II. SINATRAS DE OJOS TRISTES

(2000)

3. LAGRIMAS EN EL PELO

Brendan Harris amaba a Katie Marcus con locura; era como un amor de película, con una orquesta que le hacía bombear la sangre y que le anegaba los oídos. La amaba cuando se despertaba, cuando se iba a dormir, las veinticuatro horas del día y segundo a segundo. Brendan Harris amaría a Katie Marcus aunque ésta fuera gorda y fea. La amaría aunque tuviera un cutis repugnante, vello sobre el labio superior y aunque careciera de pechos. Seguiría queriéndola incluso sin dientes y calva.

Katie. La vibración que le recorría el cerebro cada vez que pronunciaba su nombre era suficiente para que Brendan sintiera que sus miembros estaban repletos de óxido nitroso, como si fuera capaz de andar sobre el agua, levantar un tractor del suelo y lanzarlo al otro lado de la calle cuando hubiera acabado de usarlo.

En ese momento Brendan Harris amaba a todo el mundo porque él quería a Katie y ésta le quería a él. A Brendan le encantaba el tráfico, la niebla tóxica y el sonido de las taladradoras. Amaba a su viejo inútil, que no le había mandado ni una sola postal de felicitación por su cumpleaños ni por Navidad desde que abandonara a Brendan y a su madre cuando éste tenía seis años. Le gustaban los lunes por la mañana, las comedias que no harían reír ni a un retrasado mental y hacer cola en el Registro de Vehículos. Incluso adoraba su trabajo, aunque nunca pensara volver.

Brendan iba a dejar su casa a la mañana siguiente, iba a abandonar a su madre, iba a salir por aquella ajada puerta y a bajar por las escaleras resquebrajadas, subiría por la amplia avenida llena de coches aparcados en doble fila por doquier y en la que todo el mundo se sentaba en la entrada de las casas; tenía intención de salir de allí como si formara parte de una maldita canción de Springsteen, pero no el Springsteen de Nehraska o Ghost of Tom Joad, sino el de Born to Run, Two Hearts Are Better Than One o Rosalita, Won't You Come Out Tonight? El Bruce del himno. Sí, un himno. Eso es lo que sería cuando bajara por en medio del asfalto, por mucho que los parachoques le rozaran las piernas y la gente tocara la bocina; recorrería esa calle y llegaría al mismísimo centro de Buckingham para cogerle la mano a Katie, para dejarlo todo atrás para siempre y subirse a aquel avión con destino a Las Vegas y casarse, con los dedos entrelazados, Elvis leyendo la Biblia y preguntándole si aceptaba a aquella mujer, y Katie diciendo que aceptaba a ese hombre y después… Después a olvidarse de todo: estarían casados, se habrían ido y no tenían intención de regresar, de ningún modo, sólo serían él y Katie y el resto de sus vidas abierto y limpio ante ellos como un alma despojada de pasado, aislada del mundo.

Contempló su dormitorio. Ya había hecho las maletas. Había guardado los cheques de viaje de American Express, los zapatos, las fotografías de Katie y de él, el reproductor de CD portátil, los CD y el neceser.

Observó lo que dejaba atrás. El póster de Bird y Parrish. El de Fisk saludando a la gente del festival que habían organizado en el 75. El póster de Sharon Stone, enfundada en un vestido blanco de tubo (aunque enrollado debajo de la cama desde la primera noche en que él y Katie se habían acostado allí), la mitad de sus discos compactos. ¡Maldita sea! La mayoría sólo los había podido escuchar dos veces. ¡MC Hammer, por el amor de Dios! ¡Billy Ray Cyrus, santo cielo! Un par de altavoces Sony muy buenos que había usado para complementar un ordenador Jensen, que sumaban doscientos vatios, y que había comprado el verano anterior con el dinero que había ganado montando techos para Bobby O'Donnell.

Aquello había sido lo que le permitió acercarse a Katie lo suficiente para iniciar una conversación. ¡Dios! ¡Solo hacía un año! A veces le parecía que habían pasado diez años, en el buen sentido, mientras que otras tan solo un minuto. Katie Marcus. Por supuesto, ya la había visto con anterioridad, al igual que toda la gente del barrio. ¡Era tan atractiva! Sin embargo, muy poca gente la conocía en realidad. La belleza podía causar esos efectos: que la gente se asustara y que te mantuviera a distancia. No era como en las películas, en que la cámara hace que la belleza parezca algo que te invita a participar. En el mundo real, la belleza era como una valla que te dejaba fuera y que te hacía retroceder.

Pero Katie, curiosamente, desde el primer día que pasó con Bobby O'Donnell por la obra y éste se fue apresuradamente con algunos de sus chicos a la ciudad por asuntos urgentes, dejándola atrás como si se hubiera olvidado de su existencia, desde aquel primer día, ella se había convertido en una persona sencilla y muy normal; hablaba con Brendan con mucha naturalidad mientras éste colocaba láminas de metal en el tejado. Sabía incluso cómo se llamaba y le había dicho: «¿Cómo puede ser que un tipo tan majo como tú, Brendan, trabaje para Bobby O'Donnell?». Brendan. La palabra le salió de la boca como si la dijera cada día; y allí arriba, Brendan, arrodillado al borde del tejado, sintió que estaba a punto de desmayarse, sí, sí, de desmayarse, era algo serio. Así era cómo le hacía sentirse.

Al día siguiente, tan pronto como le llamara, se irían; se marcharían juntos y para siempre.

Brendan, tumbado en la cama, se imaginaba que el rostro de Katie flotaba por encima de él. Sabía que no podría dormir, estaba demasiado emocionado. Sin embargo, no le importaba. Siguió allí echado, mientras Katie flotaba y sonreía, con los ojos resplandecientes en la oscuridad de detrás de sus ojos.


Aquella noche, después de salir del trabajo, Jimmy Marcus fue a tomarse una cerveza al Warren Tap con su cuñado, Kevin Savage. Se sentaron junto a la ventana y se dedicaron a observar a unos niños que jugaban al hockey en la calle. Eran seis y se batían contra la oscuridad; esta hacía imposible vislumbrar los rasgos de su rostro. El Warren Tap quedaba enclavado en una calle lateral del antiguo barrio de ganaderos. Era un lugar estupendo para jugar al hockey, ya que no había mucho tráfico; sin embargo, por la noche era horrendo porque hacía muchísimo tiempo que las farolas no funcionaban.

Kevin era una compañía muy buena, ya que por norma general, al igual que Jimmy, no hablaba mucho; así que estuvieron allí sentados, tomando tragos de cerveza y escuchando la refriega y el roce de las suelas de goma y de los palos de madera, el ruido metálico y repentino de la pelota de goma dura al golpear el tapacubos.

A los treinta y seis años, había llegado a apreciar la tranquilidad de los sábados por la noche. Detestaba los bares ruidosos y abarrotados, así como también las confesiones de los borrachos. Hacía trece años que había salido de la cárcel; era el dueño de una tienda de barrio y en casa le esperaban su mujer y sus tres hijas. Creía que el chico malhumorado que fue una vez había dejado de existir para dar paso a un hombre que apreciaba un ritmo de vida tranquilo: una cerveza bebida a sorbos lentos, un paseo matinal, el sonido de los partidos de béisbol por la radio.

Contempló la calle. Cuatro de los niños ya habían dejado de jugar y se habían marchado a casa, mientras que los otros dos se habían quedado en la calle lanzando la pelota de un lado a otro, envueltos en la noche. Jimmy apenas alcanzaba a verlos, pero sentía el furor de su energía en los golpes que daban y en su alocada forma de correr.

Toda esa vitalidad juvenil tenía que salir de un modo u otro. Cuando Jimmy era niño (de hecho, hasta casi los treinta y tres años) aquella energía había dictado cada una de sus acciones. Y después… Después, uno sencillamente aprendía a canalizarla de algún modo, o a esconderla. Eso suponía él.

Su hija mayor, Katie, estaba pasando por ello en aquel momento. Tenía diecinueve años, una belleza fuera de lo normal y todas las hormonas agitadas y en estado de alerta roja. Sin embargo, se había percatado recientemente de que su hija tenía cierto aire de elegancia. No estaba muy seguro de dónde procedía (algunas chicas se convertían en mujeres elegantes, mientras que otras seguían siendo chicas el resto de sus vidas), pero Katie había adquirido de repente un aire de tranquilidad, incluso de serenidad.

Esa misma tarde, en la tienda, al marcharse, le había dado un beso a Jimmy en la mejilla y le había dicho: «Hasta luego, papá», y cinco minutos más tarde Jimmy se dio cuenta de que aún oía su voz en el pecho. Advirtió que era la misma voz de su madre, aunque le parecía recordar que su hija tenía la voz un poco más aguda y más segura; Jimmy se encontró preguntándose cuándo habrían ocurrido los cambios en las cuerdas vocales y por qué él no lo había notado hasta entonces.

La voz de su madre. Hacía casi catorce años de la muerte de la madre de Katie, y regresaba a él a través de su hija, y le decía: «Jim, ahora es una mujer. Es una adulta».

Una mujer. ¡Caramba! ¿Cómo había sucedido?


Dave Boyle ni siquiera se había propuesto salir esa noche.

Claro, era sábado por la noche, después de una larga semana de trabajo, pero había llegado a una edad en que el sábado no le parecía muy diferente del martes, y beber en un bar no le parecía más divertido que beber en casa; allí, por lo menos, tenía el control del mando a distancia.

Así pues, más tarde, cuando hubo acabado todo, se dijo a sí mismo que el destino había tenido algo que ver. El destino ya había hecho acto de presencia con anterioridad en la vida de Dave Boyle, o como mínimo la suerte, aunque casi siempre mala, pero nunca había tenido la sensación de que fuera una mano que le guiara, sino más bien una mano colérica y caprichosa. Como si el destino hubiera estado sentado entre las nubes y alguien le hubiera preguntado: «¿Te aburres hoy, destino?», y éste hubiera respondido: «Sí, es cierto, pero creo que voy a ir fastidiar un poco a Dave Boyle para ver si me animo. ¿Tú qué vas a hacer?».

Por lo tanto, Dave reconocía al destino cuando lo veía.

Es posible que aquel sábado por la noche el destino estuviera celebrando su cumpleaños o algo así, y decidiera por fin darle un respiro al viejo Dave, dejar que se desahogara sin tener que sufrir las consecuencias. Como si el destino le dijera: «Dale un golpe al mundo, Dave. Te prometo que esta vez no se desquitará». Como si Lucy sostuviera la pelota de fútbol de Charlie Brown, y se comportarse como es debido por una vez, y le permitiera darle un puntapié a sus anchas. Porque no fue premeditado, no lo fue. Dave, solo y a altas horas de la noche en los días posteriores, extendía las manos como si estuviera hablando a un jurado, y le decía con dulzura a la cocina vacía: «Tienes que comprenderlo porque no ha sido deliberado».

Aquella noche, acababa de bajar las escaleras después de darle el beso de buenas noches a su hijo, Michael, y se dirigía hacia el frigorífico para coger una cerveza cuando su mujer, Celeste, le recordó que era la noche de las chicas.

– ¿Otra vez?- Dave abrió la nevera

– ¡Ya han pasado cuatro semanas! -exclamó Celeste con aquel sonsonete alegre tan suyo y que a veces le corroía la columna vertebral de arriba abajo a Dave Boyle.

– ¿De verdad? -Dave se apoyó en el lavavajillas y abrió la cerveza-. ¿Qué programa tenéis para esta noche?

– Madrastra -respondió Celeste, con los ojos relucientes y las manos entrelazadas.

Una vez al mes, Celeste y tres compañeras de trabajo de la peluquería Ozma se reunían en el piso de Dave y Celeste Boyle para echarse las cartas de Tarot, beber un poco de vino y cocinar algo nuevo. Terminaban la velada con alguna película de moda; a menudo se trataba de películas sobre alguna mujer con personalidad y estudios pero que se sentía sola y que encontraba el amor verdadero y una ardiente vida sexual con algún viejo vaquero al que ya le colgaban las pelotas; otras veces iba sobre dos mujeres que descubrían el significado de la feminidad y hasta qué punto eran amigas en el preciso momento en que una de ellas contraía una enfermedad incurable en el tercer acto, y moría de lo más guapa y repeinada en una cama del tamaño de Perú.

Esas noches, Dave tenía tres opciones: sentarse en el dormitorio de Michael y mirar cómo dormía su hijo, esconderse en el dormitorio trasero que compartía con Celeste y hacer zapping ante el televisor o salir a toda prisa por la puerta e intentar encontrar un sitio donde no tuviera que escuchar a cuatro mujeres que empiezan a gimotear porque Pelotas Caídas decide que no puede dejarse atar y vuelve a las montañas en busca de una vida simple.

Dave a menudo escogía la opción número tres.

Hizo lo mismo aquella noche. Acabó la cerveza y se despidió de Celeste con un beso; sintió un ligero retortijón en el estómago cuando ella le asió el culo y le devolvió el besó con entusiasmo; después salió por la puerta, bajó las escaleras por delante del piso del señor McAllister y, atravesando la puerta principal, se adentró en el sábado noche de las marismas. Pensaba ir dando un paseo hasta Bucky's o Tap, pero se quedó delante de la casa para pensárselo bien y luego decidió coger el coche. Tal vez podría subir hasta la colina y echar un vistazo a las estudiantes universitarias y a los ejecutivos que últimamente iban allí en tropel; de hecho, en la colina había tanta gente que tenían que apartarse a codazos y algunos ya habían optado por irse al barrio de las marismas.

Habían comprado los bloques de ladrillo de tres plantas a precio de ganga y éstos de repente se convirtieron en Queen Annes. Los rodearon de andamios, echaron abajo el interior de las casas y pusieron gente a trabajar las veinticuatro horas del día; tres meses más tarde, aquellos aficionados al deporte de aventura aparcaban los Volvos delante de la entrada principal y entraban sus cajas repletas de objetos de cerámica por la puerta. Las notas de jazz se escapaban suaves por los cristales de sus ventanas, compraban mariconadas tales como vino de Oporto en las tiendas de licores, paseaban a sus perros-rata por el barrio y modelaban sus pequeños jardines. Sólo quedaban los edificios de ladrillo de tres plantas que había entre las avenidas Galvin y Twoomey, pero si la colina marcaba las pautas, bien pronto se verían coches Saab y bolsas de tiendas caras de comestibles por todas partes, incluso alrededor del Pen Channel en la parte más baja de las marismas.

La semana anterior sin ir más lejos, el señor McAllister, el casero de Dave, había dicho a éste, como quien no quiere la cosa: «El precio de las casas está subiendo. Lo que le quiero decir es que está subiendo de forma desorbitada».

– Pues no dé su brazo a torcer- le contestó Dave, contemplando la casa en que hacía diez años que vivía-, y además un poco más adelante…

– ¡Un poco más adelante! -McAllister le miró-. Dave, es posible que bien pronto ya no pueda pagar los impuestos de propiedad. Tengo unos Ingresos fijos, ¡por el amor de Dios! Si no vendo pronto, de aquí a dos años, tal vez tres, Hacienda me embargará las casas.

– ¿Y adónde irá? -preguntó Dave-. ¿Y adónde iré yo?

McAllister se encogió de hombros y contestó:

– No lo sé. Es posible que a Weymouth. Tengo algunos amigos en Leominster.

Lo dijo como si ya hubiera hecho unas cuantas indagaciones y hubiera ido a ver algunas casas en alquiler.

Mientras Dave conducía su Accord por la colina, intentaba recordar si conocía a alguien de su edad o más joven que siguiera viviendo allí. Se detuvo poco a poco delante del semáforo en rojo y vio a dos ejecutivos que llevaban suéteres de cuello redondo de color arándano a juego y pantalones cortos abombados de color caqui; estaban sentados delante de lo que había sido Primo’s Pizza. Ahora se llamaba Café Society y los dos ejecutivos, asexuados y fuertes, se llevaban cucharadas de helado o de yogur frío a la boca, las piernas bronceadas estiradas en la acera, con los tobillos cruzados, sus relucientes bicicletas de montaña apoyadas en el escaparate de la tienda bajo una luz de neón blanca resplandeciente.

Dave se preguntaba dónde demonios iba a vivir si esa frontera mental se iba materializando cada vez más. Y con el dinero que sacaban él y Celeste, si los bares y las pizzerías seguían convirtiéndose en cafés, con suerte les asignarían un piso de protección oficial de dos habitaciones en Parker Hill. Con toda probabilidad les pondrían en una lista de espera de dieciocho meses; y todo eso para poder trasladarse a un lugar en el que las escaleras olían a meados, el hedor a rata muerta se colaba por las paredes enmohecidas, y donde yanquis y profesionales de la navaja deambulaban por el vestíbulo, a la espera de que te despistaras.

Desde el día en que un tipo de Parker Hill intentó robarle el coche, a pesar de que él y Michael estuvieran dentro, Dave guardaba una pistola del 22 debajo del asiento. No la había disparado nunca, ni siquiera de lejos, pero a menudo la sostenía y apuntaba con el cañón. Se dio el gusto de preguntarse qué aspecto tendrían aquellos dos ejecutivos a juego al otro lado del cañón, y sonrió.

Sin embargo, el semáforo se había puesto verde y él seguía allí parado; el sonido de las bocinas estalló tras él, y los ejecutivos alzaron los ojos y se quedaron mirando su coche abollado para ver qué causaba tanto alboroto en su nuevo barrio.

Dave atravesó el cruce, sofocado por sus miradas repentinas y tan poco razonables.


Esa noche Katie Marcus salió con sus dos mejores amigas, Diane Cestra y Eve Pigeon, para celebrar la última noche de Katie en las marismas, y con toda probabilidad en Buckingham. Al celebrarlo se habían sentido como si las hubieran recubierto con polvo de oro y les hubieran dicho que todos sus sueños se harían realidad. Como si compartieran un número de lotería premiado y la prueba del embarazo les hubiera dado negativo a todas el mismo día.

Arrojaron los paquetes de tabaco mentolados sobre la mesa de la parte trasera del Spires Pub y empezaron a responder con disparos de kamikaze y a gritar cada vez que un tipo atractivo le lanzaba alguna de ellas La Mirada. Debía de hacer una hora que se habían pegado un gran atracón en el East Coast Grill y después habían decidido regresar a Buckingham; antes de entrar en el bar, se habían fumado un canuto en el aparcamiento. Cualquier cosa, viejas historias que ya se habían contado un centenar de veces, como la última paliza que le había dado a Diane el estúpido de su novio, o cuando a Eve se le corrió la pintura de labios de forma inesperada, o dos tipos gordinflones contoneándose junto a la mesa de billar, era de lo más divertida.

Cuando llegó el momento en que el bar estaba tan atestado que había tres hileras de gente delante de la barra y tardabas veinte minutos en conseguir una consumición, se fueron al Curley's Folly de la colina. Se fumaron otro canuto en el coche y Katie empezó a sentir que le arañaban el cerebro fragmentos recortados de paranoia.

– Ese coche nos sigue.

Eve observó las luces por el espejo retrovisor y dijo:

– No es verdad.

– Nos ha estado siguiendo desde que salimos del bar.

– ¡Por el amor de Dios, Katie, sólo hace treinta segundos que hemos salido de allí!

– ¡Ah!

– ¡Ah! -la imitó Diane; soltó una mezcla de hipo y carcajada y volvió a pasar el canuto a Katie.

– ¡Todo está muy tranquilo! -exclamó Eve con un tono de voz más profundo.

– ¡Cállate! -Katie se dio cuenta de adónde quería llegar a parar.

– ¡Demasiado tranquilo! -asintió Diane; luego soltó una carcajada.

– ¡Seréis zorras! -exclamó Katie, y le dio un ataque de risa, aunque en realidad tenía la intención de parecer ofendida.

Perdió el equilibrio y se cayó en el asiento de atrás; la nuca le fue a parar entre el respaldo y el asiento y empezó a sentir esa sensación de hormigueo en las mejillas que notaba las pocas veces que fumaba marihuana. La risa tonta dio paso a un estado de adormecimiento y mientras contemplaba la pálida luz del techo, pensaba que eso era para lo que uno vivía, para reírse como una tonta con sus mejores amigas igualmente tontas y sonrientes, la noche antes de casarse con el hombre que amaba. En Las Vegas, de acuerdo. Con resaca, muy bien. Sin embargo, ésa era la idea. Ese era el sueño que albergaba. Después de haber estado en cuatro bares, de haberse bebido tres chupitos y de haberse apuntado un par de números de teléfono en una servilleta, Katie y Diane estaban tan borrachas que se subieron a la barra del McGills y empezaron a bailar Brown Eyed Girl, a pesar de que el tocadiscos estaba parado. Eve comenzó a cantar Slipping and a Sliding [Resbalarse y deslizarse] yeso mismo es lo que hicieron Katie y Diane, a la vez que se daban golpes en la cadera y sacudían la cabeza de tal modo que el pelo les cubría el rostro. En el McGills, la gente pensó que aquello era divertidísimo, pero en el Brown, veinte minutos más tarde, ni siquiera las dejaron pasar por la puerta.

Por aquel entonces, Diane y Katie ya habían conseguido que Eve se subiera a la barra y en aquel momento cantaba I Will Survive de Gloria Gaynor, lo cual era la mitad del problema; además, se balanceaba como si fuera un metrónomo, yeso representaba la otra mitad.

Así pues, las pusieron de patitas en la calle incluso antes de que pudieran entrar en el Brown, lo que quería decir que la única opción que quedaba para tres chicas borrachas de East Buckingham era ir al Last Drop, un antro depresivo y húmedo situado en la peor zona de las marismas; era un horrible edificio de tres plantas en el que se aparejaban las prostitutas más drogadictas y sus clientes, y un lugar en el que un coche sin alarma solía durar un minuto y medio.

Allí se encontraban cuando Roman Fallow apareció con la última ejecutiva que tenía por novia. A Roman le gustaban las mujeres menudas, rubias y de ojos grandes. Los camareros estuvieron muy contentos de ver a Roman porque solía dar unas propinas que rondaban el cincuenta por ciento de la consumición; en cambio, para Katie fue mala suerte, ya que Roman era amigo de Bobby O'Donnell.

– . ¡Estás algo trompa, Katie! -exclamó Roman.

Katie sonrió porque le tenía miedo a Roman. De hecho, Roman asustaba a casi todo el mundo. Era un tipo atractivo y elegante; podía ser de lo más divertido, pero Roman tenía un defecto: una carencia total de cualquier cosa que pudiera asemejarse a sentimientos verdaderos y aquello pendía de sus ojos como un letrero que indicara que aún quedaban habitaciones libres.

– Estoy un poco colocada -admitió ella.

Roman lo encontró divertido. Le dedicó una breve sonrisa exhibiendo su dentadura perfecta; tomó un sorbo de Tanqueray y le dijo:

– Un poco colocada ¿verdad? Si, muy bien, Katie. Déjame que te haga una pregunta -le dijo con dulzura-. ¿Crees que a Bobby le gustaría enterarse de que te estás comportando como una estúpida en el Mcgills? ¿Crees que le gustaría saberlo?

– No.

– Porque a mí no me gustaría, Katie. ¿Entiendes lo que quiero decir?

– Sí.

Roman se colocó la mano detrás de la oreja y dijo:

– ¿Cómo?

– Sí.

Roman dejó la mano donde estaba, se inclinó hacia ella y repitió:

– Lo siento. ¿Cómo has dicho?

– Me voy a casa ahora mismo -anunció Katie.

Roman sonrió y le preguntó:

– ¿Estás segura? No me gustaría que te sintieras obligada a hacer algo que no deseas hacer.

– No, no, ya he tenido bastante.

– ¡Claro, claro! ¿Os pago las bebidas?

– No, no. Gracias, Roman, pero ya hemos pagado.

Roman rodeó con un brazo a la tontita que lo acompañaba y preguntó a Katie:

– ¿Te pido un taxi?

Katie casi metió la pata porque estuvo a punto de decir que había ido en coche hasta allí, pero se contuvo y respondió:

– No, no hace falta. A estas horas encontraremos uno sin ningún problema.

– Es verdad. Muy bien, pues. Ya nos veremos, Katie.

Eye y Diane ya estaban junto a la puerta; de hecho, habían ido hacia allí tan pronto como habían visto a Roman.

Cuando ya estaban en la acera, Diane exclamó:

– ¡Santo cielo! ¿Creéis que llamará a Bobby?

Katie que no estaba muy segura, negó con la cabeza y contestó:

– No. A Roman no le gusta tener que dar malas noticias. Sólo se encarga de ponerles remedio.

Se cubrió el rostro con la mano por un instante y, en la oscuridad, notó como el alcohol le corría por las venas con impaciencia; también notó el peso de su propia soledad. Desde la muerte de su madre siempre se había sentido sola y ya había pasado mucho tiempo desde entonces.

Eve vomitó al llegar al aparcamiento y salpicó uno de los neumáticos traseros del Toyota azul de Katie. Cuando acabó, Katie sacó un pequeño frasco de enjuague bucal del bolso y se lo pasó a Eve.

– ¿Crees que puedes conducir? -le preguntó Eve.

Katie asintió con la cabeza y contestó:

– Sin ningún problema; además sólo estamos a unas catorce manzanas de distancia.

– Una razón de más para irse -añadió Katie mientras salían del aparcamiento-. Otra razón para abandonar este barrio de mierda.

Diane asintió con poco entusiasmo.

Atravesaron la zona con precaución y Katie, que no pasó de cuarenta y que estaba muy concentrada, no se movió del carril de la derecha, Siguieron por la calle Dunboy a lo largo de doce manzanas y después cogieron la calle Crescent, que estaba un poco más oscura y más tranquila. Al llegar a la parte baja del barrio, tomaron la calle Sydney para ir a casa de Eve. Mientras estaban en el coche, Diane había decidido que pasaría la noche en el sofá de Eve porque si volvía a casa de su novio, Matt, en semejante estado, tendría que comerse un marrón; así pues, ella y Eve salieron del coche bajo una farola rota en la calle Sydney. Había empezado a llover y las gotas caían encima del limpiaparabrisas de Katie; sin embargo, Diane y Eve no parecían darse cuenta.

Ambas se agacharon hasta la altura de la cintura y miraron a Katie por la ventana abierta del copiloto. El cariz amargo que había tomado la noche en la última hora hizo que les flaqueara el rostro y que inclinaran los hombros; Katie sintió la tristeza de ambas mientras contemplaba las gotas de lluvia a través del parabrisas. Sentía cómo el resto de sus vidas se cernía sobre ellas con tristeza y desdicha. Eran las mejores amigas que había tenido desde el jardín de infancia y era posible que no volviera a verlas nunca más.

– ¿Te las arreglarás sola? -la voz de Diane tenía un tono de voz agudo y quebrado.

Katie volvió la cabeza hacia ellas y les sonrió con todo el entusiasmo que pudo, aunque tuvo la sensación de que se le iba a partir la mandíbula por la mitad a causa del esfuerzo.

– Sí, claro. Ya os llamare desde Las Vegas y espero que vengáis a visitarme.

– Los vuelos son baratos -apuntó Eve

– Muy baratos.

– Muy baratos -asintió Diane; su voz se hacía inaudible a medida que contemplaba la deteriorada acera.

– Bien -añadió Katie. La palabra le brotó de la boca como si fuera una resplandeciente explosión-. Vaya irme antes de que alguien se ponga a llorar.

Eve y Diane tendieron las manos por la ventana y Katie se las estrechó durante un buen rato; después se apartaron del coche y le dijeron adiós con la mano. Katie les devolvió el saludo, dio un bocinazo y se alejó.

Se quedaron de pie en la acera, mirándola, mucho después de que las luces traseras de Katie se encendieron y desaparecieron al girar la cerrada curva que había en medio de la calle Sydney. Tenían la sensación de que les habían quedado cosas por decir. Podían oler la lluvia y el papel de aluminio procedente del Penitentiary Channel, que se extendía oscuro y silencioso al otro lado del parque.

Durante el resto de su vida, Diane deseó haberse quedado en aquel coche. En menos de un año tuvo un hijo; y cuando éste era joven (antes de ser padre, antes de volverse cruel, antes de conducir borracho y atropellar a una mujer que iba a cruzar la calle en la colina) solía decirle que ella creía que tenía que haberse quedado en aquel coche, y que cuando decidió salir, por capricho, sabía que había cambiado algo, que se había salvado por muy poco. Llevaría eso con ella, junto con una imperiosa sensación de que pasaba la vida como una observadora pasiva de los impulsos trágicos de otra gente, impulsos que ella nunca hizo lo suficiente por refrenar. Solía repetirle todas estas cosas a su hijo cuando iba a visitarle a la cárcel y él alzaba los hombros, cambiaba de postura y le preguntaba: «¿Me has traído los cigarrillos, mamá?».

Eve se casó con un electricista y se fue a vivir a un chalé en Braintree. A veces, bien entrada la noche, le ponía la palma de la mano sobre el pecho grande y blando y le contaba cosas de Katie, cosas acerca de esa noche, y él la escuchaba y le acariciaba el pelo y la espalda; sin embargo, no le decía casi nada, ya que él sabía que no había nada que decir. Otras veces, Eve sólo necesitaba pronunciar el nombre de su amiga, oírlo, sentir su peso sobre la lengua. Tuvieron hijos y Eve solía ir a ver como jugaban a fútbol; ella se mantenía aparte y, de vez en cuando, separaba los labios y pronunciaba el nombre de Katie, en voz baja, para sus adentros, en los húmedos campos de abril.

Sin embargo, aquella noche sólo eran dos chicas de East Bucky que habían bebido demasiado; Katie contempló cómo desaparecían en el espejo retrovisor mientras tomaba la curva de la calle Sydney y se dirigía hacia casa.

Allí estaba todo muy tranquilo por la noche, ya que la mayor parte de las casas que daban al parque del Pen Channel se habían quemado en un incendio, ocurrido cuatro años atrás; lo poco que quedaba de las casas estaba destrozado, ennegrecido y cubierto con tablas. Katie sólo deseaba llegar a casa, meterse en la cama, levantarse por la mañana y marcharse mucho antes de que a su padre o a Bobby se les ocurriera la idea de buscarla, Quería marcharse de allí del mismo modo que uno desea deshacerse de la ropa que ha llevado durante una tormenta. Formar una bola, lanzarla a un lado y no volver nunca la vista atrás.

Recordó algo en lo que hacía muchos años que no pensaba. Recordó que, cuando tenía cinco años, fue andando hasta el zoo con su madre. No lo evocó por ninguna razón en particular; con toda probabilidad los restos de marihuana pasada y de alcohol que tenía en el cerebro debieron de toparse con la célula que almacenaba la memoria. Su madre le cogía de la mano mientras bajaban por la calle Columbia en dirección al zoo, y Katie sentía los huesos de su mano cuando temblaban ligeramente bajo la piel junto a su muñeca. Alzó los ojos para mirar la cara delgada y los severos ojos de su madre; la nariz se le había vuelto afilada por la pérdida de peso, y la barbilla era apenas un bultito. Y Katie, con cinco años, curiosa y triste, le había preguntado: «¿Por qué estás siempre cansada?».

El rostro inflexible y quebradizo de su madre se había desmenuzado como una esponja seca. Se acurrucó junto a Katie, le puso las manos sobre las mejillas y la miró fijamente con los ojos rojos. Katie había pensado que estaba loca, pero en aquel momento su madre le había sonreído aunque la sonrisa desapareció de inmediato y, sin poder evitar el temblor de su barbilla, le había dicho: «Oh, nena», indicándole que se acercara. Había apoyado la barbilla en el hombro de Katie y había repetido: «Oh, nena», y entonces Katie había sentido como las lágrimas le bajaban por el pelo.

Volvía a sentirlo en ese momento, la suave llovizna de sus lágrimas en el pelo como las ligeras gotas de lluvia que caían encima del parabrisas. Cuando estaba intentando recordar el color de los ojos de su madre, vio el cuerpo tumbado en medio de la calle, Estaba echado como un saco delante de sus neumáticos y viró con brusquedad hacia la derecha; al notar que el neumático izquierdo de la parte trasera chocaba contra algo, pensó: «¡Santo cielo! ¡Por favor, Dios, dime que no le he dado! ¡Por favor!».

Frenó el Toyota como pudo junto al bordillo derecho de la calle, apartó el pie del embrague, y el coche se movió hacia delante, renqueando; luego se paró.

– ¡Eh! ¿Se encuentra bien? -le gritó alguien.

Katie vio cómo se acercaba y empezó a relajarse ya que había algo en él que le resultaba familiar e inofensivo, hasta que se percató de la pistola que llevaba en la mano.


A las tres de la mañana, Brendan Harris finalmente se durmió.

Lo hizo sonriendo, con la imagen de Katie flotando sobre él, diciéndole que le amaba, susurrando su nombre; el dulce aliento de Katie era como un beso en la oreja.

4. DEJA YA DE REPRIMIRTE TANTO

Dave Boyle acabó yendo al McGills aquella noche. Se sentó con Stanley el Gigante en una esquina del bar y vio a los Sox jugar un partido fuera de casa. Pedro Martínez se había hecho el amo del montículo, por lo que los Sox les estaban pegando una paliza a los Angels. Pedro lanzaba la pelota de un modo tan atroz que cuando ésta cruzaba el área de casa parecía una maldita tableta. En la tercera entrada, los bateadores de los Angels parecían asustados; en la sexta, daba la impresión de que lo único que querían era irse a preparar la cena. Garret Anderson lanzó la pelota con efecto de retroceso e hizo que ésta cayera en el plato de la derecha; al realizar una jugada tan perfecta, el poco entusiasmo que quedaba en un partido en el que iban ocho a cero desapareció de las gradas; Dave se dio cuenta de que prestaba más atención a las luces, a los ventiladores y al Estadio Anaheim que al partido en sí.

Observó los rostros de la gente de las gradas: casi todos tenían una expresión de animosidad y de gran cansancio y parecía que los hinchas se tomaban la derrota de modo más personal que los mismos jugadores. Tal vez lo hicieran. Dave se imaginó que para muchos sería el único partido al que irían aquel año. Habían llevado a los niños, a la mujer y habían salido de su casa de California a última hora de la tarde con neveras portátiles para la fiesta ele después del partido; además, cada una de las cinco entradas les había costado treinta dólares, y eso para acabar sentándose en los asientos más baratos, colocarles a sus hijos gorras de veinticinco dólares, comer hamburguesas de rata de seis dólares, perritos calientes de cuatro dólares y medio, Pepsi aguada y barras pegajosas de helado que se les derretían por las muñecas. Dave sabía que habían ido allí para sentirse eufóricos y exultantes, para que el excepcional espectáculo de la victoria les hiciera olvidar sus vidas por un momento. Ése era el motivo por el cual los anfiteatros y los estadios de béisbol se asemejaban a las catedrales: por el zumbido de las luces, por las oraciones que se decían en voz baja y por los cuarenta mil corazones que latían al unísono con la misma esperanza colectiva.

Gana por mí. Gana por mis hijos. Gana por mi matrimonio, gana para que pueda llevarme esa victoria al coche y pueda disfrutar de ese triunfo con la familia mientras regresamos a nuestras vidas llenas de fracasos.

Gana por mí. Gana. Gana. Gana.

Sin embargo, cuando el equipo perdió, toda aquella esperanza colectiva se rompió en mil pedazos y toda la apariencia de unidad que se había sentido con el resto de feligreses desapareció con ella. Tu equipo te había fallado y sólo sirvió para recordarte que, en general, cada vez que intentabas algo, perdías. Cuando uno albergaba esperanzas, la esperanza moría. Y te quedabas allí sentado entre los restos de envoltorio de celofán, de palomitas de maíz, de vasos blandos y empapados amontonados entre los despojos entumecidos de tu propia vida; además, tenías que recorrer un pasillo largo y oscuro para llegar a un aparcamiento igualmente largo y oscuro, entre una gran multitud de extraños borrachos y airados, una esposa silenciosa que te hacía recordar tu último fracaso y tres niños maniáticos. Lo único que uno podía hacer era meterse en el coche y volver a casa, al mismo lugar del que aquella catedral había prometido transportarte.

Dave Boyle, que había sido una estrella pasajera de los equipos de béisbol durante los gloriosos años (78 a 82) en el Centro de Formación Profesional Don Bosco, sabía que había muy pocas cosas en el mundo que pudieran ser más temperamentales que un hincha. Sabía lo que era necesitarles, odiarles, arrodillarse ante ellos y suplicarles que te ovacionaran una vez más; asimismo sabía hasta qué punto deseaban destruirte cuando les habías roto su corazón colectivo y enfadado.

– ¿Crees que es normal que esas chicas se comporten así? -le preguntó Stanley el Gigante.

Dave alzó la mirada y vio que de repente dos chicas se subían a la barra y empezaban a bailar; lo hacían mientras otra chica cantaba una versión desafinada de Brown Eyed Girl. Las dos chicas que había encima de la barra bamboleaban el culo y agitaban las caderas. La de la derecha estaba entrada en carnes y tenía unos ojos de color gris brillante que decían «fóllame», Dave se imaginó que debía de estar en la mismísima flor de la vida, el tipo de chica que seguramente sería muy buena en la cama durante los seis meses siguientes. Sin embargo, dos años más tarde ya se habría echado a perder; era fácil de prever por la mandíbula, gruesa y flácida, y si uno se la imaginaba con la ropa de estar por casa, parecería imposible pensar que hubiera sido motivo de lujuria en un tiempo no tan lejano.

Pero la otra…

Dave la conocía desde que era una niña pequeña: Katie Marcus, la hija de Jimmy y de la difunta Marita, aunque entonces era la hijastra de Annabeth, la prima de su mujer; ahora se la veía adulta y su cuerpo, que rezumaba firmeza y frescura, desafiaba las leyes de la gravedad, Mientras contemplaba cómo bailaba y se balanceaba, cómo se contoneaba y se reía, con el pelo rubio cayéndole sobre la cara y la espalda como si fuera un velo cada vez que echaba la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto un cuello pálido y arqueado, Dave sentía una esperanza oscura y que le consumía todo el cuerpo como si fuera un fuego abrasador. No es que se sintiera así de repente, sino que era ella la que lo provocaba. El cuerpo de Katie se lo transmitía al suyo; de súbito, ella, con la cara sudada, lo reconoció y sus miradas se cruzaron; entonces ella le sonrió y a modo de saludo le hizo un gesto con el dedo meñique, que le atravesó limpiamente los huesos del pecho y le abrasó el corazón,

Echó un vistazo a los tipos del bar y vio que tenían una expresión de asombro mientras contemplaban bailar a las dos chicas, como si fueran apariciones divinas. Dave veía en sus rostros la misma ansia que había visto en los hinchas de los Angels durante las primeras entradas del partido, un anhelo triste mezclado con la patética aceptación de que regresarían a casa sin ver cumplidos sus deseos; resignados a acariciarse la polla en el cuarto de baño a las tres de la madrugada, mientras la mujer y los niños roncaban en el piso de arriba.

Dave contempló cómo Katie resplandecía sobre la barra y recordó a Maura Keaveny, desnuda bajo él, con las gotas de sudor cubriéndole las cejas, con los ojos relajados y adormilados a causa de la bebida y del deseo. Deseo por él. Dave Boyle. La estrella del béisbol. El orgullo de las marismas durante tres cortos años. Ya nadie se refería a él como el niño que había sido secuestrado cuando tenía once años. No, era un héroe local. Maura estaba en su cama y la suerte estaba de su lado.

Dave Boyle. Por aquel entonces, aún desconocía lo poco que suelen durar las rachas de buena suerte, la rapidez con la que pueden desaparecer y dejarte con nada, a excepción de un monótono presente que nunca depara ninguna sorpresa, sin motivos para la esperanza, sólo días que se convierten en otros días y que son tan poco emocionantes que aunque pasara un año, la página del calendario de la cocina seguiría siendo la del mes de marzo.

Uno se decía a sí mismo que ya no iba a soñar más. Que ya no estaba dispuesto a seguir sufriendo. Pero entonces, los equipos jugaban las finales o veías una película, o relucientes carteles publicitarios color naranja que hacían propaganda de Aruba, o una chica que se parecía mucho a una mujer con la que había salido en el instituto, una mujer que había amado y perdido, y que había bailado encima de ti con ojos relucientes, y uno se decía: «¡Qué coño, soñemos una vez más!».

Cuando Rosemary Savage Samarco estaba en su lecho de muerte (el quinto de diez), le dijo a su hija, Celeste Boyle: «Te juro por Dios que lo único que me ha producido placer en esta vida ha sido tocarle las pelotas a tu padre siempre que he podido».

Celeste le había dedicado una sonrisa distante y había intentado alejarse, pero su madre le había asido la muñeca con una garra artrítica, y la había apretado con fuerza.

Haz el favor de escucharme, Celeste. Me estoy muriendo y te estoy hablando muy en serio. Eso es lo que conseguirás, si tienes mucha suerte en esta vida, pues en primer lugar, no hay mucho. Mañana ya estaré muerta y quiero asegurarme de que lo hayas entendido: Sólo se consigue una cosa. ¿Me oyes? Sólo hay una cosa en este mundo que te de placer. El mío fue tocarle las pelotas al cabronazo de tu padre siempre que se me presentaba la oportunidad -le brillaban los ojos y tenía los labios salpicados de gotas de saliva-, y créeme, después de cierto tiempo, le encantaba.

Celeste le secó la frente a su madre con una toalla. Le sonrió y le dijo; «Mamá», con un tono de voz dulce y arrullador. Le quitó la saliva de los labios y le acarició la palma de la mano, sin dejar de pensar: «Tengo que salir de aquí, de esta casa, de este barrio, de este lugar desequilibrado en el que la gente tiene el cerebro totalmente podrido, por ser demasiado pobre, estar demasiado cabreada y por haber sido demasiado incapaz de cambiar las cosas durante un período de tiempo tan jodidamente largo».

Sin embargo, su madre siguió viviendo. Sobrevivió a pesar de una colitis, de los ataques de diabetes, de una insuficiencia renal, dos infartos de miocardio y tumores cancerígenos en un pecho y en el colon. Un día, el páncreas le dejó de funcionar, de repente, y una semana más tarde volvió a funcionar, con muchas ganas de empezar de nuevo; los médicos no hacían más que preguntar a Celeste si podrían examinar el cuerpo de su madre una vez que ésta hubiera muerto.

Celeste les preguntaba las primeras veces:

– ¿Qué partes?

– Todas.

Rosemary Savage Samarco tenía un hermano, al que odiaba, en las marismas, dos hermanas que vivían en Florida y que no le dirigían la palabra, y le había tocado las pelotas a su marido con tanta habilidad que éste se había cavado su propia tumba para librarse de ella. Celeste fue la única hija que tuvo después de ocho abortos. Celeste solía imaginarse de pequeña que todos sus mediohermanos y hermanas flotaban en el limbo y que les decía: «Estáis como de vacaciones».

Cuando Celeste era adolescente, estaba convencida de que aparecería alguien que se la llevaría de allí. No era fea ni estaba amargada; además, tenía buen carácter y sabía reírse. Se imaginaba que si uno tenía en cuenta todas esas cosas, acabaría sucediéndole. Aunque había conocido a algunos candidatos, no había ninguno que acabara de gustarle. La mayoría eran de Buckingham, casi todos gamberros de la colina o de las marismas de East Bucky, algunos de Rome Basin, y un tipo de las afueras que había conocido cuando asistía a la escuela de peluquería Blaine, que era homosexual, aunque por aquel entonces ella aún no lo sabía.

El seguro médico de su madre era una mierda, y bien pronto Celeste se encontró que tenía que trabajar para cubrir unas facturas médicas monstruosas por unas enfermedades monstruosas que no lo eran tanto para poner fin a su sufrimiento. Y no es que su madre no disfrutara de su propio padecimiento. Cada vez que sufría una enfermedad disponía de un nuevo triunfo para jugar a lo que Dave llamaba «Rosemary tiene todos los boletos de la rifa para que su vida sea peor que la de los demás».

Una vez, en las noticias vieron a una madre acongojada que lloraba en la acera, después de presenciar como su casa y sus dos hijos habían volado por los aires a causa de un incendio. Rosemary hizo un chasquido con la lengua:

– Siempre puedes tener más hijos. En cambio, intenta vivir con colitis y un pulmón colapsado en un mismo año y ya verás -comentó.

En momentos así, Dave le dedicaba una tensa sonrisa y se iba a buscar otra cerveza.

Rosemary, cuando oía el ruido del frigorífico al abrirse, le decía a Celeste:

– Tú sólo eres su amante, cariño. Su mujer se llama Budweiser.

– ¡Mamá, déjalo ya! -solía responderle Celeste.

– ¿Qué? -le contestaba ella.

A la larga, Celeste había optado por Dave. Era atractivo y divertido y había muy pocas cosas que le alteraran. Cuando se casaron, él tenía un buen trabajo en una oficina de correos de Raytheon, y aunque lo perdió cuando hicieron reducción de personal, al cabo de un tiempo consiguió otro en la zona de carga y descarga de un hotel del centro (por la mitad de su antiguo salario) y nunca se quejó de ello. De hecho, Dave nunca se quejaba de nada y apenas hablaba de su infancia y de la época anterior al instituto, lo cual sólo empezó a parecer extraño a Celeste un año después de que muriera su madre.

Fue una apoplejía lo que al final acabó con su vida. Un día que Celeste volvía del supermercado, se encontró que su madre estaba muerta en la bañera, con la cabeza inclinada, y apretados en una mueca los Iabios torcidos hacia el lado derecho, como si hubiera mordido algo demasiado ácido.

Durante los meses que siguieron al funeral, Celeste se consolaba al saber que, como mínimo, las cosas serían más fáciles a partir de entonces, ya que no tendría que soportar los reproches constantes y los comentarios crueles. Pero, en realidad, las cosas no habían ido de ese modo. Dave cobraba más o menos lo mismo que Celeste, y eso sólo suponía un dólar más por hora de lo que pagaban en McDonald's, y aunque era de agradecer que las facturas que Rosemary acumuló a lo largo de su vida no pasaran a su hija, ésta tuvo que pagar las facturas del funeral y del entierro. Celeste examinaba el desastre económico en el que estaban sumidos, las facturas que hacía años que pagaban, la falta de ingresos, las enormes cantidades de dinero que gastaban, el nuevo montón de facturas que Michael y su futura educación representaban, la falta de solvencia, y tenía la sensación de que tendría que vivir con la respiración contenida para el resto de su vida. Ni ella ni Dave habían ido a la universidad y tampoco parecía probable que fueran a ir, y a pesar de que en el telediario la gente se jactaba del bajo índice de desempleo y de la seguridad laboral de todo el estado, nadie mencionaba que esto sólo afectaba a la mano de obra cualificada ya la gente que estaba dispuesta a trabajar como empleado eventual sin ninguna asistencia médica o dental y con muy pocas perspectivas laborales.

Algunas veces, Celeste se sentaba en el lavabo junto a la bañera en la que se había encontrado a su madre. Solía sentarse en la oscuridad. Se sentaba allí e intentaba no llorar; se preguntaba cómo podía ser que su vida hubiera llegado a semejante extremo, yeso mismo estaba haciendo un domingo a las tres de la madrugada, mientras la persistente lluvia golpeaba las ventanas, cuando Dave entró cubierto de sangre.

El hecho de encontrársela allí le sorprendió y se echó hacia atrás de un salto cuando ella se puso en pie.

– Cariño, ¿qué te ha pasado? -le preguntó, acercándose a él. Volvió a saltar hacia atrás, se dio un golpe en el pie con la jamba de la puerta, y contestó:

– Me han rajado.

– ¿Qué?

– Que me han rajado.

– ¡Por el amor de Dios, Dave! ¿Qué es lo que ha pasado?

Se levantó la camisa y Celeste observó con atención una cuchillada bastante profunda en la caja torácica, de la que salía sangre a borbotones.

– ¡Santo cielo! Tienes que ir al hospital, cariño.

– ¡No, no! -insistió-. Mira, no es tan profunda, lo único que pasa es que sangra mucho.

Tenía razón. Cuando la miró por segunda vez, se dio cuenta de que era bastante superficial; sin embargo era larga y sangraba mucho, aunque no hasta el punto que justificara la sangre de la camisa y del cuello.

– ¿Quién te lo ha hecho?

– Un psicópata negro lleno de crack hasta las orejas -respondió; se quitó la camisa y la dejó en el fregadero-. ¡Cariño, la he cagado!

– ¿Qué dices? ¿Cómo?

La miró, con los ojos inquietos, y añadió:

– EI tipo ése intentó atracarme, ¿De acuerdo? Yo traté de golpearle y entonces me hirió con la navaja.

– ¿Intentaste golpear a un tipo que tenía una navaja, Dave?

Abrió el grifo, metió la cabeza en el fregadero, tragó un poco de agua y prosiguió:

– No sé por qué lo hice. Se me fue la cabeza. Se me fue la cabeza de verdad, cariño, y me lo cargué.

– ¿Que tu…?

– Lo dejé hecho polvo, Celeste. Me puse hecho una fiera cuando noté que me clavaba la navaja, ¿sabes? Le derribé, me puse encima de él y cariño…, perdí la cabeza.

– Así pues, fue en defensa propia.

Hizo una especie de gesto con la mano e insinuó:

– A decir verdad, no creo que el tribunal lo vea de ese modo.

– ¡No me lo puedo creer! ¡Amor mío! -le cogió las muñecas con las manos-. Cuéntame exactamente lo que pasó.

Y durante una milésima de segundo, al mirarle a la cara, sintió náuseas. Notó una sonrisa maliciosa en lo más profundo de sus ojos, como si algo se hubiera activado y se felicitara a sí mismo por ello.

Decidió que era la luz, ese fluorescente barato que tenía justo encima de la cabeza, pues al bajar ella la barbilla hacia el pecho, él le acarició las manos, y la sensación de náusea desapareció y su rostro volvió a la normalidad; asustado, pero normal.

– Iba andando hacia el coche -Celeste se sentó de nuevo sobre la tapa cerrada del retrete y él se arrodilló delante de ella- cuando el tipo ése se me acercó y me pidió fuego. Le dije que no fumaba y él me respondió que él tampoco.

– Que él tampoco.

Dave asintió con la cabeza y añadió:

– En aquel momento el corazón me empezó a latir a toda velocidad, ya que no había nadie a nuestro alrededor. Entonces fue cuando vi la navaja; él me dijo: «La cartera o la vida, hijo de perra. Tengo intención de marcharme con una cosa o la otra».

– ¿De verdad te dijo eso?

Dave se inclinó hacia atrás, ladeó la cabeza y exclamó:

– ¿Por qué lo preguntas?

– Por nada.

Por algún motivo le pareció que sonaba gracioso, tal vez demasiado ocurrente, como si lo hubiera sacado de una película. Sin embargo hoy en día casi todo el mundo veía películas, y cada vez más gracias a la televisión por cable; así pues, era posible que el ladrón hubiera aprendido la frase de un atracador cinematográfico y que se hubiera pasado la noche entera repitiéndola delante de un espejo hasta que creyera parecerse a Wesley o Denzel.

– Bien… bien, entonces -prosiguió Dave-, empecé a decirle: «Venga hombre, deja que me suba al coche y que me vaya a casa», lo que fue una gran estupidez por mi parte porque entonces me pidió las llaves del coche. Y yo… no sé lo que me pasó, cariño, en vez de asustarme me enfadé. Tal vez fue el whisky lo que me dio valor, no estoy seguro, pero entonces le empujé y él me clavó la navaja.

– Creía que habías dicho que le habías golpeado.

– ¡Celeste: deja que acabe de contar la historia, joder!

– ¡Lo siento, amor mío! -exclamó ella acariciándole la mejilla.

Él le besó la palma de la mano y continuó:

– Bien, pues, me empujó contra el coche, me asestó un golpe y yo esquivé el puñetazo; entonces el tipo me clavó la navaja y cuando sentí que el cuchillo me atravesaba la piel, sencillamente enloquecí. Le pegué un puñetazo en un lado de la cabeza y como no se lo esperaba empezó: «¡Joder con el cabrón éste!», y volví a darle en el cuello; se cayó al suelo, la navaja rebotó a su lado, me puse encima de él de un salto, y, y, y…

Dave miró el interior de la bañera, con la boca aún abierta y con los labios un poco fruncidos.

– ¿Qué? -preguntó Celeste, que aún estaba intentando ver cómo el atracador le había dado un puñetazo con una mano y sostenía a la vez la navaja en la otra-. ¿Qué hiciste?

Dave se dio la vuelta, le miró las rodillas y respondió:

– Fui a por él como un loco, nena. Por lo que sé, podría estar muerto. Le golpeé la cabeza, le aporreé la cara, le destrocé la nariz, todo lo que te puedas imaginar. Estaba tan enfadado y tan asustado que no podía dejar de pensar en ti y en Michael, y en que había estado a punto de no poder llegar hasta el coche con vida, y que podría haber muerto en un aparcamiento de mierda sólo porque un tarado era demasiado vago para ganarse la vida trabajando. La miró a los ojos y se lo repitió. -Es posible que le haya matado, cariño,

Parecía tan joven. Los ojos grandes, el rostro pálido y sudoroso, y el pelo pegado a la cabeza por el sudor y el miedo y, ¿era eso sangre? Si, si que lo era.

«El sida -pensó por un instante-. ¿Qué pasaría si ese tipo tuviera el sida?» No. Tenía que enfrentarse a aquello en ese mismo momento, se dijo.

Dave la necesitaba. No solía actuar así. Y entonces se percató de por que había empezado a preocuparle que nunca se quejara. En cierta manera, cuando uno expresaba sus quejas a alguien, en realidad estaba pidiendo ayuda, pidiendo a esa persona que le ayudara a solucionar sus problemas. Sin embargo, Dave nunca la había necesitado con anterioridad y, por lo tanto, nunca se había quejado, ni siquiera cuando perdió el trabajo, ni cuando Rosemary vivía. Pero en ese momento, arrodillado ante ella, contándole con desesperación que era posible que hubiera matado a un hombre, le estaba pidiendo que le dijera que no pasaba nada.

Y así era, ¿no es verdad? Si alguien intentaba robar a un ciudadano honrado, tenía que aguantarse si las cosas no le salían tal y como había planeado. Y si a uno lo matan, pues mala suerte. «Lo siento, pero es así. El que la hace, la paga», pensaba Celeste.

Besó a su marido en la frente y le susurró:

– Cariño, métete en la ducha. Yo ya me ocuparé de la ropa.

– ¿De verdad?

– Pues claro.

– ¿Qué piensas hacer con ella?

No tenía ni la menor idea. ¿Quemarla? Claro, pero ¿dónde? En su casa, no. Sólo tenía otra posibilidad: el patio trasero. Sin embargo, enseguida se percató de que si se ponía a quemar ropa en el patio a las tres de la madrugada, o a cualquier otra hora, la gente se daría cuenta.

– La lavaré -dijo en el mismo momento en que se le ocurrió-. La lavaré bien, la meteré en una bolsa de basura y después la enterraremos

– ¿Enterrarla?

– Podemos llevarla al vertedero. ¡Ah, no, espera! -Los pensamientos le fluían con más rapidez que las palabras-. Podemos esconder la bolsa hasta el martes por la mañana. Es el día que pasan a recoger la basura, ¿no es verdad?

– Así es…

Se dio la vuelta en la ducha y la miró, expectante, mientras la raja del costado se iba oscureciendo y ella volvía a preocuparse por el sida, o por la hepatitis, o por cualquier otra enfermedad por la que la sangre de otra persona pudiera matarte o envenenarte.

– Sé cuándo pasan. A las siete y cuarto, ni un minuto más ni un minuto menos, cada semana, excepto la primera semana de junio, pues los universitarios, que acaban el curso, dejan un montón de basura y, por lo tanto, el camión de recogida llega un poco tarde, pero aun así…

– ¡Celeste, amor mío! ¡Vayamos al grano!

– ¡Ah, vale! Cuando oiga el camión, bajaré corriendo detrás de ellos las escaleras, como si me hubiera olvidado una bolsa, y la tiraré directamente a la parte trasera. ¿De acuerdo? -sonrió, a pesar de que no tenía ganas,

Colocó una mano debajo del grifo de la ducha, aunque aún seguía vuelto hacia ella, y le respondió:

– De acuerdo, mira…

– ¿Qué?

– ¿Crees que podrás soportarlo?

– Sí.

«Hepatitis A, B y C -pensó-. Ébola. Enfermedades tropicales.» Volvió a abrir mucho los ojos de nuevo y exclamó:

– ¡Santo cielo! Es posible que haya matado a alguien.

Deseaba acercarse a él y tocarlo. Quería salir de la habitación, acariciarle el cuello y asegurarle que todo saldría bien. Ansiaba huir de allí hasta haber analizado la situación hasta el último detalle.

Se quedó donde estaba y anunció:

– Me voy a lavar la ropa.

– De acuerdo -contestó-. Muy buena idea.

Encontró unos guantes de plástico debajo del fregadero; eran los que solía usar cuando limpiaba el cuarto de baño. Se los puso y comprobó que no tuvieran ningún desgarrón. Al ver que no había ninguno, cogió la camisa del fregadero y los vaqueros del suelo. Los pantalones también estaban manchados de sangre y dejaron una mancha en las baldosas blancas.

– ¿Cómo es posible que también haya en los pantalones?

– ¿Haya, qué?

– Sangre.

Los observó mientras ella los sostenía con la mano, miró al suelo y dijo:

– Me arrodillé encima de él -se encogió de hombros -. No lo sé. Supongo que se llenaron de salpicaduras, igual que la camisa.

– ¡Si, claro!

Sus miradas se cruzaron y él asintió:

– Sí, debe de ser eso.

– ¡Bien! -exclamó ella.

– ¡Bien!

– Pues voy a lavarlos en el fregadero de la cocina.

– De acuerdo.

– Vale -respondió ella y salió reculando del lavabo.

Lo dejó allí de pie, moviendo una mano debajo del agua, mientras esperaba a que saliera caliente.

Una vez en la cocina, metió la ropa dentro del fregadero y abrió el grifo. Observó cómo la sangre y diminutos trozos de piel y, Santo cielo trozos de cerebro -estaba casi segura- se colaban por el desagüe. El hecho de que el cuerpo humano pudiera sangrar tanto le sorprendió. Había oído decir que teníamos tres litros y medio de sangre en nuestro interior, pero a Celeste siempre le había parecido que debían de ser muchos más. Cuando iba a cuarto de primaria, tropezó mientras correteaba por un parque con sus amigos. Al intentar parar el golpe se clavó en la palma de la mano una botella rota que apuntaba hacia arriba y sobresalía del césped. Todas las arterias principales y las venas de la mano resultaron heridas de gravedad y sólo se recuperaron poco a poco durante los diez años siguientes gracias a su juventud. Aun así, hasta que no cumplió los veinte, no recuperó el sentido del tacto en los cuatro dedos, Sin embargo, lo que más recordaba era la sangre. Cuando había levantado el brazo del césped, sacudiendo el codo como si acabara de darse un golpe en el hueso de la alegría, la sangre le salía a borbotones de la mano herida, y dos de sus amigos habían empezado a gritar. Al llegar a casa, había llenado el fregadero de sangre mientras su madre llamaba a una ambulancia. Una vez dentro, le habían cubierto la mano con una venda tan gruesa como sus pantorrillas y en menos de dos minutos las gasas ya se habían vuelto de color rojo. En el hospital, se había tumbado en una camilla blanca y se había dedicado a observar cómo las arrugas de la sábana formaban pequeños agujeros que se iban volviendo de color rojo. Cuando la camilla estaba a rebosar, la sangre empezó a gotear y acabó formando charcos en el suelo. Su madre tuvo que gritar lo suficientemente alto y durante un buen rato para que uno de los residentes de la sala de urgencias decidiera que Celeste debería ocupar el primer puesto de la cola. Toda aquella sangre procedía de una sola mano.

Y ahora, era la sangre de una cabeza. Todo porque Dave había golpeado el rostro de otro ser humano y le había aplastado el cráneo contra el suelo. Estaba convencida de que se había puesto histérico a causa del miedo. Colocó las manos enguantadas debajo del agua y volvió a comprobar que no hubiera ningún agujero. No había ninguno. Vertió líquido lavavajillas sobre la camiseta, la fregó con el estropajo de aluminio y la retorció; fue repitiendo todo el proceso hasta que el agua que goteaba de la camiseta al estrujarla era transparente, y no de color rosa. Hizo lo mismo con los pantalones vaqueros y cuando acabó, Dave ya había salido de la ducha y se había sentado a la mesa de la cocina con una toalla enrollada alrededor de la cintura; se estaba fumando unos de aquellos cigarrillos largos y blancos que su madre se había dejado en el armario, bebía una cerveza y la miraba con atención.

– La he cagado -dijo con dulzura.

Ella asintió con la cabeza.

– Lo que quiero decir -susurró- es que cuando uno sale tiene otras expectativas, no sé, buen tiempo, sábado por la noche… -Se puso en pie y se le acercó; después se apoyó en el horno y observó cómo escurría la pernera izquierda de los vaqueros-. ¿Por qué no usas la lavadora de la despensa?

Le observó y se dio cuenta de que la cuchillada que tenía en el costado se había vuelto de color blanco arrugado después de la ducha. Sintió una necesidad nerviosa de reírse. Tragó saliva para contener la risa y respondió:

– Porque quiero eliminar las pruebas, cariño.

– ¿Las pruebas?

– Bien, no lo sé seguro, pero me imagino que la sangre y todo lo demás es más fácil que se quede pegada en el interior de la lavadora que en el desagüe del fregadero.

Silbó en voz baja y exclamó:

– ¡Pruebas!

– Pruebas -repitió, pero esa vez sonriendo, sintiéndose parte de la conspiración y del peligro, de algo grande e importante.

– ¡Caramba, nena! -exclamó-. ¡Eres un genio!

Acabó de escurrir los pantalones, cerro el grifo he hizo una pequeña reverencia.

Eran las cuatro de la madrugada, pero hacía años que no se sentía tan despierta. Era una sensación parecida a la de la mañana del día de Navidad a la edad de ocho años. Su sangre era pura cafeína.

Uno se había pasado la vida esperando que sucediera algo así, e intentaba convencerse a sí mismo que no era verdad, pero lo era. Estar implicado en un drama. Pero no el drama de las facturas sin pagar y de las pequeñas y ensordecedoras disputas maritales. No. Esto sí que era la vida real. De hecho, era más grande que la vida real, era hiperreal. Existía la posibilidad de que su marido hubiera matado a un hombre malo. Y si en realidad estaba muerto, la policía tendría mucho interés en conocer a la persona que lo había hecho. Y si en algún momento las pistas les llevaban a su casa, a Dave, necesitarían pruebas.

Ya se los imaginaba sentados a la mesa de la cocina, con las libretas abiertas, oliendo a café y a los bares de la noche anterior, haciendo preguntas a Dave y a ella. A pesar de que estaba segura de que se comportarían con educación, le infundirían miedo. Dave y Ella también serian educados e imperturbables.

Porque todo se basaba en las pruebas. Y ella acababa de hacer desaparecer las pruebas por el desagüe del fregadero de la cocina y por el oscuro alcantarillado. Por la mañana, desmontaría el tubo del desagüe y también lo lavaría; tiraría lejía por dentro del tubo y lo volvería a colocar en su sitio. Pondría la camisa y los pantalones vaqueros dentro de una bolsa de basura y la escondería hasta el martes por la mañana; entonces la lanzaría a la parte trasera del camión de la basura y allí sería aplastada, estrujada y prensada junto con los huevos podridos, los pollos pasados y el pan seco. Haría todo eso y se sentiría más importante y se encontraría mejor de lo que se encontraba habitualmente.

– Te hace sentir solo -confesó Dave.

– ¿El qué?

– Hacerle daño a alguien -contestó con dulzura.

– Pero no tenías más remedio.

Asintió con la cabeza. En la penumbra de la cocina, la piel se le veía de color gris. Aun así, parecía más joven, como si acabara de salir del vientre de su madre y respirara con dificultad.

– Ya lo sé. Era la única alternativa. Sin embargo, te hace sentir solo. Te hace sentir…

Celeste le acarició la cara y a el se le marcó la nuez de la garganta mientras tragaba saliva.

– …como un extraño- añadió

5. CORTINAS DE COLOR NARANJA

El domingo a las seis de la mañana, cuatro horas y media antes de que su hija Nadine hiciera la Primera Comunión, Jimmy Marcus recibió una llamada de Pete Gilibiowski desde la tienda, diciéndole que ya estaba a punto.

– ¿A punto? -Jimmy se sentó en la cama y miró el reloj-. ¡Pete, joder, son las seis de la mañana! Si Katie y tú ya estáis nerviosos a las seis, ¿cómo vais a estar a las ocho cuando la gente empiece a entrar en la iglesia?

– Ése es el problema, Jim. Katie no está aquí.

– ¿Cómo dices? -Jimmy apartó el edredón y salió de la cama.

– Que Katie no está. En teoría, tenía que venir a las cinco y media, ¿no es así? Le he dicho al repartidor de donuts que se esperara ahí afuera y todavía no he preparado el café porque…

– ¡Aja! -exclamó Jimmy, y fue pasillo abajo en dirección al dormitorio de Katie, sintiendo las corrientes de aire frío de la casa en los pies, ya que las mañanas de mayo aún tenían la frialdad propia de las tardes de marzo.

– … un grupo de obreros de la construcción, de esos que van de bar en bar, que beben en los parques y que se llenan el cuerpo de anfetaminas, se han presentado a las seis menos veinte y se han acabado el torrefacto colombiano y el francés, y los pasteles tienen una pinta horrible. ¿Cuanto les pagas a esos chicos para que trabajen el sábado por la noche, Jim?

– ¡Aja!-repitió Jim, y después de llamar brevemente a la puerta del dormitorio de Katie, la abrió de par en par.

La cama estaba vacía, mucho peor, estaba hecha, lo que indicaba que no había dormido allí la noche anterior.

– … porque o les aumentas el sueldo o les das una patada en el culo -añadió Pete-. Tardaré más de una hora en hacer los preparativos antes de que pueda… ¿Cómo está, señora Carmody? El café ya está en el fuego, querida. Estará listo enseguida.

– Voy hacia allí -declaró Jimmy.

– Además, los periódicos del domingo aún están amontonados, con las circulares encima, hechos una porquería y…

– Te acabo de decir que voy para allá.

– ¿De verdad, Jim? Gracias.

– ¿Pete? Llama a Sal y pregúntale si puede ir a las ocho y media en vez de a las diez.

– ¿Cómo?

AI otro lado de la línea, Jimmy oyó el sonido ininterrumpido de una bocina, y exclamó:

¡Pete, por el amor de Dios, haz el favor de abrirle la puerta! ¿Qué quieres, que se pase todo el día ahí con los donuts?

Jimmy colgó y se dirigió de nuevo hacia el dormitorio, Annabeth estaba sentada en la cama, destapada y bostezando.

– ¿Llamaban de la tienda? -preguntó, aunque las palabras se le entremezclaron con un largo bostezo.

Asintió con la cabeza y añadió:

– Katie no ha aparecido por allí.

– Precisamente hoy -dijo Annabeth-, el día de la Primera Comunión de Nadine, va y no se presenta al trabajo. ¿Qué pasará si no va a la iglesia?

– Estoy seguro de que irá.

– No sé, Jimmy. Si ayer por la noche se emborrachó tanto que no ha ido ni a la tienda, nunca se sabe…

Jimmy se encogió de hombros. Era inútil hablar con Annabeth cuando se trataba de Katie. Annabeth sólo tenía dos maneras de tratar a su hijastra: o estaba enfadada con ella y se mantenía distante o estaba eufórica porque eran las mejores amigas del mundo. No había punto medio y Jimmy sabía, con un pequeño sentimiento de culpa, que casi toda la confusión era consecuencia de que Annabeth apareciera en escena cuando Katie tenía siete años, y apenas se había recuperado de la muerte de su madre. Katie agradeció sin tapujos y con sinceridad que hubiera una presencia femenina en el piso solitario que había compartido con su padre. Sin embargo, la muerte de su madre también le había afectado. Jimmy sabía que, aunque no era irreparable, le había afectado mucho, y cada vez que, a lo largo de todos aquellos años, el sentimiento de pérdida se deslizaba de nuevo por las paredes de su corazón, Katie solía desahogarse con Annabeth que, como madre, nunca estuvo a la altura de lo que el fantasma de Marita era o habría sido.

– ¡Por el amor de Dios, Jimmy! -exclamó Annabeth, mientras Jimmy se ponía una sudadera por encima de la misma camiseta con la que había dormido e iba en busca de sus vaqueros-. ¡No me digas que te vas a la tienda!

– Sólo una hora -Jimmy encontró sus pantalones enrollados alrededor de la pata de la cama-. Dos, como máximo. De todos modos, Sal tenía que sustituir a Katie a las diez. Pete ya le está llamando para ver si puede ir antes.

– Sal tiene más de setenta años.

– Por eso mismo. ¿Te crees que va a estar durmiendo? Estoy convencido de que la vejiga lo despertó a las cuatro de la madrugada y que ha estado viendo Clásicos del Cine desde entonces.

– ¡Mierda! -Annabeth acabó de apartar las sábanas y salió de la cama-. ¡Joder con Katie! ¿También va a fastidiarnos un día como hoy?

Jimmy notó que el cuello se le tensaba, y le preguntó:

– ¿Cuándo fue la última vez que Katie nos fastidió un día? Annabeth le mostró el dorso de la mano al tiempo que se dirigía hacia el cuarto de baño y le preguntó:

– ¿Tienes alguna idea de dónde puede estar?

– En casa de Diane o de Eve -respondió Jimmy, pensando todavía en el gesto despectivo que le había hecho al pasar la mano por encima del hombro. Annabeth, el amor de su vida, sin duda, no tenía ni idea de lo fría que podía llegar a ser a veces, ni idea (y eso era característica de toda la familia Savage) de hasta qué punto sus momentos y esta dos de ánimo negativos podían afectar a los demás-. Quizá esté en casa de algún novio.

– ¿Tú crees? ¿Con quien sale últimamente?

Annabeth abrió el grifo de la ducha, se echo un poco para atrás y espero a que el agua saliera caliente.

– Me imaginaba que tú lo sabrías mejor que yo.

Annabeth revolvió el botiquín en busca de la pasta de dientes, negó con la cabeza y añadió:

– Dejó de salir con el Pequeño César en noviembre. Eso ya me provocó suficiente satisfacción.

Jimmy, que se estaba poniendo los zapatos, sonrió. Annabeth siempre llamaba a Bobby O'Donnell «Pequeño César», a no ser que le llamara algo peor, y no sólo porque quisiera parecer un gánster y tuviera una mirada fría, sino porque era bajito y gordo como Edward G. Robinson. Aquéllos habían sido unos meses muy tensos; Katie había empezado a salir con él el verano anterior y los hermanos Savage habían dicho a Jimmy que, si era necesario, le cortarían la polla; Jimmy no estaba muy seguro de si era debido a que sentían repulsión moral por hecho de que su estimada sobrina saliera con semejante cabronazo, o porque Bobby O'Donnell se había convertido en un rival demasiado importante.

Sin embargo, Katie fue la que decidió poner fin a la relación, y aparte de de un montón de llamadas a las tres de la madrugada y de una escena un poco violenta en Navidades, cuando Bobby y Roman Fallow se presentaron en el porche delantero, las secuelas de la ruptura no habían sido demasiado dolorosas.

El odio que Annabeth sentía por Bobby O'Donnell divertía a Jimmy en cierta manera, ya que a veces se preguntaba si Annabeth odiaba a Bobby no sólo porque se pareciera a Edward G. y porque se hubiera acostado con su hijastra, sino porque era un criminal de pacotilla en comparación con sus hermanos, que Annabeth creía que eran sin duda profesionales; además, sabía que Jimmy también lo había sido antes de que Marita muriera.

Marita había muerto catorce años atrás, mientras Jimmy cumplía una sentencia de dos años en el Correccional Deer Island de Winthrop. Un sábado de visita, mientras una Katie de cinco años se movía sin parar en su regazo, Marita contó a Jimmy que un lunar que tenía en el brazo se le había oscurecido últimamente y que tenía intención de ir a ver a un médico de la clínica comunitaria. «Sólo para asegurarme de que todo va bien», le había dicho. Cuatro sábados más tarde, ya había empezado el tratamiento de quimioterapia. Seis meses después de haberle contado lo del lunar, ya estaba muerta..Jimmy se había visto obligado a contemplar la destrucción del cuerpo de su mujer sábado tras sábado desde el otro lado de una mesa de madera oscura, cubierta de quemaduras de cigarrillos, sudor, manchas de semen, y de los lamentos y de toda la mierda de los convictos durante más de un siglo. Durante el último mes de su vida, Marita estaba demasiado enferma para ir a verle, demasiado débil para escribirle, y Jimmy tuvo que conformarse con llamadas telefónicas durante las que Marita estaba agotada, drogada o ambas cosas. Normalmente, ambas.

– ¿Sabes con lo que sueño? -le confesó una vez que ya hablaba con dificultad-. Cada vez pienso más en ello.

– ¿En qué, cariño?

– En cortinas de color naranja. Cortinas de color naranja amplias y tupidas… -se relamió los labios y Jimmy oyó el ruido que hizo al tragar saliva-, que ondean al viento, colgando de unas altas barras, Jimmy. Sólo ondean al viento. No hacen nada más que ondear, ondear, ondear. Cientos de ellas en ese campo tan grande. Ondean a lo lejos…

Esperó a que prosiguiera, pero ya había acabado, y como no quería que Marita se quedara dormida a media conversación, como ya había hecho muchas otras veces, le preguntó:

– ¿Cómo está Katie?

– ¿Eh?

– ¿Qué tal Katie, cariño?

– Tu madre nos cuida muy bien. Está triste.

– ¿Quién está triste, mi madre o Katie?

– Las dos. Mira, Jimmy, tengo que colgar. Tengo náuseas y estoy cansada.

– De acuerdo, nena.

– Te quiero.

– Yo también te quiero.

– Jimmy, nunca hemos tenido cortinas de color naranja, ¿verdad?

– No, nunca.

– ¡Qué extraño! -exclamó; luego colgó el teléfono.

Fue la última palabra que le dijo, extraño.

Sí, era muy extraño. El lunar que había tenido en el brazo desde que estaba en la cuna observando un móvil de cartón, de repente se había vuelto mas oscuro; veinticuatro semanas mas tarde, después de casi dos años de no compartir la cama con su marido y de no poder pasar la pierna por encima de la suya, la habían metido en una caja y la habían enterrado bajo tierra, mientras el marido lo observaba de pie a unos cuarenta metros de distancia, escoltado por dos policías armados, con grilletes en las muñecas y en los tobillos.

Jimmy salió de la cárcel dos meses después del funeral; se fue a casa, paso un buen rato en la cocina sin cambiarse la ropa que llevaba dentro y sonrió a la extraña que tenía por hija. Tal vez él fuera capaz de recordar los primeros cuatro años de vida de su hija, pero ella no. Ella sólo recordaba los dos últimos, tal vez algunos fragmentos dispersos del hombre que había vivido en aquella casa, antes de que permitieran verle los sábados y sólo desde el otro lado de una mesa vieja en un lugar húmedo y maloliente, construido sobre un cementerio encantado de los indios, donde el viento soplaba con fuerza, las paredes goteaban y los techos eran demasiado bajos. De pie en la cocina, mirando cómo ella le observaba, Jimmy tuvo la sensación de no haberse sentido nunca tan inútil. Jamás había estado la mitad de solo o asustado que en el momento en que, arrodillándose junto a Katie, le cogió ambas manos con las suyas y se los imaginó a los dos como si flotaran por encima de la habitación. Y el hombre que flotaba sobre ellos le dijo: «Éstos dos me dan mucha pena. Extraños en una cocina de mierda, intentando formarse una idea el uno del otro, haciendo un esfuerzo por no odiarse, pues elIa había muerto y los había dejado colgados a los dos, incapaces de saber qué demonios iban a hacer a continuación».

Aquella hija, esa criatura, que vivía, respiraba y que, en muchos aspectos ya estaba casi formada, dependía de él, tanto si les gustaba como si no.

– Nos sonríe desde el cielo -dijo Jimmy a Katie-. Está orgullosa de nosotros. Muy orgullosa.

– ¿Tienes que regresar a ese sitio? -le preguntó Katie.

– No. Nunca jamás.

– ¿Piensas irte a algún otro lugar?

En aquel momento, Jimmy habría cumplido con gusto seis años más de condena en cualquier agujero de mierda como Deer Island, o incluso en otro sitio peor, para no enfrentarse las veinticuatro horas del día con aquella niña (medio hija medio extraña), con el temor ante un futuro incierto, ni con la certeza de que su juventud, sin duda, había acabado.

– ¡De ninguna de las maneras!-, Pienso quedarme contigo.

– Tengo hambre.

Y le llegó a lo más profundo de su ser: «Dios mío, tendré que alimentar a esta niña cada vez que tenga hambre. Durante el resto de nuestras vidas. ¡Santo cielo!».

– Bien, de acuerdo -respondió, y sintió que la sonrisa le temblaba en el rostro-. Comeremos algo.


Jimmy llegó a Cottage Market, la tienda de la que era dueño, a las seis y media de la mañana. Se hizo cargo de la caja registradora y de la máquina de lotería, mientras Pete llenaba las estanterías con los donuts que había traído Yser Gaswami del Dunkin' Donuts de la calle Kilmer, y con los pasteles, los cannolis y los bocadillos de salchichas de la panadería de Tony Buca. Cuando tenía un momento de calma, Jimmy vertía el café de las cafeteras en los termos enormes que había encima del mostrador y cortaba las cuerdas de los paquetes de Globe, Herald y New York Times del domingo. Colocaba las circulares y los cómics en el medio y, después, los apilaba ordenadamente dentro de las estanterías de golosinas que había debajo del mostrador de la caja.

– ¿Te ha dicho Sal a qué hora vendrá?

– No puede venir hasta las nueve y media -respondió Pete-. Se le han jodido los bajos del coche y lo ha llevado al taller. Así pues, tendrá que coger dos trenes y un autobús, y me dijo que ni siquiera estaba vestido.

– ¡Mierda!

Alrededor de las siete y cuarto, tuvieron que atender a una multitud de gente que salía del turno de noche: policías, casi todos del Distrito 9, algunas enfermeras del Saint Regina y unas cuantas prostitutas que trabajaban en los after hours, del otro lado de la avenida Buckingham en las marismas y más arriba, en Rome Basin. Aunque parecían muy cansadas, se mostraban cordiales y comunicativas, y emanaban un halo de gran alivio, como si acabaran de abandonar el mismo campo de batalla juntas, cubiertas de barro y de sangre, pero sanas y salvas.

Durante un receso de cinco minutos, antes de que la multitud que iba a la primera misa del día empezara a hacer cola delante de la puerta, Jimmy llamó a Drew Pigeon y le preguntó si había visto a Katie.

– Sí, creo que está aquí- contestó Drew.

– ¿De verdad?

Jimmy notó cierta esperanza en su propia voz y sólo entonces se dio cuenta de que estaba más preocupado de lo que había querido admitir.

– Creo que sí -dijo Drew-. Deja que vaya a mirarlo.

– Te lo agradezco, Drew.

Oyó el ruido de los pesados pies de Drew que se alejaban por un pasillo recubierto de madera mientras canjeaba dos boletos de la Loto a la señora Harmon, y tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le saltasen las lágrimas por la violenta agresión de aquel perfume de anciana. Oyó cómo Drew se encaminaba de nuevo hacia el teléfono y sintió una ligera emoción en el pecho; mientras tanto, le daba los quince pavos de cambio a la señora Harmon y le decía adiós con la mano.

– ¿Jimmy?

– Dime, Drew.

– Lo siento. La que se ha quedado a dormir es Diane Cestra. Está durmiendo en el suelo del dormitorio de Eve, pero Katie no está.

El aleteo que Jimmy había sentido en el pecho se detuvo en seco, como si se lo hubieran arrancado con unas pinzas.

– No pasa nada.

– Eve me ha dicho que Katie las dejó delante de casa alrededor de la una y que no les dijo a dónde iba.

– De acuerdo, hombre. -Jimmy intentó poner un tono de voz alegre-. Ya la encontraré.

– ¿Sale con alguien?

– Con las chicas de diecinueve años, Drew, es imposible llevar la cuenta.

– Eso sí que es verdad -asintió Drew con un bostezo-. Todas las llamadas que Eve recibe son de tipos diferentes. Te juro, Jimmy, que debería colgar una lista junto al teléfono para tenerlos controlados.

Jimmy hizo un esfuerzo por reírse y dijo:

– Bien, gracias una vez más, Drew.

– Estoy a tu disposición, Jimmy. Cuídate.

Jimmy y colgó y se quedó mirando las teclas de la caja registradora como si fueran a decirle algo. No era la primera vez que Katie pasaba toda noche fuera. Ni tampoco era la décima, joder. Ni tampoco era la primera vez que faltaba al trabajo, pero en ambos casos, solía llamar. Aun así, si había conocido a un tipo con pinta de estrella de cine y con un encanto extraordinario… Jimmy recordaba demasiado bien como se sentía él mismo a los diecinueve años y lo comprendía. Y aunque nunca permitiría que Katie pensara que estaba dispuesto a tolerarlo, en el fondo de su corazón no podía ser tan hipócrita que lo condenase.

Sonó la campana que colgaba de una cinta clavada en el extremo superior de la puerta; Jimmy alzó los ojos y vio al primer grupo de mujeres con pelo azul de peluquería que salían de rezar el rosario irrumpir en la tienda, protestando del mal tiempo, de la dicción del cura y de la basura que había en la calle.

Pete asomó la cabeza por detrás del mostrador y se secó las manos con el trapo que había usado para limpiar las mesas. Lanzó una caja entera de guantes de plástico sobre el mostrador y apareció tras la segunda caja registradora. Se inclinó hacia Jimmy y le dijo:

– Bienvenido al infierno -y el segundo grupo de apisonadoras sagradas entró pisando los talones del primero.

Hacía casi dos años que Jimmy no trabajaba un domingo por la mañana y se había olvidado del zoo en que podía convertirse aquello. Pete tenía razón. Todos esos fanáticos de pelo azul que iban a misa de siete y que abarrotaban la iglesia de Santa Cecilia mientras la gente normal estaba durmiendo, llevaban consigo todo ese frenesí bíblico a la tienda de Jimmy y diezmaban las bandejas de pasteles y de donuts, dejaban la cafetera seca, vaciaban las neveras de productos lácteos y se hacían con la mitad de la pila de periódicos. Se daban contra las estanterías y pisaban las bolsas de patatas fritas y los envoltorios de plástico de los cacahuetes que se les caían al suelo. Hacían sus pedidos a gritos: pasteles, Loto, boletos de rasca y gana, Pall Mall y Chesterfield, furiosamente, sin tener en cuenta en absoluto el lugar que ocupaban en la cola, Después, mientras un mar de cabezas azules, blancas y calvas asomaban tras ellos, se entretenían ante el mostrador para preguntar por la familia de Jimmy y de Pete mientras recogían el cambio exacto; no se olvidaban de coger hasta el último penique y tardaban una eternidad en quitar las compras del mostrador y apartarse para dejar paso al griterío furioso que se apiñaba tras ellos.

Jimmy no había presenciado un caos semejante desde la última vez que fue a una boda irlandesa con barra libre, y cuando, por fin, pudo ver que eran las nueve menos cuarto y que el último del grupo salía por la puerta, se percató de que el sudor, que le empapaba la camiseta bajo la sudadera, le había mojado la piel. Contempló la bomba que acababa de estallar en medio de su tienda y luego miró a Pete; de repente sintió una oleada de afinidad y de camaradería hacia él que le hizo pensar en el grupo de policías, enfermeras y prostitutas de las siete y cuarto, como si él y Pete hubieran alcanzado un nuevo nivel de amistad por haber sobrevivido juntos a la avalancha de famélicos ancianos del domingo a las ocho de la mañana.

Pete le miró con gesto cansado y le dijo:

– Durante la próxima media hora estará un poco más tranquilo. ¿Te importa si salgo un momento y me fumo un cigarrillo?

Jimmy sonrió, volvía a sentirse bien y le recorría una especie de orgullo extraño y repentino al ver que el pequeño negocio que había montado se había convertido en una institución en el barrio.

– ¡Joder, Pete, por mí como si te quieres fumar el paquete entero!

Acababa de limpiar los pasillos, de reponer existencias en la nevera de los lácteos y de rellenar las bandejas de donuts y de pasteles, cuando repicó la campanita. Alzó la mirada y vio pasar ante el mostrador a Brendan Harris y su hermano pequeño, Ray el Mudo, que se dirigían hacia la pequeña zona de pasillos donde se almacenaba el pan, el detergente, las galletas y el té. Jimmy se ocupó de los envoltorios de celofán de los pasteles y de los donuts, y deseó no haber dado la impresión a Pete de que se podía coger unas mini vacaciones y que entrara de nuevo en la tienda de inmediato.

Echo un vistazo y se percató de que Brendan observaba las cajas registradoras desde detrás de las estanterías, como si tuviera intención de perpetrar un atraco o esperase ver a alguien. Durante un segundo de insensatez Jimmy se preguntó si tendría que despedir a Pete por cerrar tratos delante de la tienda. Pero luego se refrenó y recordó que Pete, mirándole fijamente a los ojos, le había jurado que nunca pondría en peligro la tienda de Jimmy por vender marihuana en el trabajo. Jimmy sabía que le había dicho la verdad porque, a no ser que uno fuera el mejor mentiroso del mundo, era casi imposible mentir a Jimmy cuando éste te miraba a los ojos después de haberte hecho una pregunta directa; conocía todos los tics y todos los movimientos de ojos, por pequeños que fuesen, que podían traicionarle a uno. Era algo que había aprendido al observar como su padre hacía promesas de borracho que nunca cumpliría; si uno lo había presenciado suficientes veces, reconocía al animal cada vez que intentaba volver a salir a la superficie. Así pues, Jimmy recordó que Pete le había mirado directamente a los ojos y que le había prometido que nunca traficaría en la tienda; Jimmy sabía que era verdad.


Entonces, ¿a quién buscaba Brendan? ¿Sería lo bastante estúpido para ocurrírsele atracar la tienda? Jimmy había conocido al padre de Brendan, Ray Harris, Simplemente Ray; por lo tanto, sabía que les corría por los genes una buena dosis de estupidez, pero no existía nadie lo bastante tonto para querer atracar una tienda de East Bucky, situada en el límite de las marismas y con la colina, mientras carga con un hermano mudo de trece años. Además, si había alguien que tuviera cerebro en toda la familia, a Jimmy no le quedaba más remedio que admitir que era Brendan. Era un chico tímido, pero muy atractivo, y ya hacía mucho tiempo que Jimmy había aprendido a ver la diferencia entre la gente que callaba porque desconocía el significado de muchas palabras y la que lo hacía porque era reservada y le gustaba observar, escuchar y comprender. Brendan tenía esa cualidad; uno tenía la sensación de que comprendía demasiado bien a la gente, y que ese hecho le ponía nervioso.

Se volvió hacia Jimmy y sus miradas se cruzaron; el chico le dedicó una sonrisa nerviosa y amistosa a Jimmy, haciendo un gran esfuerzo, como si quisiera compensar el hecho de que estaba pensando en otra cosa.

– ¿Te puedo ayudar, Brendan? -le preguntó Jimmy.

– No, no, señor Marcus, sólo quiero un poco de ese té irlandés que le gusta tanto a mi madre.

– ¿Barry's?

– Sí, eso es.

– Está en el siguiente pasillo.

– ¡Ah, gracias!

Jimmy se volvió a colocar detrás de la caja registradora en el momento en que Pete entraba, apestando todo él al olor rancio característico de quien se ha fumado un cigarrillo a toda prisa.

– ¿A qué hora me has dicho que va a llegar Sal? -le preguntó Jimmy.

– Debe de estar a punto de llegar. -Pete se apoyó en la estantería corrediza de cigarrillos que había bajo los fajos de boletos y soltó un suspiro-. Va muy lento, Jimmy.

– ¿Sal?- Jimmy observo como Brendan y Ray el Mudo se comunicaban por signos; estaban de pie en medio del pasillo central y Brendan llevaba una capa de Barry`s bajo el brazo. -¡Tiene mas de setenta años hombre!

– ¡Ya sé que es por eso por lo que va tan lento! -exclamó Pete-solo hablaba por hablar. Si a las ocho de la mañana hubiéramos estado aquí él y yo en vez de nosotros dos, Jim… aún estaríamos colocándolo todo.

– Por eso lo pongo en turnos en los que no hay tanto trabajo. Bien, de todas maneras, esta mañana no nos tocaba a ti y a mí, o a ti y a Sal. En teoría, teníais que ser tú y Katie.

Brendan y Ray el Mudo habían llegado hasta el mostrador y Jimmy, que Brendan hacía un gesto raro al oír que pronunciaban el nombre de Katie.

Pete salió de detrás de los estantes de cigarrillos y le preguntó:

– ¿Eso es todo, Brendan?

– Yo… yo… yo… -tartamudeó Brendan y después miró a su hermano pequeño-. Creo que sí. Espere que se lo pregunte a Ray.

Empezaron a mover las manos por el aire otra vez, y los dos iban tan deprisa que aunque hubieran hablado en voz alta, habría sido muy difícil para Jimmy seguir la conversación. Sin embargo, el rostro de Ray el Mudo, a diferencia de sus manos ágiles y veloces, era como una piedra. Según Jimmy, siempre había sido un niño extraño, más parecido a la madre que al padre, con la vanidad siempre instalada en su rostro, como un acto de desafío. Se lo había comentado una vez a Annabeth, pero ésta le había acusado de tener poca sensibilidad con los discapacitados, aunque Jimmy no estaba de acuerdo. Había algo en la cara inexpresiva de Ray y en su boca silenciosa que uno deseaba sacar a martillazos.

Dejaron de mover los brazos arriba y abajo; Brendan se agachó delante de la estantería de golosinas y cogió una barrita de chocolate CoIeman, lo que le hizo a Jimmy pensar en su padre y en el olor que desprendía aquel año que trabajó en la fábrica de golosinas.

– Y un Globe, también -indicó Brendan.

– Por supuesto, chico -le contestó Pete mientras empezaba a hacer la suma.

– Bueno, pues… yo creía que Katie trabajaba los domingos -Brendan entrego a Pete un billete de diez.

Pete alzo las cejas al apretar la tecla de la caja; el cajón se abrió y le dio en la barriga.

– Estas un poco enamorado de la hija de mi jefe, ¿no Brendan? Sin mirar a Jimmy exclamó.


– ¡No, no, no! -soltó una risa que desapareció tan pronto como le salió de la boca-. Sólo lo preguntaba porque los domingos suelo verla por aquí.

– Su hermana pequeña hace hoy la Primera Comunión -anunció Jimmy.

– ¿Ah, Nadine?

Brendan miró a Jimmy, con los ojos demasiado abiertos y con una sonrisa demasiado ancha.

– Nadine -repitió Jimmy, sorprendido de que Brendan se hubiera acordado del nombre tan fácilmente-. Sí.

– Bien, felicítela de mi parte y de la de Ray.

– Claro, Brendan.

Brendan bajó la mirada hasta el mostrador y asintió varias veces con la cabeza mientras Pete ponía en una bolsa el té y la barrita.

– Bien, bueno, encantado de verles. ¡Vamos, Ray!

Ray no estaba mirando a su hermano cuando se lo dijo, pero empezó a andar de todas maneras; Jimmy recordó una vez más lo que la gente solía olvidar acerca de Ray: no era sordo, sólo mudo. Jimmy estaba convencido de que había muy pocas personas del barrio o en los alrededores que conocieran a alguien como él.

– ¡Eh, Jimmy! -exclamó Pete cuando los hermanos se hubieron marchado-. ¿Puedo hacerte una pregunta?

– Dispara.

– ¿Por qué odias tanto a ese chico?

Jimmy se encogió de hombros y respondió:

– La verdad, no sé si lo que siento es odio, pero… ¡Venga, hombre, no me digas que ese cabroncete mudo no te parece un poco horripilante!

– ¿Ah, es él? -preguntó Pete-. Sí. Es una mierdecilla extraña, siempre mirándote fijamente como si viera algo en tu cara que deseara arrancar. ¿Sabes? Pero yo hablaba del otro. Yo me refería a Brendan. Hombre, el chico parece majo, Tímido, pero amable, ¿sabes lo que te quiero decir? ¿Te has dado cuenta de cómo utiliza el lenguaje de signos con su hermano aunque no tenga que hacerlo? Es como si quisiera que el chico no se sintiera solo; es un gesto muy bonito. Pero Jimmy, tío, cada vez que le miras tengo la sensación de que quieres cortarle la nariz y hacérsela comer.

– ¿Que dices?

– Sí.

– ¿De verdad?

·-Tal como lo oyes.

Jimmy miró por la polvorienta ventana que había encima de la máquina de la Loto y vio que la avenida Buckingham aparecía gris y húmeda bajo el sol de la mañana. Notó aquella maldita sonrisa tímida de Brendan Harris en su propia sangre, como si le picara.

– ¿Jimmy? Sólo estaba jugando contigo. No tenía ninguna intención de…

– ¡Ahí viene Sal! -exclamó Jimmy, de espaldas a Pete y sin apartar la mirada de la ventana, mientras veía al viejo arrastrar los pies y atravesar la avenida camino de la tienda-. ¡Ya era hora, joder!

6. TE DUELE PORQUE ESTÁ ROTO

El domingo de Sean Devine, el primer día de trabajo después de una semana de suspensión de empleo, empezó cuando el sonido del despertador lo sacó de modo repentino de un sueño y le arrancó de él, para darse cuenta luego como se saca a un bebé del útero, al que no le permitirían regresar. No recordaba muy bien los pormenores, tan sólo unos cuantos detalles inconexos, pero tenía la sensación de que en ningún caso había habido un hilo conductor. Sin embargo, el esbozo general del sueño se le había quedado clavado como un alfiler en la parte trasera del cráneo y dejado nervioso durante el resto de la mañana.

Su mujer, Lauren, había aparecido en su sueño, aún podía olerle su piel. Llevaba el pelo despeinado y del color de la arena mojada, más oscuro y más largo que en la vida real; también llevaba puesto un bañador húmedo blanco. Estaba muy bronceada y tenía polvo brillante de arena esparcido por los tobillos desnudos y por los pies. Olía a mar ya sol y, sentada en el regazo de Sean, le besaba la nariz y le hacía cos quillas en la garganta con sus largos dedos. Se encontraban en la terraza de una casa junto a la playa y a pesar de que Sean oía el sonido de las olas, no llegaba a divisar el mar. En el lugar en el que debería haber estado el mar, había una pantalla de televisión en blanco con la anchura de un campo de fútbol. Cuando miró el centro de la pantalla Sean sólo llegó él ver su propio reflejo, pero no el de Lauren, como si estuviera allí sentado flotando en el aire.

Sin embargo, había carne en sus manos, carne cálida.

Lo siguiente que recordaba es que estaba de pie en el tejado de la casa pero el cuerpo de Lauren había sido sustituido por una veleta lisa de metal. La asió y debajo de él, al pie de la casa, un enorme agujero negro le abría la boca, con un velero del revés anclado al fondo. Después se encontraba desnudo en la cama con una mujer a la que nunca había visto, y la acariciaba con la sensación, según la lógica de algunos sueños, de que Lauren estaba en otra habitación de la casa, mirándoles por el vídeo; una gaviota se estrelló contra la ventana y los trozos de cristal salieron disparados hacia la cama como si fueran cubitos de hielo; Sean, totalmente vestido de nuevo, se puso en pie sobre la cama.

La gaviota, que respiraba con dificultad, le decía: «Me duele el cuello», y Sean se despertó antes de poder responderle: «Te duele porque esta roto».

Al despertar, el sueño empezó a escurrírsele entero desde la parte trasera del cerebro, y las hilas y la pelusa se le quedaban enganchadas en la cara inferior de los párpados y en la parte superior de la lengua. Siguió con los ojos cerrados mientras sonaba el despertador, con la esperanza de que no fuese más que otro sueño y de que podría seguir durmiendo, como si el ruido sólo sonara en su mente.

Al cabo de un rato, abrió los ojos, con el tacto del sólido cuerpo de la mujer desconocida y el olor a mar de la carne de Lauren todavía fijado a su tejido cerebral; se percató de que no era un sueño, ni una película, ni una canción excesivamente triste.

Eran esas sábanas, aquella habitación y la cama. Era la lata vacía de cerveza en la repisa de la ventana, y aquel sol en los ojos y el despertador que sonaba en la mesita de noche. Era el grifo que goteaba y que siempre se olvidaba de arreglar. Era su vida, toda suya.

Apagó el despertador, pero no salió de la cama enseguida. Todavía no deseaba levantar la cabeza de la almohada porque no quería saber si iba a tener resaca. Si en realidad tenía resaca, el primer día de trabajo le parecería el doble de largo; como además era el primer día de trabajo después de una suspensión de empleo, tendría que tragarse toda la mierda y todos los chistes que contaran a su costa, y eso ya sería suficiente para que el día le pareciera interminable.

Siguió allí tumbado y oyó los pitidos procedentes de la calle, los pitidos de la televisión de los cocainómanos de la puerta de al lado, que la ponían a todo volumen y se tragaban desde Letterman hasta Barrio Sésamo, el pitido del ventilador del techo, del microondas, de los detectores de humo y el zumbido del frigorífico. Pitaban los ordenadores en el trabajo, pitaban los teléfonos móviles y los ordenadores portátiles; de la cocina y de la sala de estar llegaban pitidos y sonaba un constante bip-bip-bip que venía de la calle de abajo, y de la comisaría, más al sur, y de los inquilinos de Faneuil Heights y East Bucky.

Todo pitaba, en esos días. Todo era rápido, fluido y diseñado para estar en movimiento. Toda la humanidad iba de un lado a otro, al ritmo del mundo y creciendo con él.

¿Cuándo empezó a suceder todo esto, joder?

En realidad, era lo único que deseaba saber. ¿Cuándo había empezado a acelerarse el ritmo ya dejarle con los ojos clavados en la espalda de los demás?

Cerró los ojos.

Cuando Lauren se marchó.

Fue entonces.


Brendan Harris miró el teléfono y deseó que sonara. Miró el reloj. Dos horas de retraso. En verdad no era una sorpresa, ya que el tiempo y Katie nunca habían tenido una relación muy buena, pero aquel día precisamente… Brendan sólo deseaba irse, ¿Dónde estaba, si no estaba en el trabajo? El plan había consistido en que ella lo llamaría desde la tienda, que iría a la Primera Comunión de su hermanastra y que luego se encontraría con él. Sin embargo, ni había ido a trabajar ni le había llamado.

Él no podía llamarla. Ésa había sido siempre una de las peores pegas de su relación desde la primera noche en que se enrollaron. Katie solía estar en uno de estos tres sitios: en casa de Bobby O'Donnell, al principio de su relación con Brendan; en el piso de la avenida Buckingham en el que se había criado junto con su padre, su madrastra y sus dos hermanastras; o en el piso de arriba, en el que vivía un montón de sus tíos locos, dos de los cuales, Nick y Val, eran famosos por sus psicosis y por la más absoluta falta de control sobre sus impulsos. Después estaba su padre, Jimmy Marcus, que odiaba profundamente a Brendan, a pesar de que ni éste ni Katie se podían imaginar por que. Sin embargo, Katie se lo había dejado muy claro, ya que a lo largo de todos aquellos años su padre le había repetido con frecuencia: «Mantente alejada de los Harris; si alguna vez traes uno a casa, te repudiare».

Según Katie, su padre solía ser un tipo bastante racional, pero una noche, con lágrimas que le llegaban hasta el pecho, dijo a Brendan:

– Cuando hablamos de ti, se vuelve como loco. Loco de verdad. Una noche había bebido, ¿vale?, quiero decir que estaba borracho, y empezó a contarme cosas de mi madre, de lo mucho que me quería y todo eso, y luego dijo: «Esos malditos Harris, Katie, son escoria».

Escoria. El sonido de la palabra se le quedó grabado a Brendan en el pecho como si se tratara de flema.

– «Mantente alejada de ellos. Es la única cosa que te pido en esta vida Katie. Por favor.»

– Entonces, ¿cómo ha podido suceder? -preguntó Brendan-. Que hayas acabado saliendo conmigo, quiero decir.

Se dio la vuelta entre sus brazos, le dedicó una triste sonrisa y le dijo.

– ¿Aun no lo sabes?

A decir verdad, Brendan no tenía ni la más remota idea. Katie lo era todo para él. Una diosa. Brendan era sólo, pues eso, Brendan.

– No, no lo sé.

– Eres amable.

– ¿De verdad?

Asintió con la cabeza y añadió:

– Veo cómo te comportas con Ray, con tu madre, con la gente normal y corriente de la calle, y eres muy amable, Brendan.

– Mucha gente es amable.

Negó con la cabeza y replicó:

– Hay mucha gente simpática, pero no es lo mismo.

Y Brendan, reflexionando sobre lo que Katie le acababa de decir, tuvo que admitir que a lo largo de toda su vida nunca había conocido a nadie a quien no le cayera bien, ni del modo que se haría en un concurso de popularidad, sino simplemente por frases del tipo «El chico ese de los Harris es muy majo». Nunca había tenido enemigos, no se había peleado desde la escuela primaria y era incapaz de recordar la última vez que alguien le había dirigido una palabra desagradable. Tal vez fuera debido a que era amable. Y a lo mejor, tal y como había dicho Katie, eso era una cualidad excepcional. O tal vez solo era la clase de persona que no hace enfadar a la gente.

Bien, a excepción del padre de Katie. Era todo un misterio. Y no tenía sentido negar lo que era: odio.

Tan sólo hacía media hora que Brendan lo había sentido en la tienda de barrio del señor Marcus: ese odio silencioso y comedido que emanaba de Jimmy como si fuera una infección vírica. Se encogía ante él, tartamudeaba por culpa de aquel odio. Había sido incapaz de mirar a Raya los ojos durante todo el camino de vuelta por cómo le había hecho sentir aquel odio: sucio, con el pelo lleno de piojos y los dientes cubiertos de mugre. Y el hecho de que no tuviera ningún sentido, pues Brendan nunca le había hecho nada al señor Marcus, ¡qué demonios!, si apenas le conocía, no facilitaba las cosas. Cada vez que Brendan miraba a Jimmy Marcus veía a un hombre que no dejaría de cachondearse de él aunque estuviera en llamas.

Brendan no podía llamar a Katie a ninguna de las dos líneas y arriesgarse a que la persona que contestara al teléfono le pillara o solicitara una identificación de llamada, y que el señor Marcus empezara a preguntarse qué hacía Brendan Harris, el odiado, llamando a su Katie. Había estado a punto de llamarla un millón de veces, pero el mero hecho de imaginarse que el señor Marcus o Bobby O'Donnell o alguno de los psicópatas hermanos Savage pudiera contestar era suficiente para hacerle colgar el teléfono de nuevo con manos sudorosas.

Brendan no sabía a quién le tenía más miedo. El señor Marcus era un tipo normal y corriente, el propietario de la tienda a la que Brendan había ido a comprar casi toda su vida, pero había alguna cosa en él1 además del evidente odio que sentía hacia Brendan, que inquietaba a la gente, una habilidad para algo, Brendan no sabía qué era exactamente, que hacía que la gente a su alrededor bajara la voz y evitara mirarle a los ojos. Bobby O'Donnell era uno de esos tíos de los que nadie sabía muy bien cómo se ganaba la vida, pero en cualquier caso, la gente cruzaba la calle para no tener que encontrarse con él. Y por lo que se refería a los hermanos Savage, estaban a años luz de la mayoría de la gente en cuanto a lo que se entendía por comportamiento normal y aceptable. Los hermanos Savage, que eran los cabronazos más locos, descabellados e incorregibles y lunáticos que hubo jamás en las marismas; tenían una mirada muy penetrante y un temperamento tan explosivo que podría llenarse una libreta del tamaño del Antiguo Testamento con todas las cosas que les enfurecían. Su padre, un estúpido y morboso por si solo, se había encargado, junto con su delgada y bendita esposa, de traer a todos los hermanos a este mundo con sólo once meses de diferencia, como si hubieran instalado una cadena de montaje nocturna de bombas de relojería. Antes de que echaran abajo el edificio, cuando Brendan aún era un niño, los hermanos se habían criado amontonados, roñosos y coléricos en un dormitorio del tamaño de una radio japonesa, junto a las vías elevadas que solía haber sobre las marismas y que les tapaban todo el sol. El suelo del piso estaba bastante inclinado hacia el este y los trenes pasaban sin cesar por delante de la ventana de los hermanos todos los malditos días del año; aquella mierda de edificio de tres plantas temblaba tanto que muy a menudo los hermanos se caían de la cama y se despertaban por la mañana amontonados unos sobre otros. Empezaban el día de tan mal humor que parecían ratas de alcantarilla y tenían que darse de puñetazos para poder salir del montón y empezar el día.

Cuando eran niños, el mundo exterior no los consideraba como individuos aislados. Simplemente eran los Savage, una nidada, una manada, una colección de miembros, axilas, rodillas y pelos enmarañados que daban la impresión de moverse en una nube de polvo como el diablo de Tasmania. Cada vez que uno veía que la nube se le acercaba, se lucía a un lado, con la esperanza de que encontraran a otra persona a la que joder antes de que te alcanzaran, o que el remolino sencillamente pasara de largo en otra dirección, perdidos en la obsesión de sus propias psicosis obscenas.

De hecho, hasta que Brendan no había empezado a salir con Katie en secreto, ni siquiera estaba seguro de cuántos hermanos eran, y eso que se había criado en las marismas. Sin embargo, Katie se lo explicó: Nick era el mayor, y hacía seis años que se había marchado del barrio para cumplir una condena de un mínimo de diez años en Walpole; a continuación iba Val, que según Katie, era el más cariñoso; después venían Chuck, Kevin, Al (al que solían confundir con Val), Gerard, que acababa de salir de Walpole y, en último lugar, Scott, el benjamín de la familia y el favorito de su madre cuando ésta vivía; además, era el único que tenía estudios universitarios y que no vivía con sus hermanos en los pisos primero y tercero de aquel edificio que tomaron tras amenazar a los antiguos inquilinos, que se marcharon a otro estado.

– Ya se que tienen muy mala fama- le había dicho Katie a Brendan pero son unos chicos muy majos, Bueno, excepto Scott, que es bastante mas reservado.

Scott. El «normal»,

Brendan miró su reloj de nuevo y después el despertador que tenía junto a la cama. Se quedó contemplando el teléfono.

Observó la cama en la que tan sólo hacía una noche que se había quedado dormido con los ojos puestos en la nuca de Katie, contando los hermosos mechones de pelo rubio, rodeándole la cadera con el brazo, mientras que la palma de la mano descansaba en su cálido abdomen, el olor de su pelo, el perfume y unas gotas de sudor en las ventanas de la nariz.

Miró otra vez el teléfono.

«¡Llama, maldita sea! ¡Llama!»


Un par de niños encontraron el coche. Avisaron a la policía y al niño que se puso al aparato parecía faltarle la respiración, como si fuera a perder el conocimiento a medida que las palabras le salían de la boca:

– Hay un coche con sangre y, eh, la puerta está abierta y, eh…

Le interrumpió la operadora.

– ¿Dónde se encuentra el coche?

– En las marismas -respondió el chico-. Cerca del Pen Park. Mi amigo y yo lo encontramos.

– ¿En qué calle?

– En la calle Sydney -soltó el chaval por teléfono-. Está lleno de sangre y la puerta está abierta.

– ¿Cómo te llamas, hijo?

– Quiere saber el nombre de la víctima -le dijo el niño a su amigo-. Además, me ha llamado «hijo».

– ¡Hijo! -exclamó la operadora-. Lo que te he preguntado es tu nombre.

– ¡Tío, larguémonos de aquí! -gritó-. ¡Buena suerte!

El chico colgó el teléfono y la operadora vio por la pantalla del ordenador que la llamada se había realizado desde una cabina que estaba en la esquina de las calles Kilmer y Nauset, en los edificios de East Bucky, a unos ochocientos metros de distancia de la entrada por la calle Sydney del Penitentiary Park. Pasó la información al Departamento de Comunicados, que envió una unidad a la calle Sydney.

Uno de los policías llamo de nuevo y pidió mas unidades, «algún especialista para examinar el lugar del crimen y… ah, si, quizá querréis enviar a uno o dos agentes del Departamento de Homicidios o alguien parecido; es sólo una idea».

– ¿Han encontrado algún cadáver, unidad treinta y tres? Cambio,

– Negativo.

– Treinta y tres, si no han encontrado ningún cuerpo, ¿por qué solicita que mandemos a alguien del Departamento de Homicidios? Cambio.

– Por el aspecto del coche, creo que no tardaremos mucho en encontrar uno por aquí cerca.


Sean empezó su primer día de trabajo aparcando el coche en Crescent y rodeando los caballetes azules que había en el cruce de la calle Sydney. Los caballetes llevaban la marca del Departamento de Policía de Boston, ya que habían sido los primeros en llegar al lugar del crimen, pero según lo que había oído por la emisora de la policía mientras se dirigía hacia allí, supuso que el caso debía de pertenecer al Departamento de Homicidios del Estado; es decir, al suyo.

Según tenía entendido, habían encontrado el coche en la calle Sydney que estaba bajo jurisdicción municipal, pero el rastro de sangre llevaba al Penitentiary Park, que al formar parte del territorio nacional estaba bajo jurisdicción estatal. Sean bajó la calle Crescent bordeando el parque y lo primero que vio fue una furgoneta aparcada a media manzana de allí; pertenecía a la unidad de especialistas de supervisión de la escena del crimen.

A medida que se acercaba, vio a su sargento, Whitey Powers, a unos metros de distancia de un coche que tenía la puerta del conductor entreabierta Souza y Connolly, que tan sólo hacía una semana que habían sido ascendidos al Departamento de Homicidios, examinaban los hierbajos que había alrededor de la entrada del parque con una taza de café en la mano. La furgoneta de especialistas, junto con dos coches patrulla, estaba aparcada en el arcén de grava; el equipo de Inspección examinaba el coche y lanzaba miradas asesinas a Souza y Connolly por pisotear posibles pruebas y por lanzar al sueIo la tapa de las tazas de poliestireno.

– ¿Cómo va eso proscrito? -Whitey Powers alzó las cejas con un gesto de sorpresa- ¿Ya te han avisado?

– Si- respondió Sean. Sin embargo, no tengo compañero, sargento. Adolph esta de baja.

Whitey Powers asintió con la cabeza y añadió:

– Tú te pillas la mano y ese alemán inútil se coge una baja sin avisar -rodeó a Sean con el brazo-. Mientras estés a prueba, vendrás conmigo, chico.

Así era cómo iban a ir las cosas: Whitey se encargaría de vigilar a Sean hasta que los jefazos del departamento decidieran si satisfacía o no los requisitos.

– ¡Y eso que parecía un fin de semana tranquilo! -exclamó Whitey, mientras hacía que Sean se volviera hacia el coche con la puerta entreabierta-o Ayer por la noche, Sean, el condado entero estaba más tranquilo que un gato muerto. Apuñalaron a una persona en Parker Hill, a otra en Bromley Heath, y a un universitario le golpearon con una botella de cerveza en Allston. Sin embargo, no hubo ninguna víctima mortal y los federales se ocuparon de todo. ¿Sabes qué hizo la víctima de Parker Hill? Entró por sus propios medios en la sala de urgencias del Hospital General de Massachusetts, con un gran cuchillo de carnicero en la clavícula, y le preguntó a la enfermera de recepción dónde estaba la máquina de Coca-Cola en aquel cuchitril.

– ¿Se lo dijo? -preguntó Sean.

Whitey sonrió. Era uno de los hombres más inteligentes del Departamento Estatal de Homicidios y siempre lo había sido; así pues, sonreía mucho. Sin embargo, debió de haber recibido la llamada mientras no estaba de servicio, ya que llevaba pantalones de chándal, la camiseta de hockey de su hijo, una gorra de béisbol puesta del revés, sandalias de color azul tornasolado sin calcetines, y la placa de oro le colgaba de una cinta de nailon por encima del jersey.

– ¡Me gusta tu camiseta! -exclamó Sean.

Whitey le dedicó otra de sus sonrisas relajadas mientras un pájaro del parque volaba formando un arco por encima de ellos; soltó un graznido tan estridente que le golpeó a Sean en la columna vertebral.

– ¡Ya ves! Hace tan sólo media hora estaba en el sofá de mi casa.

– ¿Viendo los dibujos animados?

– No, lucha libre. -Withey señaló los hierbajos y el parque que se extendía más allá-. Supongo que la encontraremos en alguno de esos lugares. Sin embargo, aún no habíamos empezado a buscarla, cuando Friel nos dijo que no podemos contarlo a los de Personas Desaparecidas hasta que encontremos el cuerpo.

El pájaro volvió a sobrevolar sus cabezas, un poco mas bajo, y esa vez el desagradable graznido encontró la base del cerebro de Sean y le mordió allí.

– Sin embargo, ¿es nuestro? -preguntó Sean.

Whitey asintió con la cabeza y añadió:

– A no ser que la víctima consiguiera salir del parque y haya palmado en medio de la calle.

Sean alzó los ojos. El pájaro tenía una gran cabeza y patas cortas escondidas bajo el pecho, blanco y con rayas grisáceas en el centro. Sean no reconoció la especie, aunque tampoco es que pasara mucho tiempo en medio de la naturaleza.

– ¿Qué es? -preguntó.

– Un martín pescador norteamericano -contestó Whitey.

– Y una mierda.

El sargento alzó una mano y exclamó:

– ¡Te lo juro por Dios, tío!

– Veías muchos documentales de animales de pequeño, ¿no?

EI pájaro dejó escapar otro graznido estridente y a Sean le entraron ganas de pegarle un tiro.

– ¿Quieres echar un vistazo al coche? -preguntó Whitey.

– Antes dijiste que «la» encontraríamos -comentó Sean mientras pasaban por debajo de la cinta policial amarilla y se dirigían al coche.

El equipo de Inspección encontró los papeles del coche en la guantera. La propietaria del coche es una tal Katherine Marcus.

– ¡Mierda! -exclamó Sean.

– ¿La conoces?

– Es posible que sea la hija de un tipo que conozco.

– ¿Algún amigo íntimo?

– No, solo lo conozco de verlo por el barrio. -Sean negó con la cabeza.

– ¿Estas seguro?

Whitey quería saber en aquel preciso momento si Sean deseaba que le asignaran el caso a otra persona.

– Si, respondió Sean-. Completamente seguro.

Llegaron hasta el coche y Whitey señaló la puerta abierta del conductor en el momento en que una experta del equipo retrocedía y se estiraba, arqueando la espalda y con las manos entrelazadas en dirección hacia el cielo.

– ¡No toquen nada, por favor! ¿Quién dirige la investigación?

– Supongo que yo -respondió Whitey-. El parque está bajo jurisdicción estatal.

– Pero el coche se encuentra en una propiedad municipal.

Whitey señaló los hierbajos y terció:

– Pero las salpicaduras de sangre están en una zona que pertenece al estado.

– No lo sé -dijo la experta con un suspiro.

– Hemos mandado a alguien para que lo averigüe -dijo Whitey. Hasta que no tengamos noticias, se trata de un caso estatal.

Sean observó los hierbajos que conducían al parque y supo que, de haber un cadáver, sería allí donde lo encontrarían.

– ¿Qué tenemos hasta ahora?

La experta bostezó y contestó:

– Cuando encontramos el coche, la puerta estaba entreabierta, las llaves puestas y los faros encendidos. El coche se quedó sin batería diez segundos después de que llegáramos al escenario del crimen.

Sean se percató de que había una mancha de sangre en el altavoz de la puerta del conductor. Algunas gotas, oscuras y secas, habían goteado sobre el mismo altavoz. Se agachó, se dio la vuelta y vio otra mancha negra en el volante. Había una tercera mancha, más larga y más ancha que las otras dos, pegada los bordes de un agujero de bala que atravesaba el respaldo de vinilo del asiento del conductor a la altura del hombro. Sean se volvió de nuevo y quedó encarado hacia los matojos que había a la izquierda del coche; estiró el cuello para examinar lo que había alrededor de la puerta del conductor y vio la abolladura reciente.

Levantó la vista hacia Whitey y éste asintió con la cabeza.

– Es probable que el autor del crimen estuviera fuera del coche. La chica de los Marcus, si en realidad era ella la que conducía, le dio un golpe con la puerta. El cabrón ése consiguió esquivar el golpe, le pegó, no sé, quizá en el hombro o en los bíceps. De todos modos, la chica intentó huir. -Señaló algunas hierbas aplastadas hacía poco por alguien que corría-. Pisaron las hierbas mientras se dirigían hacia el parque. No debía de estar herida de gravedad porque hemos encontrado muy pocos restos de sangre en los matojos.

– ¿Cuántas unidades hay en el parque? -preguntó Sean.

– De momento, dos.

La experta del equipo de Inspección soltó un bufido y preguntó:

– ¿Son un poco más listos que ésos dos?

Sean y Whitey siguieron su mirada y se dieron cuenta de que a Connolly se le acababa de caer el café sobre los matojos y estaba allí de pie, maldiciendo el vaso.

– Oiga -exclamó Whitey-, son nuevos. Les podría dar una oportunidad.

– No son los únicos novatos de los que me tengo que encargar.

Sean dejó pasar a la mujer y le preguntó:

– ¿Ha encontrado algo que pudiera identificarla aparte de los papeles del coche?

– Si. La cartera estaba bajo el asiento y el carné de conducir está a nombre de Katherine Marcus. Había una mochila detrás del asiento del pasajero. En este momento, Billy está examinando el contenido.

Sean miró por encima del capó para ver al tipo que ella acababa de señalar con la cabeza. Estaba de rodillas frente al coche, y con una mochila de color oscuro ante él.

– ¿Cuántos años tenía según la documentación?

– Diecinueve, sargento.

– Diecinueve -repitió Whitey a Sean-. ¿Y conoces al padre? ¡Joder le va a tocar sufrir mucho y es probable que el pobre desgraciado aun no tenga ni idea de lo que ha pasado!

Sean volvió la cabeza y observó cómo el pájaro solitario y estridente se dirigía de nuevo hacia el canal, chirriando, a medida que un intenso rayo de sol se abría camino entre las nubes. Sean sintió que aquel chirrido se adentraba por su canal auditivo y le llegaba hasta el mismísimo cerebro; durante un momento, se sumergió en el recuerdo de la extrema soledad que había observado en el rostro del Jimmy Marcus de once años el día en que estuvieron a punto de robar un coche. Sean era capaz de sentirlo de nuevo, de pie junto a los matorrales que conducían al Penitentiary Park, como si aquellos veinticinco años hubieran transcurrido con la misma rapidez que un anuncio televisivo; volvía a sentir la soledad exhausta, irritable e implorante que Jimmy Marcus había ido acumulando como la pulpa extraída de un árbol marchito. Para librarse de ese sentimiento pensó en Lauren, la Lauren de pelo largo y rojizo y con olor a mar que había marinado su sueño matinal. Pensó en aquella Lauren y deseó volver a adentrarse en el túnel del sueño, embriagarse con él y desaparecer.

7. EN LA SANGRE

Nadine Marcus, la hija más joven de Jimmy y Annabeth, recibió el Sagrado Sacramento de la Comunión por primera vez el domingo por la mañana en la parroquia de Santa Cecilia de los edificios de East Bucky. Llevaba las manos juntas desde las muñecas hasta la punta de los dedos; el velo y el vestido blanco le hacían parecer una novia pequeña o un ángel de nieve. Se dirigía en procesión hacia al altar con otros cuarenta niños, deslizándose, mientras que los demás avanzaban con pasos vacilantes.

Ésa era, como mínimo, la impresión que tenía Jimmy. Aunque él habría sido el primero en admitir que no era imparcial con sus hijos, también estaba casi seguro de que tenía razón. En los tiempos que corrían, la mayoría de los chiquillos hablaban o chillaban cuando les daba la gana, decían palabrotas delante de sus padres, pedían esto y lo de más allá, no mostraban el más mínimo respeto por los adultos, y tenían esos ojos algo febriles y vidriosos de los adictos que pasan demasiadas horas ante el televisor, ante la pantalla del ordenador, o ambas cosas. A Jimmy le recordaban las bolas plateadas de la máquina del millón, que van len tas unas veces, pero que otras no paran de dar golpes, haciendo sonar las campanillas y yendo de derecha a izquierda velozmente. Cada vez que pedían algo, se lo daban. Si no era así, lo pedían en voz alta. Si la respuesta seguía siendo un no vacilante, entonces gritaban. Y sus padres, que al fin y al cabo, según Jimmy, eran todos unos pusilánimes, acababan por ceder a sus deseos.

.Jimmy y Annabeth adoraban a sus hijas. Se esforzaban mucho para que fueran niñas felices, alegres y para que comprendieran lo mucho que las amaban. Pero había una frontera muy fina que separaba esa actitud de la tomadura de pelo; por lo tanto, Jimmy se aseguraba de que sus hijas supieran con exactitud dónde estaba aquella frontera.

Tal y como estaban haciendo en aquel momento dos pequeños gilipollas que pasaban en procesión junto al banco de Jimmy: dos chicos que se iban dando empujones y que se reían en voz alta, sin hacer caso de las monjas que les mandaban callar, y haciendo el payaso delante de la multitud; aunque parezca mentira, algunos adultos les sonreían. ¡Por amor de Dios! En la época de Jimmy, los padres habrían ido hacia ellos, y levantándoles del suelo por los pelos, les habrían dado un azote en el culo, para susurrarles al oído que aquello no había acabado ahí antes de volver a dejarlos en el suelo.

Jimmy, que había odiado a su viejo a más no poder, sabía que los métodos de antes eran injustos, de eso no había ninguna duda, joder, pero tenía que haber una solución intermedia que la mayoría de la gente pasaba por alto. Un terreno neutral en el que el niño supiera que los padres le amaban, pero que los jefes y las normas tenían razón de ser, que un no significaba realmente «no» y que el hecho de ser una monada no implicaba que tuvieras derecho a todo.

Estaba claro que aunque uno transmitiese todos esos valores y educase a un buen chaval, te seguiría dando muchos disgustos. Tal y como estaba haciendo Katie. No tan sólo no apareció por la tienda, sino que además parecía que tampoco iba a presentarse a la Primera Comunión de su hermanastra pequeña. ¿En qué demonios estaría pensando? Seguramente en nada, ése era el problema.

Al darse la vuelta para contemplar cómo Nadine avanzaba por el pasillo Jimmy se sintió tan orgulloso de ella que, por un momento, se olvidó de la ira (y sí, de la leve preocupación y de la pequeña aunque constante inquietud) que sentía por Katie; sin embargo, sabía que volvería de nuevo. La Primera Comunión era un acontecimiento muy especial en la vida de un niño católico, era un día para ir bien vestido, para dejarse adorar y adular, y para que le llevaran a Chuck E. Cheese después de la ceremonia, y Jimmy creía que debía festejar los acontecimientos importantes de la vida de sus hijos y hacer que fueran radiantes y memorables. Por eso estaba tan cabreado con Katie por no haberse presentado. Tenia diecinueve años, de acuerdo, y con toda probabilidad el mundo de sus hermanastras pequeñas no era nada en comparación con los modelitos, los chicos y poder colarse en bares en los que hacían la vista gorda con los menores de edad. Jimmy comprendía todo eso y no solía reñirle por ello, pero faltar a un evento tan importante, especialmente después de todo lo que Jimmy había hecho cuando Katie era más joven para celebrar los momentos importantes de la vida de su hija mayor, no tenía excusa.

Sintió que la indignación crecía de nuevo y supo que tan pronto como la viera tendrían otro de sus «debates», tal y como los calificaba Annabeth, y que en los dos últimos años se habían convertido en algo habitual.

Fuera lo que fuere, al diablo con ello.

Porque allí llegaba Nadine, y se acercaba al banco de Jimmy. Annabeth le había hecho prometer a la niña que no miraría a su padre cuando pasara delante de él, con el fin de no estropear la seriedad del sacramento con algún gesto atolondrado o infantil, pero Nadine le echó una mirada de todos modos, rápida y suficiente para que Jimmy supiera que se arriesgaba a hacer enfadar a su madre sólo para demostrarle el amor que sentía hacia él. No se vanaglorió delante de su abuelo, Theo, ni delante de los seis tíos que llenaban el banco que había detrás del de Jimmy, y éste la respetó por ello: se acercaba a la frontera, pero no la había cruzado. Le miró por el rabillo del ojo izquierdo y Jimmy, que le siguió la mirada por debajo del velo, le dedicó un saludo con tres dedos a la altura de la hebilla del cinturón y pronunció un «hola» amplio y silencioso.

Nadine soltó una sonrisa tan blanca que ni el velo, ni el vestido, ni los zapatos podían igualar; Jimmy sintió que le hacía estallar el corazón, los ojos y las rodillas. Las mujeres de su vida, Annabeth, Katie, Nadine y su hermana Sara, podían hacerle sentir así con cualquier pretexto; con tan sólo una sonrisa o una mirada podían conseguir que le temblaran las piernas y que se sintiera débil.

Nadine bajó los ojos y arrugó su pequeño rostro para ocultar la sonrisa, pero Annabeth consiguió verla de todos modos. Le dio un codazo a Jimmy entre las costillas y la cadera izquierda. Se volvió hacia ella, notando cómo enrojecía.

– ¿Qué? -preguntó.

Annabeth le lanzó una mirada que indicaba que tendría que vérselas con ella cuando volvieran a casa. Después miró hacia delante, con los labios apretados, pero una ligera sonrisa en las comisuras.

Jimmy sabía que tan pronto como dijera «¿algún problema?» con su voz de niño inocente característica, Annabeth empezaría a morirse de risa por mucho que le pesara, porque había algo en las iglesias que hacia que uno tuviera ganas de reírse, y ése siempre había sido uno de los grandes dones de Jimmy: tenía la habilidad de hacer reír a las señoras, pasara lo que pasare.

Sin embargo, después de aquello estuvo un rato sin mirar a Annabeth: simplemente siguió la misa y los ritos sacramentales a medida que cada uno de los niños iba recibiendo por primera vez la hostia en las manos ahuecadas. Había enrollado el folleto del programa que humedeció por el sudor de la palma de la mano, mientras lo usaba para darse suaves golpes en la pantorrilla. Observó cómo Nadine alzaba la hostia de la mano y se la llevaba a la lengua, y luego se santiguaba, con la cabeza baja; Annabeth se inclinó hacia él y le susurró al oído:

– ¡Nuestra niña! ¡Dios mío, Jimmy, nuestra niña!

Jimmy la rodeó con el brazo y la estrechó hacia él, deseando poder retener ciertos momentos de la vida como si fueran fotos instantáneas y seguir disfrutándolos, sin interrupción, hasta que uno estuviera preparado para abandonarlos, sin importar las horas o los días que uno hubiera pasado gozando de ellos. Volvió la cabeza y besó a Annabeth en la mejilla; ésta se le acercó un poco más y ambos, sin apartar los ojos de Nadine, contemplaron el ángel sublime que tenían por hija.


El tipo con la espada de samurái se hallaba de pie junto a la entrada del parque, de espaldas al Pen Channel; tenía un pie levantado del suelo y con el otro iba dando vueltas poco a poco, a la vez que sostenía la espada con un extraño ángulo por detrás de la coronilla. Sean, Whitey, Souza y Connolly se le fueron acercando despacio, mirándose entre ellos como diciendo «¿qué coño está haciendo?». El tipo continuó con sus lentos giros, sin prestar atención a los cuatro hombres que se le iban aproximando a medida que bordeaban el parque. Se pasó la espada por encima de la cabeza y empezó a blandirla a la altura del pecho. En ese momento debían de encontrarse a unos seis metros de distancia y el tipo, que había dado un giro de I80 grados, estaba de espaldas a ellos. Sean vio que Connolly se llevaba la mano a la cadera derecha, que desabrochaba la hebilla de la funda de su pistola y que dejaba la mano apoyada en la culata de su Glock.

Antes de que todo aquello se complicase más, o que alguien resultara herido, o que el tipo les hiciera el haraquiri, Sean se aclaró la voz y dijo:

– Disculpe, señor. ¿Señor?

El tipo inclinó ligeramente la cabeza, como si hubiera oído a Sean, pero siguió con sus giros deliberados, que cada vez eran más rápidos y más cercanos.

– Señor, debería dejar el arma en el suelo.

El tipo apoyó el pie en el suelo y se dio la vuelta para mirarles, con los ojos abiertos de asombro al contemplar cada una de ellas (una, dos, tres, cuatro pistolas), y alargó el brazo con el que sostenía la espada, o para señalarles o para entregársela; Sean no lo acababa de tener claro.

– ¿Está sordo, joder? ¡Al suelo! -le ordenó Connolly.

– ¡Sssh! -exclamó Sean, y se detuvo.

Debían de estar a unos tres metros del tipo; empezó a pensar en los rastros de sangre que habían encontrado por el camino unos cincuenta metros atrás, sabiendo todos ellos lo que esos rastros implicaban, para encontrarse con un Bruce Lee que blandía una espada del tamaño de una avioneta. Dejando aparte que Bruce Lee era asiático, mientras que no había ninguna duda de que aquel tipo era blanco; parecía joven, debía de tener unos veinticinco años, y tenía el pelo negro y rizado, iba afeitado y llevaba una camiseta blanca por dentro de unos pantalones vaqueros color gris.

Se había quedado congelado y Sean estaba casi seguro de que les seguía apuntando con la espada paralizado por el miedo; era probable que el cerebro se le habría quedado agarrotado y que fuera incapaz de darle instrucciones al cuerpo.

– Señor -dijo Sean, con un tono de voz severo para conseguir que el tipo le mirara a los ojos-. Hágame un favor, ¿de acuerdo? Deje la espada en el suelo. Solo tiene que abrir la mano y dejarla caer.

– ¿Quién coño son?

– Somos agentes de la policía -Whitey Powers le enseñó la placa-. ¿Lo ve? confíe en mí, señor, y suelte esa espada.

– Sí, sí, claro -contestó el tipo y nada más soltarla golpeó el césped con un ruido sordo.

Sean se percató de que Connolly empezaba a moverse a su izquierda, dispuesto a precipitarse hacia el tipo, y extendiendo la mano y sin apartar la mirada de él, le preguntó:

– ¿Cómo te llamas?

– ¿Eh? Kent.

– ¿Qué tal, Kent? Soy Devine, policía estatal. Desearía que dieras dos pasos atrás y te alejaras del arma.

– ¿Del arma?

– De la espada, Kent. Haz dos pasos atrás. ¿Cómo te apellidas?

– Brewer -respondió, y se echó hacia atrás, con las palmas de la mano hacia arriba y extendidas como si estuviera convencido de que en cualquier momento iban a sacar las cuatro Glocks a la vez y le iban a disparar.

Sean sonrió, le hizo un gesto de asentimiento a Whitey, y preguntó:

– ¡Eh, Kent! ¿Qué es lo que estabas haciendo? A mí me pareció alguna clase de ballet -se encogió de hombros-. Sí, claro, con una espada, pero…

Kent vio que Whitey se agachaba junto a la espada y que la cogía con suavidad por la empuñadura con un pañuelo.

– Kendo.

– ¿Y eso qué es, Kent?

– Kendo -repitió Kent-. Es un arte marcial. Voy a clases los martes y los jueves y practico por las mañanas. Sólo estaba practicando. Eso es todo.

Connolly soltó un suspiro.

Souza miró a Connolly y le dijo:

– ¿Te quieres quedar conmigo?

Whitey extendió la espada para que Sean viera el filo. Estaba engrasado, resplandeciente y tan limpio que podría haber salido de fábrica.

– ¡Mira! -Whitey deslizó el filo por encima de la palma de su mano-. He tenido cucharas más afiladas.

– Nunca la he hecho afilar -declaró Kent.

Sean, que volvió a sentir en el cráneo el pájaro estridente, le preguntó:

– ¿Kent, cuánto tiempo llevas aquí?

Kent observó el aparcamiento que había a unos cien metros detrás de ellos y respondió:

– Unos quince minutos, como mucho. ¿De qué va todo esto?

Por el tono de voz se notaba que iba recuperando la confianza y que estaba un poco indignado-. Practicar kendo en un parque público no es ilegal, ¿verdad, agente?

– No. Sin embargo, estamos haciendo todo lo posible para que lo sea -contestó Whitey-. Y haz el favor de llamarme «sargento», Kent.

– ¿Puede justificar dónde se encontraba ayer por la noche y esta madrugada? -le preguntó Sean.

Kent parecía nervioso de nuevo, como si se esforzara por comprender, y contenía la respiración. Cerró los ojos un momento, expulsó aire y contestó:

– Sí, sí, ayer por la noche estaba… estaba en una fiesta con unos amigos. Regresé a casa con mi novia y nos fuimos a dormir a eso de las tres de la madrugada. Esta mañana he tomado café con ella y después he venido aquí.

Sean se pellizcó la nariz, asintió con la cabeza y añadió:

– Vamos a confiscarte la espada, Kent, y no estaría de más que fueras al cuartelillo con uno de los agentes y respondieras a unas preguntas.

– ¿ Al cuartelillo?

– A la comisaría de policía -aclaró Sean-. Lo que pasa es que nosotros la llamamos de otra manera.

– ¿Por qué?

– Kent, ¿estás de acuerdo en ir allí con uno de los agentes?

– Sí, sí, claro.

Sean miró a Whitey y éste hizo una mueca. Sabían que Kent estaba demasiado asustado para decir algo que no fuera la verdad, y sabían que los forenses no encontrarían nada sospechoso en la espada, pero tenían que examinar todas las posibilidades y redactar un informe de seguimiento hasta que el papeleo sobre sus escritorios se asemejara a un desfile de carrozas.

– Voy a obtener el cinturón negro -declaró Kent.

Se dieron la vuelta, le miraron y dijeron:

– ¿Qué?

– El sábado -añadió Kent, con la cara brillante por las gotas de sudor. He tardado tres años en conseguirlo; ésa es la razón por la que he venido aquí esta mañana: para asegurarme de que estaba en plena forma.

– ¡Aja! ·-exclamó Sean.

– ¡Eh, Kent! – dijo Whitey, y Kent le sonrió- No lo digo por nada, pero ¿a quien coño le importa?

Cuando llegó el momento en que Nadine y los demás niños empezaron a salir en tropel por la puerta trasera de la iglesia, Jimmy estaba más preocupado que cabreado con Katie. Aunque le gustara salir por la noche e ir con chicos que él no conocía, Katie no era el tipo de persona que tuviera por costumbre dejar plantadas a sus hermanastras. Ellas la adoraban y ella, a su vez, las idolatraba: las llevaba al cine, a patinar y a comer helados. Últimamente las había estado animando a que fueran al desfile del domingo siguiente y se comportaba como si el Día de Buckingham fuera una fiesta estatal como San Patricio y las navidades. El miércoles por la noche había regresado temprano a casa y se las había llevado al piso de arriba para que eligieran lo que se iban a poner; hicieron una especie de ensayo; ella se sentó en la cama y las chicas entraban y salían de la habitación como si fueran modelos en una pasarela; además, le hacían preguntas sobre el pelo, los ojos y la forma de andar. Por supuesto, la habitación que compartían las dos chicas se convirtió en un ciclón de ropa descartada, pero a Jimmy no le importaba, ya que Katie estaba ayudando a las chicas a celebrar un acontecimiento; en cierta manera estaba usando los trucos que él mismo le había enseñado para conseguir que la cosa más insignificante se convirtiera en algo importante y único.

Entonces, ¿por qué no había asistido a la Primera Comunión de Nadine?

Tal vez se hubiera liado con alguien dotado de dimensiones legendarias. O quizá hubiera conocido de verdad a un tipo con pinta de estrella de cine y con actitud condescendiente. O a lo mejor tan sólo se le había olvidado.

Jimmy se levantó del banco de la iglesia y echó a andar por el pasillo con Annabeth y Sara; Annabeth le apretaba la mano y adivinaba qué había detrás de aquella mandíbula tensa y de la mirada distante.

– Estoy segura de que se encuentra bien. Es probable que tenga resaca, pero no hay duda de que está bien.

Jimmy sonrió, asintió con la cabeza y le devolvió el apretón de manos. Annabeth, con su habilidad de ver a través de él, con sus oportunos apretones de manos y con su tierno pragmatismo era la base, sencilla y simple, en que se apoya ha.Jimmy. Él la consideraba esposa, madre, la mejor amiga, hermana, amante y consejera. Jimmy tenía la certeza de que sin ella habría acabado volviendo a Deer Island, o mucho peor, a alguna cárcel de máxima seguridad como las de Nolfolk o Cedar Junction, cumpliendo duras condenas mientras se le pudrían los dientes.

Conoció a Annabeth un año después de que le soltaran y cuando aún le quedaban dos años de libertad condicional; para entonces, su relación con Katie había empezado a cuajar, y a gran velocidad. Parecía haberse acostumbrado a que él estuviera en casa cada día; se mostraba cautelosa y tranquila, pero cariñosa, y Jimmy se había habituado a estar siempre agotado, cansado de trabajar diez horas al día y de ir corriendo por toda la ciudad para recoger a Katie o dejarla en casa de su madre, en la escuela o en la guardería. Estaba cansado y asustado; ésas eran las dos constantes de su vida por aquel entonces, y después de un tiempo daba por hecho que siempre lo serían. Ya se despertaba con miedo: miedo de que Katie se hubiera dado la vuelta en la cama y se ahogara a medianoche, miedo a que la economía continuara en esa época de recesión y llegara a perder el empleo, miedo a que Katie se cayera de los columpios del colegio en la hora del patio, miedo;l que ella necesitara algo que él no pudiera darle, miedo a que aquella vida de constante miedo, amor y cansancio nunca acabase.

Jimmy llevaba consigo ese cansancio el día que entró en la iglesia para asistir a la boda de uno de los hermanos de Annabeth, Val Savage y de Terese Hickey; tanto el novio como la novia eran feos, bajitos y tenían mal carácter. Jimmy se los imaginaba con cachorros en vez de hijos, criando un montón de bolas indistinguibles, llenas de rabia y con la nariz chata, que rebotarían arriba y abajo de la avenida Buckingham durante el resto de sus vidas, incendiando todo lo que se interpusiera en su camino. Val había sido empleado de Jimmy en la época en que este había tenido empleados, y Val le estaba agradecido por haber aceptado una baja de dos años y una suspensión de empleo de tres años en nombre de toda la plantilla, cuando todo el mundo sabía que Jimmy podría haber hecho reducción de personal y haberse evitado algunos problemas. Val, que era un hombre de constitución pequeña y con un cerebro diminuto, habría idolatrado a Jimmy de modo incondicional si éste no se hubiera casado con una mujer que no sólo procedía de Puerto Rico, sino que además vivía en otro barrio.

Después de la muerte de Marita, los vecinos rumoreaban: «Bien, ¿qué esperaban? Eso es lo que sucede cuando uno va en contra de la naturaleza de las cosas. Sin embargo, Katie sí que será una belleza; las mestizas siempre lo son».

Cuando Jimmy salió de Deer Island, le llovieron las ofertas. Jimmy era un profesional; era uno de los mejores ladrones que había salido de un barrio que tenía una lista de ladrones digna de estar en el Hall of Fame [1]. Incluso cuando Jimmy les decía: «No, gracias, es que desearía vivir dentro de la ley, por la niña, saben…», la gente asentía con la cabeza y sonreía, ya que sabían que volvería a ellos tan pronto como las cosas se pusieran difíciles y tuviera que escoger entre pagar el coche o comprar un regalo de navidades a Katie.

Sin embargo, las cosas no fueron así. Jimmy Marcus, un genio del allanamiento de morada, que había dirigido su propia banda de hombres antes de alcanzar la edad legal para beber, el hombre que estaba detrás del robo a mano armada de Keldar Technics y de un montón de robos más, fue tan recto que llegó un momento en que la gente se creía que se mofaba de ellos. Incluso circulaban rumores de que Jimmy había empezado a hablar con Al DeMarco para comprarle la tienda, permitiendo que el viejo se retirara como propietario oficial y dándole un montón de dinero que, según se suponía, Jimmy había guardado del robo de Keldar. Jimmy de tendero, con un delantal… «Sí, sí, seguro», decían.

Durante la recepción que Val y Terese hicieron en el Knights of Columbus [2] de Dunboy, Jimmy sacó a bailar a Annabeth y todo el mundo lo vio de inmediato: cómo se movían al ritmo de la música, cómo inclinaban la cabeza mientras se miraban fijamente a los ojos, valientes como toros, la dulzura con la que le acariciaba la espalda con la palma de la mano y cómo Annabeth se apoyaba en ella. Alguien comentó que se conocían desde que eran niños, aunque él era un poco mayor que ella. Tal vez ese sentimiento siempre había estado allí, esperando a que la portorriqueña se fuera o que Dios la mandara a buscar.

Habían bailado al son de una canción de Rickie Lee Jones, que por alguna razón que Jimmy desconocía, tenía unas frases que siempre le llegaban a lo más hondo: «Bien, adiós, chicos / Oh, mis amigos I Oh, mis Sinatras de ojos tristes…». Se la cantó a Annabeth mientras se balanceaban, relajado y cómodo por primera vez después de muchos años; también le cantó el estribillo acompañando el susurro triste de Rickie: «Ha pasado tanto tiempo, avenida solitaria…», sonriéndole a aquellos ojos verdes transparentes; ella también le sonreía, de una forma dulce y reservada que le había hecho estallar el corazón; los dos se comportaban como si ya hubieran bailado juntos un centenar de veces, a pesar de que era el primer baile.

Fueron los últimos en marcharse. Se sentaron en el amplio porche de la entrada, bebieron cervezas sin alcohol y fumaron, y saludaron a los otros invitados a medida que éstos se dirigían hacia sus coches. Permanecieron allí fuera hasta que la noche de verano empezó a refrescar y Jimmy le puso la chaqueta por encima de los hombros. Le explicó cosas sobre la cárcel y Katie, sobre los sueños de Marita de tener cortinas color naranja; ella, a su vez, le contó cómo había sido su infancia, creciendo en una casa llena de hermanos maníacos, los detalles de su único baile de invierno en Nueva York antes de darse cuenta de que no era lo suficientemente buena para estudiar en la escuela de enfermería.

Cuando los responsables del Knights of Columbus les hicieron abandonar el porche, fueron paseando hasta su casa y llegaron justo en el momento en que Val y Terese tenían la primera discusión de casados. Cogieron un paquete de seis cervezas del frigorífico de Val y se marcharon; se encaminaron poco a poco hacia la oscuridad del autocine Hurley y, sentándose junto al canal, escucharon su triste chapaleteo. Hacía ya cuatro años que habían cerrado el cine, y cada mañana se dirigían hacia allí pequeñas excavadoras amarillas y camiones de escombros del Departamento de Parques y Jardines y del Departamento de Transporte, y convertían toda la zona que había alrededor del Pen Channel en una explosión de suciedad y de trozos de cemento. Se rumoreaba que iban hacer un parque, pero en aquel momento tan sólo era un autocine destrozado y la pantalla aún aparecía blanca por detrás de las enormes pilas de escombros color pardo y de montañas negras y grises de restos de asfalto.

– Dicen que uno lo lleva en la sangre -espetó Annabeth.

– ¿El que?

– El hecho de robar, de cometer delitos…-se encogió de hombros- Ya sabes a lo que me refiero.

Jimmy le dedicó una sonrisa desde detrás de la botella de cerveza y tomó un trago.

– ¿Estás de acuerdo? -le preguntó.

– No sé -ahora le tocó a él encogerse de hombros-. Tengo muchas cosas en la sangre, pero eso no quiere decir que tengan que salir a la luz.

– No te estoy juzgando, créeme.

Tanto su rostro como su voz eran del todo ilegibles y él se preguntaba qué deseaba que le dijera: ¿Que aún seguía con ese estilo de vida? ¿Que ya lo había dejado? ¿Que la haría rica? ¿Que nunca jamás volvería a perpetrar un delito?

Desde lejos, Annabeth tenía un rostro tranquilo y poco expresivo, pero cuando uno la miraba de cerca, veía muchas cosas que no llegaba a comprender, y tenía la sensación de que la mente le iba a toda velocidad y que no la dejaba descansar.

– Lo que quiero decir es que… El baile lo lleva uno en la sangre, ¿no es verdad?

– No lo sé. Supongo que sí.

– Sin embargo, ahora que te han dicho que ya no puedes seguir haciéndolo, lo has dejado, ¿no es así? Es posible que duela, pero te has enfrentado con el problema.

– Bien…

– De acuerdo -dijo, y sacó un cigarrillo del paquete que estaba entre ellos encima del banco de piedra-. Sí, era muy bueno en lo que hacía, Pero tuve problemas, mi mujer se murió y eso jodió la vida de mi hija -se encendió el cigarrillo y espiró profundamente mientras intentaba explicárselo del mismo modo que se lo había dicho a sí mismo un centenar de veces-: No pienso volver a joder la vida de mi hija, ¿entiendes Annabeth? No soportaría que yo tuviera que pasar dos años más en la cárcel. Mi madre no está bien de salud. Si ella muriera mientras yo estuviera encerrado, se llevarían a mi hija, estaría bajo tutela del estado y acabarían llevándola a algún centro tipo Deer Island para niños. No podría soportarlo, así de simple. Esté o no en la sangre, o cualquiera que sea el motivo, joder, te aseguro que no tengo ninguna intención de meterme en líos.

Jimmy le sostuvo la mirada mientras ella le examinaba el rostro. Sabía que buscaba algún defecto en su explicación, algún tufillo o mentira, y él esperaba haber conseguido que el discurso fuera coherente. Se lo había estado pensando durante suficiente tiempo, preparándose para un momento como aquel. Y en realidad casi todo lo que había dicho era verdad. Lo único que había omitido era una cosa que se había prometido a sí mismo que nunca contaría a nadie, no importara quien fuera. Así pues, la miró a los ojos, esperó a que ella tomara una decisión, intentando apartar las imágenes de aquella noche junto al río Mystic (un tipo de rodillas, con la saliva goteándole barbilla abajo, el sonido chirriante de sus súplicas), imágenes que seguían intentando taladrarle la cabeza como si fueran brocas.

Annabeth cogió un cigarrillo. Él se lo encendió y ella confesó:

– Estuve loca por ti, ¿lo sabías?

Jimmy mantuvo la cabeza erguida, la mirada tranquila, a pesar de que la sensación de alivio que le recorrió el cuerpo era propia de un avión a reacción. Sólo le había dicho media verdad. Si las cosas salían bien con Annabeth, ya no tendría que volver a repetirlo.

– ¡No puede ser! ¿Por mí?

Asintió con la cabeza y añadió:

– ¿Te acuerdas de cuando pasabas por casa a ver a Val? ¡Dios mío! ¿Cuántos años debería de tener…? ¿catorce, quince? ¡Jimmy, ni te lo creerías! Sólo con oír tu voz en la cocina, ya me ponía a temblar.

– ¡Joder! -le tocó el brazo-. Pero ahora no estás temblando.

– Sí que lo estoy, Jimmy. Sin ninguna duda.

Y Jimmy sintió cómo el episodio del Mystic se alejaba de nuevo, se desvanecía entre las sucias profundidades del canal, desaparecía y se instalaba en la distancia, allí donde debía estar.

Cuando Sean regresó al sendero del parque, la experta de la Policía Científica estaba allí. Whitey Powers ordenó por radio a todas las unidades que se encontraban por allí que hicieran una barrida policial y que detuvieran a todos los vagabundos del parque; después se agachó junto a Sean y la experta.

– El rastro de sangre va hacia allí -declaró la experta, señalando hacia el interior del parque.

El sendero pasaba por encima de un pequeño puente de madera y luego se desviaba y bajaba hacia una zona muy arbolada del parque, que rodeaba el antiguo autocine que había en uno de los extremos del lugar.

Allí hay más -señaló con el bolígrafo; Sean y Whitey se dieron la vuelta y vieron pequeñas gotas de sangre encima de la hierba al otro lado del sendero y junto al pequeño puente de madera; las hojas de un gran arce habían impedido que la lluvia de la noche anterior borrara los rastros de sangre-. Creo que huyó en dirección a ese barranco.

Se oyó un pitido procedente de la radio de Withey; éste se la llevó a los labios y respondió:

– Powers.

– Sargento, necesitamos su presencia en el jardín.

– Voy hacia allí.

Sean observó cómo Whitey andaba a toda velocidad por el sendero y luego se dirigía hacia el jardín vallado que había junto a la siguiente curva. El dobladillo de la camiseta de hockey de su hijo le ondeaba en la cintura.

Sean se puso en pie, contempló el parque y se percató de lo grande que era: notó cada arbusto, cada montículo y toda aquella agua. Volvió a contemplar el puentecillo de madera que conducía a un pequeño barranco en el que el agua era el doble de oscura y dos veces más contaminada que la del canal. Al estar revestido de una capa permanente de grasa, estaba plagado de mosquitos en verano. Sean divisó una mancha roja en los árboles delgados y verdosos que crecían a lo largo del borde del barranco y se dirigió hacia allí; de repente, la experta de la Policía Científica, que estaba junto a él, también la vio.

– ¿Cómo se llama? -le preguntó Sean.

– Karen -respondió-. Karen Hughes.

Sean le estrechó la mano y, mientras cruzaban el sendero, ninguno de los dos apartó la mirada de la mancha roja; ni siquiera se dieron cuenta de que Whitey Powers se acercaba hasta que éste estuvo casi encima de ellos, corriendo y sin aliento.

– Hemos encontrado un zapato -declaró Whitey.

– ¿Dónde?

Whitey señaló un poco más allá del sendero, allí donde empezaba a bordear el jardín vallado.

– En el jardín. Es un zapato de mujer del número treinta y siete

– ¡No lo toquen! -les ordenó Karen Hughes.

– ¡Bah! -exclamó Whitey.

Karen lo miró con desaprobación, tenía una mirada glacial que podía hacer que se te encogiera el cuerpo.

– Lo siento, Solo he dicho «bah», señora,

Sean se volvió hacia los árboles y la mancha de sangre ya no era una mancha, sino un trozo rasgado de tela en forma de triángulo que colgaba de una fina rama a la altura del hombro. Los tres se quedaron inmóviles allí delante hasta que Karen Hughes dio un paso atrás e hizo unas cuantas fotografías desde cuatro ángulos diferentes; después revolvió el bolso en busca de algo.

Sean estaba casi seguro de que era nailon; con toda probabilidad era un trozo de chaqueta manchado de sangre.

Karen usó unas pinzas para arrancarlo de la rama, lo miró con atención durante un minuto y luego lo dejó caer en una bolsa de plástico.

Sean se inclinó hacia delante hasta la altura de la cintura, estiró la cabeza y miró hacia el barranco. Después volvió la mirada hacia al otro lado y vio lo que podía haber sido la huella de un zapato impresa en la tierra húmeda.

Le dio un codazo a Whitey y la señaló hasta que él también la vio. Karen Hughes se fijó en ella y en un momento ya estaba sacando unas cuantas fotografías con la Nikon del departamento. Se puso en pie, cruzó el puente, bajó hasta la orilla e hizo unas cuantas fotografías más.

Whitey se puso en cuclillas, echó un vistazo debajo del puente y afirmó:

– Diría que se escondió aquí durante un rato y que cuando vio que el asesino se acercaba, se precipitó hacia el otro lado y echó a correr de nuevo.

– ¿Por qué seguiría adentrándose en el parque? -preguntó Sean-. Quiero decir, aquí está de espaldas al agua, sargento. ¿Por qué no cogió un atajo para dirigirse hacia la entrada?

– Tal vez estuviera desorientada. Estaba oscuro y le habían disparado.

Whitey se encogió de hombros y usó la radio para llamar al Departamento de Comunicados.

– Aquí el sargento Powers. Nos estamos acercando a un posible uno-ocho-siete. Vamos a necesitar todos los agentes de los que podamos disponer para hacer una barrida policial del Pen Park. Tal vez iría bien que también nos enviara unos cuantos buceadores.

– ¿Buceadores?

– Afirmativo. También necesitamos la presencia del teniente Friel y alguien de la fiscalía del distrito tan pronto como sea posible.

– El teniente ya se encuentra en camino y ya se lo hemos comunicado a la fiscalía. ¿ Corto?

– Afirmativo. Cambio.

Sean observó la huella del tacón en la tierra y se percató de que había algunas rayas a su izquierda, como si la víctima hubiera metido los dedos al subir a rastras y pasar al otro lado.

– ¿Le gustaría hacer alguna conjetura sobre lo que sucedió aquí ayer por la noche, sargento?

– Ni me atrevo a intentarlo -respondió Whitey.


Desde las escaleras de la iglesia, Jimmy apenas lograba vislumbrar el Penitentiary Channel. Era tan sólo una línea color violeta claro en el extremo más alejado del paso superior que atravesaba la autopista; el parque que lo confinaba era el único reducto de naturaleza a ese lado del canal. Jimmy observó la blanca raja de la parte superior de la pantalla del autocine, que estaba situado en el centro del parque, y que sobresalía un poco por encima del paso superior. Aún seguía ahí, mucho después de que el estado se hubiera apropiado de la tierra por cuatro duros en la subasta del Distrito II y lo cediera al Departamento de Parques y Jardines. Dicho departamento se había pasado los diez años siguientes embelleciendo el lugar, arrancando los palos que aguantaban los altavoces del autocine, nivelando el suelo y plantando césped, delimitando senderos para ciclistas y atletas a lo largo del agua, erigiendo jardines vallados, construyeron incluso un embarcadero y rampas para piragüistas, a pesar de que éstos no podrían llegar muy lejos antes de que les hicieran dar la vuelta por los dos extremos a causa de las esclusas del puerto. Sin embargo, la pantalla seguía allí, surgía por detrás del callejón sin salida que habían creado al plantar una hilera de grandes árboles que habían transportado por barco desde Carolina del Norte. En el verano, un grupo de teatro local solía interpretar a Shakespeare delante de la pantalla; la decoraban con telones medievales, brincaban de un lado al otro del escenario con espadas de papel de aluminio y no cesaban de repetir «atiende», «en verdad» y gilipolleces por el estilo. Hacía dos veranos que Jimmy había ido allí con Annabeth y las chicas. Annabeth, Nadine y Sara se habían quedado dormidas antes de que acabara el primer acto, sin embargo, Katie había permanecido despierta, inclinándose hacia delante encima de la manta, con el codo apoyado en la rodilla y la barbilla en la palma de la mano; por lo tanto, Jimmy había hecho lo mismo.

Esa noche representaron La fierecilla domada, y Jimmy fue incapaz de seguir la mayor parte de la historia. Iba sobre un tipo que abofeteaba a su prometida hasta que la hacía entrar en vereda y se convertía en una obediente y aceptable esposa. Jimmy no comprendía qué había de artístico en eso, pero se imaginó que la obra perdía mucho a causa de la adaptación. En cambio, Katie se lo pasó en grande. Se rió un montón de veces, se quedó absorta y en total silencio unas cuantas veces más, y después dijo a Jimmy que había sido «mágico».

Jimmy no comprendía nada de lo que ella le decía y Katie era incapaz de explicárselo. Sólo repetía que había sentido que la «transportaban», y durante los seis meses siguientes no paraba de repetir que se iría a vivir a Italia después de la graduación.

Jimmy, mientras contemplaba el extremo de los edificios de East Bucky desde las escaleras de la iglesia, pensó: «¡Italia, por supuesto!».

– ¡Papá, papá! -Nadine se separó de un grupo de amigos y corrió hacia Jimmy en el momento en que éste pisaba el último escalón-. ¡Papá, papá! -repitió lanzándose a toda velocidad sobre él.

Jimmy la levantó en brazos y percibió un olor intenso a almidón procedente del vestido; la besó la mejilla y exclamó:

– ¡Nena, nena!

Con el mismo movimiento que su madre solía hacer para apartarse el pelo de los ojos, Nadine usó dos dedos para apartarse el velo del rostro.

– Este vestido pica.

– Me pica a mí y ni siquiera lo llevo -protestó Jimmy.

– Si te pusieras un vestido, papá, estarías muy gracioso.

– No si me quedara tan bien como a ti.

Nadine puso los ojos en blanco, se rascó la parte inferior de la barbilla con la rígida corona del velo y le preguntó:

– ¿Te hace cosquillas?

Jimmy observó a Annabeth y a Sara por encima de la cabeza de Nadine y sintió como las tres le hacían estallar el pecho, cómo le llenaban y como le convertían en polvo a la vez.

Si un montón de balas le acribillara la espalda en ese momento, en ese preciso instante, no pasaría nada. No lo lamentaría. Era feliz, todo lo feliz que uno podía llegar a ser.

Bueno, casi. Echó un vistazo a la multitud por si veía a Katie, con la esperanza de que ésta hubiera aparecido en el último momento. En vez de eso, vio a un coche patrulla que giraba la esquina de la avenida Buckingham y que se colocaba en el carril izquierdo de la calle Roseclair; el neumático trasero golpeaba la franja central mientras que el ruido estridente y agudo de la sirena cortaba el aire de la mañana. Jimmy observó cómo el conductor pisaba el acelerador y oyó el ruido que hacía el motor al girar con rapidez cuando el coche patrulla bajaba la calle Roseclair a toda velocidad en dirección al Pen Channel. Unos segundos más tarde le siguió un coche negro camuflado y, a pesar que de llevaba la sirena apagada, era imposible confundirlo con otro tipo de coche, ya que el conductor giró la esquina de noventa grados que llevaba a la calle Roseclair a sesenta kilómetros por hora; además, el motor hacía un ruido ensordecedor.

Mientras Jimmy dejaba a Nadine en el suelo, sintió que una certeza desagradable y repentina le recorría el cuerpo; tuvo la sensación de que las cosas volvían lamentablemente a la normalidad. Contempló cómo los dos coches patrulla pasaban como un rayo por debajo del paso elevado y giraban con brusquedad hacia la derecha para tomar la carretera de entrada del Pen Park. En ese momento, sintió a Katie en su sangre, junto con los motores ensordecedores y los neumáticos batientes, entre los vasos capilares y las células.

– Katie -estuvo a punto de decir en voz alta-. ¡Santo cielo! ¡Katie!

8. VIEJO MACDONALD

El domingo por la mañana, Celeste se despertó pensando en cañerías: en toda esa red de tubos que atravesaba casas y restaurantes, multicines y centros comerciales, y que bajaba formando grandes tramos esqueléticos desde lo alto de edificios de oficinas de cuarenta plantas, de un piso gigantesco a otro, y que se precipitaban hacia una red incluso mayor de alcantarillas y acueductos que serpenteaban bajo pueblos y ciudades, conectando a la gente de una forma más viable que las propias palabras, con el único objetivo de deshacerse de todo aquello que habíamos consumido y que nuestros cuerpos, nuestras vidas, nuestros platos y nuestras bandejas de comida crujiente habían desechado.

¿Adónde iba todo aquello?

Se imaginaba que ya se habría planteado esa pregunta con anterioridad, de forma imprecisa, de la misma manera que uno se pregunta como puede ser que un avión se mantenga en el aire sin batir las alas, pero en ese momento deseaba saberlo de verdad. Se sentó en la cama vacía, ansiosa y curiosa, y oyó el ruido que hacían Dave y Michael mientras jugaban a Wiffle-ball [3] en el jardín trasero tres plantas más abajo. ¿Adónde?, se preguntaba.

Tenía que ir a alguna parte. Todos esos chorros de agua, todo ese jabón de manos, champú, detergente, papel higiénico y los vómitos de los bares, todas las manchas de café, las manchas de sangre, las manchas de sudor, la suciedad de las vueltas del pantalón y la mugre del Iado interno de los cuellos de camisa, las verduras frías que uno quitaba del plato con el tenedor y tiraba en el cubo de la basura, los cigarrillos, la orina, las duras cerdas de pelo procedentes de piernas, mejillas, ingles y barbillas…, todo aquello se juntaba cada noche con cientos de miles de entidades similares o idénticas y, según suponía, fluían a través de húmedos pasadizos repletos de bichos, para ir a desembocar en unas grandes catacumbas, donde se mezclaba con chorros de agua que se dirigían a toda velocidad a… ¿ dónde?

Ya no lo vertían en el mar. ¿O sí? No estaba permitido. Le parecía recordar algo sobre el tratamiento de gérmenes infecciosos y de la depuración de aguas residuales, pero no tenía muy claro si lo había visto en una película, y ya se sabe que a menudo las películas estaban plagadas de gilipolleces. Así pues, si no lo vertían al mar, ¿adónde iba? y si lo hacían, ¿por qué? Seguro que había un sistema mejor, ¿no? Sin embargo, se le volvió a aparecer la imagen de todas aquellas tuberías, de todos los residuos, y no le quedó más remedio que seguir preguntándoselo.

Oyó el sonido hueco y de plástico que hacía el bate de Wiffle-ball al golpear la pelota. Oyó cómo Dave gritaba «¡para!» y los gritos de alegría de Michael; también oyó el ladrido de un perro y éste sonó tan seco como el del bate y la pelota.

Celeste se dio la vuelta y se puso boca arriba; sólo entonces se dio cuenta de que estaba desnuda y de que había dormido hasta pasadas las diez. Era algo que no había sucedido a menudo, si es que había sucedido alguna vez desde que Michael había aprendido a andar. Notó como una oleada de culpabilidad le inundaba el pecho, para luego desaparecer en la boca del estómago a medida que recordaba cómo había besado la piel que había alrededor de la nueva cicatriz de Dave a las cuatro de la madrugada y en la cocina, arrodillada, probando el miedo y la adrenalina de sus poros, olvidándose de cualquier preocupación por el sida o por la hepatitis al sentir ese deseo repentino de saborearle y abrazarse a el lo más estrechamente posible. Había dejado que la bata de baño le cayera de los hombros mientras continuaba recorriéndole la piel con la lengua, arrodillada con una camiseta y en ropa interior de color negro, sintiendo como la noche se adentraba por debajo de la puerta del porche y le helaba los tobillos y las rótulas. El miedo había provocado que la piel de Dave adquiriera un sabor medio amargo y medio dulce; le pasaba la lengua desde la cicatriz hasta la garganta y le rodeaba las pantorrillas con las manos mientras notaba que se endurecía y que se le intensificaba la respiración. Deseaba que todo eso durara para siempre: el hecho de saborearlo, el poder que de repente sentía en su cuerpo; por lo tanto, se levantó y le rodeó con los brazos. Deslizó la lengua sobre la de él, le agarró el pelo con los dedos y se imaginó que así absorbía el dolor causado por el encuentro del aparcamiento. Le sostuvo la cabeza y le apretó contra su cuerpo hasta que él le arrancó la camiseta y hundió la boca entre sus pechos; luego se balanceó contra la ingle de él y oyó cómo empezaba a gemir. Deseaba que Dave comprendiera que ellos eran eso: estrecharse uno contra el otro, la fusión de sus cuerpos, el olor, la necesidad, el amor, sí, el amor, porque nunca le había amado tanto como entonces, ya que se había dado cuenta de que había estado a punto de perderlo.

Dave le mordió el pecho con los dientes y, aunque le dolía y se lo chupaba con demasiada dureza, aún se le acercó más a la boca y recibió el dolor con los brazos abiertos. Aunque le hubiera chupado la sangre no le habría importado porque la lamía y la necesitaba a ella, le clavaba las uñas en su espalda y se liberaba de su miedo para dejarlo encima y dentro de ella. Se lo tragaría todo y luego lo escupiría por él; los dos se sentirían más fuertes que nunca. No tenía ninguna duda al respecto.

Cuando empezó a salir con Dave, su vida sexual se había caracterizado por una carencia total de límites. Solía llegar al piso que compartía con Rosemary llena de morados, de mordiscos y de arañazos en la espalda, que le llegaban hasta los mismísimos huesos a causa de esa especie de agotamiento apremiante que se imaginaba que debían sentir los adictos entre chute y chute. Desde el momento en que nació Michael, en realidad desde que Rosemary fuera a vivir con ellos después del cáncer número uno, Celeste y Dave habían caído en esa especie de rutina predecible de pareja casada de la que se reían tanto en las comedias; es decir, la pareja que o bien suele estar demasiado cansada o que no tiene suficiente intimidad y que se tiene que contentar con algunos minutos de caricias rutinarias y un poco de sexo oral, hasta pasar al acontecimiento principal, que, con el paso de los años, deja de ser tan importante y cada vez se parece más a una forma de matar el tiempo entre la información meteorológica y Leno [4].

Sin embargo, la noche anterior había sido sin lugar a dudas ese tipo de pasión que merecía llamarse acontecimiento principal y que la había dejado, hasta aquel preciso momento en que seguía en la cama, totalmente magullada.

Solo al volver a oír la voz de Dave procedente del jardín, repitiéndole a Michael que hiciera el favor de concentrarse, fue capaz de recordar lo que le había estado preocupando, antes de las tuberías, antes del recuerdo del sexo loco en la cocina, tal vez incluso antes de que se metiera en la cama a altas horas de la madrugada: Dave le había mentido.

Lo había sabido desde el primer momento en que él entró en el cuarto de baño; sin embargo, había decidido cerrar los ojos ante la evidencia. Después, tumbada en el suelo de linóleo, y arqueando la espalda y el culo para que él pudiera penetrarla, lo había vuelto a saber. Le examinó los ojos, algo vidriosos, mientras se introducía dentro de ella y mientras tiraba de sus pantorrillas con fuerza para colocarlas encima de sus caderas; aceptó sus primeras embestidas con el convencimiento de que la historia que le acababa de contar no tenía ningún sentido.

Para empezar, a quién podría ocurrírsele decir cosas del estilo «la cartera o la vida, hijo de perra. No me pienso ir sin una cosa o la otra». Absurdo. Era, tal y como había pensado en el cuarto de baño, una frase extraída de una película. Y aunque el ladrón se hubiera preparado la frase con anterioridad, dudaba mucho que en realidad la hubiera pronunciado cuando llegara el momento. Imposible. A Celeste la habían atracado una vez en un parque público cuando debía de tener unos veinte años. El atracador, un negro de piel no demasiado oscura, de muñecas planas y delgadas y ojos inquietos color castaño, se había acercado a ella en el desamparo de un frío anochecer, le había colocado una navaja de resorte en la cadera y le había dejado entrever por un instante sus fríos ojos mientras le susurraba: «¿Qué tienes?».

No había nada en los alrededores, a excepción de unos árboles pelados propios de diciembre; la persona que tenían más cerca era un hombre de negocios que se apresuraba hacia su casa por Beacon al otro lado de una valla de hierro forjado que debía de estar a unos dieciocho metros de distancia. El atracador le apretaba más con la navaja en los pantalones vaqueros, sin cortarla, pero presionando con fuerza contra ella; notó que el aliento le olía a caries y a chocolate. Le había entregado la cartera, intentando evitar sus inquietos ojos castaños y esa sensación irracional de que el tipo tenía muchos más brazos de los que mostraba; él se había metido la cartera en el bolsillo del abrigo y le había dicho: «Estás de suerte, ya que no tengo mucho tiempo», y se había alejado poco a poco por la calle Park, sin prisas y sin miedo.

Muchas mujeres le habían contado historias parecidas. Al menos en aquella ciudad no solían atracar a los hombres, a no ser que buscaran jaleo; en cambio, a las mujeres las atracaban muy a menudo. La amenaza de la violación siempre estaba presente, implícita o imaginada, y de entre todas las historias que le habían contado, nunca había habido un atracador que dijera frases inteligentes. No tenían tiempo. Necesitaban ser lo más sucintos que fuera posible. Conseguir lo que querían y marcharse de allí antes de que alguien se pusiera a gritar.

Además estaba el asunto ése de que le había pegado un puñetazo mientras sostenía la navaja en la otra mano. Si uno daba por supuesto que sostenía la navaja con la mano diestra, bien, venga hombre, ¿quién daba puñetazos con una mano que no fuera la que usaba para escribir?

Sí, creía que Dave se había visto inmerso en una horrible situación en la que se había visto obligado a sucumbir a una mentalidad del tipo «o matas, o te matan». Sí, estaba segura de que no era el tipo de hombre que habría ido en busca de pelea. Pero… pero aún así, la historia que había contado tenía lagunas y cosas que no encajaban. Era como si alguien que llevara la camisa manchada de barra de labios deseara justificarse: no quería decir que uno hubiera sido infiel, pero la explicación, por ridícula que fuera, debería tener algún sentido.

Se imaginó a los dos detectives en la cocina de su casa, haciéndole preguntas, y estaba convencida de que Dave no soportaría la presión. Ante una mirada imparcial y un sinfín de preguntas, su historia caería por su propio peso. Reaccionaria de la misma forma que cuando le preguntaba por su infancia. Sin lugar a dudas había oído contar historias, ya que las marismas no dejaban de ser un pequeño pueblo dentro de una gran ciudad y la gente rumoreaba. Así pues, una vez le había preguntado a Dave si le había sucedido algo terrible cuando era niño, algo que sintiera que no podía compartir con nadie, y le había hecho saber que podía compartirlo con ella, su mujer, que además estaba embarazada de su hijo en aquel momento.

Le había mirado con un gesto de confusión y le había dicho: «¡Ah, te refieres a eso!».

– ¿A qué?

– Estaba jugando con Jimmy y con otro niño, Sean Devine. SÍ, ya le conoces. Le has cortado el pelo una o dos veces, ¿verdad?

Celeste le recordaba. Trabajaba para algún departamento relacionado con la ley, pero no en la ciudad. Era alto, con el pelo rizado y una voz color ámbar que te embriagaba. Tenía la misma seguridad inherente que Jimmy, esa que tenían los hombres que o bien eran muy atractivos o que rara vez se veían afligidos por la duda.

Era incapaz de imaginarse a Dave con aquellos dos hombres; ni siquiera de niños.

– De acuerdo -le había respondido.

– Bien, el coche se detuvo, subí, y poco después, me escapé.

·-Te escapaste.

Había asentido él haciendo un gesto con la cabeza.

– No hay mucho más que contar, cariño.

– Pero Dave…

Le había dicho tapándole los labios con el dedo:

– Démoslo por finalizado, ¿vale?

Sonreía, pero Celeste captó una especie de… ligera histeria en sus ojos.

– ¿Que más quieres saber? Recuerdo que jugaba a pelota y a dar patadas a las latas -dijo Dave-.Y que también iba a la escuela Lewis M. Dewey y que tenía que hacer grandes esfuerzos para no dormirme en clase. También recuerdo haber ido a algunas fiestas de cumpleaños y chorradas de ésas. Pero, venga, era una vida muy aburrida. Si quieres te cuento la época de instituto…

Sin embargo, ella lo dejaba correr, tal y como hacía cuando él le mentía sobre por que había perdido el trabajo en la Empresa Americana de Mensajeros (Dave le había dicho que habían hecho reducción de plantilla, pero otros tipos del barrio salieron a la calle durante las semanas que siguieron y les llovieron las ofertas de empleo), o como cuando le había contado que su madre había muerto de un ataque al corazón cuando todo el barrio sabía la historia de que Dave, al regresar a casa cuando cursaba el penúltimo curso en el instituto, se había encontrado a su madre sentada junto al horno, con las puertas de la cocina cerradas, con unas toallas que tapaban las ranuras y con la habitación llena de gas. Al final se había convencido de que Dave necesitaba sus mentiras y que le hacía falta re inventar su propia historia e idearla de tal modo que le permitiera aceptarla y enterrarla. Y si eso le convertía en una persona mejor, en un marido cariñoso, aunque en ocasiones distante, y en un padre atento, ¿quién era ella para juzgarle?

Sin embargo, mientras Celeste sacudía los pantalones vaqueros y algunas camisas de Dave, supo que esa mentira podría acabar con él. Con ellos, ya que al lavarle la ropa, ella también había participado en la conspiración de la obstrucción a la justicia. Si Dave no se sinceraba con ella, sería incapaz de ayudarle. Y cuando la policía fuera a su casa (porque lo harían, ya que eso no era la televisión; incluso el detective más tonto y más borracho era más listo que ellos cuando se trataba de crímenes) despedazarían la historia de Dave con la misma facilidad que si cascaran un huevo en el canto de una sartén.


La mano derecha le estaba matando. A Dave se le habían hinchado los nudillos el doble de lo normal y tenía la sensación de que los huesos más cercanos a la muñeca estaban a punto de perforarle la piel. Así pues, podría haber pasado por alto que le había lanzado la pelota a Michael con torpeza, pero se negaba a hacerlo. Si el chaval era incapaz de darle a la pelota Wiffle cuando ésta volaba en curva o por lo bajo, nunca sería capaz de seguir la trayectoria de una pelota más dura que fuera al doble de velocidad, ni de darle con un bate diez veces más pesado.

Su hijo, que tenía siete años, era demasiado pequeño para su edad y demasiado confiado para el mundo en que vivían. Era obvio por la franqueza de su rostro y por la sensación de esperanza que irradiaba de sus ojos azules. A Dave le encantaba esa faceta de su hijo, pero también la odiaba. No sabía si tendría la fortaleza para quitársela, pero tenia la certeza de que pronto tendría que hacerlo, y que si no lo hacía, el mundo lo haría por el. Esa cosa tierna y frágil de su hijo era una maldición de los Boyle, la misma que hacia que a Dave, a la edad de treinta y cinco años, aún le siguieran confundiendo por un universitario y que le pidieran el carné de identidad en las tiendas de bebidas alcohólicas fuera del barrio. Tenía la misma mata de cabello que cuando tenía la edad de Michael y no tenía ni una sola arruga; sus propios ojos azules eran vitales e inocentes.

Dave observó cómo Michael se atrincheraba tal y como le había enseñado, cómo se arreglaba la gorra y cómo ladeaba el bate por encima de su cabeza. Balanceaba un poco las rodillas y las flexionaba, un hábito del que Dave se iba liberando poco a poco, pero que le volvía con la misma naturalidad que si fuera un tic. Dave lanzaba la pelota con rapidez, para sacar partido de sus debilidades, escondiendo las nudiIleras al arrojar la plata antes de extender el brazo del todo; retorciendo la palma de la mano a causa del movimiento.

Sin embargo, Michael dejó de flexionar las rodillas tan pronto como Dave empezó a moverse con la rapidez que lo caracterizaba cuando la pelota voló y luego cayó en casa, Michael intentó golpearla bajo y le dio como si sostuviera un palo de golf. Dave vio el indicio de una sonrisa esperanzadora en el rostro de Michael mezclada con algo de sorpresa al darse cuenta de su proeza; Dave estuvo a punto de dejar escapar la pelota, pero en vez de eso la arrojó de nuevo al suelo; sintió cómo algo se le desmoronaba en el pecho mientras la sonrisa se desvanecía del rostro de su hijo.

– ¡Eh! -exclamó Dave, decidido a permitir que su hijo disfrutara de la satisfacción de haber hecho un golpe lateral tan bueno-. Ha sido un golpe estupendo, campeón.

Michael, que aún seguía perfeccionando el golpe con el entrecejo fruncido, le preguntó:

– ¿Como has podido lanzarla al suelo?

Dave recogió la pelota del suelo y respondió:

– No lo sé. ¿Crees que será porque soy mucho más alto que los demás niños de la liga infantil?

Michael sonrió con indecisión, a la espera de volver a batear y le dijo:

– ¿Eso crees?

– Déjame que te haga una pregunta: ¿conoces a algún niño de segundo curso que mida más de metro sesenta?

– No.

– Y además tuve que saltar para conseguirlo.

– ¡Es verdad!

– Y por mucho que mida más de metro sesenta, sólo he podido hacer un sencillo.

Entonces Michael se rió; su risa era una cascada, como la de Celeste.

– De acuerdo…

– Sin embargo, has flexionado los músculos.

– ¡Ya lo sé, ya lo sé!

– Una vez que hayas encontrado la posición, colega, deberías dejar de moverte.

– Pero Nomar…

– Ya sé todo lo que hacen Nomar y Derek Jeter. Son tus héroes, de acuerdo. Pero cuando uno tiene la posibilidad de ganar diez millones de dólares en un partido, se puede permitir el lujo de moverse. ¿Hasta entonces?

Michael se encogió de hombros y le pegó una patada al suelo.

– Mike, ¿hasta entonces?

Michael suspiró y dijo:

– Hasta entonces, me concentraré en lo básico.

Dave sonrió, lanzó la pelota por encima de él y la cogió sin ni siquiera mirarla; luego añadió:

– Sin embargo, has hecho un lanzamiento muy bueno.

– ¿De verdad?

– Hijo, esa cosa ha salido volando hacia la colina, directo a la zona alta de la ciudad.

– A la zona alta -repitió Michael, y soltó otra risa como las de su madre.

– ¿Quién se va a la zona alta?

Ambos se dieron la vuelta y vieron a Celeste de pie junto al porche trasero. Llevaba el pelo recogido, los pies descalzos, y una de las camisas de Dave le colgaba por encima de unos pantalones vaqueros descoloridos.

– ¡Hola mamá!

– ¡Hola, preciosidad! ¿Te vas a la zona alta con tu padre?

Michael se quedó mirando a Dave. De repente se había convertido en un chiste privado. Se rió con disimulo y contestó;

– No mamá.

– ¿Dave?

– Se trata de la pelota, cariño. De la pelota que acaba de lanzar.

– ¡Ah, la pelota!

– Le dio de pleno. Papá sólo fue capaz de pararla porque es muy alto.

Dave sentía que Celeste lo observaba incluso cuando ésta tenía los ojos puestos en Michael. Le observaba y esperaba como si deseara preguntarle algo. Recordó cómo la noche anterior le había susurrado: «Ahora formo parte de ti y tú de mí» con voz ronca, mientras se levantaba del suelo de la cocina para asirle del cuello y acercar los labios a su oído.

Dave no tenía ni idea de lo que le estaba hablando, pero le gustó el sonido; además, la ronquera de sus cuerdas vocales había hecho que alcanzara un orgasmo más intenso.

Sin embargo, en ese momento tenía la sensación de que sólo se trataba de uno más de los intentos de Celeste de adentrarse en su cabeza y fisgar; eso le cabreaba, ya que una vez que alguien se metía allí dentro, no le gustaba lo que veía y se iba corriendo.

– ¿Qué te pasa, cariño? -le preguntó Dave.

– ¿Eh? Nada -se estrechó el cuerpo con los brazos a pesar de que la temperatura aumentaba con rapidez-. Mike, ¿ya has almorzado?

– Aún no.

Celeste frunció a Dave el entrecejo, como si fuera el peor de los crímenes que Michael se hubiera puesto a golpear pelotas antes de haber obtenido el azúcar necesario que le aportaban los cereales de color carmesí que solía comer.

– Te he llenado la taza y la leche está en la mesa.

– ¡Estupendo! ¡Tengo un hambre que me muero!

Michael soltó el bate y Dave sintió que le traicionaba al dejar el bate de aquel modo e irse corriendo hacia las escaleras. «¿Que te morías de hambre? ¿Qué pasa? ¿Te he tapado la boca para que no me lo pudieras decir? ¡Joder!»

Michael echó a trotar al lado de su madre y subió las escaleras que llevaban al tercer piso con tal velocidad que daba la impresión que éstas iban a desaparecer si no llegaba hasta arriba con la suficiente rapidez.

– ¿No vas a almorzar Dave?

– ¿Vas a dormir hasta el mediodía, Celeste?

– Solo son las diez y cuarto- respondió celeste.


Dave sintió que toda la buena voluntad que habían conseguido infundir a su matrimonio con la locura de la noche anterior en la cocina se convertía en humo y se alejaba más allá de su propio jardín.

Hizo un esfuerzo por sonreír. Si uno conseguía aparentar que la sonrisa era auténtica, nadie podía llegar hasta él.

– ¿Qué pasa, cariño?

Celeste bajó hasta el jardín y sus pies descalzos se veían de un tono color castaño claro sobre la hierba.

– ¿Qué hiciste con el cuchillo?

– ¿Qué?

– Con el cuchillo -susurró, volviendo la cabeza hacia la ventana del dormitorio de los McAlister-. Con el cuchillo del atracador. ¿Dónde fue a parar, Dave?

Dave lanzó la pelota al aire, la cogió por detrás de la espalda, y respondió:

– Ha desaparecido.

– ¿Desaparecido? -se mordió los labios y se quedó mirando el suelo-. Lo que quiero decir es que… ¡Mierda, Dave!

– ¿Qué pasa, cariño?

– ¿Dónde ha desaparecido?

– No lo sé.

– ¿Estás seguro?

Dave no tenía ninguna duda. Sonrió, le miró a los ojos y contestó:

– Del todo.

– Piensa que tiene rastros de tu sangre. Tu ADN, Dave. ¿Está tan «desaparecido» que nadie sea capaz de encontrarlo nunca?

Dave no podía responderle, así que simplemente se quedó mirando a su mujer con la esperanza de que cambiara de tema.

– ¿Has ojeado el periódico de la mañana?

– ¡Claro! -contestó.

– ¿Has visto algo?

– ¿De qué?

– ¿Cómo que de qué? -siseó Celeste.

– ¡Ah…Ah, sí! -Dave negó con la cabeza-. No, no había nada. Ni lo mencionaban. Recuerda, cariño, que era muy tarde.

– Era tarde. ¡Venga, hombre!

Las páginas del Metro siempre eran las ultimas en salir, pues siempre esperaban los últimos informes de la policía.

– ¿Ahora trabajas para un periódico?

– No es para tomárselo a broma, Dave.

– No, no lo es, cariño. Sólo te estoy diciendo que no aparece en el periódico de la mañana. Eso es todo. ¿ Por qué? Pues no lo sé. Ya veremos las noticias del mediodía, a ver si dicen algo.

Celeste volvió a mirar hacia el suelo, asintió con la cabeza varias veces, y le preguntó:

– ¿De verdad crees que van a decir algo, Dave?

Dave se alejó un poco de ella.

– Quiero decir, sobre un tipo negro que fue encontrado medio muerto en el aparcamiento de delante de… ¿de dónde era?

– De… eh… El Last Drop

– ¡Ah, el Last Drop!

– Sí, Celeste.

– ¡De acuerdo, Dave! -exclamó-. ¡Claro!

Y le dejó allí. Le dio la espalda y subió las escaleras que llevaban al porche, entró, y Dave prestó atención al ruido suave de sus pies descalzos al subir la escalera.

Eso era lo que hacían. Te abandonaban. Tal vez no lo hicieran siempre físicamente, pero, ¿emocionalmente, mentalmente? Nunca estaban allí cuando les necesitabas. Con su madre le había sucedido lo mismo. La mañana después de que la policía le hubiera llevado a casa, su madre le había preparado el desayuno, de espaldas a él, tarareando Old MacDonald [5], y de vez en cuando se volvía a mirarle y le obsequiaba con una sonrisa nerviosa, como si fuera un huésped del que no se fiara.

Le había colocado el plato de huevos a medio hacer, de tocino carbonizado y de tostadas medio crudas delante de él, y le había preguntado si quería zumo de naranja.

– Mamá -le había dicho-. ¿Quiénes eran aquellos tipos? ¿Por que se me…?

– Davey -le había respondido ella-, ¿quieres zumo de naranja? No te he oído.

– Claro. Mira, mamá, no entiendo por qué…

– ¡Ya volvemos con lo mismo! -Le había colocado el vaso de zumo delante-. Cómete el desayuno y yo me voy a… -Había agitado las manos en el aire sin tener ni la más remota idea de lo que iba a hacer… – lavar la ropa, ¿de acuerdo? Después, Davey, nos iremos al cine. ¿Qué te parece?

Dave se había quedado mirando a su madre, esperando encontrar algo que le hiciera abrir la boca y contarle lo del coche, lo de la casa en el bosque y el olor a loción de después del afeitado del tipo más grande. Pero sólo había encontrado esa mirada de alegría y de regocijo que a veces tenía cuando se preparaba para salir el viernes por la noche, e intentaba encontrar la ropa adecuada para ponerse, desesperada en su esperanza.

Dave había bajado la cabeza y se había comido los huevos. Había oído cómo su madre se alejaba de la cocina, tarareando Old MacDonald por el pasillo.

De pie en el jardín, con un gran dolor en los nudillos, seguía oyendo la canción. El viejo MacDonald tenía una granja. Allí todo era estupendo. Uno cultivaba la tierra y labraba, sembraba y cosechaba, y lodo era maravilloso. Todo el mundo participaba, incluso las gallinas y las vacas, y a nadie le hacía falta hablar de nada porque allí no sucedía nada malo, y nadie tenía secretos porque los secretos eran para la gente mala, para la gente que no se comía los huevos, que se subía en coches que olían a manzana y que se marchaban con hombres desconocidos y que tardaban cuatro días en aparecer, para volver a casa y encontrarse con que la gente que conocía también había desaparecido, y había sido reemplazada por gente de apariencia similar que no dejaba de sonreír y que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por uno, a excepción de escucharle. Cualquier cosa menos eso.

9. HOMBRES RANA EN EL PEN

Lo primero que Jimmy vio a medida que se iba acercando a la entrada del Pen Park de la calle Roseclair fue un furgón para perros policía aparcado en la calle Sydney; tenía las puertas traseras abiertas y dos policías intentaban controlar a seis pastores alemanes que llevaban atados con largas correas de cuero. Había subido por la calle Roseclair desde la iglesia, haciendo un esfuerzo por no ir hasta allí corriendo, y al llegar al paso elevado que se extendía por encima de la calle Sydney, se encontró con un montón de curiosos. Estaban de pie junto a la base de la pendiente en la que Roseclair empezaba a ascender por debajo de la autopista y sobre el Pen Channel, antes de cambiar de nombre al otro lado y convertirse en Valenz Boulevard conforme se alejaba de Buckingham y entraba en Shawmut.

Allí donde se había reunido la multitud, uno podía situarse en la parte superior del muro de contención (que debía de medir unos cuatro metros de altura y estaba revestido de hormigón), que marcaba el final de Sydney, y contemplar la última calle que iba de norte a sur en los edificios de East Bucky, si a uno no le importaba clavarse una barandilla oxidada en las rodillas. Tan sólo unos metros hacia el este del mirador, la barandilla daba paso a una escalera de piedra caliza color morado. De niños, solían llevar allí a sus ligues; se sentaban en la sombra, se pasaban litronas de Miller de un lado a otro y veían brillar las imágenes con luz mortecina en la pantalla blanca del autocine Hurley. A veces Dave Boyle solía ir con ellos, no porque Dave le cayera muy bien a nadie en particular, sino porque había visto todas las malditas películas que habían hecho y en alguna ocasión, si iban colocados, hacían que Dave les recitara el texto de carrerilla mientras contemplaban la pantalla silenciosa. A veces se lo tomaba tan en serio que incluso cambiaba la inflexión de la voz según el personaje que hablara. De repente, Dave empezó a jugar muy bien a béisbol, se fue a Don Basca para convertirse en una estrella de los deportes, y ya no pudieron seguir contando con él para pasarlo bien.

Jimmy no tenía ni idea de por qué todos aquellos recuerdos le venían a la memoria en ese preciso instante, ni por qué estaba inmóvil junto a la barandilla, sin apartar la mirada de la calle Sydney; a no ser que tuviera algo que ver con esos perros, con el nerviosismo con el que se movían una vez que los sacaron del furgón y pisaron el asfalto. Uno de los policías que los sujetaba se llevó un transmisor portátil a los labios en el momento en que un helicóptero aparecía en el cielo de la ciudad; se acercaba a ellos como una gruesa abeja, aumentando de tamaño cada vez que Jimmy parpadeaba.

Un poli muy joven impedía el acceso a la escalera color morado, y un poco más arriba de la calle Roseclair, dos coches patrulla y unos cuantos chicos más de uniforme hacían guardia delante de la carretera de acceso que conducía al parque.

Los perros no ladraron ni una sola vez. Jimmy volvió la cabeza al darse cuenta de que era precisamente eso lo que le había estado fastidiando desde que los viera por primera vez. Las veinticuatro patas se movían arriba y abajo del asfalto con mucho nerviosismo, con un desasosiego tenso y concéntrico, como si fueran soldados en medio de un desfile. Jimmy tuvo la sensación de que sus hocicos negros y sus delgadas ijadas eran de una eficacia espantosa, y los ojos le parecían ardientes trozos de carbón.

EI resto de la calle Sydney tenía la misma apariencia que una sala de espera antes de los altercados. La calle estaba atestada de polis y éstos andaban de forma metódica a través de los hierbajos que conducían a la entrada del parque. Desde allá arriba, Jimmy tenía una visión incompleta del parque en sí mismo, pero también podía verles allí dentro: uniformes azules y cazadoras color tierra se movían entre la vegetación, examinaban la orilla del canal y se comunicaban a gritos.

De nuevo en la calle Sydney, se reunieron en torno a algo que había en el extremo más lejano del furgón para perros policía; varios policías vestidos de paisano se apoyaban en los coches camuflados que estaban aparcados al otro lado de la calle, y bebían café; sin embargo, no daba la impresión de que se comportaran de forma habitual, ni que se divirtieran contando las últimas batallitas de guerra que habían tenido que protagonizar. Jimmy percibía la tensión más absoluta: en los perros, en los silenciosos polis apoyados en los coches, en el helicóptero, que ya había dejado de parecer una abeja y que sobrevolaba la calle Sydney con gran estruendo, volando bajo, y luego se dirigía al otro lado de los árboles importados y de la pantalla del autocine del parque.

– ¡Eh, Jimmy! -Ed Deveau abrió un paquete de M amp;M con los dientes y le dio un codazo a Jimmy.

– ¿Qué tal, Ed?

Deveau se encogió de hombros y dijo:

– Ese helicóptero es el segundo que entra en el parque. El primero estuvo sobrevolando mi casa durante un buen rato hará una media hora. Y le dije a mi mujer: «¿Cariño, nos hemos mudado a Watts [6] sin que yo me enterara?». -Se metió unos cuantos caramelos en la boca y volvió a encogerse de hombros-. Así pues, decidí venir a ver de qué iba todo este jaleo.

– ¿Te has enterado de algo?

Deveau deslizó el dorso de la mano por delante de ellos y respondió.

– No, de nada. Están más cerrados que el monedero de mi madre. Pero la cosa va en serio, Jimmy. ¡Y tanto! Han cerrado el acceso a la calle Sydney desde todos los ángulos posibles; según he oído, han puesto polis y caballetes en Crescent, Harborview, Sudan, Romsey* y hasta en Dunboy. La gente que vive en esas calles no puede salir y está muy cabreada. Me han contado que están rastreando el canal y Boo Bear. Durkin me ha llamado y me ha dicho que desde su ventana ha visto hombres rana zambulléndose en el canal- Deveau señaló en aquella dirección-. ¡Mira todo el montaje que tienen ahí!

Jimmy siguió el dedo de Deveau y vio cómo tres polis hacían salir a un borracho de uno de los edificios de tres plantas más destrozados del final de la calle Sydney; al borracho no parecía gustarle mucho lo que le estaban haciendo y ofreció resistencia hasta que uno de los policías le pegó tal empujón que le hizo bajar de cabeza los pocos escalones derruidos que quedaban. Jimmy aún seguía pensando en la palabra que Ed acababa de pronunciar: hombres rana. No solían enviar hombres rana cuando iban tras algo bueno o alguien que siguiera con vida.

– Debe de tratarse de un asunto serio. -Deveau silbó y se quedó mirando la ropa de Jimmy-. ¿Dónde vas tan bien vestido?

– Vengo de la ceremonia de Primera Comunión de Nadine.

Jimmy vio cómo un poli recogía al borracho del suelo y le decía algo a la oreja, luego la llevaba a la fuerza hasta un sedán color verde oliva que tenía una sirena puesta a un lado del techo sobre el asiento del conductor.

– ¡Felicidades! -exclamó Deveau.

Jimmy se lo agradeció con una sonrisa.

– ¿Y qué demonios haces aquí?

Deveau recorrió la calle Roseclair con la mirada en dirección hacia Santa Cecilia; de repente Jimmy se sintió ridículo. ¿Qué coño estaba haciendo él ahí con su corbata de seda y su traje de seiscientos dólares, estropeándose los zapatos con los hierbajos que surgían desde debajo de la barandilla?

Katie, recordó.

Aun así, le seguía pareciendo ridículo. Katie no había asistido a la Primera Comunión de su hermanastra porque estaría durmiendo la borrachera de la noche anterior o en íntima conversación con su último novio. ¿Qué le hacía creer que Katie iba a ir a la iglesia si nadie la obligaba? El día que bautizaron a Katie, hacía más de diez años que Jimmy no entraba en una iglesia. E incluso después de ese día, Jimmy no empezó a ir a la iglesia con regularidad hasta que conoció a Annabeth. Así pues, ¿qué había de malo si había salido de la iglesia, había visto los coches patrulla girar a toda velocidad la esquina de la calle Roseclair y había tenido un… mal presentimiento? Era sólo porque estaba preocupado por Katie, y también cabreado con ella, y por tanto pensaba en su hija mientras contemplaba cómo los polis se dirigían hacia el Pen Channel.

Sin embargo, en aquel momento se sentía estúpido. Estúpido, demasiado bien vestido y realmente tonto por haberle dicho a Annabeth que se llevara a las chicas a Chuck E. Cheese´s y que el ya iría más tarde; Annabeth le había mirado a los ojos con una mezcla de exasperación, confusión y enfado a duras penas contenido.

Jimmy se volvió hacia Deveau y le respondió:

– Supongo que tenía curiosidad por ver qué pasaba, como todos los demás- le dio una palmadita en el hombro-. Pero ya me marcho, Ed.

Mientras bajaba por la calle Sydney, un poli le lanzó un juego de llaves a otro y éste entró en el furgón policial.

– De acuerdo, Jimmy. Cuídate.

– Tú también -dijo Jimmy despacio, sin dejar de observar la calle al tiempo que el furgón daba marcha atrás y se detenía para cambiar de marcha y girar las ruedas a la derecha.

Jimmy volvió a tener la certeza de que había sucedido algo malo.

Uno la sentía en el alma, pero en ningún otro lugar. Uno solía sentir la verdad allí mismo (más allá de toda lógica) y a menudo no se equivocaba, si era de ese tipo de verdad que no se quiere aceptar y que no se está seguro de poder asumir. Las mismas verdades que todos intentamos no ver y que hacen que la gente vaya al psiquiatra, pase demasiado tiempo en bares y se atonte delante del televisor para ocultar ciertas realidades duras y desagradables que el alma reconoce mucho antes de que la mente las capte.

Jimmy sintió que aquel mal presentimiento le fijaba los zapatos con clavos y que le obligaba a seguir allí de pie, a pesar de que lo que más deseaba era salir corriendo, lo más rápido que pudiera, hacer cualquier cosa que no fuera estar allí inmóvil observando cómo se alejaba el furgón. Los clavos, gruesos y fríos, le llegaron hasta el pecho, como si hubieran sido disparados desde un cañón, y deseaba cerrar los ojos, pero aquellos mismos clavos le obligaban a tenerlos abiertos, y cuando el furgón estaba ya en medio de la calle, vio el coche que había ocultado hasta entonces: todo el mundo se agrupaba a su alrededor, le pasaban el cepillo en busca de pruebas, le hacían fotografías, examinaban el interior y extraían objetos embolsados que entregaban a los policías que permanecían de pie en la calle y en la acera.

El coche de Katie.

No es que fuera el mismo modelo ni uno que se le pareciera, era realmente su coche. La abolladura en el parachoques delantero de la derecha y el foco derecho sin cristal.

– ¡Por el amor de Dios, Jimmy! ¿Jimmy? ¡Mírame! ¿Te encuentras bien?

Jimmy alzo los ojos y vio a Ed Deveau, sin saber como había acabado así, de rodillas, con las palmas de las manos en el suelo, mientras un montón de rostros irlandeses redondos le contemplaban.

– ¿Jimmy? -Deveau le tendió una mano-. ¿Te encuentras bien?

Jimmy observó la mano y no tenía ni idea de cómo contestarle. Hombres rana, pensó. En el Pen.

Whitey encontró a Sean en el bosque, a unos noventa metros más allá del barranco. Habían perdido el rastro de sangre y cualquier indicio de huellas dactilares en las zonas más abiertas del parque, pues la lluvia de la noche anterior había borrado todo lo que no había estado cubierto por los árboles.

– Unos cuantos perros han olido algo junto a la pantalla del antiguo autocine. ¿Quieres que nos acerquemos hasta allí?

Sean asintió con la cabeza, pero en ese mismo momento sonó su transmisor.

– Agente Devine.

– Aquí delante tenemos un tipo que…

– ¿Delante de dónde?

– Delante de la calle Sydney, agente.

– Siga.

– El tipo asegura ser el padre de la chica desaparecida.

– ¿Qué coño está haciendo en la escena del crimen?

Sean sintió cómo le subía la sangre a la cabeza, y cómo enrojecía y se acaloraba.

– Ha conseguido pasar, agente. ¿Qué quiere que le diga?

– Bien, pues hágalo salir. ¿Ya ha llegado algún psicólogo?

– No, está en camino.

Sean cerró los ojos. Todo el mundo estaba en camino, como si estuvieran parados en el mismo atasco.

– Intente tranquilizar al padre hasta que llegue el psicólogo. Ya sabe lo que tiene que hacer.

– Sí, pero desea verle a usted, agente.

– ¿A mí?

– Asegura que le conoce y que alguien le ha dicho que usted se encontraba aquí.

– ¡No, no, no, mire…!

– Viene acompañado de unos cuantos tipos.

– ¿Tipos?

– Unos tíos con una pinta terrorífica. Todos se parecen mucho y la mitad de ellos son casi enanos.

«Los hermanos Savage. Mierda.»

– ¡Ahora mismo voy! -exclamó Sean.


Un segundo más y Val Savage consigue que lo arresten. Y Chuck, con toda probabilidad, también. El temperamento Savage, casi nunca en calma, se encontraba en plena efervescencia: los hermanos les gritaban a los polis, que parecían estar a punto de empezar a golpearles con la porra.

Jimmy estaba con Kevin Savage, uno de los hermanos más sensatos, a pocos metros de distancia de la cinta policial que rodeaba la escena del crimen. Val y Chuck estaban junto a la cinta, señalaban con el dedo y gritaban:

– ¡Es nuestra sobrina la que está ahí dentro, estúpidos cabronazos de mierda!

Jimmy sentía una histeria controlada, una necesidad de estallar, reprimida con dificultad, que le dejaba impasible y un poco confuso. De acuerdo, el coche aquel que estaba a unos diez metros de distancia era el de su hija. Y sí, era cierto, nadie la había visto desde la noche anterior. Y eso que había visto en el respaldo del asiento del conductor era sangre. Sí, estaba claro que no presagiaba nada bueno. Sin embargo, un batallón entero de policías la estaban buscando y no habían encontrado aún ningún cuerpo. Así pues, debía tener eso en cuenta.

Jimmy observó cómo un poli mayor se encendía un cigarrillo y le entraron ganas de arrancárselo de la boca, de hundirle profundamente carbón ardiente por las venas de la nariz y decirle: «Haz el favor de volver a entrar en el parque y de seguir buscando a mi hija, joder».

Contó hasta diez despacio -un truco que había aprendido en Deer Island- y vio los números aparecer, fluctuantes y grises en la oscuridad de su cerebro. Si gritaba sólo conseguiría que le impidieran permanecer en la escena del crimen. Lo mismo que sucedería si demostraba abiertamente el dolor, la ansiedad o el miedo eléctrico que le recorría el cuerpo. Además, los Savage enloquecerían y acabarían pasando todo el día en una celda en vez de en la calle donde su hija había sido vista por última vez.

– ¡Val! -gritó.

Val Savage quitó la mano de la cinta policial, apartó el dedo del rostro del glacial poli y se dio la vuelta para mirar a Jimmy.

Jimmy negó con la cabeza y le dijo:

– Tranquilízate.

Val arremetió de nuevo contra el policía y exclamó:

– ¡Se andan con jodidas evasivas, Jim! ¡No nos dicen nada, joder!

– Están haciendo su trabajo -declaró Jimmy.

– ¿Que están haciendo qué, Jim? Con el debido respeto, la tienda de donuts está en la otra dirección.

– ¿Quieres ayudarme de verdad? -le preguntó Jimmy, mientras Chuck se acercaba con cautela a su hermano, casi el doble de alto, pero la mitad de peligroso, a pesar de seguir siendo más peligroso que la mayor parte de la gente.

– ¡Claro! -respondió Chuck-. Dinos lo que quieres que hagamos.

– ¿Val? -exclamó Jimmy.

– ¿Qué?

Los ojos le daban vueltas y la furia exhalaba de él como si fuera un olor.

– ¿De verdad me quieres ayudar?

– ¡Sí, sí, sí, claro que te quiero ayudar, joder! Ya lo sabes, ¿no?

– Sí, ya lo sé -respondió Jimmy, intentando reprimir las ganas de chillar-. Sé muy bien de qué se trata, Val. La que está ahí dentro es mi hija. ¿Oyes lo que te digo?

Kevin pasó la mano por el hombro de Jimmy y Val dio un paso atrás y se quedó mirando el suelo durante un rato.

– Lo siento, Jimmy. ¿De acuerdo? ¡Sólo me he desmadrado un poco! ¡Mierda!

Jimmy recuperó su tono de voz tranquilo y haciendo un esfuerzo para que el cerebro le funcionara, añadió:

Val, tú y Kevin podríais ir hasta casa de Drew Pigeon y contarle lo que ha pasado.

– ¿A casa de Drew Pigeon? ¿Por qué?

Ya te lo explicare, Val. Habla con su hija, Eve, y con Diane Cestra si aún sigue allí. Pregúntales cuando vieron a Katie por última vez. La hora exacta, Val. Averiguad si habían bebido, si Katie había quedado con alguien después y con quien salía. ¿Podrías hacer eso por mi, Val? -preguntó Jimmy, con los ojos puestos en Kevin, el único que, con un poco de suerte, podría mantener a Val a raya.

Kevin asintió con la cabeza y respondió:

– Comprendido, Jimmy.

– ¿Val?

Val miraba por encima de su hombro los matorrales que llevaban hasta el parque; después se volvió a Jimmy y, agitando su menuda cabeza, le contestó:

– Sí, de acuerdo.

– Esas chicas son amigas. No os pongáis duros con ellas; pero conseguid que os respondan. ¿De acuerdo?

– Muy bien -respondió Kevin, haciendo saber a Jimmy que se lo tomarían con calma. Le dio una palmada a su hermano mayor en el hombro-. ¡Venga, Val! ¡Hagámoslo!

Jimmy observó cómo subían la calle Sydney y sintió a Chuck a su lado, nervioso, dispuesto a matar a alguien.

– ¿Cómo lo llevas?

– ¡Mierda! -exclamó Chuck-. Estoy bien. Eres tú el que me preocupa.

– No te preocupes. De momento estoy bien. No tengo elección, ¿no crees?

Chuck no le contestó y Jimmy miró al otro lado de la calle Sydney, más allá del coche de su hija y vio a Sean Devine salir del parque y caminar entre los matorrales, sin apartar la mirada de Jimmy. A pesar de que Sean era un tipo alto y de que se movía con rapidez, Jimmy pudo vislumbrar en su rostro aquello que siempre había odiado, la mirada de un tipo al que la vida siempre le había sonreído; Sean lo ostentaba como una placa mucho mayor que la que le colgaba del cinturón, y eso cabreaba la gente aunque él no se percatara de ello.

– ¡Jimmy! -exclamó Sean; después le estrechó la mano-. ¿Qué tal?

– ¡Hola, Sean! Me han dicho que estabas en el parque.

– Si, desde primera hora de esta mañana. -Sean miró atrás por encima de un hombro, luego volvió la vista a Jimmy-. De momento no te puedo decir nada, Jimmy.

– ¿Esta ahí dentro?

Jimmy oyó el temblor de su propia voz.

– No lo sé, Jim. No la hemos encontrado. Es lo único que te puedo decir.

– Déjanos entrar -dijo Chuck-. Os podemos ayudar a buscarla. En las noticias se ve continuamente que la gente normal y corriente va a la búsqueda de niños desaparecidos y casos similares.

Sean, sin apartar los ojos de Jimmy, como si Chuck no estuviera allí, respondió:

– Es un poco más complicado que eso, Jimmy. No podemos permitir que entre nadie que no sea de la policía hasta que hayamos acabado de examinar la escena del crimen.

– ¿Y cuál es esa escena? -preguntó Jimmy.

– En este momento es todo el parque. Mira -Sean le dio un golpecito a Jimmy en el hombro-, he venido hasta aquí para decirte que de momento no hay nada que puedas hacer. Lo siento. Lo siento de verdad. Pero así son las cosas. Tan pronto como averigüemos algo, te lo haré saber, Jimmy. Te lo diré de inmediato. Te lo digo en serio.

Jimmy asintió con la cabeza, le tocó en el codo a Sean y le preguntó:

– ¿Puedo hablar contigo un momento?

– ¡Claro!

Dejaron a Chuck Savage en la acera y fueron unos cuantos metros calle abajo. Sean se cuadró, preparándose para lo que fuera que Jimmy quisiera preguntarle, se puso serio y le miró con ojos de poli, sin mostrar ningún tipo de compasión.

– Ése es el coche de mi hija -afirmó Jimmy.

– Ya lo sé. Yo…

Jimmy levantó una mano y prosiguió:

– ¿Sean? Ése es el coche de mi hija y dentro hay rastros de sangre.

Esta mañana no se ha presentado al trabajo y tampoco ha aparecido en la Primera Comunión de su hermana pequeña. Nadie la ha visto desde ayer por la noche, ¿de acuerdo? Es de mi hija de quien estamos hablando, Sean. No tienes hijos, no espero que lo entiendas del todo, pero se trata de mi hija.

La mirada de poli de Sean no cambió en lo más mínimo; ni siquiera se inmutó por las palabras de Jimmy.

– ¿Qué quieres que te diga, Jimmy? Si quieres saber con quién estaba ayer por la noche, mandaré a unos cuantos agentes para que lo investiguen, Si tenía enemigos, iré a por ellos. Si lo deseas…

– Han traído perros, Sean. Perros para mi hija. Perros y hombres rana.

– Así es. No solo tenemos a la mitad del cuerpo de policía dentro del parque, Jimmy, sino también a los federales y al Departamento de Policía de Boston. Además, disponemos de dos helicópteros y de dos botes. La encontraremos. Sin embargo, tú no puedes hacer nada. Al menos, de momento. Nada. ¿Queda claro?

Jimmy miró atrás y vio que Chuck seguía junto a la acera, con la mirada fija en los matorrales que llevaban al parque, con el cuerpo un poco inclinado hacia delante, preparado para arrancarse su propia piel.

– ¿Por qué habéis traído a hombres rana para buscar a mi hija, Sean?

– No podemos descartar ninguna posibilidad, Jimmy. Siempre que hay agua actuamos de ese modo.

– ¿Está dentro del agua?

– Lo único que sabemos es que ha desaparecido. Eso es todo, Jimmy.

Jimmy se apartó de él un momento; no se acababa de encontrar bien, se notaba la mente sombría y pegajosa. Deseaba entrar en aquel parque. Quería bajar por el sendero y encontrarse a Katie caminando hacia él. Era incapaz de pensar. Necesitaba entrar.

– ¿Quieres tener que cargar con la responsabilidad de habernos tratado mal? -le preguntó Jimmy-. ¿Deseas tener que detener a todos los hermanos Savage y a mí mismo por intentar entrar en el parque para buscar a nuestra querida Katie?

Jimmy se percató, en el mismo momento en que dejó de hablar, de que era una amenaza débil, sin fuerza; no le gustó nada que Sean también se hubiera dado cuenta.

Sean asintió con la cabeza y respondió:

– No deseo hacerlo. Créeme. Pero si tengo que hacerlo, Jimmy, lo haré, Que no te quepa ninguna duda. -Sean abrió una libreta de golpe. Mira, cuéntame con quién estaba ayer por la noche, qué hacía, y yo…

Jimmy ya se estaba alejando de él cuando se oyó, fuerte y estridente, el transmisor de Sean. Se dio la vuelta en el instante en que Sean se lo llevaba a los labios y decía: «Al habla».

– Hemos encontrado algo, agente.

– Repítalo, por favor.

Jimmy se acercó hacia Sean y oyó la emoción apenas reprimida del tipo que había al otro lado del transmisor.

– Dije que hemos encontrado algo. El sargento Powers nos ha dicho que debería venir usted hacia aquí. Ah, y tan pronto como sea posible. Ahora mismo, de hecho.

– ¿Dónde se encuentra?

– Junto a la pantalla del autocine, agente. No se puede ni imaginar el estado en que está.

10. PRUEBAS

Celeste estaba viendo las noticias de las doce en el pequeño televisor que tenían en la encimera de la cocina. Planchaba mientras veía la televisión, consciente de que la podrían confundir por un ama de casa de los años cincuenta, pues se ocupaba de las tareas domésticas y cuidaba del niño; mientras, su marido iba a trabajar con su fiambrera metálica, y al regresar a casa esperaba tomarse una copa y que la cena estuviera en la mesa. Pero en realidad no era así. Dave, a pesar de todos sus defectos, arrimaba el hombro en las tareas domésticas. Se ocupaba de pasar el aspirador, de quitar el polvo y de fregar los platos; en cambio, Celeste disfrutaba haciendo la colada, doblando y planchando la ropa, y con el cálido olor que emanaba de la tela recién lavada y sin arrugas.

Usaba la plancha de su madre, un artefacto de principios de los años sesenta. Pesaba más que una roca, siseaba continuamente y soltaba repentinos estallidos de vapor; sin embargo, planchaba mucho mejor que cualquiera de esas planchas nuevas que Celeste, persuadida por los descuentos y por todos esos anuncios de tecnología de era espacial, había ido probando a lo largo de los años. La plancha de su madre dejaba la ropa tan lisa que se podría partir una barra de pan encima; además alisaba las arrugas más difíciles de una suave pasada, mientras que una de las nuevas con carcasa de plástico habría tenido que pasarla media docena de veces.

Celeste se cabreaba cada vez que pensaba en que todo se diseñaba para romperse con facilidad (videos, coches, ordenadores, teléfonos inalámbricos), mientras que los utensilios de la época de sus padres habían sido ideados para que duraran mucho tiempo. Dave y ella aún utilizaban la plancha y la licuadora de su madre, y seguían teniendo su antiguo y achaparrado teléfono negro junto a la cama. Y sin embargo, en los años que llevaban juntos, habían tenido que tirar muchas adquisiciones que habían dejado de funcionar antes de lo que parecería lógico: televisores con tubos de imagen fundidos, una aspiradora que echaba humo azul y una cafetera que elaboraba un líquido que salía sólo un poco más caliente que el agua de la bañera. Ésos y otros aparatos habían acabado en el cubo de la basura, ya que casi era más barato comprarlos nuevos que repararlos. Casi. Por lo tanto, uno acababa gastándose el dinero en el último modelo que acababa de salir al mercado, lo cual era, sin lugar a dudas, lo que pretendían los fabricantes. A veces, Celeste se encontraba a sí misma intentando eludir de modo consciente una idea que le rondaba por la cabeza: no eran tan sólo las cosas que poseía, sino su vida en sí, la que carecía de peso o consecuencias duraderas, sino que estaba programada, de hecho, para que se estropeara a la primera oportunidad que se presentara, a fin de que cualquier otra persona pudiera reciclar las pocas piezas buenas que sobrasen, mientras el resto de ella desaparecería.

Allí estaba pues, planchando y pensando en sus partes desechables cuando, a los diez minutos de haber comenzado el telediario, el presentador miró con seriedad a la cámara y comunicó que la policía estaba buscando al responsable de un crimen atroz que se había perpetrado en las cercanías de uno de los bares del barrio. Celeste se acercó al televisor para subir el volumen y el presentador anunció:

– Esta historia y la información meteorológica después de la publicidad.

A continuación, Celeste se encontró mirando las manos muy cuidadas de una mujer que intentaba fregar una bandeja que tenía toda la pinta de que la hubieran sumergido en caramelo caliente; una voz pregonaba las ventajas de utilizar ese líquido lavavajillas nuevo y mejor, y a Celeste entraron ganas de ponerse a gritar. De alguna manera, las noticias eran como aquellos aparatos desechables: ideados para engañar y engatusar, para reírse de la credulidad de la gente sin que ésta se diera cuenta, ya que la gente creía, una vez más, que cumplirían con lo prometido.

Graduó el volumen y reprimió el deseo de arrancar el botón barato de la televisión de mierda que tenían; después volvió a la tabla de planchar. Hacía una media hora que Dave había salido con Michael para comprarle unas rodilleras y una máscara. Le había dicho que ya oiría las noticias por la radio, pero Celeste ni se había molestado en mirarle a los ojos para ver si le mentía. Michael, con lo bajo y delgado que era, había demostrado ser un receptor excelente; su entrenador, el señor Evans, lo había calificado de «portento» y le había dicho que, considerando su edad, tenía un «misil balístico» por brazo. Celeste pensó en los niños que había conocido en su propia infancia y que jugaban en la misma posición; solían ser niños corpulentos, con nariz chata y sin incisivos, y le expresó sus temores a Dave.

– Las máscaras que fabrican hoy en día, cariño, son como jaulas para tiburón. Si las golpearas con una carretilla, sería ésta la que se rompiera.

Había tardado un día en pensárselo y en comunicarle a Dave lo que había decidido. Michael podría jugar de receptor o en cualquier otra posición siempre que tuviera el mejor equipo posible y, ahí estaba el punto clave, si nunca se dedicaba al rugby profesional.

Dave, que nunca había jugado al rugby, asintió después de una discusión superficial de tan sólo diez minutos.

Así pues, habían salido a comprar el equipo para que Michael pudiera seguir los pasos de su padre; mientras tanto, Celeste no apartaba los ojos del televisor, y mantenía la plancha en alto sobre una camisa de algodón en el instante en que terminaba un anuncio de comida para perros y que volvían las noticias.

Ayer por la noche en AlIston -declaró el presentador y a Celeste le dio un vuelco el corazón-, una estudiante de segundo curso de la Universidad de Boston fue agredida por dos hombres a la salida de un local nocturno muy popular. Las fuentes dicen que la víctima, Carey Whitaker, fue atacada con una botella de cerveza y en este momento se encuentra en estado crítico en…

En aquel momento, mientras le llovían hacia adentro del escote terroncitos de arena húmeda, tuvo la sensación de que no iban a decir nada sobre la agresión o el asesinato de un hombre delante del Last Drop. Y cuando empezaron con la información meteorológica y anunciaron que después pasarían a los deportes, ya no tenía ninguna duda.

Por entonces, ya tenían que haber encontrado al hombre. En el caso de que hubiera muerto («Cariño, es posible que haya matado a un hombre»), los periodistas ya se habrían enterado a través de las fuentes informativas del distrito, por los informes policiales o escuchando las radios de los coches patrulla.

Existía la posibilidad de que Dave hubiera sobrestimado el alcance de su agresión al atracador. O tal vez dicho atracador, o quienquiera que fuera, hubiera conseguido arrastrarse hasta algún lugar para lamerse las heridas, cuando Dave se marchó, A lo mejor lo que había visto colarse por el desagüe del fregadero la noche anterior no eran trozos de cerebro. Pero ¿de dónde venía toda aquella sangre? ¿Cómo era posible que alguien pudiera sobrevivir, y mucho menos seguir andando, después de haber perdido tanta sangre?

Cuando hubo acabado de planchar el último par de pantalones y ya lo había guardado todo en su propio armario, en el de Dave yen el de Michael, regresó a la cocina y se quedó de pie en medio, sin saber qué iba a hacer a continuación. Retransmitían un partido de golf por la televisión; los golpes suaves de la pelota y el sonido seco y apagado de los aplausos calmaron por un momento algo que había dentro de ella y que le había inquietado toda la mañana. Era algo más que sus problemas con Dave y el hecho de que su historia no cuadrara; aun así, al mismo tiempo tenía algo que ver con todo aquello, con la noche pasada y por haberlo visto entrar cubierto de sangre por la puerta del lavabo, toda aquella sangre que le goteaba de los pantalones y que manchaba las baldosas, brotando de la herida y tiñéndose de rosa mientras giraba camino del desagüe.

El desagüe. Eso era lo que había olvidado. La noche anterior le había dicho a Dave que limpiaría con lejía las tuberías de debajo del fregadero para eliminar todo rastro de pruebas. Se puso a ello de inmediato; se arrodilló en el suelo de la cocina, abrió el armario de debajo del fregadero y se quedó mirando los productos de limpieza y los trapos hasta que vio la llave inglesa en la parte trasera del armario. Fue a alcanzarla, intentando no hacer caso de la fobia que sentía cada vez que tenía que meter la mano allí dentro; siempre tenía esa sensación irracional de que había una rata esperándole debajo del montón de trapos, esnifando el aire al olerle la piel, levantando el hocico de entre los trapos, con los bigotes temblorosos…

Agarro la llave inglesa con rapidez, y después la sacudió entre los trapos y los productos de limpieza, a sabiendas de que el miedo que tenía era infundado, pero con determinación, que por algo las llamaban fobias. No le gustaba nada tener que meter la mano en lugares bajos y oscuros. Rosemary había tenido un miedo atroz a los ascensores; su padre había detestado las alturas, y a Dave le daban sudores fríos cada vez que tenía que ir al sótano.

Colocó un cubo debajo de la tubería por si salía un exceso de agua. Se puso boca arriba, levantó el brazo y desenroscó el sifón con la llave inglesa; después le fue dando vueltas con la mano hasta que se soltó, y el agua empezó a caer a borbotones dentro del cubo de plástico. Por un instante temió que la cantidad de agua fuera a rebasar el cubo, pero enseguida se convirtió en un simple goteo, y vio cómo un montoncito oscuro de pelos y unos cuantos granos de maíz caían al cubo después del agua. A continuación, tenía que desenroscar la tuerca más cercana a la pared trasera del armario; eso le costó un buen rato, pues se resistía, y IIegó un momento en que Celeste tuvo que empujar con los pies en el suelo del armario y que estirar de la llave inglesa con tanta fuerza que por un instante tuvo miedo de que ésta o su muñeca se fueran a partir en dos. Al cabo de un rato la tuerca cedió, tan sólo una fracción de centímetro, con un chirrido estridente y metálico; Celeste volvió a colocar la llave inglesa, estiró de nuevo y consiguió que la tuerca diera dos vueltas, pero se le seguía resistiendo.

Unos minutos más tarde el tubo entero del desagüe estaba frente a ella, en el suelo de la cocina. Tenía el pelo y la camisa empapados de sudor, pero experimentaba un sentimiento de logro que rayaba con el triunfo, como si hubiera estado luchando contra algo recalcitrante e indiscutiblemente masculino, músculo contra músculo, y hubiera ganado, Entre el montón de trapos encontró una camisa que le quedaba pequeña a Michael; la retorció con las manos hasta que pudo meterla por la tubería. La pasó por el interior varias veces hasta que tuvo el convencimiento que allí dentro sólo quedaban restos de herrumbre; después colocó la camisa en una bolsita de plástico. Cogió la tubería y una botella de lejía y salió al porche trasero; una vez allí, echó lejía por un extremo de ella, y dejó que el líquido saliera por el otro lado y fuera a parar a la tierra seca y enmarañada de una maceta cuya planta había muerto el verano anterior y que llevaba allí todo el invierno esperando que se deshicieran de ella.

Cuando hubo acabado volvió a colocar la tubería; le pareció mucho mas fácil colocarla de lo que le había parecido sacarla, y enroscó

El sifón de nuevo. Encontró la bolsa de basura en la que había guardado la ropa de Dave la noche anterior y añadió la bolsa con la camisa hecha jirones de Michael; después coló el contenido del cubo de plástico, lo tiró en el retrete, limpió el colador con un trozo de papel higiénico y tiró el papel dentro de la bolsa que contenía todo lo demás.

Así pues, allí estaban todas las pruebas.

O como mínimo, todas las pruebas que ella podía eliminar. Si Dave le había mentido sobre el cuchillo, sobre no haber dejado huellas dactilares en ninguna parte, o sobre los posibles testigos de su… ¿crimen? ¿defensa propia?, entonces no podría hacer nada por ayudarle. Sin embargo, ella había aceptado el desafío en su propia casa. Había transigido con todo lo que él le había impuesto desde que llegara a casa la noche anterior y lo había solucionado. Lo había conseguido. Volvía a sentirse mareada y poderosa, más entusiasta y más útil que nunca, y se dio cuenta, de forma repentina y agradable, de que aún era joven Y fuerte, y que desde luego no era una tostadora desechable ni ningún aspirador roto. Había sobrevivido a la muerte de sus padres, a años de problemas financieros, al susto de la neumonía de su hijo cuando éste sólo contaba con seis meses de edad, y no por ello se había vuelto más débil, tal y como había creído, sino que estaba sólo más cansada, pero aquello iba a cambiar ahora que había recordado quién era. Y, sin lugar a dudas, era una mujer que no se acobardaba ante los problemas, sino que los afrontaba y que decía: «De acuerdo, sácalo. Saca lo peor de tu persona. Ya me volveré a levantar, siempre. No tengo ninguna intención de marchitarme y morir; así que, ten cuidado».

Recogió la bolsa de basura de color verde del suelo y la retorció con las manos hasta que se asemejó al cuello descarnado de un hombre viejo; luego la alisó e hizo un nudo en la parte de arriba. Se detuvo, pensando que era extraño que la bolsa le hubiera hecho pensar en el cuello de un anciano. ¿De dónde le debía de venir aquella imagen? Se percató de que el televisor se había quedado sin imagen. Hacía un momento, Tiger Woods se paseaba por el green, y al instante siguiente la pantalla se había vuelto negra.

Se oyó un pitido y en la pantalla apareció una línea blanca. Celeste supo que si se había fundido el tubo de imagen del televisor, lo tiraría al porche. En aquel preciso momento y sin tener en cuenta las consecuencias.

Pero la Iínea blanca dio paso al plató del telediario. La presentadora, que parecía nerviosa y preocupada, dijo: «Interrumpimos la emisión para contarles una historia desgarradora. Valerie Corapi, nuestra enviada especial, se encuentra en la entrada del Penitentiary Park de East Buckingham, en el que la policía ha emprendido la búsqueda en gran escala de una mujer desaparecida. ¿Valerie?».

Celeste vio que el plano del estudio daba paso a una toma desde un helicóptero. Era una confusa visión aérea de la calle Sydney y del Penitentiary Park y de lo que parecía un ejército de policías moviéndose por todas partes. Divisó docenas de diminutas figuras, negras como hormigas por la distancia, que atravesaban el parque; también había botes de policía en el canal. Una hilera de aquellas figuras se dirigía con resolución hacia la arboleda que rodeaba la pantalla del antiguo autocine.

El helicóptero fue de un lado a otro a causa de una ráfaga de viento y el objetivo de la cámara se desenfocó; por un instante Celeste se encontró contemplando la zona del otro lado del canal, Shawmut Boulevard y su extensión de polígonos industriales.

– En este mismo momento, nos encontramos en East Buckingham, donde, a primera hora de la mañana, la policía inició una búsqueda en gran escala de una mujer desaparecida, y que prosigue ya bien entrada la tarde… Fuentes desconocidas han confirmado al Canal Cuatro que el coche abandonado de la mujer presenta indicios de que pueda haberse perpetrado en él un hecho abyecto. Bien, Virginia, esto… no sé si lo puedes ver…

La cámara del helicóptero dio un nauseabundo giro de ciento ochenta grados, dejó de enfocar los polígonos industriales de Shawmut y mostró un coche azul oscuro que estaba aparcado en la calle Sydney; la puerta estaba abierta y tenía toda la pinta de estar abandonado, mientras la policía daba marcha atrás a un camión para remolcarlo con él.

La periodista continuó:

– Lo que están viendo en estos momentos es, según me han informado, el coche de la mujer desaparecida. La policía lo encontró esta mañana e inició la búsqueda de inmediato. Ahora bien, Virginia, nadie nos ha confirmado el nombre de la mujer desaparecida o los motivos de una presencia policial, que, como puedes ver, es desmesurada. Sin embargo, fuentes próximas a Canal Cuatro han corroborado que la búsqueda parece centrarse alrededor de la pantalla del antiguo autocine, que, como es bien sabido por todos, se usa como escenario teatral en verano. Pero lo que estamos viendo en este momento no tiene nada de ficticio, sino que es real. ¿Virginia?

Celeste intentaba descifrar lo que acababa de oír. No estaba muy segura de lo que habían dicho, a excepción de que, de hecho, la policía había ocupado su barrio, como si lo hubieran tomado.

La presentadora también parecía un poco confundida; daba la impresión de que le dijeran, en una lengua que ella no comprendía, que debía interrumpir la emisión. Acabó diciendo: -«Les mantendremos informados del desarrollo de esta noticia… a medida que nos llegue más información. Ahora devolvemos la conexión a nuestra programación habitual».

Celeste cambió de cadena repetidas veces, pero, según parecía, ninguna de las otras cadenas daba aún información sobre aquella historia; así pues, volvió al golf y dejó el volumen bien alto.

Alguien de las marismas había desaparecido. Habían encontrado el coche abandonado de una mujer en la calle Sydney. Pero la policía no acostumbraba hacer un gran despliegue de fuerzas, era algo importante, pues había visto coches patrulla de los federales y de los estatales en la calle Sydney, para tratarse simplemente de que una mujer hubiera desaparecido. Debía de haber algo en aquel coche que hubiera sugerido violencia. ¿Qué había dicho la periodista?

Indicios de algún acto abyecto. Eso era.

Estaba convencida de que habían encontrado sangre. No podía ser otra cosa. Pruebas. Contempló la bolsa que aún llevaba enroscada en la mano y pensó:

«Dave».

11. LLUVIA ROJA

Jimmy estaba de pie al otro lado de la cinta policial, ante una barrera desordenada de policías, mientras Sean se alejaba entre los matorrales y se adentraba en el parque, sin volver la vista atrás ni una sola vez.

– Señor Marcus -le dijo Jefferts, uno de los polis, ¿quiere que le traiga un café o cualquier otra cosa?

El policía observó la frente de Jimmy, y éste sintió un aire de desprecio y de lástima en la mirada insegura del poli y en la forma de rascarse la barriga con el dedo pulgar. Sean les había presentado: le había dicho a Jimmy que aquél era el agente Jefferts, un buen hombre, y a Jefferts le había dicho que Jimmy era el padre de la mujer que… era la propietaria del coche abandonado, que le llevara cualquier cosa que pudiera necesitar y que le presentara a Talbot cuando ésta llegara. Jimmy se imaginó que Talbot debía de ser una psicóloga del cuerpo de policía o alguna asistente social despeinada con un montón de facturas universitarias por pagar y un coche que olía a Burger King.

Pasó por alto el ofrecimiento de Jefferts y cruzó al otro lado de la calle donde estaba Chuck Savage.

– ¿Cómo estás, Jimmy?

Jimmy negó con la cabeza, convencido de que empezaría a vomitar si intentaba expresar en voz alta todo lo que sentía.

– ¿Llevas el teléfono móvil?

– Sí, claro.

Chuck registró la cazadora con las manos. Dejó el teléfono en la mano abierta de Jimmy, éste marcó 003 y le salió una voz grabada que le preguntaba la ciudad y el estado desde el que llamaba; dudó unos instantes antes de contestar, y se imaginó cómo las palabras viajarían a través de kilómetros y kilómetros de cable de cobre hasta ir a parar vertiginosamente al alma de algún colosal ordenador con luces rojas en vez de ojos.

– ¿Qué listado? -preguntó el ordenador.

– Chuck E. Cheese's.

Jimmy sintió una oleada repentina de terror amargo al tener que pronunciar un nombre tan ridículo en medio de la calle y cerca del coche vacío de su hija. Deseaba colocar el teléfono entre los dientes, morderlo y oír cómo se rompía.

Cuando consiguió el número de teléfono y marcó, tuvo que esperar a que llamaran a Annabeth por el altavoz. Quienquiera que fuera que hubiera contestado el teléfono no había apretado la tecla de espera, tan sólo apoyó el auricular en un mostrador, y Jimmy podía oír los ecos metálicos del nombre de su mujer: «Se ruega a Annabeth Marcus que se ponga en contacto con el personal de recepción. Annabeth Marcus». Le llegaba el sonido del repique de campanas y de ochenta o noventa niños corriendo de un lado a otro como locos, estirándose el pelo y gritando, entremezclado con voces desesperadas de adultos que intentaban comunicarse a pesar de todo el estrépito. Repitieron el nombre de su mujer, que resonó. Jimmy se la imaginó levantando la vista al oír el sonido, confusa y agotada, rodeada por todo el pelotón de Primera Comunión de Santa Cecilia luchando por conseguir trozos de pizza.

Entonces oyó su voz, apagada y curiosa: «¿Me han llamado?». Por un instante, Jimmy tuvo ganas de colgar. ¿Qué le diría? ¿Qué sentido tenía llamarla sin saber hechos concretos, tan sólo con el miedo de su propia imaginación demente? ¿No sería mejor dejar que ella y las niñas disfrutaran un poco más de la paz de no saber?

Sin embargo, sabía que, tal y como estaban las cosas, ya había demasiado dolor; Annabeth se sentiría ofendida si no le contaba nada de lo sucedido, mientras que él se tiraba de los pelos junto al coche de Katie en la calle Sydney. Recordaría su felicidad con las niñas como inmerecida y, peor aún, como un engaño, una falsa promesa. Annabeth le odiaría por ello.

Oyó su voz apagada de nuevo: «¿Este?» Y el ruido que hizo al levantar el teléfono del mostrador. «¿Dígame?».

– Cariño…- consiguió decir Jimmy con voz ronca.

– ¡Jimmy! -exclamó con cierto nerviosismo-. ¿Dónde estás?

– Estoy… Mira… Me encuentro en la calle Sydney.

– ¿Qué pasa?

– Annabeth, han encontrado su coche.

– ¿El de quién?

– El de Katie.

– ¿Han? ¿Quién? ¿La policía?

– Sí. Ha… desaparecido. En los alrededores de Pen Park.

– ¡Santo cielo! ¡No puede ser! ¡Jimmy!

En aquel momento Jimmy sintió que le salía todo: el miedo, la horrible certeza, todos aquellos terribles pensamientos que había mantenido aprisionados en algún lugar de su cerebro.

– Aún no se sabe nada, pero su coche ha estado aquí toda la noche y la policía…

– ¡Por el amor de Dios, Jimmy!

– …la está buscando por todo el parque. Hay muchos. Así pues…

– ¿Dónde estás?

– Estoy en la calle Sydney. Mira…

– ¿Qué coño haces en la calle? ¿Por qué no estás ahí dentro?

– Porque no me dejan pasar.

– ¿La policía? ¿Y quién coño se creen que son? ¿Acaso es su hija la que está ahí dentro?

– No, mira, yo…

– ¡Haz el favor de entrar! ¡Santo Dios! Podría estar herida. Tirada en cualquier sitio, herida y pasando frío.

– Ya lo sé, pero ellos…

– Voy ahora mismo.

– De acuerdo.

– Haz el favor de entrar, Jimmy. Por el amor de Dios, ¿qué te pasa?. Colgó.

Jimmy devolvió el teléfono a Chuck, y supo que Annabeth tenía razón. Tenía tanta razón que Jimmy, al percatarse de que se arrepentiría de su impotencia de los últimos cuarenta y cinco minutos para el resto de su vida, se sintió morir; nunca sería capaz de pensar en ello sin desmoralizarse, sin intentar apartarlo de sus pensamientos. ¿Cuándo se había convertido en aquello, en aquel hombre que contestaba a unos polis de mierda: «Sí, señor; no, señor; tiene razón, señor…» cuando su hija mayor había desaparecido? ¿Cuándo había sucedido? ¿Cuándo se había puesto de pie junto a un mostrador y se había bajado los pantalones a cambio de poder sentirse como un ciudadano honrado?

Se volvió hacia Chuck y le preguntó:

– ¿Aún guardas las tenazas para cortar alambre bajo la rueda de recambio del maletero?

Por la expresión de Chuck, se diría que alguien le había pillado haciendo algo malo.

– Uno tiene que ganarse la vida, Jim.

– ¿Dónde tienes el coche?

– Un poco más arriba, en la esquina de la calle Dawes.

Jimmy echó a andar y Chuck, que iba tras él, le preguntó:

– ¿Vamos a entrar por la fuerza?

Jimmy asintió con la cabeza y caminó un poco más rápido.


Cuando Sean llegó a la zona del sendero que rodeaba la verja del jardín vallado, hizo un gesto con la cabeza a algunos de los policías que examinaban las flores y la tierra en busca de pistas; sus rostros tensos indicaban que ya se habían enterado de lo sucedido. Cierto aire, que ya había sentido en otros escenarios del crimen a lo largo de los años, saturaba el parque entero; era un aire que llevaba un filo de fatalismo, la aceptación fría y húmeda de la muerte de otra persona.

Al entrar en el parque todos habían tenido la certeza de que estaba muerta; pero aun así, Sean sabía que todos albergaban la esperanza, por pequeña que fuera, de que no lo estuviera. Así iban las cosas: uno se acercaba a la escena del crimen sabiendo la verdad, y hacía todo lo posible por comprobar que estaba equivocado. El año anterior Sean se había ocupado de un caso en el que una pareja había denunciado la desaparición de su bebé. Los medios de comunicación aparecieron por todas partes, ya que se trataba de una pareja blanca y respetable; sin embargo, Sean y los demás policías sabían que la historia de la pareja no era verdad, sabían que el niño estaba muerto incluso cuando consolaban a aquellos dos gilipollas diciéndoles que su bebé estaría bien, y cuando seguían las estúpidas pistas de gente de color sospechosa que habían visto en la zona esa misma mañana. Acabaron encontrando el bebe al anochecer, metido en una bolsa de la aspiradora y embutido en una grieta, bajo las escaleras del sótano. Ese día Sean vio llorar a un policía novato, el pobre crio temblaba apoyado en el coche patrulla, pero los demás polis, aunque indignados, no parecían sorprendidos en Io más mínimo, como si todos hubieran pasado la noche soñando la misma mierda.

Eso es lo que uno se llevaba a casa, a los bares y a los vestuarios de las comisarías o de los cuartelillos: tener que aceptar de mala gana que la gente era una mierda, que la gente era estúpida y rencorosa, a menudo cruel; que cada vez que abrían la boca, mentían, siempre; que cuando alguien desaparecía, sin ningún motivo aparente, a menudo acababan encontrándolo muerto o en un estado mucho peor.

Con frecuencia lo peor no eran las víctimas, al fin y al cabo estaban muertas y ya no seguirían sufriendo. Lo peor eran aquellos que las habían amado y que las habían sobrevivido. A partir de ese momento solían convertirse en muertos vivientes, agotados, con el corazón roto, viviendo como podían lo que les quedaba de vida sin nada más en su interior que sangre y órganos, insensibles al dolor, sin haber aprendido nada, a excepción de que las peores cosas a veces sucedían de verdad.

Como Jimmy Marcus. Sean no sabía cómo coño iba a mirar a aquel tío a la cara y decirle: «Sí, está muerta. Tu hija está muerta, Jimmy. Alguien se la ha llevado para siempre». A Jimmy, que ya había perdido a su primera mujer. «¡Mierda!, ¿sabes qué, Jim? Dios ha dicho que le debías una y ha venido a por ella. Espero que eso te ayude a ver las cosas desde otro punto de vista. Ya nos veremos.»

Sean cruzó el pequeño puente de tablas que atravesaba el barranco y siguió el sendero que conducía a la arboleda circular que, como si de una audiencia pagana se tratara, estaba encarada a la pantalla del autocine. Todo el mundo estaba allí abajo, junto a las escaleras que conducían a una puerta de uno de los lados de la pantalla: Karen Hughes no paraba de hacer fotos con su cámara; Whitey Powers estaba apoyado en la jamba de la puerta, miraba hacia el interior y tomaba notas; el ayudante del médico forense estaba arrodillado junto a Karen Hughes, y un pelotón entero de federales uniformados y de agentes de azul del Departamento de Policía de Boston circulaban en masa por detrás de ellos. Connolly y Souza examinaban algo que había en las escaleras y los jefazos – Frank Krauser, del DPB, y Martin Friel, de los estatales, oficial al mando de Sean- se hallaban de pié bajo la pantalla del escenario, hablando entre sí, con las cabezas muy juntas y algo inclinadas hacía delante.

Si el ayudante del médico forense decía que Katie había muerto en el parque, entonces estaría bajo la jurisdicción del estado, y Sean y Whitey tendrían que ocuparse del caso. La responsabilidad de decírselo a Jimmy recaería sobre Sean. También tendría que llegar a conocer a fondo, hasta llegar a obsesionarse, la vida de la víctima. Asimismo, Sean también sería el encargado de redactar el informe del caso y de hacer creer a la gente, como mínimo, que lo daba por concluido.

Sin embargo, el Departamento de Policía de Boston podía reclamar el caso. Friel era el que tenía autoridad para decidir si les pasaba el caso, no sólo porque el parque estuviera rodeado de terrenos municipales, sino también porque el primer intento de acabar con la vida de la víctima se había producido dentro de la jurisdicción civil. Sean estaba seguro de que ese caso llamaría la atención. Se había perpetrado un homicidio en un parque de la ciudad y, además, habían encontrado a la víctima cerca de un lugar que se estaba convirtiendo a toda velocidad en uno de los puntos más importantes de la cultura local y juvenil de la ciudad. Sin ningún motivo aparente. Sin ningún rastro del asesino, a no ser que se hubiera quitado la vida junto a Katie Marcus, lo cual parecía muy poco probable, ya que él ya se habría enterado. Sería un gran caso para los medios de comunicación, sin lugar a dudas, ya que no había habido casos similares en toda la ciudad en los dos últimos años. ¡Mierda! La prensa llenaría el parque hasta los topes.

Sean no lo deseaba, pero si la experiencia previa le servía de barómetro, eso quería decir que probablemente se lo asignarían. Bajó por una cuesta que se dirigía hacia la pantalla del autocine, con los ojos puestos en Krauser y Friel, intentando leer el veredicto por sus ligeros movimientos de cabeza. Si la que se encontraba allí era Katie Marcus, y Sean no tenía ninguna duda de ello, las marismas estallarían de ira. No pensaba en Jimmy, que se quedaría en un estado catatónico, sino en los hermanos Savage. En la Unidad de Delitos Mayores los expedientes de cada uno de aquellos cabronazos eran tan gruesos que no pasa han por una puerta. Y eso sólo hacía referencia a los delitos estatales. Sean conocía a tipos del Departamento de Policía de Boston que decían que un sábado por la noche sin que encerraran, como mínimo, a uno de los Savage, era como un eclipse solar: los demás policías tenían que comprobarlo por sí mismos porque no se lo creían.

En el escenario que había debajo de la pantalla, Krauser hizo un gesto de asentimiento y Friel volvió la cabeza y estuvo mirando a su alrededor hasta que encontró a Sean. En ese momento Sean supo que el caso era de él y de Whitey. Sean vio gotas de sangre en algunas hojas que conducían a la parte inferior de la pantalla, y unas cuantas más en las escaleras que llevaban a la puerta.

Connolly y Souza dejaron de observar las gotas de sangre de las escaleras, miraron a Sean con gesto ceñudo, y volvieron a examinar las grietas que había entre los escalones, Karen Hughes abandonó la posición de cuclillas y Sean oyó el zumbido de su cámara cuando apretó un botón con el dedo y el carrete se rebobinó hasta el final. Metió la mano en el bolso para sacar un carrete nuevo y abrió la parte trasera de la cámara de un golpe; Sean se percató de que el pelo rubio ceniza se le había oscurecido en la sien y en el flequillo. Le dirigió una mirada inexpresiva, dejó caer el carrete usado dentro del bolso y colocó el nuevo en la cámara.

Whitey estaba de rodillas junto al ayudante del médico forense y Sean oyó que decía «¿qué?», con un penetrante susurro.

– Lo que ha oído.

– Ahora está seguro, ¿verdad?

– No al cien por cien, pero casi.

– ¡Mierda!

Whitey se dio la vuelta al tiempo que Sean se acercaba, negó con la cabeza e hizo un gesto de asentimiento con el dedo pulgar al ayudante del forense.

Al subir las escaleras y colocarse tras ellos, Sean contempló el lugar con más claridad. Observó la puerta de entrada y el cadáver que estaba allí dentro, apretujado; entre pared y pared no debía de haber más de un metro de anchura y el cadáver estaba apoyado de espaldas contra la pared a su izquierda, con los pies levantados y empujando la pared de su derecha, por lo que la primera impresión que tuvo Sean fue la de ver un feto a través de la pantalla de un sonograma. El pie izquierdo estaba al descubierto y cubierto de barro. Lo que quedaba del calcetín le colgaba alrededor del tobillo, arrugado y rasgado. Llevaba un zapato negro sencillo y sin tacón, en el pie derecho, y estaba cubierto de barro seco. Incluso después de haber perdido un zapato en el jardín, había seguido con el otro puesto. Era muy probable que el asesino le hubiera ido pisando los talones todo el rato. Y aun así, había ido hasta allí para esconderse, lo que hacía pensar que debió de despistarle en algún momento a causa de algo que le hiciera reducir la marcha.

– Souza -gritó.

– ¿Sí?

– Llama a algunos policías para que vengan a examinar el camino que llega hasta aquí. Mirad entre los arbustos para ver si encontráis jirones de ropa, trozos de piel o cosas por el estilo.

– Ya tenemos a un tipo que se encarga de buscar huellas dactilares.

– Sí, pero necesitamos más gente. ¿Te encargas tú?

– De acuerdo.

Sean volvió a mirar el cadáver. Llevaba unos ligeros pantalones de color oscuro y una blusa azul marino con cuello ancho. La chaqueta era de color rojo y estaba rasgada. Sean se imaginó que era la ropa de fin de semana, ya que era demasiado bonita para llevarla a diario, si se tenía en cuenta que era una chica de las marismas. Esa noche habría ido a algún lugar bonito, quizá tenía una cita.

Y de alguna manera había acabado encajada en aquel pasillo estrecho; lo último que vio fueron las paredes mohosas, y con toda seguridad también fueron lo último que olió.

Parecía que hubiera llegado hasta allí para escapar de una lluvia roja, y, sin embargo, el aguacero le había cubierto el pelo y las mejillas, y le manchaban la ropa húmedas hileras de sangre. Tenía las rodillas apretadas contra el pecho, el codo derecho apoyado en la rodilla derecha, el puño apretado contra la oreja, por lo que, una vez más, a Sean le hizo pensar en una niña más que en una mujer, acurrucada e intentando mantener a raya algún estridente sonido. «Pare, pare -decía el cuerpo-. Pare, por favor.»

Whitey se apartó del camino y Sean se agachó junto a la puerta. A pesar de toda la sangre que le cubría el cuerpo, de los charcos que se habían formado debajo de éste y del moho de las paredes que había alrededor, Sean descubrió el perfume de Katie, muy fugazmente, algo dulce, algo sensual, un aroma muy ligero que le hizo recordar las citas y los coches oscuros de la época de instituto, el vacilante manoseo por encima de la ropa y el roce eléctrico de la carne. Por debajo de la lluvia roja, Sean vio que tenía varios morados oscuros en la muñeca, el antebrazo y los tobillos, y supo que en esos lugares la habían golpeado con algo.

– ¿Le pegaron?-preguntó Sean.

– Eso parece. Toda esa sangre de la cabeza fue causada por un corte en la coronilla. Es probable que el tipo acabara por romper lo que estaba usando para pegarla, al golpearla tan fuerte.

Apiladas al otro lado y llenando aquel estrecho pasillo de detrás de la pantalla, había unas plataformas de madera y lo que parecían accesorios de escenario: goletas de madera, pináculos de iglesias y el arco de lo que parecía una góndola veneciana. Era muy probable que no se hubiera podido mover. Una vez allí dentro, no tenía escapatoria. Si aquel que la perseguía la encontraba, no había duda de que iba a morir. Y la había encontrado.

El asesino le habría dado con la misma puerta al abrirla, y ella se habría acurrucado para proteger el cuerpo con lo único que tenía, sus propios miembros. Sean estiró el cuello y observó de cerca el puño cerrado y el rostro. También estaba cubierto de sangre, y tenía los ojos tan apretados como la muñeca, como si deseara que todo acabara; tenía los párpados cerrados, en un principio por el miedo, pero en ese momento por el rigor mortis.

– ¿Es ella? -le preguntó Whitey Powers.

– ¿Eh?

– ¿Es Katherine Marcus?

– Sí -respondió Sean.

Tenía una pequeña cicatriz curvilínea por debajo del lado derecho de la barbilla, que apenas era perceptible y que se había borrado con el tiempo, pero que todo el mundo percibía cuando veía a Katie por el barrio, ya que el resto de su cuerpo rozaba la perfección; su rostro era una magnífica réplica de la belleza oscura y angulosa de su madre combinada con el atractivo más ajado, los ojos claros y el pelo rubio de su padre.

– ¿Está seguro al cien por cien? -le preguntó el ayudante del médico forense.

– Al noventa y nueve por ciento -le respondió Sean-. Haremos que el padre la identifique en el depósito de cadáveres. Pero sí, es ella.

– ¿Le has visto la nuca?

Whitey se inclinó hacia delante y le levantó el pelo de los hombros con la ayuda de un bolígrafo.

Sean observó la nuca con atención y vio que le faltaba un trocito de la parte baja del cráneo, y que la nuca se había vuelto de un tono oscuro a causa de la sangre.

– ¿Me está intentando decir que le dispararon?

Miró al medico forense.

El tipo asintió y añadió.

– A mí me parece una herida de bala.

Sean se alejó del olor a perfume, a sangre, a cemento mohoso y a madera empapada. Por un instante deseó poder apartarle el puño cerrado de la oreja, como si al hacerlo pudiera conseguir que todos esos morados que veía, y los que estaba seguro que encontraría debajo de la ropa, pudieran evaporarse, y que la lluvia roja se evaporara desde su pelo y su cuerpo, y ella pudiera salir de aquella tumba, un poco aturdida, con los ojos cerrados por el sueño.

A su derecha, oyó un gran alboroto: los gritos al unísono del gentío, el crujido de la gente atravesando el parque, y los perros policía gruñendo y ladrando como locos. Cuando echó un vistazo, vio que Jimmy Marcus y Chuck Savage cruzaban a toda velocidad la arboleda que había en uno de los extremos del barranco, allí donde el parque se teñía de verde y estaba muy cuidado y hacía una ligera pendiente hacia la pantalla en la que las multitudes de verano extendían sus mantas y se sentaban para ver una representación.

Ocho policías uniformados y dos de paisano, como mínimo, se dirigieron hacia Jimmy y Chuck; a Chuck lo atraparon en aquel mismo momento, pero Jimmy era rápido y escurridizo, Se deslizó a través de la arboleda con una serie de giros veloces y aparentemente ilógicos que dejaron perplejos a sus perseguidores, y si no hubiera tropezado al bajar por la pendiente, habría conseguido llegar hasta Krauser y Friel sin que nadie lo detuviera.

Pero tropezó. El pie le resbaló a causa de la hierba mojada y sus ojos se encontraron con los de Sean en el preciso instante en que se daba un panzazo contra el suelo y sacudía la tierra con la mandíbula. Un agente joven, de cabeza cuadrada y cuerpo musculoso, se abalanzó encima de Jimmy como si fuera un trineo, y los dos cayeron unos cuantos metros pendiente abajo. El policía le colocó el brazo derecho tras la espalda y fue a por sus esposas.

Sean se subió al escenario y gritó:

– ¡Eh, eh! ¡Es el padre! ¡Suéltalo!

El poli joven le miró, irritado y cubierto de barro.

– Suéltalos -le ordenó Sean-. ¡A los dos!

Se dio la vuelta hacia la pantalla y fue en aquel momento cuando Jimmy pronunció su nombre, con voz ronca, como si los gritos de su cabeza hubieran encontrado las cuerdas vocales y las hubieran liberado:

– Sean

Sean se detuvo y se percató de que Friel le miraba.

– ¡Mírame, Sean!

Sean se dio la vuelta y vio a Jimmy arqueándose bajo el peso del poli joven, con una mancha oscura de tierra en la barbilla y briznas de hierba colgando de ella.

– ¿La has encontrado? ¿Es ella? -gritó Jimmy-. ¿Lo es?

Sean permaneció inmóvil, con los ojos clavados en los de Jimmy, sin apartarlos hasta que la nerviosa mirada de Jimmy vio lo que Sean había visto, hasta que se dio cuenta de que todo había acabado, que sus peores temores se habían cumplido.

Jimmy empezó a gritar y le salían de la boca borbotones de esputo. Otro policía bajó por la pendiente para ayudar al que sostenía a Jimmy, y Sean se alejó. El grito de Jimmy, profundo y gutural, rasgó el aire; no era ni agudo ni estridente, era como si un animal se percatara de su dolor por primera vez. Sean había oído los lamentos de los padres de las víctimas durante muchos años. Siempre tenían un aire de queja, una súplica para que Dios o la razón les contestara y les asegurara que todo había sido un sueño. Pero el grito de Jimmy no tenía nada de eso, sólo amor y rabia, a partes iguales, que asustaba a los pájaros de los árboles y que resonaba por todo el canal.

Sean regresó a la escena del crimen y se quedó mirando a Katie Marcus. Connolly, el agente más nuevo de la unidad, se acercó a él, y los dos contemplaron el cuerpo durante un rato sin pronunciar palabra; el grito de Jimmy Marcus se volvió más ronco y desgarrado, como si se tragase fragmentos de cristal cada vez que respiraba.

Sean observó a Katie, con el puño apretado a un lado de la cabeza y empapada de lluvia roja, el cuerpo y los puntales de madera que le habían impedido llegar hasta el otro lado.

A su derecha, a lo lejos, Jimmy seguía gritando mientras le arrastraban pendiente arriba, y un helicóptero cortaba el aire por encima del barranco a medida que lo sobrevolaba; el motor hizo un zumbido cuando dio la vuelta para acercarse a la orilla, y Sean se imaginó que debía de pertenecer a alguna cadena de televisión. No hacía tanto ruido como los helicópteros de la policía.

– ¿Había presenciado algo así con anterioridad? -le preguntó Connolly.

Sean se encogió de hombros. En realidad no importaba tanto. Llegaba un momento que uno ya dejaba de comparar.

– Quiero decir, esto es… -farfulló Connolly, intentando encontrar las palabras- esto es un tipo de… -apartó la mirada del cuerpo y se quedó mirando los árboles, con un aire de inocente inutilidad, como si estuviera a punto de hablar de nuevo.

Después cerró la boca, y al cabo de un rato cesó en el intento de dar con la palabra adecuada.

12. TUS COLORES

Sean y su jefe, el lugarteniente Martin Friel, se apoyaron en el escenario bajo la pantalla del autocine y observaron cómo Whitey Powers daba instrucciones al conductor de la furgoneta del juez de primera instancia, a medida que reculaba por la pendiente que conducía a la entrada en la que habían encontrado el cuerpo de Katie Marcus. Whitey caminaba hacia atrás, con las manos en alto, y las dirigía a derecha e izquierda de vez en cuando; su voz rasgaba el aire con resueltos silbidos que surgían a través de sus dientes inferiores como gañidos de cachorro. Los ojos iban con precipitación de la cinta que rodeaba la escena del crimen a los neumáticos de la furgoneta y a la mirada nerviosa del conductor que veía por el retrovisor, como si estuviera haciendo pruebas para una empresa de transportes y quisiera asegurarse de que los gruesos neumáticos no se desviaran ni un solo milímetro de donde él quería que fueran.

– Un poco más. Mantén el volante recto. Un poco más. Un poco más. Eso es.

Cuando la furgoneta estuvo en el lugar que él quería, se hizo a un lado, abrió la puerta trasera de golpe y exclamó:

– ¡Lo has hecho muy bien!

Whitey abrió las puertas traseras, de tal manera que nadie pudiera ver lo que ocurría detrás de la pantalla, Sean pensó que a él nunca se le habría ocurrido usar las puertas para ocultar el lugar en que Katie Marcus había muerto, pero recordó que Whitey tenía mucha más experiencia que el por lo que se refería a crímenes; Whitey ya era un veterano en la época en que Sean aún intentaba meter mano a las chicas en los bailes del instituto y no reventarse los granos.

Cuando Whitey llamó a los dos ayudantes del fiscal, éstos ya estaban abandonando sus asientos.

– Así no va a ir bien, chicos. Tendréis que salir por la puerta de atrás.

Cerraron las puertas de delante y desaparecieron en la parte trasera de la furgoneta para coger el cadáver, lo que hizo sentir a Sean que aquella fase llegaba a su fin y que a partir de entonces sería él el que se tendría que ocupar del caso. Los demás policías, los equipos técnicos y los periodistas que sobrevolaban con sus helicópteros el lugar del crimen, o más allá de las cintas protectoras que rodeaban el parque, pasarían a otra cosa, mientras que él y Whitey tendrían que cargar solos con lo que implicaba la muerte de Katie Marcus: redactar informes, preparar los documentos de las causas de defunción e investigar su muerte hasta mucho después de que toda la gente que rondaba por allí se hubiera empezado a ocupar de otros asuntos, como accidentes de tráfico, robos o suicidios en habitaciones con el aire viciado y los ceniceros repletos de colillas.

Martin Friel se subió al escenario y se sentó allí, con sus diminutas piernas balanceándose sobre el suelo. Había ido hasta allí directamente desde el Club de Golf George Wright y su piel, por debajo del polo azul y de sus pantalones caquis, desprendía cierto olor a loción solar. Golpeaba el escenario con los talones y Sean notó un deje de irritación moral en él.

– Ya ha trabajado alguna vez con el sargento Powers, ¿verdad?

– Sí -contestó Sean.

– ¿Algún problema?

– No -Sean observó que Whitey se llevaba a un policía uniformado aparte y que le señalaba la hilera de árboles de detrás de la pantalla del autocine-, El año pasado trabajamos juntos en el caso del homicidio de Elizabeth Pitek.

– ¿La mujer con la orden de restricción? preguntó Friel- ¿El ex marido comentó algo sobre el dinero?

– Si nos dijo: «Que el dinero gobierne su vida no quiere decir que tenga que gobernar la mía»_

– Consiguió veinte, ¿no es así?

– Sí, veinte bien buenos.

Sean deseó haber conseguido a alguien que le defendiera mejor. El niño, que había sido adoptado, se estaría preguntando qué había sucedido y a quién demonios pertenecería a partir de entonces.

El agente se alejó de Whitey, escogió a unos cuantos policías y se dirigieron hacia la arboleda.

– He oído decir que bebe -comentó Friel, subiendo una pierna encima del escenario y apoyando la rodilla en el pecho.

– Yo nunca le he visto borracho, señor -remarcó Sean, empezando a preguntarse quién estaba a prueba, Whitey o él.

Vio cómo Whitey se agachaba y examinaba un matojo de hierba que había junto a la rueda trasera de la furgoneta y cómo se subía la vuelta de los pantalones de chándal, como si llevara un traje de Brooks Brothers.

– Su compañero está de baja porque ha alegado, ya ve, incapacidad temporal; he oído decir que para recuperarse de la lesión en la columna vertebral está en Florida, montando en motos de agua y navegando -Friel se encogió de hombros-. Powers solicitó trabajar con usted cuando regresara. Ahora ya está de vuelta. ¿Va a haber más incidentes del estilo de este último?

Sean ya se había esperado que tendría que comerse algún reproche, especialmente de Friel, así que con un tono de voz de arrepentimiento, respondió:

– No, señor, tan sólo me falló el juicio por un momento.

– Varios momentos -apuntó Friel.

– Lo que usted diga, señor.

– Su vida privada es un desastre, agente; ahí está el problema. No permita que vuelva a afectar a su trabajo.

Sean miró a Friel, y sus ojos tenían un brillo cargado de electrodos que ya había visto con anterioridad, un brillo que indicaba que nadie estaba en posición de llevarle la contraria.

Sean asintió de nuevo y no replicó.

Friel le sonrió con frialdad y dirigió la mirada hacia un helicóptero perteneciente a algún periódico que giraba por encima de la pantalla, volando más bajo de lo que habían acordado. Por la expresión de su rostro, se diría que Friel iba a pegarle una dura reprimenda a alguien antes de que se pusiera el sol.

– Conoce a los familiares, ¿no es así? -le preguntó Friel, sin apartar los ojos del helicóptero. Se crió aquí.

– Me crié en la colina.

– Pues eso es, aquí.

– Estamos en las marismas. No es lo mismo, señor.

Friel hizo un movimiento con la mano indicando que no tenía ninguna importancia y prosiguió:

– Creció aquí. Fue uno de los primeros en llegar y, además, conoce a esta gente. ¿Me equivoco?

– ¿En qué?

– En su habilidad para poder llevar el caso -le dedicó su sonrisa de entrenador de verano de softball1 -. Además, es uno de los chicos más listos que tengo y ya ha cumplido con su condena. ¿Está dispuesto a trabajar en serio?

1 Variedad de beisbol que se juega sobre un terreno más pequeño que el normal

Con pelota grande y blanda. (N.T.)

– Sí, señor -respondió Sean-, No le quepa ninguna duda, señor. Lo que sea con tal de conservar mi puesto de trabajo, señor.

Se volvieron hacia la furgoneta en el momento en que dentro de ésta algo caía al suelo y producía un ruido seco; el chasis se hundió sobre las ruedas y luego rebotó de nuevo hacia arriba.

– ¿Se ha dado cuenta de que siempre se les caen? -comentó Friel. Pasaba muy a menudo. Katie Marcus, encerrada en una bolsa de plástico oscura y calurosa, con la cremallera cerrada hasta arriba. Arrojada en aquella furgoneta, con el pelo enmarañado dentro de la bolsa, con los órganos cada vez más blandos,

– Agente -dijo Friel-, como ya se puede imaginar me apena mucho que niños negros de diez años acaben muriendo a causa de los disparos de las malditas bandas callejeras. ¿Sabe qué me disgusta aún más?

Sean sabía la respuesta, pero no pronunció palabra.

– Que asesinen a chicas blancas de diecinueve años en mis parques, En esas circunstancias la gente no suele exclamar, «¡los caprichos de la economía!». La tragedia no les provoca un sentimiento de tristeza, sino que se cabrean y desean que alguien pague por ello. -Friel le propinó un codazo a Sean-. Entiende lo que le quiero decir, ¿verdad?

– Sí, claro.

– Eso es lo que quieren, porque ellos son nosotros y eso es lo que deseamos todos.

Friel asió a Sean del hombro para que le mirara a los ojos.

– Sí, señor -respondió Sean, porque Friel tenía ese extraño brillo en los ojos que indicaba que creía en lo que decía con el mismo convencimiento que la gente que hablaba de Dios, de la bolsa, o de Internet como-aldea-global.

Friel había vuelto a nacer, aunque Sean no acababa de estar muy seguro de lo que eso significaba, pero Friel había encontrado algo satisfactorio en su trabajo que Sean era incapaz de reconocer, algo que le procuraba consuelo, incluso fe, o la certeza de que había algo más allá. Muchas veces, a decir verdad, Sean pensaba que su jefe era idiota, siempre soltando perogrulladas sobre la vida y la muerte, y explicando, si alguien se molestaba en escucharle, cómo conseguiría que todo fuera bien, cómo curaría el cáncer y cómo podrían convertirse en un único corazón colectivo.

Otras veces, sin embargo, Friel le recordaba a su padre, construyendo jaulas para pájaros en un sótano en el que ningún pájaro llegó a volar jamás, y la sensación de recordarle le encantaba.

Martin Friel había sido detective jefe del Departamento de Homicidios del Distrito Seis durante el mandato de dos presidentes distintos; que Sean supiera, nadie le había llamado nunca «Marty» o «colega» o «viejo». Si uno le viera por la calle, con toda probabilidad pensaría que trabajaba como contable o como tasador de reclamaciones para una compañía de seguros, o algo similar. Tenía una voz suave que hacía juego con un rostro dulce, y del pelo sólo le quedaba un mechón castaño en forma de herradura. Era un tipo menudo, teniendo en cuenta, además, que se había abierto camino entre oficiales de alta graduación; uno podría perderle de vista con facilidad entre una multitud, ya que 110 había ningún rasgo característico en su manera de andar. Amaba a su esposa y a sus dos hijos, siempre se olvidaba el resguardo del aparcamiento en el anorak durante los meses de invierno, participaba de forma activa en su iglesia, y era conservador fiscal y socialmente.

Sin embargo, aquella voz suave y el rostro anodino no mostraban ningún indicio de su mente: una mezcla ciega e incondicional del hombre práctico y del moralista. Si alguien perpetraba un delito punible con la pena de muerte en su jurisdicción, porque era suya, y que se jodiera quien no lo entendiera así, se lo tomaba como algo personal.

– Quiero que sea agudo e inquieto- le había dicho a Sean el primer día que éste empezó a trabajar en el Departamento de Homicidios-. Tampoco quiero que se muestre demasiado desaforado, porque el desafuero es una emoción y uno nunca tiene que mostrar sus emociones. Quiero que casi siempre parezca enfadado: enfadado porque las sillas son demasiado duras y porque casi todos sus amigos de la universidad tienen Audis. Quiero que esté enfadado a causa de todos esos pervertidos, que son tan estúpidos que se creen que pueden perpetrar sus atrocidades en nuestra jurisdicción. Lo bastante furioso, Devine, para que no se le escape ni un solo detalle de los casos y para que no echen a los ayudantes del fiscal del distrito del tribunal por decisiones judiciales confusas y por falta de causa. Lo bastante furioso como para no dejar ningún cabo suelto en los casos y para meter a esos cabronazos en celdas asquerosas para el resto de sus igualmente asquerosas vidas,»

En la comisaría lo llamaban «el discurso de Friel»; lo recitaba al pie de la letra a todos los agentes nuevos que llegaban a la unidad en su primer día de trabajo, Como casi todas las cosas que Friel decía, uno nunca sabía hasta qué punto se lo creía o era tan sólo pura palabrería para hacer cumplir la ley. Sin embargo, a uno no le quedaba más remedio que creérselo.

Sean llevaba dos años en el Departamento de Homicidios, y durante ese período de tiempo, era la persona de la brigada de Whitey Powers que había solicitado más permisos, y eso hacía que Friel aún tuviera sus dudas sobre él. En ese momento le miraba sopesando si sería capaz de encargarse del caso: habían asesinado a una chica en su parque.

Whitey Powers se les acercó poco a poco, ojeando la libreta de informes e, inclinando la cabeza, dijo:

– Teniente.

– Sargento Powers -respondió Friel-. ¿Qué han averiguado?

– Los indicios preliminares señalan que la muerte se produjo entre las dos y cuarto y las dos y media de la madrugada. No hay signos de agresión sexual. La causa de la muerte fue, con toda probabilidad, el impacto de bala que recibió en la nuca, aunque no descartamos la posibilidad de que fuera provocada por un traumatismo provocado por los golpes que recibió, Estamos casi seguros de que la persona que le disparó era diestra. Encontramos la bala incrustada en una plataforma de madera a la izquierda del cuerpo de la víctima. Parece una bala de una Smith del calibre 38, pero lo sabremos con seguridad cuando los de Balística le hayan echado un vistazo. En este momento los hombres rana están examinando el canal en busca de armas. Tenemos la esperanza de que el autor del crimen haya lanzado allí la pistola, o como mínimo lo que utilizó para golpearla, que debió de ser algún tipo de bate o un palo.

– Un palo -repitió Friel.

– Dos agentes del Departamento de Policía de Boston que iban casa por casa interrogando a la gente de la calle Sydney, hablaron con una mujer que les aseguró que oyó que un coche chocaba contra algo y se quedaba atascado sobre las dos menos cuarto de la mañana, unos treinta minutos antes de la hora de la muerte.

– ¿Tenemos algún tipo de pruebas físicas? -preguntó Friel.

– Bien, la lluvia nos ha jugado una mala pasada, señor. Hemos detectado algunas huellas dactilares muy poco claras que podrían ser del autor, pero, sin lugar a dudas, un par de ellas son de la víctima. También hemos encontrado unas veinticinco huellas ocultas en la puerta que hay detrás de la pantalla. Una vez más, podrían ser de la víctima, del asesino, o de veinticinco personas diferentes que no tienen nada que ver con todo esto y que van hasta allí por la noche para tomar un trago o para descansar después de correr por el parque. También hemos recogido muestras de sangre de la puerta y del interior, pero no tenemos la seguridad de que sea del autor. No cabe duda de que casi toda es de la víctima. También hemos encontrado unas cuantas huellas inconfundibles en la puerta del coche de la víctima. Y de momento ésas son todas las pruebas físicas que tenemos.

Friel asintió con la cabeza y preguntó:

– ¿Hay alguna cosa en especial que debería contar al fiscal del distrito cuando me llame de aquí a diez o veinte minutos?

Powers se encogió de hombros y respondió:

– Dígale que la lluvia me ha fastidiado la escena del crimen, señor, y que estamos haciendo todo lo que podemos.

Friel ocultó un bostezo con la palma de la mano y le dijo:

– ¿Hay algo más que debería saber?

Whitey miró atrás por encima del hombro y observó el sendero que conducía a la puerta de detrás de la pantalla, el último lugar que habían pisado los pies de Katie Marcus.

– Me molesta no haber encontrado huellas.

– Acaba de decir que la lluvia…

Whitey hizo un gesto de asentimiento y añadió:

– Sí, pero ella sí dejó un par de pisadas. Estoy prácticamente convencido de que eran suyas, ya que los talones se le hundían en algunos lugares, mientras que en otros se ve que se le había torcido el tobillo. Encontramos tres, tal vez cuatro de ésas, y estoy casi seguro de que son de Katherine Marcus, pero del asesino… nada.

– La lluvia -remarcó Sean-, una vez más.

– Le aseguro que explica por qué sólo encontramos tres pisadas de ella, pero, ¿que no hayamos encontrado ni una de ese tipo? -Whitey miró a Sean, después a Friel, y se encogió de hombros-. Sea lo que sea, me cabrea muchísimo.

Friel bajó del escenario, se sacudió el polvo de las manos, y concluyó:

– Bien, chicos. Tienen seis detectives a su disposición. En el laboratorio han dado máxima prioridad a este caso y de momento dejarán los otros casos de lado. Pueden disponer de todos los agentes que necesiten para hacer el trabajo rutinario. Así pues, sargento, cuénteme como piensa usar todos estos recursos que tan prudentemente le hemos asignado.

– Supongo que lo primero que haremos es hablar con el padre de la víctima e intentar averiguar lo que sabe sobre ayer por la noche: con quién estaba Katie o si ésta tenía enemigos. Después hablaremos con toda esa gente y volveremos a entrevistar a la mujer que aseguró oír como el coche se quedaba atascado en la calle Sydney. También vamos a interrogar a todos esos alcohólicos que se llevaron del parque y de los alrededores de la calle Sydney, con la esperanza de que el equipo de apoyo técnico nos suministre huellas reales o fibras capilares con las que poder empezar a trabajar. Tal vez encontremos trozos de piel debajo de las uñas de la chica. O quizá las huellas del asesino estén en esa puerta. O a lo mejor fue su novio y discutieron. -Whitey volvió a encoger los hombros del modo que solía hacer y le dio una patada al suelo. Diría que eso es todo.

Friel se quedó mirando a Sean.

– Cogeremos a ese tipo señor.

Daba la impresión de que Friel esperaba algo mejor, pero asintió una vez y le dio una palmadita a Sean en el hombro antes de alejarse del escenario y de dirigirse hacia las filas de asientos, en las que el teniente Krauser del Departamento de Policía de Boston, hablaba con su jefe, el capitán Gillis, del Distrito 6, Todo el mundo dirigía a Sean y a Whitey unas penetrantes miradas que decían: «No metáis la pata».

– ¡Cogeremos a ese tipo! -exclamó Whitey-. ¿Es la única frase que se te ocurre después de haber ido cuatro años a la universidad?

Sus miradas se cruzaron durante un momento y Friel le hizo un gesto de asentimiento que esperaba que rezumara competencia y confianza.

– Está en el manual-dijo a Whitey-, justo después de «acabaremos con ese cabrón» y antes de «alabemos a Dios». ¿No lo has leído?

Whitey negó con la cabeza y añadió:

– Ese día estaba enfermo.

Se dieron la vuelta en el instante en que el ayudante del juez de primera instancia cerraba las puertas traseras de la furgoneta y se dirigía hacia el asiento del conductor.

– ¿Tiene alguna teoría? -le preguntó Sean.

– Hace diez años -respondió Whitey- ya habría explicado todas mis teorías a la brigada. Sin embargo, ahora… ¡Mierda! Cada vez que se perpetra un crimen, las cosas son mucho menos predecibles. ¿Qué opina?

– Tal vez haya sido obra de un novio celoso, pero sólo lo digo por citar las instrucciones del manual.

– ¿Y le golpeó con un bate? Diría que al novio le convendría tener un manual para resolver los problemas de falta de autocontrol.

– Siempre lo tienen.

El ayudante del juez de primera instancia abrió la puerta del conductor, se quedó mirando a Whitey y a Sean, y les dijo:

– Me han dicho que alguien nos tiene que conducir hasta fuera,

– ¡Eso nos toca a nosotros! -exclamó Whitey-. Pase delante una vez hayamos salido del parque, pero, cuidado, llevamos a los parientes más próximos, así que haga el favor de no dejarla en medio del pasillo cuando llegue al centro de la ciudad. ¿Entendido?

El tipo hizo un gesto de asentimiento y se subió a la furgoneta, Whitey y Sean se montaron en un coche patrulla y Whitey colocó el coche delante de la furgoneta. Empezaron a bajar la pendiente entre cintas policiales de color amarillo, y Sean se percató de que el sol empezaba a iniciar su descenso a través de los árboles, revistiendo el parque de un color de orín dorado, y recubriendo las copas de los árboles de un tono rojizo brillante. Sean pensó que si estuviera muerto ésa sería una de las cosas que más echaría de menos; los colores y el hecho de que pudieran surgir de la nada y causar sorpresa, a pesar de que también provocaban que uno se sintiera un poco triste, pequeño, como si no perteneciera a ese mundo.

La primera noche que Jimmy estuvo en la prisión de Deer Island, se la pasó toda la noche sentado, desde las nueve hasta las seis, preguntándose si su compañero de celda querría ir a por él.

El tipo, llamado Woodrell Daniels, era un motorista de New Hampshire que una noche había entrado en el estado de Massachusetts para traficar con metanfetamina; se había detenido en varios bares a tomarse unos vasos de whisky antes de ir a dormir y había acabado dejando ciego a un tipo con un palo de billar. Woodrell Daniels era un gran trozo de carne recubierto de tatuajes y de cicatrices de navaja, y, con los ojos puestos en Jimmy, soltó una risa entre susurros que le atravesó el corazón como si fuera un tramo de tubería.

– Ya te veré más tarde -le dijo Woodrell cuando apagaron las luces-. Te veré más tarde -repitió, y soltó otra de sus risas susurrantes.

Así pues, Jimmy permaneció despierto toda la noche, atento a cualquier crujido repentino en la litera que había encima de él, a sabiendas de que tendría que lanzarse al cuello de Woodrell si llegaba el caso, y preguntándose si sería capaz de asestarle un buen puñetazo sorteando los enormes brazos que tenía. «Golpéale en el cuello -se decía a sí mismo-. Golpéale en el cuello, golpéale en el cuello, golpéale en el cuello… ¡Dios mío, ahí viene!»

Pero sólo era Woodrell dándose la vuelta mientras dormía, haciendo chirriar los muelles; el peso de su cuerpo hacía sobresalir el colchón hacia abajo, por encima de Jimmy, de tal manera que parecía la tripa de un elefante.

Esa noche Jimmy oyó todos los sonidos de la prisión como si fuera una criatura viviente, un motor en marcha. Oyó cómo las ratas luchaban, masticaban y chirriaban con una desesperación perturbada y estridente. Oyó susurros, lamentos, y los oscilantes chirridos de los muelles de los colchones, arriba y abajo, arriba y abajo. El agua goteaba, algunos hombres hablaban en sueños, y los zapatos de un guarda resonaban en un pasillo lejano. A las cuatro, oyó un grito, solo uno, que se apagó con tanta rapidez que duró más el eco y el recuerdo que el grito en sí, y Jimmy, en aquel momento consideró la posibilidad de coger su almohada de detrás de la cabeza, subir a la litera de Woodrell Daniels y ahogarle, Sin embargo, tenía las manos demasiado húmedas y pegajosas y, además, cómo iba él a saber si Woodrell estaba durmiendo de verdad o tan sólo lo simulaba y quizá Jimmy no tuviera suficiente fuerza física para sujetar la almohada en el lugar adecuado mientras los robustos brazos de aquel hombre enorme se agitaban alrededor de su cabeza, le arañaban la cara, le arrancaban trozos de piel de las muñecas y le hacían pedazos el cartílago del oído con puños de acero.

La última hora fue la peor. Una luz grisácea apareció a través de las gruesas y altas ventanas, y llenó el lugar de un frío metálico. Jimmy oyó que algunos hombres se despertaban y andaban con sigilo en sus celdas. Oyó toses roncas y ásperas. Tuvo la sensación de que la máquina estaba calentando motores, fría e impaciente por devorar, a sabiendas de que moriría sin violencia, sin el sabor a carne humana.

Woodrell bajó de la litera de un salto; el movimiento fue tan repentino que Jimmy ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar. Cerró los ojos todo lo que pudo, intensificó el ritmo de su respiración y esperó a que Woodrell se acercara lo suficiente para poder darle un golpe en el cuello.

Sin embargo, Woodrell Daniels ni siquiera le miró. Cogió un libro de la estantería de encima del fregadero, lo abrió mientras se ponía de rodillas y empezó a rezar.

Rezó y leyó pasajes de las cartas de Pablo y siguió rezando, y de vez en cuando aquella risa susurrante se le escapaba de la boca, pero sin IIegar a interrumpir el torrente de palabras, hasta que Jimmy se dio cuenta de que era una especie de emanación incontrolable, parecida a Ios suspiros que la madre de Jimmy soltaba cuando él era más joven. Con toda probabilidad Woodrell no se daba cuenta de que emitía los sonidos.

Cuando Woodrell se dio la vuelta y le preguntó si alguna vez había considerado la posibilidad de aceptar a Cristo como su salvador personal, Jimmy supo que la noche más larga de su vida había llegado a su fin. El rostro de Woodrell emanaba la típica luz de los condenados en busca de la salvación, y era un resplandor tan evidente que Jimmy no comprendía cómo había podido pasarlo por alto nada más conocer al hombre.

Jimmy no podía creer la buena suerte que había tenido; había acabado en la guarida del león, pero era un león cristiano, y Jimmy aceptaría a Jesús, a Bob Hope, a Doris Day o a quienquiera que Woodrell adorara con su mente de devoto fervoroso, siempre que aquello significara que ese individuo extraño y musculoso no saliera de la cama en medio de la noche y se sentara junto a Jimmy durante las comidas.

– Una vez perdí el rumbo -le explicó Woodrell Daniels a Jimmy-Pero, ahora, gracias a Dios, he encontrado el camino.

¡Cuánta razón tienes, Woodrell!, estuvo a punto de decir en voz alta. Hasta ese día, Jimmy consideraba la primera noche en Deer Island como punto de referencia para juzgar su grado de paciencia. Se decía a sí mismo que podría seguir allí todo el tiempo que fuera necesario, un día o dos, para obtener lo que deseaba, porque no había nada que pudiera igualar esa primera noche tan larga en la que la maquinaria viviente de una prisión retumbaba y jadeaba a su alrededor, mientras las ratas chillaban, los muelles de los colchones rechinaban, y los gritos morían tan pronto como nacían.

Hasta aquel día.


Jimmy y Annabeth esperaban de pie junto a la entrada de la calle Roseclair del Pen Park. Se encontraban dentro del primer parapeto que los federales habían erigido en la carretera de acceso, pero fuera del segundo. Les ofrecieron tazas de café y sillas plegables para sentarse, y los agentes les trataron con amabilidad. Pero aun así, tuvieron que esperar, y cada vez que pedían información, los rostros de los agentes se volvían pétreos y tristes; se disculpaban y les aseguraban que no sabían nada más de lo que sabía la gente que estaba en los alrededores.

Kevin Savage se había llevado a Nadine y a Sara a casa, pero Annabeth se había quedado allí. Estaba sentada junto a Jimmy con el vestido color lavanda que había llevado en la ceremonia de Primera Comunión de Nadine, un acontecimiento que parecía haber sucedido semanas antes, y estaba tensa y en silencio desde la desesperación de su esperanza. Esperanza de que lo visto por Jimmy en el rostro de Sean Devine fuera una mala interpretación. Esperanza de que el coche abandonado de Katíe y de que el hecho de que no hubiera aparecido en todo el día no tuviera nada que ver con la presencia policial en Pen Park. Esperanza de que lo que ella tenía por cierto fuera, de algún modo, una mentira.

– ¿Te traigo otro café? – le preguntó Jimmy.

No, estoy bien- le dedicó una sonrisa fría y distante.

– ¿Estás segura?

– Sí.

Jimmy sabía que hasta que no viera el cuerpo, no la consideraría muerta. Así era como había racionalizado su propia esperanza en las horas que habían pasado desde que Chuck Savage y él fueran obligados a abandonar el lugar del crimen. Tal vez fuera una chica que se le pareciera. O existía la posibilidad de que estuviera en coma. O quizá estuviera atrapada en el espacio que había detrás de la pantalla y no pudieran sacarla de allí. Sufría, tal vez sufría mucho, pero estaba viva. Esa era la esperanza, tan fina como el pelo de un bebé, que albergaba, ante la falta de una confirmación absoluta.

Y aunque sabía que era una tontería, había algo en Jimmy que le obligaba a aferrarse a esa esperanza.

– Lo que quiero decir es que nadie te ha comunicado nada en realidad -le había dicho Annabeth al principio de su vigilia fuera del parque-, ¿de acuerdo?

Nadie les había dicho nada. Jimmy le acarició la mano, sabiendo que el mero hecho de que les hubieran permitido pasar aquellas barreras policiales era toda la confirmación que necesitaban.

Con todo, ese microbio de esperanza se negaba a morir hasta que no hubiera un cuerpo al que mirar y decir: «Sí, es ella. Es Katie. Es mi hija».

Jimmy observó a los polis que se encontraban junto al arco de hierro forjado que cubría la entrada del parque. El arco era lo único que quedaba de la cárcel que había existido en esos terrenos antes de que fuera un parque, antes del autocine, y antes de que todos los que estaban allí en aquel momento hubieran nacido. La ciudad se había extendido alrededor de la cárcel, en vez de hacerlo al revés. Los carceleros se habían instalado en la colina, mientras que las familias de los convictos se habían establecido en la zona de las marismas. La incorporación a la ciudad empezó a producirse cuando los carceleros se hicieron mayores y empezaron a ocupar cargos.

Sonó el transmisor del agente que estaba más cerca del arco y el policía se lo llevó a los labios.

Annabeth apretó la mano a Jimmy con tanta fuerza que los huesos de la mano le crujieron.

– Aquí Powers. Vamos a salir.

– De acuerdo.

¿El señor y la señora Marcus están ahí afuera?

– Afirmativo -respondió el agente mirando a Jimmy y dejando caer los ojos.

– Muy bien. Salimos.

– ¡Dios mío, Jimmy! ¡Dios mío! -exclamó Annabeth.

Jimmy oyó el chirrido de neumáticos y vio cómo varios coches y furgonetas pasaban por delante de la barrera de Roseclair. Las furgonetas llevaban antenas parabólicas en el techo, y Jimmy se percató de que un grupo de periodistas y de cámaras se lanzaba a la calle de un salto, zarandeándose, levantando las cámaras y desenrollando cables de micrófono.

– ¡Sáquenlos de aquí! -gritó el policía que estaba junto al arco-. ¡Ahora mismo! ¡Háganles salir!

Los agentes de la primera valla se encontraron con los periodistas, y entonces empezó el griterío.

– Aquí Dugay. ¿Sargento Powers? -dijo por el transmisor el agente que se encontraba junto al arco.

– Aquí Powers.

– La prensa está obstruyendo el paso aquí afuera.

– Dispérselos.

– Eso es lo que estamos haciendo, sargento.

En la carretera de acceso unos veinte metros más arriba del arco, Jimmy vio que un coche patrulla de los estatales giraba una curva y se detenía de repente. Podía ver un tipo al volante, con el transmisor junto a los labios, y Sean Devine a su lado. El parachoques de otro vehículo se detuvo detrás del coche patrulla y Jimmy notó que se le secaba la boca.

– ¡Haga que se vayan, Dugay! ¡Aparte a esos canallas de ahí!

No me importa si tiene que librarse de esos bufones de mierda a tiros.

– Sí, señor.

Dugay, y otros tres agentes más, pasaron a toda velocidad por delante de Jimmy y Annabeth. Dugay, con el dedo alzado, gritaba:

– ¡Están violando la escena del crimen! ¡Hagan el favor de volver a sus vehículos de inmediato! ¡No tienen autorización para entrar en esta zona! ¡Vuelvan a sus vehículos ahora mismo!

– ¡Mierda!- exclamó Annabeth.

Jimmy sintió la ventolera del helicóptero incluso antes de oírlo. Alzó los ojos para ver como sobrevolaba la zona, y después volvió a mirar al coche patrulla que se había detenido en la carretera. Vio cómo el conductor gritaba por el transmisor y después oyó las sirenas, formando una gran cacofonía, y de repente empezaron a moverse a toda prisa coches patrulla color azul marino y plata desde todos los extremos de Roseclair; los periodistas se dirigieron con rapidez a sus vehículos, y el helicóptero hizo un giro brusco y se dirigió de nuevo hacia el parque.

– ¡Jimmy! -exclamó Annabeth con el tono de voz más triste que

Jimmy jamás hubiera oído salir de su boca-. ¡Jimmy, por favor! ¡Por favor!

– Por favor, ¿qué, cariño? -Jimmy la sostenía-. ¿Qué?

– ¡Oh, Jimmy, por favor! ¡No, no!

Era todo aquel ruido: las sirenas, los neumáticos chirriantes, las voces estridentes y las ensordecedoras paletas de rotor. Ese ruido era Katie, muerta, gritándoles al oído, y Annabeth se desplomó al oírlo entre los brazos de Jimmy.

Dugay volvió a pasar por delante de ellos a toda prisa y quitó los caballetes de debajo del arco; antes de que Jimmy se diera cuenta de que se había movido, el coche patrulla se había detenido de repente junto a él, y una furgoneta blanca, adelantándole por la derecha, salió disparada hacia la calle Roseclair y luego giró a la izquierda. Jimmy alcanzó a ver las palabras JUEZ DE PRIMERA INSTANCIA DEL CONDADO DE SUFFOLK a un lado de la furgoneta, y sintió que todas las articulaciones de su cuerpo, tobillos, hombros, rodillas y caderas, se volvían quebradizas, y se derretían.

– Jimmy.

Jimmy bajó los ojos y vio a Sean Devine; éste le miraba fijamente a través de la ventana abierta de la puerta de la derecha.

– ¡Venga, Jimmy! ¡Sube, por favor!

Sean salió del coche y abrió la puerta trasera en el instante en que el helicóptero regresaba, volando un poco más alto, pero cortando aún el aire lo bastante cerca para que Jimmy lo sintiera en sus cabellos.

– ¿Señora Marcus? -dijo Sean-. Venga, Jimmy, sube al coche.

– ¿Está muerta? -preguntó Annabeth.

Esas palabras se metieron dentro de Jimmy y se volvieron ácidas.

– Por favor, señora Marcus. ¿Sería tan amable de subir al coche?

En la calle Roseclair, falange de coches patrulla se había alineado en doble fila para hacerles de escolta, y las sirenas sonaban con estrépito.

– ¿Mi hija está…? -vociferó Annabeth para que la pudieran oír. Jimmy le hizo callar porque era incapaz de volver a oír aquella palabra de nuevo. Tiró de ella en medio de todo el ruido y subieron a la parte trasera del coche. Sean cerró la puerta y subió a la parte delantera, mientras que el policía que estaba al volante pisó el acelerador y conectó la sirena al mismo tiempo. Salieron a gran velocidad de la carretera de acceso, se unieron a los coches escolta, y todos juntos llegaron a la calle Roseclair, un ejército de vehículos de motores estridentes y de retumbantes sirenas que gritaban al viento rumbo a la autopista sin dejar de aullar.


Yacía en una mesa de metal.

Tenía los ojos cerrados y le faltaba un zapato.

El color de la piel era entre negro y morado, una tonalidad que Jimmy nunca había visto antes.

Percibía su perfume; tan sólo un rastro entre el olor a formaldehido que impregnaba aquella sala fría.

Sean le puso la mano en la espalda y Jimmy habló, sin sentir apenas las palabras, convencido de que en ese momento estaba tan muerto como el cuerpo que tenía delante.

– Sí, es ella -afirmó.

– Es Katie.

– Es mi hija.

13. LUCES

– Arriba hay una cafetería -dijo Sean a Jimmy-. ¿Por qué no vamos a tomar un café?

Jimmy permanecía de pie junto al cuerpo de su hija. Una sábana lo cubría de nuevo, y Jimmy levantó la esquina superior de la sábana y contempló el rostro de su hija como si la observara desde la parte superior de un pozo y deseara zambullirse tras ella.

– ¿Hay una cafetería en el depósito de cadáveres?

– Sí, es un edificio muy grande.

– Me parece extraño -comentó Jimmy, con un tono de voz carente de color-. ¿Crees que cuando los patólogos entran allí, todo el mundo va a sentarse al otro lado de la sala?

Sean se preguntó si Jimmy estaría en las fases iníciales de una conmoción y le respondió:

– No lo sé, Jim.

– Señor Marcus -dijo Whitey-, teníamos la esperanza de poder hacerle algunas preguntas. Ya sé que es un momento muy duro, pero…

Jimmy volvió a cubrir el rostro de su hija con la sábana, y a pesar de que movió los labios, de su boca no salió ningún sonido. Miró a Whitey como si le sorprendiera verlo en la sala, con el bolígrafo sobre su libreta de notas. Volvió la cabeza y miró a Sean.

– ¿Te has parado a pensar alguna vez cómo una decisión sin importancia puede cambiar totalmente el rumbo de tu vida? -le preguntó Jimmy.

Sean sosteniéndole la mirada, inquirió:

– ¿En qué sentido?

El rostro de Jimmy estaba pálido e inexpresivo, con los ojos vueltos hacia arriba como si intentara recordar dónde había dejado las llaves del coche.

– Una vez me contaron que la madre de Hitler estuvo a punto de abortar, pero que cambió de opinión en el último momento. También me contaron que él se marchó de Viena porque no podía vender sus cuadros. Ya ves, Sean, si hubiera vendido un cuadro o su madre hubiera abortado, el mundo sería un lugar muy diferente, ¿comprendes? O por ejemplo, digamos que pierdes el autobús por la mañana y, mientras te tomas la segunda taza de café, te compras un boleto de rasca y gana, que va y sale premiado. De repente ya no tienes que coger el autobús. Puedes ir al trabajo en un Lincoln. Pero tienes un accidente de coche y te mueres. Y todo eso porque un día perdiste el autobús.

Sean miró a Whitey y éste se encogió de hombros.

– ¡No! -exclamó Jimmy-. ¡No lo hagas! No me mires como si pensaras que estoy loco. Ni estoy loco ni estoy en estado de shock.

– De acuerdo, Jimmy.

– Lo único que quiero decir es que hay hilos, ¿vale? Hay hilos en nuestras vidas. Si uno estira de uno de ellos, todo lo demás se ve afectado. Imaginemos que hubiera llovido en Dallas y que Kennedy no hubiese podido ir en su descapotable. O que Stalin hubiera seguido en el seminario. O que tú y yo, Sean, hubiéramos subido a aquel coche con Dave Boyle.

– ¿Qué? -preguntó Whitey-. ¿Qué coche?

Sean hizo un gesto con la mano a Whitey para que le dejara proseguir y añadió:

– Ahí me he perdido, Jimmy.

– ¿De verdad? Si hubiéramos subido al coche, nuestra vida habría sido muy diferente. Marita, mi primera mujer y la madre de Katie, era una belleza. Parecía un miembro de la realeza. Ya sabes cómo son algunas mujeres Iatinas, maravillosas. Y ella lo sabía. Si un tipo se le quería acercar más le valía tener un buen par de cojones. Y yo los tenía. A los dieciséis años, era el rey del barrio. No le tenía miedo a nada. Así pues me acerqué a ella y la invite a salir. Un año más tarde, ¡santo cielo, solo tenía diecisiete años, era un niño!, nos casamos y ella ya estaba embarazada de Katie.

Jimmy caminaba alrededor del cuerpo de su hija, formando círculos lentos y regulares.

– La cuestión es, Sean, que si nos hubiéramos subido a ese coche y se nos hubieran llevado quién sabe dónde, y hubiéramos tenido que aguantar durante cuatro días todo lo que aquellos jodidos lunáticos hubieran deseado hacernos cuando tan sólo teníamos… ¿qué, once años?, no creo que hubiera sido tan osado a los dieciséis. Creo que habría acabado como un caso desahuciado y me habrían atiborrado de tranquilizantes. Sé que nunca habría tenido lo que hacía falta para pedir relaciones a una mujer tan bella y tan arrogante como Marita. Y por lo tanto, nunca habríamos tenido a Katie. Y entonces nunca la habrían asesinado. Pero lo han hecho. Todo porque no nos subimos a aquel coche, Sean. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

Jimmy miró a Sean como si esperara una confirmación, pero Sean no tenía ni idea del tipo de confirmación que quería oír. Parecía necesitar que le perdonaran, que le absolvieran por no haber subido al coche cuando era niño y por haber engendrado a una criatura que había sido asesinada.

A veces, mientras hacía footíng, Sean se encontraba volviendo por la calle Gannon, y se quedaba de pie en el mismo trozo de calle en que él, Dave Boyle y Jimmy habían rodado por los suelos, antes de percatarse de que había un coche esperándoles. De vez en cuando, Sean aún era capaz de recordar el olor de manzanas que emanaba de aquel coche. Y si volvía la cabeza con mucha rapidez, aún alcanzaba a ver a Dave Boyle en el asiento trasero de aquel coche, mientras que éste alcanzaba la esquina, con la cabeza vuelta hacia ellos, atrapado y alejándose de su vista.

Hacía unos diez años, un día que había salido de borrachera con unos amigos y que Sean tenía todo el cuerpo lleno de bourbon, se puso filosófico, y pensó que tal vez habían subido realmente al coche. Los tres juntos. Y que lo que consideraban que en aquel momento era su vida era tan solo un sueño. Que todos ellos eran, en realidad, tres niños, de once años encerrados en un sótano, imaginándose en qué se habrían convertido si hubieran conseguido escapar.

Lo importante de esa idea era que, aunque Sean se imaginaba que solo era consecuencia de una noche de borrachera, se le había quedado clavada en el cerebro, como una piedra en la suela del zapato.

Por lo tanto, de vez en cuando se encontraba frente a su antigua casa de la calle Gannon, vislumbrando fugazmente por el rabillo del ojo al Dave Boyle que desaparecía de su vista, y con el olor a manzanas inundándole la nariz, y pensaba: «No. Vuelve».

Levantó los ojos y vio la mirada dolorida de Jimmy. Deseaba decirle algo. Quería contarle que él también había pensado qué habría sido de ellos si se hubieran subido al coche. Que el pensamiento de lo que podría haber sido su vida a veces le obsesionaba, girando a su alrededor, flotando en el aire como el eco de un nombre que se pronuncia desde una ventana. Quería decir a Jimmy que aquel sueño que había tenido, en el que la calle le asía los pies y estiraba de él hacia la puerta abierta, aún le hacía sudar de tanto en tanto. Deseaba hacerle saber que en realidad aún no había sabido qué hacer con su vida desde aquel día, que era un hombre que a menudo se sentía ligero con su propia ingravidez, con la naturaleza insustancial de su carácter.

Pero estaban en un depósito de cadáveres, con la hija de Jimmy tumbada en medio de ambos, en una camilla de metal, y el bolígrafo de Whitey preparado sobre la libreta; así pues, lo único que Sean fue capaz de responder al suplicante rostro de Jimmy fue: «Venga, Jim. Vamos a tomarnos ese café».


Según Sean, Annabeth Marcus era una mujer increíblemente fuerte. Estaba sentada allí, una tarde de domingo, en una fría cafetería municipal, con ese característico olor a celofán recalentado y empañado, siete plantas más arriba de un depósito de cadáveres, hablando de su hijastra con unos distantes representantes de la ley; Sean se dio cuenta de que por muy dolorosa que le resultara la situación, ella no se desmoronaría. Tenía los ojos rojos, pero a los pocos minutos, Sean tuvo la certeza de que no lloraría. Al menos delante de ellos. De ninguna de maneras.

Mientras hablaban, se quedó sin aliento varias veces. Se atragantaba a media frase, como si un puño le atravesase serpenteando por el pecho y le presionara los órganos. Se colocaba la mano sobre el pecho, abría la boca un poco más, y esperaba a tener suficiente oxígeno para continuar,

– El sábado después de trabajar en la tienda, llegó a casa a las cuatro y media.

– ¿De qué tienda se trata, señora Marcus?

– Mi marido -dijo señalando a Jimmy- es propietario del Cottage Market.

– ¿La de la esquina de East Cottage y de la avenida Bucky? -preguntó Whitey-. Tienen el mejor café de toda la ciudad.

– Entró en casa y se metió en la ducha -prosiguió Annabeth-. Cuando salió, cenamos. Ah, no, espere, ella no comió nada. Se sentó con nosotros, habló con las niñas, pero no cenó. Nos dijo que se iba a cenar con Eve y Diane.

– ¿Las chicas con las que salió? -preguntó Whitey a Jimmy.

Jimmy asintió con la cabeza.

– Así pues, no comió… -apuntó Whitey.

– Pasó un rato con las niñas, con nuestras hijas, sus hermanas -continuó Annabeth-. Hablaron del desfile de la semana próxima y de la Primera Comunión de Nadine. Después estuvo hablando por teléfono en su habitación un ratito y, a eso de las ocho, se marchó.

– ¿Sabe con quién hablaba por teléfono?

Annabeth negó con la cabeza.

– ¿El teléfono que tiene en la habitación es una línea privada? -preguntó Whitey.

– Sí.

– ¿Les molestaría que las conversaciones que realizó por esa línea salieran a la luz cuando llamen a declarar a los de la compañía telefónica?

Annabeth miró a Jimmy y éste respondió:

– No. No tenemos ningún inconveniente.

– Así pues, se marchó a las ocho. Según tienen entendido para encontrarse con sus amigas, Eve y Diane.

– Eso es.

– ¿A esa hora aún se encontraba en la tienda, señor Marcus?

– Sí. El sábado hice el turno de día. De doce a ocho.

Whitey pasó de golpe una página de la libreta, les dedicó una sonrisa a los dos y añadió:

– Ya sé que esto les debe ele resultar duro, pero lo están haciendo muy bien.

Annabeth hizo un gesto de asentimiento, se volvió hacia su marido y dijo:

– He llamado a Kevin.

– ¿Si? ¿Has hablado con las chicas?

– He hablado con Sara y le he dicho que estaríamos de vuelta en casa muy pronto. No le he dicho nada más.

– ¿Te ha preguntado por Katie? Annabeth asintió con la cabeza.

– ¿Qué le has dicho?

– Sólo le he dicho que pronto llegaríamos a casa -respondió Annabeth.

Sean se percató de que le temblaba un poco la voz al pronunciar "pronto».

Ella y Jimmy volvieron a mirar a Whitey y éste les dedicó otra pequeña sonrisa tranquilizadora.

– Tengan la seguridad, así lo ha ordenado el máximo responsable del ayuntamiento, de que a este caso se le va a dar prioridad absoluta. Además, no cometeremos errores. Al agente Devine le han asignado el caso porque es amigo de la familia y nuestro jefe se percata de que le dedicara mucho más tiempo. No se alejará de mí ni un solo minuto y encontraremos al responsable de la muerte de su hija.

Annabeth le dirigió una mirada burlona a Sean y exclamó:

– ¡Amigo de la familia! ¡Si yo no le conozco!

Whitey frunció el entrecejo con cierto aire de abatimiento.

– Su marido y yo éramos amigos, señora Marcus -declaró Sean.

– Hace mucho tiempo -puntualizó Jimmy.

– Nuestros padres trabajaban juntos.

Annabeth hizo un gesto de asentimiento, todavía un poco confundida.

– Señor Marcus, los sábados solía pasar mucho tiempo con su hija en la tienda, ¿no es así? -preguntó Whitey.

– Sí y no -contestó Jimmy-, porque yo casi siempre estaba en la parte trasera y Katie se encargaba de las cajas registradoras de la parte de delante.

– ¿Recuerda que pasara algo fuera de lo normal? ¿Se comportaba de alguna manera extraña? ¿Estaba tensa o asustada? ¿Tuvo algún enfrentamiento con un cliente?

– Que yo viera, no. Le daré el número de teléfono del tipo que trabajaba con ella por las mañanas. Quizas sucediera algo antes de que yo llegara.

– Se lo agradezco, señor. Pero mientras usted estuvo allí…

– Se comportaba con naturalidad. Se la veía feliz, tal vez un poco…

– Un poco, ¿qué?

– No, nada.

– Señor, cualquier cosa, por nimia que sea, ahora es importante.

Annabeth se inclinó hacia delante y dijo:

– ¿Jimmy?

Jimmy les dedicó una sonrisa incómoda y añadió:

– No es nada. Sólo que… en un momento dado, alcé los ojos del mostrador y vi que estaba en la puerta. Allí estaba, de pie, sorbiendo una Coca-Cola con una pajita y mirándome.

– Mirándole.

– Sí. Y por un instante, me recordó un día en el que me miró del mismo modo: ella tenía cinco años y yo iba a dejarla sola en el coche para entrar un momento en una farmacia. Entonces, claro está, se echó a llorar porque yo acababa de salir de la cárcel y su madre hacía muy poco que había muerto, y creo que por aquel entonces pensaba que cada vez que la dejaba, aunque fuera por un segundo, no iba a volver. Bueno, pues ayer tenía esa mirada, ¿de acuerdo? Lo que quiero decir es que, al margen de que acabara llorando o no, era una mirada que parecía indicar que se estaba preparando para no volver a verme más. -Jimmy se aclaró la voz y soltó un largo suspiro que le ensanchó los ojos. Bien, no le había visto esa mirada desde hacía unos cuantos años, unos siete u ocho tal vez, pero el sábado, durante unos segundos, me miró de aquella manera.

– Como si estuviera preparándose para no volver a verle.

– Sí -Jimmy observó a Whitey mientras éste lo anotaba en la libreta de notas-. ¡Oiga, no se lo tome demasiado en serio! ¡Tan sólo era una mirada!

– No lo hago, señor Marcus, se lo prometo. Pero es información. Es a lo que me dedico: a recoger información hasta que dos o tres piezas encajan. ¿Ha dicho que estuvo en la cárcel?

– ¡Santo Dios! -exclamó Annabeth en voz baja, y luego movió la cabeza.

Jimmy se reclinó en la silla y exclamó:

– ¡A contarlo de nuevo!

– Solo es una pregunta -apuntó Whitey.

Seguramente haría lo mismo si le hubiera dicho que había trabajado para Sears hace quince años, ¿no es verdad? Cumplí condena por robo. Dos años en Deer Island. Apúnteselo en la libreta. ¿Cree que esa información va a ayudarle a coger al tipo que mató a mi hija, sargento?

– No sé, sólo es una pregunta.

Whitey lanzó una mirada en dirección a Sean.

– Jim, nadie tiene la intención de ofenderte -terció Sean-. Olvidémoslo y volvamos a lo importante.

– Lo importante -repitió Jimmy.

– Aparte de esa mirada de Katie -dijo Sean-, ¿recuerdas algo más que se saliera de lo normal?

.Jimmy pasó por alto la mirada de convicto-en-el-patio que le lanzó Whitey, bebió un poco de café, y respondió:

– No, nada. Bueno, un momento, hay un chico, Brendan Harris. Pero, no, eso ha sido esta mañana.

– ¿Qué pasa con él?

– Es sólo un chico del barrio. Esta mañana ha venido a la tienda y ha preguntado por Katie; me ha dado la sensación de que esperaba encontrarla allí. Pero apenas se conocían. Me ha parecido un poco raro, pero no creo que tenga ninguna importancia.

De todos modos, Whitey apuntó el nombre del chico en la libreta.

– ¿Crees que salía con Katie? -le preguntó Sean,

– No.

– Nunca se sabe, Jim -comentó Annabeth.

– Ya lo sé -remarcó Jimmy-. Pero nunca hubiera salido con un chico así.

– ¿Por qué no? -preguntó Sean.

– Porque no.

– ¿Qué te hace estar tan seguro?

– ¡Joder, Sean! ¡Me estás interrogando sin piedad!

– No lo estoy haciendo, Jim. Sólo te estoy preguntando por qué estas tan seguro de que tu hija no salía con el tal Brendan Harris.

.Jimmy espiró aire por la boca, miró el techo y contestó:

– Un padre sabe esas cosas, ¿de acuerdo?

Sean decidió dejar el tema de momento, Le hizo un gesto a Whitey para que captara el mensaje.

– Bien, ya que estamos hablando de eso, ¿con quién salía? -preguntó Whitey,

– En este momento no salía con nadie- respondió Annabeth. Que nosotros supiéramos.

– ¿Qué saben de los ex novios? ¿Es posible que hubiera alguno que estuviera resentido con ella? ¿Algún tipo que ella hubiera dejado o algo así?

Annabeth y Jimmy se miraron; Sean notó que sospechaban de alguien.

– Bobby O'Donnell-respondió Annabeth al cabo de un rato.

Whitey dejó el bolígrafo encima de la libreta, se les quedó mirando por encima de la mesa y les preguntó:

– ¿Estamos hablando del mismo Bobby O'Donnell?

– No lo sé -respondió Jimmy-. ¿Trapichea con coca y hace de chulo? ¿De unos veintisiete años?

– Es el mismo tipo -afirmó Whitey-. Le hemos detenido varias veces por delitos que ha cometido en el barrio durante estos dos últimos años.

– Pero aún no han podido acusarle de nada.

– Bien, señor Marcus, en primer lugar, soy policía estatal. Si este crimen no se hubiera perpetrado en Pen Park, ni siquiera estaría aquí. Casi toda la zona de East Buckingham está bajo jurisdicción municipal y, por lo tanto, no puedo hablar en nombre de la policía de esta ciudad.

– Se lo contaré a mi amiga Connie -dijo Annabeth-, Bobby y sus amigos le hicieron volar su floristería por los aires.

– ¿Por qué? -preguntó Sean.

– Porque ella se negaba a pagarles -contestó Annabeth.

– ¿Por qué tenía que pagarles?

– Pues precisamente para que no la hicieran saltar por los aires contestó Annabeth, y luego bebió otro sorbo de café.

«Esa mujer es muy dura. Quien se meta con ella, lo tiene jodido», pensó de nuevo Sean.

– Entonces -prosiguió Whitey-, su hija salía con él.

Annabeth asintió con la cabeza y añadió:

– Sí, pero no duró mucho. Unos cuantos meses, ¿no es así, Jimmy? Lo dejaron el noviembre pasado.

– ¿Como se lo tomó Bobby? -preguntó Whitey.

Los Marcus volvieron a intercambiar miradas; luego Jimmy dijo:

– Una noche hubo una pelea. Se presentó en casa con su perro guardián, Roman Fallow.

– ¿Y qué paso?

– Que les dejamos bien claro que debían marcharse.

– ¿Les dejamos? ¿A quién se refiere?

– Algunos de mis hermanos viven en el piso de arriba y en el de abajo del nuestro -contestó Annabeth-. Son muy protectores con Katie.

– Los Savage -le explicó Sean a Whitey.

Whitey volvió a dejar el bolígrafo encima de la libreta, se pellizcó el rabillo del ojo con las yemas de los dedos índice y pulgar, y preguntó:

– ¿Los hermanos Savage?

– Sí. ¿Qué hay de malo?

– Con el debido respeto, señora, me preocupa que esto pueda convertirse en algo muy feo. -Whitey ni siquiera alzó la cabeza y empezó a masajearse la nuca-. No tengo ninguna intención de ofenderla, pero…

– Eso es lo que suele decir la gente cuando está a punto de hacer un comentario ofensivo.

Whitey la miró con una sonrisa de sorpresa y remarcó:

– Sus hermanos, tal como ya debe de saber, tienen cierta reputación.

Annabeth, devolviéndole la sonrisa con una de las suyas, tan distantes, respondió:

– Ya sé cómo son mis hermanos, sargento Powers. No hace falta que se ande con rodeos.

– Un amigo mío que trabaja para la Unidad de Delitos Mayores me contó hace unos cuantos meses que O'Donnell armó un lío tremendo porque quería pasarse al negocio de la heroína y al de los préstamos. Y según tengo entendido, esos campos son exclusivamente territorio de los Savage.

– No; en las marismas, no.

– ¿Cómo ha dicho, señora?

– En las marismas, no -repitió Jimmy, con la mano sobre la de su mujer. Le está queriendo decir que no hacen esa mierda en su propio barrio.

– Solo en cualquier otro barrio -insinuó Whitey, y dejó aquellas palabras sobre la mesa durante un momento-, En cualquier caso, eso deja un vacío de poder en las marismas, ¿no es así? Un vacío que puede ser muy rentable. Y eso es precisamente, si no me han informado mal, lo que Bobby O`Donnell ha estado intentando explotar.

– ¿Y?- espetó Jimmy levantándose un poco del asiento.

– ¿Y?

– ¿Y qué tiene esto que ver con mi hija, sargento?

– Tiene mucho que ver -respondió Whitey, mientras extendía los brazos-, Mucho, señor Marcus, porque lo único que necesitaban ambas partes era una pequeña excusa para iniciar la batalla. Y ahora ya la tienen.

Jimmy negó con la cabeza, y una mueca de amargura empezó a aparecerle en las comisuras de los labios.

– ¿O no lo cree así, señor Marcus?

Jimmy alzó la cabeza y contestó:

– Lo que creo, sargento, es que mi barrio va a desaparecer muy pronto. Y la delincuencia desaparecerá con él. Y no será a causa de que los Savage o los O'Donnell o tipos como usted trabajen duramente contra ellos. Sucederá porque los tipos de interés están muy bajos y porque los impuestos de propiedad cada vez son más altos, y porque todo el mundo quiere volver a la ciudad porque los restaurantes de las afueras son una mierda. Y toda esta gente que se está mudando a este barrio no es el tipo de gente que necesitará heroína, ni los bares en cada manzana, ni que se la chupen por diez dólares, la vida les va bien y les gusta su trabajo. Tienen un futuro, planes de inversiones y bonitos coches alemanes. Por lo tanto, cuando vengan a este barrio, y ya lo están haciendo, la delincuencia y la mitad del barrio desaparecerán. Así pues, no me preocuparía mucho de que Bobby O'Donnell y mis cuñados se declarasen la guerra. No quedará nada para repartir.

– De momento, les quedan los derechos -apuntó Whitey.

– ¿De verdad piensa que O'Donnell mató a mi hija? -le preguntó Jimmy.

– Creo que los Savage podrían considerarle sospechoso. Y creo que alguien debería convencerles de que no es así hasta que nosotros hayamos tenido tiempo de llevar a cabo nuestras indagaciones.

Jimmy y Annabeth estaban sentados al otro lado de la mesa y, aunque Sean intentaba leer sus rostros, no pudo conseguir ninguna respuesta.

– Jimmy -dijo Sean-, si no hay demasiados contratiempos, podemos cerrar este caso con rapidez.

– ¿De verdad?le preguntó Jimmy-. Así pues, ¿te tomo la palabra Sean?

– Hazlo, Además, podemos cerrarlo con pulcritud, para que nadie nos pueda echar nada en cara en los tribunales.

– ¿Y cuánto tardarás?

– ¿Cómo dices?

– ¿Cuánto tiempo crees que tardarás en meter al asesino de Katie en la cárcel?

Whitey alzó un brazo y preguntó:

– ¿Está intentando negociar con nosotros, señor Marcus?

– ¿Negociar?

El rostro de Jimmy volvió a tener aquella expresión sin vida tan característica de los convictos.

– SÍ -comentó Whitey-, porque percibo cierto…

– ¿Percibe?

– … aire de amenaza en esta conversación.

– ¿De verdad? -preguntó con inocencia, pero con los ojos todavía inertes.

– Como si nos estuviera poniendo una fecha límite -añadió Whitey.

– El agente Devine acaba de prometerme que encontraría al asesino de mi hija. Sólo le estaba preguntando cuánto tiempo calculaba que tardaría en hacerlo.

– EI agente Devine -puntualizó Whitey- no está al cargo de esta investigación. Soy yo quien lo está. Y les aseguro, señor y señora Marcus, que conseguiremos la máxima pena para quienquiera que cometiera el asesinato. Pero lo último que queremos es que alguien piense que nuestro temor a que las bandas de los Savage y de O'Donnell se declaren la guerra pueda ser utilizado en nuestra contra. Creo que voy a arrestarles a todos por alteración del orden público y a olvidarme de los trámites burocráticos hasta que todo esto haya acabado.

Un par de bedeles pasaron por delante de ellos, bandejas en mano; La comida esponjosa que llevaban sobre las bandejas desprendía un Vapor grisáceo, Sean sentía que el aire estaba cada vez más viciado y que la noche se cerraba su alrededor.

– Bien entonces- dijo Jimmy con una amplia sonrisa.

– Entonces… ¿qué?

– Encuentren al asesino. Yo no interferiré en absoluto.- Se volvió hacia su mujer al tiempo que se ponía en pie y le ofrecía la mano. ¿Cariño?

– Señor Marcus -dijo Whitey.

Jimmy le miró mientras su mujer le cogía la mano y se levantaba.

– En e! piso de abajo hay un agente que les llevará a casa -anunció Whitey, mientras metía la mano en la cartera-. Si se les ocurre cualquier cosa, llámennos.

Jimmy cogió la tarjeta de Whitey y se la guardó en e! bolsillo trasero.

Annabeth parecía mucho menos estable de pie, como si tuviera las piernas repletas de líquido. Apretó la mano de su marido y la suya empalideció.

– Gracias -dijo a Sean y a Whitey en un susurro.

En aquel momento Sean vio cómo los estragos del día empezaban a aparecer en su cuerpo y en su rostro, revistiéndola poco a poco. La violenta luz del techo le iluminó la cara y Sean se imaginó la apariencia que tendría cuando fuera mayor: una mujer atractiva, cicatrizada por una sabiduría que nunca había pedido.

Sean no tenía ni idea de dónde procedían las palabras. Ni siquiera se dio cuenta de que estaba hablando hasta que oyó el sonido de su propia voz entrando en la fría cafetería.

– Intercederemos por ella, señora Marcus. Si les parece bien, así lo haremos.

Por un momento a Annabeth se le arrugó el rostro, y después inspiró aire y asintió repetidas veces, apoyada en su marido y flaqueando ligeramente.

– Sí, señor Devine, muy bien. De acuerdo.


Mientras atravesaban de nuevo la ciudad, Whitey le preguntó:

– ¿De qué va toda esa historia del coche?

– ¿Qué? -preguntó Sean.

– Marcus ha dicho que estuvisteis a punto de subir a no sé qué coche cuando erais pequeños.

– Nosotros… -Sean alargó la mano hacia e! salpicadero y ajustó el espejo lateral hasta que pudo ver con claridad la hilera de faros que brillaban detrás de ellos; borrosos puntos amarillos que rebotaban levemente en la noche, con un trémulo resplandor. – Nosotros… ¡Mierda! Bien, pues había un coche, Jimmy, un niño llamado Dave Boyle y yo, estábamos jugando delante de una casa. Debíamos tener unos once años. Bien, pues ese coche apareció en nuestra calle y se llevó a Dave Boyle.

– ¿Un secuestro?

Sean, sin apartar los ojos de aquellas luces vibrantes y amarillentas, asintió con la cabeza y añadió:

– Los tipos ésos se hicieron pasar por polis. Convencieron a Dave para que subiera al coche. Ni Jimmy ni yo subimos. A él lo retuvieron durante cuatro días. Después consiguió escapar y ahora vive en las marismas.

– ¿Llegaron a pillar a esos tíos?

– Uno de ellos murió, y al otro lo trincaron un año más tarde; se ahorcó en su propia celda.

– ¡Tío! -dijo Whitey-. Ojalá hubiera una isla, ¿sabes? Como en aquella vieja película de Steve McQueen en la que se hace pasar por francés y que todo el mundo tiene acento menos él. Es sólo Steve McQueen con un nombre francés. Al final salta por el acantilado con una balsa hecha de cocos. ¿La has visto alguna vez?

– No.

– Es una buena película. Si hubiera una isla sólo para violadores de niños y para los que se aprovechan de los más débiles, en la que les lanzaran comida desde el aire unas cuantas veces por semana, y en la que minaran toda el agua de los alrededores, nadie se escaparía. ¿Qué os han declarado culpables de un delito por primera vez? Pues que os jodan, porque vais a cumplir cadena perpetua en la isla. Lo sentimos mucho chicos, pero no podemos correr el riesgo de que envenenéis a nadie más. Porque es una enfermedad contagiosa, ¿sabes? Uno la contrae porque otra persona se la pasó. Entonces uno va y se la pasa a otro, como si de la lepra se tratara. Supongo que si les lleváramos a esa isla habría menos posibilidades de que contagiaran a otras personas. Cada generación, habría unos cuantos menos. Al cabo de unos cuantos cientos de años, podríamos convertir la isla en un Club Mediterranée o algo así-. Los niños oirían historias de esos tipos raros con la misma naturalidad que las que ahora les cuentan de fantasmas, como si fuera algo de lo que, no sé, de lo que ya nos hubiéramos desprendido a causa de la evolución de la especie.

– ¡Caramba sargento, que filosófico se ha vuelto de repente!- exclamó Sean.

Whitey hizo una mueca y subió por la rampa de la autopista.

– A su amigo Marcus -dijo Whitey- tan pronto como le puse los ojos encima supe que había estado en la cárcel. Nunca se liberan de esa tensión, ¿sabes? A menudo es una tensión que se les pone en los hombros. Si uno se pasa dos años vigilándose la espalda, cada segundo de todos esos días, la tensión se ha de notar en alguna parte.

– Acaba de perder a su hija, hombre. Tal vez sea eso lo que le haga tensar tanto los hombros.

Whitey negó con la cabeza y replicó:

– No. Eso le provoca nervios en el estómago. ¿No te has dado cuenta de que no paraba de hacer muecas? Era debido a que esa pérdida se le había aposentado en el estómago y se le estaba volviendo ácida. Lo he visto un millón de veces. Sin embargo, la tensión de los hombros es consecuencia de la cárcel.

Sean apartó la mirada del espejo retrovisor y, durante un rato, estuvo observando las luces del otro lado de la autopista. Iban hacia ellos como ojos bala, y corrían a gran velocidad como las líneas borrosas de la misma autopista, desdibujándose y formando un todo. Sentía el peso de la ciudad a su alrededor: los rascacielos, las viviendas, los altos edificios de oficinas y los aparcamientos, los estadios, las salas de fiesta y Ias iglesias; sabía que si una de esas luces se apagaba, nada cambiaría, y que si aparecía un nuevo halo de luz, nadie notaría la diferencia. Sin embargo, latían, brillaban, relucían, resplandecían y se te quedaban mirando, tal y como les estaba pasando en ese mismo momento: miraban fijamente a sus propias luces, a medida que avanzaban a toda prisa por la autopista, tan sólo un par más de luces amarillas y rojas que se desplazaban entre un torrente de otras luces, también amarillas y rojas, que avanzaban a toda velocidad a través de un crepúsculo ordinario de domingo.

– ¿Hacia dónde iban?

– Hacia las luces apagadas, tonto. Hacia los cristales rotos.


Después de medianoche, cuando Annabeth y las chicas se fueron finalmente a dormir y después de que Celeste, la prima de Annabeth, que había ido a verles tan pronto como se había enterado, se quedara medio dormida en el sofá, Jimmy fue al piso de abajo y se sentó en el porche delantero del edificio de tres plantas que compartían con los hermanos Savage

Se IIevó con él el guante de Sean e intentó ponérselo a pesar de que el dedo pulgar no le cabía y de que la base del guante sólo le entraba hasta la mitad de la palma de la mano, Se sentó y contempló los cuatro carriles de la avenida Buckingham; lanzó la pelota contra la cincha del guante, y el suave sonido que hizo al golpear contra el cuero le tranquilizó.

A Jimmy siempre le había gustado sentarse allí fuera de noche. Las tiendas que se alineaban a lo largo de la avenida estaban cerradas y prácticamente a oscuras. De noche, se hacía un silencio en una zona en la que de día, había una gran actividad comercial; era un silencio diferente a cualquier otro. El ruido que a menudo reinaba durante el día no desaparecía del todo, sino que tan sólo era absorbido y retenido, como si de un par de pulmones se tratara, a la espera de ser expulsado de nuevo. Confiaba en aquel silencio, y le alegraba, ya que anticipaba el regreso del ruido, aunque lo mantuviera cautivo, Jimmy no se podía imaginar viviendo en el campo, donde el silencio era el ruido, y donde el silencio era delicado y se desvanecía con tan sólo tocarlo.

Sin embargo, le gustaba ese silencio, esa bulliciosa tranquilidad. Hasta entonces, la noche le había parecido muy ruidosa y muy intensa a causa de las voces y de los lloros de su esposa e hijas. Sean Devine había enviado a dos detectives, Brackett y Rosenthal, para que examinaran el dormitorio de Katie. Mantenían la mirada baja y se sentían incómodos; además, no paraban de susurrar disculpas a Jimmy, mientras inspeccionaban los cajones, el colchón y el hueco de debajo de la cama. Jimmy tan solo deseaba que lo hicieran lo más rápido posible y que no le dijeran nada. Al final, no encontraron nada extraño, a excepción de setecientos dólares en billetes nuevos en el cajón de los calcetines de Katie. Se los mostraron a Jimmy junto con su cartilla del banco -en la que habían estampado ANULADA-, pues habían sacado todo el dinero el viernes por la tarde.

Jimmy no supo qué responderles a aquello. Para él también fue una sorpresa. Pero en vista de todas las demás sorpresas del día, le afectó muy poco. No hizo más que aumentar su embotamiento.

Podríamos matarle.

Val apareció en el porche y entregó una cerveza a Jimmy. Se sentó junto a él, con los pies descalzos sobre los escalones

– ¿O´Donnell?

Val asintió con la cabeza y declaro

·-Me gustaría hacerlo, ¿sabes, Jim?

– ¿Crees que fue él el que mató a Katie?

Val hizo un gesto de asentimiento y apuntó:

– Si no fue él, contrató a alguien para que lo hiciera, ¿no crees? Las amigas de Katie son de la misma opinión. Me han dicho que Roman se les acercó en uno de los bares en los que estuvieron y que amenazó a Katie.

– ¿Amenazó?

– Bien, que le dio un poco la lata, como si aún fuera novia de O´Donnell. ¡Vamos, Jimmy! Tuvo que ser Bobby.

– Aún no estoy seguro -dijo Jimmy.

– ¿Y qué harás cuando lo estés?

Jimmy dejó el guante de béisbol en el escalón que había a sus pies y abrió la cerveza. Bebió un sorbo largo y lento, y respondió:

– Pues tampoco lo sé.

14. NUNCA MÁS VOLVERÉ A SENTIR LO MISMO

Sean, Whitey Powers, Souza y Connolly, otros dos miembros del Departamento de Homicidios del Estado, Brackett y Rosenthal, más una legión de policías y de técnicos de la Policía Científica pasaron la noche entera y parte de la mañana estudiando el caso con todo detalle. Habían analizado cada hoja del parque en busca de pruebas. Habían gastado libretas con diagramas e informes de campo. Los poIicías habían entrevistado a todos los ocupantes de las casas desde las que se podía acceder a pie desde el parque; asimismo, habían llenado una furgoneta entera con todos los vagabundos del parque y con los restos de los cartuchos de la calle Sydney. Buscaron dentro de la mochila que habían encontrado en el coche de Katie Marcus y encontraron las cosas habituales, a excepción de un folleto turístico de Las Vegas y de una lista de hoteles de dicha ciudad en papel amarillo a rayas.

Whitey le mostró el folleto a Sean, soltó un silbido, y exclamó:

– ¡Esto sí que es una pista! ¡Vayamos a hablar con sus amigas!

Eve Pigeon y Diane Cestra, tal vez las dos últimas personas honradas que, según el padre de Katie, vieron a su hija con vida por última vez, parecían haber recibido un golpe en la nuca con la misma pala. Whitey y Sean las interrogaron con suavidad entre el constante torrente de lágrimas que bajaba por sus mejillas. Las chicas les dieron todo tipo de detalles sobre lo que hicieron en la última noche de vida de Katie; les dieron una lista de todos los bares en que habían estado, junto con la hora aproximada en la que habían entrado y salido, pero cuando empezaron a hacerles preguntas de tipo personal, tanto Sean como Whitey tuvieron la sensación de que les estaban ocultando información, ya que se intercambiaban miradas antes de contestar y daban respuestas vagas, mientras que antes les habían respondido con precisión.

– ¿Salía con alguien?

– No, con regularidad, no.

– ¿Y de vez en cuando?

– Bueno…

– ¿Sí?

– La verdad es que no nos tenía muy informadas sobre ese tipo de cosas.

– Diane, Eva… Katie era vuestra mejor amiga desde el jardín de infancia. ¿Cómo me voy a creer que nos os contaba si salía con alguien?

– Era muy reservada.

– Sí, eso es. Katie era muy reservada, señor.

Whitey, intentando llegar hasta ellas de otro modo, les preguntó:

– ¿No salisteis a celebrar nada especial ayer por la noche? ¿Nada fuera de lo corriente?

– No.

– ¿No tenía planes de abandonar la ciudad?

– ¿Cómo? No.

– ¿No? Diane, hemos encontrado una mochila en el maletero del coche. Dentro había folletos de Las Vegas. ¿Qué? ¿Los llevaba de un Iado a otro para mostrárselos a alguien?

– Tal vez. No lo sé.

El padre de Eve empezó a hablar inesperadamente:

– Cariño, si piensas que algo podría ser de ayuda, haz el favor de empezar a contarlo. ¡Por el amor de Dios, estamos hablando del asesino de Katie!

Aquel comentario hizo que las chicas empezaran a derramar un nuevo torrente de lágrimas y que ya no pudieran seguir interrogándolas; comenzaron a gemir, a abrazarse una a la otra y a temblar, con la boca un poco abierta y ovalada en la pantomima de dolor que Sean había visto tantas y tantas veces, el momento en el que, tal y como lo denominaba Martin Friel, el dique se desbordaba y la gente asumía que nunca más volvería a ver a la víctima. En momentos como ésos, no se podía hacer nada, a excepción de observar o marcharse.

Las observaron y esperaron.

Sean pensó que Eve Pigeon [7] tenía cierta semejanza con un pájaro. Su rostro era muy anguloso y la nariz muy fina. Sin embargo, a ella le quedaba muy bien. Había en ella cierta elegancia que le daba a su delgadez un aire casi aristocrático. Sean se imaginó que sería el tipo de mujer a la que la ropa formal le sentaría mejor que la informal, y por la honradez y la inteligencia que emanaba, que atraería sólo a los hombres serios, librándose así de los granujas y de los Romeos.

Diane, en cambio, rezumaba una sensualidad frustrada. Sean vio que tenía un morado descolorido debajo del ojo izquierdo, y le pareció más dura de mollera que Eve, más dada a la emoción y, con toda probabilidad, a la risa. De sus ojos, como dos imperfecciones a juego, colgaba la esperanza desvanecida, cierta necesidad que Sean sabía que rara vez atraía a ningún hombre que no fuera del tipo predador. Sean se figuró que, en los siguientes años, acabaría haciendo muchas llamadas de urgencia a causa de peleas domésticas y que, cuando los polis consiguieran llegar hasta su puerta, aquel pequeño indicio de esperanza habría desaparecido de sus ojos mucho tiempo atrás.

– Eve -dijo Whitey con suavidad cuando pararon de llorar- Necesito saber más cosas de Roman Fallow.

Eve asintió con la cabeza, como si hubiera estado esperando que le hicieran esa pregunta, pero en aquel momento no dijo nada. Se mordía la piel del dedo pulgar y miraba con atención las migas que había sobre la mesa.

– ¿El memo ése que va haraganeando por ahí con Bobby O'DoneII?- le preguntó su padre.

Whitey le hizo un gesto con el brazo y miró a Sean.

– Eve -dijo Sean, a sabiendas que era ella a la que tenían que hacer hablar.

Seguro que les costaría más convencerla que a Diane, pero les contaría detalles más pertinentes.

Ella lo miró.

No va a haber represalias, si es eso lo que te preocupa. Cualquier cosa que nos cuentes de Roman Fallow o de Bobby quedará entre nosotros. Nunca se enterarán de que nos lo has contado tú.

– ¿Qué pasará cuando esto llegue a los tribunales? ¿Eh? – preguntó Diane- ¿Qué pasara entonces?

Whitey le lanzó una mirada a Sean que decía: «Ahí te las apañes». Sean se centró en Eve y le dijo:

– A no ser que vieras cómo Roman o Bobby sacaban a Katie del coche…

– No.

– Entonces el fiscal del distrito no puede obligarte a declarar en un juicio público, Eve. Sin lugar a dudas, te lo pediría con insistencia, pero no podría obligarte.

– No los conoce -remarcó Eve.

– ¿A Bobby y a Roman? ¡Y tanto que les conozco! Encarcelé a Bobby nueve meses cuando estuve en el Departamento de Narcóticos. -Sean alargó la mano y la dejó en la mesa, a unos pocos centímetros de la de elIa-. Y me amenazó. Pero eso es todo lo que él y Roman son: unos simples charlatanes.

Eve, observando la mano de Sean con una media sonrisa amarga y con los labios fruncidos, respondió poco a poco:

– ¡Y… una mierda!

– ¡Haz el favor de no hablar así en esta casa! -le ordenó su padre.

– Señor Pigeon -dijo Whitey.

– ¡Ni hablar! -exclamó Drew-. Es mi casa y las normas las dicto yo. No permitiré que mi hija hable como si…

– Era Bobby – declaró Eve.

Diane soltó un pequeño grito de asombro y se la quedó mirando como si hubiera perdido el juicio.

Sean vio cómo Whitey arqueaba las cejas.

– ¿Qué era Bobby? -le preguntó Sean.

– Con quien salía. Katie salía con Bobby, y no con Roman.

– ¿Jimmy lo sabe? -le preguntó Drew a su hija.

Eve se encogió de hombros de esa forma tan hosca, típica de la gente de su edad, con un lento movimiento del cuerpo que indicaba que le importaba tan poco que ni se molestaba en esforzarse.

– ¡Eve! -exclamó Drew-. ¿Lo sabía o no lo sabía?

– Sí y no -respondió Eve. Suspiró, inclinó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando el techo con sus ojos oscuros-. Sus padres se creían que habían reñido porque, durante un tiempo, así lo creía ella. El único que no pensaba que su relación se había terminado era Bobby. No quería aceptarlo e insistía en volver. Una noche estuvo a punto de lanzarla desde el rellano de un tercer piso.

– ¿Lo viste con tus propios ojos? -le preguntó Whitey.

Negó con la cabeza y contestó:

– Katie me lo contó. Se lo encontró en una fiesta hará un mes o unas seis semanas. La convenció para que saliera al vestíbulo a hablar con él, pero el piso se encontraba en la tercera planta, ¿entiende lo que le quiero decir?- Eve se secó el rostro con la palma de la mano, aunque daba la impresión de que, por el momento, ya no iba a llorar más-. Katie me contó que no hacía más que repetir a Bobby que lo suyo ya había terminado, pero Bobby no quería hablar de eso y, al final, se enfadó tanto que la cogió por los hombros y la levantó sobre la barandilla. La sostuvo un buen rato así, por encima de la escalera. ¡A tres pisos de altura, el psicótico! Y le dijo que si no seguía saliendo con él, la haría pedazos. Y que ella sería su chica hasta que a él le diera la gana, y que si no lo aceptaba la dejaría caer en aquel preciso instante.

– ¡Santo cielo! -exclamó Drew Pigeon, después de unos momenlos de silencio-. ¿ Conocéis realmente a gente así?

– Bien, Eve -dijo Whitey-, ¿qué le dijo Roman cuando la vio en el bar el sábado por la noche?

Eve no dijo nada durante un rato.

– ¿Por qué no nos lo cuentas, Diane? -sugirió Whitey.

Diane, que parecía necesitar un trago, respondió:

– Se lo hemos contado a Val. Ya debería ser suficiente.

– ¿A Val? -preguntó Whitey-. ¿A Val Savage?

– Esta misma tarde ha venido a vernos -apuntó Diane.

– ¿Le habéis contado lo que os dijo Roman y no nos lo queréis contar a nosotros?

– Él es de la familia -contestó Diane; después cruzó los brazos sobre el pecho y les dedicó su mejor mirada de «que os jodan, polis».

– Ya se lo contaré yo -declaró Eve-. ¡Santo Dios! Le dijo que no le había hecho ninguna gracia enterarse de que estábamos borrachas y haciendo el tonto por ahí, y que con toda probabilidad, a Bobby tampoco le gustaría nada, y que lo mejor que podíamos hacer era volver a casa.

– Así pues, os marchasteis.

– ¿Ha hablado con Roman alguna vez? -le preguntó-. Tiene una forma de decir las cosas que parece que te esté amenazando.

– ¿Eso es todo?- preguntó Whitey-. ¿No visteis que os siguiera hasta fuera del bar o algo así?

Negó con la cabeza.

Miraron a Diane.

Diane se encogió de hombros y contestó:

– La verdad es que estábamos bastante borrachas.

– ¿Volvisteis a verlo esa misma noche? ¿Alguna de las dos?

– Katie nos trajo hasta aquí con su coche -respondió Eve-. Nos dejó delante de la puerta. Fue la última vez que la vimos -tartamudeó un poco y apretó el rostro como si fuera un puño, al tiempo que volvía a inclinar la cabeza hacia atrás, miraba hacia arriba e inspiraba aire.

– ¿Con quién tenía intención de marcharse a Las Vegas? -le preguntó Sean- ¿Con Bobby?

Eve se quedó mirando el techo durante un buen rato; la respiración se le había vuelto líquida.

– Con Bobby, no -respondió al cabo de un rato.

– ¿Con quién, Eve? -insistió Sean-. ¿Con quién pensaba marcharse a Las Vegas?

– Con Brendan.

– ¿Con Brendan Harris? -preguntó Whitey.

– Sí -confirmó ella-. Con Brendan Harris.

Whitey y Sean se miraron uno al otro.

– ¿Con el hijo de Ray? -preguntó Drew Pigeon-. ¿Ese que tiene un hermano mudo?

Eve asintió con la cabeza y Drew se volvió hacia Sean y Whitey.

– Es un chico majo. Inofensivo.

Sean hizo un gesto de asentimiento y espetó:

– Sí, claro. Inofensivo.

– ¿Tienes su dirección? -preguntó Whitey.


Cuando llegaron a casa de Brendan Harris, no había nadie; por lo tanto, Sean pidió ayuda y ordenó a dos policías que vigilaran la casa y que les avisaran cuando regresaran los Harris.

A continuación, se dirigieron a casa de la señorita Prior, y tuvieron que quedarse allí tomando té, comiendo pasteles de café pasados y mirando Touched by an Angel [8] con el volumen tan alto que a Sean aún le retumbaba DelIa Reese en la cabeza una hora después de que gritara «Amén» y hablara de la redención.

La señorita Prior les contó que la noche anterior se había asomado por la ventana a eso de la una y media de la madrugada, y que había visto a dos niños jugando en la calle, niños pequeños, en la calle a aquellas horas, lanzándose latas uno al otro, haciendo esgrima con palos de hockey y diciendo palabrotas. Había pensado en decirles aIgo, pero las mujeres mayores debían andarse con cuidado. En los tiempos que corrían los niños estaban locos, disparaban en las escuelas, llevaban aquella ropa ancha y no paraban de decir tacos. Además, aI cabo de un rato los niños empezaron a perseguirse uno al otro calle abajo y, por lo tanto, ya había dejado de ser problema suyo; sin embargo, la forma en la que se comportaban los chicos actualmente…¿Era ésa la forma correcta de vivir?

– El agente Medeiros nos ha contado que oyó un coche a eso de las dos menos cuarto -dijo Whitey.

La señorita Prior miró cómo Della explicaba los caminos del Señor a Roma Downey; ésta tenía una pose solemne, los ojos vidriosos y parecía estar imbuida de Jesús. La señorita Prior hizo varios gestos de asentimiento al televisor para luego darse la vuelta y mirar a Sean y a Whitey de nuevo.

– Oí cómo un coche chocaba contra algo.

– ¿Contra qué?

– ¡Hoy en día la gente conduce como loca! Es una bendición que yo ya no tenga el carné, pues me daría miedo conducir por esas calles. Todo el mundo parece haberse vuelto loco.

– Sí, señora -dijo Sean-. ¿Por el ruido le pareció que era un coche chocando contra otro coche?

– ¡Ah, no!

– ¿Cómo si hubiera atropellado a una persona? -preguntó Whitey.

– ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo voy a saber yo qué ruido iba a hacer eso? Además, no tengo ningún interés en saberIo.

– Entonces no fue un ruido muy estridente – apuntó Whitey.

– ¿Cómo dice, querido?

Whitey se lo repitió, inclinándose hacia delante.

– No- respondió la señorita Prior-. Más bien fue como si un coche chocara contra una roca o un bordillo. El coche se quedó allí parado y alguien dijo: «Hola».

– ¿Alguien dijo «hola»?

– Hola -repitió la señorita Prior. Miró a Sean e hizo un gesto de asentimiento-. Y entonces, parte del coche se rompió.

Sean y Whitey se quedaron mirando el uno al otro.

– ¿Se rompió? -exclamó Whitey.

A la señorita Prior, inclinando su cabeza pequeña y azulada, se le ocurrió decir:

– Cuando mi Leo estaba vivo, se le rompió el eje del Plymouth. ¡Hizo tanto ruido! ¡Crac! -se le iluminó la mirada-. ¡Crad ¡Crac!

– Y eso es lo que oyó después de que alguien dijera: «Hola».

Asintió y respondió:

– Hola y crac.

– Y, cuando miró por la ventana, ¿qué vio?

– ¡Ah, no, no! -exclamó la señorita Prior-. No me asomé a la ventana. Entonces ya me había puesto la bata. Ya me había ido a dormir. Nunca me asomaría por la ventana con la bata puesta. La gente podría verme.

– Sin embargo, quince minutos antes…

– Joven, quince minutos antes no llevaba la bata. Acababa de ver una película en la televisión, una película estupenda en la que salía Glenn Ford. Ojalá me acordara del nombre.

– Entonces apagó el televisor…

– Vi a esos niños sin madre en la calle, me fui al piso de arriba, me puse la bata, y a partir de entonces, joven, ya no volví a descorrer las cortinas.

– La voz que dijo «hola» -insistió Whitey-, ¿era de hombre o de mujer?

– Creo que de mujer -contestó la señorita Prior-. Era una voz aguda, a diferencia de la de ustedes dos -expresó con entusiasmo-. Los dos tienen unas voces bien masculinas. Sus madres deben de estar bien orgullosas.

– ¡Oh, sí, señora! ¡No se lo puede ni imaginar! -exclamó Whitey.

Mientras salían de la casa, Sean repitió:

– ¡Crac!

– Whitey sonrió y añadió:

– ¡Cómo disfrutaba repitiéndolo! ¡Hizo que se sintiera jóven de nuevo!

– ¿Qué crees que se le rompió: el eje o la culata?

– La culata -contestó Whitey-. Es lo del «hola» lo que me ha dejado perplejo.

– Si saludó a quien le disparó, podría indicar que le conocía.

– Quizá, pero no podemos estar seguros.

Después de eso se pasaron por los bares en que habían estado las chicas; no consiguieron más que algunas declaraciones achispadas de genlte que dijo haber visto allí a las chicas, o quizá no, y listas incompletas de posibles clientes que podrían haberse encontrado allí entonces.

Para cuando llegaron al McGills, Whitey ya se estaba cabreando.

– Dos chicas jóvenes, muy jóvenes, menores de edad, de hecho, se suben a la barra y empiezan a bailar, y ¿quiere que me crea que no lo recuerda?

EI barman, que ya había empezado a asentir antes de que Whitey acabara de formular la pregunta, dijo:

– ¿Ah, ésas? Sí, ya me acuerdo. Claro. Seguro que las falsificaciones de los carnés eran muy buenas, porque se los pedimos a la entrada, detective.

– Sargento, si no le importa -apuntó Whitey-. En un principio apenas recordaba haberlas visto aquí y ahora recuerda haberles pedido el carné. Tal vez recuerde a qué hora se marcharon. ¿O de eso tampoco se acuerda muy bien?

El barman, un tipo joven, con unos bíceps tan grandes que, con toda probabilidad, le interrumpían el riego cerebral, dijo:

– ¿Marcharon?

– Sí, ¿a qué hora se fueron?

– Yo no…

– Fue justo antes de que Crosby rompiera el reloj -contestó un tipo que estaba sentado en un taburete.

Sean le echó un vistazo. Era un viejo que tenía el Herald abierto de par en par encima de la barra, entre una botella de Bud y un chupito de whisky; el humo de su cigarrillo formaba espirales en el cenicero.

– ¿Se encontraba usted aquí?- le preguntó Sean.

– Así es, Moron Crosby deseaba coger el coche e irse a casa. Sus amigos intentaban cogerle las llaves del coche. El tontorrón se las lanzó, pero falló y dieron contra ese réloj.

Sean observó el réloj que había sobre la puerta que conducía a la cocina. El cristal estaba roto y las manecillas se habían detenido a las 12:52.

– ¿Se marcharon antes de que sucediera eso?- le preguntó Whitey al viejo- ¿Las chicas?

– Unos cinco minutos antes- respondió el tipo-. Las llaves fueron a parar al reloj y recuerdo que pensé que me alegraba de que esas chicas ya no estuvieran allí. No hacía falta que vieran un espectáculo tan ruín.

Una vez en el coche, Whitey preguntó:

– ¿Ya has apuntado las horas?

Sean asintió con la cabeza, hojeó sus notas y contestó:

– Se marcharon del Curley's Folly a las nueve y media, y luego hicieron una visita rápida al Banshee, al pub Dick Doyle's y al Spire's, acabaron en el McGills a eso de las once y media, y entraron en el Last Drop a la una y diez.

– Y se estrelló con el coche una media hora después.

Sean hizo un gesto de asentimiento.

– ¿Te suena alguno de los nombres de la lista del barman?

Sean miró la lista de clientes del sábado por la noche que el barman del McGills había garabateado en un trozo de papel.

– Dave Boyle -dijo en voz alta cuando vio el nombre.

– ¿El mismo tipo del que eras amigo cuando eras un niño?

– Es posible -respondió Sean.

Podríamos ir a hablar con él -sugirió Whitey-. Si te considera amigo suyo, no nos tratará como simples policías ni se callará como un muerto sin motivo aparente.

– Claro.

– Le pondremos en la agenda de mañana.


Encontraron a Roman Fallow tomándose un capuchino en el Café Society de la colina. Estaba sentado con una mujer que parecía modelo: tenía las rótulas tan marcadas como los pómulos, los ojos un poco saltones, porque le habían estirado tanto la piel del rostro que parecía que se la hubieran pegado al hueso, y llevaba un bonito vestido de verano de color marfil con esas tiras finas que le daban cierto aire sexy y esquelético a la vez. Sean se preguntaba cómo era posible y decidió que debía ser por el brillo nacarado de su piel perfecta.

Roman llevaba una camiseta de seda por dentro de unos pantalones de pinzas de lino, y parecía que acabara de salir de un escenario de una de aquellas películas antiguas de la RKO que filmaban en La Habana o en Key West. Sorbía su capuchino y hojeaba el periódico con su chica; Roman leía la sección de negocios, mientras que su modelo pasaba las páginas de la sección de estilo.

Whitey se acercó una silla y exclamó:

– ¡Hola, Roman! ¿Venden también ropa de hombre en la tienda donde te has comprado esa camisa?

Roman, sin apartar la mirada del periódico, se metió un trozo de cruasán en la boca y exclamó:

– ¡Hola, sargento Powers! ¿Cómo está? ¿Qué tal te va el Hyundai?

Whitey se rió entre dientes mientras Sean se sentaba a su lado, y respondió:

– Roman, viéndote en un lugar como éste, juraría que eres un ejecutivo más, dispuesto a levantarte por la mañana y a hacer unas cuantas operaciones bursátiles desde tu iMac.

– Tengo un ordenador personal, sargento.

Roman cerró el periódico y miró a Whitey y a Sean por primera vez.

– ¡Ah, hola! -dijo a Sean-. Le conozco de algo.

– Sean Devine, policía del Estado.

– ¡Sí, sí! -exclamó Roman-. Claro, ya le recuerdo. Una vez le vi en los tribunales declarando en contra de un amigo mío. Un traje muy bonito. Sears está mejorando mucho la calidad de sus artículos, ¿no cree? Cada vez son más modernos.

Whitey echó un vistazo a la modelo y le dijo:

– ¿Quieres que te traiga un bistec o algo así, cariño?

– ¿Qué? -preguntó la modelo.

– ¿O tal vez quieres un poco de glucosa en un gota a gota? Te invito.

– No sigas. Esto debe quedar entre nosotros -protestó Roman.

– Roman, no lo entiendo -protestó la modelo.

Roman sonrió y le contestó:

– No te preocupes, Michaela. No nos hagas caso.

– Michaela -repitió Whitey-. ¡Qué nombre tan bonito!

Michaela no apartó los ojos del periódico.

– ¿Qué te trae por aquí, sargento?

– Los bollos -respondió Whitey-. La verdad es que me encantan los bollos que hacen aquí. Ah, sí, y además, ¿conoces a una mujer que se llama Katherine Marcus, Roman?

– Claro. -Roman tomó un pequeño sorbo de su capuchino, se limpió el labio superior con la servilleta y la dejó de nuevo sobre su regazo-. He oído decir que la han encontrado muerta esta misma tarde.

– Así es -corroboró Whitey.

– Cuando pasan cosas así, nunca es bueno para la reputación del barrio.

Whitey cruzó los brazos y se quedó mirando a Roman.

Roman se comió otro trozo de cruasán y bebió un poco más de capuchino. Cruzó las piernas, se secó con la servilleta delicadamente, y sostuvo la mirada a Whitey un momento. Sean pensó que eso era lo que más le empezaba a aburrir de su trabajo: aquellas competiciones de quién la tenía más grande, todo el mundo intentando ganar, sin nadie que se echara atrás.

– Sí, sargento -respondió Roman-. Conocía a Katherine Marcus. ¿Ha venido hasta aquí para preguntármelo?

Whitey se encogió de hombros.

– La conocía y ayer por la noche la vi en un bar.

– Además intercambió unas cuantas palabras con ella -añadió Whitey.

– Así es -contestó Roman.

– ¿Qué le dijo? -le preguntó Sean.

Roman no apartó los ojos de Whitey, como si Sean no mereciera más atención de la que ya le había dedicado.

– Salía con un amigo mío. Estaba borracha. Le dije que estaba haciendo el ridículo y que ella y sus dos amigas deberían volver a casa.

– ¿De qué amigo se trata?

Roman sonrió y exclamó:

– ¡Venga, sargento! Sabe perfectamente de quién le estoy hablando.

– Quiero que lo diga.

– Bobby O'Donnell- respondió Roman-. ¿Contento? Katie salía con Bobby.

– ¿En la actualidad?

– ¿Cómo dice?

– ¿Actualmente?- repitió Whitey-. ¿Estaba saliendo con él o había salido con él hacía tiempo?

– Estaba saliendo con él- contestó Roman.

Whitey garabateó algo en su libreta de notas y añadió:

– Eso no concuerda con la información que tenemos, Roman.

– ¿De verdad?

– Así es. Nos han contado que Katie le dejó hace siete meses, pero que él se negaba a aceptarlo.

– Ya sabe cómo son las mujeres, sargento.

Whitey negó con la cabeza y replicó:

– No, no lo sé. ¿Por qué no me lo cuentas, Roman?

Roman cerró su sección del periódico y respondió:

– Ella y Bobby tenían una relación de amor y odio. Un día él era el amor de su vida, pero al siguiente lo plantaba.

– Lo plantaba -repitió Whitey a Sean-. ¿Esa expresión te encaja con el Bobby O'Donnell que conocemos?

– En absoluto -contestó Sean.

– En absoluto -dijo Whitey a Roman.

Roman se encogió de hombros y añadió:

– Le estoy contando lo que sé. Eso es todo.

– Muy bien. -Whitey estuvo tomando notas en su libreta un momento-. Roman, ¿adónde fuiste ayer por la noche después de salir del Last Drop?

– Fuimos a la fiesta de un amigo que tiene un loft en el centro.

– ¡Vaya, una fiesta en un loft! -exclamó Whitey-. Siempre he deseado ir a una de esas fiestas. Drogas de diseño, modelos, un motón de tipos blancos escuchando rap y repitiéndose a sí mismos lo enrollados que son. Con «fuimos», ¿te refieres a ti y a la Ally McBeal esta que tienes al Iado, Roman?

– Michaela -respondió Roman-, Sí. Se llama Michaela Davenport, si te interesa apuntarlo.

– ¡Claro que lo estoy anotando! -declaró Whitey-. ¿Es tu nombre verdadero, encanto?

– ¿Qué?

– Que si Michaela Davenport es tu nombre verdadero.

– Sí. -La modelo aún abrió los ojos un poco más-. ¿Por qué?

– ¿Tu madre veía muchos culebrones antes de que nacieras?

– Roman- dijo Michaela.

Roman alzó una mano, miró a Whitey y le dijo:

– ¿No habíamos quedado que esto era entre nosostros? ¿Eh?

– ¿Te has ofendido, Roman? ¿Vas a hacer de Cristopher Walken conmigo y aponerte duro? ¿Es esa la idea que tienes? Porque si es así, te subo al coche y no te dejo bajar hasta que tu coartada quede clara. Sí, eso es lo que vamos a hacer. ¿Tienes planes para mañana?

Roman adoptó aquella actitud que ya había visto en muchos delincuentes cuando un poli se ponía duro con ellos: un retraimiento tan absoluto que daba la impresión de que habían dejado de respirar, devolvió la mirada con ojos oscuros, indiferentes y tímidos.

– No era mi intención ofenderle, sargento -confesó Roman, con voz monotona-. Estaré encantado de darle todos los nombres de la gente que me vio en la fiesta. Y estoy seguro de que el barman del Last Drop, Todd Lane, le confirmará que no me marché del bar antes de las dos.

– ¡Buen chico! -exclamó Whitey-. Bien, ¿dónde podemos encontrar a su amigo Bobby?

Roman se permitió dedicarle una amplia sonrisa al responder:

– Esto le va a encantar.

– ¿El qué, Roman?

– Si de verdad piensa que Bobby es el responsable de la muerte de Katherine Marcus, lo que le voy a decir le va a gustar.

Roman dirigió su mirada de predador hacia Sean, y éste notó de nuevo el entusiasmo que había sentido cuando Eve Pigeon les contó lo de Roman y Bobby.

– ¡Bobby, Bobby, Bobby! -Roman suspiró y guiñó el ojo a su novia antes de volver a mirar a Whitey y a Sean-. A Bobby le arrestaron por conducir en estado de embriaguez el viernes por la noche. -Roman tomó otro sorbo de su capuchino y al fin se lo contó-. Ha pasado todo el fin de semana en la cárcel, sargento -movió el dedo de un lado a otro entre ellos-. ¿La policía ya no se ocupa de comprobar esas cosas?


Cuando los policías les comunicaron por radio que Brendan Harris había regresado a casa con su madre, Sean empezaba a sentir cómo el cansancio de todo el día le llegaba hasta los mismísimos huesos. Sean y Whitey llegaron allí a eso de las once y se sentaron en la cocina con Brendan y su madre, Esther; Sean pensó que, gracias a Dios, ya no construian pisos como aquéllos. Parecía sacado de algún antiguo programa televisivo, de los Honeymooners [9], tal vez, que sólo pudiera apreciarse de verdad si se veía en un televisor en blanco y negro y en una pantalla de trece pulgadas que cacareara por la corriente y por una deficiente recepción. Era un piso que se asemejaba a una vía férrea: habían eliminado la puerta de entrada y cuando uno salía de la escalera iba a parar directamente a la sala de estar. Pasada la sala, a la derecha había un pequeño comedor que Esther Harris usaba como dormitorio; sus cepillos, los peines y su colección de cremas estaban apilados en una estantería a punto de desmoronarse. Un poco más allá, estaba el dormitorio que Brendan compartía con su hermano, Raymond.

A la izquierda de la sala de estar había un pequeño pasillo con un desproporcionado cuarto de baño que salía desde la derecha, y después estaba la cocina, encajada en un espacio en el que el sol sólo debía de tocar unos cuarenta y cinco minutos al día, a media tarde. La cocina estaba decorada con diferentes tonalidades de verde descolorido y de amarillo grasiento; Sean, Whitey, Brendan y Esther se sentaron junto a una pequeña mesa con las patas de metal, a las que les faltaban tornillos en las junturas. La superficie de la mesa estaba cubierta por un hule adhesivo amarillo y verde con dibujos de flores; se despegaba por las esquinas y en el centro faltaban unos cuantos trozos del tamaño de una uña.

Daba la impresión de que Esther encajaba a la perfección. Era pequeña y de facciones marcadas, y tanto podría tener cuarenta como cincuenta y cinco años. Olía a jabón barato y a humo de cigarrillo, y su horrible pelo azulado hacía juego con las venas azules igualmente horribles que le recorrían los antebrazos y las manos. Llevaba una sudadera de color rosa descolorido por encima de unos pantalones vaqueros y de unas pantuflas peludas de color negruzco. Fumaba Parliaments sin parar y miraba a Sean y a Whitey hablar con su hijo como si, por mucho que lo intentara, no le interesase en lo más mínimo, aunque seguía allí porque no tenía ningún sitio mejor al que ir.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Katie Marcus? -preguntó Whitey a Brendan.

– La mató Bobby, ¿verdad? -declaró Brendan.

– ¿Bobby O´Donnell? -preguntó Whitey.

– Sí.

Brendan manoseaba la superficie de la mesa. Parecía encontrarse en estado de shock. Hablaba con un tono de voz monótono, pero de repente respiraba con brusquedad y el lado derecho del rostro se le fruncía como si alguien le estuviera apuñalando el ojo.

– ¿Qué le hace pensar eso? -preguntó Sean.

– Ella le tenía miedo. Había salido con él, y ella siempre decía que si se enteraba de lo nuestro, nos mataría a los dos.

En ese momento Sean echó un vistazo a la madre, suponiendo que ésta reaccionaría de alguna manera, pero siguió fumando, expulsando bocanadas de humo y envolviendo toda la mesa en una nube de color gris.

– Parece ser que Bobby tiene una coartada -apuntó Whitey-. ¿Y tu, Brendan?

– Yo no la maté -respondió Brendan, con cierto atontamiento-. No sería capaz de hacer daño a Katie. Nunca.

– Bien, volvamos a ello -insistió Whitey-. ¿Cuándo fue la última vez que la viste?

– El viernes por la noche.

– ¿A qué hora?

– No sé, a eso de las ocho.

– ¿A las ocho, o a eso de las ocho, Brendan?

– No lo sé. -Brendan tenía el rostro retorcido por una ansiedad que Sean, al otro lado de la mesa, percibía. Apretaba las manos con fuerza y se balanceaba un poco en la silla-. Sí, a las ocho. Nos tomamos un par de copas en Hi-Fi, ¿de acuerdo? Y después… ella tenía que marcharse.

Whitey apuntó «Hi-Fi, 20:00, viernes» en su libreta, y le preguntó:

– ¿Adónde tenía que ir?

– No lo sé -contestó Brendan.

La madre estrujó otro cigarrillo sobre el montón que había erigido en el cenicero; uno de los cigarrillos apagados se prendió y una espiral de humo se elevó del montón y serpenteó hasta la ventana derecha de la nariz de Sean. Esther Harris se encendió otro cigarrillo de inmediato y Sean se hizo una imagen mental de sus pulmones: rugosos y negros como el ébano.

– Breandan, ¿cuántos años tienes?

– Diecinueve.

– ¿Cuándo acabaste los estudios de secundaria?

– Estudios -repitió Esther.

– Yo, bueno…me saqué el título de Secundaria el año pasado-. Respondió Brendan

– Entonces, Brendan- dijo Whitey- ¿no tienes ni idea de adónde fue Katie después de salir del Hi-Fi?

– No -contestó Brendan, la palabra se le secó en la garganta y los ojos estaban cada vez más rojos-. Había salido con Bobby y él estaba como loco; además, por el motivo que sea, no le caigo bien a su padre, por lo que teníamos que mantener nuestra relación en secreto. A veces no me decía adónde iba, ya que supongo que iba a encontrarse con Bobby para convencerle de que lo suyo había terminado. No lo sé. Esa noche me dijo que se iba a casa.

– ¿No le caes bien a Jimmy Marcus? -preguntó Sean-. ¿Por qué?

Brendan se encogió de hombros y respondió:

– No tengo ni la más remota idea. Pero dijo a Katie que no quería que se acercara a mí.

– ¿Qué? -exclamó la madre-. ¿Ese ladrón se cree que es mejor que mi familia?

– No es un ladrón -apuntó Brendan.

– Era realmente un ladrón -insistió la madre-. Eso, por muchos títulos que tengas, no lo sabías, ¿verdad? Siempre había sido un ladrón de pacotilla. Y su hija, con toda probabilidad, habría heredado sus mismos genes. Habría sido igual de mala. Considérate afortunado, hijo.

Sean y Whitey intercambiaron miradas. Esther Harris era, sin lugar a dudas, la mujer más despreciable que Sean jamás hubiera conocido. Era mala de verdad.

Brendan Harris abrió la boca para contestar a su madre, pero la volvió a cerrar.

– Katie llevaba folletos de Las Vegas en su mochila -declaró Whitey-. Nos han contado que tenía intenciones de irse allí. ¿Contigo, Brendan?

– Nosotros -Brendan mantuvo la cabeza baja-, nosotros, sí, nos ibamos a ir a Las Vegas. Teníamos intención de casarnos, hoy precisamente.- Alzó la cabeza y Sean vio cómo las lágrimas brotaban desde sus ojos enrojecidos. Brendan se las secó con la palma de la mano antes de que le resbalaran por las mejillas-. Eso era lo que habíamos planeado, ¿vale?

– ¿Pensabas abandonarme?- exclamó Esther Harris-. ¿Pensabas irte sin decirme nada?

– Mamá, yo…

– ¿Igual que tu padre? Ya veo. ¿Pensabas dejarme con tu hermano pequeño, ese que nunca dice nada? ¿Es eso lo que pensabas hacer, Brendan?

– Señora Harris -interrumpió Sean-, sería conveniente que nos concentráramos en el tema que nos ocupa. Brendan podrá explicárselo más tarde.

Le lanzó una de aquellas miradas a Sean que éste había visto en muchos presos habituales y en algunos psicópatas de tres al cuarto, una mirada que indicaba que en ese momento ni siquiera valía la pena prestarle atención, pero que si la hacía enfadar, lo solucionaría dejándole cubierto de morados.

Volvió a mirar a su hijo y exclamó:

– ¿Pensabas hacerme eso? ¿Eh?

– Mira, mamá…

– ¿Que mire, qué? ¿Que mire, qué? ¿Eh? ¿Qué te he hecho yo para que me trates así? ¿Eh? ¡Lo único que he hecho es criarte, darte de comer y comprarte aquel saxofón para navidades que nunca has aprendido a tocar! ¡Aún no lo has sacado del armario, Brendan!

– Mamá…

– No, vete a buscarlo. Muéstrales a estos hombres lo bien que tocas. Ve a buscarlo.

Whitey miró a Sean como si no se pudiera creer aquella mierda.

– Señora Harris -dijo-, no creo que sea necesario.

Al encenderse otro cigarrillo, la cabeza de la cerilla saltó por su enfado. Añadió:

– Lo único que he hecho es darle de comer, comprarle ropa y criarle.

– Sí, señora -asintió Whitey, en el preciso instante en que alguien abría la puerta principal y dos niños, con monopatines debajo del brazo, entraban en el piso.

Debían de tener unos doce años, o tal vez trece, y uno de ellos era muy parecido a Brendan: tenía el mismo pelo oscuro y el mismo atractivo, pero en sus ojos había algo de la madre, una escalofriante falta de concentración.

– Hola -dijo el otro niño cuando entraron en la cocina.

Al igual que el hermano de Brendan, parecía pequeño para su edad, y tenía que cargar con la maldición de un rostro largo y hundido, una cara desagradahle de viejo en un cuerpo de niño, que asomaba por debajo de mechones de pelo rubio.

– ¡Hola, Johnny! Sargento Powers, agente Devine, éste es mi hermano Ray, y su amigo, Johnny O´Shea.

– ¡Hola, chicos! -dijo Whitey.

– ¡Hola! -respondió Johnny O'Shea.

Ray les hizo un gesto de asentimiento.

– Es mudo -apuntó la madre-. Su padre era incapaz de mantener la boca cerrada, pero su hijo no habla. ¡La vida es jodidamente injusta!

Ray hizo señas a Brendan con las manos, y éste contestó:

– Sí, están aquí por lo de Katie.

– Queríamos ir al parque con el monopatín, pero estaba cerrado -protestó Johnny O'Shea.

– Lo abrirán mañana -declaró Whitey.

– Han dicho que mañana va a llover -dijo el niño, como si ellos tuvieran la culpa de que no pudieran ir con el monopatín a las once de la noche entre semana.

Sean se preguntaba en qué momento los padres empezaron a permitir que sus hijos siempre se salieran con la suya.

Whitey se volvió de nuevo hacia Brendan y le preguntó:

– ¿Se te ocurre que pudiera tener algún otro enemigo? ¿Alguien que, aparte de Bobby O'Donnell, pudiera estar enfadado con ella?

Brendan negó con la cabeza y añadió:

– Era muy buena, señor. Era una persona muy amable. Le caía bien a todo el mundo. No sé qué más puedo decirle.

– ¿Ya nos podemos ir? -preguntó O'Shea.

Whitey, mirándole con el entrecejo fruncido, le preguntó:

– ¿Os lo ha prohibido alguien?

Johnny O'Shea y Ray Harris salieron de la cocina y los adultos oyeron como lanzaban los monopatines al suelo de la sala de estar, entraban en el dormitorio de Ray y Brendan, chocaban con todo lo que se encontraban a su paso, tal y como suelen hacer los niños de doce años.

– ¿Dónde estaba entre la una y media y las tres de esta madrugada?- preguntó Whitey a Brendan.

– Durmiendo.

– ¿Puede confirmarlo? -preguntó Whitey a la madre.

Se encongió de hombros y respondió:

– No le puedo asegurar que no saltara por la ventana y que no bajara por las escaleras de emergencia. Lo único que le puedo asegurar es que entró en su habitación a las diez de la noche y que no le he visto hasta las nueve de esta mañana.

Whitey, estirándose en la silla, dijo:

– De acuerdo, Brendan. Tendremos que pedirte que pases por el detector de mentiras. ¿Te importaría hacerlo?

– ¿Van a arrestarme?

– No, sólo queremos que pases por el detector de mentiras.

Brendan, encogiéndose de hombros, respondió:

– ¡Claro, lo que haga falta!

– Aquí está mi tarjeta.

Brendan se la quedó mirando. Sin apartar los ojos de la tarjeta, dijo:

– La quería tanto. Yo… Nunca más seré capaz de sentir lo mismo. Esas cosas nunca suceden dos veces, ¿no es verdad? -observó a Whitey y a Sean.

Tenía los ojos secos, pero Sean deseaba eludir el dolor que veía en ellos.

– En la mayoría de los casos, ni siquiera ocurre una vez -declaró Whitey.


Dejaron a Brendan delante de su casa alrededor de la una; el chico había superado con éxito el detector de mentiras cuatro veces seguidas;,después Whitey llevó a Sean a su casa y le dijo que intentara dormir un poco, porque se tendrían que levantar temprano. Sean entró en su piso vacío, oyó el estruendo del silencio que la impregnaba, y sintió cómo el peso de demasiada cafeína y de comida rápida le bajaba por la columna vertebral. Abrió la nevera, sacó una cerveza, y se sentó en la encimera de la cocina a bebérsela; el ruido y las luces de la noche le resonaban por todo el cerebro, y le hicieron preguntarse si ya se había vuelto demasiado viejo para todo aquello, si ya estaba demasiado cansado de la muerte, de motivos tontos y de pervertidos estúpidos, y de la sensación de agobio que todo ello le producía.

Sin embargo, últimamente, se había sentido cansado en general. Cansado de la gente. Cansado de los libros, de la televisión, de las noticias de cada noche y de las canciones de la radio que ya había oído años atrás y que ya ni siquiera entonces le habían gustado. Estaba cansado de su ropa y de su pelo, cansado de la ropa y del pelo de la otra gente. Estaba cansado de desear que las cosas adquirieran algún sentido. Cansado de la política de oficina, y de quién jodía a quién, tanto en el sentido literal como en el figurado. Había llegado a un punto en el que estaba convencido de que ya había oído con anterioridad todo lo que la gente decía sobre cualquier tema; tenía la sensación de pasar los días escuchando antiguas versiones de cosas que, en su momento, ya no le habían parecido nuevas.

Tal vez sólo estuviera cansado de la vida, del gran esfuerzo que le suponía levantarse cada maldita mañana y empezar otro día igual al anterior, sin que nada, a excepción del tiempo y de la comida, cambiara. Demasiado cansado para preocuparse por una chica muerta, porque muy pronto habría otra. Y otra. Y mandar a los asesinos a la cárcel, aunque uno consiguiera que les condenaran a cadena perpetua, ya no le producía el nivel adecuado de satisfacción, pues al fin y al cabo, regresaban a sus hogares, al lugar al que habían encaminado sus vidas ridículas y estúpidas; aun así, los muertos seguían estando muertos. y tampoco había cambiado nada para la gente a la que habían robado y violado.

Se preguntaba si aquella apatía generalizada y la hastiada falta de esperanza serían los típicos síntomas de una depresión clínica.

Sí, Katie Marcus estaba muerta. Una tragedia. En teoría lo entendía, pero era incapaz de sentirlo. Sólo era un cadáver más, otra luz fundida.

Y su matrimonio, también. ¿Qué era sino un montón de cristales rotos? ¡Por el amor de Dios! La amaba, pero eran lo más opuesto que pueden llegar a ser dos personas que se consideren miembros de la misma especie. A Lauren le interesaban las obras de teatro, los libros y las películas que él no llegaba a entender, tuvieran o no subtítulos. Ella era locuaz, emotiva, y le encantaba ensartar palabras que formaban vertiginosas filas que se elevaban hasta formar una especie de torre de palabras que Sean sólo llegaba a comprender a medias.

La había visto por primera vez en el escenario de la universidad, representando el papel de una chica abandonada en una farsa adolescente; nadie en el público ni por un segundo hubiera pensado que algún hombre pudiese renunciar a una chica tan llena de energía, tan apasionada por absolutamente todo: experiencias, anhelos, curiosidad. Ya entonces hacían una pareja muy rara. Sean era tranquilo, práctico y reservado, a no ser que estuviera con ella; en cambio, Lauren era la hija única de unos padres mayores liberales y progres que la habían paseado por todo el mundo mientras trabajaban para el Cuerpo de la Paz, y que le habían infundido la necesidad de ver, tocar y examinar lo mejor que había en cada persona.

Encajaba muy bien en el mundo del teatro: primero, como actriz en la universidad; después, como directora de teatros locales y alternativos y, al cabo de un tiempo, como directora de escena de espectáculos más grandes e itinerantes. Pero no eran los viajes lo que hacía que su matrimonio no acabara de funcionar. ¡Qué caramba! Sean ni siquiera estaba seguro de las causas, aunque suponía que tenía algo que ver con sus silencios, con aquel desprecio que, poco a poco, todos los polis acababan por desarrollar: en realidad, era un desprecio hacia la gente, una incapacidad para creer en causas más elevadas y en el altruismo.

Los amigos de Lauren, que tiempo atrás le habían parecido fascinantes, empezaban a parecerle infantiles, inmersos en teorías artísticas y filosofías poco prácticas, muy alejadas del mundo real. Sean pasaba muchas noches en ruedos de hormigón azul en los que la gente robaba, violaba y asesinaba sin otra razón que el deseo vehemente de hacerlo, para luego tener que soportar fiestas nocturnas de fin de semana y oír cómo todos aquellos modernos (su mujer incluida) se pasaban la noche hablando sobre los motivos que llevaban al ser humano a pecar. Los motivos eran bien sencillos: la gente era estúpida. Chimpancés. Mucho peor que los chimpancés porque éstos no se mataban entre ellos por un boleto de lotería.

Ella le decía que se estaba volviendo muy duro, intratable, limitado en su forma de pensar. y él no le respondía, porque no había nada que discutir. Lo que realmente importaba no era si se había convertido en todo aquello, sino saber si había cambiado para bien o para mal.

Sin embargo, se habían amado. A su manera, lo seguían intentando: Sean intentaba romper su caparazón y Lauren hacía un esfuerzo por entrar en él. Fuera lo que fuera que hubiera entre dos personas, la necesidad absoluta y química de estar junto al otro nunca había desaparecido. Jamás.

Con todo, tal vez debería haberse dado cuenta de que ella tenía un lío. Quizá lo hizo. Pero no fue ese lío lo que realmente le preocupó, sino el embarazo que vino a continuación.

¡Mierda! Se sentó en el suelo de la cocina, en la ausencia de su mujer, se cubrió la frente con las palmas de las manos y, por enésima vez en ese año, intentó ver con claridad por qué su matrimonio se iba a pique. Lo único que alcanzó a ver fueron los fragmentos y los cristales rotos, esparcidos a través de las salas de su mente.

Cuando sonó el teléfono supo de algún modo (antes incluso de levantarlo de la encimera y apretar la tecla de «contestar») que era ella.

– Aquí Sean.

Al otro lado de la línea, oyó el estruendo apagado de un tráiler que avanzaba poco a poco y el suave zuum que hacían los coches al pasar a toda velocidad por la autopista. Se lo imaginó enseguida: un área de descanso de la autopista, con la gasolinera en la parte superior, y una hilera de teléfonos entre el Roy Rogers y el McDonald's. y Lauren allí, escuchando.

– ¡Lauren! -exclamó-. ¡Ya sé que eres tú!

Alguien que tintineaba unas llaves pasó por delante de la cabina telefónica.

– Lauren, di alguna cosa.

El tráiler puso la primera marcha y, a medida que atravesaba el aparcamiento, el ruido del motor fue cambiando.

«¿Cómo está? -estuvo a punto de decir Sean-. ¿Cómo está mi hija?», en ese momento aún no sabía si era suya. Sólo tenía la certeza de que era de Lauren. Así pues, repitió: «¿Cómo está?».

El camión puso la segunda marcha, y el crujido de los neumáticos sobre la grava se hizo cada vez más distante a medida que se iba hacia la salida de la zona de servicios y hacia la carretera.

– Esto me hace demasiado daño -declaró Sean-. ¿ Podrías dignarte a hablarme?

Recordó lo que Whitey había dicho a Brendan Harris sobre el amor, cómo a la mayoría de la gente ni siquiera le sucedía una vez, y se imaginó a su mujer allí de pie, viendo alejarse el camión, con el teléfono junto al oído, pero apartado de la boca. Era una mujer alta y delgada, con el pelo color rojo cereza. Cuando se reía, se tapaba la boca con los dedos. En la universidad, una vez habían cruzado el campus bajo la lluvia y se habían resguardado debajo de la arcada de la biblioteca, donde ella le había besado por primera vez; cuando le había tocado la nuca con su mano mojada, algo se había aflojado en el pecho de Sean, algo que había permanecido encerrado e inerte desde hacía tanto tiempo que ni siquiera lo recordaba. Ella le dijo que su voz era la más bonita que había oído, y que tenía la cadencia del whisky y del humo del bosque.

Desde que se había marchado, el ritual habitual consistía en que él hablaba hasta que ella decidía colgar. Nunca había pronunciado palabra alguna, ni una sola vez en todas aquellas llamadas telefónicas que había recibido desde que ella le dejara; llamadas que hacía desde áreas de descanso, moteles y polvorientas cabinas dispuestas a lo largo de los arcenes de las carreteras áridas que había desde allí hasta la frontera con México y de nuevo al volver hacia allí. y a pesar de que sólo consistía en un suave zumbido de una línea silenciosa, siempre sabía que era ella la que llamaba. Podía sentirla a través del teléfono. A veces podía incluso olerla.

Las conversaciones, si se podían llamar así, a veces duraban hasta quince minutos, dependiendo de las ganas que él tuviera de hablar; sin embargo, esa noche Sean tenía un agotamiento general y, además, estaba cansado de echar tanto de menos a una mujer que había desaparecido una mañana en la que estaba embarazada de siete meses, y harto de que sus sentimientos por ella fueran los únicos sentimientos que le quedaban por nada.

– Esta noche no puedo -confesó Sean-. Estoy cansado a más no poder, sufro, y tú ni siquiera me dejas oír tu voz.

De pie en la cocina, le dio un irremediable plazo de treinta segundos para que reaccionara. Le llegaba el tilín de una campana mientras alguien llenaba un neumático de aire.

– Adiós, cariño -dijo, pero las palabras se le quedaron atravesadas en la flema de la garganta; luego colgó.

Permaneció inmóvil durante un momento, escuchando cómo el eco de la tintineante bomba de aire se confundía con el silencio resonante que descendía por la cocina y le aporreaba el corazón.

Estaba convencido de que le atormentaría. Tal vez toda la noche y parte del día siguiente. Quizá toda la semana. Había puesto fin al ritual. Había sido él el que había colgado. ¿ y si mientras lo hacía ella había entreabierto la boca para hablar y pronunciar su nombre?

¡Santo cielo!

Esa imagen le hizo dirigirse hacia la ducha, aunque sólo fuera para poder alejarse de ella y del hecho de imaginársela allí de pie junto a las cabinas telefónicas, con la boca abierta, y las palabras subiéndole por la garganta.

Podría haber estado a punto de decir: «Sean, vuelvo a casa».

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