Capítulo 5

Tenía que haber una manera de hacer que la velada llegase a su fin. A ella se le daba mucho mejor actuar que a Winston. Olivia decidió que, si él podía fingir un resfriado de forma convincente, ella podría sin duda hacer lo propio con la peste.


Oda a la peste,

por Olivia Bevelstoke.

Bíblica.

Bubónica.

Mejor que la lepra.


Porque lo era. Al menos en estas circunstancias. Necesitaba algo que no fuera sólo repugnante, también tenía que ser tremendamente contagioso. Con historia. ¿Acaso la peste no había matado a media Europa hacía unos cuantos siglos? La lepra nunca había sido tan eficaz.

Se le pasó por la cabeza qué ocurriría si se llevase la mano al cuello y murmurase: «¿Son pústulas esto?».

Resultaba tentador. Realmente tentador.

Y sir Harry, maldito fuera, parecía que estaba como unas pascuas, como si no hubiese sitio mejor en el que estar.

Más que aquí. Atormentándola.

– ¡Mire eso! -dijo él con familiaridad-. Sebastian esta bailando con la señorita Smythe-Smith.

Olivia escudriñó la sala con la mirada, decidida a no mirar hombre que tenía a su lado.

– Seguro que ella estará encantada.

Hubo una pausa y entonces sir Harry preguntó:

– ¿Busca a alguien?

– A mi madre -le espetó ella con astucia. ¿Acaso no había escuchado hacía un momento?

– ¡Ah…! -Afortunadamente, estuvo callado unos instantes y luego dijo-: ¿Se parece a usted?

– ¿Qué?

– Su madre.

Olivia desvió la mirada hacia él. ¿Por qué le preguntaba eso? ¿Por qué hablaba con ella siquiera? Ya había dicho lo que tenía decir, ¿verdad?

Era un hombre repugnante. No por los papeles de la chimenea, ni el estrafalario sombrero, pero sí por esto. Por el aquí y ahora. Era simplemente repugnante.

Arrogante.

Un pesado.

Y bastantes cosas más, seguro, sólo que estaba demasiado aturullada para pensar con claridad. La búsqueda de sinónimos requería una cabeza mucho más clara de lo que podía conseguir tener en su presencia.

– Se me había ocurrido ayudarle a buscarla -dijo sir Harry-, pero, lamentablemente, no la conozco.

– Se parece un poco a mí -explicó Olivia distraídamente. Y luego, por alguna razón que no supo identificar, añadió-: Bueno, más bien yo me parezco a ella.

Harry sonrió al oír eso, esbozó una sonrisa, y tuvo la extrañísima sensación de que por una vez él no se estaba riendo de ella. No trataba de provocarla, únicamente… sonreía.

Era desconcertante.

Olivia no pudo apartar la vista.

– Siempre he valorado la precisión lingüística -dijo él en voz baja.

Ella lo miró fijamente.

– Es usted un hombre muy extraño.

Se habría muerto de vergüenza, porque no era ésa la clase de cosas que decía normalmente en voz alta, sólo que él se lo tenía merecido. Y ahora se estaba riendo. Era de suponer que de ella.

Se tocó el cuello. Tal vez, si se pellizcaba a sí misma, la marca pasaría por una pústula.


Enfermedades que sé cómo fingir,

por Olivia Bevelstoke.

Resfriado.

Dolencia pulmonar.

Migraña.

Esguince de tobillo.


Lo último no era exactamente una enfermedad, pero en algunos momentos sin duda era útil.

– ¿Bailamos, lady Olivia?

Como ahora mismo. Sólo que se le había ocurrido demasiado tarde.

– Quiere bailar -repitió ella. Le parecía inconcebible que él quisiera bailar, y aún más inconcebible que creyera que ella lo haría.

– Así es -contestó él.

– ¿Conmigo?

A sir Harry pareció divertirle la pregunta, aunque se mostró amable.

– Había pensado en pedírselo a mi primo, puesto que es la única persona de la sala cuyo parentesco conmigo puedo afirmar, pero eso provocaría un pequeño escándalo ¿no cree?

– Creo que se ha acabado la música -dijo Olivia. Si no era cierto, faltaría poco para que acabase.

– Entonces bailaremos la siguiente.

– ¡No he accedido a bailar con usted! -Olivia se mordió el labio. Hablaba como una idiota. Una idiota irascible, la peor clase de idiota que había.

– Pero lo hará -repuso él con seguridad.

Desde que Winston le dijese a Neville Berbrooke que ella estaba «interesada» en él, no había tenido tantas ganas de pegar a un ser humano. Es más, lo habría hecho, de haber creído que podía salirse con la suya.

– La verdad es que no tiene otra opción -continuó él.

¿Dónde le dolería más? ¿En la mandíbula o en un lado de la cabeza?

– ¡Y quién sabe! -Sir Harry se acercó a ella, su mirada ardiente a la luz de las velas-. Puede que le guste.

En un lado de la cabeza. De todas todas. Si lo golpeaba con un movimiento amplio y arqueado, quizá le haría perder el equilibrio. Le haría gracia verlo despatarrado en el suelo. Sería una escena maravillosa. Puede que se diera un golpe con una mesa o, mejor aún, que en la caída se agarrase del mantel, llevándose consigo la ponchera y toda la cristalería tallada de la señora Smythe-Smith.

– ¿Lady Olivia?

Habría fragmentos de cristal por doquier. Tal vez sangre también.

– ¿Lady Olivia?

Si no podía llevarlo realmente a la práctica, podía al menos fantasear sobre ello.

– ¿Lady Olivia? -Sir Harry le ofreció la mano.

Ella desvió la vista hacia él. Seguía erguido y no había ni una mota de sangre ni cristales rotos a la vista. ¡Qué lástima! Y esperaba claramente que ella aceptase su invitación a bailar.

Por desgracia, se salió con la suya. Olivia no tuvo alternativa. Podía seguir insistiendo (y probablemente lo haría) en que jamás lo había visto con anterioridad a esta velada, pero ambos sabían la verdad.

No sabía con seguridad qué pasaría si sir Harry anunciaba ante la gente allí congregada que ella había estado espiándolo cinco días desde la ventana de su habitación, pero bueno, eso no pasaría. Los rumores serían brutales. En el mejor de los casos tendría que esconderse en casa durante una semana para evitar el chismorreo; en el peor, podría verse instada a casarse con el palurdo ése.

¡Santo Dios!

– Me encantaría bailar -se apresuró a decir Olivia, aceptando su mano extendida.

– Entusiasmo además de precisión -dijo él en voz baja.

Ese hombre era verdaderamente raro.

Se plantaron en la pista de baile momentos antes de que los músicos levantaran sus instrumentos.

– Es un vals -dijo sir Harry nada más oír las dos primeras notas. Olivia le lanzó una mirada de asombro y curiosidad. ¿Cómo podía saberlo tan deprisa? ¿Tenía dotes musicales? Eso esperaba. Significaba que la velada habría sido mayor tortura para él que para ella.

Sir Harry cogió su mano derecha y la sostuvo en el aire en la posición adecuada. Como si el contacto de sus manos no fuese lo bastante alarmante, puso la otra mano donde terminaba su espalda. Estaba tibia. No, caliente. Y Olivia sintió un hormigueo en lugares muy extraños.

Había bailado un montón de valses. Incluso tal vez cientos; pero nunca había sentido nada parecido a esto cuando le habían puesto una mano donde la espalda perdía su nombre.

Era porque aún estaba inquieta. En su presencia estaba nerviosa. Debía de ser por eso.

La agarraba con firmeza, aunque con bastante suavidad a la vez, y parecía un buen bailarín. No, era un magnífico bailarín, mucho mejor que ella. Olivia daba el pego, pero nunca sería una gran bailarina. La gente decía que sí, pero sólo por su belleza.

No era justo, ella era la primera en reconocerlo, pero en Londres una mujer podía conseguir bastantes cosas simplemente por ser guapa.

Claro que eso también quería decir que nunca la consideraban inteligente. Había sido así durante toda su vida. La gente siempre se había imaginado que era una especie de muñeca de porcelana, que estaba ahí para hacer bonito y que la vieran, y para no hacer absolutamente nada.

A veces Olivia se preguntaba si quizá por eso en ocasiones se portaba mal. Nunca nada por lo que llevarse las manos a la cabeza; era excesivamente prudente. Pero tenía fama de hablar con demasiada franqueza y de expresar sus opiniones con demasiada contundencia. En cierta ocasión Miranda le había dicho que por nada del mundo desearía ser tan guapa, y Olivia no lo había entendido, no del todo. No hasta que Miranda se hubo marchado y no quedó nadie con quien mantener una conversación verdaderamente deliciosa.

Levantó la vista hacia sir Harry, tratando disimuladamente de escudriñar su rostro. ¿Era guapo? Supuso que sí. Tenía una pequeña cicatriz, que apenas se le notaba en realidad, cerca de la oreja izquierda y unas mejillas un poco más prominentes de lo que marcaba la belleza clásica, pero aun así tenía algo. ¿Inteligencia? ¿Intensidad?

Se fijó en que también tenía unas cuantas canas junto a las sienes. Se preguntaba qué edad tendría.

– Baila usted con mucho garbo -dijo él.

Olivia puso los ojos en blanco. No pudo evitarlo.

– ¿Se ha vuelto usted inmune a los cumplidos, lady Olivia?

Ella lo fulminó con la mirada; no se merecía menos. También él le había hablado con dureza, en un tono rayano al insulto.

– Tengo entendido -dijo sir Harry, haciéndola girar con pericia hacia la derecha- que ha roto corazones por toda la ciudad.

Ella se puso tensa. Era justo la clase de frase que a la gente le gustaba decirle, creyendo que se enorgullecía de ello, pero no era así. Más aún, le dolía que todo el mundo pensara eso.

– No me parece un comentario amable ni apropiado.

– ¿Hace usted siempre lo apropiado, lady Olivia?

Ella lo miró indignada, pero únicamente unos segundos. Sus miradas se encontraron, y ahí estaba de nuevo esa inteligencia. Esa intensidad. Tuvo que apartar la mirada.

Era una cobarde. Una excusa lamentable, inconsistente y pobre para… para… en fin, para su conciencia. Jamás se había echado atrás en una batalla de voluntades. Y se odiaba a sí misma por hacerlo ahora.

Cuando volvió a oír la voz de sir Harry, fue más cerca del oído, su aliento caliente y húmedo.

– ¿Y es usted siempre amable?

Olivia apretó los dientes. Sir Harry la estaba provocando, y si bien le encantaría hacerle un desaire, se contuvo; al fin y al cabo, era lo que él trataba de conseguir. Quería que ella reaccionase para poder hacerle lo mismo.

Además, no se le ocurría nada convenientemente demoledor.

La mano de sir Harry se deslizó por su espalda; una presión sutil y experta que la guiaba en el baile. Giraron, volvieron a girar y Olivia vislumbró a Mary Cadogan, que tenía los ojos muy abiertos y la boca formando un óvalo perfecto.

Genial. Mañana por la tarde toda la ciudad sabría que había bailado con sir Harry Valentine. Bailar un solo baile con un caballero no debería ser motivo de escándalo, pero Mary estaba suficientemente fascinada con ese hombre como para encontrar la manera de contarlo de corrido y de que pareciese tremendamente au courant.

– ¿Cuáles son sus aficiones, lady Olivia? -le preguntó él.

– ¿Mis aficiones? -repitió ella, preguntándose si alguien le había preguntado eso con anterioridad. Desde luego no de una forma tan directa.

– ¿Canta? ¿Pinta acuarelas? ¿Clava agujas en esas telas que se enganchan en un aro?

– Se llama bordar -aclaró ella un tanto exasperada; el tono de sir Harry era casi burlón, como si no esperara que ella tuviera aficiones.

– ¿Borda?

– No. -Olivia detestaba el bordado. Siempre lo había detestado. Y tampoco se le daba bien.

– ¿Toca algún instrumento?

– Me gusta cazar -contestó ella sin rodeos, esperando poner fin a la conversación. No era del todo cierto, pero en realidad tampoco era mentira. No le gustaba la caza.

– Una mujer a la que le gustan las escopetas -dijo sir Harry en voz baja.

¡Por Dios bendito, esta velada no acabaría nunca! Frustrada, Olivia soltó un suspiro.

– ¿Es éste un vals extraordinariamente largo?

– Creo que no.

Hubo algo en su tono que le llamó la atención y Olivia alzó la vista justo a tiempo para ver sus labios curvándose mientras decía:

– Únicamente le parece largo porque no le caigo bien.

Ella ahogó un grito. Era verdad, por supuesto, pero sir Harry no debería haberlo dicho.

– Tengo un secreto, lady Olivia -susurró él, bajando la cabeza todo lo que pudo sin invadir su territorio-. Usted tampoco me cae bien.


Varios días después a Olivia seguía sin caerle bien sir Harry. Daba igual que no hubiera hablado con él, que ni siquiera lo hubiera visto. Sabía que existía y al parecer eso bastaba.

Cada mañana una de las doncellas entraba en su alcoba y descorría las cortinas, y cada mañana, en cuanto la doncella se iba, Olivia se levantaba de un salto y las volvía a correr de un tirón. Se negaba a darle motivos para que la acusara otra vez de espiarlo.

Además, así él dejaría de espiarla a ella.

Ni tan siquiera había salido a la calle desde la noche del recital. Había fingido un resfriado (fue muy fácil afirmar que Winston se lo había contagiado) y se había quedado en casa. No es que le preocupara toparse con sir Harry. ¿Qué probabilidades había realmente de que bajasen los escalones frontales de sus casas al mismo tiempo? ¿O de que regresaran a éstas a la vez? ¿O de que se vieran en Bond Street o en Gunther's? ¿O en una fiesta?

No tropezaría con él. Incluso pensaba muy poco en ello.

No, la cuestión principal pasaba por evitar a sus amigas. Mary Cadogan se había acercado a verla al día siguiente del recital y luego al otro y al otro. Finalmente, lady Rudland le dijo que cuando su hija se encontrase mejor, le mandaría un mensaje.

No se imaginaba teniendo que hablarle a Mary Cadogan de su conversación con sir Harry. Si ya era bastante horrible recordarla, cosa que al parecer hacía con todo detalle, tener que relatársela a otro ser humano…


Casi bastaba para hacer que un resfriado desembocase en la peste.

Lo que detesto de sir Harry Valentine,

por la normalmente benévola

lady Olivia Bevelstoke.

Creo que piensa que no soy muy inteligente.

Sé que piensa que no soy muy amable.

Me hizo chantaje para que bailase con él.

Baila mejor que yo.


Sin embargo, después de tres días de aislamiento autoimpuesto, Olivia se moría de ganas de sobrepasar los límites de su casa y su jardín. Tras decidir que el mejor momento para evitar a otras personas era a primera hora de la mañana, se puso el sombrero y los guantes, cogió el periódico matutino recién traído y se encaminó hacia su banco favorito de Hyde Park. Su doncella, quien a diferencia de ella le gustaba bordar, la acompañó agarrada con fuerza a su bordado y protestando por la hora.

Hacía una mañana espléndida: cielo azul, nubes esponjosas y una brisa ligera. Un tiempo perfecto, en realidad, y no había nadie a la vista.

– ¡Venga, Sally! -le gritó a su doncella, que iba al menos dos metros rezagada.

– Es muy pronto -se quejó ésta.

– Son las siete y media -le dijo Olivia, deteniéndose unos instantes para dejar que Sally le diese alcance.

– Eso es pronto.

– En circunstancias normales estaría de acuerdo contigo, pero resulta que creo que estoy empezando una nueva etapa. ¿Has visto lo bonito que está el día? El sol brilla, hay música en el aire…

– Yo no oigo ninguna música -refunfuñó Sally.

– Los pájaros, Sally. El trino de los pájaros.

La doncella siguió sin convencerse.

– Esa nueva etapa de la que habla… digo yo que no querría plantearse volver a la anterior, ¿verdad?

Olivia sonrió de oreja a oreja.

– No será tan horrible. En cuanto lleguemos al parque nos sentaremos y disfrutaremos del sol. Yo leeré el periódico, tú bordarás y nadie nos molestará.

Sólo que al cabo de apenas un cuarto de hora, Mary Cadogan apareció literalmente corriendo.

– Tu madre me ha dicho que estabas aquí -le dijo sin aliento-. ¿Ya te encuentras mejor?

– ¿Has hablado con mi madre? -preguntó Olivia, incapaz de dar crédito a su mala suerte.

– El sábado me dijo que me mandaría un mensaje en cuanto te encontraras mejor.

– Mi madre es increíblemente rápida -dijo Olivia entre dientes.

– ¿A que sí?

Sally se deslizó un poco en el banco, sin levantar la vista apenas de su bordado. Mary tomó asiento entre las dos y estuvo buscando la posición adecuada hasta que entre su falda rosa y la verde de Olivia pudieron verse un par de centímetros de banco.

– Quiero saberlo todo -le dijo Mary a su amiga, en voz baja y expectante.

A Olivia se le pasó por la cabeza fingir un desconocimiento absoluto, pero ¿para qué en realidad? Ambas sabían perfectamente de lo que le estaba hablando.

– No hay mucho que contar -le dijo, enrollando el periódico en un intento por recordarle a Mary que había venido al parque a leer-. Me identificó como vecina suya y me pidió que bailáramos. Fue todo muy civilizado.

– ¿Comentó algo de su prometida?

– Por supuesto que no.

– ¿Y sobre Julian Prentice?

Olivia puso los ojos en blanco.

– ¿De veras crees que le contaría a una absoluta desconocida, mujer además, que le puso un ojo morado a otro caballero de un puñetazo?

– No -contestó Mary con pesar-. Era demasiado pedir, la verdad. ¡No hay manera de que alguien me dé los detalles!

Olivia hizo lo posible por aparentar que todo el asunto la aburría.

– Muy bien -continuó Mary sin inmutarse ante la falta de respuesta de su amiga-. Háblame del baile.

Mary. -Fue un pequeño gruñido, un pequeño chasquido; ordinario, sin duda, pero es que bajo ningún concepto quería Olivia contarle nada a Mary.

– Tienes que contármelo -insistió su amiga.

– Alguna otra cosa de interés habrá en Londres, aparte de mi único, brevísimo y aburridísimo baile con sir Harry Valentine ¿no?

– La verdad es que no -respondió Mary, que se encogió de hombros y luego reprimió un bostezo-. A Philomena se la ha llevado su madre a la fuerza a Brighton, y Anne está enferma. Probablemente haya pillado el mismo resfriado que pillaste tú.

«Probablemente no», pensó Olivia.

– Nadie ha visto a sir Harry desde el recital -añadió Mary-. No ha ido a ningún sitio más.

Cosa que no sorprendió a Olivia. Lo más probable es que estuviese sentado frente a su escritorio, garabateando con frenesí. Y posiblemente llevara puesto ese ridículo sombrero.

Aunque ella no podía saberlo. Llevaba días sin asomarse a la ventana, sin mirar hacia ella siquiera. Bueno, en cualquier caso no más de seis u ocho veces.

Diarias.

– ¿De qué hablasteis entonces? -inquirió Mary-. Sé que hablaste con él. Vi cómo movías los labios.

Olivia se giró hacia ella, los ojos encendidos de rabia.

– ¿Me estuviste leyendo los labios?

– ¡Oh, venga ya! Como si tú nunca hubieras hecho eso.

No solamente era cierto, sino además irrefutable, puesto que lo había hecho con Mary. Pero estaba claro que era pertinente una respuesta (no, una réplica), de modo que Olivia resopló ligeramente y dijo:

– Nunca te lo he hecho a ti.

– Pero lo harías -repuso Mary con rotundidad.

También cierto, pero no era algo que Olivia tuviese la intención de admitir.

– ¿De qué hablasteis? -volvió a preguntar Mary.

– De nada especial -mintió Olivia enrollando de nuevo el periódico, esta vez haciendo más ruido. Había echado un vistazo a las páginas de sociedad (siempre empezaba por el final), pero quería leer las noticias relacionadas con el parlamento. Siempre las leía. Todos los días. Ni siquiera su padre las leía a diario, y eso que era un miembro de la Cámara de los Comunes.

– Parecías enfadada -insistió Mary.

«Ahora lo estoy», quiso quejarse Olivia.

– ¿Lo estabas?

– Te habrás equivocado.

– No lo creo -dijo Mary con esa horrible voz cantarina con la que hablaba cuando creía que tenía razón.

Olivia desvió la mirada hacia Sally, que estaba pasando su aguja por la tela, fingiendo no escuchar. Entonces volvió los ojos hacia Mary, dedicándole una mirada de socorro, como diciendo: «Delante de los criados no».

No era una solución definitiva al problema de Mary, pero al menos la tendría un rato callada.

Volvió a enrollar el periódico y acto seguido se miró las manos consternada. Lo había cogido antes de que el mayordomo tuviera ocasión de planchar el papel y ahora la tinta se le estaba quedando pegada en la piel.

– ¡Qué asco! -exclamó Mary.

A Olivia no se le ocurrió ninguna respuesta, salvo:

– ¿Dónde está tu doncella?

– ¡Ah…, está ahí! -contestó Mary, señalando con la mano a un punto indefinido del espacio que quedaba a sus espaldas. Y entonces Olivia comprendió su tremendo error de cálculo, porque al instante Mary se giró hacia Sally y le dijo-: Conoces a Genevieve, ¿verdad? ¿Por qué no vas a hablar con ella?

Sally conocía a la doncella de Mary, y también sabía que sus conocimientos de la lengua inglesa eran, en el mejor de los casos, limitados, pero como Olivia no pudo intervenir e insistirle en que no hablase con Genevieve, Sally se vio obligada a dejar de bordar y acudir a su encuentro.

– ¡Bravo! -exclamó Mary con orgullo-. ¡Excelente táctica! Ahora cuéntame, ¿cómo es sir Harry? ¿Es guapo?

– Ya lo has visto.

– Sí, pero ¿es guapo de cerca? Tiene unos ojos… -Mary se estremeció.

– ¡Bah! -exclamó Olivia, recordando de pronto-. Son marrones, no de color gris azulado.

– No puede ser. Estoy convencida…

– Te equivocaste.

– No, nunca me equivoco en cosas como ésa.

– Mary, estuve a esto de su cara -dijo Olivia, señalando la distancia que las separaba-. Te aseguro que sus ojos son marrones.

Mary parecía horrorizada. Finalmente, sacudió la cabeza y dijo:

– Seguro que es por esa forma tan penetrante que tiene de mirar a las personas. Di por sentado que sus ojos eran azules. -Parpadeó pensativa-. O grises.

Olivia puso los ojos en blanco y miró al frente, esperando que ése fuera el fin de la conversación, pero Mary no era fácil de disuadir.

– Todavía no me has hablado de él -señaló.

– Mary, no hay nada que decir -insistió Olivia. Clavó los ojos en su regazo, consternada. Su periódico era ahora un bulto arrugado e ilegible-. Me pidió que bailara con él y yo acepté.

– Pero… -Y entonces Mary ahogó un grito.

– Pero ¿qué? -Lo cierto es que Olivia ya estaba empezando a perder la paciencia.

Mary le agarró del brazo, le agarró del brazo con fuerza.

– ¿Qué ocurre ahora?

Su amiga señaló con un dedo hacia el lago Serpentine.

– Mira allí.

Olivia no vio nada.

– A caballo -susurró Mary.

Olivia desvió la vista a la izquierda y entonces…

«¡Oh, no!» Imposible.

– ¿Es él?

Olivia no contestó.

– ¿Sir Harry? -aclaró Mary.

– Ya sé a quién te refieres -soltó Olivia.

– Creo que es sir Harry, sí -dijo Mary alargando el cuello.

Olivia sabía que era él, no tanto porque se parecía al caballero en cuestión, sino porque siempre le pasaba todo a ella.

– Monta bien -musitó Mary admirada.

Olivia decidió que había llegado el momento de actuar desde la fe y rezar. Tal vez él no las vería. Tal vez decidiría ignorarlas. Tal vez un rayo…

– Creo que nos ha visto -dijo Mary, toda contenta y feliz-. Deberías saludar con la mano. Yo lo haría, pero no hemos sido presentados.

– No le des ánimos -le espetó Olivia.

Mary no dudó en arremeter contra ella.

Sabía que no te caía bien.

Olivia cerró los ojos apesadumbrada. Se suponía que tenía que haber sido un paseo tranquilo y solitario. Se preguntó cuánto tardaría Mary en pillar el resfriado de Anne.

Entonces se preguntó si había algo que pudiera hacer para acelerar el contagio.

– Olivia -le susurró Mary, hincándole el codo en las costillas.

Olivia abrió los ojos. Sir Harry estaba ahora bastante más cerca, cabalgaba claramente en dirección a ellas.

– Me pregunto si el señor Grey estará también aquí -comentó Mary esperanzada-. Puede que sea el heredero de lord Newbury, ¿lo sabías?

Olivia se pegó una sonrisa forzada en la cara mientras sir Harry se acercaba, al parecer sin su primo, el presunto heredero. Reparó en que montaba bien, sí, y su montura era magnífica; un precioso capón castaño de calcetines blancos. Iba vestido para montar, para montar de verdad, no para trotar majestuosamente por el sendero del parque. La brisa le había despeinado el pelo moreno y tenía un poco de color en las mejillas, lo cual debería haberle hecho parecer menos distante y más simpático, pero para ello necesitaría sonreír, pensó Olivia con cierto desdén.

Sir Harry Valentine no iba por ahí regalando sonrisas; desde luego a ella no.

– Señoras -dijo, deteniéndose frente a ellas.

– Sir Harry. -Fue cuanto Olivia logró decir, teniendo en cuenta lo poco que le apetecía hablar.

Mary le propinó una patada.

– Permítame que le presente a la señorita Cadogan -dijo Olivia.

Él ladeó la cabeza cortésmente.

– Encantado de conocerla.

– Sir Harry -dijo Mary, devolviéndole el saludo con un movimiento de cabeza-. Qué día tan agradable, ¿verdad?

– De lo más agradable -contestó él-, ¿no le parece, lady Olivia?

– Sí, ciertamente -exclamó ella con tensión. Se volvió hacia Mary con la esperanza de que él hiciera lo mismo y le dirigiera sus preguntas a ésta.

Pero, naturalmente, no lo hizo.

– No la había visto nunca por Hyde Park, lady Olivia -le dijo sir Harry.

– Normalmente no me atrevo a salir tan temprano.

– Claro -musitó él-, me imagino que tendrá cosas muy importantes que hacer en casa a estas horas de la mañana.

Mary miró a Olivia con curiosidad. La frase de Harry era críptica.

– Cosas que hacer -continuó él-, gente a la que observar…

– ¿Ha venido su primo también? -se apresuró a preguntarle Olivia.

Harry arqueó las cejas con aire burlón.

– Sebastian raras veces sale antes de mediodía -contestó.

– ¿Y usted madruga?

– Siempre.

Otra cosa que detestaba de él. A Olivia no le importaba levantarse pronto, pero odiaba a la gente que presumía de ello.

No hizo ningún comentario más, tratando decididamente de alargar el momento hasta que resultase incómodo. Tal vez él se daría por aludido y se iría. Cualquier persona sensata sabía que era imposible que dos damas sentadas en un banco y un caballero a lomos de un caballo mantuviesen una conversación. Ya estaba empezando a sentir calambres en el cuello de tanto estirarlo.

Alargó el brazo y se masajeó un lado de éste, esperando que él captase la indirecta. Pero entonces (como era evidente que todo el mundo estaba en su contra, incluida ella misma) su memoria le jugó una mala pasada. Recordó sus pústulas imaginarias y lo de la peste de variedad bubónica. Y se echó a reír, ¡horror!

Sólo que no podía reírse, no con Mary sentada precisamente a su lado y sir Harry mirándola con esa arrogancia, de modo que selló la boca. Pero eso hizo que el aire le subiera por la nariz y resoplara; sin ninguna elegancia. Y le hizo cosquillas.

Lo cual hizo que se riera de verdad.

– ¿Olivia? -preguntó Mary.

– No es nada -dijo, haciendo un gesto con la mano mientras se volvía hacia el otro lado, intentando ocultar la cara-. En serio.

Gracias a Dios, sir Harry no dijo nada. Aunque probablemente fuese sólo porque creía que estaba loca.

Pero lo de Mary era otra historia, nunca sabía dónde estaba el límite.

– ¿Estás segura, Olivia? Porqué…

Olivia seguía con la cabeza girada hacia un lado, porque en cierto modo sabía que de lo contrario volvería a reírse.

– Es que me ha venido algo a la cabeza, eso es todo.

– Pero…

Mary dejó de darle la lata; asombroso.

Olivia se habría sentido aliviada, sólo que parecía muy poco probable que Mary desarrollase de pronto tacto y sentido común. Y, de hecho, resultó tener razón porque Mary no había interrumpido su frase fruto de su compasión por Olivia, en absoluto. Había dejado de hablar porque…

– ¡Oh, mira, Olivia! Tu hermano.

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