Capítulo 6

Harry tenía previsto dirigirse a casa. Tenía por costumbre salir a montar a primera hora de la mañana, aun estando en la ciudad, y se disponía a salir del parque cuando divisó a lady Olivia sentada en un banco. Esto despertó la suficiente curiosidad en él como para detenerse y que ésta le presentara a su amiga, pero tras un rato de cháchara decidió que ninguna de las dos le parecía bastante fascinante como para distraerlo del trabajo.

Sobre todo teniendo en cuenta que, de entrada, era lady Olivia Bevelstoke la causante de que fuese tan atrasado en sus traducciones.

Era cierto que ella había dejado de espiarle, pero el daño ya estaba hecho, pues cada vez que se sentaba frente al escritorio notaba los ojos de ella en el cogote, aunque sabía a la perfección que Olivia había corrido completamente las cortinas. Pero estaba claro que la realidad tenía muy poco que ver con el asunto, porque al parecer era mirar hacia la ventana de ella y él perdía una hora de trabajo.

Sucedía de este modo: miraba hacia la ventana, porque la ventana estaba ahí y era imposible no acabar mirando hacia allí a menos que él también corriese completamente las cortinas, cosa que no estaba dispuesto a hacer, dada la cantidad de tiempo que pasaba en su despacho. Así que veía la ventana y pensaba en Olivia, porque ¿en qué más podía pensar realmente al ver la ventana de su dormitorio? En ese momento empezaba a enfadarse, porque a) Olivia no merecía ese gasto de energía, b) ni siquiera estaba allí y c) por su culpa no estaba trabajando nada.

La c siempre desembocaba en un ataque de rabia aún mayor, esta vez contra sí mismo, porque d) la verdad es que debería tener más poder de concentración; e) no era más que una estúpida ventana y f) si se ponía nervioso por una mujer, ésta al menos debería gustarle.

En la f generalmente se le escapaba un fuerte gruñido y se obligaba a sí mismo a retomar la traducción. Eso funcionaba normalmente durante un par de minutos y luego volvía a levantar la vista, veía casualmente la ventana y volvía a repetirse la maldita y absurda historia.

Que fue por lo que cuando vio la cara de espanto que puso lady Olivia Bevelstoke al oír nombrar a su hermano decidió que no, que no necesitaba volver al trabajo todavía. Después de todas las molestias que le había causado, estaba deseoso de verla pasar por un trance similar.

– ¿Conoce al hermano de Olivia, sir Harry? -preguntó la señorita Cadogan.

Harry bajó de su montura de un salto; todo indicaba que se quedaría allí un rato.

– No he tenido el placer.

Al oír la palabra «placer», la cara de pocos amigos de lady Olivia fue inequívoca.

– Es su hermano gemelo -continuó la señorita Cadogan-. Ha acabado hace poco el curso universitario.

Harry se volvió hacia lady Olivia y dijo:

– No había caído en que eran ustedes gemelos.

Ella se encogió de hombros.

– ¿Ha terminado sus estudios? -le preguntó.

Ella asintió secamente.

Al ver su actitud, Harry por poco cabeceó con desaprobación. Era una mujer realmente antipática. Lástima que fuese tan guapa, no se merecía el físico que tenía. Harry más bien creía que debería tener una enorme verruga en la nariz.

– En ese caso es posible que conozca a mi hermano -comentó Harry-. Seguramente tienen la misma edad.

– ¿Quién es su hermano? -preguntó la señorita Cadogan.

Harry les habló un poco de Edward y paró justo antes de que llegase el hermano de lady Olivia. Venía solo, a pie, tenía el paso ágil de un chico joven. Entonces reparó en que se parecía bastante a su hermana. Su pelo rubio era varios tonos más oscuros que el de ella, pero tenía exactamente el mismo brillo en la mirada, el mismo color y forma de ojos.

Harry hizo una reverencia; el señor Bevelstoke hizo lo propio.

– Sir Harry Valentine, mi hermano, el señor Bevelstoke; Winston, sir Harry -dijo lady Olivia con una falta de interés e inflexión en la voz asombrosa.

– Sir Harry -dijo Winston con educación-. Conozco a su hermano.

Harry no lo reconoció, pero supuso que el joven Bevelstoke pertenecía al círculo de Edward. Éste le había presentado a la mayoría de sus conocidos en uno u otro sitio, pero prácticamente ninguno era memorable.

– Tengo entendido que es usted nuestro nuevo vecino -dijo Winston.

Harry respondió diciendo algo en voz baja y asintiendo con la cabeza.

– El de la casa que queda al sur.

– Así es.

– Siempre me ha gustado esa casa -dijo Winston, o más bien pontificó. Desde luego parecía que estuviese a punto de hacer una gran revelación-. Es de ladrillo, ¿verdad?

– Winston -dijo Olivia con impaciencia-, sabes perfectamente que es de ladrillo.

– Sí, bueno -repuso él con un gesto de la mano, como quitándole importancia-, por lo menos estaba relativamente seguro de ello. No suelo prestar atención a esas cosas y, como bien sabes, mi dormitorio da al otro lado.

Harry notó que sus labios dibujaban lentamente una sonrisa. Esto no podía sino mejorar.

Winston se volvió a Harry y, sin motivo aparente, aparte del de torturar a su hermana, dijo:

– La habitación de Olivia da al sur.

– ¿Ah, sí?

Olivia puso cara de…

– Sí -confirmó Winston, acabando con las conjeturas de Harry acerca de cómo podía o no reaccionar lady Olivia. Pero pensó que una bronca espontánea estaba dentro de lo posible.

– Probablemente haya visto su ventana -siguió Winston-. Sería imposible no verla, en realidad. Está…

Winston.

Harry retrocedió literalmente unos centímetros. Parecía que la violencia iba a estallar. Y aunque Winston era más alto que su hermana y pesaba más que ella, Harry creía que ganaría Olivia.

– Estoy segura de que a sir Harry no le interesa un plano del interior de nuestra casa -le espetó Olivia.

Winston se acarició el mentón pensativo.

– Yo no estaba pensando tanto en un plano del interior como en la fachada.

Harry se volvió a Olivia. No creía haber visto nunca una ira tan bien controlada. Era impresionante.

– Me alegro tanto de verte esta mañana, Winston -intervino la señorita Cadogan, muy posiblemente ajena a la tensión familiar-. ¿Sales a menudo tan temprano a la calle?

– No -contestó él-. Mi madre me ha enviado en busca de Olivia.

La señorita Cadogan sonrió alegremente y devolvió su atención a Harry.

– Entonces parece que es usted el único visitante matutino habitual por aquí, por el parque. Yo también he venido en busca de Olivia. Hace siglos que no tenemos ocasión de charlar. Ha estado enferma, ¿sabe?

– No lo sabía -dijo Harry-. Espero que se encuentre mejor.

– Winston también ha estado enfermo -explicó Olivia. Les dedicó una sonrisa aterradora-. Mucho más que yo.

– ¡Oh, no! -exclamó la señorita Cadogan con vehemencia-. ¡Cuánto lamento oír eso! -Se giró hacia Winston con gran preocupación-. De haberlo sabido, te habría traído una tintura.

– La próxima vez que caiga enfermo me aseguraré de decírtelo -le comentó Olivia. Se volvió a Harry, bajó el tono de voz y dijo-: Sucede con más frecuencia de la que querríamos. Es muy angustioso. -Y entonces susurró-: Le viene de nacimiento.

La señorita Cadogan se puso de pie, toda su atención puesta en Winston.

– ¿Ya te encuentras mejor? Porque debo decir que estás un poco pálido.

A Harry le parecía la viva estampa de la salud.

– Estoy bien -dijo Winston entre dientes. Su ira iba claramente dirigida hacia su hermana, quien seguía sentada en el banco, con aspecto de suma satisfacción por sus recientes logros.

La señorita Cadogan desvió la mirada hacia Olivia, que estaba cabeceando mientras movía los labios en silencio: «No lo está».

– Decididamente, te traeré la tintura -dijo la señorita Cadogan-. El sabor es un poco asqueroso, pero nuestra ama de llaves tiene una fe ciega en ella. E insisto en que vuelvas a casa de inmediato. Aquí fuera hace frío.

– De verdad que no es necesario -protestó Winston.

– De todas formas yo pensaba volver pronto -añadió la señorita Cadogan, demostrando que el joven Bevelstoke no tenía nada que hacer contra la suma de poderes de dos mujeres decididas-. Me puedes acompañar.

– Dile a mamá que volveré enseguida -dijo Olivia con dulzura.

Su hermano la fulminó con la mirada. Era evidente que había perdido, así que le ofreció el brazo a la señorita Cadogan y se fue con ella.

– Bien jugado, lady Olivia -dijo Harry admirado en cuanto los otros dos estuvieron fuera del alcance del oído.

Ella lo miró hastiada.

– No es usted el único caballero que me resulta irritante.

Como le fue imposible ignorar un comentario como ése, Harry se sentó a su lado, dejándose caer en el sitio recién desocupado por la señorita Cadogan.

– ¿Hay algo interesante? -preguntó señalando el periódico.

– ¡Cómo voy a saberlo, si no paran de interrumpirme! -repuso ella.

Él se rio entre dientes.

– Pues aprovecho para disculparme, por supuesto, pero no pienso darle la satisfacción de saberlo.

Ella apretó los labios, era de suponer que para reprimir una réplica.

Harry se reclinó y cruzó el tobillo derecho sobre la rodilla izquierda, dejando que su relajada postura indicase que no pensaba marcharse.

– Al fin y al cabo -reflexionó él en voz alta-, tampoco es que esté invadiendo su intimidad. Estamos sentados en un parque de Hyde Park, al aire libre, en un espacio público, etcétera.

Hizo un alto, dándole a Olivia la posibilidad de decir algo, pero como no dijo nada, él continuó:

– De haber querido intimidad, podría haberse llevado el periódico a su habitación o tal vez a su despacho. Son sitios donde presuntamente uno puede actuar en la intimidad ¿no cree?

Harry esperó de nuevo. Y, de nuevo, ella rehusó responder a la provocación. Así que redujo el tono de voz a un susurro y preguntó:

– ¿Tiene usted un despacho, lady Olivia?

Pensaba que no contestaría, puesto que Olivia tenía los ojos clavados al frente, decidida a no mirarlo a él, pero para gran sorpresa suya, soltó:

– No.

Harry la admiró por eso, pero no lo bastante para cambiar de táctica.

– ¡Qué pena! -musitó él-. Porque a mí me parece de lo más beneficioso tener un lugar para mí que no se utilice para dormir. Si desea leer el periódico lejos de miradas fisgonas, debería usted contemplar la posibilidad de tener un despacho, lady Olivia.

Ella se volvió a él con una expresión de extraordinaria indiferencia.

– Está sentado encima del bordado de mi doncella.

– Discúlpeme. -Harry miró hacia abajo, se sacó de debajo la tela (apenas había chafado el borde, pero decidió ser magnánimo y omitir comentario alguno) y la puso a un lado-. ¿Dónde está su doncella?

Olivia sacudió la mano en una dirección indeterminada.

– Se ha ido con la doncella de Mary. Estoy convencida de que volverá en cualquier momento.

Harry no tenía respuesta para eso, así que dijo:

– Tiene usted una relación curiosa con su hermano.

Ella se encogió de hombros, tratando claramente de deshacerse de él cuanto antes.

– A mí el mío me detesta.

Eso captó el interés de Olivia. Se giró, sonrió con excesiva dulzura y dijo:

– Me gustaría conocerlo.

– No me cabe duda -contestó él-. No suele venir por mi despacho, pero cuando se levanta a una hora razonable, desayuna en el comedor pequeño, cuyas ventanas están justo dos más allá que mi despacho, hacia la fachada frontal de la casa. Puede intentar encontrarlo allí.

Ella lo miró con dureza. Él, a cambio, le dedicó una sonrisa forzada.

– ¿Por qué está aquí? -inquirió Olivia.

Harry señaló su montura.

– He salido a cabalgar.

– No, ¿por qué está aquí? -dijo ella entre dientes-. En este banco. Sentado a mi lado.

Él pensó unos instantes en eso.

– Me saca usted de quicio.

Olivia frunció los labios.

– Bueno -dijo ella con cierta brusquedad-. Me imagino que es justo.

Expresó su opinión con bastante cordialidad, si bien el tono no fue cordial; al fin y al cabo, tan sólo unos minutos antes le había dicho a Harry que le resultaba irritante.

Entonces llegó su doncella. Harry la oyó antes de verla, porque caminaba pisoteando enfadada la hierba húmeda y tenía una pizca de evidente acento cockney en la voz.

– ¿Por qué esa mujer parece pensar que yo debería aprender francés? Es ella la que está en Inglaterra, digo yo. ¡Ohhh! -Hizo un alto, mirando a Harry con cierta sorpresa. Al continuar hablando, lo hizo con una voz y un acento considerablemente más refinados-. Lo lamento, señora. No me había dado cuenta de que tenía usted compañía.

– Sir Harry Valentine ya se va -dijo lady Olivia, con absoluta dulzura y naturalidad. Se giró hacia él con una sonrisa tan deslumbrante y alegre que acabó entendiendo el porqué de todos esos corazones rotos de los que no paraba de oír hablar-. Muchísimas gracias por la compañía, sir Harry -le dijo.

A él se le cortó la respiración y pensó que Olivia mentía sumamente bien. Si no acabase de pasar los últimos 10 minutos con la dama a la que en su mente se refería ya como «la chica arisca», él mismo se habría podido enamorar de ella.

– Como bien dice, lady Olivia -dijo él en voz baja-, me voy ya.

Y eso hizo, con la firme intención de no volverla a ver nunca más.

Como mínimo no intencionadamente.


Tras haber borrado de su mente todo pensamiento sobre lady Olivia, avanzada la mañana Harry volvió al trabajo y por la tarde se hallaba inmerso en un sinfín de modismos rusos.

Kogda rak na goryeh svistnyet = Cuando el cangrejo silbe en la montaña = Cuando las ranas críen pelo.

Sdelatz slona iz mukha = Hacer un elefante de una mosca = Hacer una montaña de un grano de arena.

S dokhlogo kozla i shersti klok = Incluso un jirón de lana de una cabra muerta tiene algún valor =

Equivale a…

Equivale a…

Estuvo varios minutos reflexionando sobre esto mientras repiqueteaba distraídamente la pluma contra el papel secante, y estaba a punto de rendirse y pasar a otra cosa cuando oyó que llamaban a la puerta.

– Adelante. -No levantó la vista. Hacía mucho que no era capaz de mantener la atención durante un párrafo entero; no iba a perder el ritmo ahora.

– Harry.

La pluma de Harry se detuvo. Se había imaginado que sería el mayordomo con el correo vespertino, pero ésa era la voz de su hermano pequeño.

– Edward -dijo, asegurándose de que sabía exactamente en qué punto de la traducción se había quedado antes de levantar los ojos-. ¡Qué agradable sorpresa!

– Ha llegado esto para ti. -Edward atravesó la habitación y dejó un sobre en su mesa-. Lo ha traído un mensajero.

En el exterior del sobre no aparecía indicado el remitente, pero la caligrafía le resultó familiar. Procedía del Departamento de Guerra y casi con toda seguridad sería importante; casi nunca le mandaban comunicados de esta índole directamente a su casa. Harry dejó el sobre a un lado con la intención de leer su contenido cuando estuviese solo. Edward sabía que su hermano traducía documentos, pero no sabía para quién. Hasta ahora Harry no había detectado en él indicio alguno de que le pudiera hacer depositario del asunto.

Sin embargo, la misiva podía esperar unos minutos. Ahora mismo Harry sentía curiosidad por la presencia de su hermano en su despacho. Edward no tenía por costumbre repartir cosas por la casa. Aun cuando la carta hubiera sido para él, con toda probabilidad la habría dejado en la bandeja del vestíbulo para que el mayordomo se ocupase de ella.

De hecho, Edward no se comunicaba con él a menos que se viese obligado a hacerlo por influencias externas o por necesidad; necesidad que normalmente era de índole pecuniaria.

– ¿Cómo estás hoy, Edward?

Éste se encogió de hombros. Parecía cansado, tenía los ojos rojos e hinchados. Harry se preguntó hasta qué hora habría salido la noche anterior.

– Esta noche Sebastian cenará con nosotros -anunció Harry. Edward casi nunca comía en casa, pero Harry pensó que quizá lo hiciese si sabía que Seb estaría allí.

– Tengo otros planes -dijo Edward, pero luego añadió-: aunque tal vez podría posponerlos.

– Te lo agradecería.

Edward se quedó plantado en el centro del despacho, era la viva imagen de un chico enfurruñado y hosco. Ahora tendría 22 años y Harry suponía que se consideraba todo un hombre, pero sus modales eran inmaduros y su mirada aún aniñada.

Aniñada, no juvenil. A Harry le preocupó lo demacrado que parecía. Edward bebía demasiado y probablemente durmiese demasiado poco, aunque no era como su padre. Harry no sabía con exactitud en qué se diferenciaban, salvo en que sir Lionel siempre fue alegre. Menos cuando estaba triste y le daba por pedir perdón sin parar, pero en general a la mañana siguiente no recordaba nada.

En cambio, Edward era diferente. El abuso del alcohol no lo volvía efusivo. Harry no se lo imaginaba encaramándose a una silla y deshaciéndose en elogios acerca de lo maravilloza que era una ezcuela. En las escasas ocasiones en que comían juntos, Edward no intentaba ser simpático y alegre; antes bien, se sentaba en un silencio pétreo, sin responder a nada más que a las preguntas que se le formulaban directamente, cosa que hacía tan sólo con las palabras indispensables.

Harry era plenamente consciente de que no conocía a su hermano, de que no sabía qué pensaba ni cuáles eran sus aficiones. La mayoría de los años de formación de Edward los había pasado fuera, en Europa, luchando junto a Seb en el decimoctavo regimiento de húsares. A su regreso trató de reencauzar la relación, pero Edward no quiso saber nada de él. Estaba aquí, en su casa, únicamente porque no podía permitirse una vivienda propia. Era el hermano pequeño ideal, básicamente sin herencia y sin aptitudes aparentes. Se había burlado de la sugerencia que le había hecho de que también se alistara en el ejército, acusándolo de querer únicamente deshacerse de él.

Harry no se molestó en sugerirle el clero. Resultaba difícil imaginarse a Edward guiando a alguien hacia la rectitud moral y, además, no quería deshacerse de él.

– A principios de esta semana recibí una carta de Anne -mencionó Harry. Su hermana, que se había casado con William Forbush a los 17 años y a la que todo le iba sobre ruedas, había ido a parar nada más y nada menos que a Cornualles. Cada mes le enviaba una carta a Harry repleta de novedades sobre su prole, y él le contestaba en ruso, insistiéndole en que si no practicaba el idioma lo acabaría olvidando del todo.

Una de las respuestas de Anne había sido la advertencia de su hermano, recortada de su carta y pegada en una nueva hoja de papel, seguida de la siguiente frase en inglés: «Ésa es mi intención, querido hermano».

Harry se había reído, pero no había dejado de escribirle en ruso. Seguramente ella se tomaba el tiempo de leer y traducir, porque cuando le contestaba a menudo le formulaba preguntas sobre cosas que él había escrito.

Era una correspondencia amena; Harry esperaba siempre ansioso sus cartas.

A Edward no le escribía. Antes solía hacerlo, pero paró al darse cuenta de que él nunca le devolvería el gesto.

– Los niños están bien -continuó Harry. Anne tenía cinco hijos, todos chicos menos la última. Él se preguntaba qué aspecto tendría ahora su hermana; no la había visto desde que se fue al ejército.

Entonces se reclinó en su silla, esperando. Lo que fuese. Que Edward hablara, que se moviera o que le diese una patada a la pared. Principalmente esperaba que le pidiese un adelanto de la mensualidad, ya que seguramente ésa era la razón de su presencia allí. Pero Edward no dijo nada y se limitó a arrastrar la punta del pie por el suelo, enganchando el borde de la alfombra de tonos oscuros y levantándolo antes de volver a bajarlo de un talonazo.

– ¿Edward?

– Será mejor que leas la carta -dijo Edward con brusquedad mientras se disponía a marcharse-. Han dicho que era importante.

Harry aguardó a que se hubiera marchado y a continuación cogió la misiva del Departamento de Guerra. No era habitual que contactasen con él de esta manera; normalmente mandaban a alguien que le entregaba los documentos en mano. Giró el sobre, usó el dedo índice para romper el sello y luego lo abrió.

La carta era breve, únicamente de dos frases, pero clara. Harry tenía que personarse de inmediato en las oficinas del Edificio de la Caballería Real Británica de Whitehall.

Refunfuñó. Algo que requiriese su presencia física no podía ser bueno. La última vez que lo convocaron fue para ordenarle que se hiciese pasar por la niñera de una anciana condesa rusa. No se separó de su lado en tres semanas. Ella se quejó del calor, de la comida, de la música… De lo único que no se quejó fue del vodka, pero porque se lo había traído consigo.

Y, además, insistió en compartirlo con él. Comentó que hablando Harry ruso tan bien como hablaba, no podía beber aquella bazofia británica. La verdad es que en ese aspecto le recordaba un poco a su abuela.

Pero Harry no bebió, ni siquiera una gota, y se pasó noche tras noche derramando el contenido de su vaso en una maceta.

Por extraño que parezca, la planta creció. Muy posiblemente el mejor momento de la misión fue cuando el mayordomo se quedó mirando con asombro el milagro botánico y dijo: «No pensé que esta planta daría flores».

Aun así, no tenía ganas de repetir la experiencia. Por desgracia, casi nunca podía permitirse el lujo de decir que no. Lo cual no dejaba de ser curioso, porque lo necesitaban. Los traductores del ruso no abundaban precisamente. Y, sin embargo, daban por sentado que cumpliría sus órdenes sin chistar.

Harry contempló fugazmente la posibilidad de concluir la página en la que estaba trabajando antes de salir, pero decidió no hacerlo. Lo mejor sería sacárselo de encima cuanto antes.

Y, además, la condesa había regresado a San Petersburgo, era de suponer que para protestar por el frío, el sol y la falta de caballeros ingleses obligados a atender todos sus deseos.

Sea lo que fuere lo que quisieran de él, seguro que no sería tan horrible como la misión anterior.

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