Capítulo Uno

Annie McCoy podía aceptar una rueda pinchada porque el coche era viejo y debería haber cambiado las ruedas la primavera anterior. También podía entender que Cody hubiese comido tierra en el patio y que vomitase después sobre su falda favorita.

No se quejaría de la carta que había recibido de la compañía eléctrica señalando, muy amablemente, eso sí, que tenía pendiente la última factura… otra vez. Pero todo eso le había ocurrido el mismo día. ¿El universo no podía darle un respiro?

En el viejo porche de su casa, Annie revisó el resto del correo. No había más facturas, a menos que esa carta de UCLA exigiese el inmediato pago de la matrícula de su prima Julie.

La buena noticia era que su prima había conseguido entrar en la prestigiosa universidad. La mala noticia, que ella tenía que pagar sus estudios.

Incluso viviendo en casa, el coste de una carrera era enorme y Annie hacía lo que podía para ayudar.

– Un problema para otro momento -se dijo a sí misma mientras abría la puerta y dejaba el correo en la caja hecha de macarrones y pintada con purpurina dorada que sus alumnos le habían regalado el año anterior.

Suspirando, entró en la cocina para mirar la pizarra donde anotaba los horarios…

Era miércoles, de modo que Julie tenía clase por la noche. Jenny, la gemela de Julie, estaría trabajando en el restaurante de Westwood. Y Kami, la estudiante de intercambio de Guam, había ido de compras con unos amigos.

De modo que tenía la casa para ella sola… al menos durante un par de horas. Y era como estar en el cielo.

Sonriendo, sacó de la nevera una botella de vino blanco y, después de servirse una copa, se quitó los zapatos y salió descalza al jardín.

La hierba era tan fresca bajo sus pies… alrededor de la verja crecían plantas y flores. Estaban en Los Ángeles y allí todo crecía de maravilla mientras pudieras pagar la factura del agua. Además, le recordaban a su madre, que había sido una estupenda jardinera.

Pero apenas se había dejado caer en el viejo y oxidado balancín bajo la buganvilla cuando sonó el timbre. Por un momento pensó no abrir pero, suspirando, volvió a entrar en la casa, abrió la puerta y miró al hombre que estaba en el porche.

Era alto y atlético, su traje de chaqueta destacando unos hombros y un torso anchísimos. Parecía uno de esos gigantes que estaban en las puertas de las discotecas. Tenía el pelo oscuro y los ojos grises más fríos que había visto nunca. Y parecía enfadado.

– ¿Quién es usted? -le espetó, a modo de saludo-. ¿La novia de Tim? ¿Está él aquí?

Annie lo miró, perpleja.

– Hola -le dijo-. Imagino que es así como quería empezar la conversación.

– ¿Qué?

– Diciendo «hola».

La expresión del hombre se ensombreció aún más.

– No tengo tiempo para charlar. ¿Está aquí Tim McCoy?

El tono no era nada amistoso y la pregunta no la animó en absoluto. Dejando la copa de vino sobre la mesita, Annie se preparó para lo peor.

– Tim es mi hermano. ¿Quién es usted?

– Su jefe.

– Ah.

Aquello no podía ser bueno, pensó, dando un paso atrás e invitándolo a entrar con un gesto. Tim no le había contado mucho sobre su nuevo trabajo y ella había tenido miedo de preguntar.

Tim era… un irresponsable. No, eso no era verdad del todo. A veces era encantador y cariñoso, pero tenía una vena diabólica.

El hombre entró en la casa y miró alrededor. El salón era pequeño y un poco destartalado, pero acogedor, pensó Annie. Por lo menos, eso era lo que quería creer.

– Yo soy Annie McCoy -le dijo, ofreciéndole su mano-. La hermana de Tim.

– Duncan Patrick.

Annie tuvo que disimular una mueca cuando el desconocido estrechó su mano. Afortunadamente, no había querido apretar porque podría haberle roto los dedos.

– O convertirlos en pan rallado.

– ¿Qué?

– Ah, nada, es un cuento. ¿No quería la bruja de Hansel y Gretel pulverizar sus huesos para hacer pan rallado? No, ésos eran los gigantes… no me acuerdo. Tendré que volver a verlo.

Duncan frunció el ceño.

– No se preocupe -sonrió Annie-. No es nada contagioso, es que se me ocurren cosas raras de vez en cuando. Pero no se lo voy a pegar -nerviosa, se aclaró la garganta-. En cuanto a mi hermano, no vive aquí.

– Pero ésta es su casa.

¿Era ella o el tal Duncan Patrick no era el más listo de la clase?

– No vive aquí -repitió, hablando más despacio. A lo mejor eran todos esos músculos. Demasiada sangre en los bíceps y no la suficiente en el cerebro.

– Lo he entendido, señorita McCoy. ¿No es Tim el propietario de la casa? Él me dijo que era suya.

A Annie no le gustó nada oír aquello.

– No, es mi casa -le dijo, apoyándose en el respaldo de una silla-. ¿Por qué lo pregunta?

– ¿Sabe dónde está su hermano?

– No, no lo sé.

Tim se había metido en algún lío, seguro. Duncan Patrick no parecía la clase de hombre que aparecía en casa de alguien por capricho y eso significaba que Tim había vuelto a meter la pata.

– ¿Qué ha hecho ahora?

– Ha robado dinero de mi empresa.

La habitación pareció girar de repente. Annie sintió que su estómago daba un vuelco y se preguntó si iba a pasarle lo que le había pasado a Cody en el patio.

Tim había robado dinero…

Le gustaría preguntar cómo era posible, pero en realidad ya sabía la respuesta: Tim tenía un problema con el juego. Le gustaba demasiado y vivir a cinco horas de Las Vegas complicaba el problema aún más.

– ¿Cuánto? -le preguntó.

– Doscientos cincuenta mil dólares.

Annie se quedó sin aire. Podría haber dicho un millón o diez millones. Era demasiado dinero, una cantidad imposible de devolver.

– Veo por su expresión que no sabía de las actividades de su hermano -dijo Duncan Patrick.

Annie negó con la cabeza.

– Que yo sepa, a Tim le encantaba su trabajo.

– Demasiado -dijo él, burlón-. ¿Es la primera vez que roba dinero?

Ella vaciló durante un segundo.

– Pues… ha tenido algún problema antes.

– ¿Por culpa del juego?

– ¿Lo sabe?

– Me dijo algo cuando hablé con él hace un rato. Pero también me dijo que tenía una casa en propiedad y que el valor de la casa era mayor que la cantidad robada.

Annie abrió mucho los ojos.

– ¿Pero qué está diciendo?

– Lo que ha oído, señorita McCoy. ¿Es ésta la casa a la que se refería?

Ahora de verdad iba a vomitar, pensó ella. ¿Tim le había ofrecido la casa? ¿Su casa? Era todo lo que tenía.

Cuando su madre murió les había dejado la casa y el dinero del seguro a los dos y ella había usado su parte para comprarle la mitad de la casa a Tim. Supuestamente, su hermano iba a usar el dinero para pagar el préstamo universitario y dar la entrada para un apartamento… claro que, en lugar de hacerlo, se había ido a Las Vegas.

Pero eso fue casi cinco años antes.

– Esta es mi casa -le dijo-. Es mía y está a mi nombre.

La expresión de Duncan no cambió en absoluto.

– ¿Su hermano tiene alguna otra propiedad?

Annie negó con la cabeza.

– Gracias por su tiempo -dijo él entonces, dirigiéndose a la puerta.

– Espere un momento -lo llamó Annie. Tim podía ser un auténtico irresponsable, pero era su hermano-. ¿Qué va a pasar ahora?

– Que su hermano irá a la cárcel.

– Tim necesita ayuda psicológica, no ir a la cárcel. ¿La empresa no tiene un seguro médico? Podrían enviarlo a una clínica de rehabilitación o algo así.

– Podríamos haberlo hecho… antes de que se llevase el dinero. Lo siento, pero si no puede devolverlo tendré que llamar a la policía. Doscientos cincuenta mil dólares es mucho dinero, señorita McCoy.

– Annie -dijo ella, sin pensar. Doscientos cincuenta mil dólares era más dinero del que aquel hombre podía imaginar-. ¿Y no podría devolvérselo poco a poco?

– No -Duncan Patrick miró alrededor de nuevo-. Pero si está dispuesta a hipotecar la casa para ayudarlo, tal vez podría retirar los cargos.

Hipotecar la…

– ¿Y marcharme de aquí? Esto es todo lo que tengo en el mundo. No puedo hacerlo.

– ¿Ni siquiera por su hermano? No perdería la casa si pagase la hipoteca todos los meses. ¿O también usted tiene un problema con el juego?

El desprecio que había en su tono era realmente irritante, pensó Annie, mirando el traje de chaqueta italiano y el reloj de oro que seguramente costaría más de lo que ella ganaba en tres meses. Y estaba segura de que si se asomaba al porche, en la puerta vería un lujoso deportivo. Con buenas ruedas.

Era increíble. Estaba agotada, hambrienta y aquello era lo último que necesitaba.

Tomando la factura de la luz de la cajita, Annie movió el papel delante de su cara.

– ¿Usted sabe lo que es esto?

– No.

– Es una factura, una que no he podido pagar a tiempo. ¿Y sabe por qué?

– Señorita McCoy…

– Responda a mi pregunta. ¿Sabe usted por qué no he podido pagarla a tiempo?

Él parecía más divertido que asustado y eso la enfadó aún más.

– No. ¿Por qué?

– Porque ahora mismo tengo que ayudar a mis dos primas, que están en la universidad y sólo han conseguido la mitad de una beca. Su madre es peluquera y tiene muchos problemas… ¿usted ha visto cómo comen las chicas de dieciocho años? No sé dónde meten todo lo que comen con lo flacas que están, pero le aseguro que comen muchísimo -Annie hizo un gesto con la mano-. Venga aquí un momento.

Entró en la cocina y, sorprendentemente, Duncan Patrick la siguió sin protestar.

– ¿Ve eso? -le preguntó, señalando la pizarra-. Es el horario de la gente que vive en esta casa, mis dos primas, Kami y yo. Kami es nuestra estudiante de intercambio. Es de Guam y no tiene dinero para pagar un apartamento, así que también vive aquí. Y aunque todas ayudan en lo que pueden, no es suficiente -Annie hizo una pausa para respirar-. Estoy dando de comer a tres estudiantes universitarias, pagando la mitad de las matrículas, los libros y la comida. Tengo un coche viejo, una casa que necesita reparaciones constantes y mi propio préstamo universitario que pagar. Y hago todo eso con el sueldo de una profesora de primaria. Así que no, hipotecar mi casa, lo único que tengo en el mundo, es algo que no puedo hacer.

Después de soltar su discurso se quedó mirando al extraño, rezando para que se compadeciese de ella.

Pero no fue así.

– Aunque todo eso es muy interesante -empezó a decir él-, me siguen faltando doscientos cincuenta mil dólares. Si sabe dónde está su hermano, sugiero que lo convenza para que se entregue, señorita McCoy. Si la policía tiene que detenerlo será aún peor para él.

El peso del mundo parecía haber caído sobre los hombros de Annie.

– No puede hacer eso. Yo le pagaré cien dólares al mes… doscientos dólares. Puedo hacerlo, se lo juro -le suplicó, pensando que podría buscar un trabajo por las tardes-. Sólo faltan cuatro semanas para Navidad. No puede meter a mi hermano en la cárcel… Tim necesita ayuda y mandarlo a la cárcel no cambiará nada. Además, usted no necesita dinero.

– ¿Y por eso está bien que alguien me robe? -le espetó él, sus ojos más fríos que nunca.

– No, claro que no. Pero, por favor, escúcheme. Estamos hablando de mi familia.

– Entonces hipoteque su casa, señorita McCoy.

Lo había dicho con total frialdad. Estaba claro que pensaba meter a Tim en la cárcel.

¿Y qué podía hacer ella? La casa o la libertad de Tim. El problema era que no confiaba en que su hermano cambiase. ¿Pero cómo iba a dejar que lo metieran en la cárcel?

– Es imposible -le dijo.

– No, en realidad es muy fácil.

– Para usted, claro. ¿Quién es usted, el hombre más malvado del planeta?

Él se irguió entonces. Si no hubiera estado mirándolo fijamente no se habría dado cuenta de la repentina tensión en sus hombros.

– ¿Qué ha dicho?

– Tal vez podamos encontrar otra solución, un compromiso. A mí se me da bien negociar -lo que quería decir era que se le daba bien negociar con niños difíciles, pero dudaba que Duncan apreciase la comparación.

– ¿Está usted casada, señorita McCoy?

– ¿Qué? -Annie miró alrededor, asustada-. No, pero todos mis vecinos me conocen y si me pusiera a gritar vendrían inmediatamente.

– No estoy amenazándola.

– Ah, qué suerte tengo. Pero está aquí para amenazar a mi hermano, que es lo mismo.

– Dice que es profesora de primaria… ¿desde cuándo?

– Es mi quinto año. ¿Por qué?

– ¿Le gustan los niños?

– Soy profesora de primaria, ¿usted qué cree?

– ¿Toma drogas? ¿Ha tenido problemas con el alcohol o alguna otra adicción?

Al chocolate, pensó ella, pero en realidad la adicción al chocolate era una cosa de chicas.

– No, pero yo…

– ¿Alguno de sus ex novios está en prisión?

Annie lo miró, furiosa.

– Oiga, que está hablando de mí y estoy aquí mismo.

– No ha respondido a mi pregunta.

Annie se dijo a sí misma que no tenía por qué hacerlo, que su vida no era asunto de aquel extraño. Pero se encontró diciendo:

– No, por supuesto que no.

Él se apoyó en la encimera, cruzando los brazos sobre el pecho.

– ¿Y si hubiera una tercera opción? ¿Otra manera de salvar a su hermano?

– ¿Y cuál sería?

– Faltan cuatro semanas para Navidad y me gustaría contratarla para las fiestas. A cambió, olvidaré la mitad de la deuda de Tim, lo enviaré a una clínica de rehabilitación y haré un programa de pagos por el resto del dinero, que Tim pagará cuando salga de la clínica.

Todo eso sonaba demasiado bueno para ser verdad.

– ¿Qué tengo yo que valga ciento veinticinco mil dólares?

Por primera vez desde que entró en la casa, Duncan Patrick sonrió y eso transformó su rostro por completo, dándole un aspecto juvenil y muy atractivo.

Y también poniéndola a ella muy nerviosa.

– No estará hablando de sexo, ¿verdad?

– No, señorita McCoy. No quiero acostarme con usted.

Annie se puso colorada hasta la raíz del pelo.

– Sé que no soy una chica muy sexy… -empezó a decir. Duncan enarcó una ceja-. Soy más bien la mejor amiga -siguió ella, deseando que se la tragase la tierra-. La chica a la que los hombres le cuentan cosas, no con la que se acuestan. La que presentan a sus madres.

– Exactamente -dijo él.

– ¿Quiere presentarme a su madre?

– No, quiero presentarle a todos los demás. Quiero que sea mi pareja en todos los eventos sociales a los que debo acudir durante las fiestas. Usted le demostrará al mundo que no soy un canalla sin corazón.

– No lo entiendo -murmuró Annie, perpleja-. Podría usted salir con quien quisiera.

– Sí, pero las mujeres con las que quiero salir no resuelven el problema. Usted sí.

– ¿Cómo?

– Es usted profesora de primaria, cuida de su familia… es una buena chica y eso es lo que yo necesito. A cambio, su hermano no irá a la cárcel -dijo él.

– Pero yo…

– Annie, si me dices que sí, tu hermano tendrá la ayuda que necesita -la interrumpió Duncan entonces, tuteándola por primera vez-. Si me dices que no, irá a la cárcel.

– Pero eso no es justo. No está jugando limpio.

– Yo siempre juego para ganar. ¿Cuál es tu decisión?

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