EPILOGO. JIMMY DE LAS MARISMAS

Domingo

28. TE GUARDAREMOS UN SITIO

El domingo por la mañana, Jimmy se despertó con el lejano sonido de tambores.

No era el golpeteo ni el sonido de los platillos de cualquier banda moderna de música de un club sudoroso, sino el martilleo grave y constante de una partida de guerra acampada en los alrededores del barrio. A continuación oyó el quejido de los instrumentos de viento metálicos, repentino y desafinado. Una vez más, era un sonido lejano, que llevaba hasta allí el aire de la mañana desde unas diez o doce manzanas de distancia, y que se apagaba casi al empezar. En el silencio que seguía, él permanecía allí tumbado escuchando la vivificante tranquilidad propia de última hora de una mañana de domingo, y que, a juzgar por el fuerte resplandor amarillento que dejaban entrar las cortinas, también debía de ser soleada. Oyó el cloqueo y el arrullo de las palomas desde su lecho y el ladrido seco de un perro calle abajo. La puerta de un coche se abrió de golpe y se cerró, y esperó oír el ruido del motor, pero no llegó, y luego volvió a oír el sonido del tamtam regular y más seguro.

Miró el despertador de la mesilla de noche: las once de la mañana.

La última vez que había dormido hasta tan tarde fue cuando… De hecho, ni siquiera recordaba la última vez que había dormido tanto. Hacía de ello años. Tal vez una década. Recordó el cansancio de aquellos últimos días, la sensación que tuvo de que el ataúd de Katie se elevaba y caía sobre su cuerpo como una caja de ascensor. Después, simplemente Ray Harris y Dave Boyle habían ido a visitarle la noche anterior, cuando estaba tumbado y borracho en el sofá de la sala de estar, pistola en mano, y contempló cómo lo saludaban desde la parte trasera del coche que olía a manzanas. La nuca de Katie aparecía entre ellos mientras bajaban por la calle Gannon, aunque Katie nunca miró hacia atrás; simplemente Ray y Dave saludaban como locos, con una sonrisa burlona, al tiempo que Jimmy sentía que la pistola le escocía en la palma de la mano. Había olido el aceite y había contemplado la posibilidad de llevarse el cañón a la boca.

El velatorio había sido una pesadilla: Celeste se había presentado a las ocho de la tarde cuando estaba lleno de gente; había atacado a Jimmy, le había golpeado con los puños y le había llamado asesino. «Tú, como mínimo, tienes su cuerpo -le había gritado-. ¿Y yo, qué tengo? ¿Dónde está, Jimmy? ¿Dónde?» Bruce Reed y sus hijos se la habían quitado de encima y la sacaron de allí a rastras, pero Celeste no cesaba de gritar: «Asesino. Es un asesino. Ha matado a mi marido. Asesino».

«Asesino.»

Después habían celebrado el funeral, y el oficio religioso junto a la tumba. Jimmy había permanecido allí de pie mientras metían a su niña dentro del agujero y cubrían el ataúd con montones de barro y de piedras sueltas, y Katie desaparecía de su vista bajo toda aquella tierra como si nunca hubiera existido.

El peso de todos ellos le había penetrado hasta los mismísimos huesos la noche anterior, y le había calado muy hondo. El ataúd de Katie se elevaba y caía, se elevaba y caía, así que para cuando metió la pistola de nuevo en el cajón y se dejó caer pesadamente en la cama, se sentía inmovilizado, como si le hubieran rellenado la médula ósea de sus muertos y la sangre se estuviera coagulando.

«¡Dios mío! ¡Nunca me había sentido tan cansado! -pensó-. Tan cansado, tan triste, tan inútil y solo. Estoy exhausto a causa de mis errores, de mi rabia y de mi amarga tristeza. Agotado como consecuencia de mis pecados. ¡Dios, déjame solo y déjame morir para que no haga maldades, para no encontrarme cansado, y para no tener que seguir soportando la carga de mi naturaleza y de mi amor. Líbrame de todo eso, porque estoy demasiado cansado para hacerlo yo solo.»

Annabeth había intentado comprender su culpa, el horror que sentía por sí mismo, pero no lo había conseguido. Ella no había apretado ningún gatillo.

Y, él en cambio, había dormido hasta las once. Doce horas seguidas, y además fue un sueño profundo, ya que no oyó a Annabeth levantarse.

Jimmy había leído en alguna parte que uno de los síntomas de la depresión era un cansancio permanente, una necesidad compulsiva de dormir, pero a,medida que se incorporaba sobre la cama y escuchaba el ruido de los tambores, acompañado entonces por los toques de aquellos instrumentos metálicos de viento, casi en armonía, se encontró como nuevo. Se sentía como si tuviera veinte años; muy despierto, como si no necesitara volver a dormir nunca más.

Pensó en el desfile. Los tambores y las trompetas procedían de la banda que se preparaba para desfilar por la avenida Buckingham al mediodía. Se levantó, se acercó a la ventana y corrió las cortinas. Aquel coche no había puesto en marcha el motor porque habían cerrado la calle desde la avenida Buckingham hasta Rome Basin. Treinta y seis manzanas. Observó la avenida a través de la ventana. Era una línea definida de asfalto azul grisáceo bajo un ardiente sol, y tan limpio que Jimmy no recordaba haberlo visto nunca así. Caballetes azules bloqueaban el acceso a cualquier calle que cruzara y se extendían de un extremo a otro del bordillo hasta donde Jimmy alcanzaba a ver en ambas direcciones.

La gente había empezado a salir de sus casas para coger sitio en la acera. Jimmy observó cómo se instalaban con sus neveras portátiles, sus radios y sus cestas de comida, y saludó a Dan y Maureen Guden mientras éstos desplegaban sus tumbonas delante de la lavandería Hennessey. Cuando le devolvieron el saludo, se sintió conmovido por la preocupación que vio en sus rostros. Maureen ahuecó las manos alrededor de su boca y le llamó. Jimmy abrió la ventana y se apoyó en la mosquitera, y le llegó un soplo del sol de la mañana, del aire diáfano, y los restos del polvo primaveral que estaban pegados a la tela metálica.

– ¿Qué has dicho, Maureen?

– Te he preguntado cómo estás, cariño. ¿Estás bien?

– Sí -respondió Jimmy, sorprendiéndose al comprobar que, en realidad, se encontraba bien.

Todavía llevaba a Katie en su interior, como un segundo corazón herido y enfadado, estaba convencido de ello, cuyos latidos airados nunca cesarían. No se hacía ilusiones al respecto. El dolor que sentía se había convertido en algo constante, en algo más real que cualquiera de sus miembros. Pero, en cierto modo, durante su largo sueño, había conseguido aceptarlo. Allí estaba, formaba parte de él, y de ese modo podía manejarlo. Por lo tanto, dadas las circunstancias, se sentía mucho mejor de lo que podría haber esperado.

– Estoy… bien -les dijo a Maureen y a Dan-. Teniendo en cuenta la situación.

Maureen asintió con la cabeza, y Dan le preguntó:

– ¿Necesitas algo, Jim?

– Cualquier cosa que necesites, nos la pides -insistió Maureen.

Jimmy sintió una oleada satisfactoria y eterna de amor hacia ellos y hacia el lugar en general, al contestar:

– Muchas gracias, de verdad, pero no me hace falta nada. Os lo agradezco de todo corazón.

– ¿Vas a bajar? -le preguntó Maureen.

– Sí, creo que sí -respondió Jimmy, sin estar seguro hasta que las palabras le brotaron de la boca-. Nos vemos ahí abajo dentro de un rato.

– Te guardaremos un sitio -terció Dan.

Le saludaron con la mano; Jimmy les devolvió el saludo y se apartó de la ventana, con el pecho aún repleto de aquella arrolladora mezcla de orgullo y de amor. Ésa era su gente. Y aquél era su barrio. Su hogar. Le guardarían un sitio. Lo harían. A Jimmy el de las marismas.»

Así le llamaban los grandullones en los viejos tiempos, antes de que le mandaran a Deer Island. Solían llevarle a los clubes sociales de la calle Prince en la zona del North End, y decían: «Hola, Carla, éste es el amigo del que te hablé. Jimmy. Jimmy el de las marismas».

Carla, Gino o cualquiera de los demás irlandeses abrían los ojos de par en par, y decían: «¿De verdad? Jimmy de las marismas. Encantado de conocerte, Jimmy. Hace mucho tiempo que admiro tu trabajo».

A continuación, contaban chistes sobre su edad: «¿Forzaste tu primera caja fuerte cuando todavía llevabas pañales?», aunque Jimmy notaba el respeto, cuando no algo de temor, que aquellos tipos duros sentían en su presencia.

Él era Jimmy el de las marismas. Había dirigido su primera banda cuando tenía diecisiete años. ¡Sólo diecisiete! ¿No parece imposible? Un tipo serio, con el que nadie se metía. Un hombre que mantenía la boca cerrada, que conocía las reglas del juego y que sabía respetar a los demás. Un hombre que ganaba dinero para sus amigos.

Por aquel entonces era Jimmy de las marismas, y todavía seguía siéndolo, y toda esa gente que empezaba a agruparse a lo largo de las calles por las que iba a pasar el desfile… le querían. Se preocupaban por él y compartían un poco de su dolor de la mejor forma que sabían. Y a cambio de su amor, ¿qué les daba él? Tuvo que preguntárselo. ¿Qué les daba él en realidad?

Lo más parecido a una presencia dominante en el barrio desde la época en que los federales y el Grupo Anticorrupción arrestaron a la banda de Louie Jello había sido… ¿qué? ¿Bobby O'Donnell? Bobby O'Donnell y Roman Fallow. Un par de traficantes de pacotilla, que se habían dedicado a cobrar por proteger establecimientos, a la usura y a la extorsión. Jimmy había oído rumores de que habían hecho un trato con las bandas vietnamitas de Rome Basin para evitar que los amarillos se introdujeran en el negocio, y, de ese modo, no tener que compartir su territorio. Después habían celebrado la alianza reduciendo la floristería de Connie a cenizas, como advertencia a cualquiera que se negara a pagar las primas de protección.

Las cosas no se hacían así. Uno hacía sus negocios fuera del barrio, y no convertía al barrio en un negocio. Uno debía mantener a su gente protegida y a salvo, y ellos, en agradecimiento, te cubrían las espaldas y te avisaban de posibles peligros. Y, si de vez en cuando, su gratitud se expresaba en un sobre, en un pastel o en un coche, era porque querían, como recompensa por haberles protegido.

Así era cómo debía dirigirse un barrio. Con benevolencia. Con un ojo puesto en sus intereses y el otro en los propios. No se podía permitir que los Bobby O'Donnell y aquellos mafiosos de ojos rasgados pensaran que podían, simplemente, entrar allí y tomar cuanto les viniera en gana. Como mínimo, si querían salir del barrio por su propio pie.

Jimmy salió del dormitorio y encontró el piso vacío. La puerta del final del pasillo estaba abierta; oía la voz de Annabeth desde el piso de arriba y los diminutos pies de sus hijas correteando sobre las tablas de madera del suelo mientras perseguían al gato de Val. Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha; se metió dentro cuando el agua empezó a salir caliente y expuso la cara al chorro.

La única razón por la que O'Donnell y Farrow nunca se habían preocupado por la tienda de Jimmy era porque sabían que era amigo de los Savage. Y al igual que cualquier persona que tuviera un poco de cerebro, O'Donnell les tenía miedo. Y si él y Roman temían a los Savage, eso quería decir, por asociación, que también tenían miedo a Jimmy.

Le temían. A él, a Jimmy de las marismas. Porque, como Dios bien sabe, la cabeza le funcionaba muy bien. Y con los Savage cubriéndole las espaldas, tendría todos los músculos y todas las pelotas, toda la audacia ilimitada que pudiera necesitar. Jimmy Marcus y los hermanos Savage juntos podrían…

¿Qué?

Hacer que el barrio fuera un lugar tan seguro como se merecía. Controlar la ciudad entera.

Ser sus dueños.

«¡Por favor, no lo hagas, Jimmy! ¡Por el amor de Dios! Quiero ver a mi mujer. Quiero vivir mi vida. Jimmy, no me prives de eso. ¡Mírame!» Jimmy cerró los ojos, y dejó que el agua dura y caliente le perforara el cráneo.

«¡Mírame!»

«Ya te estoy mirando, Dave. Te estoy mirando.»

Jimmy vio el rostro suplicante de Dave; la baba de sus labios no era muy diferente de la que le había caído a Ray Harris por el labio inferior y por la mandíbula trece años atrás.

«¡Mírame!»

«Ya te estoy mirando, Dave. Ya te estoy mirando. Nunca deberías haber salido de ese coche, ¿sabes? No deberías haber vuelto. Regresaste aquí, a tu hogar, pero las partes más importantes de tu ser habían desaparecido. Nunca conseguiste volver a encajar, Dave, porque te habían envenenado y ese veneno sólo estaba esperando la oportunidad de poder derramarse de nuevo.»

«No maté a tu hija, Jimmy. No maté a Katie. No lo hice. No lo hice.»

«Quizá no lo hicieras, Dave. Ahora ya sé que no. De hecho, parece ser que ni siquiera tuviste nada que ver con su muerte. Todavía existe una posibilidad remota de que la policía se equivocara al detener a esos niños, pero, con todo, debo admitir que todo parece indicar que no fuiste culpable del asesinato de Katie.»

«¿Así pues?»

«Aun así, mataste a alguien, Dave. Mataste a una persona. Celeste tenía razón. Además, ya sabes lo que pasa con los niños de quienes han abusado sexualmente.»

«¿No, Jim? ¿Por qué no me lo cuentas?»

«Tarde o temprano, ellos a su vez abusan sexualmente de niños.

Llevan el veneno dentro y tiene que salir. No he hecho más que proteger a alguna pobre víctima futura de tu veneno, Dave. Tal vez de tu propio hijo.»

«¡No metas a mi hijo en esto!»

«De acuerdo, entonces quizá algún amigo de tu hijo; pero Dave, en algún momento, habrías acabado por mostrar tu verdadera naturaleza.»

«¿Es eso lo que piensas?»

«Después de subirte a aquel coche, nunca deberías haber regresado. Eso es lo que pienso. Habías dejado de ser uno de los nuestros. ¿No lo entiendes? Un barrio es eso precisamente: un lugar en el que vive la gente que es de allí. ¡Los demás no encajan, joder!»

La voz de Dave atravesó el agua y se grabó en el cráneo de Jimmy a fuerza de repetírselo: «Ahora vivo dentro de ti, Jimmy. No podrás librarte de mí».

«Sí, Dave, sí que podré.»

Jimmy cerró el grifo y salió de la ducha. Se secó e inspiró el suave vapor que le subía hasta la nariz. Le hizo sentirse aún más lúcido. Limpió el vapor de la ventanita de la esquina y observó el callejón que serpenteaba detrás de su casa. Hacía un día tan despejado y soleado que incluso el callejón parecía estar limpio. ¡Dios, qué día tan bonito! ¡Qué domingo tan perfecto! ¡Un día ideal para el desfile! Llevaría a sus hijas ya su mujer a la calle, se cogerían de la mano y contemplarían a la gente desfilando, las bandas de música, las carrozas y los políticos marchar en tropel bajo el radiante sol. Comerían perritos calientes y nubes de algodón azucarado, y a las niñas les compraría banderas de Buckingham y camisetas. El proceso de curación empezaría entre los platillos, el clamor de los tambores, las trompetas y los gritos de entusiasmo. Estaba seguro de que aquel proceso se iniciaría cuando estuviesen en la acera, celebrando la creación de su barrio. y cuando la muerte de Katie les entristeciera de nuevo durante la noche, y sus cuerpos flaquearan un poco a causa del dolor, como mínimo tendrían la diversión de la tarde para compensar su sufrimiento. Sería el inicio de su curación. Se darían cuenta, de que, al menos por unas pocas horas, habían disfrutado, o de que incluso se habían sentido alegres.

Se apartó de la ventana y se mojó la cara con agua caliente; a continuación se cubrió las mejillas y el cuello con espuma, y al empezar a afeitarse se le ocurrió que era un hombre malo. En verdad no fue una gran revelación: no estalló en su corazón ningún gran repique de campanas. Sólo fue eso: una idea, una conciencia repentina que le acariciaba el pecho con dedos suaves.

«Sí, lo soy.»

Se miró en el espejo y apenas sintió nada. Amaba a sus hijas y a su mujer. Y ellas le querían. En ellas encontraba una gran seguridad. Pocos hombres (poca gente) disfrutaban de eso.

Había matado a un hombre por un crimen que, con toda probabilidad, no había perpetrado. Por si fuera poco, apenas sentía remordimiento. Y hacía mucho tiempo había matado a otro hombre. Había sujetado a los cuerpos de ambos un peso para que descendieran a lo más profundo del río Mystic. Además, los dos le habían caído bien: Ray le caía un poco mejor que Dave, pero les tenía simpatía a los dos. Aun así, los había asesinado. Por principios. De pie sobre un saliente de piedra cercano al río contempló cómo la cara de Ray se volvía blanca y desaparecía a medida que se hundía bajo el agua, los ojos abiertos y sin vida. Y a lo largo de todos esos años no se había sentido culpable, a pesar de haberse repetido a sí mismo que lo era. Porque, de hecho, lo que había considerado sentimiento de culpa, era miedo de tener un mal karma, de que alguien le hiciera a él o a alguien que amaba lo mismo que él había hecho. Suponía que la muerte de Katie podía haber sido el cumplimiento de ese mal karma. El cumplimiento más importante: Ray había regresado a la vida a través del útero de su mujer y había asesinado a Katie, sin ningún motivo excepto el karma.

¿Y a Dave? Habían pasado la cadena por los agujeros del bloque de hormigón, se la ataron fuerte al cuerpo y anudaron los dos extremos. Después levantaron el cuerpo trabajosamente los veinticinco centímetros necesarios para poder echarlo por la borda, y lo habían lanzado al agua. A Jimmy le había quedado la imagen inconfundible de Dave de niño, no de adulto, mientras descendía hasta el lecho del río. ¿Quién podía saber con exactitud adónde había ido a parar? Sin embargo, estaba allí abajo, en las profundidades del Mystic, mirando hacia arriba. «Quédate ahí, Dave. Quédate ahí.»

La verdad era que Jimmy nunca se había sentido muy culpable de todo lo que hizo. Sí, claro, había hablado con un tipo de Nueva York para que mandara quinientos dólares mensuales a la familia Harris durante los últimos trece años, pero eso más que culpa era un buen sentido comercial: mientras creyeran que Simplemente Ray estaba vivo, nunca mandarían a nadie en su busca. De hecho, ahora que el hijo de Ray estaba en la cárcel, qué coño, dejaría de enviarles el dinero. Lo usaría para algo bueno.

Para el barrio, decidió. Usaría el dinero para proteger a su barrio.

Mirándose en el espejo, se dio cuenta de que eso era exactamente lo que era: suyo. A partir de aquel momento, sería suyo. Había estado viviendo una mentira durante trece años, haciendo creer a la gente que era un ciudadano honrado, cuando en realidad sólo veía a su alrededor cómo desaprovechaba las buenas oportunidades. ¿Que querían construir un estadio en el barrio? «De acuerdo, pero vamos a hablar de los trabajadores a los que representamos. ¿No? Muy bien, pero más os valdrá vigilar de cerca toda la maquinaria, chicos. No me gustaría nada prenderle fuego a algo tan valioso.»

Tendría que sentarse con Val y Kevin para hablar de su futuro.

La ciudad estaba a la espera de que alguien la pusiera en marcha. ¿Y con Bobby O'Donnell? Jimmy decidió que si Bobby seguía empeñado en permanecer en East Bucky, no le aguardaría un futuro muy prometedor.

Terminó de afeitarse, y observó su reflejo en el espejo por última vez. ¿Que era malo? Pues muy bien. Podía vivir con ello porque en su corazón albergaba amor y se sentía seguro. ¡No le parecía una mala combinación!

Se vistió. Atravesó la cocina con la sensación de que el hombre que había hecho creer que era todos aquellos años había bajado por el desagüe del cuarto de baño. Oía a sus hijas gritando y riéndose, porque el gato de Val seguramente las estaba lamiendo sin parar, y pensó: «¡Qué sonido tan bonito!».

Sean y Lauren encontraron aparcamiento delante de la cafetería Nate amp; Nancy. Nora dormía en su cochecito y lo colocaron a la sombra bajo la marquesina. Se apoyaron en la pared y se comieron los cucuruchos mientras Sean miraba a su mujer y se preguntaba si serían capaces de lograrlo, o si el distanciamiento de ese año habría causado demasiados estragos, si habría acabado con su amor y con todos los años buenos que habían pasado juntos antes del desastre de los dos últimos años. No obstante, Lauren le cogió de la mano y la apretó, y Sean contempló a su hija y pensó que se parecía a algo que merecía ser adorado, a una pequeña diosa tal vez, que le llenaba.

A través del desfile que avanzaba ante ellos, Sean vio a Jimmy y a Annabeth Marcus al otro lado de la calle; sus dos preciosas hijas estaban sentadas sobre los hombros de Val y Kevin Savage, y saludaban a todas las carrozas y descapotables que desfilaban frente a ellas.

Sean sabía que habían pasado doscientos dieciséis años desde que construyeran la primera cárcel de la zona, a lo largo de las orillas del canal que acabó llevando su nombre. Los primeros habitantes de Buckingham habían sido los vigilantes de prisiones y sus familias, además de las mujeres e hijos de los hombres que estaban encarcelados. Nunca había sido una situación fácil. Cuando liberaban a los prisioneros, éstos estaban demasiado cansados o eran demasiado viejos para trasladarse a otro lugar, por lo que Buckingham bien pronto fue conocido como el vertedero de la escoria de la sociedad. Aparecieron miles de bares por toda la avenida y sus sucias calles, y los carceleros se mudaron a las colinas, literalmente, y construyeron sus casas allí arriba para poder seguir controlando a la gente que antes habían vigilado. El siglo XIX trajo consigo una prosperidad repentina del sector ganadero, y empezaron a aparecer corrales de ganado en el lugar en el que por entonces se encontraba la autopista, y se instaló un raíl de mercancías a lo largo de la calle Sydney para que los novillos no tuvieran que recorrer el largo camino que los separaba del centro de lo que en ese momento era la ruta del desfile. Generaciones de presos y de trabajadores de matadero, junto con sus descendientes, extendieron las marismas hasta las mismísimas vías del tren de mercancías. La cárcel se cerró tras algún movimiento de reforma luego olvidado, la prosperidad del sector ganadero tocó a su fin, pero los bares siguieron brotando. Una oleada de inmigrantes irlandeses siguió a la de los italianos, doblándola en número, y se construyeron las vías elevadas del tren, y aunque se dirigían en tropel al centro de la ciudad para trabajar, siempre regresaban al final del día. Uno siempre regresaba al barrio porque lo había construido, conocía sus peligros y sus placeres y, lo más importante, nunca se sorprendía de nada. Había cierta lógica en la corrupción y en los baños de sangre, en las peleas de los bares y en los partidos de béisbol callejero, y en las relaciones sexuales de los sábados por la mañana. Nadie más veía aquella lógica, y ésa era precisamente la gracia. No acogían con agrado a nadie más.

Lauren se apoyó en él, con la cabeza bajo la barbilla de Sean, y Sean sintió sus dudas, pero también su resolución, su necesidad de volver a confiar en él.

– ¿Hasta qué punto te asustaste cuando ese niño te apuntó con la pistola en la cara?

– ¿La verdad?

– Por favor.

– Estuve a punto de perder el control de mi esfínter.

Asomó la cabeza desde debajo de su barbilla y se le quedó mirando.

– ¿De verdad?

– Sí -respondió él.

– ¿Pensaste en mí?

– Sí -contestó-. Pensé en las dos.

– ¿Qué te imaginaste?

– Esto mismo -respondió Sean-. Este momento que estamos viviendo ahora mismo.

– ¿Con desfile y todo? Sean asintió con la cabeza.

Lauren le besó en el cuello, y añadió:

– No te lo crees ni tú, cariño, pero me gusta oírlo.

– No te estoy mintiendo -protestó él-. ¡De verdad!

Lauren se quedó mirando a Nora, y exclamó:

– ¡Tiene tus ojos!

– ¡Y tu nariz!

Miraba al bebé fijamente cuando dijo:

– Espero que esto funcione.

– Yo también.

Sean la besó.

Se reclinaron juntos contra la pared, mientras ríos de gente pasaban sin parar por la acera; de repente, Celeste se detuvo ante ellos. Tenía la piel pálida y el pelo cubierto de pequeñas motas de caspa; no paraba de estirarse los dedos, como si deseara arrancárselos de los nudillos. Al ver a Sean parpadeó, y dijo:

– Hola, agente Devine.

Sean alargó la mano, porque Celeste tenía toda la apariencia de irse a la deriva, si no tenía contacto físico.

– Hola, Celeste. Llámame Sean.

Le estrechó la mano. Celeste tenía la palma de la mano pegajosa, los dedos calientes y se soltó tan pronto como le hubo rozado la mano.

– Ésta es Lauren, mi mujer -dijo Sean.

– ¡Hola! -exclamó Lauren.

– ¡Hola!

Durante un momento, nadie supo qué decir. Permanecieron allí, incómodos y violentos, y al cabo de un rato Celeste miró al otro lado de la calle. Sean le siguió la mirada y vio a Jimmy; éste tenía el brazo alrededor de Annabeth, los dos tan relucientes como el mismísimo sol, rodeados de amigos y familiares. Parecía que nunca jamás fueran a perder nada.

Jimmy miró con rapidez a Celeste y clavó la mirada en Sean. Movió la cabeza en señal de reconocimiento y Sean le devolvió el saludo.

– Ha matado a mi marido -declaró Celeste.

Sean sintió cómo Lauren se quedaba helada junto a él.

– Ya lo sé -respondió-. Todavía no puedo probarlo, pero lo sé.

– ¿Lo hará?

– ¿El qué?

– Probarlo.

– Lo intentaré, Celeste. ¡Lo juro por Dios!

Celeste se volvió hacia la avenida y empezó a rascarse la cabeza con una lenta ferocidad, como si escarbara en busca de piojos.

– Últimamente soy incapaz de concentrarme -se rió-. No me está bien decirlo, pero no puedo. De verdad.

Sean alargó la mano y le tocó la muñeca. Ella le miró, con sus castaños ojos furiosos y envejecidos. Parecía estar segura de que Sean iba a abofetearla.

– Puedo darte el nombre de un doctor, Celeste, que es especialista en tratar a gente que ha perdido a familiares de forma violenta -dijo Sean.

Celeste asintió, aunque las palabras de Sean no parecieron servirle de consuelo. Retiró la muñeca de su mano y comenzó a estirarse los dedos de nuevo. Se percató de que Lauren la observaba, y se miró los dedos. Dejó caer las manos, las levantó de nuevo, cruzó los brazos por encima del pecho y escondió las manos bajo los codos, como si intentara evitar que salieran volando. Sean se dio cuenta de que Lauren le dedicaba una sonrisa pequeña y dubitativa, una breve muestra de empatía, y le sorprendió ver que Celeste le respondía a su vez con una diminuta sonrisa y que le expresaba cierta gratitud con el parpadeo de los ojos.

En ese momento amó a su mujer con la misma intensidad de antes, y se sintió humillado por la habilidad que tenía de establecer una afinidad inmediata con las almas perdidas. Entonces tuvo la certeza de que su matrimonio se había ido al traste por su culpa, por la aparición de su ego de policía, por su desprecio paulatino a los defectos y la fragilidad de la gente.

Alargó la mano y le acarició la mejilla a Lauren; el gesto hizo que Celeste desviara la mirada.

Se volvió hacia la avenida al tiempo que una carroza con forma de guante de béisbol avanzaba poco a poco ante ellos, rodeada por todas partes de jugadores de la liga infantil y de los equipos de béisbol infantil; los chavales sonreían radiantes, saludaban, y se volvían locos por las muestras de adoración.

Había algo en la carroza que hizo que Sean se estremeciera: quizá fuera porque el guante de béisbol parecía envolver a los niños por completo, en vez de protegerles, y los niños, inconscientes de lo que pasaba sonreían como locos.

Salvo uno. Parecía deprimido y observaba las ruedas de la carroza.

Sean le reconoció de inmediato. Era el hijo de Dave.

– ¡Michael! -Celeste le saludó con la mano, pero él ni siquiera se volvió a mirarla. Continuó mirando hacia abajo a pesar de que Celeste le llamó de nuevo-. ¡Michael, cariño! ¡Amor mío, mÍrame! ¡Michael!

La carroza siguió avanzando, Celeste no paró de llamarle, y su hijo se negó a mirarla. Sean identificó a Dave en los hombros de Michael y en la inclinación de su barbilla, en su belleza casi delicada.

– ¡Michael! -gritó Celeste.

Volvió a estirarse los dedos y bajó de la acera.

La carroza se alejó, pero Celeste la siguió, avanzando entre la multitud, agitando los brazos, llamando a su hijo.

Sean sintió cómo Lauren le acariciaba el brazo con suavidad, y miró a Jimmy al otro lado de la calle. Aunque tardara la vida entera, iba a arrestarle. ¿Me ves, Jimmy? ¡Venga! ¡Mírame otra vez! Jimmy volvió la cabeza y le sonrió.

Sean alzó la mano, con el dedo índice hacia fuera, y el pulgar ladeado como el percutor de una pistola; a continuación dejó caer el pulgar y disparó.

La sonrisa de Jimmy se ensanchó.

– ¿Quién era esa mujer? -preguntó Lauren.

Sean contempló cómo Celeste trotaba a lo largo de la hilera de gente que presenciaba el desfile, haciéndose cada vez más pequeña mientras la carroza seguía avanzando avenida arriba, el abrigo ondeando tras ella.

– Alguien que ha perdido a su marido -respondió.

Y le vino a la cabeza Dave Boyle, y deseó haberle invitado a una cerveza, tal y como le había prometido el segundo día de la investigación. Deseó haber sido más amable con él cuando eran niños, que su padre no les hubiera abandonado, que su madre no se hubiera vuelto loca y que no le hubieran sucedido tantas cosas malas. Allí de pie, junto al desfile con su mujer y su hija, deseó un montón de cosas para Dave Boyle. Pero, principalmente, paz. Más que nada en el mundo, esperaba que Dave, dondequiera que se encontrara, consiguiera un poco de paz.

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