Capítulo Siete

Duncan estaba haciendo café, ya duchado y vestido. En una mañana normal se habría marchado a trabajar, pero aquella mañana nada era normal.

Annie había pasado allí la noche.

Había varios problemas con esa frase. Normalmente, él prefería pasar la noche en casa de una mujer para poder controlar cuándo se iba. Pero entre las mellizas, Kami y el que sería seguramente un dormitorio muy pequeño, era mejor que estuvieran allí.

Además, lo de la noche anterior no había sido planeado. Cuando Annie y él firmaron el acuerdo le había prometido que no estaba interesado en acostarse con ella…

Aparentemente, estaba mintiendo.

Y, aunque hacer el amor con Annie había sido fantástico, le preocupaba lo que pasara a partir de aquel momento.

Annie no era como las demás mujeres que conocía y no era el tipo de chica dado a aventuras sin importancia. ¿Pensaría que había sido algo más que eso? ¿Esperaría algo más? Él no quería hacerle daño.

Oyó pasos que se acercaban y, poco después, Annie entró en la cocina con el mismo vestido que había llevado el día anterior. El pelo aún mojado de la ducha, el rostro libre de maquillaje. Tenía un aspecto inocente, juvenil. No parecía la mujer que se había rendido tan apasionadamente unas horas antes.

– Pareces nervioso -le dijo mientras tomaba una taza del armario y se servía un café-. ¿Temes que espere una proposición de matrimonio?

– No.

¿Una proposición?

Annie sonrió.

– Yo creo que una ceremonia sencilla sería lo mejor en estas circunstancias. Las mellizas y Kami querrán ser damas de honor y…

Duncan había pensado que estaría incómoda, disgustada o avergonzada. Pero se había equivocado por completo.

– ¿Y llevarás un vestido blanco, querida?

Ella suspiró.

– Estaba intentando ponerte nervioso.

– Ya lo sé.

– Se supone que deberías haberte dado un susto.

Riendo, Duncan la besó.

– La próxima vez.

– Pues mientras tú roncabas, yo he tenido que llamar a Jenny para explicar por qué no he dormido en casa. Por supuesto he evitado mencionar que me había acostado contigo, pero no son tontas y…

– ¿Y por qué tenías que llamar?

– Porque no he dormido en casa y sabía que estarían preocupadas.

– La vida es más fácil sin familia.

– No seas cínico, hombre. Una llamada de teléfono es poca cosa a cambio de tener a mis primas. Y no finjas no entenderlo porque no me lo creo.

Duncan lo entendía, pero no estaba de acuerdo en que tuviese que pagar precio alguno por estar acompañada.

– Bueno, ahora las chicas ya saben algo de tu vida sexual.

Algo que a Duncan no le interesaba en absoluto. No porque le cayesen mal sino porque eso era dar demasiada información.

– Dime que no han hecho ninguna pregunta.

– Sólo si hemos usado preservativo -Annie intentaba fingir que era algo normal, pero Duncan vio que se había puesto colorada.

Sí, Annie McCoy era una interesante combinación de timidez, determinación, fuerza y fidelidad.

– ¿Y qué les has dicho?

Ella se aclaró la garganta.

– Que hemos usado… tres.

– ¿Y que ha contestado Jenny?

– Ha colgado.

Los dos soltaron una carcajada.

Annie estaba muy guapa a la luz del sol. Su melena rizada parecía brillar como un halo alrededor de su cara. Tenía los labios un poco hinchados de sus besos, las mejillas aún coloradas. La suya era una belleza serena, pensó. Y envejecería bien. Sería incluso más guapa a los cincuenta años. De haberla conocido antes de conocer a Valentina seguramente se habría sentido intrigado por las posibilidades… o tal vez no. Tal vez el atractivo de una chica mala habría sido más fuerte. Tal vez había tenido que sufrir para aprender la lección.

Y la había aprendido, desde luego. No confiar en nadie, no regalar nada y nunca, en ninguna circunstancia, arriesgar el corazón.

– Tú sabes que esto no puede ser más de lo que es.

Annie tomó un sorbo de café.

– ¿Es tu manera de decirme que no me haga ilusiones? ¿Qué esto es un simple acuerdo de conveniencia y nada más?

– Algo así -asintió él-. Cuando terminen las fiestas, nuestro acuerdo terminará también.

– Nunca había tenido una relación con fecha de caducidad -dijo ella, mirándolo a los ojos con un esbozo de sonrisa-. No pasa nada, Duncan. Conozco las reglas y no voy a intentar cambiarlas.

– No sé si creerte. A ti te gustan los finales felices.

– Es lo que quiero -admitió Annie-. Quiero encontrar a alguien a quien ame y respete. Un hombre que quiera estar conmigo, claro. Quiero tener hijos y un perro y hasta un hámster. Pero ése no eres tú, ¿verdad?

– No, no soy yo.

Años atrás, tal vez. Ahora, el precio era demasiado alto. Él sólo jugaba para ganar y en el matrimonio no había garantías. Valentina le había enseñado eso.

– Se supone que no deberíamos habernos acostado juntos.

– Lo sé -dijo Duncan. Pero no sabía si estaba tomándole el pelo o enfadada-. ¿Quieres que me disculpe?

– No, quiero que me prometas que cuando esta relación termine no me dirás que quieres que seamos amigos. Se terminará y punto, tienes que prometerlo.

– No seremos amigos -le prometió él. Y luego, de repente, se sintió absolutamente perdido. Annie era una de las pocas personas que le gustaban de verdad y la echaría de menos. Pero tendría que dejarla ir.


Annie pasó el día intentando no sonreír como una idiota. No le preocupaba que sus alumnos se dieran cuenta, pero sus compañeros sí. Porque si se daban cuenta empezarían a hacer preguntas y ella no mentía bien. Probablemente una buena cualidad, se dijo a sí misma mientras metía el coche en el garaje. En circunstancias normales, claro.

Mientras iba hacia el buzón sintió que le dolían todos los músculos, incluso músculos que no creía poseer. Pero no le importaba. Era un dolor que no le molestaba en absoluto y que le recordaba lo que había pasado la noche anterior con Duncan.

No lo lamentaba, pensó. Estar con él había sido espectacular y habían hecho cosas que no creía posibles. Estar entre sus brazos le había enseñado lo que quería de la vida. No sólo un gran amor, sino también una gran pasión. Con Ron y AJ. había tenido que conformarse… no se había dado cuenta hasta ese momento, pero era la verdad. Y no volvería a conformarse nunca.

– Grandes palabras para alguien que ni siquiera está saliendo con un hombre -murmuró, mirando el correo.

Pero al ver uno de los sobres hizo una mueca. Era de la universidad de Jenny, seguramente para recordarle que tenía que pagar la matrícula. Mientras lo abría, se preguntó de dónde iba a sacar el dinero. Todo era tan caro. Tal vez después de las vacaciones debería buscar un trabajo por la tarde. Uno que…

Annie miró el papel, el que decía que la matrícula había sido pagada.

Pero era imposible, ella no había pagado y estaba segura de que Jenny no tenía dinero para hacerlo.

Annie entró en la casa y volvió a mirar el correo. ¡Había otra carta de la universidad de Julie que decía lo mismo!

Aquello era totalmente inesperado, aunque sabía con toda seguridad quién era el responsable. Un día antes se habría sentido agradecida, pero ahora… el detalle la dejaba desconcertada.

Dejando el resto del correo sobre la mesita, Annie volvió al coche. La oficina de Duncan no estaba muy lejos ya que el imperio de los Patrick era dirigido desde un complejo de edificios en el puerto de Los Ángeles.

Annie le dio su nombre al guardia de seguridad y tuvo que esperar mientras hacía una serie de llamadas. Por fin, el hombre la envió al aparcamiento, dándole instrucciones sobre dónde debía dejar el coche y, siguiendo los carteles indicadores, entró en el edificio principal.

Era imperio y medio, pensó, mirando el enorme vestíbulo de Industrias Patrick. Un mapa del mundo con miles de lucecitas blancas indicaba los países en los que tenía empresas la compañía. Otras lucecitas señalaban trenes, carreteras, barcos…

Siempre había sabido que Duncan era millonario, pero ver ese mapa era impresionante.

Annie tiró de la manga de su jersey, pensando que los alces de la pechera eran muy graciosos para sus alumnos, pero estaban fuera de lugar allí. Además, tenía una mancha en la falda y la parte de atrás estaba arrugada…

– ¿Señorita McCoy?

A su lado había una mujer muy elegante de unos treinta años.

– Sí, soy yo.

– El señor Patrick está esperándola. Venga conmigo, por favor.

Subieron en el ascensor hasta la sexta planta, llena de empleados que se movían de un lado a otro sin mirarla. La mujer la llevó hasta una oficina donde esperaba una secretaria de cierta edad.

– Puede pasar -le dijo.

Annie miró la puerta que había frente a ella. Tenía un aspecto muy pesado, impresionante. Pero, apretando las cartas que llevaba en la mano, entró en la oficina de Duncan.

Era más grande que su dúplex, con enormes ventanales desde los que se veía el cuartel general de Industrias Patrick. Aparentemente, aquel rey disfrutaba admirando su reino.

Su escritorio era tan grande que un avión podría aterrizar en él y había un grupo de sofás a un lado y una mesa de conferencias al otro.

Duncan estaba mirando la pantalla de su ordenador, pero levantó la cabeza en cuanto la oyó entrar.

– Un placer inesperado -le dijo, levantándose.

Estaba guapísimo, como siempre. Demasiado guapo. Lo había visto muchas veces con traje de chaqueta, de modo que no era nada nuevo. Tal vez el problema era que menos de doce horas antes habían estado en la cama, desnudos, durmiendo uno en brazos del otro… y que habían hecho el amor una vez más por la mañana.

– ¿Todo bien? Estás muy pálida.

– Tú has pagado las matrículas, ¿verdad? Ni siquiera voy a preguntarte cómo sabías dónde estudiaban las chicas… imagino que te lo contaron ellas mismas.

Duncan sonrió.

– Pensé que no ibas a preguntar.

– Esto no tiene gracia. No puedes hacerlo.

– ¿No puedo ayudar a tus primas? Pensé que lo aprobarías. ¿No eres tú quien me dijo que lo lógico sería ser una buena persona y no contratarte a ti para fingir que lo soy?

– Duncan, ¿por qué lo has hecho?

– Porque puedo hacerlo. ¿Tú eres la única que puede ser buena?

– No te hagas el razonable ahora -protestó Annie-. Me hace sentir incómoda.

– No es eso lo que pretendo -dijo él, poniéndose serio-. Sólo ha sido un cheque, no tiene la menor importancia.

– Un cheque enorme… dos, en realidad -Annie miró alrededor para comprobar que estaban solos-. Nos hemos acostado juntos, no puedes comprarme cosas.

Duncan volvió a sonreír.

– La mayoría de las mujeres dirían lo contrario, que después del sexo empiezan los regalos.

– No sé qué clase de mujeres conoces tú, pero está claro que no son las mismas que yo conozco -replicó ella, enfadada-. Además, tú y yo no estamos saliendo juntos. Tenemos un acuerdo y esto no es parte del acuerdo.

– ¿Te estás quejando porque te doy más de lo que esperabas?

No. Le preocupaba que si de repente Duncan empezaba a mostrarse como una buena persona, seguramente ella no sería capaz de decirle adiós sin que le rompiera el corazón.

Esa era la verdad. Claro. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Duncan era una fuerza de la naturaleza y ella sólo una chica normal. Él era rico, fuerte y poderoso. Se la había estado jugando desde el día que lo conoció.

– Yo… no tenías que hacerlo.

– Pero quería hacerlo, Annie.

– Sí, bueno… reconozco que ahora las cosas serán más fáciles. Gracias.

Duncan dio un paso adelante y tomó su cara entre las manos.

– ¿Lo ves? No ha sido tan difícil, ¿no?

– No.

Iba a besarla y ella iba a dejar que lo hiciera. Ya era demasiado tarde para protegerse a sí misma. Lo único que podía hacer era rezar para no quedar totalmente destrozada cuando aquello terminase. Una prueba de fuerza, pensó. Una prueba de fuego.

Duncan la besó de una manera que ya empezaba a ser familiar y Annie soltó las cartas, que cayeron al suelo, para echarle los brazos al cuello. Sentía tal pasión por él… lo deseaba en aquel mismo instante.

Sentía su erección, dura y gruesa, contra su vientre. Sería tan fácil hacerlo allí, sobre el escritorio. Pero el despacho estaba lleno de ventanales sin cortinas y cualquier podría entrar y verlos…

Duncan la besó de nuevo antes de soltarla.

– Un momento… tenemos que parar.

Ella asintió con la cabeza.

– Gracias por pagar las matrículas. Me ayuda mucho, de verdad.

– De nada -sonrió él, pasándole un brazo por los hombros para llevarla a la puerta-. Mi tío Lawrence quiere conocerte, por cierto.

– También a mí me gustaría conocerlo.

– ¿Qué tal si cenamos juntos el domingo?

– Muy bien, eso me gustaría.

Le gustarían muchas más cosas, pensó mientras volvía al coche. Le gustaría que hubiese una oportunidad para los dos, por ejemplo. Aunque era un deseo tonto, pensó luego. Duncan había dejado claro lo que quería desde el principio y, por lo que ella sabía, no era un hombre que cambiase de opinión sobre nada.


Después de despedir a Annie, Duncan tuvo serias dificultades para concentrarse en el trabajo. El informe que estaba leyendo le parecía mucho menos interesante y deseó ir tras ella. Tal vez podrían pasar la tarde juntos… y la noche. Pero tenía reuniones a las que acudir e informes que estudiar, se dijo. Además, algo le decía que debía tener cuidado. No quería que Annie se hiciera ilusiones porque no tenía intención de hacerle daño.

A las cuatro, su ayudante lo llamó para decir que la señora Morgan estaba esperando. Duncan miró su agenda y frunció el ceño porque no recordaba el nombre. Alguien del departamento de contabilidad, por lo visto.

– Dile que pase.

Unos segundos después, una mujer de unos cincuenta años entraba en el despacho con una sonrisa tímida.

– Señora Morgan…

– Gracias por recibirme, señor Patrick.

– De nada. Siéntese, por favor.

– Hablé con Annie en la fiesta de Navidad -empezó a decir ella, nerviosa-. Le conté algunas ideas que tenía y ella me animó a que hablase con usted.

Ah, qué típico de Annie, pensó Duncan, irritado y sorprendido a la vez.

– Annie cree firmemente en la comunicación.

La señora Morgan tragó saliva.

– Sí, bueno, verá, soy contable y, como sabe, tenemos que hacer cursos sobre cuestiones fiscales cada año.

– Sí, claro.

– Hace poco acudí a un curso sobre depreciación y ha habido varios cambios que podrían tener un gran impacto en la empresa. Si pudiera explicárselo…

La mujer abrió una carpeta y le entregó varios documentos. Luego, mientras él los estudiaba, le explicó que no estaban aprovechando las ventajas de las nuevas clasificaciones fiscales y los pequeños cambios eran importantes cuando se trataba de una gran flota de camiones, barcos y trenes.

– El ahorro en impuestos con esta nueva exención sería una cantidad de seis cifras.

– Impresionante -murmuró Duncan-. Gracias, señora Morgan. Le agradezco mucho que se haya tomado la molestia de contármelo. Hablaré con el director administrativo y le pediré que eche un vistazo a esas nuevas exenciones.

La mujer sonrió.

– Me alegro de haber podido ayudar.

Y era cierto, podía verlo en su expresión. Él siempre había dirigido la empresa con mano de hierro y jamás había confraternizado con los empleados. Para dirigir un imperio había que aprender a tener mentalidad de gran empresa o la empresa seguiría siendo siempre pequeña.

Pero, aunque él había aprendido la lección, nunca le había gustado. Ahora, viendo a la señora Morgan recoger sus papeles, entendía los beneficios de animar a los empleados. Tal vez Annie tenía razón, tal vez debería hablar más con ellos, confiar en que hicieran lo correcto y recompensarlos si aportaban alguna idea.

– Recibirá un cheque por el diez por ciento del dinero que nos ahorremos, señora Morgan.

Ella parpadeó, sorprendida.

– ¿Perdone?

– Va a ahorrarle a la empresa mucho dinero y lo más justo es que reciba una parte -dijo Duncan-. Es una nueva norma de la empresa. Quiero animar a la gente a que haga sugerencias que mejoren el negocio. Si llevamos a cabo la idea que propongan, el empleado recibirá un diez por ciento de los beneficios.

La señora Morgan se puso pálida.

– Pero el diez por ciento sería… más que el sueldo de un año entero.

Duncan se encogió de hombros.

– Entonces es un buen día de trabajo, ¿no?

– ¿Está seguro?

– Por supuesto.

– Gracias, señor Patrick. Yo… no sé qué decir. Gracias. Gracias.

Cuando llegó a la puerta, Duncan estaba seguro de que iba llorando.

Sonriendo, se echó hacia atrás en la silla. Se sentía bien… como si hubiera hecho una buena acción. Tal vez era posible que lo de ser una buena persona no estuviera tan mal, pensó, irguiéndose para escribir una nota al director de Recursos Humanos pidiéndole que informase de la nueva norma a todos los empleados. Tal vez alguien en Relaciones Públicas podría también informar a la prensa… y de ese modo conseguiría que lo sacaran de la lista de los empresarios más odiados.

Después de eso, seguiría adelante con su plan de comprar las acciones del consejo de administración para quedarse como único propietario, como a él le gustaba, sin tener que darle explicaciones a nadie. Aunque mantendría la nueva normativa. No por Annie, se dijo a sí mismo. La mantendría porque era una buena idea.

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