Sam suspiró y lo miró a los ojos.
– La verdad es que no bailo -dijo-. De hecho, lo detesto.
– Pero estabas bailando.
– Era una canción lenta. Y tú has hecho todo el trabajo.
Jack no podía quitarle los ojos de encima a la mujer que acababa de sacudir su mundo con un beso que tenía tanto de cielo como de infierno. De cielo, porque Sam era tierna y deliciosa; y de infierno, porque sospechaba que lo único que conseguiría sería besarla. Se preguntaba cómo era posible que no bailase una mujer tan dueña de sí y tan naturalmente sensual.
– No me lo creo. ¿En serio odias bailar?
– Sí.
Jack pensó en ello mientras disfrutaba de la sensación del cuerpo de Sam contra el suyo. Aún tenía los pezones tensos y los brazos alrededor de su cuello, y no era la única que estaba excitada. Él también la deseaba desesperadamente, pero prefería esperar a estar en un lugar más íntimo para ahondar en su deseo.
En aquel momento, lo mejor que podía pasar era que la orquesta tocara otra balada para que ella pudiera apretarse contra él, y él pudiera cerrar los ojos y dejarse embriagar por su perfume. Pero la canción que empezó a sonar no era lenta.
– Jack…
– Anímate -dijo él, moviéndose al compás de la música-. No es tan difícil. Primero, siente. Siénteme a mí, siente la música. Inténtalo -Sam lo miró con mala cara-. Olvídalo; esta canción está terminando.
La orquesta enlazó los últimos acordes con los primeros de una melodía romántica. Jack volvió a atraer a Sam hacia sí.
– Mmm, qué agradable -le susurró al oído, haciendo un esfuerzo para no volver a besarla-. Esto está mucho mejor.
Después de un momento, ella soltó un suspiro tembloroso, cerró los ojos y empezó a balancearse con él. Jack la sintió sonreír contra su hombro.
– No me puedo creer que esté disfrutando de esta velada -dijo Sam.
– Yo tampoco. Supongo que esperaba que tuvieras una barriga pronunciada, mal aliento o algo desagradable.
– Siento haberte decepcionado -bromeó él, echándose hacia atrás para mirarla a los ojos-. Y también siento que tengamos que andar a hurtadillas.
– No lo hagas, o tendría que lamentar el haberte besado para no bailar.
– No me has besado sólo para no bailar.
Ella lo miró con detenimiento.
– No -reconoció.
– Ni tampoco has dejado que te tocara por eso.
– Es cierto. Lo he hecho porque lo deseaba.
Jack le miró la boca, y ella le acarició la nuca, instándolo a acercarse. Era todo el estímulo que necesitaba para bajar la cabeza y volver a besarla. Entre los brazos de Sam, boca contra boca, era fácil olvidarse de la prensa, de la gente, de su hermana, de todo, y dejarse llevar por el placer de sentirla.
Ella se apartó primero, con un gesto tan abrumado como el de él. Dieron un par de giros más en la pista de baile, sin decir una palabra, hasta que vieron que Heather los saludaba desde una esquina del salón.
– ¿He comentado que con ella también tengo la impresión de tener que actuar? -preguntó Jack.
– ¿Por qué es sobreprotectora? A mí me parece muy atenta.
– Le preocupa que alguien se aproveche de mí. ¿Puedes imaginar que eso suceda?
– Si tú estás de acuerdo…
Él soltó una carcajada.
– ¿De acuerdo? ¿Quieres aprovecharte de mí, Sam?
Sam se moría por aprovecharse de él en aquel preciso instante, pero lo cierto era que no lo conocía lo suficiente como para tener relaciones sexuales con él.
– Aún no lo he decidido -contestó, con franqueza.
Jack le sostuvo la mirada y asintió lentamente.
– No querría precipitar esa decisión.
– Gracias.
La música volvió a cambiar, y Jack la hizo girar por la pista a una velocidad de vértigo.
– ¿Dónde has aprendido a hacer eso? -preguntó Sam cuando terminó la canción.
– Con mi hermana. En el instituto, cuando no conseguía pareja, me obligaba a bailar con ella.
– ¿Te obligaba?
– Me espiaba y registraba todas mis travesuras en un diario con el que me chantajeaba cuando era necesario. Y créeme, lo hacía muy a menudo.
– Eso suena horrible.
– Deduzco que no tienes hermanos.
– No.
– ¿Y qué hay de tus padres? ¿Nunca bailaste con ellos?
Sam vaciló, porque no sabía qué decir. Detestaba la compasión, y cuando hablaba de su pasado siempre la compadecían. Por suerte, una pareja chocó con ellos. La mujer iba adornada con diamantes y el hombre sonreía con falsedad.
– Jack Knight -dijo, con veneración-. Te echo de menos.
– Gracias -contestó Jack.
– Tengo que llevarle tu autógrafo a mi hijo -declaró la mujer-. ¿Me lo darías cuando termines de bailar?
– Por supuesto.
Sam esperó a que se alejaran y comentó:
– He notado que no eres ningún paria.
– No, sólo me fastidia la gente que quiere cosas.
– Esa pareja quería tu autógrafo.
– Sí, pero un autógrafo es fácil de dar. De los que tengo que cuidarme es de los que quieren un trozo de mi alma. Pero estábamos hablando de tus padres. ¿Nunca te hicieron girar por el suelo de la cocina?
El padre de Sam había sido profesor en la Universidad Pepperdine, y su madre trabajaba en las oficinas de administración. La querían, pero estaban muy concentrados en su trabajo y no tenían tiempo para cosas como bailar en la cocina.
– Me temo que no.
– Creo que todos deberíamos tener recuerdos como el de bailar en pijama con la familia.
– A la mía no le iba el baile.
A él se le desdibujó la sonrisa.
– ¿No le iba?
– Mis padres murieron hace mucho tiempo.
La gente nunca sabía qué decir cuando se lo contaba y solía hacer una de dos cosas: decir que lo sentía o cambiar de tema torpemente. Jack no hizo ninguna de las dos.
– Eso es muy injusto -dijo.
– Sí.
En aquel momento terminó la canción, la gente empezó a hablar, y unos cuantos fotógrafos caminaron hacia ellos.
– Oh, no -protestó Jack.
Sam sintió una repentina necesidad de protegerlo. Era algo sin sentido, porque él podía cuidarse solo, pero aun así señaló las mesas. El estómago se le encogió, recordándole que no había comido nada desde el desayuno.
– Comida -dijo-. La gente no querrá mirarte mientras comes. Salvo que mastiques con la boca abierta, claro.
Él rió.
– No suelo hacerlo.
– Entonces, no hay problema.
Se acercaron al bufé y tomaron un plato cada uno. Sam se acercó a las ensaladas y se sirvió un poco de macedonia.
– Dime que vas a comer algo más -le suplicó Jack.
– Voy a comer mucho más.
Más adelante se sirvió un filete y una ración de puré de patatas.
– Menos mal -dijo Jack, llenando su plato-. Si sólo comieras fruta, tendría que arrojarte a los tiburones de la prensa.
Fueron hasta la mesa en la que había menos comensales, sólo dos mujeres y un hombre, los tres de más de setenta años. Las mujeres bebían sus copas, y el hombre estaba sentado entre ellas, comiendo muy contento. Jack les sonrió.
– Hola.
El hombre le respondió con una sonrisa de oreja a oreja.
– Diría que eres un maldito afortunado por escoltar a una mujer tan hermosa -dijo-, pero esta noche soy yo el afortunado, porque he venido con dos bellezas.
Jack rió mientras esperaba a que Sam se acomodara. Cuando se sentó, se dirigió al hombre levantando su copa.
– Por tener mujeres guapas a nuestro lado.
– Brindo por ello -contestó el anciano.
Empezaron a comer, y Sam se descubrió mirando a Jack. Él se dio cuenta y sonrió.
– ¿Qué?
Jack era elegante cuando bailaba, cuando comía, todo el tiempo. Resultaba muy agradable mirarlo.
– Además de que una mujer coma algo más que zanahorias, ¿qué más te gusta?
Cuando él se quedó mirándola, a ella se le escapó una carcajada.
– Sólo me preguntaba…
Él dejó el tenedor y la tomó de la mano.
– Me gustan las mujeres capaces de salir del mar y prepararse para una velada elegante en dos minutos.
– Me has visto, ¿verdad?
– Sí -reconoció él, acariciándole la palma-. Me gustan las mujeres que se meten en la tierra para ayudarme sin preocuparse por sus zapatos. Me gustan las mujeres que no desprecian a la hermana de un tipo, aunque sea una entrometida y se lo merezca. Y me gustan mucho las mujeres dispuestas a probar cosas nuevas, como bailar delante de varios cientos de personas aunque odien bailar.
– Bueno, no me he metido en la tierra; me has llevado a caballito. Y en cuanto al baile, tú has hecho todo el trabajo. Jamás me he sentido cómoda bailando.
– Conmigo parecías estarlo.
Sí, estar en los brazos de Jack había sido muy agradable. Y sobre todo, muy excitante.
Él pinchó algo en su tenedor y se lo ofreció a Sam.
– ¿Otra cosa nueva para probar? -preguntó ella, aceptando el bocado.
Jack le miró los labios atentamente.
– No. Sólo me encanta verte comer.
Después de la cena llegó la subasta.
Jack echó un vistazo a la larga lista de artículos y supo que le había llegado el turno. Sam y él habían seguido las pujas desde lejos, comiendo helados en la mesa de los postres. Alguien acababa de adquirir un viaje de dos días a Santa Bárbara y unas vacaciones en Big Bear. Cada vez que se adjudicaba algún artículo, Sam se volvía para mirarlo con los ojos llenos de entusiasmo, lo tomaba del brazo y sonreía.
– ¡Cuánto dinero para la fundación de Heather! Es increíble.
Lo que era increíble era aquella noche. Jack había imaginado que se aburriría; jamás había pensado que podía pasarlo tan bien.
– Sam…
Ella estaba mirando a Heather, que dirigía la subasta.
– Me cae bien -afirmó-. No dudo que sea muy prepotente, pero yo también lo soy, así que…
– Sam…
Entre risas, ella bajó la cuchara, se lamió los labios y se volvió a mirarlo.
– ¿Sí?
Le brillaban los ojos y seguía con aquel moño descolocado que lo hacía querer deshacérselo y jugar con sus rizos. Sin poder evitarlo, Jack estiró una mano y le pasó un dedo por los labios para quitarle un resto de helado, y después se lo llevó a la boca.
A ella se dilataron las pupilas y entreabrió la boca, como si de repente le costara respirar.
A él, sin duda, le costaba.
– Yo soy el siguiente.
Ella le miró la boca.
– ¿Qué?
– La subasta. He donado algo, y es lo que se va a subastar ahora.
– ¡Qué tierno! ¿Qué has donado?
– A mí.
En cuanto lo dijo, se oyó la voz de Heather.
– Y para terminar, una serie de lecciones privadas de baloncesto con uno de los mejores jugadores de nuestro tiempo: Jack Knight. La subasta se abre en doscientos dólares.
Sin dejar de mirarlo, Sam arqueó las cejas lentamente.
– Doscientos cincuenta -dijo Heather, aceptando la oferta de un hombre sentado en las mesas de adelante.
Sam tomó su paleta. No había pujado en toda la noche, y Jack tampoco, porque ya había hecho una donación importante.
Pero en aquel momento, sin apartarle la mirada, Sam levantó su paleta.
– Doscientos setenta y cinco -dijo.
Desde la tarima, Heather sonrió.
– ¿Alguien ofrece trescientos?
– Trescientos -gritó un hombre desde el fondo.
Sam flexionó la muñeca para volver a levantar la paleta, pero Jack soltó una carcajada y la detuvo.
– Basta.
Ella le sacó la lengua, y él tuvo la irresistible necesidad de besarla.
– Trescientos cincuenta -gritó Sam.
A partir de entonces la subasta se volvió un delirio, y Jack dejó de impedirle que participara, aunque le preocupó verla hacerlo con tanto ímpetu.
– Sam…
– Setecientos cincuenta -dijo Heather-. Si nadie ofrece más…
– Ochocientos -gritó Sam.
– Ochocientos -repitió Heather, impresionada-. Ochocientos a la una, ochocientos a las dos, ochocientos a las tres -bajó el mazo-. Adjudicado a la señorita de negro con la enorme sonrisa.
Jack no pudo contener la risa. Sam estaba sonriendo.
– Estás loca.
– Puede ser.
– No tenías por qué hacerlo.
– No te preocupes, Jack. Nunca hago nada que no quiera.
– ¿En serio? -preguntó él, apartándole un mechón de pelo de los ojos-. ¿Y ahora qué te gustaría hacer?
– ¿Hemos terminado con esto?
– No sé tú, pero yo ya he cumplido con mi parte.
– Entonces, vámonos de aquí.
Acto seguido, Sam se puso en pie y lo tomó de la mano. Encontraron a Heather, agobiada, pero feliz con el dinero que había recolectado. Sam le firmó un cheque y se guardó en el bolso el vale para las lecciones.
Heather abrazó a su hermano con fuerza.
– Gracias por hacer esto. Te debo una.
Él miró a Sam, pensando en lo que había ganado aquella noche.
– No me debes nada.
– No ha estado tan mal, ¿verdad? No ha habido ningún escándalo.
– ¿Esperabais que los hubiera? -preguntó Sam.
– No, pero los periodistas están tan ensañados con Jack que son capaces de cualquier cosa -contestó Heather, antes de despedir los con un beso-. Buenas noches, chicos.
– Buenas noches.
Jack abrió la puerta de la cocina y le apoyó una mano en la espalda a Sam para llevarla afuera.
– Oh. Acabo de recordar que… -se oyó decir a Heather.
Jack suspiró y se volvió a mirarla.
– ¿Qué es lo que acabas de recordar?
– Un último favor…
– ¿Qué?
– El carnaval de los niños la semana que viene. Andamos escasos de voluntarios. Serán unas pocas horas. Podríais hacerlo juntos. Será divertido. Os lo prometo.
Jack suspiró.
– Comida gratis…
Sam lo miró con expectación.
– Me gusta la comida gratis.
Él soltó otra carcajada.
– Has oído la parte de «podríais hacerlo juntos», ¿verdad? Significa que te comprometes a hacer lo que sea, te guste o no.
– No me molesta.
– Por los niños -insistió Heather-. Es todo por los niños, Jack.
– ¿Y qué pretendes que hagamos? -preguntó él-. Porque estoy seguro de que hay algo que no me estás diciendo.
– Bueno, no es nada complicado. En serio. Es muy fácil de hacer. No tendréis ningún problema, y a los chicos les encanta…
– ¿De qué se trata, Heather?
– De sentarse al borde de un barreño gigante para que os derriben a pelotazos.
– Por mí está bien -dijo Sam-. Me gusta el agua.
Las dos mujeres sonrieron y se volvieron a mirar a Jack, pero fue la prometedora sonrisa de Sam la que lo cautivó y lo hizo gruñir, porque sabía que estaba perdido.