El lunes por la mañana, Celeste se encontraba en la cocina con su prima Annabeth, mientras la casa se llenaba de plañideros. Annabeth estaba de pie junto a los fogones, cocinando sin demasiada convicción en el momento en que Jimmy, recién salido de la ducha, asomaba la cabeza para preguntar si podía ayudar en algo.
Cuando eran niñas, Celeste y Annabeth habían sido como hermanas. Annabeth había sido la única chica en una familia de varones, y Celeste era hija única de unos padres que no se soportaban; por lo tanto, habían pasado mucho tiempo juntas y, en la época del instituto, se llamaban por teléfono casi todas las noches. A lo largo de los años, esa situación había cambiado de forma casi imperceptible, a medida que el distanciamiento entre la madre de Celeste y el padre de Annabeth se hacía cada vez más patente; habían pasado de la cordialidad a la frialdad, y luego a la hostilidad. y en cierto modo, ese distanciamiento entre hermano y hermana había repercutido en sus hijas, hasta el punto en que llegó un momento en que Celeste y Annabeth sólo se veían por formalidad: en las bodas, en los nacimientos y posteriores bautizos, y de vez en cuando en navidades y en Semana Santa. Lo que más le dolía a Celeste es que aquello hubiera sucedido sin ningún motivo aparente, y le dolía que una relación, antes inquebrantable, pudiera debilitarse con tanta facilidad por el paso del tiempo, por problemas familiares y por los esfuerzos propios del crecimiento.
Sin embargo, las cosas habían mejorado un poco desde que su madre muriera. El verano anterior, ella y Dave se habían reunido con Annabeth y Jímmy para comer y, durante el invierno, habían salido a cenar y a tomar algo un par de veces. Las conversaciones eran cada vez menos tensas y Celeste tenía la sensación de que los diez años de distanciamiento tocaban a su fin y encontraban un nombre: Rosemary.
Annabeth había estado a su lado cuando Rosemary murió. Había ido a su casa cada mañana y se había quedado con ella hasta el anochecer durante tres días seguidos. Había cocinado, la había ayudado con los preparativos del funeral y le había hecho compañía mientras Celeste lloraba por la pérdida de una madre que, a pesar de que nunca le había demostrado mucho cariño, no dejaba de ser su madre.
Y en ese momento Celeste estaba dispuesta a ayudar a Annabeth, una persona aparentemente muy independiente que para sorpresa de la mayoría de la gente, Celeste incluida, necesitaba apoyo.
Estuvo junto a su prima; la dejaba cocinar, iba a buscarle la comida al frigorífico cuando ésta se lo pedía y contestaba casi todas las llamadas.
Y allí estaba Jimmy; no habían pasado ni veinticuatro horas de la noticia de la muerte de su hija, y le preguntaba si necesitaba ayuda. Aún llevaba el pelo mojado y no se había acabado de peinar. La camisa, todavía húmeda, se le adhería al pecho. Iba descalzo, y el intenso dolor y la falta de sueño se manifestaban en las bolsas de debajo de sus ojos.
Celeste no pudo evitar pensar: «¡Santo cielo, Jimmy! ¿Y tú, qué? ¿Alguna vez piensas en ti?».
Todas esas personas que atestaban la casa en ese momento llenaban la sala de estar y el comedor, circulaban en masa por el vestíbulo, apilaban sus abrigos en las camas del dormitorio de Nadine y Sara, quería ocuparse de Jimmy, nunca se les habría ocurrido que él se ocupara de ellos. Era como si sólo él fuera capaz de explicarles esa broma brutal, de aliviar la angustia de sus cerebros y de echarles una mano cuando salieran del estado de shock y sus cuerpos se desmoronaran a causa de nuevas oleadas de dolor. Daba la impresión de que Jimmy dominaba la situación sin tener que hacer esfuerzo alguno; Celeste no cesaba de preguntarse si él se daba cuenta de eso, si era consciente de la carga que debía de ser para él, especialmente en momentos como aquéllos.
– ¿Cómo dices? -dijo Annabeth, con los ojos clavados en el tocino que chisporroteaba en una sartén negra.
– ¿Necesitas algo? -le preguntó-. Si quieres, puedo ocuparme un rato de la cocina.
Annabeth, contemplando los fogones con una leve sonrisa, negó con la cabeza y respondió:
– No, estoy bien.
Jimmy miró a Celeste como si quisiera preguntarle: «¿Lo está de verdad?».
Celeste asintió con la cabeza y añadió:
– Jim, lo tenemos todo controlado.
Jimmy volvió a mirar a su mujer y Celeste sintió el más tierno de los dolores en su mirada. También sintió que un fragmento del tamaño de una lágrima saltaba del corazón de Jimmy y le caía en el interior del pecho. Se inclinó hacia delante y, alargando la mano hacia los fogones, apartó una gota de sudor de la mejilla de Annabeth con el dedo índice.
– ¡No! -exclamó Annabeth.
– ¡Mírame! -le susurró Jimmy.
Celeste pensó que debería salir de la cocina, pero temía que si lo hacía se quebrara algo entre su prima y Jimmy, algo demasiado frágil.
– No puedo -contestó Annabeth-. Jimmy, si te miro, me desmoronaré, y no me lo puedo permitir con toda esta gente en casa. ¡Por favor!
– De acuerdo, cariño. De acuerdo -dijo Jimmy, alejándose de los fogones.
Annabeth, con la cabeza baja, musitó:
– No quiero volver a perder la calma.
– Lo comprendo.
Por un momento, Celeste tuvo la sensación de que estaban desnudos ante ella, como si estuviera presenciando algo entre un hombre y su mujer que era tan íntimo como el hecho de hacer el amor.
Se abrió la puerta del vestíbulo y el padre de Annabeth, Theo Savage, bajó por el pasillo con una caja de cerveza en cada hombro. Era un hombre enorme, un ser humano rubicundo y de mejillas caídas que se asemejaba a un oso, poseía una extraña elegancia de bailarín mientras intentaba recorrer el estrecho pasillo con las cajas de cerveza sobre los hombros de mástil de barco. A Celeste siempre le había llamado la atención que semejante mole hubiera engendrado a unos hijos tan enanos: Kevin y Chuck eran los únicos que habían heredado su altura y su tamaño, y Annabeth era la única hija que había heredado su elegancia física.
– Las dejo detrás de ti, Jimmy -dijo Theo, y Jimmy se apartó mientras Theo lo rodeaba con delicadeza y entraba en la cocina.
Saludó a Celeste rozándole la mejilla con los labios y con un «¿ Cómo estás, cariño?»; luego colocó ambas cajas en la mesa de la cocina y abrazó a su hija por el estómago, apoyándole la barbilla en el hombro.
– ¿ Cómo lo llevas, cielo?
– Hago lo que puedo, papá -respondió Annabeth.
Le besó a un lado de la nuca, diciéndole «mi niña» y después, volviéndose hacia Jimmy, le dijo:
– Si tienes alguna nevera portátil, podemos ir llenándola. Llenaron las neveras junto a la despensa y Celeste continuó desenvolviendo toda la comida que les habían llevado, cuando los amigos y la familia empezaron a regresar a la casa a primera hora de la mañana. Había de todo: pan irlandés hecho con levadura de bicarbonato, empanadas, cruasanes, bollos, pasteles y tres bandejas diferentes de ensalada de patata; bolsas enteras de panecillos, fuentes de carne fría, albóndigas con salsa en una descomunal cazuela de barro, dos jamones curados y un pavo enorme cubierto por un trozo arrugado de papel de aluminio. Annabeth no tenía por qué cocinar, todos los sabían, pero lo comprendían: necesitaba hacerlo. Así pues, preparó tocino, salchichas y dos sartenes enteras de huevos revueltos; Celeste llevó toda la comida a una mesa que habían colocado contra la pared del comedor. Se preguntaba si toda aquella comida era un intento de aliviar la pena que se sentía por los muertos, o si en cierta manera albergaban la esperanza de engullirse el dolor, hartarse hasta no poder más y hacerlo bajar con Coca-Colas y bebidas alcohólicas, con café y con té, hasta que todo el mundo estuviera tan lleno y tan hinchado que se quedara dormido. Eso era lo que se solía hacer en las reuniones tristes: en los velatorios, en los funerales, en las ceremonias conmemorativas y en eventos similares: uno comía, bebía y hablaba hasta que no podía comer, beber o hablar más.
Divisó a Dave a través de la multitud de la sala de estar. Estaba sentado en el sofá junto a Kevin Savage y, aunque los dos hablaban, ninguno de los dos parecía ni muy animado ni muy cómodo; de hecho, ambos estaban sentados en los extremos del sofá y parecía una competición para ver quién iba a caerse antes. Celeste sintió una punzada de lástima por su marido: por ese mínimo, aunque siempre presente, aire de extrañeza que parecía cernir se sobre él de vez en cuando, especialmente entre aquella gente. Al fin y al cabo, todo el mundo le conocía. Todos sabían lo que le había sucedido cuando era niño, y aun cuando ellos pudieran vivir con ello y no juzgarle (y seguramente así era), Dave no acababa de conseguirlo, no era capaz de relajarse del todo cuando estaba rodeado de gente que le conocía de toda la vida. Cuando Celeste y él salían con pequeños grupos de amigos o de compañeros de trabajo que no fueran del barrio, Dave se sentía relajado y seguro de sí mismo, decía ocurrencias divertidas o hacía observaciones ingeniosas; en fin, se comportaba con tanta naturalidad como cualquier otra persona. (A sus compañeras de trabajo de la peluquería y a sus respectivos maridos Dave les caía muy bien.) Pero allí, en el lugar en el que había crecido y había echado raíces, siempre parecía quedarse un poco atrás en las conversaciones, no poder, seguir el ritmo de los demás, era siempre el último en entender un chiste.
Intentó llamar su atención y sonreirle, para hacerle saber que mientras ella siguiera allí dentro no estaría solo. Pero un grupo de gente se detuvo bajo el arco abierto que separaba el comedor de la sala de estar, y Celeste lo perdió de vista.
A menudo, era al estar rodeado de un grupo de gente cuando uno se daba cuenta de lo poco que veía o del poco tiempo importante que pasaba con la persona que amaba y con la que vivía. Aquella semana casi no había visto a Dave, a excepción del sábado por la noche en el suelo de la cocina después de que estuvieran a punto de atracarle. y casi no le había visto desde que Theo llamara el día anterior a las seis de la tarde para decirle: «Cariño, tengo malas noticias para ti. Katie está muerta».
– No es posible, tío Theo -fue la primera reacción de Celeste.
– Cielo, no sabes lo que me está costando decírtelo. Pero lo está.
A la pobre chica la han asesinado. -¡Asesinado!
– La encontraron muerta en el Pen Park.
Celeste había echado un vistazo al televisor que había sobre la encimera de la cocina y había visto que era la noticia más importante del telediario de las seis; aún la estaban retransmitiendo en directo y desde la cámara del helicóptero se veía cómo las fuerzas policiales se reunían a un extremo de la pantalla del autocine. Los periodistas, que aún no sabían el nombre de la víctima, confirmaron que se había encontrado el cadáver de una mujer joven.
Katie, no. No, no, no.
Celeste había dicho a Theo que se dirigiría a casa de Annabeth de inmediato, y allí es donde había estado desde que la llamaran por teléfono, a excepción de una corta siesta que se había echado en su propia casa entre las tres y las seis de aquella misma mañana.
y con todo, no se lo podía acabar de creer. Ni siquiera después de todo lo que había llorado con Annabeth, Nadine y Sara. Ni siquiera después de haber sostenido a Annabeth en el suelo de la sala de estar durante esos cinco minutos en que su prima no había dejado de temblar con violencia presa de fuertes espasmos. Ni siquiera después de haberse encontrado a Jimmy de pie en la oscuridad del dormitorio de Katie, con la almohada de su hija contra el rostro, sin llorar, sin hablar, sin hacer ningún tipo de ruido; estaba allí de pie con la almohada apretada contra la cara, aspirando el olor del pelo y de las mejillas de su hija, una y otra vez. Inspiraba, espiraba. Inspiraba, espiraba…
Ni siquiera después de todo aquello se lo acababa de creer. Tenía la sensación de que Katie podría entrar por la puerta en cualquier momento y de que, plantándose en medio de la cocina, cogería un trozo de tocino de la bandeja del horno sin hacer ruido. Katie no podía estar muerta. Era imposible.
Aunque sólo fuera por esa cosa, esa cosa ilógica clavada en el recoveco más oculto del cerebro de Celeste, esa cosa que había sentido al ver el coche de Katie en las noticias y que le hacía pensar, sin ningún tipo de lógica, que sangre equivalía a Dave.
En ese momento sentía a Dave al otro lado de la multitud de la sala de estar. Sentía su soledad y sabía que su marido era un buen hombre. Con sus defectos, pero bueno. Ella le amaba, y si ella le amaba eso significaba que él era bueno, y si él era bueno, entonces la sangre del coche de Katie no podía guardar ninguna relación con la sangre que ella misma había limpiado de la ropa de Dave el sábado por la noche. Así pues, de algún modo, Katie aún debía de estar viva, porque todas las demás alternativas eran horripilantes.
E ilógicas. Mientras se dirigía de nuevo hacia la cocina en busca de más comida, Celeste tenía la certeza de que eran completamente ilógicas.
Estuvo a punto de toparse con Jimmy y su tío Theo que arrastraban una nevera por el suelo de la cocina en dirección al comedor; en el último instante, Theo se apartó de en medio y exclamó:
– ¡Ten cuidado con esta mujer, Jimmy, pues va a toda prisa! Celeste sonrió con cierto recato, de la forma en que el tío Theo esperaba que las mujeres sonrieran, e intentó olvidarse de la sensación que siempre había tenido cuando el tío Theo la miraba, una sensación que experimentaba desde los doce años y que la provocaba el hecho de que él la mirara con demasiada atención.
Arrastraron la enorme nevera hacia delante, y formaban una pareja muy extraña: Theo, coloradote, con un cuerpo y una voz potentes; Jimmy, tranquilo, de piel clara y tan carente de grasa o de cualquier indicio de exceso que siempre daba la impresión de que acababa de regresar de un campamento militar. Apartaron a la multitud que se arremolinaba junto a la puerta de la entrada a medida que colocaban la nevera al Iado de la mesa que habían apoyado contra la pared del comedor; Celeste se percató de que la sala entera se dio la vuelta para observar cómo la ponían bajo la mesa, como si la carga que compartían ya no fuera de repente una descomunal nevera de plástico duro de color rojo, sino la hija que Jimmy enterraría aquella misma semana, la hija que les había llevado a todos ellos hasta allí para verse, comer y ver si tendrían la valentía de pronunciar su nombre.
La gente les observaba apila bar las neveras una junto a la otra y abrir camino entre la n1ultitud de la sala de estar y del comedor; Jimmy, que estaba comprensiblemente apagado, se detenía delante de cada uno de los invitados para darles las gracias con una emoción casi efusiva y con un buen apretón de manos; Theo seguía siendo aquel individuo tempestuoso que se regía por las fuerzas de la naturaleza; todos empezaron a comentar lo amigos que se habían hecho a lo largo de los años, al ver cómo se desplazaban a través del cuarto como si fueran un verdadero tándem padre-hijo.
Cuando Jimmy se casó con Annabeth, nadie se lo podría ha ber llegado a imaginar. Por aquel entonces, Theo no era precisamente famoso por su amabilidad. Era un borracho y un alborotador; un hombre que para complementar los ingresos que hacía con el taxi de noche trabajaba como gorila en un lugar peligroso, y realmente disfrutaba con su trabajo. Era sociable y sonreía a menudo, pero esos alegres apretones de manos siempre eran desafiantes, y su forma de reír tenía cierto aire de amenaza.
En cambio, desde que saliera de Deer Island, Jimmy siempre se había comportado de un modo tranquilo y serio. Era amable, pero de forma reservada, y en las reuniones siempre tendía a quedarse en un rincón. Era el tipo de hombre que cuando decía algo, todo el mundo le escuchaba. Debido a que hablaba tan poco, uno acababa por preguntarse cuándo hablaría y, si lo hacía, qué diría.
Theo era divertido, aunque no caía muy simpático. Jimmy caía muy bien, pero no era especialmente divertido. Lo último que la gente se habría podido imaginar es que esos dos se hicieran amigos. Pero ahí estaban: Theo observaba la espalda de Jimmy con mucha atención por si en cualquier momento perdía el equilibrio y hacía falta sostenerle, y así evitar que se diera de bruces en el suelo; de vez en cuando, Jimmy se detenía para decir algo al descomunal nervio que Theo tenía por oreja antes de seguir avanzando entre la multitud. Amigos Íntimos, decía la gente. Eso es lo que parecían, amigos Íntimos.
Como ya se acercaba el mediodía, de hecho, eran las once, la mayoría de la gente que pasaba por la casa llevaba bebidas alcohólicas en vez de café, y carne en lugar de dulces. Cuando el frigorífico estuvo lleno, Jimmy y Theo Savage se fueron a buscar más neveras y más hielo al piso de la tercera planta, el que Val compartía con Chuck, Kevin, y la mujer de Nick, Elaine; ésta vestía de negro, bien porque se considerara viuda hasta que Nick saliera de la cárcel, o porque, según decían algunos, simplemente le gustaba el color negro.
Theo y Jimmy encontraron dos neveras en la despensa de al lado de la secadora y varias bolsas de hielo en el congelador. Llenaron las neveras, tiraron las bolsas de plástico a la basura, y cuando ya estaban saliendo de la cocina Theo exclamó:
– ¡Eh, espera un momento, Jim! Jimmy miró a su suegro.
Theo, señalando una silla, le indicó: -Siéntate.
Jimmy colocó la nevera junto a la silla, se sentó y esperó a que Theo iniciara la conversación. Theo Savage había criado a siete hijos en aquel mismo piso, un pequeño piso de tres habitaciones con suelos inclinados y ruidosas tuberías. Una vez, Theo contó a Jimmy que se imaginaba que eso quería decir que nunca más tendría que disculparse por nada en lo que le quedaba de vida. «Siete hijos -le había dicho a Jimmy-, con sólo dos años de diferencia entre ellos, gritando a todo pulmón en ese piso de mierda. La gente solía hablar de los encantos de la paternidad. Pero cuando yo llegaba a casa del trabajo y oía todo ese ruido, lo único que podía exclamar era: ¡Que me los muestren, joder! Yo nunca le ví el encanto, sólo tuve muchos dolores de cabeza. Muchísimos.»
Jimmy sabía por Annabeth que cuando su padre llegaba a casa para encontrarse con esos dolores de cabeza, sólo se quedaba allí el rato que tardaba en comerse la cena; luego se marchaba de nuevo. y Theo había contado a Jimmy que nunca había perdido muchas horas de sueño por criar a sus hijos. Casi todos habían sido chicos y, según Theo, los chicos eran muy fáciles de criar; si uno les daba de comer, les enseñaba a pelear y a jugar a pelota, lo demás venía solo. Todos los mimos que necesitaban los obtenían de su madre, y sólo buscaban a su padre cuando necesitaban dinero para comprarse un coche o que alguien les pagara la fianza. Era a las hijas a las que uno acababa malcriando, había dicho a Jimmy.
– ¿Es así cómo lo define? -preguntó Annabeth cuando Jimmy se lo contó.
A Jimmy no le habría importado qué tipo de padre había sido Theo si éste no aprovechara cualquier oportunidad para echarles en cara, a él y a Annabeth, lo mal que lo hacían como padres, mientras les decía con una sonrisa y sin ningún ánimo de ofender, faltaría más, que él no permitiría que un hijo suyo siempre se saliera con la suya.
Jimmy a menudo asentía, le daba las gracias y lo pasaba por alto. En aquel momento, mientras Theo se sentaba en una silla delante de él y miraba hacia el suelo, Jimmy descubría de nuevo ese brillo de hombre sabio en sus ojos. Al oír el clamor de pies y de voces procedentes del piso de abajo, le dedicó una triste sonrisa y dijo:
– Parece ser que sólo ves a tu familia y a tus amigos en las bodas y en los velatorios. ¿No es así, Jim?
– Así es -respondió Jimmy, intentando liberarse aún de la sensación que lo acompañaba desde las cuatro de la tarde del día anterior; la sensación de que su verdadero ser se cernía por encima de su cuerpo, flotando por el aire con movimientos algo frenéticos, intentando encontrar un camino de vuelta a su propia piel antes de que se cansara de todo ese aleteo, y cayera, como una piedra, dentro del negruzco centro de la tierra.
Theo apoyó las manos sobre sus rodillas y se quedó mirando a Jimmy hasta que éste alzó la cabeza y le miró a los ojos.
– ¿ Cómo lo llevas por el momento? Jimmy se encogió de hombros y respondió:
– Aún no me lo acabo de creer.
– Cuando lo hagas, será muy doloroso, Jim.
– Ya me lo imagino.
– Muchísimo. Yate lo aseguro yo.
Jimmy volvió a encogerse de hombros y sintió cómo cierto indicio de emoción, ¿ de ira, tal vez?, brotaba desde la mismísima boca de su estómago. Eso era precisamente lo que más necesitaba en ese momento: que Theo Savage le hiciera un discurso apasionado sobre el dolor. ¡Mierda!
Theo, inclinándose hacia delante, prosiguió:
– Cuando se murió mi Janey, y que Dios la bendiga, Jim, tardé seis meses en recuperarme. Mi hermosa mujer estaba aquí y, de repente, al día siguiente había desaparecido -hizo castañetear sus gruesos dedos-. Ese día Dios ganó a un ángel y yo perdí a una santa. Pero, gracias a Dios, los hijos ya eran mayores. Lo que te quiero decir es que pude pasarme seis meses llorando su pérdida. Me pude permitir ese lujo. Sin embargo, Jim, tú no puedes.
Theo se recostó en la silla y Jimmy volvió a notar esa sensación de burbujeo. Hacía más de diez años que Janey Savage había muerto, y Theo le había dado a la botella durante mucho más de seis meses. Más bien fueron dos años. Le había dado a la bebida casi toda la vida, pero cuando Janey murió, aún bebió mucho más. Cuando Janey vivía, le había prestado la misma atención que a un trozo de pan seco.
Jimmy aguantaba a Theo porque no le quedaba más remedio; después de todo, era el padre de su mujer. Visto desde fuera, seguro que parecían amigos. Tal vez Theo pensara que lo fueran. Y la edad había enternecido a Theo hasta tal extremo que amaba a su hija abiertamente y malcriaba a sus nietos. Sin embargo, una cosa era no juzgar a un tipo por sus pecados pasados, y otra muy diferente era tener que aguantar sus canse] os.
– ¿Entiendes lo que te quiero decir? -le preguntó Theo-. Asegúrate de que tu dolor no se convierta en indulgencia, Jim, y de que no te haga abandonar tus responsabilidades familiares.
– Mis responsabilidades familiares -repitió Jimmy.
– Sí, debes cuidar de mi hija y de esas pequeñas niñas. En este momento deben ser lo más importante para ti.
– jAjá! -contestó Jimmy-. ¿Qué te ha hecho pensar que iba a olvidarme, Theo?
– No he dicho que fueras a hacerlo, sino que podría pasarte. Eso es todo.
Jimmy observó la rótula izquierda de Theo e, imaginándose que estallaba en un baño de sangre, dijo: -Theo.
– Sí, Jim.
Jimmy vio cómo la otra rótula saltaba por los aires y, dirigiendo la mirada hacia los codos, le preguntó:
– ¿No crees que podríamos haber mantenido esta conversación un poco más adelante?
– Es mucho mejor tenerla ahora.
Theo se rió con su característica estridencia, aunque con cierto aire de advertencia.
– ¿Mañana, por ejemplo? -Jimmy apartó la vista de los codos de Theo y la alzó hasta sus ojos-. ¿No crees que mañana habría estado bien, Theo?
– ¿Qué te acabo de decir, Jimmy? -Theo se estaba enfadando. Era un hombre corpulento de temperamento violento; Jimmy era consciente de que eso asustaba a mucha gente, veía el miedo en los rostros de la calle, pero él se había acostumbrado a ello y lo había confundido por respeto-o Tal y como yo lo veo, no existe el momento ideal para mantener esta conversación, ¿no crees? Por lo tanto, he pensado que cuanto antes la tuviéramos, mejor.
– Claro -asintió Jimmy-. Como has dicho antes, mucho mejor tenerla ahora, ¿ no es así?
– Así es. Buen chico. -Theo le dio una palmadita en la rodilla y se puso en pie-o Lo superarás, Jimmy. Saldrás adelante. Será muy doloroso, pero lo conseguirás. Porque eres un hombre de verdad. El día de vuestra boda dije a Annabeth: «Cariño, te llevas a un auténtico hombre de la vieja escuela. Un tipo perfecto. Un campeón. Un tipo que…»
– Como si la hubieran puesto en una bolsa -dijo Jimmy.
– ¿ Cómo dices?
Theo se lo quedó mirando.
– Ésa es la sensación que tuve ayer por la noche cuando identifiqué a Katie en el depósito de cadáveres. Como si alguien la hubiera metido en una bolsa y la hubieran golpeado con un tubo de metal.
– Sí, bien, no permitas que…
– Ni siguiera hubiera podido ver de la raza que era, Theo. Podría haber sido negra, podría haber sido puertorriqueña, como su madre. Podría haber sido árabe. Sin embargo, no parecía blanca -Jimmy se contempló las manos, entrelazadas entre las rodillas, y se percató de unas manchas en el suelo de la cocina, una de color marrón, de mostaza' junto a su pie izquierdo, junto a la pata de la mesa-. Janey murió mientras dormía, Theo. Con el debido respeto y todo eso, pero es así. Se fue a dormir y nunca se despertó. De forma tranquila.
– No es necesario hablar de Janey, ¿de acuerdo?
– Sin embargo, a mi hija la han asesinado. No es lo mismo.
Durante un momento, la cocina estuvo en silencio; en realidad, zumbaba de silencio, de ese modo peculiar en que suena un piso vacío cuando el de abajo está abarrotado de gente, y Jimmy se preguntaba si Theo sería lo bastante estúpido para continuar hablando. «Venga, Theo, di alguna tontería. Tengo el estado de ánimo perfecto para eso, como si necesitara librarme de esa sensación de burbujeo y pasársela a cualquier otra persona.»
– Mira, lo comprendo -dijo Theo, y Jimmy dejó escapar un suspiro por la nariz-. Lo comprendo, Jim, pero no hace falta que…
– ¿Qué? -preguntó Jimmy-. No hace falta que ¿qué? Alguien apuntó a mi hija con una pistola y le hizo saltar la cabeza por los aires, y tú te quieres asegurar de que, ¿de qué?, de que no olvide mis responsabilidades familiares. Dime, por favor. ¿Te he entendido bien? ¿Qué quieres? ¿ Seguir aquí jugando al gran patriarca?
Theo bajó los ojos, respiró profundamente por la nariz y, con ambos puños apretados y flexionados, exclamó:
– ¡No creo que me merezca esto!
Jimmy se puso en pie y volvió a dejar la silla junto a la mesa de la cocina. Levantó una nevera del suelo, miró hacia la puerta y sugirió: -¿Podemos volver al piso de abajo, Theo?
– Claro -respondió Theo. Dejó la silla donde estaba y levantó otra nevera del suelo-. De acuerdo, de acuerdo. Ha sido una mala idea intentar hablar contigo precisamente esta misma mañana. Aún no estás preparado, pero…
– Theo. Déjalo. ¿Qué te parece si ya no dices nada más? ¿De acuerdo? Jimmy cogió la nevera y empezó a bajar por las escaleras. Se preguntó si habría herido los sentimientos de Theo, pero se dio cuenta de que, realmente, le importaba una mierda si lo había hecho. ¡Que se jodiera! Seguro que en ese momento ya le habían empezado a practicar la autopsia a Katie. Jimmy todavía podía oler su cuna, pero en la sala del forense ya estarían disponiendo los escalpelos y los extensores del tórax, y accionando las sierras para cortarle los huesos.
Más tarde, cuando todo estaba más tranquilo, Jimmy salió al porche trasero y se sentó bajo la ropa que ondeaba. Desde el sábado por la tarde, de las cuerdas de tender extendidas a lo largo del porche. Se sentó allí al calor del sol, mientras un mono vaquero de Nadine se balanceaba a un lado y otro de su cabeza. Annabeth y las chicas habían llorado toda la noche, habían llenado la casa con sus llantos, y Jimmy pensó que se les uniría en cualquier momento. Sin embargo, no lo hizo. Había gritado en la colina cuando la mirada de Sean Devine le había indicado que su hija estaba muerta. Gritó hasta quedarse afónico. Pero aparte de eso, había sido incapaz de expresar ningún otro sentimiento. Así pues, se sentó en el porche, deseando que le llegaran las lágrimas.
Se torturó a sí mismo con imágenes de Ka tie cuando era un bebé, de Katie al otro lado de la mesa descascarillada de Deer Island, de Katie llorando como una loca porque un día, seis meses después de que él saliera de la cárcel, quería dormir en sus brazos, mientras le preguntaba cuándo iba a regresar su madre. Vio a la pequeña Katie dando agudos gritos en la bañera, y a una Katie de ocho años regresando a casa de la escuela con su bicicleta. Vio a Katie sonriendo, a Katie haciendo pucheros, a Katie haciendo muecas de ira y de confusión mientras él la ayudaba a resolver una división muy larga sobre la mesa de la cocina. Vio a una Katie mayor sentada en el columpio de la parte trasera con Diane y Eve, ganduleando en un día de verano, todas ellas desgarbadas por la inminente adolescencia de los hierros correctores de los dientes, y de unas piernas que crecían tanto y a tal velocidad que nadie podía alcanzarla. Vio a Katie tumbada boca abajo en la cama y a Sara y Nadine subidas encima de ella. La vio con el vestido del baile de graduación del instituto. La vio sentada junto a él en el Grand Marquis, con la barbilla temblorosa, mientras se alejaba del bordillo el primer día que él le había enseñado a conducir. La vio gritando y caprichosa durante la adolescencia y, con todo, esas imágenes le parecieron de lo más entrañables y le cautivaron.
La veía, la veía y la veía, pero era incapaz de llorar.
«Ya llorarás -le susurró una voz tranquila en su interior-. Ahora estás en estado de shock.»
«Sin embargo, ese estado ya se me está pasando -le respondió a la voz interna-. Ha comenzado a hacerlo en el preciso momento en que Theo ha empezado a importunarme en el piso de abajo.»
«Y una vez que se te pase, serás capaz de sentir.»
«Ya siento algo.»
«El dolor -dijo la voz-. La pena.»
«No es ni dolor ni pena; es rabia.»
«También la sentirás, pero conseguirás dominarla.»
«No quiero dominarla.»
Dave volvía de buscar a su hijo Michael del colegio cuando doblaron la esquina y vieron a Sean Devine y a otro tipo apoyados en el maletero de un sedán negro que estaba aparcado delante de la casa de los Boyle. El coche negro llevaba matrícula oficial y suficientes antenas adheridas al maletero para poder establecer conexión con Venus; Dave, a catorce metros de distancia, supo con una sola mirada que el compañero de Sean, al igual que éste, era un poli. Tenía esa barbilla ligeramente prominente tan propia de los policías, y una forma de apoyarse sobre los talones mientras se echaba ligeramente hacia delante que también era característica de los policías. Y si todo eso no bastaba para delatarle, el corte de pelo de infante de marina en un tipo de cuarenta y pocos años junto con las gafas de sol de aviador con montura dorada eran más que suficiente para ponerle en evidencia.
Dave tensó la mano con la que cogía a Michael, y tuvo la misma sensación en el pecho que si alguien hubiera puesto en remojo un cuchillo en agua helada y después le hubiera colocado el filo contra los pulmones. Estuvo a punto de detenerse, ya que sus pies se esforzaban en quedarse inmóviles sobre la acera, pero algo le hizo seguir avanzando, con la esperanza de dar una apariencia normal y espontánea. Sean volvió la cabeza hacia él, en un principio con ojos despreocupados e inexpresivos, que luego se estrecharon al reconocer a Dave y cruzarse sus miradas.
Ambos hombres sonrieron a la vez: Dave con la mejor de sus sonrisas y Sean, con una gran sonrisa. Dave se sorprendió al ver que el rostro de Sean pareciera expresar que estaba contento de verdad de volver a verle.
– Dave Boyle -dijo Sean, apartándose del coche con la mano extendida-. ¡Cuánto tiempo!
Dave le estrechó la mano y se sorprendió de nuevo al ver que Sean le daba una palmada en el hombro.
– Desde aquella vez que nos vimos en el Tap -afirmó Dave-. ¿Cuanto hace de eso, seis años?
– Sí, más o menos. ¡Tienes muy buen aspecto, hombre! -
– ¿Cómo te van las cosas, Sean?
Dave sentía una sensación de afecto que le recorría el cuerpo y que su cerebro le decía que debía evitar.
Pero ¿por qué? ¡Quedaba tan poca gente de los viejos tiempos! Y no sólo eran los antiguos clichés (cárcel, drogas o policías) los que se los habían llevado. Las afueras, al igual que otros estados, también habían traído a una buena cantidad de ellos; el aliciente de encajar con el resto de la humanidad, de convertirse en un gran país de jugadores de golf, de asiduos a los centros comerciales y de propietarios de pequeños negocios con mujeres rubias y grandes pantallas de televisión.
No, la verdad es que no quedaban muchos. Dave sintió una pizca de orgullo, de felicidad y de extraña aflicción mientras le daba la mano a Sean y recordaba aquel día en el andén del metro en el que Jimmy había saltado a los raíles del tren, y los sábados en general, aquella época en la que sentían que todo era posible.
– Muy bien -respondió Sean y, aunque lo dijo con convicción, Dave se percató de que algo diminuto le malograba la sonrisa-. ¿Y este quién es?
Sean se agachó junto a Michael.
– Es mi hijo -contestó Dave-. Michael.
– ¡Hola, Michael! Encantado de conocerte.
– iHola!
– Me llamo Sean. Tu padre y yo habíamos sido amigos hace un montón de años.
Dave se percató de que a Michael le complacía la voz de Sean. Sin lugar a dudas, Sean tenía una voz muy especial, parecida a la del tipo que hacía la voz en off de los avances cinematográficos de la temporada, y Michael se alegró al oirla, viendo la leyenda, tal vez, de su padre y de aquel desconocido alto y seguro de si mismo cuando eran niños y jugaban en las mismas calles, y con los mismos sueños que los de Milchael y sus amigos.
– Encantado de conocerle -dijo Michael.
– El placer es mío, Michael. -Sean estrechó la mano de Michael y después se levantó y miró a Dave-. ¡Un chico muy majo, Dave! ¿Cómo está Celeste?
– Muy bien.
Dave intentó recordar el nombre de la mujer con la que Sean se había casado, pero sólo recordaba que la había conocido en la universidad. ¿Laura? ¿Erin?
– Salúdala de mi parte, ¿quieres?
– Por supuesto. ¿Aún sigues en la policía estatal?
Dave entornó los ojos en el momento en que el sol salía de detrás de una nube y reverberaba con fuerza en el resplandeciente maletero negro del sedán oficial.
– Sí -contestó Sean-. De hecho, te presento al sargento Powers, Dave. Mi jefe. Del Departamento de Homicidios de la Policía del Estado.
Dave estrechó la mano del sargento Powers, y la palabra quedó entre ellos, flotando en el aire. Homicidio.
– ¿Cómo está?
– Bien, señor Boyle. ¿Y usted?
– Bien.
– Dave -dijo Sean-, si tienes un momento libre, nos encantaría hacerte un par de preguntas rápidas.
– Por supuesto. ¿Qué pasa?
– ¿Qué le parece si vamos dentro?
El sargento Powers inclinó la cabeza hacia la puerta principal de la casa de Dave.
– ¡Sí, claro! -Dave volvió a coger a Michael de la mano-. Síganme.
Cuando pasaban por delante de la casa de McAllister en dirección a las escaleras, Sean comentó:
– He oído decir que, incluso aquí, los precios del alquiler han subido mucho.
– Incluso aquí -repitió Dave-. Parece que quieran convertirlo en un barrio similar al de la colina, con una tienda de antigüedades en cada esquina.
– Si, la colina -dijo Sean con una risa sofocada- ¿Recuerdas la casa de mi padre? Ahora es un bloque de pisos.
– ¡No puede ser! -exclamó Dave-. ¡Con lo bonita que era!
– Evidentemente la vendió antes de que los precios se pusieran por las nubes.
– ¡Y ahora es un bloque de pisos! -se lamentó Dave, mientras la voz le resonaba en la estrecha escalera. Negó con la cabeza-. Estoy seguro de que los ejecutivos que lo compraron sacan por cada piso la misma cantidad por la que se la vendió tu padre.
– Sí, más o menos -respondió Sean-. Pero ¿qué se puede hacer?
– No lo sé. Pero debe de haber alguna manera de detener a esa gente. Devolverles al lugar que les corresponde a ellos y a sus malditos teléfonos móviles. Sean, el otro día un amigo mío me dijo: «Lo que este barrio necesita es una buena oleada de delitos, joder». -Dave se rió-. «Eso haría que los precios de compra, y con ello también los de alquiIer, volvieran al nivel que les pertenece.»
– Si siguen asesinando a chicas en el Pen Park, señor Boyle, es posible que su deseo se haga realidad -apuntó el sargento Powers.
– No es mi deseo en absoluto -replicó Dave.
– Ya me lo imagino -dijo el sargento Powers.
– Papá, has dicho la palabra esa que empieza por «j» -dijo Michael.
– Lo siento, Mike. No volverá a suceder -guiñó el ojo a Sean por encima del hombro mientras abría la puerta de la casa.
– ¿Está su mujer en casa, señor Boyle? -le preguntó el sargento Powers mientras entraban.
– ¿Eh? No, no está. Mike, ahora vete a hacer los deberes, ¿de acuerdo? De aquÍ a un rato tenemos que ir a casa del tío Jimmy y de la tía Annabeth.
– ¡Venga! Yo…
– Mike -repitió Dave mirando a su hijo-. Haz el favor de irte arriba. Estos hombres y yo tenemos que hablar.
Michael adoptó esa expresión de abandono que los niños suelen poner cada vez que se sienten excluidos de las conversaciones de los mayores; se dirigió hacia las escaleras, con los hombros caídos y arrastrando los pies como si tuviera bloques de hielo atados a los tobillos. Soltó el suspiro que había aprendido de su madre y comenzó a subir las escaleras.
– Debe ser algo generalizado -comentó el sargento powers mientras tomaba asiento en el sofá de la sala de estar.
– ¿El qué?
– Ese gesto de los hombros. Cuando tenía su edad, mi hijo solía hacer lo mismo cada vez que lo mandábamos a dormir.
– ¿De verdad? -exclamó Dave; luego se sentó en el canapé que había al otro lado de la mesa auxiliar.
Durante un minuto más o menos, Dave observó a Sean y al sargento Powers, mientras éstos le miraban a él; los tres tenían las cejas alzadas y estaban a la espera.
– ¿Te has enterado de lo de Katie Marcus? -le preguntó Sean.
– Por supuesto -contestó Dave-. Esta misma mañana he estado en su casa y Celeste aún está allí. ¡Santo cielo, Sean! ¿Qué puedo decir? Es el más terrible de los crímenes.
– Lo ha definido muy bien -apuntó el sargento Powers.
– ¿Ya han cogido al responsable? -preguntó Dave.
Se frotó el puño derecho hinchado con la palma de su mano izquierda, y al darse cuenta de lo que estaba haciendo, se inclinó hacia atrás y se metió ambas manos en los bolsillos, intentando parecer tranquilo.
– En ello estamos. No le quepa ninguna duda, señor Boyle.
– ¿Cómo lo lleva Jimmy? -preguntó Sean.
– Es difícil de decir.
Dave miró a Sean, contento de desviar la mirada de la del sargento Powers; había algo en el rostro de aquel hombre que no le gustaba: la forma que tenía de observar, como si pudiera verte las mentiras, todas y cada una de ellas desde la primera que uno había dicho en esta maldita vida.
– Ya sabes cómo es Jimmy -apuntó Dave.
– Realmente, no. Ya no lo sé.
– Bien, aún se lo guarda todo para él -dijo Dave-. No hay forma de adivinar lo que en realidad le pasa por la cabeza.
Sean hizo un gesto de asentimiento y añadió:
– El motivo de nuestra visita, Dave…
– La vi -declaró Dave-. No sé si lo sabíais.
Miró a Sean y éste separó las manos, expectante.
– La noche -prosiguió Dave-, supongo que fue la misma noche en que murió, la vi en el McGills.
Sean y el policia intercambiaron una mirada; luego Sean se inclinó hacia delante y, mirando a Dave con una expresión amistosa, le dijo:
– Sí, bien, Dave, en realidad eso es lo que nos ha traído hasta aquí. Tu nombre aparecía en la lista de gente que se encontraba esa noche en el McGills; nos la facilitó el camarero, que hizo un esfuerzo por recordar lo que había visto. Nos han dicho que Katie montó un buen espectáculo.
Dave asintió con la cabeza y dijo:
– Ella y una amiga suya se pusieron a bailar encima de la barra.
– Iban bastante borrachas, ¿no es verdad? -preguntó el policía.
– Sí, pero…
– Pero ¿qué?
– Era una borrachera inofensiva. Bailaban, pero no se estaban quitando la ropa ni nada de eso. No sé, supongo que con diecinueve años… ¿Entienden lo que les quiero decir?
– El hecho de que tuvieran diecinueve años y que les sirvieran en un bar implica que ese bar pierde el permiso de vender bebidas alcohólicas durante una temporada -dijo el sargento Powers.
– ¿Usted nunca lo hizo?
– ¿El qué?
– ¿Beber antes de los veintiuno?
El sargento Powers sonrió, y la sonrisa se quedó grabada en el cerebro de Dave de la misma forma que lo habían hecho sus ojos, como si cada milímetro de aquel tipo le estuviera escudriñando.
– ¿A qué hora cree que se marchó del McGills, señor Boyle?
Dave se encogió de hombros y respondió:
– A eso de la una.
El sargento Powers lo apuntó en la libreta que sostenía encima de las rodillas.
Dave miró a Sean.
– Sólo intentamos poner los puntos sobre las íes, Dave -aclaró Sean-. Estabas con Stanley Kemp, ¿no es así? ¿Stanley el Gigante?
– Así es.
– A propósito, ¿cómo está? Me han dicho que su hijo contrajo alguna especie de cáncer.
– Leucemia -contestó Dave-. Hará un par de años. Murió a los cuatro años de edad.
– ¡Qué horror! -exclamó Sean-. ¡Mierda! ¡Nunca se sabe! Es como si en un momento dado todo fuera viento en popa, y un minuto después, al doblar la esquina, uno pudiera contraer una extraña enfermedad en el pecho y morir cinco meses después. ¡Este mundo en el que vivimos!
– ¡Este mundo! -asintió Dave-. Sin embargo, Stan está bien, teniendo en cuenta las circunstancias. Tiene un buen trabajo en Edison. Y sigue jugando al croquet todos los martes y jueves por la noche para entrenarse para la Liga del Parque.
– ¿Aún sigue siendo tan malo jugando al ajedrez?
Sean soltó una risita.
– ¡Y mira que llega a darle a los codos! -exclamó Dave con una risa sofocada.
– ¿A qué hora dirías que las chicas se marcharon del bar? -le preguntó Sean, con los ecos de su risa resonando aún en al aire.
– No lo sé -contestó Dave-. Estaba finalizando el partido de los Sox.
– ¿Por qué Sean le había hecho esa pregunta en aquel preciso momento? Podría habérsela hecho de buen principio, pero había intentado tranquilizarle con toda la charla de Stanley el Gigante, ¿o no? O tal vez tan sólo había formulado la pregunta en el instante en que se le había ocurrido. Dave no estaba muy seguro del porqué. ¿Le consideraban sospechoso? ¿Le consideraban sospechoso de la muerte de Katie?
– Y el partido acabó muy tarde -añadió Sean-. En California.
– ¿Eh? Sí, a las once menos veinticinco aproximadamente. Diría que las chicas se marcharon unos quince minutos antes de que yo lo hiciera.
– Digamos que allá a la una menos cuarto -dijo el otro policía.
– Sí, creo que sí.
– ¿Tiene alguna idea de adónde pensaban ir?
Dave negó con la cabeza y contestó:
– Ya no las volví a ver.
– ¿Está seguro?
El bolígrafo del sargento Powers permanecía inmóvil por encima de la libreta que tenía apoyada en las rodillas.
Dave hizo un gesto de asentimiento y respondió:
– Del todo.
El sargento Powers garabateó algo en su libreta; el bolígrafo arañaba el papel como si fuera una pequeña zarpa.
Dave, ¿recuerdas haber visto a un tipo lanzando las llaves a otro?
– ¿Qué?
– A un tipo -repitió Sean, hojeando su propia libreta- llamado, ch…Joe Crosby. Sus amigos intentaron cogerle las llaves del coche. Se las lanzó a uno de ellos. Muy cabreado, ¿sabes? ¿Estabas allí cuando eso sucedió?
– No, ¿Por qué?
– Me parece una historia divertida -afirmó Sean-. Un tipo que intenta que no le quiten las llaves y va y se las tira a uno de ellos. Lógica propia de borracho, ¿no crees?
– Supongo.
– ¿No notaste nada raro esa noche?
– ¿Qué quieres decir?
– Pues, no sé, ¿había alguien en el bar que no mirara a las chicas con simpatía? Ya sabes a los tipos que me refiero: a esos que miran a las chicas jóvenes con una especie de odio oscuro, que aún siguen cabreados por haberse quedado en casa el día del baile del instituto, y que quince años después, se dan cuenta de que su vida sigue siendo una mierda. Esos que miran a las mujeres como si tuvieran la culpa de todo. ¿Sabes a qué tipo de hombres me refiero?
– Sí, claro. He conocido a unos cuantos.
– ¿Esa noche viste a algún tipo así en el bar?
– No. De todas maneras, casi todo el rato estuve mirando el partido, Sean. Hasta que las chicas no se subieron encima de la barra, ni siquiera me había percatado de que estaban allí.
Sean hizo un gesto de asentimiento.
– ¡Un buen partido! -exclamó el sargento Powers.
– Bien -añadió Dave-, contaban con Pedro. Si no llega a ser por su lanzamiento en el octavo, el equipo contrario se hubiera hecho con la pelota para el resto del partido,
– ¡Así es! ¡Realmente se merece el sueldo que gana!
– Es el mejor jugador del momento.
El sargento Powers se volvió hacia Sean y ambos se pusieron en pie a la vez.
– ¿Hemos acabado?
– Sí, señor Boyle. -Estrechó la mano de Dave-. Gracias por su colaboración, señor.
– Encantado de haberles podido ayudar.
– ¡Mierda! -exclamó el sargento Powers-. He olvidado preguntarle algo. ¿Adonde fue al salir del McGills, señor?
Las palabras le salieron de la boca antes de que pudiera detenerlas:
– Volví aquí.
– ¿A casa?
– Sí.
Dave mantuvo la mirada fija y la voz firme.
El sargento Powers abrió la libreta de nuevo y apuntó: «En casa alrdedord de la una y cuarto». Se volvió hacia Dave mientras lo anotaba.
– ¿Correcto?
– Sí, sí, más o menos.
– De acuerdo, señor Boyle. Gracias una vez más.
El sargento Powers se encaminó hacia las escaleras, pero Sean se detuvo junto a la puerta y le dijo:
– Me ha encantado volver a verte, Dave.
– A mí también -respondió Dave, intentando recordar qué era lo que le desagradaba tanto de Sean cuando eran niños; sin embargo, fue incapaz de conseguir una respuesta.
– Un día de estos deberíamos vernos para tomar una cerveza -sugirió Sean.
– Cuando quieras.
– Bien, pues, hasta entonces. Cuídate, Dave.
Se estrecharon la mano y Dave se esforzó por no hacer una mueca de dolor al sentir que le apretaban la mano hinchada.
– Tú también, Sean.
Sean empezó a bajar las escaleras mientras Dave permanecía en el rellano. Sean le saludó con la mano y Dave le devolvió el saludo, aunque sabía que Sean no podía verle.
Decidió tomarse una cerveza en la cocina antes de regresar a casa de Jimmy y de Annabeth. Albergaba la esperanza de que Michael, que con toda probabilidad habría oído a Sean y al otro policía marcharse, no bajará de inmediato, pues necesitaba unos minutos de tranquilidad, un poco de tiempo para poner sus ideas en orden. No estaba muy seguro de lo que acababa de ocurrir en la sala de estar. Por las preguntas que le habían hecho Sean y el otro poli, no tenía muy claro si le consideraban testigo o sospechoso, y al habérselas formulado de una forma tan casual no acababa de ver cuál era el verdadero motivo que les había llevado hasta allí. Esa duda le había dejado con un horroroso dolor de cabeza. Cuando Dave no estaba seguro de algo o cuando el suelo bajo sus pies le parecía movedizo e inestable, el cerebro se le solía dividir en dos mitades, como si se lo partieran con un trinchante. Eso le provocaba dolor de cabeza y, de vez en cuando, algo mucho peor.
Porque, a veces, Dave no era Dave. Era el chico. El chico que había escapado de los lobos. Y no sólo eso, sino el que había escapado de los lobos y que, además, se había convertido en un hombre. Y aquella criatura era muy diferente del Dave Boyle de siempre.
El chico que había escapado de los lobos era un animal de la noche que se desplazaba a través de los bosques, silencioso e invisible. Vivía en un mundo que los demás nunca veían ni reconocían ni querían saber que existía: un mundo que fluía cual corriente oscura junto al nuestro, un mundo de grillos y luciérnagas, que sólo se podía ver como un efímero destello por el rabillo del ojo, y que desaparecía en cuanto uno volvía la cabeza.
Ése era el mundo en el que Dave vivía casi todo el tiempo. No como Dave, sino como el niño que había escapado de los lobos. Y ese niño no había crecido bien. Se había vuelto más furioso y más paranoico, capaz de hacer cosas que el verdadero Dave ni siquiera habría podido imaginar. Por lo general, aquella criatura se limitaba a vivir en el mundo imaginario de Dave, un salvaje moviéndose a toda velocidad entre espesas hileras de árboles, y sólo en ocasionales destellos dejaba entre ver a los demás vislumbres de sí mismo; mientras permaneciera en el bosque de los sueños de Dave, era inofensivo.
Sin embargo, Dave había sufrido ataques de insomnio desde que era niño. Podían presentarse después de muchos meses de sueño tranquilo y, de repente, se encontraba otra vez en ese mundo agitado y desapacible del constante despertar y la falta de descanso. Después de unos cuantos días así, Dave comenzaba a ver cosas por el rabillo del ojo: casi siempre ratones, que pasaban como un rayo sobre las tablas del suelo y por encima de las mesas; otras veces, veía moscardones negros que doblaban rápidamente las esquinas y entraban como un rayo en las habitaciones. EI aire que le rodeaba estallaba inesperadamente y veía diminutas bolas de fuego luminoso. La gente empezaba a parecerle presuntuosa, y el niño cruzaba el umbral de su hosque imaginario para adentrarse en el mundo real. Por lo general, Dave era capaz de controlar a aquel niño, pero algunas veces le asustaba. El niño le gritaba al oído. El niño amenazaba con matar impúdicamente a través de la máscara que solía cubrir el rostro de Dave, y mostrarse tal como era ante los demás.
Hacía tres días que Dave no dormía muy bien. Se quedaba en la cama cada noche observando cómo dormía su mujer, mientras que el niño danzaba por su esponjoso tejido cerebral y rayos resplandecientes estallaban ante sus ojos.
«Lo único que necesito es poner en orden mis ideas -susurraba mientras tomaba un trago de cerveza-. Si lo consigo, todo irá bien- se decía a sí mismo mientras oía cómo Michael bajaba las escaleras. Sólo tengo que actuar con lógica, tranquilizarme, conseguir dormir bien y el niño regresará al bosque; la gente dejará de parecerme estúpida, los ratones regresarán a sus agujeros y los moscardones se iran tras ellos.»
Eran más de las cuatro cuando Dave y Michael regresaron a casa de Jimmy y Annabeth. Ya no había tanta gente y se respiraba cierta sensación de que las cosas se habían estancado: las bandejas casi vacías de donuts y de pasteles, el aire de la sala de estar en la que la gente había estado fumando todo el día, la muerte de Katie. Durante la mañana y las primeras horas de la tarde se había respirado un aire sosegado y coIectivo de amor y de dolor, pero cuando Dave regresó, se había convertido en algo más frío, en una especie de retraimiento tal vez, como si la gente empezara a irritarse por el rechinar continuo de las sillas y por las tristes despedidas del vestíbulo.
Según Celeste, Jimmy se había pasado casi toda la tarde en el porche trasero. Había entrado en casa unas cuantas veces para ver cómo estaba Annabeth y para recibir unos cuantos pésames más por la pérdida que había sufrido, pero tan pronto como podía se abría camino entre la multitud para regresar al porche; una vez fuera, se sentaba bajo la ropa que colgaba de la cuerda y que ya hacía rato que estaba seca y endurecida por el sol.
Dave preguntó a Annabeth si había algo que él pudiera hacer o si le podía ir a buscar alguna cosa, pero ella empezó a negar con la cabeza; Dave se dio cllenta de que había sido una estupidez preguntárselo. En el caso de que Annabeth necesitara algo, en la habitación había por lo menos diez personas, tal vez quince, a las que acudiría antes que a él; hizo un esfuerzo por recordarse a si mismo qué le había llevado hasta allí y por no sentirse molesto por ello. Dave se había dado cuenta de que, por lo general, no era el tipo de persona a la que la gente acudía cuando necesitaba ayuda. Algunas veces sentía que ni siquiera estaba en el mismo planeta y sabía, con un pesar profundo y resignado, que sería el tipo de hombre que flotaría hasta el fin de sus días sin que nadie contara con él.
Salió al porche con ese aire fantasmagórico. Se acercó a Jimmy por detrás y vio que éste estaba sentado en una vieja silla playera bajo la ropa ondulante. Jimmy ladeó un poco la cabeza al oír que Dave se acercaba.
– ¿Te molesto, Jim?
– ¡Dave! -Jimmy sonrió mientras Dave se colocaba delante de él-. ¡No, hombre, no! ¡Siéntate!
Dave se sentó sobre una cajón de plástico para guardar botellas de leche. Detrás de él, oía el ruido procedente de la casa: un zumbido de voces apenas perceptibles y el tintineo de la vajilla, el siseo de la vida.
– En todo el día no he tenido la oportunidad de hablar contigo -dijo Jimmy-. ¿Cómo estás?
– ¿Cómo estás tú? -preguntó Dave-. ¡Mierda!
Jimmy extendió los brazos por detrás de la cabeza, bostezó y respondíó:
– La gente no para de preguntármelo, ¿sabes? Supongo que es normal. -Bajó los brazos, se encogió de hombros y añadió-: Cambio de humor con mucha facilidad. En este preciso momento estoy bien; sin embargo, es bastante probable que de aquí a un rato ya no lo esté.
Volvió a encogerse de hombros, miró a Dave, y le preguntó:
– ¿Qué te ha pasado en la mano?
Dave la miró con atención. Había tenido todo el día para inventar una excusa, pero se había olvidado de hacerlo.
– ¡Ah! ¿Esto? Estaba ayudando a un colega a trasladar un sofá y me di un golpe contra la jamba de la puerta mientras lo subíamos por la escalera.
Jimmy ladeó la cabeza, fijó la mirada en los nudillos y en la piel amoratada en tre los dedos, y exclamó:
– ¡Ah, bien!
Dave notó que no se lo creía y pensó que necesitaba inventarse una mentira más convincente para la siguiente persona que se lo preguntara.
– ¡Algo de lo más tonto! -precisó Dave-. ¡Uno se puede hacer daño de tantas formas!
En ese momento Jimmy le estaba mirando fijamente a los ojos, sin pensar en la mano. Aflojando la tensión del rostro, le dijo:
– Estoy muy contento de volver a verte.
«¿De verdad?», estuvo a punto de decir Dave.
En los veinticinco años que hacía que conocía a Jimmy, no recordoba haber tenido nunca la sensación de que Jimmy estuviera contento de verle. Algunas veces, había notado que a Jimmy no le importaba verle, pero eso no era lo mismo. Incluso cuando sus vidas volvieran a encontrarse, al haberse casado con dos primas hermanas, Jimmy nunca le dio el más mínimo indicio de recordar que él y Dave habían sido algo más que conocidos. Después de un tiempo, Dave había empezado a aceptar como verdadera la versión que Jimmy tenía de su relación.
Jamás habían sido amigos. Nunca habían jugado al stickball [10] ni a dar patadas a las latas ni al póquer en la calle Rester. No habían pasado un año entero jugando todos los sábados con Sean Devine, haciendo batallitas en la cantera de grava de las afueras de Harvest, saltando de tejado en tejado en las naves industriales cercanas al Pope Park, viendo Tiburón en el cine Charles, acurrucados en los asientos y gritando. Nunca habían hecho derrapar la bicicleta juntos ni habían discutido por ver quién haría de Starsky o quién haría de Hutch, ni a quién le tocaba hacer de KoIchak en The Night Stalker [11]. Tampoco se habían estrellado con el trineo al bajar por Somerset Hill a toda pastilla durante los primeros días de la tormenta de nieve de 1975. Y el coche que olía a manzanas jamás se había detenido en la calle Gannon.
Con todo, ahí estaba Jimmy Marcus, el día después de encontrar muerta a su hija, diciéndole que estaba contento de volver a verlo; Dave sintió lo mismo que dos horas antes con Sean, que Jimmy decía la verdad.
– Yo también estoy encantado de volver a verte, Jim.
– ¿Cómo lo llevan nuestras chicas? -preguntó Jimmy, y esbozó una sonrisa traviesa que le llegó casi a los ojos.
– Supongo que están bien. ¿Dónde están Nadine y Sara?
– Con Theo. Da las gracias a Celeste de mi parte, ¿quieres? ¡No sé que habríamos hecho sin ella!
– Jimmy, no tienes por qué agradecerlo a nadie. Celeste y yo estamos encantados de poder echar una mano en todo lo que podamos.
– Ya lo sé. -Jimmy alargó la mano y le dio un apretón a Dave en el antebrazo-. Gracias.
En ese instante, Dave habría levantado una casa por Jimmy y la hahría sostenido con el pecho hasta que éste le dijera dónde la tenía que colocar.
Casi olvidó por qué había salido al porche: necesitaba contar a Jimmy que había visto a Katie el sábado por la noche en el McGills. Tenía la necesidad de contárselo antes de que pasara demasiado tiempo y de que Jimmy empezara a preguntarse por qué no se lo había dicho antes. Necesitaba contarlo a Jimmy antes de que éste se enterase por otra gente.
– ¿Sabes a quién he visto hoy?
– ¿A quién? -preguntó Jimmy.
– A Sean Devine -respondió Dave-. ¿Te acuerdas de él?
– ¡Claro! -exclamó Jimmy-. Aún guardo su guante.
– ¿Qué?
Jimmy hizo un gesto con la mano para quitarle importancia y añadió:
– Ahora es policía. De hecho, es el que se ocupa de investigar el… asunto de Katie. Bueno, es el que lleva el caso, como dicen ellos.
– Sí -asintió Dave-. Han pasado a verme.
– ¿De verdad? -preguntó Jimmy-. ¿Por qué ha ido a verte, Dave?
Dave, haciendo un esfuerzo para que pareciera natural y espontáneo, respondió:
– Porque me encontraba en el McGills el sábado por la noche. Katie estaba allí. Sean vio mi nombre en la lista de gente que había estado ese día en el bar.
– Katie estaba allí -repitió Jimmy, alejando la mirada y empequeñeciendo los ojos-. ¿Viste a Katie el sábado por la noche, Dave? ¿A mi Katie?
– Sí, Jim. Lo que te quiero decir es que yo estaba allí y ella también. Después se marchó con sus dos amigas y…
– ¿Con Diane y Eve?
– Sí, esas chicas con las que siempre salía. Se marcharon y eso fue todo.
– Eso fue todo -repitió Jimmy, con la mirada perdida.
– Bien, eso es todo lo que sé. Mi nombre aparecía en la lista.
– Sí, ya lo has dicho antes. -Jimmy sonrió, pero no a Dave, sino a algo que debía de haber visto al mirar a lo lejos-. Esa noche, ¿llegaste a hablar con ella?
– ¿Con Katie? No, Jim. Estaba viendo el partido con Stanley el Gigante. Sólo la saludé desde lejos y cuando volví a levantar la cabeza ya se había marchado.
Jimmy permaneció en silencio un momento, inspirando aire por la nariz y haciendo repetidos gestos de asentimiento con la cabeza. Al cabo de un rato, se volvió hacia Jimmy, le dedicó una pequeña sonrisa, y,dijo:
– Está bien.
– ¿El qué? -preguntó Dave.
– Estar aquí afuera sentado. Sentado sin hacer nada.
– ¿Sí?
– Sí, simplemente sentarse y observar al vecindario -manifestó Jimmy-. Uno se pasa la vida arriba y abajo a causa del trabajo, los hijos y todo lo demás y excepto cuando duermes, nunca tienes tiempo de bajar el ritmo. Por ejemplo, hoy, un día muy poco corriente, aún tengo que ocuparme de ciertos detalles. Tengo que llamar a Pete y a Sal y asegurarme de que van a encargarse de la tienda. Tengo que ocuparme de asear y vestir a las niñas cuando se despierten, vigilar que mi mujer no se venga abajo -le dedicó una sonrisa un tanto extraña y se inclinó hacia delante, balanceándose un poco, con las manos muy juntas-. Tengo que estrechar manos, aceptar pésames, hacer sitio en la nevera para toda esa comida y las cervezas, aguantar a mi suegro, y después tengo que llamar a la oficina del forense para saber cuándo nos entregarán el cadaver de mi hija, puesto que debo hacer los preparativos con la funeraria Reed y con el padre Vera de Santa Cecilia, encontrar a un proveedor para el velatorio y una sala para después del funeral y…
– Jimmy -sugirió Dave-, nosotros podemos encargarnos de algunas de esas cosas.
Sin embargo, Jimmy siguió hablando, como si Dave ni siquiera estuviera allí.
– … no puedo meter la pata, no puedo permitirme el lujo de cagarla, porque sería como si ella muriera de nuevo y, de aquí a diez años, lo único que la gente recordaría es que su funeral fue un desastre, y no puedo permitir que nadie se lleve esa impresión, ¿sabes?, porque si algo se puede decir de ella desde que tenía unos seis años, es que era muy aseada, que se ocupaba de su ropa; y sí, está bien, salir aquí afuera y quedarse sentado, sin hacer nada más que contemplar el barrio e Intentar pensar en algo relacionado con Katie que me haga llorar, porque, te juro, Dave, que el hecho de no haber llorado aún está empezando a mosquearme; se trata de mi propia hija y todavía no he sido capaz de llorar, joder.
– Jim.
– ¿Sí?
– Ahora estás llorando.
– ¡No me digas!
– ¡Tócate la cara y lo verás!
Jimmy lo hizo y notó las lágrimas que le bajaban por las mejillas. Apartó la mano y se quedó mirando los dedos húmedos un momento.
– ¡Vaya! -exclamó.
– ¿Quieres que te deje solo?
– No, Dave, no. Quédate un poco más conmigo, si te va bien.
– Claro que me va bien, Jim. ¡Faltaría más!
Una hora antes de asistir a la reunión que tenían concertada en la oficina de Martin Friel, Sean y Whitey pasaron un momento por casa de Whitey para que pudiera cambiarse la camisa que se había manchado a la hora de comer.
Whitey vivía con su hijo, Terrance, en un bloque de pisos de ladrillos blancos en la zona sur de los límites de la ciudad. El piso estaba cubierto de punta a punta con una moqueta beis; tenía esas paredes blancuzcas y ese olor a aire viciado tan característico de las habitaciones de motel y de los pasillos de hospital. A pesar de que el piso estaba vacío, el televisor estaba en marcha cuando entraron, con el Canal de Entretenimiento y Deportes a un volumen muy bajo y las distintas partes de un juego Sega estaban dispersas sobre la moqueta, ante la enorme pantalla negra de lo que parecía ser un centro lúdico. Delante del televisor había un sofá -cama futón, lleno de bultos; Sean se imaginó que, con toda probabilidad, la papelera estaría repleta de envoltorios de McDonald´s y que el congelador se hallaría lleno de comida preparada.
– ¿Dónde está Terry? -preguntó Sean.
– Creo que está jugando al hockey -respondió Whitey-. Aunque si tenemos en cuenta la época del año en que estamos, quizá esté jugando al béisbol; sin embargo, lo que más le gusta es el hockey.
Sean sólo había visto a Terry una vez. A los catorce años era gigantesco, un chico enorme, y cuando Sean pensaba en el tamaño que alcanzaría al cabo de dos años se imaginaba el miedo que tendrían los demás chicos al verlo correr como un rayo sobre el hielo humeante.
Whitey tenía la custodia de Terry porque su mujer no la quería. Hacía dos años que les había abandonado para irse con un abogado especializado en derecho civil adicto al crack, y cuyo problema haría que lo inhabilitasen para ejercer la abogacía y que lo demandaran por malversación de fondos. Sin embargo, ella se había quedado con el tipo, aunque Whitey y ella seguían siendo amigos. A veces, cuando le oías hablar de ella tenías que recordarte a ti mismo que estaban divorciados.
Es lo que hacía en aquel momento mientras conducía a Sean a la sala de estar y observaba el juego Sega del suelo; empezó a desabotonarse la camisa y le dijo:
– Suzanne siempre me dice que Terry y yo nos hemos montado aquí una verdadera casa de la fantasía. Cada vez que lo ve, suele quedarse pasmada. Pero yo creo que lo que le pasa es que está celosa. ¿Quieres una cerveza o alguna otra cosa?
Sean recordó lo que Friel le había dicho sobre el problema que Whitey tenía con la bebida y se imaginó la cara que Friel pondría si se presentaba a la reunión oliendo a Altoids y a Budweiser. Además, conociendo a Whitey, aquello podía tratarse también de una especie de prueba que le ponía, puesto que esos días todo el mundo estaba pendiente de Sean.
– ¿Por qué no tomamos un poco de agua o una Coca-Cola? -sugirió Sean.
– ¡Buen chico! -exclamó Whitey, sonriendo como si realmente hubiera puesto a Sean a prueba, aunque éste percibió su necesidad en la mirada inquieta y en la forma de apoyar la punta de la lengua en las comisuras de los labios.
– ¡Dos Coca-Colas; marchando!
Whitey salió de la cocina con los dos refrescos y dio uno a Sean. Se encaminó hacia un pequeño cuarto de baño situado en el pasillo que salía de la sala de estar, y Sean oyó cómo se quitaba la camisa y hacía correr el agua.
– Este caso cada vez me parece mas complicado -gritó Whitey desde el lavabo-. ¿También tienes esa sensación?
– Un poco -admitió Sean.
– Las coartadas de Fallow y de O´Donnell parecen bastante convincentes.
– Pero eso no quiere decir que no pudieran contratar a alguien para que lo hiciera -apuntó Sean.
– Estoy de acuerdo, pero ¿es eso lo que piensas?
– En realidad, no. No lo veo nada claro.
– Sin embargo, no podemos descartar esa posibilidad.
– No, desde luego que no.
– Tendremos que volver a entrevistar al chico ése de los Harris, aunque sólo sea porque no tiene coartada, pero no me lo imagino capaz de haberlo hecho. ¡Ese chico parece de gelatina!
– Aun así, tenemos que pensar en los motivos -advirtió Sean-. ¿Y si cada vez estaba más celoso de O'Donnell o algo así?
Whitey salió del cuarto de baño secándose la cara con una toalla; su panza blanca tenía un corte en forma de sonrisa, una serpiente roja de tejido cicatricial que le atravesaba desde un lado hasta la parte baja del tórax.
– Sí, pero ese chico… -se dirigió poco a poco hacia el dormitorio de la parte trasera.
Sean fue hasta el pasillo y dijo:
– Tampoco le creo capaz de cometer semejante atrocidad, pero debemos asegurarnos.
– Además está el padre y todos esos tíos chiflados, aunque ya tengo a unos cuantos hombres interrogando a la gente del barrio.
Sean se apoyó en la pared, tomó un sorbo de su Coca-Cola y añadió:
– Si alguien lo hizo sin tener motivo alguno, sargento… ¡mierda!
– Sí, y que lo digas. -Whitey salió al pasillo con una camisa limpia y empezó a abotonársela-. Pero la señora Prior nos dijo que no oyó gritar a nadie.
– Sólo oyó un disparo.
Nosotros creemos que fue un disparo, aunque supongo que tenemos razón. Sin embargo, no oyó gritar a nadie.
– Tal vez la chica de los Marcus estuviera demasiado ocupada golpeando al tipo con la puerta del coche e intentando escapar.
– En eso estoy de acuerdo, pero… ¿y la primera vez que lo vio dirigiéndose hacia el coche?
Whitey pasó por delante de Sean y entró en la cocina.
Sean se apartó de la pared, le siguió y precisó:
– Eso quiere decir que le conocía; además, le dijo «hola».
– Sí -asintió Whitey-. Y si no fuera así, ¿por qué iba a parar el coche?
– Es verdad -respondió Sean.
– ¿No estás de acuerdo?
Whitey se apoyó en la encimera y se volvió hacia Sean.
– Es verdad -repitió Sean-, El coche se estrelló y las ruedas estaban giradas hacia el bordillo.
– Sin embargo, no había marcas que indicaran que hubiera derrapado.
Sean asintió con la cabeza y añadió:
– Quizá sólo iba a veinticinco kilómetros por hora y algo le hizo desviarse bruscamente hacia el bordillo.
– ¿Qué?
– ¡Cómo coño quieres que lo sepa! ¡El jefe eres tú!
Whitey sonrió y se bebió la Coca-Cola de un trago. Abrió la nevera para coger otra y le preguntó:
– ¿Qué podría hacer que alguien girase bruscamente sin darle al acelerador?
– Algo que hubiera en la carretera -respondió Sean.
Whitey levantó la segunda Coca-Cola en señal de asentimiento y recalcó:
– Sin embargo, cuando llegamos allí no había nada en la carretera.
– Pero eso fue a la mañana siguiente.
– ¿Qué quieres decir, un ladrillo o algo así?
– Teniendo en cuenta que era de noche, un ladrillo es demasiado pequeño, ¿no crees?
– Pues un trozo de hormigón.
– De acuerdo.
– En todo caso, seguro que había algo -insistió Whitey.
– Algo -asintió Sean.
– Se desvía, choca contra el bordillo, quita el pie del embrague, y el coche se estrella.
– Y en ese preciso instante aparece el asesino.
– A quien ella conoce. Y después, ¿qué, sencillamente se acerca a ella y se la carga?
– Ella le da un golpe con la puerta y luego…
– ¿Te han golpeado alguna vez con la puerta de un coche?
Whitey levantó el cuello de la camisa, se puso la corbata y empezó a hacerse el nudo.
– De momento me he perdido esa experiencia.
– Es como un puñetazo. Por muy cerca que estés, si una mujer te golpea con la pequeña puerta de un Toyota, lo único que conseguirá es ponerte de mal humor. Karen Hughes nos contó que el asesino debía de estar a unos diez centímetros de distancia cuando realizó el primer disparo. ¡A diez centímetros!
Sean comprendía lo que le estaba insinuando, pero añadió:
– De acuerdo, pero tal vez se echara hacia atrás y le diera una patada a la puerta. Eso ya sería suficiente.
– Sin embargo, la puerta tenía que estar abierta. Aunque se hubiera pasado todo el día pegándole patadas, si hubiera estado cerrada, no habría conseguido hacerle ningún daño. Habría tenido que abrirla con la mano y empujarla con el brazo. O bien el asesino se echó hacia atrás y recibió el golpe de la puerta cuando no se lo esperaba, o…
– No pesa mucho.
Whitey dobló el cuello de la camisa por encima de la corbata y espetó:
– Eso me hace pensar en las huellas.
– ¡Las malditas huellas! -exclamó Sean.
– Sí -vociferó Whitey-. ¡Las malditas huellas! -Se abrochó el botón superior y deslizó el nudo de la corbata hacia arriba-. Sean, el autor de los hechos persiguió a esa mujer a través del parque. Ella corría a toda velocidad y seguro que él la seguía cual animal enloquecido. Lo que te quiero decir es que atravesó ese parque como un rayo. ¿Estas insinuando que no dejó ni una sola huella?
– Llovió toda la noche.
– Sin embargo, encontramos tres huellas de Katie. ¡Venga, hombre! Hay algo que no encaja.
Sean apoyó la cabeza en al armario que tenía detrás e intentó imaginarse la situación: Katie Marcus, balanceando los brazos mientras bajaba por la oscura pendiente en dirección hacia la pantalla del autocine, la piel arañada por los arbustos, el pelo empapado a causa de la lluvia y el sudor, con la sangre goteándole por el brazo y el pecho. Y el asesino, siniestro y sin rostro en la mente de Sean, persiguiéndola a pocos metros de distancia, también a toda velocidad, con las orejas palpitantes por la sed de sangre. Sean se imaginaba que era un hombre grande, un fenómeno de la naturaleza, e incluso inteligente. Lo bastante inteligente para colocar algo en medio de la carretera y hacer que Katie Marcus se diera con las ruedas delanteras contra aquel bordillo. Lo bastante listo para escoger un lugar de la calle Sydney en el que, con toda probabilidad, nadie vería ni oiría nada. El hecho de que la vieja señora Prior hubiera oído algo era una aberración; era lo único que el asesino no podía haber predicho, porque incluso Sean se había sorprendido al enterarse de que aún vivía alguien en aquel edificio tan chamuscado. Por todo lo demás, el tipo había sido muy listo.
– ¿Crees que es lo bastante listo para hacer desaparecer sus propias huellas? -pregunto Sean.
– ¿Cómo?
– El asesino. Tal vez después de matarla regresó al parque para echar barro sobre sus propias huellas.
– Es una posibilidad, pero ¿cómo iba a recordar todos los sitios que pisó? Era de noche y, aun cuando tuviera una linterna, es demasiado espacio a cubrir y demasiadas huellas que identificar y hacer desaparecer.
– Pero la lluvia…
– Sí -suspiró Whitey-. Me creeré la teoría de la lluvia si buscamos a un tipo que pese unos sesenta y cinco kilos o menos, si no es así…
– Brendan Harris no parecía pesar mucho más que eso.
Whitey soltó un gemido y le preguntó:
– ¿De verdad crees que ese chico es capaz de haber hecho una cosa así?
– No.
– Yo tampoco. ¿Y qué me dices de tu amigo? Es un tipo muy delgado.
– ¿Quién?
– Boyle.
Sean bajó de la encimera de la cocina y dijo:
– ¿Qué te hace pensar que pudo haber sido él?
– Bueno, está en la lista, ¿no?
– No, espera un momento…
Whitey alzó un brazo y le interrumpió:
– Nos dijo que salió del bar alrededor de la una, ¡y una mierda! Lanzaron las llaves del coche contra el maldito reloj ese cuando ya pasaban diez minutos de esa hora. Katherine Marcus salió del bar a la una menos cuarto. Mi teoría es sólida: la coartada de tu amigo falla en quince minutos; además, ¿cómo podemos saber a que hora llegó realmente a casa?
Sean se rió y espetó:
– Whitey, mi amigo tan sólo era uno de los tipos que se encontraban en el bar.
– En el bar en que Katie fue vista con vida por última vez, Sean. Tú mismo lo has dicho.
– ¿Qué es lo que he dicho?
– Pues que podríamos estar buscando a un tipo que se hubiera quedado en casa el día del baile de fin de curso.
– Yo sólo…
– No te estoy diciendo que haya sido él. Ni siquiera lo he insinuado, pero hay algo en ese tipo que no me acaba de cuadrar. ¿Oíste todo eso que dijo sobre la necesidad de que hubiera una oleada de delitos en esta ciudad? Lo decía totalmente en serio.
Sean dejó la lata vacía de Coca-Cola en la encimera y le preguntó:
– ¿Reciclas?
– No.
Whitey frunció el entrecejo.
– ¿Ni aunque te pagaran cinco centavos por cada lata?
– ¡Sean!
Sean tiró la lata a la basura y añadió:
– ¿Estás insinuando que crees que un hombre como Dave Boyle fue capaz de asesinar a la prima segunda de su mujer sólo porque estuviera cabreado por el aburguesamiento del barrio? Es la tontería más grande que he oído en mi vida.
– Una vez arresté a un tipo que mató a su mujer porque a ella no le gustaba su forma de cocinar.
– ¡Pero era un matrimonio, hombre! Son las tensiones típicas que van aumentando con los años. Estás hablando de un tipo que pensaría: «Mierda, no puedo pagar el alquiler. Debería ir matando gente hasta que el precio de los alquileres baje de nuevo».
Whitey se rió,
– ¿Qué? -preguntó Sean.
– De acuerdo, si lo cuentas así -apuntó Whitey- parece estúpido. Aun así, hay algo en ese tipo que no me encaja. Si tuviera una coartada perfecta no diría nada, y tampoco lo haría si no hubiera visto a la victima una hora antes de que muriera. Sin embargo, su coartada no cuadra, vio a Katie y hay algo en él que no me acaba de gustar. Nos contó que se había ido directamente a casa, pero me gustaría que mujer nos lo confirmara. Quiero que el vecino de la primera planta nos diga que le oyó subir las escaleras a la una y cinco de la mañana. Cuando eso suceda, me olvidaré de él. ¿Le viste la mano?
Sean no dijo nada.
– Tenía la mano derecha tan hinchada que su tamaño era casi el doble que el de la izquierda. A ese tipo hace poco que le pasó algo y quiero saber qué fue. Cuando sepa que ha sido por una pelea en un bar, o algo así, me retiraré y le dejaré en paz.
Whitey apuró su segunda Coca-Cola y la tiró al cubo de la basura.
– Dave Boyle -dijo Sean-. ¿De verdad quieres investigar a Dave Boyle?
– Sí -contestó Whitey-, aunque sólo sea una pequeña investigación.
Se reunieron en la sala de conferencias de la tercera planta que compartían los de Homicidios y los de Delitos Mayores en la Oficina del Fiscal del Distrito; Friel siempre quería celebrar allí las reuniones porque era una sala fría y utilitaria, las sillas eran duras, la mesa era negra y las paredes de color gris ceniza. No era una sala que incitara a hacer ingeniosos comentarios aparte ni a soltar incongruencias. En aquella sala nadie perdía el tiempo; decían lo que tenían que decir y luego volvían al trabajo.
Esa tarde había nueve sillas en la sala y todas estaban ocupadas. Friel presidía la mesa; a su derecha estaba la subdirectora del Departamento de Homicidios de la Oficina del Fiscal del Distrito del Condado de Suffolk, Maggie Mason, y a su izquierda el sargento Robert Burke, que dirigía las otras brigadas del Departamento de Homicidios. Whitey y Sean estaban sentados uno frente al otro a ambos lados de la mesa, junto a Joe Souza, Chris Connolly, y los otros dos detectives del departamento de Homicidios del Estado, Payne Brackett y Shira Rosenthal. Todo el mundo tenía montones de informes de campo o de fotocopias de éstos sobre la mesa, así como fotografías del lugar del crimen, los informes de los forenses, los informes de la Policía Científica, además de todas las libretas y blocs de notas de cada uno de ellos, unas cuantas servilletas con nombres garabateados, y algunos esquemas del lugar del crimen dibujados de modo rudimentario.
Whitey y Sean fueron los primeros en hablar; contaron las entrevistas que habían hecho a Eve Pigeon y Diane Cestra, a la señora Prior, a Brendan Harris, a Jimmy y Annabeth Marcus, a Roman Fallow y a Dave Boyle, al que Whitey, para gratitud de Sean, sólo se refirió como «mero testigo del bar».
Brackett y Rosenthal fueron los siguientes en tomar la palabra; Brackett se encargó de contarlo todo, pero Sean estaba convencido, si lo que había pasado con anterioridad se podía usar como referente, de que todo el trabajo duro lo habría hecho Rosenthal.
Todos los empleados de la tienda del padre tenían coartadas sólidas y ninguno tenía motivos aparentes. Todos coincidieron en afirmar que la víctima, que ellos supieran, no tenía enemigos conocidos ni deudas astronómicas ni adicción a las drogas. Al examinar el dormitorio de la víctima sólo encontraron setecientos dólares en metálico, aunque no hallaron ningún diario ni sustancias ilegales. Una revisión de su cuenta bancaria mostró que los depósitos coincidían con la cantidad de dinero que ganaba. No había ingresado ni retirado grandes cantidades de dinero hasta la mañana del viernes en que había cancelado la cuenta. Era el dinero que habían encontrado en la cómoda de su dormitorio y que confirmaba la teoría del sargento Powers de que la víctima tenía intención de abandonar la ciudad el domingo. Las entrevistas preliminares que se habían hecho a los vecinos no indicaban nada que pudiera hacer creer que existieran problemas familiares.
Brackett juntó todas las hojas sobre la mesa para indicar que había terminado, y Friel se volvió hacia Souza y Connolly.
– Redactamos las listas de la gente que había estado en los mismos bares que la víctima, en su última noche con vida. De una posible lista de setenta y cinco clientes, entrevistamos a veintiocho de ellos, sin contar a los dos que entrevistaron el sargento Powers y el agente Devine, es decir, Fallow y el Dave Boyle ése. Los policías Hewlett, Darton, Woods, Cecchi, Murray y Eastman se encargaron de entrevistar a los restantes y ya nos han pasado los informes preliminares.
– ¿Qué hay de Fallow y O'Donnell? -preguntó Friel a Whitey.
– Están limpios. Sin embargo, eso no quiere decir que no contrataran a alguien para que lo hiciera.
Friel se recostó en la silla y puntualizó:
– A lo largo de todos estos años he visto muchos asesinatos a sueldo, pero este caso no me lo parece.
– Si hubiera sido un asesino a sueldo -apuntó Maggie Mason-, podría haberse limitado a pegarle un tiro dentro del coche.
– ¡Bien, ya lo hizo! -exclamó Whitey.
– Diría que lo que ella insinúa es que le habría pegado más de uno, que habría vaciado el cargador.
– Se le podría haber atascado la pistola -sugirió Sean. Los demás le miraron con ojos entreabiertos-. Es algo que no hemos tenido en cuenta. Imaginemos que se le atascó la pistola y que Katherine Marcus tuvo tiempo de reaccionar; podría haber derribado al tipo y echar a correr.
Esas palabras silenciaron la sala un momento, y Friel, pensando en hacer un gesto con el dedo índice, dijo:
– Es posible. Lo es, pero ¿por qué le pegó con un palo, con un bate o con algo similar? A mí no me parece obra de un profesional.
– No creo que Fallow y O'Donnell trabajen con profesionales de verdad -apuntó Whitey-. Bien podrían haber contratado a cualquier drogadicto a cambio de un par de billetes y un bolígrafo. Sin embargo, acaban de contarnos que la señora Prior oyó cómo la víctima saludaba a su asesino. ¿Creen que habría actuado así si se le hubiera acercado un adicto al crack, colocado?
Whitey, haciendo una especie de gesto de asentimiento, dijo:
– Un punto interesante.
Maggie Mason se apoyó en la mesa y sugirió:
– ¿Qué les parece si nos basamos en la teoría de que la víctima conocía a su asesino?
Sean y Whitey cruzaron una mirada; luego se volvieron hacia Friel y asintieron con la cabeza.
– No es que East Bucky no tenga una buena cantidad de drogadictos, particularmente en las marismas, pero ¿creen que una chica como Katherine Marcus se relacionaría con ellos?
– Otro punto interesante. -Whitey soltó un suspiro-. Así es.
– Ojalá fuera obra de un profesional -declaró Friel-. Sin embargo, el hecho de que la golpearan de ese modo, no sé, a mí me sugiere rabia y falta de dominio sobre uno mismo.
Whitey hizo un gesto de asentimiento y puntualizó:
– Lo único que estoy diciendo es que no lo podemos descartar del todo.
– De acuerdo, sargento.
Friel se volvió de nuevo hacia Souza, que parecía un poco cabreado por la digresión.
Se aclaró la voz y, mirando sus notas con calma, prosiguió:
– De todos modos, estuvimos hablando con un tal Thomas Moldanado, que estaba bebiendo en el Last Drop, el último bar al que fue katherine Marcus antes de llevar a sus amigas a casa. Según parece, en el bar sólo había un cuarto de baño, y Moldanado nos contó que había mucha cola cuando las chicas se marcharon. Así pues, salió a la parte trasera del aparcamiento a mear y vio a un tipo sentado en un coche, con las luces apagadas. Moldanado nos contó que era la una y media, ni un minuto más ni un minuto menos. Nos dijo que llevaba un reloj nuevo y que quería ver si brillaba en la oscuridad.
– ¿Y brillaba?
– Eso parece.
– Sin embargo, el tipo del coche -precisó Robert Burke- podría haber estado durmiendo la mona.
– Eso mismo es lo primero que le respondimos, sargento. Moldanado nos dijo que él había pensado lo mismo al principio, pero que el tipo estaba erguido y con los ojos bien abiertos. También nos contó que, de no ser porque tenía un coche pequeño y extranjero, algo parecido a un Honda o un Subaru, habría creído que era un poli.
– Metido en ese asiento tan pequeño estaría un poco estrecho, ¿no creen? -preguntó Connolly.
– Así es -respondió Souza-. Luego Moldanado se imaginó que debía de ser algún cliente, ya que, de noche, esa zona suele llenarse de prostitutas. Pero, en ese caso, ¿qué hacía dentro del coche? ¿Por qué no estaba paseando por la avenida?
– Bien, entonces… -dijo Whitey.
Souza levantó el brazo y exclamó:
– ¡Un momento, sargento! -Se quedó mirando a Connolly con los ojos resplandecientes e inquietos-. Volvimos al aparcamiento a echar un vistazo y encontramos sangre.
– Sangre.
Asintió con la cabeza y continuó:
– Era tan espesa y tan densa que cualquiera habría pensado que alguien había estado cambiando el aceite del coche en el aparcamiento. Sin embargo, empezamos a examinar el lugar y encontramos una gota aquí, y otra más allá, alejándose del charco. Encontramos algunas gotas más en las paredes y en el suelo del callejón trasero del bar.
– Agente -espetó Friel-, ¿qué demonios intenta decirnos?
– Que ayer por la noche alguien más resultó herido fuera de ese bar.
– ¿Cómo sabe que sucedió la misma noche? -le preguntó Whitey.
– La Policía Científica lo ha confirmado. Un vigilante nocturno dejó el coche en el aparcamiento esa noche, justo encima del charco de sangre, evitando, así, que la lluvia lo borrara. Quienquiera que fuera la víctima, estaba herida de gravedad, y la persona que la atacó también debía de estarlo. Encontramos dos tipos de sangre diferentes en el aparcamiento. Ahora estamos comprobando los hospitales y las compañías de taxis, por si la víctima hubiera subido en uno. También encontramos fibras capilares cubiertas de sangre, trozos de piel y tejido cerebral. Estamos a la espera de recibir noticias de seis médicos de urgencias. Los demás nos han respondido negativamente, pero tengo la certeza de que encontraremos a la víctima que el sábado por la noche, o a primera hora del domingo, fue a alguna sala de urgencias con un traumatismo craneal grave.
Sean alzó la mano y masculló:
– ¿Nos está diciendo que la misma noche que Katherine Marcus salió del Last Drop le machacaron el cerebro a otra persona en el aparcamiento del mismo bar?
– Sí -Souza sonrió.
Connolly prosiguió con la explicación:
– La Policía Científica encontró sangre seca, de los tipos A negativo y B negativo. Mucha más del tipo A que del B, por lo que dedujimos que la víctima era del tipo A.
– Katherine Marcus era del tipo O -apuntó Whitey.
Connolly hizo un gesto de asentimiento y añadió:
– Las fibras capilares indican que la víctima era un hombre.
– ¿A qué conclusión han llegado? -les preguntó Friel.
– Aún no hemos llegado a ninguna. Lo único que sabemos es que la misma noche que Katherine fue asesinada, a alguien más le partieron la cabeza en el aparcamiento del bar en el que ella había estado.
– Hubo una pelea en el aparcamiento -dijo Maggie Mason-. ¿Y eso que tiene de raro?
– Ninguno de los clientes del bar recuerda que se hubiera producido ninguna pelea, ni dentro ni fuera del bar. Entre la una y media y las dos menos diez de la madrugada, las únicas personas que salieron del bar fueron Katherine Marcus, sus dos amigas y Moldanado, que entró de nuevo en el bar en cuanto acabó de orinar. Tampoco entré nadie más. Moldanado también recuerda haber visto a alguien en el aparcamiento a eso de la una y media, un tipo que, según su descripción, tenía un aspecto normal, unos treinta y cinco años y pelo oscuro. El tipo ése ya se había marchado cuando Moldanado se fue del bar a las dos menos diez.
– A esa hora la chica de los Marcus ya debía de estar corriendo por el Pen Park.
Souza hizo un gesto de asentimiento y repuso:
– No estamos diciendo que haya una conexión clara; es posible que ni siquiera estén relacionados, pero nos parece una coincidencia muy extraña.
– Se lo vuelvo a preguntar -insistió Friel-, ¿a qué conclusión han llegado?
Souza se encogió de hombros y contestó:
– No lo sé, señor. Lo único que sabemos con certeza es que fue un asesinato. Creo que el tipo del aparcamiento estaba esperando a que la chica saliera del bar, y cuando ésta lo hizo, llamó por teléfono al autor de los hechos; a partir de ese momento, éste se ocupó de ella.
– Y después, ¿qué? -preguntó Sean.
– ¿Después qué? Pues que la mató.
– No, me refiero al hombre de dentro del coche. ¿Qué hizo? ¿De repente le entraron ganas de golpear a alguien con una roca o algo así? ¿Así, por las buenas?
– Es posible que alguien le provocara.
– ¿Cuándo? -preguntó Whitey-. ¿Mientras hablaba por el móvil? ¡Mierda! ¡No sabemos si este caso guarda alguna relación con el asesinato de Katherine Marcus!
– Sargento -repuso Souza-, si quiere lo dejamos. Nos olvidamos y ya está.
– ¿He insinuando dejarlo en algún momento?
– Bueno…
– ¿Lo he insinuado? -repitió Whitey.
– No.
– No, ¿verdad que no? Pues a ver si respetas un poco más a tus superiores, Joseph, porque si no te voy a mandar de nuevo a las celdas de drogadictos de Springfield, para que te relaciones con los motoristas y las tías ésas que huelen tan mal y que comen manteca de cerdo directamente de la Iata.
Souza, intentando refrenarse, profirió un suspiro y concluyó:
– Tan sólo creía que podría ser importante. Eso es todo.
– Eso no se lo discuto, agente. Lo que quiero que entienda es que debemos tener más información antes de poner a más personal a trabajar en un incidente que probablemente no guarde ningún tipo de relación con el asesinato que nos ocupa. Además, el Last Drop está bajo jurisdicción del Departamento de Policía de Boston.
– Ya nos hemos puesto en contacto con ellos -espetó Souza.
– ¿Se están ocupando del caso?
Souza asintió con la cabeza. Whitey alzó las manos y exclamó:
– ¡Lo ve! ¡Razón de más! Limítese a estar en contacto con el detective que está encargado y manténganos informados; por lo demás, olvídese.
– Ya que estamos hablando de conclusiones, sargento -apuntó Friel-, ¿a qué conclusión ha llegado usted?
Whitey se encogió de hombros y respondió:
– Sólo tengo un par: Katherine Marcus murió a causa del impacto de bala que recibió en la nuca y ninguna de las otras heridas, ni siquiera la herida de bala del bíceps izquierdo, eran lo bastante graves para haberle causado la muerte. La golpearon con un artilugio de madera con los cantos lisos: un palo o un trozo de madera. El médico forense ha afirmado con rotundidad que no la agredieron sexualmente. Después de hacer muchas preguntas, hemos conseguido averiguar que planeaba fugarse con Brendan Harris. Ella y Bobby O'Donnell habían sido novios. El problema radicaba en que O'Donnell no quería aceptar que ya no lo eran. Al padre no le caían bien ni O'Donnell ni Harris.
– ¿Por qué no le gustaba Brendan Harris?
– No lo sabemos. -Whitey lanzó una mirada rápida a Sean-.
No obstante, estamos haciendo todo lo posible por averiguarlo. Así pues, lo que suponemos es que tenía intención de pasarse la noche bailando antes de marcharse de la ciudad a la mañana siguiente. Celebró una especie de despedida de soltera con sus dos amigas; Roman Fallow les obligó a que se marcharan de uno de los bares y ella las acompañó a casa en coche. En ese momento estaba empezando a llover, el limpiaparabrisas no le funcionaba bien y tenía los cristales sucios; entonces, o bien perdió el control del volante por un instante porque iba borracha y chocó contra el bordillo o bien se desvió bruscamente para no topar con algo que había en la carretera. Al margen de la causa, lo que está claro es que chocó contra la acera. El coche se averió y alguien se le acercó. Según la versión de la anciana señora Prior, Katherine dijo «hola». Creemos que entonces fue cuando el asesino le disparó por primera vez. Consiguió darle un golpe con la puerta del coche, tal vez pudo hacer que la pistola le cayera al suelo, no lo sé, y echó a correr en dirección al parque. Como creció en el barrio, quizá pensó que allí tendría más oportunidades de despistarle. Una vez más, no sabemos por qué fue hacia el parque, a no ser que fuera porque era lo más cercano desde la calle Sydney y porque tampoco había ningún vecino que pudiera ayudarla en cuatro manzanas a la redonda. Si se hubiera quedado allí mismo, el asesino podría haberla atropellado con su propio coche o podría haber vuelto a dispararle con facilidad. Así pues, salió corriendo, hacia el parque. A partir de ese momento, se encaminó, de forma bastante constante, hacia el sudeste, atravesó el jardín vallado, intentó esconderse en el barranco de debajo del puente de madera y luego fue en línea recta hacia la pantalla del autocine; después…
– El camino que escogió hizo que se adentrara cada vez más en el bosque -apuntó Maggie Masan.
– Así es, señora.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué?
– Bien, sargento -se quitó las gafas y las colocó en la mesa que tenía delante-, si yo fuera una mujer a la que estuvieran persiguiendo a través de un parque y conociera muy bien el lugar, lo primero que haría sería llevar a mi perseguidor hasta allí con la esperanza de que se perdiera o que se quedara atrás. No obstante, tan pronto como pudiera, intentaría salir de allí. ¿Por qué no se dirigió hacia el norte, hacia la calle Roseclair? ¿Por qué no dio la vuelta para regresar a la calle Sydney? ¿Por qué se adentró cada vez más en el parque?
– Es posible que estuviera muy conmocionada y asustada. El miedo hace que la gente no pueda pensar con claridad. Debemos recordar, además, que el nivel de alcoholemia en la sangre era muy alto. Estaba borracha.
Negó con la cabeza y añadió:
– Eso no me lo trago. Y hay algo más; según lo que nos acaban de contar, ¿debo suponer que la señorita Marcus corría más deprisa que su perseguidor?
Whitey entreabrió la boca, pero pareció olvidarse de lo que iba a decir.
– Según su informe, sargento, la señorita Marcus prefirió, como mínimo en dos ocasiones, esconderse que correr. Se escondió en el jardín vallado y bajo el puente de madera. Eso me dice dos cosas: que corría más rápido que su perseguidor (si no hubiera sido así, no habría tenido suficiente tiempo para intentar esconderse), y que paradójicamente sabía que el hecho de llevarle ventaja no era suficiente. Si añade eso al hecho de que no hizo ningún esfuerzo por salir del parque, ¿qué opina?
A nadie se le ocurrió respuesta alguna. Al cabo de un rato, Friel le preguntó:
– ¿Usted qué opina, Maggie?
– Bien, creo que cabe la posibilidad de que se sintiera rodeada.
Por un momento, Sean tuvo la sensación de que el aire de la sala se volvía electrostático y que hacía estallar corrientes eléctricas.
– ¿Está pensando en una banda o algo así? -preguntó Whitey al rato.
– O algo así-repitió Maggie-. No lo sé, sargento. Lo único que hago son conjeturas de su informe. No me cabe en la cabeza que a esa mujer, que según parece corría más rápido que su agresor, no se le ocurriera intentar salir del parque lo más rápido posible, a menos que pensara que alguien más la estuviera rodeando.
Whitey inclinó la cabeza y dijo:
– Con el debido respeto, señora, si hubiera sido así, habría habido muchas más pruebas físicas en el escenario del crimen.
– Usted mismo citó la lluvia varias veces en su informe.
– Bien -asintió Whitey-, pero si hubiera habido un grupo de gente, o tan sólo dos personas, persiguiendo a Katherine Marcus, habríamos encontrado muchas más pruebas. Como mínimo, unas cuantas huellas más. Alguna cosa, señora.
Maggie Masan se puso las gafas de nuevo y miró el informe que tenía en la mano. A cabo de un rato, precisó:
– Es una hipótesis, sargento. Y, basándome en su propio informe, creo que vale la pena no descartarla.
Whitey mantuvo la cabeza baja, pero Sean podía sentir cómo la indignación le subía por los hombros, cual gas de alcantarilla.
– ¿Qué opina, sargento? -preguntó Friel.
Whitey levantó la cabeza, les dedicó una exhausta sonrisa y contestó:
– La tendré en cuenta. No obstante, en este preciso momento no creo que haya muchas bandas en el barrio. Si aceptamos esa hipótesis y creemos que fue obra de dos personas, volvemos a la posible teoría de que fue asesinada por un asesino a sueldo.
– De acuerdo…
– Pero si ése fuera el caso, y al principio de esta reunión hemos acordado que no era fácil saberlo, el otro tipo habría vaciado la pistola en el mismo momento en que Katherine Marcus hubiera golpeado a su compañero con la puerta. Esto sólo tendría sentido si se tratara de un asesino que se hiciera acompañar de una mujer asustada y borracha, que se hubiera mareado al ver tanta sangre, que no pudiera pensar con claridad o que hubiera tenido muy mala suerte.
– Sin embargo, confío en que tendrá usted en cuenta mi hipótesis -apuntó Maggie Masan, con una sonrisa amarga y con la mirada puesta en la mesa.
– Desde luego que sí -respondió Whitey-. En este momento estoy dispuesto a aceptar cualquier propuesta. Se lo aseguro. Parece ser que conocía al asesino; sin embargo, ya hemos descartado a todos los posibles sospechosos que pudieran tener algún motivo. Cuanto más tiempo llevamos trabajando en este caso, más probable me parece que fuera una agresión no premeditada. La lluvia ha borrado dos terceras partes de nuestras pruebas, Katherine Marcus no tenía ni un solo enemigo, ni secretos financieros ni adicción a las drogas ni tampoco había presenciado ningún asesinato de los que tenemos archivados. Por lo que de momento sabemos, no hay nadie que haya salido ganando con su muerte.
– A excepción de O'Donnell -apuntó Burke-. Él no quería que la señorita Marcus se fuera de la ciudad.
– A excepción de O'Donnell -repitió Whitey-, pero tiene una coartada perfecta y no parece probable que contratara a alguien. ¿Qué otros enemigos tenía? Ninguno.
– Y, a pesar de todo eso, está muerta -recalcó Friel.
– Y, a pesar de todo eso, está muerta -repitió Whitey-. Por eso creo que fue algo fortuito. Si uno descarta el dinero, el amor y el odio como posibles motivos, la verdad es que se queda con bien poco. Sólo cabe pensar que fuese algún tipo de esos que están al acecho y que tienen una página web dedicada a la víctima o alguna estupidez parecida.
Friel alzó las cejas.
Shira Rosenthal dijo de forma inesperada:
– Eso ya lo estamos comprobando, señor. De momento, nada.
– Entonces, ¿no saben lo que buscan? -preguntó Friel después de un largo silencio.
– Claro que lo sabemos -espetó Whitey-. Buscamos a un tipo con una pistola. ¡Ah, sí, y con un palo!
Después de dejar a Dave en el porche, y con el rostro y los ojos secos de nuevo, Jimmy se dio la segunda ducha del día. Sentía una necesidad de llorar en lo más profundo de su ser. Le fue creciendo en el pecho como si fuera un globo, hasta que se quedó sin aire.
Se había ido a la ducha porque quería intimidad; temía no poder contener las lágrimas como lo hizo en el porche. Temía llegar a convertirse en un charco tembloroso, acabar llorando tal y como lo había hecho de niño en la oscuridad de su dormitorio, con la certeza de que al nacer había estado a punto de matar a su madre y de que su padre le odiaba por ello.
En la ducha, volvió a sentir aquella sensación: la antigua oleada de tristeza, esa que le hacía sentirse viejo y que le había acompañado desde siempre, la certeza de que una tragedia se cernía sobre su futuro, una tragedia tan pesada como los mismísimos bloques de piedra caliza. Como si un ángel le hubiera predicho el futuro mientras se encontraba en el útero, y Jimmy hubiera salido del seno de su madre con las palabras del ángel grabadas en el cerebro, aunque no en los labios.
Jimmy alzó los ojos hacia el grifo de la ducha. Sin pronunciar palabra, dijo:
«En el fondo de mi alma sé que he contribuido a la muerte de mi hija. Lo noto. No obstante, no sé cómo.»
Y la voz sosegada le respondió: «Ya lo sabrás». «Dímelo.»
«No.»
«¡Vete al infierno!» «Todavía no he acabado.» «¡Ah!»
«Ya lo sabrás.»
«¿Tendré que maldecirme por ello?» «Eso depende de ti.»
Jimmy inclinó la cabeza y pensó en el hecho de que Dave viera a Katie poco antes de que ésta muriera. Katie, viva, borracha y bailando. Bailando y feliz.
Cuando se dio cuenta de que otra persona había visto a Katie con vida después de él, pudo, por fin, llorar.
La última vez que Jimmy había visto a Katie fue cuando ésta salía de la tienda al acabar su turno del sábado. Eran las cuatro y cinco de la tarde y Jimmy se encontraba al teléfono hablando con su proveedor de Frito-Lay, haciendo pedidos, distraído, mientras Katie se inclinaba hacia él para besarle en la mejilla y decirle: «Hasta luego, papá».
– Hasta luego -le había respondido; luego había observado cómo salía por la trastienda.
No, eso no era verdad. No la había observado, tan sólo la había oído salir, ya que su mirada estaba puesta en la hoja de pedidos que tenía sobre la mesa y junto al secante.
En realidad, pues, la última imagen que tenía de ella fue cuando, apartando los labios de su mejilla, le había dicho: «Hasta luego, papa».
Hasta luego, papá.
Jimmy se dio cuenta de que era aquel «luego», que hacía referencia a esa misma noche y a los últimos minutos de su vida, lo que más le dolería. Si hubiera estado allí, si esa misma noche hubiera podido pasar un poco más de tiempo con su hija, tal vez habría sido capaz de retener una imagen más reciente de Katie.
Sin embargo, no podía. Pero Dave, Diane y Eve, y su asesino sí que podrían hacerlo.
«Si tenías que morir -pensaba Jimmy-, si las cosas ya estaban predestinadas, ojalá te hubieras muerto mirándome a los ojos. Me habría dolido mucho verte morir, Katie, pero, como mínimo, habría sabido que no te sentías tan sola al mirarme a los ojos.
«Te quiero. Te quiero mucho. A decir verdad, te quiero más de lo que amé a tu madre, más que a tus hermanas, más que a Annabeth, que Dios me perdone. Y las quiero con locura, pero a ti te quiero mucho más, porque cuando salí de la cárcel y me sentaba contigo en la cocina, éramos las únicas personas que quedaban sobre la capa de la tierra. Olvidados y despreciados. Ambos estábamos tan asustados, tan confundidos y tan absolutamente abandonados. Sin embargo, conseguimos superarlo, ¿no es verdad? Convertimos nuestras propias vidas en algo bueno, hasta que llegó un día en que dejamos de sentirnos asustados y abandonados. Habría sido incapaz de hacerlo sin ti. No hubiera podido. No soy tan fuerte.
«Te habrías convertido en una bella mujer. Tal vez en una bella esposa. En un milagro de madre. Eras amiga mía, Katie. Viste mi miedo, pero no echaste a correr. Te quiero más que a mi vida. Echarte de menos será mi cáncer. Y eso me matará.»
Y por un instante, de pie en la ducha, Jimmy sintió cómo Katie le acariciaba la espalda con la palma de la mano. Eso era lo que había olvidado sobre la última vez que la había visto. Le había pasado la mano por la espalda mientras se inclinaba hacia él para besarle la mejilla. Se la había apoyado en la columna vertebral, entre los omóplatos, y le había hecho sentir bien.
Permaneció en la ducha, sintiendo cómo Katie seguía apoyando la mano en su piel mojada, y notó que se le pasaban las ganas de llorar. Volvió a sentirse fuerte en su dolor. Se sentía querido por su hija.
Whitey y Sean aparcaron el coche en la esquina de la tienda de Jimmy y echaron a andar en dirección a la avenida Buckingham. El anochecer se estaba volviendo frío y el cielo se teñía de un tono azul marino; Sean se sorprendió a sí mismo preguntándose qué estaría haciendo Lauren en ese momento, si estaría cerca de una ventana, si podría ver el mismo cielo que él estaba viendo, si también podría sentir cómo avanzaba el frío.
Antes de llegar al bloque de tres plantas en el que Jimmy y su mujer vivían, rodeados de varios Savage lunáticos y de sus respectivas mujeres o novias, vieron a Dave Boyle apoyado en la ventanilla abierta de un Honda que estaba aparcado delante de la casa. Dave alargó la mano hacia la guantera, la cerró de golpe, y se alejó del coche con una cartera en la mano. Se percató de la presencia de Sean y de Whitey en el preciso instante que cerraba el coche con llave. Les sonrió y exclamó:
– ¡Otra vez por aquí!
– Somos como la gripe -puntualizó Whitey-. Nunca desaparecemos del todo.
– ¿Qué tal, Dave? -preguntó Sean.
– Las cosas no han cambiado mucho en cuatro horas. ¿Vais a ver a Jimmy?
Hicieron un gesto de asentimiento. -¿Habéis averiguado… algo más del caso?
Sean movió la cabeza a un lado y a otro y respondió:
– Sólo vamos a presentarles nuestros respetos y a ver cómo va todo.
– Ahora están bien. Creo que están un poco cansados, ¿saben? Por lo que sé, Jimmy no ha dormido desde ayer. A Annabeth le han entrado muchas ganas de fumar, así que me he ofrecido para ir a comprarle un paquete; no me acordaba de que me había dejado la cartera en el coche -la sostuvo con su mano hinchada y después se la metió en el bolsillo.
Whitey también se metió las manos en los bolsillos, se balanceó sobre los talones, y le dedicó una tensa sonrisa.
– Parece doloroso -comentó Sean.
– ¿Esto? -Dave alzó la mano de nuevo y se la quedó mirando. En realidad, no me duele mucho.
Sean asintió con la cabeza, le dedicó una sonrisa igualmente tensa, y los dos se quedaron allí de pie observando a Dave.
– La otra noche estaba jugando al billar -explicó Dave-. Ya sabes la mesa que tienen en el McGills, Sean. Más de la mitad de la mesa está contra la pared y uno siempre tiene que acabar usando el maldito taco corto.
– ¡Claro! -exclamó Sean.
– La bola blanca estaba muy cerca del borde y la que quería golpear estaba en la otra punta de la mesa. Eché la mano hacia atrás para golpear la pelota con fuerza, y me olvidé de que estaba junto a la pared. ¡Y bum! Estuve a punto de atravesar la maldita pared con la mano.
– ¡Ay! -exclamó Sean.
– ¿Lo consiguió? -preguntó Whitey.
– ¿El qué?
– La jugada.
Dave frunció el entrecejo y respondió:
– Me retiré de la partida, ya que era incapaz de seguir jugando.
– ¡Por supuesto! -apuntó Whitey.
– Sí, la verdad es que me fastidió bastante porque hasta ese momento iba ganando -dijo Dave.
Whitey hizo un gesto de asentimiento, se volvió hacia el coche de Dave, y le dijo:
– Tiene el mismo problema que yo he tenido con el mío.
Dave se volvió para mirar su coche y respondió:
– No creo. Nunca he tenido ningún problema con este coche.
– ¡Mierda! El dispositivo de encendido de mi Accord me costó un ojo de la cara, sesenta y cinco mil dólares. Luego me enteré de que a un amigo mío le había pasado lo mismo. Con lo que me he gastado arreglándolo y lo que pagué por el examen de conducir, el coche me ha salido bien caro, ¿sabe?
– Sin embargo, mi coche es estupendo. -Se dio la vuelta y luego se volvió de nuevo hacia ellos-. Bien, me voy a buscar esos cigarrillos.
– Ya nos veremos en la casa.
– Sí, hasta luego -respondió Sean saludándole con la mano antes de que Dave bajara de la acera y cruzara la avenida.
Whitey echó un vistazo al Honda y dijo:
– Tiene una buena abolladura en la parte delantera.
– ¡Ostras, sargento, creía que no se había dado cuenta! -exclamó Sean.
– ¡Y la historia que nos ha contado del taco de billar! -Whitey profirió un silbido-. ¿Qué hacía…? ¿Sostener el extremo del palo con la palma de la mano?
– No obstante, tenemos un problema -declaró Sean, mientras observaban cómo Dave entraba en Eagle Liquors.
– ¿Ah, sí? ¿Cuál, superpoli?
– Si cree que Dave fue el tipo que Souza vio en el aparcamiento del Last Drop, entonces estaba aplastándole la cabeza a otra persona mientras asesinaban a Katie Marcus.
Whitey le dedicó una mueca de desaprobación y añadió:
– ¿Es eso lo que piensa? Pues yo creo que fue el tipo que estaba sentado en el aparcamiento en el preciso instante en que salía del bar la chica que iba a morir media hora después. Creo que no estaba en casa a las dos menos diez, como quiso hacernos creer.
A través del escaparate de la tienda podían ver a Dave hablando con el dependiente junto al mostrador.
– Cabe la posibilidad de que la sangre que la Policía Científica encontró en el suelo del aparcamiento llevara varios días allí -apuntó Whitey-. No tenemos ninguna prueba de que esa noche se produjera una pelea en el bar. ¿Que la gente del bar dice que esa noche no hubo ninguna pelea en el bar? ¿Y qué? Podría haber pasado el día anterior o esa misma tarde. No hay ninguna relación causal entre la sangre del aparcamiento y el hecho de que Dave Boyle estuviera sentado dentro de su coche a la una y media. Pero, desde luego, sí que la hay con respecto a que estuviera sentado en ese coche en el momento en que Katie Marcus salió del bar -le dio un golpecito a Sean en el hombro-. ¡Venga, vamos a entrar!
Sean miró por última vez a Dave mientras éste pagaba al dependiente de la tienda. Dave le daba lástima. Al margen de lo que pudiera haber hecho, Dave provocaba ese sentimiento en la gente: lástima, en su estado más puro y un poco desagradable, tan afilada como una roca.
Celeste, que estaba sentada en la cama de Katie, oyó a los policías que subían por la escalera; sus zapatos pesados pisoteaban los viejos escalones al otro lado de la pared. Annabeth la había mandado allí, unos minutos antes, para que cogiera un vestido de Katie que Jimmy quería llevar a la funeraria; Annabeth se había disculpado por no ser lo bastante fuerte para entrar ella misma en la habitación. Era un vestido azul con un corte en los hombros, y Celeste recordó a Katie con él en la boda de Carla Eigen, con una flor azul y amarilla prendida a un lado de su peinado alto, justo encima de la oreja. Ese día había causado literalmente unas cuantas exclamaciones de admiración; Celeste pensó que ella misma nunca estaría así de guapa en toda su vida, mientras que Katie no se daba cuenta de lo deslumbrante que su belleza podía llegar a ser. Cuando Annabeth mencionó un vestido azul, Celeste supo de inmediato a cuál se refería.
Así pues, había ido hasta allí, al mismo lugar en que la noche anterior había visto a Jimmy sosteniendo la almohada de Katie contra su rostro intentando recordar su olor, y había abierto la ventana para airear la habitación del aroma húmedo a pérdida. Encontró el vestido guardado en una bolsa para ropa al fondo del armario, lo sacó y se sentó en la cama un momento. Oía los sonidos procedentes de la avenida, el chasquido de las puertas de los coches al cerrarse, el parloteo esporádico y apagado de la gente que paseaba por la avenida, el siseo de un autobús al abrir las puertas en la esquina de la calle Crescent, miró una fotografía de Katie y de su padre que había sobre la mesilla de noche. Era de hacía unos cuantos años, y la niña, sentada sobre los hombros de su padre, sonreía con rigidez a causa del aparato corrector. Jimmy le sostenía los tobillos con las manos y miraba a la cámara con aquella sonrisa tan maravillosamente franca que tenía, esa sonrisa que siempre acababa por sorprender a todo el mundo, aunque sólo fuera porque no había nada más en Jimmy que pareciera franco, como si esa sonrisa fuera el único lugar adonde no llegase su reserva.
Estaba levantando la fotografía de la mesilla en el preciso instante en que oyó a Dave decir: «¡Otra vez por aquí!».
Se quedó allí sentada, sintiéndose morir, mientras oía hablar a Dave y a los policías, y mientras oía lo que Sean Devine y su compañero decían cuando Dave hubo cruzado la calle para ir en busca de los cigarrillos de Annabeth.
Durante unos diez o doce segundos horribles, estuvo a punto de vomitar sobre el vestido azul de Katie. El diafragma se le sacudía arriba y abajo, sintió que la garganta se le estrechaba y que el estómago le hervía. Se inclinó hacia delante, con la intención de reprimir esa sensación' y a pesar de que un ruido ronco y seco se le escapó de los labios varias veces, no vomitó. Luego se le pasó.
No obstante, seguía teniendo.náuseas. Estaba mareada y tenía frío, y además tenía la sensación de que su cerebro había empezado a arder. Ardía con violencia, apagando las luces, y saturándole los senos y los espacios bajo los ojos.
Mientras Sean y su compañero subían por las escaleras, ella seguía tumbada en la cama, deseando que la partiera un rayo, que se hundiera el techo o que sencillamente alguna fuerza desconocida la levantara y la lanzara por la ventana abierta. Prefería cualquiera de esas situaciones antes que tener que enfrentarse con lo que se le avecinaba. Sin embargo, tal vez estuviera sólo protegiendo a otra persona, o había visto algo que no debía y le habían amenazado. Quizá el hecho de que la policía le interrogara sólo quisiera decir que lo consideraban sospechoso. Nada de eso significaba, sin duda, que su marido hubiera asesinado a Katie Marcus.
La historia del atracador era mentira. Eso lo había sabido desde el principio. El último par de días había intentado olvidarlo, sacárselo de la cabeza del mismo modo que una gruesa nube hace desaparecer el sol. Pero tenía la certeza, desde la noche en que se lo contó, que los atracadores no suelen pegar puñetazos con una mano mientras sostienen una navaja en la otra, y que no pronunciaban frases inteligentes del tipo: «La cartera o la vida, hijo de perra. No pienso marcharme hasta que consiga una de esas dos cosas». También sabía que no era muy frecuente que hombres como Dave, que no había participado en una pelea desde la época del instituto, fueran capaces de desarmarles y de darles una paliza.
Si hubiera sido Jimmy el que hubiera llegado a casa contando esa historia, sería otra cosa. Jimmy, por muy delgado que fuera, parecía capaz de matar. Daba la impresión de que sabía pelear, pero que sencillamente había llegado a una madurez tal que la violencia ya no era necesaria en su vida. Aun así, Jimmy emanaba un aire de peligro, cierta capacidad de destrucción.
Dave exhalaba un aroma diferente. Era el de un hombre con secretos, con ruedas mugrientas que le giraban en torno a una cabeza igualmente sucia, con una vida de fantasía, tras aquellos ojos demasiado tranquilos, a la que nadie podía acceder. Llevaba ocho años casada con Dave, y siempre había pensado que llegaría un momento en que Dave le permitiría entrar en su mundo secreto; sin embargo, las cosas no habían ido de ese modo. Dave pasaba mucho más tiempo en ese mundo imaginario que se había construido que en el mundo real, y quizá esos dos mundos habían convergido, de modo que las tinieblas de la cabeza de Dave salpicaran su negrura en las calles de East Buckingham.
¿Habría sido capaz de matar a Katie? Siempre le había caído bien, ¿o no?
Con sinceridad, ¿podría Dave, su marido, ser capaz de asesinar a alguien? ¿De perseguir a la hija de un viejo amigo a través de un parque oscuro? ¿De golpearla y de oírla gritar y suplicar? ¿De pegarle un tiro en la nuca?
¿Por qué? ¿Por qué querría alguien hacer una cosa así? Y si uno aceptaba que alguien, en realidad, era capaz de cometer una atrocidad semejante, ¿era una suposición lógica pensar que Dave podía ser esa persona?
Sí, se dijo a sí misma. Dave vivía en un mundo secreto. Sí, con toda probabilidad, nunca se sentiría una persona entera debido a todas las bestialidades que había sufrido de niño. Sí, lo del atracador era mentira, pero tal vez pudiera justificar esa mentira de modo razonable.
Como, por ejemplo…
Katie fue asesinada en el Pen Park poco después de salir del Last Drop. Dave le había asegurado que se había peleado con un atracador en el aparcamiento de ese mismo bar. Le había aseverado que había dejado allí al atracador, inconsciente, pero nadie le había encontrado. Sin embargo, la policía había comentado algo sobre la sangre del aparcamiento. Entonces, existía la posibilidad de que Dave hubiera dicho la verdad. Quizá.
Con todo, no dejaba de darle vueltas al asunto y a la hora en la que habían pasado los hechos. Dave le había contado que se encontraba en el Last Drop. Según parecía, había dicho una mentira a la policía. Katie fue asesinada entre las dos y las tres de la mañana. Dave había regresado a casa a las tres y diez, cubierto de sangre ajena, y le había contado una historia muy poco convincente para justificar toda aquella sangre.
Ésa era la más sorprendente de las coincidencias: a Katie la habían asesinado la misma noche en que Dave había regresado a casa cubierto de sangre.
Si no fuera su esposa, ¿dudaría siquiera de la conclusión a la que había llegado?
Celeste volvió a inclinarse hacia delante, haciendo un esfuerzo por no vomitar y por apartar la voz interna que no cesaba de susurrarle al oído:
«Dave ha matado a Katie. Santo cielo. Dave ha matado a Katie».
«¡Por el amor Dios! Dave ha matado a Katie, y yo me quiero morir.»
– Entonces, ¿habéis descartado a Bobby y a Roman como sospechosos? -preguntó Jimmy.
Sean negó con la cabeza y respondió:
– Del todo, no. Cabe la posibilidad de que contrataran a alguien para que lo hiciera.
– Sin embargo -apuntó Annabeth-, por la expresión de su rostro creo que no lo consideran muy probable.
– Así es, señora Marcus.
– ¿Tienen algún otro sospechoso? -preguntó Jimmy.
Whitey y Sean intercambiaron una mirada, y en ese momento Dave entró en la cocina; quitó el papel de celofán del paquete de cigarrillos, se lo dio a Annabeth y le dijo:
– ¡Aquí tienes, Anna!
– Gracias. -Se volvió hacia Jimmy con una ligera expresión de turbación-. Me han entrado muchas ganas de fumar.
Jimmy sonrió con dulzura, le acarició la mano y le respondió:
– Cariño, haz lo que quieras. A mí no me supone ningún problema. Se volvió hacia Whitey y Sean mientras se encendía el cigarrillo, y declaró:
– Lo dejé hace diez años.
– Yo también -confesó Sean-. ¿Le puedo coger uno?
Annabeth se rió, con el cigarrillo temblándole entre los dedos, y Jimmy pensó que seguramente era el primer sonido agradable que había oído en las últimas veinticuatro horas. Vio cómo Sean sonreía mientras cogía un cigarrillo de su mujer y deseó darle las gracias por haberla hecho reír.
– Es un chico malo, agente Devine. Annabeth le encendió el cigarrillo. Sean dio una calada y comentó:
– No es la primera vez que me lo dicen.
– De hecho, si no recuerdo mal, te lo dijo el comandante jefe la semana pasada -terció Whitey.
– ¿De verdad? -preguntó Annabeth, observando a Sean con cierto gesto de interés cariñoso; Annabeth era una de esas pocas personas que tienen tanto interés en escuchar a la gente como en hablar.
La sonrisa de Sean se hizo aún mayor cuando Dave se sentó con ellos, y Jimmy sintió que el aire de la cocina se volvía más ligero.
– Me suspendieron de mi empleo -admitió Sean-. Ayer fue mi primer día de trabajo después de la sanción.
– ¿Qué hiciste? -preguntó Jimmy, apoyándose en la mesa.
– Es confidencial -respondió Sean.
– ¿Sargento Powers? -preguntó Annabeth.
– Bien, el agente Devine aquí presente…
Sean le miró por encima del hombro y le amenazó:
– Yo también podría contar muchas historias sobre ti.
– Tienes razón -asintió Whitey-. Lo siento, señora Marcus.
– ¡Vamos, hombre!
– No, no puede ser. Lo siento.
– Sean -dijo Jimmy, y cuando Sean se volvió para mirarle, Jimmy le dio a entender con la mirada que eso estaba bien, que era precisamente lo que necesitaban en ese momento. Un respiro. Una conversación que no tuviera nada que ver con asesinatos ni funerarias ni pérdidas.
El rostro de Sean se suavizó y por un momento pareció la misma cara de cuando tenía once años; luego hizo un gesto de asentimiento.
Se volvió hacia Annabeth y le confesó:
– Arresté a un tipo por unas multas inexistentes..
– ¿Que hizo, qué?
Annabeth se inclinó hacia delante, sosteniendo el cigarrillo junto a la oreja y con los ojos abiertos de par en par.
Sean echó la cabeza hacia atrás, dio una calada, expulsó el aire hacia el techo, y prosiguió:
– Había un tipo que me caía muy mal. El porqué no importa. Pues bien, una vez al mes más o menos, introducía su número de matrícula en el Registro de Vehículos por haber cometido alguna infracción; iba cambiando de infracción: un día por haber aparcado demasiado tiempo en una zona azul, otro día por haber dejado el coche en una zona de carga y descarga, etc. Bien, la cuestión es que el tipo estaba fichado, pero él no lo sabía.
– Porque nunca recibió ninguna multa -aclaró Annabeth.
– Correcto. Además, cada veintiún días le recargaban cinco dólares más por falta de pago; en fin, que las facturas se le fueron amontonando hasta que un día recibió una citación judicial.
– Y se enteró de que debía unos mil doscientos dólares al Estado -recalcó Whitey.
– ¡Mil doscientos! -repitió Sean-. Él insistió en que nunca había recibido ninguna multa, pero el tribunal no le creyó. Todo el mundo les va con el mismo cuento. Total, que el tipo está jodido. Después de todo, su nombre aparece en el ordenador, y los ordenadores no mienten.
– ¡Es genial! -exclamó Dave-. ¿Lo haces muy a menudo?
– ¡No! -contestó Sean, y Annabeth y Jimmy empezaron a reírse-. No, de verdad que no, David.
– ¡Ten cuidado! -le advirtió Jimmy-. Ahora te llama «David».
– Sólo lo he hecho una vez y al tipo ése.
– ¿Cómo te descubrieron?
– Su tía trabajaba para el Registro de Vehículos -contestó Whitey-. ¿No os parece increíble?
– ¡Y tanto! -exclamó Annabeth. Sean asintió con la cabeza y añadió:
– ¿Y yo cómo iba a saberlo? Total, que el tipo pagó las multas, pero se lo contó a su tía y ésta siguió la pista y se enteró de que había sido alguien de mi comisaría; como yo ya había tenido algún que otro percance con el caballero en cuestión, fue muy fácil para el comandante jefe atar cabos y reducir la lista de sospechosos; así es como me pillaron.
– ¿Qué marrón te cayó exactamente por esto? -preguntó Jimmy.
– ¡Uno bueno! -admitió Sean, y esa vez se rieron los cuatro.
– ¡Un marrón enorme, interminable y espantoso!
Sean se percató de que a Jimmy le brillaban los ojos, y también empezó a reírse.
– No ha sido un año muy bueno para el pobre agente Devine -declaró Whitey.
– Tuvo suerte de que no se enterara nadie de la prensa -apuntó Annabeth.
– ¡Ya nos ocupamos nosotros mismos de castigarle! -repuso Whitey-. Y en realidad, la mujer que trabajaba en el Registro de Vehículos sólo averiguó la comisaría en la que fueron expedidas las multas, pero no sabía quién lo había hecho. ¿Qué podíamos alegar? ¿Un error administrativo?
– Fallo técnico del ordenador -dijo Sean-. El comandante jefe me obligó a indemnizarle, bla, bla, bla, me suspendió una semana sin paga y me ha puesto a prueba por un período de tres meses. No obstante, podría haber sido mucho peor.
– Podrían haberle degradado -explicó Whitey.
– ¿Por qué no lo hicieron? -preguntó Jimmy.
Sean apagó el cigarrillo, alargó los brazos y contestó: -Porque soy Superpoli. ¿No lees los periódicos, Jim?
– Lo que el egocéntrico éste les está intentando decir es que, en los últimos meses, ha resuelto unos cuantos casos importantes -dijo Whitey-. Es la persona que ha resuelto más casos en mi unidad. Antes de echarle, tenemos que esperar a que alguien le supere.
– ¡Aquel caso de violencia en la carretera! -exclamó Dave-. Una vez vi tu nombre en el periódico.
– Dave sí que lee -dijo Sean a Jimmy.
– Sin embargo, no creo que lea libros sobre cómo jugar bien al billar -dijo Whitey con una sonrisa-. ¿Cómo tiene esa mano?
Jimmy se volvió hacia Dave, y sus miradas se cruzaron en el instante en el que Dave bajaba los ojos; Jimmy tuvo la sensación de que el poli grande se estaba metiendo con Dave, presionándole. Jimmy había tenido suficientes experiencias de ese tipo para saber que, por el tono de voz que utilizaba, le estaba tomando el pelo a Dave por lo de la mano. ¿Qué habría querido decir con lo del billar?
Dave abrió la boca para hablar, pero se quedó paralizado al ver algo por encima del hombro de Sean. Jimmy le siguió la mirada y se puso rígido de la cabeza a los pies.
Sean volvió la cabeza y vio a Celeste Boyle con un vestido azul oscuro en la mano; sostenía la percha a la altura del hombro, por lo que el vestido se balanceaba a su lado, como si cubriera un cuerpo que nadie alcanzaba a ver.
Celeste vio la expresión del rostro de Jimmy y le dijo:
– Ya lo llevaré yo a la funeraria, Jim. No hay ningún problema. Daba la impresión de que Jimmy había olvidado cómo moverse.
– No tienes por qué hacerlo -repuso Annabeth.
– Me gustaría hacerlo -respondió Celeste con una sonrisa extraña y desesperada-. De verdad. Me gustaría. Así me dará el aire un rato. Quiero hacerlo, Anna.
– ¿Estás segura? -preguntó Jimmy, y la voz le salió de la boca con un suave gruñido.
– ¡Claro que sí! -contestó Celeste.
Sean era incapaz de recordar cuándo había sido la última vez que viera a alguien tan desesperado por salir de una habitación. Se levantó de la silla, se dirigió y hacia ella y alargó la mano.
– Nos hemos visto unas cuantas veces. Soy Sean Devine.
– ¡Ah, sí!
Celeste tenía la mano pegajosa por el sudor cuando estrechó la de Sean.
– Una vez me cortó el pelo -añadió Sean.
– Sí, ya lo sé. Ahora me acuerdo.
– Bien… -dijo Sean.
– Bien.
– No quisiera entretenerla.
Celeste volvió a soltar aquella risa desesperada y repuso:
– No, no. Me ha encantado volver a verle. Ahora tengo que marcharme. -¡Adiós!
– ¡Hasta la vista!
– ¡Adiós, cariño! -le dijo Dave, pero Celeste ya iba pasillo adelante hacia la puerta principal como si hubiera olido un escape de gas.
– ¡Mierda! -exclamó Sean, volviéndose hacia Whitey.
– ¿Qué? -preguntó Whitey.
– Me he dejado la libreta de notas en el coche patrulla.
– Pues más vale que vayas a buscarla -propuso Whitey.
Mientras Sean se alejaba por el pasillo, oyó a Dave decir:
– ¿Qué pasa? ¿No puede coger una hoja prestada de su libreta? No alcanzó a oír lo que fuera que Whitey le contestara, porque cruzó el umbral y bajó las escaleras a toda velocidad; llegó al porche delantero en el instante en que Celeste llegaba al coche. Metió la llave en la cerradura y abrió la puerta; después alargó el brazo, abrió la puerta de atrás y dejó el vestido con cuidado en el asiento trasero. Al cerrar la puerta, miró por encima del coche y vio a Sean bajando las escaleras; Sean vio una expresión de profundo terror en el rostro de Celeste, como si estuviera a punto de ser atropellada por un autobús.
Podría ser sutil o directo, pero al mirarle a la cara supo que la única esperanza que le quedaba era ser directo. Conseguir que le respondiera mientras, por la razón que fuere, se encontrara así de alterada.
– Celeste -dijo-. Sólo quiero hacerle una pregunta rápida.
– ¿A mí?
Hizo un gesto de asentimiento mientras se acercaba al coche y apoyaba las manos en el techo.
– ¿A qué hora regresó Dave a casa el sábado por la noche?
– ¿Qué?
Le repitió la pregunta, sin dejar de mirarla a los ojos.
– ¿Por qué está tan interesado en lo que hizo Dave el sábado por la noche? -le preguntó.
– Pura rutina, Celeste. Hoy le hemos hecho unas cuantas preguntas a Dave porque se encontraba en el McGills a la misma hora que Katie. Mi compañero está un poco preocupado porque las respuestas no acababan de encajar. Me imagino que esa noche Dave se tomó unas cuantas copas y que es incapaz de recordar los detalles con exactitud, pero mi compañero no para de darme la tabarra. Por lo tanto, sólo quiero saber con exactitud a qué hora llegó a casa, para poder quitarme a mi compañero de encima y concentrarme en la búsqueda del asesino de Katie.
– ¿Cree que lo hizo Dave?
Sean se apartó del coche, la miró con una ligera inclinación de cabeza, y exclamó:
– ¡Yo no he dicho eso, Celeste! ¡Caramba, cómo iba a pensar yo una cosa así!
– Nunca se sabe.
– Ha sido usted quien lo ha dicho.
– ¡Qué! -exclamó Celeste-. ¿De qué estamos hablando? Estoy confundida.
Sean le dedicó la sonrisa más reconfortante que pudo y añadió:
– Cuanto antes sepa a qué hora llegó Dave a casa, antes podré convencer a mi compañero para que deje de molestarme con las incoherencias de la historia de su marido, y podremos pasar a otros asuntos.
Parecía tan abandonada y tan confusa que, por un instante, parecía que se iba a tirar bajo las ruedas de un coche; Celeste le inspiró a Sean la misma lástima que solía sentir por su marido.
A pesar de que estaba convencido de que Whitey le pondría muy mala nota en el informe final de los tres meses de prueba, si llegaba a oír lo que estaba a punto de decir, lo hizo:
– Celeste, no creo que Dave haya hecho nada. Lo juro por Dios. Sin embargo, mi compañero sí que lo cree, y él es mi superior. Él es el que decide por dónde debe ir la investigación. Si me dice a qué hora llegó Dave a casa, ya habremos acabado y Dave no tendrá que volver a preocuparse por nosotros.
– Pero han visto el coche -apuntó Celeste.
– ¿Qué?
– Antes les oí hablar. Alguien vio este coche aparcado delante del Last Drop la noche que Katie fue asesinada. Su compañero cree que Dave mató a Katie.
«¡Mierda!» Sean no podía dar crédito a lo que estaba oyendo.
– Lo único que quiere mi compañero es esclarecer unas cuantas cosas sobre Dave. No es lo mismo. Aún no tenemos ningún sospechoso, Celeste. ¿Queda claro? No tenemos ningún sospechoso. Sin embargo, la historia de Dave tiene algunas cosas que no encajan. Una vez que las hayamos aclarado, habremos terminado. Se habrán acabado las preocupaciones.
«Le atracaron -quería decir Celeste-. Regresó a casa cubierto de sangre, pero sólo porque le atracaron. Él no lo hizo. Aunque yo misma pudiera pensar que lo hizo, hay algo dentro de mí que me dice que Dave no es esa clase de persona. Hago el amor con él. Me casé con él. Nunca me habría casado con un asesino, ¿sabes, maldito poli?»
Intentó recordar lo que había planeado para no perder la calma cuando la policía llegara haciendo preguntas. Aquella noche, mientras lavaba la ropa bañada en sangre, estaba segura de que tenía un plan para afrontar esa situación. Pero en aquel momento aún no le habían dicho que Katie estaba muerta, ni que la policía la interrogaría sobre la implicación de su marido en la muerte de Katie. ¿Cómo iba ella a predecirlo? Además, ese policía tenía un pico algo chulo y encantador. No era del tipo barrigón, resacoso y entrecano que se había imaginado. Era un viejo amigo de Dave, y éste le había contado que Sean Devine también estaba en la calle con él y con Jimmy Marcus el día que lo secuestraron. Y ahora se había convertido en un hombre alto, elegante, atractivo, con una voz que uno podría pasarse la noche entera escuchándole, y con unos ojos que parecían levantarte capas y capas.
¡Santo cielo! ¿Como iba a resolver esa situación? Necesitaba tiempo. Necesitaba tiempo para pensar, para estar sola y para estudiar la situación con calma. No tenía por qué aguantar aquello: un vestido de una chica muerta mirándole desde el asiento de atrás, y un poli al otro lado del coche mirándola con ojos venenosos y seductores.
– Estaba dormida -respondió.
– ¿Qué?
– Que estaba dormida -repitió-o Cuando Dave llegó a casa el sábado por la noche, yo ya estaba en la cama.
El policía asintió con la cabeza. Volvió a apoyarse en el coche y empezó a dar golpecito s en el techo. Pareció satisfecho. Parecía que todas sus preguntas hubieran sido respondidas. Celeste recordó que él solía tener una buena mata de pelo de color castaño claro, con mechas prácticamente color caramelo en la coronilla. Recordó haber pensado que nunca tendría que preocuparse por quedarse calvo.
– Celeste -dijo con aquella voz ahun1ada y de color ámbar que le caracterizaba-. Creo que está asustada.
Celeste tuvo la sensación de que una mano sucia le apretaba el corazón.
– Creo que está asustada y que sabe algo. Quiero que entienda que estoy de su parte, y también de la de Dave. Pero más de la suya, porque, tal y como he dicho, tiene miedo.
– No tengo miedo -farfulló, y abrió la puerta del coche.
– Sí que lo tiene -insistió Sean, y se apartó del coche mientras ella entraba y se alejaba por la avenida.
Cuando Sean regresó a la casa, se encontró a Jimmy en el pasillo, hablando por un teléfono inalámbrico.
– Sí, recordaré lo de las fotografías. Gracias -dijo Jimmy antes de colgar. Después se volvió hacia Sean-. Los de la funeraria Reed han ido a la sala del médico forense para recoger el cadáver. Me han dicho que ya puedo pasar a buscar sus efectos personales -se encogió de hombros- y a ultimar los detalles de la ceremonia y todas esas cosas.
Sean hizo un gesto de asentimiento.
– ¿ Ya tienes la libreta de notas?
Sean se tocó el bolsillo y añadió: -Aquí está.
Jimmy se golpeó la entrepierna varias veces con el inalámbrico y dijo:
– Supongo que debería ir a la funeraria.
– Creo que deberías dormir un poco.
– No, estoy bien.
– De acuerdo.
Cuando Sean iba a pasar por delante de él, Jimmy le preguntó: -¿Podrías hacerme un favor?
Sean se detuvo y respondió:
– ¡Claro!
– Me imagino que Dave se marchará pronto para llevar a Michael a casa. No sé qué horario haces, pero esperaba que te pudieras quedar un rato para hacer compañía a Annabeth. Para que no se quede sola, ¿comprendes? Celeste estará de vuelta pronto, así que no será mucho rato. Val y sus hermanos se han llevado las niñas al cine, y no hay nadie en casa, y sé que Annabeth aún no quiere ir a la funeraria, así que, no sé, me he imaginado que…
– No creo que haya ningún problema -respondió Sean-. Tengo que preguntarlo al sargento, pero el horario oficial acabó hace dos horas. Deja que hable con él, ¿de acuerdo?
– Te lo agradezco.
– ¡Faltaría más! -Sean empezó a andar en dirección a la cocina, pero luego se detuvo y se quedó mirando a Jimmy-. De hecho, Jim, tengo que preguntarte algo.
– ¡Adelante! -exclamó, con esa mirada cansada de convicto que le caracterizaba.
Sean regresó por el pasillo y le dijo:
– En un par de informes se menciona que tienes problemas con el chico que mencionaste esta mañana, ese Brendan Harris.
Jimmy se encogió de hombros y replicó:
– En realidad, no tengo ningún problema con él. Sencillamente no me cae bien.
– ¿Por qué?
– No lo sé -Jimmy se metió el teléfono inalámbrico en el bolsillo de delante-. Hay gente que te cae mal desde el principio, ¿sabes?
Sean se le acercó, le puso la mano en el hombro y afirmó:
– Salía con Katie, Jim. Tenían intención de fugarse juntos.
– ¡Eso no es verdad! -exclamó Jimmy, con la mirada puesta en el suelo.
– Encontramos unos cuantos folletos de Las Vegas en la mochila de Katie, Jim. Hicimos unas cuantas llamadas y averiguamos que los dos habían hecho una reserva con la TWA. Brendan Harris nos lo confirmó.
Jimmy apartó la mano de Sean y preguntó: -¿Ha matado a mi hija?
– No.
– Pareces estar completamente seguro.
– Casi del todo. Pasó el detector de mentiras sin ningún problema.
Además, el chico no me parece el tipo de persona que haría una cosa así. Me dio la impresión que quería a tu hija de verdad.
– ¡Joder! -exclamó Jimmy.
Sean se apoyó en la pared y esperó; le dio tiempo a Jimmy para que pudiera asimilarlo.
– ¿Fugarse? -preguntó Jirnmy al cabo de un rato.
– Así es, Jim. Según Brendan Harris y las dos mejores amigas de Katie, te oponías totalmente a que salieran juntos. Lo que no entiendo es -por qué. No me pareció que fuera un chico problemático, ¿sabes? Tal vez un poco soso, no sé. Sin embargo, me pareció honrado, un buen chico. No lo acabo de entender.
– ¿No lo entiendes? -Jimmy soltó una risita-. Acabo de enterarme de que mi hija, que, como sabes, está muerta, había planeado fugarse, Sean.
– Ya lo sé -replicó Sean, bajando la voz hasta que sólo fue un susurro, con la esperanza de que Jimmy hiciera lo mismo, ya que no lo había visto tan nervioso desde la tarde anterior junto a la pantalla del autocine-. Sólo es curiosidad, hombre, ¿por qué te oponías de modo tan tajante a que tu hija saliera con ese chico?
Jimmy se apoyó en la pared junto a Sean, inspiró profundamente unas cuantas veces, soltó el aire y contestó: -Conocí a su padre. Le llamaban Ray.
– ¿Por qué? ¿Era juez?
Jimmy negó con la cabeza y añadió:
– En aquella época había mucha gente que se llamaba Ray; ya sabes, Ray Bucheck el Loco, Ray Dorian el Anormal, Ray de la calle Woodchuck, y, por lo tanto, Ray Harris se quedó con el nombre de Simplemente Ray, porque todos los apodos buenos ya estaban colocados -se encogió de hombros-. De todas formas, nunca me había caído bien y después abandonó a su mujer cuando ésta estaba embarazada del chico mudo ése que tiene ahora y Brendan sólo tenía seis años, y no sé, pensaba: de tal palo, tal astilla, y todo eso, no quería que se viera con mi hija.
Aunque Sean no se lo tragó, hizo un gesto de asentimiento. Había algo extraño en el modo en que Jimmy había dicho que el tipo nunca le había caído bien: había cambiado el tono de voz al decirlo, y Sean ya había oído demasiadas historias incoherentes en el pasado para no reconocer una de inmediato, por muy lógica que pudiera parecer.
– ¿Eso es todo? -preguntó Sean-o ¿No hay ninguna otra razón?
– Eso es todo -contestó Jimmy, y apartándose de la pared, volvió al pasillo.
– Creo que es una buena idea -afirmó Whitey mientras permanecía delante de la casa con Sean-. Quédate con la familia un rato y a ver si puedes averiguar algo más. A propósito, ¿qué le dijiste a la mujer de Dave Boyle?
– Le dije que parecía asustada.
– ¿ Confirmó la coartada de Dave?
Sean negó con la cabeza y respondió: -Me dijo que estaba dormida.
– Sin embargo, tú crees que estaba asustada.
Sean se volvió hacia la ventana que daba a la calle. Le hizo un gesto a Whitey, señalando con la cabeza hacia el otro lado de la calle; Whitey le siguió hasta la esquina.
– Oyó nuestra conversación sobre el coche.
– ¡Mierda! -exclamó Whitey-. Si se lo cuenta a su marido, es posible que éste escape.
– ¿ Y a dónde se va a ir? Es hijo único, su madre está muerta, gana muy poco dinero, y no es que tenga muchos amigos precisamente. No me parece probable que abandone el país para irse a vivir a… Uruguay. -No obstante, eso no quiere decir que no pueda hacerlo.
– Sargento -replicó Sean-, no podemos acusarle de nada.
Whitey dio un paso hacia atrás y observó a Sean bajo el resplandor de la farola que había junto a ellos.
– ¿Te estás cachondeando de mí, Superpoli?
– Sencillamente, no creo que haya sido él. Para empezar, no tenía ninguna razón para hacerlo.
– Su coartada es una mierda, Sean. Sus historias tienen tantos agujeros que si fueran una barca, ya estarían en el fondo del océano. Tú mismo has dicho que su esposa estaba asustada. Enfadada no, asustada.
– De acuerdo. Es obvio que me estaba ocultando algo.
– ¿De verdad crees que estaba dormida cuando Dave regresó a casa?
Sean conocía a Dave desde que eran niños. Le había visto subir a aquel coche, con lágrimas en los ojos. Le había visto en la oscuridad y en la lejanía del asiento trasero mientras el coche doblaba la esquina. Deseaba darse con la cabeza en la pared hasta borrar las malditas imágenes de su cerebro.
– No -respondió-. Creo que ella sabe a qué hora regresó. Y ahora que nos ha oído hablar, también sabe que Dave se encontraba en el Last Drop esa misma noche. Tal vez le rondaran por la cabeza un montón de cosas que no encajaban y ahora está atando cabos.
– ¿ Y por eso está tan asustada?
– Podría ser. No lo sé -Sean pegó una patada a una piedra del suelo-. Creo que…
– ¿Qué?
– Que tenemos mucha información que no encaja, que hay algo que no sabemos.
– ¿ De verdad crees que Boyle no lo hizo?
– No lo descarto del todo. Si por un segundo pudiera imaginarme un motivo, le creería capaz de haberlo hecho.
Whitey se echó hacia atrás, levantó el talón y lo apoyó en la parte inferior de la farola. Miró a Sean de la misma manera que solía mirar a los testigos que creía incapaces de soportar la presión del tribunal.
– De acuerdo, el hecho de que no tenga ningún motivo para haberlo hecho también me preocupa a mí. Pero no mucho, Sean. No mucho. Creo que hay algo que no sabemos que le relaciona con este caso. Si no fuera así, ¿por qué coño iba a mentirnos?
– ¡Venga, hombre! -exclamó Sean-. Son gajes del oficio. La gente nos miente sencillamente para ver qué pasa. Por la noche, en las calles adyacentes al Last Drop, pasa de todo: suele haber prostitutas, travestidos, y malditos niños que siguen sus pasos. Es posible que Dave se lo estuviera pasando de maravilla en el coche y que no quiera que su mujer se entere. Quizá tenga una amante. ¿ Quién sabe? Sin embargo, de momento no hay nada que lo pueda relacionar, en lo más mínimo, con el asesinato de Katherine Marcus.
– Nada, a excepción de un montón de mentiras y de mi intuición que me dice que el tipo es culpable.
– ¡Tu intuición! -exclamó Sean.
– Sean -insistió Whitey, empezando a contar con los dedos-, nos mintió sobre la hora en que se marchó del McGills; nos mintió sobre la hora en que regresó a casa. Estaba aparcado delante del Last Drop cuando la víctima se marchó. Estuvo en dos de los bares en los que estuvo la víctima; además, está intentando ocultar esa información. Tiene la mano lastimada y la historia que cuenta sobre el motivo no se aguanta por ninguna parte. Conocía a la víctima, y hemos llegado a la conclusión de que nuestro sospechoso debía de conocerla. Tiene el perfil -de pies a cabeza- del típico asesino: es blanco, ronda los treinta y cinco años, tiene un empleo mal pagado y, basándome en lo que tú mismo me contaste, abusaron de él cuando era niño. ¿Por quién me tafias? En teoría, ya debería estar en la cárcel.
– Tú mismo lo acabas de decir. Abusaron de él sexualmente, pero nadie agredió sexualmente a Katherine Marcus. No tiene ningún sentido, sargento.
– Tal vez se masturbara delante de ella.
– No había ni rastro de semen en el escenario del crimen.
– Llovió.
– En el lugar en que encontraron el cuerpo, no. En los asesinatos en serie no premeditados, el semen está presente en el 99,99 por ciento de los casos. ¿ Lo ha estado en el caso que nos ocupa?
Whitey bajó la cabeza y empezó a golpear la farola con la palma de la mano.
– Eras amigo del padre de la víctima y del sospechoso en potencia cuando…
– ¡Venga, hombre!
– … erais niños. Eso te pone en un compromiso, y no me lo niegues. Tienes que asumir tus responsabilidades.
– ¿Que tengo que asumir, qué? -Sean bajó la voz y apartó la mano del pecho-. Mira, no estoy de acuerdo contigo por lo que respecta al perfil del asesino. No te estoy diciendo que si encontramos algo más que simples incoherencias en su historia no vaya a estar contigo para arrestarle. Sabes que lo estaré. No obstante, si vas al fiscal del distrito con lo que tenemos ahora, ¿qué va a hacer?
Whitey empezó a golpear la farola con más fuerza.
– De verdad -insistió Sean-. ¿Qué crees que puede hacer? Whitey se pasó los brazos por detrás de la cabeza y bostezó con violencia. Se volvió hacia Sean y, mirándole con el entrecejo fruncido, le dijo:
– Entendido, pero -levantó un dedo-, pero quiero que sepas, maldito abogado defensor de los pobres, que pienso encontrar el palo con el que la golpearon, o la pistola, o ropa con rastros de sangre. No sé muy bien lo que vaya encontrar, pero puedes estar seguro de que voy a encontrar algo. y cuando lo haga, encarcelaré a tu amigo.
– No es amigo mío -replicó Sean-. y si resulta que tienes razón, seré el primero en esposarle.
Whitey se apartó de la farola y se dirigió hacia Sean.
– No te comprometas con esto, Devine. Si lo haces, acabarás comprometiéndome a mí, y te hundiré. ¡Te destinaré a la maldita zona de los Berkshires, para que te encargues de controlar un radar desde una jodida motonieve!
Sean se pasó ambas manos por el rostro y por el pelo, con la intención de librarse del cansancio que sentía.
– Los de Balística ya deben de haber vuelto -advirtió. Whitey se apartó un poco de él y anunció:
– Sí, me voy hacia allí ahora mismo. Además, seguro que los resultados del laboratorio de las huellas dactilares ya están en el ordenador. Voy a echarles un vistazo, espero que tengamos suerte. ¿Llevas el móvil?
Sean se tocó el bolsillo y respondió: -Sí.
– Te llamaré más tarde.
Whitey se alejó de Sean y bajó por la calle Crescent en dirección al coche patrulla. Sean tuvo la sensación de que le había fallado a su jefe, y, de repente, el período de prueba le pareció mucho más real de lo que había parecido aquella misma mañana.
Empezó a subir por la calle Buckingham para regresar a casa de Jimmy en el preciso instante en que Dave y Michael bajaban las escaleras de la puerta principal.
– ¿Te vas a casa?
Dave se detuvo y le contestó:
– Sí. No me puedo creer que Celeste aún no haya vuelto con el coche.
– Seguro que está bien -le aseguró Sean.
– Sí, claro -contestó Dave-. El único problema es que tendré que volver a casa a pie.
Sean se rió y le preguntó:
– ¿A cuánta distancia está tu casa? ¿ A unas cinco manzanas?
– Casi a seis, si uno lo cuenta bien -respondió Dave.
– Más vale que os vayáis -advirtió Sean-, mientras aún quede un poco de luz. Que vaya bien, Michael.
– ¡Adiós! -contestó Michael.
– ¡Cuídate! -exclamó Dave, y dejaron a Sean junto a las escaleras.
Dave andaba con dificultad debido, con toda probabilidad, a las cervezas que se habría bebido de un trago en casa de Jimmy. Sean empezó a pensar: «Si de verdad lo hiciste, Dave, más te valdría dejar de beber ahora mismo, porque si Whitey y yo decidimos ir a por ti, vas a necesitar todas las células de tu cerebro. ¡Hasta la última!».
El Pen Channel se veía plateado a aquella hora de la noche; aunque el sol ya se había puesto, todavía quedaba un poco de luz en el cielo. Sin embargo, las cimas de los árboles del parque se habían vuelto negras y, desde allí, la pantalla del autocine tan sólo era una penosa sombra. Celeste estaba sentada dentro del coche en la zona de Shawmut, contemplando el canal, el parque y el barrio de East Bucky que se alzaba, cual vertedero de basuras, detrás de él. Las marismas quedaban casi ocultas por el parque, a excepción de algunos campanarios y de los tejados más altos. No obstante, las casas de la colina se elevaban por encima de las marismas y lo contemplaban todo desde lomas pavimentadas y onduladas.
Celeste ni siquiera recordaba cómo había llegado hasta allí. Había entregado el vestido a uno de los hijos de Bruce Reed; éste vestía de negro de pies a cabeza, pero tenía las mejillas tan bien afeitadas y unos ojos tan joviales que más bien parecía que estuviera a punto de irse al baile de final de curso. Se había marchado de la funeraria y lo siguiente que recordaba es que se había detenido en la parte trasera de la planta siderúrgica Isaak, que llevaba mucho tiempo cerrada. Había atravesado las naves vacías de unos edificios de dimensiones gigantescas y se había estacionado en un extremo del aparcamiento; había rozado los barrotes putrefactos con el parachoques del coche y había seguido con la mirada el lento fluir del canal, a medida que éste avanzaba hacia las esclusas del puerto.
Desde que oyera hablar a los dos policías del coche de Dave, de su coche, del mismo coche en el que estaba sentada en ese momento, se había sentido ebria. Pero no ebria de un modo divertido: suelta, relajada y con un suave zumbido. No, se sentía como si hubiera estado bebiendo vino barato toda la noche, para luego ir a casa y caer redonda; como si después se hubiera despertado, todavía con la cabeza espesa y la lengua seca, agotada por el veneno, torpe, dura de mollera e incapaz de concentrarse.
«Estás asustada», le había dicho el policía, y le había acertado en pleno corazón, de modo que lo único que había sido capaz de hacer era negarlo con rotundidad. «No, no lo estoy. Sí, sí que lo estás. No, no lo estoy. Sí que lo estás. Sé que lo estás. No, no, no.»
Estaba asustada. En realidad, estaba aterrorizada. Tenía tanto miedo que se sentía desfallecer.
Se decía a sí misma que hablaría con él. Después de todo, seguía siendo Dave: un buen padre, un hombre que nunca le había levantado la mano o mostrado predisposición alguna a la violencia en todos los años que hacía que le conocía. Nunca había llegado a dar una patada a la puerta ni a golpear una pared. Estaba convencida de que aún podría hablar con él.
Le diría: «Dave, ¿de quién era la sangre que lavé de tu ropa? ¿Qué sucedió en realidad el sábado por la noche?».
«Puedes contármelo. Soy tu mujer. Puedes explicármelo todo.» Eso es lo que haría. Hablaría con él. No tenía ningún motivo para tenerle miedo. Era Dave. Se amaban y todo se arreglaría de un modo u otro. Estaba segura.
Con todo, seguía allí, en el extremo más alejado del canal, al amparo de una planta siderúrgica abandonada que hacía poco había sido comprada por un inversor, con la supuesta intención de convertirlo en un aparcamiento si seguían adelante con los planes de construir un estadio al otro lado del río. Se quedó mirando el parque en el que Katie Marcus había sido asesinada. Esperaba que alguien le dijera cómo ponerse en marcha otra vez.
Jimmy se sentó con el hijo de Bruce Reed, Ambrose, en la oficina de su padre, para repasar los detalles, y deseó poder hablar con Bruce en persona en vez de con aquel chico que parecía recién salido de la universidad. Era más fácil imaginárselo jugando al Frisbee que levantando un féretro, y Jimmy era incapaz de imaginarse sus manos lisas y suaves en la sala de embalsamamiento, tocando a los muertos.
Había dicho a Ambrose la fecha de nacimiento y el número de la Seguridad Social de Katie, y el chico lo había apuntado con un bolígrafo de oro en un formulario que tenía encima de una carpeta; después, con una voz aterciopelada que era una versión más juvenil de la de su padre, le había dicho:
– Bien, bien. Veamos, señor Marcus, ¿ desea una ceremonia católica? ¿Con velatorio y misa?
– Sí.
– Entonces, creo que el velatorio debería ser el miércoles.
Jimmy asintió con la cabeza y añadió:
– Ya hemos reservado la iglesia para las nueve de la mañana del Jueves.
– Las nueve de la mañana -repitió el chico, a medida que lo anotaba-o ¿A qué hora quiere que se celebre el velatorio?
– Queremos dos -contestó Jimmy-. Uno de tres a cinco, y otro de siete a nueve.
– De siete a nueve -iba apuntando el chico-o Bien, veo que ha traído las fotografías.
Jimmy contempló la pila de fotografías enmarcadas que tenía en el regazo: Katie en la fiesta de su graduación, Katie y sus hermanas en la playa. Katie y él en la inauguración de la tienda cuando Katie tenía ocho años, Katie con Eve y Diane; Katie, Annabeth, Jimmy, Nadine y Sara en el parque temático Six Flags. Katie el día que cumplió dieciséis años.
Colocó la pila de fotografías en una silla que había junto a él; sintió un ligero resquemor en la garganta que desapareció tan pronto como tragó saliva.
– ¿Se ha encargado de las flores? -preguntó Ambrose Reed.
– Esta misma tarde he hecho un pedido en la floristerÍa Knopfler's -respondió.
– ¿ Y la esquela?
Jimmy, mirando al chico a los ojos por primera vez, exclamó: -¡La esquela!
– Sí -contestó el chico mientras miraba la carpeta-. Con lo que quiere que aparezca en el periódico. Podemos ocuparnos nosotros mismos si nos informa un poco de lo que quiere que ponga. Si prefieren donativos en vez de flores, cosas de ese estilo.
Jimmy apartó la mirada de los reconfortantes ojos del chico y se quedó mirando al suelo. Debajo de ellos, en algún lugar del sótano de aquel blanco edificio victoriano, Katie yacía en la sala de embalsamamiento. Estaría desnuda mientras que Bruce Reed, y el chico aquél y sus dos hermanos se disponían a trabajar; a lavarla, retocarla y mantenerla en buen estado. Sus manos serenas y bien cuidadas le recorrerían el cuerpo. Le levantarían algunas partes. Le cogerían la barbilla con el dedo pulgar y el índice y se la girarían. Le pasarían peines por el pelo.
Pensaba en su hija, desnuda y desprotegida, con la carne pálida, a la espera de que aquellos extraños la tocaran por última vez; sin lugar a dudas, con cuidado, pero un cuidado insensible, aséptico. Después, una vez en el féretro, le pondrían cojines de raso tras la cabeza, y la llevarían sobre ruedas hasta la sala del velatorio, con un rostro helado de muñeca y su vestido favorito de color azul. La gente la miraría de cerca, rezaría por ella, hablaría de ella y lamentaría su pérdida; y luego, finalmente, sería enterrada. La meterían en un agujero que habría sido cavado por hombres que tampoco la conocían, y Jirnmy oiría el ruido sordo y distante de la tierra al caer, como si él mismo estuviera dentro del ataúd con ella.
Yacería en la oscuridad dos metros bajo tierra, hasta que se convirtiera en hierba y en aire que ella nunca podría ver ni sentir ni oler ni tocar. Permanecería allí miles de años, incapaz de oír las pisadas de la gente que iba a visitar su lápida, incapaz de oír ningún sonido procedente del mundo que había abandonado a causa de esos metros de tierra que les separaban.
«Voy a matarle, Katie. Haré todo lo posible por encontrarle antes que la policía y le mataré. Le meteré en un agujero mucho peor del que te van a meter a ti. No dejaré nada para embalsamar, nada para lamentar. Voy a hacerle desaparecer como si nunca hubiera existido, como si su nombre y todo lo que fue, o lo que piensa que es en este preciso momento, fuera tan sólo un sueño que cruzó la mente de alguien por un instante y fue olvidado antes de que se despertara.
»Encontraré al hombre que te ha puesto en esa mesa de ahí abajo, y le borraré de la faz de la tierra. Y la gente que le ama, si es que hay alguien, sufrirá mucho más que nosotros, Katie, porque nunca sabrán a ciencia cierta lo que le ha sucedido.
»Y no te preocupes por si seré capaz de hacerlo, nena. Papá puede hacerlo. Nunca lo supiste, pero papá ya ha matado antes. Papá siempre ha hecho lo que tenía que hacer, y puede volver a hacerlo.»
Se volvió de nuevo hacia el hijo de Bruce, que aún era demasiado nuevo en el oficio para que las largas pausas le pusieran nervioso. -Me gustaría que pusiera: «Marcus, Katherine Juanita, amada hija de James y Marita, difunta, hijastra de Annabeth, hermana de Sara y Nadine…».
Sean se sentó en el porche trasero con Annabeth Marcus, mientras ésta tomaba sorbitos de un vaso de vino blanco y fumaba cigarrillos que apagaba a la mitad, con la cara iluminada por una bombilla pelada que había encima de ellos. Era un rostro con fuerza: seguramente nunca había sido bonita, pero era sorprendente. Sean supuso que estaba acostumbrada a que la observaran, pero con toda probabilidad no le debía de importar que la gente se tomara la molestia de hacerlo. A Sean le recordaba a la madre de Jimmy, aunque sin su aire de resignación y de derrota, y le recordaba a su propia madre por aquella serenidad tan completa y natural; en ese sentido, de hecho, también le recordaba a Jimmy. Le parecía evidente que Annabeth Marcus debía de ser una mujer divertida, aunque nunca frívola.
– Bien -dijo a Sean mientras éste le encendía un cigarrillo-, ¿qué piensa hacer cuando haya acabado de consolarme?
– Yo no…
Sean hizo un gesto con la mano para indicar que no le suponía ningún esfuerzo.
– Se lo agradezco. ¿Qué va a hacer?
– Vaya ir a ver a mi madre.
– ¿ De verdad?
Asintió con la cabeza y añadió:
– Hoyes su cumpleaños. Lo celebraré con ella y con el viejo.
– jAjá! -exclamó-. ¿Cuánto tiempo hace que está divorciado?
– ¿Se nota?
– Lo lleva escrito en la frente.
– De hecho, separado. Debe de hacer poco más de un año.
– ¿ Ella vive aquí?
– Ya no. Viaja.
– Ha dicho viaja con amargura.
– ¿ Sí? -se encogió de hombros.
Levantó una mano y confesó:
– No me gusta nada hacerle esto: intentar quitarme a Katie de la cabeza a su costa. Así pues, no tiene por qué responder a ninguna de mis preguntas. Sólo soy un poco curiosa y usted es un tipo interesante.
– No, no lo soy -esbozó una sonrisa-. De hecho, soy muy aburrido, señora Marcus. Si no fuera por mi trabajo, no sería nadie.
– Annabeth -espetó-. Llámeme Annabeth, haga el favor.
– Sí, claro.
– Me cuesta mucho creer que sea tan aburrido, agente Devine. Sin embargo, ¿sabe lo que me choca de usted?
– ¿El qué?
Cambió de posición, se le quedó mirando y respondió:
– Pues que no me parece el tipo de persona que acusara a nadie por multas inexistentes.
– ¿Por qué?
– Porque es infantil-contestó-. y usted no me parece infantil en absoluto.
Sean se encogió de hombros. Él creía que todo el mundo era infantil en un momento u otro de la vida. Era a lo que uno solía recurrir cuando la mierda se amontonaba.
En más de un año, nunca había hablado de Lauren con nadie: ni con sus padres ni con sus contados amigos dispersos, ni siquiera con el psicólogo de la policía con el que el comandante le había hecho mantener una pequeña conversación, cuando la comisaría entera ya se había enterado de que Lauren se había marchado de casa. No obstante, allí estaba Annabeth, una extraña que había sufrido una pérdida, haciéndole preguntas sobre su propia pérdida, con la necesidad de entenderlo, de compartirlo, o algo parecido; con la necesidad de saber, se imaginó Sean, que no era la única.
– Mi mujer es empresaria teatral -explicó Sean con tranquilidad-. y tiene que ir de gira, ¿sabe? El año pasado, se encargó de la gira estatal de Lord of the Dance. Suele ocuparse de cosas asÍ. Creo que ahora está haciendo Annie Get your Gun. A decir verdad, no estoy muy seguro. Lo que sea que repongan este año. Éramos una pareja muy rara. Quiero decir, por el trabajo; ¿puede haber dos tipos de empleo más dispares?
– Sin embargo, la amaba -repuso Annabeth. Él hizo un gesto de asentimiento y dijo:
– Toda vía la amo -tomó aire, se recostó en la silla, y lo expulsó-.
El tipo al que le mandé las multas…
Se le secó la boca, movió la cabeza de un lado a otro, y sintió un deseo repentino de abandonar el porche y la casa.
– ¿Era un rival? -preguntó Annabeth con un tono de voz suave. Sean cogió un cigarrillo del paquete, lo encendió, hizo un gesto de asentimiento y repuso:
– Lo ha definido muy bien. Sí, digamos que era un rival. Además, mi mujer y yo estábamos pasando una mala época. Ninguno de los dos pasaba mucho tiempo en casa, y el rival ése aprovechó la oportunidad.
– Y usted se lo tomó mal-dijo Annabeth.
Fue una afirmación, no una pregunta.
Sean puso los ojos en blanco y le preguntó: -¿Conoce a alguien que se lo tome bien?
Annabeth le miró con dureza, como si deseara sugerirle que el sarcasmo no iba con él, o que a ella no le gustaba demasiado.
– No obstante, todavía la quiere.
– ¡Claro! Además, creo que ella aún me ama -apagó el cigarrillo-. Me llama continuamente. Me llama por teléfono, pero no me dice nada.
– Espere, ¿ me está… _
– Ya lo sé.
– … intentando decir que le llama pero que no habla?
– Eso es. Debe de hacer unos ocho meses que dura.
Annabeth se rió y exclamó:
– ¡No se ofenda, pero hacía tiempo que no me contaban algo tan extraño!
– No se lo pienso discutir. -Vio cómo una mosca se acercaba y se apartaba de la bombilla pelada-. Supongo que un día de éstos me dirá algo. Es la única esperanza que me queda.
Oyó cómo su propia risa forzada se desvanecía en la oscuridad y el eco le hizo sentirse violento. Así pues, permanecieron en silencio durante un rato, fumando, escuchando el zumbido de la mosca al precipitarse contra la luz.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Annabeth-. En todo este rato que hemos estado hablando, no ha pronunciado su nombre ni una sola vez.
– Lauren -contestó él-. Se llama Lauren.
Su nombre, cual hilo suelto de telaraña, flotó en el aire por un instante.
– ¿La amaba desde que eran niños?
– Desde el primer año de la universidad -respondió-. Sí, supongo que por aquel entonces éramos niños.
Recordó una tormenta de noviembre, cuando se besaron por primera vez en un portal, sintiendo la carne de gallina de su piel, ambos temblando.
– Tal vez ése sea el problema -repuso Annabeth.
– ¿ Que ya no seamos niños? Sean la miró.
– Como mínimo, uno de los dos -apuntó. Sean no le preguntó a cuál de los dos se refería.
– Jimmy me ha dicho que usted le contó que Katie planeaba fugarse con Brendan Harris.
Sean asintió con la cabeza.
– Bien, de eso se trata, ¿no es verdad? Sean se dio la vuelta en la silla y preguntó:
– ¿De qué?
Expulsó el humo en dirección a la cuerda vacía de tender y respondió:
– De esos sueños tontos que tenemos cuando somos jóvenes. ¿Cómo iban a ganarse la vida Katie y Brendan Harris en Las Vegas? ¿Cuánto tiempo habría durado ese pequeño edén? Es posible que incluso hubieran conseguido una caravana mejor para vivir, que fueran en busca del segundo hijo, pero tarde o temprano se habrían dado cuenta: la vida no consiste en ser siempre feliz, en doradas puestas de sol y tonterías parecidas. La vida es trabajo. La persona que amamos rara vez se merece todo el amor que le damos, porque nadie vale tanto en realidad, y quizá tampoco merezca tener que cargar con ello. Uno acaba por sufrir una decepción. Se desilusiona, deja de confiar y tiene que aguantar muchos días malos. Pierde más de lo que gana, y acaba por odiar a la persona que ama en la misma medida que la ama. Sin embargo, uno se arremanga y se pone a trabajar, en todos los aspectos, porque eso forma parte del proceso de hacerse mayor.
– Annabeth -masculló Sean-. ¿Le han dicho alguna vez que es usted una mujer muy fuerte?
Se volvió hacia él, con los ojos cerrados y una sonrisa distraída. -Me lo dicen continuamente.
Aquella noche, Brendan Harris entró en su dormitorio y tuvo que enfrentarse con la maleta de debajo de la cama. La había llenado hasta los topes con pantalones cortos, camisas hawaianas, una cazadora y dos pantalones vaqueros, pero no había guardado ningún suéter ni pantalones de lana. Había puesto lo que contaba con llevar en Las Vegas; no había empaquetado ropa de abrigo porque Katie y él habían decidido no volver a comprar más prendas térmicas ni a tener el limpiaparabrisas cubierto de hielo. Al abrir la maleta, pues, lo que recibió fue una alegre colección de colores pastel y motivos florales, una explosión de verano.
Eso era lo que habían planeado ser: gente bronceada y libre, sin el peso de las botas, de los abrigos o de las expectativas de los demás. Habrían tomado refrescos con nombres tontos en vasos de daiquiri, habrían pasado las tardes en la piscina del hotel, oliendo a loción solar y a cloro. Habrían hecho el amor en una habitación refrescada por el aire acondicionado, aunque cálida por los rayos de sol que habrían entrado por las rendijas de las persianas; al llegar el frío de la noche, se habrían puesto sus mejores ropas y habrían paseado por la avenida principal. Imaginaba a los dos haciendo todo aquello, como si lo contemplara desde la distancia, como si observara desde lo alto de un edificio a los dos amantes pasear entre las luces de neón, y esas mismas luces borraran el alquitrán negro y lo revistieran de tenues tonos rojizos, amarillentos y azulados. Allí estaban ellos, Brendan y Katie, paseaban tranquilamente por la parte central del amplio bulevar, diminutos entre los edificios y el parloteo de los casinos que salía por las puertas.
«¿ A cuál quieres ir esta noche, cariño?» «Elige tú.»
«No, elige tú.»
«Venga, elige tú.»
«De acuerdo. ¿ Qué te parece éste?»
«Bien.»
«Pues vayamos a ése.» «Te quiero, Brendan.»
«Yo también te quiero, Katie.»
Y habrían subido por las escaleras enmoquetadas entre blancas columnas para adentrarse en el clamor del palacio estridente y humeante. Habrían hecho todo aquello como marido y mujer, empezando juntos una nueva vida (todavía unos niños, en realidad), y East Buckingham les habría parecido a miles de kilómetros de distancia, y aún más lejos a cada paso que daban.
Así es como habría sido.
Brendan se sentó en el suelo. Necesitaba sentarse un momento.
Sólo uno o dos segundos. Se sentó y juntó las suelas de sus zapatos, asiéndose los tobillos como si fuera un niño pequeño. Se balanceó un rato, dejando caer la barbilla sobre el pecho, con los ojos cerrados y por un instante, sintió que el dolor disminuía. Sintió cierta calma en la oscuridad y en el balanceo.
Luego, sin embargo, se le pasó, y el horror de saber que Katie había desaparecido de la tierra, su ausencia tan total, volvió a recorrerle las venas del cuerpo y se sintió morir.
Había una pistola en la casa. Era de su padre, y su madre la había guardado detrás de la tablilla desmontable del techo de la antecocina, en el mismo sitio donde siempre la tenía su padre. Si uno se sentaba en la encimera de la antecocina y metía la mano por debajo de la moldura curva de madera, acababa por tocar las tres tablillas y notaba el peso de la pistola. Lo único que tenía que hacer era empujar, meter la mano y coger la pistola con los dedos. Había estado allí desde que Brendan tenía uso de razón; uno de sus primeros recuerdos se remontaba a una noche en la que tropezó al salir del cuarto de baño y vio que su padre sacaba la mano de debajo de la moldura. Brendan, a los trece años, había llegado incluso a sacar la pistola para enseñarla a su amigo Jerry Diventa. Jerry la había observado con los ojos muy abiertos y había exclamado: «¡Vuelve a ponerla en su sitio!». Estaba cubierta de polvo y era bastante probable que nunca hubiera sido utilizada, pero Brendan sabía que sólo era cuestión de limpiarla.
Podría sacar la pistola esa misma noche y encaminarse al Café Society, donde Roman Fallow solía pasar muchas horas, o al garaje Atlantic, que era propiedad de Bobby Q'Donnell y el lugar en que, según Katie, éste dirigía la mayor parte de sus negocios desde la oficina trasera. Podría ir a uno de esos dos sitios, o mejor aún a ambos, apuntarles a la cara con la pistola de su padre y apretar el maldito gatillo, una y otra vez hasta que la recámara estuviera vacía, para que ni Roman ni Bobby pudieran matar a ninguna otra mujer.
Podría hacerlo, ¿o no? Es lo que hacían en las películas. Si a Bruce Willis le hubieran asesinado a la novia, seguro que no estaría sentado en el suelo, asiéndose los tobillos, y balanceándose como si fuera un deficiente mental. Seguro que estaría preparando la venganza, ¿no?
Brendan se imaginó el rostro carnoso de Bobby, suplicando: «¡No, por favor, Brendan! ¡No, por favor!».
Y Brendan le diría alguna frase fantástica, del tipo: «¡Mírame bien, cabrón, y púdrete en el infierno!».
En ese momento empezó a llorar, sin dejar de balancearse ni de asirse los tobillos, porque sabía que él no era Bruce Willis, y porque Bobby O'Donnell era una persona de carne y hueso, y no el personaje de una película; además, la pistola necesitaba un repaso, un repaso importante, y ni tan sólo sabía si tenía balas, porque ni siquiera estaba seguro de saber abrirla, y cuando la tuviera en la mano, lo más probable es que empezara a temblar. Estaba convencido de que las manos le temblarían del mismo modo que le temblaban cuando era un niño y sabía que no había escapatoria, o que estaba a punto de meterse en una pelea. La vida no era ninguna película, sino que era una vida de mierda. No pasaba lo mismo que en la pantalla, en que el bueno ganaba a las dos horas, y todo el mundo sabía que lo haría. Brendan no se conocía muy bien en ese sentido; tenía diecinueve años y nunca se había encontrado con una situación similar. Pero no estaba seguro de poder ir al negocio de un tipo (eso si las puertas no estaban cerradas con llave y no había un montón de tipos vigilando la puerta) y dispararle a la cara. No estaba seguro.
No obstante, la echaba de menos. La echaba tanto de menos… y el dolor que le provocaba no verla, y saber que no la volvería a ver nunca más, hacía que los dientes le dolieran de tal modo que pensó que tenía que hacer algo, aunque sólo fuera para dejar de sentirse de esa manera un segundo de su desgraciada nueva vida.
«De acuerdo -decidió-. Mañana limpiaré la pistola. La limpiaré y me aseguraré de que tiene balas. Sólo haré eso: limpiaré la pistola.»
Entonces Ray entró en el dormitorio, con los patines aún puestos y, usando su nuevo palo de hockey como un bastón, se balanceó sobre la cama con pies inseguros. Brendan se puso en pie de un salto y se secó las lágrimas de las mejillas.
Ray, con la mirada puesta en su hermano, se quitó los patines y le dijo con gestos: -¿Estás bien?
– No -respondió Brendan.
– ¿Puedo hacer algo por ti? -gesticuló Ray.
– No, no puedes hacer nada por mí -contestó Brendan-. Pero no te preocupes por ello.
– Mamá dice que estarás mucho mejor aquí.
– ¡ Qué! -exclamó Brendan.
Ray se lo repitió.
– ¿De verdad? -inquirió Brendan-. ¿Y por qué lo dice?
Ray, moviendo las manos con rapidez, contestó:
– Si te hubieras marchado, mamá se habría derrumbado.
– No, lo habría superado.
– Tal vez.
Brendan se volvió hacia su hermano, que estaba sentado sobre la cama y mirándole a los ojos.
– Ahora no me hagas cabrear, Ray. ¿De acuerdo? -se le acercó, sin dejar de pensar en la pistola-. Yo la amaba.
Ray le devolvió la mirada, con un rostro tan vacío como una máscara de goma.
– ¿Te puedes imaginar lo que se siente, Ray? Ray negó con la cabeza.
– Es como si supieras todas las respuestas del examen en el momento de sentarte a la mesa, como si supieras que todo irá bien el resto de tu vida. Triunfarás, todo saldrá bien. Sabes que seguirás adelante, te sientes liberado porque has ganado. -Se dio la vuelta-. Es así como te sientes.
Ray golpeó el pilar de la cama para hacer que se volviera, y añadió: -Volverás a sentirte así.
Brendan se arrodilló y, empujando el rostro de Ray con el suyo propio, exclamó:
– No, no es verdad. ¿Lo entiendes, joder? Nunca jamás sentiré lo mismo.
Ray colocó los pies sobre la cama y se echó hacia atrás; Brendan se sintió avergonzado, aunque enfadado, porque así era como te hacía sentir la gente muda: te hacían sentir estúpidos por hablar. Todo lo que Ray decía, le salía de forma sucinta, tal y como quería. No sabía lo que era titubear en busca de una palabra o tartamudear, al intentar hablar más rápido que el cerebro.
Brendan deseaba sacarlo todo de golpe; deseaba que las palabras le salieran de la boca en una apasionada ráfaga de frases dolorosas, aunque poco sensatas, que expresaran con sinceridad lo que Katie había significado para él, cómo se había sentido al apretar su nariz contra su cuello en aquella misma cama, al entrelazar uno de sus dedos con el suyo, al sorberle helado de la barbilla, al ir junto a ella en el coche y observar cómo movía los ojos de un lado a otro cuando llegaban a un cruce, al oírla hablar, dormir, roncar…
Deseaba continuar durante horas. Deseaba que alguien le escuchara y que comprendiera que las palabras no sólo servían para comunicar ideas u opiniones. A veces, servían para expresar vidas enteras. Y aunque uno supiera, incluso antes de abrir la boca, que iba a fracasar, lo que importaba era el hecho de intentarlo. La intención era lo único que uno tenía.
Ray, sin embargo, era incapaz de entenderlo. Para Ray, las palabras eran tan sólo chasquidos de los dedos, gestos hábiles y movimientos de manos. Ray no malgastaba las palabras. La comunicación no era lo suyo. Decía exactamente lo que quería decir y ya había acabado. Descargar su dolor ante el rostro inexpresivo de su hermano sólo habría conseguido avergonzar a Brendan. No le habría ayudado en lo más mínimo.
Contempló a su asustado hermano pequeño, apoyado en la cama y mirándole fijamente con ojos saltones, y le tendió la mano.
– Lo siento -masculló-. Lo siento, Ray. ¿De acuerdo? No quería ofenderte.
Ray le estrechó la mano y se puso en pie.
– Así pues, ¿ va todo bien? -gesticuló Ray, con la mirada puesta en Brendan, como si estuviera dispuesto a saltar por la ventana en el siguiente arrebato.
– Todo va bien -respondió Brendan por medio de señas-. Supongo que sí.
Los padres de Sean vivían en Wingate Estates, una urbanización vallada a unos cincuenta kilómetros al sur de la ciudad, formada por casas de estuco de dos dornitorios. Cada sección constaba de veinte casas, tenía su propia piscina y un centro recreativo en el que hacían baile los sábados por la noche. Un pequeño recorrido de golf de par tres se extendía alrededor de uno de los extremos del complejo como si fuera la otra mitad de una media luna; desde finales de primavera hasta principios de otoño, el aire zumbaba con el runrún de los motores de los carros.
El padre de Sean no jugaba al golf. Hacía mucho tiempo que había decidido que era un juego de ricos y aprender a jugar le parecía una forma de traicionar a sus raíces de clase obrera. Sin embargo, la madre de Sean había intentado jugar durante un tiempo, aunque lo había dejado porque creía que sus compañeras se reían en secreto de su estilo, de su ligero acento irlandés y de su ropa.
Por lo tanto, llevaban una vida tranquila y prácticamente sin amigos, aunque Sean sabía que su padre había hecho amistad con un irlandés retaco llamado Riley, que también había vivido en uno de los barrios periféricos de la ciudad antes de trasladarse a Wingate. Riley, que tampoco tenía ningún interés en el golf, a veces quedaba con el padre de Sean para tomarse unas cervezas en el Ground Round, al otro lado de la Ruta 28. La madre de Sean, que era una persona reflexiva y bondadosa por naturaleza, solía relacionarse con gente mayor con alguna dolencia. Les llevaba en coche a la farmacia a buscar sus medicamentos o al médico a recoger las recetas nuevas para guardarlas junto a las viejas. Su madre, que casi tenía setenta años, se sentía joven y viva cuando les acompañaba; además, si tenía en cuenta que la mayoría de la gente a la que ayudaba era viuda, pensaba que la buena salud de la que gozaban tanto ella como su marido era una bendición del cielo.
«Están solos -había dicho una vez a Sean en relación a sus amigos enfermos- y aunque el médico no se lo diga, es de eso de lo que se están muriendo.»
A menudo, cuando pasaba por delante de la caseta del vigilante y seguía carretera arriba, con bandas de frenado amarillas cada diez metros que le hacían vibrar el eje del coche, Sean casi alcanzaba a ver las calles fantasma, los barrios fantasma y las vidas fantasma que los residentes de Wingate habían dejado atrás, como si los pisos con agua fría y pequeñas habitaciones blancas y sombrías, las escaleras de incendios de hierro forjado y los ruidosos niños flotaran a través de ese paisaje de estuco de cáscara de huevo y jardines puntiagudos, cual niebla matinal más allá de los límites de su visión periférica. Le invadía un sentimiento irracional de culpa: la culpa del hijo que ha llevado a sus padres a una residencia. Irracional, porque Wingate Estates no era, en realidad, una urbanización para mayores de sesenta años (aunque, a decir verdad, Sean nunca había visto a un residente que fuera más joven), y sus padres se habían trasladado allí por voluntad propia, empaquetando todas sus eternas quejas sobre la ciudad, el ruido, los actos violentos y los atascos para mudarse allí; tal y como decía su padre: «Allí podían salir de noche sin tener que darse la vuelta continuamente para comprobar si les seguían».
Con todo, Sean sentía que les había fallado, como si ellos hubieran esperado que él hubiera luchado más para tenerlos cerca. Sean observaba el lugar y lo único que veía era muerte, o como mínimo un lugar en el que esperarla, pero no sólo odiaba el hecho de que sus padres estuvieran allí, esperando el momento en que otra gente tuviera que llevarlos a ellos al médico, sino que también detestaba imaginarse a él mismo allí o en lugar parecido. Aunque sabía que las probabilidades de no acabar en un sitio así eran ínfimas: aún más en aquel preciso momento en que no tenía ni mujer ni hijos. Tenía treinta y seis años, a más de medio camino de tener un piso en Wingate, y con toda probabilidad la segunda mitad de su vida pasaría mucho más rápido que la primera.
Su madre sopló las velas del pastel que habían colocado sobre una mesita que ocupaba un hueco entre la diminuta cocina y una sala de estar rnás espaciosa; lo comieron en silencio y sorbieron el té al ritmo de las agujas del reloj de pared que había sobre ellos y del zumbido del aire acondicionado.
Cuando hubieron acabado, su padre se puso en pie y dijo: -Voy a lavar los platos.
– No, ya lo haré yo.
– No, tú siéntate.
– No, deja que lo haga yo.
– Siéntate, hoy es tu cumpleaños.
Su madre se sentó de nuevo y esbozó una ligera sonrisa, mientras su padre apilaba los platos y doblaba la esquina para llevarlos a la cocina.
– jTen cuidado con las migas! -le advirtió la madre.
– Ya lo tengo.
– Si no limpias bien el fregadero, volveremos a tener hormigas.
– Sólo hemos tenido una hormiga. Una.
– No, había más -explicó a Sean.
– De eso hace seis meses -se oyó a su padre decir entre el sonido del agua.
– y ratones.
– Nunca hemos tenido ratones.
– Pero la señora Feingold sí que tuvo. Dos. Y tuvo que poner trampas.
– Nunca hemos tenido ratones en casa.
– Porque yo me aseguro de que no dejes migas en el fregadero.
– jSanto cielo! -exclamó el padre de Sean.
La madre de Sean se bebió el té y se quedó mirando a su hijo por encima de la taza.
– He recortado un artículo para Lauren -anunció después de colocar la taza encima del platillo-. Lo tengo guardado en alguna parte.
La madre de Sean siempre recortaba artículos de periódico y se los daba cada vez que iba a visitarles. Si no, se los mandaba por correo en pilas de nueve o diez; Sean abría el sobre y se los encontraba perfectamente doblados, como un recordatorio del tiempo que había pasado desde que los visitara por última vez. Los artículos iban de temas diferentes, pero casi siempre trataban de cuestiones domésticas o de autoayuda: métodos para prevenir que se incendiara la secadora, cómo evitar que se quemara el congelador, las ventajas e inconvenientes de hacer el testamento en vida, cómo evitar los robos cuando uno estaba de vacaciones, consejos de salud para hombres con trabajos que producían mucho estrés (¡Lleva tu corazón a lo más alto!). Sean sabía que era la forma que tenía su madre para expresarle su amor, algo similar a abrocharle el abrigo y a ponerle bien la bufanda antes de que se fuera a la escuela en una mañana de enero; a Sean aún le hacía gracia el recorte que le había mandado dos días antes de que Lauren se fuera:
Atrévase con la fecundación in vitro. Sus padres nunca habían comprendido que el hecho de que Lauren y él no tuvieran hijos era por propia elección, si cabe, provocada por un miedo compartido (aunque nunca comentado) de que serían unos padres terribles.
Cuando, por fin, ella se había quedado embarazada, se lo habían ocultado a sus padres, para tener tiempo de decidir si tendrían el bebé, mientras su matrimonio se iba a pique; Sean acababa de enterarse de que Lauren había tenido un lío con un actor, y no había parado de preguntarle: «¿De quién es el niño, Lauren?». y Lauren siempre le había respondido: «Si estás tan preocupado, hazte la prueba de paternidad».
Habían dejado de ir a cenar con sus padres, se inventaban excusas para no estar en casa cada vez que ellos iban a la ciudad, y Sean se sentía enloquecer por miedo de que el hijo no fuera suyo, y por el hecho de que, aunque lo fuera, quizá tampoco lo quisiera.
Desde que Lauren se marchó, la madre de Sean se refería a su ausencia como «el tiempo que se había tomado para reflexionar», y los recortes ya no eran para él, sino para ella, como si algún día el cajón donde los guardaba fuera a estar tan lleno que tuvieran que volver a estar juntos, aunque sólo fuera para poder cerrar el cajón.
– ¿ Has tenido noticias suyas? -le preguntó su padre desde la cocina. con el rostro escondido detrás de la pared verde menta que les separaba.
– ¿De Lauren?
– ¡Ajá!
– ¿De quién va a ser? -dijo su madre alegremente mientras hurgaba en un cajón del aparador.
– Llama por teléfono, pero no dice nada.
– Tal vez sólo hable de banalidades porque…
– No. Lo que os intento decir es que no dice nada, que no habla.
– ¿Nada de nada?
– Nada.
– Entonces, ¿cómo sabes que es ella?
– Porque lo sé.
– ¿Cómo?
– ¡Santo cielo! -exclamó Sean-. Porque la oigo respirar, ¿de acuerdo?
– ¡Qué extraño! -comentó su madre-. ¿Tú le hablas?
– A veces, pero cada vez menos.
– Bien, por lo menos os comunicáis de un modo u otro -repuso su madre, mientras le colocaba el último recorte delante-o Le dices que he pensado que esto le podría interesar. -Se sentó y alisó una arruga del mantel con la palma de la mano-. Cuando regrese a casa… -añadió, sin dejar de observar cómo la arruga desaparecía bajo su mano-o Cuando regrese a casa… -repitió, con una voz tenue, parecida a la de una monja, como si estuviera segura del orden esencial de todas las cosas.
– ¿Te acuerdas del día en que Dave Boyle desapareció de delante de casa? -preguntó Sean a su padre una hora más tarde, sentados junto a una de aquellas mesas altas del Ground Round.
Su padre frunció el entrecejo y después se concentró en acabar de echar su Killian's en una copa helada. A medida que la espuma llegaba al borde de la copa y que la cerveza se convertía en un espeso chorro de gotas, su padre le sugirió:
– ¿Por qué no lo miras en algún periódico viejo?
– Bien…
– ¿Por qué me lo preguntas a mí? ¡Mierda! Salió por la televisión.
– Sin embargo, no dieron ninguna información cuando encontraron al secuestrador -replicó Sean, con la esperanza de que eso bastara, de que su padre dejara de preguntarle con insistencia por qué le preguntaba a él, ya que ni él mismo sabía por qué lo había hecho.
En cierta manera, necesitaba que su padre le situara en el contexto del evento, que le ayudara a verse a sí mismo por aquel entonces, de una forma que los periódicos y los archivos de los casos antiguos no podían hacer. O tal vez albergara la esperanza de poder hablar con su padre de cosas que no sólo fueran las noticias del día o de que el equipo de los Sioux necesitaba un nuevo lanzador de reserva para la base izquierda.
A veces, Sean tenía la sensación de que, en algún momento de su vida, él y su padre habían hablado de cosas que no eran puramente insustanciales (tal y como le parecía que le había sucedido con Lauren), pero por mucho que lo intentara, era incapaz de recordar de qué cosas habían hablado. Entre la neblina que rodeaba sus recuerdos de juventud, temía haberse inventado intimidades y momentos de clara comunicación entre su padre y él que, a pesar de haber sido mitificadas a lo largo de los años, nunca habían sucedido.
Su padre era un hombre de silencios y de frases a medio decir que se iban desvaneciendo para quedar en nada; Sean se había pasado casi toda la vida interpretando esos silencios, llenando los espacios en blanco que quedaban a raíz de esos elipses, formulando el concepto de lo que su padre intentaba decir. Hacía tiempo que Sean se preguntaba si él mismo acababa las frases tal y como pensaba que hacía, o si él también era una criatura de silencios, silencios que había visto, asimismo, en Lauren, y que no habían surtido ningún efecto hasta que ese silencio era lo único que había quedado de ella. Eso y el zumbido del aire a través del teléfono cada vez que llamaba.
– ¿Por qué quieres recordar todo eso? -preguntó su padre al cabo de un rato.
– ¿Sabes que han asesinado a la hija de Jimmy Marcus? Su padre se volvió hacia él y le preguntó:
– ¿Es esa chica que han encontrado en Pen Park? Sean asintió con la cabeza.
– Vi el nombre en el periódico -apuntó su padre-, y me imaginé que debía de tratarse de algún pariente, pero ¿su hija?
– Así es.
– Tiene la misma edad que tú. ¿ Cómo podía tener una hija de diecinueve años?
– Jimmy la tuvo cuando tenía, no sé, unos diecisiete años, un par de años antes de que le mandaran a Deer Island.
– ¡Dios mío! -exclamó su padre-. ¡Ese pobre desgraciado! ¿Su padre aún sigue en la cárcel?
– Está muerto, papá -respondió Sean.
Sean se dio cuenta de que la respuesta había afectado a su padre, de que le había transportado de repente a la cocina de la calle Gannon, en la que él y el padre de Jimmy habían pasado las tardes de los sábados bebiendo cervezas, mientras sus hijos jugaban en el patio trasero, el estruendo de sus risas estallando en el aire.
– ¡Mierda! -exclamó su padre-. Al menos, debió de morir fuera de la cárcel.
Sean contempló la posibilidad de mentirle, pero ya estaba haciendo un gesto negativo con la cabeza:
– No. Murió en la cárcel de Walpole, de cirrosis.
– ¿Cuándo?
– Al poco tiempo de que te mudaras aquí. Debe de hacer unos seis años, tal vez siete.
La boca de su padre se ensanchó al pronunciar un «siete» silencioso. Tomó un trago de cerveza, y las manchas del dorso de las manos le parecieron más pronunciadas bajo la luz amarillenta que les iluminaba.
– Es tan fácil perder la pista de la gente, perder el concepto del tiempo…
– Lo siento, papá.
Su padre hizo una mueca. Era su única forma de responder a la amabilidad o a los cumplidos.
– ¿Por qué lo sientes? Tú no has hecho nada. Tim se sentenció a sí mismo el día que mató a Sonny Todd.
– Y todo por una partida de billar, ¿ no es verdad? Su padre se encogió de hombros y respondió:
– Los dos estaban borrachos. ¿Quién sabe? Habían bebido y los dos eran unos bocazas y tenían muy mal genio. Tim incluso tenía peor carácter que Sonny Todd. -Su padre tomó otro trago de cerveza-. ¿Qué tiene que ver el secuestro de Dave Boyle con la muerte de… córno se llamaba? Katherine, Katherine Marcus.
– Eso es.
– ¿ Qué tiene que ver una cosa con la otra?
– En ningún momento he dicho que los dos casos estén relacionados.
– Tampoco has afirmado lo contrario.
Sean sonrió a su pesar. Prefería tener que vérselas con cualquier violador reincidente, con cualquier tipo que se vanagloriara de saber más del sistema judicial que los mismísimos jueces, ya que Sean sabía cómo tratarles. Sin embargo, con cualquiera de esos viejos cabrones desconfiados y resistentes de la generación de su padre, gente inflexible de clase trabajadora con mucho orgullo, pero sin ningún respeto por las instituciones estatales o municipales, uno podría insistir la noche entera, y si no te querían contar una cosa, a la mañana siguiente aún estarías allí sin nada, a excepción de las mismísimas preguntas sin responder.
– Padre, ¿por qué no dejamos de preocuparnos por la posible relación entre los dos casos?
– ¿Por qué?
Sean alzó una mano y respondió: -Porque me complacería mucho.
– Claro, es precisamente eso lo que me mantiene vivo: la posibilidad de poder complacer a mi hijo algún día.
Sean, notando que tensaba la mano alrededor del asa de la jarra, explicó:
– He echado un vistazo al archivo del caso del secuestro de Dave.
El agente que se encargó de la investigación está muerto. Nadie más recuerda el caso y aún está en la lista de casos por resolver.
– ¿Y?
– Pues que recuerdo que un día, debía de ser un año después de que Dave regresara a casa, entraste a mi habitación y me dijiste: «Todo ha terminado. Han cogido a esos tipos».
Su padre se encogió de hombros y replicó:
– Sólo pillaron a uno.
– Entonces, por que no…
– En Albany -prosiguió su padre-. Vi la fotografía en el periódico. El tipo confesó haber perpetrado abusos un par de veces en Nueva York y afirmó que había realizado unos cuantos más en Massachusetts y Vermont. Se ahorcó en la celda antes de explicar los detalles. Pero reconocí el rostro de ese hombre a partir del esbozo que la policía dibujó en nuestra cocina.
– ¿ Estás seguro?
Hizo un gesto de asentimiento y contestó:
– Del todo. El detective encargado del caso se llamaba…
– Flynn -afirmó Sean.
Su padre asintió y añadió:
– Mike Flynn, así se llamaba. Seguí en contacto con él durante un tiempo, y le llamé después de ver la fotografía en el periódico, y me dijo que sí, que era el mismo tipo. Además, Dave se lo había confirmado.
– ¿Cuál?
– ¿Cómo dices?
– ¿Cuál de los dos?
– El… ¿Cómo lo describíais? El grasiento que parecía estar dormido.
Las palabras que Sean había pronunciado de niño le parecieron extrañas al salir de boca de su padre.
– El que iba en el asiento del copiloto.
– Eso es.
– ¿ y su compañero? -preguntó Sean.
Su padre negó con la cabeza y respondió:
– Murió en un accidente de coche. O como mínimo, eso es lo que nos contó su compañero. Eso es todo lo que recuerdo, pero no te lo tomes muy en serio. ¡Deberías haberme dicho que Tim Marcus había muerto!
Sean apuró lo que le quedaba en la jarra, señaló la copa vacía de su padre y le preguntó: -¿ Quieres otra?
Su padre se quedó mirando la copa por un instante y respondió: ~¡Qué caramba! ¡Pues claro!
Cuando Sean regresó de la barra con las cervezas, su padre estaba viendo Jeopardy!- sin volumen en una de las pantallas que había sobre la barra. Mientras Sean tomaba asiento, su padre, sin apartar los ojos del televisor, le preguntó:
– ¿ Quién es Robert Oppenheimer?
– ¿Cómo puedes saber que hablan de él si no hay volumen? -. preguntó Sean.
– Porque lo sé -respondió su padre, echando la cerveza en la jarra y frunciendo el entrecejo por la estupidez de la pregunta de Sean-. Siempre hacéis lo mismo. Nunca lo entenderé.
– ¿Hacer el qué? ¿Hacemos?
Su padre le hizo un gesto con la jarra de cerveza y respondió:
– La gente de tu edad. Hacéis un montón de preguntas y ni siquiera os dais cuenta de que si lo pensarais un poco vosotros mismos encontraríais la respuesta.
– ¡Ah! -exclamó Sean-. ¡De acuerdo!
– Como toda esa historia de Dave Boyie -añadió su padre-.
¿Qué importa lo que le sucedió a Dave hace veinticinco años? Ya sabes lo que pasó. Dos tipos que abusaban de niños le retuvieron durante cuatro días. Lo que en verdad sucedió es exactamente lo mismo que piensas que sucedió. Pero tú insistes en volver a sacarlo a la luz porque… -su padre tomó un trago de cerveza-·. ¡No sé por qué, joder!
Su padre le dedicó una sonrisa de aturdimiento y Sean le respondió del mismo modo. -Papá.
– ¿Sí?
– ¿No hay nada de tu pasado en lo que no pienses a menudo y que no te puedas quitar de la cabeza?
Su padre suspiró y contestó: -No es lo mismo.
– Sí, sí que lo es.
– No, no lo es. A todo el mundo le pasan cosas malas, Sean. A todo el mundo. Tú no eres especial. Pero a los de tu generación os gusta remover la mierda. Sois incapaces de dejar las cosas como están. ¿Tienes alguna prueba de que Dave esté relacionado con la muerte de Katherine Marcus?
Sean se rió. A su padre se le había visto el plumero. Le había estado pegando el rollo con los de «su generación» cuando en realidad lo único que quería saber era si Dave estaba involucrado en la muerte de Katie.
– Digamos que hay un par de detalles que nos llevan a vigilar a Dave de cerca.
– ¿A eso le llamas tú una respuesta?
– ¿ A eso le llamas tú una pregunta?
La fantástica sonrisa de su padre le estalló en el rostro y se quitó unos quince años de encima; Sean recordó que cuando era joven, esa sonrisa solía extenderse por la casa e iluminarlo todo.
– Así pues, me estás insistiendo con lo de Dave porque piensas que lo que le hicieron esos dos tipos podría haberle convertido en un hombre capaz de asesinar a una chica.
Sean se encogió de hombros y contestó: -Sí, más o menos.
Su padre reflexionó sobre ello mientras jugaba con los cacahuetes del cuenco y se bebía otro trago de cerveza.
– No lo creo.
Sean se rió entre dientes y espetó:
– ¡Claro, como le conoces tan bien!
– No, sencillamente le recuerdo de niño. No haría ese tipo de cosas.
– Hay muchos niños buenos que se convierten en adultos que hacen cosas que ni siquiera te podrías llegar a imaginar.
Su padre le miró con las cejas levantadas y le preguntó: -¿Intentas darme lecciones sobre la naturaleza humana? Sean negó con la cabeza y respondió:
– Sólo cumplo con mi deber de policía.
Su padre se reclinó en la silla y, esbozando una sonrisa, le dijo: -¡Venga, instrúyeme!
Sean, sintiéndose enrojecer, exclamó:
– ,Oye, yo no, solo…
– ¡Por favor!
Sean se sintió estúpido. La rapidez con la que su padre le podía hacer sentir así era sorprendente: lo que la mayoría de la gente que Sean conocía consideraría como un montón de observaciones normales y corrientes, a los ojos de su padre, era como si el niño Sean intentara actuar como un adulto y adoptar un aire ostentoso.
– Confía un poco en mÍ. Creo tener cierto conocimiento sobre la gente y los delitos que cometen. Mi trabajo consiste en eso, ¿sabes?
– ¿Crees a Dave capaz de haber asesinado a una chica de diecinueve años? ¡El mismo Dave con el que solías jugar en el patio trasero! ¡Aquel niño!
– Pienso que todo el mundo es capaz de todo.
– Si eso es lo que piensas, podría haberlo hecho yo. -Su padre se llevó la mano al pecho-. O tu madre.
– No.
– Más nos valdría verificar nuestras coartadas.
– ¡Por el amor de Dios! ¡No he dicho eso!
– ¡Claro que lo has hecho! ¡Has dicho que todo el mundo era capaz de todo!
– Dentro de los límites de la razón.
– ¡Ah! -exclamó su padre en voz alta-o ¡Esa parte no la he oído!
Lo estaba haciendo de nuevo: envolviéndole con sus hilos, enredándole de la misma forma que Sean hacía con los sospechosos. No era de extrañar que Sean fuera tan bueno en los interrogatorios. Había aprendido de un maestro.
Permanecieron en silencio un momento, finalmente, su padre confesó:
– Tal vez tengas razón.
Sean se volvió hacia él, esperando la frase clave.
– Quizá Dave haya sido capaz de hacer lo que piensas. No lo sé.
Sólo recuerdo al niño, pero no conozco al hombre.
Sean intentó verse a través de los ojos de su padre. Se preguntaba si era eso lo que su padre veía, el niño, no el hombre, cada vez que miraba a su hijo. Debía de ser difícil hacerlo de otro modo.
Recordó la forma en que sus tíos solían hablar de su padre, el menor de una familia de doce que había emigrado de Irlanda cuando su padre tenía cinco años. El viejo Bill solían decir para referirse al Bill Devine que había existido antes de que Sean naciera. El alborotador. Sólo entonces fue capaz de oír sus voces y el tono paternalista que las generaciones más mayores usaban con las más jóvenes; al fin y al cabo, la mayoría de los tíos de Sean tenían entre doce y quince años más que su padre.
Todos habían muerto. Los once hermanos y hermanas de su padre. y ahí estaba el benjamín de la familia, a punto de cumplir los setenta y cinco, refugiado en las afueras de la ciudad junto a un campo de golf que nunca utilizaría. El último que quedaba, pero aun así el más joven, siempre el más joven, intentando evitar ese tono de superioridad con el que se le dirigían, especialmente su hijo. Dispuesto, si hacía falta, a borrar el mundo entero, antes de tener que soportarlo de nuevo, ya que todos aquellos que habían tenido el derecho de tratarle de esa forma habían muerto hacía mucho tiempo.
Su padre echó un vistazo a la cerveza de Sean, lanzó unas cuantas monedas encima de la mesa para la propina, y le preguntó:
– ¿Te falta mucho?
Atravesaron la Ruta 28 para regresar a casa y luego subieron por el camino de entrada que tenía todas aquellas bandas de frenado amarillas y aspersores automáticos.
– ¿Sabes lo que le gusta mucho a tu madre? -le insinuó su padre.
– ¿El qué?
– Que le escribas. Que le mandes una postal de vez en cuando, sin tener motivo alguno. Me ha contado que le mandas postales divertidas y que le gusta tu forma de escribir. Las guarda en un cajón del dormitorio. Algunas son de cuando ibas a la universidad.
– De acuerdo.
– ¿ Por qué no le mandas alguna postal de vez en cuando?
– Sí, lo haré.
Llegaron hasta el coche de Sean, y su padre observó las ventanas oscuras de su piso.
– ¿ Se habrá ido a dormir? -preguntó Sean.
Su padre hizo un gesto de asentimiento y contestó:
– Por la mañana tiene que llevar a la señora Coughlin a rehabilitación.
– De repente su padre alargó la mano y estrechó la de Sean-. Me ha gustado mucho volver a verte.
– A mí también.
– ¿ Piensa regresar?
A Sean no le hacía falta preguntar a quién se refería.
– No lo sé. De verdad que no lo sé.
Su padre le observó bajo la amarillenta luz de la farola y, por un momento, Sean vio que a su padre le dolía que sufriera, que lo hubieran abandonado, y lastimado; sabía que el daño sería permanente, ya que a uno le habían privado de una sensación que nunca volvería a recuperar.
– Bien -dijo su padre-. Tienes buen aspecto. Da la impresión de que te cuidas. ¿Bebes demasiado, o algo así?
Sean negó con la cabeza y contestó:
– Lo único que hago en exceso es trabajar.
– Trabajar es bueno -respondió su padre.
– Sí -asintió Sean, sintiendo como algo amargo y desamparado le subía por la garganta.
– Bien, pues…
– Bien.
Su padre le dio una palmadita en el hombro y dijo:
– Entonces, adiós. No te olvides de llamar a tu madre el domingo. Dejó a Sean junto al coche y se encaminó hacia la puerta principal con el paso de un hombre veinte años más joven.
– ¡Cuídate! -exclamó Sean, y su padre levantó la mano en señal de reconocimiento.
Sean usó el mando a distancia del coche, y cuando estaba a punto de abrir la puerta, oyó decir a su padre:
– ¡Un momento!
– ¿Qué pasa? -se dio la vuelta y vio a su padre junto a la puerta principal, con el torso envuelto en una suave oscuridad. -Hiciste muy bien en no subir a ese coche. Recuérdalo.
Sean se apoyó en el coche, con las palmas sobre el techo, intentando divisar el rostro de su padre en la negrura de la noche.
– Sin embargo, deberíamos haber protegido a Dave.
– Erais unos niños -replicó su padre-o No podíais saber lo que iba a pasar. Y aunque lo hubierais sabido, Sean…
Sean dejó que esas palabras hicieran mella en él. Tamborileó el techo del coche con los dedos y, escudriñando la oscuridad en busca de los ojos de su padre, respondió:
– Eso es precisamente lo que me digo a mí mismo.
– ¿Y bien?
Se encogió de hombros y añadió:
– Creo que deberíamos haberlo sabido, ¿no crees?
Durante un minuto ninguno de los dos pronunció palabra alguna; Sean oyó los grillos entre el siseo de los aspersores automáticos.
– ¡Buenas noches, Sean! -oyó decir a su padre entre el sonido del aspersor.
– ¡Buenas noches! -respondió Sean.
Antes de subir al coche y de alejarse esperó a que su padre entrara en casa.
Dave estaba sentado en la sala de estar cuando Celeste regresó a casa. Sentado en una esquina del viejo sofá de piel con dos hileras de cervezas vacías junto al brazo del sillón, sosteniendo una cerveza llena en la mano, el mando a distancia sobre el muslo. Miraba una película en la que todo el mundo parecía gritar.
Celeste se quitó el abrigo en el vestíbulo y notó que el rostro de Dave se apagaba; los gritos se hicieron más altos y aterradores, se entremezclaban con efectos de sonido propios de Hollywood que imitaban el ruido de mesas al romperse y lo que sólo podía ser el estrujamiento de miembros.
– ¿Qué estás viendo? -le preguntó.
– Una película de vampiros -respondió, sin dejar de mirar la pantalla mientras se llevaba la Bud a los labios-. El jefe de los vampiros se está cargando a todos los asesinos de vampiros que habían asistido a una fiesta. Trabajan para el Vaticano.
– ¿Quiénes?
– Los asesinos de vampiros. ¡Joder! -exclamó Dave-. ¡Acaba de arrancarle la cabeza!
Celeste entró en la sala de estar, y miró la pantalla en el preciso instante en que un tipo vestido de negro sobrevolaba la habitación y cogía a una asustada mujer por el cuello y se lo partía.
– ¡Por el amor de Dios, Dave!
– ¡Está muy bien, porque ahora James Woods está cabreado!
– ¿ Quién es James Woods?
– El jefe de los asesinos de vampiros. Es un cabronazo.
En ese momento apareció en pantalla: James Woods con una chaqueta de cuero y unos vaqueros ceñidos; cogía una especie de ballesta y apuntaba al vampiro. Pero el vampiro era demasiado rápido. Lo lanzó de un lado a otro de la habitación como si fuera una polilla; luego, otro tipo entró corriendo en el cuarto y empezó a disparar al vampiro con una pistola automática. No pareció surtir mucho efecto, ya que de repente empezaron a correr por delante del vampiro, como si se hubieran olvidado de dónde estaban.
– ¿Es ése uno de los hermanos Baldwin? -preguntó Celeste. Se sentó en el brazo del sofá y apoyó la cabeza en la pared. -Sí, creo que sÍ.
– ¿Cuál?
– No lo sé. He perdido el hilo.
Celeste les vio atravesar a toda prisa una habitación de motel con tantos cadáveres que Celeste nunca se habría podido imaginar que cupieran en un espacio tan pequeño. Su marido exclamó:
– ¡El Vaticano tendrá que entrenar a otro equipo entero de asesinos!
– ¿Por qué el Vaticano se interesa otra vez por los vampiros?
Dave sonrió y la miró con aquel rostro de niño y los bonitos ojos que le caracterizaban.
– Representan una gran amenaza, cariño. Es bien sabido que roban cálices.
– ¡Roban cálices! -exclamó, sintiendo un deseo irresistible de sentarse junto a él y acariciarle el pelo, ya que no deseaba que aquella tonta discusión pusiera fin al día tan horrible que había pasado-. ¡No lo sabía!
– ¡Y tanto! ¡Son un gran problema! -respondió Dave, apurando la cerveza mientras James Woods, el hermano Baldwin y una chica con aspecto de drogadicta conducían una camioneta a toda velocidad por una carretera vacía con el vampiro pisándoles los talones-. ¿Dónde has estado?
– He ido a dejar el vestido a la funeraria.
– De eso hace horas -replicó Dave.
– Después pensé que necesitaba sentarme en algún sitio para pensar, ¿sabes?
– Pensar -repitió Dave-. ¡Claro, claro! -Se levantó del sofá, se fue a la cocina y abrió la nevera-. ¿Quieres una?
En realidad no la quería, pero contestó: -Sí, vale.
Dave regresó a la sala de estar y le dio la cerveza. Si Dave le abría la lata solía indicar que estaba de buen humor; sin embargo, en aquel momento Celeste no lo tenía muy claro: Dave le había abierto la lata, pero no sabía con certeza si era buena o mala señal.
– ¿En qué has estado pensando? -preguntó.
Al abrir su propia lata hizo mucho más ruido que el rechinar de neumáticos de la camioneta al volcar. -¡ Ya lo sabes!
– No, no lo sé, Celeste.
– En cosas -contestó, tomando un trago de cerveza-. En el día que he pasado, en la muerte de Katie, en Jimmy y Annabeth, y cosas por el estilo.
– Cosas por el estilo -repitió Dave-. ¿Sabes en lo que pensaba yo mientras traía a Michael a casa, Celeste? Pensaba en lo violento que debía de haber sido para él ver cómo su madre se marchaba sin decirle a nadie adónde iba ni cuándo regresaría. Pensé mucho en eso.
– Te lo acabo de decir, Dave.
– ¿El qué? -Se volvió hacia ella y le sonrió de nuevo, pero esa vez no había nada de infantil en la sonrisa-. ¿Qué me has dicho, Celeste? -Que tenía ganas de pensar. Siento mucho no haber llamado, pero estos dos últimos días han sido muy duros para mí. No me reconozco a mí misma.
– Nadie se reconoce a sí mismo.
– ¿Qué?
– En la película pasa lo mismo -apuntó Dave-. No saben ni quién es la gente de verdad ni quiénes son los vampiros. Ya lo he visto muchas veces. El hermano Baldwin ése acabará por enamorarse de la chica rubia, a pesar de que sabe que la han mordido. Ella se convertirá en vampiro, pero a él no le importa, ¿de acuerdo? Porque la ama, por muy vampiro que sea. Ella le chupará la sangre y lo convertirá en un muerto viviente. El vampirismo consiste en eso, Celeste: tiene su atractivo, por mucho que sepas que te matará, que condenará tu alma para la eternidad y que tendrás que pasarte el resto de tu vida mordiendo el cuello a la gente, escondiéndote del sol y de las brigadas del Vaticano. Quizá un día te despiertes y hayas olvidado en qué consiste ser humano. Si eso sucede, seguro que te acostumbras. Te han envenenado, pero ese veneno no es tan malo una vez que te has habituado a vivir con él. -Apoyó los pies en la mesa auxiliar y tomó un largo trago de cerveza-. De todos modos, eso es lo que pienso.
Celeste se quedó inmóvil, sentada en el brazo del sofá y observando a su marido.
– Dave, ¿de qué coño me estás hablando?
– De los vampiros, cariño. De los hombres lobo.
– ¿De los hombres lobo? Lo que dices no tiene ningún sentido.
– ¿Ah no? Piensas que maté a Katie, Celeste. Eso sí que tiene sentido, ¿verdad?
– Yo no… ¿Qué te ha hecho pensar eso? Manoseó la lata con los dedos y contestó:
– Antes de marcharte eras incapaz de mirarme a los ojos en la cocina de Jirnmy. Sostenías el vestido como si ella aún estuviera dentro y no te atrevías a mirarme. Empecé a pensar en ello. ¿Por qué motivo me rechazaba mi propia esposa? Entonces lo vi claro: Sean. Te dijo algo, ¿verdad? Sean y esa rata que tiene por compañero te han estado haciendo preguntas.
– No.
– ¿No? ¡No me lo creo!
A Celeste no le hacía ninguna gracia verlo tan tranquilo. Podría atribuirlo a la cerveza (Dave siempre había tenido borracheras muy tranquilas), pero en aquel momento había algo que no le acababa de gustar, la sensación de que algo le oprimía demasiado.
_. David…
– ¡Ahora vuelvo a ser «David»!
– … no pienso nada de eso. Tan sólo estoy confundida.
Ladeó la cabeza, la miró de nuevo y añadió:
– Pues saquémoslo todo, cariño. Una buena comunicación es lo más importante de una relación.
Tenía ciento cuarenta y siete dólares en la cartilla y un límite de quinientos dólares en la tarjeta de crédito, aunque ya se había gastado unos doscientos cincuenta. Aunque consiguiera sacar a Michael de allí, no llegarían muy lejos. Después de dos o tres noches en un motel, seguro que Dave les encontraría. Nunca había sido estúpido. Estaba convencida de que les encontraría.
La bolsa. Podría entregar la bolsa de basura a Sean Devine y él hallaría restos de sangre en la ropa de Dave. Había oído hablar de todos los avances que se habían llevado a cabo en las técnicas relacionadas con el ADN. Encontrarían la sangre de Katie en la ropa de Dave y le arrestarían.
– ¡Venga! -insistió Dave-. ¡Hablemos, cariño! ¡Aclaremos las cosas! Te lo digo en serio. Me gustaría disipar tus temores.
– No estoy asustada.
– Pues lo parece.
– No lo estoy.
– De acuerdo -quitó los pies de encima de la mesa-. Cuéntame lo que te preocupa, cielo.
– Estás borracho.
Dave asintió con la cabeza y añadió:
– Es verdad; sin embargo, eso no quiere decir que no pueda mantener una conversación.
En la televisión, el vampiro decapitaba de nuevo a otra persona, esta vez un cura.
– Sean no me preguntó nada -repuso Celeste-. Les oí hablar mientras tú ibas a por los cigarrillos de Annabeth. No sé qué les has contado, Dave, pero no se lo creen. Saben que estuviste en el Last Drop cuando estaban a punto de cerrar.
– ¿Qué más?
– Alguien vio nuestro coche en el aparcamiento a la hora en que Katie se marchó. Tampoco se creen la historia de cómo te lastimaste la mano.
Dave alzó la mano, la flexionó y dijo:
– ¿Eso es todo?
– Es todo lo que oí.
– ¿Y eso qué te ha hecho pensar?
Estuvo a punto de tocarle otra vez. Durante un momento, la amenaza parecía haberle abandonado el cuerpo y haber sido sustituida por una sensación de derrota. Lo notaba en sus hombros, en su espalda, y quería alargar los brazos y tocarle, pero se refrenó.
– Dave, cuéntales lo del atracador.
– El atracador.
– Sí. Tal vez te lleven a los tribunales. ¿Y qué? Eso es preferible a que te acusen de asesinato.
«Ahora es el momento -pensó-. Di que no lo hiciste. Di que nunca viste a Katie salir del Last Drop. Dilo, Dave.»
– Ya veo cómo te funciona la mente -espetó Dave-. De verdad que sí. Regresé a casa cubierto de sangre el mismo día que Katie fue asesinada. Por lo tanto, debo de haberla matado.
– ¿Y bien? -dijo Celeste de repente.
Dave dejó la cerveza sobre la mesa y empezó a reírse. Levantaba los pies del suelo, se apoyaba en los cojines del sofá y no paraba de reírse. Se reía como si le hubiera dado un ataque, cada vez que cogía aire para respirar se convertía en una sonora carcajada. Se reía tanto que las lágrimas le saltaban de los ojos y la parte superior del cuerpo le temblaba.
– Yo… yo… yo… -era incapaz de decirlo.
La risa se lo impedía. Las ganas de reírse no le abandonaban y un torrente de lágrimas le caía por las mejillas y por la boca abierta, burbujeando sobre sus labios.
Era oficial: Celeste no había estado tan asustada en toda su vida.
– ¡Ja, ja, ja, Henry! -exclamó, riéndose con menos intensidad.
– ¿Qué?
– Henry -repitió-. Henry y George, Celeste. Así se llamaban.
¿No te parece divertido? y déjame que te diga que George era curioso a más no poder. Henry, en cambio, era muy soso.
– ¿De qué estás hablando?
– De Henry y de George -respondió alegremente-. Te estoy hablando de Henry y de George. Me llevaron a dar una vuelta. Una vuelta que duró cuatro días. Y me encerraron en un sótano con suelo de piedra y tan sólo un saco de dormir viejo y agujereado. Y Celeste, te puedo asegurar que se lo pasaron muy bien. Entonces no fue nadie a ayudar al pobre Dave. Nadie hizo ningún esfuerzo por rescatar a Dave. Dave tuvo que imaginarse que aquello le estaba pasando a otra persona. Tuvo que hacerse tan fuerte mentalmente que el cerebro se le partió en dos. Eso es lo que hizo Dave: morir. No tengo ni idea de quién diablos es el niño que salió de aquel sótano; bueno, de hecho, soy yo, pero no cabe ninguna duda de que no es Dave. Dave está muerto.
Celeste se quedó sin habla. En ocho años, Dave nunca había hablado de lo que todo el mundo sabía que le había sucedido. Lo único que le había contado es que se encontraba jugando con Jimmy y Sean cuando se lo llevaron, y que había conseguido escapar. Nunca le había explicado nada más ni había oído pronunciar los nombres de esos tipos. Jamás le había dicho lo del saco de dormir. Era la primera vez que oía todo aquello. Era como si en ese preciso momento se despertaran del sueño que había sido su matrimonio para enfrentarse, en contra de su voluntad, con todos los razonamientos, medias mentiras, deseos ocultos y personalidades secretas sobre las que lo habían construido. Observando cómo se desmoronaba al darse cuenta de la aplastante verdad de que nunca se habían conocido, que tan sólo habían esperado llegar a conseguirlo algún día.
– La cuestión -dijo Dave- es que es lo mismo que te estaba diciendo sobre los vampiros, Celeste. Es lo mismo. Se trata de lo mismo, joder.
– ¿El qué? -susurró ella.
– Que no te puedes librar de eso. Una vez que está dentro, sigue ahí para siempre -miraba la mesita de nuevo y Celeste sentía cómo se iba alejando de ella.
Le acarició el brazo y le preguntó:
– Dave, ¿qué es de lo que no te puedes librar? ¿A qué te refieres con lo de lo mismo?
Dave le miró la mano como si estuviera a punto de clavarle los dientes con un gruñido y de arrancársela de la muñeca, y respondió:
– Ya no soy capaz de controlar mi mente, Celeste. Te advierto que ya no puedo fiarme de mi propia mente.
Apartó la mano y él sintió un hormigueo allí donde Celeste le había tocado.
Dave, vacilante, se puso en pie. Inclinó la cabeza y la miró como si no estuviera seguro de quién era y de cómo había ido a parar hasta su sofá. Se volvió hacia el televisor en el momento que James Woods disparaba la ballesta al pecho de alguien; luego, susurró:
– Cárgatelos a todos, asesino. Cárgatelos a todos.
Se volvió hacia Celeste, le dedicó una mueca de borracho y le anunció:
– Voy a salir.
– Muy bien -respondió ella.
– Voy a salir para pensar un rato.
– ¡Sí, claro! -exclamó ella.
– Cuando consiga aclararme las ideas volveré a sentirme bien. Sólo necesito pensar un poco.
Celeste no preguntó qué era lo que necesitaba aclarar.
– Entonces, hasta luego -dijo, y se encaminó hacia la puerta principal. La abrió y ya había cruzado el umbral cuando Celeste vio que asía la puerta con la mano y que asomaba la cabeza.
– A propósito, ya me he encargado de la basura -apuntó, mirándola fijamente desde la puerta.
– ¿Qué?
– De la bolsa de basura -respondió él-. De la bolsa donde metiste la ropa y todo lo demás. Hace un rato que me he deshecho de ella.
– ¡Ah! -exclamó, y volvió a tener ganas de vomitar.
– ¡Hasta luego!
– Sí -asintió Celeste mientras él desaparecía de su vista-. ¡Ya nos veremos!
Prestó atención a sus pisadas hasta que llegó al rellano de la planta baja. Oyó cómo crujía la puerta principal al abrirse y cómo Dave salía al porche y bajaba los escalones. Se asomó a la escalera que conducía al dormitorio de Michael y oyó que dormía profundamente. Después, se dirigió al cuarto de baño y vomitó.
No sabía dónde había aparcado Celeste el coche y era incapaz de encontrarlo. A veces, especialmente durante las tormentas de nieve, uno tenía que conducir ocho manzanas para encontrar un sitio donde aparcar; por lo tanto, Celeste bien podría haberlo aparcado en la colina, a pesar de que vio varios no muy lejos de su casa. De hecho, quizá no fuera tan importante, ya que, con toda probabilidad, estaba demasiado cansado para conducir y un buen paseo le ayudaría a serenarse.
Subió por la calle Crescent y cuando llegó a la avenida Buckingham~ giró a la izquierda, preguntándose qué demonios le habría pasado por la cabeza para intentar explicar cosas a Celeste. ¡Santo cielo, incluso había pronunciado aquellos nombres: Henry y George! ¡Incluso había hablado de hombres lobo! ¡Mierda!
Además, se lo había confirmado: la policía sospechaba de él. No había duda de que le vigilarían. Se había acabado lo de considerar a Sean como un viejo amigo al que hacía mucho tiempo que no veía. Eso se había acabado y Dave empezó a recordar lo que le desagradaba de Sean cuando eran niños: el aire de superioridad, aquella certeza de que siempre tenía razón, como todos los demás niños que eran lo bastante afortunados (y sólo se trataba de eso, de suerte) para tener padre y madre, una casa bonita, ropa nueva y material deportivo.
¡Que se fuera a la mierda! Sean, sus ojos, su voz, y el hecho de que a las mujeres se les cayeran las bragas al suelo cada vez que Sean entraba en una habitación. A la mierda con él y con su atractivo. A la mierda con esa pose de superioridad moral, con sus historias divertidas, con su pavoneo de poli y con el hecho de que su nombre apareciera en el periódico.
Él tampoco tenía nada de estúpido. Cuando se hubiera relajado, sería capaz de estar a la altura de las circunstancias. Sólo necesitaba aclararse las ideas, aunque ello implicara quitarse y volverse a poner la cabeza; si ése fuera el caso, ya encontraría él una manera de hacerlo.
El problema más grave que tenía en ese momento era que el chico que había escapado de los lobos y que había crecido estaba haciendo acto de presencia muy a menudo. Dave había albergado la esperanza de tranquilizarle con lo que había hecho el sábado por la noche. Pensaba que habría calmado a aquel desgraciado, que lo habría devuelto a las profundidades de la mente de Dave. Esa noche, el chico había querido sangre, había deseado causar dolor; por lo tanto, Dave se había visto obligado a hacerlo.
Al principio, no había sido nada importante, unos puñetazos y una patada, pero luego había perdido el control, y Dave había sentido cómo la rabia iba en aumento a medida que el chico se apoderaba de él. Y el chico era un cliente exigente: no estaba contento hasta que veía trozos de cerebro.
Pero cuando todo había acabado, el chico se retiró. Se marchó y dejó que Dave se encargara de arreglarlo todo. Dave lo había hecho. Además, había realizado un trabajo estupendo (quizá no tan bien como habría esperado, pero decididamente muy bueno). Lo había llevado a cabo para que el chico se mantuviera alejado una buena temporada.
No obstante, el chico era un gilipollas. Allí estaba el chico otra vez llamando a su puerta, diciendo a Dave que iba a salir, al margen de que éste estuviera preparado o no. «Tenemos trabajo, Dave.»
La avenida le parecía un poco borrosa, y se movía de un lado a otro mientras andaba, pero Dave sabía que no faltaba mucho para llegar al Last Drop. Se estaban acercando a esas calles de mierda llenas de tipos raros y prostitutas, en las que la gente estaba encantada de vender lo que a Dave le habían arrancado.
«Me lo arrancaron a mí -dijo el chico-. Tú ya has crecido. No intentes llevar mi cruz.»
Los niños eran los peores. Parecían duendes. Salían disparados de las puertas o de los chasis de coches abandonados y se ofrecían a chupártela. Por sólo veinte pavos podías follar con ellos. Estaban dispuestos a todo.
El más joven, el que Dave había visto el sábado por la noche, no debía de tener más de once años. Tenía cercos de mugre alrededor de los ojos y una piel muy pálida, y una enmarañada mata pelirroja que no hacía más que subrayar su apariencia de duende. Debería haber estado en casa viendo comedias, pero en vez de eso estaba en la calle, ofreciendo mamadas a tipos raros.
Dave le había visto desde el otro lado de la calle mientras salía del Last Drop y se acercaba al coche. El chaval estaba apoyado en una farola, fumándose un cigarrillo, y cuando sus miradas se encontraron, Dave lo sintió: la emoción, el deseo de fundirse con él, de coger al chico pelirrojo de la mano y de llevárselo a un sitio tranquilo. Dar rienda suelta a sus deseos sería muy fácil, relajante y agradable. Rendirse a lo que había sentido, como mínimo, en los últimos diez años.
«Sí -le había dicho el chico-. Hazlo.»
No obstante (y ése era el instante en que el cerebro de Dave siempre se partía en dos), en lo más profundo de su alma sabía que estaba a punto de cometer el peor de los pecados. Sabía que cruzaría una línea, por muy atrayente que fuera, de la que no habría retorno posible. Sabía que si la cruzaba, nunca jamás sería capaz de sentirse entero, y que ya se podría haber quedado en ese sótano con Henry y George para el resto de su vida. Se lo repetía a sí mismo en situaciones tentadoras: cuando pasaba por delante de paradas de autobuses escolares y de parques, y de piscinas en verano. Intentaba convencerse a sí mismo de que no se convertiría ni en Henry ni en George. Él era mucho mejor que ellos. Tenía un hijo y amaba a su mujer. Sería fuerte. Cada año que pasaba se lo tenía que repetir a sí mismo con más frecuencia.
Sin embargo, no le había servido de nada el sábado por la noche.
Nunca había sentido un deseo tan fuerte como el sábado. Además, había tenido la sensación de que el chico pelirrojo que estaba apoyado en la farola lo sabía. Le había sonreído tras el humo del cigarrillo, y Dave se había sentido atraído hacia la acera. Se sentía bajar descalzo por una pendiente de raso.
Al rato, un coche había aparcado al otro lado de la calle, y después de hablar un poco, el chaval, que había mirado a Dave con una expresión de lástima, se había subido al coche. Dave se había fijado en que el coche, un Cadillac a tonos azules y blancos, había avanzado por la avenida hasta llegar al aparcamiento del Last Drop. Dave entró en su propio coche, y el Cadillac se dirigió hacia la arboleda abandonada que se extendía a lo largo de la valla caída. El conductor apagó las luces, pero dejó el motor en marcha; el chico le había susurrado al oído:
Henry y George, Henry y George, Henry y George…
Esa noche, antes de llegar al Last Drop, Dave había dado media vuelta a pesar de que el chico gritaba. No paraba de gritar: «Yo soy tú, yo soy tú, yo soy tú…».
Dave ansiaba detenerse y llorar. Quería apoyar los brazos en la pared más cercana y sollozar, porque sabía que el chico tenía razón. El chico que había escapado de los lobos y había crecido se había convertido en un lobo. Se había convertido en Dave.
Dave el Lobo.
Debía de haber sucedido recientemente, ya que Dave no recordaba ningún movimiento brusco del cuerpo que hubiera hecho que su alma se desvaneciera para dejar sitio libre a aquella nueva entidad. Sin embargo, había sucedido. Con toda probabilidad, mientras dormía.
No obstante, era incapaz de detenerse. Ese trozo de avenida era demasiado peligroso, y era muy probable que estuviera repleta de yanquis que verían a Dave, borracho como estaba, como una presa fácil. Sin ir más lejos, delante de sus mismas narices había un coche que avanzaba poco a poco, observándole, esperando a que exhalara olor a víctima.
Respiró profundamente y enderezó el paso, concentrándose en dar una apariencia de seguridad y frialdad. Alzó levemente los hombros, puso una mirada de «que te jodan», y se fue por el mismo camino por el que había ido, de vuelta hacia casa, sin sentirse más despejado, ya que el chico no cesaba de gritarle al oído; Dave decidió no hacerle caso. Eso sí que lo podía hacer. Era fuerte. Era Dave el Lobo.
En realidad, el chico sí bajó el tono de voz. Se volvió más familiar a medida que atravesaba las marismas para volver a casa.
«Yo soy tú -le dijo el chico en un tono amistoso-. Yo soy tú.»
Celeste, al salir de casa con Michael medio dormido en el hombro, vio que Dave se había llevado el coche. Lo había aparcado a media manzana de allí, sorprendida de conseguir un sitio donde aparcar a esas horas de la noche de un día laborable, pero en ese momento había un jeep azul en su lugar.
Eso no lo tenía previsto. Había planeado sentar a Michael en el asiento de copiloto, las bolsas en el de atrás y conducir los cuatro kilómetros que la separaban del motel Econo de la autopista.
– ¡Mierda! -exclamó en voz alta, reprimiendo el deseo de gritar.
– ¿Mamá? -musitó Michael.
– Todo va bien, Mike.
Y quizá fuera así, porque levantó los ojos y vio un taxi que doblaba la esquina de la calle Perthshire en dirección a la avenida Buckingham. Celeste alzó la mano con la que sostenía la bolsa de Michael, y el taxi se detuvo ante ella. Celeste pensó que bien podía permitirse el lujo de gastarse los seis dólares que le iba a costar el trayecto hasta el motel. Estaba dispuesta a gastarse cien dólares, si con ello conseguía salir de allí, e irse lo bastante lejos para reflexionar sin tener que estar pendiente del pomo de la puerta y de si regresaba el hombre que ya había decidido que ella era una vampira, merecedora tan sólo de que le clavaran una estaca en el corazón y una decapitación rápida para asegurarse.
– ¿Adónde se dirige? -preguntó el taxista mientras Celeste dejaba as bolsas en el asiento y se sentaba junto a ellas con Michael en el hombro.
«A cualquier parte -le quería decir-. A cualquier parte menos aquí.»
– ¡Que te has llevado su coche! -exclamó Sean.
– Sólo ordené que lo hicieran -respondió Whitey-. No es lo mismo.
Mientras se alejaban del tráfico de la hora punta de la mañana y se dirigían hacia la rampa de salida de East Buckingham, Sean le preguntó:
– ¿Con qué pretexto?
– Con el de que estaba abandonado -contestó Whitey, silbando alegremente mientras doblaba la esquina de la calle Roseclair.
– ¿Dónde? -preguntó Sean-. ¿Delante de su casa?
– ¡No! -exclamó Whitey-. Encontraron el coche en la alameda de Rome Basin. Por suerte, dicha alameda se encuentra bajo jurisdicción estatal, ¿no es verdad? Según parece, alguien lo robó, fue a dar una vuelta, y luego lo abandonó. Esas cosas pasan muy a menudo, ¿sabes?
Esa mañana, Sean se había despertado de un sueño en el que sostenía a su hija en brazos y había pronunciado su nombre, a pesar de que no lo sabía, y no podía recordar lo que había dicho en el sueño; por lo tanto, aún se sentía un poco confuso.
– Hemos encontrado sangre -declaró Whitey.
– ¿Dónde?
– En el asiento delantero del coche de Boyle.
– ¿Cuánta?
Whitey, separando un poco el dedo pulgar del índice, contestó:
– Un poco, pero hemos encontrado más en el maletero.
– En el maletero -repitió Sean.
– En efecto, ahí hemos encontrado mucha.
– ¿Y bien?
– Pues que está en el laboratorio.
– No -replicó Sean-, lo que te quiero decir es qué pasa si han encontrado sangre en el maletero. A Katie Marcus nunca la pusieron en ningún maletero.
– Sí, claro, eso dificulta las cosas.
– Sargento, le reprenderán por haber examinado el coche.
– No.
– ¿No?
– El coche fue robado y abandonado bajo jurisdicción estatal. Lo hice puramente por motivos del seguro y, además, podría añadir que, para mayor beneficio del propietario…
– Ha llevado a cabo una investigación y ha redactado un informe.
– ¡Qué rápido eres, chico!
Aparcaron delante de la casa de Dave Boyle. Whitey apagó el motor y dijo:
– Tengo suficientes pruebas para llevarlo a comisaría e interrogarlo. En este momento es lo único que quiero.
Sean asintió con la cabeza, a sabiendas que era inútil tratar de discutir con él. Whitey se había convertido en sargento del Departamento de Homicidios a causa de su incansable tenacidad con respecto a sus corazonadas. Uno no tenía más remedio que soportarlas.
– ¿Qué han dicho los de Balística? -preguntó Sean.
– Los resultados también son un tanto extraños -contestó Whitey mientras observaban la casa de Dave desde el coche, ya que el sargento no parecía tener ninguna prisa en salir de allí-. La pistola era una Smith del 38, tal y como nos habíamos imaginado. Era parte del armamento que le robaron a un traficante de armas de New Hampshire en el ochenta y uno. La misma pistola que mató a Katherine Marcus fue utilizada en un atraco que se produjo en una tienda de licores en el ochenta y dos. Aquí mismo en Buckingham.
– ¿En las marismas?
Whitey negó con la cabeza y añadió:
– En Roman Basin, en un lugar llamado Looney Liquors. Lo atracaron dos hombres y ambos llevaban caretas de goma. Entraron por la puerta trasera después de que el propietario cerrara las puertas de delante, y el primer tipo que entró disparó una bala de aviso que atravesó una botella de whisky de centeno y quedó incrustada en la pared. El robo se produjo sin ningún otro altercado, pero recuperaron la bala. Los de Balística han verificado que procedía de la misma pistola que mató a Katie Marcus.
– Eso cambia el rumbo de la investigación, ¿no crees? -insinuó Sean-. En el ochenta y dos Dave tenía diecisiete años y acababa de empezar a trabajar para Raytheon. No creo que por aquel entonces se dedicara a atracar tiendas.
– Eso no implica que la pistola hubiera podido caer en sus manos. ¡Joder, tío, ya sabes con qué facilidad pasa de un lado a otro! -Whitey no parecía tan seguro como la noche anterior-. ¡Vamos a por él! -abrió la puerta del coche de golpe.
Sean salió del coche y ambos se encaminaron hacia la casa de Dave; Whitey manoseaba las esposas que le colgaban de la cadera como si albergara la esperanza de encontrar una excusa para poder usarlas.
Jimmy aparcó el coche y atravesó el aparcamiento de alquitrán descascarillado con una bandeja de cartón repleta de tazas de café y una bolsa de donuts, en dirección al río Mystic. Los coches pasaban a toda velocidad entre las arcadas metálicas del puente Tobin. Katie estaba arrodillada junto a la orilla con Ray Harris, y los dos observaban el río de cerca. Dave Boyle también estaba allí, con la mano tan hinchada que parecía un guante de boxeo. Dave estaba sentado en una tumbona junto a Celeste y Annabeth. Celeste tenía una especie de cremallera en la boca y Annabeth fumaba dos cigarrillos a la vez. Los tres llevaban gafas de sol negras y ninguno miraba a Jimmy. Miraban fijamente la cara inferior del puente, y despedían cierto aire que parecía indicar que preferirían que nadie les molestara y que les dejaran solos en las tumbonas.
Jimmy dejó el café y los donuts junto a Katie y se arrodilló entre ella y Ray Harris. Miró el agua y vio su reflejo, y también el de Katie y el de Ray mientras se volvían hacia él. Ray sujetaba un gran pez rojo, todavía vivo, entre los dientes.
– Se me ha caído el vestido al río -dijo Katie.
– Pues no lo veo -repuso Jimmy.
El pez se soltó de los dientes de Ray Harris y cayó al agua; se veía alejarse sobre la superficie del agua.
– Él lo cogerá. Es un pez cazador -afirmó Katie.
– Tenía sabor a pollo -añadió Ray.
Jimmy sintió la cálida mano de Katie en su espalda, y luego sintió la de Ray en la nuca.
– ¿Por qué no vas a buscarlo, papá? -le sugirió Katie.
Le empujaron hasta el agua y Jimmy vio cómo el agua negra y el pez se alzaban para darle la bienvenida; Jimmy sabía que iba a ahogarse. Abrió la boca para gritar y el pez se le metió dentro, impidiéndole respirar, y cuando su rostro se sumergió en el agua, ésta le pareció pintura negra.
Abrió los ojos, volvió la cabeza y vio que el reloj marcaba las siete y dieciséis minutos; ni siquiera recordaba haberse metido en la cama. Sin embargo, debía de haberlo hecho, porque ahí estaba él, con Annabeth durmiendo a su lado. Se despertó pensando en el nuevo día y en que tenía que pasar a recoger una lápida en menos de una hora, mientras Ray Harris y el río Mystic seguían llamando a su puerta.
La clave de un buen interrogatorio estaba en conseguir el máximo de tiempo antes de que el sospechoso solicitara la presencia de su abogado. En los casos difíciles (los de traficantes, violadores, motoristas y mafiosos), siempre pedían un abogado sin deliberación. Podías hacerles algunas preguntas, intentar ponerles nerviosos antes de que se presentara el abogado, pero por lo general, tenías que basarte en pruebas para poder llevar el caso. Sean casi nunca había sacado nada de llevarse a uno de esos tipos duros a la comisaría.
En cambio, cuando tratabas con ciudadanos normales y corrientes o con delincuentes aficionados, siempre acababas por resolver los casos durante el interrogatorio. El caso de «violencia en la carretera», hasta entonces el más importante de Sean, se había resuelto de aquel modo. En las afueras de Middlesex, un tipo regresaba a casa una noche, y el neumático delantero de la derecha salió disparado de su coche deportivo cuando iba a ciento treinta kilómetros por hora. El neumático se soltó y siguió rodando por la autopista. El deportivo dio nueve o diez vueltas de campana y el tipo, Edwin Hurka, murió en el acto.
Resultó que las tuercas de los neumáticos delanteros estaban sueltas. Creían que se trataba de un caso de homicidio involuntario, ya que casi todo el mundo pensaba que había sido un error del mecánico; Sean y su compañero, Adolph, averiguaron que la víctima se había hecho cambiar los neumáticos unas cuantas semanas antes del accidente. Sin embargo, Sean había encontrado un trozo de papel en la guantera del coche que le preocupaba. Era el número de una matrícula apuntado con prisas, y cuando Sean lo verificó en el ordenador del Registro de Vehículos, vio que pertenecía a un tal Alan Barnes. Sean se había presentado en casa de Barnes, y le había preguntado al tipo que había abierto la puerta si él era Alan Barnes. El hombre, que estaba muy nervioso, le había preguntado: «Sí, ¿por qué?». Y Sean, sintiendo su nerviosismo, le había dicho: «Me gustaría hablar con usted sobre unas tuercas».
Barnes se desmoronó allí mismo. Contó a Sean que sólo tenía la intención de hacer un pequeño estropicio en el coche, que lo único que quería era asustarle; una semana antes habían discutido en el carril que conducía al túnel del aeropuerto, y Barnes estaba tan enfadado al final de la discusión que se había quedado atrás, había faltado a su cita, y había seguido a Edwin Hurka hasta su casa, y antes de manipular los neumáticos, había esperado a que Hurka hubiera apagado todas las luces de su casa.
La gente era estúpida. Se mataba por las cosas más tontas, esperaban a que los pillaran, y se declaraban inocentes en el tribunal después de entregar a la policía una confesión firmada de cuatro páginas. La mejor arma de la policía era saber hasta qué punto eran estúpidos. Dejarles hablar. Siempre. Dejar que se explicaran. Dejarles confesar su culpa mientras uno les iba ofreciendo tazas de café y las bobinas de la grabadora seguían girando.
Cuando pedían un abogado (el ciudadano medio casi siempre lo pedía), uno fruncía el entrecejo y les preguntaba si estaban seguros de que si era aquello lo que querían en realidad; luego uno dejaba que las vibraciones negativas llenaran la sala hasta que decidieran que querían ser todos amigos; con eso quizá hablaran un poco más antes de que llegara el abogado y estropeara la disposición de ánimo.
Sin embargo, Dave no solicitó la presencia de un abogado. Ni una sola vez. Se sentó en una silla que chirriaba cada vez que se inclinaba hacia atrás. Parecía tener resaca, y estar enfadado y molesto, especialmente con Sean, aunque no parecía ni asustado ni nervioso; Sean se daba cuenta de que Whitey empezaba a ponerse tenso.
– Mire, señor Boyle -apuntó Whitey-, sabemos que se marchó del McGills antes de lo que nos dijo. Sabemos que media hora más tarde se encontraba en el aparcamiento del Last Drop, a la misma hora en que se marchó Katie Marcus. Y estamos totalmente seguros de que no se lastimó la mano contra una pared mientras jugaba una partida de billar.
Dave soltó un gemido y les sugirió:
– ¿Por qué no me traen un Sprite o algo así?
– Enseguida -respondió Whitey por cuarta vez en la media hora que llevaban allí-. Cuéntenos lo que sucedió aquella noche, señor Boyle.
– Ya lo he hecho.
– Nos ha mentido.
Dave se encogió de hombros y exclamó:
– ¡Si es eso lo que creen!
– No -replicó Whitey-. Son los hechos. No nos dijo la verdad respecto a la hora en que se marchó del McGills. El maldito reloj dejó de funcionar cinco minutos antes de la hora que nos dijo que se había marchado, señor Boyle.
– ¿Cinco minutos enteros?
– ¿Cree que esto es divertido?
Dave se reclinó en la silla y Sean esperó oír el crujido que emitía antes de doblarse, pero no lo oyó, ya que Dave no se apoyó del todo.
– No, sargento, no me parece divertido. Estoy cansado y tengo resaca. Además de robarme el coche, ahora me dice que no piensa devolvérmelo. Está empeñado en que me fui del McGills cinco minutos antes de lo que dije.
– Como mínimo.
– De acuerdo, lo reconozco. Tal vez lo hiciera. No miro el reloj con tanta frecuencia como ustedes. Así pues, si dicen que me marché del McGills a la una menos diez en vez de a la una menos cinco, pues muy bien. Quizá tengan razón. Eso es todo, porque después regresé directamente a casa. No fui a ningún otro bar.
– Le vieron en el aparcamiento del…
– No -replicó Dave-, vieron un Honda con la parte delantera abollada. ¿De acuerdo? ¿Sabe cuántos Hondas hay en esta ciudad? ¡Venga, hombre!
– Sin embargo, ¿cuántos debe de haber que tengan una abolladura en el mismo sitio que el suyo, señor Boyle?
Dave se encogió de hombros y contestó:
– Supongo que un montón.
Whitey se volvió hacia Sean y éste se dio cuenta de que estaban perdiendo la batalla. Dave tenía razón: seguramente podrían encontrar veinte Hondas con una abolladura en la parte delantera. Veinte, como mínimo. Y si Dave ya era capaz de rebatirles su teoría, no había duda de que su abogado lo haría mejor.
Whitey se colocó detrás de la silla de Dave y le sugirió:
– Cuéntenos cómo llegó esa sangre a su coche.
– ¿Qué sangre?
– La sangre que encontramos en el asiento delantero. Empecemos por ahí.
– ¿Qué pasa con mi Sprite, Sean? -preguntó Dave.
– Ahora te lo traigo -contestó Sean.
Dave sonrió y añadió:
– Veo que eres un poli bueno. De paso, ¿por qué no me traes un bocadillo de albóndigas?
Sean, que ya estaba levantándose, se sentó de nuevo y dijo:
– No soy tu criada, Dave. Parece que tendrás que esperarte un poco.
– Pero sí que eres la criada de alguien, ¿no es verdad, Sean? -Lo dijo con una mirada maliciosa y un tono de superioridad.
Sean empezó a pensar que quizá Whitey tuviera razón. Sean se preguntó si su padre, al ver a ese Dave Boyle, tendría la misma opinión de él que la noche anterior.
– La sangre del asiento delantero -repitió Sean-. Haz el favor de responder al sargento.
Dave alzó la mirada hacia el sargento y dijo:
– Tenemos una valla de tela metálica en el patio trasero de casa. Sabe de qué le hablo, ¿no? Esas cuya parte superior se dobla hacia dentro. El otro día estaba arreglando el patio, ya que mi casero es muy mayor, y sí me ocupo del mantenimiento no me sube el precio del alquiler. Así pues, estaba cortando esos tallos parecidos al bambú…
Whitey suspiró, pero Dave no pareció darse cuenta.
– … y resbalé. Sostenía unas tijeras de podar en la mano y no quería soltarlas, así que al resbalar, me caí encima de la valla de tela metálica y me corté -se pasó la mano por el pecho-. Aquí mismo. No fue nada grave, pero sangré sin parar. Diez minutos más tarde, tenía que ir a recoger a mi hijo, que estaba entrenándose para la liga infantil de béisbol. Supongo que, cuando me senté en el coche, aún no había parado de sangrar. Es la única explicación que se me ocurre.
– Entonces la sangre del asiento delantero es suya -concluyó Whitey.
– Tal y como le he dicho, es la única explicación que se me ocurre.
– ¿Qué grupo sanguíneo tiene?
– B negativo.
Whitey le sonrió mientras andaba alrededor de la silla y se apoyaba en el borde de la mesa.
– ¡Qué raro! Es del mismo grupo sanguíneo que la sangre que encontramos en el asiento delantero.
Dave alzó las manos y exclamó:
– ¿Lo ven?
Whitey imitó el gesto que Dave había hecho con las manos, y añadió:
– ¿Le importaría explicarnos de dónde procede la sangre del maletero? No es del grupo B negativo.
– No sabía que hubiera sangre en mi maletero. Whitey soltó una risita y le preguntó:
– ¿No tiene ni idea de cómo un cuarto de litro de sangre ha ido a parar al maletero de su coche?
– No, no lo sé -contestó Dave.
Whitey se le acercó, le dio una palmada en la espalda, y añadió:
– Creo que debería decirle, señor Boyle, que así no vamos a llegar a ninguna parte. ¿Cómo cree que va a quedar ante el tribunal cuando afirme que no sabe cómo la sangre de otra persona fue a parar al maletero de su coche?
– Supongo que bien.
– ¿Qué se lo hace pensar?
Dave se reclinó de nuevo en la silla y Whitey apartó la mano.
– Usted mismo redactó el informe, sargento.
– ¿Qué informe? -preguntó Whitey.
Sean lo vio venir y pensó: «¡Mierda! ¡Nos ha pillado!».
– El informe del coche robado -respondió Dave.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Pues que ayer por la noche yo no tenía el coche. No sé lo que hizo con él la persona que lo robó, pero tal vez quiera usted averiguarlo, porque no parece que fuese nada bueno.
Durante unos largos treinta segundos, Whitey permaneció en silencio, y Sean se percató de que empezaba a comprenderlo: se había pasado de listo y se había metido en un buen lío. Cualquier cosa que encontraran en ese coche no sería aceptada ante el tribunal, porque el abogado de Dave podría sostener que lo habían puesto allí los mismos ladrones.
– La sangre estaba seca, señor Boyle. Llevaba allí bastante tiempo.
– ¿De verdad? -exclamó Boyle-. ¿Puede probarlo? ¿Con pruebas decisivas, sargento? ¿Está seguro de que no se secó con rapidez? Al fin y al cabo, ayer no fue una noche muy húmeda.
– Podemos probarlo -afirmó Whitey, pero Sean pudo oír la duda en su voz, y estuvo seguro de que Dave también lo percibió.
Whitey alzó los codos de la mesa y se volvió de espaldas a Dave.
Se tapó la boca con los dedos y empezó a darse golpecitos en el labio superior, mientras se dirigía hacia Sean con la mirada puesta en el suelo.
– ¿Qué probabilidades hay de que me traigan el Sprite? -preguntó Dave.
– Vamos a traer al niño con el que habló Souza, ese que vio el coche. Tommy…
– Moldanado -añadió Sean.
– Eso es -asintió Whitey, con un tono de voz apagado y una expresión de aturdimiento en el rostro; la mirada de alguien al que le han quitado la silla de debajo, y que se encuentra de pronto sentado en el suelo, preguntándose cómo ha ido a parar hasta allí-. Sí, pondremos a Boyle entre unos cuantos sospechosos, a ver si Moldanado lo reconoce.
– ¡Más vale eso que nada! -exclamó Sean.
Whitey se apoyó en la pared del pasillo mientras una secretaria pasaba por delante de ellos; llevaba el mismo perfume que Lauren, y Sean pensó que quizá la llamara al móvil para saber cómo le iban las cosas y para ver si le hablaba.
– Se siente demasiado cómodo -comentó Whitey-. Es la primera vez que lo llevan a la comisaría y ni siquiera está sudando.
– Sargento, esto no pinta nada bien, ¿sabe?
– ¡No hace falta que me lo recuerdes!
– Lo que quiero decir es que aunque no nos reprendieran por lo del coche, la sangre no coincide con el grupo sanguíneo de Katie Marcus. No tenemos nada que pueda relacionarlo con el caso.
Whitey se volvió hacia la puerta de la sala de interrogatorios y declaró:
– Puedo acabar con él.
– Acaba de machacarnos, sargento -replicó Sean.
– Ni siquiera he empezado.
Sean, no obstante, se lo notaba en la cara: la duda, el primer fallo de su corazonada principal. Whitey era tozudo, y si creía que tenía razón podía llegar a ser cruel, pero era lo bastante inteligente para no insistir con una corazonada que presentaba un montón de lagunas cada vez que intentaba justificarla.
– Mira -dijo Sean-, dejémosle que sude un poco ahí adentro.
– ¡Pero si no suda!
– Puede que empiece a hacerlo, si le dejamos solo y comienza a pensar.
Whitey, que observaba la puerta como si deseara prenderle fuego, contesto:
– Puede que tengas razón.
– Creo que es la pistola -dijo Sean-. Deberíamos averiguar algo más sobre ella.
Whitey hizo una mueca, y al cabo de un rato asintió:
– Sí, deberíamos obtener más información sobre la pistola. ¿Te encargas tú de hacerlo?
– ¿La tienda todavía pertenece al mismo propietario?
– No lo sé -respondió Whitey-. El archivo del caso es del año ochenta y dos; por aquel entonces, el propietario era Lowell Looney.
Sean sonrió al oír el nombre y dijo:
– Tiene un nombre gracioso, ¿no crees?
– ¿Por qué no te llegas hasta la tienda? -sugirió Whitey-. Yo vigilaré al desgraciado ése a través del cristal, a ver si empieza a cantar canciones sobre chicas muertas en el parque.
Lowell Looney debía de tener unos ochenta años, aunque parecía capaz de ganar a Sean en una carrera de cien metros lisos. Llevaba una camiseta naranja del gimnasio Porter, pantalones de chándal azules con ribetes blancos y unas Reebok relucientes; por la forma de moverse, era evidente que sería capaz de coger la botella de la estantería más alta si alguien se lo pidiera.
– Ahí mismo -le dijo a Sean, señalando una hilera de botellas de medio litro que había tras el mostrador-. Atravesó una botella y se quedó incrustada en esa pared.
– Espeluznante, ¿no cree? -espetó Sean.
El viejo se encogió de hombros y respondió:
– Quizá se lo parezca, pero me asustan más algunas de las noches que he tenido que soportar. Hará unos diez años, un tipo muy excéntrico me apuntó con una pistola en la cara; tenía una mirada de perro rabioso y no cesaba de parpadear a causa del sudor. ¡Eso sí que me asustó, hijo! Sin embargo, los que incrustaron la bala esa en la pared eran profesionales. Con ésos no tengo ningún problema. Sólo quieren el dinero, no están cabreados con el mundo.
– Así pues, esos dos tipos…
– ¡Venga a la trastienda! -exclamó Lowell Looney, moviéndose a toda velocidad hacia el otro extremo del mostrador, del que colgaba una cortina negra-. Ahí atrás hay una puerta que conduce a la zona de carga y descarga. Por aquel entonces tenía un chaval que trabajaba para mí a media jornada, y cada vez que sacaba la basura se fumaba un porrito ahí afuera. Cuando volvía a entrar, más de la mitad de las veces se olvidaba de cerrar la puerta con llave. O era cómplice de los atracadores o le habían observado lo suficiente para saber que era un descerebrado. Esa noche, entraron por la puerta abierta, dispararon al aire para avisarme de que no cogiera mi pistola, y se llevaron lo que habían venido a buscar.
– ¿Cuánto le robaron?
– Seis mil dólares.
– ¡Eso es mucha pasta! -exclamó Sean.
– Los jueves solía cobrar cheques -explicó Lowell-. Ahora ya no lo hago, pero entonces era estúpido. Sin lugar a dudas, si los ladrones hubieran sido un poco más listos, me habrían atracado por la mañana, antes de que cambiara muchos de los cheques. -Se encogió de hombros-. Le he dicho que eran profesionales, pero supongo que no eran de los más listos.
– El chico que dejó la puerta abierta… -dijo Sean.
– Se llama Marvin Ellis -respondió Lowell-. Quizá estuviera involucrado. Le despedí al día siguiente. La cuestión es que supongo que hicieron ese disparo porque sabían que yo guardaba un arma debajo del mostrador. Y no es que yo lo fuera diciendo por ahí; por lo tanto, o se lo dijo Marvin o uno de los dos atracadores había trabajado aquí con anterioridad.
– ¿Le contó todo eso a la policía?
– ¡Claro! -el viejo agitó el brazo al recordarlo-. Revisaron mis archivos e interrogaron a toda la gente que había trabajado para mí. Por lo menos, eso es lo que me dijeron. Nunca arrestaron a nadie. ¿Dice que se ha usado la misma pistola en otro delito?
– Sí -contestó Sean-. Señor Looney…
– ¡Por el amor de Dios! ¡Llámeme Lowell, por favor!
– Lowell -preguntó Sean-, ¿aún guarda la lista de los antiguos empleados?
Dave miraba fijamente el espejo semitransparente de la Sala de Interrogatorios, a sabiendas de que el compañero de Sean, y quizá el mismo Sean, le estaría observando desde el otro lado.
«Bien.
» ¿Cómo va todo? Estoy disfrutando de mi Sprite. ¿Qué le ponen? ¿Limón? Eso es. Me gusta mucho el limón, sargento. Mmmm, ¡qué bueno! ¡Sí, señor! ¡Qué ganas tengo de que me traigan otra lata!»
Dave miraba directamente al centro del espejo desde el otro lado de la larga mesa, y se sentía muy bien. Cierto, no sabía dónde estaban Celeste y Michael, y ese hecho le enturbiaba el cerebro mucho más que las quince cervezas que se había tragado la noche anterior. Pero ella volvería. Parecía recordar que el día anterior la había asustado. Sin lugar a dudas, no tenía mucho sentido haberle hablado de vampiros y de cosas que te entran en el cuerpo para siempre; tal vez se hubiera asustado un poco.
No podía echarle la culpa de eso. En realidad, no tendría que haber permitido que el chico tomara el control y mostrara su lado más oscuro y salvaje.
Pero al margen de que Celeste y Michael se hubieran ido, se sentía fuerte. La indecisión de los últimos días había desaparecido. ¡Incluso había conseguido dormir seis horas seguidas la noche anterior! Se había despertado con una sensación de pesadez y con la boca seca, como si la cabeza le cayera por el peso del granito, pero aun así se sentía despejado.
Sabía quién era. Sabía que había hecho lo que tenía que hacer. Matar a alguien (y Dave ya no podía seguir culpando al chico, porque era él, Dave, el que había perpetrado el asesinato) le había fortalecido. Había oído que en ciertas civilizaciones antiguas se comían los corazones de la gente que asesinaban. Al comerse los corazones, poseían a los muertos. Les daba poder, el poder de dos, el espíritu de dos. Dave se sentía de ese modo. No, no se había comido el corazón de nadie. No estaba tan loco. No obstante, había sentido la gloria del depredador. Había matado. Había hecho lo que debía. Había apaciguado el monstruo que tenía dentro, el engendro que se moría por coger a un niño de la mano y fundirse con él en un a brazo.
Ese monstruo había desaparecido para siempre. Se había ido al infierno con la víctima de Dave. Al matar a alguien, había aniquilado su parte más débil, a ese monstruo que le había poseído desde que tuviera once años, de pie junto a su ventana, mirando la fiesta que celebraban en la calle Rester para festejar su retorno. En esa fiesta se había sentido débil e indefenso. Había tenido la sensación de que la gente se reía de él en secreto, los padres sonriéndole con la más falsa de las sonrisas; más allá de sus rostros, alcanzaba a ver que en el fondo sentían lástima por él, le temían y le odiaban, y él tuvo que marcharse de la fiesta para huir de ese odio que le hacía sentir como un trapo sucio.
Pero ahora el odio de los demás le fortalecería, porque ahora tenía un secreto que era mucho mejor que el anterior, ese que, de todos modos, todo el mundo parecía adivinar. Ahora tenía un secreto que, en vez de debilitarlo, le hacía poderoso.
Tenía ganas de decir a la gente: «Acércate, tengo un secreto. Si te acercas un poco más, te lo susurraré al oído». «He matado a alguien.»
Dave miró fijamente al poli gordo que había al otro lado del espejo:
«He matado a alguien, y no puedes probarlo».
«¿Quién es el débil, ahora?»
Sean encontró a Whitey en la oficina del otro lado del espejo semitransparente de la Sala de Interrogatorios C. Tenía un pie apoyado en un viejo sillón de piel; observaba a Dave y bebía café.
– ¿Ya has hecho la rueda de reconocimiento?
– Todavía no -respondió Whitey.
Sean se sentó junto a él. Dave les miraba fijamente a los ojos; daba la impresión de que podía verles. y lo que aún era más extraño es que les sonreía; levemente, pero les sonreía.
– No te encuentras muy bien, ¿verdad? -preguntó Sean.
Whitey se volvió hacia él y le respondió:
– He tenido días mejores.
Sean asintió con la cabeza.
Whitey, señalando a Dave con la taza de café, exclamó:
– ¡Sé que has hecho algo, desgraciado! ¡Cuéntamelo!
Sean deseaba alargarlo un poco más, dejar que Whitey se pusiera nervioso con la espera, pero al final no tuvo valor para hacerlo.
– He averiguado que cierta persona trabajaba en la tienda de licores de Looney.
Whitey dejó la taza de café sobre la mesa que había detrás de él quitó el pie de encima del sillón y preguntó:
– ¿De quién se trata?
– De Ray Harris.
– ¿Ray…?
Sean sintió cómo una sonrisa le iluminaba el rostro.
– El padre de Brendan Harris, sargento. Además, tiene antecedentes penales.
Whitey estaba sentado en el escritorio vacío delante del de Sean, con el informe de libertad condicional en la mano: «Raymond Matthew Harris. Nació el 6 de septiembre de 1955. Se crió en el número 12 de la calle Mayhew de las marismas de East Bucky. Madre, Delores, ama de casa. Padre, Seamus, jornalero que abandonó a la familia en I967. El padre fue arrestado por hurto menor en I973 en Bridgeport, Connecticut. Después fue arrestado varias veces por conducción en estado de embriaguez y por otros muchos cargos. En 1979, el padre murió de un infarto de miocardio en Bridgeport. Ese mismo año, Raymond se casó con Esther Scannell (vaya cabrón más afortunado), y empezó a trabajar como maquinista para el metro de la Asociación de Transporte Metropolitano de Boston. El primer hijo, Brendan Seamus, nació en I981. A finales de aquel año, Raymond fue procesado por estafa, por haber malversado veinte mil dólares en billetes de metro. Al final desestimaron la acusación, pero Raymond perdió su empleo en la Asociación de Transporte Metropolitano de Bastan a causa del pleito. Después de eso, realizó diversos trabajos: empleado eventual para una empresa de restauración de edificios, encargado de almacén en la tienda de licores Looney, camarero, conductor de carretilla elevadora. Perdió el último empleo a causa de la desaparición de una pequeña cantidad de dinero. Una vez más, le acusaron, desestimaron la acusación y le despidieron. En 1982 le interrogaron en relación con el atraco de la licorería, pero le soltaron por falta de pruebas. Ese mismo año, también le interrogaron por el atraco de la licorería Blanchard en el condado de Middlesex; una vez más, lo dejaron marchar por falta de pruebas».
– No obstante, empezaba a labrarse una reputación -apuntó Sean.
– Sí, se estaba haciendo famoso -asintió Whitey-. Uno de sus colegas, un tal Edmund Reese, lo acusó de haber cometido un robo a mano armada para apoderarse de una colección de cómics antiguos…
– ¡Robó una colección de cómics! -exclamó Sean-. ¡Realmente vas a por todas, Raymond!
– Era una colección valorada en ciento cincuenta mil dólares -añadió Whitey.
– ¡Ah, entonces…!
– Raymond devolvió la colección en buen estado y le condenaron a cuatro meses de cárcel, a un año de libertad condicional, y sólo cumplió dos meses de condena. Según parece, salió de la cárcel con un pequeño problema de adicción a las sustancias químicas.
– ¡Caramba con Raymond!
– Evidentemente era adicto a la cocaína, ya que estamos hablando de la década de los ochenta, y entonces fue cuando su lista de delitos empezó a crecer. De un modo u otro, Raymond fue lo bastante listo para mantener en secreto lo que fuera que hiciera para pagarse la cocaína, pero no lo suficiente para que no le pillaran en sus intentos por obtener el mencionado narcótico. Violó la libertad condicional y se pasó un año entero en la cárcel.
– Donde aprendió a reconocer las faltas en que había incurrido.
– Según parece, no. Lo arrestó un equipo conjunto de la Unidad de Delitos Mayores y del FBI por traficar con mercancía robada en diversos estados. Esto te va a encantar. Adivina lo que robó. Piensa que estoy hablando del ochenta y cuatro.
– ¿No me das ninguna pista?
– Déjate guiar por el instinto.
– Cámaras.
Whitey le lanzó una mirada y añadió:
– ¡Cámaras, joder! ¡Ve a buscarme un poco de café, ya que has dejado de ser poli!
– ¿Qué robó?
– Juegos del Trivial Pursuit -contestó Whitey-. Nunca te lo habrías imaginado, ¿verdad?
– Cómics y Trivial Pursuit. No se puede negar que nuestro hombre tiene estilo.
– No obstante, también tiene su parte de fracasos. Robó el camión en Rhode Island, y lo condujo hasta Massachusetts.
– Por eso tiene antecedentes en varios estados.
– Por eso mismo -contestó Whitey mientras le lanzaba otra mirada-. Podemos decir que lo tenían bien pillado, pero no cumplió condena.
Sean se incorporó en el asiento, quitó los pies de encima de la mesa, y preguntó:
– ¿Crees que colaboró con la policía?
– Eso parece -respondió Whitey-. Después de eso, nunca más se le acusó de nada. El que se ocupaba de hacer el seguimiento de su libertad condicional afirma que no se saltó ninguna de las citas hasta que le dejaron en libertad a finales del ochenta y seis. ¿Qué dice el informe de su situación laboral?
Whitey miró a Sean por encima del informe.
– ¿Ya puedo hablar? -preguntó Sean, abriendo su propio informe-. Relación de empleos, informe fiscal, pagos a la Seguridad Social… Todo se interrumpe en agosto de 1987. ¡Puf, desaparecido!
– ¿Lo has verificado en el ámbito nacional?
– La solicitud se está tramitando en este mismo momento, buen hombre.
– ¿Qué posibilidades hay?
Sean volvió a apoyar los zapatos en la mesa, se reclinó en el sillón, y contestó:
– Primera, que esté muerto; segunda, que tenga protección policial por haber sido testigo; tercera, que estuviera muy bien escondido y sólo volviera al barrio para pegarle un tiro a la novia de diecinueve años de su hijo.
Whitey lanzó el informe encima de la mesa vacía y exclamó:
– ¡Ni siquiera sabemos si la pistola es suya! ¡No sabemos nada! ¿Qué estamos haciendo aquí, Devine?
– Nos estamos preparando para el combate, sargento. ¡Venga, hombre, no me desanime tan pronto! Tenemos al sospechoso principal de un atraco que se perpetró hace dieciocho años y en el que usaron la misma pistola que en el asesinato. El hijo del sospechoso salía con la víctima. El tipo tiene antecedentes penales. Quiero averiguar más cosas sobre él y sobre su hijo. Ya sabe a quién me refiero, al que no tiene coartada.
– El mismo que pasó con éxito el detector de mentiras y el que los dos decidimos que no tenía agallas para hacerlo.
– Quizá estuviéramos equivocados.
Whitey se frotó los ojos con las manos y exclamó:
– ¡Estoy harto de equivocarme!
– ¿Reconoces que te equivocaste con Boyle?
Whitey, sin apartar las manos de los ojos y negando con la cabeza, contestó:
– No he dicho eso. Sigo pensando que Boyle es una mierda de tío; no obstante, que pueda relacionarlo o no con la muerte de Katie Marcus es otro asunto. -Bajó las manos y dejó ver la piel hinchada y enrojecida de debajo de los ojos-. Pero el tema éste de Raymond Harris tampoco parece muy prometedor. De acuerdo, volvamos a interrogar al hijo, e intentemos averiguar el paradero del padre. Pero después, ¿qué?
– Averiguaremos a quién pertenece esa pistola -replicó Sean.
– Esa pistola bien podría estar en el fondo del mar. Al menos, eso es lo que yo habría hecho con ella.
Sean, inclinando la cabeza hacia él, le preguntó:
– ¿De verdad habrías hecho eso dieciocho años después de haber atracado una tienda?
– Sí.
– Pues nuestro hombre no lo hizo, y eso quiere decir…
– … que no es tan listo como yo -dijo Whitey.
– o como yo.
– Eso todavía está por ver.
Sean se reclinó en la silla, entrelazó los dedos, pasó los brazos por encima de la cabeza, y los elevó hacia el techo hasta que notó que los músculos se estiraban. Bostezó con estremecimiento y dejó caer la cabeza y las manos.
– Whitey… -dijo, intentando posponer al máximo la pregunta que sabía que acabaría haciéndole.
– ¿Qué?
– ¿Qué dice tu informe de los colegas de Harris?
Whitey cogió el informe de la mesa, lo abrió de golpe y pasó las primeras páginas.
– «Compañeros de delitos: Reginald (alias el Duque Reggie) Neil, Patrick Moraghan, Kevin Matón Sirracci, Nicholas Savage -mm-, Anthony Waxman…»
Se volvió hacia Sean, pero éste ya se lo imaginaba:
– James Marcus, alias Jimmy de las marismas, presunto líder de una banda denominada Los chicos de la calle Rester.
Whitey cerró el informe.
– Las desgracias nunca vienen solas, ¿verdad? -dijo Sean.
La lápida que Jimmy escogió era blanca y sencilla. El vendedor hablaba con un tono de voz suave y respetuoso, y daba la impresión de que preferiría estar en cualquier otra parte antes que allí; no obstante, no cesaba en el intento de convencer a Jimmy para que comprara una lápida más cara, con ángeles, querubines y rosas grabadas en el mármol.
– Quizá desee una cruz celta -sugirió el vendedor-, ya que son muy populares…
Jimmy esperó a que dijera «entre su gente», pero el vendedor se contuvo y dijo «actualmente».
Jimmy no habría reparado en gastos si hubiera sabido que un mausoleo habría hecho feliz a Katie, pero sabía que a su hija nunca le había gustado demasiado ni la ostentación ni el exceso de adornos. Siempre había llevado ropa y bisutería sencilla, nunca oro, y a no ser que se tratara de una ocasión especial, no se maquillaba. A Katie siempre le habían gustado las cosas sobrias con cierto toque de elegancia; ésa fue la razón por la que Jimmy encargó una lápida blanca y pidió que grabaran las letras en caligrafía, a pesar de que el vendedor le advirtió que eso duplicaría el precio de la lápida; y Jimmy volvió la cabeza para mirar al pequeño buitre despectivamente, haciéndole retroceder unos pasos, mientras le decía:
– ¿Qué prefiere, efectivo o talón?
Jimmy había pedido a Val que le llevara hasta allí, y al salir de la oficina, se sentó en el Mitsubishi 3000 GT de su cuñado. Jimmy se preguntó, por décima vez, cómo podía ser que un tipo de treinta y tantos años condujera un coche así y no se diera cuenta de que parecía estúpido.
– ¿Adónde vamos ahora, Jimmy?
– Vayamos a tomar un café.
Val casi siempre ponía algún tipo de gilipollez rap a todo volumen, y el bajo retumbaba detrás de las ventanas oscuras, mientras cualquier chica negro de clase media o algún blanco pobre con pretensiones cantaba acerca de prostitutas, hijos de puta y de cómo iba a sacar de repente su pistola y a hacer lo que Jimmy suponía que estaba de rabiosa actualidad, esos mequetrefes que salían en MTV, que él nunca habría conocido a no ser por haber oído a Katie mencionarlos cuando ésta hablaba por teléfono con sus amigas. En cambio, esa mañana Val no puso música, y Jimmy se lo agradeció. Jimmy detestaba el rap, y no era porque fuera música de negros y porque proviniera de los barrios bajos (al fin y al cabo, de ahí procedían el funky, el soul y el maravilloso blues), sino porque, por mucho que lo intentara, no le encontraba ningún mérito. Consistía en juntar unos cuantos estribillos de canciones del estilo de Man from Nantucket, en conseguir un pinchadiscos que arañase unos cuantos discos adelante y atrás, y en sacar el pecho mientras uno hablaba por un micrófono. Sí, claro, era auténtico, era callejero, era acojonante. Pero también lo era escribir tu nombre meando en la nieve y vomitar. Jimmy había oído a un estúpido crítico musical decir por la radio que mezclar música de otra gente era una forma de arte. A Jimmy, que no sabía mucho de arte, le habían entrado ganas de meterse por el altavoz y darle de hostias a aquel mentecato, obviamente un blanco con estudios que carecía de vida sexual. Si mezclar música era arte, entonces la mayoría de los ladrones que había conocido también eran artistas. Seguramente ni ellos mismos lo sabían.
Tal vez sólo se estuviera haciendo mayor. Sabía que el hecho de no entender la música de las generaciones más jóvenes era el primer indicio de que ya habías pasado el relevo. Pero en lo más profundo de su corazón, tenía la certeza de que no era sólo eso. El rap era, lisa y llanamente, una mierda, y que Val lo escuchara era como el que condujera aquel coche: un intento por aferrarse a algo que nunca había valido la pena.
Se detuvieron en un Dunkin' Donuts, y tiraron la tapa del vaso en un cubo de basura al salir por la puerta; tomaron el café a sorbos apoyados en el alerón que tenía el maletero del deportivo.
– Ayer por la noche salimos y, tal como nos dijiste, estuvimos preguntando por ahí -dijo Val.
Jimmy le dio un golpecito en el puño con el suyo y respondió:
– ¡Gracias, hombre!
Val le devolvió el toque y aclaró:
– No lo hice solamente porque una vez cumplieras dos años de condena por mí, Jimmy. Tampoco lo hice porque echo de menos que organices las cosas. Katie era mi sobrina, tío.
– Ya lo sé.
– Aunque no lo fuera de sangre, yo la quería.
Jimmy asintió y exclamó:
– ¡Sois los mejores tíos que ningún niño pudiera tener!
– ¡No jodas!
– En serio.
Val sorbió un poco de café, y se quedó un momento en silencio; luego, prosiguió:
– Bien, de acuerdo, esto es lo que averiguamos: parece ser que la pasma estaba en lo cierto respecto a O'Donnell y Farrow. O'Donnell estaba en la cárcel del condado. Farrow estaba en una fiesta, y hablamos con nueve tipos que nos lo confirmaron en persona.
– ¿Te pareció que decían la verdad?
– La mitad de ellos, seguro-.respondió Val-. También estuvimos husmeando por ahí y últimamente no se ha contratado a ningún asesino a sueldo. Además, Jim, ha pasado más de un año y medio desde la última vez que se contrató a alguien para que cometiera un asesinato; por lo tanto, supongo que nos habríamos enterado, ¿no crees?
Jimmy hizo un gesto de aprobación y bebió un poco más de café.
– La pasma se está tomando el caso muy en serio -apuntó Val-. Han peinado los bares, los negocios callejeros que hay alrededor del Last Drop, todos. Las prostitutas con las que he hablado habían sido interrogadas por la policía. Los camareros. Han interrogado a todo el mundo que estaba aquella noche en el McGills o en el Last Drop. Lo que quiero decir es que la policía realmente ha invadido el barrio. Está ahí fuera. Todo el mundo está haciendo un esfuerzo por recordar.
– ¿Hablasteis con alguien que recordara alguna cosa?
Val, que alzó dos dedos al tomar otro sorbo, contestó:
– Con un tal Tommy Moldanado. ¿Le conoces?
Jimmy negó con la cabeza.
– Creció en Basin, en las casas pintadas de colores. Bueno, pues afirmó haber visto a alguien vigilando el aparcamiento del Last Drop poco antes de que Katie saliera del bar. También nos contó que estaba seguro de que no era poli. Conducía un coche extranjero con una abolladura en el lado derecho de la parte delantera.
– De acuerdo.
– Lo que me pareció muy extraño es lo que me explicó Sandy Greene. ¿Te acuerdas de cuando trabajaba en el Looey?
Jimmy la recordó sentada en la clase, con unas trenzas color castaño y los dientes torcidos, siempre mascando los lápices hasta que se le partían en la boca y tenía que escupir la mina.
– Sí, ya me acuerdo. ¿A qué se dedica?
– Hace la calle -contestó Val-. Se la ve muy castigada, tío, y eso que es de nuestra edad, ¿verdad? Mi madre tenía mejor aspecto en el ataúd. Pues bien, es la prostituta que lleva más años haciendo esa zona de los alrededores del Last Drop. Me contó que había medio adoptado a un niño, un pilluelo que también está en el oficio.
– ¿Un niño?
– Sí, un niño de unos once o doce años.
– ¡Santo cielo!
– ¡La vida es dura! Bien, pues ella cree que ese niño se llama Vincent. Todo el mundo, a excepción de Sandy, le llamaba «Pequeño Vincent»; él prefería que le llamaran Vince. Pero Vincent actúa como si fuera mayor y se prostituye. Si uno intenta meterse con él, se defiende sin ningún problema; además, lleva una hoja de afeitar debajo de la correa de su Swatch. Estaba allí seis noches a la semana, hasta el sábado pasado, claro.
– ¿Qué le pasó el sábado?
– Nadie lo sabe, pero desapareció. Sandy me explicó que a veces dormía en su casa. Cuando ella regresó a su casa el domingo por la mañana todas sus cosas habían desaparecido. Se esfumó de la ciudad.
– Pues mejor para él. Tal vez pueda abandonar ese estilo de vida.
– Eso mismo le dije yo, pero Sandy replicó que el chico estaba muy metido en ese mundo y que cuando se hiciera mayor sería de armas tomar. Pero de momento es un niño y tiene que cargar con ese tipo de trabajo. Nos explicó que sólo había una cosa que podía hacerle abandonar la ciudad: el miedo. Ella está convencida de que el chico vio algo, algo que le aterrorizó, y que debería ser algo terrible, porque Vincent no se asusta con facilidad.
– ¿Habéis intentado averiguar dónde está?
– Sí, pero no es nada fácil. El negocio de los niños no está muy organizado que digamos. Viven en la calle, ganan un par de dólares cuando se les presenta la oportunidad, y se marchan de la ciudad cuando les apetece. Pero tengo a gente buscándole. Si encontrarnos a Vincent, supongo que podrá decirnos algo sobre el tipo que estaba sentado en el aparcamiento del Last Drop; tal vez viera, ya sabes, el asesinato de Katie.
– Si es que tuvo algo que ver con el tipo del coche.
– Moldanado nos contó que ese tipo emitía muy malas vibraciones. Había algo raro en él, aunque estaba oscuro y no pudo ver muy bien al tío; sólo dijo que de aquel coche salían malas vibraciones.
«Malas vibraciones -pensó Jimmy-. ¡Eso sí que nos va a servir de ayuda!»
– ¿Eso fue antes de que Katie se marchara?
– Sí, un momento antes. La policía prohibió el acceso al aparcamiento el lunes por la mañana y mandó a una unidad entera de policías para que examinaran el asfalto.
Jimmy hizo un gesto de asentimiento y dijo:
– Según parece, también ocurrió algo en ese aparcamiento.
– Sí, eso es precisamente lo que no acabo de entender. A Katie se la llevaron en la calle Sydney, y eso está a más de diez manzanas de distancia.
Jimmy apuró la taza de café y sugirió:
– ¿ y si volvió?
– ¿Qué?
– Al Last Drop. Ya sé que todo el mundo cree que llevó a Eve y a Diane a casa, subió por la calle Sydney, y entonces sucedió todo. Pero ¿qué pasaría si hubiera regresado al bar? Si lo hubiera hecho, se habría encontrado con ese tipo. Quizá la secuestrara y la obligara a conducir hasta el Pen Park, y después todo hubiera sucedido realmente como cree la policía.
Val, pasándose la taza vacía de café de una mano a otra, replicó:
– Es una posibilidad, pero ¿qué podía hacerle regresar al Last Drop?
– No lo sé. -Se encaminaron hacia el contenedor de basuras y tiraron dentro las tazas-. ¿Has averiguado alguna cosa del hijo de Ray Harris?
– He ido preguntando por ahí, y no hay ninguna duda de que es un bonachón. Nunca ha tenido problemas con nadie. Si no fuera tan atractivo, dudo mucho que nadie recordara haberle conocido. Tanto Eve como Diane nos aseguraron que la amaba, Jim. Que la amaba de verdad y para siempre. Si quieres, puedo ir a verle.
– Dejémosle estar por ahora -repuso Jimmy-. Ya le vigilaremos cuando llegue el momento. Deberíamos intentar averiguar el paradero de Vincent.
– Sí, de acuerdo.
Jimmy abrió la puerta y se dio cuenta de que Val, que le observaba por encima del techo, no se lo había contado todo.
– ¿Qué?
Val parpadeó a causa del sol, sonrió y espetó:
– ¿Cómo dices?
– Sé que quieres decirme algo. ¿De qué se trata?
Val apartó la barbilla del sol, extendió los brazos sobre el techo, y contestó:
– Esta mañana he oído algo. Justo antes de que nos fuéramos.
– ¿De verdad?
– Sí -respondió Val, volviendo la vista hacia el Dunkin Donuts por un instante-. He oído decir que esos dos policías volvían a estar en casa de Dave Boyle. Sabes a quién me refiero, ¿verdad? A Sean de la colina y a su compañero, el gordo ése.
– Sí, ya sé de quién me hablas. Dave se encontraba allí esa noche -comentó Jimmy-. Tal vez se les hubiera olvidado preguntarle algo y tuvieran que volver.
Val se volvió hacia Jimmy y, mirándole fijamente a los ojos, dijo:
– Se lo llevaron, Jim. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Le pusieron en el asiento trasero.
El jefe de policía Burden se presentó en el Departamento de Homicidios a la hora de comer, y llamó a Whitey mientras empujaba la pequeña puerta que había junto al mostrador de recepción.
– ¿Son la gente que me está buscando?
– Sí, haga el favor de pasar -respondió Whitey.
Al jefe Burden le faltaba un año para cumplir los treinta años de servicio, y lo parecía. Tenía esos ojos húmedos y lechosos tan característicos de la gente que ha visto más del mundo y de sí mismo de lo que deseaba, y movía su cuerpo alto y fofo como si prefiriera ir hacia atrás y no hacia delante, como si sus articulaciones estuvieran en guerra con el cerebro, y el cerebro sólo quisiera salir de todo aquello. Hacía siete años que se encargaba de la Oficina de Objetos Perdidos, pero antes había sido uno de los agentes más importantes del Departamento Estatal de Policía. Se había preparado para el puesto de coronel, y había conseguido ascender de la Unidad de Narcóticos a la de Homicidios, y de ésta a la de Delitos Mayores sin un solo percance hasta que un día, según cuentan, se despertó asustado. Era una enfermedad que por lo general padecían los policías que trabajaban de paisano, y a veces los agentes de tráfico, que de repente no podían parar a un solo coche más, tan convencidos como estaban que el conductor llevaba una pistola en la mano y no tenía nada que perder. Pero, de un modo u otro, el oficial Burden también se contagió, y empezó a ser el último en salir por la puerta y en responder a las llamadas, y se quedó paralizado en el escalafón mientras los demás seguían subiendo.
Tomó asiento junto al escritorio de Sean, desprendiendo un aire a fruta podrida, y hojeó el calendario del Sporting News que Sean tenía sobre la mesa, a pesar de que las hojas eran del mes de marzo.
– ¿Devine, verdad? -preguntó, sin alzar los ojos.
– Así es -contestó Sean-. Encantado de conocerle. En la academia estudiamos sus métodos de trabajo, señor.
El oficial se encogió de hombros como si el recuerdo de su antiguo yo le violentara. Mientras hojeaba el calendario de nuevo, les preguntó:
– ¿De qué se trata? Tengo que volver dentro de media hora.
Whitey deslizó la silla hasta situarse al lado de Burden, y le dijo:
– A principios de los ochenta, estuvo en un destacamento especial con los del FBI, ¿verdad?
Burden asintió con la cabeza.
– Pues arrestó a un delincuente de poca monta llamado Raymond Harris, que había robado un camión lleno de juegos de Trivial Pursuit de un área de descanso de Cranston, en Rhode Island.
Burden, que sonrió al leer una de las citas del yogui Berra [12] en el calendario, contestó:
– Sí, el camionero se paró para ir a mear, y no se dio cuenta de que lo vigilaban. Harris se subió al camión y se marchó, pero el camionero nos pidió ayuda, lo comunicamos al resto de los agentes, y al final lo detuvimos en Needham.
– Pero no le encarcelaron -apuntó Sean.
Burden le miró por primera vez; y Sean, que vio miedo y odio hacia sí mismo en aquellos ojos apagados, deseó no pillar nunca esa enfermedad.
– Sí que le arrestamos -replicó Burden-, pero conseguimos que nos dijera el nombre del tipo que le había contratado, un tal Stillson. Sí, Meyer Stillson.
Sean había oído hablar de la memoria de Burden, supuestamente fotográfica, pero ver cómo el individuo era capaz de remontarse dieciocho años atrás y recordar los nombres de aquella gente, como si hubiera estado hablando de ellos el día anterior, era humillante y deprimente a la vez. ¡Santo cielo! ¡Seguro que era capaz de recordarlo todo!
– Así pues, delató a su jefe y ahí acabó todo -espetó Whitey.
Burden frunció el entrecejo y replicó:
– Harris tenía antecedentes penales. No se libró solamente por darnos el nombre de su jefe. No, la Unidad contra el Delito Organizado del Departamento de Policía de Boston intervino en el interrogatorio, porque quería información sobre otro caso. Harris se chivó de nuevo.
– ¿A quién delató?
– Al jefe de los chicos de la calle Rester, Jimmy Marcus.
Whitey se volvió hacia Sean, con una ceja alzada.
– Eso sucedió después del atraco del metro, ¿no es verdad?
– ¿A qué atraco se refiere? -preguntó Whitey.
– Al atraco por el que Jimmy cumplió condena -contestó Sean.
Burden asintió y añadió:
– Marcus y otro tipo atracaron las oficinas de la Asociación de Transporte Metropolitano de Boston un viernes por la noche. Fue visto y no visto. Sabían a qué hora cambiaban de turno los guardas de seguridad. Sabían a qué hora exacta metían el dinero en bolsas. Pusieron a dos tipos en la calle para que detuvieran la camioneta que iba a recoger el dinero. Lo hicieron con gran rapidez, y con todo lo que sabían es evidente que tenían un cómplice dentro, o como mínimo conocían a alguien que hubiera trabajado allí con anterioridad.
– Ray Harris -añadió Whitey.
– Sí. A nosotros nos dio el nombre de Stillson, y al Departamento de Policía de Boston, los chicos de la calle Rester.
– ¿Delató a toda la banda?
Burden negó con la cabeza y respondió:
– No, sólo a Marcus, pero él era el cerebro. Si te cortan la cabeza, el cuerpo muere, ¿no es verdad? La Policía de Boston lo pilló cuando salía de un almacén la mañana del desfile de San Patricio, el mismo día que iban a repartirse el botín; así pues, Marcus llevaba una maleta llena de dinero en la mano.
– ¡Un momento! -exclamó Sean-. ¿Harris testificó en sesión pública?
– No. Marcus llegó a un acuerdo mucho antes de ir a juicio. Se negó a dar los nombres de la gente que trabajaba para él y asumió todas las consecuencias, a sabiendas de que no podían probar casi nada. Entonces debía de tener unos diecinueve o veinte años. Había sido el cabecilla de la banda desde los diecisiete y nunca le habían arrestado. El fiscal del distrito hizo un trato con él y lo condenó a dos años de prisión y a tres años de libertad condicional, porque sabía que era muy probable que no pudieran condenarle en sesión pública. Parece ser que los de la Unidad contra el Delito Organizado estaban muy cabreados, pero ¿qué podían hacer?
– Entonces Jimmy Marcus nunca se enteró de que Ray Harris fue el que le delató.
Burden volvió a apartar la mirada del calendario, y miró a Sean con aquellos ojos apagados y con una ligera expresión de desprecio.
– En un período de tres años, Marcus había dirigido más de dieciséis atracos de importancia. Una vez, incluso atracó doce joyerías a la vez en la Lonja de Joyeros de la calle Washington. Ni siquiera ahora hemos conseguido averiguar cómo coño lo hizo. Tuvo que burlar veinte alarmas diferentes: las alarmas de las líneas telefónicas, las de las antenas por satélite, las de los móviles, eso teniendo en cuenta que en aquella época era una tecnología totalmente nueva. Además, sólo tenía dieciocho años. ¿Se lo pueden creer? A esa edad era capaz de descifrar códigos de alarmas que ni siquiera los profesionales de cuarenta podían descifrar. ¿Se acuerdan del atraco a Keldar Technics? Él y su banda entraron por el tejado, interfirieron las frecuencias del Cuerpo de Bomberos, y después accionaron el sistema de riego por aspersión. Supusimos que permanecieron colgados del techo hasta que el sistema de riego causó un cortocircuito con los detectores de movimiento. El tipo ése era un genio. Si en vez de trabajar para él mismo trabajara para la NASA, podría llevarse a su mujer y a sus hijos de vacaciones a Plutón. ¿Creen que un tipo así de listo era incapaz de averiguar quién le delató? Ray Harris desapareció de la capa de la tierra dos meses después de que Marcus saliera de la cárcel. ¿Qué les sugiere?
– A mí me sugiere que usted cree que Jimmy Marcus mató a Ray Harris -contestó Sean.
– O eso o encargó al enano ése de Val Savage que lo hiciera por él. Mire, llame a Ed Folan, del Distrito 7. Ahora es el capitán de ese distrito, pero antes trabajaba en la Unidad contra el Delito Organizado. Se lo puede contar todo sobre Marcus y Ray Harris. Cualquier poli que trabajase en East Bucky en los ochenta le dirá lo mismo. Si Jimmy Marcus no mató a Ray Harris, yo seré el próximo papa judío. -Apartó el calendario con el dedo, se puso en pie, y se subió los pantalones de un tirón-. Tengo que ir a comer. ¡Tómenselo con calma, colegas!
Atravesó la sala, balanceando la cabeza mientras lo observaba todo, quizá el escritorio en el que solía trabajar, el tablón en que anotaban sus casos junto a los de todos los demás, la persona que había sido en esa sala antes de volverse «ausente sin permiso» y de acabar en la Oficina de Objetos Perdidos, rezando para que llegara el día en que pudiera fichar por última vez e irse a alguna parte donde nadie recordara quién podía haber llegado a ser.
– ¿Papa Marshall el Perdido? -dijo Whitey, volviéndose a Sean.
Cuanto más rato llevaba sentado en aquel sillón desvencijado de esa fría habitación, más convencido estaba de que no era resaca lo que tenía, sino tan sólo la continuación de la borrachera de la noche pasada. La verdadera resaca solía empezar alrededor del mediodía, y avanzaba poco a poco por su interior cual grupo de termitas, apoderándose de su sangre y de su circulación sanguínea, apretándole el corazón y destrozándole el cerebro. La boca se le secaba y el sudor le mojaba el pelo, y de repente podía olerse a sí mismo a medida que el alcohol empezaba a supurarle por los poros. Las piernas y los brazos se le llenaban de barro. Le dolía el pecho. Y una suave pelusilla le bajaba por el cráneo y se le instalaba tras los ojos.
Ya no se sentía valiente. Ya no se sentía fuerte. La claridad que tan sólo dos horas antes le había parecido que iba a durar para siempre, había abandonado su cuerpo, salió de la sala y se fue calle abajo, para ser reemplazada por un miedo atroz que jamás había sentido. Estaba convencido de que iba a morir pronto y de forma desagradable. Tal vez muriera en esa misma silla y se golpeara la nuca contra el suelo mientras todo su cuerpo se estremecía por las convulsiones, con los ojos inyectados en sangre, y se tragaría la lengua tan profundamente que nadie podría volver a sacársela. Quizá muriera de un infarto de miocardio, pues el corazón ya empezaba a retumbarle en el pecho, como una rata en una caja metálica. O a lo mejor, cuando le permitieran salir de allí, si es que alguna vez lo hacían, saldría a la calle, oiría un bocinazo a su lado, caería redondo boca arriba, y los neumáticos de gruesos dibujos de un autobús le pasarían por encima de las mejillas y seguirían rodando.
¿Dónde estaba Celeste? ¿Se habría enterado de que le habían pillado y que le habían llevado hasta allí? Si así fuera, ¿le importaría? ¿Y qué había de Michael? ¿Echaría de menos a su padre? Lo peor de estar muerto era que Celeste y Michael seguirían con vida. Sí, seguro que les dolería un poco al principio, pero luego lo superarían y empezarían una nueva vida, pues eso era precisamente lo que hacía la gente cada día. Sólo en las películas la gente se consumía pensando en los muertos, y sus vidas se paralizaban como relojes averiados. En la vida real, la muerte era algo rutinario, un evento que todo el mundo podía olvidar, a excepción de uno mismo.
Dave a menudo se preguntaba si los muertos podían contemplar a los que habían dejado atrás y si lloraban al ver la facilidad con la que la gente que habían amado seguía con su vida. Como el hijo de Stanley el Gigante, Eugene. ¿Estaría en algún lugar etéreo con su cabecita calva y su bata blanca de hospital, observando cómo su padre se reía en un bar, y pensando: «¡Eh, papá! ¿Te acuerdas de mí? Antes estaba vivo».
Michael tendría otro padre, y tal vez fuera a la universidad y contara a alguna chica cosas sobre el padre que le había enseñado a jugar al béisbol, aquel que apenas recordaba. Sucedió hace tanto tiempo, le diría. Ha pasado tanto tiempo…
No había ninguna duda de que Celeste era lo bastante atractiva para conseguir otro hombre. Acabaría haciéndolo. Contaría a sus amigas que la soledad la afectaba demasiado, que era un buen hombre y que trataba bien a Michael. Sus amigas traicionarían el recuerdo de Dave en un abrir y cerrar de ojos. «Estupendo, cariño -le dirían-. Es lo mejor que puedes hacer. Tienes que volver a subirte al tren y continuar viviendo.»
Dave estaría allá arriba con Eugene, y los dos les observarían, proclamando su amor con voces que ninguno de los vivos llegaría a oír.
¡Santo cielo! Dave deseaba acurrucarse en un rincón y abrazarse a sí mismo. Se estaba desmoronando. Sabía que si aquellos polis regresaban en ese momento, no lo soportaría. Estaba dispuesto a contarles cualquier cosa que desearan oír, con tal que fueran afectuosos con él y le llevaran otro Sprite.
Entonces se abrió la puerta de la Sala de Interrogatorios ante Dave y su miedo y su necesidad de calor humano, y el agente que entró vestido de uniforme era joven, parecía fuerte y tenía la típica mirada de policía, impersonal e imperiosa a un tiempo.
– Señor Boyle, haga el favor de acompañarme.
Dave se puso en pie y se dirigió hacia la puerta, las manos le temblaban ligeramente por el alcohol que luchaba por abandonar su cuerpo.
– ¿Adónde vamos? -preguntó.
– Tiene que ponerse en fila con unos cuantos sospechosos más. Hay alguien que desea echarle un vistazo.
Tommy Moldanado llevaba pantalones vaqueros y una camiseta verde con manchas de pintura. También había pequeñas manchas de pintura en el pelo castaño y rizado, en las botas color café y en la montura de sus gruesas gafas.
Eran precisamente las gafas lo que preocupaba a Sean. Cualquier testigo con gafas que se presentara en el tribunal se convertía en el blanco de todo abogado defensor. Y los miembros del jurado, aún peor. Eran expertos en gafas y leyes gracias a las series televisivas de Matlock y The Practice, y cuando subía al estrado gente con gafas, los olían como a traficantes de drogas, negros sin corbata o ratas de prisión que habían hecho algún trato con el fiscal del distrito.
Moldanado apoyó la nariz contra el cristal de la sala y se quedó mirando a los cinco hombres de la fila.
– Viéndoles de frente no estoy muy seguro. ¿Podrían volverse a la izquierda?
Whitey encendió el interruptor del estrado y dijo por el micrófono:
– Hagan el favor de volverse hacia la izquierda.
Los cinco hombres obedecieron.
Moldanado apoyó las manos en el cristal, entornó los ojos y afirmó:
– El número dos. Podría ser el número dos. ¿Podrían decirle que se acerque un poco más?
– ¿El número dos? -preguntó Sean.
Moldanado lo miró por encima del hombro e hizo un gesto de asentimiento.
El segundo tipo de la fila era un traficante llamado Scott Paisner, que solía operar en el condado de Norfolk.
– Número dos -ordenó Whitey con un suspiro-, dé dos pasos hacia delante.
Scott Paisner era bajo y rechoncho, llevaba barba, y con muchas entradas. Tenía el mismo parecido con Dave Boyle que Whitey. Se puso de frente, se acercó al cristal y Moldanado exclamó:
– ¡Sí, sí, ése es el tipo que vi!
– ¿Está seguro?
– En un noventa y cinco por ciento -respondió-. Era de noche, ¿sabe? No hay farolas en ese aparcamiento y además iba colocado. Pero, aparte de eso, estoy casi seguro de que es el mismo tipo que vi.
– No dijo nada de la barba en su declaración -apunto Sean.
– No, pero ahora creo que sí, que tal vez llevara barba.
– ¿No hay nadie más en la fila que se le parezca? -preguntó Whitey.
– ¡No! -exclamó-. ¡En lo más mínimo! ¿Quiénes son los demás? ¿Polis?
Whitey bajó la cabeza hacia el estrado, y susurró:
– ¡Ni siquiera sé por qué me dedico a esto, joder!
– ¿Qué? ¿Qué? -preguntó Moldanado con la mirada puesta en Sean.
Sean abrió la puerta tras él y dijo:
– Gracias por venir, señor Moldanado. Estaremos en contacto.
– Pero lo he hecho bien, ¿no? Espero haberles sido útil.
– ¡Por supuesto! -respondió Whitey-. Le mandaremos una condecoración.
Sean le dedicó una sonrisa y un gesto de asentimiento y cerró la puerta en cuanto Moldanado cruzó el umbral.
– No tenemos ningún testigo -afirmó Sean.
– ¡No jodas!
– Las pruebas del coche no nos sirven para llevarle a juicio.
– Eso ya lo sé.
Sean vio cómo Dave se cubría la cara con la mano y entrecerraba los ojos a causa del sol. Parecía llevar un mes sin dormir.
– ¡Vamos, sargento!
Whitey apartó la mirada del micrófono y le miró. También empezaba a tener cara de estar agotado, y tenía los ojos enrojecidos.
– ¡A la mierda! -exclamó-. ¡Que lo suelten!
Celeste estaba sentada junto a la ventana de la cafetería Nate amp; Nancy, situada delante de casa de Jimmy Marcus en la avenida Buckingham, cuando Jimmy y Val Savage aparcaban el coche de Val media manzana más arriba y se encaminaban hacia la casa.
Si pensaba hacerlo de verdad, tenía que levantarse de la silla enseguida e ir hacia ellos. Se puso en pie, con las piernas temblando, y se golpeó la mano con la parte inferior de la mesa. Se la quedó mirando. También le temblaba, y vio un rasguño en la base del hueso del dedo pulgar. Se la llevó a los labios y se volvió hacia la puerta. Todavía no estaba muy segura de poder hacerlo, de pronunciar las palabras que se había preparado aquella mañana en la habitación del motel. Había decidido contar a Jimmy sólo lo que sabía, la forma en que Dave se había comportado desde primera hora del domingo por la mañana, aunque sin sacar conclusiones, para que él mismo se formara su propia opinión. Sin la ropa que Dave había llevado esa noche, no tenía mucho sentido ir a la policía. Se lo repetía, porque no estaba muy segura de que la policía pudiera protegerla. Después de todo, ella tenía que seguir viviendo en el barrio, y lo único que podía protegerla de los peligros del barrio era el barrio mismo. Si se lo contaba a Jimmy, entonces él y los Savage podrían erigir una especie de foso alrededor de ella, que Dave nunca se atrevería a cruzar.
Salió por la puerta en el momento en que Jimmy y Val se acercaban a las escaleras de la entrada principal. Alzó su mano lastimada. Llamó a Jimmy mientras avanzaba por la avenida, convencida de que debía de parecer una loca: despeinada, con los ojos hinchados y ciegos a causa del miedo.
– ¡Jimmy! ¡Val!
Se dieron la vuelta cuando subían el primer escalón y se la quedaron mirando. Jimmy le dedicó una sonrisa diminuta y perpleja, y Celeste se percató una vez más de lo franca y encantadora que era su sonrisa. Era natural, intensa y genuina. Decía: «Soy amigo tuyo, Celeste. ¿En qué puedo ayudarte?».
Alcanzó la acera y Val le besó en la mejilla.
– ¡Hola, prima!
– ¡Hola, Val!
Jimmy también le dio un beso rápido, y tuvo la sensación de que le atravesaba la carne y le hacía temblar la garganta.
– Annabeth te ha estado llamando esta mañana -dijo Jimmy-, pero no estabas ni en casa ni en el trabajo.
Celeste asintió con la cabeza y añadió:
– He estado… -apartó la mirada del rostro pequeño y curioso de Val que la examinaba-. Jimmy, ¿podría hablar contigo un momento?
– ¡Por supuesto! -respondió Jimmy, dedicándole otra vez una sonrisa de desconcierto. Después se volvió hacia Val-. Ya hablaremos de nuestros asuntos más tarde, ¿de acuerdo?
– ¡Claro! ¡Hasta pronto, prima!
– Gracias, Val.
Val entró en la casa, y Jimmy se sentó en el tercer escalón y dejó un espacio para Celeste a su lado. Ella se sentó, se meció la mano herida en el regazo, e intentó encontrar las palabras. Jimmy la observó un momento, expectante, y pareció darse cuenta de que estaba bloqueada y de que era incapaz de dar rienda suelta a sus pensamientos.
Con voz suave, le dijo:
– ¿Sabes de lo que me estaba acordando el otro día?
Celeste negó con la cabeza.
– De cuando estaba de pie junto a las escaleras de la calle Sydney. ¿Te acuerdas de cuando íbamos allí a ver las películas del autocine y a fumar canutos?
Celeste sonrió y comentó:
– Por aquel entonces salías con…
– ¡No me lo digas!
– …Jessica Lutzen y su extraordinario cuerpo, y yo salía con Duckie Coopero
– Sí, con el Pato Donald -añadió Jimmy-. ¿Qué habrá sido de él?
– Me contaron que se enroló en la Marina, que pilló una extraña enfermedad cutánea en el extranjero, y que ahora vive en California.
– ¡Ajá!
Jimmy alzó la barbilla, recordando el pasado, y de repente Celeste vio que hacía lo mismo que dieciocho años atrás, cuando su pelo era más rubio y él estaba más loco; Jimmy solía subirse a los postes telefónicos en días de tormenta, mientras las chicas le observaban y rezaban para que no se cayera. Pero incluso en los momentos más enloquecidos, había esa tranquilidad, esas pausas repentinas de reflexión, esa sensación que emanaba de él, incluso de niño, de que lo examinaba todo con mucho cuidado, a excepción de su propia piel.
Se volvió y le dio una palmadita en la rodilla con la mano.
– ¿Qué te pasa, cielo? Pareces un poco…
– Puedes decirlo.
– Bueno, pareces un poco cansada, eso es todo. -Se apoyó en el escalón y suspiró-. Supongo que todos lo estamos, ¿no?
– Ayer pasé la noche en un motel, con Michael. Jimmy se quedó mirando al frente y respondió:
– De acuerdo.
– No lo sé, Jimmy. Creo que he hecho bien en dejar a Dave.
Notó que le cambiaba el rostro y que se le desencajaba la mandíbula, y de repente Celeste tuvo la sensación de que Jimmy sabía lo que estaba a punto de decirle.
– Has dejado a Dave -constató Jimmy con un tono de voz monótono y mirando la avenida.
– Eso es. Últimamente se comporta de un modo muy raro. No es el mismo, y ha empezado a asustarme.
Entonces Jimmy se volvió hacia ella y le dedicó una sonrisa tan fría que podría haberla golpeado con la mano. En sus ojos, veía de nuevo al chico que se había subido a los postes telefónicos bajo la lluvia.
– ¿Por qué no empiezas desde el principio? -sugirió Jimmy-. Desde el momento en que Dave empezó a comportarse de manera extraña.
– ¿Qué sabes, Jimmy? -le preguntó.
– ¿De qué?
– Sabes algo. No pareces sorprendido.
La fea sonrisa se desvaneció y Jimmy se inclinó hacia delante, con las manos entrelazadas en su regazo.
– Sé que la policía se lo ha llevado esta mañana. Sé que tiene un coche extranjero con una abolladura en la parte delantera. Sé que la historia que me contó de cómo se había hecho daño en la mano no coincidía con la que le había contado a la policía. Sé que vio a Katie la noche en que murió, pero que no me lo contó hasta después de que la policía le interrogara acerca de ello. -Separó las manos y las estiró-. No sé lo que significa con exactitud, pero sí, está empezando a preocuparme.
Celeste sintió una punzada repentina de lástima por su marido, y se lo imaginó en alguna sala de interrogatorios de la policía, tal vez esposado a una mesa, con una luz desagradable iluminándole el pálido rostro. Después vio al Dave que había asomado la cabeza por la puerta esa noche, alterado y enloquecido, y la sensación de miedo anuló la de lástima. Respiró profundamente y lo soltó:
– A las tres de la madrugada del domingo, Dave regresó a casa cubierto de sangre ajena.
Estaba fuera. Las palabras habían salido de su boca y habían quedado suspendidas en el aire. Formaron un muro delante de ella y de Jimmy, y de él brotó luego un techo y otro muro a sus espaldas; de repente se vieron atrapados en una celda diminuta creada por una única frase. El ruido de la avenida se atenuó y la brisa desapareció, y lo único que Celeste podía oler era la colonia de Jimmy y el sol cálido de mayo que les calentaba los pies.
Cuando Jimmy habló, parecía que alguien le estrujara la garganta con las manos.
– ¿Qué sucedió, según él?
Ella se lo contó. Le explicó todo lo que sabía, incluso las locuras de vampiros de la noche anterior. Se lo contó, y se percató de que cada palabra que brotaba de su boca se convertía en una palabra más de la que él quería huir. Le quemaban. Le atravesaban la piel como dardos. Torcía la boca y los ojos ante ellas, y se le tensó tanto la piel del rostro que Celeste podía ver su esqueleto debajo, y la temperatura de su cuerpo descendió al imaginárselo en un ataúd, con las uñas largas y afiladas, la mandíbula deshecha y un musgo largo y suelto en vez de pelo.
Cuando las lágrimas empezaron a rodarle en silencio por las mejillas, reprimió el deseo de apretarle la cara contra su cuello y sentir cómo aquel líquido le entraba por la blusa y le bajaba por la espalda.
Siguió hablando, porque sabía que si se paraba no podría volver a empezar y no podía parar porque tenía que contar a alguien por qué se había ido, por qué había abandonado a un hombre al que había prometido ayudar tanto en los buenos momentos como en los malos, al hombre que era el padre de su hijo, que le contaba chistes, que le acariciaba la mano y que le ofrecía su pecho para que se durmiera sobre él. Un hombre que nunca se había quejado y que nunca le había pegado, y que había sido un padre maravilloso y un buen marido. Necesitaba contar a alguien lo confusa que estaba al ver que aquel hombre había desaparecido, como si la máscara que había llevado por rostro le hubiera caído al suelo, dejando ante ella un monstruo de mirada lasciva.
Acabó su explicación diciendo:
– Todavía no sé lo que hizo, Jimmy. Aún no sé de quién era la sangre. De verdad que no lo sé. Como mínimo, no de forma concluyente. Pero estoy muy asustada.
Jimmy se dio la vuelta en el escalón y apoyó la parte superior del cuerpo en la barandilla de hierro forjado. Las lágrimas se le habían secado sobre la piel, y su boca formaba un óvalo de disgusto. Miró a Celeste con una mirada tan penetrante que la atravesó y bajó por la avenida, para quedarse clavada en algo que estaba a manzanas de distancia y que nadie más podía ver.
– Jimmy… -dijo Celeste, pero éste le hizo un gesto con la mano para indicarle que se callara y cerró los ojos con fuerza. Bajó la cabeza e inspiró aire por la boca.
La celda que les rodeaba se evaporó, y Celeste saludó a Joan Hamilton cuando ésta pasó por delante y les echó una mirada compasiva, aunque un tanto sospechosa, antes de alejarse taconeando por la acera. Los sonidos de la avenida regresaron con sus pitidos, el chirriar de las puertas y las voces distantes.
Cuando Celeste se volvió de nuevo hacia Jimmy, no pudo apartar la mirada de él. Tenía los ojos despejados, la boca cerrada y se había llevado las rodillas a la altura del pecho. Tenía los brazos apoyados en las piernas y Celeste sintió que emanaba una inteligencia cruel y beligerante; la mente le había empezado a funcionar con mucha más rapidez y originalidad de la que la mayoría de la gente sería capaz en toda su vida.
– ¿La ropa que llevaba ha desaparecido? -preguntó.
Celeste hizo un gesto de asentimiento y respondió:
– Sí, lo he comprobado.
Colocó la barbilla sobre las rodillas y le preguntó:
– ¿Hasta qué punto estás asustada? Dime la verdad.
Celeste se aclaró la voz y contestó:
– Ayer por la noche, Jimmy, creía que me iba a morder. Y que luego seguiría mordiendo a más gente.
Jimmy inclinó la cabeza y apoyó la mejilla izquierda en las rodillas; luego cerró los ojos y susurró:
– Celeste…
– ¿Sí?
– ¿Crees que Dave mató a Katie?
Celeste sintió que la respuesta le retumbaba dentro del cuerpo como las náuseas de la noche anterior. Sentía cómo le aporreaba el corazón.
– Sí -contestó.
Jimmy abrió los ojos de par en par.
– ¿Jimmy? ¡Que Dios tenga piedad de mí! -exclamó Celeste.
Sean observaba a Brendan Harris desde el otro lado de su escritorio. El chico parecía confundido, cansado y asustado, tal y como lo quería Sean. Había mandado a dos agentes para que lo recogieran en su casa y lo llevaran hasta allí; después le había ordenado que se sentara al otro lado de la mesa mientras él iba leyendo en la pantalla del ordenador toda la información que había obtenido sobre el padre del chico, tomándoselo con calma, sin prestarle ninguna atención, y permitiéndole que siguiera allí sentado y se pusiera nervioso.
Se volvió de nuevo hacia la pantalla, le dio un golpecito a la tecla de avance de página con el lápiz, con la única intención de darse importancia, y le ordenó:
– Cuéntame cosas de tu padre, Brendan.
– ¿Cómo dice?
– Que me cuentes cosas de tu padre, de Raymond padre. ¿Te acuerdas de él?
– Muy poco. Sólo tenía seis años cuando nos abandonó.
– Entonces, ¿no te acuerdas de él?
Brendan se encogió de hombros y contestó:
– Recuerdo pequeñas cosas. Cuando estaba borracho solía entrar en casa cantando. Una vez me llevó al parque del lago Canobie y me compró algodón azucarado; me comí la mitad y cuando me monté en el tiovivo no paré de vomitar. No estaba mucho en casa, de eso sí que me acuerdo. ¿Por qué?
Sean, con la mirada puesta otra vez en la pantalla, le preguntó:
– ¿Qué más recuerdas?
– No sé. Olía a cerveza y a chicle de menta. Él…
Sean percibió una sonrisa en la voz de Brendan, alzó la mirada, y vio que ésta se deslizaba suavemente por su rostro.
– ¿Qué más, Brendan?
Brendan cambió de posición, con la vista fija en algo que no estaba en el cuarto, ni siquiera en el huso horario corriente.
– Solía llevar un montón de monedas, ¿sabe? Le abultaban los bolsillos y hacían ruido al andar. Cuando era niño, me sentaba en la sala de estar de la parte delantera de la casa. Era un lugar diferente del que vivimos ahora. Era una casa bonita. Me sentaba allí a eso de las cinco de la tarde y cerraba los ojos hasta que le oía llegar acompañado del tintineo de las monedas. Entonces salía disparado de la casa para verle y si llegaba a adivinar cuánto dinero llevaba en el bolsillo, aunque no lo acertara con exactitud, me lo daba; -Brendan sonrió y negó con la cabeza-. ¡Siempre tenía cambio!
– ¿Recuerdas alguna pistola? -preguntó Sean-. ¿Tu padre tenía pistola?
La sonrisa se le congeló y miró a Sean con los ojos entornados como si no comprendiera su idioma.
– ¿Qué?
– ¿Tu padre tenía una pistola?
– No.
Sean asintió y añadió:
– Pareces estar muy seguro, a pesar de que sólo tenías seis años cuando se marchó.
Connolly entró en la sala con una caja de cartón bajo el brazo. Se dirigió hacia Sean y depositó la caja sobre la mesa de Whitey.
– ¿Qué hay dentro? -preguntó Sean.
– Un montón de cosas -contestó Connolly, examinando el interior-. Informes de la Policía Científica, de los de Balística, análisis de huellas dactilares, la cinta de la conversación telefónica… Muchas cosas.
– Eso ya lo has dicho. ¿Hay alguna novedad en cuanto a las huellas?
– No corresponden a nadie que tengamos fichado en el ordenador.
– ¿Lo has comprobado en la base nacional de datos?
– Sí, y en la de Interpol -respondió Connolly-. Y nada. Hay una huella impecable que encontrarnos en la puerta. Es de un dedo pulgar. Si es la del asesino, es bajo.
– Bajo -repitió Sean.
– Sí, bajo. Sin embargo, podría ser de cualquiera. Conseguimos seis huellas claras, pero no corresponden a nadie que esté fichado.
– ¿Has escuchado la cinta?
– No. ¿Debería haberlo hecho?
– Connolly, deberías familiarizarte con cualquier cosa que guarde relación con el caso, hombre.
Connolly asintió y preguntó:
– ¿Usted piensa escucharla?
– Para eso ya te tengo a ti -contestó Sean. Luego se volvió hacia Brendan Harris-. Estábamos hablando de la pistola de tu padre.
– Mi padre no tenía pistola -replicó Brendan.
– ¿De verdad que no?
– De verdad.
– ¡Qué raro! -exclamó Sean-. Entonces supongo que nos han informado mal. A propósito, Brendan, ¿solías hablar mucho con tu padre?
Brendan negó con la cabeza, y respondió:
– No. Nos dijo que salía a tomar una copa y nunca regresó. Nos abandonó a mí y a mi madre, y eso que ella estaba embarazada.
Sean, asintiendo como si él mismo pudiera sentir el dolor, comentó:
– Sin embargo, tu madre nunca comunicó su desaparición a la policía.
– Porque no había desaparecido -espetó Brendan, con una expresión airada en los ojos-. Le había dicho a mi madre que no la amaba, y que siempre le estaba agobiando. Dos días más tarde, se marchó.
– ¿Nunca intentó encontrarle ni nada de eso?
– No, como le mandaba dinero, a la mierda con él.
Sean apartó el lápiz del teclado y lo dejó sobre la mesa. Observó a Brendan Harris, intentando obtener información del chico, ya que sólo conseguía sacarle indicios de depresión y de ira acumulada.
– ¿Os mandaba dinero?
Brendan asintió y contesto:
– Una vez al mes, religiosamente.
– ¿Desde dónde?
– ¿Qué?
– ¿Desde dónde enviaba los sobres de dinero?
– Desde Nueva York.
– ¿Siempre?
– Sí.
– ¿En metálico?
– Sí. Casi siempre nos mandaba quinientos dólares al mes. En navidades, nos mandaba más.
– ¿Alguna vez os mandó alguna nota? -preguntó Sean.
– No.
– Entonces, ¿cómo sabes que lo mandaba él?
– ¿Quién más iba a mandarnos dinero una vez al mes? Se sentía culpable. Mi madre siempre decía que él era así: que hacía cosas malas, y que como luego se arrepentía, ya no contaban, ¿sabe?
– Me gustaría ver algunos de esos sobres -declaró Sean.
– Mi madre siempre los tira.
– ¡Mierda! -exclamó Sean, apartando la pantalla del ordenador fuera de su ángulo de visión.
Los detalles del caso estaban empezando a molestarle: que Dave BoyIe fuera sospechoso, que Jimmy Marcus fuera el padre de la víctima, que a ésta la hubieran asesinado con la pistola del padre de su novio. Además había algo más que le fastidiaba, aunque no tuviera nada que ver con el caso.
– Brendan -dijo-, si tu padre abandonó la familia cuando tu madre estaba embarazada, ¿por qué le puso el nombre de tu padre a tu hermano?
Brendan, con la mirada perdida, respondió:
– Mi madre no está muy bien de la cabeza, ¿sabe? Se esfuerza y todo eso, pero…
– De acuerdo.
– Dice que le puso Ray para que no se le olvidara.
– ¿El qué?
– De lo que eran capaces los hombres -se encogió de hombros-. Hasta qué punto le podían joder a uno la vida si se les daba la oportunidad, aunque sólo fuera para demostrar que eran capaces de hacerlo.
– Cuando tu hermano se quedó mudo, ¿cómo se sintió tu madre?
– Cabreada -contestó Brendan, esbozando una tímida sonrisa-.
De alguna manera, confirmaba que ella tenía razón. Por lo menos, así lo creía.
Pasó la mano sobre la bandeja sujetapapeles del escritorio de Sean, y la sonrisa se desvaneció.
– ¿Por qué me ha preguntado si mi padre tenía una pistola?
Sean, que de repente se sentía cansado de aquellos juegos, de ser educado y prudente, le respondió:
– ¡Si tú ya lo sabes!
– No -replicó Brendan-. No lo sé.
Sean se apoyó en la mesa, casi incapaz de reprimir el deseo inexplicable de continuar, de abalanzarse contra Brendan Harris y estrujarle el cuello con las manos.
– La pistola que mató a tu novia, Brendan, es la misma que tu padre usó en un atraco hace dieciocho años. ¿Te gustaría contarme algo más?
– Mi padre no tenía pistola -replicó Brendan, pero Sean se percató de que algo empezaba a funcionar en el cerebro del chico.
– ¿No? ¡A mí no me la pegas! -Golpeó la mesa con tanta fuerza que podría haber tirado al chico de la silla-. Y dices que amabas a Katie Marcus. Pues bien, Brendan, déjame que te cuente lo que me gusta a mí: me encanta mi sueldo, la habilidad que tengo para resolver los casos en setenta y dos horas. Ahora me estás mintiendo.
– No, no es verdad.
– Sí, sí que me estás mintiendo. ¿Sabes que tu padre era un ladrón?
– Trabajaba para la Asociación de Transporte…
– ¡Era un maldito ladrón! Trabajaba con Jimmy Marcus, que también era un ladrón. ¡Y ahora va y matan a la hija de Jimmy con la pistola de tu padre!
– Mi padre no tenía pistola.
– ¡Que te jodan! -vociferó Sean. Connolly pegó un salto en la silla y se volvió hacia ellos-, ¿Tienes ganas de fastidiarme, chico? Pues lo haces en tu celda.
Sean cogió las llaves del cinturón y se las lanzó por encima de la cabeza a Connolly.
– ¡Encierra a este gusano! Brendan se puso en pie y exclamó:
– ¡Yo no he hecho nada!
Sean observó cómo Connolly se colocaba detrás de Brendan, tensando las articulaciones de los pies.
– No tienes coartada, Brendan, mantuviste relaciones con la víctima, y la asesinaron con la pistola de tu padre. Hasta que no se aclare todo esto, te mantendré bajo arresto. Descansa y piensa en todo lo que me acabas de decir.
– ¡No me puede encerrar! -Brendan miró a Connolly que estaba detrás de él-. ¡No puede hacerlo!
Connolly se volvió hacia Sean, con los ojos desorbitados, ya que el chico tenía razón. En teoría, no podían encerrarle hasta que no le acusaran formalmente. Y, de hecho, no podían acusarle de nada. En aquel estado era ilegal acusar a alguien por el mero hecho de ser sospechoso.
Pero Brendan no sabía nada de eso, y Sean lanzó a Connolly una mirada que decía: «Bienvenido al Departamento de Homicidios». -Si no me cuentas algo más ahora mismo -le amenazó Sean-, pienso encerrarte.
Brendan abrió la boca, y Sean vio cómo unos oscuros pensamientos le atravesaban, cual anguila eléctrica. Después cerró la boca y negó con la cabeza.
– Sospechoso de asesinato en primer grado -sentenció Sean-. ¡A la celda con él!
Dave regresó a su casa vacía a media tarde y se fue directo a la nevera para coger una cerveza. No había comido nada y sentía el estómago vacío y lleno de aire. No era el mejor momento para beberse una cerveza, pero a Dave le hacía falta. Necesitaba suavizar su fatigada cabeza y librarse de la tensión del cuello, aliviar los violentos latidos de su corazón.
La primera la pasó muy bien mientras paseaba por la casa vacía. Celeste podría haber regresado a casa mientras él estaba fuera y haberse ido a trabajar, y pensó en llamar a la peluquería para ver si estaba allí, cortando cabellos y hablando con las señoras, flirteando con Paolo, el homosexual que hacía el mismo turno que ella y que coqueteaba de esa manera natural, aunque no del todo inofensiva, tan característica de los homosexuales. O tal vez fuera a la escuela de Michael, y le saludara efusivamente y le diera un fuerte abrazo, para luego acompañarlo hasta casa, y parar a medio camino a tomarse un batido de chocolate.
Pero Michael no estaba en la escuela y Celeste tampoco estaba en el trabajo. De alguna manera, Dave sabía que se escondían de él; por lo tanto, se acabó su segunda cerveza sentado a la mesa de la cocina, sintiendo cómo le hacía efecto, cómo lo calmaba todo, convirtiendo el aire que le rodeaba en pequeños torbellinos y tiñéndolo de color plateado.
Debería habérselo dicho. Desde un buen principio, debería haberle contado a su mujer lo que en realidad había sucedido. Debería haber confiado en ella. Seguro que no había muchas mujeres que hubiesen aguantado a un antiguo campeón de béisbol de instituto, del que habían abusado sexualmente de niño, y que era incapaz de conservar un puesto de trabajo estable. Pero Celeste lo había hecho. Al recordarla junto al fregadero esa noche, lavando la ropa y diciéndole que se encargaría de eliminar las pruebas… ¡No había duda de que era una mujer extraordinaria! ¿Cómo podía haberlo olvidado? ¿Por qué llegaba un momento en que uno dejaba de ver a la gente que siempre le rodeaba?
Dave sacó la tercera y última cerveza de la nevera y siguió andando por la casa un poco más, con el cuerpo repleto de amor hacia su mujer e hijo. Deseaba acurrucarse junto al cuerpo desnudo de su mujer mientras ésta le acariciaba el pelo, para decirle lo mucho que la había echado de menos en aquella sala de interrogatorios, con su silla rota y su frialdad. Un poco antes, había pensado que deseaba calor humano, pero lo que en realidad quería era el calor de Celeste. Quería estrecharla entre sus brazos, hacerla sonreír, besarle los párpados, acariciarle la espalda y fundirse con ella.
«No es demasiado tarde -le diría cuando ella regresara a casa-. Lo único que pasa es que mi cerebro se ha liado un poco últimamente; tan sólo se me habían cruzado los cables. Supongo que la cerveza no sirve de mucha ayuda, pero la necesito hasta que regreses a casa. Cuando lo hagas, dejaré de beber. Dejaré la bebida, iré a clases de informática o algo así, y conseguiré un empleo en una oficina. La Guardia Nacional se ofrece a pagar los estudios, y yo podría hacerlo. Podría estudiar un fin de semana al mes y unas cuantas semanas en verano; podría hacerlo por mi familia. Por ellas, lo podría hacer con los ojos cerrados. Me ayudaría a ponerme en forma, a perder el peso que he ganado con la cerveza, y a aclararme las ideas. Y cuando haya conseguido el trabajo de oficina, entonces nos iremos de aquí, de este barrio que tiene unos alquileres que no paran de subir, proyectos para construir estadios y que se está llenando de burgueses. ¿Por qué luchar contra ello? Tarde o temprano, nos echarán. Se librarán de nosotros y se construirán un mundo a su medida, para hablar de sus segundas residencias en las cafeterías y en los pasillos de los supermercados de comida integral.
«Iremos a un buen sitio -le diría a Celeste-. Iremos a un lugar limpio donde podamos criar a nuestro hijo. Empezaremos de cero. Y te contaré lo que sucedió, Celeste. No es nada bueno, pero no es tan malo como piensas. Te explicaré que tengo algunas cosas sobrecogedoras y perversas en mi cabeza, y que tal vez tenga que ir a ver a alguien para librarme de ellas. Tengo ciertas necesidades que me horrorizan, cariño, pero estoy esforzándome. Estoy intentando ser un hombre bueno y enterrar al chico. O como mínimo, enseñarle un poco de compasión.»
Tal vez fuera eso lo que andaba buscando el tipo del Cadillac: un poco de compasión. Pero el chico que había escapado de los lobos no se sentía nada compasivo el sábado por la noche. Tenía aquella pistola en la mano y le había dado un golpe al tipo ése a través de la ventana abierta; Dave había oído cómo le rompía los huesos mientras el niño pelirrojo no paraba de moverse en el asiento contiguo, observándole con la boca abierta mientras Dave le golpeaba una y otra vez. Había entrado en el coche y le había sacado arrastrándole por el pelo, y el tipo no se encontraba tan desvalido como le había hecho creer. Había estado haciéndose el muerto, y Dave sólo alcanzó a ver el cuchillo cuando le rasgó la camisa y se lo clavó en la carne. Era una navaja, y no se la había clavado con mucha fuerza, pero estaba lo bastante afilada para herir a Dave, hasta que éste consiguió golpearle la muñeca con las rodillas y apretarle el brazo contra la puerta del coche. Cuando la navaja cayó al suelo, Dave le dio una patada y fue a parar bajo el coche.
El niño pelirrojo parecía estar asustado, pero también conmocionado. Dave, que en ese momento ya estaba fuera de sí, le dio al tipo un golpe en la cabeza con la culata de la pistola con tanta fuerza que rompió la empuñadura. El tipo empezó a retorcerse de dolor, y Dave le saltó encima, sintiendo el lobo, odiando a aquel hombre, a aquel monstruo, a aquel jodido degenerado abusador infantil, y cogió por los pelos a ese desgraciado y le golpeó la cabeza contra la acera. Una y otra vez, hasta que lo dejó hecho polvo, a Henry, a George, santo cielo, Dave, Dave.
«Muérete, cabrón. Muérete, muérete, muérete.»
En ese instante el niño pelirrojo se fue corriendo; Dave volvió la cabeza y se dio cuenta de que estaba pronunciando las palabras en voz alta: «Muérete, muérete, muérete, muérete». Dave vio cómo el niño atravesaba el aparcamiento a toda velocidad y empezó a perseguirle a gatas, con la sangre del hombre goteándole por las manos. Deseaba decirle al niño que lo había hecho por él. Le había salvado. Y que si él quería, le protegería para siempre.
Permaneció en el callejón de detrás del bar, sin aliento, a sabiendas de que el niño ya estaría muy lejos. Alzó los ojos hacia el oscuro cielo y dijo:
– ¿Por qué? ¿Por qué me has metido en esto? ¿Por qué me has dado esta vida? ¿Por qué me has dado esta enfermedad que tanto odio? ¿Por qué permites que mi cerebro disfrute de momentos de belleza, ternura y amor intermitente por mi hijo y mi mujer? En realidad, son sólo vislumbres de lo que mi vida podría haber sido si aquel coche no se hubiera detenido en la calle Gannon y no me hubieran encerrado en ese sótano. ¿Por qué? Contéstame, por favor. Por favor, te lo suplico, contéstame.
Pero, evidentemente, no hubo respuesta. No se oyó nada, a excepción del silencio, del goteo de las alcantarillas y de la lluvia que empezaba a caer con fuerza.
Unos minutos más tarde salió del callejón y se encontró al hombre tendido junto a su coche.
«Caramba -pensó Dave-. Le he matado.»
Pero entonces el hombre se dio la vuelta, boqueando como un pez. Tenía el pelo rubio y una gran panza a pesar de que era un hombre delgado. Dave intentó recordar qué aspecto tenía antes de que él hubiera metido la mano por la ventana abierta y le hubiera golpeado con la pistola. Lo único que recordaba es que sus labios le habían parecido rojos y carnosos en exceso.
Su rostro, sin embargo, había desaparecido. Parecía que hubiera chocado contra un motor a reacción, y Dave sintió náuseas al observar cómo aquella cosa sangrienta hacía un esfuerzo por respirar; era repugnante.
Daba la impresión de que el hombre no era consciente de la presencia de Dave. Se puso de rodillas y empezó a gatear. Se arrastró hacia los árboles de detrás del coche. Consiguió llegar hasta el pequeño terraplén y apoyó las manos en la valla de tela metálica que separaba el aparcamiento de la empresa de chatarra que había al otro lado. Dave se quitó la camisa de franela que llevaba encima de la camiseta. Envolvió la pistola con ella mientras se dirigía a la criatura sin rostro.
La criatura consiguió agarrarse en lo alto de la valla, pero luego las fuerzas le flaquearon. Se cayó de espaldas y se inclinó hacia la derecha, y acabó sentado contra la valla, con las piernas extendidas, observando cómo se acercaba Dave.
– No -susurró-. No.
Pero Dave sabía que no lo decía en serio. Estaba tan cansado de ser quien era como el mismo Dave.
El chico se arrodilló ante el hombre, y le colocó el envoltorio de la camisa de franela en el torso, justo encima del abdomen; Dave se cernía sobre ellos y les observaba.
– ¡Por favor! -refunfuñó el hombre.
– jSsh! -exclamó Dave, y el chico apretó el gatillo.
El cuerpo de la criatura sin rostro se convulsionó de tal forma que le dio una patada en la axila, pero luego el aire lo abandonó, con un silbido de tetera.
Y el chico dijo: «Bien».
Cuando ya había metido al tipo en el maletero del Honda, Dave se dio cuenta de que debería haber usado el Cadillac. Ya había subido las ventanillas y apagado el motor, y ya había limpiado con la camisa de franela el asiento delantero y todo lo que había tocado. No obstante, ¿qué sentido tenía ir dando vueltas con el tipo dentro del maletero de su Honda para encontrar un lugar adecuado para deshacerse de él, cuando la respuesta estaba delante de sus narices?
Por lo tanto, Dave aparcó el Honda junto al Cadillac, con la mirada puesta en la puerta del bar; hacía un buen rato que no salía nadie. Abrió su maletero y después el del Cadillac, y pasó el cuerpo de un coche a otro. Cerró los dos maleteros, envolvió la navaja y la pistola con la camisa de franela, la lanzó sobre el asiento delantero del Honda, y se fue de allí a toda prisa.
Tiró la camisa, la navaja y la pistola desde el puente de la calle Roseclair, y fue a parar al Penitentiary Channel; no se percató hasta mucho después de que mientras él estaba haciendo aquello, Katie Marcus seguramente estaría encontrando la muerte en el parque adyacente. Después había regresado a casa, con la certeza de que bien pronto alguien encontraría el coche y el cadáver.
Se había pasado por el Last Drop a última hora del domingo, y vio que había un coche aparcado junto al Cadillac, pero que el resto del aparcamiento estaba vacío. Sabía que el otro coche pertenecía a Reggie Damone, uno de los camareros. El Cadillac parecía inocente, olvidado. El mismo día había vuelto al lugar un poco más tarde, y casi tuvo un ataque al corazón cuando vio que el Cadillac ya no estaba. Era evidente que no podía ir haciendo preguntas sobre el coche, ni siquiera de forma casual: «Reggie, ¿llamáis a la grúa si un coche lleva demasiado tiempo en el aparcamiento?», pero después se dio cuenta de que al margen de lo que hubiera sucedido con el coche, no había ningún indicio que guardara relación con él.
Nada, a excepción del niño pelirrojo.
Pero a medida que pasaba el tiempo, se le ocurrió que aunque el niño se había asustado, también se había sentido complacido, emocionado. Estaba de parte de Dave. No tenía por qué preocuparse.
La policía no tenía nada. No había testigos. No habían conseguido pruebas del coche de Dave, o como mínimo, pruebas que pudieran usar ante un tribunal. Por lo tanto, Dave podía relajarse. Podría hablar con Celeste y contárselo todo, dejar que las cosas siguieran su curso, y ofrecer a su mujer la posibilidad de que lo aceptara de nuevo, con defectos pero con intención de cambiar. Como si fuera un buen hombre que ha hecho una cosa mala por un buen motivo. Como un hombre que hacía todo lo posible por eliminar al vampiro que le corrompía el alma.
«Dejaré de merodear por los parques y las piscinas públicas- se dijo Dave a sí mismo mientras apuraba la tercera cerveza-. Esto también lo dejaré», pensó mientras sostenía la lata vacía.
Pero hoy no. Ya llevaba tres, pero, qué demonios, no daba la impresión de que Celeste se fuera a presentar pronto en casa. Tal vez al día siguiente. Eso estaría bien. Les daría un poco de espacio y de tiempo para que pudieran recuperarse del disgusto. Cuando Celeste regresara a casa, se encontraría con un hombre nuevo, un Dave mucho mejor que ya no tenía secretos.
– Porque los secretos son venenosos -dijo en voz alta en la misma cocina en la que había hecho el amor con su mujer por última vez-. Los secretos son como muros -y luego sonrió-. Me he quedado sin cerveza.
Mientras salía de casa para ir a la licorería Eagle, se sentía bien, casi alegre. Era un día precioso y el sol inundaba las calles. Cuando eran niños, el tren elevado solía pasar por allí, partiendo la calle Crescent por la mitad, llenándola de hollín y tapando la luz del sol. No hacía más que aumentar la sensación de que las marismas era un lugar apartado del resto del mundo, arrinconado como una tribu desterrada, libre de vivir como quisiera, siempre que lo hiciera en el exilio.
Cuando arrancaron las vías del tren, la luz volvió, y durante cierto tiempo pensaron que era bueno. Con menos hollín y más sol, la piel recobraría un aspecto más saludable. Pero sin el manto que les cubría, todo el mundo podía verles, apreciar las hileras de casas de ladrillo, la vista del canal y la proximidad al centro de la ciudad. De repente, habían dejado de ser una tribu desterrada para pasar a ser unas propiedades muy valoradas.
Cuando llegara a casa, Dave tendría que reflexionar sobre cómo habían llegado a aquella situación; tendría que formular una teoría con la ayuda de la caja de doce cervezas. O también podría buscar un bonito bar, sentarse a la sombra en un día soleado, pedirse una hamburguesa y hablar con el camarero, para ver si entre los dos podían averiguar en qué momento las marismas había empezado a desintegrarse, y el mundo entero había empezado a girar a su alrededor.
Tal vez debería hacer eso. ¡Claro! Escogería un asiento de piel en un bar color caoba, y así pasaría la tarde. Haría planes para el futuro. Planearía el futuro de su familia. Pensaría en todas las formas posibles de expiar sus culpas. Era sorprendente lo bien que podían sentar tres cervezas después de un día largo y duro. Llevaban a Dave de la mano mientras éste subía la colina en dirección a la avenida Buckingham. Le decían: «¿No estás encantado de que te acompañemos? ¿No te parece maravilloso empezar una vida nueva, desenterrar los secretos, dispuesto a renovar las promesas a tus seres queridos y a convertirte en el hombre que siempre sabías que podías ser? ¿No te parece estupendo?»
«Y mira a quién tenemos ahí delante, ganduleando en la esquina junto a su reluciente coche deportivo. Nos está sonriendo. Val Savage, todo sonrisas, indicándonos con la mano que vayamos hacia él. ¡Venga! ¡Vamos a decirle hola!».
– ¡Dandi Dave Boyle! -exclamó Val mientras Dave se acercaba al coche-. ¿Cómo va todo, colega?
– Muy bien -respondió Dave, agachándose junto al coche. Apoyó los codos en la ventanilla de la puerta y se quedó mirando a Val. ¿Qué haces?
Val se encogió de hombros y contestó:
– Poca cosa, la verdad. Buscaba a alguien para ir a tomarme una cerveza, o para comer algo.
Dave no se lo podía creer. Era lo mismo que había estado pensando él.
– ¿De verdad?
– Sí. Podríamos ir a tomar algo y a jugar una partida de billar. ¿Qué te parece, Dave?
– ¡Genial!
De hecho, Dave estaba un poco sorprendido. Se llevaba bien con Jimmy, y con Kevin, el hermano de Val, a veces incluso con Chuck, pero no recordaba ni un solo día en que Val no hubiera mostrado la más grande de las apatías en su presencia. Se imaginó que debía de ser por Katie. Su muerte había hecho que se sintieran más próximos. Se sentían más unidos por su pérdida, y estrechaban lazos al compartir la tragedia.
– ¡Entra! -dijo Val-. Iremos a un lugar que conozco al otro lado de la ciudad. Está muy bien y es de un amigo mío.
– ¡Al otro lado de la ciudad! -exclamó Dave, observando la calle vacía que acababa de recorrer-. Bien, pero luego tengo que regresar a casa.
– ¡Claro, claro! -contestó Val-. Te llevaré a casa cuando quieras. ¡Venga! ¡Entra! Nos correremos una juerga nocturna de hombres a plena luz del día.
Dave sonrió y no dejó de hacerlo mientras daba la vuelta al coche de Val para llegar hasta la puerta del copiloto. Una juerga de hombres a pleno día. Precisamente lo que necesitaba. Val y él de copas como viejos amigos. Ésa era una de las cosas que más le gustaban de su barrio, y que temía que pudiera perderse: el modo en que los viejos sentimientos y el pasado se olvidaban con el tiempo, a medida que uno envejecía, cuando te dabas cuenta de que todo estaba cambiando y que lo único que seguía igual era la gente con la que uno había crecido y el lugar del que uno provenía. El barrio. «Ojalá viva para siempre -pensó Dave mientras abría la puerta-, aunque sólo sea en nuestra imaginación.»
Whitey y Sean comieron tarde en Pat's Diner, en una salida de la autopista. El restaurante existía desde la Segunda Guerra Mundial, y hacía tanto tiempo que era el lugar favorito del cuerpo de policía que a Pat el Tercero le gustaba vanagloriarse de que su familia era con toda probabilidad la única que había resistido tres generaciones sin que la atracaran.
Whitey se tragó un trozo de hamburguesa con queso y la hizo bajar con un trago de gaseosa.
– No se te habrá pasado por la cabeza que lo hizo Brendan, ¿verdad?
Sean comió un trocito de su bocadillo de atún, y contestó:
– Sé que me estaba mintiendo. Creo que sabe alguna cosa sobre esa pistola. Y considero que existe la posibilidad de que su padre siga con vida.
Whitey bañó un trozo de cebolla en salsa tártara, y preguntó:
– ¿Lo dices por los quinientos dólares al mes que alguien les manda desde Nueva York?
– Sí. ¿Sabes a cuánto asciende esa cantidad a lo largo de todos esos años? A casi ochenta mil dólares. ¿Quién mandaría ese dinero si no fuera el padre?
Whitey se limpió los labios con una servilleta y luego siguió comiendo su hamburguesa con queso. Sean se preguntaba cómo había conseguido evitar un ataque al corazón, comiendo y bebiendo como lo hacía, y trabajando setenta y cuatro horas a la semana cuando un caso le interesaba de veras.
– Supongamos que está vivo -sugirió Whitey.
– De acuerdo.
– ¿De qué va todo esto, pues, de una conspiración genial para vengarse de Jimmy Marcus matando a su hija? ¿A qué jugamos? ¿A ser los protagonistas de la película?
Sean soltó una risita y contestó:
– ¿Quién crees que interpretaría tu papel?
Whitey fue sorbiendo la gaseosa con una paja hasta que sólo quedó hielo.
– Pienso mucho en eso, ¿sabes? Podría suceder, si no resolvemos este caso, Superpoli. Si vamos contando por ahí la historia del Fantasma de Nueva York, sabes perfectamente que seríamos el hazmerreír de todo el mundo. Y Brian Dennehy tendría muchas posibilidades de interpretar mi papel.
Sean lo consideró y añadió:
– No me parece tan descabellado -dijo, a la vez que se preguntaba cómo era posible que no se hubiera dado cuenta antes-. No eres tan alto como él, sargento, pero tienes su barriga.
Whitey hizo un gesto de asentimiento, apartó el plato y dijo:
– Estaba pensando que cualquiera de esos mentecatos que salen en la serie Friends podría interpretar tu papel. De hecho, esos tipos parecen pasarse una hora cada mañana recortándose los pelos de la nariz y depilándose las cejas; seguro que se hacen la pedicura una vez a la semana. Sí, cualquiera de ellos lo haría muy bien.
– Estás celoso.
– Sí, pero tengo razón -apuntó Whitey-. El enfoque que le estamos dando al asunto de Ray Harris no nos lleva a ninguna parte. Tiene un cociente de probabilidad de… seis.
– ¿De seis sobre diez?
– No, de seis sobre mil. Pista equivocada, ¿no crees? Ray Harris delata a Jimmy Marcus, éste se entera, sale de chirona, y va a por Ray. Digamos que Harris consigue salir de la ciudad, se va a Nueva York, y encuentra un empleo lo bastante estable para mandar quinientos dólares al mes durante los siguientes trece años. Un día se despierta y se marcha. Ha llegado la hora de vengarse. Se sube a un autobús, llega a la ciudad, y se carga a Katherine Marcus. Y no lo hace de cualquier manera, sino que se la carga sin ningún tipo de compasión. Lo que vimos en ese parque es obra de un psicópata cabreado. Y después, el viejo Ray (y le llamo viejo, porque a pesar de que ya debe de tener unos cuarenta y cinco años, recorrió todo el parque, tras ella), se sube al autobús y regresa a Nueva York con su pistola. ¿Lo has verificado con el Departamento de Policía de Nueva York?
Sean hizo un gesto de asentimiento y dijo:
– No aparece en la lista de la Seguridad Social, no tiene tarjetas de crédito a su nombre, no existe nadie con su nombre y de su edad que tenga historial laboral. El Departamento de Policía de Nueva York y los estatales nunca han arrestado a nadie con sus huellas dactilares.
– Pero aun así, crees que mató a Katherine Marcus.
Sean negó con la cabeza y contestó:
– No. Lo que quiero decir es que no estoy seguro. Ni siquiera sé si está vivo. Lo único que intento decirte es que podría estarlo. Además, parece muy probable que el asesinato se perpetrara con su pistola. Estoy convencido de que Brendan sabe algo y, además, no tiene a nadie que pueda confirmar que estuviera durmiendo en casa a la hora en que asesinaron a Katie Marcus. Me queda la esperanza de que si pasa una temporada encerrado, nos contará unas cuantas cosas.
Whitey expulsó un eructo que desgarró el aire.
– ¡Es un encanto, sargento!
Whitey se encogió de hombros y apuntó:
– Ni siquiera sabemos si en realidad fue Ray Harris el que atracó esa tienda de licores hace dieciocho años. No sabemos si la pistola era suya. Todo son conjeturas. Aunque así fuera, tampoco tenemos pruebas. Nunca le llevaron a juicio. ¡Qué caramba, un buen ayudante del fiscal del distrito ni se molestaría en exponer el caso!
– Sí, pero tengo la corazonada de que tengo razón.
– ¡Corazonada! -exclamó Whitey. Se volvió hacia Sean en el momento en que la puerta se abría tras él-. ¡Lo que faltaba, los gemelos imbéciles!
Souza apareció junto a su asiento, y Connolly lo hizo unos cuantos pasos detrás.
– ¡Y dijo que no era importante, sargento!
Whitey se puso la mano detrás de la oreja, y alzó los ojos hacia Souza:
– ¿De qué se trata, chico? Ya sabes que no oigo muy bien.
– Hemos estado repasando la lista de coches que la grúa se ha llevado del aparcamiento del Last Drop.
– Eso está bajo jurisdicción del Departamento de Policía de Boston -protestó Whitey-. ¿No os lo había dicho?
– Hemos encontrado un coche que no ha reclamado nadie, sargento.
– ¿Y?
– Pues que le dijimos al empleado que volviera a comprobar si el coche todavía estaba ahí. Cuando se puso de nuevo al teléfono, nos dijo que el maletero goteaba.
– ¿Qué era lo que goteaba? -preguntó Sean.
– No lo sé, pero nos contó que olía a mil demonios.
Era un Cadillac de dos colores: la cubierta blanca sobre la carrocería azul. Whitey se agachó junto a la ventana del copiloto, con las manos a ambos lados de los ojos.
– Diría que esa mancha marrón que hay junto a la puerta del conductor parece un poco sospechosa.
Connolly, de pie junto al maletero, exclamó:
– ¡Caramba, qué pestazo! ¡Apesta igual que la marea baja en Wollaston!
Whitey se acercó al maletero en el instante en que el empleado le entregaba un punzón a Sean.
Sean se colocó junto a Connolly y, apartándolo de en medio, le aconsejo:
– Use la corbata.
– ¿Cómo dice?
– ¡Para taparse la boca y la nariz, hombre! ¡Use la corbata!
– ¿Y ustedes qué usan?
Whitey señaló su resplandeciente labio superior y contestó:
– Nos hemos puesto Vicks en el coche. Lo siento, chicos, pero se nos ha terminado.
Sean cogió el punzón de uno de los extremos, lo pasó por la cerradura del maletero del Cadillac y lo clavó hasta el fondo, sintiendo cómo el metal se deslizaba sobre el metal, y cómo presionaba el cilindro de la cerradura.
– ¿Lo has conseguido? -le preguntó Whitey-. ¿A la primera?
– Sí -contestó Sean.
Tiró con fuerza hacia atrás, arrastrando el cilindro de la cerradura, vislumbrando el agujero que había hecho antes de que saltara el pestillo y se levantara la tapa del maletero. El olor a marea baja fue sustituido por algo mucho peor: era un hedor que parecía ser una mezcla de gases pantanosos y de carne hervida pudriéndose sobre una pila de huevos revueltos.
– ¡Hostia! -exclamó Connolly, mientras se cubría el rostro con la corbata y se alejaba del coche.
– ¿A alguien le apetece un bocadillo mixto? -preguntó Whitey, y Connolly se volvió del color de la hierba.
Souza, sin embargo, no tuvo ningún problema. Se acercó al maletero y, tapándose la nariz con una mano, preguntó:
– ¿Dónde tiene la cara?
– Debe de ser eso -respondió Sean.
El hombre estaba acurrucado en posición fetal, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y hacia un lado, como si tuviera el cuello roto, y el resto del cuerpo hecho un ovillo en dirección contraria. El traje y los zapatos que llevaba eran de calidad, y Sean, después de examinarle las manos y el pelo, dedujo que debía de tener unos cincuenta años. Se dio cuenta de que había un agujero en la parte trasera de la chaqueta del traje, y utilizó un bolígrafo para apartar el tejido de la espalda del tipo. La camisa que llevaba debajo se había vuelto amarilla a causa del sudor y del calor, pero Sean encontró un agujero similar al de la chaqueta, en medio de la espalda, donde la camisa le había quedado incrustada en la piel.
– Le dispararon, sargento. No cabe ninguna duda. -Examinó el maletero durante un momento-. Sin embargo, no encuentro el cartucho.
Whitey se volvió hacia Connolly en el instante en que éste empezaba a tambalearse y le ordenó:
– Suba al coche y diríjase al aparcamiento del Last Drop. Primero informe al Departamento de Policía de Boston. Sólo nos faltaría tener que discutir con ellos por cuestiones de jurisdicción. Examine la zona del aparcamiento en la que encontró mayor cantidad de sangre. Hay muchas posibilidades de que la bala esté allí, agente. ¿Me ha entendido?
Connolly asintió con la cabeza, tragando saliva.
– La bala le atravesó el cuadrante inferior y le alcanzó el esternón, casi en el centro.
– Trae a la Policía Científica y a todos los agentes que puedas sin cabrear a los de Departamento de Policía de Boston -dijo Whitey a Connolly-. Si encuentras la bala, encárgate de llevarla personalmente al laboratorio.
Sean asomó la cabeza por el maletero y observó el rostro destrozado con atención.
– A juzgar por la cantidad de grava, alguien le aplastó la cara contra la acera hasta que no pudo más.
Whitey, cogiendo a Connolly por el hombro, le dijo:
– Di a los de la policía que van a necesitar un equipo entero de los de Homicidios: técnicos, fotógrafos, el ayudante del fiscal del distrito que esté de guardia y el médico forense. Diles también que el sargento Powers necesita a alguien que pueda hacer un análisis de grupo sanguíneo en el mismo lugar del crimen. ¡En marcha!
Connolly estaba contento de poder alejarse de aquel horrible olor.
Se dirigió a su coche patrulla a toda prisa, lo puso en marcha, y en menos de un minuto ya había salido del aparcamiento.
Whitey usó un carrete entero para fotografiar el coche y los alrededores, y después le hizo un gesto de asentimiento a Souza. Éste se puso unos guantes de goma y empleó un trozo de alambre para forzar la cerradura de la puerta del coche.
– ¿Has encontrado algún documento que le identifique? -preguntó Whitey a Sean.
– He encontrado su cartera en el bolsillo trasero -respondió Sean-. ¿Por qué no haces unas cuantas fotografías mientras me pongo los guantes?
Whitey se acercó al coche e hizo unas cuantas fotos, y luego, mientras garabateaba un diagrama de la escena del crimen en su libreta, dejó que la cámara le colgara del cordón que llevaba alrededor del cuello.
Sean extrajo la cartera del bolsillo trasero del cadáver, y la abrió de golpe en el instante en que Souza, desde la parte delantera del coche, decía:
– La matrícula está a nombre de un tal August Larson, residente en el número trescientos veintitrés de la calle Sandy Pine de Weston.
Sean echó un vistazo al carné de conducir, y exclamó:
– ¡Se trata del mismo tipo!
Whitey le miró por encima del hombro y le preguntó:
– ¿Ves algún carné de donante de órganos o algo así?
Sean buscó entre las tarjetas de crédito, las tarjetas de socio del videoclub, el carné de socio de un gimnasio, la tarjeta del Real Automóvil Club, y por fin encontró la tarjeta de asistencia médica. Lo levantó para que Whítey pudiera verlo.
– Grupo sanguíneo: A.
– Souza -dijo Whitey-, llama a la central y solicita una orden de busca y captura de David Boyle, que vive en el número quince de la calle Crescent de East Buckingham. Varón de raza blanca, pelo castaño, ojos azules, metro sesenta, setenta y cinco kilos. Con toda probabilidad va armado y es un individuo peligroso.
– ¿Armado y peligroso? -exclamó Sean-. Lo dudo, sargento.
– Eso se lo cuentas al tipo del maletero -repuso Whitey.
La sede central de Policía tan sólo se encontraba a ocho manzanas de distancia del depósito de coches; por lo tanto, cinco minutos después de que Connolly se hubiera marchado, un batallón de coches patrulla y de coches camuflados atravesaba la entrada, seguidos de la furgoneta del equipo del médico forense y de la camioneta de la Policía Científica. Tan pronto como los vio, Sean se quitó los guantes y se alejó del maletero. Ahora era cosa suya. Sean estaba dispuesto a responder a cualquier pregunta que desearan hacerle, pero aparte de eso, daba por concluido su trabajo allí.
El primer agente del Departamento de Homicidios que salió del Crown Vic color café fue Burt Corrigan, un veterano de la quinta de Whitey que tenía el mismo historial de relaciones desafortunadas y mala alimentación. Le estrechó la mano a Whitey, ya que ambos acudían con frecuencia a las reuniones de los jueves de JJ Foley's, junto con los demás miembros del equipo de dardos.
– ¿Ya le habéis multado o tenéis intención de esperar hasta después del funeral? -preguntó Burt a Sean.
– Muy buena -apuntó Sean-. ¿Quién te escribe las frases últimamente, Burt?
Burt le dio un golpecito en el hombro al acercarse al maletero. Lo examinó, lo olfateó y exclamó:
– ¡Qué peste!
Whitey se acercó al maletero y le dijo:
– Creemos que el asesinato se perpetró en el aparcamiento del Last Drop de East Bucky en la madrugada del domingo.
Burt asintió y preguntó:
– ¿No fue allí uno de nuestros equipos forenses el lunes por la tarde?
Whitey hizo un gesto de asentimiento y contestó:
– Se trata del mismo caso. ¿Ha mandado algunos hombres al aparcamiento?
– Sí, hace tan sólo unos minutos. Tenían que encontrarse con un tal agente Connolly para buscar una bala.
– Correcto.
– También ha solicitado una orden de busca y captura, ¿no es así?
– Sí, de Dave Boyle -contestó Whitey.
Burt observó de cerca el rostro del tipo muerto, y dijo:
– Necesitaremos todas las notas que han tomado del caso, Whitey.
– No hay ningún problema. Me quedaré un rato por aquí para ver cómo van las cosas.
– ¿Se ha duchado hoy?
– Lo primero que he hecho.
– De acuerdo -se volvió hacia Sean-. ¿Y usted?
– Desearía hablar con una persona que me está esperando -repuso Sean-. Ahora el caso es suyo. Me llevaré a Souza conmigo.
Whitey asintió y, mientras le acompañaba al coche, le dijo:
– Si Boyle tiene algo que ver en esto, podríamos relacionarlo con el asesinato de Katie Marcus, y solucionaríamos dos casos a la vez.
– ¿Un doble homicidio a diez manzanas de distancia? -preguntó Sean.
– Tal vez Katie Marcus saliera del bar y lo viera.
Sean negó con la cabeza y añadió:
– Las horas no cuadran. Si Boyle mató a ese hombre, lo hizo entre la una y media y las dos menos cinco de la mañana. Entonces tendría que haber recorrido diez manzanas, y encontrarse a Katie Marcus conduciendo por esa calle a las dos menos cuarto. Me parece imposible.
Whitey se apoyó en el coche y respondió:
– A mí también.
– Además, el agujero que tenía ese hombre en la espalda es pequeño. Si quieres saber mi opinión, es demasiado pequeño para una pistola del calibre treinta y ocho. Pistolas diferentes, personas diferentes.
Whitey asintió y, mientras se observaba los zapatos, le preguntó:
– ¿Vas a interrogar otra vez al chico de los Harris?
– No me quito de la cabeza lo de la pistola de su padre.
– Si tuvieras una fotografía del padre, tal vez alguien podría retocarla para que pareciera mayor, hacerla circular, y saber si alguien le ha visto.
Souza se les acercó, abrió la puerta del conductor y preguntó:
– ¿Voy con usted, Sean?
Sean asintió, se volvió hacia Whitey y declaró:
– Es un pequeño detalle.
– ¿El qué?
– Lo que nos falta. Seguro que es algo sin importancia. Si lo averiguamos, podremos resolver el caso.
Whitey sonrió y le preguntó:
– ¿Cuándo fue la última vez que no pudiste resolver un caso de homicidio?
– Hace ocho meses, el de Eileen Fields -contestó Sean con rapidez.
– No todos los casos son fáciles de solucionar -apuntó Whitey-. ¿Sabes lo que te quiero decir?
El rato que Brendan había pasado en la celda no le había sentado nada bien. Parecía más pequeño y más joven, aunque también más resentido, como si allí dentro hubiera visto cosas que jamás habría deseado ver. Pero Sean se había preocupado de ponerle en una celda vacía, lejos de la escoria de la sociedad y de los yanquis, por lo que no tenía ni idea de lo horrible que podía haber sido, a menos que el chico fuese incapaz de soportar el aislamiento.
– ¿Dónde está tu padre? -le preguntó Sean.
Brendan se mordió una uña, se encogió de hombros y contestó:
– En Nueva York.
– ¿No le has visto?
Brendan, que empezaba a morderse otra uña, respondió:
– No le he visto desde que tenía seis años.
– ¿Mataste a Katherine Marcus?
Brendan apartó la uña de los labios y se quedó mirando a Sean.
– ¡Contéstame!
– ¡No!
– ¿Dónde está la pistola de tu padre?
– Que yo sepa, mi padre no tenía ninguna pistola.
Esa vez no parpadeó. No apartó la mirada de la de Sean. Le miró fijamente a los ojos con una especie de cansancio cruel y abatido que hizo que Sean viera por primera vez que el chico era capaz de ponerse violento.
«¿Qué demonios le había sucedido en esa celda?»
– ¿Qué motivo podía tener tu padre para matar a Katie Marcus? -preguntó Sean.
– Mi padre no ha matado a nadie -replicó Sean.
– Sabes algo, Brendan, y no me lo quieres contar. Vamos a ver si el detector de mentiras está libre en este momento. Me gustaría hacerte unas cuantas preguntas más.
– Quiero hablar con un abogado -advirtió Brendan.
– Enseguida, pero…
– Quiero hablar con un abogado -repitió Brendan-. ¡Ahora mismo!
– ¡Claro! -exclamó Sean sin cambiar el tono de voz-. ¿Conoces a alguno?
– Mi madre conoce a uno. Déjeme que haga mi llamada telefónica.
– Mira, Brendan…
– ¡Ahora mismo! -espetó Brendan.
Sean suspiró, le acercó el teléfono y dijo:
– Antes tienes que marcar un nueve.
El abogado de Brendan era un viejo bocazas irlandés que había estado persiguiendo ambulancias desde la época en que eran conducidas por caballos, pero sabía lo suficiente para tener la certeza de que Sean no tenía ningún derecho a retener a su cliente por el mero hecho de no tener coartada.
– ¡Retenerle! -exclamó Sean.
– Ha encerrado a mi cliente en una celda -alegó el abogado.
– Pero si ni siquiera estaba cerrada con llave -replicó Sean-. El chico quería echar un vistazo.
Por la expresión del abogado, parecía que Sean le había decepcionado. Brendan y él salieron de la sala sin volver la vista atrás. Sean empezó a leer los informes de algunos casos, pero las palabras no hacían mella. Cerró los informes, se reclinó en la silla, cerró los ojos, y vio a la Lauren y al hijo de sus sueños. Incluso sentía su olor.
Abrió la cartera, sacó un trozo de papel en el que tenía apuntado el número del móvil de Lauren, lo dejó sobre la mesa y alisó las arrugas con la mano. Nunca había querido tener hijos. Aparte de que sus prioridades nunca habían ido por ahí, no les encontraba ningún encanto. Se apropiaban de tu vida y te causaban miedo y agotamiento; además, la gente se comportaba como si tener hijos fuera un acontecimiento sagrado y hablaban de ellos con el mismo tono reverente que antes se reservaba para los dioses. Si uno se paraba a pensarlo, sin embargo, no podía olvidar que todos esos gilipollas que bloqueaban el tráfico, que andaban por la calle, que gritaban en los bares y ponían la música a todo volumen, que te atracaban, que te violaban y que te vendían coches amarillos, que todos esos gilipollas no eran más que niños que habían envejecido. No era ningún milagro, y no había nada sagrado en ello.
Además, ni siquiera estaba seguro de que fuera de él. Nunca se había hecho la prueba de paternidad, porque su orgullo le decía: «¡A la mierda! ¿Tengo que someterme a una prueba para demostrar que soy el padre? ¿Hay algo que pueda ser más humillante? Lo siento, pero me tienen que sacar un poco de sangre porque mi mujer se estaba follando a otro tío y se quedó embarazada».
¡A la mierda! Sí, la echaba de menos. Sí, la amaba. Y sí, había soñado con sostener a aquel niño entre sus brazos. ¿Y qué? Lauren le había traicionado, le había abandonado, había tenido a su hijo mientras estaba fuera y, lo que es peor, ni siquiera se había disculpado. Aún no le había dicho nunca: «Sean, estaba equivocada. Siento mucho haberte hecho daño».
¿Él le había hecho daño a ella? Sí, por supuesto. Cuando se había enterado de que tenía un lío, había estado a punto de pegarle, pero había retirado la mano en el último momento y se la había metido en el bolsillo. No obstante, Lauren le había visto la expresión de furia en el rostro. Y todos los insultos que le había proferido. ¡Santo cielo!
Al fin y al cabo, su ira y el hecho de haberla apartado de él había sido reactivo. Era él el que había sido agraviado, no ella.
Se lo estuvo pensando un poco más.
Se volvió a meter el trozo de papel en la cartera, cerró los ojos de nuevo, y se quedó medio dormido en la silla. Le despertó el ruido de pasos en el vestíbulo, y abrió los ojos en el preciso instante que Whitey entraba en la oficina. Sean le vio el brillo de alcohol en los ojos antes de olerle el aliento. Whitey se dejó caer en el sillón, apoyó los pies sobre la mesa, y de una patada apartó la caja de pruebas varias que Connolly había dejado allí encima a primera hora de la tarde.
– ¡Vaya día más largo, joder! -exclamó.
– ¿Le has encontrado?
– ¿A Boyle? -Whitey negó con la cabeza- No su casero me ha dicho que le oyó salir a eso de las tres, pero que todavía no había vuelto. También me ha dicho que hace mucho que no ve ni a la mujer ni al hijo. Le llamamos al trabajo. Hace el turno de miércoles a domingo, por lo tanto, tampoco le han visto -soltó un eructo-. ¡Ya aparecerá!
– ¿Se sabe algo de la bala?
– Encontramos una en el Last Drop. El problema es que topó con un poste metálico que había detrás del tipo. Los de Balística nos han dicho que quizá puedan identificarla, pero que no es seguro. -Se encogió de hombros-. ¿Hay alguna novedad respecto a Brendan?
– Su abogado lo ha sacado de aquí.
– ¿De verdad?
Sean se acercó a la mesa de Whitey y empezó a examinar los contenidos de la caja.
– No hay huellas dactilares -protestó Sean-, y las pocas que hay no corresponden a nadie con antecedentes. La pistola fue usada por última vez en un atraco que se perpetró hace dieciocho años. ¡Joder! -Volvió a meter el informe de Balística dentro de la caja-. La única persona que no tiene coartada es la única que no me parece sospechosa.
– ¡Vete a casa! -le sugirió Whitey-. ¡De verdad!
– Sí, de acuerdo -asintió mientras sacaba la cinta de la caja.
– ¿Qué es eso? -preguntó Whitey.
– Una cinta de Snoop Dogg.
– Creía que estaba muerto.
– No, el que está muerto es Tupac.
– ¡Es difícil estar al día!
Sean colocó la cinta en la grabadora que había en un extremo de la mesa y la puso en marcha.
– Aquí el Servicio de Urgencias de la Policía. ¿Cuál es el motivo de su llamada?
Whitey se pasó una goma por los dedos y la lanzó al ventilador del techo.
– Hay un coche con sangre… La puerta está abierta…
– ¿Dónde se encuentra el coche?
– En las marismas, junto al Pen Park. Mi amigo y yo lo encontramos.
– ¿Me puede dar la dirección?
Whitey se tapó un bostezo con la mano y cogió otra goma. Sean se puso en pie y se estiró, preguntándose qué tendría en la nevera para cenar.
– En la calle Sydney. Hay sangre y la puerta está abierta.
– ¿Cómo te llamas, hijo?
– Quiere saber cómo se llama ella, y me ha llamado «hijo».
– ¿Hijo? Te he preguntado cómo te llamas tú..
– ¡Vayámonos de aquí! ¡Buena suerte!
La conexión se interrumpió y la operadora pasó la llamada a la central. Sean apagó la grabadora.
– Siempre había pensado que Tupac tenía un departamento con más ritmo -apuntó Whitey.
– Era Snoop. Ya te lo he dicho.
Whitey bostezó de nuevo, y repitió: -¡Vete a casa! ¿De acuerdo?
Sean hizo un gesto de asentimiento y sacó la cinta de la grabadora.
La guardó y la lanzó a la caja por encima de la cabeza de Whitey. Sacó su pistola Glock y la funda del cajón superior y se la colgó del cinturón.
– ¡Ella! -exclamó.
– ¿Qué? -preguntó Whitey volviéndose hacia él.
– El niño de la cinta dijo «cómo se llama ella». Dijo que quería saber su nombre; hablaba de Katie Marcus.
– ¡Claro! -repuso Whitey-. Si uno habla de una chica muerta, se refiere a ella en femenino. -Pero ¿cómo lo sabía?
– ¿Quién?
– El niño que hizo la llamada. ¿Cómo sabía que la sangre del coche era de una mujer?
Whitey bajó los pies de la mesa y se quedó mirando la caja. Metió la mano y sacó la cinta. La lanzó al vuelo y Sean la cogió con las manos.
– ¡Vuelve a ponerla! -le sugirió Whitey.
Dave y Val atravesaron la ciudad, cruzaron el río Mystic, y llegaron a un bar muy cutre de Chelsea donde la cerveza era barata y fría, y no había mucha gente; tan sólo algunos viejos con aspecto de haberse pasado la vida entera trabajando en el puerto, y cuatro trabajadores de la construcción que tenían una polémica sobre una mujer llamada Betty, al parecer con las tetas muy grandes pero de mal comportamiento. El bar quedaba encajonado justo debajo del puente Tobin, de espaldas al río, y daba la impresión de que hacía varias décadas que estaba allí. Todo el mundo conocía a Val y le saludaba. El propietario, un tipo esquelético de pelo muy negro y una piel muy pálida, se llamaba Huey. Trabajaba en el bar y les invitó a las dos primeras rondas.
Dave y Val jugaron al billar durante un rato, y después se sentaron con una jarra y dos chupitos. Las pequeñas ventanas cuadradas que daban a la calle habían pasado de un tono dorado al añil, y había anochecido con tanta rapidez que Dave casi se sintió intimidado por la oscuridad. De hecho, Val era un tipo bastante simpático cuando uno le conocía. Contaba historias sobre la cárcel y sobre robos que habían salido mal, y aunque todo lo que contaba Val era un poco escalofriante, lo hacía de un modo que parecía gracioso. Dave se preguntó qué debía de sentir un hombre como Val, intrépido y seguro de sí mismo, pero tan condenadamente pequeño.
– Bueno, sigo con la historia, ¿de acuerdo? Una vez que encarcelaron a Jimmy, todos los demás nos esforzamos por mantener la banda unida. Todavía no nos habíamos dado cuenta de que el único motivo de que fuéramos ladrones era porque Jimmy lo planeaba todo por nosotros. Lo único que teníamos que hacer era escucharle y seguir sus instrucciones, y todo salía bien. Pero sin él, éramos unos imbéciles. Bueno, pues una vez atracamos a un coleccionista de sellos. Lo dejamos atado en su oficina, mi hermano Nick y yo, y el chico ése llamado Carson Leverett, que no sabía ni atarse los cordones de los zapatos él solo, nos montamos en el ascensor. Todo iba bien. Llevábamos traje y teníamos la sensación de que encajábamos. Una mujer entró en el ascensor y empezó a gritar. No teníamos ni idea de lo que estaba sucediendo. Teníamos una apariencia de lo más respetable, ¿de acuerdo? Me volví hacia Nick y vi que éste estaba mirando a Carson Leverett porque el desgraciado no se había quitado la careta. -Val empezó a dar golpes sobre la mesa, sin parar de reírse-. ¿No te parece increíble? Llevaba puesta una careta de Ronald Reagan, una de esas máscaras cretas que vendían. ¡Y no se la había quitado!
– ¿Y no os habíais dado cuenta?
– No, ése fue el problema -respondió Val-. Salimos de la oficina, Nick y yo nos quitamos la careta, y dimos por sentado que Carson también lo habría hecho. Pequeñas cosas como ésas suceden continuamente en un oficio como éste. A veces, uno se olvida de los detalles más obvios porque está nervioso, es estúpido y lo único que quiere es acabar cuanto antes. Lo tienes delante de las narices, pero eres incapaz de verlo. -Soltó una risita y se bebió el chupito de un trago-. Ésa es la razón por la que echábamos de menos a Jimmy. No se le escapaba ni el más mínimo detalle, al igual que un buen quarterback que nunca pierde de vista la totalidad del campo de juego. Jimmy era capaz de ver el campo entero. Podía prever cualquier cosa que pudiera fallar. ¡Era un jodido genio!
– Pero luego se reformó.
– Sí, claro -asintió Val, encendiéndose un cigarrillo-. Lo hizo por Katie. Y después por Annabeth. Si te soy sincero, creo que nunca se lo llegó a tomar en serio del todo, pero la vida es así. A veces la gente crece. Mi primera mujer siempre me decía que ése era precisamente mi problema: que era incapaz de madurar. Me gusta demasiado la noche. El día sólo sirve para dormir.
– Siempre pensé que sería diferente -afirmó Dave.
– ¿El qué?
– El proceso de crecer. Pensaba que me sentiría diferente, como un adulto, como un hombre.
– ¿No te sientes adulto? Dave sonrió y contestó:
– Algunas veces, sí, pero por poco tiempo. Pero casi nunca me siento diferente de la época en que tenía dieciocho años. Muchas veces me despierto pensando: «¿Tengo un hijo? ¿Tengo mujer? ¿Cómo ha sucedido?». -Dave sentía cómo se le trababa la lengua a causa del alcohol, y notaba que la cabeza le daba vueltas porque aún no habían pedido nada para comer. Sentía la necesidad de explicarse, de demostrar a Val quién era en realidad, y de caerle bien-. Supongo que siempre pensé que a partir de un momento dado uno no dejaría de sentirse adulto. ¿Entiendes lo que quiero decir? Como si un día te despertaras, te sintieras un hombre y fueras capaz de controlar las situaciones del mismo modo que hacen los padres en las series televisivas.
– ¿Te refieres a personajes como los de Ward Cleaver? -preguntó Val.
– Sí, o incluso como esos sheriffs, ya sabes a quién me refiero, a James Amess, y a esos tipos como él. Siempre se comportaban como hombres de verdad.
Val asintió, tomó un trago de cerveza y añadió:
– Un tío me dijo una vez en la cárcel: la felicidad aparece muy rara vez, y sólo nos cabe esperar a que vuelva a aparecer. Pueden pasar años, pero la tristeza -Val parpadeó- nos invade siempre. -Apagó el cigarrillo-. Ese tipo me caía muy bien. No paraba de decir cosas interesantes. Me voy a pedir otro chupito. ¿Quieres otro?
Val se puso en pie.
Dave negó con la cabeza y contestó:
– Todavía no me he terminado éste.
– ¡Venga! -exclamó Val-. ¡De un trago!
Dave, observando su rostro arrugado y sonriente, respondió:
– De acuerdo.
– ¡Bien hecho!
Val le dio un golpecito en el hombro y se dirigió hacia la barra.
Dave lo observó mientras permanecía allí de pie, charlando con uno de los viejos trabajadores del muelle mientras esperaba que le sirvieran las bebidas. Dave pensó que aquellos tipos debían de saber lo que era ser hombres. Hombres sin vacilaciones, que nunca ponían en duda si obraban bien, que no estaban confundidos por el mundo o por lo que éste esperaba de ellos.
Supuso que era miedo. Eso era lo que él siempre había sentido, a diferencia de aquellos hombres. El miedo le había invadido desde una edad muy temprana, Y de modo permanente, al igual que la tristeza según el amigo de Val. El miedo se había instalado en su interior y nunca le había abandonado; por lo tanto, temía obrar mal, temía no estar a la altura, temía no ser lo bastante inteligente, temía no ser un buen marido o un buen padre o un hombre de verdad. Hacía tanto tiempo que tenía miedo que no estaba muy seguro de poder recordar cómo debía de ser vivir sin él.
La luz de un faro se reflejó en la puerta principal y le enfocó directamente a los ojos. Se abrió la puerta y Dave parpadeó varias veces, llegando sólo a entrever la silueta del hombre que entraba por la puerta. Era corpulento y le pareció que llevaba una chaqueta de piel. De hecho, se parecía un poco a Jimmy, pero era más grande y más ancho de hombros.
Cuando la puerta se cerró de nuevo y recobró la visión, se dio cuenta de que en realidad era Jimmy, con una chaqueta negra de piel por encima de un jersey oscuro de cuello alto y de unos pantalones color caqui. Saludó a Dave mientras se acercaba a la barra para hablar con Val. Le susurró algo al oído; Val se dio la vuelta y miró a Dave, y luego le dijo algo a Jimmy.
Dave empezaba a sentirse mareado. Estaba convencido de que era porque no había comido nada. Pero también tenía algo que ver con Jimmy, con el modo de saludarle, y por su rostro pálido y su expresión decidida. ¿Por qué demonios le parecía tan fornido? Tenía la sensación de que había aumentado cuarenta kilos de peso desde el día anterior. ¿Qué estaba haciendo en Chelsea la noche anterior al funeral de su hija?
Jimmy se acercó, tomó asiento delante de él y le preguntó:
– ¿Qué tal?
– Un poco borracho -admitió Dave-. ¿Has engordado?
Jimmy le dedicó una sonrisa burlona y contestó:
– No.
– Pareces más grande.
Jimmy se encogió de hombros.
– ¿Qué haces por aquí? -le preguntó Dave.
– Vengo a este bar muy a menudo. Hace muchos años que conocemos a Huey. Muchísimos. ¿Por qué no te bebes el chupito, Dave?
Dave agarró el vaso y confesó:
– Creo que ya estoy bastante borracho.
– ¡Qué más da! -exclamó Jimmy, y Dave se dio cuenta de que Jimmy también se iba a beber uno. Lo alzó y miró a Dave fijamente a los ojos-. ¡Por nuestros hijos!
– ¡Por nuestros hijos! -repitió Dave con gran esfuerzo, sintiéndose indispuesto, como si se hubiera ausentado del día y de la noche, y hubiera entrado en un sueño, un sueño en el que las caras estaban demasiado cerca, pero en el que las voces sonaban como si procedieran del fondo de una alcantarilla.
Dave se bebió el chupito de un trago, haciendo una mueca al sentir un escozor en la garganta, y Val se sentó junto a él. Val le pasó los brazos por los hombros y después de tomar un trago de cerveza directamente de la jarra, le dijo:
– Siempre me ha gustado mucho este sitio.
– Es un buen bar -asintió Jimmy-. Nadie te molesta.
– En esta vida es muy importante que nadie te moleste -apuntó
Val-. Que nadie se meta contigo ni con la gente que amas ni con tus amigos. ¿No estás de acuerdo, Dave?
– Completamente -respondió Dave.
– Dave es estupendo -dijo Val-. Siempre te hace sentir bien.
– ¿Eso crees? -preguntó Jimmy
– ¡Y tanto! -respondió Val, apretándole el hombro a Dave-. ¡Éste es mi hombre!
Celeste estaba sentada al borde de la cama del motel mientras Michael miraba la televisión. Tenía el teléfono sobre el regazo, con la palma de la mano flexionada sobre el auricular.
Durante las últimas horas de la tarde que había pasado con Michael, sentada en sillas oxidadas junto a la pequeña piscina del motel, había empezado a sentirse diminuta y hueca, como si alguien pudiera verla desde lo alto y pareciera abandonada y tonta, y lo que era peor, desleal.
Su marido. Había traicionado a su marido.
Tal vez Dave hubiera matado a Katie. Era una posibilidad. Pero ¿en qué demonios debía de estar pensando para contarlo todo a Jimmy? ¿Por qué no había esperado un poco más? ¿Por qué no lo había pensado con calma? ¿Por qué no había tenido en cuenta otras alternativas? ¿Acaso tenía miedo de Dave?
El nuevo Dave que ella había visto durante los últimos días era una aberración, un Dave producto del estrés.
Quizá no hubiera matado a Katie. Quizá.
La cuestión era que, como mínimo, tendría que haberle dado el beneficio de la duda hasta que las cosas se aclararan. No estaba muy segura de poder seguir viviendo con él y de poner la vida de Michael en peligro, pero si de algo estaba segura era de que debería haber ido a la policía, en vez de hablar con Jimmy Marcus.
¿Había deseado herir a Dave? ¿Había esperado algo más al mirar a Jimmy directamente a los ojos y contarle sus sospechas? y si era así, ¿qué era? Con toda la gente que había en el mundo, ¿por qué se lo había contado precisamente a Jimmy?
Había muchas respuestas posibles a aquella pregunta, pero no le gustaba ninguna. Descolgó el auricular y marcó el número de teléfono de Jimmy. Lo hizo con manos temblorosas y pensando: «Por el amor de Dios, que alguien coja el teléfono. Responde, por favor».
La sonrisa del rostro de Jimmy había empezado a moverse, a dibujarse y desdibujarse, de un lado a otro, y Dave intentó fijar la mirada en la barra, pero ésta también se movía, como si estuviera dentro de un bote y el mar empezara a enfurecerse.
– ¿Te acuerdas del día que trajimos aquí a Ray Harris? -preguntó Val.
– ¡Claro! -contestó Jimmy-. ¡El viejo y bueno de Ray!
– Ray -añadió Val, golpeando la mesa delante de Dave- era un hijo de perra de lo más divertido.
– Sí -asintió Jimmy en voz baja-. Ray era muy gracioso, siempre te hacía reír.
– La mayoría de la gente le llamaba Simplemente Ray -añadió Val, mientras Dave se esforzaba por adivinar de quién estaban hablando-. Pero yo le llamaba Ray Retintín.
Jimmy castañeteó los dedos, señaló a Val y dijo:
– ¡Eso es! ¡Siempre tenía cambio!
Val se acercó a Dave y le susurró al oído:
– El tipo ése solía llevar diez pavos en monedas dentro de los bolsillos. Nadie sabía por qué. Sencillamente le gustaba llevar muchas monedas en los bolsillos, supongo que por si un día tenía que llamar por teléfono a Libia o un sitio así. ¿Quién sabe? Pero solía pasearse con las manos en los bolsillos, haciendo tintinear las monedas el día entero. Lo que te quiero decir es que el tipo era un ladrón, y ¿quién no le iba a oír llegar? Pero según parece, dejaba las monedas en casa cuando se iba a trabajar. -Val suspiró-. ¡Mira que llegaba a ser raro!
Val apartó el brazo del hombro de Dave y se encendió otro cigarrillo. El humo subió en espiral hasta el rostro de Dave, y éste sintió cómo le avanzaba por las mejillas para acabar abriéndose camino en su pelo. A través del humo, veía cómo Jimmy le observaba con aquella expresión insípida y resuelta; los ojos de Jimmy expresaban algo que no le gustaba, algo que le resultaba familiar.
Se dio cuenta de que era la mirada característica de los policías. La del sargento Powers. La sensación de que podía leerle los pensamientos. La sonrisa volvió al rostro de Jimmy, subiendo y bajando cual lancha neumática, y Dave sintió que su estómago iba al mismo son, botando como si estuviera montado en una ola.
Tragó saliva varias veces y respiró profundamente.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Val.
Dave alzó una mano. Si todo el mundo se callara, se encontraría perfectamente.
– Sí -respondió.
– ¿Estás seguro? -le preguntó Jimmy-. Se te ha puesto la cara verde.
Sintió que una sensación nauseabunda le invadía el cuerpo y que se le cerraba la tráquea como un puño, para luego abrírsele de golpe. Le bajaban gotas de sudor por las cejas; exclamó:
– ¡Mierda!
– Dave.
– Creo que vaya vomitar -advirtió, sintiendo náuseas de nuevo. De verdad.
– De acuerdo -asintió Val, apartándose de la mesa a toda velocidad-. Sal por la puerta trasera. A Huey no le gusta tener que limpiar vómitos del cuarto de baño. ¿Entendido?
Dave se puso en pie, y Val le cogió los hombros y le hizo dar la vuelta para que viera la puerta trasera que había en un extremo de la barra, un poco más allá de la mesa de billar.
Dave se dirigió hacia la puerta, intentando andar en línea recta, un pie después de otro, un pie después de otro, pero seguía viendo la puerta inclinada. Era una puerta oscura y pequeña, y aunque la habían pintado de negro, la madera de roble estaba rota y astillada por el paso de los años. De repente, Dave sintió el calor del lugar. El ambiente era bochornoso y denso, y el aire le golpeaba mientras intentaba llegar hasta la puerta. Asió el pomo de bronce, agradecido por lo frío que estaba; a continuación lo giró y abrió la puerta.
Lo primero que vio fueron malas hierbas, luego agua. Tropezó, sorprendido por lo oscuro que estaba allí fuera y, en el momento justo, la luz de encima de la puerta se encendió e iluminó el alquitrán deteriorado que había delante de él. Oía las bocinas de los coches y los sonidos estridentes procedentes del puente que tenía encima y, de repente, se le pasaron las ganas de vomitar. Después de todo, quizá se encontrara bien. Inspiró el aire de la noche. A su izquierda, alguien había apilado plataformas de madera podridas y trampas de langosta oxidadas, y algunas de ellas tenían agujeros desiguales, como si hubieran sido atacadas por los tiburones. Dave se preguntó qué demonios debían de hacer esas trampas de langosta cerca de un río y en un lugar tan alejado del mar, pero después decidió que, de todos modos, estaba demasiado borracho para intentar hallar una respuesta. Un poco más lejos había una valla de tela metálica, tan oxidada como las trampas de langosta, recubierta de hierbajos. A su derecha, una hilera de malas hierbas más alta que la mayoría de la gente se extendía unos dieciocho n1etros a lo largo del pavimento roto y agujereado.
Dave volvió a sentir náuseas, las más desagradables que había tenido hasta entonces, y notó cómo le recorrían el cuerpo. Tropezó, cayó junto a la orilla del agua, y bajó la cabeza en el preciso instante en que el miedo, el Sprite y la cerveza salían a borbotones para ir a caer al grasiento río Mystic. Era líquido puro. No tenía nada más dentro. Era incapaz de recordar la última vez que había comido. Pero cuando se limpió la boca y se pasó un poco de agua se encontró mejor. Sintió el frescor de la noche en el pelo. Una ligera brisa se elevaba desde el río. Esperó, de rodillas, por si le entraban más ganas de devolver, aunque lo dudaba. Era como si le hubieran purificado.
Alzó los ojos y observó la parte inferior del puente; todo el mundo luchaba por entrar o salir de la ciudad, con prisas y de mal humor, seguramente a sabiendas de que cuando llegaran a casa tampoco se encontrarían mejor. La mitad de ellos saldría de sus casas enseguida e irían al supermercado a comprar algo que habían olvidado, a un bar, al videoclub, a un restaurante en el que tendrían que hacer cola otra vez, y todo eso, ¿para qué? ¿Para qué hacíamos tantas colas? ¿Adónde esperábamos llegar? y una vez allí, ¿por qué no estábamos tan contentos como habíamos imaginado?
Dave se percató de que a su derecha había un pequeño bote con motor fuera borda. Estaba amarrado a un poste tan pequeño y hundido que no se podía calificar de muelle. Supuso que debía de ser la barca de Huey, y sonrió al imaginarse a aquel tipo de apariencia mortecina surcando esas aguas grasientas, con su negra caballera al viento.
Se dio la vuelta y observó las plataformas y las malas hierbas.
No era de extrañar que la gente saliera allí a vomitar. Era un lugar de lo más apartado. A no ser que uno estuviera al otro lado del río con prismáticos, era imposible divisar el lugar. Estaba cerrado por tres lados, y era tan tranquilo que el sonido de los coches que pasaban por el puente era tan sólo un ruido apagado y distante; las malas hierbas lo ocultaban todo, a excepción de los graznidos de las gaviotas y del chapaleteo del agua. Si Huey fuera lo bastante listo, limpiaría las malas hierbas, quitaría las plataformas y construiría una terraza para atraer a algunos de los ejecutivos que se habían ido a vivir a Admiral Hill, con la intención de convertir Chelsea en el siguiente campo de batalla de los burgueses después de haber acabado con East Bucky.
Dave escupió unas cuantas veces y después se limpió la boca con la palma de la mano. Se puso en pie, y decidió que tendría que decir a Val y a Jimmy que necesitaba comer algo antes de seguir bebiendo. No hacía falta que fuera nada especial, tan sólo algo sustancioso. Cuando se dio la vuelta, estaban de pie junto a la puerta negra que habían cerrado a sus espaldas; Val, a la izquierda, y Jimmy, a la derecha. Dave pensó que tenían un aspecto gracioso, como si hubieran llegado hasta allí para entregar unos muebles y no supieran dónde dejarlos a causa de todos los hierbajos.
– ¡Hola! ¿Habéis venido a comprobar que no me he caído al río? -preguntó Dave.
Jimmy se apartó de la pared y se dirigió hacia él; la luz que colgaba sobre la puerta se apagó. Jimmy, que apenas veía nada a causa de la oscuridad, empezó a acercársele despacio; el rostro pálido se le iluminaba con la luz procedente del puente, iba entrando y saliendo de las sombras.
– Déjame que te cuente una cosa sobre Ray Harris -sugirió Jimmy, con un tono de voz tan bajo que Dave tuvo que inclinarse hacia delante-. Ray Harris era amigo mío, Dave. Solía venir a visitarme cuando estaba en la cárcel. También pasaba a ver a Marita, a Katie y a mi madre por si les hacía falta algo. Al hacer todas esas cosas, pensé que era amigo mío, pero en realidad lo hacía porque se sentía culpable. La policía le había presionado y me había delatado. Se sentía muy mal por ello. Pero después de haber venido a verme a la cárcel durante meses, pasó una cosa muy extraña. -Jimmy llegó hasta donde estaba Dave, se detuvo y se le quedó mirando con la cabeza ligeramente inclinada-. Me di cuenta de que Ray me caía muy bien. De verdad, disfrutaba mucho de su compañía. Hablábamos de deportes, de Dios, de libros, de nuestras esposas, de nuestros hijos, de la política del momento, de cualquier cosa. Ray era el tipo de persona que podía hablar de cualquier cosa. Tenía interés por todo. Y ésa es una cualidad muy poco común. Después mi mujer murió, ¿sabes? Murió y enviaron un guarda a la celda que me dijo: «Lo siento, recluso, pero su mujer murió ayer a las ocho y cuarto de la tarde. Se ha ido para siempre». ¿Sabes qué es lo que más me dolió de la muerte de mi mujer, Dave? Pues que tuviera que pasar por todo aquello completamente sola. Ya sé lo que estás pensando: todos morimos solos. Es verdad, en el último momento uno siempre está solo. No obstante, mi mujer tenía cáncer de piel, y tuvo que pasarse los últimos seis meses muriendo poco a poco. Yo podría haber estado allí con ella. Podría haberla ayudado a enfrentarse a la muerte. No a la muerte en sí, sino al proceso de morir. Sin embargo, no pude estar con ella. Ray, un hombre al que apreciaba, nos lo impidió.
Dave vio un trozo de río color azul tinta, iluminado por las luces del puente y el resplandor, reflejado en las pupilas de Jimmy.
– ¿Por qué me cuentas todo esto, Jimmy? -le preguntó Dave.
Jimmy señaló un lugar, por encima del hombro izquierdo de Dave y declaró:
– Hice que Ray se arrodillara allí mismo y le pegué dos tiros: uno en el pecho y otro en el cuello.
Val se apartó de la pared que había junto a la puerta, se dirigió hacia la izquierda de Dave y se tomó su tiempo; la maleza sobresalía tras él. A Dave se le cerró la garganta y se le secaron las tripas.
– Jimmy, no sé lo que… -farfulló Dave.
– Ray me suplicó -apuntó Jimmy-. Me dijo que éramos amigos. Que tenía mujer e hijo. También me explicó que su mujer estaba embarazada y que se mudarían a otra ciudad. Me aseguró que nunca jamás volvería a molestarme. Me suplicó que le dejara vivir para que pudiera ver nacer a su hijo. Me dijo que me conocía, que sabía que era un buen hombre, y que sabía que no quería hacerle daño. -Jimmy alzó la vista hacia el puente-. Deseaba darle alguna respuesta. Quería decirle que amaba a mi mujer, que ésta había muerto y que le consideraba responsable de ello y que, además, por principio, uno no delataba nunca a sus amigos si quería vivir muchos años. Pero no le dije nada, Dave. Estaba demasiado ocupado llorando. Fue muy patético. Los dos estábamos lloriqueando. Las lágrimas casi no me dejaban verle.
– Entonces, ¿por qué le mataste? -preguntó Dave, y en su voz había un lamento desesperado.
– Te lo acabo de contar -respondió Jimmy, como si se lo estuviera explicando a un niño de cuatro años-. Por principios. Me convertí en un viudo de veintidós años con una hija de cinco. Me había perdido los dos últimos años de la vida de mi mujer. Y el maldito Ray sabía perfectamente que la regla número uno de nuestro oficio era no delatar a los amigos.
– ¿Qué es lo que piensas que he hecho, Jimmy? Dímelo -dijo Dave.
– Cuando maté a Ray -prosiguió Jimmy-, sentí, no sé, que no era yo mismo. Tuve la sensación de que Dios me estaba mirando mientras le empujaba y lo tiraba a ese río. Y Dios sólo negaba con la cabeza. En realidad, no parecía enfadado, sólo un poco disgustado y nada sorprendido, como cuando descubres que tu cachorrillo ha hecho caca en la alfombra. Estaba ahí mismo, detrás de donde tú estás ahora, contemplando cómo se hundía Ray, ¿sabes? Su cabeza fue lo último en desaparecer, y recuerdo que pensé que cuando era niño creía que si uno nadaba hasta lo más profundo del agua, sería capaz de atravesar el fondo marino y aparecer en el espacio exterior. Así era como me imaginaba el globo terráqueo. Así estaría pues, mi cabeza sobresaldría de la Tierra, con todo el espacio, las estrellas y el cielo negro a mí alrededor, antes de iniciar la caída. Me hundiría en el espacio exterior y me alejaría flotando, y así seguiría durante un millón de años, en el frío de la noche. Eso fue lo que me imaginé cuando Ray se hundió; que seguiría sumergiéndose hasta hacer un agujero en el planeta, para luego vagar durante un millón de años por el espacio.
– Sé que te imaginas algo, Jimmy, pero estás equivocado -declaró Dave-. Crees que maté a Katie. Es eso, ¿verdad?
– No hables, Dave -le ordenó Jimmy.
– ¡No, no, no! -gritó Dave. De repente se percató de que Val sostenía una pistola-. No tuve nada que ver con la muerte de Katie.
«Van a matarme -pensó Dave-. No, por favor. Uno debe disponer de tiempo para prepararse. Uno no debería salir de un bar para vomitar y enterarse de que su vida se acaba. No, tengo que ir a casa. Tengo que arreglar las cosas con Celeste. Tengo que comer».
Jimmy se metió la mano en la chaqueta y sacó una navaja. Mientras la abría, la mano le temblaba un poco. Dave se dio cuenta de que también le temblaba el labio superior y un lado de la barbilla. Había esperanza. No podía permitirse que se le paralizara el cerebro. Había esperanza.
– La noche en que Katie murió llegaste a casa con toda la ropa cubierta de sangre, Dave. Has contado dos versiones diferentes de cómo te hiciste daño en la mano, y vieron tu coche aparcado delante del Last Drop a la hora en que Katie se fue. Mentiste a los policías y nos has estado engañando a todos nosotros.
– ¡Mira, Jimmy! ¡Por favor, mírame!
Jimmy continuó mirando el suelo.
– Sí, Jimmy, llegué a casa cubierto de sangre. Le pegué a alguien. Le pegué mucho.
– ¿Piensas contarnos la historia del atracador? -le preguntó Jimmy.
– No, era uno de esos que abusan de los niños. Estaba haciéndoselo en su coche con un chico. Era un vampiro, Jim. Estaba envenenando a aquel niño.
– Así pues, no hubo ningún atraco. Era un tipo que, si no lo he entendido mal, estaba abusando de un menor. Claro, Dave. Ya lo entiendo. ¿Le mataste?
– Sí. Bien, yo y… el chico.
Dave no tenía ni idea de por qué había dicho eso. Jamás le había hablado del chico a nadie. Uno no debía hacerlo, ya que la gente no lo entendía. Tal vez lo hubiera dicho a causa del miedo. Quizá necesitaba que Jimmy entendiera cómo le funcionaba la cabeza.
– Jimmy, compréndeme. Date cuenta de que no soy el tipo de persona que mataría a un inocente.
– Entonces, tú y el chico del que habían abusado…
– No -replicó Dave.
– ¡Cómo que no! Acabas de decir que tú y el chico…
– ¡No, no! ¡Olvídate de eso! A veces se me va la cabeza, yo…
– ¡No me digas! -exclamó Jimmy-. Me estás contando que mataste a un pervertido, pero, en cambio, no se lo quieres explicar a tu mujer. Creo que debería haber sido la primera persona en saberlo. Especialmente ayer por la noche, cuando te confesó que no creía la historia del atracador. ¿Por qué no se lo dijiste? A la mayoría de la gente no le importa que muera un violador de niños, Dave. Tu mujer cree que mataste a mi hija. ¿Cómo quieres que me crea que preferiste que Celeste pensara que habías matado a Katie en vez de a un pederasta? ¿Me lo puedes explicar, Dave?
Dave deseaba decirle; «Le maté porque tenía miedo de convertirme en alguien como él. Si me comía su corazón, entonces aniquilaría y destruiría su espíritu. Pero no puedo decir eso en voz alta. No puedo contar esa verdad. Ya sé que hoy mismo he prometido que se habían acabado los secretos. Pero, por favor, esto no lo puedo contar, por muchas mentiras que tenga que decir para mantenerlo oculto».
– ¡Venga, Dave! ¡Cuéntame por qué! ¿Por qué fuiste incapaz de decirle la verdad a tu propia mujer?
La única respuesta que se le ocurrió fue;
– No lo sé.
– ¡No lo sabes! Bien, pues en este cuento de hadas, tú y el niño (¿quién se supone que es el niño, tú cuando eras pequeño?) vais y…
– Sólo lo hice yo -replicó Dave-. Yo maté a la criatura sin rostro.
– ¿A quién coño dices? -preguntó Val.
– Al tipo. Al violador. Le maté. Yo. Yo solo. En el aparcamiento del Last Drop.
– No he oído decir que encontraran a un tipo muerto cerca del Last Drop -repuso Jimmy, volviéndose hacia Val.
– ¿Qué estás haciendo, Jimmy? ¿Dejando que este cabronazo se explique? -protestó Val-. ¿Estás de broma, o qué?
– Es verdad -insistió Dave-. Os lo juro por mi hijo. Le metí en el maletero de su coche. No sé qué ha pasado con el coche, pero lo hice. ¡Os lo juro por Dios! Quiero ver a mi mujer, Jimmy. Quiero vivir mi vida. -
Dave alzó los ojos hacia la oscura parte inferior del puente, y oyó el chirriar de los neumáticos allá arriba, las luces amarillas en tropel rumbo a sus respectivas casas-. ¡Jimmy, por favor! ¡No me prives de eso!
Jimmy miró a Dave a los ojos y Dave vio su muerte allí. Vivía dentro de Jimmy como los lobos. Dave deseó con fuerza ser capaz de enfrentarse a aquello, pero no lo consiguió. No podía hacer frente a la muerte. Ahí estaba, con los pies en el suelo, el corazón le bombeaba la sangre, el cerebro enviaba mensajes a los nervios, a los músculos y a los órganos, sus glándulas suprarrenales totalmente abiertas; y en cualquier momento, quizá fuese tan sólo cuestión de segundos, una navaja le atravesaría el pecho. A pesar del dolor tendría la certeza de que su vida (su vida y sus visiones, el hecho de comer, de hacer el amor, de reír, tocar y oler) llegaría a su fin. Era incapaz de afrontarlo con valentía. Suplicaría. Lo haría, sin duda. Si no le mataban, ha- ría cualquier cosa que le pidieran.
– Dave, creo que hace veinticinco años te subiste a aquel coche, y regresó en tu lugar otra persona. Pienso que te frieron el cerebro o algo así -afirmó Jimmy-. Sólo tenía diecinueve años, ¿sabes? Diecinueve y nunca te hizo nada malo. De hecho, le caías muy bien. ¡Y la mataste! ¿Por qué? ¿Porque tu vida es una mierda? ¿Porque la belleza te hace daño? ¿Porque yo no me subí a aquel coche? ¿Por qué? Contéstame, Dave. Dímelo, dímelo -insistió Jimmy-. Si lo haces, te perdonaré la vida.
– ¡Ni hablar! -protestó Val-. ¡No me digas que sientes lástima por este jodido cerdo! Escucha…
– ¡Cállate, Val! -espetó Jimmy, señalándole con el dedo-. Te regalé mi coche cuando me encerraron en la cárcel y lo primero que hiciste fue destrozarlo. ¡Con todas las cosas que te he dado, y lo único que sabes hacer es usar la fuerza bruta y vender putas drogas! ¡No me des consejos, Val! ¡Ni se te ocurra!
Val se volvió, dio una patada a los hierbajos, y empezó a susurrar rápidamente para sí.
– Cuéntamelo, Dave. Pero no me vengas con el cuento ése del violador de niños porque esta noche no estoy para tonterías, ¿de acuerdo? Dime la verdad. Si vuelves a contarme esa mentira, te rajo ahora mismo.
Jimmy inspiró aire varias veces. Sostenía la navaja delante del rostro de Dave, pero luego la apartó, se la deslizó entre el cinturón y los pantalones, y la colocó sobre su cadera derecha. Después, extendió las manos vacias.
– Dave, te dejaré vivir. Sólo quiero que me digas por qué la mataste. Irás a la cárcel. No te engaño. Pero vivirás, respirarás.
Dave se sintió tan agradecido que le entraron ganas de darle las gracias a Dios en voz alta. Quería abrazar a Jimmy. Treinta segundos antes, había sentido el peor de los desesperos. Habría estado dispuesto a arrodillarse, a suplicar, a decir: «No quiero morir. No estoy preparado. Aún no puedo marcharme. No sé qué me depara el más allá, y no creo que sea el cielo ni nada agradable. Creo que debe de ser algo oscuro, frío, un túnel interminable y vacío, como el agujero de tu planeta, Jim. No quiero estar solo en ese vacío, sumergido en la nada durante años, durante siglos de una fría inexistencia, mi corazón flotando, solo, solo, terriblemente solo».
Si mentía, podría seguir con vida. Sólo si tomaba una decisión y le contaba a Jimmy lo que éste quería oír. Con toda probabilidad le insultaría y le golpearía. Pero seguiría con vida. Podía verlo en la expresión de sus ojos. Jimmy no acostumbraba mentir. Los lobos se habían marchado y lo único que quedaba ante él era un hombre con una navaja que necesitaba poner fin a la cuestión, un hombre que se estaba desmoronando por el peso de no saber, y que lamentaba la pérdida de una hija que nunca jamás volvería a tocar.
«Regresaré a ti, Celeste. Conseguiremos que la vida nos sonría. Lo haremos. Y después, te prometo que no habrá más mentiras. No más secretos. Pero creo que debo decir esta última mentira, la peor de toda una vida llena de mentiras, porque no puedo decir la peor verdad de mi vida. Prefiero que piense que maté a su hija a que sepa por qué asesiné a ese pederasta. Es una buena mentira, Celeste. Nos devolverá la vida.»
– Cuéntamelo -insistió Jimmy.
Dave le contó lo más parecido a la verdad que se le ocurrió:
– Esa noche la vi en el McGills y me recordó un sueño que había tenido.
– ¿Qué tipo de sueño? -preguntó Jimmy, con la cara hundida y la voz cascada.
– Un sueño de juventud -contestó Dave.
Jimmy bajó la cabeza.
– No recuerdo haber sido joven -declaró Dave-, y supongo que ella representaba ese sueño. Sencillamente se me fue la cabeza.
Le destrozó tener que explicarle aquello a Jimmy, destruirle de aquel modo, pero Dave sólo quería irse a casa, ordenar sus ideas y ver a su familia, y si eso era lo que tenía que hacer para conseguirlo, lo haría. Iba a hacer las cosas bien. Y un año más tarde, cuando hubieran detenido y condenado al verdadero asesino, Jimmy entendería su sacrificio.
– Hay una parte de mí -confesó Dave- que nunca salió de aquel coche, Jimmy. Tal y como tú dijiste. Otra persona regresó al barrio vestida con la ropa de Dave, pero no era el Dave verdadero. Dave todavía seguía en el sótano.
Jimmy hizo un gesto de asentimiento, y cuando alzó -la cabeza, Dave se dio cuenta de que tenía los ojos húmedos y vidriosos, llenos de compasión, quizá incluso de amor.
– Entonces, ¿fue por ese sueño? -preguntó Jimmy en un susurro.
– Sí -respondió Dave, y sintió la frialdad de su mentira que se esparcía por todo su estómago, volviéndose tan intensa que pensó que tal vez estuviera hambriento, pues hacía tan sólo unos minutos que acababa de vaciar sus tripas en el río Mystic.
No obstante, era un frío diferente, distinto a cualquiera que hubiera sentido antes. Un frío helado. Tan frío que era casi caliente. No, era caliente. Era una sensación abrasadora que le bajaba por la ingle, le subía por el pecho y le cortaba la respiración.
Por el rabillo del ojo, vio cómo Val Savage daba un salto y gritaba:
– Sí, eso mismo es de lo que yo estoy hablando.
Le miró a los ojos. Jimmy, que movía los labios con demasiada rapidez y lentitud a la vez, dijo:
– Si enterramos nuestros pecados aquí, Dave, los purificaremos. Dave se sentó y observó cómo la sangre le brotaba y le goteaba por encima de los pantalones. Era su propia sangre, y cuando se llevó la mano al abdomen, se percató de que tenía una raja que iba de un extremo a otro.
– Me has mentido -protestó.
Jimmy, agachándose junto a él, le preguntó:
– ¿Cómo dices?
– Que me has mentido.
– ¿Ves cómo se le mueven los labios? -exclamó Val-. ¡Está moviendo los labios!
– ¡Ya lo veo, Val!
Dave sintió cómo la certeza le invadía, y era la certeza más desagradable a la que jamás se había tenido que enfrentar. Era mezquina e indiferente. Era cruel, y consistía sólo en saber que se estaba muriendo.
«No hay vuelta atrás. No puedo hacer trampas y escaparme de ésta. No puedo suplicar que me perdonen ni esconderme tras mis secretos. No hay ninguna esperanza de que me indulten por compasión. Compasión, ¿de quién? A nadie le importa. A nadie le importa. Pero a mí sí, a mí me importa y mucho. Y no es justo. Soy incapaz de atravesar ese túnel completamente solo. Por favor, no lo permitas. Por favor, despiértame. Quiero despertarme. Quiero sentirte, Celeste. Quiero que me estreches entre tus brazos. Todavía no estoy preparado.»
Se esforzó por ver con claridad, al tiempo que Val le entregaba algo a Jimmy y éste lo ponía en la frente de Dave. Estaba frío. Era un círculo de frescor y de amabilidad que le aliviaba de su ardiente sensación.
«¡Espera! ¡No, no, Jimmy! Ya sé lo que es. Atisbo el gatillo. ¡No, no, no, no! ¡Mírame! ¡Fíjate en mí! ¡No lo hagas, por favor! Si me llevas al hospital, me curarán y no moriré. ¡Te lo suplico, Jimmy, no aprietes el gatillo! ¡Te he mentido, por favor, no lo hagas! ¡Aún no estoy preparado para que me metan una bala en el cerebro! Nadie lo está. ¡Por favor, no lo hagas!»
Jimmy dejó de apuntarle con la pistola.
– Gracias -dijo Dave-. Gracias, gracias.
Dave se echó hacia atrás y vio cómo los rayos de luz brillaban sobre el puente, atravesando la negrura de la noche, resplandecientes. «Gracias, Jimmy. De ahora en adelante me voy a portar bien. Me has enseñado algo. De verdad que lo has hecho. Te diré lo que me has enseñado tan pronto como recupere el aliento. Seré un buen padre. Seré un buen marido. Lo prometo. Juro que…»
– ¡Bien, ya está! -exclamó Val.
Jimmy observó el cuerpo de Dave, el corte que le atravesaba el abdomen, el agujero de bala que le había perforado la frente. Se desprendió de los zapatos de una patada y se quitó la chaqueta. A continuación, se sacó el suéter de cuello alto y los pantalones color caqui que se habían manchado de la sangre de Dave. Se despojó del chándal de naiIon que llevaba debajo y lo lanzó a la pila que había junto al cuerpo de Dave. Oyó cómo Val colocaba los bloques de hormigón y una cadena en el bote de Huey, y luego Val regresó con una gran bolsa de basura verde. Debajo del chándal, Jimmy llevaba una camiseta y pantalones vaqueros; Val sacó un par de zapatos de la bolsa de basura y se los lanzó. Jimmy se los puso y comprobó que no hubiera ningún rastro de sangre en la camiseta y en los vaqueros. No había ni una sola mancha. Ni siquiera el chándal se había manchado.
Se arrodilló junto a Val y metió su ropa dentro de la bolsa de basura. Después llevó la navaja y la pistola hasta uno de los extremos del muelle y los tiró uno tras otro al centro del río Mystic. Podría haberlos colocado dentro de la bolsa junto con la ropa, y lanzarlos más tarde desde el bote con el cuerpo de Dave, pero, por el motivo que fuera, necesitaba hacerlo en aquel momento, y experimentar el movimiento del brazo en el aire y cómo las armas daban vueltas en espiral, se arqueaban, caían en picado, y se hundían con un suave chapoteo.
Se arrodilló junto al agua. Ya hacía un buen rato que los vómitos de Dave se habían alejado río abajo, y Jimmy sumergió las manos en el río, grasiento y contaminado como estaba, para lavarse los restos de la sangre de Dave. A veces, en sueños, hacía lo mismo (lavarse en el Mystic) cuando la cabeza de Ray Harris salía de nuevo a la superficie y le miraba fijamente.
Ray Harris siempre decía lo mismo: «Es imposible correr más que un tren». y Jimmy, confundido, le replicaba: «Tienes razón, Ray».
Ray, sonriente, se hundía de nuevo, y añadía: «Y tú, mucho menos».
Trece años de aquellos sueños, trece años viendo la cabeza de Ray flotando en el agua, y Jimmy aún no sabía qué quería decir con eso.
Cuando Brendan llegó a casa, su madre ya se había marchado a jugar al bingo y le había dejado una nota que rezaba: «Hay pollo en la nevera. Me alegro de que estés bien. No te acostumbres».
Brendan miró en su habitación y en la de Ray, pero éste también había salido. Cogió una silla de la cocina, la colocó delante de la despensa y se subió encima; la silla se torció un poco a la izquierda, pues a una de las patas le faltaba un tornillo. Observó la abertura del techo y vio marcas de dedos entre el polvo, y el aire que tenía justo delante de los ojos empezó a llenarse de diminutas motas de color oscuro. Apretó la trampilla con la mano derecha y la levantó un poco. Bajó la mano, se la limpió en los pantalones, e inspiró aire varias veces.
Había ciertas cosas de las que uno no deseaba conocer la respuesta. Brendan, al hacerse adulto, no había mostrado ningún interés en intimar con su padre, porque no quería mirarle a la cara y darse cuenta de la facilidad con la que podría dejarle. Tampoco le había hecho ninguna pregunta a Katie sobre sus antiguos novios, ni siquiera acerca de Bobby O'Donnell, porque no quería imaginársela tumbada sobre otra persona, besándola del mismo modo que le besaba a él.
Brendan sabía en qué consistía la verdad. En la mayoría de los casos, se trataba simplemente de decidir si uno quería saberla o disfrutar de la comodidad de la ignorancia y las mentiras. A menudo se subestimaba la mentira y la ignorancia. Casi toda la gente que Brendan conocía era incapaz de llegar al final del día sin una sarta de mentiras y una buena dosis de ignorancia.
Sin embargo, tenía que enfrentarse con aquella verdad, pues la había asumido en la celda de la prisión; le había atravesado como una bala y se le había instalado en el estómago. Y no conseguía librarse de ella; por tanto, ya no podía esconderse de ella ni convencerse de que no existía. Las mentiras habían dejado de formar parte de la ecuación.
– ¡Mierda! -exclamó Brendan, mientras empujaba a un lado el tablón del techo y lo devolvía a la oscuridad.
Sólo tocó polvo, astillas de madera, y más polvo. Ni rastro de la pistola. Siguió tanteando el lugar un minuto más, a pesar de que sabía que la pistola había desaparecido. Era la pistola de su padre, y no estaba donde debía estar. Se hallaba fuera, en algún lugar del mundo y había matado a Katie.
Colocó el listón de nuevo en la abertura. Cogió una escoba y barrió el polvo que había caído al suelo. Volvió a llevar la silla a la cocina. Sentía la necesidad de ser preciso en sus movimientos. Sentía que era importante no perder la calma. Llenó un vaso de zumo de naranja y lo dejó sobre la mesa. Se sentó en la silla que cojeaba y se dio la vuelta para vigilar la puerta, desde el centro del piso. Tomó un sorbo de zumo de naranja y se dispuso a esperar a Ray.
– ¡Mira esto! -exclamó Sean, mientras sacaba el archivo de huellas dactilares de la caja y lo abría delante de Whitey-. Es la huella más clara que encontraron en la puerta. Es pequeña porque es de un niño.
– La anciana señora Prior oyó a dos niños jugando en la calle minutos antes de que Katie chocara con el coche -apuntó Whitey-. Jugando con palos de hockey, dijo.
– También comentó que oyó a Katie decir «hola», pero quizá no fuera Katie. Es muy fácil confundir la voz de un niño con la de una mujer. ¡No había pisadas! ¡Claro que no! ¿Cuánto pesa un niño de esa edad? ¿Cuarenta kilos?
– ¿Reconoces la voz del niño?
– Se parece mucho a la de Johnny O'Shea.
Whitey asintió con la cabeza y replicó:
– Pero el otro niño no dijo nada.
– ¡Porque no puede hablar, joder! -exclamó Sean.
– ¡Hola Ray! -dijo Brendan cuando los dos chicos entraron en casa.
Ray hizo un gesto de asentimiento. Johnny le saludó con la mano. Se encaminaron hacia el dormitorio.
– Ven un momento, Ray.
Ray miró a Johnny.
– Sólo será un momento, Ray. Quiero preguntarte una cosa.
Ray se dio la vuelta, y Johnny O'Shea, dejando caer al suelo la bolsa de gimnasia que llevaba, se sentó en el borde de la cama de la señora Harris. Ray recorrió el corto pasillo, entró en la cocina y gesticuló con las manos como queriendo decir: «¿Qué pasa?».
Brendan enganchó una silla con el pie, la sacó de debajo de la mesa, e hizo un gesto de asentimiento.
Ray inclinó la cabeza ligeramente hacia arriba, como si oliera algo en el aire, algo que le desagradara. Se quedó mirando la silla y después se volvió hacia Brendan.
– ¿Qué he hecho? -le preguntó por señas.
– Dímelo tú -sugirió Brendan.
– No he hecho nada.
– Entonces, siéntate.
– No quiero.
– ¿Por qué no?
Ray se encogió de hombros.
– ¿A quién odias, Ray? -preguntó Brendan.
Ray le miró como si pensara que estaba loco.
– ¡Venga, dímelo! -insistió Brendan-. ¿A quién odias?
– A nadie -respondió Ray con un signo breve.
Brendan asintió con la cabeza, y le preguntó:
– Está bien. ¿A quién amas?
Ray le lanzó aquella mirada de nuevo. Brendan se inclinó hacia delante, con las manos en las rodillas, y repitió:
– ¿A quién amas?
Ray bajó los ojos, y luego levantó la vista y miró a Brendan. Alzó la mano y señaló a su hermano.
– ¿Me quieres?
Ray, nervioso, asintió.
– ¿Y a mamá?
Ray negó con la cabeza.
– ¿No quieres a mamá?
– Ni la odio ni la quiero -respondió Ray por medio de señas.
– Entonces, ¿soy la única persona a la que quieres?
Ray hizo un gesto de asentimiento con su diminuto rostro y frunció el entrecejo. Sus manos volaron al exclamar:
– ¡Sí! ¿Puedo irme ya?
– No -respondió Brendan-. Siéntate.
Ray se quedó mirando la silla, con la cara enrojecida y airada. Levantó la mirada y contempló a Brendan. Alargó la mano, hizo un gesto con el dedo del medio, y se dio la vuelta con la intención de salir de la cocina. Brendan ni siquiera se dio cuenta de que se había movido hasta que tuvo a Ray cogido por los pelos y poniéndolo en pie. Lo arrastró hacia atrás como si tirase del cordón de un cortacésped oxidado; luego abrió la mano, y Ray se soltó y salió disparado sobre la mesa de la cocina. Se golpeó contra la pared y se desplomó en la mesa, haciéndola caer al suelo con él.
– ¿Me quieres? -preguntó Brendan, sin mirar a su hermano-. Me quieres tanto que mataste a mi novia, ¿verdad?
Sus palabras hicieron que O'Shea reaccionara, tal y como Brendan había esperado que haría. Johnny agarró su bolsa de gimnasia y voló disparado hacia la puerta; sin embargo, Brendan tuvo tiempo de atraparlo. Cogió al pequeño gilipollas por el cuello y lo lanzó contra la puerta de un golpe.
– Mi hermano nunca hace nada sin ti, O'Shea. Nunca.
Echó el puño hacia atrás, y Johnny gritó:
– ¡No, Bren! ¡No lo hagas!
Brendan le pegó tal puñetazo en la cara que oyó cómo se le rompía la nariz. Luego le golpeó de nuevo. Cuando Johnny cayó al suelo, se acurrucó y empezó a escupir sangre sobre la madera. Brendan le gritó:
– ¡Ahora vuelvo a por ti! ¡Vuelvo y te mato a palos, cabronazo de mierda!
Brendan entró de nuevo en la cocina, a Ray le temblaban los pies y las zapatillas le resbalaban sobre los platos rotos. Brendan le abofeteó el rostro con tanta fuerza que Ray se cayó encima del fregadero. Brendan asió a su hermano por la camisa; Ray le miraba fijamente mientras las lágrimas le brotaban de los ojos repletos de odio, y la sangre le empapaba la boca; lo tiró al suelo, le extendió los brazos y se arrodilló sobre ellos.
– ¡Habla! -le ordenó Brendan-. ¡Sé que puedes hacerlo! ¡Habla, jodido monstruo, o te juro por Dios, Ray, que te mataré! ¡Habla!-
Brendan lanzó un grito y le golpeó las orejas con el puño-. ¡Habla! ¡Di su nombre! ¡Dilo! ¡Di «Katie», Ray! ¡Di su nombre!
Los ojos de Ray se volvieron oscuros y sombríos, y la sangre que escupió le cayó en su propio rostro.
– ¡Habla! -le ordenó Brendan-. Si no lo haces, te mataré.
Cogió a su hermano por el pelo de las sienes y le levantó la cabeza del suelo, y la sacudió de un lado a otro hasta que Ray le miró; Brendan le sostuvo la cabeza inmóvil, y observó con atención sus pupilas grises, y en ellas vio tanto amor y tanto odio que le entraron ganas de arrancársela de cuajo y lanzarla por la ventana.
– ¡Habla! -repitió, pero esa vez sólo consiguió emitir un susurro ronco y entrecortado-. ¡Habla!
Oyó cómo alguien tosía en voz alta, y al mirar atrás vio a Johnny O'Shea en pie, escupiendo sangre por la boca y con la pistola del padre de Ray en la mano.
Sean y Whitey subían por las escaleras cuando oyeron el estrépito: los gritos procedentes del piso y el inconfundible sonido de los cuerpos al luchar. Oyeron a un hombre gritar: «Voy a matarte, desgraciado», y Sean sostenía su Glock cuando asió el pomo de la puerta.
– ¡Espera! -le instó Whitey, pero Sean ya había girado el pomo, y cuando entró en el piso se encontró con que alguien le apuntaba el pecho a veinte centímetros de distancia.
– ¡Detente! ¡No aprietes ese gatillo, chico!
Sean observó el rostro ensangrentado de Johnny O'Shea y lo que vio en él le dio un susto de muerte. No había nada, y con toda probabilidad nunca lo había habido. El chico no iba a apretar el gatillo porque estuviera enfadado o asustado. Lo haría porque Sean no era más que una imagen de un juego de vídeo de metro ochenta y cinco, y la pistola era un mando.
– Johnny, deja de apuntarme con esa pistola.
Sean oía la respiración de Whitey al otro lado del umbral. -Johnny.
– ¡Me ha dado puñetazos! -exclamó Johnny O'Shea-. ¡Dos veces! i Y me ha roto la nariz!
– ¿Quién?
– Brendan.
Sean miró a su izquierda, y vio a Brendan de pie junto a la puerta de la cocina, con las manos a los lados, paralizado. Se dio cuenta de que Johnny O'Shea había estado a punto de disparar a Brendan cuando él cruzó la puerta. Podía oír la respiración de Brendan, superficial y lenta.
– Si quieres, le arrestaremos por ello.
– ¡No quiero que le arresten! ¡Lo quiero muerto, joder!
– La muerte es una cosa muy grave, Johnny. Los muertos nunca regresan, ¿recuerdas?
– Ya lo sé -respondió el chico-. Ya sé de qué va todo eso. ¿Piensa usarla?
La cara del chico era un desastre; de la nariz rota no paraba de salir sangre y le goteaba por la barbilla.
– ¿El qué? -preguntó Sean.
Johnny O'Shea señaló la cadera de Sean, y contestó:
– Esa pistola. Es una Glock, ¿verdad?
– Sí, lo es.
– Eso sí que es una pistola, tío. Me encantaría tener una. ¿Piensa usarla?
– ¿Ahora?
– Sí. ¿Va a utilizarla?
Sean, con una sonrisa, respondió:
– No, Johnny.
– ¿Por qué coño sonríe? -replicó Johnny-. Úsela y a ver qué pasa. Será divertido.
Le acercó la pistola, con el brazo extendido, con la boca tan sólo a dos centímetros de distancia del pecho de Sean.
– Diría que ya me tienes, compañero -dijo Sean-. ¿Sabes lo que te quiero decir?
– Ya es mío, Ray -gritó Johnny-. ¡Un maldito poli! ¡Yo solo! ¿Qué te parece?
– No dejemos que esto se salga de… -apuntó Sean.
– ¿Sabe? Una vez vi una película en la que un poli perseguía a un negro por encima de un tejado. El negro lo lanzó desde arriba, y el poli no paró de gritar hasta que cayó al suelo. El negro era muy cabrón, no le importó lo más n1ínimo que el policía tuviera mujer e hijos esperándole en casa. ¡El negro aquél era genial, tío!
Sean ya había presenciado algo similar con anterioridad. Fue una vez que iba de uniforme y que le habían mandado a controlar a la multitud en el atraco a un banco que se había complicado. Durante un período de dos horas, el tipo se había ido haciendo gradualmente más fuerte, por el poder de la pistola y por el efecto que provocaba, y Sean le había observado mientras despotricaba a los monitores instalados junto a las cámaras del banco. Al principio, el atracador estaba aterrorizado, pero luego lo había superado. Se había enamorado de la pistola.
Por un momento, Sean vio a Lauren que le miraba desde la almohada, con la cabeza apoyada en la mano. Vio a la hija que había soñado, la olió, y pensó lo horrible que sería morir sin llegar a conocerla o sin ver de nuevo a Lauren.
Se concentró en el rostro vacío que tenía ante él.
– ¿Ves al tipo de tu izquierda, Johnny? -le preguntó Sean-. ¿El que hay junto a la puerta?
Johnny dirigió los ojos con rapidez hacia la puerta y respondió:
– Sí.
– No quiere dispararte. De verdad que no.
– Si me dispara, me da igual-replicó Johnny, pero Sean se percató de que había surtido efecto, ya que el chico empezó a mover los ojos nerviosamente arriba y abajo.
– Pero si tú me disparas, no le quedará más remedio que hacerlo.
– No me da miedo la muerte.
– Ya lo sé. Pero no te creas que te pegará un tiro en la cabeza o algo así. No tenemos por costumbre matar a niños. Pero si te dispara desde donde está, ¿sabes a dónde irá a parar la bala?
Sean siguió con la mirada puesta en Johnny, a pesar de que su cabeza parecía estar clavada a la pistola que el chaval sostenía en la mano, y deseaba mirarla y ver dónde estaba el gatillo, y si el chico pensaba apretarlo. Sean pensaba: «No quiero que me dispare, y mucho menos morir a manos de un niño». No se le ocurría otra forma más patética de morir. Tenía la sensación de que Brendan, paralizado, a unos tres metros a su izquierda, debía de estar pensando lo mismo.
Johnny se lamió los labios.
– Te atravesará la axila y la columna vertebral. Te quedarás paralítico. Serás como uno de esos niños de los anuncios. Ya sabes. Sentado en una silla de ruedas, con un lado paralizado, y la cabeza colgando fuera de la silla. No pararás de babear, Johnny. La gente tendrá que sostenerte el vaso para que bebas con una pajita.
Johnny tomó una decisión. Sean lo notó, como si una luz se hubiera encendido en el oscuro cerebro del chaval, y entonces Sean sintió que el miedo se apoderaba de él, y supo que el chico iba a apretar el gatillo aunque sólo fuera para oír el ruido que hacía al disparar.
– ¡Mi nariz! -exclamó Johnny, volviéndose hacia Brendan.
Sean oyó, sorprendido, cómo su propia respiración le salía de la boca, y al bajar los ojos vio el arma que se apartaba de su cuerpo, como si diera vueltas en lo alto de un trípode. Extendió los brazos con tanta rapidez que parecía que otra persona le controlara los movimientos de los brazos. Asió la pistola al tiempo que Whitey entraba en la habitación, apuntando con la Glock al pecho del chico. La boca del chico emitió un sonido, un grito de asombro y decepción, como si hubiera abierto un regalo de Navidad y se hubiera encontrado con un calcetín sucio; Sean le apoyó la frente contra la pared y le quitó la pistola.
– ¡Cabronazo! -exclamó Sean, mientras le guiñaba un ojo a Whitey a través del sudor que le empapaba.
Johnny empezó a llorar como un niño de trece años, como si el mundo entero descansara sobre su cabeza.
Sean lo colocó de espaldas a la pared, le puso las manos detrás, y vio que Brendan finalmente respiraba profundamente aliviado, con labios y brazos temblorosos. Ray estaba de pie tras él en una cocina que parecía haber sido arrollada por un ciclón. Whitey se acercó a Sean, le puso una mano en el hombro y le preguntó:
– ¿Cómo estás?
– Ha estado a punto de hacerlo -respondió Sean, sintiendo el sudor que le empapaba la ropa, incluso los calcetines.
– No es verdad -protestó Johnny-. Sólo bromeaba.
– ¡Que te jodan! -le espetó Whitey, y acercó su cara a la del chico-. A excepción de tu madre, a nadie le importan tus lágrimas, desgraciado. Así que ya te puedes ir acostumbrando.
Sean le colocó las esposas a Johnny O'Shea y lo cogió de la camisa; a continuación lo llevó a la cocina y lo dejó caer en una silla.
– Ray, por el aspecto que tienes -apuntó Whitey-, cualquiera diría que te han tirado desde la parte trasera de un camión.
Ray se volvió hacia su hermano.
Brendan se apoyó en el horno, y su cuerpo se tambaleó de tal modo que Sean se imaginó que la más ligera de las brisas le haría caer al suelo.
– Lo sabemos -declaró Sean.
– ¿Qué es lo que saben? -preguntó Brendan en un susurro.
Sean observó al chaval que lloriqueaba y al otro, mudo, que les miraba con la esperanza de que se marcharan pronto para poder volver a su habitación y jugar al Doom. Sean estaba prácticamente seguro de que cuando consiguieran un intérprete de sordomudos y un asistente social, los chicos tendrían un montón de justificaciones: dirían que lo habían hecho porque tenían la pistola, porque se encontraban en aquella calle cuando ella pasó por allí, tal vez porque a Ray nunca le había caído bien la chica, porque les pareció una idea divertida, porque nunca habían matado a nadie antes, porque cuando uno tenía el dedo alrededor del gatillo lo único que podía hacer era disparar, porque si no lo hacía, ese dedo le dolería durante semanas.
– ¿Qué es lo que saben? -repitió Brendan, con una voz ronca y monótona.
Sean se encogió de hombros. Deseaba tener una respuesta para Brendan, pero contemplando a aquellos dos chavales, no se le ocurrió nada. Nada en absoluto.
Jimmy cogió una botella y se fue a la calle Gannon. Al final de la calle había una residencia de ancianos, un edificio de dos plantas típico de los sesenta, de piedra caliza y granito que se extendía media manzana más allá de Heller Court, la calle que empezaba donde Gannon acababa. Jimmy se sentó en los escalones blancos de la parte delantera y se dispuso a contemplar la calle. De hecho, había oído rumores de que habían empezado a echar ancianos de allí, pues el barrio se había vuelto tan popular que el propietario del edificio había decidido vendérselo a un tipo que se dedicaba a la construcción de pisos pequeños para parejas jóvenes. En realidad, el barrio de la colina había desaparecido. Siempre había sido el pariente rico del barrio de las marismas, pero entonces ni siquiera parecía pertenecer a la misma familia. Con toda probabilidad, muy pronto redactarían un estatuto, le cambiarían el nombre y lo borrarían del mapa de Buckingham.
Jimmy sacó la botella de medio litro de su chaqueta, echó un trago de whisky y contempló el lugar en el que habían visto a Dave Boyle por última vez el día que aquellos hombres se lo llevaron, mirando atrás por la ventanilla trasera, oscurecido por las sombras y alejándose en la distancia.
«Ojalá no lo hubieras hecho tú, Dave. De verdad.»
Brindó por Katie. «Papá le ha pillado, cariño. Papá ha acabado con él.»
– ¿Estás hablando solo?
Jimmy alzó los ojos y vio a Sean saliendo del coche. Sean, que llevaba una cerveza en la mano, sonrió al ver la botella de Jimmy, y le preguntó:
– ¿ Qué excusa tienes tú?
– Ha sido una noche muy dura -respondió Jimmy.
Sean asintió con la cabeza y añadió:
– Para mí también. No me han matado de milagro. Jimmy se hizo a un lado y Sean se sentó junto a él.
– ¿Cómo has sabido que estaba aquí?
– Tu mujer me ha dicho que probablemente te encontrarías aquí.
– ¿Mi mujer?
Jimmy nunca le había contado que solía ir a la calle Gannon. ¡Realmente era una mujer fuera de lo corriente!
– Sí. Jimmy, hemos arrestado a alguien.
Jimmy tomó un largo trago de la botella; el pecho le latió con fuerza. Repitió:
– Arrestado.
– Así es. Hemos cogido a los asesinos de tu hija y les hemos encerrado.
– ¿Asesinos? -preguntó Jimmy-. ¿Hay más de uno?
Sean hizo un gesto de asentimiento y contestó:
– En efecto, son unos chavales de trece años. Se trata del hijo de Ray Harris, Ray hijo, y de un chico llamado Johnny O'Shea. Confesaron hace media hora.
Jimmy sintió cómo un cuchillo le atravesaba el cerebro de un extremo a otro. Un cuchillo afilado que le cortaba el cráneo en pedazos.
– ¿Estáis seguros?
– Del todo.
– ¿Por qué?
– ¿Que por qué lo hicieron? Ni siquiera lo saben. Estaban jugando con una pistola y vieron que se acercaba un coche. Uno de ellos se plantó en medio de la carretera, el coche se desvió bruscamente, y frenó de golpe. Johnny O'Shea se dirigió a toda velocidad hacia el coche, pistola en mano. Nos ha dicho que sólo tenía intención de asustarla, pero que el arma se le disparó. Katie le golpeó con la puerta, y los chavales dicen que se asustaron. La persiguieron porque no querían que contara a nadie que tenían una pistola.
– ¿Y la paliza que le dieron? -preguntó Jimmy, después de tomar otro trago.
– Ray hijo tenía un palo de hockey. No ha respondido a las preguntas. Es mudo, ¿sabes? Ha estado allí sentado pero no ha dicho nada. Sin embargo, Johnny O'Shea nos contó que la golpearon porque al ponerse a correr les había hecho enfadar -se encogió de hombros como si todos esos excesos le sorprendieran a él mismo-. ¡Chiquillos gilipollas! ¡La mataron porque tenían miedo de que los castigaran!
Jimmy se puso en pie. Abrió la boca para tragar un poco de aire, pero las piernas le flaquearon, y se encontró de nuevo sobre el escalón. Sean le colocó una mano en el codo.
– ¡Tómalo con calma, Jim! ¡Respira profundamente!
Jimmy vio a Dave sentado en el suelo, tocándose la raja que Jimmy le había hecho de punta a punta del abdomen. Oyó su voz: «Mírame, Jimmy. Mírame».
– He recibido una llamada de Celeste Boyle -añadió Sean-. Me ha dicho que su marido ha desaparecido. Me ha contado que ella se había trastocado un poco estos últimos días y que quizá tú, Jimmy, sabrías dónde estaba Dave.
Jimmy intentó hablar. Abrió la boca, pero la tráquea se le llenó de algo parecido a trozos húmedos de algodón.
– Nadie más sabe dónde puede estar Dave -recalcó Sean-. Es muy importante que hablemos con él, Jim, porque podría saber algo de un tipo que fue asesinado la otra noche delante del Last Drop.
– ¿Un tipo? -consiguió preguntar Jimmy antes de que su tráquea se cerrara de nuevo.
– Sí -contestó Sean, con un brusco tono de voz-. Un pederasta que ya había sido arrestado tres veces. Un cabronazo de la peor calaña. Creemos que alguien le pilló mientras se lo estaba montando con un niño, y se lo cargó. Bien, de todos modos -prosiguió Sean-, desearíamos hablar de ello con Dave. ¿Sabes dónde está, Jim?
Jimmy negó con la cabeza. Tenía problemas para ver más allá de lo que le rodeaba, le parecía que se había erigido un túnel ante sus ojos.
– ¿No lo sabes? -insistió Sean-. Celeste nos ha confesado que te contó que creía que Dave había matado a Katie. También cree que eras de la misma opinión y que pensabas hacer algo al respecto.
Jimmy se quedó mirando una tapa de alcantarilla a través del túnel.
– ¿Piensas mandarle quinientos dólares al mes también a Celeste, Jimmy?
Jimmy alzó los ojos, y los dos lo vieron al mismo tiempo en sus respectivos rostros: Sean vio lo que Jimmy había hecho, y Jimmy se percató de que Sean lo sabía.
– ¡Maldita sea! Lo has hecho, ¿verdad? -le preguntó Sean-. ¡Le has matado!
Jimmy se puso en pie, apoyándose en la barandilla, y dijo:
– No sé de qué me estás hablando.
– Mataste a los dos, a Ray Harris y a Dave Boyle. ¡Por el amor de Dios, Jimmy! He venido aquí pensando que era una idea descabellada, pero tú mismo rostro te delata. ¡Eres un loco, un lunático y un maldito psicópata! ¡Lo has hecho! ¡Has matado a Dave! ¡Has matado a Dave Boyle, a nuestro amigo, Jimmy!
Jimmy soltó un bufido y replicó:
– Sí, claro, a nuestro amigo, el chico de la colina, tu gran amigo. Te pasabas el día con él, ¿verdad?
Sean se plantó ante él e insistió:
– Era nuestro amigo, Jimmy, ¿recuerdas?
Jimmy miró a Sean directamente a los ojos, y se preguntó si iba a asestarle un golpe.
– La última vez que vi a Dave -replicó Jimmy- fue ayer por la noche en mi casa. -Apartó a Sean y cruzó la calle-. Ésa fue la última vez que lo vi.
– ¡Eso no te lo crees ni tú!
Se dio la vuelta, con los brazos abiertos mientras se volvía hacia Sean.
– Si estás tan seguro, ¿por qué no me arrestas?
– Conseguiré las pruebas -respondió Sean-. Puedes estar seguro de ello.
– No conseguirás nada -dijo Jimmy-. Gracias por arrestar a los asesinos de mi hija, Sean. De verdad. Pero si lo hubieras hecho un poco más rápido, quizá…
Jimmy se encogió de hombros, se dio la vuelta y empezó a bajar por la calle Gannon.
Sean le observó hasta que le perdió de vista en la oscuridad bajo una farola rota, delante de la antigua casa de Sean.
«Lo has hecho -pensó Sean-. ¡Lo has hecho de verdad, maldito animal desalmado! y lo peor de todo es que sé lo inteligente que eres. No habrás dejado ni una sola pista con que podamos iniciar una investigación. Eso no es propio de ti, porque te ocupas del más mínimo detalle, Jimmy. ¡Maldito cabronazo!»
– ¡Le has matado! -exclamó Sean en voz alta-. ¿No es verdad, amigo mío?
Tiró su lata de cerveza al suelo y se encaminó hacia el coche; a continuación llamó a Lauren desde el móvil.
Cuando ella respondió, Sean dijo:
– Soy Sean.
Silencio.
Entonces supo lo que ella necesitaba oír pero que él no le había dicho, aquello que él se había negado a decirle durante más de un año. Se había dicho a sí mismo que le diría cualquier cosa salvo aquello.
No obstante, en ese momento lo dijo. Lo hizo mientras veía al chaval apuntándole el pecho con la pistola, ese chaval que no olía a nada, y viendo, también, al pobre Dave el día en que Sean quería invitarle a una cerveza, el indicio de esperanza que había visto en los ojos de Dave, como si fuera incapaz de creerse que nadie pudiera tener el más mínimo interés en invitarle a una cerveza. Lo dijo porque lo sentía en lo más profundo de su ser; necesitaba decirlo, tanto por Lauren como por él mismo.
– Lo siento. Lauren preguntó:
– ¿El qué?
– Haberte hecho responsable de todo.
– De acuerdo.
– Mira, yo…
– Verás…
– Sigue -sugirió Sean.
– Yo…
– ¿Qué?
– Yo… Sean, también lo siento. No quería…
– No pasa nada -respondió-. De verdad -respiró profundamente, inspirando el aire viciado que olía a sudor rancio del coche patrulla-. Quiero verte. Quiero ver a mi hija.
– ¿Cómo sabes que es tuya? -espetó Lauren.
– Es mía.
– Pero la prueba de paternidad…
– Es mía -repitió-. No necesito hacer ninguna prueba de paternidad. ¿Volverás a casa, Lauren? ¿Lo harás?
En algún lugar de la silenciosa calle, oía el zumbido de un generador.
– Nora -dijo Lauren.
– ¿Qué?
– Así se llama tu hija, Sean.
– Nora -repitió, la palabra fresca en su boca.
Cuando Jimmy regresó a casa, Annabeth estaba esperando en la cocina. Se sentó en una silla al otro lado de la mesa y ella le dedicó aquella sonrisa pequeña y secreta que a él tanto le gustaba, esa que daba la impresión de que lo conocía tan bien que aunque él no abriera la boca durante el resto de su vida, ella sabría lo que le quería decir. Jimmy le cogió la mano y le recorrió los dedos con su pulgar, intentando encontrar la misma fuerza que veía en el rostro de ella.
El monitor para bebés estaba entre ambos, sobre la mesa. Lo habían usado el mes anterior cuando Nadine había tenido una grave infección para controlar los gorjeos de la niña mientras dormía; Jimmy imaginaba que su bebé podía ahogarse, y esperaba el sonido apagado de la tos, para saltar de la cama, cogerla en brazos rápidamente y llevarla a toda prisa a urgencias, en calzoncillos y camiseta. Y aunque su hija se había curado pronto, Annabeth no había vuelto a poner el monitor en la caja que guardaba en el armario del comedor. Solía encenderlo por la noche para controlar el sueño de Sara y Nadine.
En aquel momento no estaban durmiendo. Jimmy oía a través del pequeño altavoz sus risas y susurros y le horrorizaba imaginárselas y pensar en sus pecados a la vez.
«He matado a un hombre. Al hombre equivocado.»
Aquella certeza, aquella vergüenza ardía en su interior.
«He matado a Dave Boyle».
Le chorreaba, todavía ardiente, sobre el vientre. Aquella lluvia lo calaba.
«He cometido un asesinato. He matado a un hombre inocente.»
– Cariño -dijo Annabeth, escudriñándole el rostro-. Cariño, ¿qué te pasa? ¿Es por Katie? Tienes muy mal aspecto.
Dio la vuelta a la mesa, con una temible mezcla de preocupación y de amor en sus ojos. Se sentó a horcajadas sobre Jimmy, le cogió la cara con las manos y le obligó a mirarle a los ojos.
– Cuéntamelo. Cuéntame qué te pasa.
Jimmy deseaba esconderse de ella. En aquel momento, el amor que ella le profesaba le dolía demasiado. Quería deshacerse de sus cálidas manos y encontrar algún lugar oscuro y profundo donde ni el amor ni la luz pudieran alcanzarle, donde pudiera acurrucarse para llorar su dolor y su odio hacia sí mismo en la oscuridad.
– Jimmy -susurró ella. Le besó los párpados-. Jimmy, háblame. Por favor.
Le apretó las sienes con las palmas de la mano, le deslizó los dedos a través del cabello hasta sujetarle el cráneo; luego le besó. Le introdujo la lengua en la boca y lo sondó, buscando con ahínco el motivo de su dolor, absorbiéndolo, capaz de convertirse si era necesario en un escalpelo que extirpase sus tumores y la librara de ellos.
– Cuéntamelo. Por favor, Jimmy. Cuéntamelo.
Y al contemplar a su amada, supo que si no se lo contaba todo estaría perdido. No estaba seguro de que ella pudiera salvarle, pero estaba convencido de que si no le abría su corazón, se moriría.
Así pues, se lo contó.
Se lo contó todo. Le contó lo de Ray Harris y le explicó la tristeza que había sentido en su interior desde que tenía once años, y que el hecho de haber amado a Katie había sido el único logro digno de admiración de toda su inútil vida; y que Katie a los cinco años (aquella hija y extraña a la vez) le necesitaba y desconfiaba de él a un tiempo, que era la cosa más temible con la que se había enfrentado, y la única obligación de la que nunca se había desentendido. Le contó que amar y proteger a Katie había sido su esencia, y que al privarle de su hija, le habían despojado de esa misma esencia.
– Y entonces -prosiguió en la cocina, que cada vez le parecía más pequeña y asfixiante-, maté a Dave.
«Le maté y le tiré al río, y ahora acabo de enterarme, como si lo que he hecho no fuera bastante, de que era inocente.»
«He hecho todas esas cosas, Anna, y no hay vuelta atrás. Creo que debería ir a la cárcel. Debería confesar el asesinato de Dave y volver a la cárcel, porque es allí donde me toca estar. De verdad, cariño. No me merezco vivir en sociedad. No se puede confiar en mí.»
Su voz parecía la de otra persona. Sonaba tan diferente de la que normalmente oía salir de sus labios que se preguntó si Annabeth vería a un extraño ante ella, un Jimmy de papel, un Jimmy que se desvanecía en el éter.
Sin embargo, Annabeth mantenía el rostro tan sosegado y tranquilo que parecía estar posando para un retrato. La barbilla alzada, y los ojos transparentes e ilegibles.
Jimmy oía de nuevo los susurros de las chicas a través del monitor, como una suave ráfaga de viento.
Annabeth se agachó y empezó a desabrocharle la camisa, y Jimmy observó sus dedos hábiles y su propio cuerpo se entumecía. Le abrió la camisa y la dejó que colgara sobre los hombros, y luego colocó la mejilla junto a él, con la oreja sobre el centro de su pecho.
– Yo sólo… -dijo.
– ¡Sshh! -susurró ella-. Quiero oírte el corazón.
Le pasó las manos por las costillas y por la espalda, y apretó con más fuerza la cabeza contra su pecho. Annabeth cerró los ojos, y una diminuta sonrisa apareció en sus labios.
Permanecieron así sentados durante un rato. El susurro del monitor se había convertido en el callado sonido del sueño de sus hijas.
Cuando Annabeth se apartó, Jimmy aún sentía su mejilla en el pecho como una marca permanente. Bajó de encima de su marido, se sentó en el suelo frente a él y se le quedó mirando a los ojos. Inclinó la cabeza hacia el monitor de bebés y, por un momento, escucharon cómo dormían sus hijas.
– ¿Sabes lo que les dije hoy cuando las acosté?
Jimmy negó con la cabeza.
– Les dije que tenían que ser especialmente amables contigo durante un tiempo, porque si nosotros amábamos a Katie, tú la querías mucho más. La querías tanto porque la habías creado y porque la habías mecido en tus brazos cuando era pequeña, y que a veces tu amor por ella era tan grande que tu corazón se hinchaba como un globo y sentías que iba a explotar de amor.
– ¡Santo cielo! -exclamó Jimmy.
– También les dije que su padre las amaba a ellas de ese modo. Que tenía cuatro corazones y que todos ellos eran globos, llenos de aire hasta los topes y dolorosos. Y que tu amor implicaba que nosotras nunca tendríamos que preocuparnos. Y Nadine me preguntó:
«¿Nunca?»
– ¡Por favor! -
Jimmy se sentía como si estuviera aplastado bajo bloques de granito-. ¡Para!
Ella negó con la cabeza una vez, envolviéndole con su serena mirada. -Dije a Nadine que no, que nunca tendríamos que preocuparnos, porque papá no era un príncipe, sino un rey. Y los reyes saben lo que se tiene que hacer, por difícil que sea, para arreglar las cosas. Papá es un rey y hará…
– Anna…
– … lo que deba hacer por aquellos a los que ama. Todo el mundo comete errores. Todos. Los grandes hombres intentan solucionar las cosas, y eso es lo que cuenta. De eso trata el gran amor. Ésa es la razón por la que papá es un gran hombre.
Jimmy se sintió cegado.
– No -dijo.
– Ha llamado Celeste -espetó Annabeth, y sus palabras fueron entonces dardos para él.
– No…
– Quería saber dónde estabas. Me contó que te había explicado sus propias sospechas sobre Dave.
Jimmy se secó los ojos con la palma de la mano, y observó a su mujer como si fuera la primera vez que la viera.
– Me lo contó, Jimmy, y yo pensé: «¿Qué clase de mujer va contando cosas así de su marido? ¡Qué despiadado se ha de ser para ir contando esas historias por ahí como quien no quiere la cosa!». ¿y por qué te lo contó a ti? ¿Eh, Jimmy? ¿Por qué a ti precisamente?
Jimmy se lo imaginaba; siempre lo había pensado por la forma en que a veces le miraba, pero no dijo nada.
Annabeth sonrió, como si pudiera adivinar la respuesta en su rostro.
– Podría haberte llamado al móvil. Podría haberlo hecho. Cuando me contó lo que sabías y recordé que estabas con Val, adiviné lo que estabas haciendo, Jimmy. No soy estúpida.
Nunca lo había sido.
– Sin embargo, no te llamé. No te detuve.
La voz de Jimmy se entrecortó al preguntar:
– ¿Por qué no lo hiciste?
Annabeth inclinó la cabeza hacia él, como si la respuesta hubiera sido obvia. Se puso en pie, le contempló con una mirada de curiosidad, y se quitó los zapatos de golpe. Se bajó la cremallera de los vaqueros y los deslizó pantorrillas abajo, se dobló por la cintura y los hizo bajar hasta los tobillos. Se los pasó por las piernas al tiempo que se quitaba la blusa y el sujetador. Levantó a Jimmy de la silla y estrechó su cuerpo contra el de ella; luego besó sus mejillas húmedas.
– Son débiles -espetó Annabeth.
– ¿Quiénes?
– Todos -respondió-. Todos, salvo nosotros.
Le quitó la camisa de los hombros, y Jimmy vio su rostro reflejado en el Pen Channel la primera noche que habían salido juntos. Ella le había preguntado si llevaba el crimen en la sangre, y Jimmy la había convencido de que no era así, porque había pensado que ésa era la respuesta que ella había esperado oír. Sólo entonces, doce años y medio más tarde, entendió que todo lo que ella había querido de él era la verdad. Cualquiera que hubiera sido su respuesta, ella se habría adaptado. Le habría apoyado. Habrían construido sus vidas de acuerdo con ello.
– Nosotros no somos débiles -declaró ella, y Jimmy sintió que el deseo se apoderaba de él, como si hubiera estado aumentando desde el día en que nació.
Si hubiera podido comérsela viva sin causarle ningún dolor, le habría devorado los órganos y le habría clavado los dientes en la garganta.
– Nunca seremos débiles.
Annabeth se sentó sobre la mesa de la cocina, con las piernas colgando a los lados.
Jimmy miró a su mujer mientras se quitaba los pantalones, a sabiendas de que aquello era temporal, que tan sólo estaba aliviando el dolor del asesinato de Dave, eludiéndolo para adentrarse en la fuerza y en la carne de su mujer. Pero ello bastaría para aquella noche. Quizá no para el día siguiente y los días venideros. Pero, sin lugar a dudas, para esa noche sería más que suficiente. ¿Y no era así cómo uno empezaba a recuperarse? ¿Poco a poco?
Annabeth le puso las manos sobre las caderas, y le clavó las uñas en la carne, junto a la columna vertebral.
– Cuando acabemos, Jimmy…
– ¿Sí?
Jimmy se sentía embriagado de ella.
– No te olvides de dar el beso de buenas noches a las niñas.