Capítulo 1

Un golpe de viento azotó la cara de Keely McClain. Estaba de pie, aspirando el aire impregnado de sal. A sus pies, el mar rompía contra las rocas escarpadas del acantilado. Arriba, las nubes se deslizaban por el cielo, proyectando sombras sobre las colinas. Keely recordó el cuento de hadas que había garabateado de pequeña en su diario, la romántica fantasía de cómo se habían conocido sus padres durante una tormenta en el mar.

Levantó la barbilla hacia la brisa y se dejó envolver por el hechizo misterioso de Irlanda. Una y otra vez, había tenido la sensación de pertenecer a aquel lugar en el que nunca había estado. Esas tierras habían visto crecer a su madre y a su padre. Tierras verdes y frescas, embellecidas por una luz sobrenatural que dotaba a cualquier paisaje de un aire mágico. Casi podía creer en los duendes, gnomos, trasgos y demás seres fabulosos que poblaban la isla.

Keely se giró hacia el círculo de piedra. Estaba señalado en el mapa de carreteras y, aunque estaba ansiosa por llegar a la pequeña ciudad en la que había vivido su madre, había decidido dar un pequeño rodeo.

Había seguido un camino estrecho, desviación de la autopista, conduciendo el coche que había alquilado entre setos fucsia y grandes murallas de coníferas. Y cuando el cielo había reaparecido, se había encontrado en otro lugar maravilloso, un prado vasto sobre el mar, en el que las vacas pacían tranquilamente. Cerca del borde del acantilado se alzaba un círculo de piedra bajo los rayos silenciosos del sol, un monumento a la historia pagana de Irlanda.

En Nueva York apenas prestaba atención a los alrededores, a los árboles escuálidos, los pequeños jardines de césped pisoteado, los edificios de ladrillo que flanqueaban la calle de East Village, donde vivía. Pero ahí, la naturaleza era tan hermosa que era imposible no admirar su belleza. Echó un último vistazo, tratando de almacenar cada detalle, cada olor y cada sonido, antes de volver al coche.

No había planeado ir a Irlanda. Estaba en Londres, dando un seminario con un famoso repostero francés, enseñando nuevas técnicas para modelar el mazapán. Desde que se había hecho cargo de la pastelería de Anya y su madre, se había convertido en una de las diseñadoras de tartas más reconocidas de la Costa Este, gracias a la originalidad y variedad de presentaciones.

Trabajaba tanto que nunca encontraba el momento de tomarse unas vacaciones, de modo que había decidido reservarse unos días para unas vacaciones de trabajo. Entre un seminario y otro, había visto algunos musicales en la Costa Oeste, había buscado moldes de repostería antiguos en el mercado de Portobello y había visitado todos los lugares turísticos de interés.

Pero un impulso la había hecho alejarse del tumulto de la ciudad, montarse en un tren que, atravesando Inglaterra y Gales, la había llevado hasta un ferry que había terminado atracando en la ciudad de Rossiare. El día anterior, desde la cubierta del ferry, había visto Irlanda por primera vez y, desde ese momento, había notado algo en lo más profundo de su ser, como si de pronto hubiese descubierto una faceta de sí misma que había estado oculta hasta entonces.

Ya no era una ciudadana estadounidense o neoyorquina nada más. Esa tierra formaba parte de su legado, corría por sus venas, lo sentía con cada latido del corazón. Keely sonrió mientras abría la puerta. Aunque no se acostumbraba a conducir por el lado contrario de la carretera, empezaba a desenvolverse callejeando por los senderos y las calles estrechas que comunicaban unos pueblos con otros. Se sentía casi como en casa.

Empezó a chispear y Keely se resguardó en el coche. Dio la vuelta con cuidado y enfiló de vuelta hacia el sendero, ansiosa por llegar al pueblecito que había señalado en el mapa. Ballykirk estaba a solo unos pocos kilómetros de distancia, suficientes para ir poniéndose nerviosa a medida que se acercaba. No le había contado a su madre su decisión de ir a Irlanda, al condado de Cork. Sabía que habría tratado de disuadirla. Pero su madre nunca le había explicado a qué se debía aquel desapego y Keely no había podido resistirse a aquella corazonada. Además, hacía mucho que no se dedicaba a complacer a su madre. No vestía ni se comportaba como era debido. Y tampoco estaba viajando debidamente.

– El pasado, pasado está -habría dicho Fiona.

Con los años, Keely había querido saber más cosas sobre el pasado de sus padres. Y cuanto más preguntaba, más se había negado su madre a hablar sobre su padre, Irlanda o familiares a los que Keely no había llegado a conocer. Pero Keely recordaba un dato:

Ballykirk, el lugar donde su madre había nacido, un pueblito situado en la costa sudoeste, cerca de la bahía de Bantry.

– Lo descubriré por mi cuenta -Keely buscó en la carretera las indicaciones que había apuntado en un mapa dibujado a mano. Había encontrado el apellido en un listín telefónico del mercado de una ciudad cercana: Quinn, el apellido de soltera de su madre. Maeve Quinn era la única Quinn de Ballykirk y al preguntar a un dependiente anciano del mercado si Maeve Quinn era pariente de la Fiona Quinn que se había casado con Seamus McClaine hacía unos veinticinco años, el hombre la había mirado desconcertado y se había rascado la cabeza antes de encogerse de hombros.

– Maeve lo sabrá -murmuró mientras le dibujaba un mapa del camino que debía seguir para llegar a casa de Maeve.

La había encontrado justo donde le había indicado el dependiente. Era una casa de campo próxima a la carretera, con un rosal en arco encima de la entrada. Keely pensó que la casa debía de llevar muchos años en aquel preciso lugar. Un jardín lleno de flores silvestres se extendía por delante, cubriendo casi por completo el camino de adoquines que conducía hasta la puerta. ¿Habría vivido allí su madre?, ¿habría cortado las flores de aquel jardín? ¿O se había pasado de largo la casa de su padre? ¿Estaría quizá en la colina siguiente?

Keely permaneció dentro del coche, imaginándose a su madre de niña: corriendo por el césped, con una diadema de margaritas en la cabeza, persiguiendo mariposas por la carretera. Exhaló un suspiro y salió del coche, ansiosa por echar un vistazo más de cerca.

Mientras se acercaba al muro de piedra que rodeaba la casa, se abrió la puerta de entrada. Keely vaciló. Por fin, decidió explicar quién era, con la esperanza de que Maeve Quinn le diera alguna noticia de su familia.

Era una anciana esbelta, de pelo canoso, con un vestido de flores colorido. Sacó una mano, como comprobando que llovía, y la saludó:

– Pasa, cariño -le dijo, invitándola a entrar-. Jimmy me ha llamado del mercado y me ha dicho que venías. Estoy deseando conocerte.

Keely traspasó el arco de rosas, animada por el cálido recibimiento.

– No quisiera molestar. Soy Keely Me…

– Sé perfectamente quién eres -se adelantó la mujer con marcado acento irlandés-. Eres la niña de Fiona y Seamus. Eres de la familia y has venido desde el otro lado del océano. Pasa, pasa. No sabes las ganas que tengo de tomar una taza de té contigo. Soy Maeve Quinn, prima de tu padre Seamus, así que soy tu… ¿cómo se dice? Da igual, como sea -finalizó agitando la mano.

Keely dudó. La mujer debía de haberse equivocado. Maeve era una Quinn, de modo que debía ser familia de su madre, no de Seamus. Quizá ni siquiera fueran parientes en realidad.

– Me parece que se confunde -dijo Keely-. Mi madre era Fiona Quinn.

– Sí, sí. Y se casó con mi primo Seamus Quinn. Era una McClain, de los McClain que vivían en la casona de Topsall Road -dijo Maeve con una sonrisa que le iluminaba los ojos-. Era la chica más guapa del pueblo, de una familia de bien. Recuerdo que estuve en la boda. ¿Cómo está? No he vuelto a oír nada de ella desde que sus padres murieron hace unos años. Ni de Seamus, ya que estamos. Aunque tú no te acordarás de tus abuelos. Debías de ser muy pequeña cuando murieron. Donal y Katherine, Dios los tenga en su gloria, se amaron hasta el mismo día en que la muerte los separó. Donal la quería tanto que se murió una semana después que ella. Con el corazón partido dicen muchos.

– ¿Donal y Katherine? -Keely se sentó en una silla mientras trataba de asimilar toda la información. ¡Katherine era su segundo nombre! Aunque, claro, hacía más de veinticinco años que sus padres se habían marchado a Nueva York. No era de extrañar que la anciana mezclara los nombres de unos y otros.

– Voy por el té -dijo Maeve-. Justo estaba hirviendo agua -añadió mientras desaparecía por la parte trasera de la casa.

Keely miró a su alrededor: el salón estaba ordenado, había tapetes decorativos hechos a mano, figuritas de cristal, cuadros de paisajes y cojines bordados. Aquí y allá encontraba baratijas que le recordaban a la casa de su madre. Nunca había sabido que tuvieran origen irlandés.

– Ya está -Maeve regresó con una bandeja, la colocó sobre la mesita que estaba frente a Keely y le sirvió una taza-. Té y un poco de bizcocho. ¿Leche o limón? -le preguntó…

– Leche, por favor -Keely agarró el platito con la taza y el trozo de bizcocho con frutas-. Hay una cosa que no me cuadra. De mis padres. Mi madre se llama Fiona Quinn y mi padre Seamus McClain. Quizá sea coincidencia, pero…

– No, cariño. Debes de estar confundida.

– ¿Cómo voy a confundirme? -contestó exasperada Keely-. Son mis padres. Maeve frunció el ceño, se puso de pie.

– No sé, me haces dudar, pero juraría… – Maeve cruzó el salón, abrió una vitrina y sacó un álbum de cuero. Luego regresó junto a Keely, se sentó a su lado y abrió la foto-. Aquí están.

Keely contempló la foto. Su madre nunca había guardado fotos por casa. Y a ella nunca la había extrañado hasta que ya era mayor y había empezado a preguntar por su difunto padre y sus abuelos, ansiosa de pronto por tener alguna prueba de su existencia. A veces había llegado a sospechar que era adoptada o la habían secuestrado unos piratas o la habían abandonado en una cesta en la puerta de alguna iglesia…

Se quedó hipnotizada al ver a la bella jovencita que posaba junto al mar. Era su madre, no cabía duda.

– Es Fiona Quinn -dijo apuntando a la foto.

– Sí. Y este es tu padre, Seamus Quinn.

– ¿Mi padre? -preguntó Keely casi sin voz-. ¿Este es mi padre?

– Siempre fue un hombre atractivo -dijo la anciana-. Todas las chicas del pueblo estaban locas por él. Pero Seamus solo tenía ojos para tu madre y, aunque los padres de ella no aprobaban el matrimonio, nada pudo detenerlos. Supongo que seguirá igual de deslumbrante, aunque tendrá el pelo gris más que negro.

Keely sintió que el corazón le daba un vuelco, se quedó pálida. Su padre estaba muerto. ¿Acaso no se había enterado la anciana? Llevaba muerto muchos años, desde poco después de que ella naciera. Su madre debía de haber informado con una carta o una llamada telefónica. Aunque quizá Maeve hubiera borrado de la cabeza la muerte de su primo. Por otra parte, no parecía que a la anciana le fallara la memoria. En cualquier caso, Keely decidió dejar pasar de largo el comentario. Por si acaso, no quería arriesgarse a que su nueva prima sufriese un infarto al enterarse del triste destino de Seamus McClain.

De modo que continuó mirando la única imagen que jamás había visto de su padre. Era guapo, de pelo oscuro y facciones finas. Si se lo hubiera cruzado por Nueva York, habría girado el cuello para mirarlo. Por fin podía ponerle un rostro al nombre de su padre.

– Sí que es guapo, sí -murmuró Keely.

– Todos los Quinn lo eran. Y creo que ellos lo sabían -dijo Maeve-. Mira, aquí hay otra foto de ese mismo día. Me parece que fue el día que se marcharon a Estados Unidos. La hicieron con los chicos. Recuerdo que costó horrores conseguir que se estuvieran todos quietos para la foto.

– ¿Los chicos? -preguntó Keely mientras seguía el dedo de Maeve cuando esta pasó a la siguiente página del álbum.

– Y aquí están otra vez -dijo Maeve, señalando otra foto.

Keely miró aquellos rostros descoloridos por el paso del tiempo. En esa fotografía, Fiona y Seamus estaban rodeados por cinco chicos de diversas edades y estaturas.

– ¿Son tus hijos? -preguntó Keely y Maeve soltó una risotada mientras sacaba la foto del álbum.

– ¿No los reconoces? Son tus hermanos. A ver si me acuerdo: el mayor era Conor. Luego estaban Brendan y Dylan, aunque no sé cuál de estos dos es mayor. Supongo que ya estarán todos casados, habrán formado sus propias familias. Y estos son los gemelos… ¿Cómo se llamaban? -Maeve le acercó la foto a Keely-. Creo que tu madre estaba embarazada. Esa de ahí debes de ser tú -añadió apuntando a la tripa embarazada de Fiona.

Keely se levantó. Tenía que tratarse de un error. Aquella no era su familia. No era su vida. Ella no tenía hermanos, ¡era hija única!

– Tengo que irme -murmuró aturdida-. Ya te he entretenido mucho tiempo.

– Ni siquiera te has terminado el té. Por favor, quédate un rato más.

– Puede que vuelva mañana -contestó Keely, impaciente por quedarse sola y pensar en lo que Maeve acababa de revelarle.

– Está bien. Pero ten: llévatela -dijo la anciana al tiempo que le acercaba la foto a Keely. Esta la aceptó con recelo, la guardó en el bolso y echó a correr hacia la puerta.

– Hasta mañana -se despidió mientras salía a la lluvia ligera que había empezado a caer.

Cuando llegó al coche, la cabeza le daba vueltas. Estaba desconcertada. Quería creer que Maeve Quinn era una ancianita senil, incapaz de recordar los hechos. Pero algo le decía que Maeve estaba en plena posesión de sus facultades mentales y que era ella la que se confundía.

Keely arrancó y maniobró para salir a la carretera, pero le latían las sienes, tenía el estómago revuelto. Al sentir un acceso de vómito, tuvo que pisar los frenos y abrió la puerta para airearse. Salió del coche, respiró profundo. Al cabo de más de un minuto, cuando por fin se le asentó el estómago, se llevó una mano a la frente.

¡Maldita fuera!, ¿por qué tenían que pasarle siempre esas cosas! Si no fuese tan impulsiva… Y, sin embargo, no se arrepentía de aquel viaje. Irlanda le había descubierto un pasado desconocido, un pasado que su madre le había ocultado durante años y sobre el que podía haberle mentido incluso. Pero estaba determinada a averiguar la verdad, ya fuera allí o de vuelta en Estados Unidos. Con paso indeciso, volvió a meterse en el coche.

Keely sacó la foto del bolso y la miró con atención. Las caras de los cinco chicos le resultaban de lo más familiares. Si no eran sus hermanos, era evidente que guardaban algún tipo de parentesco con ella. Pasaron varios minutos hasta que consiguió apartar la vista de la fotografía, cuando un golpecito en la ventana la sobresaltó. Keely se giró y se encontró a un anciano de sonrisa mellada. No pudo evitar pegar un pequeño grito.

– ¿Se ha perdido? -preguntó él.

– ¿Qué? -Keely bajó la ventanilla unos centímetros.

– ¿Se ha perdido? -repitió el anciano.

– No -dijo Keely.

– Parece perdida -insistió él.

– Pues no lo estoy.

El hombre se encogió de hombros y echó a andar carretera abajo. Apenas se había alejado unos metros cuando Keely salió del coche:

– ¡Espere! -lo llamó. El hombre se giró hacia Keely y metió las manos en los bolsillos del mono-. ¿Hace mucho que vive en este pueblo?

– Toda la vida -contestó el anciano-. No mucho. Pero suficiente.

– Si quisiera averiguar algo sobre una familia que vivía aquí, ¿a quién tendría que preguntar?

– A Maeve Quinn. Lleva aquí desde…

– Aparte de ella -lo interrumpió Keely. El hombre se rascó la barba. Luego la calva de la cabeza.

– Intente en la iglesia -le sugirió-. El padre Mike es nuestro pastor desde hace casi cuarenta años. Ha casado, enterrado y bautizado a todos los enamorados, difuntos y bebés del pueblo.

– Gracias -dijo Keely-. Hablaré con él.

Luego volvió al coche. Pero, una vez dentro, no supo si arrancar. ¿De verdad quería conocer la verdad?, ¿o sería mejor hacerse a la idea de que Maeve Quinn había perdido la cabeza? Claro que la versión de la anciana explicaría algunas cosas. ¿Cuántas veces se había encontrado a su madre ensimismada en quién sabía qué pensamientos, con una expresión de dolor en el rostro? ¿Y por qué se negaba a hablar del pasado si no era porque se había inventado un pasado falso? ¿De veras tenía cinco hermanos? Entonces, ¿por qué se había separado su madre de cinco niños huérfanos de padre?

Se le paró el corazón. ¿Acaso seguía vivo su padre?, ¿sería posible? ¿Formaría el accidente pesquero parte de una gran mentira? Keely sintió una nueva náusea. Eran tantas preguntas sin respuesta.

Solo podía hacer una cosa. Primero, confirmar que Maeve le había dicho la verdad. En tal caso, volvería a Estados Unidos en el primer avión. Tenía unas cuantas preguntas y Fiona McClain, ¿o sería Fiona Quinn?, era la única persona que podía darles respuesta.


Una nube de humo flotaba en el Pub de Quinn. La cerveza corría, la música sonaba a todo volumen, las discusiones se sucedían. Rafe Kendrick estaba sentado al final de la barra, delante de una Guinness caliente. Era una posición estratégica, con suficiente intimidad para pensar y que, al mismo tiempo, le permitía observar a los clientes… y a los hombres que atendían al otro lado de la barra.

Para eso había ido a Boston, para echarles un ojo a los Quinn. Si las cuentas no le fallaban, eran siete en total: seis hermanos y el padre, Seamus Quinn. El director de seguridad de Kencor le había proporcionado un expediente entero sobre cada uno de ellos, con toda clase de detalles sobre sus vidas. Pero Rafe Kendrick siempre había creído que lo mejor era estudiar al enemigo de cerca, para aprender de primera mano sus defectos y debilidades.

Para explotar mejor tales debilidades.

Por suerte, toda la familia pasaba bastante tiempo en el pub. En los últimos meses, en las tres visitas que había realizado, había tenido ocasión de sobra para observar a cada uno de ellos. Conor, el agente de antivicio, era un hombre serio, tranquilo y responsable, aunque no siempre respetaba las reglas. Dylan, el bombero, era sociable y extravertido, la clase de hombre que se reía del peligro y cualquier otra cosa. El tercer hermano, Brendan Quinn, se ganaba la vida como escritor y parecía ser el más reservado de los tres. Rafe había leído dos de sus novelas de aventuras y se había enganchado con las tramas. Se había quedado sorprendido con el talento del autor.

Claro que el éxito profesional de todos ellos no era comparable con el que tenían con las damas. Una procesión interminable de mujeres entraba sin parar en el pub, todas dispuestas a captar la atención de alguno de los solteros Quinn. Si los mayores no parecían interesados, todavía les quedaban tres candidatos: Sean, Brian y Liam Quinn.

Al igual que sus hermanos mayores, gozaban de la aprobación de las mujeres y coqueteaban con muchas de ellas. Rafe se había divertido observando aquellos devaneos, las insinuaciones disimuladas, los movimientos de avance y retroceso, el desenlace final, cuando uno de los hermanos salía del bar acompañado. Pero nunca los habían visto dos noches seguidas con una misma mujer.

Por otra parte, a Rafe no le parecía que esto fuese una debilidad, pues su relación con las mujeres era similar. Había estado con muchas, aunque no eran como las del Pub Quinn. Procedían de círculos distinguidos y no eran tan descaradas en sus intenciones ni mostrando sus atributos físicos. Eran mujeres acostumbradas a disfrutar de hombres ricos, valoraban el dinero y sabían sacar partido de cada romance. Cuando Rafe estaba demasiado ocupado o aburrido de salir con ellas, lo aceptaban sin dramatismo y no tenían el menor problema en buscarse a otro.

Rafe se sorprendió mirando a una mujer situada en el otro extremo de la barra, la cual había estado coqueteando con Dylan Quinn hasta que este se había fijado en su acompañante. Rafe desvió la mirada, aunque no a tiempo. Segundos después, la mujer tomó asiento en la banqueta pegada a la de él y dejó caer su rubia melena por encima de uno de los hombros. Sacó un cigarro, se lo llevó a la boca y se inclinó hacia delante, ofreciendo una vista generosa del escote. Rafe sabía lo que procedía. Pero no estaba interesado, de modo que se limitó a acercarle una cajetilla de cerillas, lanzándola sobre la barra.

– Soy Kara -murmuró ella con una sonrisa radiante-. ¿Echamos un billar?

– No juego al billar -Rafe no se molestó en devolverle la sonrisa.

– ¿Una partida de dardos? -propuso entonces, permitiéndose la libertad de rozarle la manga con una mano.

Rafe negó con la cabeza. Luego miró alrededor.

– Estoy seguro de que en este bar habrá muchos hombres encantados de hacerte compañía… Kara. Pero yo no soy uno de ellos.

Parpadeó sorprendida. Luego, muy digna, se levantó de la banqueta y regresó con sus amigas al otro extremo de la barra.

– ¿Otra Guinness?- Rafe levantó la vista de su cerveza caliente.

El patriarca de los Quinn estaba frente a él, con un trapo al hombro. Un mechón de pelo gris le caía sobre la frente. Las arrugas del rostro daban cuenta del paso de los años bajo el sol del mar-. ¿O prefieres picar algo? La cocina cierra en quince minutos -lo advirtió Seamus.

– Un whisky -pidió Rafe, echando a un lado la cerveza-. Solo.

Seamus asintió con la cabeza y fue por la bebida. Rafe lo miró con frialdad. ¿Cuántas veces había oído el nombre de Seamus Quinn? Su madre lo repetía como si fuese un mantra, como si tuviera que recordarse constantemente que su marido estaba muerto… por culpa de Seamus Quinn.

Rafe alzó la mirada cuando el hombre volvió con la botella. Le costaba contener el odio que sentía, pero debía controlarse. Dejarse llevar por un arrebato temerario no formaba parte de los planes que tenía para los Quinn. No sería inteligente llamar la atención sobre sí mismo tan rápido.

– ¿Recién llegado? -le preguntó Seamus, acodado sobre la barra.

– Hace tiempo que vivo en Boston -contestó Rafe, negando con la cabeza, tras darle un sorbo al whisky.

– Conozco a casi todo el vecindario -dijo Seamus, mirándolo con desconfianza-. Y tu cara no me suena.

– Tengo… un negocio por aquí -respondió Rafe.

– Ah… ¿Y a qué te dedicas?

– A atar cabos sueltos -contestó encogiéndose de hombros. Apuró el último trago de whisky, se levantó, sacó la cartera del bolsillo de la chaqueta y dejó un billete de veinte dólares en la barra-. Quédate con el cambio – añadió antes de girarse hacia la puerta.

Una vez fuera, caminó bajo la noche de septiembre por calles tenuemente iluminadas por las farolas. Aunque el Pub Quinn estaba en una parte peligrosa de la ciudad, a Rafe no le daba miedo. Había crecido en la calle y había aprendido a defenderse, primero con los puños, luego con el cerebro y, por último, con su dinero.

Mientras caminaba hacia el coche, pensó en el chico que había sido de pequeño, alegre y despreocupado, seguro del amor de sus padres. Todo había cambiado un día de otoño muy parecido a aquel. Todavía se descomponía al recordar a los amigos de su padre, los compañeros de bote de Sam Kendrick, subiendo las escaleritas del porche de la casa en la que vivían en Gloucester.

No había hecho falta que hablaran. A Rafe le había bastado con mirarlos. Aun así, había escuchado los detalles sobre el desafortunado accidente que había acabado con la vida de su padre en el mar. Se había tropezado con una cuerda y se había caído por la borda del Increíble Quinn, el bote de Seamus Quinn. Cuando consiguieron rescatarlo ya estaba muerto. Ahogado. Como cualquier hijo de pescadores, Rafe sabía los peligros a los que su padre se exponía, pero no podía creerse que hubiese cometido un error tan estúpido.

Aquel día había marcado el final de la infancia de Rafe. Lila Mirando Kendrick, de por sí débil de mente y de salud, no había encajado bien la noticia. Aunque siempre había lamentado que su marido fuese pescador, había querido mucho a Sam Kendrick. Formaban una pareja rara, el estadounidense pendenciero y la delicada portuguesa. Pero se habían adorado y Lila no había soportado su pérdida. La poca estabilidad emocional que le quedaba se vino abajo junto con la estabilidad financiera familiar.

Rafe se había puesto a trabajar de inmediato para ayudar a su madre con dinero. Tenía nueve años y se había ocupado como recadero y recogiendo cartones hasta que había podido obtener un permiso de trabajo de verdad. Después había aceptado cualquier empleo en el que cobrara, al menos, el salario mínimo. Trabajó en la construcción para pagarse la universidad, luego realizó una inversión en el mercado inmobiliario y multiplicó el dinero que había arriesgado.

A los veinticinco años tenía más de un millón de dólares y ya con treinta y tres había acumulado más dinero del que jamás podría gastar. Suficiente para llevar una vida más que desahogada. Suficiente para comprar todo cuanto su madre necesitase. De sobra para hacer de la venganza un objetivo sencillo. Al fin y al cabo, para eso había ido al Pub Quinn: para vengar la muerte de su padre y el duelo de su madre.

Rafe se giró hacia el pub y miró los neones que iluminaban las ventanas del local. No estaba seguro de por qué necesitaba hacerlo. Un loquero diría que era una válvula de escape a la rabia reprimida durante la infancia. Pero Rafe no creía en la psiquiatría, a pesar de que se había gastado una fortuna en psicólogos para atender a su madre. Pero sus motivos eran mucho más simples.

Quería encontrar la forma de quitarle algo a Seamus Quinn, igual que este le había quitado algo a él. Ojo por ojo, ¿no era así la ley? Quizá consiguiese quitarle el pub. O se vengaría por medio de alguno de sus hijos. Tal vez hallara la prueba que necesitaba para encarcelar a Quinn por el asesinato de Sam Kendrick.

De un modo u otro. Rafe estaba decidido a vengarse. Una vez que se liberara de los demonios que lo atormentaban, quizá pudiera seguir adelante con su vida.


Las luces de Nueva York titilaban contra un manto de noche negra. Keely miró por la ventana del 747, apoyando la mejilla sobre la superficie fría de la ventana. Había dejado Irlanda cinco horas atrás y, en algún punto en medio del Atlántico, había comprendido que su vida había cambiado para siempre.

Su visita al pastor de la parroquia había resultado más esclarecedora todavía que el té con Maeve Quinn. Aunque no había podido decirle si su padre seguía vivo, Keely había salido con la convicción de que, en alguna parte del mundo, tenía cinco hermanos, si no seis. El bebé del que su madre había estado embarazada al irse de Irlanda tendría más de un año más que Keely. No quería ni pensar que se tratara de una niña y su madre le había ocultado una hermana todos esos años.

Una vez más, recordó todas las historias románticas que había inventado sobre sus padres, su amor inquebrantable, el trágico accidente en el que Seamus Quinn había perdido la vida, el duelo de su madre. ¿Qué había ocurrido? Si su padre no estaba muerto, en algún momento tenía que haber intentado ponerse en contacto con ella, ¿no?

– Así que no, no está vivo. Esa parte sí es verdad -se dijo Keely-. Si lo estuviese, habría intentado conocerme -decidió.

Seamus Quinn había muerto y había dejado a su madre viuda, a cargo de cinco hijos, quizá seis. No había podido cuidar de ellos y… ¿los había llevado a un orfanato? Eso explicaría las tardes melancólicas de su madre. Pero, ¿por qué no se lo había contado? Y por qué, tras asegurarse un trabajo en la pastelería, no había intentado recuperar a sus hijos?

Keely suspiró, se frotó las sienes para aliviar el dolor de cabeza que se le estaba levantando.

– ¿Está bien?

Keely se giró hacia el empresario que viajaba a su lado en primera clase. Ni siquiera había notado su presencia, de absorta que había estado en sus pensamientos las cinco horas.

– No -contestó.

– ¿Quiere que llame a la azafata?

– No hace falta -Keely se obligó a sonreír-. Se me pasará en cuanto aterricemos.

– Yo también estoy deseando llegar a casa -comentó él-. No sé usted, pero yo odio los viajes. Por Estados Unidos no, pero uno tan largo… Los hoteles son pequeños, la comida es malísima. Además…

Keely siguió sonriendo mientras el hombre parloteaba, pero no oyó ni una sola de sus palabras.

Sacó la fotografía del bolso y la miró. ¿Dónde estarían sus hermanos?, ¿los habrían separado después de morir su padre?, ¿la recordarían o eran demasiado pequeños cuando la apartaron de ellos?

Eran guapos de niños, pensó sonriente, y seguro que se habían convertido en hombres guapos.

– Conor, Dylan, Brendan -murmuró-. Brian y Sean.

– ¿Es tu familia?

– ¿Qué?

– ¿Tu familia? -repitió el comerciante, apuntando hacia la foto.

– No -dijo Keely. Tragó saliva y volvió a esbozar una sonrisa forzada-. O sea, sí. Es mi familia. Mis hermanos. Y mis padres.

El hombre le tomó la foto y Keely tuvo que contener el impulso de quitársela y guardarla donde estuviera a salvo. De momento, la foto era su única pista. Todo cuanto tenía. No se hacía a la idea de tener una familia, pero quería conocer a esos hermanos que había perdido. Quería saber lo que le había pasado a su padre de verdad y por qué había tenido que crecer como si fuese hija única.

Había ido a Irlanda creyendo saber quién era. Había estado contenta con su vida. Pero de pronto era más que Keely McClain: era hermana de cinco hombres y la única hija de un padre al que no conocía. Era una Quinn.

Pero también era menos. Todo cuanto había creído había resultado desmentido en unas pocas horas. Todos los recuerdos de su infancia estaban teñidos por la traición de su madre. La mujer a la que creía conocer mejor que a nadie en el mundo se había convertido en un enigma.

– Damas y caballeros, nos aproximamos al aeropuerto J.F.K. Aterrizaremos en quince minutos.

La azafata se inclinó, agarró la copa de vino de la bandeja de Keely y le pidió que se abrochase el cinturón de seguridad. El comerciante le devolvió la fotografía y ella sintió un hormigueo en el estómago. Por un momento, pensó que le entrarían ganas de vomitar, como al salir de la casa de campo de Maeve Quinn. Sacó la bolsa de emergencia para las personas que se mareaban, pero no estaba dispuesta a pasar la humillación de devolver delante de todos los pasajeros de primera clase.

Keely se levantó y fue corriendo al baño. Aunque la azafata trató de impedírselo, consiguió sortearla y se encerró dentro. Luego, apoyándose en el lavabo, respiró profundo e intentó serenarse. ¡Era la segunda vez que le pasaba! Hacía años que los nervios no le afectaban al estómago. Pero, de pronto, parecía al borde de un ataque de pánico, con arcadas cada dos por tres.

– Tranquila -se dijo mientras se miraba al espejo-. Sea cual sea la verdad, saldrás adelante.

Se echó un poco de agua en la cara y se pasó los dedos por el pelo, negro y corto. No había avisado a su madre de que adelantaba la vuelta. Ni siquiera se le había ocurrido hasta ese momento. Una vez que aterrizaran, decidiría cómo abordar a Fiona.

– ¿Señorita? -llamaron a la puerta-. Estamos a punto de aterrizar. Tiene que ir a su asiento.

– En seguida -Keely cerró los ojos, respiró hondo, compuso una sonrisa forzada antes de abrir.

Encontró su asiento segundos antes de que el avión se posara sobre la pista del aeropuerto. La siguiente hora transcurrió en una nebulosa. Estaba agotada física y emocionalmente. Pasó la aduana como una autómata. Al guardar el pasaporte, se preguntó si no estaría entrando en el país ilegalmente. Al fin y al cabo, en realidad no se llamaba Keely McClain, sino Keely Quinn. Luego arrastró el equipaje con un carrito hasta la parada de taxis.

Le indicó la dirección de su casa al conductor, pero un minuto después pensó que sería inútil. No conseguiría pegar ojo hasta haber hablado con su madre.

– No -se corrigió-. Lléveme al 210 de East Beltran, en Prospect Heights. La avenida del Atlántico está en obras, así que vaya por Linden.

Keely se recostó en el respaldo, sabedora de que el trayecto podía ser espantosamente largo si las calles estaban embotelladas. Por suerte no fue así y media hora después Keely bajó del taxi. La pastelería tenía un aspecto muy distinto al de cuando era una niña. Con los años, había modernizado la fachada; en la puerta, en un letrero de diseño, podía leerse: Repostería McClain.

Anya le había vendido el negocio a Fiona después de jubilarse, años atrás. De modo que esta y Keely se habían hecho cargo del negocio. Finalizado el instituto, Keely había ingresado en la Academia Pratt de Bellas Artes para desarrollar su talento artístico como diseñadora y escultora. Y hacía cuatro años que había asumido el peso del día a día en la repostería. Hacía solo un año, tras empezar a despuntar como diseñadora de tartas, se había independizado, trasladándose a un estudio en un barrio de moda de East Village. Pero los preparativos cotidianos de la pastelería seguían llevándose a cabo en Brooklyn.

Fiona iba a la tienda todos los días, sugería diseños de tartas a novias nerviosas y madres exigentes. Keely apenas tenía tiempo para salir de la cocina, donde preparaba tartas suculentas para fiestas de cumpleaños o bienvenidas de empresas, estrenos de películas, inauguraciones de centros comerciales y bodas de la alta sociedad. Había alcanzado su récord el mes pasado, vendiendo una única tarta por tanto dinero como había ingresado su madre durante un año entero trabajando para Anya. No dejaba de sorprenderla lo que podía llegar a pagarse por un poco de harina, azúcar y mantequilla si se le daba una presentación bonita.

Aunque nunca había pensado seguir los pasos de su madre, le encantaba su trabajo. Disfrutaba diseñando coronas de nata para una boda. Pero desde que había salido de Irlanda no había sido capaz de pensar siquiera en el trabajo que la esperaba. ¿Cómo iba a hacerlo después de lo que había pasado?

Después de pagar al taxista, sacó el equipaje del maletero y lo llevó hasta el apartamento de su madre. Cuando encontró la llave, abrió la puerta y dejó sus cosas en el vestíbulo.

Subió las escaleras despacio. Al llegar arriba, llamó con suavidad, empujó. Keely se encontró a su madre de pie, junto a la puerta, con una mano en el pecho.

– ¡Keely!, ¡qué susto me has dado! ¿Qué haces aquí? No volvías hasta pasado mañana.

Le sonó rara su voz. Keely siempre había pensado que su madre tenía acento, pero, comparada con Maeve, apenas tenía un ligero deje irlandés. Fiona se acercó a abrazarla, pero Keely permaneció fría, rígida. Luego dio un paso atrás.

– He estado en Ballykirk -dijo sin más.

– ¿Qué? -Fiona se quedó sin respiración.

– Ya lo has oído -contestó Keely-. Me he acercado a visitar Ballykirk. Me apetecía conocer un poco más de mis antepasados. Pensé que sería interesante. Aunque no imaginaba cuánto.

– ¿Lo sabes? -preguntó Fiona, pálida, llevándose a la boca una mano.

– Quiero que me lo cuentes tú -contestó Keely con rabia contenida-. Cuéntame que murieron todos en un terrible accidente y no soportabas hablar de ellos. Cuéntame que nunca existieron y Maeve Quinn se equivoca. Cuéntamelo, porque son las únicas razones que puedo aceptar para que me hayas mentido todos estos años.

– No puedo -dijo Fiona con los ojos ensombrecidos-. Sería otra mentira.

– Y mentir es pecado, ¿verdad, mamá? Claro que quizá sea por eso por lo que vas a confesarte todas las semanas, para que te perdonen una vida entera de mentiras -Keely tomó aire-. Por una vez, dime la verdad. Necesito saber quién soy.

Luego se dejó caer sobre un asiento mullido, dispuesta a oír la historia de su vida. Y una vez que supiera toda la verdad, decidiría qué hacer a continuación.

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