Capítulo 6

Keely despertó perezosamente, estirándose bajo las sábanas y entrecerrando los ojos contra el sol radiante de la mañana. Vio la silueta de un hombre alto y de hombros anchos junto a la ventana y sonrió. Rafe. Cuando las pupilas se le adaptaron a la luz y pudo enfocarlo con nitidez, admiró su desnudez, su piel suave contra los rayos que se filtraban por el cristal.

Keely se hizo un ovillo y saboreó la oportunidad de contemplar su cuerpo: los brazos esculpidos, los músculos de la espalda, la cintura estrecha y las piernas largas, un espécimen perfecto. Parecía llevar esa perfección como si nada, como si no supiera, o no le importara, el efecto que su cuerpo provocaba en la libido de las mujeres.

– Buenos días -lo saludó mientras se pasaba una mano por el pelo enmarañado.

– Buenos días -contestó Rafe tras girarse, sobresaltado por la voz de Keely-. ¿Has dormido bien?

Keely se sentó en la cama y, al estirar los brazos por encima de la cabeza, la sábana se le cayó dejando sus pechos al descubierto. No se molestó en cubrirse. Con él se sentía cómoda desnuda, más consciente de su sexualidad y del poder que esta le otorgaba.

– Mucho. ¿Y tú?

– También.

Keely siguió deleitándose con su cuerpo, siguiendo la delgada línea de vello que empezaba entre sus pectorales y acababa bajo el estómago. Sintió un cosquilleo al recordarlo en plena erección.

– Estás increíble de pie a la luz del sol. Si tuviera un papel, te dibujaría tal cual.

– ¿Dibujas?

Keely asintió con la cabeza. Aunque se conocían los cuerpos del otro de memoria, sabían cómo hacerse gemir de placer, todavía les quedaban muchas cosas elementales por aprender.

– Tengo un título de Bellas Artes. Antes pintaba, pero me gustaba más esculpir. Aunque también me divertía dibujando desnudos – comentó sonriente-. Para ser una niña buena educada en un instituto femenino, las clases de dibujo me abrieron los ojos. Solo había estado con un chico y no le había llegado a ver… ya sabes, el equipaje.

– ¿Y eso? -Rafe enarcó una ceja.

– Nos daba miedo encender las luces. Dios, no sabía qué vería, pero creía que me quedaría ciega como castigo -dijo Keely, tapándose los ojos con una mano-. Será mejor que te pongas algo de ropa. Empiezo a disfrutar demasiado de la vista.

Pero Rafe volvió a la cama a tumbarse junto a ella y, nada más apretarla contra su cuerpo, se excitó.

– ¿Quién eres, Keely McClain? -le preguntó mirándola con intensidad-. ¿Por qué me estás haciendo esto?

Keely se quedó callada. Lo notaba extraño, reservado, como si algo lo preocupara.

– ¿Qué te estoy haciendo? -le preguntó ella.

– No estoy seguro. Pero me hace sentir muy bien.

Keely le acarició una mejilla, deslizó los dedos sobre el vello incipiente de la barba.

– No sé qué es. Rafe. No sé si terminará mañana o durará toda la vida. Así que quizá debamos relajarnos y ver adonde nos lleva. Y si no funciona, nada de arrepentimientos. Sin rencores.

– Suena bien -dijo Rafe. De pronto, la agarró por la cintura y la puso debajo de él-. Vámonos de viaje. Es Navidad: deberíamos hacer algo especial. Podemos salir hoy. Compraremos dos billetes a algún sitio y despegaremos. Podemos ir a Hawai, a París, Londres. Tú eliges. A algún lugar lejos de aquí.

La oferta sonaba tentadora. Pasar una semana en la habitación de un hotel con Rafe Kendrick era tanto como hacer realidad la mejor fantasía de una mujer.

– No puedo -dijo sin embargo-. Tengo que trabajar. El pub abre a las cinco y tengo turno. Me apunté a trabajar en navidades para conocer a mi familia.

– Vamos, ¿no me dirás que prefieres ese bar maloliente a una playa cristalina en Hawai?, ¿o a un café en París?, ¿o una habitación acogedora de un hotel de Londres? No tienes ni que pensártelo.

– Ya sabes por qué tengo que quedarme – contestó Keely-. Necesito decirle a mi familia quién soy. Y necesito encontrar el momento justo para hacerlo. Y no lo encontraré si me estoy tostando en una playa de Hawai.

– No sé si quiero dejar que salgas de esta casa -Rafe apoyó la frente sobre la de ella-. La última vez que te dejé, desapareciste.

– ¿Qué tal si vuelvo aquí después del trabajo y cenamos juntos? -le propuso ella después de rozarle los labios con los dedos-. Esta vez cocino yo.

– ¿Cocinas bien?

– Mejor que tú -lo pinchó-. A ti te falta atención. Y eso es muy importante para preparar tortillas. No puedes distraerte con… otros manjares exquisitos.

– ¿Y qué se te ocurre que hagamos hasta que te marches a trabajar? -preguntó Rafe, frotándose la nariz contra el cuello de ella.

– ¿Sabes lo que estaría bien? Vestirnos e ir a la Iglesia. Es Navidad. Siempre voy a misa y me perdí la de anoche.

– ¿De verdad quieres ir a la Iglesia?

– Después de todo lo que pecamos anoche, creo que será lo mejor. Podemos pasar por mi casa, para que me cambie. Y después de la iglesia, tomamos un café. ¿Y sabes qué otra cosa me gustaría hacer? Me gustaría patinar sobre hielo. O dar una vuelta en uno de esos carros tirados por caballos. O podíamos dar un paseo viendo escaparates. Serían las navidades perfectas.

– Vale -accedió Rafe a regañadientes-. Pero antes quiero darme la ducha perfecta. ¿Vienes?

– En seguida -Keely sonrió-. Tengo que llamar un momento a mi madre. ¿Puedo usar el teléfono?.

Rafe le dio un beso en la punta de la nariz y salió a gatas de la cama.

– Te estoy esperando.

Se fue al baño mientras Keely se quedaba en la cama admirando la vista. Cuando oyó que abría el grifo de la ducha, se estiró para alcanzar el teléfono de la mesilla de noche y marcó el número de su madre. Fiona descolgó al cabo de dos pitidos.

– Hola, mamá, feliz Navidad.

– Feliz Navidad, cariño. Me tenías preocupada. Anoche no me llamaste. Pensé que habías decidido venir a casa al final. Intenté localizarte en la habitación de tu pensión a las nueve, pero me dijeron que no estabas. Y no me atreví a llamar después de las diez. No quería molestar tan tarde. ¿Estás bien?

– Sí.

– ¿Fuiste a misa anoche?

– No, pero voy a ir a la Iglesia ahora con un amigo

– ¿Tienes un amigo en Boston?

– Sí, solo uno. Pero es muy agradable. Tengo noticias -añadió Keely, cambiando sutilmente la conversación-. Brendan está prometido. Apareció anoche en el pub para anunciarlo. Ella se llama Amy Aldrich. Parece muy maja, es muy guapa. Y hacen muy buena pareja. Mi padre no parecía entusiasmado, pero todos los demás sí. Ojalá hubieses estado, mamá. Con Conor casado y los otros dos prometidos, no tardarás en tener nietos.

Fiona permaneció en silencio un buen rato antes de hablar.

– ¿Cuándo vas a volver a casa?

– En un par de semanas quizá. Quiero decírselo ya. Y creo que lo llevarán bien. Son muy simpáticos conmigo, mamá. Deberías conocerlos. Quizá las navidades que viene estemos todos juntos.

– Quizá.

– ¡Keely!, ¡mueve ese trasero precioso y ven a la ducha!

Keely puso una mueca, pero, por suerte, su madre no había oído a Rafe.

– Tengo que irme. Esta tarde entro a las cinco, así que te llamaré desde el pub cuando pueda. Quizá consiga que se ponga alguno de los chicos para que te salude.

– Sí… Eso sería fantástico, Keely -dijo la madre con voz llorosa-. Lue… luego hablamos. Feliz Navidad, corazón.

– Adiós, mamá -Keely colgó, suspiró, se frotó los ojos.

– ¡Keely!

Y salió de la cama sonriente para ir de puntillas hasta el baño.

Al igual que la cocina, era una maravilla de la tecnología, con una enorme bañera de masajes y una ducha con mampara para dos. Miró por una esquina de la mampara y vio a Rafe desnudo, en plena erección, con el cuerpo húmedo y enjabonado.

– El caso es que no soy chica de duchas. Prefiero los baños.

Rafe dio un paso hacia ella. Alargó una mano por sorpresa y la agarró por el brazo. Tiró de Keely dentro de la ducha, bajo la cascada de agua corriente y la besó a fondo.

– Te voy a enseñar a que ames también las duchas -prometió él con voz ronca.


Estaba sentado en el banco de un parque, con el abrigo de cachemir abierto al calor del sol de mediodía. Miraba a los patinadores deslizarse sobre un círculo gigante de hielo, recordando el tiempo que había pasado patinando con Keely el día de Navidad. Si alguien le hubiera dicho que iba a pasar la tarde sobre un lago helado, lo habría tomado por loco. Pero debía reconocer que se había divertido. Al terminar el día hasta se había convertido en un patinador pasable.

Había compartido tantas cosas con Keely en los últimos cinco días. Pero, sobre todo, no habían dejado de divertirse: ya fuera en la cama, sin complejos, o cenando tranquilamente con una botella de buen vino o champán, o paseando por el río. Rafe nunca le había dado mucho valor a la diversión, pero era evidente que estaba aprendiendo una nueva dimensión de la vida. Había sonreído más en la última semana que en todo el año anterior. En los anales de sus aventuras con las mujeres, sabía que Keely se alzaría en el primer puesto. Era dulce y comprensiva fuera de la cama, salvaje y apasionada entre las sábanas. Y el contraste lo fascinaba. Otras mujeres habían tratado de dar esa imagen, pero en Keely era genuina.

Con todo, un nubarrón negro seguía cerniéndose sobre ellos. Keely no era solo una mujer con la que se había acostado. Era una Quinn. La hija del asesino de su padre. Y debería estar reprochándose por su comportamiento con ella, en vez de preguntarse qué nueva aventura compartirían juntos esa noche.

Gozaba con su cuerpo. Como ella misma había dicho, no tenían ningún compromiso, nada de ataduras. Solo era un intercambio sexual y el deseo no tardaría en desaparecer. Luego podrían seguir adelante con sus vidas.

– No tienes por qué sentirte culpable -se dijo. Luego soltó una palabrota. Tenía que controlarse. Se estaba obsesionando. Pensaba en Keely a todas horas: se preguntaba qué estaría haciendo, con quién estaría hablando, si estaría pensando en él. Aunque no estaba seguro de haberse enamorado, tampoco podía definir con precisión lo que sentía. Le gustaba Keely. Era bonita, atractiva e intrigante. Y se lo pasaba bien con ella.

Dios, nunca había estado más de un mes con la misma mujer, a una media de dos citas semanales y cinco noches de sexo decente hasta aburrirse. Hizo balance del tiempo que llevaba con Keely y lo sorprendió descubrir que ya había sobrepasado su récord.

– Perdón, ¿eres el hijo de Sam Kendrick? Rafe levantó la cabeza, despertando de su ensimismamiento. Un hombre mayor estaba de pie frente a él, con una chaqueta vieja y un par de vaqueros azules desgastados. El tiempo no había tratado bien a Ken Yaeger. Tenía la cara llena de arrugas, un par de pelos en toda la cabeza, los dientes negros, a falta de un tratamiento en el dentista.

– Sí.

Yaeger se sentó en el banco y se frotó las manos.

– ¿Por qué diablos hemos quedado aquí? Esta ciudad está llena de tabernas con calefacción y whisky. Ya pasé bastante frío cuando era joven. No necesito pasar más -Ken metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una petaca-. ¿Quieres un trago?

– ¿Qué tal ha ido? -preguntó Rafe tras rechazar la petaca con un gesto de la mano.

– Parecían bastante interesados -Yaeger se encogió de hombros-. Me preguntaron por qué quería hablar después de tanto tiempo y les solté un rollo sobre cargos de conciencia. Lo escribí todo en un papel y me dijeron que me llamarían. Tienen que decidir quién se encarga de llevar el caso.

– No entrarías borracho, ¿verdad?

– ¿Qué más da? La verdad es la verdad.

– Quiero oírla -le exigió Rafe-. Cuéntamelo todo tal como se lo has contado a la policía.

Yaeger se paró a pensárselo unos segundos, dio otro trago de la petaca y se aclaró la voz.

– Pues… verás, yo llevaba unos tres años trabajando en el Increíble Quinn. Seamus quería hacer una última salida antes de que llegara el invierno. Yo conocía a Sam Kendrick de Gloucester, y sabía que estaba buscando trabajo. El barco en el que faenaba no solía salir a finales de temporada. Y como tu madre estaba… ya sabes, enferma, Sam no tenía intención de embarcarse luego en invierno. Así que se apuntó a la tripulación de Seamus Quinn para una escapada -Yaeger hizo una pausa y le dedicó una sonrisa mellada a Rafe-. Tu padre era un buen tipo. Podría haber capitaneado su propio barco si hubiera tenido dinero suficiente para comprarlo.

– Estaba ahorrando para hacerlo -comentó Rafe.

– Llevábamos a bordo dos semanas y la bodega estaba medio llena. Entonces empezaron a llegar informes meteorológicos. Seamus quería sortear la tormenta y seguir pescando. Tu padre quería tocar puerto. Pero Seamus tenía la última palabra. Aun así, el tiempo siguió empeorando y al poco todos queríamos volver a tierra. Teníamos un mal presagio y todos sabíamos que si no regresábamos acabaríamos naufragando. Estábamos asustados. No tardamos en estar todos contra Seamus.

– ¿Un motín?

– Más o menos. Tu padre estaba en la cubierta, asegurando el equipo para que las olas no se lo llevaran. Yo estaba arriba, en la caseta del timón. Seamus salió y empezaron a gritarse. Sam le lanzó un puñetazo y le dio en la barbilla. Seamus alcanzó a Sam en el estómago. Sam volvió a atacar y perdió el equilibrio. Entonces Seamus fue por él, le dio un empujón y Sam cayó por la borda. El cielo estaba negro y la tormenta se acercaba. Intentamos encontrarlo, pero llegamos tarde. El agua estaba muy fría. A esa temperatura solo se pueden aguantar diez, quince minutos como mucho – Yaeger tembló y dio otro trago a la petaca-. Recuerdo la cara que tenía cuando conseguimos pescarlo. Esa imagen no se me olvidará en la vida.

Rafe bajó la mirada, sintió que la rabia se recrudecía en su interior, redoblando su determinación. Seamus Quinn pagaría por lo que había hecho.

– ¿Por qué no contaste la verdad entonces?

– Seamus nos convenció para que lo hiciéramos pasar por un accidente. Que se había tropezado con una cuerda. De ese modo, se entendería que había muerto mientras trabajaba y tu madre recibiría una pensión mayor. Si Sam tenía algo de culpa en su muerte, recibiría menos. Y él fue el que lanzó el primer puñetazo. Estaba organizando un motín.

– Así que Seamus consiguió una tapadera para cubrir su asesinato. Y además defraudó a la compañía de seguros.

– Sí, supongo que puede decirse así.

– ¿Hubo alguna investigación?

– La pesca es una profesión peligrosa. Es un hecho que todo el mundo acepta. Y toda la tripulación contó lo mismo, así que no hubo más historia. Yo me callé y recibí mi paga.

– ¿Hay alguien más que pueda confirmar tu historia?

– Los policías me preguntaron lo mismo. Wait McGill murió hace unos años. Johny Sayers se hundió en el Katie Jean en 1981. Y de Lee Franklin no sé nada hace diez años. Creo que respaldaría mi historia. Seamus empujó a tu padre por la borda -Yaeger hizo una pausa y dio otro trago a la petaca-. Bueno, he cumplido mi parte. ¿Qué consigo yo a cambio?

– ¿Qué esperas?

– No te lo he contado por motivos de salud. Tengo gastos.

– Creía que querías ayudar a mi madre.

– Eso no me ayuda a llegar a fin de mes. Rafe se llevó la mano al bolsillo y sacó la cartera. Tomó todo el dinero que llevaba en efectivo y se lo dio a Yaeger.

– Para cubrir tus gastos por venir aquí. Te daré más para que vuelvas a casa cuando Quinn esté en la cárcel. Pero deja que te aclare algo: no te estoy pagando por prestar declaración. Solo cubro tus gastos porque eres amigo de la familia. Si mencionas mi nombre en algún momento, cierro el grifo.

Yaeger asintió con la cabeza, se levantó y estiró un brazo.

– Un placer hacer negocios contigo. Rafe no le estrechó la mano. Devolvió la atención a los patinadores y, cuando Yaeger se marchó, soltó el aire que había estado conteniendo. Estaba haciendo lo correcto. No tenía por qué seguir convenciéndose de eso. Entonces, ¿por qué se sentía tan mal?

– Keely -murmuró entonces. Era todo por su culpa. Si no hubiese aparecido en su vida, poniéndola toda del revés, no tendría la menor duda sobre el castigo que Seamus Quinn se merecía.

Toda la vida había estado centrado en el éxito, había calculado cada movimiento para adquirir dinero y poder. Había creído que así llenaría los espacios vacíos de su corazón. Y al comprobar que no era así, había decidido llenarlos vengándose. Si tampoco eso funcionaba, tendría que encontrar otra salida. Pero sabía que rendirse a Keely no podía ser la solución.

Si se permitía sentir algo por ella, tendría la sartén por el mango, todas las cartas de la baraja. No podía cambiar su vida por ella porque, antes o después, Keely se marcharía. Los psiquiatras de su madre dirían que la muerte de su padre le habían generado aquel temor profundo, el miedo al abandono. También dirían que, mientras no se enfrentara a esos miedos, nunca tendría una relación normal con una mujer.

Pero ese era el motivo por el que estaba llevando a cabo aquel plan contra Seamus Quinn. Para acabar con sus miedos y poner su vida en orden. Y si Keely se veía perjudicada de alguna manera, era problema de ella, no suyo. La verdad los haría libres a todos.

Rafe se levantó, echó un último vistazo al lago y se obligó a no pensar más en Keely Quinn. Había tomado una decisión. Esa tarde cortaría con ella. No había vuelta atrás. Perdería a una compañera de cama fabulosa, pero acabaría superándolo.

Solo esperaba no tardar mucho tiempo en encontrar a otra mujer capaz de sustituirla.


– Ven a buscarme a la salida del trabajo – Keely se acercó a darle un beso en la mejilla-. Termino a las seis. Podemos salir, picar algo y meternos en un cine… ¿Verdad que parecemos como una pareja formal? Quizá deberías marcharte de la ciudad sin avisarme. O podría encontrarte con otra mujer en la cama al volver a tu casa esta noche. Para agitar un poco las cosas, ¿no te parece?

Rafe no le siguió la broma. Estaba serio. Llevaba con aquel humor sombrío desde que habían salido de la cama por la mañana. Keely no pudo evitar preguntarse si ya estaría aburrido de la relación. Sabía que era muy probable que pasara antes o después, pero le habría gustado que fuese después en vez de antes.

Era el riesgo que asumía por entregarse a fondo a Rafe, al margen de lo que este sintiera por ella. Sí, en la cama funcionaban. La cuestión sexual había pasado de excelente a sobrenatural y nada hacía indicar que fuese a decaer a corto plazo. Aunque había disfrutado de su compañía, se había protegido. Se había puesto un escudo en el corazón para no fantasear con un futuro junto a Rafe y, sorprendentemente, le había funcionado.

– Si no te apetece que hagamos nada, también está bien -añadió Keely-. Me vendrá bien dormir unas cuantas horas. Y tengo que poner una lavadora y hacer un par de encargos. Podría volver a casa en taxi.

– ¿Cuándo vas a decírselo? -preguntó Rafe mirando por la ventana.

– No estoy segura. Puede que hoy, si encuentro el momento.

– No puedes posponerlo indefinidamente.

– Eso es asunto mío. Me decidiré cuando me decida -contestó ella, irritada por la intromisión-. Mira, sí, quizá sea mejor que no nos veamos esta noche. Estoy pagando una habitación en la pensión y no la he pisado desde hace casi una semana.

– Haz lo que quieras -respondió Rafe.

– Pues eso -Keely salió del coche y cerró de un portazo. Lo rodeó, miró en ambos sentidos y empezó a cruzar. Se giró al oír que Rafe salía del coche. Un segundo después, le había agarrado una mano y la estaba abrazando.

La besó con fuerza, a fondo, sin dejarla respirar. Y, cuando por fin la soltó, esbozó una pequeña sonrisa.

– Te recogeré después del trabajo -dijo antes de darse la vuelta y meterse otra vez en el coche.

Keely se apartó cuando arrancó. Lo miró maniobrar y alejarse por la carretera, confundida por el beso y la discusión que acababan de tener.

A veces no entendía a Rafe Kendrick lo más mínimo. Quizá era eso lo que le resultaba tan atractivo, el misterio del chico malo bajo la fachada de trajes italianos. Sus cambios constantes. Estaba viviendo al límite, sin saber qué ocurriría a continuación y eso le gustaba.

Keely subió los escalones del pub. Quizá tenía razón Rafe. Quizá era hora de hablar con Seamus. Ya conocía un poco a su padre y estaba segura de que encajaría bien la noticia.

– Voy a decírselo. Tengo quince minutos antes de que abramos y para cuando entre el primer cliente, Seamus Quinn sabrá que tiene una hija -dijo mientras tiraba de la puerta.

Keely notó que algo iba mal nada más ver a su familia reunida en un extremo de la barra. Estaban de pie, en círculo, en medio de una discusión intensa. Le recorrió un escalofrío de miedo al ver la expresión tan seria de sus rostros. Buscó a Seamus con la mirada y se asustó todavía más al no encontrarlo. ¿Le había pasado algo?, ¿estaría enfermo? Había dado por supuesto que siempre estaría ahí para cuando se decidiera a darle la noticia, pero ya no era un chaval.

Colgó la chaqueta junto a la entrada y guardó el bolso detrás de la barra. Sus hermanos, que seguían hablando acaloradamente, no advirtieron su llegada. Trató de oír de qué estaban hablando, pegando la oreja mientras se acercaba con discreción. Cuando Liam se retiró del grupo, le preguntó con el corazón a todo latir:

– ¿Todo bien?

Liam se giró hacia sus hermanos. Luego se alisó el pelo. Su rostro reflejaba una mezcla de agotamiento y preocupación.

– No -reconoció Liam.

– ¿Qué pasa?, ¿es Seamus?, ¿se encuentra mal?

– No. Está bien. Pero… -Liam hizo una pausa mientras decidía si contárselo o no-. Tiene un problema. Ha venido la policía y se lo han llevado para interrogarlo.

– ¿Por qué? -preguntó atónita Keely.

– Nada, no te preocupes -Liam negó con la cabeza-. Todo se va a solucionar. Pero hay algo más. Malas noticias.

– ¿Es que no son malas noticias que Seamus esté en la cárcel?

– El otro día tuvimos una inspección sorpresa y han encontrado amianto en el sistema de calefacción. Nos van a cerrar el bar hasta que lo depuremos. Y si cerramos no podrá pagar la hipoteca. Ya le cuesta y trabajamos gratis. Si el banco ejecuta la hipoteca, perderá el pub.

– No es posible.

– Conor dice que no se trata de una casualidad -dijo Liam en voz baja para que sus hermanos no lo oyeran-. Cree que hay alguien que va por nuestro padre. Estamos intentando decidir qué hacemos. De momento, me temo que no podemos pagarte.

– Trabajaré por las propinas.

– No es eso. Pasará una semana primero que conseguimos contratar a los encargados del servicio de depuración. Y un par más hasta que terminen el trabajo. Luego tenemos que esperar a que vuelva el inspector y eso podría ser otra semana, puede que dos. Tenemos que sacar todas las cosas y volver a meterlas luego. Puede que cerremos un mes entero.

– Puedo echaros una mano -ofreció Keely. Un mes entero sin una excusa para ver a su padre y a sus hermanos. No podía ser verdad. Tenía que encontrar la forma de seguir en contacto. Quizá debería contárselo en ese mismo momento.

– No, esto es algo de familia. Nos arreglaremos -dijo Liam-. Hoy no abrimos, pero puedes quedarte a ayudar a limpiar durante tu turno y luego recoger la paga. Tenemos tu teléfono, así que te llamaremos en cuanto las cosas se solucionen. Pero comprenderíamos si encontraras otro trabajo. Un mes es mucho tiempo. En fin, eso es todo -añadió mientras se frotaba las manos en un paño.

– No te preocupes -dijo Keely-. Todo saldrá bien. Vuelve con tus hermanos, yo lavo estos vasos y les quito el polvo a las botellas.

– Gracias -Liam le dio un pellizquito en el brazo-. Eres un encanto.

Esperó hasta que regresó junto a sus hermanos antes de sacar del bolso la tarjeta de trabajo de Rafe. Él sabría qué hacer. Seguro que conocía a centenares de abogados. Y a algún contratista que les solucionara el problema del amianto en unos días, en vez de en semanas. Y alguien como Rafe no llegaba donde estaba sin tener algún contacto con la oficina de inspección. Conocería a alguien. Keely guardó la tarjeta en el bolso. Sería mejor hablar con él personalmente. Si tenía que convencerlo de algo, estaría en mejor… posición.

Se acercó a la pila situada tras la barra, agarró un trapo, fregó un vaso y lo secó. Ella también era una Quinn y contribuiría en lo que pudiera a salir de aquel problema. En cuanto hiciera un par de cosas en el bar, pediría permiso para irse y se plantaría en el despacho de Rafe para pedirle ayuda. Mientras tanto, trataría de enterarse de por qué habían detenido a su padre.

– Ninguno de nosotros sabe lo que pasó en el barco -oyó decir a Brendan-. Y papá no parece dispuesto a hablar. Conor, tienes que ocuparte de la parte legal de esto. Lo más probable es que sea una investigación federal, pero algo te podrán contar. Yo me encargaré de enterarme de qué pasa con el pub. Tengo dinero de sobra para cubrir la hipoteca y los gastos para pagar al contratista, así que eso no es problema.

– Cuenta conmigo si hace falta dinero – dijo Dylan.

– Y conmigo -añadió Conor.

– Brian, tú tienes amigos en el ayuntamiento. ¿Por qué no miras si puedes hacer algo con el inspector? No creo que podamos permitirnos estar cerrados más de una semana.

– ¿Y papá? -preguntó Sean-. ¿Y si al final lo acusan de asesinato?

Keely se quedó helada, no pudo evitar que se le escapara un pequeño grito. Pero se obligó a disimular mientras seguía lavando vasos. ¿Asesinato?, ¿estaban interrogando a su padre en relación con un asesinato?

– ¿Os ha contado algo de ese tal Kendrick? -preguntó Conor-. Según el testigo, Kendrick murió en el Increíble Quinn por culpa de papá. Se estaban peleando y Kendrick cayó por la borda. Papá jura que eso no fue lo que pasó.

No podía respirar. Tenía que haber oído mal. No podían haber dicho Kendrick, ¿no?

– ¿Sabemos algo de la familia de ese tipo? -quiso saber Brian.

– Sam Kendrick tenía una esposa y un hijo. Su viuda se llama Lila, el chico no sé. Supongo que llegarían a algún acuerdo con el seguro tras la muerte del padre. Pero no hubo ninguna investigación, que yo sepa. Me pregunto si la familia estará al corriente de la aparición de este testigo. ¿Intentamos localizarlos?

Keely sintió como si se le durmiera el cuerpo entero. El vaso que estaba sujetando se le cayó de la mano y se rompió contra el suelo sobre sus pies. Los seis hermanos se giraron hacia ella, que ya se había agachado a recoger los cristales. Pero le temblaban tanto las manos que se cortó con uno de los trozos.

En menos de un segundo, Dylan había saltado la barra. Le agarró la mano.

– Ven -dijo, poniéndola debajo del grifo.

– Lo… lo siento. Se me ha caído. No quería…

– No pasa nada -dijo él mientras le limpiaba la sangre de la mano. Agarró un paño limpio y lo apretó sobre el corte-. Ya está. No parece profundo. Dejará de sangrar en seguida -añadió al tiempo que sacaba un maletín de primeros auxilios y le daba una venda.

Pero el dolor de la mano no era comparable al del apellido que resonaba en su cabeza.

Kendrick. Seamus estaba en la cárcel porque la policía creía que había asesinado a Sam Kendrick. Y Sam Kendrick había sido el marido de Lila, la mujer a la que había conocido en Nochebuena. Lo que significaba que su padre era sospechoso de haber asesinado al padre de Rafe.

– Ten… tengo que ir al baño -murmuró al sentir que el estómago se le revolvía.

Una vez allí, a solas en los aseos, se apoyó contra la puerta y tragó saliva para no vomitar. ¿Qué debía hacer al respecto?, ¿cómo se lo diría a Rafe?

Y, de pronto, sintió como si le dieran una bofetada en la cara. Quizá ya lo supiera. Pero si sospechaba de Seamus, ¿por qué no le había dicho nada aquella noche, cuando le había contado el motivo por el que estaba en Boston? Keely trató de recordar la reacción de Rafe en aquel instante. Lo había notado algo reservado desde entonces, pero lo había atribuido a estados de ánimo pasajeros.

Que ella supiera. Rafe no tenía ni idea de la relación entre la muerte de su padre y la familia Quinn. Respiró profundo. Pero, ¿y si sí lo sabía? De pronto le surgió otra duda. Se cubrió la boca con la mano. ¿Sabía Rafe quién era ella desde el principio?, ¿formaría parte de algún plan su primer encuentro a la salida del pub?

– No -murmuró Keely. Era imposible. Aunque solo podría estar segura si hablaba con Rafe a las claras.

Keely abrió el grifo del lavabo, se echó un poco de agua en la cara y se secó con una toallita de papel. Antes de salir, se pasó los dedos por el pelo y se obligó a componer una sonrisa.

Sus hermanos seguían en el mismo sitio, discutiendo todavía qué podían hacer. Sean se acercó a ella y la acompañó a la caja.

– Liam te ha explicado lo que pasa, ¿no? En vez de esperar a recibir el cheque, mejor te pago en efectivo. Siento que no podamos seguir contando contigo, Keely. Eres una buena camarera.

– No importa. Lo entiendo. Parecéis tan preocupados… Ojalá pudiera hacer algo.

– Tranquila -contestó él-. Es un asunto de familia.

Pensó que se le saltarían las lágrimas de frustración. ¡Estaba harta de oír que era un asunto de familia! Ella también era de la familia y quería ayudar. Pero con todo lo que les había pasado ese día, no podía soltárselo también de golpe.

Quizá no se merecía formar parte de la familia Quinn. Después de todo, se estaba acostando con Rafe Kendrick. ¿Pero era Rafe el enemigo?, ¿tendría algo que ver con todo aquel lío? ¡Dios!, ¡no podía pensar!

– Creo que me voy a ir a casa, si os parece bien.

– No hay problema -dijo Sean-. Por aquí no puedes hacer mucho. Buena suerte en todo, Keely -añadió después de darle la paga.

– Gracias. Buena suerte a vosotros también. Y dale un abrazo a Seamus de mi parte – Keely se giró por el bolso y la chaqueta. Tuvo que morderse un labio para no llorar.

– Adiós, Keely -gritó Liam. Los demás hermanos se sumaron a la despedida. Ella se giró, los saludó con la mano y abrió la puerta. Cuando salió a la calle, se apretó la chaqueta para contener los escalofríos que sacudían su cuerpo.

El aire frío del invierno le despejó la cabeza. Keely intentó organizar todo lo que había oído. Pero no se libraba de su recelo inicial:

Rafe tenía que estar implicado. ¿Por qué aparecía por el pub si no?, ¿y por qué no le había dicho nada de su padre en todo ese tiempo? ¿Por qué era un secreto tan grande?

Keely miró los coches que pasaban. Se preguntó cómo volvería a su pensión. Tenía que haber algún autobús o una parada de metro cerca. Tendría que echar a andar hasta que la encontrara. Mientras tanto, decidiría cómo afrontar el siguiente encuentro con Rafe.

Una cosa era segura: Keely Quinn no volvería a acostarse con Rafe Kendrick en una temporada.

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