Sam frunció la nariz ante el inconfundible olor a brownies quemados. No podía ser; apenas habían pasado diez minutos desde que los había metido en el horno. Volvió a oler, y esta vez no le quedaron dudas.
– ¡Diablos!
Había planeado la noche hasta el último detalle. Primero prepararía unos brownies deliciosos, luego se arreglaría para estar irresistible y por último, lo principal, recibiría a aquel monumento de hombre. Lo seduciría, y ya vería qué pasaba después.
Era un plan perfecto.
Hasta aquel momento. No había usado el horno de arriba porque, además de tener roto el temporizador, no cocinaba de manera uniforme. El olor a quemado le había llegado cuando acababa de salir de la ducha y se estaba poniendo su conjunto de ropa interior favorito. Con un gruñido, tomó su viejo albornoz y empezó a bajar las escaleras.
Pero cuando llegó a la cocina del café se paró en seco, dejó caer el albornoz y miró el horno horrorizada.
No había quemado los brownies; sino el horno. Las llamas salían por debajo, envolviendo la cocina y alcanzando los armarios de los lados.
– Maldición, maldición.
Sam fue a la encimera, tomó el teléfono, marcó el número de los bomberos y se giró para buscar el extintor que guardaba en un armario. No se podía creer el calor que hacía, y al mirar atrás estuvo a punto de gritarle al telefonista que la atendió, porque el fuego estaba allí, justo delante de ella.
Una ventana estalló, y Sam se tiró al suelo.
– Dioses.
Tropezó con el albornoz mientras intentaba llegar al extintor. Pero las llamas alcanzaban el techo, y de repente, el resto de los armarios se prendió, igual que la encimera.
– Se me está incendiando la cocina -gritó en el teléfono, antes de dar su dirección.
El telefonista respondió con gran profesionalidad.
– Señora, oigo las llamas. Está demasiado cerca.
– Me voy ahora mismo.
Aunque para poder hacerlo necesitaba encontrar una forma de salir de allí.
– Los bomberos están de camino.
– Será mejor que se den prisa.
– No tardarán en llegar -le aseguró-. ¿Ya está fuera?
– Enseguida.
– En serio. No intente sacar nada por su cuenta.
Sam no era estúpida y sabía que tenía que largarse cuanto antes. Pero no era sólo el humo lo que se le atragantaba y la hacía vacilar mientras echaba un vistazo a su alrededor. Aquel sitio era su vida y estaba desapareciendo ante sus ojos.
– No…
Sin embargo, era consciente de que la situación estaba fuera de su alcance.
– Fuera -se recordó, haciendo una mueca de dolor, porque el calor le estaba quemando la piel.
Apuntó con el extintor hacia delante y se abrió paso. Todo lo que tenía que hacer era agacharse detrás de la encimera en llamas y apagar el fuego que la separaba de la puerta. No sin dificultad, consiguió llegar a la zona del comedor. Aturdida, se volvió hacia la cocina que había sido su vida tanto tiempo y se estremeció.
Se sobresaltó al oír que algo se rompía a sus espaldas. Se dio la vuelta y vio que Jack acababa de echar la puerta abajo y corría hacia ella, con los ojos llenos de miedo.
Sam no pudo evitar pensar que aquella noche tenía planes muy diferentes para aquellos músculos fuertes. Él la tomó de la cintura y la levantó.
– Sam…
– Lo brownies se han quemado. Todos.
Jack empezó a decir algo, pero Sam no alcanzó a oírlo por el estallido de otra ventana detrás de ella. Él la cubrió con su cuerpo para protegerla de la lluvia de cristales y cenizas.
– Afuera -gritó-. Deprisa.
Lo siguiente que supo Sam fue que estaban en el aparcamiento, en la cálida noche, contemplando el edificio del Wild Cherries envuelto en llamas y humo. Parpadeó sin estar segura de si Jack la había sacado en brazos o había salido por sus propios medios. Se miró los pies descalzos y sucios, pero no pudo recordarlo.
El fuego se elevaba en el cielo nocturno, y el ruido hacía que le dolieran los oídos. Jack se apresuró a tomarla de los brazos.
– ¿Te has hecho daño? ¿Te has quemado? ¿Dónde?
Sam tenía los puños apretados mientras veía su vida incendiada. Sacudió la cabeza y sintió las lágrimas en la garganta. Y se sorprendió al hacerlo, porque nunca lloraba ni sentía ganas de hacerlo. Aunque otro vistazo al edificio en llamas le recordó que tampoco había sufrido ninguna pérdida significativa desde la muerte de sus padres. O, por lo menos, ninguna que le importara de verdad.
Pero aquello sí le importaba, y mucho.
– Tal vez debería haber sacado algo de ropa.
– Sam, mírame -dijo él, con la voz cargada de temor.
A ella le escocía la palma de la mano e imaginó que se habría cortado, pero mantuvo los puños apretados, porque lo que más le dolía era el corazón.
– Estoy bien.
– Estamos temblando. Vamos a sentarnos.
Jack la sentó en el bordillo.
– Aquí vienen -dijo ella, cuando se empezaron a oír las sirenas.
– Sí. Sam, cariño, mírame. Déjame verte los ojos.
– Ya es demasiado tarde, ¿sabes?
– No es demasiado tarde, estás viva -declaró, abrazándola con fuerza-. Cuando he aparcado y he visto las llamas…
A Jack se le quebró la voz.
– Estabas asustado.
– Aterrado.
Ella lo miró, con el corazón en un puño.
– ¿Cómo ha pasado esto entre nosotros, Jack? Es demasiado pronto, sólo hemos…
Él la volvió a abrazar, y Sam le recostó la cabeza en el hombro.
– Calla. Todo se arreglará.
– No. Tenía la noche planeada -murmuró ella, tornándolo de la camisa-. Te iba a seducir con encaje negro y después te iba a volver a seducir, porque sí.
Jack le acarició la espalda y la mejilla.
– Lo recordaré para otro momento. Pero créeme, el encaje negro habría funcionado todas las veces que hubieras querido.
Sam rió entre sollozos, se acurrucó contra él y cerró los ojos a la visión de las llamas.
Cuando los dos camiones de bomberos llegaron al aparcamiento ya no se podía hacer mucho por el viejo edificio. Sam contempló el fuego impávida; sólo sus ojos revelaban sus emociones, y Jack se sintió más impotente que nunca viéndola mirar cómo su vida se hacía humo. No podía soportar que sufriera una nueva pérdida; ya había sufrido demasiadas. Quería dárselo todo; quería comprarle la luna, con tal de borrar la desolación que reflejaban sus ojos verdes. Sin embargo, no podía reparar la situación ni devolverle lo que había perdido.
Trató de convencerla de que volviera a sentarse y al tomarla de la mano frunció el ceño. A pesar de la oscuridad, vio que tenía los dedos ensangrentados y sintió que se le paraba el corazón.
– Sam, abre la mano.
Ella lo hizo y soltó un grito ahogado de dolor. Tenía un corte en la palma; probablemente se le había clavado un cristal al salir de la cocina.
Jack se la examinó con detenimiento y suspiró aliviado al comprobar que no tenía astillas.
– Está limpia -dijo, quitándose la camisa para hacerle un torniquete.
Los bomberos habían apagado el fuego casi con la misma velocidad con la que se había iniciado. Entonces comenzaron las preguntas. Sam les dijo todo lo que podía con un tono tan monocorde y un gesto tan indescifrable que Jack se estremeció y pensó que estaba demasiado serena.
– ¿Se ha perdido todo? -preguntó ella-. ¿No se puede salvar nada?
– Habrá que ver qué opina el inspector -le contestó un bombero-. Pero parece que se ha dañado la estructura central.
Ella asintió, inexpresiva; y Jack se angustió. Cuando llegó la ambulancia, Sam lo miró con la cara manchada por el humo y el albornoz sucio y desgarrado, y dijo:
– No quiero ir al hospital.
– Sam…
– Estoy bien.
Necesitaba que le suturaran la herida.
– Te acompaño -dijo Jack-. Pero vas a ir.
Nueve puntos después, Jack volvió a llevarla al coche. Lo habían suturado muchas veces; había sufrido varias fracturas, por no mencionar las tres operaciones, pero jamás había estado del lado del que sostiene la mano. Y cuando le clavaron la aguja en la herida a Sam, vio las estrellas, pero no se permitió apartar la vista.
– Respira, Knight -le había dicho ella, secamente.
Estaba sentada en el coche, con la cabeza recostada en el respaldo y el albornoz mugriento debajo del cual estaba la lencería de encaje negro en la que Jack no podía dejar de pensar, ni siquiera en aquel momento.
– Deja de preocuparte -insistió, con los ojos cerrados-. Estoy bien.
– No estoy preocupado.
Era mentira.
– Tengo que llamar a Lorissa y a Red. Alguno me dejará usar un sofá. No sería la primera vez.
– No.
Ella volvió la cabeza, como si estuviera demasiado cansada para mover otra parte del cuerpo, y lo miró.
– Vendrás a mi casa -añadió él.
Para sorpresa de Jack, Sam asintió sin oponer resistencia:
– De acuerdo.
Parecía derrotada e, incluso en aquellas circunstancias, era algo tan atípico en ella, que él se preguntaba hasta qué punto estaría destrozada. Incluso se había negado a tomar los analgésicos que le habían ofrecido en el hospital, pero Jack suponía que la convencería para que los tomara más tarde.
Sam no volvió a decir una palabra en todo el viaje. Veinte minutos después, Jack aparcó frente a su casa y por un momento se quedó mirándola descansar en el asiento, con los ojos cerrados y sosteniéndose la mano herida con la otra.
– Lo siento mucho, Sam.
– No es culpa tuya.
– No, pero tampoco es tuya.
Jack supo que había puesto el dedo en la haga, porque ella hizo una mueca de dolor. Salió del coche y corrió a ayudarla, pero ella se bajó antes de que pudiera llegar y gruñó cuando la alzó en brazos.
– Bájame. Me he herido la mano, no los pies.
Él corrió hasta la puerta de entrada con ella en brazos.
– Jack, no seas estúpido. Te vas a hacer daño en la rodilla.
Sam puso los ojos en blanco cuando él la sostuvo contra la puerta mientras buscaba las llaves.
– Qué, ¿no tienes mayordomo?
– Como creía que te ibas a aprovechar de mí toda la noche, le he dado el día libre.
– Déjame caminar, Jack. No seas tan protector, que no hace falta.
Él suspiró.
– Tal vez podrías apoyarte en alguien, sólo por esta noche. Apóyate en mí, Sam.
Ella cerró los ojos y lo abrazó por el cuello.
– Supongo que por esta noche, podría.
– Sólo por esta noche -convino él, deseando que durase más tiempo.
La llevó hasta el cuarto de baño y la sentó cerca de la bañera de hidromasaje.
– ¿Te apetece darte un baño?
Sam asintió y lo vio abrir el grifo y comprobar la temperatura del agua.
– Déjalo, Jack, ya me ocupo yo.
– De acuerdo -dijo él, acariciándole la mejilla-. Llámame si necesitas algo.
Él dio vueltas por la casa durante un rato y cuando volvió a su dormitorio la encontró sentada en medio de la cama, envuelta en dos de sus toallas, con la mirada perdida. Fue a buscar un vaso de agua al baño y se lo llevó, junto con las pastillas que le habían dado los médicos.
– Tómate esto.
– Estoy bien.
– Tómatelo de todas formas.
Las toallas revelaban las largas piernas que le abría gustado tener alrededor de la cintura toda la noche.
– Estaré atento -añadió él, yendo hacia la puerta-. Si necesitas algo, lo que sea, me llamas, ¿de acuerdo?
– Sí.
El temblor de su voz lo hizo detenerse y volver a la cama.
– Sam…
– Estoy bien. En serio.
Pero era mentira, y los dos lo sabían. Jack se sentó en la cama y al ponerle una mano en la pierna notó que estaba temblando.
– Oh, Sam…
– Estoy bien -repitió ella.
– ¿Puedo hacer algo? ¿Quieres que te prepare algo de cenar?
– Jack, te estás poniendo pesado.
Él le acarició la pierna como si pudiera hacerla entrar en calor, aunque sabía que no temblaba de frío, si no de la impresión.
– Ya lo sé. Pero es que me siento impotente, y es una sensación que no me gusta nada.
– Entonces déjalo y vete.
– Creía que podría, pero no puedo -confesó, sentándola sobre su regazo-. Dime qué debo hacer, Sam. Dímelo y lo haré.
Ella sacudió la cabeza y apartó la mirada, aunque no antes de que él pudiera verle las lágrimas contenidas.
– Por favor -insistió Jack-. Me estás partiendo el corazón. Haz algo. Grita, llora, patalea… tienes derecho…
– De acuerdo.
Con los ojos cerrados, Sam le pasó una mano alrededor de los hombros y se acomodó mejor sobre el regazo.
– Esto -dijo, mordisqueándole el cuello antes de mirarlo a los ojos-. Esto es lo que quiero.
Acto seguido, Sam se abrió las toallas, revelando la piel bronceada y las deliciosas curvas con las que él soñaba desde hacía semanas. Sin embargo, Jack no podía aprovecharse de la situación.
– Sam…
– Quiero que me hagas olvidar todo. Eso es lo que quiero de ti.
– Sam…
Apretó su cuerpo de ensueño contra él, haciéndolo temblar por el esfuerzo que tenía que hacer para contenerse. Jack trató de pensar, algo que no resultaba fácil cuando no era su cerebro el que estaba al mando. Tuvo que cerrar los ojos para evitar la visión de aquel cuerpo glorioso, pero fue en vano, porque la tenía grabada en la mente.
– Espera, Sam. Estás en estado de shock y eso te trastorna -dijo, con tono desesperado-. Han tenido que suturarte la mano. No podemos…
– Hazme el amor, Jack.
– Sam…
– Hazme olvidar, por favor -suplicó, sellando el trato con un beso.