuesta a saltar sobre ellos mientras descendía de los cielos.

Al verlo, Lisán saltó hacia atrás como tocado por un resorte.

– No -dijo.

Ella lo miró extrañada.

– ¿Qué es lo que temes?

– No me vais a sacrificar a uno de vuestros dioses paganos. No voy a aceptar mi destino como hicieron mis hermanos. -Se agachó y recogió una piedra del suelo.

La sacerdotisa alzó la vista y vio que los guerreros habían advertido la actitud agresiva de Lisán. Alzó una mano para calmarlos.

– Nadie va a sacrificarte, Lisán al-Aysar -le dijo la sacerdotisa.

Señaló el ídolo e intentó acercarse a Lisán, que retrocedió un paso pero no soltó la piedra.

– Fíjate -siguió diciendo ella-, él es el Dios Que Descendió. De sus órbitas fluyen dos fuentes de lágrimas que caen al suelo y se extienden a derecha e izquierda. En su corriente crecen las plantas y las flores, la vida vegetal, los peces, los animales de la tierra y el hombre. El Creador llora para engendrar la variedad de los seres que habitan el mundo, llora con dolor cósmico porque toda creación es un acto de dolor y de sacrificio. Y nosotros debemos devolver una parte de ese sufrimiento… Pero no ahora, no en este momento.

Lisán dejó caer la piedra y se sentó en el suelo. Sentía que sus piernas se doblaban. Una vez más, el recuerdo de aquel día le produjo arcadas. Se inclinó hacia delante como si fuera a vomitar. Pero no lo hizo.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó la sacerdotisa.

Miró a su alrededor. Sentía que acababa de despertar de un sueño. Ya era de noche y las olas rompían contra la playa. Qué extraño le pareció estar hablando sobre dioses paganos con aquella mujer vestida de blanco.

– Mis amigos fueron sacrificados -musitó.

Con expresión triste, la mujer lo miró a los ojos y le dijo:

– Lo sé. Ahora es importante que descanses.

Lisán despertó en mitad de la noche. Como tantas otras veces, durante un instante, creyó que todo había sido una horrible pesadilla, que estaba en su habitación, en su casa, y que Ahmed pronto vendría a visitarlo. Pero estaba durmiendo a la intemperie, tumbado junto a una canoa en una playa de la Otra Tierra.

La sacerdotisa estaba frente a él, sentada sobre la arena, con los brazos relajados a ambos lados del cuerpo. Sus ojos eran muy negros y él sintió que su mirada lo llenaba de paz.

– ¿Cuál es tu nombre, señora? -le preguntó.

– Sac Nicte -dijo ella, y empezó a canturrear con una voz muy hermosa:

Desprecia lo que temas y duerme tranquilamente,

porque la alegría se ha presentado en medio de la triste noche.

Ya conoces tu lugar en el horizonte del cielo…

– ¿Eres real? -preguntó él antes de volver a cerrar los ojos. Durmió de un tirón el resto de la noche. Al despertar con las primeras luces del día se sintió hambriento. Recordó que no había probado bocado desde la mañana anterior. Koos Ich y los otros guerreros cocinaban unas tortillas de maíz sobre unas piedras calientes. Se le hizo la boca agua, pero antes debía cumplir con la primera oración del día. Durante los últimos tiempos de su cautiverio la había olvidado en ocasiones, tal era el estado de confusión de su mente. Se acercó a los guerreros y les pidió agua pura. Uno de ellos le entregó una calabaza que llevaba al cinto y Lisán se lavó cuidadosamente la boca, las manos y el resto del cuerpo, de acuerdo con las normas del wudú. Todo esto ante la atenta y asombrada mirada de los guerreros. Luego se volvió hacia donde el sol estaba naciendo y rezó.

Al terminar, orinó en el mar. Los guerreros seguían preparando las tortillas y se acercó para observar lo que hacían. Uno de ellos llevaba consigo una bola de pozol envuelta en una gran hoja verde. El pozol era semejante al zacán, la masa de maíz que se empleaba para hacer tortillas, sólo que la dejaban hervir hasta que se endurecía y formaba una pasta espesa a la que le daban forma de bola. Luego, bastaba disolver la pelota de pozol en un cuenco con agua para conseguir una bebida blanca con aspecto de leche. Cuando estuvo todo preparado, un guerrero se levantó y llevó una ración a Sac Nicte, que seguía en el interior del templo.

Mientras comían, Lisán interrogó a Koos Ich acerca de la sacerdotisa.

– Vosotros cocináis mientras ella reza -dijo-. Es extraño. ¿Acaso en tu tierra las mujeres gozan de más privilegios que los hombres?

– Ésa es la costumbre, porque la sangre se transmite por la madre y no por el padre.

Lisán consideró el asunto, mientras masticaba una tortilla.

– Curioso, sin duda -dijo al cabo de un rato-, pero imagino que tan lógico o ilógico como cualquier costumbre que puedan adoptar los hombres del otro extremo del mundo.

Koos Ich terminó su desayuno y se puso en pie.

– Hoy vamos a emprender un largo viaje a través del mar, hombre de madera, hasta la región de los itzá.

Lisán miró a un lado y a otro, y preguntó:

– ¿Cómo? No veo ningún… -No conocía la palabra para referirse a un barco-. ¿Cómo vamos a viajar?

Koos Ich palmeó una de las canoas y dijo:

– Estos hombres son guerreros-comerciantes; conocen bien la costa y son navegantes muy expertos, por lo que no tienes nada que temer.

Lisán asintió, nada convencido por las palabras del guerrero. Vio que la sacerdotisa había salido del templo y caminaba hacia ellos.

De inmediato, Koos Ich se alejó por la playa. Al observar esto, el andalusí especuló que quizás había algún problema entre ellos y estaban molestos el uno con el otro… En cualquier caso, eso no era asunto suyo.

Sac Nicte se sentó sobre la arena, con la espalda apoyada contra la canoa, y le dijo:

– Desde el templo vi que adoptabas diferentes posturas y que pronunciabas repetidamente unas palabras. Supuse que rezabas.

– Rezaba, en efecto. Y las palabras eran: La ilaha illa-Llah, que significan que no hay más Dios que Allah. Y yo lo recuerdo cada vez que pronuncio esta frase, con la contemplación de su significado, con el corazón despierto, purificado y limpio de todo excepto de Él.

– Perdona mi curiosidad, pero… ¿tu dios es el Sol?

Lisán negó con rapidez.

– No. Dios lo es todo, no sólo el Sol. El mundo existe en la medida que existe en Dios, porque Él forma parte de todas las cosas. Pero debemos rezarle con el cuerpo vuelto a un determinado punto de la tierra. Como está situado hacia el Levante, en esa dirección he rezado.

– ¿Por qué, si dices que está en todas partes?

Lisán dudó.

– Bueno, es así como debe hacerse.

– ¿Tienes alguna imagen de tu dios a la que rezarle? ¿Puedes mostrármela?

Ma'. [21] Eso no estaría bien. No existen imágenes de Él.

– ¿Por qué?

– Una figura tallada por el hombre no podría representarlo correctamente -dijo.

La mujer miró pensativa hacia el templo.

– Quizá no tenéis buenos artistas en tu mundo -dijo.

Lisán se negó a seguir por ese camino.

– Quiero saber por qué fueron sacrificados mis hermanos y a mí me dejaron vivir. El guerrero me dijo que tú me aclararías esas cuestiones. Y también por qué acudió a rescatarme.

Sac Nicte recapacitó un instante antes de responder. Comprendía que los conceptos que manejaba podían ser incomprensibles para aquel hombre. Ignoraba demasiadas cosas que para ella eran algo habitual.

– Dices que crees en un dios único. Mi pueblo también; su nombre es Hunab Ku, que significa precisamente eso: «Uno Dios». Pero él no se ocupa personalmente de las cosas de este mundo. El Universo es demasiado grande y él tiene otros asuntos que atender, por lo que ha delegado en seres que son muy poderosos, tanto que algunos los llaman «dioses», aunque todos fueron creados por Hunab Ku, al igual que los hombres.

Lisán creyó encontrar un paralelismo entre lo que la sacerdotisa le estaba contando y sus propios conceptos sobre ángeles y ÿinns.

Beey, eso lo entiendo -dijo.

– Bueno, es posible comunicarse con estos seres poderosos, con esos «dioses», de muchas formas. La sangre es una de ellas. El ahogamiento es otra… Pero también es posible que envíen una imagen suya para que hable en su nombre.

– ¿Una imagen suya?

– Mírate. Tu aspecto es prodigioso, tienes pelo en la cara y los rasgos de un dios llamado Kukulcán. Quizá los sacerdotes de Amanecer decidieron reservar a uno de vosotros como mediador con los dioses.

– Mis compañeros también tenían barba y rasgos parecidos a los míos. Sigues sin explicarme por qué sólo yo me salvé.

– No lo sé, Lisán al-Aysar, quizá tuviste suerte, quizá vieron algo en ti que te diferenciaba de los demás.

El andalusí se llevó la mano al disco de oro que guardaba bajo su túnica y comprendió que eso era precisamente lo que lo había salvado. Pero ¿por qué? ¿Qué significado tenía?

– Ese guerrero, Koos Ich, puso en juego su vida para rescatarme…

Sac Nicte entrecerró los ojos.

Beey -dijo-, y no sabes hasta qué punto lo que hizo fue memorable. No hay muchas noticias de hombres que hayan sobrevivido al duelo gladiatorio.

– No me sorprende -dijo Lisán-, pero, en ese caso, ¿por qué se arriesgó por mí?

– Nuestros sacerdotes también hablan con los dioses -dijo la mujer-. Cuando lleguemos a nuestra ciudad, a Uucil Abnal, todos sabremos por qué era tan importante que vivieras, Lisán al-Aysar. De momento, alégrate de tu buena fortuna y dale gracias a ese dios tuyo.

7

Antes de partir, Sac Nicte celebró un breve sacrificio. Sobre una de las canoas, quemó incienso de copal en honor al dios negro Ek Chuah, el protector de los viajeros y de la estrella polar. Después todos ocuparon su lugar en las estrechas embarcaciones.

Lisán se aferró con ambas manos a la quilla tallada en curva. Aquello le parecía tan inseguro como cruzar el mar Tenebroso a bordo de un barril de cerveza. Koos Ich se colocó tras él y tomó uno de los remos.

– No sientas temor, hombre de madera. Sólo mantente dentro de la embarcación.

Sac Nicte abordó la otra canoa. Cuando los remeros se pusieron en pie para iniciar la marcha, se volvió brevemente y sus ojos se cruzaron con los del aterrorizado Lisán, que ni siquiera intentó disimular el miedo que aquellas barquichuelas le producían. La mirada de la mujer fue fría, como la de quien se asegura de que una valiosa pieza de su equipaje está en su lugar.

Los itzá acompasaron con habilidad los rítmicos chasquidos de los remos. La brisa marina alejó los mosquitos que infestaban la playa cuando las canoas empezaron a alejarse de la orilla. Aquellas embarcaciones eran lentas y pesadas, pero sorprendentemente estables. Estaban construidas con un único tronco ahuecado de madera brillante y roja. Parecían más una escultura tallada por un artista que una barca.

– Cada una de ellas es una ceiba sagrada -le explicó Koos Ich sin dejar de remar-. Es necesario buscar los mayores árboles para obtener troncos aprovechables como éstos.

El andalusí iba a preguntar cómo se las arreglaban para talarlos sin herramientas de metal. Pero las olas rompiendo contra unos arrecifes frente a ellos hicieron que su atención se concentrara en lo que tenían delante. El agua parecía tranquila, pero en realidad aún no estaban en mar abierto. Una extensa barrera de coral corría paralela a la costa, protegiéndolos de las olas y encerrando esa zona que era semejante a una gran laguna. Había albergado la esperanza de que fuera posible realizar todo el viaje al abrigo de aquel parapeto, pero ahora observaba que esto era imposible. El espacio entre la línea de arrecifes y la costa era demasiado angosto. Además, en algunos puntos, los corales se fundían con los bancos de arena de algún cabo y cortaban cualquier posible paso. Comprendió que era necesario atravesarlos para poder navegar libremente por alta mar, y ésa parecía ser la intención de los remeros que se dirigían en línea recta hacia la barrera. Lisán se incorporó un poco en su sitio para ver mejor. Las olas rompían frente a ellos contra los arrecifes y no se distinguía ningún paso.

Cuando estaba seguro de que la canoa se iba a estrellar contra el coral, cruzaron milagrosamente por una abertura estrecha y casi invisible para él.

Tal y como había afirmado Koos Ich, aquellos hombres parecían conocer cada palmo de la costa. Tras atravesar el estrecho canal entre los corales, el andalusí observó cómo el agua cambiaba bajo ellos de la tonalidad gris amarillenta al azul profundo del abismo. Ahora no había duda de que estaban en alta mar. Fueron alcanzados por una serie de olas gigantescas que las canoas remontaron con desenvoltura, subiendo y bajando de aquellas colinas líquidas.

La canoa donde viajaba Sac Nicte se perdía de vista una y otra vez para aparecer al cabo de un instante en lo alto de una onda, cabalgando con elegancia sobre la espuma. El mar estaba algo picado y, una tras otra, las olas se precipitaban contra ellos. Pero los itzá remaban sin descanso, puestos en pie, con una perfecta sincronía que no se veía alterada por los embates del mar ni por lo precario de las plataformas sobre las que se mantenían.

Así transcurrió el día y, al atardecer, Lisán distinguió de nuevo la línea azul de la costa. Se estaban acercando a tierra. Atravesaron sobre las espumosas olas que rompían contra la barrera de coral, por un paso que seguía siendo perfectamente invisible para él, y se encaminaron hacia un litoral rebosante de mangles blancos. Aquellos árboles tendrían más de cuarenta codos de altura y sus raíces asomaban rectas sobre la superficie del agua, como un enrejado que formara una barricada infranqueable para las canoas. Unas cintas de algodón rojo estaban atadas a una de aquellas raíces, y el andalusí comprendió que era una señal dispuesta por los itzá para encontrar el paso a un canal que conducía a tierra firme.

Acamparon sobre una tierra viscosa, rezumante de humedad. El aire estaba repleto de mosquitos, que se abalanzaron de inmediato sobre la tierna piel de Lisán. Éste empezó a darse palmadas y bofetones a sí mismo, mientras los itzá no podían parar de reír al ver la irritación que aquellos seres minúsculos le causaban al hombre de madera.

La cena estuvo compuesta principalmente por frutos de los mangles recién recogidos por los guerreros itzá. Lisán sostuvo uno en su mano durante un buen rato, mirándolo con escepticismo. Era una vaina alargada llena de una pulpa amarillenta. Comió un poco y le pareció que era la cosa más amarga y asquerosa que hubiera probado nunca.

– ¡Esto es repugnante! -exclamó.

– Es bueno -le dijo Koos Ich-. Cómelo, porque no hay otra cosa.

– Eso no es cierto -protestó el andalusí-. Tenemos las canoas cargadas de provisiones.

Koos Ich masticó un trozo de pulpa de mangle y dijo:

– Olvídate de ellas. La costumbre es reservarlas mientras vayamos encontrando alimentos frescos.

– ¿A esto le llamas alimento? En ese caso debes saber que mi costumbre es no comer algo con un sabor tan horrible.

– No hay otra cosa, hombre de madera. Lo tomas o lo dejas.

Lisán arrojó a un lado el fruto y se tumbó sobre el lecho de húmedas hojas muertas. Para protegerse de los mosquitos, que zumbaban sin descanso junto a sus orejas, intentó meter la cabeza en el interior de su túnica. Se sentía cansado y miserable. Dio media vuelta e intentó dormir.

Mientras dos itzá establecían un perímetro de guardia, Lisán no dejaba de girar a un lado y a otro, acosado por los mosquitos. Finalmente, comprendió que le iba a ser imposible descansar y se puso en pie. Los guardias lo observaron con curiosidad mientras caminaba hacia la linde del campamento, pero no dijeron nada.

Buscando un poco de soledad, y también para comprobar hasta qué punto se estiraban los límites de su libertad, se internó en la selva. Al alejarse un poco de los mangles el aire empezó a oler mejor y despejó un poco su cabeza. La luna asomaba entre las copas de los árboles y Lisán añoró su lejana ciudad de Granada. Consideró todas las circunstancias que lo seguían arrastrando por una aventura cuyo curso no acertaba a predecir. Se preguntaba si era ya dueño de su destino o si seguía siendo un esclavo con unos dueños distintos, pero no menos crueles. Consideró la posibilidad de huir hacia el sur en una de aquellas canoas. Quizás él fuera capaz de gobernarla en solitario, pero únicamente si podía permanecer al abrigo de la barrera de arrecifes. Enfrentado a las olas de alta mar no duraría ni un instante.

Un suave roce contra las hojas lo hizo volverse rápidamente y vio a alguien acercándose desde la oscuridad. La luz de la luna le descubrió que era la sacerdotisa.

– ¿Los hombres de allí de donde vienes no necesitan dormir? -preguntó Sac Nicte con un susurro.

– Necesitamos dormir, igual que aquí. Pero a veces el sueño nos rehúye…

La sacerdotisa llegó a su altura y se detuvo. Su rostro estaba medio en sombras y sólo se distinguían claramente sus ojos, que parecían sonreír. La luz de la luna creaba una especie de aureola al iluminar sus cabellos.

– Hubo una época en la que no había noche en el mundo -dijo-, hasta que un sabio soñó con la noche porque su corazón necesitaba reposo. Entonces una lechuza le trajo una semilla de cacao y le dijo: «Aquí está encerrado lo que deseas. Arroja la semilla a un cenote y así, por una sola vez, vendrá la noche». Pero el sabio abrió la semilla de cacao para descubrir su secreto y las tinieblas se extendieron por todo el Mundo. Entonces, al verse rodeado de oscuridad, deseó que volviera el día. Se dice que así es la vida de los hombres: viven en el día y sueñan con la noche; tienen la noche y sueñan con el día.

Lisán sonrió.

– A menudo yo también pienso que todo es un sueño -dijo- del que habré de despertar en algún momento para encontrarme de nuevo en mi mundo.

– ¿Cómo es tu mundo, Lisán al-Aysar?

Había una sincera curiosidad en su voz. El andalusí inspiró profundamente aquel aire húmedo, cargado de aromas extraños. Señaló hacia el oriente.

– Mi mundo está en esa dirección. Tiene la forma de un mar ovalado, en cuyas costas han nacido y muerto civilizaciones desde que los hombres tienen memoria. Las aguas de ese mar son cruzadas en todas direcciones por canoas que son mayores que uno de vuestros templos. Porque sobre las aguas de ese mar, y en sus costas, comerciamos, vivimos y luchamos. Sobre todo luchamos, porque, ciertamente, la guerra no es extraña en mi mundo.

– ¿Jugáis al juego de los dioses?

Lisán hizo un gesto de desconcierto.

– Perdona, no te entiendo.

– ¿Peleáis por vuestros dioses?

Beey. En cierto modo. Las playas del sur de ese mar están ocupadas por los creyentes y las playas del norte por infieles que quisieran vernos desaparecer. También hay otros mundos y otras gentes de costumbres casi incomprensibles, pero es posible llegar a ellos tras largos y peligrosos viajes por tierra. El comercio con esos lejanos países ha sido la riqueza para las naciones que bordean nuestro mar. Pero nunca hubiera imaginado un lugar como éste, de no haberlo visto con mis propios ojos. Aquí todo es insólito. El color de los lagartos que corren entre las piedras o el olor de la tierra o el de las diferentes maderas. Nada es lo que te esperas, lo que ya dabas por sentado. Y en mi mundo, millones de personas viven sus vidas sin saber que esto existe, ajenos por completo a esta tierra. Es… desconcertante…

Mientras hablaba, Lisán frotaba una de sus manos contra el costado de su camisola. Notaba desde hacía rato una comezón bastante fuerte en la palma. La alzó a la altura de sus ojos y vio que estaba roja y algo hinchada. Se palpó la inflamación con cuidado.

– Has tocado el árbol del fuego -le dijo la mujer al ver su gesto.

Beey. Algo he tocado, sin duda. La mano entera me arde.

Sac Nicte caminó hacia dos árboles de la jungla. Uno era de corteza rojiza y el otro la tenía de color claro.

– Ése es el «árbol del fuego» -dijo mientras señalaba el rojo-. Debes evitarlo. Y éste -señaló el otro- siempre crece a su lado.

Usando un pequeño cuchillo de sílex, Sac Nicte arrancó un trozo de corteza del árbol claro y se acercó de nuevo al andalusí.

– Déjame que frote con esto la palma de tu mano…

El andalusí la extendió dócilmente.

– ¿Qué es?

– Siempre crecen juntos. Uno es el veneno, el otro es la cura. Todo tiene aquí un lugar decidido y ajustado por los dioses. ¿Tú sabes cuál es tu lugar, Lisán al-Aysar?

Sac Nicte retuvo la mano del extranjero mientras la frotaba con la corteza.

Ma' -admitió Lisán, disfrutando de la suave calidez de aquel roce-. Eso es algo que no he sabido nunca.

Un contacto humano que no le asustaba o repugnaba. Sin duda que era algo que representaba un avance en su recuperación. Porque Lisán así lo sentía; que había estado muy enfermo, a las puertas de la muerte, y que un milagro le estaba devolviendo poco a poco la salud. Pero era consciente de que una pequeña zona de su alma seguía dañada, como una mancha en la retina de un ojo que hubiera mirado directamente al sol. Era una zona que se había vuelto dura e insensible, y lo sobresaltaba cada vez que palpaba en ella para comprobar cómo progresaba la cicatrización.

– Dime una cosa, Lisán al-Aysar -dijo Sac Nicte, sin soltar su mano-, las mujeres de tu mundo… ¿tienen el rostro cubierto de pelos como tú?

La sonrisa del faquih se ensanchó y acabó riendo de buena gana.

– ¿Cómo dices? No. Las mujeres no tienen barba… Bueno, casi ninguna la tiene…

– ¿Estás seguro?

– Mi abuela tenía un buen bigote, pero… -No podía dejar de reír. Hizo un esfuerzo por serenarse-. Lo cierto es que muchas sí que lucirían una buena barba, si no tuvieran mucho cuidado en quitarse los pelos de la cara… Y de otras partes del cuerpo…

Ella lo estudió con atención, como si lo viera por primera vez, y dijo:

– Los dioses crearon al primer hombre con maíz rojo, pero a los de tu tierra debieron de crearlos con maíz blanco.

– Conozco otras tierras, habitadas por gentes que sin duda nacieron de maíz negro… Si tal cosa existe…

Beey. Existe. Maíz rojo, negro, blanco y amarillo.

El andalusí observó cómo el largo cabello negro de la mujer reflejaba la luz plateada y vio sus ojos enmarcados por las sombras. Lo comprendió todo, de repente, con un estremecimiento que sintió en las tripas, no en la mente o en el corazón.

– Es extraño… -dijo lentamente-. Tus ojos…

Sac Nicte cambió su expresión. Su sonrisa se esfumó y dio media vuelta. Iba a marcharse, pero Lisán la detuvo.

– ¡Espera! Yo te conozco… ¡No es posible!

La cabeza le daba vueltas. Sabía que era imposible, pero allí estaba, y lo que le sorprendía era que no lo hubiese advertido antes. Hasta ese punto su mente seguía ofuscada.

– Sé que te conozco… desde hace mucho tiempo…

Aquella mujer cuyo rostro cubierto por un velo no había visto, pero sus ojos… Quizás estaba enloqueciendo por la soledad, el dolor, el miedo a la muerte… Ahora se abría una esperanza ante él y quizás eso enturbiaba aún más sus sentidos y hacía que lo confundiera y lo mezclara todo. Igual que él y sus compañeros confundieron sus intenciones cuando los pajes de los hombres-tigre les cosieron y curaron las heridas.

Alargó su mano libre y acarició los cabellos de la mujer. Ella permaneció muy quieta durante un momento, mirándolo con aire desafiante. Luego se apartó un poco.

Avergonzado de su reacción, Lisán retiró la mano y dijo:

– Lo siento… Quizá sólo fue un sueño.

– Sí -dijo ella-, pero su significado oculto ya me ha sido revelado. Te conozco, sí, desde hace mucho. La diosa Ixchel me mostró el futuro en un sueño y desde entonces sé quién eres y cómo nos íbamos a encontrar.

Lisán la miró fascinado.

– ¿Quién crees que soy? -preguntó.

Pero Sac Nicte no dijo nada más. Dio media vuelta y regresó al campamento, dejando a Lisán solo y confundido. Alzó la vista hacia el cielo. La luna acababa de ser cegada por nubes empujadas por vientos que olían a tormenta y que aullaban entre los mangles.

La noche sufrió entonces un cambio notable, una tempestad se levantó por oriente y la lluvia azotó con fuerza, empapando la tierra. La oscuridad, el bramido del viento, el chasquido de los árboles y el choque furioso de las olas contra la costa, hicieron que el andalusí se sintiera de nuevo perdido en un mundo remoto y olvidado.

8

El viento aún no había amainado a la mañana siguiente, cuando el campamento se despertó. Mientras los itzá lanzaban al mar sus canoas, Lisán observó con preocupación cómo rompían las olas contra los arrecifes, invisibles y cortantes como navajas de barbero.

Las dos canoas se encaminaron lentamente hacia la muralla de coral. Las olas se estrellaban contra ella y lanzaban surtidores de espuma hacia lo alto. Tras cruzarla se vieron sacudidos por el enloquecedor caos de un mar que atacó las frágiles canoas haciéndolas oscilar y cabecear. Las olas los empujaban hacia atrás, obligándolos a retroceder hacia los afilados y amenazadores dientes de los arrecifes.

Lisán estaba harto de hacer el papel de pasajero en aquella embarcación y pidió a gritos que le dieran un remo. Hincó una rodilla en el fondo de la canoa y empezó a paletear con furia y determinación, intentando seguir el ritmo salvaje que marcaban los nativos.

Con un esfuerzo sobrehumano, se encaminaron hacia el mar profundo para evitar los arrecifes que trazaban una paralela a la línea del litoral. A partir de ese momento, y durante las jornadas que duraría el viaje, se verían obligados a navegar a esa distancia de la costa, sin la posibilidad de refugiarse en tierra firme en caso de que la tormenta empeorara repentinamente. Los pasos de la barrera eran muy pocos y estaban cada vez más espaciados. Los itzá los conocían bien, y sabían del peligro que representaba acercarse a aquellos dientes de coral azotados por el viento y el oleaje. El único refugio de los navegantes era la alta mar, allí aquellas embarcaciones parecían insumergibles. Las olas pasaban sobre ellos o las canoas las traspasaban como una flecha atravesaría el vientre de un hombre.

Durante días navegaron resistiendo olas de una altura impresionante, o al menos eso le parecía a Lisán al contemplarlas desde su posición a ras del agua. Llegaban desde detrás, eclipsando el horizonte tras una montaña de agua, y los empujaban hacia su destino. Sólo en dos ocasiones lograron atravesar la barrera de arrecifes para ir a pernoctar en la costa cubierta de mangles. Y a la mañana siguiente, antes de que asomaran las primeras luces, volvían a enfrentar sus canoas con el mar.

Siempre hacia el suroeste, calculaba Lisán. Nubes plomizas ennegrecían el cielo, las olas parecían colinas verdes y cambiantes. Las canoas se deslizaban por sus pendientes para inmediatamente ascender hacia la cresta, desde donde a veces era posible contemplar la línea de árboles de la costa. Muy a menudo la lluvia acribillaba la superficie del agua, pero los itzá y el andalusí seguían remando con tozudo estoicismo. Tenían la única compañía de grandes pájaros, de vuelo algo torpe y con una especie de bolsa bajo el pico, que volaban en formación y se zambullían en picado cerca de las canoas, para emerger al cabo de un instante con un pez debatiéndose en el interior de sus bolsas.

Un día el tiempo mejoró un poco y se vieron remando entre extraños grumos que flotaban por todas partes. Lisán atrajo uno con su remo hasta el borde de la canoa y lo observó con curiosidad. Era una sustancia grasa y gomosa de color gris con estrías rojas.

– ¿Qué es? -preguntó. Aquél era mayor que una cabeza humana, pero los había de todos los tamaños y formas. Su aspecto era poroso y despedía un intenso olor dulzón que no le era desconocido. Intentó recordar dónde había olido algo así antes.

– Espuma de mar solidificada por el sol -dijo uno de los itzá-. A veces aparece por estas aguas… Se dice que posee poderes mágicos.

Lisán arrancó un pedazo con la uña y asomó la punta de un enorme pico, incrustado en aquella sustancia. Intentó imaginar el ave capaz de poseer un pico de ese tamaño y comprendió que podía tratarse del monstruoso pájaro roc, lo que le hizo estremecerse. Un roc no tendría ninguna dificultad en atrapar una de las canoas y echarse a volar hasta su nido, donde servirían de alimento a sus polluelos. Interrogó a Koos Ich acerca de la presencia de aves gigantes en aquellos parajes, pero él no había oído hablar nunca de algo semejante.

Siguieron remando en silencio entre aquellos grumos flotantes, y entonces vieron al primero de los monstruos. Divisaron un surtidor de espuma y vapor surgir directamente frente a ellos en medio del mar. Los nativos dejaron inmediatamente de remar, elevaron sus remos hacia el cielo y permanecieron inmóviles. Lisán no daba crédito a sus ojos cuando vio aparecer un ancho espinazo negro en medio de las dos canoas. Recordó la ballena que había nadado alrededor de la Taqwa y en cuyo lomo el desdichado Yusuf ibn Sarray había enterrado dos flechas. Pero ahora la perspectiva desde aquellas canoas que apenas los elevaban por encima de la superficie del agua era mucho más estremecedora.

El monstruo cruzó frente a ellos como una nao viviente, y el andalusí distinguió cómo uno de sus malévolos ojos se clavaba en él. La cola del leviatán se levantó sobre ellos, chorreante de agua, hasta tapar el sol, y esperó el golpe terrible que aplastara las canoas como a cañitas con las que jugueteara un niño. Los ojos de Lisán estaban dilatados por el terror, sin poder hacer otra cosa, sujetó el brazo de Koos Ich y susurró:

– Esto es el fin. Vamos a ser devorados por esa bestia.

Mientras hablaba vieron aparecer otros dos lomos de ballena, rompiendo la superficie del agua, y al instante otros tres más. Estaban en medio de una manada de monstruos que avanzaban indolentemente por el mar como un rebaño de vacas por un prado. Tuvo la terrible visión de ser arrastrado al oscuro interior de una de aquellas bestias.

Entonces sucedió algo asombroso. Aquellos monstruos danzaban en torno a ellos, con sus oscuros lomos brillando al sol como montañas animadas de vida; parecía inminente que los atacarían y devorarían en pocos instantes, cuando vio que Sac Nicte se ponía en pie en su canoa. La sacerdotisa extendió los brazos hacia las bestias y entonó una pausada canción en algún dialecto nativo desconocido para él. Uno de los leviatanes, Lisán creyó que era el primero que había surgido de las profundidades, se detuvo frente a la canoa de la sacerdotisa y extrajo del agua toda su monstruosa cabeza. Observó los extraños surcos bajo la mandíbula y su piel brillante, salpicada de lapas grises que se adherían a ella formando curiosos dibujos. La bestia permaneció inmóvil y durante un largo rato oyeron sólo el cántico de Sac Nicte. Luego, el leviatán se hundió en las aguas con la misma lentitud con la que había surgido. Lisán miró a su alrededor y vio, lleno de asombro, cómo las otras criaturas desaparecían una tras otra. Los itzá bajaron entonces sus remos y el viaje continuó.

– ¿Has visto eso, Koos Ich? -preguntó excitado.

– Lo he visto, hombre de madera. Ahora sigue remando. Ya no debemos de estar lejos de nuestro destino.

– ¿Qué clase de magia hay en esa mujer? ¿La conoces desde hace mucho tiempo?

Beey. Desde hace mucho.

– He observado que nunca te acercas a ella; ¿por qué?

– Es difícil de explicar, si no entiendes nuestras costumbres.

– Inténtalo.

El itzá habló mientras paleteaba:

– Estamos viviendo tiempos de crisis y nuestros sacerdotes nos han anunciado que se prepara una gran guerra contra los nahual… tal y como sucedió en el remoto pasado. Y los itzá deben prepararse para la batalla. Yo he sido elegido nacom, capitán de guerra, por tres años, y durante este tiempo no puedo acercarme a una mujer. Incluso los alimentos que consumo deben ser preparados por hombres. Tres años, para dirigir la guerra. Finalizado ese plazo, otro Nacom será elegido y yo podré volver a su lado.

Lisán dejó de remar y miró al guerrero.

– ¿Podrás volver a su lado?

– Ella es mi mujer.

9

Las canoas se adentraron en un estrecho canal rodeado por los mayores árboles que Lisán jamás hubiera visto. Algunos de ellos eran semejantes a los mangles, con sus raíces aéreas clavándose en el agua como dedos nerviosos; otros arrojaban una espesa sombra sobre el canal. Zapotes, ceibas, ramones, pimenteros, higueras, palmas. El andalusí miraba a un lado y a otro, incapaz de reconocer la mayoría de aquellas especies, pero admirado por su variedad.

Esa mañana se habían introducido en una amplia bahía que, protegida por el escudo de arrecifes, era similar a un inmenso y tranquilo mar interior. En sus costas vio señales de grandes asentamientos en plena actividad, pero ninguno de ellos era su destino. Éste era la ciudad que los itzá llamaban Uucil Abnal, que sin duda los aguardaba al final del canal por el que discurrían las canoas, internándose cada vez más profundamente en el corazón de aquel bosque.

Lisán no dejaba de estudiar los árboles que asomaban por los márgenes, todos de especies distintas, mezclándose y conviviendo unos junto a otros. Comprendió que allí se producía un fenómeno extraño, pues lo habitual era que los árboles formaran grupos de su propia naturaleza allá donde cayeran las semillas de sus progenitores. A veces era posible que un árbol creciera en un bosque ajeno, pero en aquel lugar esta excepción parecía la norma. Las especies se mezclaban, enredando sus ramas, y parecía como si estuvieran atravesando un inmenso jardín botánico en vez de algo que hubiera surgido de forma natural.

Los sabios de la Antigüedad afirmaban que el trigo se convertía en cizaña, y que algunos árboles, como el sauce y la higuera, carecían de flores con las que perpetuar su especie porque recibían su virtud directamente del sol. Pero al-Nabatí afirmaba, en su famoso libro al-Rihla al-nabatiyya, [22] que las especies vegetales se perpetuaban al igual que los hombres, de padres a hijos, sin generaciones espontáneas de otras especies diferentes mezclándose con la propia.

De modo que lo que los rodeaba no podía ser una selva natural, sino un inmenso jardín dispuesto por el hombre. Observó los detalles que delataban la mano del jardinero, como el que los retoños estuvieran podados hasta la misma copa del árbol, de forma que la frondosidad se concentraba allí y el árbol ganaba en esbeltez y nobleza de estampa. Este tipo de prácticas parecían propias de una civilización refinada, semejante a la milenaria tradición de la jardinería persa, según la cual los árboles debían ser sabiamente distribuidos, como los colores en un tapiz, o agrupados a imagen de las constelaciones en el cielo. Se decía que en cada árbol habitaba un espíritu, y si moría era porque éste lo había abandonado. Asimismo, existía una afinidad espiritual entre diferentes especies vegetales, de modo que se sembraban juntas plantas de distinta familia, pero cuyos aromas y colores florales contrastaran agradablemente.

Un embarcadero apareció ante ellos tras doblar un recodo del canal. En él, la piedra labrada con motivos florales se enredaba con las raíces de los troncos milenarios hasta resultar inseparable lo uno de lo otro. En su superficie aguardaban una docena de sacerdotes ataviados con capas de plumas verdes y tiaras de jade y esmeraldas; sus rostros y sus manos estaban pintados también de verde.

– Nos esperaban -comprendió Lisán-, han debido de vigilarnos durante todo nuestro trayecto por el canal.

La canoa de Sac Nicte atracó y los hombres del embarcadero ayudaron a la sacerdotisa a saltar a tierra. Después echaron sobre sus hombros una capa de plumas y una tiara verde semejante a la que ellos lucían. Mientras ella hablaba con uno de los sacerdotes, Koos Ich y Lisán desembarcaron, pero se mantuvieron a distancia. Cuando la conversación terminó, el sacerdote saludó respetuosamente a la mujer y se marchó a toda prisa.

– Ve ahora a su lado -dijo Koos Ich al andalusí.

– ¿Vuestra ciudad está cerca? -preguntó Lisán, mientras caminaba junto a Sac Nicte.

– Ésta es nuestra ciudad -respondió la mujer señalando a su alrededor-, la piedra y el árbol forman nuestros hogares, nuestro corazón y nuestra sangre.

Se adentraron juntos en la floresta. Una suave bruma se elevaba desde el suelo, lo que le daba al aire un aura de irrealidad. Lisán observó que no había ramajes ni lianas que entorpecieran el paso por los zigzagueantes senderos. Tal y como había intuido en el canal, aquél era un inmenso bosque cultivado, cuidado y desbrozado por expertas manos humanas. Abundaba un árbol de tronco amarillento, ligeramente parecido a la encina. Y otro lleno de espinas largas y duras que surgían a pares por todo el tronco, de modo que era imposible acercarse sin resultar ensartado. Descubrió unos ajenjos frescos y olorosos, de hojas más largas y delgadas que los de al-Andalus, y muchas otras hierbas que le recordaban a especies conocidas, mientras que otras le resultaban completamente extrañas.

Muchos árboles tenían pequeños cortes en sus troncos, por los que se derramaba, gota a gota, su resina para ir a parar a un receptáculo de jade sujeto al tronco con cintas.

– La sangre de estos árboles es sagrada -le explicó la sacerdotisa cuando Lisán le preguntó por esto-, de ella extraemos el puk ak para ofrendarlo a los dioses.

Lisán miró a un lado y a otro sin conseguir ver nada semejante a un edificio o una choza.

– ¿Es que vivís a la intemperie? -preguntó.

Sac Nicte sonrió y dijo:

– Cuando nuestros antepasados fueron expulsados de Chichén Itzá, nuestro pueblo cayó en el desánimo, pues para nuestros sacerdotes aquélla era una prueba irrefutable de que los dioses nos habían vuelto la espalda. Deambulamos entre ciudades en ruinas buscando un nuevo lugar donde asentarnos, y así llegamos a una ciudad abandonada, en cuyo centro se elevaba el árbol Yaxcheelcab, la Gran Ceiba Sagrada. Llamamos Uucil Abnal a la ciudad bajo la ceiba, pues éste era el nombre original de nuestra Chichén Itzá.

Mientras decía esto, fue apareciendo la ciudad. Primero un edificio a la izquierda, con viejas paredes de piedra labrada que asomaban a través de los árboles. Luego otros más. Sus muros, los escalones, la plataforma en la que se asentaban, y el área circundante, estaban cubiertos de una frondosa vegetación verde oscura, lo que le daba un asombroso aspecto lleno de misterio.

Los árboles habían crecido durante milenios a través de Uucil Abnal. Las piedras labradas por los antiguos habían sido apresadas por los troncos de árboles gigantescos que, al alzarse sobre el suelo, las habían arrastrado con ellos, hasta que sus sombrías columnas se perdían entre las hojas. Templos abrazados por raíces que, como una serpiente de mil cabezas, se enredaban entre sus losas ciclópeas. La ciudad estaba dispersa por la selva, con sus piedras engarzadas en la madera hasta que era imposible distinguir dónde acababa la roca y dónde continuaban las ramas que se extendían de un edificio a otro, como las arterias en un cuerpo humano.

– ¡Allah es grande! -exclamó Lisán-. ¿Qué lugar mágico es éste?

– Ésta es una tierra muy antigua -dijo la mujer-. No olvides esto nunca. Las piedras de esta ciudad fueron labradas en la oscuridad por los saiyam uinicoob, los enanos ajustadores, antes incluso de que el Sol y la Luna ocuparan su lugar en el cielo.

Na Itzá esperaba sentado frente a su casa. Por las mañanas le gustaba desayunar allí, a la vista de todos, y animaba a los hombres que cruzaban, de camino hacia sus milpas, a sentarse un rato con él y compartir sus tortillas calientes, mientras le contaban sus problemas o preocupaciones. Na Itzá significaba «la casa de los Itzá», y era uno de los linajes más antiguos y nobles de aquel pueblo. El señor de Uucil Abnal, el Ahau Canek, era un hombre respetado por todos, con fama de equilibrado y justo, que había sido un gran guerrero en su juventud. Aunque desde entonces había pasado mucho tiempo. Miró hacia el cielo y comprobó que el día había amanecido magnífico. La idea dominante entre los ciudadanos de Uucil Abnal era que los dioses llevaban una larga temporada favoreciéndolos, con buenas cosechas y maíz abundante que llenaba los silos hasta la misma embocadura. Y la buena dirección del Ahau Canek no era ajena a esta prosperidad. Aunque el adivino, como el pájaro de la desdicha, se empeñara en anunciar malos augurios y guerras cruentas que enturbiaban el futuro, Na Itzá permanecía tan imperturbable como su pueblo esperaba de él. Siempre con el mismo rostro amable ante la dicha o la calamidad. Y era esa serenidad lo que les traía la tranquilidad a todos.

Por el camino del embarcadero vio llegar a su hija, acompañada por el hombre extraño: alto, demacrado, vestido de negro y con el rostro cubierto de pelos oscuros. Na Itzá se puso en pie y salió al paso para recibirlos.

Cuando era niña, Sac Nicte había admirado sin resquicios a su padre. Podía percibir con claridad el profundo amor y el respeto que su pueblo le profesaba. «Tu padre es un gran hombre», le decían una y otra vez, y eso la llenaba de un orgullo tan grande que no lo podía expresar con palabras. Solía escabullirse entre las raíces de la Ceiba Sagrada para contemplar a su padre presidiendo el Consejo de la ciudad. Pasaba así las horas, mirándolo hablar, embobada. Si alguien hubiera intentado arrojar la más leve duda sobre las actuaciones y decisiones del Ahau Canek, lo habría tomado por un demente. Era paradójico que ahora estuviera tan cerca de cuestionar todo lo que su padre había significado para ella y para su pueblo. Todo. Ahora pensaba que había confundido los miedos que entonces no podía entender su mente infantil con esa integridad que siempre creía ver en él. Se decía que todos los hijos acaban por juzgar a sus padres, pero el juicio de Sac Nicte iba más allá de los límites de lo familiar; si Na Itzá se equivocaba, ese error podía ser el fin de su pueblo.

El Ahau Canek se volvió hacia el dzul y lo saludó formalmente, cruzando el brazo derecho sobre su pecho. Preguntó a su hija:

– ¿Puede entender nuestras palabras?

Beey. Los cocom le enseñaron bien.

– Sé bienvenido a nuestra ciudad y acepta la hospitalidad de los hombres de Uucil Abnal -dijo Na Itzá.

Lisán se inclinó ante aquel hombre que lo miraba fascinado. Iba vestido con un taparrabos, con dos largos adornos muy elaborados que colgaban por delante y por detrás, hechos de plumas y pedrería. Se apoyaba sobre un báculo rematado con una figura humana tallada en obsidiana. Debía de ser un símbolo de mando, porque no parecía necesitarlo como apoyo. Parecía fuerte y seco como un viejo árbol. Cuero tensado sobre un armazón de duro roble. Su pecho y sus hombros estaban cubiertos de cicatrices coloreadas que trazaban complejos dibujos. Su pelo blanco lucía una tonsura semejante a la de Koos Ich.

Na Itzá cambió entonces a un antiguo dialecto xiu, incomprensible para Lisán, y continuó hablando con su hija:

– Quiero saber cuál es la situación en Amanecer.

– Sólo conozco lo que Koos Ich contó a sus guerreros y luego éstos me contaron a mí. Deberías preguntarle a él…

– Hija -la interrumpió Na Itzá-, dentro de un momento me reuniré con Koos Ich y su co-nacom para analizar la situación con Amanecer. Probablemente en esa reunión se va a decidir si debemos ir o no a la guerra, y si debo entregarles el gobierno de Uucil Abnal. Quiero acudir a ella sabiendo lo que Koos Ich va a plantear.

Sac Nicte asintió. Se podría pensar que su lealtad estaba dividida entre su padre y su esposo, pero no era así. Mientras Koos Ich fuera nacom ella no tenía esposo; así era la ley. Un nacom vivía en su propio mundo, sin otro horizonte que preparar y vencer en la guerra, y en ese mundo no había lugar para las mujeres. Pero su propia opinión estaba en completo desacuerdo con la de su padre, y se avergonzaba de que en un momento como éste Na Itzá no tuviera otra preocupación que la de perder su jefatura de la ciudad.

– Koos Ich vio a los nahual en Amanecer -dijo.

Na Itzá sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Mantuvo su aspecto impasible de siempre, pero Sac Nicte advirtió cómo le temblaban las manos.

– Los nahual -musitó-. Entonces ya es un hecho; planean atacarnos aliados con nuestros vecinos.

– Despierta, padre -dijo Sac Nicte-, ya están por todas partes. Comerciantes de Xicallanco y Potonchan viajan con frecuencia por nuestras costas y cuentan con almacenes en la isla de Cozumel. Los nahual-oztomecas [23] hacen algo más que vender cigarros, pues son los ojos y los oídos de la lejana Tenochtitlán. Gracias a ellos, los mexica conocen nuestros movimientos, el tamaño de nuestros ejércitos y nuestra disposición para la batalla. Ya no tenemos secretos para ellos.

– «Y lo que una vez fue, volverá a ser» -musitó Na Itzá.

Ya había sucedido en el remoto pasado. Los invasores llegaron de la remota ciudad de Tula y arrasaron las ciudades y los campos de la Península, de norte a sur, hasta que se encontraron con el mar que ponía fin a las tierras que conquistar.

– La misma criatura que lanzó a los ejércitos toltecas contra nuestros antepasados -dijo Sac Nicte- está ahora al frente de los mexica. Es su sacerdote supremo y no se detendrá ante nada.

– ¿Quién puede saber eso? -preguntó el Ahau Canek a su hija.

La mujer señaló discretamente a Lisán y dijo:

– El Uija-tao piensa que él nos dará hoy algunas respuestas.

– ¿Sacrificio? -El Ahau Canek se sorprendió-. ¿Cuándo debes llevarlo ante él?

– Inmediatamente. Hemos llegado en la fecha prevista y la disposición de los cielos es la adecuada. En el embarcadero advertí a uno de los sacerdotes para que el lugar del sacrificio fuera preparado. El Uija-tao ya debe de estar esperándonos allí.

Na Itzá asintió pensativo.

– Debemos aceptar los deseos del Adivino entonces -dijo-. Pero yo no renuncio a los míos… Quizás aún no sea tarde para…

– ¿Para qué, padre? -dijo Sac Nicte-, lo que pretendes ya no tiene ningún sentido. Intentas negociar con los mexica y no comprendes que ellos sólo nos ven como piezas de carne y corazones que ofrecer a sus dioses.

– Ésta es la última ciudad de los itzá -dijo él-, la ciudad de los sueños y las profecías, y yo lucharé para defenderla de los nahual cuando ellos lleguen hasta nuestras tierras. Si toda negociación fracasa, lucharé hasta la muerte junto a mi pueblo, porque ésa es una guerra que no podemos vencer. Pero antes debemos agotar todas las oportunidades de entendimiento. Hija mía, recuerda que la violencia es una señal más de debilidad y que para luchar contra ella no hay mejor arma que las palabras.

Sac Nicte le dirigió una larga mirada llena de tristeza. Hubiera deseado tener la fuerza necesaria para hablarle y convencerlo, para hacerle ver la verdad de las cosas, pero dijo:

– Que sea entonces la voluntad de los dioses.

10

La mayoría de las gentes de Uucil Abnal habitaban unas chozas que se levantaban a la sombra de los árboles que cubrían la ciudad como una cúpula. Algunas estaban emplazadas en torno a una gran explanada libre de vegetación, pero muchas otras se dispersaban sin orden alguno por el interior de la jungla, adaptándose a las irregularidades del terreno, de modo que resultaba imposible calcular su número.

Lisán fue conducido por Sac Nicte hasta una de las situadas en el claro. Era acogedora y sus paredes estaban hechas de ramas recubiertas con estuco blanco.

– Ésta será tu vivienda -le dijo la sacerdotisa-, pero ahora debes acompañarme, pues el Uija-tao desea verte.

– ¿Quién es el Uija-tao?

– El «Gran Vidente» -le aclaró Sac Nicte, como si esto significara algo para él.

Ma'. Estoy agotado y después de esos días interminables sobre la canoa siento que el suelo firme sigue danzando bajo mis pies.

Se dejó caer sobre una especie de litera baja, hecha con palos entrecruzados y esteras de algodón decoradas con complejos dibujos geométricos.

– Debemos ir ahora, Lisán al-Aysar.

– ¿Es necesario?

Beey. El Uija-tao lleva mucho tiempo esperándote. Después podrás descansar.

Lisán se incorporó un poco, pero no se levantó.

– Quiero que me expliques lo que ha sucedido hace un momento. Noté… noté cierto nerviosismo en vuestra conversación, pero ese hombre, el Ahau Canek… ¿Es tu padre?

Beey.

– Bueno, pues él empezó a hablar en una lengua desconocida para mí, y me pregunto por qué.

– Hablamos de asuntos que no entenderías, Lisán al-Aysar.

– Intenta explicármelo, por favor.

– Nuestra situación es muy compleja, pues en esta tierra coexisten diecisiete reinos independientes, enzarzados en guerras constantes y en turbias alianzas. Mi padre ha conseguido crear una confederación con los tutul xiu y otros pueblos, que puede llegar a dominar todo este lado de la costa. Y esto no es algo que agrade a nuestros vecinos cocom.

¿Cocom? ¿Es el pueblo que habita Amanecer?

Beey. Amanecer pertenece al reino de Ecab, dominado por los cocom, pero la mayor parte de sus territorios están situados tierra adentro, en el interior de la selva. Se sienten amenazados por nuestra supremacía, pues si nos apoderáramos de esa ciudad controlaríamos el acceso al mar de toda la región, y el paso de los mercaderes que fondean en nuestras costas. Hace tiempo que nuestros espías nos advierten que están reuniendo un gran ejército y que no tardarán en enviarnos a sus embajadores para preparar la guerra. Pero la presencia de los nahual en su ciudad lo precipita todo.

– ¿Por qué?

Sac Nicte suspiró.

– Porque significa que los mexica y sus dioses están aliados con los cocom. Mi padre siempre ha intentado llegar a un compromiso con los mexica. -La mujer sonrió con amargura mientras decía esto-. Pero lo cierto es que nunca lo logró, y ahora vamos a tener que luchar.

– ¿Los nahual forman parte de vuestra categoría de dioses?

Ma' -exclamó Sac Nicte-, son hombres transformados por el poder de Tezcatlipoca. Ahora forman parte del ejército de nuestros enemigos.

– ¿Os habéis enfrentado alguna vez a ellos?

– Lisán al-Aysar, debes acompañarme -suplicó la mujer con impaciencia-. El Uija-tao es un hombre muy poderoso y se sentirá insultado si lo hacemos esperar. Más tarde tendremos ocasión de seguir hablando, y yo volveré a responder a tus preguntas, pero ahora acompáñame, por favor.

Llegaron hasta los pies del árbol más gigantesco que el andalusí hubiera visto jamás. Se levantaba en el centro geométrico de Uucil Abnal, su copa se elevaba a más de trescientos codos de altura y arrojaba su sombra sobre las copas de los otros árboles. Sus ramas se extendían de forma asombrosa: nacían del tronco, muy ordenadas, de tres en tres o más, y se alargaban como un gigantesco parasol, abarcando con su sombra un amplio claro de la selva en el que apenas crecía nada. Al desarrollarse se había engarzado alrededor de un gran templo, que se había mantenido intacto gracias a que las raíces se trenzaron en torno a las piedras como un zarcillo de oro alrededor de un brillante.

– Éste es el Yaxcheelcab, la Ceiba Sagrada, el Árbol Cósmico del Centro del Mundo- le dijo Sac Nicte-. Pero dicen que apenas era una semilla cuando el propio templo fue construido, en este mismo lugar, por los enanos ajustadores. El Uija-tao nos espera en su interior.

Pero antes de entrar, el andalusí volvió a preguntarle por ese «Gran Vidente», y la sacerdotisa le explicó que disfrutaba de un gran poder.

– Semejante al del Consejo -dijo la mujer-. Incluso mi padre, el Ahau Canek, tiene la obligación de acercarse al Uija-tao dando muestras de profunda humildad y veneración. Y debe atenerse estrictamente a sus dictámenes…

Al parecer, entendió Lisán, el Uija-tao estaba íntimamente ligado a una deidad, cuya voluntad conocía al entrar en un estado extático y que comunicaba a su pueblo. A la vez, era una especie de prisionero en su templo arbóreo. Habitaba su palacio en celibato y estricta reclusión. La sacerdotisa y el andalusí atravesaron una amplia plataforma de mármol, incrustada en las retorcidas raíces de la Ceiba Sagrada, y se internaron en un edificio cuadrado rodeado de columnas. Era milagroso que las piedras de aquel templo no resultaran desmenuzadas por el abrazo de las raíces en lugar de mantener su forma y su consistencia.

En el interior ardían unas pocas antorchas colgadas de las paredes, pero apenas conseguían iluminar la turbia oscuridad de la sala. En un brasero cercano a la entrada se quemaba el puk ak, y el humo dibujaba una sinuosa serpiente blanca que empañaba el aire con un intenso aroma a incienso. Varios sacerdotes, desnudos y con sus cuerpos pintados con franjas verdes, se movían confundidos entre las sombras. Lisán se figuró por un momento que eran las raíces de la Ceiba Sagrada que habían cobrado forma humana y escapaban de su abrazo con la piedra. Uno de ellos lanzó al brasero más pastillas de puk ak decoradas de azul turquesa que al arder desprendieron más humo espeso, blanco y aromático. De lo alto colgaban unos tétricos adornos hechos con plumas y huesos humanos, que giraban lentamente.

Cuando sus ojos se acostumbraron un poco a aquella penumbra, vio a un anciano desnudo, tocado con una insólita mitra puntiaguda, sentado sobre las losas del suelo. Su sombra agigantada se reflejaba en el humo y se proyectaba contra las paredes y el techo, pero el Uija-tao era un hombre pequeño y delgado hasta lo enfermizo. Su piel no era tan oscura como la del resto de los nativos, y de su tocado con aspecto de mitra escapaba un pelo negro, largo y encrespado. Sujetaba frente a sí una lámina de cobre cuadrada, de un codo de lado, en cuyas esquinas había sujetos ocho sedales, cuatro blancos y cuatro negros. Mantenía juntos, con los dedos de la mano derecha, los cuatro blancos, uniéndolos en el vértice de una pirámide que tenía como base la lámina de cobre. Los cuatro negros estaban también unidos en su mano izquierda, que estaba por debajo del cuadrado metálico y que formaban, por tanto, una pirámide invertida.

– Acércate, dzul -dijo el anciano volviéndose hacia Lisán.

Colgaban, enredados en sus cabellos, unos grandes cascabeles de metal que sonaron cuando el hombrecillo movió la cabeza. Sus ojos eran turbios, como dos esferas de cristal desgastadas por el roce del tiempo.

Lisán buscó a Sac Nicte a su lado, pero la mujer había desaparecido. Miró hacia la penumbra, donde se alineaban los sacerdotes con sus espaldas pegadas contra la pared, y pensó que se había unido a ellos.

Dio un par de pasos hacia el anciano, que empezó a hablar:

– El Universo es un cuadrado plano, delimitado por un lagarto cuyo cuerpo está cubierto de símbolos mágicos. Dentro de este cuadrado se ubican los diferentes niveles cósmicos. De su centro nace Yaxcheelcab, la Gran Ceiba Sagrada, cuyo tronco y ramas sostienen el cielo y cuyas raíces penetran en el Inframundo.

Lisán se acercó un poco más y miró al Uija-tao con escepticismo.

– ¿Un plano? Ma'. No creo que tal cosa sea posible, pues yo he viajado desde el otro lado del mundo.

El Uija-tao clavó sus ojos en el andalusí.

– ¿Acaso consideras que tu mente es tan grande como para llegar a abarcar el Gran Todo? Existen niveles de la realidad más elevados de lo que imaginas. Un Universo invisible que consiste en una jerarquía de planos entre los que se produce un constante intercambio de energías. Todas estas realidades se tocan como las bases de dos pirámides contrapuestas, son infinitas en energía y durarán desde una eternidad hasta otra… -Dobló entonces los brazos e invirtió la posición de las dos pirámides-. Hoy me vas a acompañar hasta las puertas del Inframundo… y desde ellas te asomarás, por un momento, al Supramundo…

El anciano dejó a un lado la lámina de cobre y, al observar la expresión confusa de Lisán, añadió:

– No espero que lo entiendas todo inmediatamente, dzul.

– ¿Y por qué tienes ese interés en que lo entienda?

El anciano sonrió con su boca desdentada. Abrió una cajita de hueso en cuyo interior había una larga y negra espina de pez raya y un grueso cordón de algodón. Tomó ambas cosas con una de sus manos y se inclinó un poco hacia el andalusí.

– Porque intento averiguar quién eres y por qué te han enviado los dioses. Y creo que tú puedes ayudarme, pero antes debes aprender algunas cosas…

Ante los asombrados ojos de Lisán, el anciano asió su pene con una mano y con la otra se clavó la espina, atravesándoselo de parte a parte. Luego metió el cordón por el orificio que perforaba su carne y lo empujó con los dedos hasta que asomó ennegrecido de sangre por el otro lado. Mientras hacía esto, murmuraba una larga retahíla de palabras incomprensibles. La sangre que manaba del miembro del anciano resbalaba entre sus muslos, lenta, pringosa, y formaba un charco sobre el mármol, pero el Uija-tao no parecía afectado ni molesto por la mutilación que acababa de causarse. Se volvió a un lado y tomó una bandeja de madera con algo pequeño y oscuro troceado sobre ella. Se lo ofreció a Lisán.

– ¿Qué es eso? -preguntó el andalusí, preso de una repugnancia absoluta.

– Esto es Conocimiento, la forma que tienen los dioses de comunicarse con nosotros. Toma uno, pero no lo comas todavía, guárdalo en tu mano.

Lisán tocó uno de los trozos. No tenía intención de comerse aquella cosa. Era blanda y seca, algo esponjosa… Un hongo, comprendió. Lo cogió con dos dedos y lo guardó en la palma de la mano, tal y como el Uija-tao quería.

– ¿Y ahora qué? -le preguntó al anciano.

Al ponerse en pie, el hombrecillo hizo sonar los cascabeles. Apenas le llegaría a Lisán a la altura del pecho. Caminó con los pies descalzos sobre el suelo de mármol multicolor, dejando un rastro de sangre que se escurría desde los genitales. Su piel parecía ajada y enfermiza por la falta de sol, su aspecto le recordó a Lisán el de algunos reos que había visto salir a la luz tras pasar varios años en algún oscuro olvidadero.

– Sígueme, dzul -dijo.

Lisán caminó tras el anciano hasta una cavidad en el suelo, junto a una de las paredes, que formaba la entrada a un pozo. Se detuvo, mientras el Uija-tao cogía una de las antorchas; estaba hecha de palo de higuera y ardía limpiamente, aunque aquel turbio ambiente no permitía que su luz se proyectase hasta muy lejos. Con la antorcha en la mano, el anciano descendió por el agujero. El andalusí permaneció inmóvil, mirando aquel pozo sombrío sin saber qué hacer. Entonces alzó la vista y vio a Sac Nicte, junto a la pared de piedra.

– Ve tras él -le dijo la mujer.

Lisán decidió obedecer. Ella era su última esperanza de que no todo en aquel Otro Mundo fuera negativo e intentara destruirlo. Por lo tanto, si ella lo traicionaba, su vida no valía nada. En realidad, podían acabar con él en cualquier momento y con tanta facilidad como habían acabado con sus hermanos. ¿Por qué preocuparse entonces?

Descendió con auxilio de las raíces de la ceiba, que le sirvieron de escalones, hasta una plataforma de roca donde lo esperaba el Uija-tao.

La bóveda plana, formada por la cara inferior de las grandes losas del suelo del templo, estaba entrelazada de raíces que colgaban sobre ellos.

Bajaron por un angosto conducto natural cuyas paredes eran de piedra calcárea. Una fuerte corriente de aire llegaba desde las profundidades y mantenía en constante agitación las raíces del interior de la cavidad. La llama de la antorcha que llevaba el anciano se agitaba, pero parecía arder mucho mejor con aquel vendaval.

– Yo era un muchacho cuando el ejército tolteca vino para conquistar nuestra tierra… -parloteaba mientras tanto el Uija-tao-. Yulu uayano! Los irrefrenables lujuriosos del día, los irrefrenables lujuriosos de la noche, los bribones del Mundo que tuercen los cuellos, guiñan los ojos, sueltan sus babas por la boca… ¡Ay! Uno Imix fue el día en que cayó Chichén Itzá… y todo nuestro pueblo se dirigió entonces hacia el destierro, como animales amansados.

El viento que azotaba el interior de la caverna fluía a tanta velocidad por aquel estrecho pasadizo que Lisán apenas podía respirar.

– Hablas de esos acontecimientos como si los hubieras presenciado… -consiguió decir entre jadeos. ¿Cómo se las arreglaba aquella momia para caminar tan rápido contra aquel vendaval?-. ¿No sucedió hace muchos años?

– Yo apenas era un niño en Chichén Itzá, y mi cuerpo ha madurado y degenerado muchas veces desde entonces, pero mi alma se mantiene por encima del tiempo, como el pájaro Pujuy vuela sobre las copas de los árboles, anidando en un cuerpo recién nacido tras otro.

Lisán guardó un silencio de incredulidad. Quizás aquel tipo era un embaucador, pensó, aunque ya no podía estar seguro de nada. Observó en el suelo un rastro solitario, gastado hasta una profundidad de dos o tres pulgadas por las continuas pisadas de los que por allí pasaron. Y el techo cubierto por una costra de hollín del humo de las antorchas. Muchas generaciones habían recorrido antes que él aquel camino descendente.

– ¿Éste es un lugar de culto? -preguntó.

– Es uno de los cenotes sagrados. Sólo yo puedo bajar hasta aquí.

A la distancia de unos ciento cincuenta codos el pasadizo se ensanchó y tomó la forma de una amplia caverna. Ya no se sentía allí la corriente de aire, y las paredes y el techo abovedado estaban formados por una piedra tosca e irregular. Por el centro continuaba el mismo rastro gastado. De esta caverna se desprendían a derecha e izquierda varios pasadizos. El Uija-tao iluminó uno de ellos con su antorcha para que Lisán viera un trozo de piedra labrada con extraños y complejos jeroglíficos.

– Teotihuacan -dijo señalando uno de ellos-. Este nombre, en la lengua náhuatl significa: «La ciudad en la que te conviertes en un dios». Nuestros antepasados viajaron desde Teotihuacan siguiendo el mandato de los trece dioses y fundaron la ciudad de Chichén Itzá. Allí vivimos en paz hasta la llegada de Espejo Humeante y su ejército nahual. Decían que este mundo ya había cumplido su tiempo, y que sólo éramos espectros a los que los dioses concedían unos pocos latidos más de vida a cambio de que ofrendáramos nuestros corazones en un banquete sin fin… Pero ellos también se habían acostumbrado al sabor de la carne humana y su ansia de sangre aumentaba día tras día.

Siguieron descendiendo por uno de los pasadizos, por escalones labrados en la misma roca y de un ancho apenas suficiente para asentar el pie. Hasta que llegaron a un cantil que por el lado derecho se elevaba hasta una gran altura y por el otro se hundía formando un impresionante despeñadero. El único puente tendido sobre aquel abismo estaba hecho con palos atados toscamente unos con otros. Dieron unos pasos por aquella insegura pasarela. El precipicio que se abría bajo sus pies apenas podía vislumbrarse a la luz de la antorcha.

Lisán se asomó con precaución y vio brillar el agua al fondo, reposando en el lecho profundo y rocoso de la gran cúpula de piedra.

– Fíjate -dijo el anciano alzando la antorcha.

El andalusí miró hacia arriba y distinguió cientos de cables que descendían rectos, como líneas perfectamente trazadas, desde la bóveda rocosa hasta la superficie del agua.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– Silencio -ordenó el Uija-tao-. Es ahora cuando debes comer el kuuxum. ¡Hazlo!

– ¿Qué?

Con un gesto teatral, el anciano dejó caer la antorcha. Ésta descendió flameando y se apagó al tocar la superficie líquida. Quedaron en la más absoluta oscuridad, en medio de aquel incierto puente de palos y con el abismo bajo ellos.

Lisán, aterrorizado, maldijo al anciano. Sintió la vibración del puente a través de sus pies y dedujo que aquel loco estaba caminando en la oscuridad. El puente se bamboleaba bajo él y sus rodillas temblaron.

– ¡Ya basta! -gritó-. ¡Detente!

– No hay otra luz, dzul -dijo el Uija-tao soltando una carcajada-. Será mejor que comas el kuuxum.

– ¡Estás loco! ¿Te das cuenta de lo que has hecho? ¿Cómo vamos a encontrar la salida en medio de esta oscuridad?

– No hay oscuridad. Son tus ojos los que no pueden ver, pero tu visión se basa en un engaño de tus sentidos. Únicamente si comes el kuuxum verás el Mundo Real.

En medio de aquella negrura total, colgado sobre un abismo, Lisán creyó que iba a empezar a gritar de terror. Intentó desesperadamente conservar la calma, y a su mente acudió una antigua oración sufí:

El Mundo que concebimos como exterior a nosotros existe tanto dentro de nosotros como fuera. Porque sólo hay Un Mundo y es Allah.

Lo que vemos como el Mundo Sensible o el Mundo Finito no son más que un conjunto de velos que ocultan el Mundo Real. Son los velos de nuestros propios sentidos: los ojos son los velos de la verdadera visión, los oídos son los velos de la verdadera audición…

Para tomar conciencia del Mundo Real es necesario que apartemos esos velos…

Incluso en su terror no pudo dejar de advertir la similitud entre las palabras de sus maestros y las de aquel anciano enloquecido. Y eso tenía algún significado, sin duda. Pero no se sentía con ánimo para buscarlo.

Con resignación, se llevó a la boca aquel repugnante trozo de hongo y empezó a masticar.

11

Pasó un tiempo. No podía calcular cuánto, estando como estaba plantado en medio de la oscuridad. Pero empezaron a suceder cosas. Sensaciones…

Al principio fueron náuseas y extrañas impresiones físicas. Frío. Calor. Sentía que su piel se estaba transmutando en un humor viscoso. Que las proporciones de su cuerpo experimentaban distorsiones, de modo que las manos y los pies parecían estar cada vez más alejados del torso. Sus dedos extendidos se retorcían como los pámpanos de una vid…

No pudo contener la orina y ésta resbaló suavemente entre sus piernas. Tuvo una erección y al instante un orgasmo interminable que, en lentas pulsaciones, fue vaciando su cuerpo de semen. Se estaba hundiendo dentro de sí mismo, como si su cabeza cayera lentamente hacia el interior de sus intestinos y rebotara contra ellos.

Entonces empezó a ver pequeños chispazos de colores que flotaban frente a sus ojos e iluminaban poco a poco la oscuridad de la caverna. Aquellos átomos fueron formando un mosaico de destellos rojos, verdes y azules, como una malla fina superpuesta a su campo visual. Empezaron a agruparse para formar imágenes y descubrió que podía ver de nuevo.

El Uija-tao caminaba tranquilamente delante de él, por el puente, y su trayectoria dejaba estelas de gran colorido. Sin volverse dijo:

– Vamos, dzul.

Lisán lo siguió como en un sueño, abstraído por todo lo que veía. Llegaron a suelo firme. Pero a su alrededor todo se distorsionaba, fluía y ondulaba en una especie de danza pulsante y sensual. Apenas quedaban ya unas pocas zonas oscuras en aquella inmensa caverna, pero incluso las sombras mostraban su propio tipo de luz, que parecía emanar de ellas.

Veía la nuca del anciano frente a él. Un grueso tentáculo luminoso surgía entre los hombros del anciano y se perdía en el suelo de la caverna.

Partículas diminutas, siguiendo un patrón que parecía vivo, como hormigas rojas ardientes, circulaban a toda velocidad desde el suelo de roca hasta la espalda del Uija-tao, y lo envolvían por completo en una compleja red de vasos sanguíneos que bombeaban la sangre por el interior de su cuerpo y su cerebro. Era bastante terrorífico, pero tan fascinante que no podía dejar de mirar. No lograba imaginar lo que eran. En un principio pensó que se trataba de algún tipo de insecto, pero eran demasiado pequeñas.

Acercó su propia mano a sus ojos y escrutó detenidamente la palma. Brillaba. Pequeños puntitos de luz, casi inapreciables, se escurrían por entre sus dedos. Se trataba de las mismas criaturas minúsculas que también correteaban por toda la piel del anciano. Eran menores que las ínfimas impurezas que rodeaban sus poros, pero sin duda se movían como lo hacen los insectos. ¿Acaso eran los átomos de los que hablaban los griegos? Giró su cabeza todo lo que pudo. Un tentáculo semejante al que llevaba prendido el Uija-tao también surgía de su espalda, y aquellas motas luminosas iban y venían frenéticas por él.

– ¿Qué son estas cosas? -preguntó estremeciéndose.

El Uija-tao se volvió y Lisán observó que la sangre que fluía de la herida en su pene -que seguía abierta gracias a la mecha de algodón- era tan brillante que lastimaba los ojos al mirarla directamente. La sangre resbalaba por las piernas del anciano trazando ríos de luz y se amontonaba en charquitos refulgentes en el suelo.

– La vida no se detiene al nivel que pueden distinguir tus ojos. La vida sigue y sigue, en una complejidad creciente hasta conformar la propia textura de la realidad -dijo-. Eso que puedes ver ahora es el chu'lel.

Lisán desconocía la palabra.

– ¿El chu'lel? ¿Esa especie de tentáculo prendido a nuestra espalda… y esas… esas motas luminosas que circulan por su interior? ¿Qué son?

– Son los restos del cuerpo del Dios Que Descendió. Ahora puedes verlo por primera vez en tu vida.

– ¿El Dios Que Descendió?

La calavera del anciano, con la mandíbula inferior moviéndose mientras hablaba, era claramente visible bajo la carne translúcida de su rostro.

Nun-Yal-He. [24] Su organismo está dividido en millones de fragmentos diminutos, tan pequeños que el ojo no los alcanza a distinguir en condiciones normales, y están esparcidos por toda la Tierra. Pero si todos ellos se reunieran en un solo cuerpo, éste sería mayor y más pesado que todos los hombres y todos los animales y todas las plantas juntas. En realidad, absolutamente todo lo que nos rodea está constituido por la esencia que emana de su chu'lel. Formas parte de él. Todos estamos constituidos por una pequeña porción del Dios Que Descendió, que está envuelta en la delgada membrana de nuestro cuerpo físico. Tu conciencia es el resultado de la interacción entre las sensaciones del exterior con las del interior de esa membrana. Y el chu'lel tiene una clara conciencia del interior y el exterior de todas las cosas que hay sobre este mundo. Por eso ahora puedes ver en la oscuridad.

– ¿Quieres decir que lo que ahora estoy viendo es real?

– Que no te quepa la menor duda, dzul. Imagina que fueras consciente de todas y cada una de las señales que recibe tu cuerpo en un momento dado, de las sensaciones que recibe cada uno de tus pelos, de tu lengua dentro de tu boca, del susurro de la sangre al fluir por tus venas o del sonido del aire rozando contra tu piel. Por eso, desde tu infancia, has debido aprender a filtrar lo que percibían tus sentidos y a reducirlo a una ínfima parte de la realidad. Sin embargo, el Universo es mucho más complejo: en cada átomo danzan millares de soles, asómate al corazón de una sola gota de agua y cien océanos repletos de vida aflorarán ante tus ojos.

– Cuando pase el efecto del hongo, ¿todo volverá a ser igual que antes? -preguntó el andalusí, sin dejar de mirar fascinado a un lado y otro.

Beey. Algunos hombres son Perceptores, es decir, pueden interpretar continuamente el Mundo Real. Pero para eso, en el mejor de los casos, se requiere una vida entera de aprendizaje, aunque un centenar de vidas es lo habitual. Al comer el kuuxum entras en contacto con el Conocimiento que emana del chu'lel, pero durante un tiempo limitado. Debemos aprovecharlo, porque quiero que comprendas algo.

El anciano se detuvo y miró hacia los pies de Lisán. Éste también bajó la vista y descubrió que estaba hundido hasta los tobillos en el agua del cenote. Frente a él vio los cables que bajaban desde la cúpula rocosa de la caverna. Gracias a su nueva capacidad de visión pudo recorrer uno de esos tendones desde su extremo superior hasta el punto en el que se hundía en el agua. Ahora comprendía que estaban formados por un trenzado de miles de raíces que se ensanchaba en su extremo final hasta formar una gran bola absorbente. Esta esfera de raicillas recogía el agua del cenote y los cables la elevaban hacia las alturas. El andalusí podía ver fluir el líquido por su interior.

– No hay ríos en la superficie de esta tierra -le explicó el Uija-tao-. Toda el agua se filtra por la roca porosa hasta los cenotes y la selva debe beber de ellos. El chu'lel se alimenta a través de nosotros de una forma muy parecida a ésta.

Todo era muy extraño, y Lisán sentía la mente embotada por el efecto del hongo. Sacudió la cabeza y se dijo que ya pensaría en todo eso más tarde. Se volvió hacia el anciano:

– ¿Qué quieres mostrarme?

– Tú mismo debes verlo. Camina hacia el interior del cenote.

– ¿Por qué debo hacer eso?

– Preguntas demasiado, dzul. Hazlo o da media vuelta y sal de aquí. Cualquiera de las dos acciones darán una respuesta a mis propias preguntas.

Bueno, hagámoslo, decidió Lisán al cabo de un rato. Veamos adónde me lleva todo esto.

Le dio la espalda al Uija-tao y avanzó un par de pasos con el agua por los tobillos.

Vio que algo se arrastraba junto a su pie derecho. Se agachó para observarlo mejor. Era una especie de cangrejo con el caparazón dividido en tres lóbulos. Metió la mano en el agua y lo recogió. Inmediatamente la criatura se enrolló sobre sí misma hasta formar una bola. Con ella en la mano, Lisán se volvió para preguntar de nuevo al Uija-tao. Pero éste había desaparecido. En realidad no había nada tras él, tan sólo una turbia niebla un poco luminosa.

Dejó a la criatura-bola en el agua y descubrió que otras muchas, semejantes a ella, se arrastraban ahora por el lecho arenoso. Una pequeña ola se estrelló contra sus piernas. Alzó la vista y pronunció una exclamación de asombro. Ya no estaba en la caverna. Se encontraba en el exterior y era de noche. Sin luna y con un cielo coagulado de estrellas que eran como polvo luminoso. Estaba en una playa, a la orilla de un mar tranquilo, un espejo negro y perfecto. Las aguas reflejaban la cúpula de estrellas y algo más… Centenares de espinas luminosas que surgían del agua y se elevaban hasta una altura increíble. Comprendió que estaban formadas por las mismas partículas vivientes que había descubierto en el interior de la caverna, pero allí se amontonaban hasta formar unos afilados pináculos que parecían querer taladrar la bóveda celeste. Se dispersaban en la distancia y los más lejanos sólo se distinguían como diminutas agujas de luz brillando en el horizonte.

Aquel extraordinario paisaje le provocó una intensa melancolía que oprimió su pecho por un momento. No podía comprender el origen de este sentimiento tan fuerte, pero era una sensación de pérdida absoluta, en el tiempo y en la memoria. Dio un paso más hacia el interior del cenote y las espinas de luz cambiaron de forma. Algunas desaparecieron, otras se hicieron mayores y desarrollaron estrechos puentes que las unían con las más cercanas. Otras nuevas surgieron lentamente desde el lecho marino.

Siguió avanzando y aquellos pináculos se derrumbaron súbitamente, hasta que no quedó en pie ni uno de ellos. De repente se vio rodeado por una selva de árboles tan gruesos como torres alminares, cuyas raíces se hundían en las aguas que ya le llegaban por la cintura.

Una criatura gigantesca empezó a cobrar forma frente a él. A falta de otro referente, Lisán la tomó por un dragón. Atónito, miró hacia arriba; la cabeza del monstruo se cernía a una gran altura sobre él. Era relativamente pequeña y continuaba con un cuello largo y flexible como una serpiente. El cuerpo de la criatura era mayor que el de un elefante y estaba hundido hasta la mitad en el agua. Creyó que había otra criatura tras él, una serpiente gigante que estaba a punto de atacar al monstruo por su retaguardia. Pero se trataba de la cola del animal, que era tan larga como su cuello y se agitaba lentamente rompiendo la superficie.

El andalusí miró a su alrededor sin saber qué hacer. Dar media vuelta y regresar a toda velocidad hacia la orilla parecía lo más sensato. Pero aquel monstruo apenas tenía que estirar hacia él su larguísimo cuello para atraparlo entre sus dientes sin ninguna dificultad.

– No es real -musitó-. Nada de esto puede ser real. Debo de estar soñando.

Intentó dar un tímido paso hacia atrás, con la esperanza de que aquel ser estremecedor desapareciera, pero descubrió que ya no hacía pie en el fondo del cenote, playa, pantano, o lo que fuera. Un abismo líquido se había abierto bajo él y empezaba a hundirse hacia sus profundidades. El agua helada, transparente como el cristal más perfecto, lo envolvió.

Contuvo la respiración. Mientras su cuerpo caía hacia la negrura, sintió que un intenso helor penetraba en sus huesos…

De repente, se vio rodeado por montañas de hielo que giraban lentamente sobre sí mismas. El agua había desaparecido, aunque no así el frío y la oscuridad. De alguna forma que no podía comprender, supo que estaba rodeado por el vacío más absoluto. Supo que estaba en el al-falak al atlas: «el Cielo sin estrellas». Ésta era la región que marcaba el fin del espacio, mucho más allá de las esferas de los planetas. Sin saber cómo, había viajado hasta «el Cielo que escapa a la visión común», el 'âlam al-ghaïb, donde se difuminaba la Realidad. Su cuerpo, o quizá su alma, se hallaba perdido en algún lugar entre «la Esfera del Pedestal Divino» y «el Cielo de las Estrellas Fijas». [25]

En aquel remoto confín del universo, flotaban millares de moles blancas semejantes a montañas de hielo, esparciéndose hasta perderse en la distancia, como pálidos copos de nieve, separadas unas de otras por distancias inconcebibles, trazando una silenciosa danza en medio de la nada. Y estaban vivas. Cubiertas de aquellas motas rojas, pulsantes y luminosas, las mismas partículas que había empezado a ver por todas partes después de ingerir el hongo. Trazaban circuitos de sangre sobre el hielo blanco hasta formar una compleja filigrana roja, como las venas de un gigante.

Algo estaba desarrollándose en la montaña de hielo más cercana a él. Por toda su pálida superficie, los flujos de partículas rojas empezaban a concentrarse en diversos puntos, creando pequeños y vibrantes conos luminosos, como aquellos que había visto en medio del mar negro. Crecían lentamente. Agujas de fuego que atravesaban la corteza de hielo. Sobre su superficie cambiante se formaron racimos de esferas lechosas, cada una con un diminuto punto negro que giraba enloquecido en su interior.

Lisán se estremeció de terror al comprender que eran ojos. ¡Ojos! Lo supo con toda seguridad. Ojos extraños que espiaban su entorno con una malévola curiosidad. Y él estaba solo, en medio de aquellas criaturas inconcebibles, rodeado por un mudo abismo negro. Hacían girar los racimos de esferas de un lado a otro y escrutaban ansiosas el vacío… De repente, todos aquellos ojos inhumanos se volvieron a la vez hacia él. Sintió su fría mirada y la insolente curiosidad de sus mentes extrañas. Intentó huir, apartarse de aquellas criaturas, pero no tenía forma de moverse. Sólo pudo agitar los brazos y volver su rostro con espanto. Aquella estremecedora sensación apenas duró un instante, porque de inmediato los seres se derritieron, disgregándose sobre la superficie helada en millones de partículas de luz.

La montaña de hielo empezó a moverse entonces. Poco a poco fue apartándose de sus compañeras.

Los cuerpos celestes son eternos e incorruptibles, recordó Lisán. Estaban dotados de un movimiento perpetuo, circular y perfecto, que era comunicado por el Primer Motor a la totalidad de la esfera que lo contenía. Por lo tanto, un cambio de movimiento como el que ahora estaba presenciando era imposible. Aquella esfera de hielo no podía ser otra cosa que un astro innoble, capaz de movimientos mixtos y sometido a cambios imperfectos. Se dirigía a toda velocidad hacia una de las estrellas que salpicaban la negrura. Era la más brillante de todas, y fue creciendo ante sus ojos hasta transformarse en el deslumbrante disco del Sol.

Lisán viajaba remolcado por aquella montaña flotante, que tiraba de él como un barco que al hundirse arrastrara a los desdichados que nadaran cerca.

El Sol brillaba cegador en un cielo absolutamente negro, al que era incapaz de iluminar. Su diámetro aumentaba mientras se acercaban a él. La nieve empezó a humear y el vapor que desprendía fue empujado por la luz del Sol, de forma semejante a como el viento arrastra el humo de una hoguera, hasta formar una larga cola de luz que se deshilachaba en la distancia. Eso le recordó una parábola atribuida a 'Alî, el yerno y heredero espiritual del Profeta: Sin la irradiación del Sol que cae sobre ellas, las partículas de polvo suspendidas en el aire no serían visibles y, sin éstas, los propios rayos del Sol no se distinguirían en el aire.

Sin el reflejo de la luz divina, la propia materia carece de entidad…

De repente, Lisán comprendió que aquella esfera blanca era un cometa. Un cometa como el que les había acompañado en su viaje y había desaparecido del cielo hacía más de un año. El andalusí contempló la montaña de hielo, fascinado por la sorprendente perspectiva desde la que ahora veía aquel astro. Era un cometa, ahora estaba seguro de ello. Su cola blanca se estiró hasta una distancia inconcebible mientras seguían acercándose al Sol.

Una tercera figura luminosa apareció contra el fondo de negrura. Una preciosa bola de luz azul. Una esfera perfecta, tal y como habían supuesto los antiguos griegos; la propia Tierra vista desde los cielos.

Aristóteles se había equivocado por completo. Séneca, en cambio, había deducido que la verdadera naturaleza de los cometas era ajena a la atmósfera terrestre. Pero ninguno de ellos pudo imaginar que este fenómeno sería observado algún día como él lo estaba haciendo en esos momentos, para dirimir de una vez por todas aquella vieja controversia.

La esfera azul que era la Tierra siguió creciendo ante sus ojos. El andalusí intentaba no perder detalle de aquella fantástica visión. Las manchas de nubes que salpicaban la atmósfera, formando delicados remolinos blancos. El preciso dibujo de los límites entre la tierra y el mar. La línea de sombra que marcaba el paso del día a la noche…

Y, mientras contemplaba todo esto, sucedió algo estremecedor.

El cometa continuó imperturbable su camino y Lisán comprendió que iba a chocar contra la superficie del mundo. Y así fue. El impacto se produjo casi al instante. No se oyó ningún ruido cuando la montaña de hielo estalló en una inmensa bola de fuego.

Con el corazón acelerado por lo que acababa de suceder, el andalusí vio cómo la luminosa esfera de luz azul quedaba pronto cubierta por un sucio velo gris oscuro. Recordó la destrucción de Thera y su Imperio del Mar: una bola de fuego caída del cielo los había aniquilado.

Recordó las palabras del sagrado Corán:

Cuando el Cielo se hienda,

cuando las estrellas se dispersen,

cuando los mares sean desbordados…

Cuando el Cielo se desgarre

y escuche a su Señor -como debe ser-,

cuando la tierra sea allanada,

y vomite su contenido, vaciándose…

– ¡En el nombre de Allah, el Compasivo, el Misericordioso!

El andalusí abrió la boca para gritar y engulló un trago de agua. Tosió y se debatió desesperado en la oscuridad, sin saber dónde estaba el «arriba» ni el «abajo», completamente desorientado. El líquido lo abrazaba y tiraba de él hacia el fondo, donde un ejército de muertos lo esperaba ansioso, con los brazos descarnados tendidos hacia él, intentando sujetarlo por las piernas.

Entonces, todo había sido un sueño, una alucinación de la mente, y ahora estaba de nuevo en las negras aguas del cenote… Y se estaba ahogando. Tras tantos meses de penalidades, su destino lo había alcanzado al fin. O quizá la realidad era que aún seguía junto a la Taqwa, en el momento justo de su hundimiento, en medio de la tormenta, y su infierno consistiría en revivir el horror de la muerte por toda la Eternidad.

Pero no. Estaba en el fondo del cenote, rodeado de cadáveres que se habían corrompido en aquellas aguas. Sin duda, los restos de aquellos que habían sido sacrificados antes que él y que llevaban mucho tiempo olvidados allá abajo, aunque las manos sin carne ni tendones de muchos de ellos todavía se abrían, implorantes, hacia una luz a la que ya no podrían regresar jamás. Había cráneos grandes y otros que parecían de niño, algunos reventados por el impacto contra las paredes de la oquedad. Sobre el pecho de uno de los cadáveres distinguió un medallón de jade, donde uno de sus monstruosos dioses sacaba la lengua.

El Uija-tao no le había dicho toda la verdad cuando le aseguró que aquel camino hacia el interior de la caverna sólo lo recorría él. Sin duda, siempre había descendido acompañado por una víctima para el sacrificio y luego había regresado solo. Tal y como había hecho con él. Y allí estaban sus predecesores. Mientras se hundía de nuevo hacia el fondo, vio las macabras carcajadas en cada una de aquellas bocas y la mirada burlona de sus cuencas vacías.

Unas manos lo sujetaron por el pelo. Un cuerpo vivo se pegó al suyo, notó su calor a través de la ropa mientras lo arrastraba con él hacia la superficie. Al fin logró sacar la cabeza y aspiró una bocanada de aire que se mezcló con el agua de sus pulmones. Empezó a toser de un modo angustioso, como si el pecho se le estuviera desgarrando por dentro. Su salvador estaba sujeto por una cuerda. Tiró de ella y lo remolcó hacia la orilla del cenote. Lisán no dejaba de toser, tenía la vista nublada y sólo alcanzó a distinguir unos ojos negros rodeados de sombras. Pero fue suficiente para reconocerla.

– Sac Nicte… -musitó antes de perder el sentido.

12

– ¿Cómo estás, faquih?

Lisán parpadeó varias veces seguidas, intentando centrar las imágenes que danzaban frente a sus ojos.

Baba estaba frente a él.

– ¿Estoy muerto y esto es el infierno? -preguntó.

– Ni una cosa ni la otra.

Al respirar profundamente sintió una punzada de dolor en las costillas, y recordó la agonía de notar sus pulmones llenos de agua.

– Si estoy a tu lado, esto puede ser sólo el Yahannam.

– Hieres mis sentimientos, faquih. Y ya te he dicho que no estás muerto.

Lisán miró a su alrededor y comprobó que se encontraba en el interior de la choza que Sac Nicte le había mostrado a su llegada a Uucil Abnal. Estaba tumbado sobre la litera, así que se incorporó y se enfrentó a Baba.

– Entonces tú eres un espectro.

El aspecto de Baba había cambiado. Ahora lucía una melena que le llegaba hasta los hombros y una barba tupida; y no llevaba otra cosa sobre el cuerpo que uno de aquellos taparrabos de algodón adornados con plumas.

– No, faquih, sobreviví al naufragio, igual que tú, junto a Piri, Dragut y Jabbar. Al parecer, nosotros cinco somos los únicos que quedamos de la desdichada tripulación de la Taqwa.

– Piri y… ¿también viven?

– Sí.

– ¿Dónde están?

– Oh -Baba agitó una mano, señalando hacia el exterior-, por ahí andan. Ya tendrás oportunidad de verlos.

– Pero ¿dónde habéis estado durante todo este tiempo? -preguntó Lisán-. ¿Cómo llegasteis hasta aquí?

– El Uija-tao mandó buscarnos, igual que hizo contigo. Pero tu rescate fue muy difícil, porque ya eras prisionero de los cocom, y hubo que esperar uno de sus años sagrados de doscientos sesenta días a que la disposición de los cielos fuera propicia para celebrar el sacrificio gladiatorio, la única forma en que podían sacarte de allí.

El recuerdo de sus compañeros asesinados hizo que Lisán se sintiera mareado de nuevo. Se inclinó a un lado como si fuera a vomitar, pero sólo eran arcadas. El esfuerzo hizo que el dolor de sus costillas se intensificara.

– Ahora debes descansar, faquih -dijo Baba mirándolo con expresión preocupada-, estuviste a punto de ahogarte…

– Lo recuerdo. -Lisán se pasó una mano por el rostro-. Y también recuerdo otras cosas… Me siento muy extraño, pero…

– Lo sé. Ya he pasado por eso.

– También viste…

– Sí. Y los turcos también. Pero creo que tu experiencia resultó más larga de lo normal.

– El fondo estaba lleno de cadáveres… -Lisán aún tenía en la mente esos últimos y agónicos instantes-. ¿Qué pretendían con todo eso?

– Creo que la idea al arrojar a alguien a un Cenote Sagrado, es que los dioses lo devuelvan con algún mensaje importante. Pero si éstos no están muy habladores, el sujeto se ahoga…

¡Habían intentado sacrificarlo! Como a sus compañeros, aunque por un sistema distinto. Pero lo importante era que aquella gente también había intentado acabar con su vida para satisfacer sus demenciales rituales de idólatras. Su situación no había mejorado, seguía prisionero de unos seres sanguinarios que acabarían con su vida tarde o temprano.

¿Jugáis el juego de los dioses?, le había preguntado la sacerdotisa. Y ahora esa pregunta parecía cargada de amenazas. El juego de los dioses…

– Dime -siguió diciendo Baba-, ¿llegaste a ver algo?

– No lo sé. Todo era muy confuso.

– Los efectos te van a durar unos días. Durante ese tiempo te va a resultar difícil concentrarte en las cosas y evitar que tu mente se disperse.

– ¿Es lo que vosotros sentisteis?

– Sí. En tu caso puede que sea incluso peor, pues estuviste más tiempo ahí abajo.

Lisán quiso ponerse en pie. Pero se sentía demasiado mareado y volvió a sentarse sobre la litera.

– Quizá sólo hemos tenido alucinaciones por culpa de ese maldito hongo. ¿Qué fue lo que visteis tú y los turcos?

– Vi animales fabulosos, gigantescos dragones y monstruos como murciélagos gigantes con una cabeza de lagarto… Y de repente, todo fue borrado por una ola de fuego y la oscuridad lo cubrió todo. Entonces aparecieron unos pequeños seres cubiertos de pelo que construyeron los templos y las pirámides, trabajando la piedra en la más completa oscuridad. Dragut y Piri vieron aproximadamente lo mismo. Por supuesto, Jabbar lo olvidó todo a la mañana siguiente. ¿Qué viste tú?

Lisán le habló del abismo de oscuridad donde flotaban los cometas como grandes montañas de hielo, y de las criaturas que surgieron de él.

– Allí estaban, en medio de la negrura del cielo -dijo-, pendientes de lo que sucede en este mundo. Y de repente acabó. El cometa se lanzó contra la Tierra y todo fue arrasado.

– La ola de fuego que vimos nosotros.

El faquih se presionó las sienes con los dedos. En aquel momento la cabeza empezó a dolerle. Había estado a punto de ahogarse y su vida seguía amenazada.

– ¿Cuándo se han visto cosas como ésas? Hombres que se transforman en bestias. Seres que habitan en montañas de hielo que flotan en los cielos… La Tierra tal y como la contemplaría Allah desde las alturas.

– Es un aviso, faquih. Como el que recibieron tantos profetas de la Antigüedad. El mundo está amenazado por los ÿinn.

– ¿Crees que lo que vimos tiene alguna relación con ellos?

– ¿Qué otra cosa pueden ser esas criaturas que viste aparecer sobre el hielo?

– No lo sé. La verdad es que no lo sé.

Lisán cerró los ojos y volvió a tumbarse sobre la litera. Su viejo deseo de despertar en su casa de al-Andalus y descubrir que todo había sido una pesadilla acudió de nuevo a su mente, como cada vez que la realidad se le hacía insoportable.

– Aún no me encuentro bien -dijo.

– Hablaremos más tarde -dijo Baba mientras se dirigía hacia la puerta-. Descansa ahora.

Le fue imposible conciliar el sueño.

El silencio de la noche acrecentaba los rumores de la jungla; el croar de una rana, el aullido lejano de un mono, o el roce contra la hierba de un jaguar. Sus oídos captaban estos y otros sonidos, por sutiles que fueran, y le venían a la mente imágenes como las que había contemplado en el fondo del cenote. Y todas estas sensaciones se le presentaban con una nitidez estremecedora que lo mantenía despierto y con el cuerpo cubierto de sudor.

Cuando ya no pudo aguantar más, abandonó su choza y se dirigió hacia la Gran Ceiba.

Al llegar al pie del Yaxcheelcab, vio que había una luz en la plataforma de piedra encaramada entre sus ramas. Trepó por la escalerilla de cuerda que colgaba a un lado.

A una altura de unos cincuenta codos se detuvo para recuperar el aliento. Desde allí contempló las interminables copas de los árboles iluminadas por la luna llena que cubrían como una manta de hierba los cuatro puntos cardinales, interrumpida sólo por las cúspides de blanco reluciente de las pirámides y templos tragados por la selva. Una línea perfectamente recta dividía el azul oscuro del cielo con el límite de la jungla. Bandadas de murciélagos revoloteaban alrededor de la Ceiba, manchando el cielo como sombras nerviosas que se rompieran y se rehicieran continuamente.

– Ni una montaña, ni una pequeña colina… -musitó.

Entonces vio algo. El viento agitaba las copas de los árboles y sus hojas temblaban formando hondas como la hierba en un prado… y de repente se formó una imagen. Eran grupos de hojas alineadas por el viento, que reflejaban con precisión la luz de la luna para dibujar varios círculos de gran tamaño. Éstos cubrían una gran extensión de selva, pegados unos a otros como las cuentas de un collar y con otros círculos menores intersecándolos. El dibujo sólo duró un instante y de inmediato se difuminó, para acabar de desaparecer completamente mientras el viento seguía agitando la selva. Todo fue tan breve que Lisán se quedó pensando si habría sido fruto de su imaginación. Porque él había reconocido esos dibujos; eran los mismos que decoraban el disco de oro que colgaba de su pecho.

Siguió subiendo y llegó a la amplia plataforma de piedra que se había elevado por el crecimiento del árbol. Un sacerdote estaba sentado al borde de ésta, con un pincel en una mano y una especie de libro forrado con piel de jaguar sobre sus rodillas. Ni siquiera lo miró. Sus ojos estaban fijos en la selva y Lisán logró distinguir el dibujo de círculos intersecados que había copiado cuidadosamente. No había sido una alucinación.

En el centro geométrico de la plataforma había una humilde choza de palos y techo de paja. Y, frente a ella, estaba el Uija-tao. Lisán caminó hacia él.

– Te esperaba -dijo el anciano.

Estaba tirado sobre el suelo de piedra, con las manos cruzadas contra el pecho y la cabeza girada hacia la selva. Miraba hacia lo lejos por encima de la manta de árboles. Respiraba lentamente, como si tragar cada bocanada de aire representara un gran esfuerzo.

– ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo? -le preguntó Lisán.

– Estoy llegando al final de este cuerpo, pero no te preocupes, mi alma permanecerá en el mundo y quizá volvamos a encontrarnos algún día.

– ¿Cómo puede ser eso?

El anciano suspiró y dijo:

– El chu'lel es nuestro origen y nuestro destino. De él derivan los hombres y las cosas, y todo retorna a él indefinidamente. Tras la muerte el alma regresa al chu'lel y pierde su identidad, como un cuenco de agua vertido en el mar… Pero algunos hemos aprendido a preservar nuestras almas íntegras. De ese modo podemos regresar una y otra vez a este mundo, siempre con los mismos recuerdos.

– ¿Tú recuerdas otras vidas?

– Sí. -El anciano sonrió con su boca rígida y desdentada-. Y tú también lo harás, si verdaderamente eres un Perceptor.

– ¿Tú crees que lo soy?

– Eso ya se verá.

– ¿Por qué siempre eludes darme respuestas claras?

– No aprenderás nada haciendo preguntas.

– ¿Cómo entonces?

– Debes experimentar el Verdadero Conocimiento, como hiciste en el fondo del cenote.

– ¿Debo morir? Porque eso fue lo que pretendías cuando me llevaste allí.

– Tu vida está en manos de los dioses, como la de todos nosotros en estos tiempos de transición, a medio camino entre la predestinación y el libre albedrío. Pero las visiones que obtuviste son de un gran valor y hubieran justificado tu sacrificio.

– ¿Acaso tú sabes qué fue lo que vi?

– Apenas has rozado la verdadera piel del Universo. Y el chu'lel te mostró algo… ¿No es así? ¿Qué crees que era eso que viste?

– El futuro. El Fin del Mundo.

El Uija-tao torció el gesto y se echó un poco hacia atrás. Se diría que Lisán le había dado una respuesta realmente estúpida y se sintiera decepcionado. Sin embargo, al hablar sus palabras fueron suaves:

Ma'. No es exacto. El futuro no está escrito y nadie puede verlo. Tan sólo es posible inferirlo. Y lo que viste fue el fin de uno de los cuatro mundos que existieron antes que el nuestro. El pasado, no el futuro. Esos acontecimientos sucedieron muy cerca de aquí. -El Uija-tao señaló hacia el horizonte plano-. Fíjate en que todo lo que nos rodea estuvo una vez bajo el mar y emergió cuando la roca caída de los cielos golpeó la piel de la Tierra, sacudiéndola como a una manta vieja. Fue una gran catástrofe, que acabó con casi toda la vida, con las enormes bestias que entonces habitaban aquí. Está escrito: «Como ya aconteció en el pasado remoto, los dioses lo destruirán todo y todo volverá a empezar en un nuevo mundo».

– ¿Por qué? -preguntó Lisán-. ¿Qué sentido tiene tanta muerte?

– Muerte y resurrección, ése es el principio básico del Universo. El mundo inanimado avanza irremediablemente hacia el caos. Ésta es una fuerza imparable que hace girar los engranajes del tiempo y que arrastra al Universo hacia su destrucción. Y sólo la vida es capaz de remontar esa catarata, de obligarla a fluir hacia arriba.

– ¿La vida?

Beey, dzul. La vida ha creado el Universo a su imagen y conveniencia, y lo mantiene… Es la fuerza más poderosa y la más compleja… -El Uija-tao arrancó un trocito de piedra de una de las losas del suelo y lo desmenuzó entre sus dedos-. Fíjate, dzul, la piedra se degrada y se convierte en polvo. Hasta el Sol se transformará algún día en cenizas, pero la vida permanecerá, como este árbol que ha crecido a través de las viejas piedras, creando orden a partir del caos. La fuente trascendente de la vida es la energía que proviene del Gran Todo.

– ¿Estás hablando de Allah?

– ¿Allah?

– Es el nombre que le damos a Dios en mi mundo.

El Uija-tao le dirigió una desdentada sonrisa de complicidad.

– No lo sé. Ni siquiera yo sé tanto. Pero Dios, o Allah, o Hunab Ku, son sólo palabras que inventamos los humanos para describir ese poder autotrascendente que obligó al Universo a conformarse de tal manera que permitiera la existencia de la vida.

– Vi el confín del cielo sin estrellas, donde la oscuridad es eterna… -dijo Lisán mientras cerraba con fuerza los ojos para volver a recrear aquella fantástica visión-. Allí flotaban miles y miles de montañas de hielo, ejecutando una extraña danza… Y cada una de estas islas estaba habitada por una criatura que no acierto a describir… Sus cuerpos…

– Sus cuerpos están formados por el chu'lel en estado puro.

– Pero… ¿qué es el chu'lel?

– Es, a la vez, la propia actividad de la vida y la consecuencia de ese poder autotrascendente que constantemente eleva a la vida más allá de sus límites. Toda la superficie de esos pequeños mundos helados está cubierta por los minúsculos granos vivientes del chu'lel, para así absorber cada partícula de calor del lejano Sol… En un tiempo, Nun-Yal-He habitó en uno de esos cometas y fue uno más de ellos, pero un día descubrió que en la Tierra hay luz y calor en abundancia y que la vida podría prosperar aquí a toda velocidad. Por eso él quiso venir. Sólo faltaba algo para que éste fuera un mundo perfecto: el agua. No había agua en la Tierra, pero él la trajo desde su confín helado. Y con ella inundó todos los mares…

– El Dios que Descendió.

Beey. Porque eso fue lo que hizo: descender. Pero al hacerlo despertó las envidias de sus hermanos y también su miedo.

– ¿Por qué?

– Se había vuelto demasiado poderoso. En el hielo la vida discurre con tranquilidad, las reacciones son torpes y los pensamientos se arrastran tan lentos como un liquen. Desde su punto de vista, Nun-Yal-He se había transformado en un monstruo capaz de desarrollar un poder inconcebible. Durante un tiempo fingieron seguir siendo sus aliados, pero ya esperaban el momento oportuno para atacar. Y así fue. Arrojaron una de sus islas heladas contra la Tierra y provocaron una catástrofe que a punto estuvo de acabar con toda la nueva vida que apenas estaba germinando. La mente de Nun-Yal-He fue destruida en ese Primer Mundo, pero de su cuerpo fragmentado, del chu'lel, volvió a surgir la vida.

– ¿Qué clase de vida?

– Los habitantes del Segundo Mundo. Fueron seres muy poderosos porque nacieron con parte de la memoria de Nun-Yal-He y eran capaces de hacer grandes prodigios. Los mexica los llaman teules, y muchos los toman por dioses, pues tal era su poder.

– Nosotros los llamamos «ÿinn». Dime, ¿qué pasó con ellos?

– Los seres del hielo destruyeron también su mundo. Pero unos pocos teules sobrevivieron y han permanecido ocultos hasta nuestros días. Hubo un Tercer Mundo, cubierto por bosques y en el que los hombres nacían de grandes vainas que colgaban de ellos. Y un Cuarto, habitado por lagartos gigantescos y por los enanos ajustadores. Ambos destruidos también.

– ¿Y todas las criaturas que han poblado cada uno de esos mundos han surgido del chu'lel?

– Todas. Y también nosotros, que vivimos en el Quinto Mundo. El chu'lel es casi indestructible. Vuelve a resurgir de las cenizas y ellos intentan arrasarlo todo de nuevo. Una y otra vez. El mundo es como un gran tablero de patolli y los dioses luchan a través de nosotros.

– ¿Y los nahual luchan a favor de los demonios del hielo?

El Uija-tao lo miró sorprendido y dijo:

– ¿Es que no has entendido nada de lo que te he dicho? No hay demonios. Quiero que metas esto en tu extraña cabeza: no hay demonios. Los nahual han abrazado la oscuridad, pero en la oscuridad también hay sabiduría. El bien y el mal son igualmente divinos. Los aliados del bien están en constante lucha con los aliados del mal, pero son tan inseparables unos de otros como el día y la noche.

Lisán meditó un momento y preguntó:

– ¿Y cuál es mi papel en todo esto? ¿Por qué consideraste que era importante rescatarme de los cocom?

– Tenochtitlán -dijo el adivino alzando las cejas.

– ¿Qué?

– Es la capital de los mexica, el lugar donde se manifiesta la confluencia de las dos energías opuestas; la energía axial del chu'lel y la energía oscura que mana desde las más profundas tinieblas. Tenochtitlán es un nudo entre ambas, allí donde el Mundo se salvará o se destruirá. Y tú decidirás en ese último enfrentamiento.

El andalusí contempló pensativo al Uija-tao y dijo:

– Yo no soy un guerrero.

El hombrecillo hizo sonar sus cascabeles antes de responder:

– La vida entera depende de que tomes conciencia de tu ser y de tu verdadera responsabilidad como intermediario entre el Inframundo y el Supramundo. Únicamente entonces, y bajo esa luz, tú mismo emularás las cualidades de los dioses.

13

Soñó que era un ser diminuto, un piojo sobre la piel cubierta de plumas de una serpiente gigantesca…

En una ocasión, un viajero le contó que los hombres de Catai consideraban que la propia Tierra era un ser vivo, y que sus venas cubrían toda la superficie terrestre. «Las Venas del Dragón», las llamaban, y dividían esos trazados de fuerza en dos clases, negativas y positivas, que eran representadas por un tigre blanco y un dragón azul… El jaguar y la serpiente emplumada en aquel Otro Mundo…

Entre el sueño y la vigilia, imaginó innumerables círculos concéntricos, extendiéndose hasta el infinito. Imaginó también numerosos radios de luz que, partiendo del centro, cortaban los círculos. El Gran Todo, el espíritu universal o intellectus primus, el al-'aql al-awwal, que iluminaba todos los grados de la existencia y se reflejaba en cada una de sus criaturas.

El espíritu que produce todo conocimiento, le decía su murshid, que ilumina toda conciencia y que se manifiesta en toda inteligencia, es esencialmente uno; múltiples y diferentes son las almas individuales, pero no el espíritu, por más que se refleje en cada una de ellas.

La puerta de la choza se abrió y apareció Sac Nicte. Lisán parpadeó; a través de los palos atados que formaban las paredes de la vivienda entraba una luz bastante intensa.

– Es muy tarde, ¿no? -dijo. Se sentía hambriento.

Ella llevaba un cuenco de barro envuelto en unos trapos de algodón, atole y tortillas recién hechas que se mantenían calientes en el interior de una calabaza.

– Has dormido dos días enteros -le explicó Sac Nicte, mientras descubría el cuenco que contenía habichuelas y carne.

– ¿Dos… días? -Le costaba creerlo.

– Es normal después de haber viajado con el kuuxum. Ahora debes alimentarte bien y recuperar tus fuerzas.

El estómago se le estremeció ante el delicioso olor de aquella comida. Sac Nicte rellenó una de las tortillas con el guiso y se la tendió a Lisán. Él dudó un momento y le preguntó:

– ¿Qué clase de carne es ésta?

Guajolote.

Era una de aquellas aves grandes y de aspecto un poco repulsivo que correteaban por todas partes. Lisán la probó y la encontró deliciosa, con un sabor que estaba entre el pollo y el faisán. De vez en cuando tomaba un sorbo de atole, una bebida que consistía en una especie de gachas claras de maíz.

– El Uija-tao me ha pedido que te acompañe al Templo de los Escribas. Quería avisarte para que estés preparado.

– ¿Qué asunto tengo yo allí?

– Él quiere que conozcas el Códice de la Vida. Quiere saber si te inspira alguna revelación.

– De acuerdo -dijo Lisán sin dejar de comer-. Iremos más tarde, ¿no?

Ella se levantó y se dirigió hacia la puerta de la choza. Pero antes de salir se detuvo y se volvió de nuevo hacia el andalusí.

– ¿Cómo te encuentras, Lisán al-Aysar?

– Bien. Creo que debo agradecerte eso. Me salvaste la vida.

– Sin embargo, noto que tu actitud hacia mí ha cambiado. ¿Por qué?

Lisán alzó la vista hacia ella.

– Tú me llevaste hasta allí… Vi todos esos cadáveres en el fondo del cenote… Todas esas vidas destruidas inútilmente…

Ma'. No inútilmente.

– ¿Cómo podéis hacer algo así? -le preguntó él.

– Atravesamos la tierra con nuestros palos y ella nos entrega el maíz. El sacrificio es necesario para que la tierra nos siga concediendo su alimento. Es necesario para devolverle una parte de lo que ella nos da.

– Lo siento -dijo Lisán, bajando la vista para que ella no pudiera ver el odio en su mirada-. Es sólo que pensé que erais diferentes de los cocom.

– No somos diferentes de los cocom, ni de los mexica, ni siquiera de vosotros los dzul, porque todos somos parte del chu'lel.

El andalusí sacudió la cabeza y apartó el cuenco vacío.

– Nada justifica el sacrificio humano.

Ella se sentó frente a él y buscó que sus miradas se encontraran.

– Dijiste que me recordabas… -musitó.

Lisán alzó el rostro y contempló a la mujer.

– Eso es lo que creí. Pero es evidente que mis sentidos me engañaron. A veces, cuando deseas algo con mucha fuerza tus ojos te muestran lo que querías ver. Yo estaba aterrorizado y necesitaba estar frente a un rostro amigo. Y eso fue lo que vi, pero no era real.

Ella colocó su mano sobre los labios del andalusí y cerró los ojos.

– Un rostro amigo. Escúchame. Yo también te recuerdo… girando alrededor de un santuario, un templo de forma cúbica, cubierto por una tela negra… En una de sus esquinas hay un trozo de roca caída de los cielos…

Lisán se apartó un poco, hasta que su espalda chocó con la pared de la choza. Sac Nicte estaba frente a él, la luz que penetraba entre los palos dibujaba líneas brillantes sobre su rostro. Sus ojos estaban totalmente iluminados.

– Tú…

– Dijiste: «Aun perdiendo la vida, mi amor permanecería…». ¿No fue eso lo que dijiste entonces?

– ¿Cómo es posible?

Sus ojos… Ahora volvía a estar todo tan claro… Ella siguió hablando:

– Y también dijiste: «Mi corazón quedó atado a la madeja de tu cabello desde antes de la Eternidad. Nunca se rebelará, ni aun después de la Eternidad; nunca romperá su pacto…».

– Tú estabas allí, en el otro lado del mundo… No es posible…

Ma', nunca estuve en tu tierra, y esa visión fue siempre un enigma para mí. ¿Qué era ese edificio cuadrado? ¿Por qué tantos hombres caminaban a su alrededor? Todo era extraño y seguramente lo hubiera desechado como un sueño absurdo si no hubiera descubierto tu rostro entre toda esa gente.

– ¿Lo soñaste?

Beey. Todo era inconcebible, pero tan real… Me costaba seguirte entre aquella muchedumbre, hasta que tú te apartaste de ellos y tomaste un sendero más tranquilo. Entonces te vi con toda claridad, en mi sueño, y escuché tus palabras: «Aun perdiendo la vida, mi amor permanecería…».

Lisán intentó recordar. ¿Él también lo había soñado? ¿Había hablado realmente con la mujer? Recordaba haberse encontrado con ella en aquel callejón, mientras paseaba ensimismado con la casida. ¿De verdad recitaba en voz alta? ¿Ella le había respondido?

Entonces supo cómo había sucedido todo. En su memoria alzó los ojos y éstos se encontraron con los de una mujer cubierta con el velo. No eran los ojos de Sac Nicte y apenas se desviaron hacia él. La mujer siguió apresuradamente su camino, quizás asustada por aquel loco que hablaba solo. Luego sus sueños habían embellecido el recuerdo y habían colocado a Sac Nicte en él. A la mujer a la que no conocería hasta muchos años después, en el otro lado del mundo, en una tierra desconocida.

– No puede ser -musitó-. No puede ser.

– El Mundo es el cuerpo de Nun-Yal-He -dijo ella-. Los dos somos parte de él, y los dos estábamos unidos desde el mismo día de nuestro nacimiento… Desde antes incluso, como Hunahpu y Xbalanque, los Gemelos Héroes, que se enfrentaron a los Señores de la Muerte y fueron cortados en mil pedazos para luego ser restaurados a la vida… ¿Acaso no lo sientes así?

Lo sentía exactamente así. Lo había vivido en el interior del cenote y ahora tenía la prueba. Era imposible que alguien conociera su sueño más querido y oculto… A no ser… Había dormido durante dos días enteros como consecuencia de aquel hongo que había comido… ¿Es posible que hubiera hablado en sueños revelando así todos sus secretos? Se decía que el hachís, utilizado de una forma determinada, podía convertir a los hombres en esclavos. ¿Cuáles serían los poderes de aquella sustancia que había ingerido?

Pero no. No era posible. La mujer que tenía ante él era la mujer soñada. Estaba seguro de esto, tanto como de que se conocían desde siempre. Era difícil de explicar, pero cada partícula de su cuerpo experimentaba una intensa sensación de reconocimiento.

Beey -dijo emocionado.

Ella introdujo los cinco dedos de su mano derecha en el cuenco de atole. Cuando retiró un poco la mano, aquellas gachas siguieron pegadas a sus dedos y se formaron cinco protuberancias en la superficie blanca del atole.

– Fíjate, así somos todos los humanos. Formamos parte de una misma sustancia, el chu'lel, de la que nacen nuestras almas individuales. Por eso tú y yo podemos compartir nuestros sueños, a pesar de la distancia en el mundo real.

En árabe, el «alma individual» se denomina nafs. Pero Lisán comprendió que el término ruh se ajustaba más a lo que la sacerdotisa estaba tratando de explicarle. El ruh era el principio vital en general, mientras que el nafs era principio vital ya individualizado.

El ruh fecunda el cuerpo, y cada cuerpo genera su nafs.

Es el soplo de vida en el hombre, solía decir su murshid, pertenece a Allah pero vivifica al hombre mientras dura su estancia temporal en el mundo. Pero nunca pasa a ser parte del hombre. Es como la lluvia que cae del cielo y fecunda la tierra a su paso, pero que a su tiempo se evapora de nuevo sin llevarse nada de la tierra que irrigó.

¿Es posible que el chu'lel sea lo que nosotros conocemos como ruh?, se preguntó el andalusí.

– Pero si eso es algo común para todos los humanos, como dices, ¿por qué ese recuerdo está sólo en nosotros dos?

– No sólo en nosotros, Lisán al-Aysar. Hombres, animales y árboles, todo crece a partir del chu'lel hasta formar una gran pirámide. En su base se encuentran muchas almas con pequeños deseos terrenales: una vida confortable, comida, sueño, sexo. El nivel siguiente contiene las almas de aquellos que dedican la vida a enriquecerse y el siguiente el de los que harían cualquier cosa para alcanzar posiciones de poder… En el vértice de la pirámide hay un pequeño número de almas poseídas por el deseo de aprender y de alcanzar el mundo espiritual. Todos los seres de este mundo están incluidos en la pirámide, pero tan sólo estos últimos son capaces de perdurar y reconocerse a través del espacio y del tiempo. Tú y yo, Lisán al-Aysar, hemos estado juntos en el pasado y lo volveremos a estar más allá de la muerte.

– Los hombres no regresan una y otra vez al mundo para repetir los mismos errores -replicó él-. No puedo creer en algo así. Con la muerte, la ilusión de la vida se diluye en la nada y el arrogante es vencido por la realidad de Allah.

– ¿Estás seguro? Mírame y dime si estás seguro de eso.

No. Ya no lo estaba en absoluto. Desafiando el espacio y el tiempo, incluso la lógica, estaban juntos. Porque era «ella»; ya no albergaba ninguna duda al respecto. Toda su vida había sido una constante búsqueda; del Conocimiento, del Amor, de la Verdad… Y su búsqueda había terminado en aquel Otro Mundo. Su vida entera, cada decisión que había tomado, lo había conducido hasta aquel lugar remoto para encontrarse con aquella mujer. Y todo eso debía de tener un sentido. Sintió un fuerte deseo de abrazarla, de cobijarla entre sus brazos, pero no lo hizo, al recordar cómo ella lo había rechazado aquella noche en la selva.

– Eres la mujer de Koos Ich -comprendió.

Sac Nicte lo miró fijamente.

Beey -asintió.

– ¿Qué sientes por él?

– Cualquier mujer sería dichosa de tener a un hombre como él. Noté muchas miradas de envidia cuando Na Xtol me tomó como esposa. Yo era muy joven, tenía doce años y hasta unos días antes había llevado la concha atada bajo la cintura…

En Amanecer, Lisán había visto a las niñas con ese adorno. Eran las dos valvas de un molusco, atadas con un cordón rojo que hacía las veces de cinturón. Representaba la virginidad, y lo correcto era llevarla hasta que los padres empezaran a negociar la boda.

– ¿Lo amabas?

– Eso importaba poco, porque entre familias como las nuestras el matrimonio es algo decidido por los sacerdotes casamenteros.

– ¿Los sacerdotes?

– Así es, Lisán al-Aysar. Ellos examinaron nuestros calendarios y los astros del cielo, para verificar que la unión era adecuada y que no había problemas para la procreación de nuestro clan.

– Pero vosotros no habéis tenido hijos.

Ma'. Como ves, ellos tampoco son infalibles. -Sonrió muy brevemente-. Pero ésa no es la cuestión, porque sé que Koos Ich influyó en los sacerdotes. Gracias a su poder, y a la intervención del propio Uija-tao, se decidió que nuestro destino era contraer matrimonio.

– ¿Por qué?

– Ésa fue su voluntad y así lo hizo.

– ¿Y tú? ¿Qué piensas hacer ahora?

– Es difícil. En circunstancias normales le pediría que dejáramos de estar casados, y él tendría que aceptar esta situación. Pero en estos momentos es un hombre sagrado, un nacom, y la guerra está cerca. No puedo hacer nada hasta que pasen los tres años y vuelva a ser mi esposo. Si lo abandono ahora, perderá su dignidad. ¿Lo entiendes?

Beey -asintió cansado-. Eso es algo que entiendo perfectamente.

En ese momento sentía su mente vacía, como un odre que perdiera vino.

– Vamos -suspiró Sac Nicte-, te acompañaré hasta el Templo de los Escribas.

Koos Ich y Na Itzá estaban sentados juntos, compartiendo unos tazones de pulque caliente, a la luz de la llama de un brasero, como dos viejos amigos, aunque ni en sus palabras ni en sus expresiones había amistad alguna.

– Siempre te has inmiscuido en mis planes -decía el Ahau Canek-, sin otro derecho que esos sueños que sólo tú y el Uija-tao conocéis. Tomaste a mi hija por esposa sólo para impedir que la alianza con los mexica se cerrara. Siempre has hecho tu voluntad sin importarte el bien de tu pueblo… de mi pueblo, pues soy el único que legítimamente puede conducir a los itzá por el camino de la paz. Tú no conoces otro camino que el de la guerra y nos arrastras ciegamente hacia la destrucción. Tú y ese viejo loco que te protege desde lo alto de su árbol sagrado.

– No lo entiendes, porque no estuviste allí, en Chichén Itzá, el día en que la ciudad cayó.

– Tú tampoco. Esas cosas sucedieron hace incontables katunes [26] Ningún hombre que viviera entonces puede seguir hoy con vida. Es imposible.

Hacía mucho que Na Itzá había dejado de creer en los dioses y en las profecías. En un buen gobierno, en unas lluvias oportunas y una cosecha abundante… en esas cosas creía. Sin embargo, consideraba que la fe en los dioses era útil para su pueblo y jamás había hecho nada para oponerse a ella. Pero ahora esas mismas creencias los arrastraban a todos al desastre si los obligaba a enfrentarse a los mexica. Na Itzá pensaba que la paz era posible entre sus naciones, pues los mexica eran los lejanos hermanos de raza de los itzá. Un día ellos también llegaron del Norte, de la ciudad que ahora los mexica conocían como Teotihuacan.

– Llevas el título de Ahau Canek -le estaba diciendo Koos Ich-, pero yo habitaba el cuerpo del auténtico Canek y lideraba la defensa de Chichén Itzá. Recuerdo con claridad el rostro empapado de lágrimas de los niños, pues no había nadie que pudiera consolar su miedo. A las mujeres que besaban a sus esposos con los labios amoratados de terror, mientras éstos se dirigían hacia el campo de batalla. Todos presentíamos que una amenaza imparable se iba aproximando a nuestra hermosa ciudad. También los hombres que formaban junto a mí en orden de batalla; no eran grandes guerreros, pero estaban dispuestos a morir para defender a su pueblo, a sus hijos y a sus mujeres. Al caer la noche el aire se llenó de gritos cuando los nahual aparecieron frente a nosotros con las fauces ensangrentadas, las pieles moteadas y las manos terminadas en garras. Frente a ellos caminaba un ser poderoso, extraño, que vestía una túnica de piel humana. Era muy alto, de miembros largos y fuertes; su rostro relucía en la noche con una asombrosa blancura, como tallado en hielo, y estaba orlado por una barba negra que el viento agitaba. Los propios nahual, a pesar de su ferocidad, lo obedecían con temor, pues aquel ser era Tezcatlipoca, Espejo Humeante. Entonces las estrellas fueron eclipsadas por una nube de fuego. Flechas incendiarias, lanzadas por los arqueros toltecas que habían quedado en la retaguardia, se clavaron en el pecho de mis hombres y alcanzaron los tejados de nuestras chozas. Fuimos encerrados en un gran anillo de llamas que se elevaron hacia el cielo. Bajo su aterradora luz los nahual cargaron contra nosotros profiriendo salvajes aullidos de jaguar que se confundieron con los lamentos humanos hasta formar un estruendo enloquecedor. En su sangriento delirio esas bestias no respetaron ni el coraje de mis hombres, ni la dignidad de las mujeres, ni las lágrimas de nuestros hijos. Ése fue el terrible desenlace de la batalla, el fin de nuestra ciudad y el inicio de nuestro exilio… Hasta ahora, cuando un nuevo enfrentamiento se avecina. Y esta vez será nuestro final o el de Tezcatlipoca.

– No tiene por qué suceder algo así. Los mexica son poderosos, pero su ciudad está muy lejos. Necesitan aliados en esta costa, no enemigos.

– Y los tienen, como ya te he dicho. En Amanecer vi a los nahual y a varios sacerdotes mexica. Pero tampoco habrá esperanza para los cocom. Cuando acaben con nosotros los obligarán a pelear es sus guerras floridas, hasta que agoten la última gota de su sangre.

– Tú sólo deseas la gloria de la guerra.

– Te equivocas -dijo el nacom con amargura-. Pero ojalá fuera yo el equivocado.

Koos Ich dejó su cuenco, vacío ya de pulque. Se puso en pie y, sin añadir nada más, se alejó en dirección al Templo de las Águilas.

Na Itzá siguió bebiendo en silencio, con su mente confusa por el miedo y el alcohol.

Lisán y Sac Nicte salieron juntos de la choza. Caminaron entre los árboles hasta uno de los edificios de piedra y sombras que formaba parte del complejo del Templo. Era una torre rematada por una cúpula semiesférica. Sus cuatro puertas, le explicó Sac Nicte, señalaban los cuatro ángulos del Mundo. Atravesaron la entrada que se encaraba al mediodía y accedieron a un corredor circular, donde otras cuatro puertas alineadas con los puntos cardinales conducían al núcleo interno. Éste había sido construido con ladrillo rojo, y por su interior se entrelazaban, una alrededor de la otra, dos escaleras de caracol que desembocaban en la parte superior del edificio. Tomaron una de ellas y Lisán caminó en silencio detrás de la sacerdotisa. La sensación de ahogo que le causó la estrechez de las paredes se vio aumentada por la oscuridad y el halo de misterio que envolvía el lugar.

Llegaron a una amplia sala circular. Los códices de papel plegado se amontonaban en apretadas pilas junto a las paredes. Un sacerdote solitario estaba sentado en el suelo, con las piernas dobladas frente a un códice en blanco que iba desplegando lentamente como un biombo. Tenía otro al lado, también abierto, con las tapas de piel de jaguar; sus hojas estaban cubiertas de diminutos caracteres que iba copiando en el códice en blanco.

Lisán se acercó a él y observó su trabajo. Su maestría era asombrosa. Manejaba un pincel bastante grueso, pero era capaz de trazar con él caracteres diminutos con los que llenaba una página tras otra a gran velocidad. De repente, se dio cuenta de algo: siempre dibujaba los mismos cuatro símbolos. Sólo cuatro círculos intersecados en diferentes ángulos por otros tantos círculos menores, repetidos una y otra vez a lo largo de las páginas, en diferente orden. No eran exactamente iguales, pero sí muy parecidos a los cuatro que estaban grabados en una de las caras del medallón de oro que le había entregado Baba.

– ¿Qué es esto? -preguntó.

– Es el Códice de la Vida. Un fragmento de él, pues está formado por muchos ejemplares, guardados en archivos situados bajo tierra. También he observado la semejanza entre los caracteres del Códice y los de tu amuleto de oro. Quizás eso explique por qué los cocom te dejaron vivir.

El andalusí tomó el recipiente de jade que contenía la tinta con la que el sacerdote iba dibujando esos símbolos. Lo acercó a su nariz y olió.

– ¿Podéis decirme la composición de esta tinta?

El sacerdote interrumpió su trabajo y dijo:

– Está hecha con pelo de venado calcinado y…

– Rocío recogido al amanecer -concluyó Lisán.

Beey. Conocéis el procedimiento…

Sac Nicte también lo miró asombrada.

– En mi mundo la hacemos con lana de cordero previamente impregnada de rocío. Y llamamos a esta tinta «almásiga». Según la tradición sufí, es la única adecuada para escribir versículos de nuestro Libro Sagrado.

– Tú eras un sufí, ¿no es así? -le preguntó Sac Nicte-. ¿Qué significa esa palabra?

– Significa «lana». Porque el pelo de los animales es un imán que puede atraer la virtud del cielo.

– ¿Vuestro libro también fue dictado por Dios?

Beey. A través de uno de sus arcángeles.

Lisán se inclinó sobre el códice y lo observó nuevamente, con una actitud que ahora era más respetuosa. Le preguntó al sacerdote si podía tocarlo y éste le hizo un gesto invitándolo a hacerlo. El andalusí estudió las páginas, una tras otra: los mismos cuatro símbolos repetidos de forma interminable a lo largo del papel. ¿Era posible una escritura basada en un alfabeto de cuatro letras?

– ¿Podéis leerlo? -preguntó.

– Aún no. Cada generación de Uija-taos ha transcrito, a lo largo de su vida, un fragmento del Libro. Pensamos que cuando esté terminado, dentro de muchas generaciones, recibiremos las claves para descifrarlo.

– Pero… ¿tenéis alguna idea de lo que significa?

– Es la escritura de los dioses -dijo ella-. El poder para crear vida, tal y como Nun-Yal-He hace.

Fueron interrumpidos por la llegada de varios sacerdotes que saludaron con respeto al andalusí.

– El Uija-tao nos ha enviado para que te enseñemos la cuenta de los años, meses y días, las fiestas y ceremonias, las fechas fatales, y el remedio para los males -dijo uno de ellos, inclinándose ceremoniosamente.

14

Las palmadas casi continuas con que las mujeres amasaban las tortillas de maíz eran el habitual sonido de fondo de Uucil Abnal al amanecer.

Y, como cada día, Lisán se encontró con Piri Muhyi en el Templo de los Escribas.

Durante los últimos meses, el aprendizaje había marcado sus jornadas, con tanta exactitud como el sonido de las palmadas o las fases de la luna, estableciendo el paso de un estado de conocimiento a otro, de una forma de ver el mundo a otra de entenderlo. Pero si Lisán había llegado a pensar que el Uija-tao lo había considerado especial, pronto comprendió su error. Los cinco náufragos habían recibido un trato semejante y a todos se les había ofrecido la oportunidad de aprender de los sacerdotes. Pero únicamente él y Piri acudían diariamente al Templo, pues el joven turco estaba fascinado con los mapas y las cartas que había encontrado en sus anaqueles.

– No entiendo el significado de gran parte de esto -le confesó a Lisán, mientras los sacerdotes continuaban con su trabajo sin prestar atención al recién llegado-. Los conocimientos que posee esta gente sobre las cosas del cielo y de los astros van mucho más allá de lo que nuestros filósofos hayan podido soñar jamás. Fíjate en esos ventanucos, por ejemplo. Se asoman directamente al mediodía y al poniente, y la visual de las diagonales que van de una ventana a otra, marcan con precisión la posición de un suceso astronómico en el horizonte… ¡Todo el edificio es una máquina para observar los cielos! ¿No te parece asombroso?

Lisán sonrió ante el entusiasmo de su joven amigo. Para él, el conocimiento de las cosas era siempre una experiencia emocionante, y demasiadas veces despreciaba su posible sentido práctico. Pero no era el caso de Piri. El turco se acercó a uno de los silenciosos sacerdotes y le pidió el códice en el que éste trabajaba. Con cuidado, lo desplegó ante Lisán, quien observó los símbolos y anotaciones que llenaban la larga tira de papel.

– Fíjate, aquí está todo -dijo Piri-. Cientos de años de observaciones celestes minuciosamente anotadas y registradas. Una carta de navegación de los itzá. Observa qué cosa tan maravillosa; aquí están señaladas las poblaciones de la costa, y aquí los pasos en la barrera de arrecife. Nosotros estamos aquí, este punto es Uucil Abnal.

Asombrado por la perfección de aquel mapa, Lisán siguió el trazado de la costa con su dedo.

– Pero…

– Efectivamente, amigo mío -rió Piri-. No estamos en una isla, sino en un continente inmenso. Y mira esto… al otro lado del océano están nuestras tierras, nuestro mar y nuestras costas… ¿Las reconoces?

– Sí. Aunque nunca había visto un mapa tan detallado.

– Observa esta otra tierra ignota… -Piri pasó las páginas plegadas como un biombo del códice-. Un inmenso continente al sur, cubierto por completo de hielo.

– Es asombroso.

– ¿Puedes imaginar el valor de estas cartas para un navegante? En la práctica, esto representa tener el mundo en tus manos. No hay nada que no pudiera hacer un buen piloto con mapas como éstos, ni lugares que no pudiera alcanzar.

– Estás muy emocionado, amigo mío -dijo Lisán-, pero debo recordarte que somos prisioneros de estas tierras y que sin una nave adecuada de nada nos valen todas esas cartas.

Piri lo miró fijamente y dijo:

– No tengo intención de quedarme aquí para siempre. Estos hombres son expertos navegantes, conocen esta costa como la palma de su mano…

– ¿No pretenderás que crucemos el mar Océano a bordo de uno de esos troncos ahuecados?

– Escucha, esto es más importante que tu vida o que la mía. ¿Es que no lo ves?

– No entiendo a qué te refieres.

Piri golpeó el primer códice con el dorso de la mano.

– Esto, faquih. debes comprenderlo mejor que nadie. Esto va a cambiar las artes de navegar. Nuestras naves recorrerán el mundo entero, conquistándolo e incorporando tierras sin fin a la Verdadera Fe. Ninguna nación de infieles podrá oponérsenos. El dominio del mar será nuestro para siempre…

– Pero… ¿cómo esperas regresar a nuestro mundo? ¿Has pensado en eso?

– Construiremos un barco. Un barco de verdad. Estas gentes saben trabajar la madera, hagamos que ensamblen una nave de tablas, algo menor que un jabeque si quieres, pero lo bastante grande para que nos transporte con seguridad a través del mar.

– ¿Tú conoces los procedimientos? Yo no. No sabría por dónde empezar. No soy carpintero y necesitaríamos uno bastante bueno, con el gálibo necesario para construir un batel o una chalupa.

Piri miró con asombro al andalusí. Se había acostumbrado a consultarle cada vez que se tropezaba con algo que no comprendía, y había llegado a creer que no existían límites para su ciencia. Pero, en aquel momento, Lisán advirtió la decepción en el rostro del turco y recordó el día que se habían reencontrado, poco después de su experiencia en el cenote. Dragut y Piri le pidieron que les contara cómo habían muerto el resto de los náufragos de la Taqwa. Pero, mientras les relataba el sacrificio, Lisán se sintió sobrecogido por aquel terrorífico recuerdo, se derrumbó y empezó a llorar ante los dos asombrados turcos, que no supieron cómo reaccionar. Desde su punto de vista, el hecho de que un hombre hiciera semejante demostración era incomprensible y les resultaba turbador. Pero los andalusíes no parecían sentir ningún pudor en mostrar sus sentimientos.

Los turcos habían aceptado el naufragio, y su experiencia en el cenote, como un descenso al infierno del que habían conseguido salir milagrosamente con vida. El mundo era diferente de lo que siempre habían supuesto y ellos no tenían palabras para definir lo que habían visto, ni emociones para sentir aquel abismo que se había abierto con su pasado. Eran conscientes de que, para la tierra de la que procedían, cuantos habían tenido la desdicha de viajar a bordo de la Taqwa estaban muertos y olvidados.

A Lisán le hubiera gustado saber lo que opinaba Baba de todo esto, pero él era cada día más difícil de ver. Solía permanecer encerrado en su choza durante semanas, visitado sólo por las mujeres que le llevaban la comida. Seguramente era mejor así, pues los turcos siempre parecían nerviosos en su presencia. Era evidente que ahora lo odiaban y que sólo su condición de huéspedes de los itzá había impedido que la venganza se consumara.

– Él no es mejor que los que asesinaron y devoraron a nuestros hermanos -le dijo Piri al andalusí en una ocasión.

Lisán no había oído hablar nunca del voivoda Kazikli y de sus innumerables crímenes, pero el joven corsario se ocupó de explicárselos minuciosamente.

– ¿De verdad que deseas regresar? -preguntó Lisán sin apartar su vista de aquellos asombrosos mapas-. En ocasiones, cuando recuerdo nuestro mundo me parece aún más extraño que todo lo que nos rodea ahora.

Aquel Otro Mundo los estaba transformando poco a poco. A todos menos a Jabbar, que seguía viviendo en ese mismo día de la batalla de Negroponto.

– Es posible -admitió Piri-, pero sigue siendo nuestro mundo.

– ¿Crees que también lo sigue siendo de Dragut?

Piri no respondió. Todos estaban cambiando, pero la transformación más inesperada se estaba produciendo en Dragut. A diferencia del resto de los náufragos, que habían escogido las ropas nativas que más se asemejaban a aquellas a las que estaban acostumbrados, Dragut llevaba el taparrabos al que los itzá llamaban ex, perfectamente anudado a la cintura. Se adornaba con plumas y brazaletes de cuero, y había cubierto su piel con aquellas cicatrices coloreadas con las que los guerreros-águila decoraban sus cuerpos.

Cuando Lisán le preguntó por qué hacía todo eso, él respondió simplemente:

– Aquí no hay nada escrito sobre nosotros. Nada.

En ocasiones, Lisán lo envidiaba. El destino les había venido de cara, pero él parecía haberse adaptado perfectamente bien a los cambios. Sin duda, Dragut era un superviviente.

Se apartó de Piri y de los mapas, y se sentó en el suelo, frente a uno de aquellos códices. Estaba decidido a concentrarse en sus propios estudios, pero no podía dejar de pensar en Sac Nicte. Si el proyecto de Piri salía adelante y lograba construir ese improbable navío con que regresar a su mundo… ¿lo seguiría? Le pareció asombroso que se le planteara una duda como ésa, cuando estaba tan cerca el momento en que había deseado despertar en su casa de Granada y que todo aquel viaje hubiera sido una horrible pesadilla. Pero ahora Sac Nicte había aparecido en ese sueño y lo había transformado en algo muy distinto. Aunque no sabía exactamente en qué.

Pero había algo más, ¿no es cierto? Algo que tenía que ver con su descenso al interior del cenote, y con las imágenes que había visto allí. Y con los códices y la sabiduría que se guardaba en ellos. Tenía la sensación de que allí estaba en contacto con el Verdadero Conocimiento, algo que en su mundo apenas era un recuerdo enturbiado y que allí brillaba con una desconcertante pureza.

Consideró que, quizá, Dragut no había sido el único de ellos con capacidad para adaptarse a aquel Otro Mundo.

Esa misma tarde, Lisán se dirigió al templo de los guerreros-águila, adonde Dragut solía acudir de vez en cuando para contemplar sus entrenamientos.

Era un edificio de piedra, profusamente labrada con estrafalarias decoraciones. Con muchas salas y aposentos, donde se recogían y ofrendaban los sahumerios a los dioses. Todos los guerreros-águila estaban casados, tenían sus viviendas y haciendas particulares en Uucil Abnal, pero el templo era como una casa comunal, donde también disponían de aposentos privados y donde eran servidos por un gran número de mancebos que profesaban la vocación de tomar los votos en aquella extraña orden de caballeros.

Mientras durase su período como nacom, sería también la vivienda habitual de Koos Ich. Lisán lo vio al fondo de la sala de entrenamiento, cubierto sólo por un ex y con los músculos brillantes de sudor, mientras se ejercitaba con una pesada macana.

En la cocina, dos de los sacerdotes que servían en el Templo de las Águilas terminaban de preparar un curioso mejunje. A Lisán le llamó la atención de inmediato y les preguntó sobre su elaboración. Los sacerdotes le explicaron que extraían las raíces de una planta, a la que llamaban «yerba xulub», y la colocaban sobre una gran piedra ahuecada, donde la golpeaban con palos durante horas. Lavaban la piedra constantemente y recogían el agua en un caldero de barro que ponían al fuego. Dejaban que hirviera hasta evaporarse y, en el fondo, siempre quedaba una capa muy fina de una grasa amarillento-verdosa. Su olor y textura le recordaron a Lisán la pócima que le habían aplicado en Amanecer en las ingles y los sobacos.

Los sacerdotes salieron de la cocina con un cuenco repleto de aquella grasa y se dirigieron a la sala común. Los guerreros-águila se practicaron pequeños cortes por todo el cuerpo, luego tomaron aquella sustancia con las manos y se la frotaron sobre sus heridas sangrantes. Cuando Lisán preguntó por qué hacían esto, uno de los sacerdotes le explicó que la yerba xulub les daba grandes poderes, los volvía más fuertes y les permitía desplegar sus alas y elevarse hacia los cielos como un águila.

Pero el andalusí no pudo ver que sucediera nada semejante. Después de embadurnarse con aquella grasa, simplemente empezaron a entrenarse en el patio central del templo. Todos formaban un círculo alrededor de dos de ellos que se enfrentaban con sus armas de madera y sílex. Pero sus movimientos no parecían más vigorosos ni les crecían alas en la espalda.

Lisán intentó pasar lo más inadvertido posible y se sentó en una esquina del patio para observar los combates. Koos Ich luchaba contra otro guerrero águila en el centro del círculo. Los dos vestían únicamente el taparrabos ritual y sus cuerpos estaban engrasados por la sustancia mágica. Se lanzaban golpes y fintaban con maestría.

Acosado por Koos Ich, el otro guerrero retrocedió jadeante hasta el límite del círculo. Allí intentó contraatacar, pero el nacom lo desarmó con un seco cintarazo. Entonces, respirando pesadamente por el esfuerzo del combate, Koos Ich se volvió para mirar a Lisán. Sus ojos parecían enturbiados, como los de un hombre que hubiera tomado demasiado hachís. Le sonrió y, con el pie, empujó hacia él la macana rendida de su contrincante. Lisán miró el arma, pero no hizo el menor movimiento para recogerla. Apartó la vista y se volvió hacia los guerreros allí reunidos.

– Si he interrumpido vuestro entrenamiento… -se disculpó-, lo siento.

El andalusí se dirigió hacia la salida del templo, mientras los guerreros-águila reían a su espalda. Koos Ich alzó una mano pidiéndoles silencio.

– Dime, hombre de madera -dijo-. ¿Eras un guerrero en tu mundo?

Lisán se detuvo y se volvió para mirar a los ojos del impresionante nativo.

Ma' -dijo-. No soy un guerrero.

– ¿Pertenecías a una familia noble?

Beey.

– En ese caso… ¿Cómo es que no escogiste el arte de las armas? ¿Tan distinto es tu mundo del nuestro? ¿O eres tú quien es diferente?

– Yo escogí el arte de la ciencia y la búsqueda del conocimiento.

– Pero tampoco eras un sacerdote…

Ma'. Era un faquih, un erudito, y mi único interés era aprender.

– Entonces deberías aprender a luchar. Para defenderte y defender a los que amas.

– Ya sé lo suficiente sobre eso.

– Quizá con las armas de tu mundo, pero no con las nuestras. Recoge la macana, hombre de madera.

A regañadientes, Lisán obedeció la orden del guerrero. Se agachó y la aferró en su mano. Apretó la empuñadura hasta que los nudillos se le pusieron blancos y estudió su extraño aspecto, sin saber qué haría con ella. Era extraordinariamente pesada e incómoda. Se consideraba muy bueno con el alfanje, incluso, durante el viaje, había experimentado un poco con las cimitarras de abordaje, pero comprendió que nada de lo que sabía le serviría para manejar aquel pesado trozo de madera con piedras incrustadas.

Sin embargo, alzó su arma e hizo un gesto desafiante hacia Koos Ich, que sonrió ante el ingenuo descaro del extranjero. Agitó su macana frente a él, mientras decía:

– Todos nosotros hemos jurado morir en defensa de nuestra tierra. Y hemos hecho voto de no huir jamás, aunque estemos desarmados y nos acometan diez o doce enemigos a la vez. El Sol es nuestro dios, nuestro caudillo y nuestro patrón. He visto cómo le rezas, hombre de madera, pero nosotros somos los guerreros-águila, los fieles Señores del Sol. Cuando partamos hacia la guerra te será fácil reconocernos, porque siempre verás nuestra divisa alada avanzar al frente de todas las demás.

– Si conocieras mis pensamientos -dijo Lisán-, sabrías que no le temo a la muerte, pues yo también tengo un Dios, y a Él es a quien rezo cada día.

El guerrero itzá se puso en guardia y gritó:

– ¡En ese caso, atácame ahora, hombre de madera! ¡Venga, atácame!

Lisán miró a su alrededor y únicamente encontró miradas hoscas por parte de los nativos que lo rodeaban. Comprendió que no le quedaba más remedio que seguir su juego, fuera éste el que fuera.

– De acuerdo -dijo-, si con eso me gano el privilegio de que dejes de llamarme «hombre de madera».

Lanzó un grito y cargó contra Koos Ich. Éste lo esperó, agazapado como un jaguar a punto de saltar, y detuvo su golpe sin dificultad. Luego giró sobre sí mismo y alcanzó a Lisán en un costado, con el plano de su macana.

El andalusí retrocedió un par de pasos. Por un momento sintió que se le nublaba la vista. Se llevó la mano a la zona dolorida y comprobó que no estaba herido. Koos Ich podría haberlo partido en dos si ése hubiera sido su deseo, pero se había contentado con humillarlo.

Bueno, pensó mientras la rabia se apoderaba de su ánimo. No creas que esto va a ser tan fácil para ti. Ahora tendrás que decidir si realmente quieres herirme.

Sujetando la macana sobre su cabeza, tal y como haría con una cimitarra de abordaje, se lanzó contra el itzá como un lobo furibundo y le descargó un golpe frenético tras otro, sin tomarse la molestia de protegerse, dejando tantos espacios abiertos en su defensa que el contraataque del guerrero águila hubiera podido reducirlo a pulpa en un instante. Pero Koos Ich se limitó a ir parando sus golpes, mientras retrocedía poco a poco. Lisán lanzaba machetazos, el guerrero los rechazaba sin dificultad, y el andalusí volvía al ataque. Animado por el terreno ganado, se abalanzó ciegamente hacia delante, agitando frente a sí aquel pesado bastón de combate como si del palo de un ciego se tratara. Pero lo cierto era que su oponente tan sólo estaba jugando con él mientras probaba su habilidad. Cuando ya tuvo la información que deseaba, empezó a responder de verdad a sus ataques. Entonces su macana se abatió con fuerza contra el arma de Lisán. Una y otra vez, haciendo saltar astillas. Un golpe, otro, mientras el andalusí retrocedía, forzado a devolver rápidamente lo ganado.

– La única pauta del guerrero es ser siempre implacable -le dijo Koos Ich con voz solemne-. Cuando luchas tienes la obligación de ser libre, de ser fluido, de ser imprevisible. Como un recién nacido. Sin rutinas… Sin historia… Sin apegos… Sin amores…

Con cada frase, mascullada entre sus dientes apretados, el itzá descargaba un mazazo salvaje, que obligaba a Lisán a retroceder. Éste, sin embargo, disputaba con inusitada fiereza cada paso que daba hacia atrás, hasta que tropezó con la base de una columna y cayó de espaldas, despatarrado, frente a Koos Ich. Los otros guerreros-águila que observaban el enfrentamiento estallaron en risas ante su rápido desenlace.

El andalusí arrojó a un lado la macana y se puso en pie furioso. Se dio la vuelta, sacudiéndose el polvo de la ropa, dispuesto a marcharse de inmediato. Pero Koos Ich recogió rápidamente el arma tirada en el suelo y se la devolvió a su oponente.

– Debes tener paciencia, Lisán al-Aysar -dijo, llamándolo por su nombre por primera vez. Al faquih le extrañó que lo supiera-. En la guerra debes perseguir tu objetivo, pero sin presentir demasiadas cosas de antemano. Un guerrero no puede tener futuro, de la misma forma en la que no puede tener pasado. Sólo un eterno presente en el que está siempre preparado para morir. Por eso el nacom tiene que renunciar a todo aquello que lo ata a la vida, aunque sea lo que más ama y por lo que está dispuesto a sacrificarse. ¿Lo entiendes?

Lisán, con la macana nuevamente entre sus manos, asintió lentamente.

– Lo entiendo.

– Te aseguro que aprenderás a manejar nuestras armas… -dijo Koos Ich señalando la que el faquih sujetaba-. Yo me ocuparé de que aprendas a luchar, para que puedas proteger a quien amas… si yo no puedo hacerlo.

Lisán alzó la macana y se la llevó a la frente, con el mismo gesto que hubiera empleado con una espada de acero, y musitó el juramento dhihar ante Koos Ich. Éste lo miró sorprendido, y le preguntó qué era lo que decía en un idioma que no podía entender.

El andalusí se abstuvo de aclarárselo, dijo que se trataba de una oración de su mundo, como las que le dirigía al Sol cada día. Pero el dhihar era el solemne juramento que un hombre le hacía a otro: A partir de ahora, tu esposa será para mí como la espalda de mi padre.

Es decir, las relaciones sexuales con Sac Nicte se habían convertido en haram, la más absoluta de las prohibiciones.

15

La interminable rueda de los años había dado una vuelta más. Llegó el día del ah tooc, y la maleza de la milpa, el campo de maíz que los nativos habían trabajado durante tanto tiempo, fue quemada. Entre las llamas, los sacerdotes invocaron a sus dioses silbando constantemente una tonada que parecía el canto de una lechuza y que hablaba de ciclos, de vueltas de noria dentro de vueltas de noria, de círculos que se consumaban y nuevos círculos que se abrían. Después, llegó el momento de la siembra sobre el campo cubierto de cenizas. En cada una de las cuatro esquinas de la milpa, un sacerdote enterró semillas, copal, ollas con miel y figuras de arcilla que representaban a los dioses de la naturaleza.

Lisán se había ofrecido voluntario para ayudar a los nativos. Pero su único anhelo era alejarse un tiempo de Sac Nicte y de los turbadores deseos que ella le despertaba, y que le estaban vedados por el sagrado juramento que había pronunciado. Iba ataviado como los campesinos, con taparrabos y sandalias de piel de venado seca. Sembró el maíz en agujeros abiertos en aquella tierra pedregosa con un palo de punta afilada, imitando los precisos movimientos de los itzá. Seguían una fila más o menos recta y dejaban caer de tres a seis granos de maíz en cada agujero, para luego taparlo con el palo. Fue agotador, pero al concluir el primer día de trabajo se sentía bien por el ejercicio físico y por el descanso de su mente.

A su regreso a Uucil Abnal descubrió que se había producido un gran revuelo en los márgenes del poblado. Intrigado, Lisán dejó su vara de cavar y sus sacos de semillas, y acudió rápidamente al lugar. Se encontró con una escena sorprendente.

Un nutrido grupo de nativos, vestidos de forma extraña y ostentosa, caminaban entre las chozas como si fueran los auténticos dueños de aquellas tierras. Abrían el paso unos esclavos que cargaban bultos envueltos en mantas de algodón, sobre una escalerilla de palos sujeta a la espalda. Tras ellos, en el centro de la comitiva, iban tres hombres ricamente vestidos, con bragueros bordados de oro y mantas decoradas con franjas de ojos dibujados con plumas azul cobalto y piedras preciosas entretejidas.

– ¿Quiénes son esos hombres? -preguntó Lisán a un nativo.

Mexica -respondió.

Cada uno de ellos lucía un dibujo distinto en el centro de su manto: uno llevaba un sol de oro, otro la imagen de una jarra, el tercero una figura de aspecto demoníaco. Sus cabellos eran negros como el azabache, brillantes, sujetos con tiras de cuero rojas y blancas, y alzados en un complejo peinado. Rostros orgullosos, con rasgos muy marcados y labios gruesos, adornados con bezotes de ámbar engarzados en oro.

– Asombroso -musitó Lisán.

Se apoyaban en bordones con empuñadura de jade y piedras preciosas, y llevaban en las manos grandes flores blancas que iban oliendo mientras caminaban displicentemente, escoltados por los mosqueadores que agitaban sus grandes abanicos de plumas. Pasaron frente a Lisán sin prestarle ninguna atención y se dirigieron hacia Na Itzá. Éste, alertado por sus consejeros, les salía al paso mientras se ajustaba atropelladamente su tocado y se envolvía con su túnica de ceremonia. Frente a los mexica su aspecto era de extremo desaliño.

Koos Ich apareció en ese instante, al frente de varios de sus guerreros ataviados como águilas que rodearon a su señor. Los mexica lo observaron con detenimiento. Era evidente que habían oído hablar de él y de su hazaña en la piedra gladiatoria.

Lisán también vio llegar a Sac Nicte, junto a un grupo de sacerdotes. Se acercó a ella y le preguntó por los visitantes.

– Son cacalpixque, embajadores mexica -respondió la mujer-. Y pertenecen a la alta nobleza. Fíjate en cómo aspiran el aroma de xochitl, su flor sagrada, algo que está reservado a las clases más altas.

– Son impresionantes -comentó Lisán.

– Sí lo son -admitió la mujer-. Nada en su atuendo ni en sus gestos es casual. No todos pueden lucir esos bordados, son distintivos de rango y sólo pueden ser otorgados por su rey, el tlatoani; expresan los méritos de quienes los usan o la posición a la que se ha llegado dentro de su jerarquía.

Tras los cacalpixque caminaba un apretado y siniestro grupo de sacerdotes. Tétricos como los de Amanecer, con sus sienes manchadas de rojo, vestidos con túnicas negras y llevando pequeñas calabazas colgando a la espalda, adornadas con borlas y atadas con cintas. Algunos eran mujeres, tal y como Lisán había tenido la oportunidad de ver antes, aunque su aspecto en nada se diferenciaba de los hombres.

– Son los tlamacazqui, «los que ofrecen sacrificios a los dioses» -le explicó Sac Nicte-. Y ellas son teohua, que significa «las que tienen a un dios a su cuidado». Esas manchas en las sienes señalan el estado de sus penitencias. En el interior de las calabazas guardan pastillas de tabaco y calcio molido, que es lo que usan para entrar en trance y comunicarse con sus dioses.

Na Itzá ejecutó el gesto ritual de sumisión cruzando el brazo derecho sobre el pecho y recibió con regalos a los cacalpixque: flores, tiras de carne de guajolote y chocolate frío servido en unas vasijas preciosamente decoradas. Después, dijo algo en la lengua náhuatl que Sac Nicte tradujo para Lisán:

– Señores nuestros, os habéis fatigado, os habéis dado cansancio. Ya a nuestra tierra habéis llegado; ya habéis arribado a nuestra ciudad; a vuestro merecido descanso.

Los mexica no hicieron caso alguno de los regalos y pronunciaron con fría altivez unas breves palabras en su idioma.

– ¿Qué es lo que han dicho? -preguntó Lisán, que no había entendido una palabra.

– Quieren sangre, pero esto es lo único que mi padre no puede ofrecerles ahora.

– ¿Qué va a suceder?

– Los mexica se sentirán ofendidos, a no ser…

La mujer le pidió a Lisán que aguardara allí. Habló con unas mujeres y les ordenó que trajeran tortillas calientes. Luego se acercó en silencio al grupo de dignatarios y a Na Itzá. Al pasar junto a uno de los guerreros-águila tomó una flecha de su carcaj. Cuando llegaron las tortillas, Sac Nicte se atravesó la lengua con la punta del dardo y escupió la sangre sobre ellas.

Tlaxcalli -dijo, ofreciéndoselas a los visitantes.

Los mexica le dirigieron una reverencia llena de respeto, tomaron las tortillas manchadas de rojo y las comieron con ceremoniosa lentitud.

La cena fue un acontecimiento extraño. Se inició a medianoche, con la llegada de los invitados. La «mesa» del banquete era una enorme manta extendida sobre la hierba, grande como una de las velas de la Taqwa. En un extremo se sentaron Lisán y los turcos, sobre gruesos rollos de carrizos amarrados. Baba no había acudido.

Una hermosa joven, ataviada como una princesa, se encargó de ofrecer agua en jícaras a los mexica, para que éstos se lavaran ceremoniosamente las manos. Lisán advirtió que Piri estaba muy impresionado por la belleza de aquella muchacha. Cuando Koos Ich pasó junto a ellos, el turco lo aferró del brazo y le preguntó por ella.

– Utz Colel es hija de Na Itzá -dijo el guerrero inclinándose-, y éste siempre deseó que ella aprendiera las costumbres y el protocolo de los mexica

Vestida con una túnica blanca de algodón, que llevaba anudada sobre el hombro derecho, y con el pelo adornado con flores, Utz Colel se desenvolvía con seguridad y ceremoniosa dulzura entre los imperturbables cacalpixque. Aunque a Lisán no le parecía tan hermosa como su hermana Sac Nicte, a la que intentaba evitar mirar. Sabía que pensar en lo que sentía por ella sólo aumentaría su dolor, ya que tras haber pronunciado el juramento dhihar la sacerdotisa estaba realmente fuera de su alcance.

Poco a poco fueron llegando todos los invitados, el resto del consejo de Uucil Abnal y algunos sacerdotes, pero no el Uija-tao. Lisán alzó la vista hacia la Gran Ceiba y vio la silueta del templo enredado entre sus ramas. Se preguntó si el Uija-tao los observaría desde lo alto o permanecería ajeno a todo, confundido por nuevas visiones provocadas por el kuuxum.

El batab, un viejo guerrero que era co-nacom de Koos Ich, se les acercó cojeando. Una de sus piernas estaba atrofiada por alguna herida en un antiguo combate y se apoyaba en su macana.

– Escuchad -dijo huraño a los extranjeros-, permaneced sentados y no hagáis excentricidades de ningún tipo. Los mexica tienen un amplio sentido de lo que puede ser considerado como un insulto.

Reposó su macana en el suelo e inclinó la cabeza hacia su co-nacom para decirle:

– Tú y yo debemos ocupar ahora nuestro sitio.

Koos Ich se apartó de ellos y siguió al anciano para tomar asiento junto a él.

A diferencia del nacom, el cargo de batab era hereditario. Los dos compartirían el mando del ejército durante tres años y todas las decisiones y estrategias tendrían que ser consensuadas entre ambos. Lisán observó la conversación entre los dos hombres y las miradas que dirigían a la cabecera de la «mesa». No podía escucharlos, pero estaba bastante claro que evaluaban las posibilidades de que pronto se produjera la guerra con los mexica.

En ese momento, Na Itzá hizo una señal y los sirvientes empezaron a traer las bandejas con comida. Sobre la gran manta del banquete fueron acumulándose los manjares: maíz, frijoles, fruta del zapote, semillas de amaranto endulzadas con miel, chiles, huevos de mosquitos de las marismas, tomates, de ochenta a cien guajolotes asados, una veintena de perros también asados o hervidos y condimentados con salsas picantes a base de chiles, además de cacao endulzado con miel y aromatizado con vainilla.

Koos Ich y el batab eran servidos por hombres, y Lisán imaginó que su comida también habría sido preparada por ellos. Al otro extremo de la gran manta, Sac Nicte comía junto a un grupo de sacerdotes de Uucil Abnal. Se volvió hacia la cabecera, donde Na Itzá se sentaba a la izquierda de los mexica. Éstos eran atendidos por sus propios sirvientes y el andalusí observó que apenas habían probado bocado de aquellos manjares cocinados en su honor. Los tétricos tlamacazqui, en pie tras ellos, aguardaban en silencio.

– Esos espantajos pueden hacer que se te quite el apetito -dijo Piri.

Dragut y Jabbar también estudiaban a los mexica a través del vapor desprendido por los alimentos. Pero lo sorprendente es que éstos no miraron ni una sola vez hacia los dzul, quienes deberían resultarles mucho más extraños que cualquier otra cosa en el poblado. Lisán se preguntaba si no se habrían vuelto invisibles de repente.

Incapaces de distinguir lo que era halal de lo que no, los musulmanes habían decidido comer aquellos manjares que no resultaran demasiado extraños. Aunque Jabbar preguntaba qué era cada cosa que se llevaba a la boca.

– Huevas de mosquito -le dijo Dragut cuando su compañero alzó un cuenco repleto de una gelatina lechosa y grumos.

De vez en cuando, unas mujeres traían más agua para lavarse las manos y la boca, mantas para protegerse de la humedad de la noche, y flores aromáticas para todos los comensales. Otras mujeres danzaban o cantaban poemas náhuatl en honor de los invitados, a los sones de unas vibrantes flautas y pequeños tambores de uno o dos tonos.

Los itzá parecían cada vez más alegres y embriagados por la cantidad de octli [27] que se estaba consumiendo allí, pero los mexica no habían probado ni una gota del licor y miraban con desprecio a sus cada vez más ruidosos y expresivos anfitriones. Al parecer, su concepto del hombre civilizado implicaba el autocontrol y el no hacer ostentación de los sentimientos.

En un momento dado, Utz Colel se puso en pie y empezó a recitar un largo poema en aquel lenguaje extrañamente musical en los mexica. Cuando terminó, fue Sac Nicte quien se acercó al grupo de Lisán.

– ¿Disfrutáis de la comida? -les preguntó a los dzul. Su mirada estaba ligeramente enturbiada por el octli.

Lisán la miró durante un instante, luego respondió afirmativamente y comentó:

– He observado que los mexica no han probado ni una gota de licor.

– No pueden hacerlo, es decir, no deben… -explicó Sac Nicte-. Para ellos la embriaguez es un pecado horrible, origen de todas las aberraciones cometidas por los hombres. Sólo a los muy viejos les es permitido beber licores; los jóvenes que se embriagan sufren una horrible muerte a garrotazos en público, para dar ejemplo. Son gente extraña, sin duda; para nosotros la embriaguez nos acerca a los dioses.

A los turcos no les pareció tan extraño, pero Dragut preguntó:

– ¿De dónde vienen esos mexica? ¿Dónde está su capital?

– Tenochtitlán. Está muy lejos, al norte… -le respondió la mujer- a muchas jornadas de camino.

Piri, que había permanecido embelesado, escuchando atento mientras Utz Colel recitaba su poema, preguntó:

– No entendí una sola palabra de lo que decían esos versos, pero sonaba muy bello…

– El náhuatl es una lengua hermosa -admitió Sac Nicte-, y su estilo poético extrae el máximo efecto de sus recursos. Es una pena que no podáis entenderlo.

– ¿Puedes traducirlo para nosotros? -pidió Piri.

Sac Nicte hizo un gesto de desánimo:

– Me temo que no es posible hacerlo correctamente, pues la riqueza del náhuatl permite acumular palabras muy parecidas, separadas apenas por ligeros matices, para describir una misma cosa. La traducción os daría una falsa sensación monótona y reiterativa que no existe en el original…

– Por favor, inténtalo -le rogó el turco, que ni sabía ni le importaban esas cosas. Tan sólo deseaba saber lo que Utz Colel había dicho.

– De acuerdo -aceptó Sac Nicte-. El poema dice: «Subo, llego hasta aquí; el inmenso lago azul verdoso, ya permanece apacible, ya se agita, ya hace espuma y canta entre las piedras; yo ando volando sobre él, cual ave de bello plumaje azul…». -Se interrumpió desanimada-. Es inútil, la Lengua Sencilla no puede reflejar la belleza de esas palabras…

– Continúa, te lo ruego -insistió Piri-. A mí me parece muy hermoso.

– «Llego hasta la mitad de las aguas: aguas de flores, aguas de oro, aguas de esmeralda, por donde va y viene nadando, graznando, el ánade reluciente, que pasa ondeando su brillante cola…»

– ¿Qué significa?

– Habla de Tenochtitlán, la ciudad de los mexica que está construida sobre una inmensa laguna, rodeada de montañas que arrojan fuego. El poema está destinado a traerles gratos recuerdos a nuestros invitados.

– Pareces conocer bien a los mexica.

– Es una vieja idea de mi padre. Siempre ha tenido el deseo de alcanzar un acuerdo pacífico con ellos. Desde pequeña aprendí su idioma, su música y la poesía náhuatl. -Sonrió con tristeza.

– ¿Con qué objeto?

– Mi padre pensaba ofrecerme en matrimonio a algún Señor Principal de Tenochtitlán. Mi matrimonio me liberó de esa obligación.

– Koos Ich te salvó de casarte con un mexica -comprendió Lisán.

La expresión de ella no dejó traslucir nada, excepto cierto grado de resignación. Lisán alzó la vista y sus ojos se encontraron con los de Koos Ich. Los apartó rápidamente. Pensó que el guerrero, al influir en la decisión de los sacerdotes, había evitado el matrimonio de Sac Nicte con un extranjero que algún día podría convertirse en enemigo de su pueblo.

– ¡Tanto mejor entonces! -dijo Piri con súbita devoción-. ¡No necesitáis sacrificaros entregándoos a esas fieras! Nosotros estamos aquí para evitar que los mexica representen alguna amenaza para vosotros.

Lisán miró perplejo al joven corsario y éste se limitó a encogerse de hombros.

Mientras tanto, uno de los dignatarios mexica se había puesto en pie con solemnidad. Empezó a hablar. Una interminable retahíla de palabras incomprensibles pero musicales.

– Es mucha vuestra amabilidad -dijo Sac Nicte, traduciendo-. Grande es la hospitalidad de que hacéis gala. A vosotros llegamos cansados; a vuestras tierras llegamos agotados del camino y nos habéis dado cobijo, y nos habéis dado alimento. Deseamos agradeceros vuestra bondad para con nosotros…

El embajador mexica hizo un gesto hacia los tlamacazqui y uno de ellos se adelantó arrastrando a uno de los esclavos que habían traído con ellos. El desdichado estaba completamente desnudo, con el cuerpo y el rostro pintado con franjas horizontales blancas y negras. Uno de los sacerdotes lo sujetó por los pelos, tiró con violencia de su cabeza hacia atrás, y, con un cuchillo de obsidiana que de repente brilló en su mano, lo degolló con limpieza.

El sacerdote siguió sujetando al esclavo por el pelo mientras éste se estremecía y con los espasmos arrojaba borbotones de sangre sobre la manta y los alimentos que había sobre ella. La música cesó de repente y hubo un estremecedor silencio sólo roto por los estertores del moribundo. El embajador mexica se situó junto al impasible sacerdote y se dirigió a la enmudecida audiencia. Los musicales sonidos del náhuatl sonaron ahora siniestros y amenazantes a los oídos del andalusí.

Sac Nicte, impresionada por lo que acababa de suceder, se olvidó de la traducción hasta que Lisán se lo recordó con un gesto.

– Está diciendo: «La sangre es el único regalo precioso, lo único que ansían los dioses para seguir viviendo, para seguir manteniendo el Sol en el cielo, para que el Fin del Mundo no nos alcance a todos. Todos tenemos el deber sagrado de procurarle alimento a los dioses, todos tenemos el deber sagrado de mantener el mundo con vida, pero vosotros os desperdiciáis con ociosas fiestas llenas de lujuria y embriaguez mientras los mexica amamantamos con nuestra propia sangre al Sol para que siga caminando por el cielo. ¿No sería más sencillo y más justo que vuestro soberano admitiera la amistad y protección de la Triple Alianza?».

El mexica enmudeció por un momento. El tiempo parecía haberse detenido. El esclavo recién sacrificado había dejado por fin de moverse, colgaba, sujeto por los pelos por el sacerdote, como una marioneta con los hilos enredados. De repente, la cabeza del cacalpixque giró y sus ojos, por primera vez, se cruzaron con los de Lisán. No había ninguna expresión en aquel rostro altivo, sólo la evidencia de que era consciente de la presencia de los dzul. Y el andalusí sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca. El mexica desvió la vista de inmediato y siguió hablando. Sac Nicte tradujo:

– Para satisfacernos debéis aceptar en vuestro templo las imágenes de nuestros dioses, Huitzilopochtli y Tezcatlipoca, y situarlas en plano de igualdad con vuestro supremo dios local. También debéis enviar a Tenochtitlán un regalo anual en forma de cacao, que es abundante en vuestras tierras, pedrería, plumas y mantas de calidad…

Na Itzá se puso dificultosamente en pie. Su voz temblaba ligeramente:

– Nobles señores, amables invitados nuestros, será muy grato para mi pueblo enviar esos regalos para nuestros hermanos de Tenochtitlán, pero debéis entender que esto es una muestra de nuestra buena voluntad, sin que aceptemos ninguna obligación al respecto. En cuanto a vuestros dioses, Huitzilopochtli y Tezcatlipoca… Bueno, ésta no es una decisión que yo pueda tomar. Antes tendría que consultar con mis sacerdotes…

El cacalpixque alzó una mano y dijo:

– Nuestro ciclo ya cumplió su tiempo. El final tuvo que llegar pero no llegó, los dioses aceptaron los ruegos de los mexica para que la vida siguiera existiendo. A fin de que el sol prosiga su marcha por el cielo, para que las tinieblas no queden pesando definitivamente sobre los cuatro ángulos del mundo, es necesario procurarles cada día a los dioses su alimento, «el líquido precioso», el chalchihuatl, la sangre humana. Lo que es verdadero para el Sol lo es también para la tierra, para la lluvia, incluso para vuestros árboles sagrados… para todas las fuerzas de la creación. Nada nace, nada vive si no es por la sangre de los sacrificados. Los itzá debéis colaborar con vuestra sangre para satisfacer el hambre de los dioses. Eso es lo justo.

El cacalpixque hizo una pausa en su discurso, para lanzar una mirada desafiante a su alrededor, y continuó:

– Nosotros también os hemos traído regalos.

A una señal suya, los porteadores que habían llegado con ellos atravesando las marismas, se aproximaron y extendieron en el suelo, frente a Na Itzá, los bultos envueltos en tela de algodón. Con cuidado y precisión los desempaquetaron descubriendo su contenido: rodelas, macanas y diversas armas guerreras. Entonces, uno de los sacerdotes mexica se acercó a Na Itzá con un frasco de jade en una mano. Al llegar frente a él, embadurnó su otra mano con el ungüento blanco que contenía el frasco y dibujó unas líneas paralelas y horizontales en el pecho del Ahau Canek.

– Señor, te ungimos con blanco tizatl, que es el color de los huesos, para simbolizar que ya te damos por muerto.

Otro de los cacalpixque tomó una rodela, adornada con un precioso penacho de plumería, y se la ofreció a Na Itzá, diciéndole:

– Al hacer la guerra los hombres sólo obedecemos la voluntad de los dioses. Que ésta no quede alterada porque no disponéis de armas o no estáis apercibidos de la inminencia de nuestro ataque. Aquí tenéis macanas y escudos para defenderos si persistís en no aceptar la gracia y la amistad de las Tres Cabezas del Imperio.

Algunos guerreros itzá asintieron con la cabeza, satisfechos de que, al fin, llegase la guerra, pero Na Itzá apretó los labios y no dijo nada.

Empezaba a amanecer. Los mexica saludaron a sus anfitriones y se retiraron en silencio. Dejaron sus regalos esparcidos por el suelo.

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