Capítulo 4

– Señor Kendrick, lo llama el señor Arledge, de Telles y Compañía.

Rafe miraba por la ventana del despacho, la vista clavada en un remo que entraba y salía del agua gris del río. Refrescaba. En no mucho tiempo, hasta los remeros más resistentes desaparecerían.

Kencor ocupaba una planta entera y, desde varios puntos del despacho principal, podía contemplar la cuenca del río Charles en su camino hacia Cambridge, o el puerto de Boston, el puerto de Logan incluso. Al comprar el edificio, se sentía en la cumbre del mundo. Pero las vistas habían perdido su interés. Quizá estaba demasiado aburrido para apreciar lo alto que había llegado.

– ¿Señor Kendrick?

Rafe se dio la vuelta. Su secretaria, Sylvie Arnold, estaba en la puerta del despacho.

Sylvie llevaba con él desde el principio, había sido su primera empleada cuando abrió la primera oficina. Habían desarrollado una relación eficiente de trabajo y una extraña relación personal. Si hubiera tenido una hermana mayor, seguro que se habría parecido mucho a Sylvie. Era una mujer cerebral, en contraste con el temperamento de él; comprensiva, en vez de implacable; serena, mientras que Rafe siempre se exigía mas.

Aunque ambos habían crecido en familias humildes, él había luchado para convertirse en un hombre de mundo. Sylvie conservaba cierto aire de barrio, sencillo, que Rafe respetaba. Aunque solo le sacaba unos años, a veces se sentía un niño a su lado. Había vivido muchas más cosas que él. Tenía una vida fuera del trabajo, un marido y dos niños.

– ¿Señor Kendrick?

– Sí -Rafe cerró los ojos-. ¿Puedes decirle que lo llamo luego?

– Lo siento, pero ha sido usted quien lo ha llamado. O yo, según me pidió. Quería informarse sobre ese pub del distrito de Southie. Me dijo que lo llamara a las tres de la tarde y son las tres en punto.

– No quiero hablar con él, Sylvie -dijo Rafe después de girarse hacia la secretaria-. De hecho, no quiero hablar con nadie en estos momentos. Retrasa todas mis llamadas. Y cancela todas las citas.

Sylvie asintió con la cabeza y salió del despacho. Rafe la miró salir con el ceño fruncido. Conocía a Sylvie desde hacía casi diez años. Era una mujer bonita, pero nunca se había sentido atraído hacia ella de un modo más que platónico o profesional. ¿Qué era lo que hacía que una mujer fuese irresistiblemente tentadora y otra no le mereciese más que unos segundos de atención?

Volvió a pensar en Keely McClain, en la noche que habían pasado juntos hacía casi un mes. Maldijo en voz baja al recordar los detalles del encuentro. ¿Cuántas veces habían pensado en ella en las últimas semanas?, ¿cuántas veces se había obligado a quitársela de la cabeza con la esperanza de olvidarse de ella?

La mesa de trabajo estaba llena de documentos impresos e informes de diversos departamentos. Se sentó, empezó a clasificarlos, decidido a centrarse en el presente, en vez de en… placeres pasados.

– Siento interrumpirlo otra vez.

– No, está bien, Sylvie -Rafe se giró hacia la secretaria, que tenía una caja en las manos.

– Acaba de llegar -Sylvie entró, cerró la puerta y colocó la caja sobre la mesa-. He pensado que querrías comprobar si te sientan bien antes de llevártelos a casa.

Rafe levantó la tapa de la caja de zapatos. Era el par de zapatos que había pedido que le llevaran desde Milán para sustituir los que Keely había echado a perder. ¡Como si no tuviese suficientes motivos para acordarse de ella! Si fuera supersticioso, quizá pensaría que lo había embrujado.

– Me los probaré luego -dijo al tiempo que ponía la caja a un lado.

– ¿Puedo ayudarte en algo? -preguntó Sylvie-. Porque te está costando sacar las cosas adelante últimamente. Y llevas un mes de mal humor.

– He estado ocupado -dijo Rafe.

– Se suponía que debías tener revisados esos informes el viernes pasado y siguen pendientes. Elliot y Samuelson han llamado para saber si tienen la autorización a sus proyectos.

– Si aceptaras el maldito ascenso que te he ofrecido, quizá podrías leer tú misma los condenados informes -gruñó Rafe.

Sylvie sonrió, negó con la cabeza como reprendiéndolo y estiró la mano:

– A pagar: diez más diez, veinte dólares.

– «Maldito» y «condenados» no son palabrotas -contestó Rafe-. Ya hemos tenido esta discusión.

– Una apuesta es una apuesta. Paga, Rafe.

– Señor Kendrick -la corrigió él mientras sacaba de la cartera dos billetes de diez dólares.

– Eso es cuando me pueden oír otros empleados. Te recuerdo que te conocía cuando los bancos no te concedían préstamos -contestó Sylvie sonriente. De pronto, se puso seria-. ¿Es tu madre?

– Está bien -Rafe negó con la cabeza-. Quería darte las gracias por las flores que le enviaste por su cumpleaños.

– ¿Algún negocio?

– De verdad, no es nada. Demasiados viajes últimamente. Demasiado dormir en aviones. Demasiadas habitaciones de hotel. Solo necesito descansar un poco.

Pero cada vez que intentaba dormirse acababa pensando en Keely. Era como una droga. Después de probarla, quería más. Pero pensaba que si resistía lo suficiente, conseguiría superarlo.

Llevaba noches y noches dándole vueltas a la cabeza. No era sexo, aunque había sido fabuloso. Ni era porque fuese bonita, aunque resultaba muy agradable mirarla. Era cómo lo había hecho sentirse. Durante aquellas pocas horas, había bajado la guardia, había olvidado todo su rencor y se había sentido feliz.

Luego se había marchado a Detroit y al volver ya no estaba. No le había dejado respuesta alguna en la habitación y. al preguntar en recepción, lo habían informado de que Keely McClain había dejado el hotel a primera hora de la mañana. La nota que le había dejado solo decía que tenía que volver a Nueva York y que lo llamaría la próxima vez que fuese a Boston.

De modo que había salido de su vida tan rápidamente como había entrado. Y, desde entonces, no había conseguido quitársela de la cabeza. Pero se había acabado. A partir de ese mismo momento, Keely McClain era historia.

– ¿Sabes? Sí que puedes ayudarme – comentó Rafe finalmente-. Podías reservar mesa para dos en algún restaurante tranquilo… romántico. Llamar a Elaine Parrish y decirle que pasaré a recogerla a las siete.

La única forma de olvidarse de Keely McClain sería sustituirla por otra mujer, más guapa, más descarada en la cama. Y cuanto antes mejor.

– Me temo que no es buena idea -dijo Sylvie.

– ¿Por qué?

– Anunció su pedida de mano hace tres meses. Lo leí en el periódico.

– Entonces busca a otra. A la que sea, me da igual.

– Quizá ese sea el problema -observó Sylvie.

– Tú hazlo y punto -Rafe le lanzó una mirada severa-. Y llévate estos zapatos. Dáselos a tu marido. Si no son de su talla, los donas. Pero quítalos de mi vista.

– En seguida, señor Kendrick -dijo ella mientras agarraba la caja. Estaba llegando a la puerta cuando Rafe la detuvo.

– Una cosa más. Van a dar una fiesta en el hospital de mi madre -mintió-. Les he dicho a los médicos que me encargaría de los refrescos. Y he pensado en que podía mandarles una tarta también. Y algo de… ¿cómo se llama? Eso que se sirve en una fuente grande.

– ¿Ponche? -preguntó Sylvie.

– Exacto -Rafe hizo una pausa-. He leído no sé qué de una persona que hace unas tartas especiales en Nueva York. Creo que se apellida McClain. Si no me equivoco, la pastelería estaba en Brooklyn. ¿Te importa localizar el teléfono? Pero no llames. Ya lo hago yo. Quiero que me cuente qué clase de diseños hace.

– ¿Desde cuándo hablas con decoradores de tartas? -Sylvie enarcó una ceja.

– Tú encuéntrala -ordenó Rafe-. Y si yo fuera tú, aceptaría ese ascenso. Antes de que te despida por insubordinación.

– Llevas ofreciéndome ese ascenso desde hace cinco años y yo llevo cagándola el doble de tiempo. Y todavía no me has despedido.

– Diez dólares -Rafe extendió la mano-. Si condenado es una palabrota, cagarla también lo es.

Le devolvió uno de los billetes y salió del despacho. Rafe se alegraba de que Sylvie no quisiera otro trabajo. No estaba seguro de si podría arreglárselas sin ella. Se recostó en el respaldo, cerró los ojos. Poco después sonó el interfono.

– Dígame, señorita Arnold -dijo Rafe tras pulsar el botón.

– Tengo un teléfono. He encontrado una Repostería McClain en Brooklyn y hacen tartas para fiestas -anunció Sylvie y Rafe se incorporó como un resorte. No estaba seguro de si quería tener el teléfono de Keely. Hacía solo unos minutos había decidido darle carpetazo y encontrar a otra mujer-. ¿Señor Kendrick?

– Apúntelo de momento -dijo por fin Rafe-. Ya le diré si la necesito… quiero decir, si lo necesito. El número.

Suspiró, se alisó el cabello. Sus ojos cayeron sobre un montón de carpetas apiladas en una esquina de la mesa. Sobre los Quinn. Había recopilado toda la información que necesitaba para poner en marcha su plan, pero en el último mes no había hecho nada por alcanzar su objetivo.

A partir de ese momento, no apartaría la vista de sus propósitos. Nada, ni siquiera Keely McClain, lo distraería de sus planes.


Keely acarició el collar que le colgaba del cuello, paseando el pulgar por la esmeralda como si pudiera darle buena suerte. Había vuelto a Boston a conocer a su familia y lo haría esa misma noche. Entraría en el Pub de Quinn, se tomaría una cerveza y se presentaría. Y, pasara lo que pasara, asumiría las consecuencias.

Se alisó la chaqueta de lana que llevaba y echó a andar hacia el bar.

– Hola, me llamo Keely Quinn y soy tu hija -ensayó-. ¡Por favor! No puedo soltarlo así. Tengo que ser más sutil. Quizá consiga que me hable de su familia. Le preguntaré por su esposa y cuando se me presente la ocasión, la aprovecharé.

El estómago se le revolvió un poco, pero Keely se obligó a no ponerse nerviosa. Se paró, respiró hondo y la náusea se le pasó. Hacía una semana que no tomaba un café para evitar vomitar en público. Apretó los dientes, abrió la puerta del pub y entró.

Estaba abarrotado, lleno de humo de tabaco. Había mucho ruido y nadie se molestó en mirarla mientras se acercaba a la barra. Keely intentó no mirar a los clientes, quería pasar lo más inadvertida posible. Vio una banqueta vacía en un extremo y corrió a ocuparla.

Luego contuvo la respiración mientras esperaba a que alguien al otro lado de la barra se fijara en ella. Seamus estaba con dos hombres jóvenes que, sin duda, eran hermanos de ella. El parecido era asombroso: tenían el mismo pelo que ella, los mismos ojos de un color verde dorado. Reconoció a su madre en los dos por la curva traviesa de sus bocas cuando sonreían. Cuando por fin se acercó a atenderla

Seamus, Keely rezó por que la voz no le temblara al hablar.

– ¿Qué te pongo, pequeña?

A pesar de los años, Keely podía ver al hombre del que su madre se había enamorado. Con ser la mitad de atractivo que los otros dos hombres de la barra, ya habría sido irresistible. Tragó saliva.

– Una cerveza.

– ¿Una Guinness va bien?

– Una Guinness, perfecto -dijo y Seamus volvió poco después con un vaso enorme de cerveza marrón oscuro, coronada de espuma. Le puso un posavasos y lo colocó encima-. Es mucha cerveza -comentó esbozando una sonrisa débil.

– Es una pinta. Tienes cara de poder con ella -dijo él con mucho acento irlandés.

– Así que este bar es tuyo -dijo Keely para retenerlo cuando Seamus hizo ademán de retirarse.

– Sí -Seamus agarró un trapo y empezó a limpiar vasos-. El Pub de Quinn. Ese soy yo: Quinn. Esos son mis hijos. Me echan una mano -añadió, apuntando con la cabeza hacia los dos hombres jóvenes.

– ¿Siempre te has dedicado a esto?

– Antes era capitán de pesca -contestó Seamus, negando con la cabeza-. Pescaba peces espada.

– Pescador… Debía de ser peligroso.

– Una vida interesante cuando se es joven -comentó él con cierta melancolía.

– ¡Ponme una pinta, Seamus!

Este se giró y se alejó de ella sin añadir una palabra más. Keely exhaló un suspiro pequeño antes de dar un trago largo a la Guinness.

– Bueno, de momento ha ido bastante bien -murmuró. No parecía mal tipo. Después de la imagen que se había formado por las descalificaciones de su madre, no sabía qué esperar. Pero Seamus aparentaba ser la clase de hombre que la acogería con alegría. Al fin y al cabo, era su única hija.

La música, irlandesa, atronaba por los altavoces y poco a poco Keely fue adaptándose al ambiente. Se bebió la cerveza tan rápido como pudo para poder pedir otra. Sean y Liam seguían atendiendo en la barra. Keely había oído sus nombres a los clientes que los llamaban a gritos pidiéndoles nuevas consumiciones. Liam era el más joven, el que más se acercaba a la edad de Keely, y sintió una conexión especial con él. Si hubiesen pasado la infancia juntos, seguro que habrían sido grandes amigos.

– ¿Otra? -le preguntó Liam.

– Pero solo media esta vez -contestó Keely. Si se tomaba otra pinta entera, estaría borracha antes de poder dirigirle una sola palabra a Seamus. Pero Liam no volvió con otra jarra de cerveza, sino con una copa de champán-. ¿Y esto? -preguntó inquieta.

– Te invita ese de ahí -Liam se encogió de hombros.

Keely miró hacia el otro lado de la barra y el corazón se le detuvo nada más verlo.

– Dios -dijo al tiempo que se echaba hacia atrás en la banqueta. Lo último que esperaba era encontrarse con Rafe Kendrick.

El corazón le golpeaba contra el pecho. Por un instante, no supo qué hacer. No se decidió a tiempo. Segundos después. Rafe ocupó el espacio que había junto a su banqueta, rozándola con el cuerpo. Keely cerró los ojos y sintió un escalofrío al recordar la sensación de las manos de ese hombre por su cuerpo.

¿Por qué no se le había ocurrido siquiera? Se había encontrado con Rafe fuera del Pub de Quinn hacía un mes. No hacía falta ser un genio para imaginar que podría aparecer de nuevo. Pero había estado tan concentrada en el encuentro con su padre y sus hermanos que ni había pensado que pudiese cruzarse con Rafe allí.

– ¿Vas a hacer como si no estuviera? -preguntó él.

Keely se puso roja. Nada más respirar reconoció su colonia. La almohada del hotel había conservado el olor de Rafe tras haberse marchado.

– Hola, Rafe. ¿Cómo estás?

– Hola, Keely. Bien. ¿Y tú qué tal?

Su voz sonaba profunda, su boca estaba tan cerca que podía sentir su aliento en el cuello. No se atrevió a mirarlo a la cara.

– Bien -contestó con voz trémula. Keely se preguntó qué pasaría si se giraba hacia él. A juzgar por el sonido de su voz, eso dejaría sus labios a escasos centímetros de los de Rafe. Quizá no tuvieran que mantener la compostura con una conversación violenta. Quizá pudieran perderse en un beso largo y profundo.

– Me sorprende verte.

Le pareció advertir cierta irritación en el tono y, de pronto, Keely sintió como si estuviese jugando con ella.

– ¿Por?

– No sé, quizá porque en la nota que me dejaste decías que me llamarías la siguiente vez que vinieras a Boston. Y aquí estás, y yo sin enterarme de nada.

Definitivamente, estaba jugando con ella. Sus palabras sonaban cargadas de sarcasmo. ¿Qué quería?, ¿una disculpa?, ¿una explicación? Permanecieron callados durante un largo silencio, tapado por el estruendo de la música y los clientes. Se había imaginado aquel reencuentro, pero, en sus fantasías, no había animadversión entre ambos, sino pasión y lujuria.

– No esperaba que estuvieras aquí esta noche -contestó por fin.

– ¿Esa es tu explicación?

Keely se decidió a mirarlo y la sorprendió la expresión de su cara. Rafe parecía dispuesto a pelearse.

– ¿Estás enfadado conmigo?

– No estoy acostumbrado a que me planten -respondió.

– ¿Es eso? -Keely soltó una risilla-. ¿Cuestión de orgullo?

¡Qué típico de los hombres! Si ellos se marchaban y no volvían a llamar, perfecto; pero si ella hacía lo mismo, les parecía un insulto a su virilidad. Esas actitudes la desquiciaban. Keely sabía que lo prudente sería levantarse y marcharse, pero el instinto le pedía guerra. Así que se giró hacia él y contestó en voz baja:

– Fue un rollo de una noche. Si intentas que me sienta culpable por haberme ido, no lo vas a conseguir. Sabes mejor que yo que todo acabó en la habitación del hotel. Puede que hubieses vuelto esa noche y hubiéramos cenado y nos hubiésemos dado otro revolcón en la cama, pero habría terminado al poco tiempo. Solo te ahorré las molestias.

Rafe estiró un brazo y le acarició la cara. Keely se quedó sin respiración. Si alguien estuviera mirándolos, pensaría que se trataba de una caricia seductora. Pero Keely sabía exactamente lo que pretendía. Quería demostrar que el tacto de sus dedos seguía afectándola, que solo tenía que recordarle aquella noche para que volviese a desearlo. ¡Pues no se dejaría atrapar! Esa vez no. Disimuló el calor que había prendido en su cuerpo y lo miró con indiferencia.

– Dime, Keely. ¿Cuántas veces has pensado en esa noche? Apuesto a que estás pensando en ella ahora mismo -dijo él con voz baja, todavía con sorna-. Deseando repetir.

Keely agarró la copa y le lanzó el champán a la cara.

– ¡Nos acostamos! Estuvo genial. Fin de la historia. ¿Ya estás contento?

Solo tras pronunciar las palabras reparó en que el arrebato de tirarle el champán había llamado la atención de los clientes más próximos, que se habían quedado en silencio… lo suficientemente callados para oír su evaluación de la noche.

Liam se acercó dispuesto a interceder. Abochornada, Keely dejó algo de dinero en la barra, agarró el bolso y echó a andar hacia la puerta. Lo último que quería era montar una escena delante de su padre y sus hermanos. Pensarían que era una putita de tres al cuarto sin haber tenido tiempo siquiera para conocerla.

Cuando llegó a la calle, respiró profundo y trató de controlar el temblor de las manos. ¿Cómo se atrevía? Los dos sabían lo que estaba ocurriendo aquella noche. Acto seguido, oyó abrirse la puerta y se giró. Rafe estaba en el escalón de arriba. ¿Por qué tenía que ser tan atractivo?, ¿no se podía haber liado con un tío normal y corriente?

– Aléjate de mí -le advirtió ella.

– Lo siento. No sé por qué te he dicho eso -Rafe avanzó hacia ella despacio, con las manos levantadas, como en una rendición burlona-. Venga, vuelve al bar. Ya me voy yo. Fin de la historia.

– ¿Se puede saber qué te pasa? -contestó Keely-. ¿,Con qué derecho te enfadas tanto conmigo? Compartimos una noche agradable, nada más. Estoy segura de que has pasado noches agradables con otras muchas mujeres antes -añadió, aunque en el fondo quería creer que la suya estaba entre las mejores.

– Tienes toda la razón -dijo él-. Olvídate de que me has visto esta noche. Me marcho.

La pasó de largo y se alejó entre las sombras de la noche.

Keely lo miró, tuvo que contener el impulso de llamarlo, lanzarse a sus brazos y llegar hasta el final otra vez. ¿Por qué estaba tan enfadado? No había hecho sino lo que se suponía que debía hacer tras un rollo de una noche,¿no?

De pronto, el corazón le dio un vuelco. ¿Y si resultaba que no había sido un simple rollo para él? Se mordió el labio inferior para no soltar una retahíla de palabrotas.

– Genial. La primera vez que tienes un rollo de una noche y la fastidias -Keely bajó los escalones del bar-. Alguien debería escribir un manual, indicar las reglas.

Miró hacia Rafe, preguntándose si debía ir tras él y disculparse. Pero, ¿qué se suponía que debía decir? ¿Lo siento, fue una noche fantástica, pero no pensé que para ti fuese igual de fantástica, así que me marché?

Había pensado en Rafe muchísimas veces durante el último mes, pero en ningún momento se le había pasado por la cabeza que este sintiera por ella algo más que un calentón pasajero.

Se paró mediada la acera y gritó frustrada:

– No he venido a esto. No he venido por mi vida sexual. He venido a encontrar a mi familia -se desahogó. Luego se giró para volver al bar, pero pensó que la recibirían con miradas y murmullos curiosos sobre su comportamiento. Había pensado pasar la noche en Boston y regresar a Nueva York por la mañana, pero solo eran las diez. Si se marchaba ya, estaría en casa a la una-. La próxima vez. Les diré quién soy la próxima vez que venga -se dijo.

Se dirigió hacia el coche, medio esperanzada con encontrarse a Rafe esperándola. Pero la calle estaba vacía. Rodeó la parte de atrás del coche y se dio cuenta de que le habían pinchado una de las ruedas. Se agachó a examinarla y encontró una raja cerca de la llanta. Alguien se la había rajado adrede. Pero, ¿quién?

Rafe había desaparecido en esa dirección, pero no podía creerse que hubiese hecho algo tan ruin. ¿Para qué?, ¿para rescatarla de nuevo? ¿O para obligarla a afrontar sus problemas sin su ayuda? Keely soltó una palabrota, abrió el maletero y empezó a bucear entre las herramientas para cambiar la rueda.

Primero intentó aflojar las tuercas. Pero, por más que giraba y tiraba, no conseguía moverlas un milímetro.

– ¡Mierda! -exclamó frustrada. Y le dio una patada a la rueda.

– ¿Puedo ayudarla? -la voz que sonó a su espalda la sobresaltó y la hizo dar un pequeño grito. Se giró, agarrando con fuerza la llave inglesa, pero reconoció al hombre de inmediato. Lo había visto la otra noche delante del Pub de Quinn, justo antes de encontrarse con Rafe-. Tranquila, soy policía -añadió, abriendo las manos en señal de paz.

– Enséñame la placa -contestó Keely, tratando de mantener la calma. Sospechaba que estaba ante uno de sus hermanos, pero quería asegurarse antes de soltar su arma.

El hombre accedió a su petición. Se llevó la mano al bolsillo trasero y sacó una cartera. Cuando la abrió, Keely aguzó la vista para leer su nombre bajo la luz tenue de las farolas.

– ¿Ves? Inspector Conor Quinn. De la Brigada de Policía de Boston.

Había acertado aquella primera noche: era el mayor de sus hermanos.

– ¿Quinn?

– Sí, mi padre es el dueño del pub -dijo Conor. Luego examinó la cara de Keely con extrañeza-. Me resultas familiar. ¿Nos conocemos?

– No -respondió ella.

Siguió haciéndole una pregunta tras otra hasta hacerla sentir que la estaba interrogando, que intentaba descubrir la verdadera razón por la que estaba sola en una calle desierta de Southie a esas horas de la noche. Por suerte, concluyó que no era una delincuente y se ofreció a ayudarla a cambiar la rueda.

Keely se apartó y lo miró maravillada por la sencillez con que llevaba a cabo la operación.

– Podías haber pasado al pub y utilizar el teléfono para llamar a un amigo -comentó Conor-. No deberías estar sola en una calle a oscuras como esta -añadió mientras se ponía de pie. Luego se sacudió las manos, abrió el maletero y sacó la rueda de recambio.

– No tengo amigos… por aquí. Están… todos fuera -contestó Keely. Quizá, pensó entonces, si hacía ella las preguntas, conseguiría que Conor parara-. ¿Es un negocio familiar? -añadió con naturalidad, como si no estuviera deseando recabar el más mínimo detalle.

– ¿El pub? -Conor giró la cabeza-. Me turno con mis hermanos los fines de semana.

– ¿Cuántos tienes?

– Cinco -dijo con el ceno fruncido mientras volvía a apretar las tuercas.

– Cinco hermanos. No… no me imagino con cinco hermanos -Keely sonrió-. ¿Cómo se llaman?

Conor se levantó, se sacudió las manos de nuevo, quitó el gato y el coche bajó despacio a la altura debida.

– Dylan, Brendan, Sean, Brian y Liam. Están dentro todos esperándome. ¿Por qué no pasas y te lavas las manos? Te invito a un refresco.

Keely ya había decidido dar por terminada la noche. Pero la oferta resultaba tentadora. Podía entrar con su hermano mayor en el pub, presentarse y acabar con la historia de una vez por todas.

– No -respondió en cambio, empeñada en no dejarse arrastrar por un impulso. Era un paso importante y quería planearlo con cuidado-. Tengo que irme. Se me hace tarde.

Keely le quitó de la mano la llave inglesa, recogió el gato, lo metió todo en el maletero y se metió en el coche.

Mientras arrancaba, exhaló un suspiro tenso.

Para haber empezado tan bien, la noche había terminado siendo un drama. Parecía la protagonista de una telenovela: era la hija secreta que acababa de descubrir una familia nueva y un amante herido en su orgullo. Solo le faltaba un golpe de amnesia, un accidente que le desfigurara la cara y tendría la trama entera.


Keely miró en la batidora mientras dejaba caer unas gotas de mantequilla en la alcorza. Giró la mezcla una y otra vez, alegre de tener algo con que distraerse. Desde que había vuelto de Boston la noche anterior, no había dejado de pensar en Rafe, todo el rato preguntándose si debía ponerse en contacto con él o dejarlo correr sin más.

No podía negar que seguía atrayéndola. A pesar de su enojo, seguía siendo un hombre increíblemente sexy. La noche anterior se había sentado en la cocina y, entre sorbos de café, había hecho una lista con los pros y contras de llamarlo.

Su tarjeta de trabajo seguía pegada en la nevera, justo bajo un imán con forma de sandía. Pero una llamada sería demasiado violenta, habría muchos silencios incómodos. Y mandarle una carta sería demasiado impersonal. Así que había optado por una tercera opción: una tarta.

– ¿Qué haces?

Keely levantó la vista de la batidora y vio a su madre en la puerta de la cocina. Llevaba un mandil verde con el logo de la repostería.

– Estoy probando un nuevo diseño.

– Tenemos que entregar la tarta de los Wagner antes de las diez de la mañana. Tres plantas ni más ni menos.

– Tranquila, me da tiempo.

– Si no quieres hacerla, dímelo. Les pediré a las chicas que se ocupen ella. Tendrán que ponerse dos, pero…

– Te he dicho que me da tiempo -Keely apretó los dientes-. Tengo el resto de la tarde y toda la noche.

– Creo que no eres consciente de lo complicada que es esa tarta.

– Mamá, el diseño de esa maldita tarta lo inventé yo. Sé perfectamente lo complicada que es.

– No hables mal, Keely.

– ¿Por qué? Tú lo haces. No siempre eres la dama irlandesa educadita que pretendes.

Fiona pasó por alto la provocación y miró hacia la tarta que su hija estaba preparando.

– ¿Qué son?, ¿unos zapatos?

– Italianos -contestó Keely-. Son para un amigo.

Fiona se quedó en silencio unos segundos.

– ¿Voy a tener que estar preguntándote siempre? -preguntó por fin-. ¿No podías informarme por adelantado de tus viajes a Boston? Anoche te esperé para cenar. Creía que teníamos planes.

– Lo siento. Lo decidí en el último momento. Tenía el día libre.

– ¿Hablaste con tu padre? -preguntó Fiona con falsa indiferencia.

– Sí, y conocí a tres de mis hermanos: Conor, Liam y Sean -Keely negó con la cabeza-. Bueno, en realidad no los conocí. Pero hablé con ellos.

Su madre se quedó callada y cuando Keely levantó la vista de la tarta, vio que se le estaban saltando las lágrimas. Se reprochó comportarse de un modo tan infantil: su madre llevaba veinticinco años sin noticias de sus hijos y ella le estaba escamoteando información.

– Son muy guapos -comentó con cariño.

– ¿Sí?, ¿son buenos hombres? Quiero decir, ¿son correctos? -preguntó Fiona con una sonrisa trémula-. Siempre intenté enseñarlos a comportarse. Su padre era muy bruto, pero yo no quería que mis hijos fuesen unos bestias.

– Son muy agradables -dijo Keely-. Conor es policía. Se me pinchó una rueda y me ayudó a cambiarla. Fue amable y atento. Sean y Liam estaban sirviendo en la barra del pub. Sean es alto y guapo, pero muy callado. Liam es más sociable, algo coqueto.

– ¿Están casados?, ¿tienen hijos? -Fiona hizo una pausa-. ¿Tengo… tengo nietos?

– No lo sé. No he visto que tuvieran anillo de boda, pero eso no tiene por qué significar nada -contestó antes de modelar el tacón de uno de los zapatos-. No me has preguntado por Seamus.

– No estoy segura de querer saberlo -respondió la madre.

– Entiendo que te enamoraras de él – Keely soltó una risa suave-. Cuando sonríe, se le ilumina toda la cara. Ahora tiene el pelo blanco y alguna arruga en la cara, pero sigue siendo muy guapo.

– Creo que estás haciendo bien.

– ¿De verdad? -Keely se quedó helada.

– Sí, está bien que conozcas a tu padre y tus hermanos.

– Me alegra que lo pienses, porque he tomado una decisión. Voy a irme a Boston. No un fin de semana, sino un mes o dos. Quiero conocerlos a todos antes de decírselo. De ese modo, les caeré bien antes de que sepan quién soy.

– Pero no puedes dejar la repostería tanto tiempo -objetó Fiona-. Tenemos encargos, clientes.

– Seguiré haciendo los diseños. Y dejaré instrucciones más precisas para la decoración. Janelle y Kim están dispuestas a trabajar un poco más: ya se lo he preguntado. Y tienen muchas ganas de ponerse a prueba. Conseguirán algunas fotos buenas para incluir en su expediente para cuando monten sus propios negocios. También les he ofrecido un aumento de sueldo y las he autorizado para contratar a otra ayudante de cocina si hace falta.

– ¿Podemos permitírnoslo?

– Puedo. El negocio va bien. Y tú estarás aquí para vigilar cómo va todo. Además, no me iré hasta dentro de un mes o así -contestó Keely-. Podrías venir a Boston conmigo -se le ocurrió entonces.

– No -Fiona negó con la cabeza-. Imposible.

– Mamá, antes o después tendrás que ver a tus hijos. Después de conocerme, lo más probable es que quieran verte.

– Si no han querido verme en todos estos años, ¿por qué iban a hacerlo ahora? Probablemente me odien.

– Eso no puedes saberlo. No tienes ni idea de qué sienten. Quizá han intentado encontrarte y Seamus los disuadió. Pero creo que tendrías que hacer el esfuerzo. Al fin y al cabo, fuiste tú la que los dejó.

– ¿Y si se niegan a hablar conmigo? No sé si lo soportaría.

– ¿Qué puedes perder?

Fiona se quedó unos segundos pensativa. Luego asintió con la cabeza.

– Todos estos años he intentado convencerme de que estaban todos bien. Estaría bien confirmarlo.

Keely rodeó la mesa de trabajo, se plantó frente a su madre, le agarró las manos y le dio un pellizquito.

– Sé que es duro, pero también sé que todo saldrá bien. Ir a Irlanda fue una buena decisión -dijo y su madre volvió a asentir con la cabeza.

– Eres una buena chica, Keely McClain – Fiona abrazó a Keely. Luego dio un paso atrás y abarcó la cara de esta entre las manos-. Keely Quinn. Siempre has sido buena chica: un poco cabezota y alocada a veces, pero cuando tu padre y tus hermanos te vean, se darán cuenta del tesoro que eres y aprenderán a quererte tanto como yo -añadió justo antes de darle un beso veloz en la mejilla y salir corriendo de la cocina.

– Sí, soy una buena chica -dijo Keely. Después suspiró. Y negó con la cabeza. Lo cierto era que ya no tenía ni idea de quién era. Quería creer que tenía algo de control sobre su comportamiento, pero su encuentro con Rafe le decía lo contrario. Bastaba con que este la tocara para hacerla enloquecer con un sinfín de fantasías salvajes.

Bajó la mirada hacia la tarta. ¿Era una disculpa u otra invitación más para pecar? ¿Acaso no esperaba que, al recibir la tarta, descolgara el teléfono y la llamase? No podía negar que quería pasar otra noche con Rafe Kendrick. Pero no era el momento oportuno para embarcarse en una aventura. Tenía cosas más importantes de las que ocuparse.

Agarró la tarta y la tiró a la papelera. Era una mala idea y un mal diseño. Ya la esperaban emociones de sobra en los próximos meses sin necesidad de enredarse con un hombre endiabladamente guapo y peligroso.

Quizá cuando consiguiera aclarar quién era ella de verdad, podría darse el lujo de enamorarse. Pero nunca antes.

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