Quien haya estado ciego en esta vida continuará ciego
en la otra y aún se extraviará más del Camino.
Al esra, 72
– Tienes suerte de no poder verla -dijo Piri con una carcajada.
– ¿Tan malo es su aspecto? -le preguntó Lisán.
– Oh, sí. Es realmente malo. Tú estás ciego y ésa es una buena excusa para ti. Pero yo debo de estar loco para intentar cruzar el Océano a bordo de esa nave.
– Descríbela.
– ¿Estás seguro?
– Sí.
– Bueno, no es muy grande, eso ya lo sabes, como la mitad de la eslora del jabeque de Baba, y tiene dos velas cuadradas de algodón. Pero su casco… parece un mal sueño, algo que vaya a saltar en pedazos al primer embate del mar.
No era sorprendente que el resultado fuera poco elegante, pues habían tenido que utilizar una técnica híbrida para construirla -aunque Piri prefería llamarla «bastarda»-, entre sus conocimientos de navegación y lo que sabían los nativos acerca de sus propios materiales.
La nave tenía una estructura de madera ligera que estaba sujeta a las costillas del armazón y le daba consistencia al revestimiento hecho de piezas irregulares de corteza de sauce, cosidas con fibra de raíz e impermeabilizadas con la resina del árbol del chicle.
– Aguantará -dijo Lisán.
– Espero que sí. Voy a apostar mi vida a que lo haga.
No era el único, cinco guerreros itzá se habían ofrecido para acompañarlos y tripular la nave. Y para ellos aquel artefacto sí que era algo realmente insólito.
– Pero me pregunto -siguió diciendo Piri- si valdrá la pena el viaje…
– ¿A qué viene eso, amigo? Tú eres quien insistió en ello. Estabas ansioso por mostrar al mundo los mapas que has encontrado aquí.
– Es cierto. Pero me pregunto qué pensarán de todo lo que hemos de contarles. Quizá nos tachen de locos. Las gentes del otro lado del mar no aceptarán fácilmente nuestra palabra.
Lisán sonrió y le dijo:
– Te voy a contar una historia sufí que viene al caso: más allá de Bagdad había una ciudad en la que todos sus habitantes eran ciegos. Un rey extranjero acampó cerca de ella con su ejército. Llevaba con él a un elefante muy poderoso, que usaba para la guerra y para aterrorizar a sus súbditos. La población de aquella ciudad estaba ansiosa por conocer el aspecto del animal y algunos ciegos se dirigieron allí para tocarlo. Cada uno de ellos lo palpó y pensó que sabía algo, porque pudo tocar una parte de él. Cuando volvieron junto a sus conciudadanos, grupos de impacientes se apiñaron a su alrededor. Preguntaban por la forma y el aspecto de la criatura, y escucharon atentamente cuanto les dijeron como si fuera la verdad.
»El hombre que había tocado la oreja dijo: es una cosa grande, rugosa, ancha y gruesa, como un felpudo. El que había palpado su trompa dijo: yo sé la verdad, es como un tubo recto y hueco. Y el que había tocado una de sus patas dijo: es poderoso y firme, como un pilar.
»Cada uno había palpado una sola parte de las muchas que formaban al elefante, pero como ninguno conocía la totalidad, todos imaginaron algo equivocado.
»Esa es la situación a la que nos enfrentamos, Piri. Nuestro mundo sabe una parte de la realidad y aquí conocen otro aspecto, pero quizá ninguna de estas dos visiones sea totalmente correcta o falsa. Es posible que la suma de las dos sea lo que más nos acerque a la verdad definitiva. Por eso es una buena idea que volvamos a casa y compartamos los conocimientos que hemos adquirido aquí.
Poco después, Piri regresó a Uucil Abnal y Lisán se quedó solo en la playa, sentado sobre el tronco de una palmera caída. Hacía tiempo que se había trasladado a una choza situada cerca de la orilla del mar, junto a uno de los canales de entrada a la ciudad. Lejos de los espectros que deambulaban por ella.
Alzó su mano derecha y vio la silueta de sus cinco dedos relucir en un blanco puro contra el lienzo negro en el que se había transformado el mundo. No había recuperado la vista después de aquellos días terribles, y en los meses que siguieron fue perdiendo la poca que le quedaba hasta llegar a la ceguera total. Y, sin embargo, ahora podía ver con sus ojos ciegos los dedos que había perdido en el combate contra el guardia mexica. También podía ver las almas de todos aquellos que habían muerto en Uucil Abnal con la misma claridad con la que percibía las de los vivos. Y cuando comprendió que no podía distinguir unas de otras, fue cuando se decidió a abandonar la ciudad.
Había sido un largo viaje de regreso para el escaso centenar de supervivientes itzá y tutul xiu. Cuando llegaron a los restos cubiertos de ceniza de Uucil Abnal descubrieron que mucha gente que había logrado escapar del ataque mexica había regresado para reconstruir sus chozas quemadas. Pero encontraron un signo aún más claro de que la ciudad tenía que volver a levantarse en el mismo lugar: el árbol Yaxcheelcab parecía completamente quemado, pero unas yemas verdes apuntaban a través del carbón.
La Ceiba Sagrada estaba renaciendo, al igual que lo haría Uucil Abnal.
A pesar de todo, Lisán podía percibir la profunda tristeza que embargaba al antiguo cacique de la ciudad. Na Itzá era apenas una sombra del hombre que fue.
– Debes vivir por tu otra hija -le dijo el andalusí en una ocasión-. Aunque hayas perdido a Utz Colel, Sac Nicte sigue necesitando a su padre.
El anciano permaneció un momento en silencio. Lisán no podía verlo, pero sentía la amargura que envolvía a aquel hombre. Cuando habló, su voz estaba cargada de resentimiento.
– No sé lo que dices, dzul. Yo sólo he tenido una hija en mi vida y la he perdido para siempre. Su paal kaba era Utz Colel y su coco kaba era Sac Nicte.
Lisán comprendió que el anciano había quedado trastornado por la experiencia que les había tocado vivir, y no volvió a plantearle la cuestión.
Koos Ich se había convertido en el nuevo Ahau Canek y se encargaría de hacer resurgir la ciudad sagrada de los itzá de sus cenizas.
Sac Nicte repudió a su marido poco después de que regresaran y se trasladó con Lisán a la choza que se levantaba junto a la playa. El tiempo transcurrió tranquilamente allí para los dos. Casi sin darse cuenta, pasaron los años. Hasta que llegó el día en que Piri acudió para proponerles su loco proyecto de construir una nave capaz de cruzar el océano.
Una silueta que Lisán conocía perfectamente se acercó caminando por la playa y se sentó a su lado, sobre el tronco caído de la palmera.
– Ya está casi lista -dijo Sac Nicte admirando la estrafalaria nave-. Pronto partiremos y al fin conoceré tu mundo.
– Te gustará vivir allí. Granada no es muy diferente de tu tierra. Bueno, un poco, pero la frescura de los jardines, y las casas blanqueadas con cal te harán sentir muy cerca del mundo que amas. Y algún día regresaremos, pero antes debo enseñar a los míos todo lo que he aprendido aquí… y quiero hacerlo contigo a mi lado…
Lisán sintió un estremecimiento al recordar la vieja casida y al comprender con perfecta nitidez hasta qué punto amaba a aquella mujer y lo dichoso que era de que ella siguiera con él a pesar de todo… Tu amor se ha plantado en mi corazón y en mi alma de tal manera que, aun perdiendo la vida, mi amor permanecería…
– ¿Sigues soñando con los Cuatro Mundos anteriores? -le preguntó Sac Nicte.
– Sí. Hay muchas cosas que no entiendo, pero quizás algún día lo haga.
El mundo le llegaba ahora como una serie de emociones interiores, de sensaciones invisibles, de olores y sabores mezclados con los recuerdos e imágenes de un ser inmortal que había vivido en mundos tan extraños. El sagrado Corán se refería a menudo a al-gaib, «la esfera que está fuera del alcance de la percepción humana», pues todo, hasta lo más extraño, formaba parte de Allah. Por eso no se sentía ciego. Sus maestros decían que con el corazón que miramos al Mundo miramos a Allah, y él había descubierto que también es posible lo contrario: seguir viendo el Mundo si Dios iluminaba su corazón.
Lisán recordó su emoción ante lo desconocido cuando inició aquel viaje, y este pensamiento le trajo a su hermano Ahmed a la memoria. Y lo recordó con alegría, con una sonrisa en los labios, pues fue siempre un hombre feliz que hizo dichosos a todos aquellos que lo rodearon. ¿Cómo estaría su hacienda y la de su hermano? ¿Qué habría pasado en Granada durante todo ese tiempo? ¿Era posible que los infieles se apoderaran finalmente de su reino y que todo se hubiera perdido?
Ahora que sabía que civilizaciones enteras habían desaparecido sin dejar ningún rastro, no le parecía una idea tan disparatada. Pero necesitaba saberlo. Habían transcurrido siete años en aquella tierra de la que el resto del mundo no tenía ninguna noticia.
Allah es rabb al-aalamin, «el Sustentador de todos los mundos», y él ya había comprobado que existían otros mundos y formas de vida distintas de las conocidas. Pero, al otro lado del Océano, los hombres seguían ignorantes de todo, por lo que ese conocimiento debía ser transmitido cuanto antes.
Tenía que regresar a Granada.
Varias semanas después, desde lo alto de un acantilado cercano a Uucil Abnal, Koos Ich contempló cómo la asombrosa nave de dos velas se alejaba, mientras una sensación de paz recorría su espíritu. Se había apartado de su senda de guerrero cuando se puso al servicio del mago. Había dejado de ser un águila para convertirse en una pluma arrastrada por el viento.
Todo lo había hecho por volver a reunirse con la mujer que amaba. Y la había perdido.
Pero él era sólo un hombre y, como cualquier otro hombre, merecía todo lo que los dioses decidieran enviarle: felicidad, alegría, angustia y remordimientos.
Su espíritu había sido dañado y debía recomponerlo. Debía buscar de nuevo la pureza, porque en la vida no hay otra tarea más elevada para un guerrero y porque no le quedaba otro remedio. No hacerlo sería lo mismo que buscar la muerte, y ésta era la tarea más absurda de todas, porque la muerte ya se ocuparía de encontrarlo a él tarde o temprano.
Ninguna emoción asomaba en su rostro tatuado. Mantuvo sus ojos fijos en aquella extraña canoa, hasta que desapareció en el horizonte.
Luego descendió del acantilado.
En la playa lo esperaban sus guerreros y Koos Ich caminó junto a ellos en silencio.
Era el año 897 Hijra. El 1492 del calendario gregoriano.