I. LOS NIÑOS QUE ESCAPARON DE LOS LOBOS

(1975)

1. LA COLINA y LAS MARISMAS

Cuando Sean Devine y Jimmy Marcus eran niños, sus padres trabajaban juntos en la fábrica de golosinas Coleman; al llegar a casa, aún llevaban impregnado el hedor de chocolate caliente. Se convirtió en una permanente de su ropa, de la cama donde dormían y del respaldo de vinilo del asiento de sus coches. La cocina de Sean olía a crema de cacao, y el cuarto de baño a barrita de chocolate Coleman. AI cumplir los once años, Sean y Jimmy habían llegado a odiar tanto los dulces que durante el resto de su vida, nunca volvieron a añadir azúcar al café ni a tomar postres.

Los sábados, el padre de Jimmy se dejaba caer por casa de los Devine a tomarse una cerveza con el padre de Sean. Solía llevarse a Jimmy y, cuando lo que en principio debía ser una cerveza se convertía en seis, más dos o tres chupitos de Dewar's, Jimmy y Sean se iban a jugar al patio de atrás; a veces, también se les unía Dave Boyle, un niño corto de vista y con muñecas de chica que siempre contaba chistes que había aprendido de sus tíos. Desde el otro lado del cristal de la ventana de la cocina solían oír el siseo de las latas de cerveza al abrirse, estallidos de súbitas carcajadas y los fuertes chasquidos de los Zippos cuando el señor Devine y el señor Marcus encendían sus Lucky.

El padre de Sean, un capataz, tenía el mejor empleo. Era alto y rubio, y su sonrisa relajada y natural había calmado más de una vez la furia de su madre, como si apagase un interruptor dentro de ella. El padre de Jimmy cargaba camiones. Era bajito y por su frente caía una maraña de cabello oscuro; había algo en sus ojos que parecía impedirle dejarlos quietos. Se movía con demasiada rapidez; en un instante ya estaba en la otra punta de la sala. Dave Boyle no tenía padre, sólo un montón de tíos, y la única razón por la que solía ir allí los sábados era porque tenía la habilidad de pegarse a Jimmy como si fuera una tirita; cada vez que le veía salir de casa con su padre, se plantaba junto al coche y, casi sin aliento, le decía: «¿Qué tal, Jimmy?», con una triste expresión de esperanza.

Todos ellos vivían en East Buckingham, al oeste del centro de la ciudad, un vecindario de tiendas de barrio estrechas, pequeños parques y carnicerías donde la carne, todavía rosada por la sangre, colgaba de los escaparates. Los bares tenían nombres irlandeses y había Dodge Darts aparcados junto a las aceras. Las mujeres llevaban pañuelos atados a la nuca y cajitas de imitación de piel para los cigarrillos. Hasta hacia un par de años, los chicos mayores habían sido arrancados de la calle, cual víctimas de una abducción por naves espaciales, para enviarlos a la guerra. Regresaban vacíos y tristes al cabo de un año más o menos, o sencillamente no regresaban. Durante el día, las madres examinaban los periódicos en busca de cupones de descuento; por la noche, los padres iban al bar. Uno conocía a todo el mundo; nadie se marchaba de allí, a excepción de aquellos chicos mayores.

Jimmy y Dave procedían de la zona de las marismas, un poco más abajo del Penitentiary Channel, en la parte sur de la avenida Buckingham. Sólo estaba a doce manzanas de la calle de Sean, pero los Devine vivían al norte de la avenida, en la colina, y la gente de las marismas y de la colina no solía mezclarse demasiado.

Tampoco es que la colina brillara por sus calles de oro y sus cucharas de plata. Se trataba de clase trabajadora, obreros, Chevys, Fords y Dodges aparcados delante de casas sencillas de una planta, y alguna ocasional casita de estilo victoriano. Sin embargo, la gente de la colina era propietaria de sus casas; la gente de las marismas solía vivir de alquiler. Las familias de la colina iban a la iglesia, permanecían unidas y aguantaban pancartas en las esquinas durante los meses previos a las elecciones. En cambio, la gente de las marismas, que sabía lo que hacía, vivía a veces como animales; diez en un piso, la basura por la calle -Sean y sus amigos de Saint Mike solían llamarlo Wellieville-. Esas familias vivían del desempleo, llevaban a sus hijos a la escuela pública y se divorciaban. Así pues, mientras Sean iba a la escuela parroquial Saint Mike con pantalones negros, corbata negra y camisa azul, Jimmy y Dave iban a la escuela Lewis M. Dewey de Blaxston. Los niños que iban a esta última escuela se podían poner ropa de calle, lo cual estaba muy bien; pero normalmente llevaban la misma ropa tres de cada cinco días, y eso ya no les gustaba tanto. Les rodeaba un halo grasiento: pelo grasiento, piel grasa, cuellos y puños grasientos. Muchos chicos tenían verdugones desiguales de acné y dejaban el colegio muy pronto. Algunas chicas llevaban vestidos de embarazada a la ceremonia de graduación.

Así pues, si no hubiera sido por sus padres, probablemente nunca se habrían hecho amigos. Durante la semana nunca salían juntos, pero tenían aquellos sábados, y había algo en esa época, tanto si pasaban el rato en el patio trasero como si vagaban por las pilas de grava que había al final de la calle Harvest, como si se subían al metro de un salto y se iban al centro de la ciudad -no para ver nada, simplemente para atravesar los oscuros túneles y oír el traqueteo y los frenazos de los vagones a medida que tomaban las curvas de los raíles y las luces apagarse y encenderse – donde Sean se sentía como si aguantara la respiración. Cuando uno estaba con Jimmy, podía pasar cualquier cosa. Si sabía que había normas -en el metro, en la calle, en el cine-, nunca lo demostraba.

Una vez en South Station, cuando se lanzaban una pelota de hockey de color naranja de un extremo a otro del andén, la pelota fue rebotando hasta caer en los raíles sin tiempo a que Jimmy la recogiera. Antes de que a Sean ni siquiera pudiera ocurrírsele, Jimmy ya había bajado hasta las vías de un salto, con los ratones, las ratas y el tercer raíl.

La gente que había en el andén se puso como loca. Empezaron a gritarle, una mujer se puso del color de la ceniza de cigarro mientras se arrodillaba y chillaba: «¡Haz el favor de subir, haz el favor de subir ahora mismo, maldita sea!». Sean oyó un ruido sordo y apagado que podía ser el de un tren que entrara por el túnel de la calle Washington o de los camiones que circulaban por la calle; la gente del andén también lo oyó. Agitaban los brazos y movían la cabeza de un lado a otro en busca de los guardias de seguridad del metro. Un hombre le tapó los ojos a su hija con el antebrazo.

Jimmy, con la cabeza baja, intentaba localizar la pelota en la oscuridad, debajo del andén. La encontró. Le quitó la mugre con la manga de la camisa y no hizo ni caso a la gente, que se había arrodillado en la línea amarilla y extendía las manos hacia las vías.

Dave le dio un codazo a Sean y le dijo: «¡Uf, eh!», en un tono de voz demasiado alto.


Jimmy empezó a andar entre las vías en dirección a las escaleras de uno de los extremos del andén, allí donde el túnel se abría y se volvía oscuro; un ruido más fuerte sacudió la estación, y en aquel momento la gente saltaba literalmente y se golpeaba las caderas con los puños. Jimmy se lo tomó con calma, andaba muy despacio; luego se volvió y mirando por encima del hombro, captó la mirada de Sean y le hizo una mueca.

– Sonríe. Sencillamente está loco, ¿saben? -declaró Dave.

Cuando Jimmy llegó al primer escalón de las escaleras de cemento, varias personas tendieron las manos y tiraron de él hacia arriba. Sean observó cómo sus pies se balanceaban hacia fuera y hacia la izquierda, cómo retorcía la cabeza y la inclinaba hacia la derecha; a pesar de tener una apariencia diminuta y ligera entre los brazos de aquel hombre, corpulento como si estuviera relleno de paja, Jimmy no dejaba de apretar con fuerza la pelota contra su pecho, incluso cuando la gente lo asió de los codos y se golpeó la espinilla contra el borde del andén. Sean sentía el nerviosismo de Dave junto a él, una sensación de desconcierto. Sean contempló las caras de la gente que tiraban de Jimmy y ya no vio ni miedo ni preocupación, ni ningún rastro de desesperanza como había visto hacía tan sólo un minuto. Avistó rabia, caras de monstruos con facciones tensas y feroces, como si estuvieran a punto de inclinarse hacia delante, arrancar un trozo de Jimmy a mordiscos y matarle a palos.

Subieron a Jimmy al andén y sin soltarlo, apretándole los hombros con los dedos, miraban a su alrededor en busca de alguien que les dijera qué tenían que hacer. El tren atravesó el túnel y alguien gritó, aunque luego otra persona empezó a reír (una risotada ensordecedora que le hizo pensar a Sean en las brujas alrededor de un caldero), pues el tren apareció de repente al otro lado de la estación, en dirección norte; Jimmy miró los rostros de toda aquella gente que lo sujetaba, como diciéndoles: «¿Lo ven?».

Dave, que estaba junto a Sean, soltó su risilla aguda y vomitó en las manos.

Sean apartó la mirada, preguntándose qué pintaba él en todo aquello.


Esa noche el padre de Sean le obligó a sentarse en el cuarto de herramientas del sótano. Era un lugar repleto de tornos de banco negros y de Iatas de café llenas de clavos y tuercas; había montones de madera perfectamente apilados debajo del deteriorado tablero que dividía la habitación en dos; los martillos colgaban de los cinturones de carpintero, cual pistolas en sus fundas, y la correa de una sierra colgaba de un gancho y se bamboleaba. El padre de Sean, que a menudo hacía trabajos de carpintería para los del barrio, bajaba allí a construir sus jaulas de pájaros y las repisas que colocaba en las ventanas para las flores de su mujer. Allí había ideado el porche trasero, que él y sus amigos construyeron a toda prisa un verano abrasador, cuando Sean tenía cinco años; también iba allí si buscaba paz y tranquilidad o cuando estaba enfadado con Sean, como bien sabía éste, o enfadado con la madre de Sean, o si tenía problemas de trabajo. Las jaulas de pájaros (maquetas de casas estilo Tudor, coloniales, victorianas y chalets suizos) acababan amontonadas en una esquina del sótano, y había tantas que habrían tenido que vivir en el Amazonas para encontrar suficiente cantidad de pájaros que las pudieran usar.

Sean se sentó en el viejo taburete rojo y se dedicó a manosear el torno negruzco, sintiendo la mezcla de aceite y de serrín, hasta que su padre le preguntó:

– Sean, ¿cuántas veces te lo tendré que repetir?

Sean sacó el dedo y se limpió la grasa con la palma de la mano.

Su padre cogió unos cuantos clavos sueltos que había encima del tablero y los colocó en una lata de café de color amarillo.

– Ya sé que Jimmy Marcus te cae bien, pero si queréis jugar juntos, a partir de ahora tendréis que hacerlo cerca de casa; de la tuya, no de la suya.

Sean asintió con la cabeza. Era inútil discutir con su padre cuando hablaba de forma tan lenta y pausada como lo estaba haciendo en aquel momento; cada una de sus palabras le salía de la boca como si tuviera una piedrecita enganchada.

– ¿Ha quedado claro?

Su padre empujó la lata de café a su derecha y bajó los ojos hacia Sean.

Sean volvió a asentir. Observó cómo su padre se frotaba los gruesos dedos para quitarse el serrín.

¿Hasta cuándo?

Su padre levantó las manos y quitó una brizna de polvo de un gancho clavado en el techo. La amasó entre los dedos y luego la tiró a la papelera que había colocado debajo del tablero.

– Yo diría que durante mucho tiempo. Además, Sean…

– ¿Sí, señor?

– No creas que esta vez puedes ir a pedírselo a tu madre; después del circo que habéis montado hoy, no quiere que vuelvas a ver a Jimmy nunca más.

– No es tan malo. Sólo…

– No he dicho que lo sea. Sólo es un insensato, y tu madre ya ha tenido que aguantar bastantes locuras en su vida.

Sean divisó cierto destello en el rostro de su padre al pronunciar «insensato», y supo que era al otro Billy Devine al que vio por un instante, ese que había tenido que reconstruir por medio de algunos fragmentos de conversaciones que había acertado a oír de sus tíos y de sus tías. Le llamaban el viejo Billy; El peleón le llamó una vez su tío Colm con una sonrisa. Era el Billy Devine que había desaparecido antes de que Sean naciera y que había sido reemplazado por aquel hombre tranquilo y cuidadoso, de gruesos y diestros dedos, que construía demasiadas jaulas.

– ¿Te acordarás de lo que hemos estado hablando? -le preguntó su padre; después le dio una palmadita en el hombro para indicarle que ya se podía ir.

Sean salió del cuarto de las herramientas y atravesó el frío sótano mientras se preguntaba si lo que hacía que disfrutara de la compañía de Jimmy era lo mismo que hacía que a su padre le gustara pasar el rato con el señor Marcus, beber juntos los sábados por la noche hasta altas horas de la madrugada, reírse demasiado fuerte y bruscamente, y si era aquello lo que su madre temía.


Unos cuantos sábados más tarde, Jimmy y Dave Boyle fueron a casa de los Devine un día en que el padre estaba fuera. Llamaron a la puerta trasera cuando Sean estaba acabando de almorzar. Sean oyó a su madre abrir la puerta y decir: «Buenos días, Jimmy. Buenos días, Dave», con el tono de voz muy educado que usaba con la gente a la que no tenía muy claro que deseara ver.

Ese día Jimmy estaba muy tranquilo. Toda aquella energía tan desmesurada parecía estar enroscada en su interior. Sean casi notaba la fuerza con la que golpeaba las paredes del pecho de su amigo y cómo éste se esforzaba por contenerla. Parecía más pequeño, más oscuro, como si uno pudiera reventarlo con un alfiler. Sean ya lo había visto así antes. Jimmy siempre había tenido cambios de humor repentinos. Aun así, éstos no dejaban de sorprender a Sean y se preguntaba si Jimmy temía algún control sobre ellos, o si aparecían como el dolor de garganta o las primas de su madre, irrumpiendo inesperadamente tanto si a uno le apetecía como si no.

Dave Boyle se ponía muy pesado cuando Jimmy estaba así. Creía que era su deber asegurarse de que todo el mundo se sintiera feliz, lo cual hacía que todos se cabrearan al cabo de un rato.

Mientras permanecían de pie en la acera, intentando decidir qué hacer, Jimmy encerrado en sí mismo y Sean aún medio adormilado, nerviosos los tres por el día que les esperaba, aunque fuera dentro de los límites de la calle de Sean, Dave preguntó:

– ¿Por qué los perros se lamen las pelotas?

Ni Sean ni Jimmy respondieron. Lo debían de haber oído unas mil veces.

– ¡Porque pueden! -gritó Dave Boyle mientras se cogía el estómago como si le doliera por gracioso.

Jimmy se encaminó hacia los caballetes, allí donde el personal del ayuntamiento se encargaba de sustituir algunos adoquines de la acera. Los trabajadores habían atado cintas amarillas con la palabra PRECAUCIÓN a los cuatro caballetes dispuestos en rectángulo que formaban una barricada alrededor de los adoquines nuevos; sin embargo, Jimmy rompió la cinta al pasar. Se sentó en cuclillas junto al borde, con los pies en la acera antigua, y usó una ramita sobre el cemento húmedo para grabar finas líneas que a Sean le recordaron los dedos de un hombre viejo.

– Mi padre ya no trabaja con el tuyo.

– ¿Por qué? -preguntó Sean mientras se sentaba junto a Jimmy.

No tenía ningún palo, pero quería uno. Deseaba hacer lo que hacía Jimmy, aunque no supiera por qué y aunque su padre le azotara en el culo con una correa por ello.

Jimmy se encogió de hombros y contestó:

– Porque era más listo que los demás. Los asustó porque sabía demasiadas cosas.

¿Demasiadas cosas? -preguntó Dave Boyle-. ¿Eso crees, Jimmy?

¿Eso crees, Jimmy? ¿Eso crees, Jimmy?

Había días en que Dave era como un loro.

Sean se preguntaba cuánto podía llegar a saber una persona sobre las golosinas y qué importancia podía tener esa información.

– ¿Qué tipo de cosas?

– Cómo dirigir mejor la fábrica -Jimmy no parecía estar muy convencido y se encogió de hombros-o Cosas, en cualquier caso. Cosas importantes.

– ¡Ah, claro!

– Cómo dirigir la fábrica. ¿Se trata de eso, Jimmy?

Jimmy siguió ahondando en el cemento. Dave Boyle encontró su propio palo, se inclinó sobre el cemento húmedo y empezó a dibujar un círculo. Jimmy frunció el entrecejo y tiró su palo a un lado. Dave dejó de dibujar y miró a Jimmy como diciendo: «¿Qué he hecho?».

– ¿Sabéis lo que estaría muy bien? -insinuó Jimmy, con un tono de voz ligeramente agudo que hacía que a Sean se le alterara la sangre, seguramente porque el concepto de lo que estaba bien de Jimmy era muy diferente al del resto de la gente..

– ¿Qué?

– Conducir un coche.

– Sí -contestó Sean pausadamente.

– Quiero decir -Jimmy tenía las palmas de las manos hacia arriba, se había olvidado completamente del cemento y de la rama- ir a dar sólo una vuelta a la manzana.

– Una vuelta a la manzana -repitió Sean.

– Sería estupendo, ¿no creéis? -insinuó Jimmy con una sonrisa.

Sean sintió que una sonrisa se dibujaba en su rostro y se le iluminó la cara.

– Sí, sería estupendo -contestó.

– Sería lo más fabuloso que hemos hecho.

Jimmy levantó un pie del suelo de un salto. Miró a Sean, alzó las cejas y saltó de nuevo.

– Seria fabuloso.

Sean ya podía sentir el volante entre las manos.

– ¡Sí, venga, venga!

Jimmy le dio un puñetazo a Sean en el hombro.

– ¡Sí, vamos, vamos!

Sean le devolvió el puñetazo; algo se estremeció dentro de él, en un santiamén, y todo se volvió más rápido y brillante.

– ¡Sí, venga, venga! -repitió Dave, pero no consiguió darle al hombro de Jimmy con el puño.

Durante un momento, Sean incluso se había olvidado de que Dave estaba allí. Sucedía muchas veces con Dave, aunque Sean no sabía por qué.

– ¡Va en serio! ¡Será de lo más divertido, joder!

Jimmy se rió y volvió a brincar.

Sean ya se podía imaginar qué estaba sucediendo: se encontraban en el asiento delantero (Dave estaba sentado atrás, si es que estaba) y se movían; dos niños de once años conduciendo por Buckingham, que daban bocinazos a sus amigos, retaban a los chicos mayores para hacer carreras por la avenida Dunboy, hacían chirriar los neumáticos entre nubes de humo. Sentía incluso el aire que entraba por la ventanilla, y le acariciaba el pelo.

Jimmy, recorriendo la calle con la mirada, preguntó:

¿Sabéis si alguien de esta calle tiene por costumbre dejar las llaves puestas?

Sean sí conocía a alguien. El señor Griffin las guardaba debajo del asiento; Dottie Fiare las dejaba en la guantera; y el viejo Makowski, el borracho que escuchaba discos de Sinatra a todo volumen las veinticuatro horas del día, casi siempre las dejaba puestas.

Sin embargo, a medida que seguía la mirada de Jimmy e iba enumerando los coches que sabía que tenían las llaves dentro, Sean sintió que un dolor sordo le crecía detrás de los ojos; bajo los fuertes rayos de sol que se reflejaban en los maleteros y en los capós de los coches, sentía el peso de la calle, de las casas, de toda la colina y de lo que se esperaba de él, No era un niño que robara coches. Era alguien que algún día iría a la universidad y que conseguiría convertirse en algo más grande y mejor que un capataz o un cargador de camiones. Ése era el plan, y Sean creía que los planes salían bien si uno andaba con cuidado, con cautela. Era como ver una película hasta el final, al margen de que fuera aburrida o desconcertante; porque al final, a veces, las cosas se explicaban, o el final en sí mismo era tan bueno que uno llegaba a pensar que había valido la pena tener que tragarse todos los trozos aburridos.

Estuvo a punto de decírselo a Jimmy, pero éste ya avanzaba calle arriba y miraba por las ventanillas de los coches; Dave corría junto a él.

– ¿Que te parece éste?

Jimmy colocó la mano encima del Bel Air del señor Carlton y su voz sonó estridente en la brisa seca.

– ¡Eh, Jimmy! -Sean se dirigió hacia él-, tal vez lo podíamos dejar para otro momento, ¿vale?

Una expresión de abatimiento y rechazo apareció en el rostro de Jimmy.

– ¿Qué quieres decir? ¡Vamos a hacerlo! ¡Será divertido! ¡Muy divertido! ¿Recuerdas?

– Muy divertido -repitió Dave,

– Ni siquiera somos lo bastante altos para ver por el cristal.

– ¡Listines telefónicos! -Jimmy sonrió a la luz del sol-. Podemos cogerlos de tu casa,

– ¡Listines telefónicos! -repitió Dave-. ¡Eso es! Sean alargó las manos y exclamó:

– ¡No! ¡Vamos a dejarlo!

La sonrisa de Jimmy desapareció, Observando los brazos de Sean como si quisiera cortárselos por los codos, le preguntó:

– ¿Por qué no quieres hacer algo divertido?

Tiró de la manija del Bel Air, pero la puerta estaba cerrada con llave. Durante un segundo, las mejillas de Jimmy se estremecieron y el labio inferior le empezó a temblar; luego miró a Sean con una expresión tan dura de soledad que éste sintió lástima por él.

Dave miró a Jimmy y después a Sean. Extendió el brazo de forma inesperada y extraña y, asestándole a éste un golpe en el hombro, le preguntó:

– ¿Por qué no quieres hacer cosas divertidas?

Sean no podía creerse que Dave le acabara de dar un golpe, ¡Dave! Le devolvió un puñetazo en el pecho y Dave se sentó.

Jimmy le dio un empujón y exclamó:

– ¿Qué coño estás haciendo?

– Me ha pegado -respondió Sean.

– No lo ha hecho -replicó Jimmy.

Sean abrió los ojos con un gesto de incredulidad y Jimmy le imitó.

– Me ha pegado,

– Me ha pegado -repitió Jimmy con voz de chica propinándole otro empujón-. ¡Es amigo mío, joder!

– ¡Y yo también! -protestó Sean.

¡Y yo también! -repitió Jimmy-. Yo también, yo también, yo también.

Dave Boyle se puso en pie y empezó a reírse.

– ¡Déjalo ya! -exclamó Sean.

– Déjalo ya, déjalo ya, déjalo ya -Jimmy empujó a Sean de nuevo y le dio un codazo en las costillas-. ¿Me quieres zurrar?

– ¿Le quieres zurrar? -entonces fue Dave quien empujó a Sean, Sean no tenía ni idea de cómo había empezado aquello. Ni siquiera recordaba por qué se había enfadado Jimmy ni por qué Dave había sido tan estúpido de pegarle en primer lugar. Hacía tan sólo un segundo estaban junto al coche, Ahora se encontraban en medio de la caIle y Jimmy lo empujaba, el rostro arrugado y achaparrado, los ojos oscuros y pequeños; además, Dave empezaba a tomar parte en la pelea.

– ¡Venga, zúrrame!

– Yo no…

Le propinó otro empujón y exclamó:

– ¡Venga, nenita!

– Jimmy, ¿no podríamos tan sólo…?

– No, no podemos, Eres un marica, Sean, ¿no es verdad?

Tenía intención de empujarle de nuevo, pero se detuvo; aquella expresión tan bestial de soledad y de cansancio (Sean se percató también, de pronto) le aporreó las facciones al notar que éste miraba algo que subía por la calle.

Era un coche de color marrón oscuro, cuadrado y largo como los que suelen conducir los detectives de la policía, un Plymouth o algo así; el parachoques se detuvo junto a sus piernas y los dos policías los miraron a través del parabrisas, el rostro trémulo por el reflejo de los árboles que ondeaba en el cristal.

Sean sintió cómo la mañana se tambaleaba de repente, cómo la dulzura se desvanecía,

El conductor salió del coche. Parecía un poli: tenía el pelo rubio cortado al rape, la cara colorada, llevaba camisa blanca, corbata negra y dorada de nailon, y casi toda la barriga, desbordada, caía por encima de la hebilla del cinturón como si fuera un montón de hojuelas. El otro parecía enfermo. Era flaco, tenía aspecto de cansado y se quedó en el coche, con la cabeza, recubierta de oscuro pelo grasiento, apoyada en una mano y mirando fijamente por el espejo retrovisor mientras los tres chicos se acercaban a la puerta del conductor.

El hombre corpulento les hizo un gesto con el dedo y lo fue moviendo hacia su pecho hasta que se plantaron delante de él.

– ¿Os puedo hacer una pregunta? – les dijo.

Se encorvó a la altura de su gran panza y, tapando la visión a Sean con su cabeza enorme, les preguntó:

– Eh, chicos, ¿creéis que está bien pelearse en medio de la calle?

Sean se percató de que el hombre corpulento llevaba una insignia de oro prendida a la hebilla del cinturón en la cadera derecha.

– No os oigo.

El poli ahuecó la mano detrás de la oreja,

– No, señor.

– No, señor.

– No, señor.

– Una panda de gamberros, eso es lo que sois, ¿verdad? -Movió el desmesurado dedo pulgar y señaló al hombre que estaba en el asiento de la derecha-. Mi compañero y yo ya estamos hartos de toda la gentuza de East Buckingham que va como vosotros, asustando a la gente decente por la calle, ¿sabéis?

Sean y Jimmy no dijeron nada,

– Lo sentimos mucho -dijo Dave Boyle; daba la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar,

– ¿Sois de esta calle, chavales? -preguntó el poli grandullón,

Examinó cada una de las casas del lado izquierdo de la calle como si conociera a todos los inquilinos, y pudiera saber si le estaban mintiendo.

– Claro -contestó Jimmy, y se volvió para mirar hacia la casa de Sean por encima del hombro,

– Sí, señor -respondió Sean.

Dave no dijo nada.

El poli lo miró y le preguntó:

– ¿Has dicho algo, chaval?

– ¿Qué? -Dave miró a Jimmy.

– No le mires a él. Mírame a mí -el poli grandote respiró ruidosamente por la nariz-. ¿Vives aquí, chaval?

– ¿Eh? No,

– ¿No? -el poli se inclinó sobre Dave-, ¿Dónde vives, hijo?

– En la calle Rester -respondió, sin apartar los ojos de Jimmy,

– ¡Basura de las marismas en la colina! -El poli movió los labios de color rojo cereza como si estuviera chupando una piruleta-, Eso no puede funcionar, ¿no crees?

– ¿Cómo dice?

– ¿Tu madre está en casa?

– Sí, señor.

Una lágrima rodó por la mejilla de Dave; Sean y Jimmy apartaron la mirada.

– Bien, tendremos que hablar con ella y contarle lo que ha estado haciendo el gamberro de su hijo,

– Yo no… no…, -balbuceó Dave.

– ¡Sube al coche!

El poli abrió la puerta de atrás y Sean percibió un olorcillo a manzanas, una intensa fragancia a octubre.

Dave miró a Jimmy.

– ¡Sube! -repitió el poli-. ¿O prefieres que te ponga las esposas?

– Yo…

– ¿Tú qué? -El poli parecía cabreado. Golpeó la parte superior de la puerta abierta-. ¡Haz el favor de entrar, joder!

Dave subió a la parte trasera del coche, desgañitándose.

El poli señaló a Jimmy y a Sean con un dedo rechoncho y les dijo:

– Id a contar a vuestras madres lo que habéis estado haciendo, y que no os vuelva a pillar otra vez con vuestras peleas de mierda en mis calles.

Jimmy y Sean dieron un paso hacia atrás; el poli entró de un salto en el coche y se alejó. Observaron cómo llegaba hasta la esquina y doblaba a la derecha, mientras Dave volvía la cabeza, oscurecida por la distancia y las sombras, y los miraba. Entonces, la calle quedó otra vez vacía, como si hubiera enmudecido después del portazo del coche. Jimmy y Sean, de pie en el lugar donde había estado el coche, se miraban los zapatos y recorrían la calle arriba y abajo con la vista, miraban a cualquier sitio para evitar que sus ojos se encontrasen.

Sean notó otra vez aquella sacudida, pero esta vez acompañada por el sabor de peniques sucios en la boca. Tenía la sensación de que le habían vaciado el estómago con una cuchara.

Entonces fue cuando Jimmy lo dijo:

– Empezaste tú.

– Fue él quien empezó.

– Fuiste tú. Ahora está bien jodido. Su madre está un poco tarada; no me quiero ni imaginar que le hará cuando vea que dos polis lo llevan a casa.

– ¡Yo no empecé la pelea!

Jimmy le dio un empujón, y esta vez Sean se lo devolvió; al momento ya estaban en el suelo, rodando y dándose puñetazos.

– ¡Eh!

Sean se apartó rodando de encima de Jimmy y los dos se pusieron en pie, esperando ver a los dos polis de nuevo, pero en vez de eso, vieron al señor Devine, que bajaba las escaleras principales y se dirigía hacia ellos.

– ¿Qué demonios estáis haciendo?

– Nada,

– Nada. -El padre de Sean frunció el entrecejo acercándose a la acera-. ¡Haced el favor de salir de en medio!

Subieron a la acera y se colocaron junto a él.

– ¿No erais tres? -El señor Devine miró calle arriba-, ¿Dónde está Dave?

– ¿Qué?

– . Dave. -El padre de Sean miró a su hijo y a Jimmy-, ¿No estaba Dave con vosotros?

– Estábamos peleándonos en la calle.

– ¿Cómo?

– Que nos estábamos peleando en la calle y vinieron los polis.

– ¿Cuándo?

– Debe de hacer unos cinco minutos.

– De acuerdo. Sigamos, vinieron los polis…

– … y se llevaron a Dave.

El padre de Sean volvió a examinar la calle y preguntó:

– ¿Que hicieron qué? ¿Se lo llevaron?

– Para llevarlo a casa, Yo mentí y dije que vivía aquí. Dave dijo que vivía en la zona de las marismas y ellos…

– ¿De qué estáis hablando? Sean, ¿qué aspecto tenían los polis?

– ¿Eh?

– ¿Llevaban uniforme?

– No. No, ellos…

– Entonces, ¿cómo supisteis que eran polis?

– No, ellos…

– Ellos, ¿qué?

– Llevaba una placa -respondió Jimmy-. En el cinturón.

– ¿Qué clase de placa?

– De oro.

– Bien, pero ¿qué llevaba inscrito?

– ¿Inscrito?

– Las palabras, ¿Pudisteis leer las palabras inscritas?

– No. No lo sé.

– ¿Billy?

Todos alzaron la vista al ver a la madre de Sean que estaba de pie en el porche, con el rostro tenso y expresión de curiosidad.

¿Cariño? Llama a la comisaría, ¿de acuerdo? Intenta averiguar si unos policías se han llevado a un niño por pelearse en la calle.

– ¡Un niño!

– Dave Boyle.

– ¡Santo cielo! ¡Su madre!

– Esperemos a ver qué pasa, ¿de acuerdo? Veamos qué nos cuenta la policía, ¿vale?

La madre de Sean entró de nuevo en la casa. Sean miró a su padre. Parecía no saber qué hacer con las manos. Se las metió en los bolsillos, las volvió a sacar y se las secó en los pantalones.

– ¡Que me cuelguen si…! -exclamó suavemente.

Examinó la calle de arriba abajo como si Dave le esperara a la vuelta de la esquina, un espejismo tembloroso que no alcanzara a ver Sean.

– Era marrón -añadió Jimmy.

– ¿Qué?

– El coche. Marrón oscuro. Creo que era un Plymouth o algo parecido.

– ¿Recuerdas algo más?

Sean intentó imaginarse la escena, pero no pudo, Lo único que podía recordar es que algo no le había dejado ver bien las cosas, Algo que había tapado el Pinto color naranja de la señorita Ryan y la parte inferior de los setos, pero Sean era incapaz de recordar el coche en sí mismo.

– Olía a manzanas -declaró,

– ¿Como dices?

– Que olía como a manzanas. El coche olía a manzanas.

– Olía a manzanas -repitió el padre.


Una hora más tarde, en la cocina de Sean, otros dos polis les hicieron un montón de preguntas a Sean y a Jimmy; después apareció un tercer tipo y se puso a dibujar unos esbozos de los hombres a partir de lo que Jimmy y Sean les habían contado, El policía grandote y rubio tenía una apariencia más desagradable en el bloc de dibujo y la cara parecía más grande; sin embargo, a pesar de eso, era él. El otro hombre, al que sólo habían visto de perfil, no se asemejaba a nada, en realidad era una mancha borrosa con pelo negro, ya que Sean y Jimmy no le recordaban muy bien.

Se presentó el padre de Jimmy y se quedó junto a la esquina de la cocina; parecía enfadado y aturdido, con los ojos lacrimosos, un poco intranquilos, como si la pared no dejara de moverse a sus espaldas. No habló con el padre de Sean y los demás tampoco le dijeron nada a él. Al haber silenciado su capacidad habitual de moverse de forma repentina, a Sean le parecía más pequeño, en cierta manera menos real; Sean tenía la sensación de que si apartaba la vista por un instante, al volver a mirarlo se habría fundido con el papel de la pared,

Después de haberlo repasado cuatro o cinco veces, todo el mundo se marchó: los polis, el tipo que había dibujado los esbozos, Jimmy y su padre. La madre de Sean se fue al dormitorio y cerró la puerta; unos minutos más tarde, Sean escuchó el sonido apagado del llanto.

Se sentó en el porche y su padre le dijo que no habían hecho nada malo, que él y Jimmy habían sido muy listos al no subir a aquel coche. Le dio una palmadita en la rodilla y le aseguró que todo saldría bien. «Ya verás cómo Dave ya está en casa esta misma noche.»

Después su padre enmudeció, Tomaba sorbos de cerveza y permanecía sentado junto a él, pero él era consciente de que la mente de su padre estaba muy lejos: tal vez estuviera en el dormitorio trasero con la madre de Sean, o abajo en el sótano construyendo jaulas para pájaros.

Sean alzó los ojos para contemplar la hilera de coches aparcados calle arriba y su resplandeciente brillo. Se dijo a sí mismo que aquello (todo aquello) debía de formar parte de un plan que tuviera sentido. En ese momento era incapaz de entenderlo; sin embargo, sabía que algún día lo comprendería. Había expulsado finalmente por los poros la adrenalina que había circulado por su cuerpo desde el momento en que se habían llevado a Dave en el coche y mientras se peleaba con Jimmy rodando por el suelo, como si se tratara de un desecho,

Observó el lugar donde Jimmy, Dave Boyle y él habían estado peleándose junto al Bel Air; esperó a que los nuevos espacios vacíos que se habían formado a medida que la adrenalina había abandonado su cuerpo se volvieran a llenar. Aguardó a que el plan se formara otra vez y cobrase sentido. Esperó y contempló la calle, percibió sus ruidos, y permaneció así hasta que su padre se puso en pie y volvieron a entrar en casa.


Jimmy regresó a las marismas detrás del viejo. Éste andaba un poco torcido, apuraba totalmente los cigarrillos que se fumaba y le hablaba con voz baja, Con toda probabilidad, cuando llegaran a casa, su padre le daría una paliza, o tal vez no, era demasiado pronto para saberlo. Después de perder el trabajo, le había prohibido a su hijo volver a casa de los Devine; por lo tanto, Jimmy se imaginaba que tendría que pagar por haberse saltado dicha norma. Sin embargo, quizá no ese día, A su padre lo envolvía aquel aire de embriaguez soñolienta que solía indicar que, en cuanto llegaran a casa, se sentaría a la mesa de la cocina y bebería hasta caerse dormido con la cabeza sobre los brazos.

Aun así, Jimmy andaba unos pasos tras él, por si acaso, y lanzaba la pelota al aire y la recogía con el guante de béisbol que había robado de casa de Sean mientras los polis se despedían de los Devine; nadie se había dignado dirigirles la palabra mientras él y su padre se encaminaban pasillo abajo en dirección a la puerta principal. La puerta del dormitorio de Sean estaba abierta y Jimmy había visto el guante en el suelo, con la pelota dentro, y había entrado a cogerlo; después, él y su padre habían salido por la puerta principal. No tenía ni idea de por qué había lobado el guante, No había sido porque su padre le hubiera guiñado el ojo con un gesto de extrañeza y orgullo al ver que lo cogía. ¡A la mierda con todo! ¡A la mierda con él!

Tenía algo que ver con el hecho de que Sean pegara a Dave Boyle, con el hecho de que se hubiera rajado en el momento de robar el coche otras muchas cosas que habían sucedido durante aquel año en que habían sido amigos; Jimmy tenía la sensación de que cualquier cosa que Sean le diera (cromos de béisbol, media barrita de chocolate, lo que fuera) era como una especie de limosna,

Cuando Jimmy cogió el guante y se marchó con él, se sintió eufórico al principio. Se sintió estupendamente. Un poco más tarde, mientras cruzaban la avenida Buckingham, notó aquella vergüenza y aquella turbación que solía experimentar cada vez que robaba algo, una furia contra cualquier cosa o persona que le hiciera obrar de ese modo. UN poco después, mientras bajaban por la calle Crescent y se dirigían a las marismas, notó una punzada de orgullo al contemplar los bloques de tres plantas y luego el guante que llevaba en la mano.

Jimmy había cogido el guante, y se sentía mal por ello. Sean lo echaría en falta. Jimmy cogió el guante, y estaba feliz por haberlo hecho. Sean lo echaría en falta.

Jimmy contempló a su padre tambalearse delante de él; el viejo de mierda tenía toda la pinta de ir a desplomarse en cualquier momento y convertirse en un charco; y Jimmy odiaba a Sean.

Odiaba a Sean y había sido lo bastante estúpido para creer que podían haber sido amigos; tenía la certeza de que conservaría aquel guante durante el resto de su vida, que lo trataría con cuidado, que nunca se lo enseñaría a nadie y que jamás, ni una sola vez, usaría el maldito guante. Preferiría morir a dejar que ello sucediera.

Jimmy contempló cómo las marismas se extendían ante él a medida que él y su viejo caminaban bajo las profundas sombras del ferrocarril urbano y se acercaban al lugar donde la calle Crescent tocaba fondo y los trenes de mercancías pasaban a toda velocidad junto al viejo y destartalado autocine y, a lo lejos, Penitentiary Channel; sabía, en lo más profundo de su corazón, que nunca jamás volverían a ver a Dave Boyle. Donde Jimmy vivía, en Rester, robaban cosas continuamente. A Jimmy le robaron los patines cuando tenía cuatro años y la bicicleta cuando tenía ocho. El coche del viejo había desaparecido. Su madre había empezado a colgar la ropa mojada dentro de casa después de que se la hubieran robado un montón de veces del patio trasero. La sensación que uno tenía cuando le robaban algo era muy diferente de la que uno sentía cuando las cosas se extraviaban. Uno sentía en su corazón que nunca lo recuperaría. Era la misma sensación que tenía con Dave. Tal vez Sean, en aquel mismo momento, se sintiera igual respecto a su guante de béisbol, de pie junto al espacio vacío del suelo donde había estado antes, a sabiendas, más allá de toda lógica, de que nunca jamás lo recuperaría.

Mala suerte porque Jimmy había sentido una gran simpatía por Dave, aunque la mayoría de las veces era incapaz de saber por qué. Había algo en él, tal vez el hecho de que siempre hubiera estado allí, a pesar de que la mitad de las veces uno ni siquiera notara su presencia.

2. CUATRO DÍAS

Tal y como fueron las cosas, Jimmy se equivocaba.

Dave Boyle volvió al vecindario cuatro días después de su desaparición. Regresó en el asiento delantero de un coche de policía. Los dos polis que le llevaron a casa le permitieron jugar con la sirena y tocar la culata de la escopeta que estaba guardada debajo del cuadro de mandos. Le regalaron una placa honorífica y cuando lo dejaron en casa de su madre, en la calle Rester, había periodistas gráficos y de televisión para captar el instante. Uno de los polis, un agente llamado Eugene Kubiaki, sacó a Dave en brazos del coche patrulla haciendo que las piernas del chico se balanceasen sobre la acera hasta colocarlo delante de su temblorosa madre, que reía y lloraba a la vez.

Aquel día había una multitud en la calle Rester: padres, niños, un cartero, los dos hermanos regordetes propietarios de la carnicería que había en la esquina de las calles Rester y Sydney e incluso la señorita Powell, la maestra de quinto curso de Dave y Jimmy de la escuela Lewis M. Dewey. Jimmy estaba con su madre. Ésta reclinaba la nuca de su hijo contra su pecho y le pasaba la húmeda palma de la mano por la frente, como si quisiera asegurarse de que no había cogido nada de lo que Dave tuviera; Jimmy sintió una punzada de celos cuando el agente Kubiaki columpió a Dave por encima de la acera, riéndose ambos como viejos amigos mientras la atractiva señorita Powell aplaudía.

Jimmy quería contar a alguien que él también había estado a punto de subir a ese coche. Deseaba contárselo a la señorita Powell más que a nadie. Era guapa y muy aseada, y cada vez que se reía se descubría uno de sus dientes superiores que estaba un poco torcido, lo que la hacía parecer aún más bella a los ojos de Jimmy, Éste se moría de ganas de explicarle que él había estado a punto de subir al coche, para ver si le miraba de la misma manera que a Dave. Deseaba confesarle que pensaba en ella a todas horas, que en sus pensamientos él era mayor y sabía conducir un coche para llevarla a sitios donde ella le sonreiría sin parar e irían de picnic, que cualquier cosa que él le contara la haría reír y dejaría entrever aquel diente, y ella le tocaría la cara con la palma de la mano.

Sin embargo, la señorita Powell se sentía incómoda allí. Jimmy se dio cuenta de ello. Después de haberle dicho unas cuantas palabras a Dave y de haberle tocado la cara y besado la mejilla (le había besado dos veces) otros se acercaron a Dave; la señorita Powell se hizo a un lado y permaneció en la acera destrozada, observando los bloques torcidos de tres plantas y los desconchones de la capa de brea que dejaban al descubierto la madera que había debajo. A Jimmy le pareció más joven y más dura a la vez, como si de repente hubiera algo monjil en su aspecto; se tocaba la cabeza para sentir el tacto del hábito, movía su nariz de botón con nerviosismo y mostraba su actitud crítica.

Jimmy anhelaba ir hacia ella, pero su madre seguía asiéndole con fuerza, pasando por alto sus intentos de librarse de ella; luego la señorita Powell se encaminó hacia la esquina de Rester y Sydney, y Jimmy vio cómo saludaba a alguien con desesperación. Un tipo de aspecto hippy aparcó su descapotable amarillo de apariencia igualmente hippy, con pétalos descoloridos de flores púrpuras pintadas sobre las puertas curtidas por el sol; la señorita Powell subió al coche y se alejaron. Jimmy se quedó pensando: «¡No!».

Por fin consiguió librarse de las garras de su madre. De pie, en medio de la calle, contempló la multitud que rodeaba a Dave, deseando haber subido al coche, aunque sólo fuera para sentir la admiración que su amigo estaba recibiendo en aquel momento y notar que todos aquellos ojos le miraban como si fuera alguien especial.

La calle Rester se convirtió en una gran fiesta, todo el mundo corría de una cámara a otra con la esperanza de salir por televisión o en los periódicos de la mañana: «Sí, conozco a Dave, es mi mejor amigo, crecí con él, es un chico estupendo, ¿saben?, gracias a Dios que está bien…».

Alguien abrió una boca de riego y el agua salió a chorro por la calle Rester como un suspiro de alivio; los niños lanzaron los zapatos a la alcantarilla, se arremangaron los pantalones y empezaron a bailar entre los borbotones de agua. Apareció el camión de los helados y a Dave le dijeron que podía escoger lo que quisiera, gratis; incluso el señor Pakinaw, un viudo viejo y desagradable que solía disparar su carabina de aire comprimido a las ardillas (ya veces también a los niños, si los padres no miraban) y que se pasaba el día gritando a la gente que se callara, abrió las ventanas, apoyó los altavoces junto a los cristales, y en un momento estábamos oyendo a Dean Martin cantar Memories Are Made of This, Volare y otras canciones igualmente horrorosas; en circunstancias normales Jimmy habría vomitado al oírlas, pero ese día eran apropiadas. La música flotaba por la calle Rester como relucientes serpentinas de papel crep y se mezclaba con el chorro estridente del agua al salir de la boca de riego. Algunos de los tipos que organizaban las partidas de cartas en la trastienda de la carnicería sacaron una mesa plegable y una pequeña barbacoa; al poco rato, alguien acarreó unas neveras portátiles llenas de Schlitz y Narragansett, y el aire se hizo espeso por el olor de los perritos calientes y las salchichas italianas a la parrilla. El olor a humo y a carbonilla que flotaba por el aire y el olorcillo a latas de cerveza abiertas le recordó a Jimmy el Fenway Park, los domingos de verano y la profunda alegría que sentía uno en el corazón cuando los adultos daban patadas al balón y se comportaban un poco como niños, todo el mundo riendo, con apariencia más joven y más ligera y felices de estar todos reunidos.

Eso era lo que, incluso desde lo más profundo de su odio después de que su viejo le pegara una paliza o después de que le hubieran robado algo que le gustaba mucho, precisamente esos momentos eran lo que en verdad hacía que a Jimmy le gustara tanto vivir allí. La forma en que la gente podía olvidarse de repente de un año de dolores y quejas, de labios agrietados, de preocupaciones laborales y de viejos rencores para dejarse ir, como si en su vida no hubiera sucedido nada malo. El día de San Patricio, el día de Buckingham, a veces el Cuatro de Julio, o cuando los Sox jugaban bien en el mes de septiembre o, como en aquel mismo momento, cuando se recuperaba algo colectivo que había desaparecido (especialmente en esos momentos), la gente del vecindario era capaz de irrumpir en una especie de delirio frenético.

Nada parecido sucedía arriba en la colina. Seguro que allí también organizaban fiestas de vecinos, pero siempre las planificaban con antelación, obtenían los permisos necesarios, todo el mundo se aseguraba de que los demás tuvieran cuidado con los coches y con el jardín; seguro que decían cosas del estilo: «¡Cuidado, acabo de pintar la valla!».

En las marismas, la mitad de la gente no tenía jardín y las vallas se caían a trozos, por lo tanto ¡qué más daba! Cuando uno tenía ganas de celebrar algo, sencillamente lo hacía, porque no había ninguna duda de que se lo merecía, joder. Ese día no había ningún jefe, ni asistentes sociales ni guardaespaldas de algún prestamista explotador. Y con respecto a los polis, los dos agentes estaban celebrándolo con todos los demás; el agente Kubiaki se estaba sirviendo una salchicha picante en un panecillo alargado de la barbacoa, mientras su compañero se guardaba una cerveza en el bolsillo para más tarde, Todos los periodistas ya se habían ido a casa y el sol empezaba a ponerse, revistiendo la calle de aquella luz que indicaba que era hora de cenar, aunque ninguna de las mujeres cocinaba y nadie entraba en casa.

A excepción de Dave. Jimmy se dio cuenta de que Dave se había ido cuando salió de debajo de la boca de riego; se bajó la vuelta del pantalón y se puso la camiseta de nuevo mientras se colocaba a la cola de los perritos calientes. La fiesta de Dave estaba en su máximo apogeo, pero Dave debía de haber entrado en casa, junto con su madre, y cuando Jimmy miró las ventanas de la segunda planta vio que las cortinas estaban corridas y solitarias.

Aquellas cortinas echadas, por algún motivo, le hicieron pensar en la señorita Powell y en el momento en que se subió al coche hippy; y al recordarse mirándola doblar la pantorrilla derecha y el tobillo para introducirlos en el coche antes de cerrar la puerta, se sintió sucio y triste. ¿Adónde habría ido? ¿Se encontraría en la autopista en aquel momento, con el viento entrando a raudales por su cabello del mismo modo que las notas musicales corrían por la calle Rester? ¿Estarían viendo anochecer desde aquel coche hippy mientras se dirigían a… dónde? Jimmy deseaba saberlo, pero a la vez no lo deseaba. La vería en la escuela al día siguiente, a no ser que les dieran un día de fiesta a todos para celebrar el regreso de Dave, y aunque tendría ganas de preguntárselo, no lo haría.

Jimmy cogió el perrito caliente y se sentó en la acera de enfrente de casa de Dave para comérselo. Cuando ya había engullido más de la mitad, se percató de que descorrían una de las cortinas y vio a Dave de pie junto a Ia ventana, mirándole fijamente. Jimmy Ievantó su perrito caliente a medio comer en señal de reconocimiento, pero Dave no le devolvió el saludo, a pesar de que Jimmy lo intentó una segunda vez. Dave sólo le miraba fijamente. Le seguía mirando con atención y aunque Jimmy no alcanzaba a verle los ojos, podía notar en ellos vacío, vacío y culpa.

La madre de Jimmy se sentó junto a él en la acera y Dave se alejó de la ventana, La madre de Jimmy era una mujer delgada y pequeña con un color de pelo muy claro. Para ser una persona tan delgada, se movía como si llevara un montón de ladrillos sobre cada hombro, y suspiraba sin parar de una manera que Jimmy no sabía si se daba cuenta de que aquellos sonidos salían de su interior. Solía mirar sus fotografías de antes de que estuviera embarazada de él y parecía más delgada y mucho más joven, como una adolescente (de hecho, cuando hizo los cálculos, se dio cuenta de que lo era). En las fotografías tenía la cara más redonda, sin arrugas alrededor de los ojos o en la frente, y tenía esa sonrisa tan amplia y tan atractiva que la hacía parecer un poco asustada, o tal vez curiosa, aunque Jimmy nunca llegó a saberlo con certeza. Su padre le había contado mil veces que Jimmy casi la había matado al nacer, y que sangró tanto que a los médicos les preocupaba que no se detuviera la hemorragia, Su padre le había explicado que aquello casi acaba con ella y que, sin lugar a dudas, ya no habría más niños. Nadie querría tener que volver a pasar por lo mismo.

Colocó la mano encima de la rodilla de Jimmy y preguntó a su hijo:

– ¿Cómo va todo, G.l. Joe?

Su madre siempre usaba motes diferentes para llamarlo, a menudo, recién inventados; por lo tanto, la mitad de las veces Jimmy no sabía a que hacían referencia esos nombres,

Se encogió de hombros y exclamó:

– ¡Ya ves!

– No le has dicho nada a Dave.

– Si ni siquiera me soltaste, mamá.

Su madre levantó la mano de la rodilla de su hijo y se abrazó a sí misma para protegerse del frío que, a medida que se hacía de noche, iba en aumento.

– Quiero decir después, cuando aún no había entrado en casa.

– Ya le veré mañana en el colegio.

Su madre se metió la mano en el bolsillo para coger el paquete de Kent, se encendió uno, expulsó el humo con rapidez y añadió:

– No creo que vaya mañana.

Jimmy se acabó el perrito caliente y afirmó:

– Bien, entonces pronto, ¿de acuerdo?

Su madre asintió con la cabeza y echó un poco más de humo por la boca. Se sostuvo un codo en la mano, siguió fumando y, mientras observaba la ventana de Dave, le preguntó:

– ¿Cómo te ha ido hoy el colegio? -aunque no parecía estar muy interesada en la respuesta.

Jimmy se encogió de hombros y respondió:

– Bien.

– He conocido a tu maestra. Es mona.

Jimmy no pronunció palabra alguna.

– Muy mona -repitió la madre, a la vez que expulsaba una bocanada de humo gris,

Jimmy seguía sin decir nada. La mayor parte del tiempo no sabía qué decir a sus padres. Su madre siempre estaba cansada. Se quedaba mirando fijamente lugares que Jimmy no alcanzaba a ver y fumaba sus cigarrillos, y la mitad del tiempo ni le oía hasta que él no le había repetido las cosas dos veces. Su padre casi siempre estaba cabreado, e incluso cuando no lo estaba y podía llegar a ser amable y divertido, Jimmy sabía que en cualquier momento se podía convertir en un borracho cabreado que le pegaría por decir algo de lo que media hora antes quizá habían estado riéndose. Tenía el convencimiento de que por mucho que intentara hacer ver que era de otra forma, tenía a su padre y a su madre dentro de él: los largos silencios de su madre y los repentinos ataques de cólera de su padre.

Cuando Jimmy no se preguntaba qué significaría ser el novio de la señorita Powell, se preguntaba lo que sería ser su hijo.

Su madre lo estaba mirando en aquel momento, sosteniendo el cigarrillo junto a la oreja, los ojos pequeños y penetrantes.

– ¿Qué? -preguntó, y le sonrió nervioso.

– Tienes una sonrisa maravillosa, Cassius Clay -confesó, devolviéndosela a su vez.

– ¿De verdad?

– ¡Y tanto! ¡Vas a ir rompiendo corazones por ahí!

– Pues muy bien -respondió Jimmy, y ambos se echaron a reír.

– Podrías hablar un poco más -le sugirió la madre.

«Y tú también», le hubiera gustado decir a Jimmy.

– Sin embargo, ya está bien. A las mujeres nos gustan los hombres que no hablan mucho.

Por encima del hombro de su madre, Jimmy vio que su padre salía de la casa a trompicones, con la ropa arrugada y la cara hinchada por el sueño o por la bebida, o por ambas cosas. Observaba la fiesta que se estaba celebrando delante de sus narices como si no supiera de dónde había surgido todo aquello.

La madre siguió la mirada de Jimmy y cuando volvió a posar la vista en él, estaba otra vez agotada; la sonrisa había desaparecido de su rostro de forma tan repentina que era difícil imaginarse que fuera capaz de sonreír.

– ¡Eh, Jim!

Le encantaba cuando le llamaba «Jim». Le hacía sentir que estaban haciendo algo juntos.

– ¿Sí?

– Estoy muy contenta de que no subieras a ese coche, cariño.

Le besó la frente y Jimmy vio cómo le brillaban los ojos; después se puso en pie y se dirigió hacia el lugar donde estaban las otras madres y dio la espalda a su marido.

Jimmy alzó los ojos y se dio cuenta de que Dave volvía a observarle desde la ventana, pero entonces había detrás de él una tenue luz amarillenta en algún lugar de la habitación. Esa vez, Jimmy ni siquiera se esforzó en saludarle. Al haberse marchado ya la policía y los periodistas, y al estar la fiesta en pleno apogeo, era muy probable que nadie recordara qué la había motivado. Jimmy notaba que Dave estaba solo en su casa, a excepción de su madre desequilibrada, rodeado de paredes marrones y mortecinas luces amarillentas mientras la fiesta vibraba abajo en la calle.

Una vez más, él también estaba contento de no haber subido a aquel coche.

Mercancía dañada. Eso era lo que el padre de Jimmy le había dicho a su mujer la noche anterior:

– Aunque lo encuentren con vida, el niño será mercancía dañada. Nunca volverá a ser el mismo.

Dave alzó una mano. La mantuvo en alto junto al hombro, pero no la movió durante un buen rato, y mientras le devolvía el saludo, Jimmy sintió que le invadía una sensación de tristeza, que se iba haciendo más profunda y se extendía en pequeñas ondas. No sabía si la tristeza tenía algo que ver con su padre, con su madre, con la señorita Powell, con aquel lugar o con el hecho de que Dave, de pie junto a la ventana, mantuviera la mano alzada de una forma tan estática; pero cualquiera que fuera el motivo (alguna de esas razones o todas a la vez), estaba convencido de que nunca podría librarse de la sensación. Jimmy, sentado en la acera, tenía once años, pero ya no se sentía un niño. Se sentía viejo. Viejo como sus padres y como aquella calle.

«Mercancía dañada», pensó, y dejó caer la mano sobre su regazo. Observó que Dave lo saludaba con la cabeza antes de echar las cortinas y de adentrarse de nuevo en aquel piso demasiado tranquilo, de paredes marrones y relojes que hacían tictac; Jimmy sintió la tristeza arraigarse en él, acurrucarse en su interior como si buscara un cálido hogar, y ni siquiera se esforzó en desear que se fuera, porque una parte de él comprendió que era inútil.

Se levantó de la acera, sin saber durante un momento qué iba a hacer a continuación. Sintió aquella necesidad imperiosa y nerviosa de pegarle a alguien o de hacer algo nuevo e imprudente. Pero entonces las tripas empezaron a gruñirle y se dio cuenta de que aún tenía hambre, por lo que se fue a buscar otro perrito caliente con la esperanza de que todavía quedaran algunos.


Durante unos cuantos días, Dave Boyle se convirtió en una especie de celebridad, no sólo en el vecindario, sino en todo el estado. Los titulares del Record American de la mañana siguiente decían: NIÑO PERDIDO/NIÑO ENCONTRADO, La fotografía sobre el pliegue del periódico mostraba a Dave sentado con los hombros caídos, a su madre ciñéndole el pecho con unos brazos delgados y a un montón de niños sonrientes de las marismas que hacían muecas ante la cámara a los lados de ambos; todo el mundo parecía de lo más feliz, a excepción de la madre de Dave, que tenía el aspecto de acabar de perder el autobús en un día gélido.

Los mismos niños que habían aparecido junto a él en la portada del periódico empezaron a llamarle «el bicho raro» a la semana de haber vuelto a la escuela. Si Dave les miraba a la cara, notaba un rencor que no estaba muy seguro de que ellos comprendieran mejor que él. Su madre le decía que seguramente provenía de sus padres y «no les hagas caso, Dave, tarde o temprano se cansaran, se olvidaran de todo y el año que viene volverán a ser amigos tuyos».

Dave asentía y se preguntaba si habría algo en él, quizá una cicatriz en la cara que él no viese, por lo que todo el mundo deseara hacerle daño. Como los tipos del coche. ¿Por qué le habían escogido a él? ¿Cómo habían sabido que él subiría en el coche, mientras que Jimmy y Sean no lo harían? Recordándolo, era la impresión que tenía, Esos hombres (sabía sus nombres, o como mínimo los nombres que habían usado para llamarse entre ellos, aunque nunca había tenido el valor suficiente para pronunciarlos) habían tenido la certeza de que Sean y Jimmy no habrían subido al coche. Con toda probabilidad, Sean habría salido corriendo hacia su casa, gritando, y Jimmy… A Jimmy tendrían que haberle dejado sin conocimiento para meterlo en el coche, Incluso el Gran Lobo lo había comentado cuando ya llevaban unas cuantas horas de coche: «¿Te fijaste en el crío ése que llevaba la camiseta blanca? Por la forma en que me miró, sin ningún rastro de miedo ni nada, está claro que algún día se va a cargar a alguien y que además eso no le quitará el sueño».

Su compañero, el Lobo Grasiento, le respondió con una sonrisa:

– Un poco de pelea no habría estado mal.

El Gran Lobo negó con la cabeza y añadió:

– Si hubiéramos intentado meterle en el coche, te habría arrancado el dedo pulgar a mordiscos. Hicimos bien en dejar a ese cabroncete en paz.

El hecho de ponerles motes estúpidos le servía de ayuda: el Gran Lobo y el Lobo Grasiento. Le ayudaba a verlos como criaturas, como lobos escondidos bajo la apariencia de humanos, y a verse él mismo como el personaje de una historia: el niño secuestrado por los lobos. El niño que consiguió escapar, atravesar los húmedos bosques y llegar hasta una gasolinera. El niño que no había perdido la calma ni la astucia, y que siempre buscaba una salida.

Sin embargo, en la escuela, era tan sólo el niño que se habían llevado, y todo el mundo dejaba volar la imaginación con respecto a lo que habría sucedido durante aquellos cuatro días en que estuvo perdido. Una mañana, en el lavabo, un alumno de séptimo curso llamado Junior McCaffery se acercó con cautela al urinario que había junto al de Dave y le preguntó:

¿Te obligaron a chupársela?

Y todos sus amigos de séptimo empezaron a reírse y a hacer ruiditos, como si se besaran.

Dave se subió la cremallera con manos temblorosas, la cara sonrojada y se dio la vuelta para ponerse de cara a Junior McCaffery. Intentó mirarle con malicia, pero Junior frunció el entrecejo y le abofeteó. El sonido retumbó por todo el cuarto de baño. Un chico de séptimo empezó a jadear como una chica.

– ¿Tienes algo que decir, mariquita? ¿Eh? -le preguntó-. ¿Quieres que te vuelva a pegar, mariposón?

– ¡Está llorando! -exclamó alguien.

– ¡Es verdad! -chilló Junior McCaffery, y Dave empezó a llorar con más intensidad.

Sentía cómo el entumecimiento de su rostro se convertía en una punzada, pero no era el dolor lo que le preocupaba. El dolor nunca le había inquietado en lo más mínimo y nunca le había hecho llorar, ni siquiera cuando se cayó de la bicicleta y se torció el tobillo al clavarse el pedal, yeso que le habían tenido que dar siete puntos. Era toda aquella serie de emociones que expresaban tumultuosamente los chicos del lavabo lo que le dolía. Odio, aversión, ira y desprecio. Todo eso dirigido contra él. No comprendía por qué. No se había metido con nadie en toda su vida; aun así, le odiaban. Y ese odio le hacía sentir huérfano. Le hacía experimentar una sensación de putrefacción, culpa e insignificancia; lloraba porque no quería sentirse así.

Todos se burlaron de sus lágrimas. Junior bailó a su alrededor por un momento, haciendo contorsiones y muecas con el rostro mientras imitaba los lloriqueos de Dave. Cuando, al fin, Dave consiguió controlar la situación y reducir sus lágrimas a algunos ruidos nasales, Junior le abofeteó de nuevo, en el mismo lugar y con la misma fuerza.

– ¡Mírame! -le ordenó, y Dave notó que le brotaba de los ojos un nuevo torrente de lágrimas-. ¡Mírame!

Dave alzó los ojos y le miró con la esperanza de ver compasión, humanidad o incluso lástima (él hubiera sentido lástima) en su rostro, pero lo único que atisbó fue una mirada feroz y sonriente.

– Sí -dijo Junior-, seguro que se la chupaste.

Le propinó otro bofetón a Dave y éste dejó caer la cabeza y se agachó; Junior se fue con sus amigos, que no dejaban de reír al salir del lavabo.

Dave recordó algo que le dijo una vez el señor Peters, un amigo de su madre que a veces se quedaba a pasar la noche: «Hay dos cosas que un hombre no puede permitir que le hagan: que le escupan o que le hagan un desaire. Ambas cosas son peores que un puñetazo; si alguien te hace alguna de esas dos cosas, mátalo si puedes».

Dave se sentó en el suelo del cuarto de baño y deseó sentir aquello en su interior: el deseo de matar a alguien. Se imaginó que empezaría con Junior McCaffery, y que continuaría con el Gran Lobo y con el lobo Grasiento si se los volvía a encontrar alguna vez. Pero la verdad es que dudaba que fuera capaz de hacerlo. No sabía por qué cierta gente era mala con los demás. No lo entendía de ninguna de las maneras.

Después del incidente del cuarto de baño, se corrió la voz por toda la escuela de lo que había pasado; por lo tanto, todos los alumnos a partir del tercer curso se enteraron de lo que Junior McCaffery le había hecho a Dave y de la forma en que éste había reaccionado. Se llegó a un acuerdo, y Dave se percató de que incluso los pocos compañeros de clase que habían sido más o menos amigos suyos al volver a la escuela, empezaron a tratarle como si fuera un leproso.

No es que todos ellos susurraran la palabra marica cuando él iba por el pasillo o se pasaran la lengua por las comisuras de los labios. De hecho, la mayoría de sus compañeros sencillamente pasaban de él. Pero en cierto modo, era mucho peor. Se sentía aislado a causa de aquel silencio.

Si se encontraban por casualidad al salir de casa, Jimmy Marcus solía andar en silencio junto a él de camino a la escuela, ya que habría sido violento no hacerlo, y solía saludarle cuando se lo encontraba en el pasillo o cuando coincidía con él en la cola que se formaba para entrar en clase. Cada vez que sus miradas se cruzaban, Dave notaba una extraña mezcla de lástima e incomodidad en el rostro de Jimmy, como si este deseara decirle algo y fuera incapaz de expresarlo con palabras; en el mejor de los casos, Jimmy nunca había sido muy hablador, a no ser que se le ocurriera alguna idea descabellada, como saltar a las vías del tren o robar un coche. Sin embargo, Dave tenía la sensación de que su amistad (en verdad, no estaba seguro de que hubieran sido realmente muy amigos; recordaba con algo de vergüenza todas las veces que había tenido que insistir en su camaradería con Jimmy) acabó en el momento en que él subió al coche y Jimmy se quedó inmóvil en medio de la calle.

Jimmy, tal y como fueron las cosas, no seguiría en la misma escuela que Dave; durante mucho más tiempo; por lo tanto, los paseos que hacían que juntos, a la larga, tocarían a su fin. En la escuda, Jimmy siempre había sido amigo de Val Savage, un psicótico bajito y con cerebro de chimpancé, al que expulsaron dos veces y que podía convertirse en una tormenta de arena repentina y violenta que hacía que todo el mundo, tanto profesores como alumnos, se cagara de miedo. El chiste que circulaba acerca de Val (aunque nadie se atrevía a contarlo si él estaba cerca) era que sus padres no ahorraban para pagarle los estudios universitarios, sino para costearle la fianza. Incluso antes de que Dave subiera a aquel coche, Jimmy siempre andaba con Val en la escuela. A veces le dejaban que fuera con ellos cuando hacían alguna incursión en la cocina del colegio en busca de algún bocadillo o cuando habían descubierto algún tejado nuevo para escalar; después del incidente del coche, le excluyeron incluso de eso. Cuando no le odiaba por haberle exiliado de forma tan repentina, Dave se percató de que la oscura nube que a veces se cernía sobre Jimmy se había convertido en algo permanente, como un halo invertido. Jimmy parecía mayor y más triste últimamente.

Al final, consiguió robar un coche. Había pasado casi un año desde su primer intento en la calle de Sean y eso hizo que lo expulsaran para siempre de la escuela Lewis M. Dewey; tenía que atravesar media ciudad en autobús para llegar a la escuela Carver y averiguar cómo era la vida para un chico blanco procedente de East Buckingham en una escuela en la que casi todo el mundo era negro. Sin embargo, a Val le hacían ir en el mismo autobús que a él y Dave se percató de que bien pronto se habían convertido en el terror de Carver, dos chicos blancos que estaban tan locos que no le tenían miedo a nada.

El coche era un descapotable. Dave oyó rumores de que pertenecía a un amigo de uno de los profesores, aunque nunca se enteró de cuál. Jimmy y Val lo robaron del aparcamiento de la escuela mientras los profesores, junto a sus cónyuges y amigos, celebraban una fiesta de final de curso en la sala de profesores después de las clases. Jimmy se puso al volante, y él y Val dieron una buena vuelta alrededor de Buckingham; iban tocando la bocina, saludaban a las chicas y aceleraban, hasta que los vio un coche patrulla y acabaron destrozando el coche al chocar contra un contenedor de escombros que había detrás de la tienda Zayres en Rome Basin. Val se torció el tobillo al salir del coche, y Jimmy, que ya estaba subiendo por una valla que conducía a un solar, regresó para ayudarle; Dave siempre se lo imaginó como un fragmento de una película de guerra: el valiente soldado que vuelve atrás para rescatar a su compañero herido, con las balas zumbando a su alrededor (a pesar de que Dave dudaba que los polis hubieran disparado, lo hacía parecer más emocionante). Los policías les pillaron allí mismo y tuvieron que pasar una noche en un centro de detención para menores. Les permitieron acabar sexto, ya que sólo quedaban unos días de clase; luego les dijeron a sus padres que tendrían que buscar otra escuela para la educación de sus hijos.

Después de aquel incidente, Dave apenas veía a Jimmy, tal vez una o dos veces al año hasta que llegaron a la adolescencia. La madre de Dave sólo le dejaba salir de casa para ir y volver de la escuela. Estaba convencida de que aquellos hombres aún seguían fuera, a la espera, en el coche que olía a manzanas y persiguiendo a Dave como misiles termodirigidos.

Dave sabía que no le perseguían. Al fin y al cabo, eran lobos y éstos olían la noche en busca de la presa más cercana y más débil; después la cazaban. Sin embargo, pensaba en todo ello más a menudo: en el Gran Lobo y en el Lobo Grasiento, junto con los recuerdos de lo que le habían hecho. Rara vez soñaba con ellos, pero se deslizaban hasta él entre la terrible calma del piso de su madre, entre los largos y tranquilos períodos de silencio en los que intentaba leer libros de cómics, ver la tele u observar la calle Rester desde la ventana. Se le aparecían y Dave cerraba los ojos con la intención de hacerlos desaparecer; intentaba olvidarse de que el Gran Lobo se llamaba Henry, y el Lobo Grasiento, George.

Henry y George, gritaba una voz junto con el torbellino de visiones que le aparecían en la mente. Henry y George, Henry y George, Henry y George, mierdecilla.

Dave solía decir a la voz que oía en su cabeza que él no era una mierdecilla. Él era el chico que había conseguido escapar de los lobos. A veces, para mantener aquellas visiones a raya, recordaba con todo lujo de detalles cómo se había escapado: la hendidura que había visto en la bisagra del tabique de la puerta, el sonido del coche al alejarse cuando se iban a tomar unas copas, el destornillador sin empuñadura que había utilizado para agrandar la grieta, cómo hizo saltar la bisagra oxidada junto con un trozo de madera en forma de hoja de cuchillo. Había conseguido salir por lo puerta, él, aquel chico que era listo, y se había abierto paso con dificultad a través del bosque, siguiendo el sol de última hora de la tarde, hasta llegar a una gasolinera que debía de estar a casi dos kilómetros de distancia. Le había impresionado mucho verla (el letrero redondo azul y blanco ya encendido pese a que aún había luz natural.) Dave, al ver el neón blanco, sintió una punzada de dolor que le hizo arrodillarse allí donde acababa el bosque y empezaba el antiguo asfalto de color gris. Así es como lo encontró Ron Pierrot, el dueño de la gasolinera: de rodillas y con la mirada fija en el letrero. Ron Pierrot era un hombre delgado, pero tenía unas manos que parecían capaces de romper una tubería de plomo. Dave a menudo se preguntaba qué habría sucedido si el chico que escapó de los lobos hubiera sido en realidad el personaje de una película. Porque él y Ron se habrían hecho amigos y Ron le habría enseñado todas esas cosas que los padres enseñan a sus hijos; ensillarían los caballos, cargarían los rifles y habrían partido en busca de interminables aventuras. Se lo habrían pasado muy bien, Ron y el chico. Habrían sido héroes, en medio de la naturaleza, y habrían vencido a todos aquellos lobos.

En el sueño de Sean, la calle se movía. Observaba la puerta abierta del coche que olía a manzanas, y la calle le asía los pies y tiraba de él. Dave estaba dentro, acurrucado en uno de los extremos del asiento junto a la puerta, con la boca abierta y profiriendo un grito inaudible, mientras la calle se llevaba a Sean hacia el coche. Todo lo que alcanzaba a ver en el sueño era esa puerta abierta y el asiento trasero. No podía ver al tipo que tenía aspecto de poli. Tampoco podía ver al compañero que se había quedado sentado en el asiento de al Iado. Era incapaz de ver a Jimmy, a pesar de que éste no se había movido de su lado ni un instante. Sólo podía ver en aquel asiento a Dave, la puerta y la basura que había en el suelo. Se dio cuenta de que aquél era el timbre de la alarma que no había oído: que había basura en el suelo. Envoltorios de comida rápida, bolsas arrugadas de patatas fritas, latas de cerveza y de gaseosa, tazas de poliestireno para el café y una camiseta sucia de color verde. Hasta que no se despertó y analizó el sueño no se percató de que el suelo del asiento trasero en el sueño era idéntico al suelo del coche en la vida real, y de que no se había acordado de la basura hasta ese momento. Ni siquiera cuando los polis fueron a su casa y le pidieron que hiciera todo lo posible para intentar recordar cualquier detalle que podría habérsele pasado por alto, se le ocurrió que la parte trasera del coche estaba sucia, pues no lo recordaba. Sin embargo, en el sueño habia vuelto a la memoria, y aquello, más que cualquier otra cosa, era lo que le había hecho percatarse, en cierto modo, de que había algo que no encajaba con el «poli», «su compañero» y el coche. Sean nunca había visto el asiento trasero de un coche patrulla en la vida real, al menos desde tan cerca, pero en cierta forma intuía que no estaría lleno de basura. Tal vez debajo de toda la basura había corazones de manzana medio comer, y por eso el coche olía de aquel modo.

Un año después de la desaparición de Dave, su padre entró en su dormitorio para decirle dos cosas.

Lo primero que le dijo fue que le habían aceptado en la escuela Latin, y que empezaría allí los estudios de séptimo curso en septiembre. Le confesó que tanto él como su madre estaban muy orgullosos de él. Latin era la escuela a donde uno iba si quería llegar a ser algo en la vida.

Lo segundo que le dijo a Sean, como quien no quiere la cosa y cuando ya estaba saliendo por la puerta fue:

– Han cogido a uno, Sean.

– ¿Qué?

– A uno de los tipos que se llevó a Dave. Le pillaron y ahora está muerto. Se ha suicidado en la celda.

– ¿De verdad?

Su padre le miró de nuevo y añadió:

– De verdad. Ahora ya no tendrás más pesadillas.

Sin embargo, Sean le preguntó:

– ¿Y el otro?

– El tipo al que cogieron -prosiguió su padre- contó a la policía que su compañero había muerto, que había perdido la vida en un accidente de coche el año anterior, ¿de acuerdo? -Le miró de tal forma que Sean tuvo la certeza de que aquélla sería la última vez que hablaría del tema-. Así que, arréglate un poco antes de bajar a cenar.

Su padre salió de la habitación y Sean se sentó en la cama; el colchón estaba un poco hundido en el lado en que había colocado su nuevo guante de béisbol con una pelota dentro, muy bien envuelto con gruesas cintas elásticas de color rojo.

El otro también había muerto. En un accidente de coche. Sean albergaba la esperanza de que hubiera ido conduciendo el coche que olía a manzanas, de que se hubiera caído por un precipicio y que, tanto él como el coche, hubieran ido a parar directamente al infierno.

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