Capítulo Once

Duncan no se había emborrachado en muchos años. Probablemente desde la universidad, cuando era joven y estúpido. Ahora era mayor, pero aparentemente igual de estúpido.

No había aparecido por la oficina en los últimos días y tampoco se había molestado en ir a ninguna fiesta. Las había hecho en casa, solo.

Ahora, con resaca, deshidratado y sintiéndose como si hubiera estado muerto durante un mes, se obligó a sí mismo a ducharse y vestirse antes de ir a la cocina para hacerse un café.

Le habían hecho daño muchas veces. Sus primeras tres peleas habían sido un desastre, apenas había podido dar un puñetazo. Su entrenador le había dicho entonces que se dedicara a otro deporte, tal vez el béisbol, donde lo único que podía golpearlo era la bola. Pero él no se había rendido y, cuando terminó el instituto, media docena de universidades le ofrecían una beca deportiva.

Hacerse cargo del negocio familiar no había sido fácil. Había metido la pata mil veces, había perdido oportunidades debido a su juventud y su inexperiencia. Sin embargo, había perseverado y ahora lo tenía todo. Pero nada en la vida lo había preparado para perder a Annie.

Sus palabras parecían perseguirlo:

«El hombre al que yo quiero puede ver en mi corazón y sabe quién soy. Y ese hombre no eres tú».

Habría preferido que sacase una pistola y le pegase un tiro; la recuperación hubiera sido más fácil. O, al menos, más rápida.

Pero se decía a sí mismo que lo importante era que se había marchado. Había desaparecido de su vida. Decirle que lo amaba sólo añadía un poco de drama a la despedida…

El problema era que no podía creerlo, Annie no era así.

En ese momento sonó el timbre y Duncan cerró los ojos, llevándose las manos a la cabeza mientras recorría el pasillo para llegar a la puerta. Y cuando abrió, Valentina estaba al otro lado.

– Esto es para ti -le dijo, entregándole una cajita-. El conserje me ha pedido que te la diera -añadió, entrando en el vestíbulo y mirando alrededor-. Es muy bonito, Duncan. Pero me hubiera gustado que conservaras el antiguo apartamento… había tanto espacio. ¿Cómo estás? Pareces muy pálido.

Duncan había reconocido la letra de Annie en el paquete. Pero, por mucho que quisiera abrirlo, no pensaba hacerlo hasta que estuviera solo, de modo que lo dejó sobre la mesa mientras iba a la cocina a tomar un café.

Valentina iba vestida de blanco. Desde las botas de ante al jersey, era la viva imagen de la elegancia y la sofisticación. Sabía cómo llevar la ropa, desde luego. Y quitársela para quien estuviera interesado.

– ¿Por qué has venido? -le preguntó.

– Quería hablar contigo, Duncan. Sobre nosotros. Lo dije de corazón, sigo enamorada de ti y quiero una segunda oportunidad.

Él la miró de arriba abajo. Seguía siendo la reina de hielo que había sido siempre. Y una vez eso era todo lo que él había querido.

– ¿Y si te dijera que deseo tener hijos?

Valentina nunca había querido tener hijos. Era una complicación y, además, no quería estropear su figura.

– ¿Hijos? Sí, claro -dijo ella-. Y un perro. No se pueden tener hijos sin tener un perro. Así aprenden a ser responsables.

– ¿Los niños o el perro? -se burló Duncan-. No, da igual, déjalo. ¿Lo dices en serio?

– Sí, Duncan. Te sigo queriendo y estoy dispuesta a hacer lo que haga falta para demostrarlo.

– ¿Incluyendo firmar un acuerdo de separación de bienes? -preguntó él-. No te llevarías un céntimo de mi dinero. Ni ahora ni nunca.

Duncan imaginó que el botox impedía que arrugase el ceño, pero había visto el frunce de sus labios y la repentina tensión en sus hombros.

– Duncan… maldita sea.

– Ah, ya, entonces es por el dinero.

– En parte -admitió ella-. Y también para demostrar algo. Eric me dejó. ¡A mí! Yo iba a terminar con él, pero se adelantó y quería que viera lo que había perdido.

Orgullo, pensó él. Era de esperar.

– Siento no poder ayudarte.

– ¿Estás enfadado?

– Más bien aliviado.

– ¿Perdona? -rió Valentina-. No serías quien eres sin mí y tú lo sabes. Me encontré con un chico de la calle sin maneras y sin estilo y lo convertí en un hombre de mundo. No lo olvides.

– Y te acostaste con mi socio, sobre mi escritorio.

– Lo sé. Y lo siento.

– Ya da igual.

– Pero fue una estupidez, lo siento de verdad -Valentina suspiró mientras sacaba una taza del armario-. ¿Me invitas a un café?

– ¿Por qué no?

– Te veo bien, Duncan. En serio, te has convertido en un hombre muy interesante.

Charlaron durante unos minutos más y cuando Valentina se marchó Duncan cerró la puerta, aliviado al saber que estaba fuera de su vida y esta vez para siempre. Pero enseguida se acercó a la mesa y tomó la cajita de Annie.

Dentro había un retrato de dos boxeadores… y conocía al artista porque tenía otra pieza suya en el estudio.

En la caja había una nota, una tarjeta de Navidad: Esto me ha hecho pensar en ti.

Duncan estudió el retrato e imaginó lo que costaría. Mucho más de lo que Annie se ponía permitir. ¿Por qué habría hecho eso cuando siempre estaba ahorrando cada céntimo?

Entonces miró la fecha. Se la había enviado después de despedirse de él. ¿A qué estaba jugando?

No lo sabía y eso lo molestaba. A él le gustaba que su vida fuera ordenada, sencilla, predecible. Pero Annie era todo lo contrario. Exigía demasiado, quería que hiciera lo que debía hacer, que fuese mejor persona. Quería que la amase tanto como lo amaba ella.

¿Lo amaba? ¿Creía que Annie lo amaba de verdad? Y si era así, ¿por qué la había dejado escapar?


– Es muy elegante -estaba diciendo Annie, en el jardín de la clínica en la que había ingresado su hermano.

– No está mal -sonrió Tim.

Era la primera vez que iba a verlo porque las visitas habían estado prohibidas hasta ese sábado, pero parecía más relajado que nunca.

– Hiciste lo que debías hacer, Annie -dijo él entonces-. No lo creía hasta hace unos días, pero ahora sé que hiciste bien. Necesitaba ayuda.

Ella dejó escapar un suspiro de alivio.

– ¿Lo dices de verdad? -le preguntó, apretando su mano.

– Sí, claro. Yo estaba persiguiendo un sueño absurdo, convencido de que si seguía intentándolo tarde o temprano lo conseguiría… es lo que tú dices siempre de los chicos que copian en el colegio en lugar de estudiar.

– ¿Y eso significa…?

– Que tengo una adicción al juego y debo curarme como sea. Nada de Las Vegas, ni el blackjack ni siquiera las rifas de las ferias. Me va a costar un poco, pero lo conseguiré.

Annie miró los ojos azules de su hermano y suspiró, contenta.

– No sabes cuánto me alegro, Tim.

– Yo también. Y siento mucho todo lo que te dije -se disculpó él-. No puedo creer que robase ese dinero… menudo idiota. Te agradezco mucho todo lo que has hecho por mí, Annie. Cualquier otra persona hubiera dejado que me enviasen a la cárcel.

– No podía hacer eso.

– Pero es lo que me merecía. ¿Sabes que he hablado con el señor Patrick y me ha dicho que podré recuperar mi puesto de trabajo cuando salga de aquí? -sonrió Tim entonces.

– ¿En serio?

– Bueno, no tendré acceso a las cuentas bancarias por el momento, pero hemos hecho un plan de pagos por el resto del dinero.

¿Tim había hablado con Duncan? Le gustaría preguntarle cómo estaba, pero no quería seguir con ese tema o se pondría a llorar.

– Me alegro muchísimo.

– Y quiero pagarte a ti también.

– A mí no me debes nada.

– Sí te debo, Annie. Has hecho mucho por mí.

– No, sólo tuve que ir a un montón de fiestas, no tiene importancia.

También se había enamorado y le habían roto el corazón, pero eso era algo que Tim no necesitaba saber.

– Te compensaré, lo prometo.

– Lo único que quiero es que retomes tu vida, que seas feliz. Eso es suficiente.

Su hermano se levantó y tiró de ella para darle un abrazo.

– Eres la mejor hermana del mundo, Annie. Gracias.

Ella le devolvió el abrazo, emocionada. Porque si su hermano se ponía bien, todo merecía la pena. En cuanto a sí misma, y al vacío que sentía, no había nada que hacer salvo esperar que algún día pudiese olvidar a Duncan.


Duncan entró en el abarrotado restaurante y miró alrededor.

– ¿Tiene mesa reservada? -le preguntó un camarero.

– No, no, estoy buscando a una empleada… Jenny. Ah, no importa, ya la he visto -Duncan se abrió paso entre las mesas y la tomó del brazo-. Jenny, tenemos que hablar.

– De eso nada. No tengo nada que decirte.

– Estoy buscando a Annie. He estado en todos los sitios en los que pensé que podría estar, pero no la encuentro. Tienes que ayudarme.

La joven lo fulminó con la mirada.

– Eres un canalla. ¿Sabes que llora todas las noches? No quiere que lo sepamos así que espera que nos vayamos a la cama. Pero la oímos, Duncan. Le has hecho mucho daño…

– Lo sé, lo sé. Y lo lamentaré durante el resto de mi vida. Annie es maravillosa y mucho más de lo que yo merezco. Pero la quiero, Jenny, te lo juro. Y quiero cuidar de ella. Así que, por favor, dime dónde está.

Jenny vaciló.

– No sé…

– Es Navidad, el tiempo de los milagros. ¿No puedes creer que haya cambiado?

– Pues la verdad, no.

– Estoy enamorado de Annie. Me gusta todo en ella. Adoro que esté dispuesta a vender su alma por salvar a su hermano, que coma chocolate cuando está estresada. Me encanta que aún no haya aprendido a caminar con zapatos de tacón y que a veces tenga que agarrarme del brazo para no caerse. Me fascina que vea lo mejor en todo el mundo, incluso en mí, y que crea que todo es posible -Duncan se aclaró la garganta-. Me parece admirable que os deje vivir con ella y que acepte un congelador regalado porque así puede daros de comer a todas, pero se niegue a aceptar unas ruedas nuevas aunque así conduciría más segura. Es maravilloso que quiera ser un ejemplo para sus alumnos y que esté dispuesta a cuidar de todo el mundo. ¿Pero quién cuida de ella? ¿Quién toma el relevo para que pueda descansar un rato? Pues yo quiero ser esa persona, Jenny.

Duncan dejó de hablar… y se dio cuenta de que todo el restaurante se había quedado callado, pendiente de sus palabras.

Jenny dejó escapar un suspiro.

– Te juro que si vuelves a hacerle daño…

– No lo haré -la interrumpió él, sacando una cajita de terciopelo del bolsillo-. Quiero casarme con Annie.

– Muy bien, está en la iglesia. Llamaron para decir que necesitaban ayuda con los adornos navideños y, por supuesto, ella ha ido a echarles una mano. Pero no vuelvas a meter la pata.

– No lo haré -dijo Duncan, antes de inclinarse para darle un beso en la mejilla-. Te lo prometo.


Annie estuvo descargando tiestos con flores de pascua hasta que le dolían los brazos. Y antes había estado colocando los libritos con los villancicos por todos los bancos de la iglesia…

– Has hecho el trabajo de diez personas -le dijo Mary Alice, la mujer del diácono-. Vete a casa, anda. Tienes que dormir un rato.

– Bueno, si no tengo nada más que hacer…

– Gracias por venir, de verdad. No quería molestarte, pero de repente todo el mundo estaba en la cama con gripe…

– De nada, Mary Alice. No me importa ayudar.

Annie salió de la iglesia diciéndose a sí misma que era verdad, no le importaba. Era Nochebuena y se negaba a estar triste o a sentirse sola. En realidad, tenía mucha suerte. Su hermano estaba recuperándose, sus primas eran un encanto, tenía un trabajo estupendo y muy buenos amigos. Si había un vacío dentro de ella… en fin, ya curaría. En las siguientes navidades se le habría pasado.

Era de noche cuando llegó al aparcamiento. Al día siguiente era Navidad, pero hacía calor. Otro día de Navidad con sol. Algún día iría a pasar las fiestas a un sitio con nieve…

Cuando iba a entrar en el coche vio una sombra que se dirigía a ella y se detuvo, asustada. Era un hombre.

Duncan.

El corazón de Annie dio un vuelco. Quería llorar, gritar, abrazarlo. Lo había echado tanto de menos.

– Annie…

Y ella lo supo entonces. Con una sola palabra supo que Duncan la quería, que se había dado cuenta de lo que era importante, que ella era la mujer de su vida. Y, de repente, sentía como si pudiera flotar.

Sin pensar, se echó en sus brazos y Duncan la apretó contra su torso como si no quisiera soltarla nunca.

– Annie… te quiero.

– Lo sé.

– ¿Cómo lo sabes? Tengo un discurso preparado. Quería decirte cómo he cambiado y por qué puedes confiar en mí.

– Ya sé todo eso -dijo ella.

Duncan tocó su cara con las manos.

– Valentina sólo estaba interesada en el dinero. Aunque eso ya da igual. Nunca he querido estar con nadie más que contigo.

– Me gustaría decir que lamento que no haya salido bien, pero no sería verdad -suspiró Annie-. Supongo que eso es malo, ¿no?

– No, a mí me pasa lo mismo. ¿Quieres que te dé el discurso?

– No, tal vez después.

Por el momento sólo quería estar con él, sentirlo cerca y saber que la amaba. Era perfecto. Duncan era su regalo de Navidad.

– Por lo menos deja que haga mi papel -Duncan sacó una cajita del bolsillo y allí, en el aparcamiento de la iglesia, clavó una rodilla en el suelo-. Te quiero, Annie McCoy. Siempre te querré. Por favor, di que te casarás conmigo y pasaré el resto de mi vida haciendo que tus sueños se hagan realidad.

Luego abrió la cajita y Annie contuvo el aliento al ver un anillo de diamantes.

– ¿De verdad quieres casarte conmigo?

– Es lo único que quiero, cariño. Ahora que te he encontrado, no pienso dejarte ir.

Annie no sabía cómo o por qué había tenido tanta suerte, pero se sentía la mujer más feliz de la tierra.

– Sí, me casaré contigo.

Duncan rió mientras se incorporaba para ponerle el anillo en el dedo. Y luego se abrazaron como si no quisieran soltarse nunca.

– Te he echado de menos -murmuró-. He estado perdido sin ti.

– Yo también.

– Me has cambiado, Annie. ¿Cómo he podido tener tanta suerte?

– Eso es lo que yo estaba pensando, que he tenido mucha suerte de encontrarte -dijo ella. Cuando abrió los ojos vio una estrella muy brillante en el cielo-. Mira, Duncan.

– Sólo es Venus.

– No me digas eso. ¿No crees que podría ser un milagro de Navidad?

– Si eso te hace feliz…

– Sí, me hace feliz.

– Entonces es un milagro -rió Duncan, besándola-. Feliz Navidad, Annie.

– Feliz Navidad, Duncan.

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