Hicieron una parada en una hamburguesería para tomar unos refrescos, aunque los dos eran conscientes de que sólo era una forma de prolongar la noche, y Sam no podía creerse lo mucho que se estaba riendo en aquella pequeña mesa del local medio vacío. De hecho, no podía creerse nada de lo que había pasado aquella noche, y pensar en su cita a ciegas la hacía sonreír.
Pero la sonrisa se le desdibujó cuando volvieron al coche. La noche estaba llegando a su fin, y ella aún no sabía si debía besarlo o no.
En realidad, ya lo había hecho, y con una naturalidad que la asombraba. Aquella noche había superado sus mejores expectativas, y sentía que necesitaba retirarse y pensar.
De modo que mientras iban hacía el café decidió no decirle a Jack que vivía arriba, sobre todo porque no sabía si sería capaz de resistirse a invitarlo a entrar.
En la carretera, Jack la tomó de la mano. Su expresión la hizo estremecerse de placer, y supo que quería más que un beso. Igual que ella.
Pero querer y tener eran dos cosas distintas. Sam necesitaba consultarlo con la almohada, lo que significaba que ninguno de los dos iba a tener lo que quería. No aquella noche.
Cuando llegaron al aparcamiento del café, la luna iluminaba el mar. Jack sintió que Sam se retraía y se volvió para mirarla.
– ¿Estás bien?
Ella sonrió, aunque tenía la mirada triste.
– Sí.
– Sam…
– Sólo estoy pensando -declaró, poniéndole una mano en el brazo para tranquilizarlo-. Suelo estar callada cuando pienso. Gracias por esta noche. Ha sido maravillosa.
– Sí, maravillosa.
Jack apagó el motor y salió a abrirle la puerta.
– Buenas noches -dijo ella, preparada para marcharse.
– Al menos deja que te acompañe hasta tu coche.
– No te molestes. Voy a entrar un momento, tengo cosas que hacer.
Él asintió y la observó con detenimiento, preguntándose qué había pasado para que se asustara tanto.
– ¿Siempre trabajas hasta tarde?
– A veces -contestó ella con tono distante, como si su mente ya estuviera en el café-. No me pasa nada, no te preocupes.
Y con otra media sonrisa, se dio la vuelta y empezó a andar.
Jack la tomó de la muñeca.
– Sam…
– Me tengo que ir, Jack.
Pero en un arrebato, Sam se volvió y le dio un beso rápido antes de irse.
A pesar de su repentino silencio y de lo impaciente que parecía por alejarse de él, Jack se quedó mirándola y vio que no entraba en el café ni buscaba su coche, sino que desaparecía en dirección a un peñasco.
La siguió por curiosidad y se detuvo en seco al encontrar las sandalias de Sam en lo alto de la roca. Levantó la cabeza y oteó en la oscuridad de la noche. Allí estaba ella, de pie en la orilla. Antes de que Jack pudiera reaccionar, Sam se llevó las manos a la espalda, se bajó la cremallera del vestido y, sencillamente, lo dejó caer.
La luz de la luna le bañaba el cuerpo mientras terminaba de quitarse el vestido. Apenas cubierta por lo que parecían unas braguitas negras, Sam se enderezó, permitiéndole disfrutar de sus hombros y de su esbelta espalda desnuda.
Sin darse la vuelta se metió en el agua, se zambulló en una ola y desapareció.
Jack se quedó paralizado, sin poderse creer lo que veía, pero como ella no volvía a la superficie, corrió hacia la playa.
– ¡Sam!
Se había quitado los zapatos y la chaqueta, y estaba empezando a bajarse la cremallera de los pantalones cuando vio aparecer la cabellera rubia entre las olas.
Un segundo después, la vio zambullirse de nuevo. Estaba buceando.
Aquello lo tranquilizó, aunque sólo un poco. Ya no estaba tan preocupado por su seguridad, pero lo inquietaba verla mojada y semidesnuda. Se quitó los pantalones, los calcetines y la camisa y se metió en el mar.
El agua estaba tan fría que por un momento le cortó la respiración, pero la situación era tan excitante que empezó a nadar y a zambullirse entre las olas, dejándose llevar por el impulso.
Entre el cielo negro encima y el mar ennegrecido a su alrededor, la experiencia era casi surrealista y resultaba difícil definir qué estaba arriba y qué abajo. Jack buceó por debajo de las olas, sintiéndose imponente sin motivo, y emergió cerca de Sam.
Ella volvió la cabeza dando un grito ahogado y parpadeó al verlo.
– ¡Jack! Me has dado un susto de muerte.
– ¿Qué creías que era? ¿Un tiburón?
A ella se le dibujó una sonrisa.
– Me habría sorprendido menos.
– ¿Creías que no sabía nadar?
– Creía que te habías ido hace tiempo.
– ¿Ningún hombre ha querido acompañarte a la puerta ni asegurarse de que estabas a salvo antes de irse?
En vez de contestar, ella se dejó arrastrar por el oleaje y desapareció de la superficie. Pero debió de quedarse pensando en lo que le había preguntado, porque cuando volvió junto a él, se echó el pelo hacia atrás y dijo:
– Estoy sola desde hace mucho, mucho tiempo.
Jack se acercó un poco más y la miró a los ojos.
– Ahora no estás sola.
– Tal vez quiera estarlo.
– ¿En serio?
Sam se quedó mirándolo un momento y después soltó una sonora carcajada.
– No -reconoció, antes de desaparecer un instante-. ¿Sigues ahí?
Él le tocó la cara.
– Sigo aquí. ¿La gente no se queda contigo, Sam?
– Algunas personas.
– ¿No tienes familia?
– Tengo un tío, y a Lorissa la considero parte de mi familia.
A él se le ablandó el corazón un poco más. Aunque su hermana lo volviera loco y sus padres trataran de manejarle la vida, los quería y no podía imaginarse sin ellos.
– ¿Cuántos años tenías cuando perdiste a tus padres?
– Mira, aquí viene una buena ola, ¿no la vas a aprovechar?
Sam emitió un sonido de fastidio cuando la ola los levantó unos segundos para volverlos bajar.
– No te pierdas la próxima -dijo.
Y él no lo hizo. Remontó la siguiente ola y, cuando volvió con Sam, estaba sonriendo.
– No creo que haya nada comparable a esto de salir a nadar a medianoche.
– No lo hay -afirmó ella-. Tenía catorce años cuando perdí a mis padres. Murieron en un accidente.
A él se le desdibujó la sonrisa.
– Dios. ¿Y qué hiciste?
Ella se encogió de hombros.
– Superarlo. Me fui a vivir con mi tío Red. Y tenía un montón de amigos, así que nunca estuve realmente sola. Me voy con ésta.
Sam se zambulló en la siguiente ola, brindándole una visión fugaz de su glorioso trasero. Cuando volvió con una sonrisa de oreja a oreja, Jack la tomó de las caderas y preguntó:
– ¿Tú tío te trataba bien?
– Tan bien como sabía.
Ella se apartó y se dejó llevar por otra ola para volver a aparecer cerca, pero no lo suficiente para que pudiera tocarla.
– Sam… no imagino como…
Una vez más, ella se encogió de hombros.
– No lo pasé tan mal. Terminé el instituto sin que nadie me dijera lo que podía y lo que no podía hacer, que era una estúpida o que no me estaba esforzando lo suficiente…
– Tengo familia, y nadie me dijo eso jamás.
– ¿No? Tienes suerte.
Comparar su vida con la de ella lo dejaba helado.
– ¿Tus padres te dejaron suficiente dinero para vivir?
– Algo, pero la casa estaba embargada y se perdió.
A él se le partió el corazón.
Sam lo salpicó.
– Quita esa cara de pena y zambúllete en la siguiente ola, o lo haré yo.
– No es pena, es empatía -puntualizó, atrayéndola hacia sí-. ¿No dejas que nadie se conmueva por lo que has tenido que pasar?
– No.
Jack pensó que iba a tener que empezar a hacerlo. Ella estaba tratando de librarse, probablemente calculando cómo desaparecer. Él no estaba dispuesto a permitírselo. Y no sólo porque tenía sus senos desnudos apretados contra el pecho.
Pero a pesar de él, Sam consiguió escabullirse y remontar la siguiente ola.
– ¿Nadar desnuda a la luz de la luna es uno de tus pasatiempos favoritos? -le preguntó Jack cuando volvió.
– No estoy desnuda. Llevo puesta la parte de abajo del biquini.
– ¿Y usas la parte de abajo del biquini en todas tus citas?
– Bueno, también suelo llevar la parte de arriba, pero Lorissa me obligó a quitármela, porque al parecer no quedaba bien con el vestido.
Él bendijo a Lorissa en silencio.
– Y si hubiera sabido que me ibas a espiar -añadió Sam-, la habría sacado del bolso y me la habría puesto antes de entrar en el agua.
– ¿Llevas la parte de arriba del biquini en el bolso?
– Cuando no lo llevo puesto, sí. Paso mucho tiempo en el agua.
– Hasta en mitad de la noche.
– Y a primera hora de la mañana, además de hacer surf por las tardes, cuando puedo. Jack, ¿por qué estás aquí?
– Tal vez también me guste el agua.
Nunca lo había atraído demasiado, pero aquella noche Sam lo había hecho cambiar de idea.
– Deberías irte a casa.
– ¿Por qué? -replicó, avanzando hacia ella-. ¿Acaso me estoy acercando demasiado?
Sam lo salpicó de nuevo, aunque ya no estaba sonriendo. Jack no pudo evitar alegrarse al ver que la chica tenía carácter.
– De acuerdo, tienes razón.
– ¿De qué hablas? -preguntó ella.
– Tendría que haberte hablado de mí antes de pedirte que me hablaras de ti.
– Yo no he dicho eso.
– No, pero deberías. ¿Quieres que te cuente un secreto?
– Jack…
– No echo de menos el baloncesto. Todos creen que sí, pero se equivocan. Ya se me pasó.
– ¿En serio?
– Echo de menos jugar, pero no ser famoso.
– Sigues siendo famoso.
– Pero no quiero.
Ella se quedó mirándolo un momento y después rió.
– Te creo.
– Ahora te toca a ti.
– ¿Qué me toca?
– Cuéntame un secreto.
– Estoy cansada, Jack. Me voy.
– Mentirosa -protestó él.
Aunque ya estaba nadando hacia la orilla, Sam se detuvo y se volvió a mirarlo.
– Tal vez mi secreto sea peor que el tuyo.
– Cuéntamelo.
– Soy… -balbuceó ella, poniendo los ojos en blanco-. Ya deberías haberlo adivinado.
– Dilo de todas formas.
– Les tengo fobia a los compromisos afectivos. ¿Entiendes?
– Perfectamente -afirmó, nadando hacia ella-. Porque compartimos la manía.
– Eres un hombre atípico, Jack Knight.
– Gracias. Creo.
Empezaron a nadar hacia la orilla, surcando las olas, girando juntos y riendo. Para cuando llegaron a la arena estaban abrazados.
El agua se retiró, y Jack miró el cuerpo semidesnudo de la mujer que tenía contra él. Era alta y delgada; tenía la piel de gallina, pero era cálida y suave, deliciosamente suave. Sus senos invitaban a tocarlos, a besarlos, y a él se la hacía la boca agua de sólo pensarlo. Sentirla tan pegada a él lo hacía desear morirse de placer.
Un deseo que por suerte también estaba reflejado en los ojos de Sam.
– Lo que he dicho es cierto -murmuró Jack, mirándola a los ojos-. Detesto los compromisos tanto como tú. Aunque deberías saber que te encuentro tan sensual y atractiva que cuando te miro apenas puedo respirar.
Ella levantó las manos y le acarició la cabeza.
– Pero sólo es atracción superficial, sólo una cuestión de piel, ¿verdad?
La atracción superficial, la piel, era algo que encajaba perfectamente con los cánones de Jack. Sin embargo, con ella, la descripción parecía un poco fría.
– Sam…
– Lo mío es sólo superficial, Jack. Prefiero que lo sepas desde el primer momento. No me estoy haciendo la interesante ni estoy jugando. Soy así.
– Bueno.
Jack pensó en las veces en las que él había dicho lo mismo. Le recorrió el cuerpo con la mirada y sintió que se quemaba por dentro. Le subió una mano por el estómago y le acarició los senos.
Sam contuvo la respiración y se le puso la piel de gallina. Él quiso abrazarla para darle calor, pero ella se apartó.
– Ni siquiera una chica de playa como yo involucra demasiado la piel en la primera cita -dijo.
A tientas, Sam buscó su vestido y se cubrió el cuerpo con el que Jack sabía que se pasaría toda la noche soñando, luchando con la cremallera, que se negaba a subir.
Con un suspiro y una mueca de dolor por la punzada que tenía en la rodilla, él se puso en pie y la ayudó a terminar de cerrarse el vestido.
Ella se volvió a mirarlo y sonrió; su recelo previo había desaparecido.
– Gracias.
– De nada.
Sam le miró los pies.
– Como verás, sólo tengo diez dedos.
– Sí -dijo ella, divertida-. Y no son feos.
– Me alegro de que los apruebes.
– Esta noche ha sido muy agradable, Jack.
Parecía sorprendida. Él la tomó de la cara y se acercó un poco más.
– También me alegro por eso.
– Supongo que no lo esperaba.
– Yo tampoco.
– Sí…
Sam retrocedió unos pasos y se volvió hacia el café. Jack recogió su ropa, y empezaron a subir el peñasco. Ella sentía cómo la protegía de la brisa con su cuerpo. Le gustaba verlo en calzoncillos y completamente mojado. Tenía que reconocer que aquella noche había vivido una de las experiencias más divertidas, alocadas y eróticas de su vida, aunque sólo se habían besado.
Al llegar a su coche se volvió hacia Jack, recostándose contra el Honda Civic que tenía hacía años.
– Buenas noches.
Él sonrió con aquella sonrisa embriagadora que tanto la conmovía.
– Buenas noches.
Como él se quedó inmóvil mirándola, ella extendió la mano. Jack soltó una carcajada y la atrajo hacia sí. Dejó su ropa en el techo del coche y le dio un beso apasionado que la dejó temblando.
Sam se alegró de tener el coche detrás, ya que apenas podía tenerse en pie. Se apoyó contra la puerta y sintió la necesidad de replantearse la norma de no tener relaciones sexuales en la primera cita, porque lo deseaba desesperadamente.
– ¿En qué piensas? -preguntó él, acariciándole la mejilla.
Ella rió y sacudió la cabeza.
– En nada. ¿Y tú?
– Se me ocurre una cosa, pero no la puedo decir.
Jack sonrió de lado mientras se ponía los pantalones y la camisa.
– De verdad -insistió, con los zapatos en la mano.
– Entiendo.
Pero resultaba tan irresistible descalzo y con la ropa mojada, que Sam no pudo evitar ceder a la tentación de tomarlo de la camisa y atraerlo hacia sí.
– ¿Más?
– Sólo un poco -murmuró Sam antes de besarlo.
Jack dejó caer los zapatos al suelo y la abrazó, acariciándole la espalda y el pelo, que seguía chorreando.
El beso fue aún más intenso, húmedo, ardiente y difícil de interrumpir. Aunque en algún momento tenía que terminar, y ella se apartó y lo miró a la cara. Aturdida por lo duro que le había resultado separarse, pensó que tal vez podía permitirse un poco más.
Sin embargo, antes de que pudiera decir una palabra, él estiró la mano, abrió la puerta del coche y la ayudó a entrar.
Sam nunca había estado tan pendiente del contacto de un hombre como cuando él le puso la mano en espalda. Se moría por volverse a mirarlo para ver qué otras reacciones podía provocarle. Pero no lo hizo, y él esperó a que encendiera el motor y se pusiera el cinturón de seguridad para apartarse.
Y entonces puesto que no podía hacer otra cosa, ella se alejó en su coche. Condujo hacia el norte por el paseo marítimo durante media hora. Habría llegado a Santa Bárbara de no haberse detenido a echar gasolina y a comprar otro refresco antes de volver a la carretera en dirección al sur.
Tenía mucho en qué pensar, demasiado para una mujer que no era aficionada a la introspección, porque conllevaba demasiada pena y dolor.
El mar era una masa negra a su derecha. Las colinas de Malibú, una sombra a su izquierda. Nada que pudiera distraerla de sus pensamientos.
Había sido una noche increíble. Quería más noches como aquélla, con Jack. Por primera vez en mucho tiempo había conocido a un hombre que la hacía soñar con una segunda cita.
Y estaba aterrada.