Capítulo 19

Aquella tarde, a las seis en punto, Olivia abrió su ventana, se apoyó en el alféizar y asomó la cabeza.

Y ahí estaba Harry, apoyado en el antepecho de su ventana, mirando hacia arriba. Su aspecto era absolutamente delicioso, los labios curvados en una sonrisa perfecta, un tanto juvenil, un tanto pícara. A Olivia le gustaba así, feliz y relajado. Ya no llevaba ese pelo suyo, moreno, cuidadosamente peinado, y se apoderó de Olivia el repentino impulso de tocarlo, de deslizar los dedos por él, de revolverlo aún más.

¡Cielo santo! Debía de estar enamorada.

Eso tendría que haber sido una revelación. Olivia debería haberse quedado perpleja por el impacto, pero en lugar de eso se sintió de maravilla. Absoluta y fabulosamente maravillosa.

Amor. Amor. AMOR. Pronunció mentalmente la palabra en distintos tonos. Todos sonaban genial.

La verdad era que sus sentimientos tenían mucho que ver en ello.

– Buenas tardes -saludó ella con una estúpida sonrisa en la cara.

– Buenas tardes tenga usted.

– ¿Lleva mucho rato esperando?

– Unos minutos nada más. Es usted increíblemente puntual.

– No me gusta hacer esperar a los demás -dijo Olivia. Se inclinó hacia delante y casi se atrevió a relamerse de gusto-. A menos que merezcan un castigo.

Eso pareció llamar la atención de Harry, quien también asomó un poco más el cuerpo por su ventana; ambos se habían asomado demasiado. Pareció que iba a hablar, pero algún diablillo debió de apoderarse de él, porque estalló de risa.

Y a continuación ella también.

Y ambos se pusieron a reír como tontos, en realidad, hasta que se les llenaron los ojos de lágrimas.

– ¡Señor! -exclamó Olivia con la respiración entrecortada-. ¿No le parece que… alguna vez… deberíamos tener una cita como Dios manda?

Harry se enjugó los ojos.

– ¿Como Dios manda?

– En un baile, por ejemplo.

– Pero ¡si ya hemos bailado! -repuso él.

– Sólo en una ocasión y en aquel entonces yo no le caía bien.

– Yo a usted tampoco -le recordó Harry a Olivia.

– Pero no me caía peor que yo a usted.

Harry pensó en ello, luego asintió.

– Eso es verdad.

Olivia hizo una mueca de disgusto.

– Fui bastante antipática, ¿verdad?

– Así es -admitió él con bastante rapidez, además.

– No debería estar de acuerdo conmigo.

Harry sonrió abiertamente.

– Es bueno poder ser antipático cuando es necesario. Es una habilidad muy práctica.

Ella se apoyó en un codo y acomodó la mandíbula en la mano.

– ¡Qué curioso! Creo que mis hermanos nunca han pensado de esa forma.

– Los hermanos son así.

– ¿Lo era usted?

– ¿Yo? Jamás. De hecho era algo que fomentaba. Cuanto más antipática era mi hermana más posibilidades tenía de verla metida en un buen lío.

– Es usted muy astuto -musitó Olivia.

Él contestó encogiéndose de hombros.

– Me sigue llamando la atención -dijo ella, negándose a permitir un cambio de tercio-. ¿En qué sentido es práctico saber ser antipático?

– Muy buena pregunta -contestó él con solemnidad.

– No tiene una respuesta, ¿verdad?

– No la tengo -confesó él.

– Podría ser actriz -sugirió Olivia.

– ¿Y perder su respetabilidad?

– Entonces una espía.

– Aún peor -dijo Harry rotundo.

– ¿No me ve como espía? -Estaba coqueteando descaradamente, pero era demasiado divertido como para contenerse-. Estoy segura de que Inglaterra se habría beneficiado con alguien como yo. Habría puesto orden en la guerra en un abrir y cerrar de ojos.

– De eso no me cabe duda -repuso él, y lo curioso fue que parecía haberlo dicho en serio.

Entonces algo detuvo a Olivia. Había hablado con demasiada ligereza sobre un tema que no tenía ninguna gracia.

– No debería bromear sobre estas cosas -dijo.

– No pasa nada -le tranquilizó Harry-. A veces es necesario hacerlo.

Olivia se preguntó qué habría visto Harry, qué habría hecho. Había pasado muchos años en el ejército. No todo habrían sido desfiles con el regimiento y chicas que perdían la cabeza al ver un uniforme. Habría luchado. Marchado. Matado.

Resultaba casi imposible imaginárselo. Montaba estupendamente a caballo y, después de esta tarde, había comprobado en persona lo fuerte que era y la energía que tenía, pero en cierto modo seguía considerándolo más cerebral que atlético. Tal vez fuera por todas las tardes que lo había visto inclinado sobre los papeles de su escritorio, su pluma moviéndose con rapidez por las páginas.

– ¿Qué hace ahí dentro? -inquirió ella.

– ¿Qué?

Olivia señaló hacia él.

– En su despacho. Pasa muchísimo rato sentado frente al escritorio.

Harry titubeó, luego dijo:

– Un poco de todo, pero básicamente traducir.

– ¿Traducir? -Olivia se quedó boquiabierta por la sorpresa-. ¿En serio?

Harry cambió de postura, por primera vez aquella tarde parecía sentirse un poco violento.

– Ya le he dicho que sé francés.

– Pero no tenía ni idea de que sabía tanto.

Harry se encogió de hombros con humildad.

– He pasado muchos años en Europa.

Harry era traductor. ¡Cielos! Era incluso más inteligente de lo que ella se había imaginado. Esperaba poder estar a su altura; creía que podría. Le gustaba pensar que era mucho más inteligente de lo que la gente consideraba, porque no fingía interés en cualquier tema que surgiera y porque no se molestaba en invertir su tiempo en temas o actividades para los que carecía de talento.

Así era como debería comportarse cualquier persona sensata.

En su opinión.

– ¿Cómo es eso de traducir? -inquirió ella.

Él ladeó la cabeza.

– ¿Es distinto a hablar? -aclaró Olivia-. Yo sólo domino el inglés, así que en realidad no sé cómo va.

– Es bastante diferente -confirmó él-. La verdad es que no sé cómo explicarlo. Hablar es… inconsciente. La traducción es casi matemática.

– ¿Matemática?

Harry parecía avergonzado.

– Ya le he dicho que no sabía cómo explicarlo.

– No -dijo ella pensativa-, creo que tiene sentido. Es un poco como encajar las piezas de un puzle.

– Sí, en cierto modo sí.

– Me gustan los puzles. -Olivia hizo un alto momentáneo, luego añadió-: Pero detesto las mates, ¡vaya!

– Es lo mismo -le dijo él.

– No, no lo es.

– Sí, si se atreve a decir que tuvo unos profesores pésimos.

Eso por descontado. Recuerde que me deshice de cinco institutrices.

Los labios de Harry se curvaron lentamente en una cálida sonrisa, y ella sintió un hormigueo por dentro. Si alguien le hubiera dicho esa misma mañana que hablar de mates y puzles le haría estremecer de placer, no habría dudado en tomárselo a risa. Pero ahora, mirando a Harry, lo único que quería era alargar los brazos, cruzar por aire el espacio que los separaba y refugiarse en los suyos.

Esto era una locura.

Y una bendición.

– Debería dejar que se marchara -dijo él.

– ¿Adónde? -Olivia suspiró.

Harry se rio entre dientes.

– A donde necesite ir.

«Junto a usted», tuvo ella ganas de decir; por el contrario, puso la mano en la ventana disponiéndose a cerrarla.

– ¿Le parece que quedemos mañana por la tarde a la misma hora?

Él asintió con la cabeza y ella contuvo la respiración. Había algo muy elegante en sus movimientos, casi como si él fuese un cortesano medieval y ella su princesa subida a una torre.

– Será un honor -dijo Harry.

Aquella noche, cuando Olivia se metió en la cama, aún sonreía.

Sí, el amor tenía mucho que ver en ello.


Una semana después Harry estaba sentado frente a su escritorio, mirando fijamente un papel en blanco.

No es que tuviera intención alguna de anotar nada, pero como mejor solía pensar era sentado frente a su mesa, con un papel colocado justamente en el centro del vade. Así pues, tras haberse acostado en la cama y haber realizado un análisis extraordinariamente minucioso del techo mientras trataba en vano de averiguar cuál era la mejor manera de pedir en matrimonio a Olivia, había venido aquí esperando inspirarse.

Pero no le estaba funcionando.

– ¿Harry?

Entonces levantó la vista, agradeciendo la interrupción. Era Edward, de pie en el umbral de la puerta.

– Me pediste que te avisara cuando hubiera que empezar a vestirse -dijo Edward.

Harry asintió y le dio las gracias. Había pasado una semana desde aquella extraña y maravillosa tarde en casa de los Rudland. Sebastian se había quedado prácticamente a vivir con ellos, tras declarar que la casa de Harry era mucho más cómoda que la suya (y que en ella se comía considerablemente mejor). Edward también pasaba más tiempo en casa y no había llegado borracho ni siquiera una sola vez. Y Harry no había tenido que dedicar ni un minuto a pensar en el príncipe Alexei Ivanovich Gomarovsky.

Bueno, hasta ahora. Aquella noche tenía la celebración ésa de la cultura rusa a la que se había comprometido a asistir. Aunque, en realidad, estaba deseando ir. Le gustaba la cultura rusa. Y la comida. No había ingerido comida rusa decente desde que en vida de su abuela ésta gritaba a los cocineros en la cocina de los Valentine. Suponía que era poco probable que hubiera caviar, pero aun así tenía esa esperanza.

Y naturalmente Olivia estaría allí.

Pensaba pedirle que se casara con él. Mañana. Todavía no tenía claros los detalles, pero se negaba a seguir esperando. La semana anterior había sido un suplicio a la vez que la gloria, ambos encarnados en una mujer de cabellos dorados como el sol y ojos azules.

Seguro que ella habría adivinado sus intenciones. Harry la había cortejado con absoluto descaro durante toda la semana, haciendo todo lo que estaba bien visto (como los paseos por el parque y las charlas con la familia de Olivia), y también muchas cosas indecorosas (como besos robados y conversaciones a media noche de ventana a ventana).

Estaba enamorado. Eso lo había admitido hacía tiempo, lo único que le faltaba era pedirle a Olivia que se casase con él.

Y que ella aceptara, pero Harry creía que aceptaría. Olivia no le había dicho que le quería, pero no tenía por qué hacerlo, ¿verdad? Les correspondía a los caballeros declararse primero y él todavía no lo había hecho.

Únicamente estaba esperando el momento oportuno. Tenían que estar solos. Debería ser de día; quería poder ver bien el rostro de Olivia, grabar en su memoria cualquier exteriorización de emociones. Le confesaría su amor y le pediría que se casase con él. Y entonces la besaría hasta que perdiese el sentido. Quizá también se besaría a sí mismo hasta perder el sentido.

¿Desde cuándo era tan romántico?

Harry se rio entre dientes al tiempo que se levantaba y paseaba hasta la ventana. Las cortinas de Olivia estaban descorridas y su ventana abierta. ¡Qué extraño! Subió su ventana de guillotina y asomó la cabeza para recibir el cálido aire primaveral. Esperó unos instantes, por si acaso ella le había oído, y luego silbó.

En cuestión de segundos apareció Olivia, alegre y con el brillo en la mirada.

– ¡Buenas tardes! -gritó.

– ¿Me estaba esperando? -preguntó él.

– Por supuesto que no. Pero como iba a estar en mi cuarto, no me ha parecido que hubiese motivo alguno para no dejar la ventana abierta. -Se apoyó en el alféizar y le dedicó una sonrisa-. Tendríamos que empezar a arreglarnos para la fiesta.

– ¿Qué se pondrá? -¡Dios! Estaba hablando como una de las amigas chismosas de Olivia. Pero no le importaba. Tenerla ante sí era sencillamente demasiado agradable como para preocuparse de esas cosas.

– Mi madre ha insistido en que me ponga el vestido de terciopelo rojo, pero yo quiero algo de un color que usted pueda apreciar.

A Harry le hizo una ilusión bárbara que Olivia evitara los colores rojo y verde por él.

– ¿El azul, quizá? -pensó ella en voz alta.

– El azul le sienta de maravilla.

– Está usted muy halagador esta tarde.

Él se encogió de hombros, seguro de lucir todavía una sonrisa tremendamente bobalicona.

– Estoy de un humor excelente.

– ¿Aunque deba pasar la velada con el príncipe Alexei?

– Tendrá trescientos invitados, ergo ni un minuto para mí.

Ella se rio entre dientes.

– Creía que estaba empezando a caerle mejor.

Harry supuso que así era. Seguía pensando que el príncipe era un poco idiota, pero le había recolocado el hombro a Sebastian. O, para ser más exactos, había dejado que lo hiciera su criado. Aun así el resultado era el mismo.

Y, lo que era más importante, finalmente había aceptado su derrota y había dejado de hacerle visitas a Olivia.

Por desgracia para Harry, la obsesión del príncipe con Olivia había sido reemplazada por una amistosa devoción por Sebastian. El príncipe Alexei había decidido que Seb tenía que ser su nuevo mejor amigo y había ido a verlo a diario para comprobar su proceso de recuperación. Harry se propuso encerrarse en su despacho durante dichas visitas y había estado haciendo reír a Olivia con los detalles, tal como Sebastian le había pedido. En conjunto, había sido divertidísimo y la demostración definitiva de que el príncipe Alexei era básicamente inofensivo.

– ¡Oh, es mi madre! -exclamó Olivia girándose para mirar a sus espaldas-. Me está llamando desde el otro lado del pasillo. Tengo que irme.

– La veré esta noche -dijo Harry.

Ella sonrió.

– Lo estoy deseando.

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